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M ichael M ann

Las fuentes
del poder social, II
El desarrollo de las clases y
los Estados nacionales, 1760-1914

Versión española de
Pepa Linares

A lianza
Editorial
T ít u lo original: T h e S o u r c e s o f S o ci a l P o iv c r. V o lu m e I I

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Reservados todos los derechos'. El co n tenido tic esta obra está p rotegido por la L ey ,
que establece penas de prisión y/o multas, adem ás de las co rresp on die ntes in d e m n iz a ­
ciones p or d años y p erju ic io s, para qu ienes rep ro d u je ren , p la gia ren, d is t r ib u y e re n o
com un ic asen p úb lic a m e nte , en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica,
•o su transform ació n, in terp retación o ejecució n artística lijada en cu a lq u ier tipo de s o ­
porte o c o m u n ica d a a través de c u a lq u ie r m edio, sin la preceptiva autoriz ació n.

© C a m b rid g e U n iv e r s it y Press, 1993


© Ed. casta A lia n z a E ditorial, S. A., M a d rid 1997
b I. Etica de T ena, 15; le lé h 393 SS 88; 28027 M adrid
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ÍN D IC E

Lista de c u a d r o s ......................................................................................... 9
P r e fa c io ......................................................................................................... 13
'• 1. In tro d u c ció n ........................................................................... 15
s 2. Las relaciones del poder económico e id e o ló g ic o ...... 43
" 3. U n a teoría del Estado m o d ern o ....................................... 70
"4. La R evolu ción Industrial y el liberalismo del antiguo ré­
gimen en G ra n Bretaña, 1 7 6 0 - 1 8 8 0 ............................... 132
5. La R evolución Americana y la institucionalización del li­
beralismo capitalista confederal 190
6. La R evolu ción Francesa y la nación b u r g u e s a ............ 229
7. C onclu sión a los capítulos 4 a 6: la aparición de las clases
y las naciones........................................................................ 289
8. Geopolítica y capitalismo internacio nal....................... 342
9. La lucha p o r Alemania: I. Prusia y el capitalismo nacional
au to rita rio .............................................................................. 398
10. La lucha p o r Alemania: II. A u stria y la rep resen tació n
c o n fe d e r a l.............................................................................. 439
11. El surgimiento del Estado moderno: I. D atos cuantitati­
vos ........................................................................................................ 473
PR EFA C IO

El presente libro es el segundo de lo que pretendía ser un estudio


en cuatro volú m enes de las fuentes del p o d e r social. N o obstante,
abarca sólo el 63 p o r 10 0 de lo prom etido en el V olum en I, puesto
que termina en 1 9 1 4 y no en 19 9 0 como entonces anuncié. En el V o ­
lu m e n III trataré el siglo XX ( p ro b a b le m e n te co m p le to en el m o ­
m ento de su finalización). La conclusión teórica de Las fu en tes del
p o d er social aparecerá en el V o lu m en IV. C o n fío en que aquellos que
han m anifestado interés p o r mis conclusiones lo conserven en ese
m om ento.
H e trabajado en la investigación correspondiente a este volumen
durante más de una década, desde m ediados de 1970, cuando creía
que Las fu en tes iba a ser una obra de dimensiones normales. C o n el
paso de los años he aprovechado los trabajos, consejos y críticas de
muchas personas. Roland A x tm a n n y M a rk Stephens me ayudaron a
reunir las estadísticas comparadas del capítulo 11, y M ark me ayudó
también en el capítulo 5. Jill Stein colaboró en la obtención de datos
sobre los revolucionarios franceses para el capítulo 6. La co n trib u ­
ción de A n n Kane fue esencial para el capítulo 19, entre otros, espe­
cialmente para el 16. M arjo lein’t Hart, J o h n H o b so n y Joh n B. Legler
me facilitaron datos inéditos para el capítulo 1 1 . J o y c e A p p le b y y

13
14 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

G a r y Nash me facilitaron el estudio de la R evolu ción Am ericana; Ed


Bcrenson y Ted M argadant hicieron lo pro p io en el caso de la R e v o ­
lución Francesa; James C r o n in y Patrick J o y ce, en la historia de la
clase obrera británica; y K enneth Barkin y G e o f f Eley, respecto a la
historia de Alemania. C h n s to p h c r D andeker com entó con generosi­
dad el capítulo 12; Ronen Palan, los capítulos 3, 8 y 20; y A n th o n y
Smith, el capítulo 7. Jo h n Stephens supuso una ayuda extraordinaria
para los capítulos 18 y 19. Randall C ollins y Bill D o m h o f f colabora­
ron con sus respuestas en ambos volúmenes. Me siento igualmente
agradecido hacia un crítico anónim o del prim er b o rra d o r de este li­
bro. El o ella me obligó con su crítica a esclareceer algunas de mis
ideas principales.
D o y las gracias también a la Escuela de E conom ía y Ciencias P o ­
líticas de Londres (LSE) y a la U niversidad de C alifornia en Los Á n ­
geles po r haberme proporcionado ambientes de trabajo inestimables
durante la última década. Am bas instituciones p ro g ram aron una serie
de seminarios cuyos excelentes análisis me ay u d a ron a aclarar muchas
ideas. El seminario «Pautas de la H istoria» de la LSE fue posible gra­
cias al entusiasmo de Erncst G ellner y J o h n A . Hall; los seminarios
del C entro para la Teoría Social y la H istoria C o m parad a de la U n i ­
versidad de C alifornia dependieron especialmente de B ob B renner y
P crry Anderson. Mis secretarias, Y v o n n e B ro w n , en Londres, y K e-
Sook Kim, Linda Kiang y Alisa Rabin, en Los Ángeles, me trataron a
mí y a mi obra m ejor de lo que probablem ente merecíamos ambos.
ITe contraído la m a y o r deuda intelectual con J o h n A . Hall, que
durante muchos años me ha aportado una crítica aguda y una afec­
tuosa amistad. A N ic k y Elart y a nuestros hijos, Louise, G are th y
Laura les debo el am or y la perspectiva.
Capítulo 1
IN T R O D U C C IÓ N

Este volu m e n continúa la historia del pod er a través del «largo si­
glo X I X » , desde la R evolución Industrial hasta el estallido de la P ri­
mera G u erra Mundial. Me concentro en los cinco países occidentales
en la punta de lanza del poder: Francia, G ran Bretaña ', la A u stria de
los H absburgo, Prusia-Alemania y los Estados U nidos. N o he alte­
rado mi teoría general, según la cual la estructura de las sociedades
viene determinada fundamentalmente p o r las cuatro fuentes del p o ­
der social: ideológica, económica, militar y política. Tam bién la p r e ­
gunta prim ord ial continúa siendo la misma: ¿cuáles son las relaciones
entre estas cuatro fuentes de poder? ¿H ay alguna o algunas que resu l­
ten determinantes en última instancia para la estructuración de la so ­
ciedad?
Los grandes teóricos sociales han aportado respuestas co n trad ic­
torias. M arx y Engels respondieron de form a clara y positiva. F und a­
m entalmente, afirm aron que las relaciones económ icas estructuran

1 A n a liz o sólo el territorio continental, ex c lu yen d o a Irla n d a, go b e r n a d o p o r Gran


Bretaña d u ra n te este p erio d o. D espués de d u d a rlo m ucho d e c id í d a r en este v o lu m e n
a la únic a gran colo nia eu ropea el m ismo tratam ie nto qu e a las restantes (salvo a los
futuros Estados U n id o s), es decir, analizarla sólo en aqu ello s casos en qu e in flu y e de
m odo decisiv o en la m etróp oli im perial.
16 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

las sociedades humanas. Max W eber respondió negativamente; según


él, no cabía establecer «generalizaciones significativas» sobre las rela­
ciones de lo que denom inó «las estructuras de la acción social». P o r
mi parte, rechazo el materialismo marxiano, pero, ¿podría m ejorar el
pesimismo weberiano?
A este respecto, aporto buenas y malas noticias. C o m o pretendo
que el lector no abandone el libro, comenzaré p o r las buenas. V ay a
p o r delante que en el presente volumen form ularé tres generalizacio­
nes significativas respecto a la cuestión de la primacía, que ampliaré
en el resto de la obra con numerosos detalles, salvedades y adverten­
cias.

1. D uran te el siglo XVIII preponderaron en la determinación de


la estructura social de Occidente dos fuentes de pod er social, la eco­
nómica y la militar. Hacia 1800 la «Revolución Militar» y el desarro­
llo del capitalismo habían transformado Occidente; la primera, ap o r­
ta n d o un p o d e r predom inantem ente « auto ritario»; el segundo, un
p o d e r básicamente «difuso». Pero al encontrarse íntimamente rela­
cionadas, no podem os atribuir a ninguna de ellas la primacía última.
2. C o n todo, durante el siglo XIX, a medida que el p o d er militar
quedaba subsum ido en el «Estado m oderno», y el capitalismo conti­
nuaba revolucionando la economía, las fuentes de pod er económico y
político com en zaro n a predominar. Los actores decisivos de p o d er en
la época m oderna fueron el capitalismo y sus clases, los Estados y las
naciones; el p rim ero aportando aún m a y o r difusión y ambigüedad;
los segundos ofreciendo una solución autoritaria a la citada ambigüe­
dad. Pero, una vez más, en la medida en que ambos se encontraban
íntimam ente relacionados, resulta imposible determ inar la primacía
última de uno de ellos.
3. Las relaciones ideológicas de p o d er se fu eron debilitando a lo
largo del periodo. La E uropa medieval debió su estructura al cristia­
nismo (como sostuve en el Volum en I); en 17 6 0 las iglesias se encon­
traban en plena revolu ción de los medios de com unicación discur­
s iv a . D e s p u é s de este p e r i o d o no s u r g ió n i n g ú n m o v i m i e n t o
ideológico de p o d er comparable, pese a que las iglesias conservaron
m uchos de sus poderes y a que la alfabetización surtió un efecto co n ­
siderable. Las ideologías modernas más importantes se han aplicado a
las clases y las naciones. Según una distinción que explicaremos más
adelante, el p o d er ideológico (salvo en raras coyunturas revolu ciona­
rias; véanse capítulos 6 y 7) fue en este periodo más «inmanente» que
Introducción 17

«trascendente», y co n trib uyó a la aparición de los actores colectivos


creados p o r el capitalismo, el militarismo y los Estados.

V ayam os ahora a las malas noticias o, más bien, a unas noticias


complicadas, a partir de las cuales podrem os, de todos modos, elabo- .
rar una teoría más rica y adecuada para hacer frente a la confusión de
las sociedades humanas reales:

1. Las cuatro fuentes del p o d er social no son como bolas de bi- j


llar que siguen una trayectoria y cambian de dirección al chocar entre j
sí, sino que se «entrelazan»; es decir, sus interacciones alteran recí-j,
procamente sus configuraciones internas y sus trayectorias externas.!
Los ac on tec im ien to s que an alizo en estas páginas: la Revolución'
Francesa, la casi hegemonía británica, la aparición del nacionalismo o
del socialismo, la política de las clases medias o del campesinado, las
causas y resultados de las guerras, etc., supusieron el desarrollo entre­
lazado de más de una fuente de poder. P o r mi parte, critico las teorías
«puras» y monocausales, ya que las generalizaciones no pueden cul­
m inar en una simple afirmación de «primacía última». Las tres tesis
que presenté anteriorm ente no generan leyes históricas, sino generali­
zaciones aproximadas e «impuras».
2. Mis generalizaciones impuras y aproximadas tampoco son ca­
paces de distinguir p o r completo entre el pod er distributivo y colec­
tivo de Parsons (1960: 19 9 a 225), aunque sus historias difieran. El
p o d er distributivo es el pod er del actor A sobre el actor B. Para que B
adquiera más poder distributivo, A debe perderlo en alguna medida.
Pero el p o d er colectivo es el pod er conjunto de A y B, que colaboran
para explotar la naturaleza o a un tercer actor, C. Durante este pe-1
riodo los poderes colectivos de Occidente crecieron de form a espec- ¡
tacular: el capitalismo comercial y, más tarde, el industrial acrecenta- i
r o n la co n q u ista h u m ana de la n a tu ra le za ; la R e v o lu c ió n M ilitar)
aumentó el pod er de Occidente; el Estado m odern o p rom ovió la a p a - !
n c ió n de un nuevo actor de p o d er colectivo: la nación. A u nqu e otrasj
fuentes de pod er social c o n trib u ye ro n a p ro d u cir estos desarrollos,
estas tres «revoluciones» del pod er colectivo se debieron principal y
respectivamente a las relaciones de p o d er económico, militar y po lí­
tico (la «revolución» del pod er ideológico — la expansión de la alfa­
betización discursiva— fue menos «pura»). Los cambios en el poder
distributivo fueron más complejos e «impuros». D e hecho, los cre­
cientes poderes colectivos de los Estados redujeron el poder de las
1S El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

elites políticas sobre sus súbditos cuando las «democracias de parti­


dos» desplazaron a las m onarquías. T am poco las elites militares o
ideológicas acrecentaron p o r regla general su p o d er distributivo so-
: bre otros. Pero surgieron dos actores impuros de pod er distributivo
muy importantes: las clases y las naciones; primero, en respuesta a las
relaciones dé poder militar y económico, y después institucionaliza­
dos por las relaciones de poder político y económico. La complejidad
de su historia mal puede resumirse en unas cuantas frases.
3. Las clases y los Estados-nación surgieron también entrelaza­
dos, lo que añade m ayo r complejidad. Convencionalm ente, se les ha
mantenido en compartimentos estancos, concebidos com o opuestos,
dado que el capitalismo y las clases se consideran «económ icos», y
los Estados nacionales, «políticos»; las clases son «radicales» y habi-
tuaimente «transnacionaies»; las naciones, «conservadoras» y reduc­
to ras de la fuerza de las clases. Sin embargo, lo cierto es que crecieron
todos juntos, y con ello se suscitó un problem a adiciona] sin resolver
sobre la primacía última, esto es, hasta qué pu nto debía organizarse la
vida social en torno a principios difusos, de mercado, transnacionales
y capitalistas en última instancia, p o r un lado, o en torno a principios
autoritarios, territoriales, nacionales y estatistas, p o r otro. ¿Debía ser
la organización social transnacional, nacional o nacionalista? ¿ Y los
Estados, habían de ser fuertes o débiles, confederales o centralizados?
¿Se dejarían sin regular los mercados, se les protegería selectivamente
o estarían dominados p o r el imperio? ¿La geopolítica sería pacífica o
belicosa? En 1 9 1 4 aún no se habían tom ado decisiones al respecto.
Todas estas consideraciones representan ambivalencias decisivas para
la civilización moderna.
4. Las clases y los Estados-nación no se viero n libres de desafíos
a lo largo de la historia de la civilización occidental. Los actores «sec­
cionales» y «segméntales» (rivales de las clases) y los actores transnacio-
nales y «local-regionales» (rivales de las naciones) subsistieron. C o n s i­
dero que las organizaciones tales com o partidos políticos de notables,
linajes aristocráticos, jerarquías de mandos militares y mercados in­
terno s de trab ajo so n o rg a n iz a c io n e s seg m éntales de p o d e r . En
cuanto a los movim ientos sociales tales com o iglesias minoritarias (y
algunas mayoritarias), gremios de artesanos y m ovim ientos secesio­
nistas, los trato com o alternativas local-regionales a las organizacio­
nes de carácter nacional. Todos ellos influ yeron en la form ación de
las clases y los Estados-nación, atenuando su p o d er y su pureza.
5. El efecto acumulativo de todas estas acciones recíprocas — entre
Introducción 19

fuentes de p o d e r social, actores de p o d er co lectivo y d istrib u tiv o ,


mercado y territorio, clases, naciones y organizaciones seccionales,
segméntales, transnacionalcs y local-regionales— dio lugar a un c o m ­
plejidad que a m enudo superó la com prensión de los c o n te m p o r á ­
neos. Su acción produjo num erosos errores, accidentes aparentes y
consecuencias involuntarias, que, a su vez, reaccionaron alterando la
co n stitució n de mercados, clases, naciones, religiones, etc. P o r mi
parte, intentaré establecer algunas teorías sobre esos errores, acciden­
tes y consecuencias involuntarias, pero es obvio que introdu cen una
complejidad adicional.

A s í pues, el análisis de este volum en ampliará las tres generaliza­


ciones que he llam ado aproxim adas e im p u ras, c o n ta n d o co n las
cinco complicaciones añadidas. Y afrontará, com o ha de hacer toda
teoría sociológica, el desorden pautado que co n stituyen las socieda­
des humanas.
En éste y en los dos capítulos siguientes examinaré las teorías so ­
ciológicas. A continuación vendrán cinco grupos de capítulos narrati­
vos. Los capítulos 4 a 7 cubren el periodo de las revoluciones am eri­
cana, fr a n c e s a c i n d u s t r i a l, qu e he s i t u a d o en el m a r c o de las
transformaciones de las cuatro fuentes de poder. D os de ellas habían
comenzado m ucho antes — el capitalismo y la R ev o lu ció n M ilitar— ,
pero fue durante el siglo XViil cuando actuaron com o estimulantes de
transformaciones ideológicas y políticas, cada una con su lógica p a r­
cialmente autónoma: la aparición de la alfabetización discursiva y del
Estado m oderno. T om o las cuatro «revoluciones» m u y en serio. D el
Boston Tea P a rty a la G rea t R eform Act; de la m áquina de hilar de
husos múltiples, la spinning je n n y , al R ocket de G e org e Stephenson;
del Juram en to del Juego de Pelota a los D ecretos de K arlsbad ; del
campo de V a lm y al de W aterloo, los acontecimientos fu e ro n im puros
y supusieron diversas combinaciones de las cuatro revoluciones del
poder, lo que hizo que las clases, las naciones y sus rivales evo lu cio ­
naran p o r vías complejas, que a menudo escapaban a su p ro p io c o n ­
trol. El capítulo 7 presenta mi relato general de los desarrollos del
poder durante esta primera parte del periodo, y apunta co m o causas
fundamentales a los Estados militares y al capitalismo comercial.
Los capítulos 9 y 10 se concentran en la rivalidad austro-prusiana
en la Europa central y en las complejas relaciones que se establecie­
ron entre los actores de clase y los de nación. Se explica allí el consi­
guiente triunfo de los Estados-nación relativamente centralizados so ­
20 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

bre los regímenes confederales más descentralizados. La conclusión


del capítulo 10 resume los argumentos de estos dos capítulos y ana­
liza la posibilidad de que las resoluciones centroeuropeas tuvieran un
carácter general en toda la civilización de Occidente.
En los capítulos l i a 14 analizo el auge del Estado m oderno. P re­
sento allí estadísticas sobre las finanzas y el personal de los cinco Es­
tados, y divido la expansión del Estado en cuatro procesos diferentes:
tamaño, alcance, representación y burocracia. El plano militar lideró
el masivo aumento de tamaño hasta 18 1 5 , lo que supuso la po litiza­
ción de buena parte de la vida social. Fom entó las clases extensivas y
políticas y las naciones, a expensas de los actores local-regionales y
transnacionales. A l revés de lo que suele creerse, la m ayo ría de los
Estados no volv ie ro n a crecer hasta la Primera G u erra Mundial. Pero
a partir de 1 8 5 0 •— respondiendo sobre todo a la fase industrial del ca­
pitalism o— extendieron ampliamente su alcance civil, y este hecho
supuso, de form a involuntaria, la integración del Estado-nación, la
consolidación de las clases nacionales y el debilitamiento de los acto­
res del p o d e r local-regional y transnacional.
G ra n parte de las teorías funcionalistas, marxianas y neoweberia-
nas sobre el Estado m oderno destacan el aumento de su tamaño, al­
cance, eficacia y homogeneidad. C on todo, a medida que los Estados
crecían y se diversificaban, sus dos mecanismos de con trol em ergen­
tes — representación y burocracia— luchaban p o r avanzar al mismo
ritmo. Los conflictos representativos giraron en to rn o a qué clases y
qué comunidades religiosas y lingüísticas debían estar representadas
y en qué lugar; esto es, ¿hasta qué punto debía ser centralista y nacio­
nal el Estado? A u nqu e el «quién» ha producido numerosas teorías,
no podem os decir lo mismo del «dónde». En realidad, existen nu m e­
rosos estudios empíricos sobre los derechos de los estados en Estados
U nido s o sobre las nacionalidades en la A u stria de los Habsburgo.
Pero la lucha entre los actores del poder nacional centralizado y del
po d er local-regional constituyó un hecho universal, y las cuestiones
rep resen tativa y nacional aparecieron siempre entrelazadas. C o m o
ninguna de ellas quedó resuelta durante este periodo, el crecimiento
de los Estados los hizo menos coherentes, lo que puede apreciarse
con toda nitidez en la disyunción entre política interior y exterior: las
clases estaban obsesionadas po r la política interior, mientras que las
elites políticas y militares disfrutaban del m o n o p o lio de la política
exterior. El marxismo, la teoría del elitismo y la teoría pluralista en­
cuentran en los Estados una coherencia excesiva. P o r mi parte, recu­
Introducción 21

rro a mi pro p ia teoría « p o lim o rfa » , que presento en el capítulo 3,


para dem ostrar que los Estados m odernos «cristalizaron», a menudo
confusamente, en cuatro formas principales, la capitalista, la milita­
rista y las diferentes soluciones a las cuestiones representativa y na­
cional. La conclusión del capítulo 14 resume mi teoría sobre el auge
del Estado m oderno.
El cuarto grupo, los capítulos 15 a 20, aborda los movimientos de
clase entre las clases medias y bajas, y la aparición de las naciones p o ­
pulares a partir de 1870. El capitalismo comercial e industrial pro d u ­
jeron, de m odo simultáneo y ambiguo, organizaciones de clase, sec­
cionales y segm éntales. A t r i b u y o so bre to d o los resultados a las
relaciones de p o d er político autoritario. En eljcapítulo 15 analizo la
«primera clase obrera», aparecida en G ra n Bretaña a comienzos del
siglo XIX . El capítulo Í6 se ocupa de tres fracciones de la clase media
— pequeña burguesía, profesionales y empleados de carrera— y de
sus relaciones con el nacionalismo y el Estado-nación. Los capítulos
17 y 18 describen la competencia a tres bandas p o r la voluntad de los
obreros entre clases, sectores y segmentos, que se resolvió autorita­
riamente a través de las diversas cristalizaciones de los Estados m o­
dernos. El capítulo 19 analiza una resolución similar de la competen­
cia p o r el alma de los campesinos entre las «clases definidas po r la
producción», las «clases definidas p o r el crédito» y los «sectores seg­
méntales». El capítulo 2 0 plantea una generalización de todo este ma­
terial y resume las relaciones entre las fuentes del poder social d u ­
rante el «largo siglo X I X » .
D e este m odo, en el capítulo 7, en las deducciones de los capítulos
10, 11 y 14 y en el capítulo 20 generalizo las conclusiones del p re ­
sente volumen. Pero existe aún otra conclusión sobre el periodo, de
carácter auténticamente empírico. La sociedad occidental culminó en
la G ra n G uerra, el conflicto más devastador de la historia. El siglo
anterior también había culminado con una ruinosa secuencia de gue­
rras, las de la R evolu ción Francesa y los conflictos napoleónicos; es­
tos puntos culminantes serán analizados en los capítulos 8 y 21. El
capítulo 21, donde se explican las causas de la Primera G uerra M u n ­
dial, constituye la última ejemplificación empírica de mi teoría gene­
ral. Rechazo allí las explicaciones que se concentran de m odo predo­
minante en la geopolítica o en las relaciones de clase. N inguna de
ellas puede explicar la irracionalidad objetiva de aquellos actos, reco­
nocida incluso p o r sus protagonistas en tiempos más pacíficos. El en­
tramado de las clases, las naciones y sus rivales produ jo una espiral
22 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

descendente de consecuencias internas y geopolíticas involuntarias,


demasiado complejas para la com prensión cabal de los participantes o
para su control p o r parte de unos Estados polim orfos. C o n ven d ría
aprender la lección de esta decadencia e institucionalizar el p o d er con
objeto de no repetir tales acontecimientos.
Lo que resta de este capítulo y los dos siguientes explican con
m ayor detalle mi modelo IEM P de poder. Repito aquí el consejo que
di al lector al comenzar el V o lu m en I: si encuentra difícil la teoría so­
ciológica, puede saltar directamente al prim er capítulo narrativo, el
número 4. Cabe esperar que más tarde sienta ganas de regresar a la
teoría.

El modelo IE M P de organización del p o d er

En busca de nuestros objetivos, nos adentraremos en las organi­


zaciones de poder con tres características formales y cuatro sustan­
ciales que determinan la estructura general de las sociedades:

1. C o m o he apuntado antes, la organización supone la existen­


cia de un poder colectivo y distributivo. La m ayoría de las relaciones
reales de poder — entre clases o entre un Estado y sus súbditos— los
comprenden a ambos, en combinaciones variables.
2. El poder puede ser extensivo o intensivo. El p o d er extensivo
puede organizar grandes masas de población en territorios extensos.
El poder intensivo moviliza un alto grado de avenencia entre quienes
■participan de él.
3. El poder puede ser autoritario o difuso. El p o d er au to ritario
comprende las órdenes procedentes de la voluntad de un actor (n o r­
malmente, una colectividad) y supone la obediencia consciente de los
subordinados. Los ejemplos típicos son las organizaciones de pod er
militar y político. El p o d er difuso no manda directamente; se propaga
de form a relativamente espontánea, inconsciente y descentralizada.
Los sujetos se ven obligados a actuar de una form a determinada, pero
no por orden de una persona u organización concreta. La fo rm a tí­
pica del poder difuso son las organizaciones de p o d er ideológico y
económico. El intercambio mercantil del capitalismo constituye un
buen ejemplo de ello. Esta form a de p o d er entraña un grado conside­
rable de imposición, aunque se trata de un hecho no personalizado,
que suele parecer «natural».
Introducción 23

C uando es eficaz, el ejercicio del poder com bina el p o d e r colec­


tivo y distributivo, extensivo e intensivo, autoritario y difuso. D e ahí
las escasas posibilidades de que una sola fuente de p o d e r — p o r ejem ­
plo, económ ico o militar— sea capaz de determ inar p o r sí sola la es­
tructura total de las sociedades. Debe unirse co n otros recursos de
poder, com o en el caso de las dos determinaciones duales que identi­
fico a lo largo de este periodo. Existen de hecho cuatro fuentes sus­
tantivas de p o d er social: económica, ideológica, militar y política.

1. El p o d er ideológico procede de la necesidad hum ana de dotar


a la vida de un significado último, com partir norm as y valores y p a r ­
ticipar en prácticas estéticas y rituales. El c o n tro l de una ideología
que combine significados últimos, valores, normas, estética y rituales
brinda un p o d er social general. Las religiones c o n stitu ye ro n el ejem ­
plo fundam ental del V olum en I; en el presente v o lu m e n figuran junto
a ideologías laicas com o el liberalismo, el socialism o y el nacion a­
lismo, las cuales, cada una a su modo, se esfo rzaro n p o r resolver el
problem a del sentido de las clases y las naciones.
Cada fuente del poder genera distintas form as de organización. El
p o d er ideológico es .predominantemente difuso, o rdena a través de la
persuasión y pretende una participación «verdadera» y «libre» en el
ritual. Se difunde de dos formas principales. Puede ser «trascendente»
desde el pu nto de vista socioespacial, esto es, una ideología puede di­
fundirse directamente por las fronteras de las organizaciones de p o ­
der económico, militar y político. Los seres hum anos que pertenecen
a diferentes Estados, clases, etc., afrontan problem as semejantes, para
los que una ideología puede ofrecer soluciones creíbles. Entonces, el
p o d e r ideo ló gico se extiende trascendentalm ente para f o r m a r una
nueva red de interacción social, característica y poderosa. En segundo
lugar, el p o d er ideológico puede consolidar una organización de p o ­
der ya existente, mediante el desarrollo de su «m oral inmanente». La
trascendencia es una forma de poder radicalmente autónom a; la in­
manencia reproduce y fortalece las relaciones de p o d er ya existentes.
2. El p o d er económico nace de la necesidad de extraer, tra n sfo r­
mar, distribuir y consum ir los recursos de la N aturaleza. Resulta p a r ­
ticularmente poderoso porque combina la colaboración intensiva del
trabajo cotidiano con los circuitos extensivos de la distribución, el in­
tercambio y el consum o de bienes. Ello genera una com binación esta­
ble de p o d er intensivo y extensivo, y norm alm ente también de p o d er
24 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

autoritario y difuso (el prim er par se centra en la producción; el se­


gundo, en el intercambio). En el volum en I he denom inado a estas
organizaciones de poder económico «circuitos de praxis», pero el tér­
mino resulta demasiado abstruso. A b an d on o ahora este nom bre para
adoptar unas etiquetas más convencionales para las form as de colab o­
ración y conflicto económicos que analizo en estos volúm enes: las
clases y las organizaciones económicas seccionales y segméntales.
Todas las sociedades complejas han contado con un con trol desi­
gualmente distribuido de los recursos económicos. A s í pues, las cla­
ses han sido ubicuas. M a rx distinguió de fo r m a más básica entre
quienes poseían o controlaban los medios de producción, distribu­
ción e intercam bio y quienes co n trolaban sólo su p r o p io trabajo,
aunque es evidente que podríamos continuar la distinción y diferen­
ciar con más detalle otras clases con derechos más específicos sobre
los recursos económicos. Estas clases pueden dividirse también en ac­
tores más pequeños y seccionales, como un oficio especializado o una
profesión. Las clases se relacionan mutuamente de manera vertical: la
clase A está po r encima de la clase B y la explota. Pero otros grupos
establecen también conflictos horizontales entre sí. Me atengo al uso
antropológico para llamar a estos grupos «segmentos» 2. Los m iem ­
bros de un grupo segmental provienen de distintas clases: una tribu,
un linaje, una red clientelista, una localidad, una empresa industrial,
etc. Los segmentos compiten entre sí horizontalmente. Las clases, las
secciones y los segmentos se cruzan y atenúan mutuamente en las so­
ciedades humanas.
En el V o lu m en I he mostrado el frecuente predom inio de los seg­
mentos y las secciones sobre las clases. En general, estas últimas se
m an tuvieron «latentes»: los propietarios, los trabajadores y otros ele­
m entos luchaban entre sí, pero solían hacerlo de form a semioculta,
intensiva y limitada a un nivel cotidiano y local. La lucha más exten­
siva se entabló entre los segmentos. P ero cuando las relaciones de
clase com en zaron a predominar, alcanzamos un segundo estadio: el
de las clases «extensivas», unas veces «simétricas» y otras «asimétri­
cas». Las clases extensivas y asimétricas aparecieron, p o r lo general,
antes: só lo los p ro p ie ta rio s estaban o rg a n iz a d o s ex tensivam ente,
mientras que los trabajadores se encontraban bloqueados en organi-

- C o n b astante confusión, los teóricos am eric anos de las clases em p lean el térm in o
« s e g m e n to » p a r a referirse a una parte de la clase, lo qu e recibe en E u ro p a el n om bre
de « fra c ció n » . P o r mi parte, me atengo aqu í al uso europeo y antropoló gic o.
Introducción 25

zaciones seccionales y segméntales. Más tarde, en estructuras de clase


extensivas y simétricas, las dos clases principales se organizaron en
un área socioespacial semejante. P o r fin, llegamos a la «clase po lí­
tica», organizada para d o m inar el Estado. A q u í también podem os
distin g u ir entre estructuras de clase simétricas y asimétricas (por
ejem p lo , d o n d e sólo los p r o p ie ta r io s están o rg an iz ad o s po lítica­
mente). Marx, en sus m omentos más grandiosos, sostuvo que las cla­
ses extensivas, políticas y simétricas y la lucha de clases eran el m otor
de la historia. Sin embargo, com o expuse en el V o lum en I (salvo en el
caso de la Grecia clásica y de los comienzos de la R om a republicana),
las clases no com enzaron a ser políticas y extensivas hasta justo antes
de la R evolu ción Industrial. En la m a y o r parte de las sociedades agra­
rias existe una clase dominante, organizada extensivamente, que «en1
jaula» a las clases latentes subordinadas dentro de sus propias organi­
zacion es segm éntales de p o d er. En este V o l u m e n describiré una
derivación incom pleta hacia la lucha de clases plena y simétrica de
Marx, así com o la consiguiente transform ación vinculada de seccio­
nes y segmentos.
3. El p o d e r m ilitar es la organización social de la fuerza física.
Nace de la necesidad de organizar la defensa y la utilidad de la agre­
sión. El p o d er militar posee aspectos tanto intensivos como extensi­
vos, puesto que requiere una intensa organización para preservar la
vida y causar la muerte, y puede organizar a un elevado número de
individuos en vastas áreas socioespaciales. Quienes lo monopolizan,
com o las elites o castas militares, pueden esgrimir un grado de poder
social general. La organización militar es p o r naturaleza autoritaria y
«concentrada-coercitiva». El estamento militar proporciona una co­
erción disciplinada y rutinizada, especialmente en los ejércitos m o ­
dernos (en el capítulo 12 subrayo el papel de la disciplina militar en la
sociedad moderna)'. El influjo de su p o d er en el resto de la sociedad
es doble desde el punto de vista socioespacial. P rop orcion a un núcleo
concentrado en el que la coerción garantiza una colaboración posi­
tiva; p o r ejemplo, en el trabajo esclavo de las antiguas sociedades his­
tóricas o en «demostraciones de fuerza» ritualizadas, como veremos
en el presente volum en. P ero también pro d u ce un impacto mucho
más amplio y de un carácter más negativo y terrorista, tal como he
subrayado en el V o lu m en I, capítulo 5, bajo el título de «Los prim e­
ros imperios de dom inación». En el O ccidente m oderno, el poder
militar es diferente. H a sido form alm en te m o n o p o liz ad o y restrin­
gido p o r los Estados, si bien las elites militares han conservado una
26 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

considerable autonom ía dentro de aquéllos, y no han dejado de in­


fluir en la sociedad, com o tendremos ocasión de com probar.
4. El p o d er político surge p o r la utilidad de una regulación cen­
tralizada y territorial. En definitiva, poder político significa p o d er es­
tatal. Su naturaleza es autoritaria, ya que imparte órdenes desde un
centro. La organización del Estado es doble: desde el punto de vista
interno, se encuentra «territorialmente centralizado»; pero cara al ex­
terior, implica una geopolítica. A m b o s planos influyen en el desarro­
llo social, particularmente en la época moderna. En el capítulo 3 esta­
blecí una teoría del Estado moderno.
La lucha po r el control de las organizaciones de p o d er ideológico,
económico, militar y político constituye el drama más importante del
desarrollo social. Las sociedades se estructuran, ante todo, mediante
la interacción de los poderes ideológico, económico, militar y p o lí­
tico. Pero, dicho así, se trata sólo de cuatro tipos ideales, y lo cierto
es que 110 existen en form a pura. Las organizaciones reales del pod er
los mezclan, porque los cuatro son necesarios entre sí y para la exis­
tencia social. U na organización económica, p o r ejemplo, requiere que
algunos de sus miembros compartan norm as y valores ideológicos.
También necesita de una defensa militar y una regulación estatal. De
esta forma, las organizaciones ideológicas, militares y políticas a y u ­
dan a estructurar las económicas, y viceversa. N o hay en las socieda­
des niveles o subsistemas autónom os que se desarrollen aisladamente,
según su propia lógica («del m odo de produ cción feudal al m odo de
produ cción capitalista», «del Estado dinástico al E stad o -n ació n » ,
etc.). D urante las grandes transiciones, la interrelación y la pro pia
. identidad de organizaciones tales com o «la economía» o «el Estado»
comienzan a sufrir una metamorfosis, que puede cambiar incluso la
propia definición de «sociedad». Durante el periodo que nos ocupa,
el Estado-nación y un concepto más amplio de civilización transna­
cional compitieron com o unidades básicas de pertenencia en O c ci­
dente. En ese marco también sufrió una metamorfosis la «sociedad»,
el concepto básico de la sociología.
Las fuentes de poder generan, pues, redes de relaciones de pod er
que se interscctan y se superponen a otras dinámicas y fronteras so-
cioespacialcs; esta interrelación presenta consecuencias involuntarias
para los actores de poder. Mi m odelo IEMP no consiste en un sis­
tema social dividido en cuatro «sTíb sis Lemas», «niveles», «dim ensio­
nes» o cualesquiera otros de los términos geométricos favoritos de
los teóricos sociales. Constituye, po r el contrario, una aproximación
Introducción 27

analítica para com prender el desorden. Las cuatro fuentes del p o d er


ofrecen me“dios concretos de organización, con capacidad potencial
de brindar a los seres humanos la consecución de sus objetivos. Pero
los medios elegidos y sus posibles combinaciones dependerán de la
interacción permanente entre las configuraciones de p o d er histórica­
mente dadas y lo que aparece entre ellas y dentro de ellas. Las fuentes
del pod er social y las organizaciones que las mcardinan son impuras
y «promiscuas». Se entretejen mutuamente en una com pleja interac­
ción de fuerzas institucionalizadas y fuerzas intersticiales emergentes.

