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De la ética trágica a la erótica de lo cómico:

Ni psicoanálisis, ni psicoterapia.

Dr. Rodrigo de la Fabián A.


Facultad de Psicología, Universidad Diego Portales, Santiago-Chile.

Conferencia presentada en el “Segundo Coloquio Itinerante de Psicología”, UDP, Santiago-


Chile, diciembre 2007.

Publicado en:
Caviedes H., Héctor (Ed.) (2009). Psicología; ética e ideología. Santiago: Ediciones
Universidad Católica Silva Henríquez.

I. Sujeto, resistencia y cura

¿Podemos decir que las técnicas psicoterapéuticas son un espacio de interpretación de las
distintas formas de ideología que tienden a alienar al sujeto? ¿Hasta dónde las prácticas
psicoterapéuticas son un lugar de transmisión, de educación –de psicoeducación- de los
valores fundamentales de nuestra sociedad occidental o, a la inversa, hasta dónde son ellas
un espacio crítico y resistente a la transmisión ciega de estos valores “civilizadores”? Más
fundamentalmente aún: ¿hasta qué punto es relevante para la psicología clínica actual
responder a estas preguntas?

Sin tener la pretensión de abarcar la psicología en su conjunto, esta última pregunta me


conduce a introducir una distinción. Esta distinción surge fundamentalmente de la
invención del psicoanálisis como una práctica que se diferenció tempranamente de las
psicoterapias o de la lógica terapéutica que reinaba en las prácticas hipnóticas, para ser más
preciso1. En efecto, si algo caracteriza el descubrimiento del psicoanálisis es su reticencia a
utilizar la sugestión como medio de cura. Lo interesante es que esta resistencia tiene un
fundamento que no es, ni prioritariamente ni exclusivamente, técnico. Si Freud se propuso
inventar un método clínico que no utilizara la sugestión hipnótica como el motor
fundamental de la cura, no lo hizo con el afán de buscar una técnica alternativa más eficaz,
sino principalmente por motivos éticos. De hecho Freud reconoce que en términos de
curación sintomática, no hay nada más eficaz que la sugestión2‾3. Por ende, la razón por la
cual él se empeña en crear una clínica no sugestiva tiene que ver fundamentalmente con
cuidar al analizante del efecto de alienación que producía la transferencia –en tanto
mecanismo fundamental de la sugestión4. Freud pensaba que esta alienación podía ser más
nefasta que el sufrimiento que provocaban los síntomas.

En 1921, recordando el período que pasó en Nancy observando tratamientos hipnóticos,


Freud escribe:

“Pero, bien lo recuerdo, ya en esa época sentí una sorda hostilidad hacia esa tiranía de la
sugestión. Si un enfermo no se mostraba obediente, le espetaban: “¿Qué hace usted, pues?

1
Vous vous contre-suggestionnez! ». Me di cuenta entonces que eso era una manifiesta
injusticia y un acto de violencia. Sin duda alguna, el sujeto tenía derecho a
contrasugestionarse cuando se intentaba someterlo con sugestiones.”5

Vemos en esta cita perfilarse una forma de resistencia que Freud no desea vencer. Es más,
vemos perfilarse un derecho del analizante a resistir que Freud legitima y frente al cual la
cura analítica se detendría. ¿De qué derecho se trata? ¿De qué tipo de resistencia estamos
hablando?

El descubrimiento del inconsciente ligado al fenómeno de la resistencia constituye una


concepción altamente paradojal. Si desde el punto de vista de la terapia hipnótica las
resistencias debían ser vencidas de la manera más veloz y eficaz posible, con el desarrollo
de la técnica por asociación libre –técnica con la cual Freud suplanta a la hipnosis- las
resistencias van a devenir más que un dique, un lugar de pasaje. Es decir, bajo la lógica de
la técnica de la hipnosis –particularmente la talking cure desarrollada por J. Breuer6- se
trataba de hacer dormir las resistencias para poder llegar, -como el cirujano que corta la piel
y luego los músculos-, al inconsciente, verdadero tumor enquistado e inaccesible para las
representaciones conscientes. De una manera muy diversa, Freud se da cuenta que la
manera particular de resistir de cada sujeto le daba el más precioso y, paradójicamente,
directo acceso al inconsciente. Este giro lo encontramos, por ejemplo, en el corazón de La
Interpretación de los Sueños:

“El mismo aprecio tuvimos en la interpretación de los sueños por cada uno de los matices
de la expresión lingüística en que el sueño se nos presentaba; y hasta cuando se nos ofreció
un texto disparatado o incompleto, como si hubiera fracasado el empeño de traducir el
sueño a la versión correcta, también esta falla de la expresión fue respetada por nosotros.
En resumen, tratamos como a un texto sagrado lo que en opinión de otros autores no sería
sino una improvisación arbitraria, recompuesta a toda prisa en el aprieto del momento.”7

Con esto Freud daba una respuesta radicalmente original para su época a los detractores de
la posibilidad de que los sueños fuesen objetos dignos para la ciencia. Uno de los
argumentos utilizado por estos últimos es que al ser imposible en vigilia hacer un relato fiel
de lo que soñamos, ellos no serían accesibles al rigor de la mirada científica. Frente a esto
Freud responde con una vuelta de tuerca sin duda asombrosa: los sueños son dignos de
análisis porque su relato es impreciso. Más precisamente aún: el verdadero material que
Freud encuentra en el relato de los sueños se encuentra en los olvidos, las elisiones, los
lapsus, es decir, en sus “fallas”. Que el texto del sueño fuese sagrado, en la más pura
tradición cabalística, implicaba interpretarlo a la letra.

