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Infinitesimal / Contra la lectura

Juan Cristóbal Pérez Paredes

A la lectura le pasa lo que a la educación: que la celebramos como la panacea de


todos los problemas, y no es así.

Empiezo por descartar los hechos evidentes: la lectura no hace mejores a las
personas. Nerón, el emperador romano que no es el demonio que nos referieron los
cristianos ni mucho menos, admiraba la poesía y la leía asiduamente. Hitler, por otra lado,
tuvo una biblioteca de unos 16 mil libros y era un lector voraz.

Revisaré el asunto desde otra perspectiva. La lectura puede ser una disciplina o un
placer. En cuanto a lo primero, leer tiene más de obligación que de placentero: se trata de
las lecturas relacionadas con el deber académico. Se hacen porque son una exigencia.
Quien desee escribir la tesis sobre el problema del mal en Europa durante la Primera
Guerra Mundial revisará, en rigor, todo lo que se ha escrito al respecto.

Es seguro que muchos de esos libros suscitarán placer. Otros no. He leído libros
infames porque el deber académico lo dictaba.

En cuanto a la lectura por placer, el tema es muy diferente. Hay lectores que leen
porque quieren y pueden (los libros son objetos de lujo), y han convertido el hábito en una
disciplina férrea. Pero también existen los lectores desordenados: saltan del ensayo al
teatro, de la poesía a la novela, con una liberalidad envidiable. Leen lo que les dicta el
corazón y ya está.

En mi caso puedo delectarme con algún capítulo de El otoño de la Edad Media de


Johan Huizinga y luego pasar, bruscamente, a un poema de Ted Hughes (las Cartas de
cumpleaños son el mejor poemario que he releído este año) y, a modo de coda, entregarme a
la lectura de éste o aquél relato del enorme G. K. Chesterton. Ya ejercí por muchos años la
lectura académica, así que estoy disculpado.

En este sentido, la lectura por placer es justamente eso: un goce, una fruición. Del
mismo modo en el que la lectura no nos hace mejores ni más sabios, porque el
conocimiento no es idéntico a la sabiduría, tampoco es verdad que todos estamos obligados
a leer o deberíamos leer.

Cuando nos apremian a leer, la lectura se vuelve una deuda que atosiga, un pendiente
incómodo y produce culpa. Jamás se debe leer, si hablamos de la lectura por placer. Existe una
especie de incompatibilidad entre la obligación y el placer. La expresión "placer
obligatorio" es un tanto equívoco, igual que "obligación placentera".
Si el placer es obligado ya no produce tanto placer; y si la obligación fuera placentera
dejaría de ser una obligación obligada, lo cual, a todas luces, es una contradicción.

En efecto, nadie debe leer pensando que será mejor persona o porque leer produce
placer. Los placeres, como los sabores, hay muchos y no todos manifiestamos predilección
por los mismos sabores.

Eso sí, cualquiera puede abrir un libro por puro gusto y descubrir si hay algo en la
lectura que considere seductor. Si nada ocurre, siempre habrá otro libro y otro. Algunas
personas jamás se enamoran: eligen pareja porque tienen miedo a vivir solos o peor, morir
solos. La lectura por placer, claro, es una forma de enamoramiento: pasa o no pasa.

De forma que volar de flor en flor, como el colibrí, no es garantía de que


encontremos el libro que, al final, nos habitúe a leer.

Abasolutizar la lectura como un placer o, incluso, el placer, resulta tan absurdo como
declarar el hábito de fumar pipa un deleite impresdindible, arguyendo que toda persona
inteligente debería fumar pipa porque la vida es breve y muchos los placeres. No funciona
así.

Precisamente porque en la vida hay mil deleites habrá que gustar del número
máximo de ellos y luego elegir los que habrán de transformarse en nuestros placeres
íntimos, pues es más interesante vivir un placer a profundidad que explayarse en la
variedad, y no lo digo yo sino Séneca, que de estos tópicos sabe largo y tendido.

Me parece que fue E. H. Gombrich, cuya Historia del arte es una auténtica delicia
(bueno, mi delicia y la de un millón de lectores más) el que escribió que no hay manera de
contagiar las propias filias a otras personas. Los placeres no son virus.

El descubrimiento de un nuevo placer depara una experiencia de suyo


sorprendente... o no. La lectura, pues, no es un placer per se, o como diría el venerable
Kant, a priori.

Una vez que la lectura se nos ha vuelto un hábito, habrá que eludir otra trampa: la
perniciosa idea de que existen libros urgentes. Siempre me avergonzó bastante confesar,
en los días de mi juventud, que las novelas de Fiódor Dostoievski me causaban tremendos
y soporiferos vértigos. Ahora ya no, por dos motivos: me encuentro mejor dotado como
lector para leer a Dostoievski, aunque nunca totalmente (no leo ruso) y dejé de
frecuentarlo bajo la premisa de que era un escritor al que había que leer sí o sí.

Volví a Dostoievski porque soy tozudo, pero fue dañino leerlo en atención a su
índole de autor necesarísimo. No es verdad. Los libros establecen complejas relaciones
entre ellos, por lo que es natural que uno conduzca a otro con una cadencia que nunca es
forzada o imperiosa.
Me proclamo, así, contra la lectura. Leer no es bueno en sí mismo y por ningún
motivo estamos obligados a leer, excepto si hay razones de caracter profesional o
académico. En cuanto a lo demás, la lectura, como todos los placeres, está afectada por esa
sana frivolidad que la torna un excelente don prescindible.

Mi última recomendación para usted: no lea. En serio: no lea.

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