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Entre los siglos IV y III a. C. el filósofo Platón escribió algunas de las páginas más
vigorosas de la historia de las ideas. Usando una distinción, hoy clásica, que encuentra sus
raíces en el eleata Parménides, afirmó que el designio de la inteligencia era alcanzar la
episteme, una palabra que puede traducirse como ciencia o conocimiento. La ciencia griega
no tiene punto de comparación con la ciencia moderna excepto por el hecho de que ambas
intentaron determinar la verdad.
En junio del 2015, Umberto Eco realizó un comentario que transtornó por completo
a las redes sociales: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que
primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad.
Ellos rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un
premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles”. Y claro, los imbéciles nos manifestamos. La
hoguera mediática brilló durante semanas. Recuerdo que llamaron a Eco fascista,
reotrógada, culterano, elitista, esbirro de la derecha, por decir lo menos.
En realidad, Eco no iba contra la libertad de expresión de las grandes masas o de las
minorias, si bien el término “invasión” sugería que condenaba a esa muchedumbre que a
todas horas usa Twitter o Facebook para opinar sobre los más diversos asuntos. Ese
nunca fue el punto. El problema radica en que los imbéciles, que se cuentan por millones,
se atrevan a opinar, algo que, desde la óptica de Platón, es bastante lógico. Los imbéciles
opinan y nada más.
La opinión expresa un punto de vista, una situación que nunca es intelectual sino
anecdótica o hasta folklórica. Se fundamenta en la subjetividad más rampante y tiene juego
en el bar, la charla de sobremesa o la calle. Sin embargo, hay materias en las que la opinión
no basta y hasta sobra: hace daño. Un premio Nobel no opina y cuando opina lo hace
saber. En el ámbito de las ideas no hay lugar para la democracia. Al parecer Platón
escribió: “Los sabios hablan porque tienen algo que decir, los estúpidos hablan porque
tienen que decir algo”. Hablan por hablar, o para usar el término de Martin Heidegger,
profieren habladurías (Gerede). En efecto, la opinión nunca será tomada en serio porque
ella es la consecuencia de la rusticidad. Tomar la palabra en los foros romanos suponía un
compromiso y una responsabilidad inflexibles. Hablaban porque había algo que decir.
Las redes sociales se volvieron foros de discusión. Pero en ellos nunca hay episteme.
Primero, porque ningún experto trabaría polémica con los deslenguados. No es el lugar ni
la forma. Segundo, porque los deslenguados no aportan argumentos sino invectivas.
Busquen cualquiera de los videos alojados en la plataforma de Youtube y diríganse al
espacio del foro. Habrá miles de opiniones encontradas, de las cuales una gran cantidad
son espumarajos de odio e impotencia. Priva la ley del más hater o troll. Están los que
apoyan el contenido del video en cuestión y están los que se sitúan a la contra. Luego
polulan los que están en contra de los que están a favor del video en cuestión y después los
que están a favor de los que están en contra, etc, etc. ¡Y nadie resulta medianamente
experto! La estupidez es infinita.
Nos hace falta educar el oído y templar la lengua, pero somos arrogantes. La opinión
está bien para el café y la sobremesa. Cuando se trata del foro público, por otra parte, esa
opinión va contra la autoridad de quien la profiere, o mejor, contra el crédito de su palabra,
que puede perder en el acto peso y consistencia. “Es mejor estar callado y parecer tonto
que hablar y despejar las dudas definitivamente” (Groucho Marx dixit).
En el espacio público, como en el campo de batalla, sólo resuenan las espadas y los
escudos de las ideas. No se trata de pensar igual sino, mínimamente, de pesar. Después
vendrán los concensos. Si ninguno osaríamos manipular el corazón de un paciente que se
halla tendido en la mesa de cirugías, eso que lo hagan los expertos, pues tampoco se ve por
dónde deberíamos opinar a propósito del tal o cual asunto del que poco o nada hemos
meditado y leído. Te respeto a ti, por supuesto, pero nunca respetaré tus opiniones.