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En 1519.

Hernán Cortés llegó a las costas de México


con una variopinta tripulación de aventureros y la
intención de extender el imperio español. En su viaje,
el audaz y rebelde conquistador trató de convertir al
catolicismo a la población nativa y reunir una fortuna
en oro. Que los dos objetivos nunca le parecieran
contradictorios es una de las cosas más notables, y
trágicas, de la inolvidable historia de su conquista.
En Tenochtitlán, la famosa Ciudad de los Sueños,
Cortés conoció a su rival azteca Moctezuma: rey,
dios, gobernante de quince millones de personas
y comandante del ejército más poderoso de las
Américas. Sin embargo, en menos de dos años Hernán
Cortés derrotó a toda la nación azteca en una de las
campañas militares más asombrosas de la historia.
Enfrentado a enemigos muy superiores en número,
consiguió superar todos los obstáculos.
Conquistador es la historia del colapso de un
imperio, de una civilización compleja y sofisticada
en la que jardines flotantes, inmensas riquezas y
pasión por el arte convivían con templos sangrientos
y horribles sacrificios humanos. Levy explica
apasionadamente la combinación de inteligencia, valor,
brutalidad y superstición que permitió a Hernán Cortés
vencer a Moctezuma: el orgulloso, espiritual y
enigmático líder condenado a no entender al extranjero
que tomó por un dios.
Épica y apasionante, esta historia de los últimos días del
imperio azteca y de los dos hombres que protagonizaron
uno de los momentos estelares de la historia universal
se lee como una novela de aventuras.

SBN 978-84-8306-864-9

9 788483 068649
•A
C o n q u istad o r
H ern án C ortés, M octezum a
y la últim a batalla de los aztecas

B U D D Y LEVY
Título original: Conquistador

Primera edición:junio de 2010

© 2008, Buddy Levy


© 2010, de la presento edición en castellano para todo el mundo, excepto EE.UU.:
Random House Mondadori. S. A.
Travessera de Gracia. 47-49.08021 Barcelona
© 2010. Caries Mercada! Vidal, por la traducción
Mapas de David Lindroth
Ilustración de las pp. 4-5: Ms Laur., Med. Palat. 220 f. 406: La flota española de­
sembarca en Mixteo, desde una historia de los Aztecas y la conquista de México
(siglo xvi). Biblioteca Medicea-Laurenziana, Florencia, Italia / The Bridgcman
Ait Library International

Quedan prohibidos, dentro de los limites establecidos en la ley y bajo los


apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta
obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el
tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra
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CEDRO (Centro Español de Derechos Rcprográficos, http://www.cedro.org)
si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Printcd in Spain - Impreso en España

ISBN: 978-84-8306-864-9
Depósito legal; B-16.125-2010

Fotocomposición: Víctor Igual, S. L.


Impreso en Novagrafik
Pol. Ind. Foinvasa
Vivaldi.5.08110 Momeada i Rcixac

Encuadernado en Relligats Mollet

C 848649
Para Camie, Logan y Hunter
Los hombres consagrados a Dios y los guerreros
poseen extrañas añnidades.

C ormac McCarthy, Meridiano de sangre


Indice

Ag ra decim ientos .......................................................................... 13


In tro du cció n ................................................................................. 15

1. La partida hacia Nueva España y el afortunado regalo del


idiom a............................................................................................ 21
2. La batalla contra los tabascanos y la incorporación de la
M a lin c h e ..................................................................................... 33
3. El mensaje de M octezum a......................................................... 43
4. H ernán Cortés se juega el todo por el todo: «Conquistar
esta tierra o m orir en el i n te n to » ........................................... 61
5. Hacia las m o n ta ñ a s .................................................................... 75
6. La matanza de C h o l u l a ............................................................ 97
7. La «ciudad de los s u e ñ o s » ........................................................ 111
8. Ciudad de sacrificio ................................................................... 128
9. La conquista del i m p e r i o ........................................................ 139
10. Cortés y M o c te z u m a ............................................................... 148
11. Español contra e s p a ñ o l ............................................................ 160
12. La fiesta de T ó x c a t l ................................................................... 179
13. El irónico destino de M o c te z u m a .......................................... 190
14. La N oche T r is te ......................................................................... 202
15. «A los osados ayuda la f o r tu n a » .............................................. 219
16. La «gran lepra»............................................................................. 231
17. Regreso al valle de M é x ic o .................................................... 244
18. La serpiente de m a d e r a ............................................................ 256
19. E nvolvim iento............................................................................. 273
20. Empieza el a s e d io ...................................................................... 287
21. C hoque de im perios................................................................... 303
22. La última batalla de los aztecas................................................. 324

11
In d i c e

E pílogo : Los rescoldos del in c e n d io .......................................... 341


Apéndice A: Figuras relevantes de la conquista........................ 359
Apéndice B: Breve cronología de la conquista........................ 363
Apéndice C: Nota sobre la pronunciación del náhuad. . . . 366
Apéndice D: Principales deidades del panteón azteca . . . . 367
Apéndice E: Los reyes a z te c a s................................................... 369

N o t a s ............................................................................................... 371
N ota SOBRE EL TEXTO Y LAS FUENTES.......................................... 427
B ibliografía .................................................................................... 433
C réditos fotográficos ............................................................... 451
Í ndice alfabético....................................................................... 453
Agradecimientos

Aunque a menudo así lo parezca, los escritores nunca alumbramos


solos los libros. En este sentido, a quienes debo darles las gracias en
primer lugar es a los integrantes del grupo de escritores — los Free
Range Writers— que colaboraron en la redacción de Conquistador.
Kim Barnes, Jane Varley, Lisa Norris y Collin Hughes. Fueron ellos
los que atizaron el fuego, mantuvieron la cabaña caldeada y velaron
por que la música siguiera sonando. Mil gracias a mi agente literario
Scott Waxman, de quien partió la idea de escribir un libro sobre Her­
nán Cortés. Scott posee una imaginación ilimitada y desbordante y
una capacidad extraordinaria para dar en el clavo a la hora de encon­
trar una buena historia. Gracias también a Farley Chase, el agente
encargado de los derechos para el extranjero, cuyos esfuerzos han
hecho posible que Conquistador llegue a los lectores de otras latitudes.
Estoy profundamente agradecido a mis intrépidos «compadres»
John Larkin y Kim Barnes, las primeras personas que leyeron el texto
y que lo revisaron y corrigieron a conciencia. Gracias, John, por tu
humor y tus observaciones sinceras y mordaces, y gracias, Kim, por
tu incomparable clarividencia para hallar la mejor estrategia narrativa.
En junio de 2006 emprendí un largo viaje de investigación du­
rante el que recorrí la ruta seguida en su día por los conquistadores;
empecé la travesía allí donde habían desembarcado, en la población
caribeña de San Juan de Ulúa, crucé las montañas, atravesé el altipla­
no y llegué finalmente a México D. F. Durante el viaje — una de las
experiencias más gratificantes y provechosas de toda mi vida— con­
té con la ayuda de mucha gente. Gracias a los responsables del Museo
de Antropología de Jalapa por su maravillosa visita guiada y por
las detalladas explicaciones que me ofrecieron sobre las obras preco­
lombinas, en particular sobre las imponentes cabezas olmecas.

13
A (; r a i >i x : i m i k n t o s

Gracias asimismo a la Universidad de Veracruz, también radicada en


Jalapa.
Mando desde estas páginas un fuerte abrazo a Rodrigo M octe­
zuma y al fantástico personal del club Jazzatlán de Cholula. Conser­
vo un grato recuerdo de su amabilidad y del entusiasmo que mostra­
ron por mi proyecto, así como de sus recomendaciones en materia
de música mexicana. R odrigo me llevó en su furgoneta Volkswa­
gen desde Cholula hasta el Paso de Cortés, una odisea que no por
ello dejó de resultarme profundamente aleccionadora.
En México D. F. y alrededores, los atentos y eruditos guías y con­
servadores del Museo Templo Mayor (Teotihuacán) y del Museo
Nacional de Antropología cuidaron muy bien de mí y respondieron
con todo lujo de detalles a las numerosas preguntas que les planteé.
Durante el proceso de redacción de Conquistador ha sido todo un
placer trabajar con la gente de Random House/Bantam Dell. Mi
editor,John Flicker, aportó sus amplios conocimientos y su perspica­
cia para que la obra superara con éxito todas las fases de producción,
desde su concepción hasta las pruebas finales. Flicker, dotado de un
fino oído y de una vista de lince, comprende a la perfección el deli­
cado equilibrio que requiere conjugar el ritmo narrativo y la exacti­
tud histórica. Espero poder trabajar con él en futuros libros.
Las bibliotecas de la Universidad Estatal de Washington fueron
cruciales en mi investigación, en especial el personal de Interlibrary
Loans y de la Holland New Library. Su organización, sus conoci­
mientos y la rapidez con que satisficieron mis innumerables pedidos
me facilitaron enormemente el trabajo.
* Edward Whitley, de la Bridgeman Art Library, me proporcionó
una ayuda inestimable a la hora de buscar imágenes; ciertamente
estoy en deuda con él por su impecable trabajo y por el intercambio
epistolar que se avino a mantener conmigo.
Por último, doy las gracias a todos y cada uno de los miembros de
mi maravillosa familia: a mis hijos, Logan y Hunter, que soportaron
mis interminables noches de trabajo, mis prisas por cumplir con los
plazos de entrega y mis viajes de aquí para allá, y a mi compañera,
amiga y esposa Camie, que sigue brindándome todo su apoyo; todos
hacéis posible que pueda llevar la vida que siempre había soñado.
Introducción

En 1519 un ambicioso y calculador conquistador llamado Hernán


Cortés zarpó de Cuba y arribó a las costas de México con el afán de
expansión imperial corriéndole por las venas. Se proponía tomar
posesión de las tierras recién descubiertas en nombre de la Corona
española, convertir sus habitantes al catolicismo y apropiarse de los
metales preciosos de esas ricas tierras, en concreto de su oro. Cortés
desembarcó en Potonchán, un importante asentamiento nativo de­
dicado a la pesca,junto con un grupo de bribones sin muchos escrú­
pulos entre los que había treinta ballesteros, doce arcabuceros, cator­
ce pequeñas piezas de artillería y unos pocos cañones. Con sumo
cuidado, poco a poco. Cortés y sus hombres se sirvieron de cuerdas
y poleas para bajar a tierra dieciséis caballos de raza española, unos
animales entrenados para la guerra cuya existencia los indígenas
americanos desconocían por completo. También llevaban perros de
presa bien adiestrados: mastines y perros lobo. Además de su banda
de piratas y mercenarios españoles, Cortés se había llevado varios
cientos de esclavos caribeños con el fin de usarlos como porteadores.
Era el mes de marzo de 1519.
Atravesando montañas imponentes y volcanes en activo que su­
peraban los cinco mil metros de altitud. Cortés condujo su pequeña
fuerza hasta el valle de México y el mismísimo corazón de la civiliza­
ción azteca.* Lo que Cortés se encontró al llegar a Tenochtitlán, la

* El término azteca fue acuñado originalmente (de modo erróneo) por el


naturalista y explorador alemán del siglo xix Alexander von Humboldt. Azteca era
en realidad un derivado epónimo de la legendaria Aztlán, el mítico «Lugar de la
Garza Blanca», el hogar ancestral del pueblo que a la postre llegaría al valle
de México, se establecería allí tras muchos años de emigración y fundaría la ciudad

