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LA VIRTUD Y EL DON DE LA FORTALEZA

1. Antropología cristiana y sentimiento 1 humano

Según la constante enseñanza de la Iglesia, la razón fundamenta la libre elección, y juntas


constituyen la humanidad específica de la persona humana. Las potencias intelectuales del alma
humana (el intelecto y la voluntad) distinguen al hombre de todas las formas inferiores de la
vida vegetativa y sensitiva. Para evocar esta importante verdad, cita la Gaudium et spes el Sal 8,
5-7: «Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad: le diste poder sobre
las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies; todos los rebaños y bueyes, todas las
bestias del campo» 2. Santo Tomás, en su tratado sobre la creación del hombre, introduce una
distinción entre la substancia del alma y sus potencias 3. Aunque las potencias intelectuales o
racionales identifican al ser humano en cuanto tal, el alma humana incluye también las potencias
vegetativas (nutrición, crecimiento y generación) y las sensitivas (los cinco sentidos exteriores y
los cuatro interiores: memoria, imaginación, sensus communis y vis cogitativa) 4. Aunque santo
Tomás se niega a admitir la pluralidad de las formas en la única substancia del ser humano,
sostiene, no obstante, una pluralidad de potencias, distintas realmente del alma y entre ellas.
Esta concepción de la psicología humana, que la tradición cristiana ha hecho suya ampliamente,
no obliga, con todo, a afirmar una esquizofrenia metafísica en nuestra concepción de la persona
humana. En efecto, en cada acción que realiza un sujeto, el ser humano, en cuanto substancia
única o supuesto, permanece como sujeto individual de la acción, como un agens indiviso o
persona agente.

En sentido amplio, cada potencia o capacidad del alma humana se caracteriza por el amor, por
un proyectarse hacia aquello que perfecciona alguna potencia particular y, por consiguiente, a
la misma persona que actúa. La inteligencia humana ama la verdad; la voluntad humana ama el
bien. Esto, con palabras de Dante, «es el Amor que mueve el sol y las otras estrellas» 5. El
dinamismo de las potencias apetitivas merece especialmente el nombre de amor. Y en la
persona, animal racional, distinguimos el apetito sensitivo –las pasiones o emociones humanas–
del apetito intelectual o racional. Para describir de manera cuidadosa las virtudes morales que
son circa passiones, esto es, aquellas que moderan las pasiones humanas, sigue siendo central
la diferencia entre los apetitos sensitivos y los apetitos intelectivos o racionales.

El amor sensitivo (amor sensitivus) es la complacencia de las potencias sensitivas en sus


respectivos objetos, como sucede en los animales brutos. En este contexto, «objeto» es
cualquier cosa que conduce a su término y especifica un acto ejecutado (elicited), ya sea
cognitivo o afectivo. El apetito sensitivo es provocado por valores sensibles percibidos o
imaginados, mientras que la afectividad intelectiva, o voluntad, es el poder de gozar de las cosas
que se sitúan en el centro de la comprensión intelectiva6. El amor racional difiere del sensitivo
en el hecho de que su objeto es el bien en cuanto conocido por el intelecto. Además, en la
elección humana, el bien intencional es el determinado por la misma elección. El historiador
medie-val Etienne Gilson explica esta implicación capital de la capacidad humana para amar de
manera racional.
En esta vida, sin embargo, el amor humano intelectual, confrontado con una multiplicidad de
bienes particulares, goza de ese tipo de libertad que es propio de la libre elección. El hombre
escoge libremente los objetos de su propio amor siguiendo el juicio de su intelecto sobre la
bondad comparativa y los consiguientes movimientos de su voluntad7.

De ahí se desprende que la persona humana puede ser libre, porque, y en tanto que, ningún
objeto particular hace necesaria la atención de la mente. La voluntad humana, lo mismo que el
apetito intelectivo, se proyecta sobre el bien como una cosa particular y concreta. Por eso, una
elección de la voluntad implica a toda la persona, puesto que los orígenes de su vida intelectiva
residen en el conocimiento sensible. La elección virtuosa, ejercida a través del mandato
inteligente característico de la prudencia, implica, efectivamente, todos los recursos necesarios
en la persona, proyectándola hacia la realización de un fin bueno.

Algunos filósofos clásicos han reconocido también la diferencia entre la elección deliberada y
los deseos sensitivos. Aristóteles, por ejemplo, en su tratado Sobre el alma (el De anima),
distingue las dos potencias del apetito; afirma, además, que los apetitos inferiores de los
sentidos pueden participar en un apetito más alto de la razón 8. Y santo Tomás acepta, como
plenamente compatible con la revelación cristiana, que el dinamismo apetitivo en el ser humano
«está hecho para ser estimulado como resultado de la aprehensión» 9. Aunque la emotividad
es sub-racional en sí misma, está ordenada, sin embargo, de modo natural, a ser controlada y
dirigida por la razón. De todos modos, la naturaleza humana en sí misma posee recursos
limitados para determinar este estado de equilibrio moral, y aunque esta experiencia común
parece haber escapado incluso a la atención de un filósofo moral tan importante como Inmanuel
Kant, muchos experimentan la absoluta incapacidad de su fuerza de voluntad para guiar las
pulsiones de los sentidos.

En la consideración que realiza santo Tomás de la vida emocional, las pasiones sensitivas se
sitúan en dos categorías principales: los sentimientos que llevan a la contienda, propios de la
potencia irascible, y los sentimientos impulsivos de la potencia concupiscible. En un breve texto
resume santo Tomás las líneas maestras de lo que enseña la antropología cristiana sobre los
sentimientos:

El objeto de la potencia concupiscible son el bien y el mal de orden sensible tomado en sentido
absoluto, es decir, lo agradable y lo desagradable. Pero, en ocasiones, el alma se ve obligada a
sufrir algún conflicto o presión para conseguir el bien o para huir del mal. Por eso el mal y el
bien, en cuanto se presentan como una tarea ardua o difícil, son objeto del apetito irascible.
Algunas emociones, como el amor y el odio, el deseo y la aversión, el placer y el dolor,
corresponden al primer apetito, mientras que otras como el valor o el miedo, la esperanza y la
desesperación y la ira corresponden al último 10.

El teólogo cristiano no necesita realizar ninguna apología para introducir una consideración
adecuada de la vida emocional en la discusión que explica la revelación dinámica de la imagen
divina en la persona humana. San Pablo, haciendo uso de un lenguaje y de categorías propias
como la del Espíritu y la carne (Rm 8, 5), reconoce la facilidad con que los trastornos emocionales
y de otro tipo pueden manifestarse en el cristiano, corroboran-do de este modo que la vida
espiritual no es nunca un espíritu puro o desencarnado. De hecho, san Pablo afirma exactamente
que los sentidos y las demás potencias pueden rebelarse contra las normas de la ley eterna.
Recordemos su comentario a propósito de la existencia humana sin Cristo: «Pues bien sé yo que
nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo ami alcance,
mas no el realizarlo» (Rm 7, 18).

