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Dafne y Apolo

Del barro y del Sol salieron los animales conocidos y los desconocidos; los mansos y los monstruosos, entre estos la
serpiente Pitón, terror de los hombres por su enorme tamaño, a la cual mataron las flechas de Apolo.
Dafne, hija del río Peneo, fue el primer amor de Apolo. Esta pasión no fue efecto del azar, sino una venganza del amor
irritado contra él. Porque Apolo, presuntuoso de su éxito sobre la serpiente Pitón, viendo a Cupido con su carcaj y su
arco, lo increpó:
–¿Qué haces tú, niño, con las armas que sólo cuadran a los valientes? Tú debes contentarte con provocar esas
pasiones amorosas y no aspirar a una gloria que sólo poseo yo.
A esto, el hijo de Venus le respondió:
–Aunque tu arco atraviese horribles fieras, el mío te va a atravesar a ti, y así como los animales son inferiores a los
dioses, así tu gloria será inferior a la mía.
Dicho esto, voló Cupido y disparó dos flechas: la del amor –de oro y punta aguda– y la del desdén –plomiza y roma–.
Con la primera, atravesó el pecho de Apolo y con la segunda, el de Dafne. En cuanto Apolo la vio, se enamoró de ella: un
fuego violento consumía el corazón del dios; viendo los rubios cabellos de la ninfa, viendo sus ojos como dos estrellas,
su boca roja, sus dedos, sus manos y sus brazos desnudos, se conmovía... En vano la pretendió.
Ella lo esquivaba con la ligereza del viento. –¡Espérame! –clamaba Apolo–. ¡Espérame! ¡Que no soy ningún enemigo!
¡Es el amor lo que me impulsa! ¡Espérame! ¡Si me conocieras...! Soy hijo de Júpiter, y adivino el porvenir y soy sabio del
pasado. Mis flechas llegan a todas partes con golpes certeros. Pero, ¡ay!, me parece que fue más certero quien dio en mi
blanco. Soy inventor de la medicina y conozco la virtud de todas las plantas..., pero ¿qué hierba existe que cure la locura
de amor?
Mientras hablaba así, logró Apolo acortar la distancia que los separaba; pero Dafne de nuevo huyó ligera... Debió
pensar Apolo que en aquella ocasión más le valían los pies ligeros que las melodiosas palabras, y arreció en su carrera.
¿La alcanzaría? ¿No la alcanzaría? Ya sus dedos rozaban las prendas femeninas de la ninfa… Su corazón, palpitante,
casi podía escucharse. Entonces llegó Dafne a las riberas del Peneo, su padre, y le dijo así: –¡Padre mío, ayúdame! O tú,
tierra, ¡trágame! Apenas terminado el ruego, su cuerpo comenzó a cubrirse de corteza. Sus pies, hechos raíces, se
ahondaron en el suelo. Sus brazos y sus cabellos, de pronto, eran ramas cubiertas de hojarasca. Y, sin embargo, ¡qué
bello aquel árbol! A él se abrazó Apolo y casi lo podía sentir palpitar. Las ramas, al moverse lo rozaban y parecían
caricias.
–Ya que no puedes ser mi mujer –sollozó–, serás mi árbol predilecto, laurel, honra de las victorias. Mis cabellos no
podrán tener ornamento más divino. ¡Hojas de laurel! Los capitanes romanos triunfantes ostentarán coronas arrancadas
de ti. Cubrirás los pórticos en el palacio de los emperadores; y así como mis cabellos permanecen sin encanecer nunca,
así tus hojas jamás dejarán de aparecer verdes.
Cuando Apolo terminó de hablar, el laurel pareció descender sobre su cabeza, como aceptando los ofrecimientos que
le acababa de hacer.
Adaptación de Ovidio, Metamorfosis, Barcelona, Bruguera, 1983.

La leyenda del girasol


Cuentan que hace mucho, existieron dos pueblos hermanados. Estaban situados al pie del río Paraná. Los
caciques de ambas tribus se llamaban Pirayú y Mandió. El primero estaba encantado con esta paz entre ambos
pueblos. Se ayudaban e intercambiaban cosas constantemente. Pero Mandió pensó que ambos debían unirse y
ser un solo pueblo.
Pirayú tenía una hermosa hija de la que Mandió se encaprichó. Le propuso a su amigo casarse con ella para
unir ambos pueblos, pero Pirayú le contestó:
– Es imposible, amigo, mi hija Carandaí está prometida al dios Sol desde hace mucho. Solo vive para él. No
deja de admirarle y contemplarle y los días nublados entristece hasta el punto de que ha llegado a enfermar en
algunas ocasiones…
Mandió se enfadó mucho y decidió tramar un plan para hacerse con la mano de Carandaí. La chica se temía lo
peor, y así fue. Un día, la tribu de Mandió se acercó por el río en canoas y comenzó a prender fuego a las
viviendas. Ella fue hasta allí para intentar detener aquella locura y el cacique echó sobre ella una trampa que la
inmovilizó.
– ¡Ya te tengo!- dijo orgulloso.
Pero entonces, Carandaí clamó al cielo:
– Oh, dios Sol, no permitas esto, no dejes que me lleven con él.
En ese momento, Kuarahí, el dios Sol, se lanzó sobre todos con fuerza y rodeó con un intenso rayo de luz y
calor a la joven. Todos huyeron despavoridos y Carandaí de pronto se transformó en una hermosa flor de tallo
largo y grueso y una majestuosa corona amarilla con pétalos brillantes como el sol.
Desde entonces, ella busca constantemente al sol durante el día, como siempre, y deja caer su corona por las
noches. Y así es como nació el girasol.
LEYENDA DE LA YERBA MATE (VERSION GUARANÍ)

