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Sóren Kierkegaard
E D I T O R I A L Q U A D R A T A
CDD Kiericegoord. Sóren
100 D e lo tragedia / Sóren, Kierkegaard:
dirigido por: Pablo A. Gimenez. • !e ed.
Buenos A ir e s : Q uadrata, 2004.
144 p.; 16x11 cm. - (Minlature)
Traducido por: Julia López Zavalía
I.S.B.N.: 987-1139-43-8
1. Filosofio. I. Gimenez. Pablo A. d!r. II. Zavalía.
Julia López, trad. III. Titulo
la T r a g e d ia A n t ig u a
en la M o derna
[461 s O ren k i e r k e g a a r d
Y esto mismo puede dem ostrar
se también desde otro ángulo, es
decir, atendiendo al estado de alma
que la tragedia provoca. Se conoce
que Aristóteles exige que la trage
dia despierte en el espectador
terror y conm iseración5. Recuerdo
ahora que H egel se aferra con
bríos a esta exigencia y concibe, a
propósito de cad a uno de esos dos
pu n tos; una doble consideración,
aunque no lo bastante intensa.
C uando A ristóteles separa el terror
y la conm iseración, podemos pen
sar que lo hace entendiendo que el
primero es el estado de alma que
corresponde a los su cesos par
ticulares, y la segunda al estado de
alma que establece la impresión
definitiva. Este último estado de
alma es el que me incumbe ahora,
porque responde totalm ente a la
culpa trágica,^ y com o conclusión se
m aneja también dentro de la dia
léctica de la misma. H egel anota a
propósito de esto que se observan
dos clases de com pasión: la ordina
ria, que es la que está dirigida hacia
el aspecto limitado del sufrimiento,
y la legítima com pasión trágica.
Ésta observación es absolutam ente
correcta, pero a mi modo de ver
apenas tiene im portancia pues
aquella conm oción general referi
da, en primer lugar, es un error que
tanto puede alcanzar a la tragedia
antigua com o a la moderna. En
cambio, es verdadero pero tiene
esta vez m ucho peso lo que el
mismo autor agrega a continuación
aludiendo a la com pasión auténti
ca: Das <wahrhafte Mitleiden ist im
Gegentheil die Sympathie mit der
zugleich sittlichen Berechtigung des
Leidenden6. A hora bien, yo hago
hincapié en la variedad de la com
[66] s O ren k i e r k e g a a r d
que en Fibctetes hay algo que ha
llam ado mi atención y que es aque
llo que distingue específicamente a
esta tragedia de la perecedera trilo
gía del ciclo tebano, a saber: un
altísimo grado de disquisición en
torno al choque interior que el
héroe experim enta en medio de sus
dolores y que posibilita una des
cripción m agistral y henchida de
profunda verdad hum ana. Pero
más allá de eso, la tragedia m antie
ne siempre una cierta objetividad
que es la que soporta toda la trama.
La reflexión de Fibctetes no se con
centra en sí misma, y por otra parte
descubrim os un rasgo específica
mente griego en esos lamentos que
el héroe profiere porque no hay
nadie que valore su dolor. Todo
esto encierra una verdad extraordi
naria, pero tam bién nos revela muy
acentuadam ente la diferencia con
el auténtico dolor reflexivo que
siem pre pretende estar a solas
consigo mismo y escudriña en esa
soledad nuevos dolores.
Por tanto, la verdadera pena trá
gica dem anda siempre un elem ento
de culpa, y el auténtico dolor trági
co un elem ento de inocencia. La
verdadera pena trágica pretende
un elem ento de transparencia, y el
auténtico dolor trágico un elem en
to de cierta lobreguez. Creo que no
es otra que ésta la mejor senda para
alcanzar el punto dialéctico en el
que se conjugan las definiciones
del dolor y de la pena. Y también
para encontrar la dialéctica en la
que se desenvuelve el concepto de
la culpa trágica.
