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ÉTICA

UNIDAD Nº 2
Principios, valores y virtudes

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SEMANA 3

Introducción
El célebre filósofo Aristóteles sostenía que el estudio de los primeros principios y
las primeras causas otorgarían a su disciplina el carácter de un saber especial. Sería
de cierta forma, la revisión de los pilares fundantes de toda una estructura disciplinar,
pero también de una estructura ética. El presente documento rescata el llamado
aristotélico y acude a aquellos principios fundamentales, universales e inmutables, para
conocer en qué medida sostienen actualmente la estructura de la acción moral, una
estructura fuertemente influida por los fenómenos contemporáneos y las lecciones que
estos han dejado a la humanidad.

En esta tercera semana de trabajo abordaremos uno de los objetivos centrales


de la asignatura:

 Comprender la génesis e historicidad de los principios y valores como


parámetros que rigen la actuación moral y la importancia del contexto laboral como
instancia de realización de virtudes

En cuanto a otros objetivos, de carácter específico, se espera:


 Analizar las distinciones a nivel conceptual entre principios y valores y la
necesidad de generar la práctica habitual de estos como concreción del individuo
virtuoso.
 Reconocer los principios bioéticos de Autonomía, Beneficencia, No Maleficencia
y Justicia como importantes directrices de evaluación de la conducta moral de toda
profesión

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Ideas Fuerza
En cuanto a las ideas principales por su parte, el siguiente documento abordará:

 Las distinciones a nivel conceptual entre principios, valores y virtudes,


considerando el vínculo entre conceptos

 ¿Qué es la bioética y de qué aspectos se ocupa? Definición conceptual y


proyecciones

 Los procesos históricos que dieron origen a la disciplina bioética: los crímenes
de la Segunda Guerra Mundial y el Experimento de Tuskegee.

 Los principios de la bioética: Autonomía, Beneficencia, No Maleficencia y


Justicia. Definiciones e implicancias.

 Documentos que regulan la actuación ética de profesionales: Código de


Núremberg, la Declaración de Helsinki y el Informe Belmont

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Desarrollo
PRINCIPIOS, VALORES Y VIRTUDES

Al igual como ocurre con los conceptos de ética y Moral, existen diversos
malentendidos en torno a tres conceptos esenciales del actuar moral: los conceptos de
Principio, Valor y Virtud. Si bien actúan de manera concatenada, sirviendo cada uno
como referencia del otro, existen diferencias vitales entre ellos

En primer lugar, nos referimos a principios cuando hablamos de aquellos


imperativos de tipo general que nos orientan acerca de qué hay de bueno y realizable
en unas acciones y de malo y evitable en otras. Es un imperativo universal que
prescribe determinadas acciones en razón de determinadas características descriptivas
que siempre que se den y en igualdad de circunstancias, obligan a actuar obedeciendo
a ese principio universal

El término proviene del griego arjé, es decir, aquello de lo cual proviene una
determinada cosa, aunque la acepción es utilizada de igual forma como sinónimo de
fundamento o pilar en el caso de las disciplinas –principios de la ciencia, principios
jurídicos, etc. Han sido una preocupación antigua en la historia de la humanidad,
siendo los griegos quienes nos entregan los primeros antecedentes en torno a la
discusión. Entre los clásicos ejemplos de principios encontramos la dignidad de las
personas, el respeto a la palabra dada, la integridad, la honestidad, la lealtad o el
respeto a la vida.

Las principales características de los principios son su inmutabilidad a través del


tiempo y cómo actúan de manera referencial guiando a la persona en su conducta, la
que va más allá de la mera normativa, por lo que reducir el principio a esa norma es
restarle de su relevancia. Por el contrario: los principios poseen una universalidad que
los hace ser reconocidos por la razón humana a través de la experiencia de la
humanidad como un todo. Es precisamente cuando esos principios se integran en la
conducta personal, cuando nos adentramos en el terreno de los valores.

Al contrario de los principios, los valores son ideales deseables. El valor es un


bien que se descubre y se elige de manera libre y consciente por la persona. Lo
anterior, le brinda un carácter subjetivo al valor, aunque algunos de ellos nos parezcan
algo más objetivos –por ejemplo, el valor económico, en contraposición a un valor
estético o religioso que es radicalmente subjetivo.