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IN I H O D D C C I Ó N

famosa «ciudad de los sueños», no fueron los bárbaros que los con­
quistadores anteriores habían previsto hallar, sino una civilización po­
derosa y muy desarrollada que se encontraba en su momento de
máximo esplendor. Los aztecas contaban con complejos y precisos
calendarios, eficaces sistemas de irrigación para sus numerosos culti­
vos, zoos y jardines botánicos sin parangón en Europa, inmaculadas
calles provistas de métodos para la gestión de los residuos, objetos
artísticos y joyas de belleza deslumbrante, un sistema educativo ges­
tionado por el Estado, un deporte de pelota jugado a vida o muerte,
un aparato militar leal y bien organizado, así como una vasta red co­
mercial y fiscal que cubría la totalidad de un imperio inmenso que se
extendía hasta Guatemala. Cortés y sus acompañantes no tardarían en
descubrir que los aztecas también poseían una religión muy desarro­
llada y ritualizada, y mucho más compleja que el catolicismo, que el
pueblo azteca seguía con igual — si no mayor— fe y convicción. En
lugar de venerar un solo dios, rendían culto devotamente a un pan­
teón de deidades por medio de complejas y sofisticadas ceremonias.
EnTenochtitlán, por entonces una de las ciudades más populosas
y dinámicas del mundo, mucho mayor que París o Pekín, Cortés se
encontró finalmente cara a cara con Moctezuma, el carismático y
enigmático gobernante azteca. Su primer encuentro puede conside­
rarse el nacimiento de la historia moderna. El conflicto que siguió a
dicho encuentro fue en última instancia de índole religiosa, un en­
frentamiento entre el catolicismo monoteísta de los españoles y el
misticismo politeísta de los aztecas, y aunque en muchos aspectos los
dos imperios eran diametralmente opuestos, tenían algunas semejan­
zas sorprendentes. Ambos se basaban en tradiciones de carácter bár-

de Tcnochtitlán en 1325. En tan solo dos siglos, este pueblo guerrero y agricultor
había desarrollado una cultura relevante. El término azteca ha sido ampliamente
reemplazado —sobre todo por parte de los investigadores e historiadores— por el
de mexica, una designación que describe de manera mis precisa a los pueblos de la
Triple Alianza de Tenochtirlán,Texcoco yTacuba. Numerosas instituciones moder­
nas. como el Metropolitan Museum, el Museo Guggenheim, el Smithsonian Mu-
seum e incluso el Museo Nacional de Antropología de México D. E emplean toda­
vía el término azteca. En Conquistador vamos a conservar el popular término azteca
y lo alternaremos con el de mexica.

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IN T R O D U C C IO N

haro. Los españoles, foijados en el espíritu de las cruzadas, recurrirían


al pillaje, la violación y el asesinato en nombre de Dios y la patria,
subsumiendo las culturas indígenas sin mostrar respeto alguno por
sus siglos de existencia; por su parte, los aztecas usaban la fuerza mi­
litar y la violencia para someter a las tribus vecinas y practicaban ritos
basados en los sacrificios humanos y el canibalismo. N o podían com­
prenderse los unos a los otros ni estaban dispuestos a ceder. Ambos
estaban dedicados en cuerpo y alma a la expansión de sus respectivos
imperios, de grandes proporciones, y ambos estaban bajo el dominio
y la tutela de un gran líder.
El más destacado de todos los conquistadores, Hernán Cortés,
era un advenedizo que llegó al Nuevo M undo en 1504.Vivió en un
relativo anonimato durante más de un decenio antes de hacerse
un hueco en la escena política de las colonias caribeñas, momento
en el que contaba ya más de treinta años. Nacido en 1485 en Mede-
llín, Extremadura, tierra de castillos y fortalezas usadas en los últimos
esfuerzos de la Reconquista (la expulsión de los musulmanes tras
setecientos años de ocupación), Hernán era hijo de Martín Cortés,
un hidalgo no demasiado distinguido ni culto, y de doña Catalina
Pizarra Altamirano. Cortés, que en su infancia había sido un niño
frágil y enfermizo, empezó los estudios universitarios en Salamanca
a los catorce años, pero, aburrido y con la cabeza en otra parte, regre­
só a casa dos años después. Pese a todo, debía de tener una mente ágil
y perspicaz, porque más urde salió a relucir su erudición en el ám­
bito de la diplomacia y la política. Cortés estudió política, derecho y
latín, y posteriormente su secretario, Francisco López de Gomara, lo
describiría como «bullicioso, altivo, travieso, amigo de las armas».1
Cortés no tardaría en dejarse seducir por las ansias de ver mundo,
y en 1503 decidió unirse a una expedición con destino a las Indias
bajo el mando de don Nicolás de Ovando. Pero, poco antes de su
partida, el licencioso Cortés resultó herido al tratar de escapar tras ser
descubierto en la casa de una mujer casada; la herida le impidió em­
barcar en ese barco, y se pasó el siguiente año de juerga en juerga por
las turbulentas ciudades portuarias del sur de España. En 1504, el
joven e impetuoso Cortés obtuvo por fin plaza en uno de los cinco
buques mercantes que zarpaban rumbo a Santo Domingo, la anima­

17
INTRODUCCIO N

da capital de La Española y primer asentamiento peninsular del N ue­


vo Mundo. En el curso de los últimos años, Cortés había oído rum o­
res sobre las incontables riquezas existentes en tierras ignotas, donde
el oro manaba como agua de montañas misteriosas. Con diecinueve
años de edad y un indomable espíritu aventurero, y tras haber apren­
dido a montar en su juventud mientras se ocupaba de conducir pia­
ras de cerdos y haber adquirido los rudimentos de las tácticas de
caballería en la escuela y gracias a las enseñanzas de su padre, Hernán
Cortés era un personaje completamente anónimo y corriente cuan­
do reservó un pasaje con destino a las Indias. Difícilmente podía
imaginarse que, menos de veinte años después, estaría al mando de
una fuerza española en uno de los mayores ataques de la historia mi­
litar y que se convertiría en uno de los hombres más venerados y vili­
pendiados de todo el mundo.2

El rival de Cortés había gobernado al pueblo azteca durante más de


veinte años. El gobernante del imperio azteca, Moctezuma,* nació
en 1480, cinco años antes que el conquistador español. Denominado
a veces también Moctezuma II, fue educado como un sacerdote y se
convirtió en el líder militar, espiritual y civil de los aztecas en 1503,
cuando Cortés estaba por llegar a América. Por entonces los aztecas
controlaban la mayor parte de lo que hoy conocemos como México
y Centroamérica, y su capital era la gran ciudad de Tenochtitlán (la
actual México D. F). Moctezuma fue entronizado tlatoani (literal­
mente, «el que habla» u «orador») en el Templo Mayor construido por
sus hermanos, y la coronación incluyó un sofisticado ritual consisten­
te en someterse a sangrías, horadarse el cuerpo con astillas de hueso,
decapitar dos codornices y verter su sangre en la llama de un altar.
Temperamental, petulante e incluso tiránico, Moctezuma se de­
jaba guiar con entusiasmo por sus creencias espirituales. Era el go­

* Muchos académicos actuales utilizan el término Motecuhzoma (en realidad


se pronuncia algo así como «Moc-ri-cu-shoma»), que probablemente reproduce de
manera más precisa la pronunciación correcta. No obstante, Moctezuma, más popu­
lar y ampliamente usado, provoca menos confusión, asi que he optado por él.

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IN T R O D U C C IÓ N

bernante seniidivino de un pueblo cuyo ser supremo era el sol y


cuya religión, muy estilizada y simbólica, estaba marcada por festiva­
les, fiestas y celebraciones de carácter estacional que todos los miem­
bros de la sociedad observaban. La religión azteca era una amalgama
de antiguos ritos mesoamericanos y de tradiciones centradas en el
pago de tributos y en la realización de ofrendas a los numerosos dio­
ses que orquestaban el destino humano. Los aztecas creían que esas
ofrendas — incienso, pájaros, flores y, la principal de todas ellas, sangre
y corazones humanos— apaciguaban a los dioses y les aseguraban
lluvias para sus cultivos, cosechas abundantes, victorias en el campo
de batalla e incluso la salida diaria del sol.3
Moctezuma vivía en un palacio inmenso rodeado de sus dos
mujeres, de incontables concubinas y de más de quinientos ayudan­
tes, nobles y emisarios. El complejo palaciego era muy vasto, la arqui­
tectura y los jardines eran tan sofisticados como los existentes en la
Europa medieval, y los templos donde el pueblo azteca practicaba su
religión eran tan grandes como las pirámides de Egipto. Las estancias
privadas de Moctezuma, aromatizadas con perfumes florales.se halla­
ban en los pisos superiores, dominando sus vastas posesiones. Le
encantaban los juegos y la música, en especial los tambores, los gongs
y las melodías de los caramillos, a veces acompañadas de poemas y
canciones. De porte majestuoso y dotado de unos ojos penetrantes,
Moctezuma calzaba sandalias doradas y viajaba en procesión, aco­
modado sobre una litera. El pueblo llano azteca no osaba mirarlo
directamente, algo que estaba penado con la muerte. El desmesurado
orgullo de Moctezuma, de proporciones más propias de una tragedia
griega, era tal que exigía ser tratado como un dios.4
Cuando Cortés se encontró con él, Moctezuma era el jefe de un
triunvirato enormemente poderoso llamado la Triple Alianza, una
confederación de las ciudades-Estado deTenochtitlán.Texcoco yTa-
cuba.5 Estos tres grandes pueblos extendían su amplio y férreo do­
minio por todo México, y, al igual que en Europa, todos los pueblos
sometidos a su yugo, no importaba cuán lejos se hallaran, estaban
obligados a pagar tributos a su gobernante, circunstancia que gene­
raba tensiones y resentimientos entre las tribus que deseaban inde­
pendizarse. En el momento álgido de su reinado, Moctezuma era el

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IN T R O D U C C IÓ N

amo y señor de la maquinaria bélica más poderosa de toda América,


de un im perio habitado por unos quince millones de personas.
Cuando Cortés llegó al continente, los aztecas y otros pueblos de
Norteamérica habían evolucionado, aislados por completo del resto
del mundo. El descubrimiento de los aztecas, de cuya existencia los
españoles no tenían noticia, ha sido descrito como «el encuentro más
asombroso de toda la historia».6 Los aztecas debieron de reaccionar
de modo similar ante la llegada de esos visitantes extranjeros.
El choque de imperios que se produciría poco después culminó
en el sangriento asedio de Tenochtidán, hasta el día de hoy conside­
rada la batalla más larga y costosa en vidas humanas de la historia,
con un total estimado de doscientas mil víctimas mortales.7 La odi­
sea de Hernán Cortés desde las islas del Caribe hasta el corazón de
la nación azteca sigue contándose entre las campañas militares más
asombrosas jamás libradas, comparable únicamente a las épicas expe­
diciones de Alejandro Magno. En tan solo dos años, haciendo uso de
corceles y técnicas de caballería desarrolladas a lo largo de centenares
de años en la península Ibérica, sirviéndose de artes náuticas y una
ingeniería militar notable, y guiado por su genio político y un in­
conmensurable afán de victoria, Cortés derrotó a los aztecas y a su
gobernante, que contaban con el imperio más grande de la historia
de Mesoamérica.8 Para los aztecas, la embestida fue tan repentina
que les resultó incomprensible. Ninguna gran civilización milenaria
ha sufrido tamaña devastación y ruina en tan poco tiempo.
El choque de esos dos imperios es un relato trágico de conquis­
ta y derrota, de colonización y resistencia, y de la notable y violenta
confluencia de dos imperios que antes desconocían la existencia del
otro. La confluencia de estas dos culturas en 1519 es la increíble his­
toria de uno de los mayores conquistadores que la historia ha visto
nunca, del complejo monarca de la magnífica civilización que des­
truiría, y de la catastrófica batalla que constituiría el fin de un mundo
y el nacimiento de otro nuevo.
1

