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TRIBUNA

Libertad en la era digital


Reducir las desigualdades es uno de los grandes desafíos del siglo XXI, y en esa tarea cabe
utilizar los progresos técnicos, siempre que se orienten desde la libertad inteligente de una
ciudadanía lúcida

ADELA CORTINA
EL PAIS / 26 FEB 2019

ENRIQUE FLORES

Edipo rey, la espléndida tragedia de Sófocles, ha quedado para la historia como uno de los
ejemplos palmarios de que la libertad no existe, sino que las personas actuamos
determinadas por alguna suerte de destino. El oráculo de Apolo predice a Layo, rey de
Tebas, y a su esposa, Yocasta, que, en caso de tener un hijo, matará a su padre y se casará
con su madre. Los reyes desoyen al oráculo, nace Edipo y lo entregan a un pastor para que
lo haga desaparecer. Pero el augurio se cumple inexorablemente, Edipo asesina en un cruce
de caminos a Layo, ignorando que es su padre, se casa con Yocasta, sin saber que es su
madre y, siendo ya rey de Tebas, descubre la terrible verdad: no ha actuado libremente, ha
seguido en todo momento el guion marcado por el hado. Destrozado por el descubrimiento,
se arranca los ojos y Yocasta se quita la vida. Y queda sin responder la pregunta: ¿por qué
se dañan de forma tan terrible si no podían obrar de otro modo? ¿Es que en realidad se
sentían empecinadamente libres?
Es apasionante comprobar cómo Edipo rey relata en versión literaria lo mismo que
narraban los filósofos estoicos en forma de sistema racional: la enorme dificultad de
explicar las acciones humanas desde dos perspectivas, desde la creencia espontánea de que
somos libres y, por lo tanto, responsables de nuestros actos, y el empeño en explicar por
causas cuanto sucede y en decretar a renglón seguido que la libertad es una ilusión. Es lo
que se ha dado en llamar la aporía determinismo-libertad, que recorre la historia hasta
nuestros días, vuelve a la luz en cada época contando en distintas versiones la tragedia de
Edipo, y en cada una de ellas muestra su rostro de callejón sin salida.

Una parte de los científicos impuestos en el saber


preponderante cree descubrir que la libertad es
una ficción

En cuanto una ciencia sube al pódium en el conjunto de los saberes, una parte de sus
defensores se vuelve imperialista e intenta explicar la totalidad de los movimientos de la
naturaleza y la conducta de los seres humanos desde la clave explicativa de su ciencia. Los
estoicos recurrieron a una ley natural, que todo lo dirige y es a la vez destino y providencia,
el mundo medieval y sobre todo el de la Reforma y la Contrarreforma plantearon la aporía
en términos teológicos, preguntando si es Dios quien determina la salvación y la
condenación o cabe un margen para la voluntad libre. La disputa tuvo también su trasunto
literario en dramas como El condenado por desconfiado, que el pueblo veía con gusto y
entendía como sucedía en el caso de Edipo. Más tarde continuaron la saga de los
determinismos el económico, el psicoanalítico y en los “penúltimos” tiempos, el genético y
el neurocientífico.

En todos estos casos una parte de los científicos impuestos en el saber preponderante cree
descubrir que la libertad es una ficción, un mito, una superstición, y se siente orgullosa de
revelar la noticia a sus ingenuos congéneres para darles una pátina de ilustración. A renglón
seguido suele invitarles a construir una sociedad mejor, cayendo en la contradicción
palmaria que ya detectaron los filósofos platónicos cuando preguntaban a los estoicos por
qué se empeñaban en hablar de ética, en enseñar cómo se debe vivir, si no está en nuestras
manos actuar de una forma u otra.

La historia se repite hoy a cuento de las tecnociencias digitales, aliadas con un sector de las
neurociencias. De nuevo gurús bien conocidos revelan que todo está programado en los
cerebros humanos y que son dignos de compasión los pobres Edipos, Layos y Yocastas, la
ciudadanía embaucada por el mito de su libertad. En realidad —dicen los nuevos
oráculos— es la combinación de genes, neuronas y mundo social, que no hemos elegido, la
que decide en todos los casos, de forma que las personas no decidimos nada libremente.