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El término por su parte deriva, en este caso del latín valere que significa ser
fuerte o capaz de algo. Los valores presentan dos caras visibles: el valor y el antivalor,
siendo en el primero de los casos un elemento que se practica y que apunta
directamente a la conducta humana, alejándose de toda abstracción mental.

Una importante característica del valor es su carácter dinámico y cambiante. No


solo las personas pueden poseer valores distintos a lo largo de su vida, sino también
las sociedades, quienes conciben y se acogen hoy a valores que no se percibieron de
igual forma en el pasado, como es el caso del respeto al medio ambiente, que goza
desde hace algunas décadas de una atención y conceptualización distinta a la de
antaño. En ese sentido, cuando son múltiples las personas que se rigen bajo los
mismos valores podemos hablar de una convivencia a nivel social o corporativo. Es
precisamente cuando este valor es llevado a la práctica cuando podemos referirnos de
plano a una virtud.

La virtud es la encarnación operativa del valor, una encarnación que no implica


acciones de orden aislado, sino generar un hábito en la persona como forma de vivir el
valor. En este sentido, nos estaríamos refiriendo a una persona como generosa en la
medida en que esa persona encarna en su práctica habitual el valor de la generosidad.
Además de esa cotidianeidad con que se practica el valor, la virtud debe ser dirigida
hacia la consecución del bien, es decir, si concebimos al conocimiento como valor, solo
nos sería coherente con la definición el utilizar aquel conocimiento en pos del bien o de
una acción positiva.

Esta virtud le otorga estabilidad al valor al prolongar en el tiempo su vivencia,


pero no todos los valores se concretan en virtud personal, lo que explica cuan amplio
es el campo valórico en comparación con el virtuoso. Uno de los espacios para superar
esa desavenencia es particularmente el trabajo, actividad humana fuente por
excelencia de virtudes. Pese a la importancia de los tres conceptos, fueron los
principios los que, desde la segunda mitad del siglo XX, sufrieron mayores alteraciones
en su conceptualización, producto principalmente al surgimiento de la disciplina bioética
como respuesta a las atrocidades conocidas en materia de experimentación con seres
humanos.

EL SURGIMIENTO DE LA BIOÉTICA

La bioética es la rama de la ética que se dedica a proveer los principios para la


conducta más apropiada del ser humano respecto a la vida, contemplando la vida
humana y la vida no humana, es decir, tanto animal como vegetal, junto con el
ambiente donde se produce el desenvolvimiento. Pese a las múltiples atribuciones,
sabemos hoy que el concepto fue acuñado en el año 1927 –décadas antes de lo que

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se creía- pero, no fue sino hasta la segunda mitad del siglo XX que el término se hizo
común al atender a la serie de acontecimientos que salían a la luz. El primero de esos
antecedentes fueron los terribles crímenes cometidos durante la segunda guerra
mundial.

Dentro de la gama de atrocidades cometidas por el régimen nazi alemán, ciertos


crímenes llaman poderosamente la atención: no habían sido cometidos por militares ni
civiles empleados del nazismo, sino por profesionales vinculados al área de la salud.
Finalizada la guerra con la victoria aliada, era tiempo de juzgar a los criminales
culpables de tales atropellos; esto generó que 24 médicos nazis fueran acusados por
crímenes de lesa humanidad durante los famosos juicios de Núremberg (1945-46)

Pese a ser reclamado por más de un autor, reconocemos hoy al pastor


protestante, filósofo y educador alemán, Fritz Jahr, como la persona que
combinó los vocablos griegos bios (vida) y ethos (comportamiento,
carácter) dando origen al concepto de Bio-Ethik.

Este proceso no solo dio origen al famoso Código de Núremberg –sobre el que
se volverá más adelante-, sino que puso en la palestra las terribles consecuencias
éticas generadas en la experimentación con seres humanos: prisioneros de guerra a
disposición de sádicos médicos que veían en ellos meras piezas las cuales manipular
en busca de presuntas curas o mejoras en sus respectivos campos. Pese al rechazo
generalizado, esto no impidió que otros casos se dieran a conocer, con iguales o más
graves consecuencias por la amplitud de tiempo en que se llevaron a cabo. El
Experimento de Tuskegee es el más célebre de esos casos.