¿U n largo siglo revolucionario?

Este volu m en presenta una evidente discontinuidad respecto al I,


donde abarqué 10.000 años de experiencia social de la hum anidad y
5 .0 0 0 de histo ria civilizada en to do el m u n d o , m ientras que aquí
abordaré apenas 154 años, y ello en el núcleo de una única civiliza­
ción: la E uropa occidental y su principal vastago co lo n ial de raza
blanca. Muchas de las cuestiones de amplio alcance tratadas en el V o ­
lumen I caen fuera del ámbito de este. N o po d ré desarrollar (salvo en
formas m u y limitadas) uno de sus temas principales: la dialéctica en ­
tre los imperios de dominación y las civilizaciones con múltiples ac­
tores de poder, puesto que esta civilización en concreto es meramente
un ejemplo de las últimas. En este volum en sustituyo lo m acro p o r lo
micro.
Existen buenas razones para reducir el objetivo. La civilización
occidental, además de transformar el planeta, ha transmitido una r i­
queza documental que permite una descripción más sustanciosa, ca­
paz de vincular las macroestructuras a los grupos con p o d er de deci­
sión y a las agencias humanas individuales. P o r otra parte, ensayo
también un análisis más comparativo. A este respecto, debo aclarar
que no soy po r principio enemigo de este tipo de análisis, aunque al­
gunos reseñadores del V olum en I lo hayan supuesto. C u a n to más
numerosos son los casos cercanos en el tiempo de la historia u n iv e r­
sal, m ayores serán también las posibilidades de com paración. Siem ­
pre que no perdamos de vista que los cinco casos que estudio fueron
«países» o «piotencias» y no «sociedades» completas, pod rem os c o m ­
pararlos con provecho. Por otra parte, la m ayoría de los historiadores
y los sociólogos consideran que este periodo representa una disconti­
nuidad respecto a la historia anterior. Creen que el desarrollo social
28 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

general dependió ante todo de una revolución singular, norm alm ente
de tipo económico. Estamos ante una explicación m ucho más simple
que la de mi modelo IEMP: no cuatro, sino una sola fuente fu nd a­
mental de poder; no una interacción ni una metamorfosis im pura e
intersticial, sino un sistema dialéctico único. ¿Es útil ese m odelo de
revo lu ció n única?
En el curso de unos setenta años, prim ero en G ra n Bretaña, de
1 7 8 0 a 1850, y después en América y Europa occidental, durante los
setenta siguientes, tuvo lugar lo que habitualmente se reconoce como
el cambio revolucionario más trascendente de la historia humana: la
R ev o lu ció n Industrial. Este hecho transform ó el pod er de los seres
hum anos sobre la naturaleza y sobre sus propios cuerpos, la localiza­
ción y densidad de los asentamientos humanos, el paisaje y los recur­
sos naturales de la Tierra. Durante el siglo XX tales transformaciones
se extendieron po r el mundo. H o y vivim os en una sociedad global.
N o se trata de una sociedad unitaria, de una comunidad ideológica o
de un Estado, sino de una única red de poder, influida p o r to d o tipo
de perturbaciones: derrocamiento de imperios, migraciones masivas,
transporte de todo tipo de materiales y mensajes, y, finalmente, am e­
nazas contra el ecosistema y la atmósfera planetaria.
U n a gran parte de las teorías históricas y sociológicas consideran
tales cambios «revolucionarios», en el sentido cualitativo, no m era­
m ente cuantitativo, y establecen una dicotom ía en la historia de la
hum anidad a partir del año 1800. La teoría sociológica clásica fue al
principio poco más que una serie de dicotomías entre las sociedades
pasadas y presentes, como si cada una de ellas hubiera tenido un ca­
rácter un itario y sistèmico. Entre estas dicotom ías destacan las si­
guientes: el paso de la sociedad feudal a la sociedad industrial (Saint-
Simon); la transición de la etapa metafísica a la científica (Com te); la
de la sociedad militante a la industrial (Spencer); la del feudalismo a la
del capitalismo (Smith, los economistas políticos y Marx); la del esta­
tus a la del contrato (Mame); la de la comunidad a la de la asociación
(Tonnies); y la de las formas mecánicas a las formas orgánicas de la
división del trabajo (Durkheim). El p ro p io W eber, que no estableció
dicotomías, concibió la historia como un proceso singular de racio­
nalización, aunque rastreó su desarrollo desde mucho más atrás.
Y esta idea se ha prolongado. En la década de 19 50 Parsons esta­
bleció una cuádruple dicotomía que revolucionaba las relaciones in­
terpersonales, según la cual éstas se desplazaban de lo particular a lo
universal, de lo adscriptivo a una orientación hacia el logro, de lo
Introducción 29

afectivo (es decir, con carga emocional) a lo neutral e instrumental, de


lo específico de una relación concreta a lo difuso a través de num ero­
sas relaciones. Las relaciones preindustriales se habrían regido po r las
prim eras características; las sociedades industriales, p o r las últimas.
Más tarde, los fantasmas de C o m te y M arx reaparecían en la distin­
ción establecida p o r Foucault (1974, 1979) entre una era clásica y una
era burguesa, cada cual dominada p o r su propia «episteme» o « fo r­
mación discursiva» del conocim iento y del poder. Giddens (1985) se
ap roxim a a to do s estos autores con su distin ció n declaradamente
«discontinuista» entre las sociedades prem od ernas y los m odernos
Estados-nación.
En tiempos recientes han aparecido algunas tricotomías, es decir,
argum entaciones sobre un tercer tipo de sociedad a finales del si­
glo XX. Se sugieren ahora dos transiciones: del feudalismo a la socie­
dad industrial y de ésta a la sociedad posindustrial; del feudalismo al
capitalismo y de éste al capitalismo de m o n o p o lio , capitalismo desor­
ganizado o poscapitalismo; de la sociedad prem oderna a la moderna
y de ésta a la posmoderna. H o y , el posm odern ism o alborota la uni­
versidad; sin embargo, sólo avanza a través de la sociología. Su vitali­
dad depende de que haya existido realmente una época «moderna»
anterior. N o es éste el lugar para discutir las terceras etapas (que apa­
recerán en el V o lu m en III), pero las revisiones no cuestionan la natu­
raleza revolucionaria y sistèmica de la prim era transición; sencilla­
mente, se limitan a añadir una segunda.
Intentaré esclarecer estas dicotomías y tricotomías criticando sus
dos supuestos principales y su desacuerdo interno. En prim er lugar,
suponen que este periodo transform ó cualitativamente el conjunto de
la sociedad. En segundo lugar, achacan la transformación a una revo-,
lución económica. En su m ayoría son explícitas al respecto, pero al­
gunas resultan bastante opacas. P o r ejemplo, Foucault nunca explicó
su transición, pero la describió repetidamente como una revolución
«burguesa» en un sentido aparentemente marxiano (aunque, al care­
cer de una teoría real del p o d er distributivo, nunca aclaró quién hace
qué y a quién se lo hace). P o r mi parte, critico los dos supuestos.
Pero la aclaración puede c o m en zar p o r el desacuerdo entre las
propias dicotomías. Mientras que algunas plantean que la esencia de
la n u e v a e c o n o m ía fue in d u stria l ( S a in t-S im o n , C o m te , Spencer,
D urkheim , Bell, Parsons), otros la etiquetan de capitalista (Smith, los
economistas políticos, Marx, los neomarxistas, Foucault, Giddens y
la m ayoría de los posmodernistas). El capitalismo y el industrialismo
30 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

fueron procesos distintos que tu viero n ,lu g ar en tiempos diferentes,


sobre podo en los países más adelantados. G ra n Bretaña poseía ya una
economía predom inantem ente capitalista m ucho antes de la R e v o lu ­
ción Industrial.
En la* década de 17 70 A d a m Smith aplicó su teoría del capitalismo
de mercado a una economía esencialmente agraria, al parecer sin p e r­
cibir la revolución industrial que se avecinaba. Si la escuela capitalista
está en lo cierto, debemos fechar la transform ación revolucionaria in­
glesa a partir del siglo x v m o incluso del x v n . Pero si lo está la es­
cuela industrial, podemos conservar la fecha de comienzos del siglo
XIX. N o obstante, si ambas tienen razón en parte, tu vo que haber más
de un proceso revolucionario, y entonces deberemos desenmarañar
su entrelazamiento. En realidad, puede que las transformaciones eco­
nómicas fueran aún más complicadas. A lgu nos historiadores ec o n ó ­
micos minimizan la importancia de la (primera) R evolu ción Indus­
t r i a l , m i e n t r a s q u e o t r o s p o n e n el é n f a s i s en u n a « S e g u n d a
Revolución Industrial», que afectó, de 18 8 0 a 1920, a las economías
de vanguardia. Pero las relaciones del capitalismo con la industriali­
zación también difirieron en los distintos países y regiones; así pues,
intentaré dem ostrar que la transform ación económica no fue ni sin­
gular ni sistèmica.
¿Fue un cambio cualitativo? Sí para el p o d er colectivo; no para el
distrfldutivoTSe p ro du jo ciertamente una auténtica trasform ación ex­
ponencial, sin paralelo, de la logística del p o d er colectivo (como des­
taca Giddens, 1985). Si medimos este últim o según tres baremos: la
capacidad de m ovilizar grandes gímpos'de pérsónás, la capacidad de
extraer energía de la naturaleza y la capacidad de esa civilización para
explotar colectivamente a otras.
El crecimiento de la población mide el aumento de la capacidad
de m ovilizar a los individuos para la cooperación social. En Inglate­
rra y Gales el proceso del desarrollo hum ano pro d u jo una población
ele 5 millones hacia 1640. Después de 1750, la curva ascendente de la
población alcanzó los 10 millones hacia 18 1 0 , y los 15 en 1840. En
treinta años se consiguió lo que antes había requerido milenios. El
primer billón de personas en todo el planeta no se alcanzó hasta 1830;
el segundo necesitó un siglo; el tercero, treinta años; y el cuarto,
quince años (M c K e o w n , 1976: 1 a 3; W r ig le y y Schofield, 19 8 1 : 20 7 a
215). D urante los milenios anteriores la esperanza de vida se limitaba
po r lo general a los 30 años; a lo largo del siglo XIX se llegó a los 50
años en Europa; y durante el siglo X X , a más de 70 años. T o d o un
Introducción 31

cambio para la experiencia humana (Hart, de pró x im a aparición). La


misma aceleración se produjo en todas las form as de m ovilidad colec­
tiva. D e 17 6 0 a 1 9 1 4 las estadísticas sobre la com unicación de m ensa­
jes y el tran sporte de bienes, sobre el p r o d u c to b ru to nacional, la
renta pe r cápita y la capacidad mortífera de las armas m uestran un
despegue que supera todos los ritmos históricos conocidos. El creci­
m iento de la m o viliz a c ió n del p o d e r co lec tivo , lo que D u r k h e i m
llamó la «densidad social», fue auténticamente exponencial.
La habilidad de los seres humanos para extraer energía de la natu­
raleza creció también enormemente. En las sociedades agrarias estu­
diadas en el V o lu m e n I, la producción de energía dependía casi p o r
com pleto de la musculatura humana y animal. Pero los músculos ne­
cesitaban las calorías producidas p o r la agricultura, y ésta, a su vez, el
trabajo de la práctica totalidad de la población. Era una especie de
trampa energética, que dejaba poco tiempo para actividades no agrí­
colas que no estuvieran destinadas al servicio de clases dom inantes de
reducido tamaño, ejércitos e iglesias. Landes (1969: 97 a 98) apunta el
cambio que introdu jeron las minas de carbón y las máquinas de v a ­
por; hacia 18 70 el consumo de carbón superaba en G ra n Bretaña los
100 millones de toneladas, que producían unos 80 0 millones de calo­
rías, capaces de satisfacer las demandas energéticas de una sociedad
preindustrial de unos 200 millones de adultos. La pob lación británica
ascendía en 18 7 0 a 31 millones, pero no hicieron falta más de 40 0.00 0
mineros para generar semejante energía. La capacidad de los seres h u ­
manos para extraer energía ha llegado a am enazar con agotar las re­
servas de la Tierra y destruir su ecosistema.
En términos históricos, este ritmo de extracción de energía p r o ­
duce vértigo. Las sociedades agrarias pudieron igualar en ocasiones la
concentración energética de una mina de carbón o una gran máquina
de v a p o r — p o r ejemplo, durante la con stru cc ió n de una pirám ide
egipcia o de una calzada po r una legión romana— , mas para ello n e­
cesitaban miles de hom bres y animales. L o s ca m in os de acceso a
aquellos emplazamientos, que terminaban en grandes almacenes, se
encontraban atascados de carromatos llenos de sum inistros. En m u ­
chos kilóm etros a la redonda, la agricultura se organizaba para llevar
allí sus excedentes. Esta logística agraria suponía la existencia de una
federación au to ritaria de organizaciones de p o d e r lo cal-reg io n al y
segmental, que concentraban sus fuerzas en esa tarea extraordinaria
po r medio de la coerción. Sin embargo, cuando las máquinas de v a ­
po r se extendieron po r toda Inglaterra hacia 18 7 0 cada una de ellas
32 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

necesitaba quizás unos cincuenta trabajadores con sus familias, unas


cuantas bestias, un taller y un par de vehículos de suministro. La p r o ­
ducción de energía ya 110 necesitaba la movilización concentrada, ex­
tensiva y coercitiva. Se hallaba difundida p o r la sociedad civil, trans­
fo rm an d o la organización de poder colectivo.
Esta civilización era capaz de dominar el m undo p o r sí sola. Bai-
ro ch (198 2) ha reunido varias estadísticas históricas de produ cción
(que analizaré en el capítulo 8). En 17 5 0 Europa y A m érica del N o rte
abarcaban alrededor del 25 po r 100 de la producción industrial del
m undo; hacia 19 13 , alcanzaban el 90 p o r 10 0 (quizás algo menos, ya
que las estadísticas m inim izan la p ro d u cc ió n de las econom ías no
monetarias). La industria se encontraba lista para transform arse en
superioridad militar. U n o s cuantos contingentes europeos, relativa­
mente pequeños, de tropas y flotas podían intim idar continentes y
rep artirse el m undo. Sólo Japón, el in te rio r de C h in a y los países
inaccesibles y poco atractivos se libraron de los imperios europeos y
sus colonos blancos. Entonces, el este de Asia reaccionó y se unió a
esta selecta banda de saqueadores de la Tierra.
C o m o afirm an las teorías dicotómicas, el p o d er colectivo occi­
dental experimentó una revolución. M e jo ró la organización cualita­
tiva de las sociedades para movilizar la capacidad humana y explotar
la naturaleza, pero también para explotar a otras sociedades menos
desarrolladas. Su extraordinaria densidad social permitió la participa­
ción en la misma «sociedad» tanto a los dirigentes com o al pueblo.
Los contem poráneos llamaron «modernización» o «progreso» a esta
revo lu ció n del poder colectivo. Veían en ella el cambio hacia una so­
ciedad más rica, más sana y m ejor en todos los aspectos, que aumen­
taría la felicidad humana y la moralidad social. Pocos dudaban de que
los europeos estaban dando un salto cualitativo en la organización de
la sociedad, tanto en las colonias como en la madre patria. P o r m uy
grande que sea nuestro escepticismo actual, incluso nuestra alarma
p o r dicho «progreso», no podemos ignorar que durante el largo si­
glo X IX m u y pocos lo pusieron en duda.
El cambio se produjo en un tiempo tan breve y a que algunas de
las transformaciones más profundas tuvieron lugar en el curso de la
vida de una persona. A lgo m uy distinto a lo que hemos visto en la
m ayo ría de los cambios estructurales descritos en el V o lu m e n I. P o r
ejemplo, la aparición de las relaciones sociales capitalistas en Europa
occidental había requerido siglos, y aunque la población experimentó
en su carne algunas de sus consecuencias (por ejemplo, la sustitución
Introducción 33

de las corveas p o r rentas en metálico o el cercamiento forzoso de las


tierras), es dudoso que alguien com prendiera los macrocambios que
estaban en marcha. P o r el contrario, los macroprocesos del siglo XIX
fu ero n identificados p o r participantes reflexivos; de ahí la aparición
de las propias teorías dicotómicas, que en realidad constituían sólo
versiones relativamente científicas de las ideologías contemporáneas
de la modernización.
Pero la autoconsciencia y la reflexión se alimentan a sí mismas. Si
los actores sociales se dan cuenta de las transformaciones estructura­
les en curso, puede que intenten resistirse a ellas. Pero si, como en
este caso, las transform aciones acentúan los poderes colectivos, es
más probable que intenten em bridar la m odern ización conform e a
sus intereses. Sus posibilidades de lograrlo dependen del poder distri­
butivo que tengan.
U n a mirada superficial podría concluir que también el poder dis­
tribu tivo experim entó una transform ación a com ienzos de este p e­
riodo. Las clases y las naciones, actores relativamente noveles en las
luchas p o r el poder, generaron los acontecimientos sociopolíticos que
denom inam os «revoluciones». En el V o lum en I demostré que la o r­
ganización de clase y de nación era una rareza en las sociedades agra­
rias. Pero com o observaron M arx y W e b er, entre otros, la lucha na­
cional y de clase se c o n v ir tió ahora en un hecho decisivo para el
desarro llo social. El p o d er distributivo, com o el colectivo, se des­
plazó desde el particularismo hacia el universalismo.
Curiosam ente, sin embargo, los resultados no fueron revo lu cio ­
narios. T om em os, p o r ejemplo, el caso de G ran Bretaña, la primera
nación industrial. G r a n parte de las relaciones británicas de poder
distributivo propias de 17 6 0 subsistían en 1 9 1 4 y subsisten en la ac­
tualidad. Y en los casos en que han cambiado, la transición se encon­
traba en marcha mucho antes de 1760. El protestantism o de Estado
se introdujo gracias a Enrique VIII, se consolidó gracias a la G uerra
C ivil y acabó p o r ser casi secular durante el siglo XVIII y la primera
parte del XIX. La m o n arq u ía c o n stitu cio n al se institu cion alizó en
1688; desde entonces, a lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX, los p o ­
deres monárquicos han sufrido una fuerte erosión, aunque ello no ha
evitado la confirm ación de su dignidad simbólica. La agricultura y el
com ercio se tran sform aron p ro n to en actividades capitalistas; la in­
dustria fue moldeada p o r las instituciones comerciales del siglo x v n i
y las clases modernas han sido absorbidas p o r ese capitalismo. La C á ­
mara de los Lores, las dos universidades antiguas, las escuelas públi­
34 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

cas, la C ity, la guardia de palacio, ¡os clubes londinenses, la clase bu ­


rocrática, todo ello sobrevive dentro del p o d er como una mezcla del
siglo XIX con todos los siglos pretéritos. En realidad, se p ro du jero n
también auténticos desplazam ientos de p o d e r — el auge de la clase
media y de la clase obrera, la expansión de la democracia de partidos,
el nacionalismo popular y el Estado asistencial— , pero la tendencia
general no fue tanto la transform ación cualitativa que defienden las
teorías dicotómicas com o los cambios graduales, que dem ostraron la
inmensa capacidad de adaptación de los regímenes gobernantes.
Acaso G ran Bretaña, en muchos sentidos el país más conservador
de Europa, constituya un elemento extremo; pero encontram os p a u ­
tas semejantes en otros lugares. En el mapa religioso europeo, esta­
blecido ya en 1648, no volv ie ro n a registrarse alteraciones significati­
vas. La religión cristiana q u ed ó prácticam ente secularizad a desde
entonces. Es verdad que hubo dos grandes derrocam ientos de m o ­
narquías al com ienzo de nuestro periodo, pero las revoluciones am e­
ricana y francesa tuvieron lugar antes de la industrialización de esos
países, y (como veremos) la R evolu ción Francesa necesitó todo un si­
glo para conseguir unos cambios bastante más modestos que los que
había p ro m etid o en un principio; la C o nstitu ción de los revoluciona­
rios americanos, p o r su parte, no tardó en convertirse en una fu erza
conservadora para las posteriores relaciones de p o d e r distributivo.
En otros lugares, el capitalismo y la industria resultaron desestabili­
zadores, pero rara vez derrocaron al antiguo régimen; sólo hubo dos
revoluciones sociopolíticas, en Francia y Rusia, en comparación con
la m ultitud de revolu ciones fracasadas y de reform as limitadas de
otros países. El antiguo régimen y el nuevo capital norm alm ente se
fundieron en una clase gobernante m oderna durante el siglo X IX; des­
pués hicieron concesiones de ciudadanía, que co n trib u ye ro n también
a domesticar en gran parte a las clases medias, a la clase obrera y al
campesinado. La continuidad resultó aún m a y o r en el Japón, el p rin ­
cipal país capitalista fuera de Occidente.
Quizás haya sido demasiado selectivo y haya subestimado algu­
nos desplazamientos auténticos del p o d er distributivo. Pero el argu­
mento opuesto, que defiende la transform ación — especialmente en el
sentido dialéctico marxiano de los opuestos que chocan en una « re ­
volución» social y política— no parece viable.
Esto parece igualmente cierto para el p o d er distribuido geopolíti-
camente. Los Estados se h ic ie ro n nacionales, p e ro sig u iero n c re ­
ciendo y decayendo, en tanto que algunos, m u y pocos, continuaban
Introducción 35

luchando p o r el liderazgo durante varios siglos. Francia y G ra n B re ­


taña se enfrentaron sin descanso desde la Edad M ed ia hasta este p e ­
riodo. Las novedades fueron el éxito de Prusia, la aparición de los Es­
tados U n id o s y la decadencia de Austria. La R e v o lu c ió n Industrial
(Tilly, 1990: 45 a 47) frenó la tendencia a la concentración del p o d er
en unas cuantas potencias que se había manifestado desde el siglo x v i,
favoreció al Estado-nación en detrimento del im perio multinacional
y privilegió a los Estados que contaban con economías más grandes.
Veremos, no obstante, que estas tendencias dependieron también de
relaciones de p o d er no económicas.
La sorprendente continuidad del p o d er distributivo tiene una ex­
cepción im portante. Las relaciones de p o d e r entre el h o m b r e y la
mujer experim entaron durante este periodo una tran sfo rm ació n r á ­
pida, que sí p o d ría m o s calificar de r e v o lu c io n a ria . En o tr o lugar
(1988) he descrito con brevedad el final del «patriarcado», su sustitu­
ción p o r el «neopatnarcado» y la posterior aparición de unas relacio­
nes más igualitarias entre los géneros. El indicador más sencillo es la
longevidad. D esde los más remotos tiempos prehistóricos hasta fin a ­
les del siglo XIX, los hom bres v iv ie ro n más que las m ujeres, unos
cinco años más en un arco vital de entre treinta y cuarenta y cinco.
Luego, la desigualdad se invirtió: las mujeres viven ahora cinco años
más que los hom bres en un arco vital de setenta años, y la diferencia
sigue agrandándose (Hart, 1990). P o r mi parte, he abandonado la in ­
tención inicial de analizar en este volum en las relaciones de género,
cuya historia se está reescribiendo en este m om ento gracias a la inves­
tigación feminista. N o es éste, pues, el m om ento de intentar una gran
síntesis, aunque form ularé algunos comentarios sobre las conexiones
entre género, clase y nación durante el periodo. Sin em bargo, cabe
afirmar que, exceptuando el género, el pod er distributivo evolucionó
en el periodo menos de lo que sugiere la tradición teórica. Las clases
y los Estados-nación no revolucionaron la estratificación social.
N o han faltado sociólogos e historiadores que lo apuntaran. Así,
M o o re (1973) argumenta que las antiguas pautas de po sesió n de la
tierra afectaron más al desarrollo político que el capitalismo indus­
trial.. R o k k a n .(1970) distingue dos revoluciones, la nacional y la in­
dustrial^'cáela una de las cuáles generó dos escisiones políticas. La r e ­
volución nacional com portó conflictos entre el centro y la periferia, y
entre el Estado y la Iglesia; la R evolución Industrial p ro d u jo con flic­
tos entre la agricultura y la industria, los propietarios y los trabajado­
res. R okkan descifra la dicotomía revolucionaria co m o una co m bina­
36 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

ción compleja de cuatro luchas, en las que las antiguas consignan los
parám etros de las nuevas. Lipset (1985) cree que las variaciones que
presentan los movimientos obreros del siglo XX se debieron a la p r e ­
sencia o ausencia de un feudalismo previo. Corrigan y Sayer destacan
la supervivencia de la clase gobernante británica; su «supuesta sensa­
tez, m oderación, pragmatismo, hostilidad hacia la ideología, y su ca­
pacidad para “salir del paso sin saber c ó m o ”, sus argucias y excentri­
cidades» (1985: 192 y ss.). M a y e r ( 19 8 1) argumenta que los antiguos
regímenes europeos no fu eron liquidados p o r el industrialismo: sólo
se p u sie ro n en peligro de muerte tras pe rp etrar la Prim era G u e rra
Mundial, reaccionar exageradamente ante el socialismo y abrazar el
fascismo.
Estos autores establecen dos puntos. Primero, la importancia de
la tradición. N i el capitalismo ni el industrialismo acabaron con todo;
po r el co n trario , se m oldearon según form as antiguas. En segundo
lugar, estos estudiosos trascienden la economía y añaden a los m odos
de pro d u cció n y a las clases sociales diversas relaciones de pod er p o ­
lítico, militar, geopolítico e ideológico. Sus argumentaciones resultan
con frecuencia acertadas. A lgu no s de los capítulos que verem o s a
continuación se apoyan en ellas, especialmente en las de R okkan, que
percibió la significación de las luchas nacionales y de clase.
N o obstante, hubo cambios en las relaciones de p o d er distribu­
tivo. En prim er lugar, el antiguo régimen no podía limitarse a ignorar
o rep rim ir a las clases y las naciones. Para sobrevivir, debía llegar a un
c o m p ro m iso (W uthno w , 1989: III; Rueschemeyer, Stephens y Step-
hens, 1992). Pero las luchas nacionales también se entrelazaron con
las clases, modificando con ello a todos los actores de poder, no siste­
mática o «dialécticamente», sino p o r vías complejas que a m enudo
surtían efectos involuntarios. En segundo lugar, las tradicionales o r ­
ganizaciones de poder rivales de las clases y las naciones — segménta­
les o seccionales y transnacionales o local-regionales— no fu e ro n eli­
m inadas sino tran sform adas. Las redes flexibles, c o n tro la d as p o r
notables del antiguo régimen, se co n virtieron en partid os políticos
clientelistas, más accesibles a la capacidad de maniobra de los n o ta­
bles, que m antuvieron a raya a los partidos de clase. Las fuerzas ar­
madas se consolidaron, pasando de ser confederaciones más flexibles
de reg im ien to s, «pro p ied a d » de grandes nobles o e m p ren d ed o re s
mercenarios, a fuerzas modernas y profesionales, que im pusieron el
c o n tro l y la disciplina de manera altamente centralizada. La iglesia
católica consolidó también su transnacionalismo gracias a un m a y o r
Introducción 37

p o d er de m ovilización local-regional para organizar el pod er descen­


tralizado contra el Estado-nación. Todas estas organizaciones trans­
fo rm aro n las relaciones de los regímenes con las masas.
En resumen, ^ tr a n s fo r m a c ió n económica no fue única sino m úl­
tiple; el p o d er colectivo experim entó una revolución; la m a y o r parte
de las form as de p o d er distributivo experim entaron alteraciones, pero
no revoluciones; los tradicionales actores de p o d er dominantes so­
breviviero n m ejor de lo esperado; y los actores de pod er fueron cons­
cientes de las transformaciones estructurales, pese a la extrema com ­
plejidad de las mismas. El panoram a resultante tiene consecuencias
para una teoría del cambio social.

El cambio social: estrategias, en trelazam ientos im puros y


consecuencias in volu n tarias

A co m ienzo s del p e rio d o tu vie ro n lugar tres revoluciones que


so rp ren d iero n a sus protagonistas. La R e v o lu c ió n Industrial britá­
nica, iniciada p o r la «mano invisible» de A d a m Smith, no dependió
de la volu ntad de nadie en particular; el p ro p io Sm ith se habría asom­
brado. En segundo lugar, los colonos británicos de A m érica se trope­
zaron, sin quererlo, con la prim era revolución colonial. P or último, el
antiguo régimen francés se vio sorprendido p o r una revolución po lí­
tica que pocos de sus protagonistas pretendían. Los actores de poder
debatieron entonces la posibilidad de repetir o evitar otras revolucio­
nes. Puesto que las revoluciones coloniales no pertenecen al campo
de nuestro análisis, revisaré aquí las revoluciones industriales y polí­
ticas.
A u n q u e la indu strializació n tu v o unos co m ien z o s difíciles, su
imitación y adaptación se p ro d u jero n con sorprendente facilidad, lo
que demuestra que existía alguna fo rm a de comercialización previa.
Las adaptaciones afortunadas se extendieron p o r toda Europa, desde
el norte de Italia y Cataluña hasta Escandinavia, y desde los Urales al
Atlántico, así com o p o r A m érica y Japón. Los regímenes se afanaron
p o r m axim izar los beneficios y m inim izar las perturbaciones, adap­
tando la industrialización a las tradiciones locales. C o n la revolución
po lítica sucedió lo c o n trario : fue ap aren tem en te fácil de em pezar
pero difícil de imitar en cuanto que el antiguo régimen advirtió sus
peligros. N o obstante, el p rogram a revolucionario podía modificarse,
pues los actores de poder, antiguos o nuevos, eligieron distintos ca­
38 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

minos, más o m enos acordes con el g o b ie rn o m o n árq u ico , el g o ­


bierno de la ley, el liberalismo económico, la democracia o el nacio­
nalismo. Las estrategias semiconscientes, de carácter a un tiempo in-
tegrador y represivo, dieron lugar a una enorm e variedad de pautas
de desarrollo no revolucionarias.
En consecuencia, las form as tradicionales ni se rep rod u jero n m se
derrocaron p o r completo. Fueron modificadas o ampliadas conform e
al resultado de los enfrentamientos entre las «derivas-estrategias del
régimen» y las derivas-estrategias de las naciones y clases emergentes.
Por «régimen» entiendo aquí la alianza de los actores dominantes de
pod er ideológico, económ ico y militar, coordinados p o r los gober­
nantes del Estado. Estos últim os, co m o verem o s en el capítulo 3,
comprendían tanto a los «partidos» (en el sentido weberiano) com o a
las «elites del Estado» (en el sentido que les asigna la teoría elitista del
Estado). Buscaron una alianza m odernizadora para m ovilizar los p o ­
deres emergentes de clases y naciones, ante la amenaza de que el Es­
tado sucumbiese p o r rebeliones internas o p o r la acción de potencias
extranjeras. Los regímenes poseen, p o r lo general, una capacidad lo ­
gística m u y superior a los gobernados. Pero su posibilidad de recupe­
ración, en todo caso, dependió de su cohesión. Las banderías faccio­
sas en una era de clases y naciones en auge potenciaron la revolución.
D en o m in o «estrategias del régimen» a los intentos de afrontar el de­
safío planteado p o r la aparición de las naciones y de las nuevas clases
sociales. Pero no todos los regímenes las desplegaron, e incluso los
más perspicaces se viero n abocados po r la complejidad del m om ento
político a tom ar decisiones cuya trascendencia ni ellos mismos co n o ­
cían. La m ayoría de los actores de p o d er hacían pro yecto s y al mismo
tiempo iban a la deriva; po r esa razón hablamos aquí de estrategias-
derivas.
En un principio, casi todos los regímenes se m o viero n en un c o n ­
tinuo entre la monarquía despótica y la m onarquía constitucional. T.
H. Marshall (1963: 67 a 127) defiende, desde la experiencia británica,
una evolución en tres fases hacia la plena ciudadanía. La prim era fase
co m p re n d e la ciudadanía legal o «civil»: «los derechos necesarios
para la libertad individual — libertad personal, libertad de palabra,
pensamiento y religión, derecho a la propiedad privada, a firm ar c o n ­
tratos legales, y derecho a la justicia— ». Los británicos conquistaron
su ciudadanía civil durante un «largo siglo X V I I I » , desde 168S hasta ¡a
Emancipación de los católicos en 1828. En la segunda fase se pro d u jo
la conquista de la ciudadanía «política»: el vo to y la participación en
Introducción 39

parlamentos soberanos, a lo largo de un siglo, desde la G re a t R eform


A ct de 18 3 2 hasta las Franchise Acts de 19 18 y 1928. La tercera fase,
realizada durante el siglo x x , corresponde a la consecución de la ciu­
dadanía «social», o Estado asistencial: «El derecho a un m ódico bie­
nestar material, a la seguridad de ... com partir plenam ente la herencia
social y a disfrutar de una vida civilizada según el nivel predom inante
en cada sociedad».
La te o ría de M a rsh a ll d e sp e rtó un interés c o n s id e r a b le en el
m undo anglosajón (los mejores análisis recientes son australianos:
Turner, 1986, 19 9 0 y Barbalet, 1988). C o n todo, dos de los tipos de
ciudadanía que él establece son heterogéneos. La ciudadanía civil
puede dividirse en dos subtipos: el individual y el colectivo (Giddens,
1982: 172; Barbalet, 1988: 22 a 27). C o m o verem os, aunque casi todos
los regímenes del siglo x v m concedieron derechos legales individ ua­
les, ninguno reconoció el derecho de los trabajadores a crear organi­
zaciones colectivas hasta finales del siglo XIX, o incluso hasta bien en­
tra d o el sig lo X X (véanse los c a p ítu lo s 15 , 1 7 y 18 ). S u b d i v i d o
también la ciudadanía social («el derecho a co m partir la herencia so ­
cial», com o dice Marshall) en dos subtipos: el ideológico y el ec o n ó ­
mico, es decir, el derecho a la educación, que perm ite la participación
cultural y el logro de una profesión, y el derecho a la subsistencia
económica directa. En el transcurso del largo siglo X IX , las clases m e­
dias de todos los países europeos conquistaron la ciudadanía ideoló-
gico-social (véase el capítulo 16), pero el grado de ciudadanía ec o n ó ­
m i c o - s o c ia l fu e in s ig n ific a n te ( co m o a p u n ta M a r s h a l l; vé a se el
capítulo 14). La evolución de la ciudadanía se p ro d u jo con una gran
variedad de form as y ritmos. Es probable que no se tratara de un
proceso único com o sugiere Marshall.
P o r otra parte, com o hemos sostenido en o tr o lugar (198 8), el
evolucionismo de Marshall presenta dos problem as: su o lvid o de la
geopolítica y su anglocentrismo. Empecemos p o r una pregunta senci­
lla: ¿ P o r qué habían de q u erer la ciudadanía las clases o cualquier
otro actor de pod er? ¿Por qué consideraron que el Estado era un fac­
tor fundamental para su vida? La m ayo r parte de los individuos no
habían pensado así hasta ese momento. Su vida había transcurrido en
un entramado de redes de poder predom inantem ente local o regional,
influidas tanto p o r iglesias transnacionales com o p o r el Estado. Más
adelante com probarem os que, para sufragar los gastos bélicos del si­
glo XVIII, los Estados impusieron a sus súbditos enorm es exacciones,
tanto fiscales com o de recursos humanos, que los enjaularon dentro
40 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

del territo rio nacional y acabaron p o r politizarlos. Las clases, en vez


de enfrentarse unas a otras en el contexto de la sociedad civil, com o
había sido tradicional, invirtieron su renovado v ig o r en hacer p o lí­
tica. Superada esta fase «militarista», aparecieron otros estímulos para
la nación enjaulada: la disputas p o r los cargos públicos, los aranceles,
los ferrocarriles y las escuelas. El proceso de transform ación de los
Estados en Estados nacionales, prim ero, y en Estados-nación, des­
pués, enjauló a las clases y, sin quererlo, las «naturalizó» y las po li­
tizó. Si la nación fue vital para la ciudadanía (com o reconoce G i d ­
dens, 19 85: 2 1 2 a 221), deberemos establecer, además de la teoría de
la lucha de clases, una teoría de la lucha nacional.
En efecto, dos cuestiones afectaron sobre to d o al problem a de la
ciudadanía: la representatividad y la cuestión nacional; quién ha de
ser representado y dónde ha de serlo. La cuestión del dónde giraba en
to rn o a la estructuración del Estado, ¿hasta qué punto centralista y
nacional o descentralizado y confederal?. El despotismo se combatía
descentralizando el Estado en asambleas locales; p o r otra parte, era
lógico que las minorías lingüísticas, religiosas o regionales se resis­
tieran al E stad o -n ació n centralizado 3. L o s m o d e rn iz a d o r e s de la
Ilustración c re yero n que ambas cuestiones se resolverían al m ism o
tiempo: el fu tu ro pertenecería a los Estados representativos y centra­
lizados. Los posteriores teóricos evolucionistas co m o Marshall han
creído que el Estado-nación y la ciudadanía nacional fu ero n inevita­
bles. El hecho cierto es que la m ayoría de los países occidentales son
h o y Estados-nación formados po r ciudadanos, centralizados y rep re­
sentativos.
Pero dicha «modernización» no fue ni unidimensional ni ev o lu ­
tiva. La R evolu ción Industrial no produ jo homogeneidad; p o r el co n ­
trario, lo que hizo fue modernizar las estrategias que, en cada caso,
adop taron los distintos regímenes. C ualq uier régimen — democrático
o d e sp ó tico , confederal o centralizado — p o d ía a p ro v e c h a r el au ­
m ento de los poderes colectivos que p ro d u jo la revolu ción para am ­
pliar sus características iniciales. Los resultados dependieron tanto de
la política interna como de la geopolítica. Lo mismo sucedió con el

3 T u r n e r (1990) ha criticado con razó n el o lv ido de la d im en s ió n étnic a y religiosa


en m i en s a y o de 198S. Intento rem edia rlo a h o ra to m á n d o m e en serio la cuestió n n a ­
cional. T a m b i é n ha criticado mi énfasis en la estrategia de la clase go b e rn a n te en d e tr i­
m ento de la estrategia de las clases bajas. En este v o lu m e n ten d ré en cu en ta las dos,
pero co n tin u a r é su b ra ya n d o la prim era .
Introducción 41

m ovim iento — p o r lo demás, generalizado e incuestionable-— en fa­


v o r del Estado-nación centralizado. Los regímenes compitieron, p r o ­
gresaron y perecieron según las luchas locales de poder nacional y de
clase, las alianzas diplomáticas, las guerras, la rivalidad económica in­
ternacional y las reivindicaciones ideológicas que cundieron p o r todo
Occidente. A medida que crecían las potencias, lo hacía también el
«encanto» de las estrategias de su régimen; cuando las primeras deca­
y e ro n arrastraron a las segundas en su caída. La estrategia afortunada
de una potencia puede modificar la industrialización subsiguiente. La
monarquía semiautoritaria de Alem an ia y la centralización estadou­
nidense fueron, en parte, el resultado de la guerra. Después consoli­
daron la Segunda R evolu ción Industrial, la gran empresa capitalista y
la regulación estatal del desarrollo económico.
Finalmente, los «entrelazamientos im puros» obcecaron la percep­
ción de los contem poráneos. P o r eso me aparto de las «estrategias»,
es decir, de las elites cohesionadas con intereses transparentes, de las
visiones claras, de las decisiones racionales y de la supervivencia infi­
nita. Las transformaciones ideológicas, económicas, militares y polí­
ticas, y las l u d i a s n á ció hale s y de clase fu ero n múltiples, se mezclaron
entre sí y se desarrollaron intersticialmente. N ingú n actor de poder
podía co m prender y dom inar la totalidad del proceso. C o m etieron
errores y p ro d u jero n consecuencias involuntarias, que, sin quererlo
nadie, cambiaron sus propias identidades. Fue, en conjunto, un p ro ­
ceso no sistémico, no dialéctico, entre instituciones con un pasado
histó rico y fuerzas intersticiales emergentes. E sto y convencido de
que mi m odelo IE M P está en condiciones de afrontar este desorden y
em pezar a entenderlo; las teorías dicotómicas, no.

