Prólogo de

J o r g e Z a la m e a

AGUIRRE E D IT O R
M EDELLIN - COLOM BIA
 PROLOGO

. t

Hfruta ereciénaquí,cogida,
en manos del lector, con pulcritud y tentación de
la obra com pleta — hasta la fecha— , de uno
de los más extraordinarios poetas de lengua castellana. Descono­
cido, incomprendido y combatido de 1915 a 1930, en nuestros
días León de Greiff es no solamente “el M aestro” acatado y am a­
do por todos los círculos intelectuales, sino tam bién el m ás popu­
lar de los poetas mayores de Colombia. E n los bodegones de la
costa caribe, en los cafetines bogotanos, a las orillas del M eta o
del M agdalena, por los caminos floreados del Valle o en las agrias
mesetas boyacenses es hoy frecuente oír a las gentes del común re­
citar rondeles, aristas, relatos o estampas del piloso bardo abomi­
nado por los acartonados literatos de hace cuarenta años.
Este prologuillo no pretende hacer el innecesario e im perti­
nente encomio de nuestro más grande poeta, sino más bien ini­
ciar la investigación de las causas del inicial desvío y las razones
del subsecuente amor.
*

* *
León de Greiff, apoderado general de un consorcio cosmo­
polita de poetas — y he aquí, de entrada, el censo incompleto :
VII
Leo le Gris, M atías Aldecoa, Gaspar von der Nacht, Erik Fjord-
son, Sergio Stepansky, Claudio Monteflavo, Ram ón Antigua, Gun-
nar Trom holt, Proclo, Diego de Estúñiga, H arold el Obscuro, Lo­
pe de Aguinaga, Guillaum e de Lorges, M iguel Zulaibar, Bere-
m undo el Lelo, el Skalde y otros no menos desvelados, avinados,
exaltados y amorosos vates, bardos y orfeos— , ese gerente de tan
inusitado trust nació el 22 de julio de 1895 en la ciudad de Me-
dellín, capital del departam ento de Antioquia y sede, según el
maldiciente, de
“Gente necia,
local y chata y roma”.
Descendiente, por línea paterna, de una procera familia sue­
ca y, por la m aterna, de la sesuda burguesía alemana, las vincu­
laciones sanguíneas del poeta con la gente colombiana, mestiza
y m ulata, cuarterona y zam ba, son, pues, apenas colaterales. Lo
que comienza a explicar ya esa fulgurante dispersión del sujeto
de Greiff en una veintena de procuradores líricos que, a turno
pero siempre de concierto, habrían de enfrentarse al mundo co­
lombiano, venidos de distantes, diversos y contradictorios rumbos.
La sangre nórdica acarrea por las venas del poeta un tum ul­
tuoso y abigarrado tren de paisajes soñados, de climas presenti­
dos, de mitos, leyendas y crónicas ancestrales, de individuos, fa­
milias y pueblos predecesores. De tal m anera que cuando el jo­
ven medellinense nace a luz de poesía, su carne extranjera es la
presa convulsionada e inocente de todas las fantasmas que la ob­
seden; halagado y acosado, mimado y desgarrado, enamorado y
forzado, tiene que dar audiencia al universo que habita en su san­
gre. La intacta memoria de la propia raza lo sacude como un
vendaval en m itad del paisaje y las gentes nuevas entre los cua­
les ha sido trasplantado. Y, al mismo tiempo, lenguas, canciones
y músicas prenatales lo envuelven como una segunda y más ter­
ca placenta.
Es entonces cuando, repitiendo inconsciente pero impresio­
nantem ente, cierto proceso biológico, León de Greiff se divide en
sí mismo, segregando una serie de entes espirituales a los cuales
VIII
delega la tarea de colonizar la zona de invasión de que, como cé­
lula viva y extranjera, está rodeado. Parten, pues, al asalto del
“monótono
país del sol sonoro...”
los vikingos encabezados por Erik Fjordson; los flamencos capita­
neados por Gaspar el noctám bulo; las varias tribus escitas a la
zaga del nihilista Stepansky; las hordas godas tras el lelaica Bere-
m undo; sajones y anglos bajo la guía del Skalde cornúpeto; y,
como en toda invasión, gentes de otras condiciones y procedencias
más o menos sumisas a condotieros como el M onteflavo o segun­
dones como el Aguinaga. Y cada uno de ellos trae consigo- mis­
mo y con sus gentes un impresionante bagaje, una desbordante
im pedim enta de dioses, ídolos y héroes; de fábulas, mitos y cre­
encias; un atuendo de épocas abolidas y de comarcas remotas; una
m onum ental escenografía para la reconstrucción de dramas, far­
sas, idilios, epopeyas y expediciones.
