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BREVE TANATOLOGÍA DE LA POESÍA MEXICANA CONTEMPORÁNEA

Sé que no es poesía contemporánea, pero hacia el siglo XV, Nezahualcóyotl pregunta


(pregunta que se siente intensamente contemporánea):

[Yo lo Pregunto

Yo Nezahualcóyotl lo pregunto:]

¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra?


Nada es para siempre en la tierra:
Sólo un poco aquí.
Aunque sea de jade se quiebra,
Aunque sea de oro se rompe,
Aunque sea plumaje de quetzal se desgarra.
No para siempre en la tierra:
Sólo un poco aquí.

Desde entonces hasta ahora, digo que hay muerte en la poesía mexicana. Una intensa y única
coexistencia de eros y thanatos que quiebra, rompe, desgarra, pero también une la trama de
nuestros días. Recordamos por los muertos que nos quedan y por los vivos que queremos y
que nos faltan. Y digo que no hay una sola muerte en la poesía mexicana; hay varias muertes.
Somos un pueblo de muertes –como Comala– al cual ahora siento voy entrando.

Digo que hay muerte con Elias Nandino cuando la muerte es desmaterialización, cuando es
deprenderse breve y claramente de las formas y los tiempos, de la luz. Cuando Nandino
prolonga la pregunta de Nezahualcóyotl y dice:

[¿Qué es morir?]

-¿Qué es morir?
-Morir es
Alzar el vuelo
Sin alas
Sin ojos
Y sin cuerpo.

***
Pero también la muerte es cuerpo. Es cuerpo infinito y largo y hondo y turbio. La muerte es
una lúcida oscuridad con José Gorostiza, una muerte que se burla de nosotros, muerte procaz,
muerte de hormigas incansables, una muerte propia, una Muerte sin fin que dice:

Muerte sin fin (fragmento final)

Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,


ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en sólo un golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia.

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,


es una muerte de hormigas
incansables, que pululan
¡oh Dios! sobre tus astillas,
que acaso te han muerto allá,
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo
su catástrofe infinita.

[BAILE]

Desde mis ojos insomnes


mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!

***

Digo que hay muerte en la poesía mexicana cuando la muerte también es nocturna. Cuando
la muerte, más allá del amor, en las noches en las alcobas, une los cuerpos. Como con Xavier
Villaurrutia, cuando:

[Nocturno a la alcoba]

La muerte toma siempre la forma de la alcoba


que nos contiene.

Es cóncava y oscura y tibia y silenciosa,


se pliega en las cortinas en que anida la sombra,
es dura en el espejo y tensa y congelada,
profunda en las almohadas y, en las sábanas, blanca.

Los dos sabemos que la muerte toma


la forma de la alcoba, y que en la alcoba
es el espacio frío que levanta
entre los dos en muro, un cristal, un silencio.

Entonces sólo yo sé que la muerte


es el hueco que dejas en el lecho
cuando de pronto y sin razón alguna
te incorporas o te pones de pie.

Y es el ruido de hojas calcinadas


que hacen tus pies desnudos al hundirse en la alfombra.

Y es el sudor que moja nuestros muslos


que se abrazan y luchan y que, luego, se rinden.

Y es la frase que dejas caer, interrumpida.


Y la pregunta mía que no oyes,
que no comprendes o que no respondes.

Y el silencio que cae y te sepulta


cuando velo tu sueño y lo interrogo.

Y solo, sólo, yo sé que la muerte


es tu palabra trunca, tus gemidos ajenos
y tus involuntarios movimientos oscuros
cuando en el sueño luchas con el ángel del sueño.

La muerte es todo esto y más que nos circunda,


y nos une y separa alternativamente,
que nos deja confusos, atónitos, suspensos,
con una herida que no mana sangre.

