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David Lucena Peris

Dones del Espíritu Santo y virtudes infusas

Distinción

Siguiendo a Santo Tomás de Aquino, podemos decir que, si hablamos

del don y de la virtud ateniéndonos a la significación del nombre, no

hay oposición alguna entre ellos, pues la razón de virtud se toma de

que perfecciona al hombre para obrar bien, y la razón de don se toma

de su relación con la causa de la que procede. Ahora bien, nada impide

que aquello que procede de otro como don, perfeccione a alguien para

obrar bien, más todavía si sabemos sabiendo que ciertas virtudes nos

son infundidas por Dios. Por tanto, en este sentido el don no puede

distinguirse de la virtud. Por eso algunos sostuvieron que los dones no

debían distinguirse de las virtudes. Pero les queda por resolver una

dificultad no menor, a saber: dar razón de por qué algunas virtudes se

llaman dones, pero no todas; y por qué se enumeran entre los dones

cosas que no se enumeran entre las virtudes, como es el caso del

temor.

Por ello otros dijeron que había que distinguir los dones de las virtudes,

pero no asignaron la causa adecuada de la distinción, es decir, aquella

que fuese común a las virtudes sin que conviniese en modo alguno a

los dones, o viceversa. Pues algunos, considerando que, de los siete

dones, cuatro pertenecen a la razón, a saber: la sabiduría, la ciencia,

el entendimiento y el consejo; y tres, a la facultad apetitiva, a saber:

la fortaleza, la piedad y el temor, sostuvieron que los dones


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perfeccionaban el libre albedrío en cuanto que es facultad de la razón,

mientras que las virtudes lo perfeccionaban en cuanto que es facultad

de la voluntad, ya que sólo encontraban dos virtudes en la razón o

entendimiento, esto es, la fe y la prudencia; mientras que las otras

estaban en la facultad apetitiva o afectiva. Pero, si esta distinción fuese

adecuada, sería necesario que todas las virtudes estuviesen en la

facultad apetitiva y que todos los dones estuviesen en la razón.

Otros, en cambio, teniendo en cuenta lo que dice San Gregorio Magno,

que el don del Espíritu Santo, que forma la templanza, la prudencia, la

justicia y la fortaleza en la mente que le está sometida, la protege

contra cada una de las tentaciones mediante los siete dones, dijeron

que las virtudes se ordenan a obrar bien, y los dones se ordenan a

resistir a las tentaciones. Pero tampoco esta distinción es suficiente,

porque también las virtudes resisten a las tentaciones que inducen a

los pecados contrarios a ellas, pues cada cosa resiste naturalmente a

su contraria. Ello es evidente sobre todo en el caso de la caridad, de la

que se dice en Cant 8, 7: “no pueden aguas copiosas extinguir la

caridad”.

Otros, en fin, considerando que estos dones están revelados en la

Escritura en cuanto que se dieron en Cristo, como se ve en Is 11, 2-3,

dijeron que las virtudes se ordenan simplemente a obrar bien, mientras

que los dones se ordenan a que mediante ellos nos conformemos con

Cristo, principalmente en cuanto a las cosas que padeció, ya que en su


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pasión resplandecieron principalmente estos dones. Pero tampoco esto

parece suficiente, porque es el mismo Señor quien nos induce a

conformarnos con él por la humildad y mansedumbre, en Mt 11,

29: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y por la

caridad, como en Jn 15, 12: “amaos unos a otros como yo os he

amado”. Y también estas virtudes resplandecieron principalmente en

la pasión de Cristo.

Por consiguiente, para distinguir los dones de las virtudes, afirma el

Aquinate, debemos seguir el modo de hablar de la Escritura, en la cual

se nos revelan no, ciertamente, bajo el nombre de dones, sino más

bien bajo el nombre de espíritus, pues así se dice en Is 11, 2-3: “sobre

él reposará el espíritu de sabiduría y de inteligencia”, etc. Por estas

palabras se nos da a entender manifiestamente que estas siete cosas

se enumeran allí en cuanto que existen en nosotros por inspiración

divina. Pero la inspiración significa una moción del exterior. Pues hay

que tener en cuenta que en el hombre hay un doble principio de

movimiento: uno interior, que es la razón; y otro exterior, que es Dios.