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Capítulo 2
LAS R E L A C IO N E S D E L PO D ER E C O N Ó M IC O E
ID E O L Ó G IC O

D u ran te el siglo XVIII fue un hecho co n ven cio nal — y continúa


siéndolo desde entonces— distinguir entre dos esferas fundamentales
de la actividad social: «la sociedad civil» (o, sencillamente, «la socie­
dad») y «el Estado». Los títulos de este capítulo y el siguiente respe­
tan en principio dicha convención. A u nqu e Smith, M arx y otros eco­
n o m i s t a s p o l í t i c o s e n t e n d i e r o n p o r « s o c i e d a d c i v i l » s ó l o las
instituciones económicas, otros muchos — Ferguson, Paine, Hegel y
Tocqueville, especialmente— sostuvieron que abarca las dos esferas
que analizamos en el presente capítulo. Para ellos, sociedad civil sig­
nificaba (1) m ercados económ icos descen tralizad o s basados en la
propiedad privada y (2) «formas de asociación civil ... círculos cientí­
ficos y literarios, escuelas, editoriales, posadas ... organizaciones reli­
giosas, asociaciones municipales y hogares p riva d o s» (Keane, 1988:
61). Am bas esferas com portaban libertades vitales descentralizadas y
difusas, que ellos querían preservar del pod er autoritario de los Esta­
dos.
Sin embargo, una división tan tajante entre sociedad y Estado en ­
cierra ciertos peligros. Es, paradójicam ente, m u y p o lítica, p o rq u e
asigna la libertad y la moralidad a la sociedad, no al Estado (obvia­
mente Hegel se distancia en este punto). Y así era, en efecto, para los

43
Capítulo 3
U N A T E O R ÍA D E L ESTA D O M O D E R N O

En el capítulo 1 ha quedado establecida la distinción entre el p o ­


der político y el p o d e r militar. En el Estado moderno, sin embargo,
ambos se fusionan debido a la m onopolización form al de los medios
de la fu erza militar. Este hecho no destruyó la autonomía organiza­
tiva del pod er militar, co m o se verá en los capítulos 12 y 2 1, simple­
mente la recondujo a través de organizaciones formalmente estatales.
Por eso analizaré en este capítulo el p o d er militar en el marco de un
examen más amplio que abarca también el poder político.
Pasaré revista a cinco teorías actuales del Estado y a los conceptos
políticos de Max W e b c r, para luego exponer en tres fases mi propia
teoría. C o m en z aré p o r una definición «institucional» del Estado, tra­
tando de especificar las numerosas particularidades institucionales de
los Estados m odernos, aunque luego intentaré simplificar esta co m ­
plejidad mediante un análisis de tipo «funcional» capaz de ofrecer
una visión p o lim o r fa de las funciones del Estado. C o m en z aré afir­
mando que los Estados m odernos «cristalizan» (en el área que abarca
este volum en) en varias formas. Atendiendo a las otras tres fuentes
del p o d er social, cristalizan en formas ideológico-morales, capitalistas
y militaristas. A te n d ie n d o a sus propias luchas políticas, cristalizan
en puntos variables dentro de dos constantes, una constante «repre­

70
U na teoría del Estado moderno 71

sentativa», que durante este período conducirá de la m onarquía auto-


crática a la democracia de partidos, y una constante «nacional», que
irá desde el Estado-nación centralizado a un régimen más o menos
confederal. D e un m o d o más general, cristalizan también com o un
patriarcado que regula las relaciones familiares y de género. Final­
mente, examinaré la posibilidad de detectar relaciones jerárquicas en­
tre dichas cristalizaciones, para conocer si una o más de ellas pueden
determinar en última instancia el carácter global del Estado.

Cinco teorías del Estado

P o r lo general, suelen considerarse tres teorías sobre el Estado: la


teoría de las clases, la teoría pluralista y la teoría elitista (denominada
a veces estatismo o gerencialismo) (A lfo rd y Friedland, 1985). D ado
que el elitismo es similar a la teoría realista de las relaciones interna­
cionales, analizaré ambas al mism o tiempo. N o obstante, he dividido
las teorías elitistas en dos, cada una de las cuales presenta una concep­
ción diferente de la autonom ía del Estado. Las denom ino «elitismo
auténtico» y «estatismo institucional». A ñ a d o , además, una quinta
teoría, im plícita en m uchos estudios em píricos, que y o d e n o m in o
«teoría del em brollo». D e todas he tom ado préstamos, en especial del
estatismo institucional.
G ran parte de las teorías de las clases son marxistas. M arx tendía a
reducir el Estado a las relaciones económicas de poder. Los Estados
serían, pues, funcionales respecto a las clases y los m odos de p r o d u c ­
ción. El Estado m oderno se habría creado en dos estadios de la lucha
de clases política: la que tu vo lugar entre los señores feudales y la
burguesía capitalista, y la que enfrentó después a ésta con el pro leta­
riado. Aplicada a los Estados m odernos de Occidente, la teoría de las
clases ha tenido la virtu d de dem ostrar que aquéllos son fu nd am en­
talmente capitalistas. Los cinco Estados que estudiaré aquí eran ya
capitalistas, o se e n c o n tra b a n en cam in o de serlo , en el largo s i­
glo XIX. Pero el defecto de la teoría consiste en considerar que esta
propiedad fundam ental es la única. En realidad, ciertos escritos de
Marx dejan entrever la existencia de otros poderes insertos en el Es­
tado. En el capítulo 9 analizaré las limitadas autonomías que M arx
reconoció al «Estado bonapartista». Los marxistas consideran que el
Estado m o dern o tiene sólo una autonom ía relativa porque, en última
instancia, sirve a la acumulación de capital y la regulación de clase, y
72 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

aunque suelen añadir «coyunturas» y «contingencias históricas», ra­


ramente las teorizan, se limitan a añadirlas empíricamente (como en
la historia de los Estados m odernos de W o lfe, 1977). A u n q u e el reco­
nocim iento de la contingencia indica una sensibilidad más empírica
que el m ero concepto de clase, no llega a transform ar la teoría.
Son muchos los marxistas que rechazan la acusación de reduccio-
nismo económico, pero la tendencia los traiciona a la hora de definir
el Estado. Poulantzas (1978: 18 a 22), Jessop (1982) y O ffe y Ronge
(1982: 1 y 2) sostienen que los Estados sólo pueden definirse en rela­
ción con form as específicas de producción; el «Estado capitalista» y el
«Estado feudal» son conceptos posibles, dicen, pero no lo es el «Es­
tado» en términos generales. Los que sí definen el «Estado» lo hacen
únicamente en términos de relación de clase: «El “E stado” es el c o n ­
cepto que se aplica a los medios concentrados y organizados de d o ­
minación legitimada de clase», dice Zeitlin (1980: 15). En los últimos
años, algunos marxistas han m ostrado m ayores dudas. Jessop (1990)
subraya ahora el valo r de la «contingencia» para la política, aduciendo
que la no c ió n marxista de la «auton om ía relativa» del Estado p re ­
senta aún un determinismo económ ico demasiado rígido. La clase ca­
pitalista persigue esencialmente la «form a del valor», pero puede te­
ner otros p ro y e c to s alternativos de acum ulación (com o y o mism o
destaco en este volumen). Las clases dominantes abrigan «proyectos
hegemónicos» para cuya consecución pueden organizar alianzas in ­
terclasistas, incluso con fines no económicos, com o el aum ento del
po d er militar o de la moralidad; sin embargo, Jessop continúa teori­
zando y cualificando únicamente a las clases. Pese a la autonom ía re­
lativa, las coyunturas y las contingencias, los marxistas aportan una
concepción teórica reduccionista del Estado. P o r mi parte, trataré de
hacerlo m ejor en estas páginas.
A medida que aumenta su pesimismo sobre las posibilidades de la
revolución proletaria, gran parte de los marxistas adelantan una co n ­
cepción «instrumental» o «estructural» del Estado capitalista. O bien
el personal del Estado m oderno es un instrumento directo de la clase
capitalista (Miliband, 1969), o bien funciona estructuralm ente para
r e p r o d u c i r las relaciones capitalistas de p r o d u c c ió n (P o u la n tz as,
1973). Sorpren de que los sociólogos hayan considerado interesante
para la teoría del Estado el «debate M iliband-Poulantzas», si se tiene
en cuenta que, considerado desde la perspectiva de las restantes teorías,
se limita a un aspecto tan restringido. En cualquier caso, el Estado fa­
cilita la acumulación de capital y regula la lucha de clases, incluso re­
Una teoria del Estado moderno 73

primiendo, en determinados m o m entos, a ciertos capitalistas cuyos


intereses seccionales fru stran los del capital en térm inos generales
(sobre este pu nto se ha discutido m ucho ; para las revisiones véase
Jessop, 1977, 1982). Tales funciones «requieren» un fuerte desarrollo
de lo que Althusser (1971: 123 a 73) llamó «aparatos represivos e ideo­
lógicos del Estado»: policía, agencias asistenciales, educación, medios
de comunicación de masas, etc. El Estado no es un actor, sino el lugar
donde se organizan las clases y las «fraccion es» o «segm entos» de
clase (Zeitlin, 1980, 1984). En realidad, el Estado es a l mismo tiempo
un lugar y un actor.
Las teorías de las clases que conservan un m a y o r optim ism o sub­
rayan que el capitalismo aún co n lle va con tradicciones y luchas de
clase, que se politizan y se desplazan al Estado mism o, co m o «crisis
fiscal» ( O ’C o nno r, 1973), «crisis de legitimación» (Habermans, 1976)
o «crisis de gerencia» (Offe, 19 7 2 , 1974; O ffe y Ronge, 1982). O ffe se
distingue p o r aceptar que también el Estado se ha convertido en ac­
tor, produciendo una contradicción entre su p ro p io interés institu­
cional en la búsqueda de un co m p ro m iso en la lucha de clases, m e­
diante el desarrollo de programas de bienestar, y la dinámica de la
acum ulación capitalista, que co n tin u a m e n te tiende a s u b v e r tir ese
com prom iso reduciendo los gastos estatales. La teoría de las clases ha
p r o d u c id o tam b ién una escuela e m p íric a rad ical, v in c u la d a a C.
W rig h t Mills (1956) y D o m h o ff (19 7 8 , 1990), quienes dibujan un Es­
tado menos unificado, com puesto de distintas instituciones y ramas
colonizadas po r las elites de p o d er y las fracciones de clase. A p a rte de
estos radicales, la m ayoría de los teóricos de las clases tratan el Es­
tado como un elemento pasivo y unitario, al que consideran sobre
todo el lugar político central de la sociedad capitalista. Las relaciones
entre el Estado y la sociedad fo rm a n un solo sistema: el Estado, en el
centro de una «formación social» definida p o r sus m odos de p ro d u c ­
ción económica, reproduce la cohesión y las contradicciones sistémi-
cas de éstos. De este modo, han definido el Estado occidental m o ­
derno en función de una sola de sus cristalizaciones: la capitalista.
A l contrario que la teoría de las clases, que intenta explicar todos
los Estados, la teoría pluralista pretende explicar sólo los m odernos
Estados democráticos. El pluralism o es la democracia liberal (en es­
pecial, la americana) vista desde sí misma. La m odernización transfi­
rió el poder político «del rey al pueblo» (com o p ro p o n e el título de
Bendix, 1978). Dahl apunta que se llevó a cabo en dos procesos: (1) la
aparición de una «contestación» institucionalizada entre los partidos
74 EJ desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

y los grupos de presión que representaban una pluralidad de intereses


dentro de la sociedad, y (2) un m om ento en el que se reivindica la
«participación» del pu eb lo en esa contestación. La democracia autén­
tica (lo que D ahl llama «poliarquía») sería el producto de com binar la
contestación y la participación. Puesto que, según Dahl, la prim era
aparece p ro n to en Occidente, en tanto que la participación se m an­
tuvo m u y limitada, su historia resulta más crítica para el periodo que
estoy analizando. P o r mi parte, llamo a la contestación de D ahl «de­
mocracia de partidos». Para los pluralistas, la cristalización fu n d a ­
mental que define a la m ayo ría de los Estados occidentales m odernos
consiste en una democracia de partidos más amplia.
A través de la democracia de partidos, el Estado representa en ú l ­
tima instancia los intereses de los ciudadanos en tanto que in d ivi­
duos. Las clases pueden considerarse los grupos de interés más im ­
p o r t a n t e s d e sp u é s de los p a r t id o s (véase Lipset, 1 9 5 9 ) , o bien,
sencillamente, uno más entre los muchos que se contrarrestan entre sí
y cuya com posición varía de un Estado a otro (otros grupos de inte­
rés serían los económ icos, religiosos o lingüísticos, las distintas co­
munidades étnicas, las regiones, el género, los grupos de edad, etc.).
A lgu nos pluralistas sostienen que todos los grupos de interés tienen
el mismo poder o que la democracia de partidos les confiere una p e r­
fecta igualdad política. N o obstante, la m ayoría afirma que las d e m o ­
cracias liberales de O ccidente posibilitan la existencia de un grado de
co m p e tición y p a rtic ip ació n suficiente para p ro d u c ir un gobierno
fo rm ad o p o r elites competentes y responsables, es decir, no están go­
bernadas p o r una sola elite o clase dominante. Las desigualdades de
p o d er no son acumulativas sino dispersas, dice Dahl (1956: 333; 1961:
85 a 36; 1977).
El pluralism o reconoce con razón la importancia de la democracia
de partidos para la historia de Occidente (aunque quizás exagere el
grado de democracia de los Estados modernos). Reconoce también
que la sociedad es algo más que las clases. Comete, sin embargo, dos
errores. En prim er lugar, aunque plantea un Estado más complejo, es,
en definitiva, com o la teoría de las clases, funcionahsta y reduccio­
nista. El Estado continúa siendo un lugar, no un actor, y carece, pues,
de p o d e r au tó n o m o ; la política de los partidos y de los grupos de
presión irradia hacia dentro con el fin de controlarlo. En segundo lu­
gar, considera que las clases, sectores, regiones, religiones, etc., son
análogos y sistémicos en su competición mutua. Lina vez más, como
la teoría de las clases, el Estado es unitario y sistémico. Las relaciones
Una teoria del Estado moderno 75

entre el gobierno y los grupos plurales de interés fo rm an un sistema


democrático funcional. Los grupos plurales de interés disfrutan de un
p o d er p r o p o r c io n a l a la fu erza de su distrito electoral. T o d o esto
forma un único conjunto: la «sociedad». El gobierno democrático re­
fleja la «sociedad» y sus «necesidades» como un todo.
Para Easton (1965: 56), «el sistema político» es el «sistema de co n ­
ducta más inclusivo que posee una sociedad para la asignación autori­
taria de valores». El «sistema político», la « fo rm a de gob ierno», la
«comunidad política» o el «gobierno» son, a su parecer, coherentes.
Los pluralistas se abstienen de emplear el término «Estado», quizás
porque transmite un sentido más germánico del «poder». Pero el té r­
mino elegido carece de importancia; p o r mi parte, emplearé Estado
por ser el más corto. Cualquiera que sea el término utilizado p o r los
pluralistas,, el hecho es que concuerda en esencia con el aserto funcio-
nalista de Poulantzas: el Estado es el «factor de cohesión» de la socie­
dad. Sólo la concepción pluralista de la sociedad difiere de la suya.
Pero, com o tendremos oportunidad de com probar, ni la sociedad ni
el Estado están, p o r lo general, tan cohesionados.
P o r el contrario, los escritores de la tercera escuela, los «elitistas»
o «estatistas» se concentran en los poderes au tó no m os del Estado.
Aún así, p ro p o n en dos conceptos m u y diferentes de autonom ía que
conviene distinguir. M i form a de considerar el p o d er político com o la
cuarta de las fuentes sociales del pod er no sería significativa a menos
que uno de esos conceptos o ambos resultaran esencialmente ciertos.
Aunque los dos contienen alguna verdad, un o es m ucho más acer­
tado.
La teoría del elitismo prosperó a comienzos del siglo X X . O p p e n ­
heimer (1975) subrayó el aumento del p o d er de la «clase política» a lo
largo de la historia. Mosca (1939) localizó el p o d er político en la o r ­
ganización centralizada. U na m inoría organizada, centralizada y c o ­
hesionada podría controlar y derrotar siempre a las masas desorgani­
zadas, argumenta con razón. Pero tanto M osca com o Pareto destacan
que el pod er de las elites políticas se origina en otro lugar, en la socie­
dad civil, y es, a la larga, vulnerable a las nuevas contraelites que s u r­
gen de ella. El control de los recursos (económicos, ideológicos o m i­
litares) hace posible que las elites emergentes d e rro q u e n a la elite
política en decadencia y organicen su pro pio pod er dentro de las ins­
tituciones del Estado. D e ahí que los elitistas clásicos consideren el
poder político una relación dinámica e n t r e el Estado y la sociedad ci­
vil, lo cual es sin duda correcto.
76 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

Sin embargo, hacia 1980, la atención de los sociólogos se concen­


tró en los poderes estatales centralizados. Theda Skocpol (1979: 27,
29 y 30; cf. 1985) definió el Estado como «un conjunto de organiza­
ciones militares, administrativas y políticas, encabezadas y m ejor o
p e o r coordinadas p o r una autoridad ejecutiva ..., una estructura au tó­
nom a que responde a unos intereses y a una lógica internos», preten­
diendo corregir la concepción pluralista, centrada en la sociedad, y
las teorías marxistas, centradas en el Estado. A u n q u e ni ella ni sus
críticos parecen haberlo comprendido, tales puntualizaciones contie­
nen dos versiones distintas de la autonom ía del Estado, que y o deno­
mino «elitismo auténtico» y «estatismo institucional».
Los elitistas auténticos subrayan el p o d er distributivo de las elites
estatales sobre la sociedad, de ahí que consideren actores a los Esta­
dos. K rasncr (1984: 224) lo plantea sin rodeos: «El Estado debe ser
tratado com o un actor p o r derecho propio». Levi (1988: 2 a 9) insiste
también en que «los gobernantes gobiernan». C onsidera que el Es­
tado es un actor racional que maximiza sus propios intereses priva­
dos y se convierte en un «depredador» que despoja a la sociedad civil;
un punto de vista m u y americano. Iviser y Hechter (19 9 1) han ade­
lantado un m odelo de Estado de «elección racional», según el cual
éste sería un actor único, racional y unitario. Poggi (1990: 97 a 9, 120
a 127), aunque reconoce que el Estado es «útil» (por ejemplo, sirve a
intereses plurales) y «partidista» (beneficia a unas clases), sostiene
que, en últim a instancia, resulta «invasor» y se preocup a p o r «sus
propios intereses». Los elitistas auténticos invierten las teorías plura­
lista y de las clases: el pod er distributivo irradiaría ahora desde el Es­
tado, no hacia él.
La m a y o r virtud de los elitistas auténticos consiste en subrayar un
aspecto del Estado que los pluralistas y los teóricos de las clases han
silenciado imperdonablemente: el hecho de que los Estados viven en
un m u n d o de E stados y «actú an» en una d im e n s ió n geopolítica
(Shaw, 1984, 1988 constituye una honrosa excepción al silencio mar­
xiano; e igualmente ocurre con los radicales Mills y D om h off). Los
escasos teóricos de las clases que analizan las relaciones internaciona­
les tienden a reducirlas a las distintas clases y m odos de producción
que se encuentran en el mundo; el ejemplo más reciente de este análi­
sis es la teoría del sistema mundial. P o r el contrario, los teóricos in­
fluidos p o r el elitismo auténtico subrayan el papel de la geopolítica y
el de la guerra y su financiación (Giddens, 19 8 5 ; Levi, 1988; Tilly,
1990).
Una teoria del Estado moderno 77

Las teorías elitistas encuentran a p o y o en los teóricos '<rcalistas»


de las relaciones internacionales. A u n q u e poco interesados en la es­
tructura interna del Estado, los realistas consideran que se trata de un
actor unitario de poder que disfruta de «soberanía» sobre sus te rrito ­
rios. Los «estadistas» tienen autoridad para representar m ternacio-
nalmente el conjunto de los intereses «nacionales». Pero entre los Es­
tados sob e ra n o s no existe una m a y o r ra c io n a lid a d o so lid a rid a d
normativa, sólo el ejercicio de un p o d e r distributivo, ausencia de n o r ­
mas y anarquía (Poggi, 1990: 23 a 25). Esto explica que en materia de
política exterior los estadistas y los Estados persigan de fo rm a siste­
mática y «realista» sus «propios» intereses geopolíticos, a expensas de
los de otros Estados. El principal interés es la segundad, una mezcla
de defensa vigilante y agresión intermitente. M orgen th au (1978: 42)
declara: «La historia demuestra que las naciones activas en política
internacional se encuentran siempre preparándose para una violencia
organizada en fo rm a de guerra, o haciénd ola, o rec u p e rán d ose de
ella». El realismo subraya así la cohesión interna de los Estados, y sus
juegos de suma cero, su anarquía y su tendencia a la guerra en el exte­
rior. G ran parte de los teóricos de las relaciones internacionales, rea­
listas o no, resaltan la dificultad que presenta la creación de normas
internacionales. A llí donde éstas existen, los teóricos tienden a atri­
buirlas a la «hegemonía» o a la coerción (p o r ejemplo, Lipson, 1985),
o bien a un cálculo «realista» de los intereses nacionales en el marco
del equilibrio de los sistemas de poder. La solidaridad ideológica en­
tre las potencias sólo puede ser transitoria e impuesta po r el interés.
Las m ayo res críticas al realism o han v e n id o del campo de una
teoría contraria en materia de relaciones internacionales que subraya
la interdependencia de los Estados. Su acusación contra los realistas
consiste en que éstos han descuidado las redes de p o d er transnacional
y transgubernamental que existen en el m undo. Esta soberanía inte­
restatal transversal reduce la cohesión de los Estados y p ro po rcio na
una fuente alternativa de normas y, p o r tanto, de orden mundial (Ke-
ohane y N ye , 1977: 23 a 37). D ad o que los teóricos de la interdepen­
dencia se concentran en el m o dern o capitalismo global, no acostum ­
bran a aplicar sus argumentaciones a otras épocas. Parecen coincidir
con los realistas en que aquéllas estuviero n regidas p o r el equilibrio
entre las potencias o p o r potencias hegemónicas. La excepción es Ro-
secrance (1986), quien analiza distintos grados de Estados mercantiles
e imperiales a lo largo de la historia, con sus distintos sistemas n o r ­
mativos. Por mi parte, desarrollaré una argumentación semejante en
78 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

los capítulos 8 y 2 1 . En las civilizaciones con múltiples actores de p o ­


der, com o la europea o la occidental moderna, las relaciones geopolí­
ticas se p ro d u c e n en el m arco de una civilización más amplia, que
com prende norm as y redes de poder transnacionales y transguberna-
men tales.
Los realistas y los teóricos de la interdependencia com parten tam ­
bién un curioso prejuicio, es decir, se plantean hasta qué p u n to se
muestran benignas las norm as pacíficas de carácter internacional. Los
teóricos de la interdependencia ven en las normas contemporáneas de
cooperación el reflejo de una coincidencia de intereses materiales p lu ­
rales; los realistas ven en ellas cálculos generalizados de los intereses
estatales. P ero no todas las ideologías o norm as transnacionales y
transgubernamentales han de ser positivas ni reflejar intereses m ate­
riales pacíficam ente expresados en los mercados. T am bién pueden
encarnar la represión de clase y otros intereses propios de un actor de
poder: declarar la guerra en nom bre de ideales superiores e incluso
idealizarla. Las solidaridades normativas pueden conducir al deso r­
den. Este no es necesariamente el resultado de la ausencia de un régi­
men internacional, sino a m enudo el efecto de su presencia. Pero los
realistas prefieren eludir el problem a. P o r ejemplo, en la narración
histórica de M orgenthau, los periodos de calma, los equilibrios racio­
nalistas de las potencias o las hegemonías se ven bruscamente sacudi­
dos p o r interregnos violentos, como los acaecidos de 17 72 a 18 15 o
de 1 9 1 4 a 19 45. Sin embargo, M orgenthau no se molesta en explicar- -
los. Puesto que previam ente ha descrito las ideologías como meras le­
gitimaciones o «disfraces» de los intereses, carece de conceptos teóri­
cos pa ra in te r p r e ta r a q u e llo s p e rio d o s en que la d ip lo m a c ia y la
guerra se hallan, ellas mismas, profundamente arraigadas en ideologías
revolucionarias o reaccionarias de carácter violento (1978: 92 a 103,
226 a 228). P o r mi parte, demuestro que los cálculos de interés siem­
pre se encuentran influidos p o r el entramado que form an las fuentes
del p o d er social, y siempre conllevan normas — unas veces pacíficas,
otras violentas—- que emanan de complicados vínculos con las «co­
munidades imaginadas» de clase y nación.
El realismo y el elitismo auténtico tienden también a defender,
con el pluralism o y el marxismo, la existencia de un Estado cohesivo
y sistèmico, esta vez en la form a de un solo actor de elite. K rasner ha
sostenido que la au to no m ía de la elite estatal es m ayor en la política
exterior que en la interior, y que se encuentra relativamente «aislada»
de las clases nacionales y de los grupos de presión. El Estado consiste
Una teoria del Estado moderno 79

en «un conjunto de roles e instituciones que poseen sus propios m e­


canismos, impulsos y esferas de acción, distintos a los intereses de
cualquier otro grupo concreto» (1978: 10 y 11). Más adelante, en este
mismo volum en, emplearé, al examinar la conclusión de Krasner, su
metáfora del «aislamiento». Los estadistas también personifican las
distintas identidades sociales que emanan de lugares diferentes al Es­
tado, p o r eso, tampoco ellos son cohesivos.
En cuanto al prim er punto, com o afirma Jessop (1990), los recur­
sos del Estado central raramente se adecúan a sus ambiciosos p r o y e c ­
tos estatistas. Las elites estatales necesitan aliarse con grupos p o d e ro ­
sos que están «afuera», en la sociedad. Pero no suele tratarse de una
alianza entre grupos com pletam en te distintos. L aum an n y K n o k e
(1987) demuestran que en la A m érica contem poránea las redes f o r ­
madas po r organizaciones múltiples penetran la división form al entre
Estado y sociedad. Los actores del Estado son también «civiles» y
poseen una identidad social. D o m h o ff (1990: 107 a 157) demuestra
que los m odernos «estadistas» norteamericanos proceden del mundo
de los grandes negocios y de las grandes firmas dedicadas al derecho
de sociedades. F orm an, en realidad, un «partido» que «representa»
más a una fracción internacional de la clase capitalista que a los Esta­
dos Unidos.
Todos los teóricos de las clases subrayan la identidad y los intere­
ses de clase dominante de los estadistas. C o m o sociólogo convencido
de que las identidades sociales no pueden reducirse a la clase, am ­
pliaré su línea argumentativa en este volumen. A u n q u e coincido con
Krasner en que los estadistas del siglo X IX se encontraban bastante
aislados, tanto de las clases populares com o de las dominantes, no
creo que lo estuvieran del to d o ya que ellos m ism os poseían una
identidad social. T odos eran hombres de raza blanca, procedentes en
su m ayor parte del antiguo régimen y de las comunidades lingüísticas
y religiosas dominantes. Este conjunto de identidades sociales tuvo
importancia para su conducta en materia de política exterior, desde el
momento en que los impulsaba a com partir o rechazar los valores de
otros actores de poder, nacionales o internacionales, y, con ello, a au­
mentar unas veces y reducir otras la violencia internacional.
Respecto al segundo punto, pocos Estados resultaron ser actores
unitarios. Keohane y N y e (1977: 34) cuestionan afirmaciones como
«los Estados actúan c o n fo r m e a su p r o p i o interés» p re g u n ta n d o
«¿qué significa pro pio y cuál es ese interés?». Las elites estatales no
son singulares sino plurales, como reconocen incluso algunos autores
80 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

estatistas moderados. T illy (1990: 33 a 34) acepta que tan ilegítima es,
en última instancia, la reificación del Estado como, él mism o lo dice,
su pro pio descuido de las clases sociales. Se trata de simplificaciones
pragmáticas y heurísticas, afirma. Skocpol reconoce que los poderes
y la cohesión de la elite son variables. Las C onstituciones también
tienen su importancia; las democráticas prohíben las autonomías de
elite que perm iten las autoritarias. Su análisis (1979) de las primeras
revoluciones modernas cifra con bastante razón la autonom ía del Es­
tado en los poderes de las monarquías absolutas. En el periodo que
analizo aquí, el p o d er de las monarquías se aproxim aba más a la n o ­
ción de autonom ía estatal de los elitistas auténticos, aunque ni en to n­
ces ni nunca ha sido absoluta. Pero el trabajo en colaboración más re ­
ciente de S k o c p o l (W e ir y S ko c p o l, 19 8 3 ) sobre los prog ram as de
bienestar social del siglo X X localiza la autonom ía de las elites en los
burócratas especializados; una form a de autonom ía m en or y más su­
brepticia. En el análisis de las «revoluciones desde arriba» en los paí­
ses desarrollados, debido a T rim berger (1978), la elite estatal presenta
nuevas características, aquí es una alianza revolucionaria de b u róc ra­
tas y oficiales del ejército. A s í pues, las elites estatales son diversas y
p u ed en ser in co h eren tes, en especial d u ran te el p e r io d o que nos
ocupa, cuando convivían en el Estado monarquías, ejércitos, b u róc ra­
tas y partidos políticos.
Pero Sko cpo l ha llevado a cabo, según parece casi inconsciente­
mente, una revisión fundamental de la autonom ía del Estado. R e c o r­
demos su aserto: «El Estado es una estructura con lógica e intereses
propios». Los «intereses» son obviamente propiedades de los actores
— una expresión de la teoría del elitismo auténtico— , pero la «lógica»
no implica necesariamente la existencia de actor o elite algunos. La
autonom ía del Estado residiría menos en la autonom ía de las elites
que en la lógica autonóm a de unas determinadas instituciones p o líti­
cas, surgidas en el curso de anteriores luchas p o r el p o d er y luego ins­
titucionalizadas, que, a su vez, influyen en las luchas actuales. S k o c­
p o l y sus colaboradores (W eir et al. 1988: 1 a 12 1) destacan que el
federalismo estadounidense y el sistema de patronazgo de los parti­
dos, institucionalizado durante el siglo X IX, frenaron el desarrollo del
p o d er estatal en los Estados U nidos, especialmente en el terreno de
las políticas de bienestar. A u n q u e suelen afirmar intermitentemente
que las elites estatales (burócratas, tecnócratas y dirigentes de los p a r ­
tidos) poseen alguna autonom ía en cuanto actores, S kocpol y sus aso­
ciados se dedican más a los efectos que producen las instituciones es­
U na teoria del Estado moderno 81

tatales en la autonom ía de todos los actores políticos. Federalismo,


partidos, presencia o ausencia de un gabinete de g o b ie rn o y o tro s
muchos aspectos de lo que llamamos la «constitución» de los Estados
estructuran las relaciones de p o d e r en fo rm a s m u y distintas. Lau-
mann y K n o k e (1987) ofrecen una ap roxim ació n institucional más
empírica. Buscan las pautas de interacción entre los distintos departa­
mentos del Estado y los grupos de presión, con clu y en d o que el Es­
tado norteamericano contem poráneo está fo rm ad o p o r redes «de o r ­
ganización» complejas.
Estamos, pues, ante un « p o d e r del E stado », aunque raram ente
ante un «poder de elite», ya que se relaciona más con el p o d er colec­
tivo que con el pod er distributivo. A fe c ta más a las form as de co lab o ­
ración de los actores po litizad os que a qu ién tiene el p o d e r sobre
quién. Tal teoría no predice tanto que las elites estatales dom inan a
los actores de la sociedad civil co m o que todos los actores están co n s­
treñidos po r las instituciones políticas existentes. Puesto que los Es­
tados son, en esencia, medios de institucionalizar autoritariam ente las
relaciones dinámicas de la sociedad, se prestan fácilmente a una espe­
cie de teoría del «retraso político». El Estado institucionaliza los c o n ­
flictos sociales presentes, pero los conflictos históricam ente institu­
cionalizados continúan ejerciendo un p o d e r considerable so bre los
nuevos; así, pasamos del Estado com o lugar pasivo (en el caso de las
teorías pluralistas y marxianas) al Estado no tanto actor (en el caso
del elitismo auténtico) com o lugar activo. En el capítulo 20 ratificaré
esta concepción del Estado occidental.
D enom ino «estatismo institucional» a esta aproxim ación al pod er
estatal, y lo acepto com o una parte más de mi «materialismo organi­
zativo». La teoría demostrará ser m u y eficaz en nuestro caso, ya que
en este periodo surgió el Estado-nación, un auténtico conjunto m a­
sivo de instituciones políticas. El elitismo auténtico se pitede aplicar a
los Estados autoritarios y dictatoriales, p o r ejemplo, al nazismo y al
estalinismo (aunque incluso en esos casos habrá que rebajar su o p i­
nión sobre la coherencia de las elites). Pero el elitismo tiene bastante
que decir incluso respecto a los Estados absolutistas y a las m o n a r­
quías autoritarias del periodo. M e serviré sobre to d o del estatismo
institucional para identificar las form as predom inantes de autonom ía
estatal.
C o m o es lógico esperar, m ucho s escrito res no encajan exacta­
mente en ninguna de las citadas escuelas, y otros se alimentan de v a ­
rias. Rueschemeyer y Evans ( 1 9 8 5 ) sostienen que si bien el capita­
32 Ei desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

lismo im pone límites al Estado, las elites disfrutan de una cierta auto­
nomía. Laum ann y K n o k e (1987) se acercan a las cuatro teorías que
acabó de examinar. D ah l ha modificado su anterior pluralism o reco­
nociendo que el p o d er concentrado del capitalismo corporativo está
po n iendo en peligro la democracia. C ualquier persona con sentido
empírico — Dahl, D o m h o ff, O ffe o Skocpol— entiende que las tres
escuelas dicen cosas m u y válidas sobre el Estado: que es a la v ez actor
y lugar; que ese lugar tiene muchas mansiones y distintos grados de
autonom ía y cohesión, aunque también responde a las presiones de
los capitalistas, a las de otros grandes actores de poder y a las necesi­
dades más generales que expresa la sociedad.
Pero gran parte del trabajo empírico sobre la administración esta­
tal no destaca ninguno de los actores que tratan estas teorías, ya sea la
elite estatal, los intereses del capital o los del conjunto de la sociedad.
Los Estados presentan una apariencia caótica, irracional, con m últi­
ples autonomías ministeriales, presionadas de form a errática e inter­
mitente p o r los capitalistas, pero también p o r otros grupos de poder.
A l microscopio, se «balcanizan», se disuelven en ministerios y faccio­
nes que co m p ite n entre sí ( A lfo r d y F riendland, 19 85: 2 0 2 a 222;
R ucschcm cycr y Evans, 1985). P o r ejemplo, cuando Padgett (198 1)
disecciona los presupuestos del ministerio de Vivienda y D esarrollo
U rb an o de los Estados U nidos no encuentra ese actor singular cohe­
sivo, el Estado, sino un conjunto de administraciones múltiples, frag­
mentadas y esparcidas, c u y o grado de confusión suele aum entar al
añadir la política exterior. En la laboriosa reconstrucción que llevó a
cabo A lbertini ( 1 9 5 2 - 1 9 5 7 ) de la diplomacia que condujo a la Primera
:G u e rra M undial, los Estados aparecen desgarrados p o r num erosas
disputas, unas geopolíticas, otras nacionales, que se entrelazan de
m odo involuntario, m u y lejos tanto de la cohesión que pinta la teoría
realista de las elites com o de la que se desprende de la teoría pluralista
y de la teoría de las clases. C o m o afirma Abram s (1988: 79), lo que
desorienta es la idea misma ele el Estado: «El Estado es el símbolo
unificado de una desunión real ... Las instituciones políticas ... son
siempre incapaces de desarrollar una unidad en la práctica, pues cons­
tantemente dem uestran su incapacidad para funcionar como un fac­
to r general de cohesión».
P o r consiguiente, o frez co aquí una quinta teoría, que describo
con una expresión popular: el Estado no es una conspiración sino un
« em brollo». O , lo que es igual, el Estado no es funcional sino «em ­
brollador».
Una teoria del Estado moderno S3

M uchos sociólogos mirarán mi teoría con desdén. Están co n ven ­


cidos de que la vida social responde a un orden y a unos modelos. Es
evidente que unos Estados se encuentran más ordenados que otros,
pero ¿no es verdad que existe una cierta lógica en los errores garrafa­
les del Estado, así com o en sus estrategias? N o cabe duda de que los
Estados occidentales son fundam entalm ente «democracias de p a rti­
dos» y «capitalistas» (como afirman los marxistas y los pluralistas).
Han contenido monarquías y elites burocráticas (como observan los
elitistas). Son potencias, grandes o pequeñas, son laicos o religiosos,
centralizados o federales, patriarcales o neutrales en materia de gé­
nero, en definitiva, responden a un modelo. Pero, vistos los excesos
propios de las teorías sistémicas, ¿podrem os establecer un m odelo de
Estado sin reificarlo? ¿Tendrem os que abandonar las teorías sustanti­
vas para construir la nuestra a partir de las propiedades form ales de
los mapas de las densas redes de organización de la influencia política
moderna, com o hacen Laum ann y K n o k e (1987)? Pese a las p r o fu n ­
das virtudes de esta teoría de la organización, y a los paralelismos en­
tre su empresa y la mía, ¿no permite a veces que el árbol le impida ver
el bosque? El Estado americano es sin duda capitalista a un macroni-
vel; es tam b ié n fe d e ra l y po see el m ilita ris m o más p o d e r o s o del
mundo, com o todos sabemos sin necesidad de esos mapas de redes
complejas de pod er organizativo. D e hecho, al rechazar la noción de
que se trata de un Estado capitalista basándose en que las redes de o r ­
ganización raramente se configuran para defender el capitalismo (por
eso, en ocasiones, pueden reaccionar con retraso a las amenazas c o n ­
tra sus p ro p io s derechos de propiedad), L aum ann y K n o k e (1987:
383 a 386) corren el riesgo de reproducir el antiguo e rro r pluralista de
confundir el terreno de la organización y el debate político abierto
con la política en términos globales.
Mi versión, más sustantiva, del materialismo de organización se
desarrolla en dos fases. En prim er lugar, identifico las características
concretas de las instituciones políticas. El marxismo y el pluralismo,
por su índole reduccionista, tienden a despreciar las particularidades.
El realismo y el elitismo auténtico las consideran singulares, exage­
rando el p o d er y la cohesión de los actores estatales; en la teoría del
«embrollo» proliferan las particularidades. Para abordar la identifica­
ción de las pautas generales de las particularidades políticas, nada m e­
jor que com enzar con Max W eber, a quien, erróneamente, se ha co n ­
siderado a veces un elitista auténtico. W e b e r no elaboró una teoría
coherente del Estado, pero nos dejó una serie de conceptos con los
84 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

que elaborarla. U na aproximación institucional tiende a multiplicar la


c o m p le jid a d de la o rg a n iz a c ió n , co m o en el caso de L a u m a n n y
K n o k e (que emplean unos datos mucho más complejos de aquellos a
los que y o puedo aspirar para el estudio de los Estados históricos).
P o r tanto, en la segunda fase, trato de simplificar la proliferación ins­
titucional sirviéndome de mi teoría polim orfa de las «cristalizaciones
estatales de nivel superior».

