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[Yo lo Pregunto
Yo Nezahualcóyotl lo pregunto:]
Desde entonces hasta ahora, digo que hay muerte en la poesía mexicana. Una intensa y única
coexistencia de eros y thanatos que quiebra, rompe, desgarra, pero también une la trama de
nuestros días. Recordamos por los muertos que nos quedan y por los vivos que queremos y
que nos faltan. Y digo que no hay una sola muerte en la poesía mexicana; hay varias muertes.
Somos un pueblo de muertes –como Comala– al cual ahora siento voy entrando.
Digo que hay muerte con Elias Nandino cuando la muerte es desmaterialización, cuando es
deprenderse breve y claramente de las formas y los tiempos, de la luz. Cuando Nandino
prolonga la pregunta de Nezahualcóyotl y dice:
[¿Qué es morir?]
-¿Qué es morir?
-Morir es
Alzar el vuelo
Sin alas
Sin ojos
Y sin cuerpo.
***
Pero también la muerte es cuerpo. Es cuerpo infinito y largo y hondo y turbio. La muerte es
una lúcida oscuridad con José Gorostiza, una muerte que se burla de nosotros, muerte procaz,
muerte de hormigas incansables, una muerte propia, una Muerte sin fin que dice:
[BAILE]
***
Digo que hay muerte en la poesía mexicana cuando la muerte también es nocturna. Cuando
la muerte, más allá del amor, en las noches en las alcobas, une los cuerpos. Como con Xavier
Villaurrutia, cuando:
[Nocturno a la alcoba]
Hay muerte y es para Octavio Paz la grieta de un Cántaro roto, por donde manan y retornan
las aguas de la vida, por donde se atisba el eco del rumor del agua que corre y las palabras,
en donde vida y muerte no son mundos contrarios. Una muerte donde:
Hay que dormir con los ojos abiertos, hay que soñar con las manos,
soñemos sueños activos de río buscando su cauce, sueños de sol soñando sus mundos,
hay que soñar en voz alta, hay que cantar hasta que el canto eche raíces, tronco, ramas,
pájaros, astros,
cantar hasta que el sueño engendre y brote del costado del dormido la espiga roja de la
resurrección,
el agua de la mujer, el manantial para beber y mirarse y reconocerse y recobrarse,
el manantial para saberse hombre, el agua que habla a solas en la noche y nos llama con
nuestro nombre,
el manantial de las palabras para decir yo, tú, él, nosotros, bajo el gran árbol viviente estatua
de la lluvia,
para decir los pronombres hermosos y reconocernos y ser fieles a nuestros nombres
hay que soñar hacia atrás, hacia la fuente, hay que remar siglos arriba,
más allá de la infancia, más allá del comienzo, más allá de las aguas del bautismo,
echar abajo las paredes entre el hombre y el hombre, juntar de nuevo lo que fue separado,
vida y muerte no son mundos contrarios, somos un solo tallo con dos flores gemelas.
***
O la otra parte, y entonces digo que hay muerte y muertos también por sed. Sed que
embalsama el deseo, que seca las flores, que erosiona aquel que eres. Sed que, en Margarita
Michelena, en Como a un muerto de sed, reseca y hace arder la voz y dice:
***
Digo que hay muerte cuando la muerte es nosotros mismos, cuando se nos es permitido morir
pero siendo el otro. Y entonces, ¿qué queda de nosotros cuando ya algo nuestro, íntimo,
interior y oscuro ha muerto? Quizás, con Rosario Castellanos, sacrificándonos a nosotros
mismos, morir en el otro o morir por el otro, así:
El otro
***
Pero si muere el otro y es terrible y no podemos soportarlo; y nos obligamos a escribir, por
ejemplo, como don Jaime Sabines, a la muerte de nuestro propio padre, y tenemos que decir,
que decirnos:
Y sobrándote el aire, y haciendo acopio de todas las fuerzas que te quedan para que quede
constancia de la vida de alguien sin el cual no puedes, sin el cual no vale la pena, si puedes
entonces aún afinar la voz y dices, te atreves a decir Algo sobre la muerte del mayor
Sabines y dices:
***
Y digo hay muerte en la poesía mexicana, porque hay furia. Por que hay días en que no
podemos reconciliarnos con el mundo ni con su muerte y sólo, y lo único que nos queda es
afinar el oído y el odio a ese animal enorme que nos acecha, a ese animal que es la muerte y
que ha emprendido, con Eduardo Lizalde, su Caza mayor:
***
Y digo que hay muerte en la poesía mexicana por que también hay llanto. Podemos llorar,
por ejemplo, con Abigael Bohórquez, por los caminos de la infancia, por las pérdidas más
antiguas y ordinarias, por las formas del olvido, podemos soltar nuestro Llanto por la muerte
de un perro:
“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo,
—me cuenta—,
y se fue tras de su alma
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado.
No supimos la causa de su sangre,
llegó chorreando angustia,
tambaleándose,
arrastrándose casi con su aullido,
como si desde su paisaje desgarrado
hubiera
querido despedirse de nosotros;
tristemente tendido quedó
—blanco y quebrado—,
a los pies de la que antes fue tu cama de fierro.