A inicios de los años treinta, en un pequeño condado del estado sureño de


Alabama en los Estados Unidos, el Servicio Sanitario de Salud de los Estados Unidos
en colaboración con el Instituto Tuskegee decide levantar un experimento que entregue
nuevas pistas en torno a la sífilis y su evolución. Con una muestra de 399 hombres
contagiados -todos afroamericanos pobres y de bajo nivel educativo- más un grupo de
control, se inició este estudio pactado inicialmente para durar seis a ocho meses, fecha
en la que finalmente se le administraría a cada participante el tratamiento disponible.

Sin embargo, los emergentes problemas financieros de la época hacían


imposible administrar los tratamientos; pese a modificar su propósito original, los
investigadores hicieron frente a un “problema” aún mayor: el surgimiento de la
penicilina como solución para el tratamiento de variadas enfermedades, entre las que
se encontraba la sífilis. Este avance a todas luces afectaba la esencia del estudio y se

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volvía su principal amenaza, pese a significar la mejora en las condiciones de cada
persona involucrada. Por ello, los responsables hicieron cuanto estuvo en sus manos
para evitar la administración del medicamento y con ello la finalización del experimento
(Merino y Coca, 2015)

Esta finalización vino solo en 1972, cuando una filtración a la prensa hizo del
experimento un acontecimiento que escandalizó a la opinión pública y obligó a las
autoridades a tomar serias medidas que impidieran que hechos como este volvieran a
ocurrir. En 1974, se formaría la National Comission for the Protection of Human
Subjects of Biomedical and Behavioral Research, integrada por representantes de las
principales entidades de salud y bienestar norteamericanas que, luego de cuatro años
de reuniones, publicarían el célebre Informe Belmont, documento de enorme
importancia ética pues elevaría a categoría de axioma moral tres principios: la
autonomía, la beneficencia y la justicia.

El documento “Principios éticos y pautas para la protección de los seres humanos en la investigación”,
también conocido como Informe o Reporte Belmont,

Este proceso sería también el proceso de gestación de la disciplina bioética. Una


publicación posterior añadiría un cuarto principio, el de No Maleficencia, con lo que
quedaban establecidas las directrices de la denominada Ética Principialista, corriente
que se desarrolla a continuación.

LOS PRINCIPIOS BIOÉTICOS

La ética principialista se ha transformado en un referente obligado en materia de


ética profesional. Si bien la formulación de los principios bioéticos es propia de los años
setenta, existía previamente una tradición médica fundada en dos de esos principios,
Beneficencia y No Maleficencia. La bioética añadiría otros dos pilares, la autonomía y la
justicia. La versión final sería formulada por los filósofos Tom Beauchamp –antiguo

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colaborador en la formulación del Informe Belmont- y James Childress en su obra
Principios de Ética Biomédica (1985)

Estos principios evidenciaban mayor compatibilidad con la mayoría de los


sistemas de valores del mundo, tanto religiosos, éticos o culturales. Ese carácter
pluralista y la amplia aceptación que poseen los ha llevado a este puesto referencial en
materia ética. Para Beauchamp y Childress, estos principios deberían funcionar como
un marco de referencia analítico, que exprese los valores generales que subyacen a las
reglas de la moralidad común.

PRINCIPIO DE AUTONOMÍA

El concepto de autonomía proviene de los vocablos griegos autos (sí mismo) y


nomos (ley). Por este sentido original, hace referencia a la capacidad constitutiva del
sujeto de darse a sí mismo sus propias reglas morales, con independencia de cualquier
referencia a una realidad distinta del sujeto mismo (Massini, 2004). Por el contexto
histórico que la posibilitó, posee un origen propiamente moderno; constituyó el
concepto central de la Ilustración europea y tiene en I. Kant y J.J Rousseau a sus
principales ideólogos.

Pese a lo que podría pensarse, la autonomía como principio no es una condición


inherente a todos los seres humanos. Para Mazo (2012: 121) se es autónomo en la
medida en que el uso que se hace de la libertad es coherente con la responsabilidad
que se tiene consigo mismo, con los demás y con la sociedad y, por tal, se alcanza con
el paso del tiempo, y “se es autónomo en la medida en que se es capaz de dictar las
propias normas, en que no se necesita de instancias reguladoras o sancionatorias para
hacer las cosas”.