D ebido a que es opuesto a los
fines de nuestra asociación producir
obras interdependientes o grandes
conjuntos, ya que nuestra propen-
sión no es la de trabajar en una
torre de Babel por la que Dios
pueda deslizarse con toda su justi
cia y aniquilarla; puesto que nos
otros, persuadidos de que aquella
confusión fue un castigo merecido,
admitim os que lo propio de cual
quier esfuerzo hum ano genuino es
su carácter fragm entario que es
precisam ente lo que distingue a
aquél de la prolongación infinita y
m onótona de la naturaleza física;
puesto que tam bién reconocem os
que la riqueza de una personalidad
consiste cabalm ente en su capaci
dad de prodigarse fragm entaria
mente, y que en esto se afinca el
gozo del individuo que crea lo
mismo que el del individuo que
recibe, gozo que no se encuentra
en los procedim ientos pesados y
exactísim os o en la escrupulosa y
larga concepción de ellos, sino en
la creación y el gozo alrededor de lo
que es fugitivo y brillante com o el
relámpago, lo que contiene para el
que lo asimile algo más que lo que
queda expresado en la obra, ya que
esto es apenas una apariencia de
idea y tam bién contiene algo más
para el que lo recibe ya que su
esplendor sirve para que su propia
productividad se despierte; ya que
todo esto, repito, es opuesto a los
fundam entos de nuestra asocia-
ción, ...sí, ya que lo que acabo de
leer casi puede confundirse con un
atentado contra el estilo oficial
mente aprobado en nuestra cofra
día, estilo de interjecciones en el
que las ideas no hacen más que
m ostrar el lomo pero sin tumbarse
jam ás del to d o ..., solam ente d e
seo que recuerden una cosa, no sin
antes aclarar que mi condu cta
reciente no es en realidad la de un
cofrade insubordinado, por la sen
cilla razón de que el vínculo que
mantiene unidos los períodos del
párrafo presente es un vínculo tan
sutil, que las proposiciones inciden
tales en aquél contenidas pelean
por abrirse paso de un modo aforís
tico y suficien tem en te particular:
que mi estilo ha intentado m ostrar
se como lo que realm ente no es, es
decir, revolucionario.
N uestra cofradía brega porque
en cada una de sus reuniones se
logre una renovación y un renaci
miento, con la finalidad de que su
actividad interior se rejuvenezca
con una nueva señal de su pro
d u c tiv id a d . D istin g a m o s p u es
nuestra tendencia como un sondeo
de esfuerzos fragmentarios o si se
prefiere, com o un ensayo en el arte
de escribir papeles póstum os.
Porque un trabajo completamente
acabado no establece ninguna rela
ción con la personalidad poética.
En cam bio, cuando se trata de
papeles póstum os y en razón de su
misma discontinuidad y descone
xión, uno siempre padece la necesi
dad de representarse al mismo
tiempo la personalidad del escri
biente. Los papeles póstum os son
sem ejantes a unas ruinas, ¿y hay
algún refugio más corriente que
éste para unos sepultados? El arte,
pues, consiste en producir artística
mente el mismo efecto, la misma
desprolijidad y transitoriedad y el
mismo pensam iento discontinuo
que son característicos de ese lugar
desam parado. El arte está en pro
vocar un gozo que en ningún caso
sea del m om ento presente, sino
que se nutra de algo esencial del
tiempo pasado, algo que así sea
presente en el tiempo pasado. Esto
es lo que indica la misma palabra:
postumo. En cierto aspecto, todo lo
que crea un poeta es postum o. Por
el contrario, nun ca llam aríam os
postum o a un trabajo com pleta
mente acabado, y esto aun cuando
[74] s O ren u e r ü e g a a s o
se diera la particularidad acciden-
tal de no haber sido publicado en
vida de su autor. En verdad, toda
creación hum ana tal com o nos-
otros la entendem os será siempre
una cosa postum a, ya que a los
individuos no les es dado como a
los dioses la contem plación eterna.
Por tanto, llamaré cosa póstuma -o
sea, artísticamente postuma- a todo
lo que em ane de cualquiera de las
obras de los m iem bros de esta
cofradía; llamaré apatía y negligen
cia a esa genialidad que nosotros
tenem os en tanto aprecio. Para
nosotros, la vis inertiae siempre será
la m ás encantadora de todas las
leyes naturales. Com o ven, amigos,
no me he apartado ni un ápice de
nuestros santos usos y costumbres.