Lo hemos llorado mucho…”
“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo
—dice mi madre—
y se fue tras de su alma —los perros tienen alma:
una mojadita como un trino—
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado…”
Ay, en esta triste tristeza en que me hundo,
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro
que habla,
y extorsiona,
y discrimina,
y burla;
mi perro era corriente,
pero dejaba un corazón por huella;
no tenía argolla ni sonaja,
pero sus ojos eran dos panderos;
no tenía listón en el pescuezo,
pero tenía un girasol por cola
y era la paz de sus orejas largas
dos lenguas
de diamantes.
***
Y hay también muerte en la poesía mexicana porque nos sabemos capaces de ensayar
incansablemente el olvido, de intentar hacer de la muerte un recuerdo. Como con José Emilio
Pacheco, intentamos asirnos a la idea de que esto también pasará, que es natural, que la vida
y la muerte son un proceso. Hasta que llegamos a la Caverna, hasta que se apaga la luz.
Entonces decimos que:
[Caverna]
***
O, para soportarla, le hablamos con dulzura a la muerte. Hablamos de dulzura con la muerte
y hablamos de dulzor en la muerte. Una muerte figurada o real, no importa, enfrentamos,
como Alejandro Aura, la muerte con un dulce encomio, con una sonrisa y pulsión vital,
porque el amor, y entonces que:
Han de venir,
cuando muramos,
quienes crecerán lo doble de nosotros,
hasta que el hombre
alcance
su tamaño de hombre.
Arriba, amor,
irrumpe en la calle
y haz lo que te toca.
***
Y también donde se vuelve opaco el poema sobre la muerte. Donde no podemos decir
claramente algo sobre la muerte porque es demasiado para que sea soportado por palabras.
Cuando ocupamos esas formas coloquiales, los diminutivos, los eufemismos; cuando
decimos con Coral Bracho algo como Que ahorita vuelve:
***
Digo que hay muerte porque aunque ensayemos el olvido, hay muertes que no perdonamos.
Hay una intensa y oscura memoria. Porque hay muertes que sólo podemos soportar hincando
el diente sobre su dolorosa condición de muertes tanto próximas como injustas. Hay muerte
en la poesía mexicana porque hay muerte en México, hay 43 muertes que Mario Bojórquez
en Memorial de Ayotzinapa nos recuerda nos deben ser todavía explicadas:
[Memorial de Ayotzinapa]
[VI]
VII
Me dijo mi nahual—
No te aflijas con eso
toma a 43 surianos
del «río de las calabacitas»
y condúcelos a «donde serena la noche»
Ahí morirás para que todos vivan
Sólo si mueres los dioses te darán un lugar
para que nadie olvide
un lugar para que la muerte sea memoria
alegre
ahí donde la muerte ondea como una bandera de justicia
Que no te aflija eso
***
Y digo hay muerte en la poesía mexicana porque en cada uno de nosotros hay un tanto de
muerte pulsando todos los días; un extraño que habla en lenguas varias a nuestro oído, una
pulsión que existe dentro de nosotros y nos hunde y nos anima, y nos habla y nos silencia.
Tenemos dentro nosotros una muerte personal. Como en los versos de Alí Calderón:
Si desierto de mí depauperado
soy muchos a la vez y todos miserables
si dios que da la llaga
oculta niega tarda medicina
si sangre leucocitos y carne apoptosada
soy apenas los despojos
al viento frágil flama que oscurecede un miedo que me lacra y trisca y lepra
o consume el susurro en luz ceniza
andadura y camino hacia la x
troverme so far y ostro en a punto
mutis hambre gozo gozne de la destrucción
Porque en sentido estricto nunca nada
fue tan todo jamás sino en mi ausencia
nunca ocupé el espacio
estuve siempre fuera
de lugar necrosado a la vista de la gente
en mí no hay nada mío
sólo descort y sombra y un crujido
que en oscur me perfuma de aspereza
un quebrar de cristales tras el pecho
que degrada mi condición de nadie
***
Hacia el siglo XV, se pensaba que era vital un sacrificio humano para perpetuar la salida del
sol. El sacrificio, dar muerte para dar vida, era indispensable para pensar en los días que
vinieran. Así, en la poesía que corre por nuestros tiempos, tenemos que seguir haciendo
poesía de la muerte; debemos seguir hablando por y para la muerte para recordar que no para
siempre en la tierra, sólo un poco aquí; para seguir sintiendo la pulsión que recorre nuestra
vida –nuestra poesía– tenemos que recordarnos todos los días ese diálogo que vamos teniendo
con la muerte, para advertirnos, para corporeizar, para desdibujar, para olvidar, para rabiar,
para llorar, para hacer mutis, para gritar, para recordar, para rompernos e inventar la poesía
que cabe en la boca de todos nuestros muertos; hacer poesía de la muerte para que la poesía
no muera.
Mucha gracias.