Esta repentina invasión, esta rugiente y siempre creciente e
impaciente inundación, desconcierta, claro está, y choca e indig­
na a los
“Lindos bausanes estridentes
pletóricos de vulgaridad,
arlequinescos figurines
prodigiosos de vaciedad;
esclavos de un molde preciso,
magníficos únicos sin par
como hidrocéfalo narciso
de su misma insubstancialidad!”.
tf- *
Pero si por la sangre — y por todo lo que ella implica como
guía y m andato— el poeta está separado de la sociedad de su
contorno, un vínculo, acaso más fuerte aún, lo ata ya a ella y le
abre las vías de su corazón, primero, y de su entendimiento, lue­
go: el vínculo del idioma. N ada hay, en efecto, a mi entender,
IX
que herm ane más a los hombres que la sucesión sonora de unas
sílabas que tienen un sentido común para quien la pronuncia y
para quien la escucha.
U n negro y un blanco, un musulmán y un católico, un ban­
quero y un barrendero, una m ujer y un hombre, seres que en to­
da circunstancia están preparados para devorarse entre sí, se alian
y corroboran en cuanto una lengua común, como el signo visible
de la casta, les perm ite la confidencia, los invita al amor y, desde
luego, los prepara a la controversia.
Sólo porque el hombre es un ser de comunicación oral, de
comunión de lengua, puede explicarse el hecho, extravagante en
apariencia, de que un avaro campesino norm ando comprenda
— con solo el sonido y la m edida de las palabras— , la abundan­
cia pasional de Racine; o que la volandera exuberancia de un
napolitano se trueque en pasión auténtica palabreando con D an­
te; o que un feriante catalán se enrole bajo la bandera astrosa
de Don Quijote; o que el desalum brado mujik ruso comience a
deletrear su porvenir en los versos de Puchkin y Nekrasov. O que
el analfabeto o el semiletrado colombiano encuentren, tras un cier­
to proceso, su expresión favorita en el más exótico, en apariencia,
de sus poetas.
N aturalm ente, en la prim era etapa de aquel intento de do­
m inar la zona de invasión, los líricos capitanes delegados por León
de Greiff, pudieron dar a los “nativos” una impresión babélica.
Pues la lengua, a la vez común y poética, empleada por él para
traducir sentimientos, episodios, paisajes, costumbres y sueños de
otras razas, necesitaba recurrir a un vocabulario más extenso y a
más diversas formas.
En el dominio de aquél y en el manejo de éstas, León de
Greiff no tendría rival, pues desconociendo deliberadamente y
transgrediendo a conciencia todo límite tem poral y toda norm a de
moda, emplearía con la misma naturalidad y propiedad el caste­
llano pedregoso de la Edad M edia, el exacto y fluyente de la
Edad de Oro, el barroco y diserto del setecientos y el más m ati­
zado, sutil y elusivo de nuestro tiempo., mezclándolos según la con­
X XI
cordancia de sonido y sentido sirviesen mejor al tema. Y parale­
lam ente, este poeta, es decir, este hombre de problemas sintácti­
cos, este hombre que tiene que hacer del lenguaje concreto el
vehículo de lo casi inexpresable, sometería toda esa formidable
m ateria idiomática rescatada del tiempo a las formas más anti­
guas y más modernas en que se fragua la poesía.
Esta riqueza inusitada del lenguaje y de las formas poéticas,
causa otro grave choque en el ambiente literario de aquella épo­
ca inicial, dom inada aún por el amaneram iento y la exageración
caducos de nuestro romanticismo y apenas sacudida por el estré­
pito de mármol y acero del parnasianismo y los tímidos y balbu­
ceantes ensayos de liberación del modernismo. Pero, al mismo tiem­
po, abre sobre la intim idad del poeta De Greiff diversas, num e­
rosas y francas puertas que, por encima de los remilgos de la Aca­
demia y a pesar de las consignas de escuelas y capillas, ofrecen
otros tantos puntos de acceso, de simpatía, de comprensión y de
am or a los innominados lectores que, por el mero, sortilegio del
lenguaje común, comienzan a intuir los sentimientos y propósitos
del aparentemente hermético creador de mitos ybelleza.