Van Rensselaer Potter, médico oncólogo norteamericano que inserta el término


Bioética en EEUU en sus obras “Bioethics: The science of survival”) y “Bioethics:
Bridge to the Future”. Alertó en torno a la deshumanización que existía en el
trato con pacientes terminales de cáncer, con lo que instó a reflexionar en torno
a su situación

La autonomía se define como la aceptación del otro como un agente moral


responsable y libre para tomar decisiones. La expresión más diáfana del pleno ejercicio
de la autonomía es el consentimiento informado, parte esencial englobada en este
principio y que consta de dos elementos fundamentales: la información y
el consentimiento. En el campo de la salud, la información corresponde al profesional e

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incluye dos aspectos importantes: el descubrimiento de la información -que estará
dosificada en correspondencia con lo que el paciente quiere realmente saber, cómo y
cuándo lo quiere saber- y la información comprensible, es decir, tomar en cuenta la
necesidad de utilizar un lenguaje claro y preciso.

Los acontecimientos acaecidos al término de la Segunda Guerra Mundial, no


solo gatillaron los procesos bioéticos ya mencionados, sino que, además, pusieron fin
al denominado “paternalismo médico”, antiguo paradigma que se vio cuestionado al
conocerse los abusos del personal médico. Con esto, los médicos deben respetar en
su integridad al paciente y la primera manifestación de este respeto pasó a ser el
consentimiento informado, pese a que, incluso en este tiempo, se enjuicia la veracidad
del mismo, al tratarlo de una mera ficción que encubriría la falta de operatividad del
principio.

El consentimiento es competencia del paciente o de su representante moral


(familiar) o legal (tutores, en el caso de menores de edad, o abogados especialmente
contratados para el caso). Se refiere a la idea que una persona debe estar totalmente
informada y comprender los posibles beneficios y riesgos para su elección de
tratamiento. Los pacientes pueden elegir al tomar sus propias decisiones médicas o
pueden delegar la autoridad en la toma de decisiones a otro individuo. Esto último
resulta de una complejidad mayor y llega, en ciertos casos, a límites insospechados.

Los sistemas de salud actuales han posicionado el respeto a la autonomía como


uno de sus fundamentos básicos, lo que ha significado un giro en relación a sus
anteriores convenciones, sostenidas más bien sobre el principio de beneficencia. Como
relata Ojeda (2012) el paciente, que se encuentre en una situación de salud
complicada, debe tener la oportunidad no solo de rechazar los tratamientos que se le
proponen, sino también de elegir aquel que considere más adecuado de acuerdo a sus
creencias e intereses, es decir, se entrega total prevalencia a su dictamen u opinión por
sobre, incluso, la del profesional médico que lo atiende.

Sostiene Ojeda (2012) que, aun que el médico está obligado a buscar el bien del
paciente, no está autorizado a decidir por él, de modo que el principio de autonomía y
el de beneficencia no pueden, en realidad, entrar en conflicto: O el primero prevalece
sobre el segundo o simplemente desaparece.

Este es el caso, por ejemplo, cuando pacientes Testigos de Jehová optan,


debido a lo estipulado en su credo, por rechazar transfusiones de sangre, ante lo cual
el médico tiene la obligación de respetar su decisión y evitar, bajo todo punto de vista,
imponer a la persona un tratamiento que va en contra de sus creencias, algo contrario
al principio de beneficencia.

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Casos como este, han dado paso a serias críticas provenientes de autores que
rechazan con vehemencia el principio de autonomía, argumentando que al poner en
manos del paciente la toma de decisiones sobre su propia salud, se comete un error,
puesto que éste no cuenta ni con la formación ni con las razones adecuadas para
tomar decisiones, relegando en este caso al profesional de la salud a un plano de
simple informador.

Mazo (2012) repara en el hecho que algunos pacientes se ven obligados a tomar
decisiones de enorme trascendencia sin contar con herramientas apropiadas y sin
comprender de manera cabal las causas y consecuencias que se derivan de ellas,
supeditando su decisión a otros factores, lo que hace de la autonomía del paciente algo
más bien limitado o nulo. Sin embargo, el mismo autor justifica la pertinencia de este
principio al recordarnos del proceso y de los antecedentes históricos que muestran
cómo no siempre los profesionales de la salud obraron en reconocimiento de la libertad
y especialmente de la dignidad de sus pacientes.