¡E a! pues, am ad os l u p / r r a p a -
vEXpcop.Evoi', vengan conmigo y
[86] s ü r e n k i e r k e g a a r d
tos siempre está revelando la pena.
O si se prefiere, la angustia es
repentina y hace aparecer la pena
en un abrir y cerrar de ojos pero de
tal forma, que ese instante impe-
tuoso se resuelve inmediatamente
en una au tén tica sucesión. La
angustia, en tal sentido, es una ver
dadera categoría trágica y se le
puede aplicar muy bien la senten
cia del mismo origen: quem deus
vult perdere, primum dementen.8 El
propio len gu aje verifica que la
angustia es una categoría de la
DE lA TR A G 6O I A [109]
Esto no implica que conservar la
piedad sea algo nocivo para el indi
viduo. En n uestros tiem pos se
aceptan ciertas cosas en la esfera
de los fenóm enos naturales que
nadie admitiría en el cam po de la
vida espiritual. C laro que tam poco
n ad ie d e se a a isla rse a b so lu ta
m ente o ser tan in h u m an o com o
para no co n sid erar a la fam ilia
com o un grupo del que quepa
afirm ar que si un m iem bro sufre,
los restan te s tam bién lo h arán.
Espontáneam ente al m enos, esto es
lo que todo el m undo hace. Y de lo
contrario, ¿por qué el individuo
particular teme tanto que cual
quier otro miembro de su familia
(110) s O ren k i e r k e g a a r d
eche una m ancha sobre ella? ¿No
es en todo caso porque tiene la cer-
teza de que tam bién él ha de sufrir
lo suyo por tal motivo? Es evidente
que el individuo, quiera o no, pade
cerá ese sufrimiento. A hora bien,
com o el punto de partida es el indi
viduo y no el tronco familiar, ese
sufrimiento obligado será mayúscu
lo. Y es una verdad de la expe
riencia que el hombre, por más que
aspire a ello, nunca llegará a ser
enteram ente dueño y señor en la
esfera de sus relaciones naturales.
Lo im portante pues es que el indi
viduo aprecie las circunstancias
naturales de su vida com o urv ele
m ento constitutivo de su verdad
total, y entonces el desenlace natu-
ral en el ámbito de la vida espiritual
será que el individuo tome parte en
la culpa. Es probable que muchos
no sean capaces de comprender el
sentido de tal consecuencia. De ser
así, tam poco discernirán el sentido
de la tragedia. Porque en el caso del
individuo aislado sólo caben dos
explicaciones extrem as, a saber: o
es el creador de su propio destino
de una m anera absoluta, por lo que
desaparece por com pleto lo trágico
y no queda m ás que la m aldad -ya
que no encierra nada de trágico el
hecho de que el individuo se haya
enceguecido y entram pado a sí
mismo porque todo esto sería obra
suya- o los in d ivid u o s no son m ás
que simples transformaciones de la
sustancia eterna que constituye la
existencia, con lo cual tampoco
aquí habría lugar para lo trágico.
También en relación a la culpa
trágica se nos revela fácilmente
otra disimilitud entre la tragedia
antigua y la moderna en tanto ésta
haya incorporado elementos de la
primera. Porque com o es lógico,
únicam ente bajo esta última condi-
ción puede argüirse aquí con pro
piedad el tem a de las diferencias
m utuas. Por lo pronto, la A n tígon a
g riega im p elid a por la pied ad
filial p articip a en la culpa de su
padre. E sto tam bién lo hace la
A n tígo n a m oderna. Pero ahora
em piezan a m ostrarse distin tas.
Para la A n tíg o n a clásica la culpa
y el pad ecim ien to de su padre
son h ech o s e x te rio re s, h ech os
férreos que la fuerza de su pena no
puede evadir en ningún sentido
quod non volvit in pectore; es m ás,
su propio sufrimiento se muestra
com o pura facticid ad exterior
cuando observam os que en virtud
de la consecuencia de orden natu
ral está sufriendo en sí misma por la
culpa de su padre. N o ocurre esto
con nuestra A ntígona. Colijam os
que Edipo ha m uerto. A ntígona
supo del secreto de su padre m ien
tras éste aún vivía pero no tuvo el
coraje de abrirse a él. Y ahora, con
la muerte del padre se ve privada
de la única oportunidad de quedar
libre de su secreto. En esta circuns
tancia, revelárselo a otro ser hum a
no equ iv ald ría a deshonrar la
m em oria de su padre. Por eso la
m eta de su vida consistirá ahora,
por así decirlo, en consagrarse
absolutam ente a Tendii al padte los
últimos honores, observando una
reserva total día tras día y minuto a
m inuto. H ay un elem ento sin
em bargo del que ella no está clara:
si su padre lo sabía o lo ignoraba.