*
* *
León de Greiff, el extranjero, el exilado, trae en su m orral
de malicias otro cebo, otra liga, otro espejuelo, para emplear en la
zona de invasión: la música. He ahí otro lenguaje común, otro
árbol a cuyo sombrío se acogen todas las tribus, otro fogón a cuya
brasa se deshielan todos los corazones.
Yo no tengo memoria ni conocimiento de otro poeta que,
como León de Greiff, haya sabido concertar una más perm anente,
equitativa y competitiva alianza entre música y poesía. El viejo
afán de incontables poetas por hallar ese punto de sutura, esa ebrie­
dad de beso, ese estallido de brasa en los que música y poesía se
confabulen para producir una queja, un balbuceo amoroso, un
treno o un sollozo, un clangor de ira, un redoblar de reclamos, un
pitar de repulsa, una invitación heroica, una orden de m archa, un
rem em orar de suaves compañías o un regustar de soberbias y agrias
soledades, y tántas otras cosas, tántas otras...., León de Greiff lo
resuelve, lo tenía resuelto, biológicamente. Lo había resuelto su san­
gre. Y era, a la par, un a de sus armas de invasión y una de sus
defensas de foráneo.
Pero tampoco en este terreno fue fácil la batalla. Pues esa
“música de cám ara y al aire libre” en que De Greiff ordenaba y
componía la m ateria verbal para que fuese sostén y m ontura de la
substancia poética, exigía del lector un esfuerzo complementario,
planteándole inusitados problemas de reacomodación auditiva y
mental.
Pues, por ser auténtico, el dem ento musical de su poesía co­
menzaba, como el preludio de un maestro, por crear en el espíritu
del lector esa indeterminación que lo deja en disponibilidad para
todas las insinuaciones, excitaciones y abusos del sonido, al margen
de toda idea, a hurto de la conciencia. Pero, al mismo tiempo, las
palabras encargadas de producir esa música inhibitoria, actuaban
en otro plano, esta vez m ental y no sensorial, esta vez dinámico y
no estático, imponiendo al lector el desarrollo de una escena deter­
minada, el análisis de un estado de ánimo, los detalles de un pai­
saje, y desde luego, todo un orden deliberado de imágenes y de
ideas.
El lector que, sin darse apenas cuenta, se sabía ya de memo­
ria ciertos rondeles de “El M aestro” : — “Esta m ujer es una urna” ,
“Amor, deliciosa m entira” , “Esta rosa fue testigo”— , no tardó en
encontrar en más vastas y complejas formas musicales de la poesía
greiffiana el mejor intermediario para participar en la cosa, en el
hecho, en el acto puram ente poéticos que, a cada línea, a cada
verso, saltaban ante él como las doradas o esmeraldinas o arcoiri-
sadas presas vivas de la más fabulosa cacería.
*
* *
Al defender el universo que bullía en su sangre y al invadir
el medio ajeno, el hombre nórdico transplantado al trópico, tenía
otra coraza aún, y otra arm a: la ironía.
XII
Pudoroso y profundo como poeta elegiaco; proteico, salaz e
impertinente en la poesía erótica; zanjante y pungente en la dra­
m ática; terso, veraz y voluptuoso en la bucólica; convincente en
sus variaciones didácticas; raudo en la sorpresa y moroso en la
delectación lírica; avisado piloto y avizor cofanero en un género
especial suyo: la poesía náutica; insuperado aún en la poesía-
música castellana, León de Greiff ha sido y es, por adehala, uno
de los más grandes poetas satíricos de nuestra lengua.
Y cosa asaz curiosa: cuando el foráneo De Greiff tratab a de
“m adrugarle”, con su sátira, a las gentes de la zona de invasión,
ya estaba en camino de ser mestizo, ya en su sangre nórdica, es­
candinava, virgen de jovialidad, habían encontrado los “nativos”
una solera común: la ironía.
Tam bién aquí, y era forzoso, los conformistas de Academia o
escuela se encabritaron más aún y piafaron a porfía. Según ellos, era
menester crear una especie de frente nacional: gruta simbólica,
centenaristas, académicos, modernistas, para cerrarle el paso al jayán
vikingo que, no contento con destapar el odre de los vientos y
abrir la caja de Pandora, osaba poner en solfa a los ancianos de
la tribu, a los flamantes mecenas y a los poetas acomplejados de
bronce.
