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C OLOQUIO

I NTERNACIONAL
G ÓTICO III Y IV
2010-2011

1
SAMSARA EDITORIAL
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ÍNDICE

9 Prólogo | Miriam Guzman y Antonio Alcala

I. MONSTRUOS EN TODAS PARTES


(MEDIOS, LITERATURA, CINE, PLÁSTICA
Y MÁQUINAS)

12 Monstruos verdaderos:
El asesino múltiple y las leyendas
Carlos Manuel Cruz Meza
Proyecto Escrito con sangre

22 “Meu humorzinho…”: Las perspectivas e identidades


del monstruo en las tiras de Rafael Sica
Jorge Hernández Jiménez | FFyL, UNAM

31 La cautiva de Matthew G. Lewis: Terror en escena


Gabriela Torres González | FFyL, UNAM

40 La providencia demoniaca y su expresión en el arte:


El nacimiento necesario del monstruo
Luis Alberto López Matus Villegas
Universidad La Salle

62 El monstruo como figura de una economía de la


destrucción de la forma en el arte contemporáneo.
Cabeça do avesso de Lia Menna Barreto
Mayra Citlali Rojo Gómez | FFyL, UNAM

77 Taxinomia ex (Máquina) Fabula


José Julio García Murillo | FFyL, UNAM

II. ESTUDIANDO AL MONSTRUO

92 La ominosidad de la indistinción: El problema del


monstruo en la novela Dr. Jekyll y Mr. Hyde de
Robert Louis Stevenson, como punto de inversión de la
propuesta moral kantiana
Julia Muñoz Velazco | Universidad La Salle
5
110 El monstruo invisible: Archivo gótico y su inversión radical en
Historia del ojo de Bataille
José Julio García Murillo | FFyL, UNAM

140 Theodor Fontane’s Gothic Hunting for the Criminal’s Nature


Martina U. Jauch | Purdue University

III. LA PLURALIDAD DEL VAMPIRO

183 Dime cómo ves al vampiro y te diré quién eres (recorrido de la


sangre victoriana a la sangre posmoderna a través del cine)
Sergio Antonio Martínez García
Universidad de Guanajuato

205 Evolución del vampiro como símbolo: tres momentos cumbres


Fernando Martínez Castillo | FFyL, UNAM

214 Drácula: Arquetipo itinerante de la literatura gótica al cine


Alma Delia Zamorano Rojas y Óscar Colorado Nates
Universidad Panamericana

239 El concepto del mal y su dinámica simbólica


en Drácula de Bram Stoker
Orfa Kelita Vanegas Vásquez | Universidad de Tolima

260 ¿Quién es el monstruo?


Vampiros, marginados y asesinos en Déjame entrar
Anna Reid | Universidad Autónoma del Estado de Morelos

IV. MONSTRUOS EN LATINOAMÉRICA

268 El gótico en la novela histórica mexicana del siglo XIX


Ana Consuelo Mitlich Osuna | Universidad de Sonora

284 De la carne a la sangre: La representación del monstruos en la


literatura costarricense neogótica
Karen Alejandra Calvo Díaz
Universidad de Costa Rica
V. UNA REVISIÓN AL GÓTICO
EN LA LITERATURA DEL SIGLO XX

310 Melancolía por el monstruo: El coco de Dino Buzzati


María Jazmina Barrera Velázquez | FFyL, UNAM

316 El gótico norteamericano femenino desde la perspectiva


masculina en The Virgin Suicides de Jeffrey Eugenides
Emiliano Gutierrez Popoca | FFyL, UNAM

332 Monstruos de ayer y hoy: King Rat de China Miéville


Leonardo Martínez Vega | El Colegio de México

347 Idoru; la fantasmagoría y los horrores de lo gótico


de un mundo protofuturista
Luis Alberto López Matus Villegas
Universidad La Salle

7
PRÓLOGO
El monstruo invisible:
Archivo gótico y su inversión radical
en Historia del ojo de Bataille
JOSÉ JULIO GARCÍA MURILLO
FFyL, UNAM

I. ADVERTENCIA INTRODUCTORIA : ARCONTES DEL MAL

El título parecería postular la lectura de un supuesto archivo


gótico. La suposición de ese archivo, más que recurrir a una
efectiva ficha bibliográfica que lo refiera objetivamente, apunta
hacia su construcción textual, esto es, hacia el montaje de una
serie de registros que puedan provocar una lectura disidente del
monstruo en “el gótico”. De este modo, no se citarán autores
que hablen de un “archivo gótico” sino que al hablar de autores
que refieran conceptualmente temas o motivos góticos –godos,
arte y arquitectura bajo medieval así como su condena
renacentista, literatura reaccionaria del siglo XVII-XIX y algunas
referencias a “manifestaciones contraculturales” contemporá-
neas– se los incluirá en un imaginario archivo circunscrito a la
protección de un arconte (Derrida, 41ss) aparentemente supra-
histórico: la objetividad historiográfica con la que se lee
habitualmente “lo gótico” como cualquier otro estilo.1 Este
arconte lo protege y lo impone como algo objetivo, algo “ante
los ojos” y superado, un momento circular y acabado en el
interminable rosario del progreso de la humanidad (Benjamin,

1
Que se articule como manifestación, expresión o forma de ser contracultural
implica la adhesión a un proyecto que engloba y circunscribe un proyecto de
integración y totalidad, así como una jurisdicción única. Punks, squatters,
gothics y cualesquiera clasificaciones “tribales” operan como dispositivos de
integración a una jurisdicción simbólica, esto es, jurisdicción del símbolo y
escamotean su operatividad hegemónica mediante emplazamientos
semánticos.

110
191). El montaje que inscribe cada ente como totalidad dentro
del tren del progreso refiere el pensamiento de dos
personalidades aparentemente antitéticas: Immanuel Kant
(1724-1804) y Donatien Alphonse François, marqués de Sade
(1740-1814); y los relaciona en un múltiple registro de
citaciones que articulan el núcleo de lo que se denominaría un
archivo gótico.
La hegemonía del archivo se revela en su artificio fundamental
–que propiamente gravita en torno al artificio2 del fundamento–
: no sólo es lo contenido en el arcón del arconte lo que
determina la lectura, sino el modo de resguardarlo y abrirlo el
que prescribe el poder sin límites de su absorción en una
totalitaria totalidad significativa. Así pues, se recurre a Kant y
Sade para abrir el baúl –la apertura del baúl presupone su
montaje– y provocar un delirante desquicio que lo invierta
radicalmente, esto supondrá que el montaje del archivo
posibilitará la apertura de registros en oculta perturbación con
la totalidad que los envuelve, y así provocar que el “archivo
gótico” libere monstruos de su objetividad –o con otras
palabras liberar a objetos de su monstruosidad onto-teo-lógica
(Heidegger 1990, 90 ss). Si nos desplazamos en términos
nigromantes lo que aquí se efectúa más que un exorcismo es una
conjuración. Nos movemos en este sentido en constelaciones
semánticas más que en suposiciones “simbólico-realistas” de las
cosas. Hablar de monstruos posiblemente sea una manera de
ocluir la palabra en torno a la cosa misma, posiblemente sea
una forma de tornarla.
La torna o inversión del archivo, el desquiciamiento y puesta
en evidencia de sus registros hegemónicos, se hace posible
mediante la confrontación de éste con citaciones fundamentales

2
Artificio como fetiche. Esto supone que se lee a este último como “fetiche del
fundamento”, en última instancia como el hechizo del fundamento que
devendrá como espíritu en mercancía (Pietz 1993: 131ss) y como espectro
sobrenatural.