En concreto, esto se traducía en pedirle a los pacientes que relatasen los sueños más de una
vez. Lo que buscaba Freud en esa repetición eran las pequeñas inconsistencias entre uno y
otro relato. Esas inconsistencias le hablaban a Freud y le hacían pensar que ahí había algo
significativo para el sujeto. Para decirlo de una manera aforística: mientras menos fiel era
el relato a la verdad original del sueño, más fiel era a la verdad del sujeto, -verdad original
que no era más que un mito, porque el sueño en sí mismo ya implicaba una operación de
censura.

2
La paradoja de la que estamos hablando es que, para decirlo en términos lacanianos, el
sujeto del inconsciente se revela en su ocultamiento. Es decir, que la única traza que
tenemos del sujeto del inconsciente es su manera de resistir. Mi hipótesis es que es de esta
resistencia de la cual nos habla Freud en Psicología de las Masas y Análisis del Yo. Desde
este punto de vista, la práctica psicoanalítica reconocería el derecho del sujeto a no
presentarse a la luz del conocimiento, a resistirse a ser representado, significado, sería una
práctica que se ancla en el punto mismo donde el analizante, como todo sujeto, habita en la
cultura con el malestar propio de no ser representado por ella, de no poder formar una
comunidad perfecta con los otros. Al legitimar el derecho de los pacientes a resistirse, el
derecho a no ser comprendidos, lo que hace Freud es, por una parte, localizar este malestar
dentro de la sesión analítica y, por otra, mostrar que frente a esta imposibilidad el
psicoanálisis, más que intentar borrarla, intenta realizar una práctica a partir de este límite.
Yo llamaría a esta práctica una clínica de la no compresión, una clínica que no sitúa la
dimensión del acuerdo entre sus partes como algo fundamental.

Cuando en 1923 Freud decide no avanzar más allá en la cura8 -si el precio de este avance es
ocupar el ideal del paciente- y define la noción de cura como dar la posibilidad de elegir
entre la enfermedad y la salud, lo que está implícitamente haciendo es legitimar la
posibilidad de que “la cura” tenga un rostro totalmente distinto para el analizante que para
el analista, un rostro que para éste último puede resultar perfectamente incomprensible. En
efecto, cuando Freud se pregunta en 19259 qué tipo de respuesta por parte del analizante
podría confirmar que una intervención analítica surtió efecto, llega a una conclusión que
podríamos resumir de la siguiente manera: cuando un paciente dice a su analista “sí, usted
tiene toda la razón”, lo más probable es que la intervención haya fracasado; sin embargo,
cuando el paciente le dice algo como “no, no estoy de acuerdo con usted”, es más probable
que la intervención haya dado en el blanco. Con esto Freud está sentando las bases de una
clínica que no se funda en el consentimiento ni en el mutuo acuerdo, sino que al contrario,
convive y legitima la posibilidad de no comprender.

Lo que el psicoanálisis va a hacer en relación a este malentendido fundamental que se


revela entre el sujeto y el otro, es dejar en evidencia su carácter sexual. Esto implica poner
el acento en esta división entre la singularidad extrema y la posibilidad del encuentro con
un otro con el cual a lo más formo parcialmente comunidad. Al revelar que la comunidad
es siempre limitada, lo que hace el psicoanálisis es también dejar en evidencia la violencia
que implica el acuerdo y la comprensión mutua. Esta violencia se asentaría en la necesidad
de negar la diferencia sexual para llegar al punto de formar comunidad con otro –sea ésta
de sentido, social, transferencial, etc.

II. Sexualidad, trauma

Si hay algo de traumático en la sexualidad es justamente que en ella es donde se expresa


con mayor nitidez esta paradoja fundamental, entre el deseo de formar comunidad, de
generar un sustrato común de continuidad y comprensión con el Otro y la extrema
singularidad del sujeto del inconsciente. En 1932 Freud escribe:

3
“En la época en que el principal interés se dirigía al descubrimiento de traumas sexuales
infantiles, casi todas mis pacientes mujeres me referían que habían sido seducidas por su
padre. Al fin tuve que llegar a la intelección de que esos informes eran falsos, y así
comprendí que los síntomas histéricos derivan de fantasías, no de episodios reales. Sólo
más tarde pude discernir en esta fantasía de la seducción por el padre la expresión del
complejo de Edipo típico en la mujer. Y ahora reencontramos la fantasía de seducción en la
prehistoria preedípica de la niña, pero la seductora es por lo general la madre. Empero, aquí
la fantasía toca el terreno de la realidad, pues fue efectivamente la madre quien a raíz de los
menesteres del cuidado corporal provocó sensaciones placenteras en los genitales, y acaso
hasta las despertó por vez primera.”10