El consentimiento informado, englobado en el principio de Autonomía, implica


que una persona, en el campo de la salud, debe estar totalmente informada y
comprender los posibles beneficios y riesgos para su elección de tratamiento. Los
pacientes pueden elegir al tomar sus propias decisiones médicas o pueden delegar la
autoridad en la toma de decisiones a otro individuo.

PRINCIPIOS DE BENEFICENCIA, NO MALEFICENCIA Y JUSTICIA

El principio de Beneficencia refiere a la obligación de hacer el bien o que la


acción realizada vaya en función del mayor beneficio posible para el paciente, por
encima de los intereses particulares – eso significa etimológicamente, pues se
compone de dos vocablos de origen latino, bene y facere, lo que se ha traducido
generalmente como “hacer el bien”. Este principio fue graficado en la frase latina Salus
aegroti suprema lex –“La salud del paciente es la ley suprema”- y significó uno de los
pilares fundantes de la ética médica tradicional, que obraba en función de la salud por

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sobre otros elementos, como la voluntad. Al asomar el principio de Autonomía la frase
anterior ha mutado y es la voluntad la que ha tomado ese puesto de privilegio como ley
suprema -Voluntas aegroti suprema lex o “La voluntad del paciente es la ley suprema.

El principio de No Maleficencia, por su parte, se ha representado con la frase


latina Primun Non Nocere, “Lo primero es no dañar”. Es uno de los enunciados de
mayor antigüedad de los presentes en la medicina hipocrática y consiste en la
formulación negativa del principio de beneficencia que nos obliga a promover el bien.
Ambos principios están vinculados tradicionalmente – como plasma el juramento
hipocrático “Usaré el tratamiento para ayudar a los enfermos de acuerdo a mi habilidad
y mi juicio y nunca los usaré para perjudicarlos”- y, en ciertos casos, se combinan como
ocurre con el llamado Problema del Doble Efecto, o dos tipos de consecuencias
provocadas por una simple acción, por ejemplo, causar algún tipo de daño al momento
de intentar generar un beneficio.

Finalmente, el Principio de Justicia recoge un viejo anhelo filosófico al retomar el


que ha sido considerado, desde la antigüedad clásica, como el elemento fundamental
de la sociedad. Para ellos algo es justo cuando su existencia no interfiere con el orden
al cual pertenece, el que cada cosa ocupe su lugar. En el ámbito de la salud, la
necesidad por resguardar el principio de justicia emana de la problemática que aqueja
a aquellos más necesitados, lo que entrega a la justicia un tinte social, tal cual estipuló
Rawls, centrándose en la igualdad de los seres humanos y en la norma moral de dar a
cada quien lo que necesita, tal cual estipula la justicia de tipo distributiva.

Este tipo de justicia, de acuerdo a la tradición platónica, consiste en la


distribución de honores, fortuna y de todas las demás cosas que cabe repartir entre los
que participan de la sociedad. Este elemento nos alerta además en torno a la utilización
racional de los recursos, ya sea beneficios, bienes o servicios, en relación a las
necesidades existentes. En definitiva, se estaría cumpliendo con este principio al
otorgarle a la persona –paciente en el caso de la salud- el trato que merece o que
resulta justo sin negarle un servicio ni imponerle algún tipo de responsabilidad u
obligación indebida

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Los principios bioéticos propuestos por Beauchamp y Childress, emanados de la fusión de la ética
médica tradicional y los aportes de la emergente bioética

CÓDIGOS BIOÉTICOS: NÚREMBERG Y HELSINKI

Los procesos históricos previamente reseñados no solo nos legaron enseñanzas


a nivel moral. Todos ellos, además, significaron la generación de códigos, declaración o
informes a modo de documentos que han guiado, ya sea la investigación, la
experimentación o la acción en su generalidad de los seres humanos. Desde el Código
de Núremberg hasta las últimas versiones de la Declaración de Helsinki, pasando por
el ya mencionado Informe Belmont, tales documentos han simbolizado hitos
importantes en un extenso proceso por mejorar la actuación bajo criterios éticos.