La partida hacia Nueva España


y el afortunado regalo del idioma

Hernán Cortés se dirigió con paso resuelto a la proa del buque in­
signia Santa María de la Concepción, una nave de cien toneladas, la
mayor de su flota, y oteó el horizonte tratando de avistar tierra.Tenía
mucho sobre lo que reflexionar. El navegante y piloto jefe, Antonio
de Alaminos, un veterano lobo de mar que había ejercido de piloto
en el último viaje de Cristóbal Colón, había surcado con anteriori­
dad esas aguas — en la expedición de Ponce de León en busca de la
legendaria Fuente de la Juventud Eterna— y sugirió que, si se en­
contraban con mal tiempo, la flota debía dirigirse a la costa y reunir­
se en la isla de Cozumel, situada al este del cabo más septentrional de
la península de Yucatán. Desde su apresurada partida de Cuba, la flo­
ta había sufrido los embates del mal tiempo, que había desperdigado
las naves. Cortés, que cerraba la marcha, recorría la zona en busca al
mismo tiempo de tierra firme y de los bergantines y las carabelas que
el temporal había hecho extraviarse. Unos pocos, quizá hasta cinco
de ellos, se habían perdido en el transcurso de la noche, un comien­
zo poco halagüeño para un viaje tan ambicioso.
Cortés había invertido todas sus posesiones en esa empresa; es
más, se había endeudado hasta el cuello para construir los barcos y
llenar sus bodegas de provisiones. Sus esperanzas de iniciar la expe­
dición con buen pie se habían visto parcialmente ensombrecidas
cuando su patrono, el orondo Diego de Velázquez, por entonces go­
bernador de Cuba, había intentado impedir su partida, y eso aun
después de haber firmado un contrato en virtud del cual confirmaba
a Cortés en el cargo de capitán general. El comportamiento de Ve­
lázquez no constituía una sorpresa dada la tirantez de la relación que
mantenían. Al llegar a La Española (la actual Santo Domingo) en el

21
C O N Q U IS T A D O R

año 1504, Cortés había buscado a su compatriota y había trabajado


a sus órdenes, primero en una incursión para sofocar una revuelta de
indígenas en el interior de la isla, y después en una expedición capi­
taneada por Pánfilo de Narváez para conquistar Cuba, misión que
cumplieron sin demasiados problemas. Tras estos éxitos, Velázquez,
agradecido y magnánimo, le regaló a Cortés una extensa parcela de
tierra con numerosos indios y varias minas que operaban a pleno
rendimiento, lo cual le permitió enriquecerse. Pero tanto el uno como
el otro eran obstinados, y su relación no tardó en verse enturbiada
por nuevas tensiones que amenazaron con desembocar en el encar­
celamiento e incluso ajusticiamiento de Cortés.
Ambos compartían la pasión por las mujeres, y una desavenencia
a causa de una tal Catalina Suárez dio por resultado que el goberna­
dor ordenara encarcelar y aherrojar a Cortés. Cortés se escapó tras
sobornar al carcelero, pero Velázquez consiguió que lo arrestaran de
nuevo. Lo llevó ante los tribunales y amenazó con ahorcarlo por su
negativa a casarse con Catalina Suárez, un desaire que había manci­
llado la reputación de la dama. Finalmente Velázquez se calmó y los
dos hombres dejaron a un lado sus diferencias, pero la relación siguió
siendo inestable. Entonces, a mediados de febrero de 1519, Velázquez
conservaba el dominio político, pues Cortés navegó bajo sus auspi­
cios como su emisario en una misión destinada a comerciar, encon­
trar oro y obtener más indígenas para que trabajaran en las minas
cubanas. Pero el astuto Cortés albergaba otras intenciones cuando
avistó tierra y mandó a su piloto fondear en Cozumel.
El barco de Cortés fue el último en llegar y, tras desembarcar, se
encontró con que los habitantes de la isla habían huido al llegar las
primeras naves y se habían refugiado en los montes y la jungla. Cor­
tés se percató de su temor y tomó nota de ello como información
útil. Fue entonces cuando tuvo noticia de la irritante razón por la
que los indígenas se comportaban de ese modo: uno de sus capitanes
de mayor confianza, Pedro de Alvarado, había llegado antes que él y,
acto seguido, había atacado la primera aldea que había encontrado
— había entrado con brusquedad en los templos y robado algunos
pequeños ornamentos de oro dejados allí a modo de ofrendas— , se
había apropiado de una cuarentena de pavos que estaban merodean­

22
I A 1’AK.TIDA HACIA NUEVA ESPAÑA

do junto a las casas con techo de paja, e incluso había tomado prisio­
neros a algunos de los atemorizados nativos, a dos hombres y una
mujer. Cortés, hecho una furia, caviló cómo enfrentarse a la situa­
ción. Necesitaba seguir confiando en Alvarado y respetaba a sus fie­
ros y aguerridos paisanos, oriundos también de Extremadura. Alva­
rado, curtido en incontables batallas y antiguo comandante de la
anterior expedición de Grijalva a Yucatán, era engreído y creía justi­
ficado poder tomar sus propias decisiones. Cortés le necesitaba y
exigía una relación simbiótica con sus capitanes, pero también insis­
tía en que obedecieran sus órdenes y en que no toleraría ninguna
insubordinación.' Según recalcó ante sus hombres, «no se habían de
apaciguar las tierras de aquella manera».2
Cortés reprendió a Alvarado y ordenó a sus hombres que devol­
vieran a sus propietarios las ofrendas que habían hurtado. Asimismo,
ordenó echar los grilletes al piloto de Alvarado, Camacho, que había
desobedecido la orden de esperar a Cortés en el mar. Los hombres
habían sacrificado los pavos y ya se habían comido algunos, así que
Cortés mandó que, en pago por ellos, a los prisioneros recién libera­
dos les dieran abalorios de vidrio verde, cascabeles y una camisola
para cada uno. A continuación. Cortés preguntó por un hombre lla­
mado Melchor, un maya que había sido apresado en el curso de una
expedición anterior y al que sus captores habían convertido en una es­
pecie de intérprete tras enseñarle un poco de castellano. Por media­
ción de Melchor, Cortés se comunicó con los indígenas que acababa
de liberar y les mandó que regresaran junto a sus familias con el men­
saje de que los españoles venían en son de paz y no deseaban causar­
les daño alguno, y que Cortés, como cabecilla del grupo, deseaba
reunirse personalmente con sus jefes o caciques.*
La diplomacia inicial dio resultado. Al día siguiente, hombres,
mujeres, niños y, por último, los jefes salieron de sus escondites entre
la maleza de las tierras bajas y volvieron a instalarse en el poblado, que

* Cacique es una palabra araucana que significa «jefe», y que los españoles im­
portaron de las islas. Muchos de los cronistas, entre ellos Bernal Díaz del Castillo y,
en menor medida, el propio Cortés, la utilizan. Los mexicanos del continente pro­
bablemente desconocían dicho término.

23
C O N q U IS T A D O k

no tardó en bullir nuevamente de actividad. El conquistador Bernal


Díaz del Castillo, un soldado a las órdenes de Alvarado que había
participado en las expediciones de Córdoba y Grijalva, resaltó que
«todos los del pueblo andaban entre nosotros como si toda su vida
nos hubieran tratado». Cortés reiteró con firmeza que no se debía
causar daño alguno a los indígenas. Díaz del Castillo, impresionado
por las dotes de mando y las maneras de Cortés, señaló que «aquí en
esta isla comenzó Cortés a mandar muy de hecho, y nuestro Señor le
daba gracia que do quiera que ponía la mano se le hacía bien, especial
en pacificar los pueblos y naturales de aquellas partes».3
Los lugareños llevaron comida a los españoles, incluidas grandes
cantidades de pescado fresco, montones de coloridas y dulces frutas
tropicales y colmenas repletas de miel, un manjar exquisito que los
habitantes de la isla elaboraban. A cambio de la comida y de algunas
bagatelas de oro, los españoles entregaron a los indígenas abalorios,
navajas, cascabeles y otras baratijas. Las relaciones parecían joviales, y
Cortés decidió celebrar una reunión en la playa para pasar revista a
las fuerzas que había reunido en Cuba.
La flota incluía su buque insignia, de cien toneladas, y tres navios
más pequeños de unas setenta u ochenta toneladas. Las demás naves
tenían cubiertas abiertas o parcialmente protegidas, provistas de tol­
dos de tela improvisados bajo los que refugiarse del sol abrasador o
de los aguaceros. Los barcos más grandes transportaban a su vez em­
barcaciones más pequeñas que podían ser arriadas en los puertos, o
bien a cierta distancia de la costa y ser conducidas a remo hasta un
embarcadero.4 Las bodegas de los navios iban repletas de alimentos
de las islas: maíz, yuca, chiles, grandes cantidades de tasajo — ideal
para los viajes largos— , así como forraje para los animales.
Entre las tropas mercenarias había caballeros curtidos en mil y
una batallas y aventuras. Se trataba de más de quinientos piqueros,
espadachines y lanceros, endurecidos por infinidad de viajes, que ha­
bían pagado por participar en la expedición o bien se habían sentido
atraídos por la perspectiva de hacer fortuna. Cortés recorrió la playa
y pasó revista a los tiradores de élite (treinta ballesteros expertos y
doce arcabuceros perfectamente entrenados, armados con mosquetes
que disparaban apoyándoselos en el hombro o el pecho). Asimismo,

24
A PARTIDA IIACIA NUEVA ESPAÑA

diez pequeños cañones serían disparados por experimentados artille­


ros, que también llevaban unos cañones de bronce llamados falcone-
tes, ligeros y fácilmente transportables. Cortés, un hombre muy de­
tallista y preparado, había sido lo bastante previsor como para incluir
en la expedición a unos pocos herreros que pudieran reparar las ar­
mas dañadas y, más importante aún, mantener bien herrados a los
preciados caballos. Asimismo, grandes cantidades de munición y pól­
vora estaban almacenadas en recipientes estancos sometidos a una
vigilancia constante, y para el transporte por tierra Cortés se había
traído a doscientos naturales de Cuba, la mayor parte de ellos portea­
dores, pero también a algunas mujeres con el cometido de preparar
la comida y de confeccionar y remendar los jubones, justillos y bri­
gantinas de lana y lino que los hombres vestían.
Cortés ordenó que los caballos fueran bajados de las cubiertas
por medio de robustos arneses de cuero, cuerdas y poleas, y luego
mandó que los condujeran a la orilla para que trotaran a sus anchas
y pastaran por el denso follaje de la isla. Algunos isleños, embargados
por la curiosidad, se aproximaron. Habían estado observando con
atención la asamblea general y ahora miraban embelesados a los ca­
ballos; eran las primeras criaturas de ese tipo que veían, y algunos
huyeron despavoridos al verlas. Intrigado por la impresión que los
caballos habían causado en los indígenas, Cortés ordenó a los mejo­
res jinetes que montaran en los sudorosos y resollantes corceles y que
galoparan por la playa. Los artilleros comprobaron el correcto fun­
cionamiento de los cañones lanzando salvas en dirección a los mon­
tes; las explosiones eran atronadoras y la boca de los cañones escu­
pían llamaradas y humo. Los arqueros apuntaron con sus ballestas y
lanzaron ululantes flechas contra blancos improvisados.5
Cuando el humo de la exhibición militar se hubo disipado, y una
vez retirados los caballos, los isleños se acercaron más a los españoles
para tirar de sus barbas y acariciarles la nivea piel de los antebrazos.
Algunos de los jefes empezaron de repente a gesticular vehemente­
mente usando un lenguaje de signos y a señalar hacia el extremo
oriental de la isla. Cortés y Melchor se aproximaron y, tras dialogar
con ellos, recibieron una noticia extraordinaria: los caciques más an­
cianos afirmaban que, años atrás, otros hombres blancos y barbudos