En medio de los cuidados más apropiados, tanto desde el punto de vista del orden
biológico-adaptativo, como desde el punto de vista del amor y de la ternura, la sexualidad
del otro se infiltra de manera silenciosa y perniciosa. Lo que el otro sexual aporta de
traumático no puede ser leído en términos, por ejemplo, de las teorías del estrés. El estrés
ya supone una cierta intuición del otro, una manera de anticipar su llegada la cual, al no
cumplirse o hacerlo de manera incorrecta, lo provoca. Tampoco puede ser leído en
términos de frustración, pues ésta, tal como lo muestra Lacan11 también implica una
anticipación del otro, una demanda incumplida. Lo que caracteriza la relación entre trauma
y sexualidad es que lo sexual es el punto en que el sujeto no tiene ningún código en común
con el otro desde donde interpretarlo, sea como estrés biológico-adaptativo, sea como
frustración de amor. Lo traumático en tanto que sexual no es la traición de una espera, sino
la llegada de lo absolutamente inesperado. Esta ausencia de todo código desde donde
situarse frente a la irrupción de lo sexual en el otro llega al punto de que ni siquiera puede
ser vivida como traumática por el sujeto. Vivirla como traumática ya es una manera de
valorar esa experiencia, valoración que en la ausencia de todo código resulta imposible.
Sólo tardíamente, a través de una asociación secundaria, el sujeto podrá nombrar esa
primera experiencia como traumática. De hecho Freud dice que el trauma sexual es el único
caso donde el recuerdo es más vívido que la experiencia12.

Este desvío por lo sexual y el trauma tiene que ver con poder mostrar el tipo de alteridad
que está en juego en la clínica psicoanalítica. Cuando Freud se detiene frente al furor
curandis o cuando decide legitimar un derecho a la resistencia de sus analizantes, no está
sino demarcando la alteridad que implica el encuentro con el otro en tanto que sexuado.
Por lo tanto, el psicoanálisis, al tomar partido por la sexualidad, por decirlo de alguna
manera, no toma partido ni por la salida al malestar del lado de lo colectivo –de la
transferencia positiva, de la sugestión-, ni la salida existencialista de la exultación de la
singularidad, sino por el encuentro con el otro fundado en la imposibilidad misma de este
encuentro.

III. Ética, psicoterapia y psicoanálisis

Podríamos definir simplemente el orden terapéutico, que tanto escepticismo le producía a


Freud, como la búsqueda de la curación sintomática. Para retomar el ejemplo freudiano de
1923, desde el punto de vista terapéutico, no tiene ningún sentido que el clínico se inquiete
por ocupar el lugar del ideal del paciente, si es que esto conlleva a la curación sintomática.

4
La sugestión, como lo supo siempre Freud y como lo revelan las investigaciones modernas
al poner de relieve la calidad de la relación paciente-terapeuta como la de mayor incidencia
en la cura13, sigue siendo la principal herramienta terapéutica. Por lo tanto, excluir la
sugestión de la terapia es negarle su propia posibilidad de éxito. De modo que me temo que
desde el punto de vista psicoterapéutico, las preguntas que encabezan este artículo en
relación a la posibilidad de que el espacio clínico permita la interpretación de las ideologías
imperantes, no tienen mayor valor.

Pero, lo que me gustaría hacer a continuación es invertir este problema. Vale decir,
interrogar a la clínica psicoanalítica en cuanto a lo que representa para ella la posibilidad de
curar, es decir el orden de lo terapéutico. En consecuencia: ¿es o no es la cuestión de la
cura sintomática un problema interno a la clínica psicoanalítica? La hipótesis que intentaré
desarrollar es que la excesiva etificación de la clínica psicoanalítica, la excesiva
preocupación por el problema de la alienación en la transferencia y cierto desdén por lo
psicoterapéutico puede volverse una trampa para el propio psicoanálisis. Quisiera mostrar,
primero, la manera freudo-lacaniana de abordar esta cuestión, para luego proponer una
perspectiva diferente.

En Freud encontramos el concepto de neutralidad como la garantía que permite que el


analizante despliegue su singularidad sin verse interferida por la del analista. Al respecto
Freud escribe:

“Nos negamos de manera terminante a hacer del paciente que se pone en nuestras manos en
busca de auxilio un patrimonio personal, a plasmar por él su destino, a imponerle nuestros
ideales y, con la arrogancia del creador, a complacernos en nuestra obra luego de haberlo
formado a nuestra imagen y semejanza.”14

Lo interesante es que para Freud la necesidad de ser neutral era establecida a priori sin
realizar distingo alguno. Por ejemplo, a partir de sus célebres debates con el Pastor
Pfister15 y con el Dr. Putnam16 acerca de si al psicoanálisis le competía “moralizar” a sus
pacientes, es decir, acerca de si la cura analítica debía o no aspirar a hacer de sus pacientes
seres más virtuosos, podemos llegar a la conclusión de que para Freud no había gran
diferencia entre estos “nobles afanes” y el psicoanalista inescrupuloso que se acuesta con
sus pacientes. Por diferentes que pueden aparecer ambas situaciones, lo que tenían en
común para Freud era que en todos esos casos el analista se identificaba con aquel que
detentaría el objeto adecuado para el paciente, sea este moral, pedagógico o amoroso.