Como es obvio, se trata de una antiquísima falacia, la trampa de confundir determinación y


condicionamiento. Porque nadie en su sano juicio dará por bueno que una persona toma
decisiones sin estar condicionada por un buen número de factores que no ha elegido nunca.
Es lo que se ha dado en llamar la “lotería natural”, que consiste en las características
biológicas con las que nacemos, y la “lotería social”, es decir, el entorno cultural en el que
nos socializamos y vivimos. Las dos loterías caen en suerte a cada quien sin mérito ni culpa
por su parte y condicionan sus actuaciones. Pero sucede que las palabras son un tesoro muy
valioso y es necesario cuidarlas con esmero para saber de qué estamos hablando: estar
condicionado al actuar no es lo mismo que estar determinado, de forma que no exista un
ápice de libertad, sino reconocer que la libertad humana nunca es incondicionada, nunca es
absoluta, sino que se mueve en un mundo de condicionamientos, algunos de los cuales
posibilitan el ejercicio de la libertad y otros la obstaculizan.

Estar condicionado al actuar no es lo mismo que


estar determinado, de forma que no exista un
ápice de libertad

Y precisamente una de las grandes tareas del siglo XXI consiste en aprovechar los
impagables avances tecnocientíficos para construir un mundo más justo desde nuestra
indeclinable libertad. Por eso resulta asombroso que algunos gurús, como es el caso
reciente de Harari, decreten una vez más la inexistencia de la libertad, dando como razón
además que algoritmos poderosos, manejados por Gobiernos o empresas, pueden
conocernos mejor que nosotros mismos e intentar manipular nuestras decisiones de forma
personalizada. Afortunadamente, que lo intenten no significa que lo consigan y ése es el
espacio de la libertad.

Es bien sabido que en Alemania, poco después de que Hitler tomara el poder, se creó el
Ministerio de Ilustración del Pueblo y Propaganda, bajo el liderazgo de Joseph Goebbels.
Como también que la clave de Un mundo feliz de Aldous Huxley para mentalizar a sus
habitantes de modo que estén satisfechos con el lugar que ocupan en la escala social no es
sólo la manipulación genética, ni siquiera el soma, la droga que proporciona la felicidad,
sino sobre todo la hipnopedia, la mentalización a través de palabras sin razonamiento, que
constituye, según Huxley, “la mayor fuerza socializadora y moralizadora de todos los
tiempos”. Pero como también sabemos, en Alemania existieron los disidentes y existieron
en el mundo de Huxley y en todos los mundos reales y pensables.

Precisamente saber que la lotería natural y social existe es lo que incita al liberalismo y al
socialismo preocupados por construir sociedades justas a intentar igualar las oportunidades
y a empoderar las capacidades personales de modo que todos puedan alcanzar sus metas en
las condiciones más próximas posible a la igualdad. Reducir las desigualdades es uno de los
grandes desafíos del siglo XXI, y en esa tarea cabe utilizar la gran riqueza que aportan los
progresos de ese mundo técnico que es el nuestro, siempre que se oriente desde la libertad
inteligente de una ciudadanía lúcida. Éste sí que es el más valioso principio de la Ilustración,
que exige servirse de la propia razón y no ponerse en manos de mitos y supersticiones
como los que niegan la existencia de la libertad.

Adela Cortina
es catedrática de Ética y Filosofía Política de la
Universidad de Valencia, miembro de la Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora
de la Fundación ÉTNOR.
TRIBUNA

Ética digital
Los derechos humanos se han guiado por la brújula de valores como la libertad, la
igualdad y la solidaridad, mientras que el mundo ‘online’ reclama principios comunes en
materia de justicia