111
dentro de Historia del ojo de Georges Bataille (1897-1962).
Esto implica que aquello que se comprende como “monstruo
dentro del estilo gótico” es invertido conforme a la legislación
objetiva del arconte de la historiografía occidental al incidir una
historia ocular con la que en el fondo se identifica y la cual es
necesariamente llevada a su destrucción. De este modo, archivo
gótico de la historiografía e historia del ojo (de la conciencia
destruida) se complementan y encuentran como dos momentos
de una agenda estético-política. Pero las implicaciones de dicha
inversión no son leídas en un aspecto estético sino en una
postura radical del arte como transgresión de imaginarios y
estructuras “reales”, en pocas palabras, nuestra lectura afirma
que podemos leer las obras en otros sentidos: como si la obra
de arte operara significativamente en el vacío simbólico del
mundo textual en que vivimos. Esta postura no es nueva, de
hecho ha sido una constante en la historia de la filosofía desde
Platón. Si él decidió que era importante para la estabilidad de
la polis –su concordancia consigo misma en tanto paradigma de
lo verdadero– desterrar a los poetas, se debe probablemente a
que consideró que las obras de arte hacían más que liberarnos
estéticamente y efectivamente perturbaban el orden –
probablemente esa postura de liberación estética fue la que se
inventó para que la obra no fuera peligrosa y posiblemente en
eso radica la expulsión de los poetas: en hacer del arte estética.
Pero Platón será un fantasma en estas líneas porque no
hablaremos temáticamente de él, deambulará como una
presencia invisible.
De modo sencillo, el texto es dividido en dos momentos, en
primer lugar se realizará el montaje conceptual del archivo
gótico mediante la lectura de Sade y Kant para construir la
noción ilustrada del monstruo y así, en segundo lugar, sopesar el
atravesamiento destructivo que Bataille pone en operación al
inscribir la revolucionaria noción de monstruo invisible (de un
monstruo no objetivo). Estos dos estadios se abren con la
maldición implícita en el hecho de invocar palabras que hablen

112
de monstruos, en conjuras y anatemas, en considerar vagamente
que Kant y Sade se elevan sobrenaturalmente como arcontes
metafísicos del mal (y del bien).

II. EL MONSTRUO(-SO ARCHIVO) GÓTICO DEL OJO

…y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de


cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se
superponen3 y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las
bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los
labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus
recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y
un silencio. (Cortázar, Rayuela, 7)

«Del ojo» como complemento determinativo puede pensarse


en sentido objetivo e imaginarse como «el monstruo gótico que
tiene un ojo» o en una mayor impostura «el monstruo gótico
que es un ojo», y esto implicaría que entre varios monstruos
reconocemos a uno que se caracteriza por un ojo. Pero hay una
manera más siniestra de leerlo, esto es, pensando el
complemento de manera subjetiva, o sea, como si el ojo fuera
sujeto gramatical. Así, hablaríamos más bien, de «un ojo que
produce o posee un monstruo gótico», y esto implicaría que
entre varias cosas que corresponden a ese ojo hay una que se
denomina monstruo gótico. Dentro de la segunda postura el
aspecto de la visibilidad es fundamental ya que si la operación
del ojo es la visión, el monstruo gótico se produce y se posee en
ésta. Esto implicaría que la visibilidad presupone una generación
que entre otras cosas engendra un monstruo para, en el mismo
acto, someterlo como propiedad. El monstruo como engendro
de la visibilidad presupone una procreación o al menos una

3
Ojos superpuestos: la concordancia sugerida por Bataille entre las fotografías
de Galton y la idea en Platón resulta de fundamental importancia en la
consideración de un imaginario del monstruo. Lo bueno y bello constituye una
superposición que vacía ónticamente toda posible diferencia. Cfr. The
Deviations of Nature (Bataille 1987, 53-56).

113
cópula. Lo que se generaría en esa cópula es la visión de un
monstruo o de una monstruosidad. Ya que parecería que el
monstruo siempre es un para sí, un momento negativo, mera
exterioridad. Nunca hay monstruos en sí, autoconscientes, sin
visión que los circunscriba, los genere, los engendre. Por tal
razón, lo monstruoso se da en el coito de la visión con lo
avizado y por tanto indudablemente deberemos hablar de un
placer y displacer, de placer y dolor implícitos en la disputa.
La cadena discursiva a la que nos remitimos es la que
establece más que conexión una coherencia interna entre el
pensamiento de Kant y Sade, tal vez los pedagogos más
importantes en torno al placer y al dolor. Esta coherencia fue
desarrollada como dispositivo crítico de la modernidad por
Adorno y Horkheimer, así como por Lacan.4 Nosotros
insistimos en esta coherencia.
Ludwig Ernst Borowski, discípulo y amigo de Kant, señala
que su libro Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo
sublime (1764) “debería estar no sólo en el estudio de los
eruditos sino también en los tocadores de las damas” (Kant
2004, VII). El propio Kant revisó el texto antes de su
publicación y nunca censuró la expresión de su biógrafo. Las
lecciones de tocador no son privativas de Kant, constituyen el
proyecto sadiano. De manera específica La filosofía en el tocador
(1795), el cual inicia con la instrucción: “La madre prescribirá a
su hija la lectura de este libro” (2005, 13). Y que está
abiertamente dedicado a los libertinos: “A vosotros,
voluptuosos de todas las edades y de todos los sexos” (2005,

4
La violenta relación de personajes tan disímiles como Kant y Sade no es
evidente en su época, constituye más bien un proyecto crítico de
desmantelamiento de la estructura moderna de la subjetividad llevado a su
concreción por Horkheimer y Adorno en La dialéctica de la ilustración (1944-
47), y a su vez es parte del análisis psicoanalítico de Lacan en “Kant con Sade”
(1966). Por otra parte, el retorno crítico a la figura sádica en el siglo veinte es
fundamental para El colegio de sociología, específicamente en la obra de Bataille y
Klossowski.

114
11). Si tomamos la relación en su gravedad, al tocador le es
asignado un estatuto pedagógico, lo que significa en última
instancia que la paideia moderna se instituye a puerta cerrada.
De este modo al pensar en la visión de la monstruosidad como
engendro del ojo estamos desplazándonos a una pedagogía del
placer, a unas lecciones a puerta cerrada que engendran
monstruos de tocador.
En una pedagogía del placer la implícita educación abre la
visión misma, ilustra las cosas en sus límites, ilumina a través de
los deliciosos globos oculares el severo ojo de la conciencia
(Bataille 1986, 17). La severidad de este ojo, o la tiranía de su
ceguera, provoca por los brillos espectrales de su parte lechosa y
mojigata la desesperación asesina ante nuestros crímenes
perfectos (Poe) y probablemente llegue a desbordarnos en
excesos revolucionarios (Klossowski), ya que la miopía del ojo
policial de la conciencia maldice lo que no reconoce, calumnia
lo que no tiene forma limitada, injuria la desdeñada obscenidad
de lo informe y grita acompañada por un coro de campanas
aterrorizadas: ¡monstruo! 5
Kant y Sade se conjugan en esta generación a puerta cerrada
de la visión del monstruo: los dos atropellan conceptualmente el
vaticinio ominoso (omen) implícito en su aparición y lo
circunscriben a la incomodidad y morbosidad de lo prodigioso
(Bataille 1986, 53-55), lo encuadran como desviación de la

5
En los bordes de lo impronunciable vive lo amorfo. Eso amorfo y caótico se
aproxima liminal a la Ding an sich como aquello que sólo puede ser
pronunciable como cosa. No podemos referirnos a la cosa en sí, como tampoco
al monstruo en sí, siempre debe estar referida a una sensibilidad o experiencia
que la esquematiza en estructuras de sublimación o de abyección (Farnell 2009,
113-123). Desde esta perspectiva el monstruo es una modalidad de lo que
subyace sin significante, esto es, de lo transfenoménico que se hace fenómeno
(Žižek 1991, 66). Este es el momento en el que la metafísica se torna
sobrenatural, con otras palabras el momento en el que la cosa irrumpe en el
rostro ideal con una mueca (como en una imaginaria fantasmagoría invertida
de Galton-Platón).