“La ambición pedagógica es tan inadecuada como la terapéutica”17

“Para el médico significa un esclarecimiento valioso y una buena prevención de una


contratrasferencia acaso aprontada en él. Tiene que discernir que el enamoramiento de la
paciente le ha sido impuesto por la situación analítica y no se puede atribuir, digamos, a las
excelencias de su persona; que, por tanto, no hay razón para que se enorgullezca de
semejante «conquista», como se la llamaría fuera del análisis.”18

Por lo tanto, en términos éticos, para Freud un analista que se acuesta con sus pacientes más
allá de violar la moral y las buenas costumbres, está inflingiendo algo que me atrevería a

5
nombrar como un imperativo categórico del psicoanálisis: nunca jamás identificarse con el
destinatario transferencial del analizante. Lo que el analizante busca, siempre, por
principio, está en otra parte. A este gesto yo lo he llamado duelo trascendental19 por no
tener lo que el paciente busca. El analista, en su propio análisis, en la medida que es capaz
de desidealizar a su analista, es decir, atravesar la ilusión transferencial, ha realizado la
experiencia de la vanidad del objeto imaginario. Es esta experiencia la que intentará
transmitir a su analizante, no obturando su demanda con pseudo-objetos de satisfacción.

Esta apuesta freudiana encontrará su máxima expresión en la obra de J. Lacan. El duelo del
analista en Freud tiene ciertos límites. En efecto es un duelo que podríamos llamar por
humildad, es decir, el analista no es o no tiene lo que el analizante busca, lo que no implica
que su verdadero objeto no esté en otra parte.

“Motivos éticos se suman a los técnicos para que el médico se abstenga de consentir el
amor de la enferma. Debe tener en vista su meta: que esta mujer, estorbada en su capacidad
de amar por unas fijaciones infantiles, alcance la libre disposición sobre esa función de
importancia inestimable para ella, pero no la dilapide en la cura, sino que la tenga
aprontada para la vida real cuando después del tratamiento esta se lo demande.”20

Lo que en Freud es un duelo narcisístico –yo no tengo lo que el otro busca- en Lacan es un
duelo trágico –no sólo yo, sino fundamentalmente el Otro no tiene lo que el analizante
busca21.

Reemplazando La Ley por El Deseo, Lacan va a trasponer en clave explícitamente kantiana


lo que sería el imperativo categórico de la clínica psicoanalítica:

“¿Ha usted actuado en conformidad con el deseo que lo habita?”22

Lo que hace Lacan es utilizar la forma del imperativo categórico kantiano, pero
reemplazando el valor que éste último le da a La Ley por la medida sin medida del Deseo.
Esto implica que el deseo del analista es el de producir “la diferencia absoluta”23, es un
deseo que afirma su valor sin medida por sus consecuencias. Es así como podemos
entender que Lacan diga que el hecho de que un analista haga coincidir en algún grado su
deseo de analizar con el de darle algún bien al analizante no sólo no es ético, sino que es
una estafa24. Esta absoluta insatisfacción del analista con respecto al orden terapéutico del
análisis, es decir, esta disconformidad radical con cualquier tipo de cura sintomática
producida por el analizante que intente satisfacer el deseo de analizar del analista, va a
identificar al analista, de manera paradojal como lo muestra P. Guyomard 25, con un objeto
resistente a toda identificación, con un objeto que, como dice Lacan, no es un objeto sino el
punto lógico donde todos los objetos se superponen en tanto que no dan la satisfacción
esperada.

“El objeto a minúscula no es el origen de la pulsión oral. No queda introducido a titulo de


alimento primitivo, queda introducido por el hecho de que ningún alimento satisfacerá
jamás a la pulsión oral, a no ser contorneando el objeto que eternamente falta.”26

6
Para Lacan, el objeto del deseo, es decir el objeto pequeño a no es aquello que lo satisface,
sino aquello que lo causa, aquello que garantiza su insatisfacción y que por lo tanto permite
seguir deseando. La inversión propuesta por Lacan, muy en concordancia con la tradición
cristiana, es que el deseo sólo busca seguir deseando. Con esto Lacan piensa haber
encontrado la causa incondicionada del deseo, su origen no patológico –en el sentido
kantiano del término. Vale decir: se desea por el puro deber de desear, sin consideraciones
por la calidad del objeto encontrado

“Cuando les digo que el deseo del hombre es el deseo del Otro, surge en mi mente algo que
canta Paul Eluard como el duro deseo de durar. No es otra cosa sino el deseo de desear.”27

El analista, al sostener este principio ético de no ceder el deseo permitiría al analizante, a su


vez, hacer el duelo trascendental y trágico por la inexistencia del objeto del deseo, para de
este modo poder encontrar más allá de esa decepción radical –y de toda decepción futura-
el imperturbable objeto pequeño a.

En lo que sigue, quisiera esbozar una crítica a esta concepción freudo-lacaniana. Esta
crítica la inscribo como formando parte del gesto inaugural de separación de Ferenczi
respecto a Freud. Es más, para ponerla en términos sensiblemente ferenczianos, quisiera
denunciar una cierta hipocresía.