Entonces, sólo entonces, los dos solos, sabemos


que no el amor sino la oscura muerte
nos precipita a vernos a la cara a los ojos,
y a unirnos y a estrecharnos, más que solos y
náufragos,
todavía más, y cada vez más, todavía.
***

Hay muerte y es para Octavio Paz la grieta de un Cántaro roto, por donde manan y retornan
las aguas de la vida, por donde se atisba el eco del rumor del agua que corre y las palabras,
en donde vida y muerte no son mundos contrarios. Una muerte donde:

[Cántaro roto (fragmento)]

Hay que dormir con los ojos abiertos, hay que soñar con las manos,
soñemos sueños activos de río buscando su cauce, sueños de sol soñando sus mundos,
hay que soñar en voz alta, hay que cantar hasta que el canto eche raíces, tronco, ramas,
pájaros, astros,
cantar hasta que el sueño engendre y brote del costado del dormido la espiga roja de la
resurrección,
el agua de la mujer, el manantial para beber y mirarse y reconocerse y recobrarse,
el manantial para saberse hombre, el agua que habla a solas en la noche y nos llama con
nuestro nombre,
el manantial de las palabras para decir yo, tú, él, nosotros, bajo el gran árbol viviente estatua
de la lluvia,
para decir los pronombres hermosos y reconocernos y ser fieles a nuestros nombres
hay que soñar hacia atrás, hacia la fuente, hay que remar siglos arriba,
más allá de la infancia, más allá del comienzo, más allá de las aguas del bautismo,
echar abajo las paredes entre el hombre y el hombre, juntar de nuevo lo que fue separado,
vida y muerte no son mundos contrarios, somos un solo tallo con dos flores gemelas.

***
O la otra parte, y entonces digo que hay muerte y muertos también por sed. Sed que
embalsama el deseo, que seca las flores, que erosiona aquel que eres. Sed que, en Margarita
Michelena, en Como a un muerto de sed, reseca y hace arder la voz y dice:

[Como a un muerto de sed]

Hablo como quien habla


delante de sí mismo consumido.
Algo ya de mi muerte está aquí ahora.
Ya no me pertenece
la voz que está cantando a mis espaldas
y mi puro planeta está llegando
a ponerse debajo de mi planta
porque ande mi memoria entre su nieve.

Cierto es que llama fui, muy combatida


entre contrarios vientos
y no sé cuál de todos me ha apagado.
Mas desasida estoy. Y aunque me duele
el sitio en que moraba
tan dulce oscuridad, voy asomando
un paso ya del cerco de mi sombra,

Cuando me inclino a recoger mi nombre


nombre de soledad, cetro sombrío
y célibe corona,
sé que arrebato su laurel a un muerto
y me ciño la flor que no se mira,
que a otra le estoy hablando en estas voces.
Muerta la tengo en medio de mis brazos,
mi más honda, mi más amada víctima.

Me abandono a mí misma como a un muerto de sed.


Aquí me dejo. Y ya me estoy mirando sin ternura.
La casa donde amé.
La vista oscura y engañada de objeto.
Las guirnaldas de la fiesta extinguida.

Todo cuanto no era descendido


de mi más alto ramo,
de las aguas secretas y desnudas.

***
Digo que hay muerte cuando la muerte es nosotros mismos, cuando se nos es permitido morir
pero siendo el otro. Y entonces, ¿qué queda de nosotros cuando ya algo nuestro, íntimo,
interior y oscuro ha muerto? Quizás, con Rosario Castellanos, sacrificándonos a nosotros
mismos, morir en el otro o morir por el otro, así:

El otro

¿Por qué decir nombres de dioses, astros



espumas de un océano invisible,

polen de los jardines más remotos?

Si nos duele la vida, si cada día llega

desgarrando la entraña, si cada noche cae

convulsa, asesinada.

Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre

al que no conocemos, pero está

presente a todas horas y es la víctima

y el enemigo y el amor y todo

lo que nos falta para ser enteros.

Nunca digas que es tuya la tiniebla,

no te bebas de un sorbo la alegría.

Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro.

Lo que él respira es lo que a ti te asfixia,

lo que come es tu hambre.

Muere con la mitad más pura de tu muerte.

***
Pero si muere el otro y es terrible y no podemos soportarlo; y nos obligamos a escribir, por
ejemplo, como don Jaime Sabines, a la muerte de nuestro propio padre, y tenemos que decir,
que decirnos:

¡Maldito el que crea que esto es un poema!)


Quiero decir que no soy enfermero,
padrote de la muerte,
orador de panteones, alcahuete,
pinche de Dios, sacerdote de penas.
Quiero decir que a mí me sobre el aire...