25
C O N Q U IS T A D O R

habían llegado y que dos de ellos todavía seguían con vida, manteni­
dos como esclavos por indios de Yucatán, a poca distancia de allí, a un
día más o menos en canoa por las aguas del canal.
Cortés se puso a reflexionar, intrigado por la posibilidad de que
hubiera españoles viviendo entre los indígenas de tierra firme. Era
un golpe de suerte imprevisto y del que cabía sacar provecho. Rogó
a uno de los principales caciques que enviara a algunos de sus hom­
bres más capaces para que averiguaran qué era de esos españoles y
que, si podían, los trajeran de vuelta con ellos. El jefe parlamentó con
otros y estos se mostraron reacios; explicaron que temían enviar
como guías a algunos de los suyos porque era muy probable que los
indígenas de tierra firme los mataran y sacrificaran o, peor aún, que
se los comieran. Pese a lo alarmante de los motivos aducidos por los
caciques, Cortés insistió y ofreció más cuentas de vidrio verde, que
los isleños parecían codiciar, y los jefes acabaron por acceder. Cortés
mandó en un bergantín a algunos de sus hombres, al mando de su
capitán y amigo Juan de Escalante. Oculta entre las trenzas de uno de
los mensajeros había una carta en la que se indicaba que Cortés había
llegado a Cozumel con más de quinientos soldados españoles con la
misión de «explorar y colonizar estas tierras», y que contaban con el
apoyo de dos barcos y de cincuenta hombres armados.6
Mientras aguardaba noticias de la expedición, Cortés exploró la
isla de sus anfitriones. Se fijó en que había casas bien construidas,
ordenadas y limpias, así como otros indicios de una civilización de­
sarrollada, entre ellos «libros», cortezas estiradas en las que había pin­
tados una serie de elaborados dibujos. Lo que más le llamó la aten­
ción fue una voluminosa estructura piramidal, un templo construido
con bloques de piedra caliza y provisto de un adoratorio en la cús­
pide, orientado hacia el mar. Cortés trepó por los escalones de la
pirámide y, al llegar al templo, observó que el pabellón estaba man­
chado con sangre de codornices decapitadas y de perros domestica­
dos, canes semejantes a pequeños zorros que la gente se comía.Tam-
bién había huesos apilados a modo de ofrenda. A Cortés y sus
hombres esos ídolos les parecieron monstruosos, incluso terroríficos.
Había uno particularmente curioso: era hueco, estaba hecho de ba­
rro cocido y estaba adosado a una pared de piedra caliza con una

26
I.A PARTIDA HACIA NUEVA ESPAÑA

puerta secreta en la parte posterior, por la que un sacerdote podía


entrar y responder a las oraciones de los feligreses, como si se tratara
de un oráculo. Alrededor del ídolo había braseros en los que ardía
resina, como si fuera incienso. Los caciques le explicaron a Cortés
que allí oraban por que lloviera y que sus ruegos eran a menudo
atendidos. A veces también se ofrecían en sacrificio seres humanos.7
Colérico ante la perspectiva de que se llevaran a cabo sacrificios
humanos, Cortés mandó llamar a M elchor y, por mediación suya,
lanzó un sermón y trató por vez primera de convertir a unos indíge­
nas. Dirigiéndose a ellos, el extremeño clamó que había un solo dios
verdadero, un único creador: aquel al que los españoles rendían culto.
Según Bernal Díaz, que escuchaba atentamente, Cortés dijo que «si
habían de ser nuestros hermanos, que quitasen de aquella casa aque­
llos sus ídolos, que eran muy malos e les harían errar».* Esas abomi­
naciones demoníacas harían que sus almas acabaran en el infierno, les
insistió Cortés, pero si reemplazaban los ídolos por la cruz sus almas
se salvarían y obtendrían cosechas abundantes.
El castellano de M elchor era demasiado deficiente para reprodu­
cir de modo convincente o preciso el mensaje de Cortés, en especial
la compleja noción del alma cristiana (para la que, en cualquier caso,
no existía terminología maya), pero eso no impidió a Cortés recurrir
a una táctica aún más agresiva, de profundo significado simbólico.
Los caciques habían respondido que no estaban de acuerdo, que sus
ídolos y dioses eran buenos y que sus antepasados les habían rezado
desde el inicio de los tiempos. Entonces, sin pensárselo dos veces,
Cortés ordenó a sus hombres que destruyeran los ídolos y los lanza­
ran pirámide abajo, donde quedaron hechos añicos a los pies de los
perplejos y horrorizados indígenas. Estos, incluidos sus jefes, habían
quedado demasiado atemorizados por la exhibición militar como
para hacer algo más que cabecear llenos de pavor y confusión. Acto
seguido, Cortés dispuso que se limpiaran los restos de sangre del
adoratorio. Sus hombres eliminaron con cal las manchas de sangre y
las visceras de animal, y los carpinteros de la expedición erigieron
una cruz de madera y una figura de la Virgen María. Esos eran los
nuevos ídolos que los habitantes de Cozumel iban a venerar.
Cortés ordenó entonces al cura Juan Díaz que oficiara una misa. Al

27
C O N Q U IS T A D O R

abandonar el remozado santuario, Cortés explicó en tono severo a los


caciques del poblado que debían mantener el altar limpio y decorarlo
a menudo con flores frescas. Como regalo de despedida. Cortés man­
dó a sus hombres que enseñaran a los isleños cómo fabricar velas con
cera de abeja, de tal modo que siempre pudieran mantener alguna en­
cendida ante la imagen de la Virgen.9A cambio, los indígenas le regala­
ron a Cortés «cuatro gallinas y dos jarros de miel, y se abrazaron».10
Una semana después, Escalante y Ordaz regresaron de su expedi­
ción a Yucatán. Afirmaron haber entregado la carta de Cortés al jefe de
un poblado, pero sin resultado alguno. Cortés se mostró decepcionado
pero era preciso proseguir con el viaje, así que reunió a sus capitanes,
cargó los barcos, empaquetó un poco de miel y cera de Cozumel para
el rey de España y, cuando el tiempo pareció propicio, los españoles
zarparon de la isla paradisíaca, que habían rebautizado como Santa
Cruz. Pusieron rumbo a una pequeña isla llamada Isla Mujeres, que
Francisco de Córdoba había descubierto y bautizado así en el fracasa­
do viaje que había realizado dos años antes, en 1517. Al poco de zarpar,
empezaron a oírse gritos pidiendo auxilio procedentes del bergantín
de Juan de Escalante; el navio viró y luego lanzó un cañonazo, señal de
que se hallaba en peligro. Estaba haciendo aguas por todas partes, y el
piloto temía que le friera imposible completar la travesía. Además, la
nave de Escalante llevaba en sus bodegas la mayor parte de las impor­
tantes reservas de pan de mandioca, que había sido empaquetado en
Cuba, así que Cortés decidió dar media vuelta y regresar a Cozumel,
donde podrían reparar el buque en un entorno propicio.
Durante algunos días, y con la ayuda de los isleños, los carpinte­
ros calafatearon las vías de agua. Cortés, siempre meticuloso, ordenó
a sus «artilleros» que limpiaran y mantuvieran todas las armas de fue­
go y que después volvieran a embalar las municiones y la pólvora.
Los «ballesteros» se cercioraron de que las ballestas estuvieran en
condiciones óptimas y de que «tuviesen a dos y a tres nueces e otras
tantas cuerdas».11 Cortés aprovechó la ocasión para comprobar que la
Virgen María y la cruz estaban aún sobre el altar, cosa que, para su
satisfacción, así era. Una vez finalizadas las reparaciones, secadas y
almacenadas de nuevo las provisiones y revisadas las armas, la flota se
dispuso a hacerse nuevamente a la mar.

28
I.A PARTIDA HACIA NUEVA ESPAÑA

Era el 12 de marzo, un domingo. Cortés pidió que se celebrara


una misa antes de partir. Una vez oficiada, la fuerza expedicionaria se
dispuso a embarcar, pero en ese preciso momento avistaron una ca­
noa, procedente de tierra firme, cuyos ocupantes remaban con furia
hacia ellos. La embarcación arribó a la playa, y Cortés envió a su fiel
capitán Andrés de Tapia para que investigara;Tapia y algunos oficiales
se dirigieron rápidamente a la playa con las espadas desenvainadas, y
allí se encontraron con media docena de hombres «desnudos, tapadas
sus vergüenzas, atados los cabellos atrás como mujeres, y sus arcos y
flechas en las manos».12Al ver que los españoles blandían sus espadas,
los remeros se dispusieron a empujar la canoa de vuelta al mar y salir
huyendo, pero un hombre alto que permanecía de pie en la proa les
dijo algo para tranquilizarlos y les pidió que esperaran. Entonces dio
un paso adelante y le preguntó a Tapia en un castellano chapurreado:
«Señores, ¿sois cristianos?».
Tapia asintió y mandó que fueran a buscar de inmediato a Cortés.
Luego abrazó al hombre cuando este se arrodilló y empezó a llorar.
Era un cura llamado Jerónimo de Aguilar y su historia era milagrosa.
En 1511, el barco en el que viajaba Aguilar había encallado en
unos bajíos frente a las costas de Jamaica, y él y otros veinte supervi­
vientes habían escapado en un batel con lo poco que habían podido
salvar. Sin agua ni comida que llevarse a la boca, y turnándose para
remar, fueron arrastrados por la corriente hasta las costas de Yucatán; la
mitad estaban muertos y a la otra mitad poco les faltaba para estarlo.
Los encontró una tribu de mayas que los hizo prisioneros y que,
inmediatamente, sacrificó a su líder, el conquistadorValdivia, y a otros
cuatro hombres, a los que se comieron durante un festín caníbal.
Aguilar y los demás náufragos, entre ellos un tal Gonzalo Guerrero,
fueron confinados en jaulas y solo pudieron contemplar con horror
la ceremonia de sacrificio, al tiempo que resonaban tambores en la
jungla de las tierras bajas y los participantes en la ceremonia entona­
ban canciones melancólicas mediante caracolas. Los indígenas esta­
ban engordando a los españoles para sacrificarlos, así que, conscientes
del destino que les aguardaba, trabajaron en equipo, lograron romper
los listones de las jaulas y se escabulleron al amparo de la noche.
Aguilar, Guerrero y otros encontraron refugio en otro poblado y

29
La Habana Océano
Atlántico

YUCATAN

J A M A IC A

200 km Mar Caribe

Rica

Paso del
\ *N,
Nombre Jalapa
de Dios
poala

Juan
Ulua
O rizab a
C O N Q U IS T A D O R

fueron rápidamente esclavizados. Aguilar pasó a ser conocido como


el «esclavo blanco». Gracias a su laboriosidad, su obediencia, la suerte
y la fe, había sobrevivido ocho años entre sus captores mayas y se
había ganado la libertad.13 Los mensajeros le habían entregado la car­
ta de Cortés y luego había visitado a Guerrero, que vivía en una al­
dea cercana. Guerrero había obtenido la emancipación trabajando a
destajo y ahora era un miembro más de su tribu, un reconocido gue­
rrero y un caudillo militar. Se había casado con la hija de un cacique
y tenía una hija y dos hijos. Su musculoso cuerpo estaba cubierto de
tatuajes, tenía las orejas horadadas y llevaba un bezote de jade en el
labio inferior. Se había convertido en un nativo más, y le dijo a Agui­
lar que no deseaba regresar.
Por su parte, Aguilar siempre había albergado la remota esperan­
za de que algún día fuera rescatado, y desde su llegada a las tierras de
Yucatán había mantenido su mente ágil y despierta dedicándose a
contar los días. Una de las primeras preguntas que les hizo a Cortés
y sus hombres fue qué día de la semana era. Le dijeron que era do­
mingo y Aguilar cayó en la cuenta de que llevaba un desfase de va­
rios días, pero eso poco importaba en ese momento. Oculto bajo su
andrajosa vestimenta, había un ajado libro de oraciones que llevaba
siempre consigo. Durante los ocho años como esclavo, había apren­
dido a hablar con fluidez el maya chontal y había logrado conservar
su lengua materna, aunque la tenía oxidada y le costaba expresarse
correctamente.
Cortés estaba eufórico por ese regalo de la providencia. Gracias
a Aguilar pudo saber algo más sobre las costumbres, las creencias y el
estilo de vida de los indígenas de tierra firme. Pero, sobre todo, aho­
ra podía comunicarse con ellos, algo que se le antojó crucial para el
éxito de la expedición. Nombró a Aguilar su traductor e intérprete
y, en adelante, lo mantuvo siempre a su lado.14
El tiempo era favorable y las vías de agua habían sido reparadas.
Las armas, los caballos y las provisiones estaban en perfectas condi­
ciones. La flota zarpó nuevamente de Cozumel y puso rumbo a
Tierra Firme. Q ue fuera lo que Dios quisiera.
2