115
naturaleza. De este modo, la generación de la visión de lo
monstruoso en tanto desviación es propiamente una
degeneración, y la incomodidad y morbosidad que despierta el
monstruo apelan en principio6 a la provocación de lo agradable o
desagradable en la sensibilidad.7 Pero aunque se hable de
naturaleza y de sus desviaciones, ninguno de los dos afirma una
especie de naturaleza o sensibilidad natural, sino que insisten
fervientemente en una pedagogía del placer y esto implica que
la visibilidad tendrá que ser educada para aterrorizarse ante los
mismos monstruos –o ante los monstruos de lo mismo. Lo
seductor de esta cópula kantiano-sádica es que conjuga lo
mismo en una dialéctica de cóncavo y convexo, apelan al placer
de modo paradójicamente inverso.
Esta cópula, que engloba monstruo, visión y sensibilidad,
tiene efectivo roce con el concepto de naturaleza y en esta
misma se invierte y pervierte. Pero más que diferir en conceptos
de naturaleza (que para los dos, en este texto,8 es una
abstracción heredada), difieren en aquello que se hace con ésta
(lo cual presupone que puede hacerse algo con ésta y que, por
tanto, puede no hacerse). El ejemplo paradigmático donde

6
Apelar a la sensibilidad como principio sitúa a Kant y Sade en la misma
abstracción. A esa abstracción aquí se le denomina: el tocador. Este opera como
dispositivo que abre un sitio paradigmático de la tradición filosófica de la
modernidad. El esquematismo de la razón desplazado al imperativo categórico
de la razón práctica dirige la pedagogía del placer hacia la virtud.
7
Para Kant: “las diferentes sensaciones de placer o displacer [des Vergnügens
oder des Verdrusses] no obedecen tanto a la condición de las cosas externas que
las suscitan sino a la sensibilidad [Gefühl] propia de cada ser humano para ser
agradable o desagradablemente [mit Lust oder Unlust] impresionado por ellas”
(2004, 3).
8
Ignorar la crítica kantiana del concepto de naturaleza vendría a significar una
miopía o incluso una ceguera hermenéutica. Sin embargo, en el discurso
desplegado en las Observaciones el concepto de naturaleza es inscrito como un
concepto ambiguo.

116
conjugan placer y naturaleza es el acto sexual.9 Pero sexo es un
término genérico que tanto en Kant como en Sade no expresa
en lo mínimo el acto referido. Para Kant el sexo se traduce10 en
inclinación sexual –lo inclinado es lo no recto, lo incorrecto, lo
no yecto como el ente en su totalidad–, pero por fortuna es una
inclinación con un fin. Este es el fin de la naturaleza, que no es
otra cosa más que la procreación, y que “se dirige, mediante la
inclinación sexual, a ennoblecer más al hombre y a embellecer
más a la mujer” (2004, 45), y que en la vida matrimonial
pretende hacer de los conyugues una misma persona moral.11
Para Sade, por su parte, el sexo es inspiración de y conformidad
con la naturaleza.12 Su filósofo, o sea, aquél que se ajusta
(homoiosis) y actúa conforme a la naturaleza es el libertino, y su
ciencia13 el libertinaje.14

9
En la cama de Platón. Cfr. Libro X de La República. Y con fármacos… Cfr.
“Plato’s Pharmacy” de Jacques Derrida.
10
Para Kant lo placentero del sexo es privado de su abyección y desplazado a un
mero fin reproductivo –el sexo es sublimado. Lo bello, casi bonito, del sexo
podría ser que se hace con un miembro del sexo bello. Evita ante todo las
mujeres barbudas, y no pensemos en sodomía.
11
Lo que nos debe espantar no es que lo considere privativo al matrimonio
sino que constituya una misma persona moral. El término es legal, el
procedimiento es común en nuestras sociedades, pero las implicaciones
metafísicas –leídas a contrapelo de la misma– son monstruosas. Los conyugues
llevan el mismo yugo, el de la ipseidad de la persona moral. Los descalabros del
principio de identidad: uno de ellos, el matrimonio occidental.
12
Conformidad con la naturaleza: 1. relación ético-epistemológica con la
verdad, 2. estoicismo, 3. legalidad y heterogeneidad de jurisdicciones.
13
El libertinaje como ciencia. En Sade, que hace hablar a lo abyecto, la
violencia es igualmente sublimada, esto es, desplazada a cierta articulación
instrumental (Bataille 2008, 193).
14
“…no hay nada que sea terrible en el libertinaje, porque todo lo que el
libertinaje inspira lo inspira también la naturaleza. Las acciones más
extraordinarias, las más extravagantes, las que parecen violar de manera más
evidente todas las leyes, todas las instituciones humanas (porque del cielo no
quiero hablar), pues bien, Eugenia, incluso ellas no tienen nada de terrible, y

117
La naturaleza como fin y como conformidad difieren
radicalmente, ya que si para Kant el fin se comprende como
procreación, en Sade la conformidad se asume como
destrucción:
Si la naturaleza se limitase a crear y nunca destruyera, yo
podría convenir con esos fastidiosos sofistas15 en que el más
sublime16 de todos los actos sería el de reproducirse
continuamente, y por tanto les concedería que negarse a ello es
necesariamente un crimen. Pero ¿acaso la ojeada más leve a las
operaciones de la naturaleza no prueba que las destrucciones
son tan necesarias para sus planes como las creaciones? ¿Que
ambas operaciones están ligadas e incluso encadenadas tan
íntimamente que resulta imposible que una pueda actuar sin la
otra? ¿Qué nada nacería, nada se regeneraría, sin destrucciones?
La destrucción es, pues, una de las leyes de la naturaleza, al
igual que la creación. (Sade, 105)
La conformidad con la naturaleza consiste entonces en el
sometimiento a una de sus leyes: la destrucción.17 De este
modo, el acto más sublime –el más placentero– se
comprendería como la destrucción del otro; no habrá acto que
exprese mayor conformidad con la naturaleza que infringir
dolor, torturar, asesinar. Sade los llamará “los placeres de la
crueldad” (81-83), término que la tradición psiquiátrica y
psicoanalítica asumirá en adelante como sadismo (Laplanche,
390). Al placer se le extirpa el telos (el fin de procrearse con el
sexo bello18 ) y se inscribe como una iterativa y excedente

ninguna es tal que resulte imposible justificarla conforme a la naturaleza”


(Sade,104).
15
Inversión de los términos de la tradición filosófica occidental.
16
El acto sublime.
17
Vis a vis Anaximandro.
18
En Kant el sexo es vivido como bello, esto es, articulado según un fin; es
“belleza natural”, independiente, “finalidad en su forma”, mediante la cual su
objeto parece determinado para el juicio. Lo sublime no radica en la cosa sino
en ideas de la razón. “Sólo podemos decir que el objeto es propio para exponer