Los conceptos políticos de W eber: un análisis institucional

W e b e r fue ante todo un teórico del desarrollo histórico de las ins­


tituciones sociales. C o m e n z ó su análisis del Estado distinguiendo tres
fases de desarrollo institucional, caracterizadas p o r los términos « p o ­
der p o lític o », «Estado» y «Estado m o d e rn o » . En la p rim era fase,
existía el p o d er político pero no el Estado.

Una «organización dirigente» se llamará «política» en la medida en que su


existencia y su orden estén siempre salvaguardados dentro de un área territo­
rial mediante la amenaza y el empleo de la fuerza física por parte de los diri­
gentes administrativos.

[Ésta y las dos citas siguientes están tomadas de W e b e r 1978: I, 54


a 56; la cursiva es suya.]
D e m o do que el p o d er político es esencialmente territorial, y lo
impone físicamente un grupo dirigente especializado (lo que implica
también centralizado). El «Estado» surge luego, en la segunda fase:

Una organización política preceptiva, continuamente operativa, puede lla­


marse «Estado» en la medida en que sus dirigentes administrativos sostengan
con éxito la pretensión de monopolizar el empleo legítimo de la fuerza física
para imponer su orden.

Esta definición institucional del Estado ha encontrado una ap ro ­


bación m ay o rita ria (M a clv er, 19 2 6 : 22; Eisenstadt, 19 6 9 : 5; T illy,
1975: 27; Rueschem eyer y Evans, 1985: 47; Poggi, 1990, capítulos 1 y
2). P o r mi parte, coincido con Giddens (1985: 18) en una objeción.
Son muchos los Estados históricos que no « m o n op o lizaro n » los m e­
dios de la fu erza física; incluso en los Estados m odernos estos medios
han sido prácticamente autónom os respecto al (resto del) Estado.
Una teoria del Estado moderno

M i propia definición, aunque m u y influida p o r W e b e r, parte de


aflojar los lazos que unen el pod er político con el p o d er militar:

1. El Estado es un conjunto diferenciado de instituciones y pe r­


sonal que
2. implica una centralidad, en el sentido de que la relaciones p o ­
líticas irradian desde el centro y hacia el centro, para abarcar
3. una demarcación territorial sobre la que ese Estado ejerce
4. en alguna medida, una capacidad de establecer norm as au to ri­
tarias y vinculantes, respaldadas p o r algún tipo de fu erza física orga­
nizada.

Se trata de una definición institucional, no funcional, del Estado,


donde no se menciona qué es lo que éste hace. Es cierto que emplea
la fuerza, pero sólo com o m edio para respaldar unas norm as cu yo
contenido concreto no se define. Entre las teorías que he considerado
aquí, sólo la marxista y algunas de tipo realista especifican las fu n c io ­
nes del Estado, bien porqu e rep rod u zc a las relaciones sociales nece­
sarias para los modos predom inantes de p ro d u cc ió n (marxismo), bien
porque aspire a satisfacer las necesidades de seguridad territorial (rea­
lismo). P ero los Estados se e n carg an de o tras m uchas fu n c io n e s.
A u nqu e las de clase y seguridad resulten innegables, podem os hablar
también de arbitrio de disputas, redistribución de recursos entre las
regiones, los grupos de edad y otros grupos de interés, sacralización
de ciertas instituciones y secularización de otras, entre otros muchos
cometidos. N o obstante, la gran variedad de Estados con funciones
en distintos grados de com prom iso, dificulta la definición del Estado
conforme a sus funciones. Más adelante pasaré a un análisis funcional
con el objetivo de identificar las distintas cristalizaciones funcionales.
De mi definición, cabe extraer cuatro características de las institu­
ciones políticas, que com parten todos los Estados:

1. El Estado está centralizado territoríalmente. N o maneja, sin


embargo, el mismo recurso respecto al pod er ideológico, económ ico
y militar. D e hecho, ha de congratularse con estos recursos que se en­
cuentran fuera de él. Su fuente de p o d er característica reside en que él
y sólo él se encuentra intrínsecamente centralizado en un territorio
delimitado sobre el que impone sus poderes vinculantes.
2. El Estado presenta dos dualidades: es, al mism o tiempo, un
lugar, unas personas, un centro y un territorio. El pod er político es
86 El desarrollo de lns clases y los Estados nacionales, 1760-1914

«estatista», p o r estar ejercido en su centro p o r instituciones e indivi­


duos pertenecientes a la elite; pero simultáneamente está compuesto
de relaciones de «partidos» entre personas e instituciones, tanto en el
centro com o en la totalidad de los territorios. P or esa razón, cristali­
zará tanto en form as esencialmente generadas p o r la sociedad exterior
a él, como en form as intrínsecas a sus propios procesos políticos.
3. Las instituciones estatales son m uy variadas y realizan distin­
tas funciones para los distintos intereses de los grupos localizados
dentro de su territorio. Cualquiera que sean su grado de centralismo
y su racionalidad privada, el Estado es también impuro, pues las dife­
rentes partes de su cuerpo político están abiertas a la penetración de
diversas redes de poder. A s í se explica que el Estado necesite que su
unidad, incluso su consistencia, no sean definitivas. Lo contrario sólo
podría darse si la sociedad presentara una unidad y una consistencia
idénticas, no en mi m odelo de sociedad compuesta p o r redes de p o ­
der superpuestas y cruzadas.
4. La propia definición del Estado como territorio delimitado
sugiere un u lterio r co n ju nto de relaciones «políticas» entre ese Es­
tado y otros Estados; naturalmente, me refiero a la geopolítica. A lo
largo de su obra, en especial al tratar del Estado imperial alemán, W e -
ber hace hincapié en que la geopolítica ayuda a configurar la política
interior. C ollins (198 6: 145) afirma que, para Weber, «la política fu n ­
ciona desde fuera hacia d entro », aunque no faltan apartados de su
obra en los que se subraya el proceso contrario. Política y geopolítica
se entrelazan, y ninguna de ellas puede estudiarse p o r separado.

M e extenderé en estos puntos después de explicar la tercera fase


de W eber, el «Estado m o dern o», que, adicionalmente,

posee un orden administrativo y legal sometido a cambios a través de la legis­


lación, al que se encuentran orientadas las actividades organizadas del perso­
nal administrativo, que también está sometido a las leyes. Este sistema de ór­
denes impone una autoridad vinculante no sólo a los miembros del Estado y
a los ciudadanos ..., sino también, y en gran medida, a los actos que se produ­
cen en el área de su jurisdicción. Es, pues, una organización obligatoria de
base territorial.

Es decir, el Estado m oderno añade unas instituciones rutinarias,


racionalizadas y form alizadas de gran alcance sobre los ciudadanos y
los territorios. P en etra en sus territorios mediante la ley y la adminis-
U na teoria del Estado moderno 87

tración (encarnando lo que W e b e r llama «do m in ació n legal-racio-


nal»), com o nunca antes había ocurrido. T illy (1990: 103 a 11 6 ) des­
cribe acertadamente el fenómeno com o gobierno «directo», y lo com ­
para con el gobierno indirecto de Estados anteriores. Pero no se trata
sólo de que el Estado haya aumentado su p o d e r sobre la sociedad.
Por el contrario, los «ciudadanos» y los «partidos» han penetrado en
el Estado m oderno. El Estado se ha convertido en un Estado-nación,
que representa también el sentido de com unidad que abrigan sus ciu­
dadanos y subraya la peculiaridad de sus intereses exteriores respecto
a los ciudadanos de otros Estados. A u n q u e para W e b e r el problem a
de la «legitimidad» en la m a y o r parte de los Estados históricos sea
ante todo un asunto de cohesión entre el gobernante y su personal,
sostiene que en el Estado m o dern o esto afecta sobre todo a las rela­
ciones entre los gobernantes, los partidos y la nación.
W e b e r trata con frecuencia una institución del Estado m oderno
en la que pone un énfasis especial: la «burocracia m onocrática», es
decir, la burocracia centralizada bajo una sola autoridad. Vetam os un
famoso párrafo:

La variedad monocrática de la burocracia es capaz de lograr, desde un punto


de vista exclusivamente técnico, el m ayor grado de eficacia, y en este sentido
resulta el medio más racional de ejercer la autoridad sobre los seres humanos.
Supera a cualquier otra forma en precisión y estabilidad, en el rigor de su dis­
ciplina y en fiabilidad. Esto proporciona a los responsables de la organiza­
ción una gran posibilidad de calcular los resultados ... El desarrollo de las
modernas formas de organización en todos los campos es idéntico al desarro­
llo y continua extensión de la administración burocrática ... Su evolución se
encuentra, por tomar el caso más llamativo, en las raíces del Estado occiden­
tal moderno ... La administración de una sociedad de masas lo hace comple­
tamente imprescindible en la actualidad. Lo único que cabe elegir en el te­
rreno de la administración es la burocracia o el diletantismo [197S: I, 223.]

W e b e r piensa que la burocratización dom ina Occidente. A u n q u e


veía en el Estado alemán un pionero de la burocracia, se esforzó p o r
demostrar que los dos Estados supuestamente menos burocratizados
—la Rusia zarista y los Estados U nidos confederales y gobernados
por los partidos— tam poco se habían librado de su imperio. Las au­
toridades políticas se encontraban subordinadas a la burocracia en t o ­
das partes. U n régimen democrático, al centralizar la responsabilidad,
fomenta la burocracia monocrática. W e b e r lamentaba su «irresistible
avance» con esta pregunta retórica: « ¿ C ó m o salvar los restos de la li­
88 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

bertad “individualista”?», y también: « ¿Q u é pod em os o po ner a se­


mejante maquinaria para salvar a una parte de la humanidad de esta
parcelación del alma, de esta dominación total del ideal burocrático
de la vida?» (1978: II, 1403; Beetham, 1985: 81).
En cierto m odo, sin embargo, W e b e r parece haber com prendido
la debilidad de su argumentación. Reflexionó entonces si es la m o d e r­
nización lo que aumenta el p o d er de la burocracia (sin explicar el sig­
nificado de la repentina cursiva), pero llegó a la siguiente conclusión
categórica: «El p o d er de una burocracia hecha y derecha es siempre
grande; en condiciones normales, inmenso. El político avezado se en­
cuentra siempre frente al burócrata cualificado com o el diletante ante
el experto» (1978: II, 969 a 1003, citado de la pág. 99 1; existe un exce­
lente com entario de Beetham, 1985: 67 a 72).
P ero W e b e r se eq u ivo ca b a gravem ente al ratificar in esp erad a­
mente esta teoría elitista de la burocracia; en realidad, los burócratas
han dom inado pocas veces los Estados m odernos, y las adm inistra­
ciones del Estado tampoco han sido siempre monocráticas (véase ca­
pítulo 13). Se pueden aducir objeciones conceptuales y empíricas.
Curiosam ente, las objeciones empíricas se encuentran en la disec­
ción que llevó a cabo W e b e r de su p ro p io Estado imperial alemán,
donde no se limitó a identificar una burocracia poderosa, sino tres
instituciones políticas distintas: la burocracia, un ejecutivo político
dual (el káiser y el canciller) y los partidos (especialmente el de los
Ju n k ers). C u a n d o W e b e r habla de «partidos» no se refiere exclusiva­
mente a los grupos políticos que compiten en las elecciones, sino a
cualquier grupo colectivamente organizado que intente adquirir p o ­
der, incluidas las facciones de la corte, los m inisterios y los altos
mandos. C o m o muestra el capítulo 9, afirmó en m om entos distintos
la dom inación de cada uno de estos tres actores sobre el K aiserreich.
Nótese, sin embargo, que los partidos son distintos a los otros dos
actores. La burocracia y el ejecutivo son compatibles con el auténtico
elitismo, pero el p o d er de los partidos procede de una relación de dos
direcciones entre el centro y el territorio: los Ju n k ers form aban una
clase «exterior» al Estado, perteneciente a la sociedad civil, pero esta­
ban atrincherados en el ejército y otras instituciones estatales decisi­
vas. W e b e r concedió una gran importancia a los partidos en su obra;
éstos, y no la burocracia o el ejecutivo, com ponían el tercer actor de
su m odelo tripartito de estratificación social, junto con las clases y
los grupos de estatus.
A u n q u e W e b e r no elaboró una teoría com pleta del Estado m o ­
Una teoria del Estado moderno 89

derno, sus ideas sobre la materia se distinguen claramente de las que


acabamos de ver. N unca fue un reduccionista; al contrario que los
defensores del marxismo y el pluralism o, vio que los Estados poseen
sus propios poderes. Y al contrario que los del realismo y el elitismo
auténtico, no localizó esos poderes sólo en una elite central, ni los
consideró necesariamente cohesivos. C o m o muchos otros escritores
modernos, Laumann y K n o k e (1987: 380) han considerado a W e b e r
un realista elitista y han criticado el hecho de que no reconociera la
borrosa frontera que se levanta entre lo público y lo privado. Pero
precisamente es esto lo que con stituye el núcleo de su análisis de los
partidos. El poder político era al mismo tiem po un recurso centrali­
zado, una relación de dos direcciones entre el centro y los territorios
y una relación entre los Estados. W e b e r no m oldeó estos elementos
institucionales en una teoría del Estado. N o so tro s, sin embargo, re­
mediando esta trascendente confusión conceptual, estamos en co n di­
ciones de hacerlo.
Las puntualizaciones de W e b e r con fun den dos concepciones de la
fuerza estatal, que en la cita que acabamos de v e r llamaba «poder» y
«penetración». W e b e r acierta cuando sostiene que la burocracia au­
menta la penetración, pero se eq uivoca cuando afirma que sim ple­
mente aumenta el poder, p o rq u e está con fun dien do el p o d er colec­
tivo infraestructura! y el p o d er distributivo despótico. El prim ero es
el que subrayan las teorías de las instituciones estatales; el segundo,
las del elitismo auténtico.
El poder despótico se refiere al p o d e r distributivo de las elites esta­
tales sobre la sociedad civil. Procede de un v a n a d o abanico de accio­
nes que las elites estatales em prenden al margen de la negociación ha­
bitual con los grupos de la sociedad civil, y del hecho de que sólo el
Estado se encuentre intrínsecamente organizado en función del te rri­
to rio y cumpla funciones sociales que requieren esta fo rm a de orga­
nización y que los actores del p o d er ideológico, económ ico y militar,
organizados sobre bases distintas, no pu ed en realizar. Los actores
que se localizan fu n d a m e n ta lm e n te d e n tr o del E stado poseen un
cierto espacio donde operan con intimidad, cu yo grado varía según la
habilidad de los actores de la sociedad civil para organizarse central­
mente mediante asambleas representativas, partidos políticos fo rm a ­
les, facciones cortesanas, etc. D e m o d o alternativo, éstos pueden rete­
ner poderes de la política central (que analizaré más adelante) o eludir
los del Estado reforzando las relaciones transnacionalcs en el exte­
rior. Un Estado con pod er despótico se convierte tanto en un actor
90 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

autó no m o — así lo plantea el elitismo auténtico— como en múltiples


y quizás confusos actores autónomos, según el grado de su hom oge­
neidad interna.
El p o d er in fra e stru c tu ra l es la capacidad institucional de un Es­
tado central, despótico o no, para penetrar en sus territorios y llevar a
cabo decisiones en el plano logístico. Se trata de un p o d er colectivo,
de un «poder a través de» la sociedad, que coordina la vida social a
través de las infraestructuras estatales. C o m p o r ta un Estado com o
conjunto de instituciones centrales y radiales que penetran en sus te­
rrito rio s. P uesto que los po d eres infraestructurales de los Estados
m odernos han aumentado, W e b e r deduce que este hecho implica un
aum ento paralelo del p o d er despótico sobre la sociedad civil. Sin em ­
bargo, no ocurre necesariamente así. El p o d er infraestructural es una
vía de doble dirección, que también permite a los partidos de la socie­
dad civil co n trola r al Estado, com o sostienen los marxistas y los p lu ­
ralistas. A u m e n ta r el p o d e r infraestructural no significa necesaria­
mente aum entar o dism inuir el pod er despótico distributivo.
N o obstante, los poderes infraestructurales efectivos aumentan el
p o d er colectivo del Estado. El hecho de que en la actualidad las insti­
tuciones estatales coordinen una gran parte de la vida social con tri­
b u ye en parte a estructurarla, acrecentando lo que podríamos llamar
su «centralización territorial» o «naturalización». Desde el pu nto de
vista estructural, los Estados más poderosos «enjaulan» más relacio­
nes sociales dentro de sus fronteras «nacionales» y a lo largo de las lí­
neas radiales de co n trol entre el núcleo y los territorios; aumentan los
poderes colectivos, nacionales y geopolíticos, a expensas de los loca­
les, regionales y transnacionales, al tiempo que dejan abierta una p re ­
gunta do tipo distributivo: ¿Q u ié n los controla? Así pues, el poder
explicativo del estatismo institucional aumenta en el Estado m oderno
a medida que se expanden masivamente sus poderes colectivos e m-
fraestructu rales.

C U A D R O 3.1. Dos dim ensiones del poder estatal

P o d e r in irú estru ctu rú l

Poder despótico lia jo Alto

Bajo Feudal Burocrático-dcmocrático


Alto Imperial/Absolutista Autoritario
U na teoria del Estado moderno 91

C o m o vem os en el cuadro 3.1, los poderes despótico e infraes-


tructural se com binan en cuatro tipos ideales.
El Estado feudal los combinaba débilmente, porqu e apenas tenía
capacidad de intervención en la vida social. G o za b a de una au to n o ­
mía considerable en su esfera privada, pero de escaso p o d er sobre la
sociedad. El r e y m edieval era dueño del Estado; éste constituía su
casa, su guardarropa y la hacienda que le proporcionaba sus propios
ingresos. D en tro del Estado hacía lo que le venía en gana, pero en la
sociedad no podía tanto. Su gobierno era indirecto; dependía de las
infraestructuras de los señores au tonóm os, de la Iglesia y de otras
corporaciones. Su ejército estaba en manos de soldados contratados
que p o d ía n d e so b e d e c e r sus ó rd en es. L o s E stados im periales de
C hina y de R om a y el absolutism o europeo se aproxim an al segundo
tipo ideal, de pronunciado p o d er despótico pero escaso p o d er infra-
estructural. Sus reacciones podían costarlc la cabeza al que se en con­
trara a tiro, pero pocos lo estaban. Sus ejércitos eran form idables,
pero tendían a fragmentarse a medida que los generales se convertían
en rivales p o r el p o d er imperial. El Estado occidental m oderno, de
carácter liberal-burocrático, se aproxim a al tercer tipo, con infraes­
tructuras masivas ampliamente controladas bien p o r los capitalistas
bien p o r el proceso democrático (no juzgo aún cuál de los dos). El
Estado au to rita rio m o d e rn o — la U n i ó n Soviética en su m o m en to
culm inante— ha disfru tad o tanto de p o d e r despótico co m o de un
consistente p o d er infraestructural (aunque la cohesión de ambos fue
m enor de lo que solemos reconocer).
Desde el siglo XVI en adelante, cada intento m onárquico de au­
mentar el despotism o se saldó con un contragolpe representativo y
un conflicto político de gran alcance, pero el p o d er infraestructural
creció con un considerable grado de consenso a medida que los Esta­
dos participaron del crecimiento exponencial de los poderes colecti­
vos generales que hemos analizado en el capítulo 1. C o m o indica el
cuadro 3.1., la insólita fu erza de los Estados m odernos es infraestruc­
tural. Los Estados agrarios llegaban incluso a desconocer la riqueza
de sus súbditos; y no cobraban los impuestos con precisión. C o m o
no podían evaluar las rentas, establecían indicadores de riqueza apro-
ximativos (tamaño de las tierras o de las casas, v a lo r de los productos
situados en el mercado, etc.) y dependían de los notables locales para
la recaudación. Sin embargo, ho y , los Estados británico y estadouni­
dense pueden calcular mis ingresos y mi patrim o nio «en la fuente»
—conocen mi patrim onio aproxim ado— y tom ar la parte que les c o ­
92 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

rresponde antes incluso de que y o haya podido tocarla. Q uien co n ­


trole estos Estados tiene un co n tro l sobre m í infinitamente m a y o r
que el de los Estados agrarios sobre mis antepasados. C orno observa
H untington (1968: 1), los Estados británico, norteam ericano y sovié­
tico (este últim o antes de 1 9 9 1 ) se asemejan más entre sí que cual­
quiera de los Estados históricos o que la m ayoría de los Estados de
los países en desarro llo ; «el go b ierno gobierna» en realidad cu m ­
pliendo las decisiones de los gabinetes, de los presidentes o del Polit-
buró, que son capaces de m ovilizar un pod er superior al de sus pre­
decesores históricos, tanto dentro com o fuera de sus fronteras.
Pero no sólo se expanden las infraestructuras estatales. U na re v o ­
lución en las logísticas del p o d er colectivo aumenta la penetración in­
fraestructura! de todas las organizaciones de poder. La capacidad de
la sociedad civil para con trolar el Estado aumenta también. Las socie­
dades modernas contienen tanto Estados autoritarios, que dominan
efectivamente la vida cotidiana dentro de su territorio (como nunca
lo hicieron los Estados históricos), com o Estados dem ocráticos de
partidos, rutinariamente controlados p o r la sociedad civil (como sólo
lo había hecho antes las pequeñas Ciudades-estado). Esto representa
el fin de los Estados de la parte superior izquierda del cuadro 3.I.:
autónom os y bastante cohesivos, aunque débiles, que gozaban de in­
timidad respecto a la sociedad civil pero tenían escaso p o d er efectivo
sobre ella. Los Estados m odernos y las sociedades civiles se interpe-
netran demasiado estrechamente para perm itir una autonom ía sin p o ­
der.
Este hecho enturbia nuestro análisis, porqu e si partim os de seme­
jante interpenetración, ¿dónde acaba el Estado y dónde com ienza la
sociedad civil? A q u é l no es y a un lugar central y una elite, pequeños
y p riva d o s, que poseen su p ro p ia racionalidad, sino que contiene
múltiples instituciones y tentáculos que se extienden desde el centro
hacia los territorios e incluso hacia el espacio transnacional. Y vice­
versa, la sociedad civil está más politizada que en tiempos pasados,
in tro d u ce distintos partidos — partid os políticos y grupos de p r e ­
sión— en los distintos núcleos del Estado, e incluso llega a rebasarlo
transnacionalmente. El p o d er político m oderno, com o lugar y com o
actor, com o infraestructura y com o déspota, como elite y com o par­
tidos, es dual y afecta tanto al centro, con sus múltiples particularida­
des de poder, com o a las relaciones centro-territorio, con sus particu­
laridades de poder. Su cohesión es siempre problemática. Sólo en un
sentido es singular «el Estado»: a medida que aumenta la interpene­
Una teoria del Estado moderno 93

tración infraestructural, el Estado tiende a «naturalizar» la vtda s o ­


cial. El «poder» del Estado m o d ern o no es principalm ente el de las
«elites estatales» sobre la sociedad, sino una estrecha relación socie-
dad-Estado, que enjaula las relaciones sociales más en el plano nacio ­
nal que en el local-regional o transnacional, po litizando y geopoliti-
zando la v id a social en una m ed id a m u c h o m a y o r que la de los
Estados anteriores.
Partiendo de W eber, he descrito en esta sección las características
institucionales que comparten todos los Estados, para después añadir
las características de los m odernos Estados-nación. P o r o tro lado, es­
tas semejanzas generales de los Estados difieren considerablem ente
según el tiempo y el lugar. En la siguiente sección abordaré los deta­
lles, para catalogar las principales instituciones políticas de las so cie-’
dades occidentales durante el largo siglo X I X , co m en zan d o p o r las
que afectan a la política nacional.

Las instituciones políticas del siglo XIX

Política interior

El cuadro 3.2 muestra las principales instituciones del gobierno


central (más adelante trataré las relaciones de los gobiernos centrales
y locales). La primera colum na enum era las instituciones, y las res­
tantes analizan quién las co n trola, añadiendo la distinción entre el
poder «aislado» y el poder «inserto». Para que un Estado sea despó­
tico (como en el elitismo auténtico), sus redes deben permanecer ais­
ladas de la sociedad civil (como, según K rasner, ocurre en la política
exterior). La columna 2 enumera las form as de aislamiento que libe­
ran a la elite estatal de las presiones y los intereses de la sociedad civil.
Pero si las instituciones estatales se hallan «insertas» en la sociedad
civil, estarán también controladas, co m o afirman las teorías pluralis­
tas y las teorías de las clases (columnas 4 y 5).
N o obstante, el despotismo pleno y el aislamiento com pleto no
son la misma cosa. Puesto que el Estado es al mismo tiempo un cen­
tro y un conjunto de relaciones entre éste y su territorio, la au to n o ­
mía tendría que abarcar el centro y el territorio para perm anecer ais­
lada. Pero lo más importante, la base de los recursos estatales — sus
redes fiscales y de recursos hum anos penetran en la sociedad civil—
debería permanecer aislada del co n tro l de la sociedad civil. Sin em-
C U A D R O 3 .2 . L a s r e d e s d e p o d e r e n l o s E s t a d o s d e l s i g l o XIX

Instituciones A lia n z a p a rtic u la ris ta d e l


Estado despótico C lases d o m inantes M Pitipiés grupos de interés
potincas E stado con la sociedad crcd

E je c u tiv o su­ M o n a r q u í a a b s o lu t a , d i ­ In serto en la C o r te y el a n ­ I n se rto en la so c ie d a d fe u- Constitucionalmente inserto


p rem o nastía tig u o régim en dal-capitalista en estados, p arla m entos y
privilegios corporativos

ju d ic a t u r a - p o lic ía C o rtes reales aisladas In sertas en las c o r p o r a c io ­ Insertas en la le y de la p r o ­ C i u d a d a n í a civil ( i n d i v i ­

El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914


nes profesio nale s de a b o g a ­ piedad dual y colectiva)
dos y en las u n iv e r s id a d e s

A d m in is tra c ió n C u e r p o s a is la d o s de o f i­ Inserta en el A n t ig u o R é g i ­ Funcio nal p ara el capitalismo B urocracia m erito critica


civil ciale s reales o b u r o c r á t i ­ m en , los n u e v o s p r o f e s i o ­ q u e r i n d e c u e n t a s a lo s
cos n a l e s y la s u n i v e r s i d a d e s p arlamentos

P a rtid o s , a s a m ­ R e g í m e n e s de u n solo L e g is la tu r a s lim itadas, « d i ­ 1. D e r e c h o al v o t o d e lo s C iu d a d a n ía política


bleas p a r n d o ( in e x i s t e n t e s en v id e y v e n c e rá s » , o lig a r ­ p rop ietarios
este p erio d o) q u ía s de p a r tid o s , in t r ig a s 2. L im itacion es capitalistas a
cortesanas la sob eran ía p arlam entaria

D ip lo m a cia «E sta d ista s» aislados Inserta en el A n t ig u o R é g i ­ Inserta en las clases p ropie ta­ R in d e cuentas a los p a r la ­
m en rias m entos

Ejército C a s ta aislada In serto en el A n t ig u o R é g i ­ Inserto en las clases p ro p ie ­ R in d e cuentas a los p a r la ­


m en y en otros gru p o s p a r ­ tarias; rin de cuentas a ejecu­ mentos
ticularistas tivos civiles