Si hay algo por lo cual Lacan luchó y que le costó caro en términos de sus relaciones con la
institucionalidad analítica, es por el hecho de no distinguir entre el psicoanálisis llamado
didáctico –es decir aquel destinado a la formación de futuros analistas- del psicoanálisis a
secas o personal. Y sin embargo, una vez que Lacan desarrolla esta apuesta ética, de
manera inesperada, la distinción reaparece bajo su pluma:

“Como creo haberles mostrado aquí en la región que dibuje este año, para ustedes, la
función del deseo debe permanecer en una relación fundamental con la muerte. Hago la
pregunta, ¿la terminación del análisis, la verdadera, entiendo la que prepara para devenir
analista, no debe enfrentar en su termino al que la padece con la realidad de la condición
humana?”28

¿Por qué hablar de verdadero análisis? ¿Acaso el análisis que no conduce a la formación de
analistas es menos verdadero?

En 1966 Lacan va a ser aún más explícita esta diferencia entre análisis didáctico y análisis a
secas:

“¿No habría que concebir más bien el psicoanálisis didáctico como la forma perfecta con
que se iluminaría la naturaleza del psicoanálisis a secas: aportando una restricción?

Tal es el vuelco que antes de nosotros no se le había ocurrido a nadie. Parece sin embargo
imponerse. Porque si el psicoanálisis tiene un campo específico, la preocupación
terapéutica justifica en él cortocircuitos, incluso temperamentos; pero si hay un caso que
prohíba toda reducción semejante, debe ser el psicoanálisis didáctico.”29

7
Por su parte M. Safouan comenta este pasaje de la siguiente manera:

“Entendamos: el “vuelco” no descansa sobre una virtud o una pureza propia del
psicoanálisis didáctico. Se trata más bien de una regla metodológica, que consiste en
suspender la preocupación terapeútica.”30

Lo único con lo que no estoy de acuerdo con Safouan es que se trate de una “regla
metodológica”. Por eso encabecé las referencias a este doble discurso lacaniano con una
cita del Seminario 7, La Ética del Psicoanálisis. Es decir, pienso que la consigna de
suspender la “preocupación terapéutica” en los análisis didácticos es el corolario necesario
de la propuesta ética –no metodológica- de Lacan. Ahora, que esta concepción haya tenido
por consecuencia la reintroducción de la distinción entre análisis didáctico y personal,
parece indicar que esta santa indiferencia de Lacan por todo lo que respecta al orden
terapéutico sólo resultaba con analizantes cuya trasferencia fuese lo suficientemente fuerte
con el psicoanálisis –entiéndase analistas en formación- como para aceptar ser
(mal)tratados en virtud de premisas éticas que buscaban hacer consistente al psicoanálisis
consigo mismo, en desmedro de la experiencia clínica, del caso a caso y de la singularidad
de los analizantes.

En la medida en que la premisa ética es establecida a priori hay algo de la manera en que
cada transferencia va tejiéndose y destejiéndose que queda resuelto de antemano, sin pasar,
en cada proceso de cura, por la experiencia, sin lugar a dudas peligrosa, del otro en su
alteridad. Para ser más preciso, a este gesto lacaniano yo lo identificaría con una
desexualización de la cura analítica y más particularmente de la transferencia.

IV. La castración y la función de lo cómico en el análisis

¿Por qué desexualización? ¿Por qué pensar que el rechazo del orden terapéutico por Lacan
tenga algo que ver con el rechazo a algo de lo sexual?

La experiencia del encuentro del otro en tanto que ser sexual, no puede sino ser del orden
del a posteriori, puesto que ella implica la irrupción de un otro completamente contingente,
más allá de todo código. Si Lacan busca la posibilidad de que el analista por medio del
duelo trágico trascendental, solucione a priori el problema del desencuentro con el otro, lo
que propongo es que, al contrario, lo que caracterizaría a un analista es la posibilidad de
aproximarse al otro, al analizante, de una manera frágil y expuesta a lo que ese analizante
presentifica como irreducible a toda legalidad. Si Lacan supone que el duelo trágico
trascendental debería permitirle al analista asumir la inexistencia del objeto del deseo, lo
que propongo en lugar de éste es el duelo del Duelo31, es decir, el duelo frente a la
imposibilidad de hacer ese duelo trágico trascendental. Es sólo el duelo del Duelo, el que
deja al analista expuesto a la experiencia de la alteridad sexual y contingente del otro. A mi
juicio, el análisis personal del analista en lugar de ser la garantía de una experiencia
trascendental que lo proteja de la contingencia de los futuros analizantes, debiera
concebirse como la posibilidad de erotizar esta contingencia. Es decir, en cuanto al
problema de la relación entre análisis didáctico y personal, diría que el duelo del Duelo
implica poder convivir con la imposibilidad de nos ser inquietados, interrogados por el

8
orden del bien y de la cura sintomática. Desde este punto de vista, trabajar con y no contra
el límite que marca la diferencia sexual, implica una clínica donde ninguna premisa –sea
esta ética, técnica o metodológica- puede anticipar las consecuencias, siempre contingentes
y particulares, del encuentro con cada analizante. Mi crítica a la apuesta ética de Lacan no
tiene tanto que ver con su contenido, sino con su forma. Al hacer suya la estructura del
imperativo categórico kantiano, introduce una ley que termina por anular las consecuencias
del encuentro con el analizante.