Y sobrándote el aire, y haciendo acopio de todas las fuerzas que te quedan para que quede
constancia de la vida de alguien sin el cual no puedes, sin el cual no vale la pena, si puedes
entonces aún afinar la voz y dices, te atreves a decir Algo sobre la muerte del mayor
Sabines y dices:

[Algo sobre la muerte del mayor Sabines (III)]

Siete caídas sufrió el elote de mi mano


antes de que mi hambre lo encontrara,
siete veces mil veces he muerto
y estoy risueño como en el primer día.
Nadie dirá: no supo de la vida
más que los bueyes, ni menos que las golondrinas.
Yo siempre he sido el hombre, amigo fiel del perro,
hijo de Dios desmemoriado,
hermano del viento.
¡A la chingada las lágrimas!,dije,
y me puse a llorar
como se ponen a parir.
Estoy descalzo, me gusta pisar el agua y las piedras,
las mujeres, el tiempo,
me gusta pisar la yerba que crecerá sobre mi tumba
(si es que tengo una tumba algún día).
Me gusta mi rosal de cera
en el jardín que la noche visita.
Me gustan mis abuelos de Totomoste
y me gustan mis zapatos vacíos
esperándome como el día de mañana.
¡A la chingada la muerte!, dije,
sombra de mi sueño,
perversión de los ángeles,
y me entregué a morir
como una piedra al río,
como un disparo al vuelo de los pájaros.

***
Y digo hay muerte en la poesía mexicana, porque hay furia. Por que hay días en que no
podemos reconciliarnos con el mundo ni con su muerte y sólo, y lo único que nos queda es
afinar el oído y el odio a ese animal enorme que nos acecha, a ese animal que es la muerte y
que ha emprendido, con Eduardo Lizalde, su Caza mayor:

[CAZA MAYOR (I)]

El tigre real, el amo, el solo, el sol


de los carnívoros, espera,
está herido y hambriento,
tiene sed de carne,
hambre de agua.
Acecha fijo, suspenso en su materia,
como detenido por el lápiz
que lo está dibujando,
trastornada su pinta majestuosa
por la extrema quietud.
Es una roca amarilla:
se fragua el aire mismo de su aliento
y el fulgor cortante de sus ojos
cuaja y cesa al punto de la hulla.
Veteado por las sombras,
doblemente rayado,
doblemente asesino,
sueña en su presa improbable,
la paladea de lejos, la inventa
como el artista que concibe un crimen
de pulpas deliciosas.
Escucha, huele, palpa y adivina
los menores espasmos, los supuestos crujidos,
los vientos más delgados.
Al fin, la víctima se acerca,
estruendosa y sinfónica.
El tigre se incorpora, otea, apercibe
sus veloces navajas y colmillos,
desamarra
la encordadura recia de sus músculos.
Pero la bestia, lo que se avecina
es demasiado grande
-el tigre de los tigres-.
Es la muerte
y el gran tigre es la presa.

***
Y digo que hay muerte en la poesía mexicana por que también hay llanto. Podemos llorar,
por ejemplo, con Abigael Bohórquez, por los caminos de la infancia, por las pérdidas más
antiguas y ordinarias, por las formas del olvido, podemos soltar nuestro Llanto por la muerte
de un perro:

[Llanto por la Muerte de un Perro]

Hoy me llegó la carta de mi madre


y me dice, entre otras cosas: —besos y palabras—
que alguien mató a mi perro.

“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo,
—me cuenta—,
y se fue tras de su alma
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado.
No supimos la causa de su sangre,
llegó chorreando angustia,
tambaleándose,
arrastrándose casi con su aullido,
como si desde su paisaje desgarrado
hubiera
querido despedirse de nosotros;
tristemente tendido quedó
—blanco y quebrado—,
a los pies de la que antes fue tu cama de fierro.
Lo hemos llorado mucho…”

Y, ¿por qué no?


yo también lo he llorado;
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro que habla,
y engaña, y ríe, y asesina.
Mi perro siendo perro no mordía.
Mi perro no envidiaba ni mordía.
No engañaba ni mordía.
Como los que no siendo perros descuartizan,
destazan,
muerden
en las magistraturas,
en las fábricas,
en los ingenios,
en las fundiciones,
al obrero,
al empleado,
el mecanógrafo,
a la costurera,
hombre, mujer,
adolescente o vieja.