P o d e r d esp ó tic o A lto M e d io Bajo Bajo

T e o r ía del Estado Realista y Elitista auténtica E statism o in stitucional D e las clases Pluralista
Una teoria del Estado moderno 95

bargo, este aislam iento no abunda en la historia. El reclutam iento de


tropas y la obtención de recursos necesitaron siem pre de la ayuda de
los notables locales y regionales. En el p erio d o que estudiam os, el
aislam iento co n stitu yó un fenóm eno aún más raro gracias al d esarro ­
llo de la rep resen tació n p olítica, d irigido precisam ente a c o n tro la r
esas exacciones fiscales y ese reclutam iento de potencial hum ano. El
aislamiento o la autonom ía com pleta del E stado, tal com o especifica
la segunda colum na del cuadro 3.2 y sostienen las teorías realistas y
elitistas auténticas, es p oco probable. E llo presupone el aislam iento
de todas las instituciones que aparecen en la colum na 1. L o cierto es
que algunas aparecen relativam ente aisladas; otras, insertas en las cla­
ses dom inantes; y otras aún, en las redes de p o d er plu ral (cf. D o m -
hoff 1990: 26 a 28). A sí pues, el Estado sería bastante m enos co h e­
rente de lo que afirm an las tres prim eras escuelas teóricas. El Estado
puede aislarse y ser autónom o en algunas de sus partes, nunca en su
totalidad.
Más real es el nivel «m edio» de p o d er despótico que aparece en la
tercera colum na. Las instituciones estatales pueden hallarse insertas
en varios actores particularistas de p o d er de la sociedad civil, com o
en el análisis que efectúa W e b er del partido de los Ju n k ers. Según él,
la m onarquía alem ana gozaba de una gran autonom ía respecto a los
capitalistas y a la ciudadanía en general porqu e form ab a una alianza
particularista con los Ju n k e rs, una clase que dom inaba la sociedad
desde m ucho antes y que en ese m om ento perdía p o d er económ ico,
aunque continuaba dom inando el ejército y gran parte de los m iniste­
rios civiles. M ediante el particu larism o, los regím enes insertos p o r
alianza logran un aislam iento m oderado y una cierta au tonom ía res­
pecto a las fuerzas sociales que especifican las teorías pluralista y de
las clases. Los regím enes realizan una política de «divide y vencerás»
para asegurarse aliados particularistas segm éntales y partid arios p o lí­
ticos, así com o para m oderar la oposición de los «excluidos» con la
esperanza de integrarlos. N atu ralm ente, el eq u ilib rio de p o d er que
p ro p o rcio n a n estas alian zas p u ed e p ro d u c ir el e fec to in v e rs o : el
grupo particu larista de la sociedad civil puede llegar a «co lo n iz ar»
efectivamente una parte del Estado y utilizarlo contra otras elites es­
tatales o ciertos actores de poder, com o fue, p o r ejem plo, el caso del
control histórico que ejercieron los políticos am ericanos del sur, in­
sertos en las oligarquías de plantadores y com erciantes de los estados
sureños, sobre la estructura de los com ités del C o ng reso (D o m h o ff,
1990: 53, 104 a 105). La colum na 3 enum era las principales alianzas
96 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

s e g m é n ta le s y p a r tic u la ris ta s , in s e rta s o s em iais lad a s , d e l la rg o s i­


glo XIX.
La prim era línea del cuadro 3.2 se refiere al ejecutivo suprem o, el
principal m odelo para la teoría realista y auténticam ente elitista. Es el
caso en que pod em os esperar una auténtica au to n o m ía del centro.
E ntonces, com o ahora, todas las con stitu cio n es estatales co n ferían
ciertos poderes al ejecutivo, especialm ente (com o dem ostram os en el
capítulo 12) en m ateria de política exterior. La m ayo ría de los ejecuti­
vos occidentales proceden de una fase absolutista de la m onarquía. La
frase de Luis X IV , «L ’état c’est m oi» contiene tres verdades. Los go­
bernantes absolutistas d isfru taro n de m ayo r p o d er despótico que los
m onarcas constitucionales o ios ejecutivos republicanos. Las con sti­
tuciones tienen im portancia p o rq u e, com o creían sus c o n tem p o rá ­
neos, suponen el atrincheram iento de distintos grados de autonom ía
estatal. En segundo lugar, en las m onarquías absolutistas y en las p o s­
teriores de carácter au toritario casi to d o depende de la habilidad y la
energía del m onarca o de los prim ero s m inistros en que aquél delega
sus poderes. C o m o advierten los historiadores, el talento de una M a­
ría Teresa, de un B ism arck (m u y considerable), de un Luis X V I o de
un B eth m an n -H ollw eg (insignificante) m arcan la diferencia; en todo
caso, m ucho más que el de un m onarca constitucional o incluso el de
un p rim er m inistro parlam entario. En tercer y últim o lugar, las m o ­
narquías hereditarias y sus fam ilias fu ero n las únicas que no estable­
cieron relaciones entre el centro y el te rrito rio , ya que al ser actores
centralizados constituían un núcleo, una elite estatal aislada, con sus
propias características de poder.
Sin em bargo, para ejercer el p o d er sobre la sociedad, los reyes tu ­
vie ro n que dom inar otras instituciones estatales. En el centro, depen­
dían de la corte. Los cortesanos eran p o r lo general los aristócratas, el
alto c le ro y los m an dos m ilitare s in serto s en la clase d o m in an te,
com o afirm a la teoría de las clases. Los m onarcas debían co n trarres­
tar esa inserción m ediante una política segm ental de «divide y vence­
rás», a través de las redes de parientes y allegados para escindir a la
clase dom inante en partid os «integrados» y «excluidos». A m edida
que el E stado y la sociedad se hacían más universalistas, la estrategia
tu vo que cam biar para integrar al m onarca y a la corte en el antiguo
régim en, una alianza de partidos, centrada en la corte, entre el m o ­
narca y la antigua clase terrateniente y rentista, más la jerarq uía de las
iglesias establecidas y los cuerpos de oficiales.
El antiguo régim en dom ina gran parte de los sem iaislam ientos de
Una teoría del Estarlo moderno 97

la colum na 3. Este «p artid o -cu m -clite» so b rev ivió hasta bien entrado
el siglo XX (com o ha sostenido con v ig o r M ay er, 1981). C o m o es ló ­
gico, resulta más im portante en el caso de las m onarquías au to rita­
rias, pero incluso las constitucionales co n servan ciertos rasgos del an­
tiguo rég im en, y tam p o co en las re p ú b lic a s fa lta n los ele m e n to s
«antiguos»; los «notables de la R epú blica», las «cien (o doscientas o
cuatrocientas) fam ilias», el «E stablishm ent», etc. En todos los países
existe una parte del p o d er p o lítico que estuvo o está m ezclada con la
«clase alta» de las «fortunas antiguas», generalm ente banqueros o te ­
rratenientes, asociada al estatus tra d ic io n a l; el té rm in o «E stablish­
m ent» puede aplicarse tanto al caso britán ico com o a la política exte­
rio r de los Estados U nidos. Los antiguos regím enes co n servaro n un
considerable p o d er sobre la diplom acia, tal com o explicam os en el ca­
pítulo 12.
Los teóricos de las clases argum entan que los antiguos regímenes
se in co rp o raro n com o una fracción a la clase capitalista dom inante
que se encontraba en ascenso. A u n q u e los plu ralistas han aplicado en
contadas ocasiones su teoría a los regím enes no dem ocráticos, las re­
des plurales de p od er pueden im preg nar tam bién las m onarquías ab­
solutas. Bajo la presión de m últiples grupos de interés, los ab solu tis­
tas concedieron derechos políticos y p rivileg io s a grupos distintos a
los capitalistas y la aristocracia terraten iente, esto es, a las iglesias y a
los estados m enores: m unicipalidades, cuerpos profesion ales, grem ios
y corporaciones m ercantiles, e incluso a los cam pesinos m inifundis-
tas. C o m o en el caso de los cortesanos, estos privilegios eran particu­
laristas y su práctica política tendía a la intriga segm cntal y facciosa.
Evaluaré en los siguientes capítulos estas concepciones pluralistas y
de clase del antiguo régimen.
La segunda línea del cuadro 3.2 se refiere a las instituciones ju rí­
dicas y policiales, es decir, a los tribunales y los departam entos encar­
gados de im poner la ley. En este p e rio d o las fuerzas policiales se se­
p a r a r o n de lo s e jé r c it o s , p e r o n o d e s e m p e ñ a r o n fu n c io n e s
significativas en cuanto al p o d er (véase cap ítu lo 12). Los tribunales
tenían m ayor im portancia. La le y desem peñaba una dob le fu nción:
expresaba la volu n tad del m onarca y encarnaba la ley divin a y el de­
recho consuetudinario. El m onarca prevalecía so b re su tribuna! su ­
prem o, pero a un nivel más bajo la justicia quedaba en manos de los
notables locales y regionales, con frecuencia pertenecientes a iglesias,
o se im partía en colaboración con ellos. E u ro p a era una com unidad
gobernada p o r la ley; ni siquiera los gobernantes absolutistas parecen
9S El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

haberse atre vid o a in frin g ir la ley o la costum bre (Beales, 19 87: 7).
Este carácter h íb rid o h izo de la ley el núcleo de la lucha ideológica y
co n firió a los abogados una identidad corporativa irredu ctible tanto
al E stado com o a la sociedad civil. Los m onarcas les concedieron p ri­
vileg ios c o rp o ra tiv o s, p reten diend o con ello dism inuir su grado de
in serció n en la sociedad. La m onarquía francesa llegó más lejos que
ninguna o tra al conceder patentes de nobleza con privilegios m ateria­
les (noblesse de la robe) y derechos a las asambleas corporativas {par-
lements). El fracaso de su alianza particularista durante la década de
17 8 0 co n stitu yó una con d ición previa y necesaria para el estallido de
la revo lu ció n (véase capítulo 6). El éxito de esta estrategia de semiais-
lam iento p o r parte del p o d er despótico fue variado. En algunos Esta­
dos, los abogados y las cortes se aliaron con el despotism o (A ustria y
Prusia); en otro s, con sus enemigos (fue el caso de las revoluciones \
francesa y am ericana). La m odesta autonom ía que en ocasiones dis- !
fru ta ro n las instituciones jurídicas no era autonom ía del Estado.
Las clases y los grupos de interés emergentes del siglo XVIII depo­
sitaron gran parte de sus energías en la ley, con el o bjetivo de asegu- ■
rarse el p rim ero de los derechos ciudadanos del triu n vira to que ha j
descrito T. LI. M arshall: la ciudadanía civil. Exigían derechos jurídicos
para los individ uos, no para las colectividades. Los antiguos regím e- ;
nes co lab o ra ro n p o rq u e ellos mism os com enzaban a ser capitalistas y :
estaban prep arad o s para la ecuación de derechos personales y dere- I
cho de p ropied ad que C . B. M acPherson ha llam ado «individualism o \
dom inan te». P o r parte de los m onarcas existía tam bién la intención i
de d e sarro llar unas relaciones contractuales más universales con sus I
súbditos. Los E stados m odernos com enzaban a encarnar lo que W e- i
ber llam ó «dom in ación legal-racional» (Poggi, 1990: 28 a 30). En este :
p erio d o el en fren tam ien to de clase respecto a los derechos civiles ín- ;
dividualcs fue escaso (al co n trarío que en los siglos anteriores). Los j
antiguos regím enes se divid iero n en facciones p o r la presión de las ■
clases em ergentes. En ocasiones fu eron los propios m onarcas absolu­
tistas quienes p ro m u lg aro n los códigos civiles, cu yo lenguaje era uni­
versal aunque estuviera elaborado para proteger a los propietarios del ■
género m asculino (y en ocasiones, a las com unidades étnicas o reli­
giosas p red o m in an tes). La ley constituía un p o d er en alza, que las ¡
clases bajas, las com unidades religiosas y las m ujeres pod rían utilizar
para am pliar sus derechos. D urante cierto tiem po, las organizaciones
jurídicas — en parte d entro y en parte fuera del E stado— ejercieron
presiones m u y radicales. A p artir de 1850, sin em bargo, se volvieron
Una teoría del Estado moderno 99

conservadoras y se integraron en todas las com binaciones im agina­


bles entre el antiguo régim en y las clases capitalistas, siem pre que es­
tu vieran institu cion alizadas. La ciudadanía civil e in d ivid u al acabó
por co n stitu ir una barrera para el desarro llo de o tros derechos p o líti­
cos y colectivos de los ciudadanos.
La tercera línea del cuadro 3.2 se refiere a la ad m inistración civil.
A p arte de las jurídicas y m ilitares, los anteriores Estados n o tu vieron
muchas actividades adm inistrativas, p ero los del siglo XIX aum enta­
ron considerablem ente sus objetivos infraestructurales. T odos los Es­
tados necesitan re c u rso s fiscales y h u m anos (co m o su b ra y a L evi,
1988), pero el despotism o requiere que la localización de sus ingresos
y gastos perm anezca aislada de la sociedad civil. Los dom inios reales
y las regalías (es decir, la propiedad estatal de los derechos para la ex­
plotación de minas y del derecho a la venta de m o n o p o lio s eco nó m i­
cos) perm itían un cierto aislam iento de los ingresos, al igual que las
antiguas fo rm as institu cion alizadas de im p o sició n fiscal. La guerra
era tam bién p re rro g ativa estatal, y una v ic to ria p o d ía aum entar los
ingresos gracias al bo tín y al em pleo del ejército para la rep resión in ­
terior (aunque una d erro ta contribuía sin duda a m enguar el poder).
Pocos m onarcas del siglo x v m tu viero n que som eter los presupuestos
al parlam ento. Sin em bargo, la escalada de la guerra m oderna h izo in ­
suficientes los ingresos tradicionales. Los nuevos sistemas de im pues­
tos y préstam os insertaron a las adm inistraciones entre los co n trib u ­
yentes y los acreedores, aunque las alianzas p a rticu laristas con los
recaudadores de im puestos y los com erciantes m an tu vieron a distan­
cia el co n tro l de la clase dom inante. T o d o esto dio lugar a una ba­
lanza fiscal com pleja y variada, com o verem os en el capítulo 11.
Los fu ncionarios del Estado eran form alm en te responsables ante
el monarca, p ero se veían obligados a adm inistrar a través de los n o ­
tables locales y regionales. En 17 60 las adm inistraciones se hallaban
integradas en las relaciones locales de propied ad m ediante prácticas
que hoy consideram os corruptas. C o m o se verá en el capítulo 13, el
proceso de «burocratización» p ro d u jo conflictos entre los m onarcas,
las clases dom inantes y los grupos plu rales de presión. El m onarca
pretendía aislar a los funcionarios com o cuerpo dependiente, pero in­
cluso esto im plicaba una cierta inserción en la p ro fe sió n jurídica y
otras organizaciones de alto nivel educativo, y a través de ellas, en las
clases y otras redes de pod er. Las clases dom inantes querían que la
gestión de la burocracia estuviera en m anos de gentes afines a ellas y
rindiera cuentas ante los parlam entos que ellas con trolaban . Los rao-
100 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

vim ientos p olíticos de carácter más p o p u lar p referían que se gestio­


nara según criterios universales de eficacia, con responsabilidad ante
las asambleas dem ocráticas. Se p ro d u jo entonces una m oderada au to ­
nom ía estatal a través de alianzas particularistas semiaisladas entre el
ejecutivo y los hijos educados del antiguo régim en, am pliada después
a los vástagos igualm ente bien preparados de la clase m edia p ro fe sio ­
nal. El co n tro l de la educación secundaria y su p erior resultó decisivo
para estas estrategias sem aislacionistas.
T o d o ello co n trib u yó a desarro llar una institución distinta, de ca­
rácter «tecnócrata y bu rocrático» d entro del E stado, en p rincip io res­
ponsable ante la cum bre del pod er, p ero en la realidad parcialm ente
aislada. Incluso los Estados que representaban los intereses de la so ­
ciedad o de su clase dom inante estaban centralizados; no así las clases
o las sociedades, cuyas posibilidades de sup ervisió n eran lim itadas.
D os m o n o p o lio s tecn o crático s id en tificad o s p o r W e b e r (19 7 8 : II,
1 4 1 7 y 14 18 ) — la pericia técnica y los cauces adm inistrativos de co ­
m unicación— perm iten esa fo rm a de aislam iento lim itada y su b rep ti­
cia que han destacado Skocpol y sus colab oradores. Las clases y otros
grandes actores de p o d er no poseen una organización sistem ática ca­
paz de sup ervisar todas las funciones estatales, p o r eso necesitan rei­
vin d icar p o r o tro s m edios la legislación que conviene a sus intereses,
y una vez que lo han logrado se disuelven o dirigen sus intentos hacia
o tros fines, dejando a los servidores públicos una cóm oda autonom ía.
Si los actores de p o d er no vuelven a organizarse, pueden aparecer au­
tonom ías m inisteriales, probablem ente m ayores en los regím enes au­
to ritarios que en los parlam entarios. Sin un gabinete gubernam ental
centralizado, responsable en últim a instancia ante el parlam ento, los
m onarcas au toritarios ejercen un co n tro l sobre «sus» organizaciones
tecnocrático-bu rocráticas m u y in fe rio r al de los ejecutivos co n stitu ­
cionales. A u n q u e m enos autónom os, los regím enes constitucionales
dem uestran una m a yo r capacidad de cohesión que los au toritarios.
A s í pues, la elite puede d isfru tar de num erosas form as de a u to n o ­
mía que reducen la cohesión estatal. A u n q u e el crecim iento de la b u ­
rocracia parezca aum entar la centralización, en realidad, co n trib u ye a
expandirla, porqu e entonces son miles, incluso m illones, los serv id o ­
res pú blicos que ejecutan la política. La tecnocracia y la burocracia,
esp ecializad as y m ú ltip le s p o r su p ro p ia n atu rale za, acrecien ta la
com plejidad del Estado, com o sub raya mi teoría del «em b ro llo ». N o
cabe im aginar un análisis más errado de los actuales Estados que la
Una teoría del Estado moderno 101

idea w eberiana de burocracia m onocrática. La ad m inistración del Es­


tado casi nunca form a un único co n ju n to b u rocrático.
La cuarta línea del cuadro 3.2 se refiere a las asam bleas legislativas
y los partidos. A m p lío aquí el térm in o , co m o h izo W eb er, a cu al­
quier grupo de presión. El absolutism o no recon o ció fo rm alm en te a
los partid os; nunca (al co n trario que en el siglo XX) hubo un intento
de gobierno despótico a través de un solo partid o . Sin em bargo, los
esfuerzos del ejecutivo p o r establecer alianzas particularistas integra­
das hicieron p ro liferar las facciones com puestas p o r cam arillas co rte ­
sanas y parlam entarias, dedicadas a la intriga y al clientclism o so la­
p a d o . Más fo rm a le s y a m e n u d o m en o s se g m é n ta le s fu e r o n los
partidos realm ente políticos, que aparecieron en el siglo XIX, co n sti­
tu yén do se en actores de la socied ad civil encargados de ejercer mi
cierto control sobre los ejecutivos estatales (y entre sí) a través de la
«ciudadanía política» de M arshall. A sí nacieron las asam bleas legisla­
tivas y soberanas, elegidas p o r un v o to secreto y más am plio y, en ge­
neral, reconocidas p o r las con stituciones. Según los pluralistas, este
hecho confirm a la dem ocracia de los E stados occidentales m odernos.
Pero la ciudadanía política no avanzó co n la facilidad que se des­
prende del análisis de M arshall. L os ejecutivos au to ritario s aplicaron
la po lítica de «divide y ven cerás» a facciones y p a rtid o s m ediante
alianzas particularistas y segm éntales con los grupos oligárquicos de
notables. Las propias constituciones sancionaban form as de p ro p ie­
dad tendentes a im pedir un m a y o r d e sa rro llo de la ciudadanía. Las
restriccion es del su fragio en m ateria de gén ero y de p ro p ied ad se
m antuvieron hasta el final del p e rio d o , y lo m ism o puede decirse de
las que afectaban a la soberanía de las asam bleas. Las constituciones
se «atrincheraron» para p ro teg er los derechos de los partid os co n tra­
tantes e im p ed ir el cam bio so cial. L a c o n stitu c ió n de los E stados
U nidos, que m antuvo un E stado capitalista-liberal y federal a lo largo
de dos siglos en condiciones sociales m u y d istintas, d e m o stró una
gran resistencia frente a los m o vim ien to s co lectivo s que reivind ica­
ban derechos sociales para los ciudadanos. La con stitución británica
(no escrita) atrincheró la soberanía p arlam entaria para p reserva r un
Estado bipartidista, relativam ente centralizado.
Los m arxistas sostienen tam bién que la dependencia del capita­
lism o lim ita a los partidos y las asam bleas. M uchos de los actores p o ­
líticos de este p erio d o creían en el carácter «natu ral» del derecho a la
propiedad y la producción de m ercancías. R aram en te se consideraban
exp lotados p o r ellos. P ero aunque h u b ieran q u erid o o p o n erse, las
102 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

posibilidades habría sido escasas puesto que la acum ulación capita­


lista les p ro p o rcio n a b a sus pro p io s recursos (com o destacan O ffe y
R onge, 1982). Este p u n to es clave en la argum entación m arxiana co n ­
tra las posiciones elitistas y pluralistas. N i las elites estatales ni los
partidos anticapitalistas pueden acabar con las «lim itaciones» que im ­
pon e la necesidad de acum ulación capitalista, argum entan. P o r mi
parte, ya he ap untado que los Estados disponen de una capacidad
m u y restringida de generar sus pro p io s recursos fiscales independien­
tes, y esto con firm a la argum entación m arxiana, pero la capitalista no
fue la única cristalización del Estado m oderno.

La política exterior

Las líneas quinta y sexta del cuadro 3.2 se refieren a las in stitu cio­
nes diplom áticas y m ilitares. C o m o ya he polem izado antes (en v a ­
rios ensayos reeditados en M ann, 1988; cf. Giddens, 1985), la m ayo r
parte de las teorías del E stado han descuidado el estudio de los p o d e­
res d ip lo m ático y m ilitar. Sin em bargo, to d o E stado habita en un
m undo de Estados, donde oscila entre la paz y la guerra. Los Estados
agrarios destinaban a la guerra, com o m ínim o, las tres cuartas partes
de sus recu rso s, y su p e rso n al m ilitar superaba al civil. El E stado
constituía, en realidad, una m áquina de guerra que la diplom acia se
encargaba unas veces de p o n er en m archa y otras de parar, puesto
que no faltaban las orientaciones hacia la conciliación y la paz. La p o ­
lítica exterior era esencialm ente dual.
Los diplom áticos europeos vivían en una «civilización con m últi­
ples actores de p o d er»; no en un anárquico agujero negro (com o lo
conciben algunos realistas), sino en una com unidad n o rm ativa, de
ideas y reglas com partidas, unas m uy generales, otras com unes a cla­
ses y religiones específicas de carácter transnacional; algunas de ellas
pacíficas, otras violentas. G ran parte de las redes de p o d er que opera­
ban internacionalm ente no lo hacía a través de los Estados. En el ca­
p ítu lo 2 he señalado que este hecho resulta especialm ente cierto en el
caso de las redes del p o d er económ ico e ideológico. Los Estados no
pueden acaparar el intercam bio de mensajes, personal o mercancías,
ni in te rfe rir en exceso en los derechos de propiedad privada o en las
redes com erciales. Los estadistas poseen unas identidades sociales, es­
pecialm ente de clase y de religión, cuyas norm as co n trib u ye n tam­
bién a defin ir ciertas concepciones del interés y la m oralidad.
U na teoria del Estado moderno 103

A s í pues, la diplom acia y la geopolítica se hallaban som etidas a


reglas. A lgunas de ellas, com unes a todos los estadistas del m undo ci­
vilizad o, definían lo que parecía razonable para los intereses naciona­
les. O tras añadían los planteam ientos n o rm ativos com partidos unas
veces p o r los aristócratas em parentados, otras p o r los católicos, los
«eu ro p e o s», los «occid en tales» o inclu so, en ciertas o casiones, los
«seres hu m anos». T am bién la guerra se som etía a una reg lam enta­
ción, «lim itada» respecto a algunos y salvaje respecto a otro s. La esta­
bilidad de la civilización durante siglos con firm a lo que m uchos rea­
listas co n sid eran una h ab ilid ad hum ana de carácter u n iv ersal para
calcular racionalm ente el «interés nacional». La diplom acia europea,
en particular, disfrutaba de una experiencia m ilenaria respecto a dos
situaciones geopolíticas concretas: el equilibrio entre varias (de dos a
seis) grandes potencias, bastante igualadas, y los intentos de hegem o­
nía p o r parte de alguna de ellas, co n trarrestad os siem pre p o r las de­
más. Ese en ten dim iento com ún se ha con ocid o con el ap elativo de
«sistema w estfalian o », p o r el tratado firm ad o en W estfalia en 1648,
que puso fin a las guerras de religión (R osecrance 1986: 72 a 85), pero
encarna unas norm as europeas m ucho más antiguas.
Se trataba de una diplom acia de alianzas. Prácticam ente todas las
guerras enfrentaban a grupos de potencias aliadas, a no ser que una
de las pro tag o n istas consiguiera aislar d iplom áticam ente a su o p o ­
nente. La diplom acia se encargaba de hacer am igos y aislar a los ene­
migos; en caso de guerra, las potencias se servían de los prim eros para
obligar al adversario a luchar en varios frentes al m ism o tiem po. N o
cabe duda de que son tácticas m u y realistas. P ero algunas alianzas
descansaban tam bién en norm as com partidas o en lo que había sido
hasta entonces una solidaridad de tipo religioso; para el p erio d o que
nos ocupa, en la solidaridad entre los m onarcas reaccionarios, en la del
mundo «anglosajón» y en el rechazo cada vez m a y o r de los regím e­
nes liberales a hacerse la guerra m utuam ente (véanse capítulos 8 y 12).
Pero los siglos XVII y XVIII co n ocieron un aum ento de la fascina­
ción p o r la guerra. E uropa se expandía p o r el este, hacia A sia; p o r el
sudeste, hacia el m undo otom ano; p o r el sur, hacia A frica , y , en defi­
nitiva, gracias a los c o lo n o s y a los en claves navales, p o r to d o el
mundo. H acia 17 6 0 los costes de la guerra (en térm inos financieros y
vidas humanas) habían aum entado, pero tam bién lo habían hecho los
beneficios. Las guerras coloniales no fu eron, p o r lo com ún, de suma
cero para las potencias europeas. Si G ran B retaña o Francia luchaban
en Am érica del N o rte, o Rusia y A u stria lo hacían en los Balcanes, la
104 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

vencedora tom aba las presas selectas, y la perded ora, las inferiores,
p e ro todas ganaban algo. El ex tra o rd in a rio p ro v e c h o del c o lo n ia ­
lism o convenció a los europeos de la suerte de haber nacido cristia­
nos y occidentales, en la civilización «blanca» del «pro greso », y no en
civilizaciones salvajes o decadentes.
D en tro de E uropa, la agresión afectó a los grandes Estados. En
15 0 0 existían unos doscientos Estados independientes en suelo eu­
ropeo, que se habían reducido a veinte en 19 00 (T illy, 1990: 45 a 46).
Los vencedores se ap rop iaro n tam bién de la historia. C u an d o en 19 00
los alem anes reflexionaban sobre su identidad nacional, pocos se co n ­
sideraban ex ciudadanos de los treinta y ocho estados no menos ale­
manes derrotados desde 18 15 p o r el reino de Prusia. Ellos eran alem a­
nes vencedores, no perdedores, com o los de Sajonia o Hesse. En la
historia escrita p o r los vencedores, la agresión siem pre aparece ma­
quillada. P o r o tro lado, la guerra afectó de tal m anera a la totalidad de
los Estados que durante aquel largo siglo XIX los europeos la co n si­
d eraron un hecho norm al.
La om nipresencia de la guerra y de la diplom acia agresiva m ezcló
las nociones de interés m aterial y p ro vech o capitalista, fom entadas
p o r una civilización con m últiples actores de poder, con las concep­
ciones territo riales de identidad, com unidad y m oral. A s í p ro sp era­
ro n las seis econom ías p o líticas in tern acio n ales que hem os d istin ­
guido en el capítulo 2: laissez-faire, proteccionism o, m ercantilism o e
im p erialism o económ ico, social y geo p o lítico. T odos ellas estrate­
gias-derivas «norm ales».
C inco principales actores organizados particip aro n en las decisio­
nes diplom áticas:

1. Las clases. V u elvo ahora sobre los tres tipos de organización


de clase que hem os visto en el capítulo 2. M uchos de los prim eros teó ­
ricos esperaban que el capitalism o m odern o o la sociedad industrial
acabarían dom inados p o r las clases transnacionales y p o r o tros gru ­
pos de interés defin id o s al m argen de las fro n tera s nacionales. En
realidad, existieron clases transnacionales agresivas; p o r ejem plo, la
nobleza guerrera de la Edad M edia europea o la burguesía rev o lu cio ­
naria francesa en su intento de exp o rtar la revolu ción. Sin em bargo,
durante to d o el p erio d o las clases transnacionales fu ero n fu nd am en­
talm ente cosm opolitas e intem acionalistas, p o r experiencia y p o r in ­
tereses; y conciliadoras, cuando no pacíficas, en su actividad d ip lo ­
mática. Era lo que los liberales esperaban de la clase capitalista; y ¡os
U na teoria del Estado moderno 105

socialistas, de la clase trabajadora. L os m arxistas clásicos y los te ó ri­


cos de la interdependencia su b rayan este transnacionalism o pacífico.
Luego, hacia 1900, cuando el m undo parecía más v io len to , los teó ­
ricos destacaron lo con trario: las clases «nacionalistas» se definían a sí
mismas p o r oposición a los habitantes de o tro s Estados. N o porqu e
les faltara pericia o interés p o r la diplom acia, sino p o r su naturaleza
agresiva, expansionista y m ilitarista. D e esta perspectiva procede la
teoría del im perialism o económ ico.
La diplom acia nacionalista y tran sn acio n al está sup ervisad a p o r
aquellos actores organizados de la sociedad civil que p o seen exp e­
riencia e intereses diplom áticos. P o r ejem plo, al acabar una guerra de
grandes p ro p o rc io n e s suele p ro d u c irs e un ren a ce r del in terés p o r
parte de las clases dom inantes de las potencias victo rio sas. En el capí­
tu lo 8 referiré el intento de restauración del antiguo régim en p o r las
potencias victo rio sas de 1 8 1 5 . D o m h o ff (19 9 0 : 10 7 a 15 2) y M aier
(19 8 1) defienden que las fracciones de clase de la A m érica capitalista
c o n fig u ra ro n un n u evo o rd e n in te rn a c io n a l al acab ar la Segunda
G u erra M undial. Pero la diplom acia será m ucho m enos experta allí
donde dom inen las clases nacionales. C u an d o éstas y o tro s grupos de
interés se m antienen dentro de los lím ites de su E stado, m uestran una
escasa propensión diplom ática. D eb id o a su obsesión p o r la política
interior, las clases nacionales abandonan la diplom acia en m anos de
otros, lo que aum enta el «aislam iento» de los estadistas, o plantean
políticas exteriores que se lim itan a d esplazar sus problem as in te rio ­
res, lo que explica su concepción superficial, volátil y despegada de la
realidad geopolítica.
En este volu m en describiré el d e sa rro llo en trelazad o de las tres
form as de organización de clase. P ero entre ellas, las clases nacionales
emergen con una fuerza excepcional, tran sfirien d o a los o tro s cuatro
actores organizados una gran capacidad de m aniobra en m ateria de
política exterior. U n o de ellos se en contraba arraigado sobre to d o en
la sociedad civil; dos, en el E stado; y el cu arto estaba inserto en la re­
lación dinám ica de ambos.
2. Los grupos particularistas de presión. En m edio de la in d ife­
rencia nacional de las clases y de o tro s grandes actores de pod er, p u e­
den surgir num erosos partid os p articularistas en el m undo de la p o lí­
tic a e x te rio r. A lg u n o s s e c to re s e c o n ó m ic o s , c ie rta s in d u stria s e
incluso determ inadas em presas privadas pueden tener intereses co n ­
cretos en determ inadas zonas y países. En su m a y o r parte son fra c­
ciones de clase, com o ha establecido D o m h o ff en su estudio de una
106 El desarrollo de ¡as clases y los Estados nacionales, 1760-1914

fracció n internacional del capitalism o m oderno, localizada en bancos


y grandes co rp o racio n es con intereses globales. El «capitalism o caba­
lleresco» del siglo x v ill y de principios del XIX co n stituyó p ro b a b le­
m ente una am plia fracció n de clase de este tipo, m uy influ yen te en la
política ex terio r de G ra n B retaña (véase capítulo 8); y las tres altern a­
tivas de la p o lític a e x te rio r alem ana a p a rtir de la década de 18 9 0
( W eltpolitik, M itteleuropa y liberalism o) procedían en parte de fra c­
ciones de clase (véase el capítulo 21). De fo rm a semejante, W e b e r a r­
gum enta que el im perialism o económ ico — lo que él llam a el «capita­
lism o de b o tín »— estaba respaldado p o r ios capitalistas con intereses
materiales d entro del E stado, lo que h o y llam amos u n «com plejo m i-
litar-in d u strial». P ero tam bién abundaban los grupos de p resió n no
económ icos: étnicos, religiosos o lingüísticos, con vín culos en otros
países.
La presión de esos grupos podía resultar más decisiva en este caso
que en la p olítica in terio r, donde generalm ente soportaban la sup er­
visión de las clases y de o tro s actores más amplios. T am bién debieron
de ser más erráticos en su actuación. P o r ejem plo, en la reciente p o lí­
tica ex terio r de los E stados U nidos las empresas mineras in flu yero n
en la p olítica practicada en C hile; los negros, en la de Suráfrica; los
judíos, en la de O rien te M ed io; etc. P ero la atención al con ju nto de la
po lítica ex terio r no existe, es siem pre parcial: ni los negros ni los ju ­
díos tienen el más m ínim o interés en C hile, y la m ayo ría de las em ­
presas m ineras se in teresan escasam ente p o r la po lítica en O rien te
M ed io . La p o lític a e x te r io r dom inad a p o r los g ru p o s de p re sió n
consta de una serie de cristalizaciones m uy jaleadas aunque de corta
duración, con escasas pautas de conjunto. C o m o señalaba D urkheim :
«N o existe nada m enos constante que el interés».
3. Los estadistas. El realism o se concentra en los actores estatales
im plicados pro fesio n alm ente en la diplom acia internacional, que ha­
blan en n o m b re del E stado o que (com o sugiere su nom bre) lo perso­
nifican y se agrupan en to rn o al ejecutivo. Los m onarcas siem pre dis­
fru taro n de la p rerro g ativa de gestionar la política exterior, incluida la
declaración de las guerras. El enjaulam iento de las clases d entro de
los lím ites nacionales h izo posible la supervivencia de esa prerroga­
tiva en la era dem ocrática, aunque otros actores de pod er red ujeron el
aislam iento. Las presiones sociales procedían a m enudo de la propia
identidad de los estadistas. Casi todos ellos procedían de la clase del
antiguo régim en. E xpresaban sus valores, sus norm as, su racionalidad
y algunas de sus solidaridades transnacionales. D e nuevo, com o en el
U na teoría de! Estado moderno 107

caso de la política in terio r, estam os más ante una alianza particula­


rista que ante un Estado com pletam ente aislado o co n trolad o , y de
nuevo, aquélla se produ ce entre el jefe del ejecutivo y el antiguo régi­
men. A m b o s dirigen la actividad diplom ática, establecen o rom pen
alianzas y am enazan con la guerra, que a veces llevan a cabo, prácti­
camente sin con sultar con o tros actores del poder. C o m o co sm o p o li­
tas y especialistas plurilingües, los estadistas eran «expertos» que reu ­
nían poderes burocráticos y tecnocráticos y dedicaban una atención
especial al co n ju nto de la p olítica exterior, la cual variaba co n fo rm e a
que su aislam iento fu era o 110 com pleto.
P ero incluso los estadistas del antiguo régim en cam biaron con el
surgim iento del E stado-nación. C o m o o b servó W eber, pasaron a re ­
presentar tanto al Estado com o a la nación. Su p ro p io p o d er p o lítico
dependía de su éxito en las relaciones entre las grandes potencias, tal
com o p ercib iero n o tros actores del p o d er que considero aquí (c/. R o-
secrance, 19 86: 86 a 88). W e b e r insiste en que los estadistas se v o lv ie ­
ron más activo s al hacerse im perialistas, e id e n tific a ro n su p ro p io
poder p o lítico con el p o d er brutal de sus correspondientes E stados-
nación, co n scien tes de que las v ic to ria s m ilitares au m en tarían su
triun fo, p e ro tam bién de que las derrotas p o d rían d estru irlo s ( C o ­
llins, 1986). Esto, afirm a W eb er, vale tam bién para los m onarcas, para
los prim eros m inistros nom brados p o r ellos y para los líderes elegi­
dos. Se trata de una idea bastante pesim ista de la nación, ya que, p o r
el con trario, algunas naciones generan una concepción más pacífica y
liberal de su m isión en el m undo, y sus estadistas pueden defender
ciertas posiciones, o btener prestigio y ganar elecciones precisam ente
por ejem plificar virtu des nacionales de carácter pacífico. En realidad
W eber era un nacionalista alemán, cuya idea del prestigio p o lítico de
una nación no podem os aceptar p o r com pleto.
4. El ejército. O bservem os ahora la línea sexta del cuadro 3.2 so ­
bre la m ono p o lizació n estatal del p o d er m ilitar organizado, una vez
desaparecidas las levas feudales y los ejércitos privados. La actividad
militar quedó centralizada bajo un alto m ando som etido al co n tro l
del eje cu tivo . N a c ie ro n en to n ces las técnicas m o d ern as de aisla­
miento del p erson al m ilitar m ediante salarios, pensiones y em pleos
estatales en caso de retiro . Puesto que la m ayoría de los cuerpos de
oficiales del siglo XVill y principios del XIX se reclu taro n en el antiguo
régimen (véanse los datos en el capítulo 12), estim ularon una postura
fuertemente m ilitarizada en la po lítica exterior, aunque carecían de
interés p o r la diplom acia y se m ostraban m oderados respecto a las
IOS El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

posibilidades reales de la guerra; cautelosos a la hora de com enzarla y


deseosos de «lim itarla» m ediante reglas.
Los altos m andos del siglo XIX se encontraban m u y cercanos a los
estadistas, ya que am bos procedían m ayoritariam en te del antiguo ré­
gimen. P ero tam bién establecieron estrechos vín culos con la industria
capitalista, en su calidad de principales consum idores de los produ c­
tos de la Segunda R evolu ción Industrial. A u n q u e el presidente de los
Estados U nidos, D w ig h t E isenhow er, bautizó este fenóm eno con el
n o m b re de «co m p lejo m ilitar-in d u strial» , en realidad existía desde
m ucho antes. N o obstante, los m ilitares fo rm a ro n tam b ién lo que
puede definirse una casta aislada d entro del E stado. D isfrutab an de
una fu erte confianza tecnocrática en sí m ism os, y sus conocim ientos
se ap artaron de las prácticas cotidianas de la sociedad, que p erdió el
co n tro l sobre los ejércitos. Éstos im pusieron una displicina segmental
a la tropa, y a que los cuadros inferiores com enzaban a reclutarse en
antecedentes sociales m arginales. Su in flu jo potencial sobre la socie­
dad creció tanto com o la capacidad m o rtífera de las armas. El pensa­
m iento estratégico del siglo X IX prefería ya el ataque a la defensa. A l
d eteriorarse la situación diplom ática, los altos m andos llegaron a la
conclusión de que lo m ejor era m ovilizarse y atacar prim ero, com o
o cu rrió durante los últim os días de ju lio de 19 14 . D e m odo que, aun­
que los m ilitares se encontraban cerca del ejecutivo, del antiguo régi­
men y del capitalism o, el carácter pro fesio n al de su actividad fo rm ó
una casta d entro del Estado, norm alm ente discreta, pero en ocasiones
devastadora. La autonom ía del p o d er m ilitar so b revivió al m onopolio
estatal de la violencia organizada.
5. Los partidos nacionalistas ’ . La falta de unas clases con fuertes
intereses d iplom áticos m ateriales dio origen en dos ocasiones a un
nacionalism o de raigam bre política, p rim ero con ocasión de las gue­
rras revolucionarias y napoleónicas, y después, a finales del siglo XIX.
A m edida que las clases, entre o tros actores p olíticos, accedían a la
ciudadanía política y civils el E stado se con vertía en «su» E stado-n a­
ción; una especie de «com unidad im aginada» en la que cifrar su leal­
tad. C o m en zaro n a p ercibir que su poder, su h o n o r y sus hu m illacio­
n es, in c lu s o sus in te re s e s m a te ria le s , a d q u iría n un s e n tid o ; un

1 D e nuevo em p le o el térm in o « p a r tid o s » en el sentido w eb e r ia n o de g ru p o o r g a ­


n izad o p olíticam en te, cu a lq u ie ra que sea su n aturaleza. En general, los nacio nalistas
in flu y er o n más a través d e gru p o s de presió n (ligas navales, ligas im periales, etc.) que
p r o m o c io n a n d o auténtic os p artid os políticos.
Una teoria del Estado moderno 109

sentim iento que se encargaron de m o viliz ar los grupos de presión, los


militares y los estadistas; estos últim os, a su vez, presionados p o r los
grupos y los partidos nacionalistas. C o n to d o , la agresividad del na­
cionalism o no encontró en este p e rio d o el eco p o p u la r que suele a tri­
buírsele. C o n tab a con sus p ro p io s nú cleos p o rta d o re s, que he lla ­
m ado « n a c io n a lista s e s ta tis ta s » , d ire c ta m e n te im p lic a d o s en las
instituciones estatales, gracias al aum ento de los em pleados del E s­
tado y a la socialización de las instituciones educativas estatales. El
nacionalism o más blando, el de las clases que d isfru tab an de la ciuda­
danía y el de los grupos de interés centralizadores: las clases medias y
las com unidades religiosas, lingüísticas y étnicas dom inantes, c o n ti­
nuó expandiéndose durante el siglo XX, con la am pliación de la ciuda­
danía a la clase trabajadora, las m inorías y las m ujeres.
En determ inados m om entos, el crecim iento de la identidad nacio­
nal y de los núcleos p ortadores del nacionalism o estatistá co n firió a la
diplom acia un tinte apasionado, p o p u lar y nacional. P ero le faltaba
esa racionalidad concreta de intereses que persiguen las clases y los
grupos particularistas de p resió n , y carecía tam bién de los p lan tea­
mientos norm ativam ente arraigados p ro p io s de los estadistas aislados
del antiguo régimen. Todas las teorías referidas a las clases, así com o
las pluralistas y las realistas, afirm an que la p olítica ex terio r venía dic­
tada p o r intereses materiales colectivos. Sin em bargo, pudo o c u rrir lo
contrario, que éstos vinieran im puestos p o r el nacionalism o político.
Cada vez que otra potencia parecía q u erer m enoscabar el «h o n o r na­
cional», se producía una agresión o una defensa firm e p o r parte de un
nacionalism o popular, superficial y volátil, aunque no p o r ello m enos
apasionado. El caso extrem o, qu izás, se p ro d u c e cuando la nación
em prende una auténtica cruzada internacional, p o r ejem plo, para de­
fender la cristiandad o la raza aria, exp an d ir la libertad y la fra te rn i­
dad p o r el m undo o co m batir el com un ism o. P ero en este p erio d o
sólo la R evolu ción Francesa fue capaz de suscitar estos sentim ientos
extrem ados.
El conjunto de estos cinco actores organizados determ inó la p o lí­
tica exterior durante el largo siglo XIX, y, en gran parte, continúa ha­
ciéndolo hoy. Sus interrelacioncs fu ero n com plejas. D ado que el aba­
nico de sus intereses y p re o c u p a c io n e s resu lta b a m u y am p lio , se
p ro d u jo entre ellos un consenso relativam en te poco sistèm ico y un
gran núm ero de conflictos. A m enos que hubiera p o r m edio fuertes
fracciones de clase o una cru zad a m oral de carácter nacional, la p o lí­
tica ex terio r qu ed ó en m anos de los estadistas, con esp orádicas y
110 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

erráticas alianzas de ida y vuelta en caso de crisis o de guerra. N o pa­


rece que la situación pu d iera conducir a una política exterio r sisté-
mica, com o afirm an el elitism o, el realism o, el pluralism o y el m ar­
xismo.
H e identificado hasta aquí varios actores organizados de la política
in terio r y exterior. Las instituciones de la política nacional diferían a
m enudo de las de la p olítica exterior; además, no siem pre coincidían
con las de o tros países, lo que a m enudo provocaba problem as de en­
tendim iento entre los distintos regímenes. U n cálculo realista de los
intereses de los distintos Estados requiere un profu nd o conocim iento
m utuo de esas instituciones, especialm ente durante las inconstantes
crisis diplom áticas. C o m o tendrem os ocasión de com probar (véase en
especial el capítulo 21), ese conocim iento no se dio durante el proceso
que con dujo a la G ran G uerra. Resulta evidente que ni el Estado ni la
sociedad civil fu ero n entidades autónom as o cohesivas. Los poderes
despóticos no p roceden tan to de una elite centralizada com o de las
alianzas particularistas y semiaisladas entre actores organizados den­
tro de los Estados, de las sociedades civiles nacionales o de la civiliza­
ción internacional. El personal del Estado ejerce un p o d er autónom o
gracias a la centralidad que sólo él posee. M onarcas, burócratas y altos
m andos em erg iero n co m o actores del p o d er d istrib u tivo , y m ucho
más raram ente com o élites estatales singulares y cohesivas. P ero las
instituciones del p o d er central disfrutan de escaso p o d er distributivo,
a no ser que se encuentren reforzadas p o r distritos electorales de la so­
ciedad civil, que canalizan hacia ellas recursos fiscales y hum anos. La
élite estatal singular, ese personaje decisivo del auténtico elitism o, ape­
nas figurará en este volu m en. Lejos de ser singulares y centralizados,
los Estados m odern os con stituyen redes polim orfas de poder, atrin­
cheradas entre el centro y los territorios.