Ahora bien, es evidente que todo lo que es movido ha de ser

proporcionado a su motor, y ésta es la perfección del sujeto móvil en

cuanto móvil: la disposición que le habilita para recibir bien la moción

de su motor. Por tanto, cuanto más elevado es el motor, tanto más

necesario es que el sujeto móvil le sea proporcionado por una

disposición más perfecta, como vemos que es necesario que el


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discípulo esté más perfectamente dispuesto para que capte una

doctrina más elevada de su maestro. Pues bien, es manifiesto que las

virtudes humanas perfeccionan al hombre en cuanto que puede ser

movido por la razón en las cosas que hace interior o exteriormente. Es,

por tanto, necesario que existan en el hombre unas perfecciones más

altas que le dispongan para ser movido por Dios. Y estas perfecciones

se llaman dones, no sólo porque son infundidos por Dios, sino también

porque por ellas el hombre está dispuesto a ser prontamente móvil

bajo la inspiración divina, tal como se dice en Is 50, 5: “el Señor me

ha abierto los oídos, y yo no me resisto, no me echo atrás”. Y, citando

a Aristóteles, el Angélico explica que a aquellos que son movidos por

instinto divino no les conviene aconsejarse según la razón humana,

sino seguir el instinto interior, porque son movidos por un principio

mejor que la razón humana. Por eso se dice que los dones perfeccionan

al hombre para unos actos más elevados que los actos de las virtudes.

Para profundizar en la explicación tomista, vamos a resumir la

explicación de Royo Marín. Las virtudes infusas son hábitos operativos

infundidos por Dios e n las potencias del alma para disponerlas a obrar

según el dictamen de la razón iluminada por la fe. En cambio, los dones

del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en

las potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las

mociones del propio Espíritu Santo al modo divino o sobrehumano.


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¿En qué se asemejan ambas realidades? Convienen en el género: tanto

unas como otros son hábitos operativos: dicen orden esencial a la

acción y por ella se tienen que especificar. En segundo lugar, tienen la

misma causa eficiente: Dios en el orden sobrenatural. En tercer lugar,

son hábitos infusos per se, totalmente sobrenaturales. Además, tienen

el mismo sujeto in quo: las facultades humanas. En ellas residen las

virtudes y los dones. En quinto lugar, tienen el mismo objeto material:

toda la materia moral, que es común a las virtudes y a los dones. En

sexto y último lugar, tienen la misma causa final: la perfección

sobrenatural del hombre, incipiente en este mundo y consumada en el

otro.

Tales son las principales coincidencias entre las virtudes y los dones.

Pero al lado de estas coincidencias, tenemos las siguientes irreductibles

diferencias:

La causa eficiente, en cuanto hábitos, es la misma: Dios, autor de todo

el orden sobrenatural. Pero la causa motora es completamente distinta.

En las virtudes es la misma razón humana (ilustrada por la fe, si se

trata de virtud infusa, y siempre bajo la previa moción de Dios, que en

el orden sobrenatural representa una gracia actual); en los dones, en

cambio, la causa motora es el mismo Espíritu Santo, que mueve el

hábito de los dones como instrumentos directos suyos. Por eso, del

hábito de las virtudes infusas podemos usar cuando nos plazca


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(presupuesta la gracia actual, que a nadie se niega), mientras que los

dones sólo actúan cuando el Espíritu Santo quiere moverlos.

Como es sabido, el objeto formal es el propiamente especificativo de

un acto o de un hábito. Un acto o un hábito pueden tener común con

otros actos y hábitos las dos causas extrínsecas (eficiente y final) y

hasta la causa material (que es un elemento genérico, no específico),

sin que haya diferencia específica entre ellos; pero si difieren por su

objeto formal, la diferencia específica es clarísima aunque convengan

en todo lo demás. Tal ocurre precisamente con las virtudes infusas y

los dones del Espíritu Santo. Unas y otras tienen (como ya hemos

dicho) la misma causa eficiente (Dios, autor del orden sobrenatural),

la misma causa final (la santificación del alma, y en definitiva, la gloria

de Dios) y la misma causa material, ya que los dones no tienen materia

propia, sino que tienen por misión perfeccionar el acto de las virtudes

sobre sus materias respectivas. Y, sin embargo, la diferencia específica

aparece clarísima por el objeto formal, que es completamente distinto.