Recuerdo haber escuchado hace unos años a una analista especialista en trastornos
alimentarios decir que el hecho de que sus pacientes subieran o no de peso no le incumbía,
que eso era estrictamente un problema médico. En esa época yo trabajaba en una unidad de
trastornos alimentarios y la frase de la analista me sorprendió porque no tenía nada que ver
con mi experiencia. Por una parte, entendía que si mi escucha se centraba exclusivamente
en el peso las cosas no podían marchar, pero por otra parte era innegable que esperaba que
de alguna forma mis intervenciones contribuyesen a que subiese de peso. Lo que he
llamado hipocresía en este texto se juega exactamente en este punto en el cual uno ve como
los analistas por una parte declaran su distancia respecto a los efectos terapéuticos de sus
curas y al mismo tiempo, a la hora de evaluar sus éxitos y fracasos, la remisión sintomática
sigue siendo muy importante. Es evidente que este punto de inquietud por el peso de las
pacientes anoréxicas, por ejemplo, tocaba fibras sensibles de mi propia neurosis. No creo,
ni pretendo, tratar de objetivar esta perturbación por el otro. Al contrario, me parece que si
de algo habla son de mis propios límites de escucha, de mi imposibilidad de sostener una
escucha en la neutralidad del significante. Que se entienda que no estoy para nada
proclamando un psicoanálisis asistencialista. Mi crítica no pasa por una idealización de lo
terapéutico, mi crítica va a la idealización de un analista capaz de desentenderse de esta
dimensión, mi crítica va hacia toda construcción que sirva como forma de protección para
evitar ser inquietados, perturbados, por lo enigmático del encuentro con el otro. Frente a la
santa indiferencia de Lacan, propongo la impura imposibilidad de no sentirnos concernidos
por el bienestar de nuestros pacientes, es decir, de desembarazarnos del orden terapéutico.

En el Diario Clínico de Ferenczi de 193232, encontramos un pasaje extraordinario en


relación a este problema. Ahí él se pregunta “cómo ser verdaderos testigos del sufrimiento
del paciente”. Frente a esta posibilidad él comenta una experiencia del todo corriente. Es
habitual que mientras un analista escucha a sus pacientes, se le vengan a la cabeza ideas
como: “Qué aburrimiento escuchar a este sujeto, que ganas de que se vaya...” O, “Lo único
que quiero es dormir una siesta y tengo que seguir escuchando...”etc. Ferenczi se da cuenta
que estas asociaciones tienen que ver con conflictos inconscientes del analista no resueltos
y que le impiden ser un “verdadero testigo” del sufrimiento del analizante. Ante esta
evidencia, Ferenczi plantea una salida muy original en relación al pensamiento
psicoanalítico de su época. Él dice que lo mejor que puede hacer el analista es confesar al
analizante lo que le pasa y lo que siente. Es decir, por momentos, la única manera de ser
“verdaderos testigos” del sufrimiento del analizante es confesarle que no podemos serlo,
que no somos capaces de escucharlo. Más allá de las dudas que me produce el valor que
Ferenczi le otorga a la confesión del hecho, lo que me parece interesante es que Ferenczi
llega a la idea de que muchas veces el ocupar el lugar del analista implica el hecho de no
poder sostener ese lugar, de aceptar esa imposibilidad. Es exactamente del mismo modo
que pienso que la dimensión terapéutica al ser un límite a la escucha analítica, un límite que

9
revela, sobre todo, algo de la neurosis del propio analista, es parte del análisis. Por el
contrario, la salida lacaniana a este impasse podría ser el cuestionar el hecho de sentirse
interpelado por la demanda del paciente. En efecto, desde Lacan uno podría sospechar que
la sensación de “fracaso” tiene que ver con una secreta esperanza de “éxito”, es decir, tiene
que ver con el hecho de querer responder a una demanda y de pretender que “eso se puede
solucionar”.

Frente a esto quiero proponer una mirada diferente. Retomando el problema entre lo
terapéutico y lo analítico, la hipocresía de la que hablo es la supuesta posibilidad de los
analistas de desembarazarse de su preocupación por el bienestar sintomático del paciente.
Creo, al revés del gesto de Lacan, que sólo podemos pensar la clínica a partir del momento
que aceptamos eso como una imposibilidad. La pregunta no es, “¿Cómo hacer para
desembarazarse de la inquietud por el bien del otro?”, sino: ¿Cómo podemos hacer clínica
a partir de ella y más fundamentalmente, cómo podemos pensar una clínica analítica que no
distinga entre el oro puro del análisis del cobre de las psicoterapias.33

Lo que propongo, en ningún caso, es un retorno ingenuo a lo psicoterapéutico. Me parece


que la sensibilidad ética que introduce el psicoanálisis al campo clínico respecto a los
efectos de alineación propia a la sugestión, conserva todo su valor en la actualidad. Lo que
me parece es que al transformarse en un imperativo categórico, el psicoanálisis reintroduce
el orden del ideal bajo la forma paradojal de la ausencia de todo ideal. No es casualidad
que Lacan haya estado tan fascinado por Antígona y la haya tomado como una suerte de
modelo para los psicoanalistas. Si bien Antígona nos muestra la asunción trágica y radical
del ser-para-la-muerte, justamente al asumirla, hay algo de esa condición trágica que se
pierde, hay implícita una forma de negación en la asunción del destino trágico. Como lo
afirma S. Critchley34 en consonancia con E. Levinas35 la asunción trágica es la última forma
de negación de lo trágico, el ser-para-la-muerte es un ser-contra-la-muerte.