Yarí, la luna, miraba llena de curiosidad los bosques profundos con que Tupá, el poderoso dios de los
guaraníes, había recubierto la tierra, y su deseo de bajar se iba haciendo cada vez más ardiente. Entonces Yarí
llamó a Araí, la nube rosada del crepúsculo, convenciéndola para bajar con ella a la tierra.
Al día siguiente paseaban por el bosque transformadas en dos hermosas jóvenes; pero sus cuerpos se iban
fatigando, cuando a lo lejos vieron una cabaña y hacia ella se dirigieron para buscar un poco de reposo.
De pronto sintieron un ruido y era un yaguareté que iba a lanzarse sobre ellas, cuando una flecha disparada por
un viejo indio sorprendió a la fiera hiriéndola en el costado.
El animal enfurecido se lanzó sobre su herida, al mismo tiempo que una nueva flecha atravesó su corazón.
Terminada la lucha, Araí y Yarí fueron tras el indio, que les había ofrecido hospitalidad y entraron en la choza.
El hombre vivía con su mujer y su hija quienes las atendieron con gran afecto, contándoles que Tupá mira con
desagrado al que no cumple dignamente la hospitalidad con sus semejantes.
Al día siguiente Yarí anunció al viejo que había llegado el momento de marchar. Salieron la mujer y la hija a
despedir a las dos aventureras doncellas, que acompañadas del viejo, emprendieron el camino. El viejo les contó
por qué vivía aislado: cuando su hermosa hija creció, el desasosiego, la inquietud y el temor invadieron el
espíritu del indio hasta que determinó alejarse de la comunidad en que vivía para que en la soledad pudiese su
hija guardar aquellas virtudes con que Tupá la había enriquecido.
Yarí y Araí se vieron solas, perdieron sus formas humanas y ascendieron a los cielos, donde se dedicaron con
afán a buscar un premio adecuado. Una noche infundieron a los tres seres de la cabaña un sueño profundo, y,
mientras dormían, Yarí fue sembrando delante de la choza una semilla celeste, y desde el cielo oscuro iluminó
fuertemente aquel lugar, a la vez que Araí dejaba caer suave y dulcemente una lluvia que empapaba la tierra.
Llegó la mañana y ante la cabaña habían brotado unos árboles menudos, desconocidos, y sus blancas y
apretadas flores asomaban tímidas entre el verde oscuro de las hojas.
Cuando el indio despertó y salió para ir al bosque quedó maravillado del prodigio que ante la puerta de su
choza se extendía. Llamó a su mujer y a su hija, y, cuando los tres estaban extáticos mirando lo sucedido se
cayeron de rodillas sobre la húmeda tierra.
Yarí, bajo la figura de doncella que habían conocido, descendió y les dijo: Yo soy Yarí, la diosa que habita en
la luna, y vengo a premiaros vuestra bondad. Esta nueva planta que veis es la yerba mate, y desde ahora para
siempre constituirá para vosotros y para todos los hombres de esta región en símbolo de la amistad. Vuestra hija
vivirá eternamente, y jamás perderá ni la inocencia ni la bondad de su corazón. Ella será la dueña de la yerba.
Después, la diosa les hizo levantar del suelo donde estaban arrodillados, y les enseñó el modo de tostar la yerba
y de tomar el mate. Pasaron varios años, y al viejo matrimonio le llegó la hora de la muerte.
Después, cuando la hija hubo cumplido sus deberes rituales, desapareció de la tierra. Y, desde entonces suele
dejarse ver de vez en vez entre los yerbales paraguayos como una joven hermosa y rubia en cuyos ojos se
reflejan la inocencia y el candor de su alma.

La caja de Pandora
Al principio de los tiempos, un titán llamado Prometeo entregó a los hombres el regalo del fuego. El dios Zeus estaba
furioso con el titán por no haber pedido su permiso primero y con los humanos por aceptar el regalo, por lo que ideó un
plan para castigar a todos.
Le ordenó a Hefesto que creara una mujer hermosa a quien llamó Pandora. Afrodita le imprimió el don de la belleza,
Hermes le dio astucia, Atenea le enseñó diversas artes y Hera le hizo el regalo que cambiaría la historia de los hombres
por siempre: la curiosidad. Luego, Zeus ordenó a Hermes llevar a la hermosa mujer a la Tierra.
Antes de emprender su camino a la Tierra, Zeus obsequió a Pandora una caja de oro con incrustaciones de piedras
preciosas atada con cuerdas doradas y le advirtió que bajo ninguna circunstancia debía abrirla.
Hermes guió a Pandora desde el Monte Olimpo y se la presentó al hermano de Prometeo, Epimeteo. Los dos se casaron y
vivieron felices, pero Pandora no podía olvidar la caja prohibida. Todo el día pensaba en lo que podía haber adentro.
Anhelaba abrir la caja, pero siempre volvía a atar los cordones dorados y devolvía la caja a su estante.
Sin embargo, la curiosidad de Pandora se apoderó de ella; tomó la caja y tiró de los cordones desatando los nudos. Para su
sorpresa, cuando levantó la pesada tapa, un enjambre de adversidades estalló desde la caja: la enfermedad, la envidia, la
vanidad, el engaño y otros males volaron fuera de la caja. Pero entre todos ellos, al final de la caja, ante los ojos
sorprendidos de Pandora, quedó la esperanza.
A pesar de que Pandora había liberado el dolor y sufrimiento en el mundo, también había permitido que la esperanza los
siguiera.
Y es la esperanza lo que permite a la humanidad seguir adelante a pesar de las adversidades.

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