El primero de ellos, el Código de Ética Médica de Núremberg fue publicado el 20


de agosto de 1947, una vez finalizados los enjuiciamientos contra los criminales de
guerra. Por su rol pionero, constituye una base para la ética principialista y entre los
diez puntos que lo conforman se alza el consentimiento informado como su principal
aporte y el que mayor trascendencia ha tenido con el tiempo, pese a que ciertos críticos
le atribuyen una falta de aceptación general como referencia en torno a aspectos éticos
en la investigación humana

En él se explicita que:
“El consentimiento voluntario del sujeto humano es absolutamente esencial. Esto

quiere decir que la persona envuelta debe tener capacidad legal para dar su

consentimiento; debe estar situada en tal forma que le permita ejercer su libertad de

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escoger, sin la intervención de cualquier otro elemento de fuerza, fraude, engaño,

coacción o algún otro factor posterior para obligar a coercer, y debe tener el suficiente

conocimiento y comprensión de los elementos de la materia envuelta para permitirle

tomar una decisión correcta”

(Código de Ética Médica de Núremberg, 1947)

La Declaración de Helsinki, por su parte, comprende aquellos principios éticos


que deben guiar la actuación profesional de la comunidad médica y de todo aquel que
se dedique a la experimentación con seres humanos. Se le considera el documento
más importante en la ética de la investigación con seres humanos, pese a la carencia
de vigor legal. Fue promulgada en la ciudad finlandesa que le entrega su
denominación, por la Asociación Médica Mundial (AMM) en junio de 1964, y ha sido
sometida a cinco revisiones y dos clarificaciones. Se distingue del anteriormente
mencionado Código de Núremberg en cuanto ha modificado su planteamiento en torno
al consentimiento, flexibilizándolo a raíz de la importancia que ha ganado el principio de
autonomía

Esta declaración se fundamenta en los postulados éticos de integridad moral y


responsabilidad del médico y, sin embargo, la autorregulación de los médicos a que la
aspiraba la Declaración se da por fracasada al conocerse las atrocidades ya
mencionadas, y la investigación biomédica con seres humanos entra en una nueva
dimensión, la del control público, como es el caso del Informe Belmont ya reseñado.
Pese a cuan relevante puede ser la investigación en aras de la ciencia, la declaración
reconoce que “aunque el objetivo principal de la investigación médica es generar
nuevos conocimientos, este objetivo nunca debe tener primacía sobre los derechos y
los intereses de la persona que participa en la investigación” (De Abajo, 2001)

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Conclusión
El presente documento ha reseñado brevemente las distinciones a nivel de los
significados entre principios, valores y virtudes: los principios como pilares universales
e inmutables a través del tiempo; los valores como ideales deseables, dinámicos y
cambiantes que, al momento de ser practicados, se convierten en virtudes o la
operativización del valor en acciones habituales y dirigidas hacia el bien. Los primeros
de ellos, sin embargo, no se quedaron en tal generalidad sino que evolucionaron a raíz
del surgimiento de la disciplina bioética, a mediados del siglo XX. Con ello, se
establecieron cuatro principios esenciales: autonomía, beneficencia, no maleficencia y
justicia, todos ellos referentes morales para guiar la actuación profesional y así evitar
que atrocidades, como las llevadas a cabo durante la segunda guerra, vuelvan a
repetirse.

Actualmente, se trabaja en la constitución de nuevos principios que perfeccionen


la disciplina ética: principios cautelares de responsabilidad y precaución o principios
que apunten a temas emergentes como la soberanía alimentaria y la biodiversidad. Se
desconoce hasta donde se pueda llegar en este planteamiento, pero es indiscutible que
la reflexión en torno a ellos -y las nuevas revisiones y versiones de los códigos antes
señalados son prueba de ello- ha fortalecido a la ética, especialmente en su aplicación
profesional y laboral.

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Referencias

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Oxford University Press.

De Abajo, F. (2001) La declaración de Helsinki V: una revisión necesaria, pero


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Massini, C. (2004) ¿Existe un principio ético de autonomía?: consideraciones a partir


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Ojeda, R. (2012) Autonomía moral y objeción de conciencia en el tratamiento quirúrgico


de testigos de Jehová. Cuadernos de bioética, 23, (79), 657-676

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