A quí tenem os el factor peculiar-
mente m oderno que produce la
inquietud que envuelve su pena y
da ese carácter am biguo a su dolor.
N uestra heroína am a a su padre
intensam ente, y este amor la trasla
da desde su más recóndita intim i
dad hacia la culpa paterna. El efec
to de sem ejante am or es que ella se
siente extraña entre los hombres, y
en la m edida que aum enta ese
amor al padre va reconociendo con
mayor intensidad el peso de su
culpa. Solam ente junto a su padre
encuentra A n tígo n a sosiego. Es
como si hubieran sido socios en el
mismo crimen y ahora aceptaran
aguantar la pena hombro con hom
bro. Lo desatinado está en que ella
no tuvo valor para participarle al
padre su pena m ientras éste vivía,
pues no podía asegurarse de que su
padre supiera sobre los hechos, y
temiera por lo mismo hundirlo en
un dolor com o el suyo.
Claro que si el padre lo ignoraba,
la culpa sería mucho menor. A quí
el movimiento es por dem ás relati'
vo, porque de no saber Antígona a
ciencia cierta la verdadera relación
de los hechos, no tendría mayor
im portancia su actuación y lidiaría
m eramente con una sospecha, lo
que es muy pobre desde el punto de
vista trágico. D igam os sin sutilezas
que A ntígona lo sabía todo. Pero
hay a pesar de ello cierta vacilación
dentro de esta certeza que nunca
deja de mantener la pena en movi
miento transform ándola continua
mente en dolor. A esto hay que
sumar que A ntígona siempre está
en incompatibilidad con el am bien
te que la rodea. El pueblo guarda
un buen recuerdo de Edipo como
un rey feliz, honrado y aclam ado
por todos. La propia A ntígona ha
admirado a su padre tanto com o le
ha am ado. H a sido parte en todas
las fiestas y hom enajes que se le han
brindado. N o hay ninguna joven en
todo el reino que se haya enardeci
do tanto com o ella con las glorias
del padre. Sus pensam ientos retor
nan sin cesar hacia él. Todo el pue
blo la considera com o m odelo de
hija am ante. Y sin embargo, todo
este entusiasm o no es más que el
cauce por el cual Antígona deja
que su dolor se desborde. N unca
puede sacarse a su padre del pensa-
m iento pero ¡ay!, la forma con que
él está ahí es precisamente lo que
constituye su doloroso secreto. N o
obstante, no se permite exponer su
pena, ni siquiera verter una lágri
ma. Se ahoga ante el peso enorme
que la oprime y al mismo tiempo
teme que si la vieran sufrir todo su
secreto quedaría develado. Y éste es
para ella un nuevo capítulo, aun
que no de penas sino de dolor.
Creo que a todos nos interesa
esta A ntígona tal com o acabo de
concebirla y presentarla. Y pienso
también que ninguno de ustedes
me reprochará ligereza y exceso de
amor paternal hacia mi criatura si
les digo que a juicio mío, ya va
siendo tiempo de que la heroína
pase a cumplir su oficio trágico
m etiéndose de lleno en la tragedia.
Porque en verdad, hasta aquí no
fue más que un personaje épico, y
si algo de trágico se vislumbra en
ella, sólo inferiría hasta el m om en
to un interés m eram ente épico.