El objeto formal constitutivo es totalmente distinto en las virtudes y los

dones. En las virtudes infusas, la regla próxima e inmediata de sus

actos es la razón humana iluminada por la fe; de tal manera que un

acto es bueno si se acomoda a ese dictamen y es malo si se aparta de

él. En los dones, en cambio, la regla próxima e inmediata de sus actos

es el mismo Espíritu Santo, que los gobierna y mueve directamente


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como instrumentos suyos, imprimiéndoles la dirección y haciendo, por

consiguiente, que el acto se produzca no por razones humanas, sino

por razones divinas, que escapan y trascienden la esfera de la razón

humana aun iluminada por la fe. El acto de los dones brota de un

motivo formal completamente distinto y, por lo mismo, arguye

necesariamente distinción específica con el de las virtudes. Ahora bien:

como es sabido, los hábitos se especifican por sus actos, y éstos por

sus objetos formales. A objetos formales específicamente distintos

corresponden actos específicamente distintos; y a éstos corresponden

hábitos también específicamente distintos. De modo que virtudes

infusas y dones del Espíritu Santo son hábitos específicamente

distintos.

De las dos diferencias anteriores, se sigue una tercera. La operación

tiene que tener el mismo modo que la causa motora que la impulsa y

la norma o regla a que se ajusta. Teniendo las virtudes infusas por

motor al hombre y por norma o regla la razón humana iluminada por

la fe, necesariamente han de imprimir a sus actos el modo humano

que les corresponde. En cambio —y por la misma razón—, teniendo los

dones por causa motora y por norma o regla al mismo Espíritu Santo,

necesariamente tienen que revestir sus actos el modo correspondiente

a esa regla y a ese motor, esto es, el modo divino o sobrehumano. De

esta tercera diferencia se deducen dos consecuencias de importancia

excepcional en teología ascética y mística: primero, la imperfección


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radical de las virtudes infusas por la modalidad humana de su obrar y

la necesidad imprescindible de que los dones del Espíritu Santo vengan

en su ayuda para proporcionarles su modalidad divina, sin la cual

jamás las virtudes infusas podrán alcanzar su plena perfección y

desarrollo; y segundo, la imposibilidad de una operación de los dones

al modo humano, toda vez que su modalidad divina es precisamente

un elemento de diferenciación específica con las virtudes infusas. Una

operación de los dones del Espíritu Santo al modo humano envuelve

verdadera contradicción.

Otra diferencia que se desprende de las anteriores: de las virtudes

podemos usar cuando queramos, según consta por la experiencia

(v.gr., podemos hacer cuando queramos un acto de fe, esperanza,

caridad, o de cualquier otra virtud infusa). De los dones, en cambio,

no podemos usar cuando queramos, sino sólo cuando quiere el Espíritu

Santo mismo. La razón de esto es muy clara. Todos aquellos hábitos

de los cuales es regla y motor la razón humana (aunque sea iluminada

por la fe) están sometidos a nuestro libre albedrio en cuanto a su

ejercicio, porque son actos nuestros en toda su integridad. Mas los

dones son hábitos que no confieren al alma más que la facilidad para

dejarse mover por el Espíritu Santo, que, como ya hemos visto, es la

única causa motora de los mismos, sin que el alma pueda hacer otra

cosa que cooperar a esa moción (aunque de una manera consciente y

libre) no poniendo ningún obstáculo y secundando con docilidad el


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impulso del Espíritu Santo, que mueve los dones como causa principal,

limitándose el hombre al papel de simple instrumento, aunque

consciente y libre. En orden a la actuación de los dones, nosotros no

podemos hacer otra cosa que disponernos (refrenando, v.gr., el

tumulto de las pasiones, el afecto a las criaturas, el tropel de

distracciones y fantasmas de la imaginación que dificultan la acción de

Dios, etc.) para que el propio Espíritu Santo pueda actuarlos cuando le

plazca. En este sentido, podemos decir que nuestros actos son causa

dispositiva de la actuación de los dones. No se trata esta de una

disposición propia y formal, disposición propia y formal, que ésa la da

el mismo don, sino de un quitar los impedimentos que en él pueda

haber, a fin de que esa docilidad al Espíritu Santo pueda hacerse real

(pasando al acto) y no ser sólo potencial (por la posesión del simple

hábito de los dones). Y, en cierto sentido, nuestros actos pueden ser

también causa meritoria de la actuación de los dones siquiera sea de

una manera remota, en cuanto que con nuestros actos sobrenaturales

podemos merecer el aumento de la gracia, de las virtudes infusas y de

los mismos dones del Espíritu Santo en cuanto hábitos. Y a medida que

los dones vayan creciendo en perfección, más fácilmente actuarán y

con mayor intensidad, y vencerán mejor las resistencias o

indisposiciones que encuentren a su paso, a la manera que un gran

fuego prende fácilmente en un leño aunque esté verde o mojado. Pero

sea cual fuere el grado de perfección habitual que los dones hayan
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alcanzado en nosotros, su actuación estará siempre completamente

fuera del alcance de nuestro libre albedrío. El Espíritu Santo los actuará

cuando quiera y como quiera, sin que nosotros podamos hacerlo jamás

por nuestra cuenta.