ADELA CORTINA
EL PAIS / 07 DIC 2018

NICOLÁS AZNÁREZ

Hace unas semanas, Miguel Ángel Criado publicó un artículo en este mismo diario bajo el
inquietante título ¿A quién mataría un coche autónomo? En él comentaba los resultados de
una investigación publicada en la revista Nature,que recogía las opiniones de dos millones
de personas, enfrentadas a diversos dilemas relacionados con lo que se ha dado en llamar
“coches autónomos”. Si un coche no tuviera más remedio que matar a algún ser vivo, ¿a
cuál debería sacrificar: animal o ser humano, ocupantes del vehículo o viandantes, persona
joven o anciana?
Es este un tipo de dilema que, aunque en un contexto distinto, planteó ya Philippa Foot en
1967 y que se ha reproducido en múltiples versiones, haciendo las delicias, por ejemplo, de
un buen número de neurocientíficos. Diana viaja en un tranvía que circula sin control y que
se dirige hacia cinco excursionistas que caminan por la vía, a los que va a atropellar sin
remedio. Diana puede desviar el tranvía accionando una palanca, pero entonces atropellará
a un operario, que está trabajando en una vía lateral. ¿Qué debe hacer? La respuesta no es
sencilla, porque cabe pensar que cinco vidas valen más que una, pero también que Diana
debe dejar el trolley en manos de la suerte, porque toda vida es sagrada y ella no tiene por
qué responsabilizarse de una muerte; o también que el pobre operario está en su trabajo,
mientras que los excursionistas podían llevar más cuidado. En cualquier caso, la pregunta
urgente ante los dos dilemas es sin duda: ¿hay alguna diferencia entre el coche autónomo y
Diana? La hay, y es prácticamente infinita.

Diana es un ser humano, y, por lo tanto, tiene una inteligencia general, ligada a un cuerpo,
que le lleva a vivir en conexión con un entorno natural y social, es sensible a valores y
necesidades humanas, ha acumulado experiencias a lo largo de su vida. Tiene eso que en
ocasiones mencionamos con desprecio y, sin embargo, es una auténtica joya: tiene sentido
común.

El vehículo, por el contrario, está ya programado para tomar decisiones, que seguirán una
pauta similar en otras ocasiones, y, sobre todo, su inteligencia es particular, y no general,
como la humana. Asombrosamente, un sistema inteligente puede ganar a Kaspárov jugando
al ajedrez y, sin embargo, no tiene un cuerpo que le permita sintonizar con el entorno, es
ajeno a necesidades y valores humanos, carece de una inteligencia general, no tiene sentido
común. Por eso, y a pesar de que haya hecho fortuna la expresión “vehículo autónomo”, no
lo es. Es autómata, y no autónomo; otros le han inscrito las pautas a seguir. Y esta
distinción es de la mayor trascendencia.

Dado que el coche es un autómata, no es responsable de las actuaciones, y por eso es


esencial construirlo con sesgos que respeten los códigos éticos valiosos. ¿Cuáles son esos
códigos?

Un vehículo es ‘autómata’, y no ‘autónomo’,


porque otros le han inscrito las pautas a seguir

Ciertamente, el experimento de Nature se proponía averiguar las preferencias de las


personas en distintas culturas, pero no para programar los coches automáticos atendiendo a
las preferencias de la mayoría, porque de la constatación de lo que el mayor número valora
no se sigue que eso sea lo éticamente correcto. Como Criado recuerda, la encuesta trataba
de averiguar qué acogida iban a tener entre el público las normas que pudieran proponerse,
y, obviamente, las sensibilidades culturales eran bien diversas. La pregunta es entonces
“qué hacer”, qué ética puede pensarse para un mundo digital, como el nuestro, que es
multicultural.

Decía Karl-Otto Apel hace ya más de medio siglo que las consecuencias de la ciencia y de
la técnica habían alcanzado un nivel planetario y que, por lo tanto, asumirlas con bien
reclamaba una ética universal; no en los contenidos de lo que debe ser una vida feliz, pero
sí en exigencias de justicia que deberían ser satisfechas en todo el planeta. Y si ya entonces
Apel llevaba razón, el tiempo no ha hecho sino reforzarla, porque la era digital reclama
orientaciones éticas comunes en materia de justicia.
Afortunadamente, distintos organismos están asumiendo su responsabilidad en este asunto
y surgen propuestas de marcos éticos como la Declaración del Grupo de la Comisión
Europea sobre Inteligencia Artificial, robótica y sistemas autónomos, los Principios
Asilomar de la Inteligencia Artificial o la Declaración de Derechos Humanos para un
Entorno Digital, que la Universidad de Deusto presentó el pasado 26 de noviembre.

Si puede hablarse de que las generaciones de derechos humanos han ido teniendo por
brújula valores éticos, como la libertad, la igualdad y la solidaridad, el mundo digital
reclamaría nuevos derechos, que podrían tener por norte el valor de la inclusión compasiva.
Porque no hay justicia sin compasión.