En primer lugar, no creo que sea
dificultoso encontrar una com bina
ción dram ática de tipo externo que
se acom ode a su nuevo carácter. En
este aspecto podem os contentar
nos con los datos de la misma tra
gedia griega. N uestra A ntígona,
pues, tendrá una herm ana, por
cierto algo m ayor que ella y
desposada. Podemos discernir que
la madre vive todavía. N o está
dicho que am bos personajes siem-
pre serán accesorios y que la trage-
dia, com o en el caso de la griega,
alcanzará un cierto nivel épico
pero sin que éste llegue a manifes
tarse dem asiado. Eso sí, el monólo
go tendrá un protagonismo que
naturalm ente estará sostenido por
la situación. Es necesario que todo
ello lo centralicem os en ese punto
único del interés principal, que es
lo que detenta la sustancia y el
contenido de la vida de Antígona.
Y aclaradas estas cosas sólo nos
resta preguntar: ¿De qué m anera se
crea aquí el interés dram ático?
N uestra heroína, tal com o la
hemos definido hace unos m om en
tos, está a punto de dar un salto
concluyente sobre uno de los ele
mentos constitutivos de su vida, es
decir, está a punto de exigirse vivir
una vida to talm en te espiritual,
cosa que la naturaleza no soportará
nunca a un ser hum ano. La hondu
ra distintiva de su alm a hará que al
enam orarse llegue imperiosamente
a amar con una pasión desm esura
da. H e aquí ya el interés dram á
tico... A ntígona se ha enam orado;
y siento confirmar que A ntígona
está perdidam ente enam orada. En
esto consiste, indiscutiblem ente, el
choque trágico. Entre paréntesis
diré que por lo general se debiera
andar con m ucha prudencia cu an
do se habla de las colisiones trági
cas. El ch oqu e será tan to m ás
c o n c lu y e n te c u a n to m ás sim
p atizan tes, m ás h o n das y a la vez
m ás h o m ogén eas sean las fuerzas
que co lision an .
A sí que A ntígona está enam o
rada. Y el am ado de A ntígona
sabe de esto. C laro que nuestra
A n tígon a no es una m uchacha
corriente, y com o consecuencia su
dote será tam bién excepcional: su
dote ha de ser su dolor. Ella sabe
que no podría pertenecerle a nin
gún hombre sin llevar consigo esa
dote, pues correría un riesgo
mayúsculo. Pero tam bién está con
vencida de que no sería posible
m antenerla en cu b ierta dado el
espíritu de vigilancia que tienen los
maridos para estas cosas. Y por otra
parte, pretender ocultarla ex profeso
sería un pecado en contra de su
amor. ¿Podría en consecuencia per
tenecer a un hombre con sem ejan
te dote? ¿Podrá confiárselo a algún
ser hum ano, al hombre amado?
A ntígona es briosa. El problema
por lo tanto no está en determinar
si al fin se decidirá a confiar su
dolor a alguien por respeto a sí
misma y para atenuar un poco la
tensión de su alma, ya que tiene
valor de sobra para resistirlo todo
sin ayuda de nadie. Pero ¿será así
mismo capaz de mantener la misma
fortaleza en atención al muerto? Y
adem ás, en el caso de enterarle a
aquél de su secreto padecería tam-
bién de otra m anera por el hecho
de que su propia vida está penosa
mente involucrada en el asunto.
Sin embargo, esto no la preocupa.
Lo único im portante en toda esta
m ateria es lo concerniente a su
padre. En este aspecto pues, la coli
sión es de naturaleza simpatizante.
Su vida, que hasta el momento
del choque transcurría apacible y
afable, comienza en este mismo
m om ento a hacerse violenta y apa-
sion ad a en su in terioridad, se e n
tiende, a la vez que sus réplicas asu
men a partir de aquí una inflexión
patética. Com bate consigo misma;
ha querido dedicar su vida a su
secreto y en este m om ento presen
te es su amor quien le dem anda el
sacrificio. Vence; es decir, el secre
to triunfa y ella pierde. En este
m om ento acaece la segunda coli
sión, ya que para que el choque trá
gico tome carácter verdaderam en
te profundo se requiere, com o ya
dijimos, hom ogeneidad de las fuer
zas que entran en colisión. El cho
que referido hasta ahora no encie
rra esta singularidad porque es un
choque entre su amor hacia su
padre y hacia sí misma, y por otro
lado, el posible dilema de si su
amor propio puesto en holocausto
no será un sacrificio en demasía.
En la segunda colisión, por el con
trario, la otra fuerza beligerante es
el amor com partido con el amado.