¿Qué hubiera pasado si yendo hacia su destino trágicamente elegido, Antígona se hubiera
tropezado? Seguramente ella se abría levantado rápidamente, sacudido el polvo, para
retornar lo antes posible a la solemnidad de la escena. Lo que me parece interesante, es que
ese pequeño tropiezo nos abría enseñado una dimensión de la castración extranjera a lo
trágico, la castración como un límite no asumible, la castración como el encuentro con lo
absolutamente contingente del Otro –en este caso una pequeña piedra en el camino.
Antigona, por lo tanto, representa el ideal de la ausencia de todo ideal, de la santa
indiferencia.

Mi propósito es hacer tropezar a este ideal. No dejarlo de lado –cosa que sería, por una
parte, un retorno ingenuo a las psicoterapias y por otra un gesto en todo equivalente al que
critico- sino, insisto, ponerle una pequeña piedra inesperada. De modo que es muy distinto
pensar que la asunción trágica de la castración por parte del analista es lo que permite al
analizante atravesar la ilusión transferencial, que decir que es el tropiezo cómico del
analista lo que abre esa posibilidad. Este tropiezo cómico no se da ni del lado de lo
exclusivamente terapéutico, ni del lado de lo exclusivamente analítico. Del lado de lo
terapéutico, si la cura no se cumple es vivido simplemente como una frustración –y aquí se
cumpliría la hipótesis de Lacan de la secreta esperanza de éxito que mencionaba más arriba.
Del lado de lo analítico, por otra parte, el sentirse interpelado por la demanda de cura del

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analizante es interpretado como una falta en la asunción trágica y trascendente de la
inexistencia del objeto adecuado para esa demanda. El efecto cómico, en cambio, se
produce justo en el cruce entre la renuncia radical y la imposibilidad de la renuncia,
cuando, siguiendo nuestra pequeña ficción, Antígona se sacude el polvo mientras camina a
su muerte consentida.

Así como Critchley afirma que lo trágico es demasiado trágico para ser trágico, yo diría que
la ética es demasiado ética para ser ética. Es sólo a partir de la aceptación de la
imposibilidad de la ética –duelo del Duelo-, es decir de la erotización del (des)encuentro
con el otro, que se puede pensar una ética clínica. Sentirse interpelado por el sufrimiento
del otro, es una experiencia constitutiva de la clínica. Pero, no es lo único y lo que
propongo está lejos de ser un intento psicótico de responder a esa interpelación. Lo único
que me interesa marcar es que esa interpelación habla de la irreductibilidad del analizante,
de su alteridad sexual. Si por el contrario, reducimos esa interpelación a resistencias de
parte del analista, si suponemos que siempre a priori el analizante se dirige al Otro, lo que
hacemos es negar su alteridad. La experiencia de ser testigos de la extraordinaria
excepcionalidad del otro, no puede ser vivida sino que dejando al testigo en posición
solitaria y su vez excepcional. En efecto, cada vez que presenciamos un hecho insólito,
poco probable, nos constituimos nosotros mismos en seres insólitos e improbables para
otro.

Esta reflexión nos conduce a la siguiente conclusión: para que la clínica no sea
simplemente un lugar de transmisión ciega de los valores imperantes, no debería desear
purificarse de ellos. De otra manera, el deseo de purificar la clínica analítica de la
preocupación por lo terapéutico sólo conduce a una manera más sofisticada de terapéutica;
esta vez bajo la figura del bien como la ausencia del bien, de la cura como la ausencia de
cura. La caída del analista como ilusión transferencial, no se produce garantizada por
ningún a priori trágico, sino simplemente por su tropiezo cómico, por la imposibilidad de
agotar la respuesta.

En efecto, el leer a Ferenczi no deja de producirnos un cierto efecto cómico. Imaginarse a


Ferenzci diciéndole a una paciente, por ejemplo: “Usted me aburre y me dan ganas de
dormir mientras la escucho”, da risa. Pienso que esa risa no tiene que ver exclusivamente
con lo inocente que pueden parecernos sus intervenciones, sino porque son el equivalente al
tropiezo antigoniano en medio de la solemnidad de la cura analítica. No me cabe duda que
tampoco para la paciente una intervención como esa, al menos en un primer momento, no
tiene mucho de cómico. Sin embargo y, es ahí donde me distingo de Ferenczi, pienso que
el analista no debe dejar de percibir el lado cómico de su tropiezo y, al mismo tiempo,
permitir al analizante aproximarse a esa dimensión. Mirado desde este punto de vista, mi
preocupación por el peso de las pacientes, se revela inesperadamente como algo cómico.
Cómico porque es absurdo, porque la protejo de lo que de todas maneras le va a llegar y
porque, sin lugar a dudas, me conduce a hacer intervenciones algo ridículas si uno las
analiza desde el rigor analítico. Podría incluso decir que la analista que pensaba que lo
óptimo era no sentirse interpelada por el tema del peso de sus paciente, más que falta de
humanidad, adolecía de sentido del humor y, sobre todo, de capacidad de reírse de sí
misma.