La batalla contra los tabascanos


y la incorporación de la Malinche

Mientras la flota surcaba las aguas del océano, Cortés le pidió a Agui­
jar más información sobre el pueblo maya para tratar de averiguar si
se mostraría o no hostil. En 1517 los mayas del continente habían
logrado repeler la expedición del capitán Francisco de Córdoba en
Champoton, matando a veinte de sus soldados y dejando gravemen­
te heridos a más de la mitad de los expedicionarios, entre ellos al
propio capitán. Córdoba había regresado a Cuba y fallecería poco
después, pero como a su regreso trajo consigo oro, este hecho consi­
guió que el interés por la región no decayera. Mientras su flota se
hallaba en Isla de Mujeres para abastecerse de agua y sal. Cortés me­
ditaba sobre cómo lo recibirían a él.
Gracias a vientos favorables, la flota bordeó rápidamente los seis­
cientos cincuenta kilómetros de costa de la península de Yucatán y
alcanzó las aguas meridionales del golfo de México, donde pasaron
frente al lugar donde había acaecido el desastre de la expedición de
Córdoba. Cortés, patriota hasta la médula y dispuesto a vengarse,
sopesó la posibilidad de realizar una visita a los habitantes de la zona,
pero el piloto, Alaminos, que había detectado vientos desfavorables y
recordado que en la zona había escollos y bajíos, le aconsejó no ha­
cerlo, así que prosiguieron su camino. Cortés ordenó al capitán Alon­
so de Escobar, cuyo barco era «muy velero y demandaba poca agua»,1
que se avanzara y explorara la zona. Después de que los vientos lo
desviaran por un tiempo de su ruta, Escobar encontró refugio en un
puerto llamado Puerto Deseado, donde, para su sorpresa, un lebrel,
abandonado dos años antes durante la expedición de Grijalva, salió
de la espesura aullando, ladrando y meneando el rabo. El animal ha­
bía engordado a consecuencia de la abundante fauna del lugar, y

33
C O N Q U IS T A D O R

cuando Escobar y sus hombres se lo llevaron de caza los condujo


hasta una zona repleta de liebres y venados.2
Una vez reunida de nuevo, la flota prosiguió la travesía empujada
por vientos favorables y el 22 de marzo fondeó cerca de un banco
de arena frente a la ancha y apacible desembocadura del río Tabasco
(rebautizado río Grijalva por los españoles), en las proximidades del
asentamiento indígena de Potonchán. Puesto que las aguas no tenían
profundidad suficiente para los barcos más grandes, Cortés reunió
un contingente de doscientos soldados y se adentró en el río en
bergantines y embarcaciones más pequeñas, remolcadas por los pri­
meros. Las naves avanzaron lentamente río arriba, rodeadas de man­
glares húmedos y malsanos; en el espeso follaje situado sobre sus
cabezas los pájaros lanzaban graznidos estridentes. A los hombres les
pareció que el lugar olía a podrido. Cortés alzó la mano para avisar
al piloto de que había avistado piraguas que, río arriba, remaban
furiosamente en dirección a ellos. A lo largo de las riberas, desperdi­
gados entre los árboles, había multitud de guerreros tabascanos ar­
mados con arcos y lanzas, con el cuerpo pintado de ocre y rojo y
tocados con plumas.
Cortés dirigió el grueso de las embarcaciones a un islote situado
a una distancia prudencial y ordenó descargar los cañones y falcone-
tes, mientras los ballesteros y arcabuceros se mantenían alerta. Espe­
raba no tener que luchar, pero, de todos modos, quería estar prepa­
rado, por lo que pidió a sus hombres que no bajaran la guardia en
ningún instante.
Con Aguilar a su lado, Cortés avanzó río arriba, se aproximó a Po­
tonchán, un próspero centro comercial, y se encontró frente a frente
con los primeros guerreros tabascanos en sus piraguas. Por mediación
de Aguilar, afirmó venir en son de paz y que solo quería obtener
agua y comida a cambio de algunos objetos (lo cual era falso, porque
no tenía ninguna necesidad de aprovisionarse; lo que Cortés estaba
buscando en realidad era oro). La respuesta de los tabascanos no fue
muy amigable, pues le gritaron a Cortés que sería mejor que los es­
pañoles no se atrevieran a poner pie en tierra. Advirtieron de que
todos morirían si avanzaban más allá de una hilera de palmeras que los
españoles conocían como Punta de los Palmares.3

34
I.A IIATAITA C O N T R A I O S TARASCANOS

Cortés sopesó cuál sería su próximo movimiento mientras eva­


luaba la correlación de fuerzas. Calculó que la población tendría
unos veinticinco mil habitantes, es decir, un número muy superior al
de españoles. Cortés siguió negociando; reiteró que solo deseaba
proveerse de comida y recalcó que estaba plenamente dispuesto a
pagar un buen precio por lo que quisieran darle. Estaba anochecien­
do y las dos partes no llegaban a ningún acuerdo, pero los tabascanos
dijeron que informarían a los jefes del poblado para que ellos deci­
dieran si deseaban comerciar. Citaron a los españoles en la plaza de
la aldea a la mañana siguiente.
Esa noche, en la playa, sin poder conciliar el sueño en previsión
de la batalla, Cortés decidió enviar una fuerza de cien hombres a las
proximidades del poblado con la orden de atacar por sorpresa desde
los flancos si al día siguiente estallaban las hostilidades. Mientras el
resto de los españoles yacían sobre la arena dedicándose a matar
chinches y sudando embutidos en sus pesadas armaduras, los tabasca­
nos evacuaron de la ciudad a todas las mujeres y niños y les manda­
ron ocultarse en los bosques del delta del río. Asimismo, para obsta­
culizar el avance de los españoles, en torno al poblado y a lo largo del
río erigieron cercas y empalizadas construidas con troncos y ramas.
Por la mañana, los enviados tabascanos insistieron en que no de­
seaban comerciar. Cortés y sus hombres subieron a bordo de sus
naves de poco calado y avanzaron río arriba en dirección a la ciudad.
Una multitud de tabascanos con pinturas de guerra jalonaban las
orillas del río, cantando, chillando, tocando tambores y entonando
extraños cantos de sirena con sus caracolas. De pie en la proa de su
embarcación, con Aguilar ejerciendo de intérprete y Diego de Go-
doy, el escribano real, como testigo, Cortés dirigió a los tabascanos
un «requerimiento», un discurso intrincado, irónico y autojustifica-
tivo en virtud del cual se emplazaba a los nativos a aceptar a Cristo
en lugar de sus dioses y al rey de España como su soberano. Debían
acceder a convertirse en vasallos de España y someterse a la religión
y la educación cristianas, gracias a lo cual recibirían incontables re­
compensas, como paz, prosperidad y la vida eterna.4
La respuesta de los tabascanos a las argucias diplomáticas de los
españoles fue una lluvia de flechas, lanzas y piedras; había dado co-

35
C O N tJ U IS T A Ix m

mienzo la primera batalla de la conquista de Cortés, quien, pese a ser


un caudillo nato, hasta ese momento nunca había dirigido un com­
bate real.
Cortés se vio obligado a pensar con celeridad. La arremetida de
los tabascanos vino seguida de una carga en toda regla encabezada
por sus piraguas. Algunos soldados españoles desembarcaron y, con el
agua a la altura de la cintura, lucharon cuerpo a cuerpo con los tabas-
canos; las macanas y los venablos midieron por primera vez sus fuer­
zas con las espadas de acero templado toledano. Con suma dificultad
y en clara inferioridad numérica, los españoles se abrieron paso hasta
la orilla, donde la tierra era tan cenagosa que Cortés perdió una bota
cuando puso pie en tierra y quedó descalzo; finalmente consiguieron
extraerla del cieno. Entretanto, los hombres seguían combatiendo y
los guerreros tabascanos gritaban «“ala, lala, al calachoni”, que en su
lengua quiere decir que matasen a nuestro capitán».5
Rodeados, los españoles cerraron filas y lucharon como habían
sido entrenados, en escuadrones bien organizados y disciplinados, al
tiempo que sus enemigos los atacaban en oleadas sucesivas. La orga­
nización de los españoles dio finalmente sus frutos y no tardaron en
derribar las empalizadas, franquearlas y obligar a los tabascanos a re­
troceder, mientras los arcabuceros disparaban a quemarropa. Justo
entonces, al oír que la batalla había empezado, Alonso de Avila y sus
hombres, aquellos a los que Cortés había ordenado ocultarse la no­
che anterior, avanzaron a través de los palmares y manglares y llega­
ron a tiempo para participar en el combate. Los tabascanos, obligados
a luchar en dos frentes y atemorizados por las ensordecedoras y des­
conocidas explosiones de los cañones y falconetes, huyeron y se re­
plegaron hacia la densa jungla situada más allá del poblado, lanzando
flechas y dardos. La táctica sorpresiva de los españoles había funcio­
nado a la perfección, y cuando el último de los guerreros tabascanos
hubo desaparecido en la oscuridad de la espesura. Cortés y sus hom­
bres se dirigieron a la plaza del poblado, con las espadas aún desen­
vainadas.6
Con el escribano real Godoy a su lado, Cortés se encaminó a
grandes pasos hacia una gran ceiba plantada en mitad de la plaza
central. Alzó la espada, dio tres estocadas simbólicas al enorme tron­

36
LA BATALLA C O N T R A LOS TARASCANOS

co y exclamó ante sus hombres que conquistaba y tomaba posesión


de esa tierra «en nombre de Su Majestad». (Este acto debió de causar
un profundo efecto en la población nativa, pues la ceiba era un árbol
sagrado, el mismísimo pilar que sostenía los cielos.) Bernal Díaz del
Castillo, que tuvo que curarse una herida de flecha en el muslo, re­
cordó que él y un grupo de soldados profundamente leales a Cortés
«dijimos que era bien tomar aquella real posesión en nombre de Su
Majestad», y añadió que «nosotros seríamos en ayudarle si alguna
persona otra cosa dijere».7 C on todo, un grupo de soldados, seguido­
res de Diego Velázquez que todavía permanecían leales a él, se que­
jaron de que Cortés se hubiera olvidado a propósito de nombrar al
gobernador de Cuba, bajo cuyos auspicios estaban supuestamente
actuando. En un descarado movimiento que no le pasó inadvertido
al bando de Velázquez, Cortés hizo caso omiso de sus quejas e igno­
ró por primera vez en público a su patrono. Ahora actuaba directa­
mente bajo el amparo del rey, y de nadie más. Fue su primer acto
formal para distanciarse de Velázquez.8
Cortés ordenó a sus hombres descansar y efectuar un recuento
de sus fuerzas; aunque algunos estaban heridos, no habían sufrido
bajas mortales. Esa noche durmieron en el patio del templo, bajo la
vigilancia de numerosos centinelas apostados en el perímetro, y al día
siguiente se despertaron con una noticia preocupante: durante la re­
friega del día anterior, M elchor se había desnudado y se había pasado
a las filas de los tabascanos. Com o regalo de despedida había dejado
su ropa colgando de las ramas de un árbol. Cortés temía que Mel­
chor informara a los tabascanos de cuántos españoles había y de
detalles sobre su armamento, pero no pudo hacer más que fruncir el
ceño ante la traición del intérprete.9
Cortés quería mantener las provisiones almacenadas en sus na­
vios pero también sabía que sus hombres necesitaban comida, así que
ordenó a dos de sus capitanes, Pedro de Alvarado y Francisco de
Lugo, cada uno con un centenar de hombres — incluidos escopete­
ros y ballesteros— , que exploraran los campos de la zona. Alvarado y
Lugo avanzaron en direcciones diferentes hacia el interior. Tras ha­
ber recorrido apenas cinco kilómetros, Francisco de Lugo descubrió
algo que prometía: multitud de maizales bien cuidados, aparente­