La quinta diferencia nace de la primera, y no es más que una

consecuencia de ella. En el ejercicio de las virtudes infusas el alma se

encuentra en pleno estado activo. Sus actos se producen al modo

humano y tiene plena conciencia de que es ella la que obra cuando y

como le place: es ella, sencillamente, la causa motora de sus propios

actos, aunque siempre, desde luego, bajo la moción divina, que nunca

falta, en forma de una gracia actual. El ejercicio de los dones es

completamente distinto. El Espíritu Santo es la única causa motora y

principal que mueve el hábito de los dones, pasando el alma a la

categoría de simple instrumento, aunque vivo, consciente y libre. El

alma reacciona vitalmente al recibir la moción de los dones, y de esta

manera se salva la libertad y el mérito bajo la acción donal, pero solo

para secundar la divina moción, cuya iniciativa y plena responsabilidad

corresponde por entero al Espíritu Santo mismo, que actúa como única

causa principal. Por eso, tanto más perfecta y limpia resultará la acción

donal cuanto el alma acierte a secundar con mayor docilidad esa divina

moción adhiriéndose fuertemente a ella sin torcerla ni desviarla con

movimientos de iniciativa humana, que no harían sino entorpecer la

acción santificadora del Espíritu Santo. Síguese de aquí que el alma,


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cuando sienta la acción del Espíritu Santo, debe reprimir su propia

iniciativa humana y reducir su actividad a secundar dócilmente la

moción divina, permaneciendo pasiva con relación a ella. Esta

pasividad, entiéndase bien, sólo lo es con respecto al agente divino;

pero en realidad se transforma en una actividad vivísima por parte del

alma, aunque única y exclusivamente para secundar la acción divina,

sin alterarla ni modificarla con iniciativas humanas. En este sentido

debe decirse que el alma obra también instrumentalmente lo que en

ella se obra, produce lo que en ella se produce, ejecuta lo que en ella

el Espíritu Santo ejecuta. Se trata, sencillamente, de una actividad

recibida, de una absorción de la actividad natural por una actividad

sobrenatural, de una sublimación de las potencias a un orden divino de

operación, que nada absolutamente tiene que ver con la estéril inacción

del quietismo.

Descripción de los dones del Espíritu Santo

A continuación ofrezco una breve descripción de cada uno de los siete

dones del Espíritu Santo, completas aunque breves por razón de no

sobrepasar las dimensiones deseadas para este trabajo.

El don de entendimiento es un hábito sobrenatural infundido con la

gracia santificante por el cual la inteligencia del hombre, bajo la acción

iluminadora del Espíritu Santo, se hace apta para una penetrante

intuición de las verdades reveladas especulativas y prácticas y hasta

de las naturales en orden al fin sobrenatural.


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El don de ciencia es un hábito sobrenatural infundido con la gracia por

el cual la inteligencia del hombre, bajo la acción iluminadora del

Espíritu Santo, juzga rectamente de las cosas creadas en orden al fin

sobrenatural.

El don de temor es un hábito sobrenatural por el cual el justo, bajo el

instinto del Espíritu Santo, adquiere docilidad especial para someterse

totalmente a la divina voluntad por reverencia a la excelencia y

majestad de Dios, que puede infligirnos un mal.

El don de sabiduría es un hábito sobrenatural inseparable de la caridad

por el cual juzgamos rectamente de Dios y de las cosas divinas por sus

últimas y altísimas causas bajo el instinto especial del Espíritu Santo,

que nos las hace saborear por cierta connaturalidad y simpatía.

El don de consejo es un hábito sobrenatural por el cual el alma en

gracia, bajo la inspiración del Espíritu Santo, juzga rectamente, en los

casos particulares, lo que conviene hacer en orden al fin último

sobrenatural.

El don de piedad puede definirse como un hábito sobrenatural infundido

con la gracia santificante para excitar en la voluntad, por instinto del

Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un

sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en

cuanto que pertenecen a un mismo Dios Creador.


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El don de fortaleza es un hábito sobrenatural que robustece al alma

para practicar, por instinto del Espíritu Santo, toda clase de virtudes

heroicas con invencible confianza en superar los mayores peligros o

dificultades que puedan surgir.

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