118
escatología.19 Tiempos de destrucción son las orgías de
tocador.20 Se pensaría que nada hay más disímil con la
procreación.
Pero aunque aparentemente Sade se monte en un proyecto de
absoluta disidencia con la moral de sus tiempos, la distancia
con Kant en cuanto a coherencia discursiva es nula. Si
proponemos el tocador como alegoría de la sensibilidad
metafísico-moderna, este topos no es nunca abandonado. Sade
no abre el cuarto, lo invierte radicalmente, pero no sale de éste:
lo agradable y desagradable en la sensibilidad son las vías
definitorias por las que el ojo de la conciencia determina la
visión de la cosa (o de su inadecuación: el monstruo). La nota
que nos permite insistir en esta coherencia no sólo recae en una
reiteración alrededor del concepto de naturaleza sino también
en la apropiación o negación de ésta en “actos sublimes”. En la
placentera y dolorosa tensión del fin como procreación
teleológica y la conformidad como destrucción escatológica se
inscribe el sentimiento bello y sublime que determina esos actos
como la cópula de la visión de lo monstruoso. “La noche es
sublime, el día es bello” (Kant 2004, 5). Pero sería una
reducción y un atropello señalar que la inclinación sexual es
bella por su objeto –el sexo bello–,21 mientras que el libertinaje

una sublimidad que puede encontrarse en el espíritu, pues lo propiamente


sublime no puede estar encerrado en forma sensible alguna, sino que se refiere
tan sólo a ideas de la razón, que aunque ninguna exposición adecuada de ellas
sea posible, son puestas en movimiento y traídas al espíritu justamente por esa
inadecuación que se deja exponer sensiblemente” (Kant 2003, 289)
19
¿En la relación placer-fin-placer-inutilidad se encuentra la enunciación
política de Sade? ¿Es la distancia entre mímesis y aletheia? ¿El tiempo?
20
“¡La naturaleza sólo querría propagadores, pero la simiente que da al hombre
para tales propagaciones se pierde tantas veces como al hombre le plazca! ¡Y éste
siente igual placer en esa pérdida que en su empleo útil, y sin el menor
inconveniente!” (2005, 106).
21
La apertura de sentido es unidireccional y la productividad inscrita en la
procreación es coloreada por su objeto –no su fin– que es la mujer. En el

119
es sublime por su orgiástico desborde de límites y su
cancelación de fines o producto. La distinción es más sutil.
Dentro de la categorización de lo sublime Kant identifica lo
sublime terrorífico o terrible [Schreckhaft-Erhabene] como aquello
“que acompaña un sentimiento de horror y melancolía” y que
refiere a la soledad como estado terrorífico de lo sublime. “De
ahí que los enormes desiertos, como el inmenso desierto de
Schamo en Tartaria, hayan dado siempre ocasión a la gente
para ubicar22 allí sombras terribles [fürchterliche Schatten],
duendes [Kobolde] y fantasmas [Gespensterlarven]” (2004, 5). La
visión del monstruo surge aquí, pero no por mediación de estos
espectros sino como su degeneración. “Las cosas contrarias a la
naturaleza con las que se pretende lo sublime, aunque poco o
nada se consiga, son las monstruosidades [Fratzen]” (2004, 11).23

mismo texto Kant caracteriza a la mujer como bella, mientras al hombre como
sublime. Es ridícula la mujer sublime: mujer barbuda.
22
Ubicar monstruos. En la ubicación del monstruo se designa una
territorialización del terror y de la melancolía. El melancólico es aquél que se
reinscribe constantemente en esos territorios ubicados. Para Kant la tendencia a
lo monstruoso es la desviación del temperamento melancólico [melancholische
Gemüthsverfassung]. “El gusto por lo monstruoso da lugar al maniaco
[Grillenfänger].” (Kant 2004, 11). El maniaco kantiano entonces es un
degenerado de temperamento melancólico y de inteligencia débil que tiende a
lo monstruoso y que se ve asediado por “sueños de vaticinio, presentimientos y
señales milagrosas” (Kant 2004, 21). La caracterización kantiana, de
temperamentos y características anímicas con sus degeneraciones, no está lejos
del cuadro clínico que Freud esboza en torno a la melancolía: ésta “se
singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una
cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de
amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí
que se exterioriza en autorreproches y autodenigraciones y se extrema hasta una
delirante expectativa de castigo” (Freud,242). El melancólico, desde esta
caracterización como degeneración, vive en una desazón ominosa y espera el
flagrante castigo de su deseado verdugo.
23
Fratzen en la lengua cotidiana significa mueca. De este modo es la
degeneración, la declinación de lo recto. La realidad será definida por la

120
La profunda soledad del tocador y sus sistemáticamente
organizados placeres de la crueldad provocan terror, y la
monstruosidad no es un fracaso frente a lo sublime terrorífico
sino una de sus formas degeneradas [Abartungen]. El fin de la
naturaleza se opone a la contrariedad que supone el monstruo
como forma degenerada de lo sublime.24
En el texto kantiano monstruosos son los duelos, los
monasterios y sepulcros destinados a encerrar a santos vivos; las
mortificaciones, los votos y otras virtudes monacales; las
osamentas santas, las astillas sagradas y los excrementos
sagrados del gran lama del Tíbet; también las Metamorfosis de
Ovidio y los cuentos de hadas “de la disparatada fantasía
francesa” e incluso las cuatro figuras silogísticas. La escolástica
[Schulfratzen] así como las cruzadas son grandes
monstruosidades inscritas por un espíritu bárbaro ajeno al
grecolatino: “Los bárbaros, después de que establecieron su
poderío, introdujeron cierto perverso gusto llamado gótico que
terminó en lo grotesco [Fratzen]; aparecieron monstruosidades
no sólo en la arquitectura, sino también en las ciencias y en las
demás prácticas” (2004, 62). Sade utiliza en el mismo sentido
el término gótico. Esto sucede cuando Dolmancé, preceptor
libertino, refuta la moral de su tiempo en un contra-catálogo de
las virtudes y descalifica la decencia: “Otra costumbre gótica a
la que en la actualidad se le presta muy poca atención. ¡Es tan
contraria a la naturaleza!” (2005, 26). Y la mayor contrariedad
con la naturaleza es la creencia en Dios. Dios es un monstruo,
entre otras cosas, por hacer libre al hombre. “Permitirle elegir
supone tentar al hombre. Ahora bien: por su infinita
presciencia, Dios sabía perfectamente lo que ocurriría. Por ello,

rectitud de la abstracción y asumida en plano ideológico, mientras que lo real


retornará y disturbará en figuras de degeneración como la del monstruo.
24
O forma degenerada de sublimación. Laplanche determina la cercanía
conceptual entre lo sublime y la sublimación química con la sublimación
psíquica (Laplanche, 415). De este modo el monstruo sería una sublimación
degenerada.

121
porque quiere perder a la criatura que él mismo ha formado.
¡Qué horrible es ese Dios! ¡Qué monstruo! ¡Cuán merecedor de
nuestro odio y de nuestra implacable venganza!” (2005: 40).
Aquí no resulta trivial la afirmación de Klossowski cuando
señala que “Sade ha hecho del ateísmo la religión de la
monstruosidad integral” (1970, 12).
En Kant como en Sade lo gótico y lo monstruoso son
términos que contienen una significación negativa. Su
genealogía es ilustrada –propiamente el uso que le asigno
Vasari–25 y se refieren a la producción cultural de la baja edad
media en contraste ideológico con el renacimiento italiano.