37
C O N Q U IS T A D O R

mente irrigados y drenados por medio de acequias. Sin embargo,


Lugo tuvo poco tiempo para maravillarse ante el ingenio agrícola de
los tabascanos, porque en ese preciso momento, según Bernal Díaz,
«se encontró con grandes capitanes y escuadrones de indios, todos
flecheros, y con lanzas y rodelas, y atambores y penachos, y se vienen
derechos a la capitanía de nuestros soldados, y les cercan por todas
partes».10 El ataque fue tan rápido que Lugo y sus hombres solo pu­
dieron mantener sujetos los escudos por encima de sus cabezas para
protegerse de una lluvia de «varas tostadas y piedras con hondas, que
como granizo caían sobre ellos». Al ver que la situación no era nada
halagüeña, Lugo le ordenó a un valiente corredor cubano, que se
habían traído con ese único cometido, que pidiera refuerzos a Cor­
tés. Entretanto, Lugo organizó su pequeña fuerza en filas bien prietas
y ordenó a los arcabuceros, ballesteros y artilleros que abrieran fuego
a discreción contra las hordas de tabascanos.
Por fortuna para Lugo y sus hombres, la columna de Alvarado se
había encontrado con un río infranqueable y había llegado cerca de
la llanura de Cintla. Al oír las descargas de arcabuz, los gritos de gue­
rra y el son de los tambores del enemigo, Alvarado y sus hombres
forzaron la marcha en dirección al campo de batalla. Llegaron justo
a tiempo para ayudar a Lugo y, peleando codo con codo, las dos di­
visiones repelieron la embestida del enemigo al tiempo que se reple­
gaban hacia el campamento. Capturaron a tres prisioneros, a los que
Cortés, por la fuerza bruta, consiguió arrancar algunas noticias de­
sagradables: todos los guerreros tabascanos de la zona se concentra­
rían en el poblado de Cintla a la mañana siguiente para enfrentarse a
los invasores españoles. Y eso no era todo: en caso de ser cierto lo
dicho por los prisioneros, esos guerreros alcanzaban el número de
veinticinco mil, unas cincuenta veces la fuerza de Cortés. Tenían
planeado rodear a los españoles y matar hasta el último de ellos."
Cortés procedió como si el principal prisionero, que parecía ser
alguien importante — una especie de líder— , estuviera contando la
verdad. Entonces, recurriendo a una estrategia que se convertiría en
una de sus señas de identidad diplomáticas, Cortés regaló a los pri­
sioneros cuentas de vidrio verde, los dejó en libertad y les dijo que
transmitieran a sus jefes el mensaje de que solo deseaba comerciar y

38
I A HATAU.A C O N T K A LOS TAHASCANOS

de que venía en son de paz. Una vez que se hubieron marchado, se


preparó para la batalla.
Cortés ordenó a los hombres cuyas heridas revestían mayor gra­
vedad que se fueran a recuperar a los barcos; mientras tanto, sus
mejores efectivos — los ballesteros, arcabuceros, lanceros, espadachi­
nes y artilleros— se prepararon para la acción. Cortés mandó que de
los barcos se bajaran a tierra más pólvora y piezas de artillería, seis
de los cañones pesados. Entonces, convencido de que había llegado
la hora, recurrió a su arma secreta: los dieciséis caballos, la caballería
al completo. Los animales, entumecidos y doloridos a causa del lar­
go viaje por mar, fueron arriados mediante poleas. Eran los prime­
ros équidos en poner los cascos en tierras mexicanas desde la Edad
de Hielo, cuando los ejemplares autóctonos se extinguieron en el
hemisferio norte.12
Al atardecer, se ejercitó y dio de comer a los caballos. Los jinetes
se prepararon para la batalla: se colocaron pesadas armaduras, provis­
tas de petos metálicos para el pecho y la espalda, amén de quijotes
en los muslos y guardabrazos y brazales en las extremidades superio­
res. Con todo eso puesto se dispusieron a dormir, sudando profusa­
mente durante toda la larga y húmeda noche. Asimismo, los caballos
fueron provistos de bardas y cascabeles, estos últimos con la finali­
dad de atemorizar al enemigo y alertar a los españoles de la posición
de la caballería.
Al alba, Cortés oyó decir misa a fray Bartolomé de Olmedo, el
capellán de la expedición, m ontó en su semental color castaño y sa­
lió del poblado al frente de sus quinientos hombres, en dirección al
llano de Cintla. De los bosques surgieron unos diez mil guerreros
tabascanos y avanzaron hacia los maizales; una cantidad similar aguar­
daban detrás como tropas de apoyo. Los guerreros, bien organizados,
vestían con sus galas militares tradicionales, algunos de ellos tocados
con vistosas crestas de plumas, y tocaban tambores y trompetillas para
amedrentar al enemigo a medida que avanzaban. Asimismo, llevaban
el rostro pintado con rayas blancas y negras que indicaban el rango,
e iban armados con arcos y flechas, rodelas, venablos e incluso espa­
das bastardas como las de los españoles. Los conquistadores observa­
ron que, para protegerse el pecho, llevaban armaduras acolchadas,

39
C O N Q U IS T A D O R

hechas de algodón.1-' La infantería española — los soldados de a pie,


los arcabuceros y los ballesteros— efectuó el asalto inicial, y muchos
recibieron heridas en el combate cuerpo a cuerpo. Una flecha atra­
vesó la cabeza de un soldado y cerca de setenta resultaron gravemen­
te heridos.
Cortés y la caballería habían quedado separados de la infantería
por manglares, ciénagas y profundas acequias para la irrigación que
los caballos no pudieron cruzar, de modo que tardaron en llegar en
apoyo de la infantería. Entretanto, esta se defendía de las sucesivas
oleadas de bravos guerreros tabascanos, y tuvo que emplearse a fondo
con la espada para repeler los continuos ataques del enemigo, numé­
ricamente muy superior. Disparaban con los arcabuces, falconetes y
cañones, y las ululantes balas y atronadoras explosiones hacían que
un gran número de tabascanos salieran a campo abierto, donde se
agazapaban en el suelo y se cubrían de tierra y hierbas para ocultarse
de los españoles. Cuando el humo y el polvo empezaban a disiparse,
Cortés y la caballería llegaron por la retaguardia y se encontraron
con que miles de guerreros estaban reagrupándose en el llano.
Cortés y los jinetes, empuñando sus lanzas, cargaron contra el ene­
migo, en lo que era el primer combate a caballo en el Nuevo Mundo.
Caballo y jinete se lanzaban a galope tendido y atravesaban con su
lanza a los guerreros desde una posición elevada. Cortés y sus hombres
alanceaban a placer, daban media vuelta y volvían a la carga, ensartan­
do y arrollando a los desconcertados tabascanos. A continuación se
retiraron a un lado, mientras los disparos de los cañones y de los arca­
buces retumbaban por todo el valle. Los guerreros indígenas, que nun­
ca habían visto un caballo o un arma de fuego, miraban consternados
cómo sus paisanos sufrían una derrota sin paliativos. Habían luchado
con gran valentía pero no eran rival para la eficacia letal de las armas
de fuego o de la caballería, así que huyeron despavoridos. Al cabo de
unas horas el humo seguía suspendido a baja altura en el valle de Cint-
la, y más de ochocientos guerreros tabascanos yacían muertos en el
campo de batalla. El primer combate importante de Cortés en el Méxi­
co continental se había saldado con una victoria aplastante.14
En cuanto el último de los tabascanos se hubo adentrado en los
montes, Cortés y los jinetes desmontaron, desensillaron a los caballos

40
1 A HATA1.1.A C O N T R A l.OS TAUASCANOS

y los ataron, y a algunos de ellos los trataron de los cortes que habían
sufrido. Cortés ordenó a sus hombres descansar y que se dispensara
atención médica a los heridos; ascendían a casi una quinta parte de
su fuerza de combate, si bien muchas de las heridas no revestían im­
portancia. Bernal Díaz, uno de aquellos soldados, afirmó que «apre­
tamos las heridas a los heridos con paños, que otra cosa no había, y
se curaron los caballos con quemarles las heridas con unto de un
indio de los muertos, que abrimos para sacarle el unto».15 Esa noche
otro centenar de españoles cayeron enfermos aquejados de fiebres,
calambres y malestar general, probablemente de resultas de haber
bebido agua en mal estado de los arroyos, unido ello al calor y la
humedad opresivos. Milagrosamente, solo dos de los hombres de
Cortés habían muerto en el llano de Cintla, uno con la garganta
rebanada y otro a causa de una flecha que le había perforado el oído.
Era el 25 de marzo de 1519, y la conquista de América había empe­
zado con todas las de la ley.
Cortés y sus hombres durmieron armados por si las hostilidades
volvían a estallar, pero la noche transcurrió tranquila. A la mañana
siguiente, unos treinta emisarios tabascanos llegaron al campamento
vestidos con sus mejores galas (mantos adornados con plumas y tú­
nicas elegantemente bordadas); consigo traían como obsequio tortas
de maíz, aves, fruta y pescado. Por mediación de Aguilar pidieron ver
al jefe español, y cuando Cortés hizo acto de presencia le pidieron
que les permitiera adentrarse en la sabana para incinerar y enterrar a
los caídos en combate, y evitar así que empezaran a heder y que los
devoraran los jaguares y los pumas. Cortés accedió, pero a condición
de que el principal cacique de Potonchán fuera personalmente al
campamento a negociar un tratado.
Más tarde llegó un jefe con un séquito de ayudantes que llevaban
más comida y obsequios, entre ellos varios objetos de turquesa y, más
importante aún, relucientes máscaras, esculturas y diademas de oro.
Cortés se fijó en que los caballos parecían aterrorizar al jefe y sus
asistentes, así que el sagaz capitán urdió un plan para cimentar su
victoria y obtener lo que en realidad quería: que los indígenas se
sometieran y le proporcionaran información. Puesto que esos hom­
bres nada entendían de caballos o armas de fuego, ordenó que un

