Está en la página 1de 4

ETIQUETA NEGRA 105

SEPTEMBER 13, 2012


HISTORIA SAZONADA
DEL AJINOMOTO
¿Qué tiene una molécula de C5H8NNaO4 • H2O que no tenga tu mamá?
Un texto de Joseph Zárate Salazar
Ilustra Cherman

Lo admito: no puedo probar la comida de mi madre si no tiene Ajinomoto.


Es automático. Sin tocar el plato siempre hago lo mismo: pedir a mi madre
que, por favor, me alcance el dichoso sobrecito rojo cuya publicidad promete
dar el-toque-del-sabor a las comidas. Eso, en cualquier almuerzo familiar,
siempre supone algún reclamo indignado mientras pruebo el primer bocado.
«¿Acaso no te gusta mi comida? ¿Cómo puedes comer todo echándole esa
cosa? ¿No sabes que está hecho de huesos de animales? ¡Te va a dar cáncer
de estómago, vas a ver!» A mi madre le enoja, le fastidia muchísimo que le
agregue Ajinomoto a su comida. Es un insulto a su sazón, dice.
Algo que —sospecho— le debe doler tanto como si yo le dijera que prefiero
mil veces ir a comer a la calle. Mi mamá pone cariño en sus platos, pero yo
no estoy contento hasta añadirle glutamato monosódico, ese sazonador
famoso en el mundo por hacer más sabrosos los alimentos. Se dice que da
cáncer, que daña el aparato urinario, que causa alergias y que afecta los
neurotransmisores del cerebro, que provoca náuseas y somnolencia, que
ocasiona infartos, que engorda: eso dicen del glutamato monosódico. Teclear
MSG y «cáncer» en Google arroja seis millones de resultados. Teclear MSG
y «receta» arroja poco más de medio millón. Nadie quiere agregar un
trabalenguas de nueve sílabas a su sopa, y menos si cree que puede
enfermarlo. Pero casi nunca pensará en ello si la sopa que come está
exquisita.
Que la mejor sazón sea la de la mamá de uno no es un capricho infantil: es
una verdad emotiva. Los más sabrosos cocineros del planeta envidian el
talento de las madres para conmovernos con su comida. Álex Atala, el chef
brasileño dueño de DOM, el cuarto mejor restaurante del mundo, ha dicho
que su reto es hacer un frijol tan sabroso, que supere al que preparan las
mamás de sus clientes. Grant Achatz, el genio estadounidense de la cocina
molecular, contó que la mayoría de sus clientes llora al comer en su
restaurante y recordar su infancia con la combinación de sabores y aromas.
Es un efecto parecido al que sufre el villano de Ratatouille, la película donde
una rata cocinera ablanda al más feroz crítico gastronómico de París al
transportalo a la cocina de su mamá con un solo bocado de comida. Freud
dijo alguna vez: el complejo de Edipo empieza en la boca. Mientras que la
cocina más sofisticada del planeta hace triples saltos mortales para recordarte
la sazón de tu mamá, yo intento que la comida de mi madre quede más
sabrosa y se grabe con placer en mi paladar con unos cristales diminutos,
como vidrio pulverizado, que todos llaman Ajinomoto.
En el Perú, un país de patriótica afición culinaria, es curioso que uno de los
ingredientes básicos se coseche en una fábrica y venga en sobrecitos. Todos
los días, nueve de cada diez familias en el país usan, al menos, una pizca de
Ajinomoto a la hora de cocinar. Eso dicen las cifras oficiales de esta
transnacional que tiene un siglo en las alacenas de ciento treinta países en el
mundo. Que es una de las marcas más poderosas de la industria gastronómica
según la revista Forbes (cada año factura catorce veces la inversión de la
FAO en programas para combatir el hambre) y que es un producto tan
popular, que hasta tuvo al actor Bruce Willis en un comercial.
Si la Inca Kola, la gaseosa predilecta de los peruanos, representa la victoria
de un sabor local sobre la omnipotente Coca-Cola, el Ajinomoto es el triunfo
de una transnacional que conquistó el paladar de todo un país, pero de
incógnito. Sin notarlo, el glutamato monosódico asaltó mi plato y se grabó
en mi mente con un nombre japonés que repito como un delicioso mantra.
No es casualidad: la historia del Ajinomoto es la historia del glutamato
monosódico, y viceversa.