Los progresos de la digitalización han de estar


al servicio de todos y de la sostenibilidad del
planeta

Por su parte, el AI4People del Atomium European Institute sugiere que una ética para
entornos digitales cuente con cuatro principios clásicos, aplicados al nuevo mundo, a los
que añadiría un quinto: la explicabilidad y la accountability. Los principios clásicos serían
el de beneficencia, que exigiría ahora poner los progresos de la digitalización al servicio de
todos los seres humanos y la sostenibilidad del planeta; el de no maleficencia, que
ordenaría evitar los daños posibles, protegiendo a las personas en cuestiones de privacidad,
mal uso de los datos, en la posible sumisión a decisiones tomadas por máquinas y no
supervisadas por seres humanos; pero también el principio de autonomía de las personas,
que puede fortalecerse con el uso de sistemas inteligentes, y en cuyas manos deben ponerse
tanto el control como las decisiones significativas; y, por supuesto, el principio de justicia,
que exige distribuir equitativamente los beneficios. A ellos se añadiría un principio de
explicabilidad y accountability, porque los afectados por el mundo digital tienen que poder
comprenderlo.

Afortunadamente, como vemos, organismos rigurosos, muy especialmente de la Unión


Europea, están trabajando activamente en diseñar una ética digital, y esta es una más de las
infinitas razones que existen para fortalecer Europa, en vez de debilitarla, menos aún de
disolverla. Y en España es urgente, como mínimo, potenciar la enseñanza de la ética con
una asignatura en 4º de la Enseñanza Secundaria Obligatoria. No es una cuestión gremial,
sino de sentido común que, al parecer, es el gran logro de la inteligencia humana.

Adela Cortina
es catedrática de Ética y Filosofía Política de la
Universidad de Valencia, miembro de la Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora
de la Fundación ÉTNOR.
TRIBUNA

Educar en valores éticos


Establecer una asignatura de valores cívicos en la educación española es una buena
noticia porque de esa manera los futuros profesionales tendrán un espacio para
reflexionar sobre las metas y valores de su actividad

ADELA CORTINA
EL PAIS / 26 JUL 2018

RAQUEL MARIN

El 17 de junio pasado llegó a Valencia el buque Aquarius con 630 inmigrantes a bordo,
rescatados días antes en el Mediterráneo. Aunque el viaje era largo, otros puertos más
próximos no se prestaron a recibirlos y fue el puerto valenciano el que lo hizo.
Naturalmente, los comentarios de todo tipo inundaron las páginas de la prensa, las cadenas
de radio y televisión y las redes sociales, desde los agoreros cansinos que insistieron, como
siempre, en pronosticar un efecto llamada que acarrearía toda suerte de males, hasta el
entusiasmo de una ciudadanía, orgullosa de saberse y sentirse solidaria.
Los tres poderes sociales —el ciudadano, el político y el económico— se unían para
atender a los más vulnerables. Era el momento mágico de las sinergias entre las fuerzas
sociales a favor de lo mejor que tenemos los seres humanos. Era un brote valioso de
hospitalidad.
Claro que aquello era solo un comienzo, y a partir de ese punto debía empezar el proceso de
organizar, discernir y, en su caso, llevar a cabo la integración, porque la acogida es un bien
menor, cuando no se ha logrado resolver los problemas en los países de origen para que
nadie se vea obligado a dejar su hogar, pero integrar a los recién llegados era todavía la
asignatura pendiente.
Recuerdo la ingeniosa respuesta de un profesor latinoamericano a quien pregunté cómo no
mejoraba la situación de su país, teniendo en cuenta la creatividad de sus gentes: “Es que”,
me dijo, “tenemos muchas iniciativas, pero pocas acabativas”. Y tenía razón, pero no solo
para su país, sino para muchos otros; entre ellos, España y esa precaria unión supranacional,
que es la Unión Europea.