41
C O N Q U IS T A D O R

cañón fuera disparado a escasa distancia. La atronadora detonación


retumbó, la bala pasó silbando por encima de las cabezas de los indí­
genas y estalló en la vegetación, lejos de allí. Seguidamente, Cortés
mandó traer una yegua en celo y al mejor semental, el más excitable
de todos. El semental notó el olor de la yegua, se encabritó, relinchó
y empezó a cocear y dar brincos justo al lado del jefe tabascano. La
enrevesada estratagema funcionó. El cacique se encogió de miedo,
temeroso de que los cañones y el semental lo atacaran a él y los de­
más indígenas. Cortés calmó al caballo susurrándole al oído y acari­
ciándolo, y le aseguró al jefe que, si cooperaba, esas poderosas armas
no iban a causarles ningún daño.16
Temblorosos y desconcertados, los caciques celebraron una asam­
blea y regresaron al fin con más regalos, más oro, figuritas de perros,
patos y lagartos, así como una veintena de jóvenes esclavas que, se­
gún dijeron, podían realizar diversas tareas, como cocinar y preparar
tortas de maíz. Complacido, Cortés preguntó entonces por el oro.
Les inquirió si tenían más y, de no ser así, dónde podía encontrar y
dónde estaban las minas. Los tabascanos le aseguraron a Cortés que
no tenían más oro, pero señalaron hacia el noroeste y dijeron: «Culua,
México, México».17
Cortés aceptó los obsequios y repartió a las esclavas entre sus
capitanes, con el consiguiente aumento de la moral. Una de las escla­
vas, que Cortés le regaló a Alonso Hernández Puertocarrero, era una
tranquila, aplomada y precoz joven oriunda del norte, de la provincia
de Coatzacualco. La chica había sido vendida a los tabascanos, y aho­
ra estos se la entregaban a Cortés. Su lengua materna era el náhuad,
una variante del maya, pero también hablaba otros dialectos. La joven,
cuyos ojos brillaban llenos de inteligencia, se llamaba Malinche.18
Era Domingo de Ramos de 1519. Cortés ordenó a los carpinte­
ros que en el centro del poblado tabascano levantaran una gran cruz
y un robusto pedestal para las figuras de Jesús y María. Dio las gracias
a los caciques tabascanos por la comida, el oro y las esclavas, y mandó
prepararlo todo para poner rumbo al norte. Buscarían y encontrarían
ese lugar llamado «México».
3

El mensaje de Moctezuma

Impulsada por vientos favorables, el piloto Alaminos puso la flota


rumbo al noroeste, pegado a la costa, en dirección a lo que actual­
mente es la ciudad portuaria de Veracruz. Cortés fondeó frente al
puerto que Juan de Grijalva, en su expedición del año anterior,*
había bautizado San Juan de Ulúa (llamada en un primer momento
Isla de los Sacrificios), y desde la proa de su nave insignia escudriñó
la costa. El resto de la flota llegó y fondeó en las proximidades, res­
guardada de los fuertes vendavales del norte. Cortés ordenó izar los
gallardetes y los estandartes reales en la Santa María de ¡a Concepción,
al tiempo que seguía oteando la costa y las tierras del interior en
busca de un lugar apropiado donde desembarcar y acampar.
N o tuvo que esperar mucho tiempo.
Antes de que hubiera transcurrido una hora, Cortés avistó dos
grandes piraguas aproximándose hacia ellos, en las que viajaban sa­
cerdotes y caciques muy engalanados. Se detuvieron junto al barco
de Cortés y dijeron que querían subir a bordo. Intrigado, Cortés
accedió.
N o obstante, mantener una conversación resultó imposible. Agui-
lar no pudo comunicarse con ellos en el maya de la costa y Cortés,
plenamente consciente de la importancia de la comunicación como
herramienta para la conquista, sintió cada vez más desazón. Inquieto

* Grijalva, sobrino de Velázquez, comandó una expedición a Yucatán en 1518.


Encontró evidencias de una civilización próspera, incluidas estructuras piramidales
y grandes edificios que le recordaron a la ciudad de Sevilla. Grijalva y sus acompa­
ñantes también hallaron pruebas de sacrificios humanos cerca de lo que hoy es
Veracruz, por lo que bautizaron el lugar como Isla de los Sacrificios. Grijalva no
pudo comerciar ni establecer un asentamiento, y a la postre fue expulsado de Méxi­
co por los nativos y perdió a más de treinta de sus hombres.

43
C O N Q U IS T A D O R

por la falta de entendimiento, estaba meditando qué hacer cuando se


dio cuenta de que una de las jóvenes esclavas estaba manteniendo
un diálogo fluido con los jefes indígenas, lo cual indicaba que los
entendía a la perfección. Cortés y Aguilar se acercaron para investigar
y se quedaron gratamente sorprendidos de que la chica hablara con
fluidez el náhuatl, la lengua azteca de las tierras altas. Podía conversar
con los montañeses y luego traducírselo a Aguilar en maya, quien a
su vez lo traduciría al castellano para Cortés. El método resultaba
engorroso pero funcionó. Cortés se armó de paciencia y, escuchando
atentamente, averiguó lo que pudo de los caciques y sacerdotes.
Aguzó los oídos cuando descubrió que provenían de un lugar llama­
do «México».
Complacido, Cortés nombró intérprete a Malinche y le ordenó
que siempre se mantuviera cerca de él y de Aguilar. A continuación
se produjo un intercambio formal de regalos entre los españoles y los
visitantes. Estos ofrecieron plumerías, vestidos de algodón y barati­
jas de oro, mientras que los españoles les obsequiaron con comida,
vino de sus barricas, herramientas de metal y cuentas de vidrio azul.
Fue un trueque fructífero. Los caciques preguntaron si podían enviar
el vino a su gobernador, Tendile, que vivía a unos treinta kilómetros
de allí, en un lugar llamado Cuetlaxdán. Cortés respondió que sí y
aseguró a los hombres que venía con intenciones pacíficas y que solo
quería comerciar, pero añadió que tenía la intención de desembarcar
en la costa y que esperaba poder reunirse personalmente con su jefe
si ello era posible. Los indígenas volvieron a sus piraguas con el vino
y los demás obsequios, no sin antes decirles a los españoles que, en
breve, llegarían otros jefes para parlamentar con ellos.1
Cortés se despertó a la mañana siguiente al alba, repuesto y lleno
de energía. Era Viernes Santo del año 1519. Organizó un desembar­
co, enviando en los bergantines y bajeles a unos doscientos soldados
(casi la mitad de su fuerza), los caballos y perros de presa, numerosas
piezas de artillería y un puñado de porteadores cubanos. Como no
había ningún lugar mejor en las inmediaciones, Cortés y las tropas
acamparon entre las palmeras de un arenal inhóspito, de pronunciada
pendiente, y construyeron chamizos para protegerse del sol y las in­
clemencias. El sitio era opresivamente húmedo, hacía un calor sofo­

44
El MENSAJE DE M O CTEZU M A

cante y estaba infestado de mosquitos. Emplazaron algunos cañones


y otras piezas de artillería en la cima de las dunas y, como empezaba
a ser costumbre (y por respeto al Viernes Santo), Cortés ordenó ins­
talar un altar y celebrar una misa. Luego, sudando profusamente en
sus armaduras y dedicándose a matar insectos, los expedicionarios
descansaron y se mantuvieron alerta.
A la mañana siguiente empezaron a llegar emisarios al improvi­
sado campamento de los españoles. El primer grupo afirmó haber
sido enviado por su líder Cuitlalpitoc (el mismo hombre, por cierto,
que había sido enviado a parlamentar con Grijalva) y, por mediación
de Aguilar y la Malinche, Cortés oyó hablar por primera vez de
Moctezuma.2 Le dijeron que ese hombre era el todopoderoso go­
bernante de los mexicas, una temible afianza triple de las ciudades-
Estado deTenochtitlán.Texcoco yTacuba, cuya población vivía en el
valle de México (y que, desde entonces, eran conocidos por el nom ­
bre de «aztecas»). Cortés escuchó con atención y recibió de manera
afable y hospitalaria a Cuidalpitoc, a quien le aseguró venir en son
de paz.
Al arenal llegaron más embajadores de Moctezuma cargados de
regalos suntuosos, entre ellos plumerías primorosamente confeccio­
nadas y decoradas con anillos dorados, un escudo de guerra con in­
crustaciones de nácar opalescente, un enorme espejo de obsidiana y
grandes cantidades de comida.3 Además, le dijeron a Cortés que
pronto recibiría la visita de un importante gobernador de Moctezu­
ma y luego se marcharon.
Como le habían prometido, el Domingo de Pascua llegó el em­
bajador Tendile* con un séquito de varios miles de asistentes, todos
ellos vestidos con ropas adornadas con plumas y mantos primorosa­
mente bordados; los nobles portaban obsequios y provisiones. Com o
muestra de su fervor religioso —y quizá para impresionarlos— , C or­
tés mandó a fray Bartolomé de Olmedo oficiar una misa, que Tendi­
le y los nobles siguieron con gran curiosidad e interés. Cuando el
cura hubo acabado,Tendile y algunos de sus acompañantes realizaron
un ritual que consistía en humedecerse los dedos, restregarlos por la

* A veces citado también como Tentltil o Teudile.

45
C O N Q U IS T A D O R

tierra y luego llevárselos a los labios como muestra de respeto. Asi­


mismo, hicieron entrega a Cortés de varillas de incienso y juncos
bañados en su propia sangre.4A continuación,Tendile ordenó que se
acercaran unos porteadores que cargaban con grandes arcones, de los
que el emisario extrajo regalos del gran Moctezuma, su emperador,
un soberano muy respetado y temido que gobernaba desde la capital
del imperio, una ciudad llamada Tenochtitlán.
Tendile obsequió a Cortés con arcas llenas de plumerías muy
trabajadas y de objetos de oro y joyas relucientes. Cortés expresó su
agradecimiento formal a Tendile y, por extensión, a su señor, ese tal
Moctezuma. A cambio, a Tendile le entregó un gorro carmesí con
una medalla de oro en la que figuraba un caballero (san Jorge) ma­
tando un dragón y, como regalo especialmente destinado a Mocte­
zuma, le dio una silla profusamente tallada en la que, según dijo
Cortés, el gobernante azteca debería recibirlo sentado cuando él fue­
ra a visitarlo.5A Tendile no le pasó por alto esta presuntuosa e inclu­
so descarada sugerencia, y le espetó: «Aun ahora has llegado y ya le
quieres hablar; recibe ahora este presente que te damos en su nom­
bre, y después me dirás lo que te cumpliere».6
Un tanto ofendido por el tono de la respuesta, el astuto Cortés
aprovechó la oportunidad para explicarle a Tendile la situación, in­
ventándose arteramente algunos detalles. Le explicó que también él
servía a un rey muy poderoso que vivía allende los mares, en el este,
y que ese rey sabía de la existencia del gran Moctezuma; de hecho,
dijo Cortés recargando las tintas, el monarca lo había enviado con la
misión de reunirse personalmente con Moctezuma, y no esperaba me­
nos. Mientras permanecía en silencio atento a que Aguilar y la M a-
linche tradujeran sus palabras, Cortés debió de percatarse de la cara
de preocupación que puso Tendile cuando supo de la existencia de
ese rey del este, pues existía un mito que afirmaba precisamente eso.
Con todo, por el momento Tendile se limitó a asentir y se puso a
hablar con uno de sus ayudantes, que estaba dibujando con furia
sobre un gran lienzo elaborado a partir de maguey. Cortés le pregun­
tó a Tendile qué estaba haciendo el hombre, y el embajador le expli­
có que estaba «pintando un cuadro» y que sus pintores estaban regis­
trando el encuentro para poder informar a Moctezuma de lo que

46
1:1 MENSAJE l»E M O C TE Z U M A

habían visto y aprendido. Díaz del Castillo, que recordaba con preci­
sión la escena, señaló que Tendile ordenó a los pintores «pintar al
natural rostro, cuerpo y facciones de Cortés y de todos los capitanes
y soldados, y navios y velas e caballos, y a doña Marina [la Malinche]
e Aguilar, hasta dos lebreles».7
Cortés decidió ofrecer una demostración de fuerza a los artistas
y, por extensión, a ese gobernante llamado Moctezuma. Ordenó a la
caballería montar y realizar una serie de rigurosos ejercicios militares
con la armadura puesta y las espadas desenvainadas, reluciendo a la
luz del sol, y los artilleros dispararon sus piezas de artillería a corta
distancia. Tendile, los nobles y los miles de siervos se estremecieron
llenos de asombro y temor, maravillados ante las violentas explosio­
nes. Los disciplinados artistas registraron esos fenómenos, incluidas
las nubes de humo producidas por las descargas, que destruyeron por
completo un árbol que había cerca de allí. A continuación se dedica­
ron a pintar con todo lujo de detalles las naves que permanecían
ancladas frente a la costa — nunca habían visto unas tan grandes, asi
que las llamaron «casas flotantes»— y, fascinados por los caballos y los
perros, los dibujaron correteando por la playa (en el caso de los mas­
tines, con la lengua colgándoles de las fauces y echando chispas por
los feroces ojos).8 La imponente exhibición militar infundió literal­
mente un temor divino en Tendile y sus hombres, puesto que las
armas y los animales eran tan poderosos y novedosos que Tendile se
preguntó si Cortés y esas criaturas no serían teules (dioses).*9
Tendile preguntó entonces por el casco que llevaba uno de los
soldados españoles que había ejecutado los ejercicios militares en la
playa. Pidió examinarlo de cerca. Tendile observó que el casco, me­
tálico y provisto de una cresta que lo recorría graciosamente, guar­
daba un notable parecido con los que llevaban los dioses de la guerra
aztecas, incluidos Huitzilopochtli y Quetzalcóatl. Tendile dijo que
Moctezuma estaría muy interesado en ver ese casco y le preguntó a
Cortés si podía llevárselo prestado para enseñárselo a su señor. De
nuevo decidido a sacar provecho de la ocasión, Cortés le respondió

* Los españoles, incluido Berna! Díaz, interpretaron que el término teiile sig­
nificaba «dios» o «ser divino», fuera eso correcto o no.