Sólo que, una vez más, m ientras los beneficiarios de la estética
oficial se defendían, los lectores anónimos encontraban en la ironía
y la sátira de León de Greiff un vínculo de familia que les permitía
avanzar más aún en la comprensión de su m undo poético.
Cuando Sergio Stepansky, por procuración de León de Greiff,
juega o cambia su vida, ya hay en torno suyo todo un pueblo de
jugadores antioqueños y colombianos que, sabiendo la suya propia
perdida, sin remedio, corean al poeta y lo acom pañan apasio­
nada y escépticamente en los azares del juego, en la puja de los
envites y en el irónico avalúo y descripción de los premios.
ve
Toda gente de invasión trae, con su impedimenta guerrera,
un lujoso y cacareante rebaño: acongojado unas veces por pueriles
XIII
preocupaciones; jovial otras por puja de coquetería; desatado o tí­
mido según las lunaciones; formado él por mujeres de nácar y de
oro, de miel y canela, de hum o y aceite, de achiote y ladrillo y
también, excepcionalmente, por despetaladas niñas, monosilábicas
consejeras, otoñales damas asesinas, y cacatúas sometidas a incon­
trolables flujos.
El joven poeta de M edellín aparece, en la época inicial, su­
mergido y devorado por el amable, adorable e inextrineable nudo
de Bibianas y Clemencias, de Xecherazadas y Ofelias, de Annabe-
les y Julietas, de Melusinas y Ulalumes, de Cristinas y Penélopes.
Cómo descargar de las carretas invasoras toda esa viva cose­
cha, semidesnuda y estremecida, en m itad del parco mercado de la
Villa de la Candelaria, sin producir anatem a en el atrio, escándalo
en el pórtico, tum ulto en el ágora y expectativa en la galería?
Como enlutadas noctuelas, las preguntas zigzaguean de arru­
ga a labio: ¿Qué va a ser de la dam a de nuestros pensamientos?
¿Qué va a ser de la novia? ¿Qué de nuestra M aría? ¿Qué va a
ser del tronco familiar? ¿Qué de la integridad conyugal? ¿Qué
va a ser del rédito anual de un solo lecho?
M ientras se mesan los cabellos los notables, mientras se san­
tiguan los sacristanes y los poetisos ponen un tapón de pétalos de
rosa en los oídos de sus pasm adas confidentes, cientos de lectores,
miles de lectores comienzan a beber, en las venas mismas del poeta,
un licor de ternura: la ambrosía de la eterna búsqueda que se re­
suelve en el mutuo consentimiento; la alta embriaguez de saber
que, por el amor, la pareja no teme ya a la vida ni se acuerda del
tiempo. Y, alm endra inesperada de la lucha, en el rostro común,
en la faz mestiza de esos lectores innominados, se abre una gran
sonrisa de amistad cuando el poeta, dando m eta real a sus fantas­
mas de otras comarcas y edades, suelta los cueros de sus halcones
para que vayan a picotear los brazos duros y vellosos de la Rosa
de Bolombolo, o a vendim iar en las axilas de M aría-Luz, o a
ajonjelear, con músicas extrañas, a las esquivas o dóciles hembras,
no ya de la raza extranjera, sinoi de todo d m aíz!
¡O h invasor conquistado!
XIV
E n las redes d d idioma, la música, la ironía y el amor, se
forjó, a mi entender, entre el extranjero y los nativos esa herm an­
dad del espíritu que es más fuerte aún que la de la sangre.
Fue así, me atrevo a pensar, como el inicial desvío de los
pseudo-literatos tuvo que ceder el paso al creciente amor del lector
anónimo por la poesía de León de Greiff, que es hoy el más po­
pular de los poetas colombianos, siendo el menos complaciente, el
más entero y el mayor entre ellos.
*
* *
Hace ya más de diez años, se publicó el “Poemilla” de Bo-
gislao von Greiff. Con tal motivo escribí por entonces unas notas
en que procuraba analizar algunos de los procedimientos más ca­
racterísticos de León de Greiff en la construcción de sus poemas.
Acaso valgan todavía hoy como una introducción a la lectura de
ellos.
