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a) Inadvertencia e ignorancia
Una falta de atención o una ignorancia inculpable en un caso particular pueden suspender la
responsabilidad. Quien, por ejemplo, ha comido carne sencillamente porque ni se le ocurrió que
aquél era día de abstinencia, se ha decidido a ese respecto sin libertad y, por tanto, no ha
cometido pecado.
Pero hay también una inadvertencia culpable, una falta de consideración para con los valores y
las verdades morales que se implanta en el alma a fuerza de costumbre. Esas faltas reducen a
extremos peligrosos el espacio de la libre resolución moral. La ignorancia en cuestiones morales
y religiosas no es el mejor suelo para que pueda prosperar una libertad alegre y fuerte. El
desconocimiento de los valores morales y de la belleza de la ley cristiana menoscaba ante todo
la fuerza de los móviles éticos y con ello indirectamente también la fuerza y vigor de la voluntad
libre.
b) La fuerza de la costumbre
Los buenos hábitos aumentan la firmeza y la facilidad de las libres resoluciones para el bien. Son
el supuesto indispensable para la prontitud de la virtud. Por el contrario, un proceder irreflexivo
por costumbre, aun cuando en un caso particular sea bueno, representa una falta de fuerza en
la libertad de la decisión.
Los malos hábitos, que con su peso plomizo recargan anticipadamente toda resolución moral
con intenciones depravadas, disminuyen la libertad moral para el bien, y no sin culpa, ya que es
la voluntad libre la que se ha ligado voluntariamente al mal.
Sin embargo, cuando la voluntad libre por su arrepentimiento y propósito se arranca radical y
vigorosamente de la mala costumbre, un repentino e inadvertido retoñar del mal hábito puede
estar libre de culpa. Así, puede ser que se le escape una blasfemia en un momento de excitación
repentina a uno que antes tenía la costumbre de blasfemar, a pesar de que ahora no hay para
él nada más entrañable que la gloria de Dios. El hecho de que en el acto lo lamente, demuestra
que su libertad apenas participa en el rebrotar de la antigua costumbre.
c) Toxicomanía y libertad
En general, constituyen un serio peligro para la libertad las diversas formas de toxicomanía. El
que se ha entregado abúlicamente al vicio del alcohol, pierde por lo mismo también en otros
sectores una buena parte de su capacidad de resistencia. Igualmente, si bien es posible que un
fumador tan empedernido que parece no podría vivir sin el tabaco sea por lo demás una
bellísima persona, no cabe duda de que esa falta de voluntad frente a la nicotina tiene que
suponer una pérdida en el vigor general de su voluntad. Y a la hora de una tentación grave eso
puede traer lamentables consecuencias para otros sectores morales.
d) Psicosis y psicopatías
1. Las auténticas psicosis (la demencia, la idiotez avanzada, la esquizofrenia, la locura maníaca y
las demás formas de enajenación mental) destruyen por completo el uso de la libertad moral.
Hoy, en que muchas de las psicosis son curables, al menos hasta cierto grado, y que se puede
llegar a devolver parcialmente al pobre enfermo la dignidad de ser libre, recae sobre sus
parientes el serio deber de preocuparse por que se le apliquen remedios médicos mientras haya
esperanza de curación.
2. Las enfermedades psíquicas (psicopatías) se distinguen de las psicosis en que los afectados
por aquéllas (los psicópatas) conservan aún más o menos clara conciencia de los extravíos de
sus ideas y acciones, y además porque no han perdido el uso de la libertad moral en todas sus
manifestaciones. Aunque las psicopatías tienen su raíz en el complejo hereditario, sus arrebatos
y desarrollo dependen de modo muy acusado del medio ambiente que rodea al enfermo v del
uso que él mismo hace de la libertad de que aún goza. No hasta el que nosotros compasivamente
disculpemos a los psicópatas ; necesitan todo nuestro cariño, y un cariño particular. El amor y la
comprensión pueden obrar maravillas en estos enfermos.
3. Una clase de perturbaciones psíquicas que antes se catalogaban simplemente entre las
psicopatías hereditarias, hoy día reciben el nombre de neurosis. Ni fundamental ni
preponderantemente vienen de herencia. Un ambiente muy desfavorable, un medio
despiadado e inclemente, que influye de modo extraordinariamente deplorable en la edad más
tierna y en la niñez, un lastre espiritual excesivo o también el continuo fracaso ante las
dificultades que ofrece la vida, originan no raras veces en individuos hereditariamente sanos
enfermedades psíquicas o al menos de origen psíquico, es decir, neurosis.
Todo hombre debe examinarse acerca de sus dotes propias, para llegar a cerciorarse de si las
desarrolla con plenitud y si agota todas las posibilidades de su libertad para obrar el bien. Pero
tampoco tenemos que ocultarnos a nosotros mismos nuestros defectos espirituales. Debemos
apreciar y admitir nuestras sombras. Aunque la mayor parte de los hombres no estén aquejados
de psicopatías y neurosis declaradas, sin embargo, éstas se manifiestan en toda clase de
debilidades y achaques. Si nos dejamos llevar de nuestras flaquezas, si no nos esforzamos por
superarlo todo con espíritu de fe, corremos el peligro de no desarrollar y de perder
definitivamente más y más la herencia natural más inapreciable, la libertad.
Toda deficiencia espiritual y toda enfermedad que disminuyen la libertad son una cruz para el
paciente y para las personas que le rodean. De nada vale el rebelarse contra ello. Cuando nos
disponemos solícitamente a curar con paciencia al que tiene esperanzas de curación y a
sobrellevar con resignación al incurable, estamos sin duda sobre el camino de la imitación del
Cristo paciente y crecemos decididamente en la libertad de los hijos de Dios de un modo
definitivo.