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El día 9 de junio pasado, El País publicó una nota con el siguiente titular: “Hombre
decidió vivir como perro dálmata, la historia de un ‘transespecie’”. Se trata de un joven
británico de 32 años que ladra, duerme en una casa para animales, camina a cuatro patas y
se alimenta con galletas caninas; usa, además, un traje a le media con las características de
los perros dálmatas. Otras fuente periodísticas aseguran que Tom Peters busca ser
reconocido como perro porque, dice, esa es una auténtica personalidad.
Esa práctica, claro, estaba regida por un horizonte jurídico y teológico en el que
encontraba pleno sentido: había reglas que hicieron legible los vínculos totémicos de las
personas con el tótem, el animal (animal viene de anima, cosa que vive y respira). Las
religiones animistas, como era de esperarse, presentan marcados caracteres totémicos.
En De quantitate animae, San Agustín aporta los primeros pasos para que el alma se
convierta en una substancia racional exclusiva del hombre. Ya no hay un alma vegetal (¡o
animal!), como en los escritos de Aristóteles, el alma constituye la mejor parte del hombre,
la imagen de Dios en él, esa que lo coloca por encima de las demás criaturas.