Mi perro era corriente,


humilde ciudadano del ladrido-carrera,
mi perro no tenía argolla en el pescuezo,
ni listón ni sonaja,
pero era bullanguero, enamorado y fiero.
A los siete años tuve escarlatina,
y por aquello del llanto y el capricho
de estar pidiendo dinero a cada rato,
me trajeron al perro de muy lejos
en una caja de zapatos. Era
minúsculo y sencillo como el trigo;
luego fue creciendo admirado y displicente
al par que mis tobillos y mi sexo;
supo de mi primera lágrima:
la novia que partía,
la novia de las trenzas de racimo y de la voz de lirio;
supo de mi primer poema balbuceante
cuando murió la abuela;
al perro fue en su tiempo de ladridos
mi amigo más amigo.

“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo
—dice mi madre—
y se fue tras de su alma —los perros tienen alma:
una mojadita como un trino—
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado…”
Ay, en esta triste tristeza en que me hundo,
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro
que habla,
y extorsiona,
y discrimina,
y burla;
mi perro era corriente,
pero dejaba un corazón por huella;
no tenía argolla ni sonaja,
pero sus ojos eran dos panderos;
no tenía listón en el pescuezo,
pero tenía un girasol por cola
y era la paz de sus orejas largas
dos lenguas
de diamantes.

***
Y hay también muerte en la poesía mexicana porque nos sabemos capaces de ensayar
incansablemente el olvido, de intentar hacer de la muerte un recuerdo. Como con José Emilio
Pacheco, intentamos asirnos a la idea de que esto también pasará, que es natural, que la vida
y la muerte son un proceso. Hasta que llegamos a la Caverna, hasta que se apaga la luz.
Entonces decimos que:

[Caverna]
 


Es verdad que los muertos tampoco duran


Ni siquiera la muerte permanece
Todo vuelve a ser polvo

Pero la cueva preservó su entierro

Aquí están alineados


cada uno con su ofrenda
los huesos dueños de una historia secreta

Aquí sabemos a qué sabe la muerte


Aquí sabemos lo que sabe la muerte
La piedra le dio vida a esta muerte
La piedra se hizo lava de muerte

Todo está muerto


En esta cueva ni siquiera vive la muerte.

***
O, para soportarla, le hablamos con dulzura a la muerte. Hablamos de dulzura con la muerte
y hablamos de dulzor en la muerte. Una muerte figurada o real, no importa, enfrentamos,
como Alejandro Aura, la muerte con un dulce encomio, con una sonrisa y pulsión vital,
porque el amor, y entonces que:

Mueran los que esperan sentados


que el tiempo
lo resuelva todo.
Nosotros
–hablo por mí
y por todos
los que quieran–
menores aún
–comparativamente–
hemos de exceder en estatura
a las estatuas.

Han de venir,
cuando muramos,
quienes crecerán lo doble de nosotros,
hasta que el hombre
alcance
su tamaño de hombre.

Nos importa nuestra vida.

Somos el poema-arma contra todos los estorbos:


los abuelos,
los cánones,
el régimen,
el way of life
que nos imponen;
contra el odio destilado
que vuelcan
en nosotros
los mayores.

Creemos en los hombres


que se abren la camisa,
sin vergüenza,
para que se sepa
bien
con quién se trata.
Somos los dueños
desde la segunda mitad
de este siglo
hasta la muerte.

Somos los inventores del amor sonoro.


Los amantes del amor sonoro.

Arriba, amor,
irrumpe en la calle
y haz lo que te toca.

***
Y también donde se vuelve opaco el poema sobre la muerte. Donde no podemos decir
claramente algo sobre la muerte porque es demasiado para que sea soportado por palabras.
Cuando ocupamos esas formas coloquiales, los diminutivos, los eufemismos; cuando
decimos con Coral Bracho algo como Que ahorita vuelve:

[Que ahorita vuelve]

Te hace una seña con la cabeza


desde esa niebla de luz. Sonríe.
Que sí, que ahorita vuelve.
Miras sus gestos, su lejanía,
pero no la escuchas. Polvo
de niebla es la arena.
Polvo ficticio el mar.
Desde más lejos, frente a ese brillo
que lo corta te mira,
te hace señas. Que sí, que ahorita vuelve.
Que ahorita vuelve.