Un análisis fu n cio n a l: el m odelo polim orfo de cristalización

En quím ica se llam a p o lim orfa aquella sustancia que cristaliza de


dos o más form as distintas, que generalm ente pertenecen a diferentes
sistemas. El térm in o se adapta a las form as en que cristaliza el Estado,
com o centro — diferente en cada caso— de num erosas redes de p o ­
der. Los E stados p o se en m últiples institu cion es encargadas de un
gran nú m ero de tareas, y m ovilizan distritos electorales tanto territo ­
riales com o geopolíticos. C o m o observa llosen au (196 6) y prueban
Una teoria del Estado moderno 111

form alm ente Laum ann y K n o k e (1987), las distintas «áreas de cues­
tiones» o «dom inios de política» m o vilizan distintos electorados. A sí
pues, los Estados son com pletam ente p o lim o rfo s. Q uizás, com o ha
sostenido A b ram s, al describir un E stado concreto deberíam os aban­
donar el p ro p io térm ino «Estado». P ero al cam biar la aproxim ación
institu cion al p o r o tra fu n cio n al, puede que estem os sim p lifican d o
instituciones que son m últiples, para su b rayar las que posee este o
aquel Estado concreto. Este planteam iento p o d ría im pregnar m ú lti­
ples instituciones y electorados y co n vertir a los Estados en cristali­
zaciones generales más simples.
D u ra n te este p e rio d o los E stados c ris ta liz a ro n , fu n d a m e n ta l­
mente y de fo rm a duradera, com o «capitalistas», «dinásticos», «d e­
m ocracias de p artid o s», «m ilitaristas», «co n fed erales», «lu teran o s»,
etc. C uando más adelante determ ine una o varias cristalizaciones fu n ­
damentales, em plearé el térm ino «cristalizaciones de nivel sup erior».
M arxistas, pluralistas y realistas han afirm ado que los E stados m o ­
dernos cristalizan en últim a instancia com o capitalistas, dem ocracias
de partidos y perseguidores de seguridad, respectivam ente. Significa
esto que, en su opinión, las relaciones entre las distintas instituciones
responden a unas pautas y unas jerarquías, pero mi teoría del «em ­
bro llo » lo d esm iente exp lícitam en te. El p lu ra lism o , p o r su parte,
añade que la dem ocracia de partidos co n stituye una vía de co m p ro ­
miso sistem ático entre otras m uchas cristalizaciones. M arxism o, rea­
lismo y pluralism o defienden fundam entalm ente un Estado singular,
cohesivo, capaz de tom ar decisiones «últim as» entre las distintas cris­
talizaciones. Existen dos m étodos para determ inar si ciertas cristali­
zaciones o co m p ro m isos entre ellas son en d e fin itiva decisivos; se
trata de la com probación de la «jerarquía» y la «ultim idad». El p ri­
mer m étodo es directo; el segundo, indirecto.
El m étodo directo confirm a que, p o r ejem plo, el E stado cristaliza
en últim a instancia com o X y no com o Y ; p o r ejem plo, com o capita­
lista y no com o p ro le ta rio . P uesto que X e Y son d iam etralm ente
opuestos, se encuentran destinados a colisionar frontalm ente. En ge­
neral, sabemos que X (el capitalism o) triu n fó sobre Y , si no in varia­
blemente, sí en «últim a instancia», al evitar de m odo sistem ático la
revolución pro letaria e im poner lim itaciones a la acción de los p a rti­
dos proletarios. A h o ra bien, ¿podem os aplicar esta prueba con carác­
ter general?
Steinm etz ha intentado som eter a esta prueba a las clases rivales y
112 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1 7 6 0 - 1 9 1 4

las teorías elitistas («auténticas») de la política social de la Alem ania


im perial. Según él, para ap oyar la teoría elitista habría que identificar:

aquellas políticas que desafían directamente los intereses de la clase dom i­


nante... La teoría que se centra en el Estado se apoya en los casos de «n o c o ­
r r e s p o n d e n c i a », es decir, en ejemplos en los que los empleados del Estado o
los políticos se oponen directamente a los intereses de la clase económica­
mente dominante [1990: 244],

Steinm etz sostiene que la teoría elitista no satisface la prueba en el


caso de la A lem ania im perial, porqu e falta la «no correspondencia».
En efecto, la política de bienestar social agradaba a m uchos capitalis­
tas y estaba im pregnada de los principios de su p ro p ia racionalidad,
p o r eso hubo «correspondencia» entre el capitalism o y la p olítica de
bienestar social. En el capítulo 14 m ostraré mi acuerdo básico con las
conclusiones em píricas de Steinm etz. Sin em bargo, no com parto su
m etodología para reso lver la naturaleza «últim a» del Estado. El p ro ­
b lem a su rg e cu an d o nos p la n te a m o s la p o s ib ilid a d de a p lic a r la
pru eba de la no corresp on dencia, del desafío fro n tal y de la co n si­
guiente síntesis dialéctica v ic to ria -d e rro ta al co n ju n to del E stado.
Esto im plica un sistem a social que establece lim itaciones holísticas a
su E stado. El m odelo de clase m arxiano lo percibe así al v e r en la lu ­
cha de clases una totalidad dialéctica que estructura sistem áticam ente
el co n ju n to de la sociedad y del E stado. Siem pre que las disputas teó­
ricas se m antengan en esos térm inos dialécticos, pod rem os juzgarlas.
El con flicto fro n tal entre las clases se puede plan tear en térm inos
dialécticos, pero los Estados no son feudales y capitalistas, o capita­
listas y socialistas, o m onárquicos y dem ocráticos. Son lo uno o lo
o tro , o bien una fo rm a de com prom iso entre ellos. En este p erio d o se
estru ctu raro n según la fo rm a capitalista, no según el feudalism o o el
socialism o. Podem os especificar tam bién las condiciones en las que el
c o n flic to sistèm ico p u ed e ro m p e r las «lim itacio n e s» que n o rm a l­
mente im pone el capitalism o a los Estados. R ueschem eyer y Evans
(198 5: 64) las ordenan (en orden ascendente según la am enaza contra
el capital) en fu nción de la división de la clase capitalista: en unos ca­
sos la am enaza que llega de abajo induce a la clase capitalista a en tre­
gar su p o d er al régim en p o lítico (y éste actúa con au to n o m ía para
m ediar en el con flicto de clase); en otros, las clases subordinadas to ­
man el p o d er en la sociedad civil para capturar el Estado. La lucha
entre el capital y los trabajadores ha sido sistèm ica en todas las nació-
Una teoria del Estado moderno 113

nes m odernas, pero los países sólo fu n cio n an bien cuando producen,
y para ello logran solucionar con eficacia la lucha de clases. El Estado
necesita resolver, de una u otra fo rm a, el co n flicto entre el capital y el
trabajo. A m bos se han enfrentado sin tregua du rante más de un siglo
en to d o s los sectores estatales. P od em o s an alizar los rep etidos e n ­
frentam ientos (X contra Y ) y las «no co rresp on d en cias», v e r quién
gana, y llegar a una u otra con clusión sistem ática.
Sin em bargo, cabe p regu ntarse si este m o d elo m arxiano resulta
aplicable a to d o tipo de p o lític a . E l p ro b le m a , c o n sid e ra d o en sí
m ism o, reside en que cada cristalización de una fu n ció n es sistèm ica
y lim itada, en el sentido de que ha de estar establem ente in stitu cion a­
lizada. De igual m odo que un E stado puede ser capitalista o socialista
o encontrar un com prom iso relativam en te estable entre ambas cosas,
puede ser tam bién laico, católico, pro testan te, islám ico, etc., o esta­
blecer un com prom iso in stitu cion alizado en m ateria religiosa. H a de
divid ir tam bién de m odo estable la au torid ad p olítica entre un centro
nacional y las regiones y localidades; ha de in stitu cion alizar las rela­
ciones entre los hom bres y las m ujeres; y, p o r últim o, ha de gestionar
con eficacia la justicia, la adm inistración, la defensa m ilitar y la segu­
ridad diplom ática. C ada una de estas cristalizacio n es es in trín seca­
m ente sistèmica y presenta desafíos fro n tales y no correspondencias
que los países occidentales co n tem p o rán eo s han conseguido in stitu ­
cionalizar en buena medida.
P ero las relaciones entre las cristalizacio n es fu ncionales no p re ­
sentan ese carácter sistemico. Las relativas a la clase o a la religión, p o r
ejemplo, difieren bastante, y a m en udo entran en con flicto. Sin em ­
bargo, éste no acostum bra a ser sistèm ico , ni sus en fren tam ien to s
suelen producirse en una dialéctica fro n tal. L os Estados no tienden a
realizar elecciones «últim as» entre ellas. T om em os com o ejem plo la
Italia actual: un Estado capitalista, d em ocrático y católico, que co n ­
serva, entre otras cristalizacion es, su estru ctu ra patriarcal. Si Stein-
m etz piensa que la racionalidad capitalista puede encarnarse en una
política de bienestar social es p o rq u e esa p olítica económ ica aspira a
red ucir la lucha de clases (aunque se o lvid a de estudiar si es, además,
patriarcal; com o lo es, en realidad).
N o debe sorprendernos, pues, que respecto a ese caballo de bata­
lla que representa la teoría del E stado m o d ern o y a tantas c o n tro v e r­
sias suscitadas respecto al E stado asistencial del N e w D eal am ericano
o las políticas agrícolas, la m ayo ría de los autores hayan destacado las
cristalizaciones de clase. Tales políticas son ante to d o económ icas, y
114 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

se estru cturan pensando en las clases o los sectores económ icos. Sin
em bargo, la po lítica de bienestar social estadounidense tiene tam bién
algo de patriarcal (aunque no lo explicite) y con frecuencia ha sido
tam bién racista. ¿C ó m o se relacionan entre sí estas tres cristalizacio­
nes relativas a la p o lítica asistencia!? A lgu n o s de los m ejores so ció lo ­
gos y científicos sociales estadounidenses se han esforzado p o r reso l­
v e r estos e n trelaz am ie n to s de clase, raza y género, sin lleg ar a un
acuerdo en las conclusiones. Steinm etz busca correspondencias y no
correspondencias entre las distintas áreas políticas de la A lem ania im ­
perial; p o r ejem plo, entre los intereses de clase, la K u ltu rk a m p f y la
diplom acia de B ism arck, pero, en realidad, eran cosas distintas que se
entrelazaban pero no se enfrentaban a m uerte. Lo m ism o podríam os
decir de las áreas po líticas estadounidenses relativas a la clase, a la
cuestión federal y a la diplom acia.
P ero incluso sin co n fro n tació n directa, los Estados tienen que es­
tablecer priorid ades y dar a cada cristalización su im portancia. Para
ello existen cu atro m ecanism os:

1. Constituciones y códigos de leyes que especifican los derechos


y las obligaciones. Las leyes civil y crim inal establecen prohibiciones y
derechos civiles y políticos, pero no indican con exactitud cóm o se
asigna el poder. Se supone que las constituciones localizan dónde re­
side la soberanía, pero no indican cóm o han de establecerse sus p rio ­
ridades. A este respecto, A n d erso n y A n derson (1967: 26 a 82) han
dem ostrado que las constituciones de los siglos XVIH y XIX muestran
una gran am bigüedad porqu e encarnan una lucha inacabada contra
los poderes ejecutivos.
2. Presupuestos que establecen prioridades fiscales. Puesto que la
actividad del E stado cuesta dinero, sus presupuestos revelan dónde
residen fundam entalm ente el p o d er y las lim itaciones. La elección en­
tre un sistem a de im puestos regresivo o progresivo, o el gasto en «ca­
ñones o m antequilla» puede traslucir un conflicto fro n tal y revelarla
distrib u ción sistém ica del poder. Tales son los supuestos de mi análi­
sis de las finanzas estatales. Pero éstas tam bién tienen sus característi­
cas propias. El coste de las funciones no puede equipararse única­
m ente p o r su im portancia. La diplom acia no requiere m ucho dinero,
pero sus consecuencias pueden ser de vida o m uerte. En cualquier
caso, los E stados no presentaron presupuestos unificados durante la
m ayo r parte de este periodo, y cuando lo hicieron, algunas partidas
Una teoria del Estado moderno 113

aparecen constitucionalm ente atrincheradas, de m odo que resulta im ­


posible utilizarlas para su reasignación.
3. Las m ayo rías po líticas dem ocráticas que p o d ría n in d icar la
distribución jerárquica del pod er, tal com o afirm an los pluralistas. La
política de los partid os m ayo ritario s puede indicar prioridades fu n ­
damentales. P ero las intrigas de tales form aciones evitan, p o r lo gene­
ral, el enfrentam iento to tal y la tom a de decisiones últim as. Los p a rti­
dos g o b e rn a n te s re b a ja n sus ex ig en cias de p rin c ip io a d o p ta n d o
com prom isos pragm áticos e intercam b ian d o fa vo res p o lítico s. Los
regím enes no a c o stu m b ra n a e le g ir en tre caño nes o m a n teq u illa ;
quieren ambas cosas, y para ello establecen distintas com binaciones
de acuerdo con las cam biantes cristalizaciones políticas. P ero en el
periodo que tratam os, esas m ayorías son indicadores m u y im perfec­
tos. N i un o solo de los principales E stados perm itía el v o to fem e­
nino; y o tro s discrim inaban el m asculino p o r categorías. ¿C arecían
estos excluidos de p o d er político ? En algunos países el acceso al m o ­
narca era tan im portante com o una m ayo ría parlam entaria. El Estado
se hallaba divid id o en m últiples com partim entos. Los parlam entos no
llevaban un co n tro l orden ado de las prácticas m ilitares o d ip lo m áti­
cas; las clases y o tro s grupos de interés presionaban en la corte, el
ejército, las adm inistraciones y en el p ro p io parlam ento. Éste no era
soberano en la práctica; en algunos casos no lo era siquiera co n stitu ­
cionalmente.
4. L a burocracia m onocrática podía asignar racionalm ente p rio ­
ridades d entro de la adm inistración. A u n q u e W e b e r exageró la au to ­
nomía de los burócratas, éstos pueden organizarse de m odo racional
a través de la jerarq uía y las funciones, con prioridades determ inadas
autoritariam ente p o r el jefe del ejecutivo. En nu estro p erio d o se co n ­
solidó la bu rocratizació n del E stado, no obstante, com o hem os visto
en el capítulo 13, fue incom pleta, especialm ente en las áreas adm inis­
trativas más cercanas a la cum bre. Las m onarquías autoritarias aplica­
ron una política de «divide y vencerás» para eludir la capacidad coh e­
siva de la burocracia; los regím enes parlam entarios se encargaron de
introducir en los altos cargos adm inistrativos a p olíticos leales. Las
administraciones no vivían aisladas p o r com pleto; p o r el co n trario ,
encarnaban las principales cristalizaciones del resto del Estado.
N atu ralm en te, u n o s E stados p re sen tan m a y o r co h eren cia que
otros, lo que se aprecia p o r la claridad con que localizan la tom a de
decisiones últim as, es decir, p o r su grado de soberanía. T endrem os
ocasión de com probar que durante el siglo x v m G ran B retaña y P ru-
116 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales., 1760-1914

sia localizaron la soberanía con m ayo r claridad que Francia o A u stria


en determ inados conjuntos de relaciones fundam entales (las que afec­
taban a los m onarcas y el Parlam ento o a los altos funcionarios), y
que en 1 9 1 4 las dem ocracias de partid os tam bién lo hacían más clara­
m ente que las m onarquías au toritarias. En térm inos co m parativos,
los últim os casos com portaban un m a y o r grado de «em b ro llo» que
los p rim ero s. Sin em bargo, aunque el E stado m o d ern o in ten tó ser
más coherente en la localización de los cuatro mecanism os que aca­
bam os de exam inar, lo h izo com o respuesta a la asunción de otras
cristalizacion es fu ncionales distintas (com o afirm aré en el capítulo
14). D e fo rm a que esa coherencia fue entonces (com o ahora) incom ­
pleta. P o r mi parte, sosten go que la co h eren cia estatal d ism in u y ó
probablem ente a lo largo del perio d o , de ahí la im posibilidad de asig­
nar sistem áticam ente las prioridades.
N o existe ninguna m edida universal del p o d er po lítico com para­
ble a lo que representa, p o r ejem plo, el dinero para el p o d er eco n ó ­
m ico o la co n cen tració n de fu erza física para el p o d e r m ilitar. N o
hay, pues, una m edición definitiva del p o d er estatal últim o. Para que
las distintas cristalizaciones p ro d u jeran un E stado singular y sistè­
m ico se req ueriría no sólo un extraord in ario talento organ izativo p o r
parte de los adm inistradores, sino tam bién un no m enos extrao rd in a­
rio interés p o lítico p o r parte de los actores de la sociedad civil. ¿Poi­
qué habrían de preocuparse p o r la actividad habitual de la diplom acia
la clase capitalista o la trabajadora o la iglesia católica? O , ¿p o r qué
iban a interesarse p o r la legislación sobre la seguridad en las fábricas
los partidos nacionalistas o el ejército? Los Estados no establecen sus
p rio rid ad es últim as entre funciones tales com o la regulación de las
clases, la centralización del gobierno o la diplom acia. Los actores p o ­
líticam ente pod erosos realizan la m ayoría de las num erosas funciones
estatales con un sentido pragm ático, según la trad ición y las presiones
del m om ento, y reaccionan con igual pragm atism o y precipitación a
las crisis que los afectan a todos.
P o r tal razón, las cristalizaciones políticas no acostum bran a en­
frentarse entre sí dialécticam ente. N o cabe aplicar de m odo ru tin ario
una prueba directa com o, p o r ejem plo, «quién gana», porqu e los Es­
tados no suelen encarnar más a X que a Y . Los que trato aquí fu ero n
capitalistas, p ero tam bién patriarcales; fu ero n grandes potencias, y
todos, excepto A u stria, llegaron a ser E stados-nación (pero tam bién
católicos, federales, relativam ente m ilitaristas, etc.). La lógica del ca­
pitalism o no requiere un género, una gran potencia o una lógica na­
Una teoria del Estado moderno 117

cional concretos, y viceversa. Estas X y estas Y no chocan fro n tal-


m ente, se entrelazan o se deslizan unas alred ed o r de las otras, y las
soluciones de las crisis que afectan a cada una de ellas suelen tener
consecuencias, a veces involu ntarias, para las dem ás. Incluso las cris­
talizaciones que en principio se o p o n en fro n talm en te no se perciben
así en la práctica, porqu e aparecen entrelazadas con otras cristaliza­
ciones. A mi parecer, las tres condiciones de R ucschem eyer y Evans
(que acabo de com entar), según las cuales la clase trab ajadora p od ría
triu n fa r sobre el capital, son red u ctoras en exceso. En mi opin ió n ,
siem pre que se ha produ cido el en fren tam ien to entre las clases opu es­
tas de M arx, la dom inante — que cuenta con los grandes recursos del
p od er social (especialmente, el E stado y el ejército)— ha salido v ic to -,
rio sa . Las clases su b o rd in a d a s han c o n o c id o los m a y o re s éx ito s
cuando su am enaza coincidía con otras, bien con la de otras clases,
bien, sobre todo, con la de facciones religiosas o m ilitares, p o lítica­
m ente descentralizadoras, o bien con la de potencias extranjeras. En
tales circunstancias, los regím enes p o lítico s y las clases dom inantes
pueden llegar a perder su capacidad de con cen tración sobre el ene­
migo en potencia y verse superadas p o r su ap arición intersticial. A sí
o cu rrió durante la R evolu ción Francesa (véase el capítulo 6), pero no
durante el cartism o (véase el capítulo 15).
N aturalm ente, las distintas cristalizacion es pueden do m inar dis­
tintas institu cion es estatales. U n E stad o p e rfec ta m e n te b u ro c ra ti-
zado, con una división racional del trabajo, p o d ría dom in ar la situa­
ción, pero tal cosa ni existía en el siglo XIX ni existe en la actualidad.
P o r el contrario, lo usual es que la m ano izqu ierda del E stado no sepa
lo que hace la derecha. Los aislados d ip lo m ático s estadounidenses
(interm itentem ente acosados p o r grupos de presión) se ocupaban de
las relaciones con Irak, cuando, de rep en te, en agosto de 19 9 0 , las
consecuencias de sus actos (y las de los de o tro s países) recabaron
toda la atención del presidente. H ace algunos años, los m andos de los
subm arinos nucleares de la O T A N llevaban consigo órdenes selladas
para abrir en caso de que las com unicaciones con los cuarteles gene­
rales quedaran in te rru m p id as. Se cree que tales ó rd en es rezab an :
«Lancen los misiles con tra los o b jetivo s enem igos designados aquí».
En este caso, el m eñique de la m ano derecha (el ejército) de los E sta­
dos puede actuar autom áticam ente y d ecid ir el destino del Estado,
del capitalism o y quizás del m u n d o en tero . El E stado no siem pre
sabe lo que hacen sus m iem bros.
La prueba directa no sirve, ¿cabría aplicar la segunda, de tipo in­
118 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

d irecto? Las cristalizacion es del Estado no siem pre chocan fro n ta l­


mente; pero, ¿existen efectos de una o más de ellas tan destructivos
para las restan tes que p u ed an llegar a lim itar y d eterm in ar el co n ­
ju n to , a través, quizás, de consecuencias tan im previstas com o im p o r­
tantes? ¿H u b o al m enos una «cristalización de nivel sup erior»?

Las cristalizaciones estatales de n iv el superior

El presente vo lu m en ofrece algunas respuestas convenientem ente


m atizadas a las preguntas que acabamos de plantear. C ada tipo de Es­
tado cristaliza en form as distintas. A u n q u e sin duda es así, conviene
p ro ced er con cautela; para este perio d o he identificado seis cristaliza­
ciones de nivel su p erior en los Estados occidentales. Las cinco prim e­
ras son la capitalista, la ideológico-m oral, la m ilitarista y varias posi­
cio n e s v a ria b le s de u n c o n tin u o re p re s e n ta tiv o qu e va d esd e la
m onarquía autocrática a la dem ocracia de partidos, y de un continuo
«nacional» que va del E stado-nación centralizado al sistema confede­
ral. E stab lezco tam b ién varias cristalizacion es id eo ló g ico -m o rales,
varias religiosas (p o r ejem plo, católica y luterana) y otras que m ez­
clan lo laico y lo religioso. N o obstante, éstas pierd en im portancia a
lo largo del siglo (aunque no desaparecen p or com pleto), a medida
que las religiones y las ideologías com ienzan a identificarse con las
cuestiones nacional y representantiva. La cristalización ideológico-
m oral aparece con m a y o r fuerza cuando está entrelazada con el sexto
nivel su p erior, que, p o r desgracia, sólo trataré de pasada en este vo lu ­
men: el E stado patriarcal, cuya im portancia para vin cu lar las relacio­
nes intensivas de p o d e r a las extensivas tendrem os ocasión de com­
p r o b a r . E n el n iv e l e x t e n s iv o , s u b r a y o p o r lo g e n e ra l c u a tro
cristalizaciones de nivel superior: capitalista, m ilitarista, representa­
tiva y nacional.
C ad a una de estas cuatro cristalizaciones produce su p ro p io con­
flicto dialéctico fro n tal, que constituye, com binado con otros, la sus­
tancia p olítica del perio d o . En realidad, algunos Estados fu ero n cató­
licos; o tro s, pro testan tes; otros, laicos; potencias navales o terrestres,
m onolingües o plurilingües; con las más variadas fórm ulas burocráti­
cas o del antiguo régim en; y todos ellos generaron sus propias crista­
lizaciones. N o o bstante, a través de esta diversidad, percibo cuatro
grandes vías: una hacia la m aduración de las relaciones económicas
del capitalism o; o tra hacia una representatividad m ayo r; otra hacia la
Una teoria del Estado moderno 119

centralización nacional; y una últim a hacia el Estado m ilitarista p ro ­


fesion alizado y b u ro cratizad o . Los Estados occidentales m odern os
exp erim en taron cam bios lin gü ísticos y religio sos, entre o tro s m u ­
chos, pero en todos ellos se con solidaron el capitalism o (con m ayores
variaciones), el m ilitarism o y la representatividad nacional gracias al
desarrollo general de las fuentes del p o d er social. Si no hubieran m o ­
dernizado las cuatro, no habrían sobrevivido.
Q u e los Estados occidentales eran capitalistas resulta tan evidente
que no m erece o tro s com entarios. En consecuencia, defen d iero n el
derecho a la propied ad privada y la acum ulación de capital. T rad icio ­
nalmente los Estados europeos no habían tenido una gran capacidad
de in terven ció n en las propiedades de sus súbditos. En la época en
que las form as capitalistas de propied ad y de m ercado se hallaban ya
in stitu cion alizad as en to d o s los lugares ( 1 7 6 0 para G ra n B retaña,
1860 para el resto de O ccidente), la práctica totalidad de los actores
políticos habían in terio rizad o su lógica. A m edida que p ro sp erab an el
comercio y la industria, casi todos los países se asem ejaban en esta
cristalización, si bien con toda la gama de adjetivos: capitalism o lib e­
ral, capitalism o industrial, etc. Las econom ías nacionales (y reg ion a­
les) tam bién diferían. G ran B retaña constituía la única sociedad au­
ténticamente indu strial del m om ento; A lem an ia y A u stria tu vie ro n
un desarrollo tardío característico. Estas variantes de las cristalizacio­
nes capitalistas tu viero n su im portancia, aunque, com o verem os, no
tanta com o suelen adjudicarles la m ayo ría de las teorías econom icis-
tas de la ciencia social m oderna. M arx y Engels escrib ieron en el M a­
nifiesto com unista: «El ejecutivo del Estado m odern o no es más que
una com isión encargada de gestionar los negocios de la burguesía»
(1968: 37). Si prescindim os del «no más que», la afirm ació n es co ­
rrecta. L os Estados occidentales fu ero n y son capitalistas; una crista­
lización hasta cierto pu n to no am enazada p o r desafíos frontales. En
este periodo, encontrarem os pocos conflictos frontales que p ro v e n ­
gan de tendencias o m ovim ientos partid arios del feudalism o. D e he­
cho, el fe u d a lism o ten d ió a tra n s fo rm a rse en ca p ita lism o co n un
grado de c o n flic to m ucho m en or del que parece h a b er im aginado
Marx. La oposición m ayo r la encontram os del lado socialista, aunque
antes de 1 9 1 4 no había representado una am enaza grave. La cristali­
zación capitalista conduce nuestra atención hacia el con flicto de clase,
pero también hacia la hegem onía capitalista del periodo.
Sin em bargo, los E stados o ccid entales ni fu e ro n ni son ún ica­
mente capitalistas. Los pluralistas añaden muchas otras crista liza d o -
120 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

nes. A las clases, sum an los actores segm éntales de pod er, algunos
económ icos, o tros no: m undo urbano contra m undo rural, conflictos
interregionales, católicos contra protestantes y am bos con tra los lai­
cos, co n flicto s lingüísticos y étnicos, p o litizació n de ¡os con flictos de
género, etc. T odas estas posiciones fo rm aro n partid os que unas veces
re fo rz a ro n a una u o tra clase, y otras fu ero n interclasístas. E xistieron
tam bién grupos de presión de carácter más particularista. U n a indus­
tria, una em presa, una profesión , una secta, incluso un salón intelec­
tual, p o d ían dom inar un partid o para m antener el eq uilib rio político
o d isfru tar de buenos cauces de com unicación para la tom a de deci­
siones, especialm ente en m ateria de po lítica ex terio r. C ad a Estado,
incluso cada gobierno local o regional, podía ser único. A h o ra bien,
¿estas adiciones pluralistas se lim itan a sum ar matices o cam bian los
parám etros del p o d er político ? Las com unidades religiosas, los p a rti­
dos regionales, los salones podían in tro d u cir ciertas diferencias, pero,
¿eran estos Estados esencialm ente capitalistas?
Las respuestas concretas d ife rirán según el tiem po y el espacio.
En O ccidente, durante este perio d o , las redes de p o d e r cristalizaron
tam bién en to rn o a otras cuestiones de nivel su p erior. D os de ellas
afectaban a la ciudadanía: quién la disfrutaba y dónde se localizaba.
Llam aré a estas cuestiones «representativa» y «nacional», respectiva­
mente.
La representatividad gira alred ed or de las dos condiciones dem o­
cráticas previas de D ahl: contestación y participación. La prim era co­
m en zó com o una lucha con tra el despotism o m onárquico, y generó
partidos «integrados» y «excluidos», partid os «de la corte» y partidos
«del país». La contestación apareció con toda su fu erza cuando los
partid o s alternativos fo rm aro n gobiernos soberanos tras ganar unas
elecciones libres y lim pias, garantizadas p rim ero p o r la con stitución
estadounidense y establecidas de hecho en G ra n B retaña durante las
décadas posteriores. Participación quería decir posibilidad de v o ta r y
de ejercer cargos públicos, así com o de d isfru tar del derecho a recib ir
educación del E stado para todas las clases, etnias y com unidades reli­
giosas y lingüísticas. M u y al final del perio d o , llegó a plantearse in­
cluso la cuestión del sufragio fem enino.
A lg u n o s regím enes cedieron más a la contestación; otros, a la p ar­
ticipación . D u ran te el largo siglo X IX , las concesiones a la p rim era
fu ero n m ucho más significativas. U n régim en en el que u n partid o de
la oposición puede alcanzar el gob ierno soberano im plica un grado
de ap ertu ra inexistente en un régim en de sufragio universal m ascu­
Una teoria del Estado moderno 121

lino cuyos partidos no pueden aspirar a la soberanía. A s í lo re c o n o ­


cían los propios m onarcas au toritarios, m ucho más p ro clives a co n ce­
der el sufragio un iversal m asculino que la soberanía parlam entaria,
aunque ésta les perm itía el ejercicio de una gran parte de sus poderes
despóticos (más cierto aún en el caso de los regím enes dictatoriales
del siglo X X). D e este m odo, aunque G ra n B retaña co n tó con un su ­
fragio más restringido que el de P ru sia-A lem an ia du rante la segunda
mitad del perio d o , llam aré dem ocracia de partid o s a la prim era, pero
no a la segunda. El parlam ento b ritán ico era so berano ; el Rcichstag
no lo era. V erem os la diferencia fu nd am ental de sus respectivas p o lí­
ticas: la británica concernía a los p artid o s; la alem ana, a los partid o s y
la m onarquía.
A sí pues, la representación puede situarse durante este p e rio d o a
lo largo de un continuo que va de la m onarquía despótica a la d em o ­
cracia plena, y que reco rriero n de fo rm a desigual los Estados que es­
tu d iam o s2. G ran Bretaña p rim ero y los E stados U n id o s después en ­
cabezaron la marcha, Francia la siguió d ibu jand o una línea quebrada.
En 18 80 los tres Estados «liberales» (aparte de A m érica del Sur) dis­
frutaban de elecciones libres y abiertas y de legislaturas soberanas
(aunque había entre ellos diferen cias resp ecto al d erech o al v o to ).
P uesto que to d o s ello s se ag ru p an en el c o n tin u o re p re se n ta tiv o ,
acostum bro a com pararlos con las dos m onarquías que so b re v iv ie ­
ron, A u stria y P rusia-A lem ania, don de no existía la soberanía p arla­
m entaria y donde los m onarcas fo rm a b a n sus p ro p io s m inisterios.
N o obstante, cabe d istin g u ir en la ép o ca v a rio s grado s de d e sp o ­
tism o: la «autocracia» rusa poseía m a y o r p o d e r y au tonom ía que el
régim en dinástico de A u stria, que, a su vez, d isfru tab a de m ayo r au­
tonom ía (no de más poder) que la m o n arq u ía «sem iau to ritaria» de
Alem ania. Pero en todos los países, la po lítica del m om ento estuvo
dom inada p o r los conflictos entre los partid arios de una m a y o r de­
m ocracia de partidos y sus oponentes.
C o n to d o , la c o n tro v e rs ia n a cio n a l se p ro d u jo tam b ién so b re
dónde particip ar. ¿H asta qué p u n to debía ser el E stado u n ifo rm e ,
centralizado y «nacional»? El en fren tam ien to entre la centralización

- D uran te el perio do se p r o d u jo en una sola d im e n s ió n , y a q u e todos estos países


p asaron de una situació n a otra sin s o lu c ió n de c o n tin u id a d . M a y o r co m p lejid a d pre­
senta el siglo X X, en el que la m a y o r p ar te de los re gím en es desp óticos no fu ero n m o ­
narquías, sin o p artidos dic tatoriale s o re gím en es m ilita re s, cada un o de ellos con sus
propias características «no d e m o cn ític a s» , d is tin tas a las de las m on arqu ías.
122 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

y el con fed eralism o p ro d u jo una guerra civil en los Estados U nidos y


o tro s c o n flic to s en A lem an ia , Italia y los te rrito rio s de los H abs-
burgo, y estru ctu ró de fo rm a persistente la práctica política. El co n ­
fe d e ra lism o triu n fó en los E stados U nid o s. Los p artid o s político s
alem anes fo rm ab an un co n ju nto de gran com plejidad: algunos se ba­
saban en la clase, o tro s eran explícitam ente religiosos (entre los que
destaca el cen tro católico); o tros lo eran im plícitam ente (los partidos
pro testan tes, tales com o los conservadores, los nacional-liberales, y
los socialistas, ostensiblem ente laicos); o tros tu vieron un carácter ét­
nico (daneses, polacos, alsacianos); otros aún, regional (el partid o de
los cam pesinos bávaros, los güelfos de H annóver). P ero la m ayoría
giraron contusam ente en to rn o a la cuestión «nacional». Los partidos
católicos, los étnicos y los del sur de Alem ania defendían la descen­
tralizació n fren te a los protestantes centralistas del norte.
La C ám ara de los C om unes del siglo XIX em pleó más tiem po en
discusiones religiosas que en cuestiones económicas o de clase. Pero
la religión no sólo tenía una im portancia intrínseca; en realidad, ex­
presaba la discusión sobre el carácter más o menos un iform e, descen­
tralizad o y nacional de G ran Bretaña. ¿D ebía ser tam bién «oficial» la
iglesia anglicana en G ales, Escocia c Irlanda? En cuanto a la educa­
ción y la co b ertu ra social, ¿debía ser uniform e y planificada desde el
Estado, religiosa o laica? Los católicos más activos se o p u sieron a la
centralización en todos los Estados, porqu e la Iglesia con servó su ca­
rácter transnacional al tiem po que consolidaba su organización local
y regional.
Las luchas entre los partidarios de la centralización y los de los
poderes locales y regionales desgarró los Estados. La razón estriba en
que fu ero n dos las vías históricas de la lucha contra el despotism o: la
vía de la rep resen tativid ad dem ocrática centralizada y la de la reduc­
ción de los poderes centrales del Estado, con el consiguiente impulso
de la dem ocracia plural, local y regional de partidos. El m asivo creci­
m iento de los poderes estructurales del Estado durante el siglo XIX
añadió d ificu ltad a la cuestión. ¿D ón de localizar esos poderes? Las
m inorías relig io sas, étnicas, lingüísticas y regionales, p o r ejemplo,
ap o y aro n siem pre una descentralización «antinacional».
Sin em bargo, estas cuestiones vitales para las relaciones entre el
gob ierno central y el local han sido ignoradas p o r la m ayo r parte de
las teorías del E stado (no po r R okkan, 1970: 72 a 144). Los pluralistas
y los teóricos de las clases em plean el m ism o m odelo para analizar el
gobierno central y el local; los teóricos elitistas y W e b e r apenas men-
Una teoria del Estado moderno 123

CUADRO 3.3. La cuestión nacional: poder infraestructural central contra p o ­


der infraestructural local

G o b ie r n o c e n tr a l

P oder
B a jo A lt o
I n f r a e s tr u c tu r a !

