El "¡Bienaventurados!" tan pródigamente repetido, el
aleluya del mensaje pascual, la alegría en el Espíritu Santo culminan en el primer precepto del Señor: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu espíritu" (Mt 22, 37 y paralelos; cf. Deut 6, 5). Podemos amar a Dios "porque Él nos ha amado primero" (1 Ioh 4, 10); porque su amor "ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5, 5). El más alto mandamiento es, por tanto, un "¡Bienaventurados!" nacido del corazón del Padre, un mandamiento que nos colma de felicidad: "Alegraos siempre en el Señor; os lo repito: Alegraos" (Phil 4, 4).
Dios nos ama. Tanto, que sólo codicia nuestra respuesta
de amor. Dios Padre quiere nuestro amor: en toda nuestra actividad cotidiana, en toda oportunidad. Los mandamientos no son sino expresión del amor del Padre invitándonos, e incluso mandándonos, amarle, corresponderle en el amor. Todo debemos ofrecérselo en agradecido homenaje de amor, ennoblecido por la intimidad de nuestro diálogo en el amor, divina resonancia del amor de Padre e Hijo: sea testimoniando en nuestro ambiente social con la propia vida el gran precepto del amor, sea colaborando directamente en la propagación del reino de los cielos. "El mismo Padre os ama porque me habéis amado y creído que yo he salido del Padre" (Ioh 16, 27).
El amor con que Padre e Hijo nos aman, y con el que
debemos corresponder, no es solamente el centro y la meta de todos los mandamientos y de toda nuestra vida moral; Cristo, al revelarnos el gran misterio de su amor, nos ha dicho claramente que nuestro quehacer es un quehacer de amor, un quehacer del Espíritu Santo. "De ahora en adelante no os llamaré siervos, porque el siervo ignora lo que hace su Señor; os llamo amigos, pues todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Ioh 15, 15). Y de este misterio del corazón de Dios, revelado por Cristo a sus amigos, se nutren no solamente nuestra fe y nuestra plegaria; también nuestra conducta moral, nuestra responsabilidad ante los hombres y ante las leyes humanas han de ser realizadas y logradas a la luz de este venturoso misterio de salvación.
La primacía del amor se concreta en todas las verdades
de nuestra fe que nos hablan de la gracia como misteriosa participación en la vida trinitaria; de modo particular en las virtudes teologales, diálogo confiado donde Dios se revela y entrega, y en los santos sacramentos, signos eficaces del amor de Cristo. La primacía de la gracia de Dios sobre la acción del hombre caracteriza y dignifica la vida cristiana con todas sus aspiraciones religiosas y morales. No recibimos la gracia del Señor como una ayuda accesoria al fallar nuestras débiles fuerzas humanas. El primado de la gracia de Dios significa en nuestra vida mucho más: por encima de todo nuestro esfuerzo y actividad, el misterio inefable de la condescendencia y amor de Dios Padre aceptándonos en su Hijo Jesucristo y elevándonos, sin mérito alguno de nuestra parte, a la celebración de su amor. Todo nuestro esfuerzo moral debe expresar esta gran realidad: vivimos en la gracia del Padre y somos santificados por su amor.
San Pedro, poniendo en guardia a los cristianos contra
los falsos doctores, motiva sus exhortaciones y preceptos morales en dos realidades religiosas del plan de la salvación: la participación en la naturaleza divina por la gracia y la esperanza del glorioso retorno de Cristo.
"El divino poderío del Señor nos ha otorgado todo lo
referente a la vida y a la piedad, dándonos a conocer a quien nos llamó a su propia gloria y poder; así, nos hizo merced de las preciosas y más grandes promesas para hacernos partícipes de la divina naturaleza: huid, pues, de la corrupción que reina en el mundo, de la concupiscencia" (2 Petr 1, 3s). Por esta misma liberalidad de Dios -continúa el Apóstol-, poned sumo empeño en mostrar por vuestra fe energía moral, en la energía moral conocimiento, en el conocimiento templanza, en la templanza constancia, en la constancia piedad, en la piedad amor fraterno, y en el amor fraterno caridad" (2 Petr 1, 5-7). ¿ Se podía afirmar más claramente que la omnipotente acción de la gracia divina precede y dirige todo esfuerzo ético del cristiano desde su misma raíz y fundamento?