Hay otros términos que se refieren, de manera genérica, a los diversos apetitos que gobiernan
las interacciones emocionales. Puesto que los apetitos concupiscibles constituyen las pasiones
de atracción, son referidos a ve-ces como sentimientos de impulso: en efecto, estos explican las
respuestas indolentes que dan las personas cuando se ven confrontadas con un objeto simple,
es decir, no complejo, bueno o malo 11. Estos sentimientos de impulso, como hemos dicho, son
seis: el amor y el odio, el deseo y la aversión, la alegría y el dolor. Por otra parte, puesto que los
apetitos irascibles se suman a las pasiones agresivas, son referidos en ocasiones como
sentimientos polémicos; en efecto, estos explican la respuesta humana frente a un bien arduo
o especialmente frente a un mal difícil. Asimismo, los sentimientos que contienden son cinco:
esperar y desesperar, el temor y el valor, y la ira. La ira representa el cauce de los sentimientos
cuando ha acaecido un mal a un sujeto. Puesto que, por definición, el apetito busca refugio en
el objeto con el que está comprometido, no representa una contrapartida para la ira con
respecto al bien. De hecho, cuando el bien, especialmente el bien definitivo, acontece a la
persona, cesan todos los apetitos. En su respectivo orden, la misma consecución del bien
sensible, del bien moral y del bien teologal, incluye momentos de reflexión para la persona. En
efecto, Dios, infinitamente perfecto y santo en sí mismo, siguiendo un designio de pura bondad,
creó libremente a la humanidad, de suerte que los hombres y las mujeres puedan participar en
la vida bienaventurada de Dios, en su perfecto permanecer en el bien 12.

La tradición cristiana considera de dos modos los apetitos irascible y concupiscible: primero, en
sí mismos, en cuanto constituyen una parte de los apetitos sensitivos; y, en segundo lugar, en
cuanto participan de la vida racional, en la que, como observa santo Tomás, las emociones están
orientadas a la acción en los animales inteligentes. En virtud de las observaciones teológicas de
san Pablo en la carta a los Romanos sobre la pugna entre el Espíritu y la carne, y entre el pecado
y la ley —«Pues las tendencias de la carne conducen a la muerte; mas las del espíritu, a la vida y
a la paz» (Rm 8, 6)—, la teología cristiana debe dar una explicación adecuada del modo en que
incide la razón en la vida emocional. La explicación de santo Tomás sobre la interacción entre
razón y vida emocional hace plena justicia a la unidad psicosomática del hombre, y al mismo
tiempo ilustra el importante papel que desempeñan las virtudes en una vida de excelencia
cristiana.

El modo en que el alma rige al cuerpo es diferente del modo en que la razón dirige el apetito
irascible y el concupiscible. En efecto, el cuerpo obedece plenamente al alma sin pugna en
aquellas cosas en las que, de modo necesario, debe seguir a la moción: y por eso dice el Filósofo
que «el alma dirige el cuerpo con un dominio despótico», es decir, como un amo hace con su
esclavo. De ahí que el movimiento del cuerpo se refiera enteramente al alma. Por eso no puede
haber virtudes en el cuerpo, sino sólo en el alma. Sin embargo, el apetito irascible y el
concupiscible no obedecen plenamente a la razón, sino que tienen movimientos peculiares que
contrastan a veces con la razón: de ahí que Aristóteles añada que la razón gobierna el apetito
irascible y el concupiscible «con un poder político», es decir, como son gobernadas las personas
libres, que, en determinadas cosas, conservan su propia voluntad. Por eso es necesario que
también en el apetito irascible y en el concupiscible haya virtudes, para disponerlos bien a sus
actos 13.

Por esta comunicación en la vida de la razón, «el apetito irascible y el concupiscible pueden ser
sedes de virtudes humanas: ya que, bajo este aspecto, en cuanto partícipes de la razón, son
principios de los actos humanos» 14. Aunque el desarrollo virtuoso de los apetitos sensitivos
requiere que sean «regulados» por la recta razón, esa regla no es una realidad extra-ña al
carácter particular de los apetitos sensitivos. Dado que estos pueden ser formados
interiormente por la razón, estas sedes de la emoción humana tienen la capacidad de obrar una
auténtica formación virtuosa. Ellas constituyen, por consiguiente, las verdaderas sedes de la
virtud, como dicen los teólogos escolásticos.

Una sana teología moral debe proporcionar un fundamento psicológico a su reivindicación de


que la virtud puede transformar de manera radical un comportamiento humano de cualquier
tipo. Consideremos el ejemplo de las vírgenes mártires de los primeros siglos de la Iglesia. De
ordinario, un peligro amenazador para la vida, como la expectativa cierta de una ejecución,
puede suscitar la aparición de apetitos sensitivos que llevarían de inmediato a la persona a obrar
en el sentido de evitar la muerte. Mas una inteligencia informada por la fe puede descubrir la
peculiar verdad moral mediante la cual esta amenaza podría ser soportada por amor al
Evangelio. Y, libremente, eligieron estas jóvenes resistir a la presión emotiva de ceder a las
peticiones del déspota. Podríamos encontrar también ejemplos de la vida diaria. Por ejemplo,
muchos se sienten impulsados a la indulgencia en la lucha con los placeres sexuales no virtuosos,
porque los apetitos sensitivos reaccionan espontáneamente frente a objetos de seducción,
tanto reales como imaginarios. Pero una conciencia moral bien formada conoce la verdad moral,
según la cual el correcto amor de amistad excluye la relación carnal fuera del matrimonio
legítimo 15. Y, de este modo, la persona tentada, que, como afirma san Agustín, «ama a Dios
con un corazón indiviso, al que no puede hacer vacilar ningún mal», puede optar por resistir a
esa seducción y ejercer más bien la libertad de adecuarse a la verdad moral 16. También san
Pablo asegura a los romanos: «Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, ya que el
Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8, 9). La gracia del Espíritu Santo conforma al cristiano
con la plena virtud moral.

Puesto que los sentidos en sí mismos tienden a permanecer racionalmente indiscriminados,


nada en los apetitos irascible o concupiscible capacita a estas potencias sensitivas para distinguir
si es razonable buscar un bien particular o evitar un mal particular. Sólo la virtud intelectual de
la prudencia puede discernir el bien-como-significado, o cómo este particular sentido bueno o
sentido malo podría ser hecho de manera virtuosa o valerosamente evitado. Santo Tomás dice
que «el intelecto conoce la voluntad, su acto y su objeto, como conoce todos los demás
inteligibles particulares, como la piedra, la madera, etc., que entran en los conceptos universales
del ser y de la verdad» 17. Esta intuición es posible porque, como enseña el concilio Vaticano II,
el ser humano es una «unidad de alma y cuerpo» 18. En consecuencia, es posible afirmar la
existencia de una semejanza entre la relación de la prudencia con las virtudes del
comportamiento y el modo como el intelecto capta cada objeto cognoscible. Con otras palabras,
la virtud introduce la razón en la emoción. La ordenación de las potencias inferiores a las
superiores revela el designio divino de la creación; en la persona humana «los elementos del
mundo material, que alcanzan su cima en la humanidad, alzan su voz para alabar en libertad al
Creador» 19. Cuando la persona humana sigue una vida de valor y moderación, contribuye a
este coro de alabanzas y resiste a la «rebelión de la carne». De esta suerte, el concilio Vaticano
II puede afirmar que «la misma dignidad del hombre postula que glorifique a Dios en su propio
cuerpo y que no permita que este se vuelva esclavo de las inclinaciones perversas del corazón»
20.