Una sociedad demuestra qué materias


considera indispensables cuando las incluye en
las aulas

Los problemas políticos y económicos han venido poniéndole trabas desde el comienzo,
pero hoy en día se han sumado las deficiencias éticas: la falta de acuerdo real en los valores
de los que queremos vivir, que son los que constituyen nuestras señas éticas de identidad.
Como diría José Luis Aranguren, nuestra moral vivida, además de nuestra moral pensada.
En la forja de esa moral es una pieza clave la educación, tanto formal como informal, tanto
la que se plasma en currículos escolares y universitarios como la que se propaga a través de
la vida cotidiana.
Porque las personas no nacen ciudadanas, sino que se hacen. La persona —recordaba
Kant— lo es por la educación, es lo que la educación le hace ser. Y en este tiempo en que
en España se debate sobre una reforma de la ley de educación, que venga a superar
deficiencias de la LOMCE, es una buena noticia saber que una asignatura de “valores éticos
y cívicos” va a formar parte de los planes de estudios escolares como un capítulo en la
formación de todo el alumnado.

Hay que reforzar la filosofía, pues con ella


empezó el conjunto de la sabiduría
secularizada

A fin de cuentas, hace años constaba una asignatura con el título “La vida moral y la
reflexión ética”, que se ocupaba del conjunto de valores éticos compartidos en las
sociedades pluralistas y democráticas, es decir, de su ética cívica, y de los proyectos que
desde ella se han ido incorporando. Una asignatura que contaba con el apoyo de todos los
grupos sociales.
Cuál sería el hilo conductor de esa materia no es difícil de imaginar: reflexionar sobre la
superioridad de la libertad frente a la esclavitud, el adoctrinamiento y la manipulación;
degustar el valor de la igualdad entre las personas, que tienen dignidad y no un simple
precio, sea cual fuere su raza, religión, edad, género o su orientación sexual; respetar
activamente, y no solo tolerar, las ideas de quienes piensan de forma distinta, pero
moralmente aceptable; apreciar el diálogo como camino para resolver los conflictos,
cuando están puestas las condiciones para que el diálogo sea auténtico, y tomar nota de que
la apuesta por la justicia no es un mero consejo, sino la exigencia indeclinable que
constituye el quicio de cualquier sociedad pluralista y democrática. Si la justicia falla, como
valor y como virtud social, la sociedad está desquiciada. Con claro perjuicio para todos,
pero sobre todo para los más vulnerables.
Contar con una materia semejante en el currículo escolar es imprescindible, entre otras
razones, porque una sociedad demuestra qué materias considera indispensables para la
formación cuando las incluye en un plan de estudios; en este caso, para ayudar a formar una
buena ciudadanía, conocedora de sus derechos y de sus responsabilidades y capaz de
vivirlos en la práctica.
La escuela y la universidad bien pueden vincularse con actividades que encarnen la moral
pensada en la moral vivida como parte del currículo escolar. El trabajo conjunto con
organizaciones cívicas solidarias se hace aquí imprescindible.
Es verdad que educamos en tiempos de incertidumbre, ignoramos qué habilidades y
competencias científicas y técnicas serán las más adecuadas para encontrar un lugar en el
mundo laboral, pero sí que sabemos que es desde los valores éticos mencionados desde los
que debería orientarse el quehacer de las ciencias y las técnicas.
Por eso sería aconsejable introducir en el temario de la educación española una asignatura
de ética en cada uno de los grados universitarios y en la formación profesional, de modo
que los futuros profesionales tengan un espacio para reflexionar sobre las metas y valores
de su actividad.
Naturalmente, la ética, que es “filosofía moral”, igual que hay filosofía de la ciencia o de la
técnica, es una parte de la filosofía, ese saber de tan larga y acreditada historia que con ella
empezó el conjunto de la sabiduría secularizada, al menos en Occidente.
Mantener la asignatura de filosofía como obligatoria en primero de bachillerato y aumentar
su peso en segundo es una de las reivindicaciones, más que justificadas, de la Red Española
de Filosofía, a las que hace unos días dedicó un espacio Juan Cruz en las páginas de este
diario.
Pero en su calidad de ética para la Enseñanza Secundaria Obligatoria, con un alumnado
más joven, es necesario potenciarla muy especialmente para que tome cuerpo en la vida
social esa Declaración Universal de Derechos Humanos, que el 10 de diciembre cumplirá
70 años, y que tiene por base explícitamente la dignidad de las personas, la dignidad de
todos los miembros de la familia humana.

Adela Cortina
es catedrática de Ética y Filosofía Política de la
Universidad de Valencia, miembro de la Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora
de la Fundación ÉTNOR.

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