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La imposibilidad radical –evitar la muerte, por ejemplo- para ser tal, no puede ser asumida
por el analista, al contrario, no le queda otra cosa que chocar con ella de manera imprevista.
Lo cómico es la erotización de ese límite como tal, sin la necesidad de introducir una
aceptación trascendental. Lo cómico tiene que ver con la irrupción de la singularidad del
analista como un límite a la escucha, límite que a la vez rompe con el ideal antigoniano del
analista asumido y que al mismo tiempo rinde tributo a la excepcionalidad irreductible del
analizante.

1
Bercherie, P.: Génesis de los conceptos freudianos; Editorial Piados, Argentina, 1988.
2
Freud, S.: Conferencias de Introducción al Psicoanálisis, 27ª conferencia de introducción al psicoanálisis.
La transferencia, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1989, O.C., T. XVI, p.405
3
Freud, S.: Sobre la Dinámica de la Transferencia, O.C., T. XII, p. 103
4
Freud, S.: Psicología de las masas y análisis del yo, Enamoramiento e Hipnosis, O.C., T. XVIII.
5
Ibíd. p. 85.
6
Breuer, J.; Freud, S.: Estudios Sobre La Histeria, O.C., T. II.
7
Freud, S.: La interpretación de los sueños, O.C., T. V, p. 508.
8
Freud, S.: El yo y el ello, O.C., T. XIX, p. 51: “[...] Quizá también dependa de que la persona del analista se
preste a que el enfermo la ponga en el lugar de su ideal del yo, lo que trae consigo la tentación de desempeñar
frente al enfermo el papel de profeta, salvador de almas, redentor. Puesto que las reglas del análisis desechan
de manera terminante semejante uso de la personalidad médica, es honesto admitir que aquí tropezamos con
una nueva barrera para el efecto del análisis, que no está destinado a imposibilitar las reacciones patológicas,
sino a procurar al yo del enfermo la libertad de decidir en un sentido o en otro.”
9
Freud, S.: La Negación, O.C., T. XIX., p. 253-254.
10
Freud, S.: 33ª conferencia. La feminidad, O.C., T. XXII, p. 111-112.
11
Lacan, J.: El Seminario 4, La relación de Objeto, La dialéctica de la frustración, Editorial Paidós,
Barcelona, 1994,
12
Freud, S.: Nuevas Puntualizaciones sobre las Neuropsicosis de Defensa, O.C., T. III, p. 167-168.
13
Horvath, A.O. and Symonds, B.D., 1991. Relationship between working alliance and outcome in
psychotherapy. Journal of Counseling Psychology 38, pp. 139–149.
14
Freud, S.: Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica, O.C., T. XVII, p. 160.
15
Freud, S.: Correspondance avec le Pasteur Pfister, 1909-1939, Éditions Gallimard, Paris, 1966.
16
Hale, N. G. (Ed.): L’introduction de la psychanalyse aux États-Unis. Autour de James Jackson Putnam ,
Éditions Gallimard, Paris, 1978.
17
Freud, S.: Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico, O.C., T. XII, p. 118.
18
Freud, S.: Puntualizaciones sobre el amor de transferencia, T. XII, p. 164.
19
De La Fabián, R.: Études Psychanalytique des Limites du Symbolique et du Désir. De l’Érotique de la
Maîtrise à l’Érotique de la Fragilité, Thèse, Université Denis Diderot – Paris 7, 16 janvier 2008.
20
Freud, S.: Puntualizaciones sobre el amor de transferencia, op. cit., p. 172.
21
Lacan, J. : Le Séminaire, livre VIII. Le Transfert, Éditions du Seuil, Paris, 2001, p.464-465.
22
Lacan, J.: El Seminario 7. La Ética del Psicoanálisis, Editorial Paidós, Argentina, 1995, p. 373.
23
Lacan, J.: El Seminario Libro 11. Los Cuatro Conceptos Fundamentales, Editorial Paidós, Argentina,
1992, p. 284.
24
Lacan, J.: El Seminario 7. La Ética del Psicoanálisis, op. cit., p. 361.
25
Guyomard, P.: La jouissance du tragique. Antigone, Lacan et le Désir de l’Analyste, Aubier, Paris, 1992,
p. 18-19.
26
Lacan, J.: El Seminario Libro 11, Los Cuatro Conceptos Fundamentales, op. cit., p. 187.

12
27
Lacan, J.: El Seminario 7. La ética del psicoanálisis, op. cit., p. 368.
28
Ibíd. p. 362.
29
Lacan, J.: Escritos 1, Del sujeto por fin cuestionado, Editorial Siglo XXI, México, 1990, p. 221.
30
Safouan, M.: Le transfert et le désir de l’analyste, Éditions du Seuil, Paris, 1988, p. 136.
31
De La Fabián, R.: op. cit.
32
Ferenczi, S.: Sin simpatía no hay curación. El diario clínico de 1932. Amorrortu Editores, Buenos Aires,
1997, Apuntes del 31 de enero.
33
Freud, S.: Nuevos Caminos de la Psicoterapia Psicoanalítica, op. cit., 163: “Y también es muy probable
que en la aplicación de nuestra terapia a las masas nos veamos precisados a alear el oro puro del análisis con
el cobre de la sugestión directa (…)”
34
Critchley, S.: Ethics, Politics, Subjectivity, Comedy and finitude, Verso, London, 1999, p. 224.
35
Levinas, E.: Le Temps et l’Autre, Quadrige/P.U.F., Paris, 1983, p. 29, 57-58.

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