2. Las virtudes de la disciplina personal

El estudio de la virtud cardinal de la fortaleza introduce el complejo de las virtudes morales, que
la costumbre cristiana designa como virtudes de la disciplina personal. Naturalmente, por
definición, todo habitus virtuoso infunde la disciplina de la razón en diferentes áreas del
comportamiento humano, pero dado que las virtudes cardinales de la fortaleza y la templanza
moderan de manera inmediata los sentimientos humanos, se dice de ellas que conforman de
una manera especial el comportamiento personal. La moral cristiana, al distinguir entre las
virtudes de la acción (unidas a la justicia) y las virtudes de la disciplina personal, pone de relieve
que la fortaleza y la templanza cardinales forman verdaderamente las virtudes auténticas de los
apetitos sensitivos. Y puesto que estas moderan la vida emocional o las pasiones del sentido (en
latín las passiones animae), las virtudes de la disciplina personal son tratadas, en ocasiones,
como virtudes circa passiones; en cambio, las virtudes de la justicia cardinal, en cuanto guían las
interacciones humanas, son llamadas virtudes circa operationes.

Las virtudes morales de la disciplina personal, como cualidades de la vida cristiana, forman y
conforman los sentimientos a la medida que corresponde al modo en que Dios conoce que debe
ser el mundo. Las virtudes de la disciplina personal, en la psicología moral del cristiano, alcanzan
dos objetivos. Por una parte, estas virtudes inciden en el apetito racional o voluntad. Los
sentimientos indisciplinados representan una amenaza muy seria para la conservación de una
prudencia vigilante. Las virtudes circa passiones mantienen firme a la persona, a fin de que
realice la justa elección prudencial, connaturalizando los apetitos irascible y concupiscible para
alcanzar los fines realmente buenos de la vida humana. El segundo objetivo influye en los
mismos apetitos sensitivos o emociones. Las virtudes circa passiones, en cuanto habitus
concretos operativos del alma humana, proporcionan los principios reales operativos destinados
a llevar a término todas las acciones buenas. En las situaciones morales que incluyen la vida
emocional, la persona moderada y valiente obra a través y realiza, además, las virtudes de la
disciplina personal. Aunque, en cierto sentido, las virtudes de la disciplina personal inducen al
sujeto a realizar una elección justa, estas virtudes, hablando estrictamente, no suscitan la
elección, ya que esta actividad, específicamente humana, pertenece a la misma voluntad. Las
virtudes de la disciplina personal facilitan, más bien, la elección virtuosa y, ordenando las
pasiones, eliminan las disposiciones emocionales que, de otro modo, podrían ser un obstáculo
para la realización de la vida virtuosa. Para explicar esta descripción global de la subjetividad
humana, afirmaron los escolásticos que las virtudes de la disciplina personal causan, de manera
particular en los apetitos sensitivos, lo que ellos mismos definieron como elección por
participación. Con otras palabras, puesto que los sentimientos se conforman a la medida de la
virtud, puede decirse que gozan de una cierta voluntariedad; y, en este sentido, también los
apetitos sensitivos son fuente de una plena actividad humana.

Los principios de la psicología moral de santo Tomás sostienen la importancia de toda la persona
como sujeto adecuado de la actividad humana; su consideración cristiana de cómo se viva una
vida moral no supone nunca un criptoespiritualismo en el que (explícitamente o de manera
velada) tenga la voluntad un predominio excesivo en la vida moral. Dado que la vida cristiana no
debe solamente encarnar un ideal espiritual, el realismo moral rechaza de manera inequívoca
todos los tipos de dualismo antropológico. Además, una sana doctrina moral, puesto que afirma
que la existencia humana personal incluye la unidad de alma y cuerpo, retiene que los apetitos
sensitivo, irascible y concupiscible tienen capacidad para realizar una verdadera formación
virtuosa ordenada a las auténticas finalidades tanto de la naturaleza como de la gracia. Entre la
exaltación y el abatimiento, entre la temeridad y el miedo a los sentimientos, aún son posibles
la moderación, la firmeza y la rectitud. La norma de la razón no se niega a reconocer el bien en
el objeto de los apetitos, pero es consciente de que un bien particular debe ser valorado en el
contexto de todo el bien humano. Con las limitaciones del tiempo, lugar y modo que permiten
los objetos del sentido, los apetitos pueden darse a sí mismos sus objetos apropiados21.
También en la vida de la gracia y de la virtud infusa, incluyen los sentimientos la consecución de
lo mejor que la vida humana pueda asegurar. Puesto que las diferentes capacidades o potencias
del alma racional (potentiae animae) pertenecen todas a un solo sujeto, al que llamamos
persona agente, la tradición cristiana incluye la convicción de que la verdad moral atañe a todos
los aspectos de la personalidad humana. Explica santo Tomás: «Así pues, es mejor que el
hombre, además de querer el bien, lo cumpla asimismo exteriormente; así confiere a la
perfección del bien moral el moverse no sólo con la voluntad, sino también con el apetito
sensitivo. Tal como dice el Salmo 83, 3: "Mi corazón y mi carne exultan por el Dios vivo"» 22. La
gracia penetra la naturaleza, no la destruye ni la abandona a la soledad.

En la actualidad, las teorías morales racionalistas sostienen un punto de vista muy escéptico
sobre la posibilidad de conseguir una verdadera humanización de la vida emocional. Eso
representa el completo fracaso de lo que el poeta francés Charles Péguy llama el «clima de la
gracia». Mas una visión teológica completa, como la que encontramos en los escritos de Von
Balthasar, de una manera coherente, sitúa resueltamente el orden de la gracia en el interior del
mundo natural 23. Por motivos diferentes, el platonismo cristiano, que se desarrolló en el siglo
XII y continuó en el XIII, reaccionó de manera negativa al audaz intento de santo Tomás de
asociar, al sistema del comportamiento moral realmente formado por la gracia, las más in-
disciplinadas pasiones sensitivas, esto es, la pasión sexual. Además, la tendencia a excluir el
poder de la gracia divina del ámbito de la vida sensitiva tiene importantes «santos patrones».
Por ejemplo, san Buenaventura no cree que una cosa como la virtud divina e infusa pueda
coexistir en las mismas potencias o capacidades como son las pasiones sensitivas y la
concupiscencia humana. En efecto, la concupiscencia, según algunas perspectivas teológicas,
manifiesta de una manera particular los efectos del pecado original, la principal alienación de la
persona respecto a Dios. En consecuencia, san Buenaventura explica la templanza y la fortaleza
infusas como disposiciones de la voluntad que sólo influyen en los sentimientos 24. Sin embargo,
para santo Tomás, aunque las passiones animae son neutrales en sí mismas, reciben, no
obstante, su verdadera caracterización moral de nuestras personales determinaciones, en
cuanto que el hombre o la mujer virtuosos guían, de una manera auténtica, las pasiones
sensitivas hacia la consecución del bien moral. En suma, el realismo moral rechaza la tesis según
la cual la parte racional del alma constituye la única característica significativa de la persona
moral. La virtud da forma a todo el compuesto de cuerpo y alma, el per se unum que es la
persona, con la consecuencia de que la práctica de la virtud no siempre implica una
representación consciente de lo que se debería hacer; en ocasiones la recta ratio agibilium —la
verdad sobre lo que debe hacerse aquí y ahora— deriva directamente de las pasiones sensitivas
bien ordenadas y plenamente desarrolladas.