***
Digo que hay muerte porque aunque ensayemos el olvido, hay muertes que no perdonamos.
Hay una intensa y oscura memoria. Porque hay muertes que sólo podemos soportar hincando
el diente sobre su dolorosa condición de muertes tanto próximas como injustas. Hay muerte
en la poesía mexicana porque hay muerte en México, hay 43 muertes que Mario Bojórquez
en Memorial de Ayotzinapa nos recuerda nos deben ser todavía explicadas:

[Memorial de Ayotzinapa]

[VI]

Debo tomar ahora


camino hacia el Mictlán
lugar temible
a donde van a dar
las inocentes almas
Ahí el Señor y la Señora del oscuro recinto
me negarán los huesos
Trampas para mi muerte me darán
me darán la muerte como un regalo muy ansiado

VII
Me dijo mi nahual—
No te aflijas con eso
toma a 43 surianos
del «río de las calabacitas»
y condúcelos a «donde serena la noche»
Ahí morirás para que todos vivan
Sólo si mueres los dioses te darán un lugar
para que nadie olvide
un lugar para que la muerte sea memoria
alegre
ahí donde la muerte ondea como una bandera de justicia
Que no te aflija eso

***
Y digo hay muerte en la poesía mexicana porque en cada uno de nosotros hay un tanto de
muerte pulsando todos los días; un extraño que habla en lenguas varias a nuestro oído, una
pulsión que existe dentro de nosotros y nos hunde y nos anima, y nos habla y nos silencia.
Tenemos dentro nosotros una muerte personal. Como en los versos de Alí Calderón:

CUANDO CIENO BRUMA Y NADA UNO SON…


y ayuso arriba y todo ha fragmentado
cuando aquel que fuiste un día parece
otro un extraño pérfido a los ojos
y brama bruñe la penumbra en rostros
incognoscibles acres uno mismo
o si el terror la imagen
trastoca y envilece
y aún malogra corrompe por dentro
o si llegar a ser ha sido desasirse
de aquello que se fue y no se recuerda
si un accidente y no lo perentorio
somos un dato inocuo
sarcoma carcinoma la derrota que soy que contamina

Si desierto de mí depauperado
soy muchos a la vez y todos miserables
si dios que da la llaga
oculta niega tarda medicina
si sangre leucocitos y carne apoptosada
soy apenas los despojos

al viento frágil flama que oscurecede un miedo que me lacra y trisca y lepra
o consume el susurro en luz ceniza
andadura y camino hacia la x
troverme so far y ostro en a punto
mutis hambre gozo gozne de la destrucción
Porque en sentido estricto nunca nada
fue tan todo jamás sino en mi ausencia
nunca ocupé el espacio
estuve siempre fuera
de lugar necrosado a la vista de la gente
en mí no hay nada mío
sólo descort y sombra y un crujido
que en oscur me perfuma de aspereza
un quebrar de cristales tras el pecho
que degrada mi condición de nadie

Y entonces desespero: me olvida la memoria de las cosas


soy lentas negras lágrimas y sangre
soy mácula y desprecio encabronamiento oprobio
y la ceguera soy la rabia contenida inoculada

Nada fui sino muerte entre las manos


Nunca podré colmar este silencio

***
Hacia el siglo XV, se pensaba que era vital un sacrificio humano para perpetuar la salida del
sol. El sacrificio, dar muerte para dar vida, era indispensable para pensar en los días que
vinieran. Así, en la poesía que corre por nuestros tiempos, tenemos que seguir haciendo
poesía de la muerte; debemos seguir hablando por y para la muerte para recordar que no para
siempre en la tierra, sólo un poco aquí; para seguir sintiendo la pulsión que recorre nuestra
vida –nuestra poesía– tenemos que recordarnos todos los días ese diálogo que vamos teniendo
con la muerte, para advertirnos, para corporeizar, para desdibujar, para olvidar, para rabiar,
para llorar, para hacer mutis, para gritar, para recordar, para rompernos e inventar la poesía
que cabe en la boca de todos nuestros muertos; hacer poesía de la muerte para que la poesía
no muera.

Mucha gracias.

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