Gobierno local Bajo (Estado premoderno) Estado-nación


federal
Alto Estado confederal Estado-nación
centralizado

cionan el últim o, pese a que la política de los Estados m odernos ha


consistido fundam entalm ente en distrib u ir el p o d er entre los distin­
tos niveles. El cuadro 3.3 m uestra las principales opciones.
La expansión de las infraestructuras en todos los Estados de los
siglos XVIII y XIX explica que la parte sup erior izquierda del cuadro
aparezca vacía. La m a yo r expansión se p ro d u jo en los gobiernos lo ­
cales y region ales que acabaron p o r d e s a rro lla r E stados federales,
como en el caso de los Estados U nidos en el siglo XIX, donde los go­
biernos de los estados y las ciudades realizaban un nú m ero m ayo r de
funciones p o lític a s que W a sh in g to n . En o tro s casos, co m o en la
Francia p o ste rio r a la rev o lu ció n , p re d o m in ó la exp ansión del E s­
tado-nación centralizado. Y en o tros aún, aunque desigualm ente, se
dieron los dos niveles, hasta p ro d u c ir un E stado nacion al federal,
como en la A lem an ia im perial o en los Estados U n id o s del siglo XX.
Mientras que en A u stria-H u n g ría (com o al princip io en Estados U n i­
dos) se v io en la centralización el p e o r enem igo de los m ovim ientos a
favor de la representatividad durante los siglos XVlll y XIX, para F ran ­
cia la centralización significó dem ocracia. En estos debates se m ezcla­
ban la clase y la nación; cada una de ellas p ro d u cía consecuencias
involuntarias para la otra, que influían en sus respectivas cristaliza­
ciones. N i las clases ni las naciones fu ero n «puras»; p o r el con trario,
se form aron a p artir de sus m utuos entrelazam ientos.
En m ateria de política exterior, la cuestión nacional se centró en
el grado de nacionalism o y de territo rialid ad que debía defender la
diplomacia, y en hasta qué pu n to ésta debería practicar una G eopoli-
tik agresiva. En realidad, p ro d u jo las seis form as de econom ía política
internacional que he indicado en el capítulo 2, y se m antuvo vin cu ­
124 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

lada a la cuarta cristalización estatal de nivel superior: el militarismo.


A l princip io del p erio d o , los Estados in virtiero n p o r lo m enos las tres
cuartas partes de sus ingresos en los ejércitos, y aunque al final dismi­
n u yó la inversión, no lo hizo p o r debajo del 40 p o r 100, lo que signi­
fica que el m ilitarism o im pregnaba el Estado, la política fiscal y las
dos cristalizaciones relativas a la ciudadanía: la representativa y la na­
cional.
El m ilitarism o afectó tam bién a las cristalizaciones representativa
y nacional en el interior; ya que la represión era una fo rm a evidente de
contenerlas. D ado que cada país tuvo su dosis de represión interna y
externa, no resulta posible catalogarlos en un solo co n tin uo m ilitar
(com o hem os hecho en el caso de la representatividad). Los Estados
U nidos, m enos am enazados p o r la geopolítica m ilitar, fu ero n también
los m enos im plicados en ella, lo que no les im pidió llevar a cabo en su
territo rio un genocidio contra los indios y una considerable represión
a nivel local para m antener el esclavism o; fenóm enos que im pregna­
ro n la vida am ericana de una terrib le violencia. C o m o resultado, el
m ilitarism o g e o p o lític o estadoun id en se p resen ta un p e rfil bajo, al
tiem po que su m ilitarism o nacional es quizás el más alto — y desde
luego el más vio len to — de los cinco países estudiados. N o m enos pa­
radójico resulta que G ran Bretaña, la m ayo r potencia de la época, dis­
frutara de una evidente paz interior, o que el m ilitarism o interno y geo­
político de A u stria no se unieran hasta que el régim en vio amenazadas
sus fronteras p o r el nacionalism o. Las cristalizaciones m ilitaristas fue­
ron, pues, duales y, p o r eso m ism o, m uy com plejas.
P ero el m ilitarism o no m o vilizó únicam ente a los ejércitos. D u ­
rante la prim era m itad del periodo, los antiguos regím enes (en alianza
particularista con la m onarquía) dieron un cariz territo rial a las con­
cepciones capitalistas de interés y a la política ex terio r de los Estados-
nación em ergentes. A com ienzos del siglo XX estas tendencias conta­
ro n con el refu erzo añadido de los partidos nacionalistas, que exigían
interven ciones m ilitares en el ex terior, y con las clases capitalistas,
que dem andaban la rep resión interio r. A ellos se o p u siero n grupos
más pacíficos, com o los liberales y los socialistas, aunque no acos­
tu m braban a ser pacifistas a ultranza, sino partid arios de lim itar la re­
presión, los gastos m ilitares, la conscripción y las guerras. N o resul­
taba fácil excluir a los m ilitares en O ccidente, p o rq u e habían prestado
un gran servicio a las potencias, p ero quizás se les p o d ría relegar a
instru m ento p o lítico de últim o recurso. Era la esperanza de muchos
Una teoria del Estado moderno 125

liberales y de no m enos diplom áticos, p ero en 1 9 1 4 se vio que esta­


ban equivocados.
Sería deseable establecer una teoría general de las relaciones « ú lti­
mas» entre estos cuatro niveles superiores de cristalizaciones estata­
les. Sin em bargo, existen cu atro o bstáculos. El p rim ero es la abun­
dante casuística. A u n q u e cada u n a de las c u a tro c ris ta liz a c io n e s
representara sólo una dicotom ía, tendríam os dieciséis com binaciones
posibles. El capitalism o, es cierto, 110 variab a en exceso, p ero el m ili­
tarism o presentaba dos dim ensiones separables (la geopolítica y la in ­
terior), al tiem po que las cuestiones nacional y rep resen tativa cristali­
zaban en m últiples form as. Las posibles com binaciones de variables
son num erosas. U na vez más, la m acro so cio log ía rebasa los lím ites
del m étodo com parativo. N o existen suficientes E stados para co m ­
p robar el im pacto de cada una de las cristalizacion es, m anteniendo
constantes al resto de ellas.
En segundo lugar, los E stados 110 eran casos análogos y com pleta­
mente autónom os. Las cuatro fuentes del p o d er — econom ía transna­
cional, civilización occidental, com unidad m ilitar y diplom acia— se
expandieron con rapidez p o r to d o s ellos. C u a lq u ier acontecim iento
contundente, p o r ejem plo, la R evo lu ció n Francesa o la aparición de
un E stado, com o el de P ru s ia -A le m a n ia , acarreab a con secu encias
para todos. La teorización de lo p articu lar presenta unas lim itaciones
evidentes.
En tercer lugar, el en trelazam iento de las cuatro cristalizaciones
pro du jo consecuencias involu ntarias que afectaron a sus evoluciones
respectivas; y los «efectos de la in teracción» p ro d u jero n más «varia­
bles». Los Estados nacionales se d esarro llaro n y cam biaron a medida
que interiorizaban las diferentes racionalidades parciales y contesta­
das del capitalism o, el m ilitarism o y la rep resen tad vidad . Las clases
capitalistas cam biaron al in te rio riz a r una concepción representativa,
parcial y contestada, nacional y territo rialm e n te agresiva del interés.
Los ejércitos cam biaron cuando se v ie ro n obligados a defender a las
clases con derecho al voto, la p ro p ied ad y la nación. El E stado capita­
lista, la dem ocracia de partidos, el E stado-n ación y la casta m ilitar no
aparecen en este volum en en sus form as «puras». Los Estados del si­
glo XIX estaban constituidos de fo rm a no dialéctica p o r un entram ado
de contiendas relativas a los cuatro.
En cuarto y últim o lugar, la im pureza de las clases, la representa-
tividad, los E stados-nación y las relaciones entre civiles y m ilitares
aum entaron a m edida que lo hacía la particip ació n de todos ellos en
126 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

la política in te rio r y exterior. Esta últim a, en manos de ¡os estadistas


del antiguo régim en, las castas m ilitares, los volátiles partidos nacio­
nalistas y los grupos de presión, m antenía su carácter particularista y
aislado; la in te rio r, p o r el contraído, se encontraba dom inada p o r el
capitalism o, la rep resen tación y el proceso de centralización nacional.
Las luchas de cada una de ellas raram ente se encontraban de frente,
más bien se sup erpon ían , entrelazando cristalizaciones que afectaban
a sus resp ectivo s d e sa rro llo s de form as im previstas. N o encu entro
m a yo r ejem plo de lo que acabo de afirm ar que el conjunto de causas
que d eterm inaron la P rim era G u erra M undial y que ninguno de los
actores supo dom inar, ya fu eran «elites», m onarquías absolutas, b u ­
rocracias, clases, p arlam en to s, altos m andos o grupos heterogéneos
de interés. El E stado m o d ern o no sólo no se con form ó según un m o­
delo determ inado p o r alguno de ellos, sino que cambió los intereses y
las identidades de todos.
Los cuatro obstáculos que acabamos de v er me aconsejan cambiar
la m etod olog ía extensiva p o r otra intensiva, basada en una descrip­
ción relativam ente detallada de los cinco países, y no en una descrip­
ción superficial que abarcara num erosos países y variables. Incluso li­
m itá n d o m e a lo s cin c o casos (c o m p le ta d o s en o c a sio n e s co n la
cob ertu ra apresurada de algunos otros), podré refutar las teorías del
facto r único y establecer proposiciones más amplias sobre pautas ge­
nerales. P ero ésta es tam bién una historia que versa sobre un tiempo
y un espacio con cretos, con una singular culm inación en la Prim era
G u erra M undial.

Conclusión

H e tom ado préstam os de las principales teorías sobre el Estado


para crear la mía p ro p ia, p o lim o rfa, a medias funcional y a medias
institucional. A c ep to la insistencia de la teoría de las clases en que los
Estados m odern os son capitalistas y en que la lucha de clases domina
con frecuencia la política. El capitalism o es, de hecho, una de las cris­
talizaciones que he llam ado aquí de nivel superior. Sin em bargo, re­
chazo p o r com pleto la idea de que la cristalización capitalista, o de
cualquier o tra d ase, sea «determ inante en últim a instancia». Acepto
tam bién la idea plu ralista de la existencia de m últiples actores de po­
der y m últiples fu nciones estatales, y del desarrollo (parcial) hacia la
dem ocracia. E sto nos conduce directam ente a una segunda cristaliza­
Una teoria del Estado moderno 127

ción de nivel superior: la representativa, respecto a la cual la m o n ar­


quía desem peñó una acción retard ato ria de la dem ocracia de partidos
(entrelazada con las luchas de clases). El plu ralism o se adecúa tam ­
bién a la tercera cristalización relativa a la cuestión nacional. N o o b s­
tante, rechazo su concepto de dem ocracia com o fa cto r fundam ental,
ya que otras form as de poder, que carecen de elecciones o consenso
n o rm a tiv o , c o n trib u y e n ig u alm e n te a d e c id ir los re su lta d o s. E n
cuanto al elitism o auténtico, acepto que los adm inistradores del E s­
tado cen tral p u ed en co n stitu irse en actores au tó n o m o s de p o d er.
Para este perio d o , sin em bargo, identifico dos actores estatales m uy
distintos. Las m onarquías se co n servaro n en varios países, en parte
resistiéndose a la dem ocracia y en parte generando sus propias crista­
lizaciones rep resen tativas. T am bién la rep resión geopolítica e in te ­
rior, aunque se p ro d u jo p o r lo general m ediante alianzas p articularis­
tas c o n lo s a c to r e s de la s o c ie d a d c i v il, g e n e ró u n a c u a r ta
cristalización de nivel superior: la m ilitarista. C o n todo, el p rim er p o ­
der es, en sí m ism o, generalm ente débil, m ientras que el ú ltim o es
más errático. Lo que pro p o rcio n a, hasta donde es posible, un m odelo
«último» de los Estados m odernos son precisam ente las com binacio­
nes de esas cristalizacion es de nivel su p erio r (a las que p o d ríam o s
añadir los efectos de las cristalizaciones ideológico-m orales y p a tria r­
cales).
N o obstante, com o buen teórico del «em b ro llo» creo que los Es­
tados son más confusos y m enos sistém icos y unitarios de lo que p re ­
tenden los teóricos. E llo m e ha perm itid o servirm e de todo tipo de
teorías sobre el E stado, tanto com o de las ideas de M ax W eb er, para
desarrollar lo que d en o m in o «estatism o in stitu cio n al». Para co m ­
prender a los Estados y su im pacto causal en las sociedades, debem os
concretar sus características institucionales. Puesto que el Estado m o ­
derno ha am pliado m asivam ente sus infraestructuras institucionales,
desempeña un papel más estru cturado r de la sociedad que, a su vez,
refuerza el p o d er de todas las cristalizaciones. M i historia de la socie­
dad occidental se centrará en el desarrollo entrelazado y no sistèm ico
de las cristalizaciones estatales: capitalista, representativa, nacional y
militarista.
128 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

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Capítulo 20
CONCLUSIONES TEÓRICAS: CLASES, ESTADOS,
N ACIONES Y FUENTES DEL PODER SOCIAL

Este volum en tendrá dos capítulos concluyentes. Éste, el primero


de ellos, com ienza donde se suspendió el capítulo 7, en la generaliza­
ción sobre el surgim iento de los dos actores principales del mundo
m o d ern o — las clases y los E stados-nación— y de las cuatro fuentes
principales del pod er social durante el perio d o . Puesto que los países
que analizo aquí (A ustria, G ran Bretaña, Francia, P rusia-A lem ania y
E stados U nidos) difieren entre sí, me veo obligado a buscar el equili­
b rio entre la generalización y el conocim iento de los detalles particu­
lares, pero, puesto que con la Prim era G u erra M undial la historia es­
tableció su propia conclusión al largo siglo XIX, analizaré en el último
capítulo las causas de aquel conflicto, al o bjeto de ejem plificar y jus­
tificar la teoría que he venido sosteniendo en este volum en.
C o m o ya hem os visto, los Estados se en trelazaron con las clases y
las naciones, pero no resum iré aquí de nuevo mis indagaciones sobre
aquéllos, para las que rem ito al lecto r a la conclusión del capítulo 14,
sólo repetiré el punto esencial: cuando el Estado adquirió im portan­
cia p ara la sociedad con la exp ansión in d u stria l de fin ales del si­
glo XVIII y finales del XIX, «naturalizó» parcialm ente a todas las clases
de O ccidente.
Conclusiones teóricas 941

Las clases y los Estados

A l estallar la Prim era G u erra M undial, el proceso de industriali­


zación se expandía p o r to d o O ccidente. Bélgica y G ran Bretaña ya
estaban industrializadas; o tro s países m antenían un equilibrio irregu­
lar entre la industria y la agricultura; y esta últim a se com ercializó
por com pleto. El capitalism o aceleró enorm em ente los poderes colec­
tivos hum anos, sobre to d o de fo rm a difusa, a través de esta civiliza­
ción de m últiples actores de pod er. En la segunda oleada industrial, a
partir de la década de 18 80, m ejo raro n las condiciones materiales de
todas las clases y de los dos sexos, se conquistó la subsistencia y prác­
ticamente se duplicó la esperanza de vida. A u n q u e desigualmente dis­
tribuidos, los beneficios se am p liaro n de tal m anera que la m ayo r
parte de los actores de p o d er aceptaron que las instituciones del p o ­
der a u to rita rio ap o y a ra n la exp ansión capitalista. A u m e n ta ro n las
funciones civiles del Estado, y la b u rocratización de éste se desarrolló
en paralelo al capitalism o de fo rm a sem ejante en todo Occidente.
El capitalism o tran sfo rm ó tam bién las relaciones del pod er distri­
butivo en todos los países y generó clases políticas y extensivas a una
escala desconocida en la historia. Surgieron entonces la burguesía, la
pequeña burguesía y, posteriorm en te, la clase media, la clase obrera y
la clase campesina, todas ellas clases no dom inantes con m ayores p o ­
deres au toritarios de organización colectiva. N o obstante, y a pesar
de los beneficios conseguidos, todas ellas se sintieron explotadas p o r
las clases dom inantes y los regím enes políticos, y todas se manifesta­
ron colectivam ente en busca de alternativas. M arx y otros observado­
res lo com prendieron, p ero no fue m enos evidente para los regímenes
y las clases dom inantes. Sin em bargo, los resultados del conflicto dis­
tributivo no cu m plieron las expectativas de M arx debido a cuatro ra­
zones:

1. Puesto que el capitalism o fue predom inantem ente una orga­


nización de p o d er difuso, su organización au toritaria de clase resultó
am bivalente desde el princip io. Las burguesías, las pequeñas burgue­
sías y las clases medias eran económ icam ente heterogéneas. Cuando
no in terven ían las restantes fu erzas del p o d e r social, sus conflictos
con los regím enes y las clases dom inantes eran parciales, m oderados
y p a rticu laristas. D u ra n te la p rim e ra m itad del p e rio d o se llegó a
com prom isos, incluso se p ro d u jero n m ezclas, sin que p o r ello estalla­
ran situaciones dram áticas. Las clases agrarias, especialm ente el cam-
942 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1 7 6 0 - 1 9 H

pesinado, evo lu cio n aro n con la m ism a heterogeneidad y generaron


tres organizaciones colectivas com petidoras entre sí: «clases en fu n­
ción de la p ro d u cció n », «clases en fu n ció n del crédito» y un sector
económ ico (en alianza segm ental con los grandes hacendados, sus ad­
versarios en las otras dos dim ensiones). El pro letariad o tam bién desa­
rro lló tres tendencias organizativas de carácter colectivo: la clase, el
seccionalism o y el segm entalism o. A sí, el d esarro llo económ ico del
capitalism o p ro d u jo m últiples organizaciones colectivas, entre ellas,
las propias clases, que si bien d e sa rro lla ro n de fo rm a inherente el
con flicto dialéctico que M arx esperaba, no p red o m in aro n sobre las
demás.
2. Los resultados de la com petición entre estas organizaciones
económ icas se decidieron a causa de las estrategias o derivas de los
regímenes y las clases dom inantes, organizados de m odo más autori­
tario, quienes, al fin y al cabo, dom inaban el E stado y las fuerzas ar­
madas. C u an d o éstos se con cen traban en la aparición del conflicto
entre las clases (lo cual no ocu rría siem pre, com o hem os tenido oca­
sión de com probar) elab o raron una contraestrategia defensiva. C om o
he dem ostrado ya, allí donde el con flicto entre las clases es relativa­
mente transparente — esto es, donde la lucha se p rodu ce frontalm ente
según el m odelo que hizo co n fiar a M arx en la revo lu ció n — , los regí­
menes y las clases dirigentes em plean con m a y o r eficacia su inmenso
poder institucional para rep rim ir y d ivid ir al enem igo. Las revolu cio­
nes, he sostenido, estallaron cuando los regím enes y las clases diri­
gentes se sin tiero n co n fun didos ante la aparición de m últiples con­
flictos entrelazados, aunque no dialécticos. En este caso, la estrategia
más eficaz del régim en con tra el con flicto transparente entre el capi­
tal y el trab ajo con sistía en hacer concesiones a algunos obrero s y
campesinos a través del segm entalism o y el seccionalism o, al tiempo
que reprim ía al resto. D e esta form a, se evitaba la unidad de clase que
requiere toda revo lu ció n o reform a agresiva. La aparición simultánea
de tres fo rm as de o rg an iz ació n o b re ra m enguó la capacidad de la
clase porq u e ésta im plicaba la hegem onía sobre los trabajadores, en
tanto que las otras dos no.
3. A su vez, las estrategias o derivas de los regím enes y las clases
dom inantes y, p o r tanto, de los propios trabajadores, dependían ante
to d o de las otras tres fuentes del p o d er social. R em ito al lector al ca­
pítulo 7, donde resum í los resultados de las luchas económ icas hasta
las décadas de 18 3 0 y 1840. A llí analicé las fuentes del p o d er ideoló­
gico difuso, p ero especialm ente las del p o d er m ilitar y político. Los
Conclusiones teóricas 943

capítulos 17 a 19 ofrecen una explicación política de los ú ltim os m o ­


vim ientos obrero s y campesinos. A sí, hacia 1900, los resultados de la
co n frontación entre el capital y el trabajo en O ccidente estu viero n
determ inados p o r (1) una difusión global m uy sem ejante del capita­
lismo, que generó una com ún am bigüedad en las organizaciones e in ­
tereses colectivos, interactuando con (2) varias cristalizaciones de los
Estados au toritarios, la ideológica, la m ilitar, la patriarcal y, especial­
mente, sus dos cristalizaciones relativas a la ciudadanía, la cuestión
«representativa» y la cuestión «nacional».
4. P ero tales influencias m utuas no se p ro d u cen en tre o b jeto s
separados, com o el choque de las bolas de billar. Las clases, los seg­
mentos y las secciones se «entrelazan de form a no dialéctica» con las
cristalizaciones políticas autoritarias, y así se configuran unas a otras.
La identidad y los intereses de los actores cam biaron sin que lo p e rc i­
bieran sus protagonistas, a causa de las consecuencias im previstas de
sus actos. En este clim a inseguro, los actores eran p ro p en so s a co m e­
ter «errores sistém icos». En el capítulo 6 vim os que el régim en fra n ­
cés de 17 89 com etió errores desastrosos porqu e no supo apreciar la
aparición y el d esarrollo de su enem igo. En el capítulo 15 he ilu strad o
lo co n trario . D e fo rm a bastante insólita, las clases d o m inan tes que
controlaban el Estado se vie ro n enfrentadas «dialécticam ente» a un
oponente de clase, bastante hom ogéneo, el cartism o. Esta v e z no co ­
m etieron errores, rep rim iero n con firm eza a sus m ilitantes y em p uja­
ron a los trabajadores con m ayores poderes en el m ercado hacia el
seccionalismo. En los últim os capítulos hem os co m p ro b ad o la p e rsis­
tencia histórica de los errores del exceso de p ro d u ctivism o y de esta­
tismo en los m ovim ientos obreros, bajo la influencia de la ideología
marxista o de la religión luterana, incapaces de apreciar la co m p leji­
dad característica de las luchas agrarias, que acabaron p o r granjearse
la enem istad de quienes habrían debido ser sus aliados potenciales.

E stos cuatro hechos determ inantes no son independientes entre


sí, sino que se entrelazan y se configuran m utuam ente. La im p o rtan ­
cia de las estrategias-derivas del régimen, de las luchas ciudadanas p o r
la nación y la representatividad, de consecuencias im previstas, y de
los errores dependió siem pre de la form a en que re fo rz a ro n la id en ti­
dad de clase, segm ental o seccional, según el contexto. El segm enta-
lismo, el seccionalism o y la clase continuaron luchando p o r la v o lu n ­
tad de los trabajadores y los campesinos. Según sus relaciones con los
medios de p rodu cción, la batalla se pro du jo en la indu stria y la agri­
944 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

cultura en térm inos profundam ente am bivalentes, sin resultados de­


cisivos durante el periodo. C om o es natural, un segmentalism o y un
seccionalism o persistentes m inaron la unidad que necesitaba la acción
de clase. En un m undo capitalista sin Estados esto habría debilitado
perm anentem ente al trabajo en relación con el capital, y casi con cer­
teza habría im pedido la revolución e incluso las reform as profundas.
P ero el capitalism o habitaba en un m undo de E stados, y en este pe­
rio d o las tendencias am bivalentes hacia las organizaciones secciona­
les, segm éntales o de clase se viero n im pulsadas o frenadas, a menudo
sin intención, p o r las cristalizaciones políticas representativa y nacio­
nal, en especial cuando afectaron a las alianzas entre la clase obrera y
el cam pesinado. N i las clases eran puram ente económ icas, ni los Es­
tados puram ente políticos.
El capitalism o y el industrialism o se han sobreestim ado. Sus po­
deres difusos excedían sus poderes au toritarios, de ahí que se apoya­
ran más en las organizaciones de p o d er po lítico y m ilitar, que, a su
vez, co n figu raro n am bos fenóm enos. A u n q u e tan to uno com o otro
au m entaron los poderes colectivos, los d istribu tivos — la estratifica­
ción social— se viero n m enos alterados. Las relaciones de clase mo­
dernas se galvanizaron a través de la p rim era y la segunda revolucio­
nes industriales y de la com ercialización global de la agricultura, pero
se v ie ro n lanzadas p o r caminos intrínsecam ente am biguos, cuyos va­
riados resultados estuvieron determ inados p o r las cristalizaciones po­
líticas autoritarias, que habían sido institucionalizadas desde mucho
antes.
¿P o r qué eran ya tan distintos los Estados? C harles T illy nos re­
cuerda que los Estados europeos ad op taron form as distintas durante
el p e rio d o m edieval: m onarquías territoriales; redes elásticas de rela­
ciones personales entre el príncipe, el señ or y el vasallo; Estados de
conquista; C iudades-E stado; C iudades-E stado eclesiásticas; ligas de
ciudades; com unas; etc. Y aunque traza la decandencia de los distin­
tos tipos de Estados a com ienzos de la edad m oderna, m om ento en el
que se estabilizaron los Estados territoriales, restaba aún una gran va­
riedad. La fragm entación del cristianism o no hizo o tra cosa que aña­
d ir una m ayo r variedad religiosa. Los Estados se diferenciaban sobre
to d o p o r las relaciones entre las regiones y la capital. En 17 6 0 la Gran
B retaña anglicana constituía un E stado m oderadam ente homogéneo
y centralizado, que absorbió a Escocia, G ales y el regionalism o in-
con form ista, pero tenía una colonia im perial adyacente, la católica Ir­
landa. Francia, no m enos católica, tu vo una m onarquía m u y centrali­
Conclusiones teóricas 945

zada, cu ya relación con las regiones presentaba un carácter altamente


particularista (que tam bién cae d entro de dos tipos constitucionales
distintos). La Prusia luterana era un E stado com pacto, que integraba
tanto a la m onarquía com o a la nobleza de la región dom inante. A u s­
tria, católica, constituía una m onarquía confederal, form ada de m ino­
rías regionales, religiosas y lingüísticas. A m érica constaba de una se­
rie de c o lo n ia s en e x p a n s ió n y se p a ra d a s e n tre sí. Es d e c ir, las
diferencias entre los Estados eran enorm es. Los Estados eran te rrito ­
riales y los territo rio s están configurados de form as m uy particulares.
Las econom ías agrarias refo rz a ro n la particularidad territorial, en
tanto que las econom ías industriales la d ebilitaron . H o y en día, en
una sociedad industrial avanzada o postind ustrial, las distintas activi­
dades económ icas de Francia, A lem an ia o G ran B retaña se parecen
mucho p o rq u e las econom ías m odernas tran sfo rm an reiteradas veces
los p ro d u cto s naturales. P ero las econom ías agrarias dependen de su
ecosistema — suelo, vegetación, clima, agua— y estos elementos cam ­
bian de una localidad a otra. El ecosistem a del agro europeo era so r­
prendentem ente variad o en la jerga de los econom istas, ofrecía una
«cartera dispersa de recursos». P ero con el d esarro llo del capitalism o,
las econom ías «nacionales» com en zaron a parecerse (como apunté en
el capítulo 14).
El capitalism o representa una fo rm a inusualm ente difusa de orga­
nización de poder, m ientras que los E stados son autoritarios. En su
fase industrial, cada vez más liberado de las particularidades te rrito ­
riales, el capitalism o se expandió p o r to d o O ccidente adoptando fo r­
mas bastante parecidas. Sus poderes difusos p erm itieron a los actores
individuales y colectivos elegir «librem ente» estrategias alternativas,
dentro de una com petencia más incom pleta. Los obreros y los em­
presarios, los cam pesinos y los hacendados establecieron acuerdos lo ­
cales que perm itiero n con tin uar y com petir a las estrategias secciona­
les, segm éntales y de clase. P ero los E stados, p o r su naturaleza de
fuente característica del p o d er social, las institu cion alizaron y las lo ­
calizaron autoritariam ente. A u n q u e los partid os y las elites estatales
pod ían con testar o red u cir la coherencia estatal, las leyes sobre los
derechos civiles, el sufragio, la centralización del Estado, la conscrip­
ción, los aranceles, los sindicatos, etc. se co n fig u ra ro n au to rita ria­
mente.
El E stado m odern o fue el p rim ero en institucionalizar las num e­
rosas peculiaridades territo riales de E uropa, y se expandió al afron tar
dos oleadas de problem as reg u lato rio s, com unes a todos ellos, que
946 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

emanaban del creciente m ilitarism o del siglo XVIII y del desarro llo ca­
pitalista que se p ro lo n g ó hasta 19 14 . D uran te este periodo, los Esta­
dos se agrandaron, se hicieron relevantes para la sociedad y se «m o­
dernizaron». Las form as que ad op taro n estas evoluciones ejercieron
un fuerte in flu jo en el d esarro llo social. P ero al am pliar sus funciones,
el Estado tu vo que enfrentarse tam bién a las instituciones particulares
que nacieron en la era más « territo rial». En la p rim era fase de la ex­
pansión , de la in te ra c c ió n del m ilita rism o su rg ie ro n institu cion es
«m odernizadas» en cada uno de los E stados: A m érica institu cion a­
lizó una C o n stitu ció n única; Francia institu cion alizó el con flicto so­
bre su C o n stitu ció n ; G ra n B retaña, el lib eralism o del antiguo régi­
m en; P ru sia , el s e m ia u to rita ris m o ; y A u s tr ia (co n m e n o r éxito)
intentó d o tar a su dinasticism o de m ayores pod eres de penetración
infraestructural. Los Estados m odern os — im pulsados p o r el m ilita­
rism o del siglo XVIII y el capitalism o indu strial del siglo XIX— acen­
tuaron enorm em ente su significación para la sociedad. A sí, el poder
estru cturador de estas instituciones autoritarias, fo rjad o en la interac­
ción de una época a n te rio r y de una fase m ilitarista, creció igual­
mente. H acia la década de 1830, las instituciones políticas de la ma­
y o ría de los países se habían c o n so lid a d o de tal m an era que eran
capaces de absorber to d o lo que la sociedad industrial fu era capaz de
generar.
Se p ro d u jo entonces un segundo m om ento dialéctico ju n to a la
lucha de clase m arxista, entre lo que he etiquetado com o «emergencia
intersticial» e «in stitucionalización ». Puesto que la sociedad se com­
pone de m últiples redes de interacción superpuestas, pro d u ce conti­
nuam ente la aparición de actores colectivos, cuyas relaciones con los
anteriores no están institucionalizadas en un p rim er m om ento. Las
clases y las naciones son los actores em ergentes p o r excelencia, que
tom an p o r sorpresa a los regím enes y las clases dom inantes, quienes,
en un p rim er m om ento, carecen de instituciones para enfrentarse a
ellas directam ente, de m odo que recurren a las instituciones nacidas
con los antiguos fines territoriales. Y aunque los Estados no crecie­
ron en p rin cip io para enfrentarse a las clases y las naciones emergen­
tes (sino para luchar en la guerra y, más tarde, para ap o y ar la indus­
trialización), am pliaron sus instituciones con el o b jetivo de asumir la
m ayo r cantidad posible de co n tro l social. P o r eso, d eterm inaron cada
vez en m a yo r m edida los resultados de la clase y la nación.
A este p ro p ó sito , podem os v o lv e r sobre un ejem plo extraído de
los capítulos 17 y 18 : el d e sa rro llo d iverg en te de los m ovim ientos
C onclusiones teóricas 947

obreros británico, alem án y estadounidense. M e atengo aquí ún ica­


mente a dos form as de p o d er au toritario, las cristalizaciones re p re ­
sentativa y m ilitar del Estado (para un análisis com p leto véanse los
capítulos citados). G ran Bretaña desarrolló durante el siglo XVlii una
form a em brionaria de dem ocracia de partidos con el o b jetivo fu n d a ­
mental de in stitu cion alizar los conflictos religiosos y dinásticos de la
«corte» y el «país», p ero carecía de un ejército in te rio r eficaz (salvo
para Irlanda). D e ahí que para hacer frente a las clases m edias em er­
gentes d ep en d iera en este caso del P arlam en to , que, en e fec to , lo
hizo. En 18 20 Prusia había institucionalizado los co n flicto s en tre n o ­
bles y profesionales que acaecían dentro de su ejército y su adm inis­
tración real. Esto tam bién ayudó al régim en a in stitu cion alizar a las
clases medias, especialm ente cuando el ejército ganó legitim idad c o n ­
virtiendo a P rusia en A lem ania. El régim en alem án em pleó co n inge­
nio in n o vad o r su lim itada dem ocracia de partidos, y esto desplazó a
la derecha a sus clases medias. La dem ocracia de partid os am ericana
se creó en p rin c ip io p ara in stitu cio n aliz ar las relacio n es en tre los
campesinos pobres y ricos; sus organizaciones m ilitares y param ilita-
res se d esarro llaro n para acabar con los indios.
C u a n d o apareció en escena el p ro letariad o , los regím enes y las
clases dom inantes de los tres países reaccionaron de form as m u y dis­
tintas, p ero no p o r «el genio para el com prom iso» que supuestam ente
caracteriza a G ran B retaña (que en la segunda m itad del siglo recu rrió
con m a yo r frecuencia a la represión que al acuerdo), p o r la naturaleza
autoritaria de los alem anes o la esquizofrenia de los am ericanos, sino
porque una inm ensa m ayoría de los capitalistas y los p o lítico s que­
rían lo m ism o en los tres países: preservar el orden y m an ten er sus
privilegios. M as para cum plir sus p ropósitos contaban con in stitu cio ­
nes au to ritarias diversas. Los británicos tenían su frag io y p a rtid o s
com petitivos, cuyas relaciones en las fronteras de la clase habían v a ­
riado y p o d ían v o lv e r a hacerlo, p ero carecían de u n ejé rc ito s u fi­
ciente. Los alem anes habían institucionalizado una estrategia de p a r­
tido consistente en la práctica del «divide y vencerás» que excluía a
los partid os más radicales, y contaban con un gran ejército cuyas de­
m ostraciones de fu erza disfrutaban de una considerable legitim idad
entre sus ciudadanos. Los am ericanos disponían de partid o s co m p eti­
tivos, pero tam bién de fuerzas m ilitares y param ilitares expertas en
una fe ro z rep resión interna. P or tales razones, las distintas in stitu cio ­
nes estatales d esviaro n p o r cam inos tam bién d istin to s a los m o v i­
mientos obrero s em ergentes. G ran Bretaña d esarro lló un m oderado
948 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

m utualism o; Alem ania, un encuentro ritualizado entre el capitalismo


y el E stado reaccionario, y un m arxism o ostensiblem ente revolucio­
nario; y los Estados U nidos, el m ayor grado de violencia y secciona-
lism o, y un socialism o escaso.
En to d o s estos encuentros se tran sfo rm aro n tam bién las institu­
ciones estatales, pero a un ritm o m uy in ferio r al del d esarrollo capita­
lista o al de la aparición de las clases. El m odelo teórico apropiado
p ara esta fase de la historia m undial — de difusión com partida de un
capitalism o entrelazado con instituciones estatales autoritarias de dis­
tin to signo— corresponde a una especie de teoría del «retraso polí­
tico», que he extraído de la teoría institucional del E stado analizada
en el capítulo 3. Las variaciones entre las instituciones estatales fo ­
m en taron la aparición de varios «trabajadores colectivos» durante el
perio d o . T o d o esto arroja dudas sobre las teorías según las cuales el
d e sa rro llo capitalista p rodu ce necesariam ente un determ inado con­
ju n to de relaciones de p o d er entre el capital y el trabajo, ya sean mar-
xistas, lib erales o reform istas. El trab ajad o r co lectivo ha resultado
más m aleable de lo que todas ellas sugieren, más dispuesto al com ­
p ro m iso con num erosos regímenes (o incapaz de cam biarlos) y más
capaz de cristalizar en m odos m uy variados.
N aturalm ente, durante este p eriodo se institu cion alizaron relacio­
nes de clase m ucho más diversas que las del recien te capitalism o
avanzado, dom inado p o r las dem ocracias de partidos. Los regímenes
au to ritario s del siglo XX tuvieron un mal fin. La m onarquía autocrà­
tica y sem iautoritaria desapareció com o estrategia predom inante en
O ccidente, aunque existen aún regímenes no m onárquicos com para­
bles en algunos países en desarrollo. La m ayo r parte de las teorías oc­
cidentales han considerado inevitable esta decadencia de los autorita­
rism o s, y a sea p o r la «ló g ica del in d u s tria lis m o » , y a p o r la «era
dem ocrática», ya p o r la «institucionalización del con flicto de clase»,
form as variadas de la teoría de la m odernización. Las teorías evo luti­
vas han recibido en el siglo XX el im pulso de la súbita caída de socia­
lism o a u to rita rio del b lo q u e so viético. P ero , ¿ha existid o esa «ló ­
g ic a » ? ¿ P o r qué fra c a s a ro n el z a ris m o y la A le m a n ia im p e ria l?
¿E lab o raro n un p ro ye cto de alternativa viable de relaciones m o d er­
nas de p o d er a una dem ocracia de partidos? Tales preguntas deberán
esperar la aparición del V olum en III, pero cabe establecer una cues­
tión de partida: puesto que los regím enes au toritarios se sirviero n di­
rectam ente del m ilitarism o para la regulación de las clases, se m ostra-
Conclusiones teóricas 949

ron más v u ln e ra b les a los fracasos b élicos. Las causas de la G ran


G uerra fu ero n decisivas para apreciar su viabilidad.
La co m p le jid ad de las c rista liza c io n es estatales nos in tro d u ce
también en la guerra. El co n tro l de sus resultados resultó tan difícil
para los actores de p o d er contem poráneos com o para nosotros la ex­
plicación. Las consecuencias de sus acciones tu viero n a veces un des­
arrollo no p revisto. La lucha de clases — agraria, industrial o ambas
cosas al m ism o tiem po— no procedió según una lógica pura; en todo
m om ento se entrelazó con las relaciones políticas, ideológicas y m ili­
tares que, a su vez, co n trib u ye ro n a con figurar las clases. La situación
adquirió m a yo r com plejidad a causa del aum ento del m ilitarism o. En
el capítulo 21 asistirem os a los prim eros m om entos de esta desastrosa
intervención.