25
Giorgio Vasari en el tercer capítulo de Le vite de più eccellenti architetti, pittori
et scultori (1550) al hablar de los órdenes arquitectónicos afirma que el estilo
“tedeschi” –refiriéndose a la arquitectura francesa de la edad media, pero
inscribiendo peyorativamente usos y prejuicios romanos hacia la figuración
histórica de los godos– es monstruoso y bárbaro (Vasari, 2007-2009). La
descalificación de la arquitectura de la baja edad media, originalmente
denominada opus francigenum (obra francesa), por mediación del prejuicio
histórico del barbarismo de los godos es eminentemente renacentista; el uso se
extiende y en los siglos XVII-XVIII es término común también utilizado
negativamente por La Bruyère, Rosseau y Molière (Kimball, 275 ss.). La
inversión radical frente a la caracterización del renacimiento y de la ilustración,
pero inmerso en una disputa sobre caracteres nacionalistas en la Inglaterra del
XVIII, la realiza Horace Walpole no sólo al construir Strawberry Hill sino al
desplazar el término a la literatura –el subtítulo de El castillo de Otranto (1764)
es “Novela gótica”– y abrir así la posibilidad de extender el término como
burlona experiencia de la modernidad paralelamente articulada como categoría
artística. Con este desplazamiento e inversión nace lo que se conoce como “lo
neogótico” en el arte. Éste llega a ser identificado con lo sublime como categoría
estética y de ese modo se inserta dentro de las caracterizaciones esteticistas e
historiográficas del arte (Glendining, 102). Más adelante “lo gótico” adquirirá
valores y caracteres nacionales, ya anunciados por el tedeschi vasariano, en Los
principios de la arquitectura gótica de Schlegel (1805), tradición que se extiende
incluso hasta la tipografía de la propaganda nazi como afirmación de lo alemán.
Es peculiar que el mismo uso que da Vasari a la arquitectura la repite Clement
Greenberg en la crítica de la pintura temprana de Jackson Pollock al caracterizar
su obra como “gótica, mórbida y extrema”, y asimilando esta descripción con el
surrealismo (Grunenber, 169). La crítica de Greenberg se funda a su vez en el

122
En este punto la cuestión se agrava ya que la relación entre
contrariedad con la naturaleza, monstruosidad como forma
degenerada de lo sublime y la referencia al estilo gótico como
influencia bárbara se reconfigura a la luz de los caracteres del
tocador en tanto espacio de la sensibilidad moderno-ilustrada en
la que el ojo de la conciencia de un sujeto auto adscrito a un
proyecto de progreso descalifica “gustos perversos”. No importa
tanto el gusto perverso en cuestión, ya vimos que se pueden
contraponer como en Kant y Sade, lo que importa es la
estructura discursiva –alegorizada en el tocador– que descalifica
como contrario, degenerado o bárbaro a inscripciones históricas
“de lo heterogéneo”. La visión del monstruo producida por la
cópula del ojo de la conciencia al mirar caracteres heterogéneos
es una visión que establece una visibilidad única y de este modo
lo que no puede sentirse, pensarse o en última instancia
sublimarse será catalogado como monstruoso. La visibilidad
única no radica sólo en el contenido desplazado de lo
heterogéneo para homogeneizarlo, sino en la auto adscripción
del proyecto en una pedagogía de lo agradable y desagradable
fundada en la sensibilidad de un sujeto que no tiene acceso a la
cosa en sí, sino al objeto como fenómeno; que en la estructura
que lo posibilita es esquematizado. El monstruo es la visibilidad
de lo inaccesible, la fenomenización de lo que no puede ser
fenómeno.
Si se dice que algo es sublime cuando no se tienen palabras –
ni reacción posible– ante algo sensibilizado, lo monstruoso es
no tener palabras ante algo que no puede ser denominado
incluso como sublime. Por eso lo monstruoso es una forma
degenerada. Para el ilustrado la arquitectura y parafernalia de la
baja edad media, así como Dios para el hombre de espíritu libre,

ideal de posguerra que pretendía el desplazamiento de todos los centros


culturales y económicos hacia Norteamérica. Lo gótico de este modo surge con
toda una carga de primitivismo, barbarie y subversión que se extenderá y
asimilará a expresiones contraculturales surgidas y mantenidas desde las últimas
décadas del siglo XX hasta nuestros días.

123
eran inconcebibles: eran claramente monstruos, muecas de la
realidad. Pero el monstruo no sólo es un portento de la
naturaleza, un prodigio, una desviación, sino que también
provoca terror como vaticinio ominoso. El aspecto siniestro del
monstruo no es negado por Kant y Sade sino que se difumina
precisamente por pensarlo como desviación, degeneración y
contrariedad con la naturaleza. La difuminación es un
desplazamiento que neutraliza el terror ante lo heterogéneo –
que más que desconocido es imposible articular textualmente–
y que por tanto neutraliza su violencia.
Hablar de la naturaleza de las cosas es la forma reinante de
hablar acerca de lo ente en occidente, es articular la
monstruosidad desde el proyecto metafísico de la modernidad.
Esta forma de hablar consiste en violentar y desplazar la
violencia de la negación propia de la metafísica. El monstruo es
en la pedagógica cópula sádico-kantiana la caracterización
metafísica de una diferencia sensibilizada como antimetafísica.
La visión del monstruo desde el episcopado del ojo de la
conciencia genera y domina lo heterogéneo como degeneración
e improductividad, como perversión, como orgía, como
sodomía.26 Ante esta perspectiva el neogótico, en tanto se
apropia de ciertos registros góticos de la baja edad media desde
los parámetros del tocador como “enfermiza melancolía” que se
auto adscribe en arcos temporales heterogéneos (v.gr. leerse

26
“De la filosofía kantiana (y su correlato imaginario, la ficción gótica) al ideal
político contemporáneo de un orden global post-histórico, presenciamos la
escena repetida de una amenaza ominosa que emerge como contraparte
sombría de las divisiones ordenadas que sustentan el conocimiento y las reglas.
La razón especulativa de Kant es perseguida por la persistencia de la cosa en sí
que amenaza con destruir la razón; el Sujeto trascendental es perseguido por un
doble ominoso que evade y desafía el reclamo del sujeto por un conocimiento
total; la escena colonial, cuya estabilidad es gobernada por el conocimiento de
colonizador sobre el colonizado así como por su poder sobre éste, es perseguido
por un vampiro “espectral”; la seguridad total de una nueva hegemonía
neocolonial occidental es perseguida por un “terrorista” ubicuo e
incontrolable.” (Kawash, 251).

124
desde un proyecto ruinoso), no se libera de la articulación
metafísica sino que la desplaza a una construcción sobrenatural en
la que la representación de lo ominoso del monstruo toma
centralidad. El monstruo, desde el neogótico, constituirá una
visión contranatural y sobrenatural de la naturaleza como
articulación fenoménica, como aparición de la cosa; de la
aparición de un significado sin significante, de un ente presente
sin presencia. Lo monstruoso –parte de lo sublime matemático
(Kant 2003, 296)– aunque no presente un fin en sí mismo
frente a la naturaleza, revela la articulación textual de la misma
como estructura crítica de la metafísica; con otras palabras, la
ubicación sobrenatural de monstruos revela una perturbación de
la metafísica en tanto lo esencialmente no fenoménico se torna
objeto ominoso.

III. INVERSIÓN RADICAL DEL OJO GÓTICO: DANZA INVISIBLE

…factorem coeli et terrae, visibilium et invisibilium…

Un acantilado, una tormenta eléctrica, un mar furioso. Un


armario a medianoche, una prisión. Un castillo, una casa de
reposo, un urinario. Una plaza de toros, una capilla, un
confesionario. Orina, sangre, esperma, vómito, lágrimas, saliva,
sudor. Huevos rotos, yemas y claras escurriendo por la piel.
Testículos de toro, ojos de sacristanes. Huevos de gallina que
como rosario católico se estrellan uno tras otro, como el
tiempo que se vacía, en la piel y en todos los orificios astillados
de una adolescente maldita.
Georges Bataille publica en 1927 Historia del ojo bajo el
seudónimo de Lord Auch. No pretendemos reseñar y menos
sintetizar el contenido, sino más bien desvelar mediante algunos
fragmentos la operación destructora del archivo gótico de la
visión sádico-kantiana del monstruo. En ésta se revela que la
constitución del monstruo es el desplazamiento de la
constitución metafísica del fenómeno en tanto desviación,