3. La virtud y las teorías del libre valor

El acercamiento empirista a la psicología del hombre explica los sentimientos humanos de una
manera que difiere, considerablemente, de la explicación de la antropología y de la teología
clásicas. Una diferencia significativa estriba en el modo en que las dos escuelas valoran el
sentimiento. Dado que la teología clásica reconoce la neutralidad moral de los sentimientos
humanos en cuanto tales, cada expresión particular del sentimiento es buena o mala en función
de cómo se adecua esta a la norma de la prudencia; las determinaciones empíricas del libre
valor, por otra parte, son las efectuadas sin una relación estable con el bien moral. Pero las
opiniones sobre aquello que constituye la verdadera naturaleza de la persona distinguen, muy
claramente, entre los puntos de vista clínicos sobre los sentimientos humanos y el que mantiene
la teología cristiana. Puesto que no existe acuerdo sobre lo que constituye la realización plena
del hombre, los médicos seculares son libres de establecer su propia jerarquía de valores. Y dado
que tampoco existe consenso entre los pensadores seculares en cuanto a lo que promueve el
bienestar humano, los psicólogos profesionales tienen diferentes opiniones respecto a qué tipo
de vida emocional se adapta a la madurez moral humana. Los psicólogos clínicos han dejado de
afirmar solamente si una particular tendencia emocional es constructiva o destructiva para una
determinada persona. Naturalmente, la revelación cristiana, como puede comunicar la verdad
sobre el ser humano y el obrar bueno, requiere que el creyente juzgue el valor moral de las
pasiones sensitivas siguiendo la medida de la recta razón. La ley eterna establece la norma o el
modelo para el comportamiento humano justo. Como resultado, el teólogo moralista cristiano
puede no supeditar un juicio de verdad moral al fin de conciliar las teorías psicológicas del libre
valor sobre la vida emocional.

Puesto que los apetitos sensitivos son las verdaderas sedes de las virtudes, la prudencia da forma
a estas poderosas fuentes de la actividad humana, de cara al cumplimiento del fin de la
prosperidad humana. En la persona, la conformidad del apetito sensitivo con la razón se
transforma en libertad, y no de una manera vitalista o mecanicista, como si el hombre fuera un
motor a vapor, que requiere saludables liberaciones para evitar explotar. La tradición cristiana,
realizando un acercamiento razonable e integral a los sentimientos humanos, evita más bien el
reduccionismo que identifica a la persona con la suma de sus pasiones sensitivas.

La virtud de la disciplina personal se dirige a dos campos generales de la actividad para la


preservación de la vida humana. La virtud cardinal de la templanza, junto con las virtudes que le
están unidas, se dirige, principal-mente, a las diferentes formas de particular restricción en la
vida moral, mientras que la virtud cardinal de la fortaleza, y las virtudes que le están unidas,
refuerza o sostiene principalmente la vida emocional. Natural-mente, puesto que la persona –
el per se unum– fundamenta toda respuesta emocional en la unidad de la persona creada, estas
características generales o cualidades particulares de la vida emocional permanecen unidas en
grado sumo. Sin embargo, la distinción formal entre dominar y reforzar ayuda a los objetivos de
la metodología y de la pedagogía. En particular, la fortaleza y la templanza proporcionan al
teólogo cristiano el modo de explicar los numerosos textos de la Sagrada Escritura que exhortan
al creyente cristiano a controlar sus pasiones. «Porque se ha manifestado la gracia salvadora de
Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones
mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente» (Tt 2, 11-12).

Como Dios ha enviado a su Hijo en «una carne semejante a la del peca-do» (Rm 8, 3), el auténtico
humanismo cristiano debe explicar la absoluta transformación de todas las capacidades
humanas. Cristo mismo, en cuanto hombre, goza de una vida emocional plenamente
desarrollada, aunque totalmente correcta. Además, como todo lo que el Hijo de Dios ha asumido
entra a formar parte del misterio de nuestra redención, los cristianos creen que el Evangelio, la
verdad y la virtud tienen un impacto en la vida humana emocional. Sólo una transformación de
este tipo podría hacer justicia a la «nueva creación» (2 Co 5, 17) que viene con la gracia del
bautismo. Sobre este fundamento, podemos concluir que la teología cristiana no adecua bien
con ciertos espíritus filosóficos predominantes. Tres escuelas filosóficas, en particular,
mantienen una especial resistencia frente a una teología moral centrada en la virtud que se
dirige efectivamente a la vida emocional: el platonismo, el estoicismo y el cartesianismo.

En primer lugar, el platonismo. Aunque la Iglesia antigua intentara llevar a cabo una adaptación
de las antropologías platónicas a la teología cristiana, desde el siglo XIII se ha producido un
acuerdo general por el que, sin modificaciones significativas, una verdadera y propia
antropología platónica no parece ser utilizable para las afirmaciones centrales del mensaje
cristiano. En efecto, el platonismo concibe el alma como un motor para el cuerpo humano, en
vez de como su forma substancial. Esta perspectiva deja poco espacio a una doctrina sobre la
humanización de las estructuras biológicas humanas, especialmente a las pasiones sensitivas;
por otra parte, las espiritualidades inspiradas en el platonismo evitan considerar los
sentimientos como realidades convenientes para una formación virtuosa. En segundo lugar, el
estoicismo. Puesto que esta visión popular del mundo considera la potencial indisciplina de los
sentimientos como motivo de precauciones particulares y también de represión, la perspectiva
estoica, a despecho de sus mejores esfuerzos sobre su utilidad por parte de ciertos ascetas
cristianos, poco ofrece para ayudar a desarrollar la virtud auténtica en la vida emocional. Santo
Tomás demuestra, en particular, la incompatibilidad del realismo moral cristiano con la idea
estoica de la ataraxia y de la apatheia, cuando subraya el posible valor moral de la ira. «Es propio
de la ira», escribe el santo, «lanzarse contra lo que entristece, y por eso, en la agresión, colabora
directamente con la fortaleza» 25. Finalmente, una auténtica doctrina cristiana sobre la vida
emocional encuentra dificultades para conciliarse con las principales características
antropológicas del cartesianismo. El espíritu cartesiano une fuertemente, en filosofía, la
personalidad humana con la conciencia, acentuando de este modo la racionalidad como
elemento constitutivo del humanum. Como resultado, los pensadores influenciados por la
filosofía cartesiana tienden a identificar el proceso de humanización con la capacidad del
hombre para proporcionar una expresión racional a cada experiencia. (Un ejemplo de esto se
encuentra en la orientación que considera la educación como el mejor remedio para el de-

sorden moral). Dado que la verdad moral, no sólo corrige las reflexiones de la razón, sino
también los dinamismos de los sentimientos, el realismo moral cristiano brinda una perspectiva
muy diferente frente a los sentimientos en el interior de la vida cristiana.