Mi mamá cree que soy adicto al Ajinomoto y eso es un lío. Se lo cuento al


señor Nara y se ríe. Tsutomu Nara es un japonés que vive en Perú desde
2011. Como gerente comercial del sazonador número uno en el país, el señor
Nara —anteojos, cara redonda, pelo lacio y corto, calculadora gigante sobre
la mesa— me recibe en una amplia sala de juntas acompañado de otras cuatro
ejecutivas de la compañía. El español del señor Nara aún no es muy fluido,
así que una de ellas será la traductora. El señor Nara se ríe. Dice —en
japonés— que está acostumbrado a que alguna gente rechace el uso del
glutamato monosódico (o MSG, por sus siglas en inglés) por considerarlo
nocivo a la salud. «Seguro su mamá no conoce la historia del producto»,
dice, y hace un poco de memoria.
Kikunae Ikeda era un profesor de universidad hasta que se volvió rico y
prestigioso. «En las escuelas de Japón, lo recuerdan hasta hoy como uno de
los diez inventores más grandes de la isla», cuenta el señor Nara. A
principios del siglo XX, Ikeda era un bioquímico japonés de gafas y bigotes
prolijos que descubrió que el glutamato era el aminoácido (la molécula
orgánica constructora de las proteínas) que le daba ese sabor delicioso a la
sopa de verduras y tofu que le preparaba su esposa. Ella le contó que su
secreto era el kombu, un alga que al hervirse en agua produce dashi, un caldo
rico en glutamato muy tradicional en Japón. En el laboratorio de la Tokio
Imperial University donde enseñaba, Ikeda extrajo el glutamato del kombu
y concluyó que este aminoácido dejaba un sabor particular en la lengua que
no era salado, ni dulce, ni ácido, ni amargo: los cuatro sabores básicos que
ya se conocían y que los libros de anatomía antiguos ubican erróneamente
en las distintas regiones de la lengua. Se trataba de un quinto sabor al que
llamó «umami», una palabra japonesa que significa «sabroso».
Pero Ikeda no estaba inventando nada: el umami —según los científicos del
gusto— es un sabor característico del pollo, la carne curada, el pescado, el
queso parmesano, la leche materna, la salsa de soya, las algas y el tomate.
«El umami le da cuerpo a la comida», ha dicho Gary Beauchamp, jefe de la
Monell Chemical Senses Center, un instituto científico que lleva casi medio
siglo estudiando cómo percibimos los sabores. «Si lo agregas a una sopa,
tendrás la sensación de que pasa de ser sólo agua salada a comida». Sucede
lo mismo cuando alguien agrega queso parmesano (el alimento natural con
más glutamato libre en todo el planeta) a su plato de spaghetti: lo que hace
es estimular los receptores umami (llamados PR1) de su lengua y enviar un
mensaje de felicidad al cerebro. Como un atleta que se inyecta esteroides
para aumentar su musculatura, un plato soso necesita glutamato para mejorar
su desempeño en la boca de quien lo prueba. El profesor Ikeda había
encontrado el componente común en los platos que le gustaba a la gente
desde hacía siglos.
La receta de una preparación exquisita puede ser simple o complicada, pero
triunfará con una sola molécula. Cuando Kikunae Ikeda publicó su hallazgo
en la Journal of the Chemical Society of Tokyo, ya había estabilizado el
aminoácido para que todos tuvieran el umami al alcance de la mano. Era una
fórmula sencilla: al combinarlo con sal y agua obtuvo un cristal soluble y
fácil de almacenar, el Glutamato Monosódico (MSG por sus siglas en
inglés). Los cristales tienen un sabor desagradable si se los prueba solos: un
gusto cárnico y concentrado demasiado gigante para una astilla tan
minúscula. El profesor sabía que sólo funcionaría como aditivo, así que
patentó su invento con eficiencia japonesa, se asoció con el exitoso
empresario Saburosuke Susuki, y ese mismo año comenzó a vender el
sazonador en una botellita roja con el nombre de Ajinomoto («esencia del
sabor»).
El éxito fue tan instantáneo como las sopas que se preparan hoy en el
microondas. Su fama sobrepasó la isla a finales de la Segunda Guerra
Mundial, cuando los soldados norteamericanos notaron que las provisiones
del ejército japonés eran más sabrosas que las suyas y volvieron a Estados
Unidos con Ajinomoto en sus mochilas. El sazonador llegó a Norteamérica
en pleno boom de la comida procesada, enlatada, refrigerada y precocinada
que hasta entonces era rápida pero desabrida. El glutamato monosódico fue
un aditivo simple y barato que resolvía el problema. Desde entonces se
emplea en la producción de sopas, carnes procesadas, kétchup, pan, comida
para bebés, helados, cervezas, gaseosas, chicles y gelatinas.
Por cada gramo de pimienta que se consume al año en el mundo, se
consumen cinco de MSG. Tenerlo a la mano en la mesa no sería un gesto tan
extravagante, podría ser equivalente a una azucarera junto a la taza del café.
De hecho en el Perú, como en la mayoría de países, el Ajinomoto se fabrica
a partir de la melaza, una miel rica en glucosa que se extrae de la caña de
azúcar y que se fermenta hasta obtener los cristales blancos de glutamato
monosódico que todos conocemos. Hoy la trasnacional produce un tercio del
millón y medio de toneladas de glutamato monosódico que el mundo devora
cada año. El descubrimiento del profesor Ikeda, hace más de cien años,
cambió la historia de los alimentos del siglo XX. Pero —como todo lo que
da brillo a los feos procesos industriales— también se volvió sospechoso:
«Lamentablemente seguimos combatiendo muchos mitos infundados sobre
el producto», dice el señor Nara, con seriedad japonesa. Por eso se toma la
molestia de aclararme las bondades de Ajinomoto, ayudado por su intérprete:
los aminoácidos que fabrica su compañía sirven para fortalecer a los
deportistas olímpicos japoneses, para crear nuevas medicinas, sueros,
suplementos nutricionales y hasta una línea de cosméticos, y para que la
comida de mi mamá sea más sabrosa. Aunque ella jure que voy a morirme
de tanto consumirlo.

También podría gustarte