125
degeneración y contrariedad con la naturaleza, en este sentido,
se insiste en la relación semántica entre lo sobrenatural y la
metafísica. El monstruo es un desplazamiento sobrenatural de la
metafísica porque desplaza remanentes de violencia hacia un
objeto específico: lo violencia se hace ente en el vampiro, en el
licántropo, en el libertino o en Dios. El análisis del monstruo
como prodigio –característico de la modernidad– evidencia el
avance de la metafísica de la presencia: se elabora violentamente
un vaciamiento de toda heterogeneidad –destierro de poetas–
para poder afirmar que lo verdadero, que la presencia de lo
presente, es su idea, energeia, actualitas, etcétera (Heidegger
2003, 40); y del mismo modo se hace ente a la violencia
constitutiva de ese vaciamiento: lo violento e imposible de
pensar es el monstruo. Lo anterior implica que la cosa misma,
la cosa en sí, es el monstruo. El ojo gótico, ese ojo monstruoso
que nos mira deformado, esa degeneración fenoménica del
omniabarcante ojo de la conciencia, es desgarrado en Historia
del ojo por la potencia muscular de lo invisible.
La forma de acceder a este desgarramiento la posibilita el
mismo ojo de la objetividad de la conciencia al situarse frente al
texto como mirada objetiva hacia la literatura en tanto
manifestación espiritual. Vargas Llosa afirma en “El placer
glacial”27 que Historia del ojo es un “pastiche gótico” a razón de
una mera concordancia exterior con los ominosos escenarios en
los que se ubica la trama (Bataille 2006, 47). Su afirmación más
que aclarar es ridícula; obnubila y cancela la radicalidad
implicada en pensar el texto como operación de rearticulación
estructural del tocador como alegoría de la perversa
modernidad. Su observación no nos deja ser cómplices (García
Ponce, 1980),28 no nos deja presentir la sádica intención

27
Originalmente publicado en México en la revista Vuelta (Vol.3, No 29) en
abril de 1979. La edición que citamos constituye el prólogo de la traducción
castellana utilizada de Historia del ojo.
28
"Hay autores que necesitan cómplices y otros que solicitan espectadores.
Quizás entre estos dos extremos se mueven todas las posibilidades que la

126
omniabarcante de la ciencia literaria como disciplina ajena a sus
contenidos. Historia del ojo como pastiche gótico desvía
malintencionadamente la genealogía críptica del texto dentro
de un proyecto de la catalogación literario-estética de una obra
de arte, esto implica que la analiza desde la perspectiva de un
ojo de conciencia científica, de un ojo que escribe historia y que
la procrea y domina textualmente. Leer la Historia del ojo como
pastiche gótico cancela su historicidad y la asume
historiográficamente dentro de una jurisdicción universal de la
(con)ciencia literaria. Si situamos a Bataille en este contexto, y
se hablase de él como escritor e intelectual francés del siglo XX,
sería mejor no hablar de él.
Es preciso por tanto retardarnos en el título para abrir el
marco de comprensión de la Historia a la que se refiere. En
primera instancia lo que podrían parecer motivos góticos
reincorporados al texto y que crearían la ilusión de conformar
un pastiche, operan más bien para desactivar la negatividad
inscrita en la asunción de la ciencia literaria. Lo que se
desactiva es el relato como signo de algo efectivamente real y lo
desplaza a un universo de signos que textualmente dominan al
lector y lo fracturan. Esto implica que, por ejemplo, las Cartas
de relación de Cortés, las cuales habitualmente son articuladas

literatura ofrece al que se acerca a ella desde la posición del lector. En su


generosa y equilibrada respuesta a mi airado y malqueriente comentario sobre
su prólogo a Historia del ojo de Georges Bataille, Mario Vargas Llosa se
pregunta si la falta de espíritu religioso es un obstáculo para entender a Bataille y
afirma, con razón, que yo pienso que sí tal como lo expongo en mi "severo
comentario". El libre espíritu con el que Vargas Llosa leyó ese comentario
invita a un diálogo que permita precisar ciertos puntos más que a una discusión
en la que la malevolencia de los contendientes sea un elemento indispensable.
La diferencia entre la manera de leer la obra de Bataille de Vargas Llosa y mi
manera persiste y esa diferencia es significativa en tanto determina esos dos
extremos desde los que el lector puede acercarse a una obra y de los que hablaba
al principio" (García Ponce, 1980 apud Gliemo). El comentario al que hace
referencia es “La ignorancia del placer”, texto publicado ese mismo año en la
revista Sábado y publicado posteriormente en Las huellas de la voz.

127
como relato histórico de algo efectivamente acontecido, son
desplazadas de su relación signo-significado-acontecimiento,
hacia una constitución textual en la que más que “describir”
despliegan una red de alegorías que dominan el campo histórico
y determinan las relaciones económico-políticas de la colonia
frente a la metrópolis. Las Cartas de relación no unen la palabra
con el evento –visión ingenua de la labor historiográfica– sino
que la subordinan a la hegemonía de su remitente –la ciudad
madre– y de este modo insuflan al contenido –los nativos y sus
territorios– de su relato como objetos particulares de una
dominación onto-teo-lógica. La exacerbación de la relación
vertical del relato colonialista se hace visible en la disputa por la
constitución metafísica del colonizado, en este sentido la
Controversia de Valladolid entre Sepúlveda y de las Casas
establece la verticalidad en un sentido casi similar al sádico-
kantiano. La labor de desactivación de la historia como relato se
actualiza al disentir con el tratamiento tradicional de lo
histórico en cuanto a la función del relato y afirmar en torno a
los aztecas, por ejemplo, que “el crimen continuo cometido en
la amplitud de la luz de día para la mera satisfacción de
pesadillas deificadas, de fantasmas aterradores, de meriendas
caníbales de sacerdotes, de cuerpos ceremoniales y de corrientes
de sangre evocan no tanto una aventura histórica, sino los
deslumbrantes derroches descritos por el ilustre Marqués de
Sade” (Bataille 1986, 3). La historiografía es llevada a su delirio
al escindir la representación habitual de los “ídolos” aztecas
como manifestación de cultura y generalmente presentados en
la sublimidad aséptica del museo, e invocar a contrapelo una
representación disidente en la que “uno fácilmente imagina los
enjambres de moscas que debieron arremolinarse alrededor de
la sangre corriendo a borbotones en la capilla sacrificial.
Mirbeau, que ya había soñado con ellos para su Jardín de
tortura, escribió: «Aquí entre flores y esencias, esto tampoco era
repugnante o terrible.»” (Bataille 1986: 7). La monstruosidad,
la repugnancia y el terror relatados por la relación cortesiana –y

128
los subsecuentes relatos o historias que operaban en la misma
tensión metropolitana (o en la misma metrópolis)– es
desactivada como “palabra sobre lo real” al invertir el
maniqueísmo impreso como dispositivo hegemónico en la
palabra del conquistador. Historia del ojo opera en el mismo
espectro, el maniqueísmo y la maldición de Sade y Kant
dirigidos al monstruo y al gótico es redirigida hacia el mismo
texto y hace evidente la violencia escamoteada en la buena fe o
en el ateísmo racional de los arcontes del bien (y del mal).
Historia del ojo en este sentido no es un relato o un cuento para
leer en nuestros tocadores secretos, es más bien una
contrahistoria que destruye el caparazón del secreto oculto de
los tocadores y libera del territorio del arconte su violencia
constitutiva.
Tras este giro, es preciso señalar que al igual que en Kant y
Sade el texto temáticamente elabora escenas sexuales, pero en
Bataille, así como en los otros dos, el sexo no es neutral y
efectivamente no es “un tema”, sino que más bien es
trepidación, exceso, don y sacrificio, esto es, erotismo. Bataille
atraviesa y desborda la estructura alegórica del tocador al
rearticular la noción de monstruo como violencia de movimientos
y consecuentemente como potencia contrametafísica. Con otras
palabras, perturba la estructura metafísico-sobrenatural
implícita en la lectura-cópula sádico-kantiana sobre la
monstruosidad para desactivarla de su maldición moralista, esto
es de su asignación como gusto pervertido y de su consecuente
sentencia maniquea. Esto implica que el erotismo como marca
de una parte maldita está muy alejada de la cópula sádico-
kantiana sobre el lecho de la naturaleza. El erotismo no es
naturaleza. No es natural, pero tampoco artificial, es la marca
de una fisura o negatividad, un diferencial frente al animal del
que se tiene nostalgia por su inmanencia; pero el animal no es
superado ni visto desde una jerárquica mirada vertical. Éste es
diferido, negado en el movimiento del lenguaje que solamente
se abre en su plenitud al enunciarse melancolía y nostalgia por