4. La virtud cardinal de la fortaleza

La fortaleza, como todas las virtudes circa passiones, está ordenada a la humanización de los
apetitos sensitivos, es decir, a volver los apetitos con-formes con el bien racional 26. El valor, en
particular, nos impide ser abatidos irracionalmente por las dificultades. Santo Tomás desarrolla
en profundidad, más que cualquier otro autor cristiano, una reflexión sistemática sobre la virtud
de la fortaleza 27. Por otra parte, puesto que discurre sobre la fortaleza cristiana, muestra
especialmente que la noción de valor de Aristóteles no logra proporcionar un paradigma que
pueda ser acogido, de manera clara, en una visión completa del humanismo cristiano. Alguien,
es cierto, puede gozar de una estatura física que le hace apto para el combate, pero santo Tomás
insiste en el hecho de que la verdadera fortaleza cristiana es un tipo de valor, de audacia
espiritual. Josef Pieper, basándose en las perspectivas de santo Tomás, usa esta concepción de
la fortaleza para desafiar la posición, frecuentemente repetida, aunque totalmente errada, de
Nietzsche, según la cual la cristiandad equivale a una religión de esclavos y la enseñanza sobre
la verdad evangélica favorece una inmoral actitud psicológica de sumisión 28.

La fortaleza es una virtud del apetito irascible o de contienda. Los apetitos irascibles entran en
juego cuando nos encontramos frente a situaciones complejas y difíciles, como aquellas que
requieren hacer frente a males particulares. En el estudio de la esperanza teologal, mostramos
que se plantean dos alternativas al sujeto que se encuentra ante un bien difícil. Una es la
esperanza, una inclinación confiada frente a un arduo y futuro bien posible; otra es la
desesperación, alejarse de un bien considerado como imposible de conseguir. La esperanza y la
desesperación, en sus formas fundamentales, son dinamismos del apetito irascible elícito29
debidos a la presencia de bienes sensibles difíciles de obtener. Pero frente a un mal difícil, se
dan diferentes reacciones emocionales. En la perspectiva cristiana, la virtud de la fortaleza se
dirige, principalmente, al «temor a las cosas difíciles, capaces de retraer a la voluntad de seguir
a la razón» 30. El cristiano, dice san Agustín, «ama a Dios con un corazón indiviso, al que ningún
mal puede hacer vacilar» 31.
La persona fuerte, como ocurre con toda verdadera práctica de la virtud moral, debe contar con
la verdadera prudencia, a fin de comprender el desarrollo propio de la acción valerosa 32. Puesto
que la prudencia cristiana actúa en todas las virtudes que rigen la conducta, la fortaleza no imita
la audacia del soldado no profesional citado por Aristóteles 33. Hay, por lo menos, cinco
situaciones diferentes que brindan la oportunidad de que se dé un valor fingido: cuando alguien
ignora un peligro oscuro, cuando es demasiado optimista sobre la naturaleza del peligro, cuando
está excesivamente convencido de sus capacidades, cuando está inducido por sentimientos
contrarios de ira o depresión, o bien cuando está excesivamente estimulado por la búsqueda
del premio. En estos casos, es posible realizar, efectivamente, acciones valerosas, pero estas no
poseen la virtud de la fortaleza. Además, puesto que carecen de la dirección propia, que sólo la
prudencia puede indicar, en estas situaciones las acciones no forman el carácter.

La virtud de la fortaleza domina nuestros miedos —cohibitiva timorum—, en cuanto frena el


impulso a abandonar las acciones dirigidas a la búsqueda del bien frente a los obstáculos. Al
mismo tiempo, la fortaleza modera las acciones atrevidas y audaces —moderativa
audaciarum—. Así, la fortaleza se ocupa del miedo y de la audacia, impidiendo el primero e
imponiendo un equilibrio a la segunda.

Definíamos la virtud a partir del máximo que esta puede alcanzar. Escribe santo Tomás: «La
fortaleza sirve para comportarse bien en todas las adversidades. Pero un hombre no es calificado
de fuerte, en sentido absoluto, porque soporta cualquier adversidad, sino sólo porque soporta
los males más graves» 34. El miedo a los peligros ligados a la muerte, tiene que ver
especialmente con la fortaleza cardinal. La ley natural inclina al hombre a defender el ser
concreto de la humana naturaleza individual. Sin embargo, cuando un sujeto se encuentra frente
a la perspectiva de morir por alguna buena causa superior, sea en defensa de la patria o por la
fe cristiana, la fortaleza supera incluso al amor a la propia vida. Dado que nadie se libra de la
muerte, la fortaleza es patrimonio tanto de los hombres como de las mujeres; además, la
inevitable amenaza de la muerte determina el papel indispensable que desempeña la fortaleza
en la vida humana.

La guerra entraña, de manera particular, el riesgo de la muerte. Dado que la tradición cristiana
no ha sancionado nunca el pacifismo como la única respuesta posible frente a una agresión
injusta, la guerra justa, que asuma la defensa del bien común, sigue siendo una posibilidad
teorética, aun cuando la fuerza destructora de las armas modernas vuelva sobremanera
necesaria la decisión prudente sobre la conveniencia de la guerra. Por otra parte, los hombres
se ven envueltos, a veces, en situaciones peligrosas, a fin de mantener el buen orden de la paz.
Por esta razón sigue manteniendo la Iglesia el valor moral del servicio militar; afirma la Gaudium
et spes: «Aquellos que, dedicados al servicio de la patria, ejercen su profesión en las filas del
ejército, son considerados también como ministros de la seguridad y de la libertad de sus
pueblos y, si cumplen con rectitud su deber, también ellos concurren verdaderamente a la
estabilidad de la paz» 35. Para cumplir esta función, aquellos que van voluntarios o son
justamente llamados al servicio militar necesitan de una manera especial la fortaleza. Los
hagiógrafos cristianos se complacen en recordarnos que los soldados profesionales constituyen
la actividad individual más difundida entre los incluidos en las listas del martirologio romano. Y
entre las antiguas representaciones pictóricas del Salvador, como el mosaico del vestíbulo de la
capilla arzobispal de Ravena, encontramos a Cristo vestido como un guerrero.

Aunque la fortaleza se refiere, de manera principal, a la reacción valerosa frente a la muerte, se


extiende también a otras circunstancias de la vida, de manera especial a aquellas que podemos
encontrar en el servicio a la virtud:

Sin embargo, los fuertes saben afrontar correctamente los peligros de muerte de cualquier tipo
[además de la batalla], especialmente si pensamos que por la virtud se puede hacer frente a
cualquier tipo de muerte; como cuando alguien no niega la asistencia a un amigo enfermo por
miedo al contagio; o bien cuando no se abstiene de ponerse en camino emprendiendo un viaje
piadoso por miedo al naufragio o a los ladrones 36.

Puesto que ningún cristiano pasa por la vida sin tener que enfrentarse con dificultades de este
tipo, las virtudes de la fortaleza desempeñan una función vital en toda la vida cristiana. En la
iconografía medieval, como su-cede en la capilla de todos los santos de Ratisbona, la imagen
que represen-ta a la fortaleza lucha con un león. Esta imagen, como icono de la verdadera
fortaleza cristiana, nos recuerda que el creyente debe estar preparado para enfrentarse con los
diferentes desafíos que prepara el mundo contra la verdad de la vida –veritas vitae–. El mismo
Jesús exhortó a sus discípulos a conservar un espíritu valeroso, porque sabía que aquellos que
creyeran en su nombre deberían afrontar muchas situaciones adversas: «Os he dicho estas cosas
para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al
mundo» (Jn 16, 33).