Estados y naciones

En el capítulo 7 he tratado de las tres prim eras fases de una teoría


de la nación que consta de cuatro. Las fases religiosa y com ercial del
capitalism o estatista tu viero n lugar antes del p erio d o que abordo en
este volu m en ; en ellas ap arecieron lo que he llam ado «protonacio-
nes». Luego, durante la fase m ilitarista, detallada en el capítulo 7, las
naciones evo lu cio n aro n com o actores reales, en parte interclasistas y
ocasionalm ente agresivos. P ero se m anifestaron de tres form as distin­
tas: o bien con solidaron el Estado (p o r ejem plo, en Inglaterra), o bien
crearon el E stado (Alem ania) o bien lo su b virtiero n (en gran parte de
los te rrito rio s austriacos). R esum iré ahora la cuarta fase de estas dis­
tintas naciones, la capitalista industrial.
D u ran te la segunda m itad del siglo XIX y los prim eros años del
X X, la fase industrial del capitalism o, su lucha de clases y su impacto
sobre el Estado re fo rz ó a las naciones em ergentes. P or prim era vez,
los Estados asum ieron funciones civiles de gran alcance, patrocinaron
sistemas de com unicación, canales, cam inos, servicios postales, fe rro ­
carriles, sistemas telegráficos y , lo más im portante, escuelas, respon­
diendo así a las necesidades de un industrialism o articulado en p ri­
mera instancia p o r la clase capitalista, pero tam bién p o r otras clases,
p o r los ejércitos y las elites estatales. T odos ellos aceptaron el papel
de los pod eres co lectivo s del E stado en la sociedad industrial, p or
tanto, le exigieron una m ayo r co o rd in ació n social. A su vez, las infra­
estructuras estatales aum entaron la densidad de la interacción social,
950 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

pero la en cerraro n en los lím ites de su territo rio . H em os visto que el


com portam iento social — incluso el de carácter más íntim o, com o las
costum bres sexuales— se «natu ralizó» y se hizo nacionalm ente h o ­
mogéneo. A u n q u e en gran parte inconsciente, la actividad del Estado
am plió a la nación la experiencia de vida com unitaria, vin culan do las
organizaciones intensivas y em ocionales de la fam ilia y el vecindario
a otras organizaciones de p o d er más extensivas e instrum entales.
La nación no fue una com unidad total. El localism o sobrevivió,
com o lo hicieron las barreras regionales, religiosas, lingüísticas y de
clase d entro de las fro n teras nacionales. La com unidad de ideología
occidental y el capitalism o global co n servaro n tam bién la organiza­
ción transnacional. Puesto que el capitalism o, el E stado m odern o, el
m ilitarism o, la alfabetización discursiva de masas y el industrialism o
aum entaron la densidad social, crearon tam bién nuevas o p o rtu n id a­
des de extender la organización nacional y transnacional.
T am poco faltó la contestación. La nación p o p u lar e interclasista
im plicaba necesariam ente una concepción de la ciudadanía (aunque
de varios tipos). P ero esto p ro d u jo las dos cristalizaciones políticas
p red o m in an tes del siglo XIX, la cu estió n « re p rese n ta tiva» — quién
disfrutaría de la ciudadanía plena— y la cuestión «nacional», dónde
se localizaría la ciudadanía, es decir, cuál habría de ser el grado de
centralización de la nación y el Estado. He su b rayad o en to d o m o­
m ento que la cu estió n nacional fue tan im p o rtan te y tan discutida
com o la rep resen tativa. P ocos E stados co m en zaro n el p e rio d o con
una hom ogeneidad nacional plena, pues la m ayo ría de ellos contenían
distintas regiones y com unidades lingüísticas y religiosas, y muchas
regiones disponían de sus propias instituciones políticas o conserva­
ban la m em oria de ellas.
Las fases capitalista-indu strial y capitalista-m ilitar de la expansión
del Estado intensificaron las cuestiones nacional y representativa. Las
consecuencias del aum ento del m ilitarism o durante el siglo XVIII, es
decir, la conscripción y el sistem a fiscal, p ro v o c aro n un estallido de
las reivindicaciones de representación, pero las cristalizaciones de la
cuestión nacional abarcaron desde la centralización propugnada por
los revolu cio n arios jacobinos al confederahsm o de los disidentes aus­
tríacos. A su vez, la p o ste rio r fase industrial del capitalism o v o lv ió a
increm entar las reivindicaciones nacionales y representativas. La efi­
cacia de la «naturalización» se explica porqu e se p ro d u jo de form a in­
consciente, intersticial y, p o r tanto, no p ro v o c ó oposición. En ella,
una m ezcla de em ociones y razón instrum ental cam bió sutilm ente la
C onclusiones teóricas 951

concepción de las com unidades básicas a las que se siente apegado el


individ uo norm al.
C o n todo, se m antuvo la oposición a una de las áreas de la exp an­
sión estatal durante la fase industrial del capitalism o. A u n q u e las in ­
fraestructuras estatales se expandieron gracias al consenso, la educa­
ción de las masas generó graves conflictos con las m inorías religiosas
y las com unidades lingüísticas regionales. A llí donde las m inorías re ­
ligiosas se encontraban atrincheradas en el plano regional, se p ro d u jo
un nacionalism o su b vertid o r del Estado (com o en Irlan da y ciertas
zonas de A u stria ). La expansión de la enseñanza p u d o tra n sm itir
tam bién un antiestatism o más sutil. La presión de las clases em ergen­
tes p o r la representatividad no perm itió a ningún régim en im p o n er su
lengua en aquellas provincias que contaban con una lengua vernácula.
La expansión de la enseñanza en la provin cia de B ohem ia, p o r ejem ­
plo, lejos de im poner un sentim iento de nación austríaca, p ro d u jo un
resurgim iento del nacionalism o checo. P o r el co n trario , en la «gran
A lem ania» y en Italia, la enseñanza creó un fuerte sen tim iento nacio ­
nal que superó los lím ites de los pequeños estados. A sí, según el co n ­
texto, la fase industrial-capitalista de la nación im pulsó tres tipos d is­
tin to s: la n a c ió n r e fo rz a d o ra del E stad o , la n a c ió n c re a d o ra del
Estado y la nación sub vertid ora del mismo.
Los conflictos de clase del capitalism o avivaro n tam bién estos tres
tipos de nación, siem pre con form e a las circu nstancias lo cales. La
clase m edia, los cam pesinos y los obreros se alfab etizaro n en las le n ­
guas vernáculas, y, de nuevo según el contexto, o bien n a tu ralizaro n
el Estado existente o bien lo fragm entaron en naciones regionales de
carácter p o p u lar (fragm entadoras del Estado), o bien en naciones in­
terestatales (creadoras de Estado). Estas clases reivin d icaro n la re p re ­
sentación política, de nuevo, con las mismas consecuencias alte rn ati­
vas. P ero a finales clel siglo XIX, las naciones pop ulares — de los tres
tipos— m o v iliz a ro n a la clase m edia, al cam p esin ad o y a la clase
obrera en todos los países europeos.
En esta fase, las naciones se hicieron más apasionadas y agresivas.
El apasionam iento se explica porqu e la interven ción estatal en la ed u ­
cación y las infraestructuras sanitarias, educativas y m orales aum entó
los vínculos entre el Estado y la esfera más intensiva y em ocional, la
fam iliar y com unitaria. Las ideologías en contraban en la nación un
padre o una madre, una especie de continuidad de la casa fam iliar. La
agresividad se gestó en la cristalización m ilitarista de los E stados; en
el plano geopolítico para todos los casos; en el nacional, para algunos.
952 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

La violen cia del nacionalism o su b ve rtid o r del E stado creció en


aquellos casos en que los regímenes im periales represivos no supie­
ro n garantizar ni la representación ni las autonom ías nacionales o re­
gionales. La protesta de los disidentes se hizo más em ocional al mez­
clarse con ideas relig io sas, y los la z o s fa m ilia res y com unitarios
p ro d u je ro n un sentim iento de diferencia fren te al im perio explota­
d o r, que encontró en la protesta una justificación para lanzar contra
ellos al ejército. En este clima, cada un o de los bandos alimentaba
continuam ente la pasión y la violencia del o tro .
A s í pues, el nacionalism o su b vertid o r del E stado se m anifestó con
m a y o r apasionam iento y «fanatism o» allí donde los regímenes impe­
riales no rep resen tativos em pezaban a p e rd er las garras represoras.
L os Estados occidentales que habían institucionalizado una represen-
tatividad de clase, y m uy especialm ente local y regional, no padecie­
ro n la violencia fanática ni siquiera en aquellos casos en que tampoco
faltaro n los conflictos interétnicos. Bélgica y C anadá podían disgre­
garse, p ero habría o cu rrid o prob ab lem en te sin causar víctim as. En
contraste, los cientos de m uertos de Irlanda del no rte se debieron a la
ausencia de representatividad de la com unidad m inoritaria y a la se­
paració n de las dos com unidades. En Y u goslavia se han producido
m iles de m uertos, y puede que o cu rra lo m ism o en un fu tu ro en más
de un antiguo país soviético, precisam ente p o rq u e no se ha institucio­
nalizado un gobierno representativo para aquellas com unidades lin­
güísticas, regionales o religiosas que cuentan, además, con sus propias
instituciones políticas históricas. La violencia étnica subvierte al Es­
tado sólo en los regímenes autoritarios, nunca en las democracias de
partidos. A s í fue durante el largo siglo X IX y así parece ser en nuestra
época.
La creciente violencia del nacionalism o re fo rz a d o r del Estado se
ha centrado en las guerras interestatales. En 19 00 los Estados dedica­
ban aún un 40 p o r 100 de su presupuesto a la preparación de la gue­
rra. La m anipulación de la amenaza bélica constituía el factor deci­
sivo de su quehacer diplom ático. Las virtu des m ilitares form aban aún
una parte fundam ental de la cultura m asculina, m ientras las mujeres
perm anecían relegadas al papel de p o rtadoras y nu tridoras de futuros
gu erreros. Pero ahora estos Estados eran más representativos y más
nacionales. Se ha dicho a m enudo que la clase media, el campesinado
e incluso, en determ inadas ocasiones, los obreros se integraron en el
nacionalism o agresivo p o r su identificación con los intereses y el sen­
tido del ho n or de su Estado, en oposición a los de o tros Estados-na­
Conclusiones teóricas 953

ción. P o r o tro lado, la teoría de las clases se ocupa de analizar quién


disfrutaba en realidad de esa representatividad, y concluye que quie­
nes tenían la ciudadanía plena, especialm ente la clase media, se con­
virtieron en los portad o res del nacionalism o agresivo, en alianza con
el antiguo régim en. P o r mi parte, he sostenido que tam bién durante
este p eriodo el concepto capitalista de beneficio se fu nd ió con lo que
se suponía era el «interés nacional».
N o obstante, confieso mi escepticism o hacia todas estas teorías ri­
vales. E xiste una diferencia co n sid erab le en tre el in d ivid u o que se
considera a sí m ism o parte de una com unidad nacional, aunque ésta
se sostenga en una m itolog ía de la raza o la etnia com ún, y el que
apoya una determ inada política nacional, dentro o fuera de sus fro n ­
teras. D e hecho, la distintas concepciones de lo nacional encontraron
una fu erte opo sición . P o r ejem plo, el significado de «Francia» era
uno para los republicanos y o tro para los m onárquicos o los bona-
partistas. N i siquiera d en tro de G ra n B retaña coincidía el antiguo
concepto «protestante» y radical de nación con o tros más seculares;
ni la concepción con servadora del Im perio se ajustaba a la de los libe­
rales. En todas partes, la experiencia de la rep resión interna pro du jo
en las clases y las m inorías m ovim ientos de oposición al m ilitarism o
en general y al nacionalism o agresivo en particular, aunque no es me­
nos cierto que tam bién en todos los países, com o defiende la teoría de
las clases, los que disfrutaban de la plena ciudadanía identificaron el
Estado y el m ilitarism o com o algo suyo. P ero tam bién he dem ostrado
que tan to el m ilitarism o com o la diplom acia estatal conservaron su
carácter privado, un hecho sistem áticam ente h u rtad o al escrutinio de
los grupos populares, con sufragio o sin él. Es decir, el nacionalism o
agresivo (y, desde luego, cualquier com prom iso intenso con la po lí­
tica exterior) no se expandió de hecho entre los grupos de la clase
media, ni siquiera entre la m u y difam ada pequeña burguesía.
P ero no podem os negar el atractivo del nacionalism o agresivo. La
am pliación de las funciones estatales a raíz de la industrialización ex­
pandió p o r la sociedad nacional dos tipos de tentáculos: las adminis­
traciones civiles y las adm inistraciones m ilitares. La vida de cientos
de miles de hom bres dependía ahora del E stado; m illones de jóvenes
estaban som etidos a la disciplina m ilitar, unidos p o r la m oral peculiar
y coercitiva, pero de gran p o d er em ocional, del m oderno ejército de
masas. Estos dos grupos m asculinos y sus fam ilias — no las clases ni
las com unidades— alim entaron el núcleo del nacionalismo extremo.
R epresentan lo que he llam ado los «archileales», p o r su exagerada le­
954 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

altad a lo que consideraban los ideales de su E stado. N o todos fueron


m ilitaristas o nacionalistas agresivos, p o rq u e los ideales variaban m u­
cho de un Estado a o tro . Los fu ncionarios británicos se acogieron a
las ideas liberales; los franceses, a las republicanas; los alemanes y los
austríacos, a ideales más au toritarios. P ero el hecho cierto es que to ­
dos los Estados fu ero n m ilitaristas y que sus servidores eran suscepti­
bles de m ovilizarse en el m ejo r de los casos p o r un m ilitarism o osten­
siblem ente «defensivo».
En la cuarta fase de su vida relativam ente corta, la del capitalismo
industrial, la nación avanzó p o r tres vías fundam entales. En prim er
lugar, la naturalización inconsciente de la m a yo r parte de la pob la­
ción creó una com unidad extensiva a la que el pueblo se encontraba
em ocionalm ente unido. Lo que he llam ado organización «nacional»
creció, ante to d o , a expensas de las com unidades locales y regionales
(a m enos que éstas se co n virtieran a su vez en naciones) y, en menor
medida, a expensas de la organización transnacional; de ahí su capa­
cidad de in tegrar a la m ayo r parte de la pob lación . P o r o tra parte,
m uchos ciudadanos — en este m o m en to perten ecien tes a las clases
medias y altas y a las com unidades lingüísticas y religiosas dom inan­
tes— se im plicaron en una organización nacionalista, definida preci­
samente p o r la diferencia entre sus intereses y su concepto del honor
y los de otras naciones. En tercer lugar, el núcleo del nacionalism o se
fo rm ó en la p ro p ia expansión del E stado, entre sus cuadros civiles y
m ilitares, y desde esa p latafo rm a se extendió superficialm ente entre
las fam ilias de los ciudadanos. C om binad os, podían aspirar a m ovili­
zar al resto. C o m o verem os en el capítulo 2 1, el problem a residía en
que las p o b lacion es nacionales fo rm ab an co m p artim en to s estancos
cuyas relaciones con o tro s co m partim entos nacionales no dependía
del pueblo en su co n ju n to , sino, en p rim er lugar, de las elites privadas
y militares del E stado y, en segundo lugar, de los nacionalistas. El na­
cionalism o agresivo se gestó a espaldas de la m ayo ría de los com po­
nentes de la nación.
En la fase capitalista industrial, podem os representar a la nación
refo rzad o ra del E stado m ediante tres círculos concéntricos: el círculo
e x te rio r se c irc u n sc rib iría a la to ta lid a d del E stado nacion al, y el
círculo in term ed io aparecería más vin cu lad o al cen tral, es decir, al
núcleo estatista. Más gráficam ente y más en consonancia con los re­
sultados po sterio res, pod ríam os im aginar la nación com o la bomba
típica de los anarquistas del siglo XIX, que los creadores de dibujos
anim ados representan com o una bola negra cuya mecha va dejando
C onclusiones teóricas 955

un rastro de chispas. La mecha serían los nacionalistas estatistas; el


co m b u stib le, las clases que d isfru tab an de ciu d ad an ía p len a, cu ya
agresividad superficial du ró lo suficiente para acabar p ro vo c an d o la
explosión, que co rresp on d ería al enorm e p o d er m ilitar del E stado,
cuyos dispersos fragm entos im pusieron una disciplina co ercitiva a los
o b re ro s y lo s cam p esin o s. P ero la m echa n ecesita que alg u ien la
prenda, naturalm ente.
M ientras que E uropa se m ostrara incapaz de fre n ar el m ilitarism o
de sus Estados no faltaría quien estuviera dispuesto a ello. La v io le n ­
cia iba a resu ltar especialm ente destructiva cuando se m ezclara con el
conflicto de clase y , en ocasiones, con las ideologías o las ideas re li­
giosas. Los nacionalistas más extrem os podían co in cid ir entonces con
ciertos grupos religiosos o clases que disfrutaban ya de la ciudadanía
para id e n tific a r com o enem igos del E stad o -n ació n a aq u ello s que
perm anecían excluidos y presionaban para en trar — la clase o b rera y
las m inorías regionales, lingüísticas y religiosas— , los R eicbsfeinde de
Alem ania. El odio de los nacionalistas más vio len to s se dirigía tanto a
los extranjeros com o a los Reichsfeinden nacionales. Sin em bargo, mi
m odelo no considera los «dem onios irracionales» más extrem os; se
limita a anticipar los acontecim ientos que tendrem os o p o rtu n id ad de
conocer en el V o lu m en III: los nazis representarán, com o es lógico, la
versión más extrem a — más violenta, más au toritaria y más racista—
del nacionalism o estatista europeo cuya aparición he esb ozad o aquí.
Serán, en definitiva, la form a más intensa del en trelazam iento de las
tres cristalizaciones del Estado occidental, la m ilitarista, la capitalista
y la autoritaria, respaldados p o r los em pleados estatales y los ex co m ­
batientes «archileales» y «traicionados», y su ideología se im p o n d rá
m ejor entre los burgueses luteranos y agrarios de A lem an ia.
¿N o he expuesto hasta aquí la historia de la evo lu ció n co n ven cio ­
nal del auge del E stado-nación, subrayando siem pre su soberanía, sus
poderes infraestructurales y su capacidad de m o vilizació n nacional?
En efecto, el E stado se extendió y p ro fu n d izó sus raíces en la socie­
dad. Sin em bargo, dudo de que estos Estados más potentes tu vieran
en ciertos aspectos la coherencia de los Estados pru siano y británico
de finales del siglo x v m . A medida que la vida social se p o litizab a lo
hacían tam bién sus con flictos y sus confusiones. C u a n d o el E stado
amplió sus funciones, tanto él com o los partidos se h iciero n más p o ­
lim orfos. En 19 0 0 la p o lítica im pregnaba la dip lo m acia, el m ilita ­
rismo, el nacionalism o, la econom ía, la centralización, la seculariza­
ción, la educación de las masas, los program as de asistencia estatal, las
956 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

cam pañas co n tra el alcoholism o, el sufragio fem enino y un sinnú­


m ero de cuestiones, enfrentando a las elites con los partidos de ma­
sas, a las clases, los sectores, las confesiones religiosas entre sí y a és­
tas con el Estado, al Estado central con la p eriferia y a las feministas
con el patriarcado. En com paración, la política del siglo XVIII resulta
bastante sencilla.
¿Se encontraban estos Estados en una m era fase de transición en
la que coincidían las nuevas cristalizaciones con otras más tradiciona­
les? A s í fue en las m onarquías sem iautoritarias com o A u stria y A le­
mania, donde los Parlam entos com petían con las cortes y las faccio­
nes p o r el fa v o r de los m inistros que podían acercarlos al monarca.
P ero la política exterior generó cristalizaciones m u y diversas. La di­
plom acia se encontraba en manos de unas cuantas fam ilias del anti­
guo régim en, aisladas de las clases y los partid os de masas, aunque
erráticam ente com batidas p o r los partidos nacionalistas. Los cuerpos
de oficiales, com puestos de m iem bros del antiguo régim en, cuyo es­
píritu com partían, conservaron su antigua autonom ía burocratizando
la p ro fesió n . O ficiales y suboficiales fo rm aro n una casta m ilitar, que
en parte vivía al m argen de la sociedad civil y de las funciones civiles
del E stado. En general, aunque la dem ocracia, la burocracia y la ra­
cionalización de los presupuestos buscaban establecer unas p riorid a­
des políticas coherentes, el resultado era aún bastante im perfecto en
19 14 . El co n tro l dem ocrático sobre la diplom acia y el ejército es aún
m u y débil en nuestra época, y resulta difícil concebir la totalidad del
E stado com o una única entidad cohesionada; p o r el con trario , parece
un entram ado de elites y partidos plurales que se en trelazan de fo r­
mas tan variadas com o confusas.
Las cristalizaciones políticas siguieron diversificándose durante el
siglo XX, a m edida que el Estado continuaba am pliando sus funcio­
nes. El E stado am ericano puede cristalizar una semana com o conser­
v a d o r, p a tria rc a l y cristian o cuando se re strin g en los derech o s al
ab orto, p ero a la siguiente, cuando se regulariza el escándalo de los
a h o rro s y los créditos bancarios cristaliza com o capitalista, y aún
puede cristalizar días más tarde com o superpotencia, cuando envía
tropas al extranjero para defender intereses económ icos distintos a
los nacionales. Estas cristalizaciones no suelen estar en arm onía o en
o p o sición dialéctica unas respecto a otras; sim plem ente difieren. M o­
vilizan , superponiéndose a ellas o interactuando con ellas, distintas
redes de poder, en m uchos casos involuntarias. La tesis básica de mi
trab ajo sostiene que las sociedades no son sistemas, es decir, que no
Conclusiones teóricas 957

existe una estructura que determ ine en últim a instancia el conjunto


de la vid a social, o al m enos, ninguna que no so tro s, situados en m e­
dio de ella, podam os discernir o localizar. Las elites de los Estados
históricos aparecen dom inadas p o r distintos grupos sociales: los p rín ­
cipes, el clero o los grupos de guerreros. D isfru tab an de una amplia
autonom ía y encerraban una escasa vida social. Sus Estados presentan
distintas características porqu e responden a sus propias particularida­
des. P ero cuando éstos sé con vierten en un centro de irradiación que
regula gran parte de la vida social, pierden su coherencia sistèmica.
El rasgo más du rad ero de los Estados m odern os es sin duda el
polim orfism o . C uando los Estados regulan la subsistencia m aterial, el
beneficio, las ideologías, la vida íntim a fam iliar, la diplom acia, la gue­
rra y la represión, los partidos se hacen políticam ente activos. A l tra­
tar cada uno de los E stados, he enum erado sus principales cristaliza­
ciones y he m ostrado que las form as en que se entrelazan no son ni
sistémicas ni dialécticas. Este hecho estructura la identidad de las cla­
ses y las naciones, a m enudo sin que los actores puedan percibirlo.
R astrea ré este ra z o n a m ie n to «hasta el d e sb o rd a m ien to fin a l», si­
guiendo los acontecim ientos de la realidad, en el capítulo 21.

Las fu en tes del p o d er social

En este volu m en he tratado de d o ta r de contenido a las p ro p o si­


ciones que establecí al com ienzo del capítulo 1. Es posible m ante­
nerse entre M arx y W e b e r para establecer generalizaciones significa­
tivas, aunque no m aterialistas, sobre la estru cturación «últim a» de las
sociedades hum anas, al m enos en el tiem p o y el espacio que trato
aquí. U na vez hechas todas las críticas y las salvedades, estamos en
condiciones de discernir dos fases principales en las que la estructura­
ción de la sociedad occcidental desde 17 6 0 hasta 1 9 1 4 se manifiesta
predom inantem ente dual.
D u ran te la p rim era de ellas, que se p ro lo n g ó aproxim adam ente
desde el siglo XVIII hasta 1 8 15 , las relaciones difusas de pod er m ilitar
y económ ico dom inaron las sociedades occcidentales. El capitalismo
com ercial y las consecuencias p ro lo n g ad as de la revo lu ció n m ilitar
perm itiero n a los europeos y a sus colonos do m inar la tierra; el capi­
talism o com ercial y los Estados m ilitares com pletaron la expansión
de la alfabetización discursiva de masas que habían com enzado las
iglesias, añadiendo con ello densidad social, extensiva e intensiva-
958 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1 7 6 0 - 1 9 1 4

mente, y en las fronteras de la clase. El capitalism o aum entó la capa­


cidad hum ana para ex p lo ra r la naturaleza, au m entar la p o b lación e
im pulsar la aparición de la indu strialización y de las clases extensivas.
El m ilitarism o p o litizó la sociedad civil, sus clases y sus com unidades
lingüísticas y religiosas en to rn o a las cuestiones nacionales y repre-
sentantivas; además, con solidó a los grandes Estados y aniquiló a los
pequeños.
D espués, el Estado nacional (el principal p ro d u cto de estas d eter­
m inaciones duales) se despren dió de su débil estru ctura histórica y
em ergió intersticialm ente -—sin resp on d er a una v o lu n tad precisa—
com o la m a yo r organización de p o d er au to ritario p o r derecho p ro ­
pio. A finales del siglo XVIII, las luchas p o r la ciudadanía se hallaban
estructuradas en la m edida en que los Estados habían institu cion ali­
zado los c o n flic to s re la tiv o s al au m ento de los im p u esto s y de la
conscripción. El capitalism o del siglo XIX co n tin uó revolu cio n an d o
los poderes p ro d u ctivo s colectivos, ya que la geopolítica se h izo más
pacífica y el m ilitarism o más variable de un Estado a o tro (especial­
mente en el plano interno), con un carácter más «p rivad o» y de casta
en el in te rio r del Estado. A sí, apareció una segunda fase de determ i­
nación dual a m ediados de siglo. El capitalism o indu strial p red o m i­
nante (aunque no reg u larm en te) y el E stad o -n ació n a u to rita rio se
co n virtieron en los principales reestructurad ores de la sociedad occi­
dental, el p rim ero d ifu nd iendo avances esencialm ente semejantes (y
aplaudidos p o r todos), el segundo ap ortand o soluciones autoritarias
m u y variadas, principalm ente a través de distintas cristalizaciones na­
cionales y representativas.
Puesto que, en ninguna de las dos fases, los dos fenóm enos con
m ayo r capacidad de tran sfo rm ació n colisionaban entre sí com o las
bolas de un billar, sino que se entrelazaban, y puesto que generaron
actores colectivos que, a su vez, se interpen etrab an — clases, naciones
y Estados m odernos, así com o sus rivales— no es posible sopesar sus
interrelaciones. N i se adaptan tam poco al m od elo m arxista que les
otorga un puesto de «prim acía últim a» en la sociedad, aunque, natu­
ralm ente, el p o d er económ ico del capitalism o fue el único factor que
form ó parte de las dos fases del dualism o.
D uran te este p erio d o la civilización que acabam os de v er consti­
tu yó un único pro ceso general de d esarro llo en una m edida descono­
cida en o tro s m om entos históricos. En ningún o tro tiem po o lugar se
expandió con tanta fu erza o rapidez el p o d er co lectivo de los seres
hum anos sobre la naturaleza o sobre otras civilizaciones. Y en ningún
C onclusiones teóricas 959

otro m om ento o lugar tu vieron los actores de p o d er — salvo los in n o ­


vadores inconscientes u oscurantistas— que fo rm a b a n la p u n ta de
lanza una percepción más clara de cóm o aum entar su pod er. Las ú lti­
mas y más m odernas form as de capitalism o, de Estado, de p ro fe sio ­
nalism o m ilitar y de ideologías científicas p ro p o rcio n a ro n unos m o ­
delos de fu tu ro que convencieron a la inm ensa m ayo ría. A s í pues, en
ningún o tro tiem po o lugar se d esarro llaro n tantas teorías so b re la
evolución y el progreso.
P ero este d esarro llo no fue ni unitario ni sistèm ico, ni se p ro d u jo
en el in te rio r de un solo organism o social. N o fue una evo lu ció n . En
p rincip io, p o d ríam o s ab straer una «lógica» ideal típ ica del cap ita­
lism o; p o d ríam o s in clu so llam arlo « le y de la u tilid a d m arg in al» o
«ley del v a lo r» , según las preferencias. Y lo m ism o cabría hacer con el
m ilitarism o, en cu yo caso extraeríam os una «lógica» de la co n cen tra­
ción de una fu erza co ercitiva su p erior con tra el enem igo. P ero tan
p ro n to com o unam os ambas cosas en la fase 1, o añadam os los E sta­
dos p o lim o rfo s y confusos de la fase 2, las lógicas ideales se vuelven
decididam ente im puras y se oscurecen a los o jo s de sus sup uestos
portadores. H e sub rayad o que la relativa «eficacia» del m ercado (es
decir, del capitalism o pu ro) frente las concepciones territo riales (más
m ilitares o políticas) de interés y beneficio nunca estu vo clara a lo
largo del p e rio d o . Las econom ías políticas que co m p etían en tre sí
con stitu yeron m edios viables de consolidación de los pod eres ec o n ó ­
micos colectivos o individuales. A lo largo del p e rio d o po d em o s dis­
tinguir ciertas tendencias seculares: hacia una m a yo r ind u strializació n
capitalista, hacia el profesionalism o m ilitar, hacia la am pliación de la
representación p olítica, hacia el aum ento de la b u ro c ra tiz a c ió n del
Estado o hacia un E stado-nación más centralizado. C ad a u n o de es­
tos elem entos «co m pitió» con com prom isos estru cturales alte rn ati­
vos y salió «victo rio so », no en un sentido d efinitivo, sino com o ten ­
d en cia d e fin id a a lo la rg o del p e r io d o . Su é x ito se d e b ió a su
capacidad para atraer a un amplio conjunto de actores de p o d e r o a su
m ayor p o d er intrínseco. Pero ninguna de estas tendencias nació de
una sola «lógica». Todas ellas favorecieron el surgim iento del E stado-
nación y de la industrialización capitalista.
A u n q u e he sim plificado los elem entos «fun d am en tales» en dos
fases de un determ inism o dual, debo añadir ahora dos advertencias.
Las restantes fuentes del poder social tu vieron su peso, p ero se co m ­
portaron de m odo más errático y particularista. Las relaciones de p o ­
der ideológico, m u y im portantes a com ienzos del p erio d o , represen-
960 El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914

taro n una fuerza sobre todo allí donde las com unidades religiosas y
lingüísticas (las últim as recibieron m ayores poderes colectivos de las
otras fuentes de poder) no coincidían con las fro n teras previas del Es­
tado. El p o d er ideológico hizo contribuciones igualm ente decisivas al
d e sa rro llo de las clases y las naciones du rante el «excepcional m o­
m ento histórico» que supuso la R evo lu ció n Francesa. El m ilitarismo
fu e im p o rta n te p a ra las relacio n es de O c c id e n te co n el resto del
m u n d o , para la política in te rio r de las m onarquías que acaparaban
pod eres despóticos y para los Estados U nid o s. La casta m ilitar desa­
rro lla b a en secreto la m usculatura, a la espera de su p ro p io momento
h istórico, que llegaría en julio-agosto de 19 14 . P o r todas estas causas,
mis generalizaciones son necesariam ente lim itadas.
Y son tam bién estas razones las que explican que las relaciones
del p o d e r distribu tivo en O ccidente resultaran tan poco claras para
los actores contem poráneos. Su identidad y su concepción del interés
y del h o n o r q u ed aro n sutilm en te tran sfo rm ad a s p o r el en trelaza­
m iento de varias fuentes del p o d er y p o r las inesperadas consecuen­
cias de sus actos. P o r tales razones, tam bién, las relaciones del poder
d istrib u tiv o fu ero n objetivam ente ambiguas y difíciles de desentra­
ñar. L os actores económ icos aparecieron sim ultáneam ente com o cla­
ses, secciones y segm entos, e in tro d u jero n una gran inseguridad en el
fu tu ro de la estratificación interior. Sus Estados eran ahora tanto civi­
les com o m ilitares; de hecho, podía o cu rrir que cada R eichsh alf to­
m ara una dirección distinta, y estaban co n trolad o s p o r los distintos
eq uilib rios de pod er que establecían las elites y los partidos.
D e m odo más general, O ccidente com prendía al m ism o tiempo
una serie segmental de «sociedades» con E stado-nación y una civili­
zación transnacional. Las ideologías sobre la paz y la guerra; el con­
servadu rism o, el liberalism o y el socialism o; la religión y el racismo
o scilab an irre g u la rm e n te del p la n o n a cio n al al tran sn ac io n al. No
hu b o una reso lu ció n sistem ática de las am b ivalen cias, p e ro sí una
m u y particular. M uchas de estas am bigüedades se reso lviero n en la
práctica, y todos estos actores e ideologías am bivalentes contribuye­
ro n a resolverlas. La realidad se interpuso con la G ran G u erra. Y así,
finalm ente, llegam os al desbordam iento final.

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