129
la inmanencia animal (Bataille 2005, 63). El erotismo es la
fisura y marca de lo humano, su excedente y parte improductiva
y de puro gasto. En este sentido, como pura excedencia es
también una marca de la muerte, de pura negatividad, de
destrucción sacrificial. Pero su destrucción no es sádica, esto es,
no es instrumental ni leída en relación con la “naturaleza”. La
destrucción es contrametafísica, apuntala la mirada vertical y la
derrumba en un orgiástico rito de pura horizontalidad.
El erotismo excluye la naturaleza del centro discursivo y
desplaza la discusión sexual a la violencia de movimientos que
el episcopado de la pedagogía del placer escamotea. El
monstruo aparece así como la ominosa destrucción de su propia
estructura, pero en dicha autonegación se rearticula en un
marco acéfalo, sin marco referencial dominante.29 La forma en
la que el monstruo metafísico y sobrenatural desaparece y sigue
siendo efectivo es desplazándolo a la invisibilidad de los deseos
y de la violencia. La violencia de los movimientos orgiásticos es
la venganza contra la constituyente actividad occidental de
reificación sublimatoria de todo en ente, pero no por mera
repetición del proyecto sádico sino asumiéndolo y
rearticulándolo.
El cuarto capítulo de Historia del ojo lleva por nombre “Una
mancha de sol”: la escena acontece de madrugada y la mancha
se vislumbra gracias a la luz de la luna en una noche de
tormenta. La mancha de sol es líquida: una sábana que cuelga
de una ventana es violentamente sacudida por la tormenta, ésta
muestra una mancha, un cambio de tonalidad dibujada por la
exacerbación orgásmica de una adolescente. La sábana cuelga
de los barrotes de un edificio de retiro que aparece como
castillo espectral. Simone y nuestro narrador llegan a esta casa a
la que se adentran desnudos para buscar a Marcelle. Al no

29
Kant afirma que: “Monstruoso es un objeto que, por su magnitud, niega el
fin que constituye su propio concepto” (2003, 296)

130
encontrarla salen de éste y la miran asomarse por una ventana.
Se reconocen.

Entretanto, las dos muchachas se masturbaban con gesto corto y


brusco, cara a cara en aquella noche de tormenta. Permanecían
casi inmóviles y arqueadas, la mirada paralizada por el
inmoderado placer. Fue como si un monstruo invisible
arrancara a Marcelle del barrote que su mano izquierda asía con
fuerza: la vimos abatirse hacia atrás en su delirio. Ante nosotros
no quedó sino una ventana vacía, agujero rectangular horadando
la noche negra, inaugurando ante nuestros ojos cansados el día
de un mundo compuesto de relámpagos y alba. (Bataille 2006,
77)

El monstruo invisible aparece como potencia encuadrada por


una ventana vacía. El vacío mismo de la ventana circunscribe al
monstruo en su invisibilidad. En la inmensidad y pesantez
pétrea y vertical de la estructura arquitectónica una ventana
anuncia el vacío espectral que la habita. La verticalidad
hegemónica de la mirada episcopal se abre violentamente como
“el locus horribilis en el que residen los monstruos, en el que las
víctimas son torturadas y devoradas, y donde crímenes
inolvidables tienen lugar” (Grunenberg, 195). Ya que si el
sueño de la razón produce monstruos, son los monstruos los
que evidencian la pesadilla y se anuncian como los espectrales
interlocutores de la cosa misma. Un monstruo invisible irrumpe
y libera los espectros cercados por la violencia de la pedagogía
del placer. La transgresión implícita en el onanista deseo de
desintegración del placer objetivo libera violentamente un
monstruo que supera en fuerzas la mano de Marcelle que se
aferra al barrote. Ya que si la mano que vemos es la que es
desintegrada, sólo se logró por la mano que no veíamos pero
que la tocaba intensamente hasta su derrumbe. Esta mano es la
que liberó la potencia que asumió su fuerza –con la que se
aferraba al barrote– como desintegración. La mano invisible,
mano onanista e improductiva, libera al monstruo invisible; y

131
sabemos que aparece porque Marcelle ha desaparecido.
Marcelle ha sido devorada e ingerida, el rastro es su
desaparición, la ventana vacía bajo la que ondeará una sábana
manchada por el brillo de sus propios fluidos informes. Así, el
monstruo invisible aparece en el momento en el que el ojo de la
conciencia ya no lo ve, en el momento en el que el ojo de la
conciencia es a su vez devorado, convertido en una golosina
caníbal (Bataille 1985, 17). El monstruo invisible nos tacha la
mirada, decapita la primacía de la cabeza y en una fiesta
espectral inscribe la invisibilidad como el locus delirante de la
revuelta contrametafísica.
La revuelta contrametafísica es pura potencia destructora de
objetos, de objetos del placer. Ya que es preciso insistir que
nunca se habla de un orgasmo, como lo haría la mirada natural,
sino que se inscribe un monstruo que arranca contra la fuerza
de la delirante Marcelle. Pero es su mano invisible la que la
llena de poder, la que la inscribe en el locus del delirio. El
delirio, la ceguera ante los límites del ojo de la conciencia, es la
potencia del monstruo invisible. Hace posible el
desgarramiento que en última instancia sólo vemos al momento
de desaparición de su mano aferrada. El desgarramiento es la
potencia del delirio, es puro gasto improductivo. Marcelle es
arrancada de su placer de tocador, del enunciado que la
encerraba en una instrumentalidad que la dirigía entre placer y
dolor, que asumía que el problema del placer estaba en su
objetividad, en pensar en objetos del placer y penetrarlos o
dejar que penetraran como objetos, como ojos tiránicos que
insuflaban la mirada general de la perversa pedagogía de los
arcontes del bien y del mal. En este sentido, lo único que puede
superar la fuerza es la potencia, el poder a la fuerza (Duque, 102-
105). La disputa entre dinamis y energeia en Aristóteles, la
violencia entre el poder y la fuerza desbordada. Pero este poder
no es ni sobrenatural, ni metafísico. Es la liberación de la
violencia acumulada en la visión ominoso-natural que daba el
“archivo gótico” de la cópula sádico-kantiana al monstruo de

132
tocador. El monstruo de tocador, aquel que es maldecido, es
radicalmente diferente del monstruo invisible. Pero no es una
confrontación, sino su pliegue, su propio movimiento de
negatividad liberada en pura violencia. El monstruo de tocador
supera su maldición al convertirse en violencia, al negar la
jurisdicción metafísica que lo margina y reconocerse en
estructuras de deseo en las que éste no se diluye en objetos
(Spivak, 304). Y en la que él mismo no es objeto sino su
disolución. No es un nuevo objeto monstruoso sino la
disolución de la objetividad del monstruo lo que libera la
violencia de movimientos que padece Marcelle. La liberación
orgiástica de fuerzas provoca una potencia destructora de la
cópula sádico-kantiana con las cosas.
La enunciación del monstruo invisible vacía al objeto de su
objetividad, “ante nosotros no quedó sino una ventana vacía”
señala; el monstruo invisible destruye las cosas, al ente, la cosa
en sí como categoría y abre la posibilidad de un mundo
compuesto por relámpagos y alba. El monstruo deja de ser cosa,
o en un sentido más profundo, la constitución de la cosa en sí
es rearticulada como pura potencia. La destrucción de la cosa
metafísica es la suspensión de comprensión del monstruo en su
aspecto prodigioso como desviación de la naturaleza y de su
aspecto sobrenatural como invocación transfenoménica del
vaticinio ominoso. Al mismo tiempo, si bien no anula el terror,
lo dirige fuera de su maldición.
La potencia del monstruo invisible aparece también como
superación de una fuerza natural unos capítulos antes, en el
primer encuentro de Marcelle con Simone y nuestro narrador.
Ahí se ubican a la orilla de un acantilado en medio de una
tormenta eléctrica. Ellas dos le besan el cuerpo, ellas dos no son
ni Marcelle ni Simone, son solamente “dos bocas juveniles” que
se disputan su cuerpo. En medio de esa disputa él no deja de
moverse: “Como si hubiera querido escapar al abrazo de un
monstruo, y ese monstruo era la violencia de mis movimientos”
(2006, 56). La cosa en sí al ser desplazada como pura potencia