Puesto que un gran mal provoca un gran miedo, el acto principal de la fortaleza incluye la
resistencia; ser audaz significa sostener (sustinere) las fati-gas. El soportar caracteriza más que
el agredir la obra de la fortaleza. Como un mal actualmente presente implica su seriedad y sus
desafíos, el sentimiento de atrevimiento o valentía cuenta con su propia moderación intrínseca.
Así, la virtud de la fortaleza se refiere al agredir (aggredi) sólo de un modo secundario. Sin
embargo, la resistencia que deriva de la fortaleza no cultiva una cualidad pasiva del alma;
representa más bien una cualidad activa y positiva del carácter, que permite a alguien aferrarse
a cualquier bien frente al mal. Como dote especialmente cristiana, «la virtud de la fortaleza»,
dice Josef Pieper, «preserva al hombre de amar su propia vida de modo que la pierda» 37.

La fortaleza, en cuanto habitus virtuoso, permite soportar el mal de manera pronta, alegre y
fácil. Pero el sentimiento de la alegría o deleite, a primera vista, parece incompatible con la
experiencia del mal. ¿Con qué se deleita la persona fuerte? Quien tiene la fortaleza se deleita
con el ejercicio de la virtud y con su fin. Dice santo Tomás: «Las acciones virtuosas son agradables
especialmente en vistas al fin: aunque pueden ser mortificantes por su naturaleza» 38. Y pasa a
citar a Aristóteles: «Por tanto, no corresponde a todas las virtudes obrar agradablemente,
excepto en lo que se refiere al fin» 39. Pero, en otro sentido, la persona fuerte tiene motivos
para afligirse. En efecto, debe valorar la pérdida de la vida o experimentar la pena en el cuerpo.
De ahí que la virtud de la fortaleza no incluya necesariamente el deleite consciente; ya es
bastante que la persona fuerte no sea abatida por las malas circunstancias que afronta40. Y por
eso la Iglesia

no ve ninguna contradicción entre la agonía de Cristo en la cruz, incluida la experiencia del


abandono por parte del Padre, y el abrazo gozoso de la santa voluntad de Dios, que confiere a
su sufrimiento físico un valor salvífico para la raza humana.

5. La fortaleza y el martirio

El teólogo cristiano admite que la fortaleza corresponde, de manera eminente, a los mártires de
la Iglesia. Como implica el término original griego, el mártir da testimonio de algo a alguien. En
el testimonio del martirio podemos ver claramente la obra de tres virtudes características: la
caridad, la fe y la virtud moral de la fortaleza. Santo Tomás describe esto con las siguientes
palabras:

En el acto del martirio la caridad inclina como primer y principal motor, es decir, como virtud
imperante (per modum virtutis imperantis); pero la fortaleza inclina a ello como motor propio,
es decir, como virtud que lo ejecuta (per modum virtutis elicientis). Por eso, el martirio, por la
virtud imperante, pertenece a la caridad, mas, por la ejecución, pertenece a la fortaleza. Esa es
la razón de que revele ambas virtudes. Con todo, es la caridad lo que le hace meritorio, como
cualquier otra acción virtuosa. Por eso no tiene valor sin la caridad41.

En el lenguaje de los escolásticos, el martirio es un acto ejercitado (elicited) por la fortaleza y un


acto ordenado por la fe y la caridad teologales. Con otras palabras, la bondad de Dios se
convierte en la fuente y el motivo último del acto del martirio, porque la caridad une a la persona
que sufre, por la verdad del Evangelio o por cualquier virtud cristiana, con el verdadero poder
del mismo Dios. La fe teologal proporciona esa particular adhesión que distingue al martirio
cristiano del asesinato político o de la muerte por un motivo ideológico. Pero el valor necesario
para hacer frente a la muerte procede de la virtud infusa de la fortaleza, porque forma parte de
la persona fuerte hacer frente a la muerte sin echarse atrás. Consideremos, por ejemplo, la
compostura del mártir del Renacimiento inglés Tomás Moro cuando subió al patíbulo.

El autor espiritual francés Louis Bouyer explica que la Iglesia antigua interpretó el martirio como
algo más que un ejercicio de virtud moral o incluso teológica. «El mártir cristiano», ha escrito,
«se distingue no sólo por su fe en Cristo, sino por el explícito vínculo de su muerte con la de
Cristo» 42. A través de la aceptación del martirio, el creyente alcanza la perfecta imitación de
Cristo. Tanto es así que, durante la era de las persecuciones, algunos creyentes se mostraron
excesivamente entusiastas, hasta el punto de ofrecerse voluntariamente a las autoridades
civiles hostiles. Si bien esta práctica fue desaconsejada por los jefes de la Iglesia antigua,
demuestra de todos modos el alto grado en que el valor de Cristo inspiró a los cristianos
antiguos. «Estos prefirieron reservar el título de mártir a Cristo», nos cuenta Eusebio, «"el
Testigo fiel y veraz" (Ap 3, 14), el primogénito entre los muertos, el príncipe de la vida divina»
43.

6. Los vicios y los pecados contra la fortaleza

Los vicios contra la fortaleza incluyen la timidez o cobardía, como sus formas por defecto, y la
impavidez y la temeridad irreflexiva, como sus formas por exceso. El cobarde se niega a resistir
a las fatigas que comporta hacer el bien, y retrocede ante las incomodidades que acompañan a
la realización de toda empresa ardua. Este vicio es especialmente desagradable en la persona
que está encargada de predicar el Evangelio y ocuparse de la cura de almas, en cuanto que la
timidez de espíritu conduce, frecuentemente, a comprometer el camino de la verdad. También
la temeridad irreflexiva pone en peligro la consecución coronada por el éxito de importantes
programas, sobre todo cuando disfraza de fanfarronería sofisticada o se presenta bajo forma de
espíritu ingenuo. La fortaleza y la prudencia actúan juntas, porque el creyente necesita un
espíritu perceptivo cuando se realiza una evaluación cuidadosa de las dificultades que encuentra
la predicación del Evangelio. La fortaleza potencia la resolución del cristiano de resistir a las
tentaciones y superar las dificultades que se encuentran en el desarrollo de la vida moral.

El vicio capital que corroe la fortaleza es la pereza, un estado de abatimiento que da origen al
entorpecimiento de la mente y al desaliento del espíritu. Según W.H. Auden, la época moderna
recibe, en ocasiones, el nombre de «época de la ansiedad», en referencia a la amplia difusión
de la indolencia, que puede debilitar hasta tal punto la fuerza de una persona, que le hace perder
todo deseo concreto de cualquier cosa, hasta por el tipo más simple del bien. Esta aflicción
opresiva puede pesar tanto en la mente humana, que cualquier pensamiento encaminado a
poner en práctica la virtud produce miedo e inmovilidad. La persona perezosa se vuelve
constantemente más sospechosa respecto a todo, exagerando las dificultades y viendo el mal
donde no lo hay. El único antídoto contra esta condición de debilitamiento, que aflige en la
actualidad a tantas personas, incluso de buena voluntad, es la fortaleza.