No obstante la intención peyorativa del título, — decía yo en­
tonces— , el “Poemilla” resulta ser una de las más bellas creacio­
nes poéticas de León de Greiff. Y una a manera de síntesis de las
raras cualidades que, por una vez, hacen digno al autor del cali­
ficativo de Maestro, tan m albaratado entre nosotros. O tra vez te­
nemos aquí un preludio en el que las palabras, por su sola virtud
sonora, se engarzan las unas a las otras en una línea ondulante, se
persiguen por las espirales de una fuga y abren con un rum or de
m area alta la playa sobre la cual se construirá el poema, no como
un edificio sino como una acción, como una representación, como
una arquitectura viva, danzante.
Creado el escenario, saltan a él los actores empinados sobre
los coturnos de una lengua de bronce y oro; gesticulantes tras las
máscaras trágicas, sarcásticas, amantes o dementes. A partir de
esta irrupción de los personajes, el poema se m antendrá en un per­
m anente equilibrio de sonido, acción e intención. Si se piensa en
el poeta en el momento, en los largos momentos en que elabora su
poema, su imagen habrá de presentársenos dividida en sí misma,
XV
desdoblada, atendiendo con ciertas potencias del espíritu a que la
música de las palabras no se quiebre — toda la construcción se de­
rrum baría— ; ordenando con otras la acción, dándole su tempo
preciso, su composición adecuada, su duración exacta; cuidando,
finalmente, de que la acción regida por la música engendre en d
lector la idea del propio poeta.
M agistralm ente logra D e Greiff en su “Poemilla” 'tal deside-
rata. Sin que el lector se imponga un esfuerzo de interpretación,
la idea, la clave del poema, nace en él espontánea y fácilmente,
engendrada por la música, parida por la acción de las fantasmas
que danzan sobre los amplios márgenes de la página.
* *
Los falsos intérpretes de la “poesía pura” — los poetas estre­
ñidos que sólo expelen sonetos de aire y cancioncillas gaseosas— ,
han procurado que la gente se olvide de que la auténtica poesía,
la gran poesía, fue siempre el teatro de. una acción: cómica o dra­
m ática, épica o erótica, real o mítica. Hom ero y Virgilio, Shakes­
peare y D ante lo supieron bien. Y no lo olvidaron Byron, ni She-
lley, ni Racine o Goethe; ni, en nuestros días, el propio Valéry,
ni mucho menos Perse; ni tampoco, en lengua castellana, Darío
o García Lorca o N eruda. La poesía de ellos no es m era elabora­
ción verbal sino el instrumento de expresión de un m undo que
tiene sus climas, sus habitantes, sus costumbres, sus goces y sus tra­
gedias propios, insustituibles. Y un orden, un a finalidad, un senti­
do de los que depende, en últim a instancia, la grandeza o la m e­
diocridad del creador.
porque ya en sus mismos umbrales perciben nuestros sentidos la
m aterialidad de una música, de unos aromas, de unos colores que
reconocemos peculiares de él, y nuestra inteligencia entra en con­
tacto real con una muchedumbre que comenzó a ser censada en
las páginas de “Tergiversaciones” y que tiene ya personajes de tan­
ta vitalidad que han saltado de su propio m undo para incorporarse
al nuestro.
A m edida que la obra greiffiana crece en extensión, se hace
por ello más inteligible. Como ningún poema es en ella circunstan-
v cial ni adventicio, sino la prolongación orgánica de un m undo uni­
tario, cada nueva poesía nos completa su conocimiento como el
encuentro con un riachuelo, una colina o simplemente un árbol
nos va dando la imagen total de una comarca.
*
* *
L a sum ma poéüca greiffiana que hoy llega a manos del lec­
tor, no es ya una revelación sino la confirmación m onum ental de
la gloria que ha llegado en vida al poeta que menos se cuidara
nunca de buscarla y halagarla.
J o rg e Z a l a m e a .
Noviembre de 1959.

Si León de Greiff ocupa hoy uno de los más altos tronos de

la poesía castellana, si su obra tiene una significación universal
traducible a cualquier idioma, no es por la simple razón de ser un
erudito de las formas poéticas y un im par do-meñador del lenguaje
en que ellas se expresan. Su cualidad excelsa es la de creador de
u n universo perfectamente identificable en sus paisajes, en su fauna
y su astronomía, en sus poblaciones, en sus héroes y en sus beldades;
un universo al que podemos penetrar no simbólica sino físicamente,
XVI XVII