133
rearticula la noción del monstruo como violencia de
movimientos. El ojo de la conciencia es amortajado, hecho
trizas por la trepidante violencia muscular de un cuerpo en
delirio. Ya no se tiene la apatía de la virtud sádico-kantiana que
anula el placer al articularlo como placer ante los objetos. El
monstruo invisible invierte radicalmente no los objetos del
tocador, sino la estructura general del mismo. Se invierte o
pervierte la fuerza impotente de la metafísica y de su ojo
policial. La impotencia de la metafísica de no reconocer o
confrontar la diferencia es su máxima potencia de
autoabsorción: la fuerza que hacía de lo diferente un monstruo,
un margen. Ahora el monstruo es invisible, espectral, es la
venganza de su propia constitución violenta. Ya que si lo
sublime era no tener palabras ante el terror y lo monstruoso era
no tener palabras ante lo sublime –que engendraba y dominaba
en el mismo acto–, el monstruo invisible es un grito que hace
trizas, que convoca a la destrucción de todas las cosas, que
convoca a la destrucción de la cosa misma.
La destrucción de la cosa es la venganza de los monstruos de
tocador liberados, es la bandera de los monstruos oprimidos y
colonizados, es la venganza del “mundo dividido en
compartimientos, maniqueo, inmóvil, mundo de estatuas: la
estatua del general que ha hecho la conquista, la estatua del
ingeniero que ha construido el puente. Mundo seguro de sí, que
aplasta con sus piedras las espaldas desolladas por el látigo. He
ahí el mundo colonial” (Fanon, 45). El monstruo invisible
como potencia delirante de violencia pura libera al marginado –
al monstruo de tocador– de sus “sueños musculares”: aquellos
sueños en los que el deseo es potencia, en donde podemos
brincar más allá de la luna y regresar con la velocidad de nuestra
poderosa voluntad, pero sobretodo podemos destruir a nuestros
verdugos. El monstruo de tocador tiene este tipo de sueños,
“sueños de acción, sueños agresivos” (Ibid. 45). Al despertar
como monstruo invisible ya no está más en un mundo de luz y
sombra, en ese mundo maniqueo de compartimentos en el que

134
él está severamente observado en una categoría; su potencia
destructora lo retorna a un estado de puro mediodía, de brillo
enceguecedor, de pura luz o pura obscuridad, su potencia
destructora lo convierte en el mismo sol, en un potente ano
solar. Ya no es él quien tendrá sueños musculares, ahora serán
los pedagogos, esto es los colonizadores quienes tendrán sus
pesadillas, quienes sufrirán pesadillas musculares en donde las
cosas son destruidas, demolidas, llevadas en el delirio de la
procesión al altar sacrificial.
El monstruo invisible es el sacrificio de la cosa como
presupuesto corazón de la experiencia de la realidad en tanto es
caníbal del ojo de la conciencia. El monstruo invisible es la
liberación de los espectros revolucionarios. Destruye el tiempo
del progreso y para su tren interminable. Lo detiene sin más. En
la danza delirante la objetividad del monstruo y la monstruosa
objetividad son destruidas. La fuerza de los monstruos del
colono metafísico son deseadas en su magnitud e invertidas en
su pervertida asunción. El monstruo invisible trastorna los
cuerpos, los arranca de la tibieza de sus actos controlados, de
sus actos pedagógicos (Cfr. Controversia de Valladolid), los
hace bailar a ritmos sobrenaturales en los que todo está
permitido. La danza del monstruo invisible no es sublime, no
puede sublimar, es desublimadora, hace empuñar la metralla en
el frenesí de la liberación de la violencia constitutiva que opera
como negatividad, como muerte, como masacre de cuerpos
controlados. El monstruo invisible no es parte de un “pastiche”,
no es una mera figura literaria. El monstruo invisible baila una
danza macabra, una cumbia gótica que aterra la clara mirada del
pedagogo-colono al que en pleno baile le arranca los ojos y los
desgarra en un ciego medio día.

IV. DELIRIOS INCONCLUSOS

El monstruo como monstruo invisible rearticula la lectura del


archivo gótico y desplaza la noción de monstruosidad de su

135
caracterización objetiva instaurada por la cópula de los arcontes
del bien y mal. Kant y Sade, como curadores del archivo gótico,
son atravesados por la suspensión del arco temporal que
instauran, son suspendidos por las astillas de la explosión del
tren del progreso. La ciencia literaria padece un momento de
delirio en la que el placer es desasido del deseo. El deseo como
potencia contrametafísica es melancólico, no se sublima en
objetos, aparece sólo como destrucción. El monstruo invisible
nunca tiene lo que quiere, porque aquello que quiere no es
“algo”. Desaparece ese algo, pero en la desaparición del algo se
reúne al vacío, se reúne el desgarramiento, el hiato fisurado del
erotismo como potencia revolucionaria. Los monstruos ya no
toman el lugar de la violencia dominante, ya no se miran los
monstruos en sus divisiones maniqueas en las que hay un bien y
un mal (con palabras como guerra, terrorista, enfermo mental,
sicario, homosexual, libertino, feminista, vagabundo, criminal,
tirano, poeta, indígena, campesino, etc.), es la violencia misma
del dominio la que se evidencia en el vacío del desgarramiento
(la maquinaria semántica se suspende y se visibiliza como vacío
semántico). No son algunos sujetos los arcontes del mal, es el
mismo sujeto como idea que determina la experiencia que se
fundamenta en un registro de violencia. La fundación es
violencia.
El monstruo invisible es un caníbal contrametafísico que en su
ingesta posibilita una excreción de terror del vacío. La
estructura de dominación que destruye el monstruo invisible es
aquella que la funda, aquella que lo pronuncia como
inconmensurable pero que lo mide y lo controla, aquella que lo
desdeña como síntoma de excepción pero que lo normaliza,
aquella que lo muestra como prodigio pero lo encierra en su
concepto. En pocas palabras, la estructura de dominación que
destruye el monstruo invisible, es aquella que lo muestra como
la visibilidad transfenoménica de la cosa, de la cosa en sí, de la
interdicción de lo fundante, de la tierra invisible del cielo visible
del único Dios.

136
Cuando aparece el monstruo invisible aparece en una
delirante danza macabra que como procesión insaciable
destruye toda la cosa de la cosa que encuentra en su camino. Una
danza que nos fisura, que permite comprender que el centro del
deseo no son sus objetos. Que trastoca estructuras habituales.
Un medio día que nos devora los ojos o que los desgarra con
potencia anal, de sodomía destructiva de todo lo
preestablecido, fundado, digerido. Una cumbia gótica en medio
de la tormenta destructora de la fetichista cabeza capital en un
terrible y gozoso mundo de relámpagos y alba.

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III y IV 2010-2011, compilado por Miriam Guzman y
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del 2012. La edición estuvo al cuidado de Miriam Guzman,
Antonio Alcalá y Sergio A. Santiago Madariaga.

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