Este sabe que ella le ama verdade
ram ente y se propone, intrépido y
osadam ente el ataque. Claro que la
reserva que descubre en ella le sor
prende bastan te. R econoce que
habrá de por medio dificultades
muy particulares pero que de nin
guna m anera serán insuperables
para él. Lo único que anhela ardo
rosamente es convencerla de que la
ama muchísimo, hasta el extremo
de que daría su vida si se viera obli
gado a renunciar a su amor. Su
vehem encia por fin llega a hacerse
falsa y de ahí que resulte tanto más
astuta a causa de la resistencia con
que tropieza. C ad a uno de sus
reclamos de amor viene a acrecen
tar el dolor de A ntígona, y con
cada uno de sus ayes no hace más
que clavar una y otra vez, honda
mente en el corazón de ella, la fle
cha de su pena. Ya no desiste de
ningún medio de los que dispone
para conm overla. El conoce, como
todos, lo m ucho que A n tígon a
am aba a su padre. La encuentra a
veces ante la tum ba de Edipo
adonde ella va a cobijarse con el fin
de aliviar un poco su corazón ago-
biado, y donde se abandona a la
idea nostálgica de estar cara a cara
con su padre, aun sabiendo que
sem ejante nostalgia encierra un
gran dolor, puesto que ignora de
qué m anera va a reunirse nueva
m ente con él, es decir, sigue desco
nociendo si él era o no sabedor de
su culpa. El am ado, entretanto,
vuelve persistentem ente a la bata
lla. La sorprende, la invoca en
nombre del amor que le tiene a su
padre, descubre entonces el impor
tante efecto que han provocado
esas palabras, y sin embargo no
ceja; lo espera todo de este recurso
y no omite que en contra suyo las
cargas han tenido el efecto opuesto.
Todo el interés consiste enton-
ces en conseguir son sacarle a
A ntígona el secreto que encierra
en su corazón. En este entendido,
de nada serviría transtom arla tem-
poralmente para que lo divulgara.
Las fuerzas beligerantes están tan
tiesas frente a frente que ya es
imposible la acción para el indivi-
dúo trágico. El dolor de la heroína
se ha m agnificado ahora en razón
de su propio amor y del sufrimiento
concom itante con aquel a quien
ama. Exclusivam ente en la muerte
podrá encontrar el descanso. De
esta form a ha dedicado Antígona
toda su vida a la pena. Y podemos
agregar que con ello ha establecido
un límite y alzado un dique contra
el infortunio, que de no ser por su
intervención heroica, de pronto se
hubiera expandido fatalm ente a las
generaciones siguientes. Ya no le
queda otra cosa que la confesión de
la nobleza de su am or en el
m om ento en que muera; entonces
podrá decirle al am ado que ella es
suya, precisam ente en el instante
en que deja de ser suya.
La h is to r ia n a rra que
Epam inondas, al abatirse herido en
la batalla de M antinea conservó la
flecha en la herida hasta saber si la
batalla había sido ganada porque
comprendía muy bien que moriría
al sacársela. A sí com o una flecha
clavada, ha con servad o nuestra
A ntígona su secreto clavado en el
corazón, cada vez m ás hundido a
medida que avanzaba su vida pero
sin que se le extrajera; por el con-
trario, ella sabía tam bién que sólo
viviría en tanto su secreto anidara
en sí misma, y que en cam bio mori
ría en el m om ento mismo en que se
lo sacaran. H em os observado ai
am ado de A ntígona batallando a
brazo partido por sonsacarle su
secreto sin saber que esto significa
ba la muerte segura de la am ante.
Pero en realidad, ¿cuál es la m ano
que la hace sucumbir? ¿Es la mano
de un vivo o la m ano de un muer
to? Sin duda, en cierto m odo es la
m ano de un m uerto y esa circuns
tancia puede asim ilar a A ntígona
con H ércules m ediante aquellas
palabras en que se había pronosti
cado que éste no moriría a manos
de un vivo, sino de un muerto, por
que la remembranza de su padre es
la razón de su muerte. Y en otro
sentido es la m ano de un ser vivo,
ya que su amor infeliz favorece a
que el recuerdo la mate.