Cuando vivimos la alegre realidad de la gracia, nuestra
vida se orienta hacia el continuo crecimiento en la fe y en la caridad, esperando confiadamente la plena revelación del amor de Dios. El Príncipe de los Apóstoles continúa: "En efecto, si tales cosas tenéis y van en aumento no os quedaréis inactivos ni sin fruto en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo" (2 Petr 1, 8). "Testigos oculares de la gloriosa manifestación" de Cristo (2 Petr 1, 16), los apóstoles anuncian "el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo" (2 Petr 1, 16). Este mensaje de la gloria de Dios, ya hecha constar, y de su manifestación definitiva "es como una lámpara que brilla en la oscuridad hasta que comience el día y se levante en nuestros corazones el lucero de la mañana" (2 Petr 1, 19).
Una de las raíces de la desorientación moral está en el
apego a lo caduco y transitorio, en la atrayente fascinación de las cosas de este mundo, que inutilizan toda llamada y amonestación moral. No es posible ser luz de la tierra y sal del mundo sino cuando nuestra fe sea barrunto de lo nuevo que el Padre ha realizado en nosotros y de nuestro grandioso porvenir, garantizados por la resurrección de Cristo y por el don de la gracia infundida en nuestros corazones: "Puesto que todo lo mundano debe disolverse, debéis preocuparos de mantener una conducta santa y piadosa, esperando y deseando la llegada del día de Dios... Pues esperamos, según su promesa, un cielo nuevo y una tierra nueva donde tendrá su morada la justicia (2 Petr 3, 11ss). En esta grandiosa visión de los acontecimientos de la historia de la salvación usa el Apóstol palabras gravísimas al referirse a quienes, "después de haber sido librados de las corruptelas del mundo por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, de nuevo se enredan en ellas y son vencidos" (2 Petr 2, 20) Sin embargo, la gravedad de estas advertencias deriva igualmente de la buena nueva de la salvación ya iniciada y en marcha.
Incluso la revelación del infierno refuerza la fe en el
amor sólo en el sentido -suficientemente expresivo por su parte- de ser gracia de Dios Padre, que oportunamente nos avisa para que no caigamos en él. El infierno es una concluyente demostración de la seriedad con que Dios nos ama. Nuestro sí alcanzará en el cielo su plenitud; nuestro definitivo no al amor de Dios se petrificará en la glacial soledad del infierno. El infierno no es solamente motivo de temor saludable; es, además, persuasivo pregón de la grandiosa majestad del amor divino; signo elocuente, revelador de que en nuestra vida moral está en juego toda nuestra existencia humana y cristiana: nuestra amistad o enemistad con Dios, Creador y Padre.
Amenaza y angustia no constituyen, empero, la tónica
fundamental de la vida cristiana: la victoria de Cristo, la comunidad de salvación de los cristianos en Él, es la bandera y enseña de la auténtica vida cristiana. "Hijos de la luz", "bienaventurados", llenos de valor y empuje, no tememos los más tremendos peligros en nuestra lucha contra el mal. Cuanto más nos hayamos compenetrado con el mensaje de la salvación, sostenidos por el optimismo de Cristo resucitado, tanto más resueltamente lucharemos contra los enemigos del reino de Dios.
La primacía de la gracia sobre los preceptos morales no
significa relajación de las exigencias de la ley; por el don. del amor, esas exigencias se traducen en términos de alegría y felicidad.
El hecho de haber sido confortados con la gracia y las
promesas de la gloria -fijas nuestras miradas en la meta, esperando de Cristo la plenitud de los cielos nuevos y de la tierra nueva- rompe el apego a la figura de este mundo, al mismo tiempo que nos alienta en la carrera emprendida por la causa de Dios, por la edificación del mundo nuevo que ya hemos comenzado.
Primacía del amor sobre la ley significa reconocimiento
del liberador señorío de Dios. Todo esfuerzo moral, todo intento de mejorar el mundo están abocados al fracaso si colocamos en el proscenio de la conciencia la licitud y la obligatoriedad. La fuerza de la gracia hará maravillas en nosotros y por nosotros tanto más espléndidamente cuanto más intensamente nos pleguemos, libre, humilde y amorosamente, a la iniciativa de Dios Padre, que en Jesucristo nos regala y nos pide su amor. "Sí, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias soportadas por Cristo: porque cuando soy débil entonces soy fuerte" (2 Cor 12, 10).