La Virgen María, a quien invoca la piedad cristiana como consuelo de los afligidos y causa de
nuestra alegría, ayuda como una especial intercesora contra las disposiciones desalentadas y
desalentadoras de la pereza. María, al pie de la cruz, comparte la pasión de su Hijo de un modo
superior, y de este modo su mediación maternal asume un nuevo y definitivo significado. Dice
el papa Juan Pablo II: «las palabras pronunciadas por Jesús desde la cruz significan que la
maternidad de su madre encuentra una "nueva" continuación en la Iglesia y mediante la Iglesia,
simbolizada y representada por Juan» 44. En el curso de la baja Edad Media, la costumbre de
representar a María en un deliquio de muerte, en el momento de la muerte de Cristo, sustituyó
la práctica, mucho más antigua, de representarla de una manera serena y compuesta. Cayetano,
en su comentario al tratado sobre la fortaleza de santo Tomás, pone objeciones a esta licencia
artística. Explica que, dado que la Virgen María comparte la fortaleza de su Hijo, la posición
erguida representa mejor que el lánguido desvanecimiento la paciente compostura que
mantuvo María mientras se encontraba a los pies de la cruz45. En cuanto Madre de los dolores,
María capacita a todos los que invocan su intercesión maternal para soportar con paciencia en
el tiempo de las aflicciones, aun cuando fueran las más dolorosas y pesadas.

7. Los componentes de la fortaleza y el don del Espíritu Santo

Dado que la muerte constituye el objeto formal de la fortaleza, no existen partes subjetivas en
esta virtud. Muerte significa muerte, y su ámbito no puede ser limitado. Con todo, la fortaleza
posee partes tanto integrantes como potenciales, que pueden ser colocadas bajo dos rúbricas:
1) las virtudes de empresa o de ataque, y 2) las virtudes de apoyo. Las partes integrantes y
potenciales o aliadas de la virtud cardinal de la fortaleza llevan el mismo nombre. En cuanto
partes integrantes, estas disposiciones se refieren a los rasgos psicológicos que distinguen a una
actitud fuerte frente a la muerte.

En cuanto partes potenciales, en cambio, estas mismas disposiciones constituyen habitus


distintos, que regulan el mismo control del miedo y la debida moderación de la audacia en
aquellas situaciones que no comportan la plena potencia de la amenaza de muerte 46.

Las virtudes aliadas a la fortaleza son las más vigorosas, y desempeñan un importante papel en
la vida del cristiano. Las partes potenciales principales de la fortaleza incluyen la magnanimidad,
que nos eleva a conseguir una eminente dignidad, y la magnificencia, que nos impulsa en
ocasiones a realizar grandes donaciones de dinero. Estas incluyen las virtudes de empresa. Pero
las partes potenciales de la fortaleza incluyen asimismo la paciencia, que nos templa contra los
diferentes tipos de aflicción, y la perseverancia, que nos ayuda a persistir en el esfuerzo más allá
de un largo período de tiempo. Estas incluyen las virtudes de apoyo. En la iglesia de Saint-
Germain-en-Laie, situada en la periferia de París, el cenotafio del rey inglés exiliado Jacobo II
presenta un epitafio que recapitula la obra de las partes potenciales de la fortaleza: «Magnus in
prosperis, in adversis maior». La persona valiente muestra grandeza de espíritu en los buenos
tiempos, pero también resoluciones mayores en los tiempos difíciles. Y como las situaciones
difíciles pueden extenderse incluso más allá de un largo período de tiempo, la resistencia frente
al mal proporciona uno de los bancos de prueba más fuertes destinados a conservar la virtud.
Por consiguiente, la perseverancia incluye asimismo la virtud de la longanimidad, que refuerza
la aceptación de la dilación del esperado alivio del sufrimiento, y la virtud de la constancia, que
asegura contra la amenaza de ulteriores obstáculos que pudieran diferir el encuentro de alivio
a las dificultades. A pesar de que cada una de estas virtudes represente virtudes distintas en el
interior de la familia de las virtudes de apoyo, todas ellas manifiestan una relación con la
paciencia cristiana.

En virtud del ejemplo que el mismo Cristo nos ofrece en los Evangelios, los autores espirituales
se inclinan por la paciencia como una virtud que caracteriza a la vida cristiana de modo
particular. San Pablo nos dice: «En efecto todo cuanto fue escrito en el pasado, se escribió para
enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos
la esperanza» (Rm 15, 4). Del mismo modo que Cristo presenta una paciencia constante frente
al mal, y demuestra así la compasión divina, también el cristiano conserva una postura paciente
frente al mundo. «La virtud del espíritu que llamamos paciencia», escribe san Agustín, «tiene
que ser considerada como un don tan grande de Dios, que debe ser proclamada como una huella
de Dios que reside en nosotros» 47. Así pues, el cristiano soporta las penas temporales como
una manera de reflejar la indulgencia misericordiosa de Dios frente a la estirpe humana frágil y
pecaminosa. De este modo, la persona paciente se vuelve santa intercediendo por toda la gran
cantidad de personas que rechazan la llamada amorosa de Dios a unirse a El por medio del
sufrimiento. «La caridad», insiste san Pablo, «es paciente» (1 Co 13, 4).

La comunidad cristiana no debe resignarse nunca a la mezquindad o la prodigalidad, al desánimo


o falta de interés, a una vida cómoda o a la obstinación; estas cosas representan los pecados
contra las virtudes aliadas a la fortaleza. Más bien, los que abrazamos la vida cristiana,
deberíamos saber cómo mostrar grandeza en la realización del bien y mantenernos firmemente
en él, aunque esta actividad comporte espera paciente, persistencia en la fatiga, o proseguir en
una valiente acción ya emprendida. Escribe el autor de la carta a los Hebreos: «No habéis
resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado» (Hb 12, 4).

La espera de la venida del Reino incluye, sobre todo, una paciencia perspicaz y una indulgencia
que elude los cálculos ordinarios del hombre. En las Admoniciones de san Francisco de Asís
dirigidas a sus primeros seguidores, el santo hombre de Dios subraya mucho el valor de la
paciencia y de la humildad para la sequela Christi. «No se puede saber la paciencia y humildad
que tiene un siervo de Dios mientras que se le da satisfacción. En cambio, cuando venga el
tiempo en que el que le debería dar satisfacción haga lo contrario, la paciencia que muestre en
este caso es la que tiene exactamente y no más» 48. Sin embargo, es incontestable que la virtud
de esta bondad procede, no del normal esfuerzo humano, sino únicamente de la gracia que
Cristo nos da.

El don del Espíritu Santo que llamamos fortaleza proporciona el instinctus o gracia especial que
guía a los creyentes en la justa conducta de la acción encaminada a edificar la Iglesia. Además,
la tradición de la Iglesia asocia, de manera apropiada, un don del Espíritu Santo a la virtud de la
fortaleza, «en ocasiones, efectivamente, está fuera de nuestras posibilidades la realización de
nuestras obras, o bien escapar a los peligros, puesto que a veces sucumbimos en ellos con la
muerte» 49. Mas el Espíritu Santo, nos asegura santo Tomas, vierte en nuestras mentes una
cierta fe en que alcanzaremos la vida eterna y escaparemos de todos los peligros. Puesto que el
momento de nuestra muerte es crucial en la historia de la salvación de cada uno, el creyente
necesita, especialmente en esta delicada situación, este tipo de ayuda divina.

La tradición asocia la fortaleza con la cuarta bienaventuranza: «Bienaventurados los que tienen
hambre y sed de justicia, porque serán saciados» (Mt 5, 6). Al realizar esta conexión, se nos
recuerda que el don de la fortaleza se dirige, principalmente, a la realización de la justicia
evangélica en el mundo. La fortaleza se dirige a lo que es arduo. Dice santo Tomás: «Ahora
resulta bastante laborioso que alguien no sólo realice obras virtuosas, llamadas generalmente
obras de justicia, sino que las realice con un deseo insaciable, que puede ser llamado hambre o
sed de justicia» 50. Dado que el Espíritu Santo ayuda a los que se encuentran frente a la
adversidad en la consecución de objetivos buenos, este don escatológico asiste a los que
trabajan en la viña de la Iglesia.

_________________________

El original inglés dice «emotion». Esta palabra puede ser vertida al castellano por «emoción» y
también por «sentimiento». Como el lector no ignora, la diferencia entre ambos elementos de
la vida afectiva estriba en el carácter más intenso y breve de la emoción respecto al sentimiento,
aunque en ocasiones es difícil emplear una u otra palabra para referirnos a determinadas
vivencias afectivas. Hemos optado por traducir «emotion» por sentimiento, salvo en contextos
en que se emplea como adjetivo (caso de vida emocional, por ejemplo). (N. del T.).

Gaudium et spes, n. 14.

Summa theologiae, Ia, q. 77. El contexto necesario para la discusión de santo Tomás sobre las
virtudes morales incluye un conocimiento fundamental de su concepción del hombre y de las
capacidades operativas que le pertenecen. Los textos siguientes proporcionan un útil resumen
de estos argumentos: Summa theologiae, Ia, qq. 75-83 (este tratado sobre la naturaleza y las
capacidades del alma está incluido en el volumen 11 (editado por Timothy Sutton) de la edición
Blasckfriars de la Summa); Étienne Gilson, The Christian Philosophy of St Thomas Aquinas, Nueva
York 1960, segunda parte, capítulos 4, 5, 6 y 8; W.A. Wallace, OP, The Elements of Philosophy,
Nueva York 1977, 71-84, presenta un tratado muy sintético de la materia, pero brinda
referencias a los artículos sobre el tema recogidos en la New Catholic Encvclopedia (cfr. p. X).

Summa theologiae, Ia, q. 78. A continuación, en la q. 79, examina santo Tomás las características
generales del intelecto.

Dante, Paradiso, XXXIII, 145.

La frase procede de los útiles añadidos de Timothy Sutton, OP, en el volumen 11 de la traducción
Blackfriars de la Summa theologiae (Ia, 75-83), Man, 252.

Étienne Gilson, Elements of Christian Philosophy, Nueva York, 1960, 257 (existe traducción
española: Elementos de filosofía cristiana, Rialp, Madrid, 1969 y 1981).
Santo Tomás cita, efectivamente, la Política, 1. 1, cap. 2 (1254b5) en el texto de la Summa
theologiae, la-IIae, q. 56, a. 4, ad 3.

Summa theologiae, la, q. 80, a. 1.

Cfr. el desarrollo de este importante tema en la Summa theologiae, la-Ilae, q. 23, a. 1.

En la Summa theologiae, la-Ilae, q. 23, a. 4, dedica santo Tomás un largo artículo a la explicación
de los fundamentos para distinguir las once pasiones del alma.

Catecismo de la Iglesia Católica, prólogo, n. 1.

Suinma theologiae, la-Ilae, q. 56, a. 4, ad 3.

Cfr. Summa theologiae, la-IIae, q. 56, a. 4.

De hecho, tal como afirma la Summa theologiae, Ia, q. 82, a. 4, existe una diferencia esencial
(«per se») entre lo que quiere el apetito intelectivo y lo que desean los apetitos sensitivos.

De moribus Ecclesiae Catholicae,1. 1, cap. 25, n. 46, PL 32, 1330-1331.

Summa theologiae, Ia, q. 82, a. 4, ad 1.

Gaudium et spes, n. 14.

/bid.

/bid.

En estas consideraciones sigo a W.D. Hughes, «Virtue in Passion», en Virtue, vol. 23 de la


traducción Blasckfriars de la Summa theologiae (Ia-Ilae, 55-67), 245 y 246. Para una ulterior
profundización en el modo como comprendieron los escolásticos el sentimiento humano, cfr.
Mark D. Jordan, Aquina's Construction of a moral Account of the Passions, en «Freiburger
Zeitschrift für Philosophie und Theologie» 33 (1986), 72-97.
Summa theologiae, la-Ilae, q. 24, a. 3.

Hans Urs von Balthasar, Gloria, una estética teológica, 7 vols., Encuentro, Madrid. Cfr. vol. III,
Estilos laicales.

24. Para una mayor profundización, cfr. mi obra The Moral Virtues and Theological Ethics, Notre
Dame (IN), 1991.

25. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 123, a. 10, ad 3.

Cayetano nos proporciona un excelente comentario sobre el modo en que se verifica esto. Cfr.
su In secundam secundae, q. 123, aa. 1-2.

Santo Tomás escribió, probablemente, el pequeño tratado de la Summa theologiae, IIa-IIae, qq.
123-140 en Italia, hacia el final de su vida, esto es, en tomo al año 1272. En él completó el
comentario y las anotaciones sobre la Ética a Nicómaco de Aristóteles, aunque el mayor influjo
sobre este tratado proviene de su meditación sobre la pasión de Cristo y del testimonio de los
mártires de Cristo. Cfr. M. J. Congar, Le traité de la force dans la «Somme Théologique» de Saint
Thomas d'Aquin, en «Angelicum» 51 (1974).

Cfr. su obra sobre las virtudes cardinales, publicada en italiano en cuatro volúmenes separados:
Sulla giustizia, Brusco 1962; Sulla prudenza, Brusco 1965; Sulla fortezza, Brusco 1965; Sulla
tempermua, Brusco 1965 (existe edición española Las virtudes fundamentales, Rialp, 1980).

Para el concepto de apetito elícito ver más adelante, p. 218. (N. del T.).

Summa theologiae, IIa-IIae, q. 123, a. 3.

De moribus Ecclesiae Catholicae, I. 1, cap. 25, n. 46, PL 32, 1330-1331.

Santo Tomás admite que hay muchas posibilidades de que se verifique un falso valor; cfr.

Sununa theologiae, IIa-IIae, q. 123, a. 1, ad 2.


Cfr. Ética a Nicómaco, 1. 3, cap. 8 (1116a16).

Summa theologiae, IIa-IIae, q. 123, a. 4, ad 1.

Gaudium et spes, n. 79.

Summa theologiae, IIa-llae, q. 123, a. 5.

Cfr. J. Pieper, o.c., 134 de la versión inglesa.

Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 123, a. 8.

Ética a Nicómaco, I.3, cap. 9 (1117b15).

Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 123, a. 8.

41. Cfr. Summa theologiae, Ila-Ilae, q. 124, a. 2, ad 2.

Cfr. Louis Bouyer-Lorenzo Dattrino, History of Christian Spirituality I, The Spirituality of the New
Testament and the Fathers, trad. por Mary P. Ryan (Londres, 1963), 193 (original en francés y
existe versión italiana).

Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, 5, 2, n. 5.

Redemptoris Mater, n. 24.

bi secundara secwulae, q. 123, a. 8, n. II.

46. Santo Tomás trata de las virtudes de empresa (magnanimidad y magnificencia) y de los vicios
que obstaculizan su ejercicio, en la Summa theologiae, IIa-Ilae, qq. 129-135. Hace lo mismo con
las virtudes de apoyo (paciencia y perseverancia) en las qq. 136-138.
San Agustín, De patientia 1, PL 40, 611.

San Francisco de Asís, Le ammonizioni, n. 13 (existe versión española en la BAC).

Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 139, a. 1.

50. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 139, a. 2.

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