47
C O N Q U IS T A D O R

maliciosamente que desde luego que podía llevárselo, pero a condi­


ción de que se lo devolviera lleno de pepitas de oro para poder com­
pararlas con las de España y regalárselas a su monarca, aquel que vivía
en tierras de levante, allende el océano. Sobre su interés en obtener
oro azteca, Cortés añadió que «tenemos yo y mis compañeros mal de
corazón, enfermedad que sana con ello».10
Finalmente, una vez que los artistas hubieron completado re­
tratos detallados de Cortés y algunos de sus capitanes, Tendile se
marchó, no sin antes asegurarle al caudillo español que su gente les
suministraría comida en la playa y que pronto regresaría de Tenoch-
titlán con una respuesta de su señor.
Com o generoso regalo de despedida (probablemente a instancias
del propio Moctezuma),Tendile obsequió a Cortés con unos dos mil
sirvientes con objeto de que construyeran centenares de chamizos y
cobertizos para los españoles. Asimismo, ofrecieron mujeres para que
elaboraran tortas de maíz y cocinaran las aves y pescados que les iban
a proporcionar a diario. Cortés quedó impresionado por la laborio­
sidad y la aparente prodigalidad de los criados, pero prefirió conser­
var la prudencia, pues sospechaba que entre esos hombres probable­
mente habría espías con el cometido de informar sobre los hábitos,
las armas y el número de los visitantes. Así pues, mientras aguardaba
el regreso de Tendile en el sofocante promontorio, Cortés no perdió
de vista a los sirvientes.
Siempre activo, Cortés también aprovechó la oportunidad para
tratar de conocer mejor a la bella Malinche, con la que estaba desa­
rrollando algo más que una simple buena relación. Técnicamente se
la había confiado a su amigo Puertocarrero, pero se había mantenido
siempre a su lado desde el momento en que descubrió sus dotes
lingüísticas, y permanecería junto a él mientras durase la expedición.
El talento de la Malinche para los idiomas era extraordinario, y a
través de Aguilar empezó a aprender el castellano con notable rapi­
dez. A la postre, sería capaz de explicarle por sí misma a Cortés su
historia, increíble y, en muchos aspectos, triste. Pese a haber nacido
en una familia ilustre, su padre, un jefe, había fallecido cuando ella
era muy joven y su propia madre la había vendido como esclava.
Después había pasado por las manos de diversos comerciantes de

48
El. MENSAJE l>E M O CTEZU M A

esclavos y había acabado por llegar a Tabasco, donde los caciques


tabascanos se la habían regalado finalmente a Cortés. En sus oscuros
ojos brillaba una profunda inteligencia, y Cortés vio en ella una be­
lleza intemporal. N o pasaría mucho tiempo antes de que Cortés,
seducido, la hiciera bautizar y la convirtiera en su principal confi­
dente y luego en su amante. La Malinche estaría presente, y de hecho
desempeñaría un papel crucial, en todos los encuentros diplomáticos
posteriores, muchos de los cuales determinarían la historia del N ue­
vo M undo.*11

Unos diez días después, Tendile regresó del interior al frente de una
comitiva compuesta por una larga hilera de más de un centenar de
porteadores. Cuando llegaron frente a Cortés,Tendile y otro impor­
tante jefe mexicano besaron la tierra con la mano y perfumaron a los
españoles con el humo del incienso que ardía en braseros de barro
cocido. A continuación, los sirvientes de Tendile extendieron en el
suelo numerosas esteras de presentación llamadas «petates», sobre las
que esparcieron generosos obsequios que Moctezuma le enviaba a
Cortés: platos, ornamentos y sandalias, todos ellos de oro puro, así
como un arco y una docena de flechas de oro macizo. Asimismo,
dejaron en el suelo dos enormes discos de oro y plata que, según
Díaz del Castillo, parecían ruedas «tan grandes como de una carre­
ta».12 Uno de estos impresionantes discos, cuyo pesado oro estaba
primorosamente grabado con imágenes de plantas y animales, repre­
sentaba al sol, mientras que el de plata, un poco más grande, simbo­
lizaba la luna. Cortés y sus hombres quedaron también maravillados
al ver los vestidos de algodón, hábilmente tejidos y estampados con
vivos colores, y los mantos adornados con plumas, de inestimable
belleza y valor, elaborados por habilidosos artesanos. Las joyas — gar­
gantillas, collares y brazaletes de oro— llevaban engastadas piedras
preciosas de gran brillo y perlas relucientes. En las esteras había asi­

* Su nombre real era algo asi como Malinali, que los españoles pronunciaban
mal y acabó por convertirse en Malinche (el nombre con que ahora normalmente
se la conoce). Los españoles la bautizaron y se refirieron a ella como doña Marina.

49
C O N Q U IS IA m m

mismo figurillas doradas que representaban a ciervos, patos, perros,


jaguares, monos y peces, así como varas y báculos también de oro.
Los mexicanos hicieron entrega del casco queTendile se había lleva­
do, repleto de pepitas de oro traídas directamente de las minas. C or­
tés se quedó estupefacto ante los generosos y maravillosos artefactos,
consciente por vez primera de que estaba tratando con gente de una
civilización muy desarrollada con capacidad para extraer metales
preciosos de las minas y luego transformarlos en objetos de gran
valor. Era un tipo de artesanía que rivalizaba, e incluso superaba, con
la que se realizaba en Europa y tal vez en todo el mundo.13
Tendile, al ver que Cortés se mostraba tan satisfecho, permaneció
en silencio unos instantes para que se regodeara en su alborozo y,
seguidamente, comunicó el mensaje de Moctezuma: con sumo pla­
cer ofrecía esos regalos al rey de España y se alegraba de mantener
esa comunicación directa. Los españoles podían quedarse en la costa
por un tiempo si así lo deseaban. Pero Moctezuma no vendría per­
sonalmente a reunirse con ellos ni consentía bajo ningún concepto
que se aventuraran por las montañas para ir a visitarlo. Las órdenes de
Moctezuma eran mesuradas pero tajantes: los españoles debían acep­
tar los obsequios como muestra de su buena fe y de su riqueza y
poder, y a continuación marcharse. Debían irse.
Moctezuma había enviado esos regalos para demostrar su incon­
testado e innegable poder y riqueza, pero tuvieron el efecto contra­
rio al deseado. La grandiosidad de los obsequios espoleó la codicia de
los españoles. Hernán Cortés no tenía intención alguna de marchar­
se tras ver ese alijo imperial.Ya había llegado demasiado lejos y había
arriesgado demasiado en la expedición, y, aunque se sintió disgustado
por el rechazo de Moctezuma, siguió negociando sosegadamente
con Tendile y los otros jefes. Decidió presionar a Tendile diciéndole
que el rey de España se sentiría insatisfecho con él si no conseguía
entrevistarse personalmente con Moctezuma y que, de hecho, a
Cortés le resultaría «imposible presentarse de nuevo ante su soberano
sin haber cumplido ese gran objetivo de su viaje», sobre todo tras
haber recorrido «más de dos mil leguas de océano» para ver a M oc­
tezuma.14 Le agradeció profundamente a Tendile los regalos pero le
rogó que volviera a reunirse con Moctezuma y le transmitiera su

50
El. MENSAJE DE M O C TEZU M A

profundo deseo de mantener una entrevista con él. Obsequió al em­


perador azteca con varias muestras del gran respeto que sentía por él.
entre ellas un gran número de camisas holandesas de fino lino, una
copa de cristal florentino con escenas de caza grabadas en ella y un
puñado de cuentas de vidrio. Ciertamente, Cortés debió de sentirse
un tanto cohibido al hacer entrega de unos pocos y miserables rega­
los en comparación con el auténtico tesoro que Moctezuma le había
regalado a él, pero el caudillo extremeño le dio aTendile lo que pudo
y se despidió de él con la esperanza de que fuera posible concertar
una audiencia con el emperador azteca.
Una vez que Tendile se hubo marchado, Cortés evaluó la situa­
ción en el arenal. Era insostenible. Pese a los numerosos cobertizos y
chamizos que habían construido, la arena se convertía en un infierno
abrasador durante el día, y la zona estaba rodeada de pantanos infes­
tados de espesas nubes de moscas, jejenes y mosquitos. Muchos de
sus hombres sufrían calambres estomacales y trastornos intestinales, y
algunos incluso habían sucumbido a la «fiebre biliar» (la malaria,
transmitida por los mosquitos).A esas alturas ya habían perecido unos
treinta hombres a causa de las heridas recibidas en combate y de
enfermedades inexplicables. Además, toda la comida de que dispo­
nían se estaba echando a perder bajo el intenso sol o en la bodega de
los barcos.
Peor aún, entre los hombres había indicios de discordia; algunos
de los miembros más influyentes leales aVelázquez sugirieron que
debían coger los regalos y volver de inmediato a Cuba. Cortés trató
de disipar sus preocupaciones enviando dos expediciones, una por
mar y otra por tierra, para descubrir un lugar más apropiado donde
acampar. Envió dos bergantines, uno pilotado por Alaminos y capi­
taneado por su fiel amigo Rodrigo Alvarez, y el otro al mando de
un partidario deVelázquez llamado Francisco de Montejo y tripu­
lado por unos cincuenta soldados, casi todos ellos leales al gober­
nador de Cuba. Alvarez y Montejo debían buscar un puerto más
resguardado para los navios y un lugar para desembarcar que no
estuviera plagado de pantanos, ciénagas y los consiguientes enjam­
bres de insectos. Asimismo, Cortés encomendó a Juan Velázquez de
León, un pariente del gobernador, adentrarse en el interior durante

51
C O N Q U IS T A D O R

tres días, también en busca de un sitio más favorable para asentarse


y fortificarse. A tenor de lo que sucedió posteriormente, no parece
que la decisión de Cortés de enviar al grueso de los simpatizantes
deVelázquez fuera fortuita.15

En las alturas del valle de México, Moctezuma debía tomar una di­
fícil decisión. El monarca azteca, profundamente espiritual — había
sido sumo sacerdote antes de ser coronado emperador— , pidió con­
sejo a sus sacerdotes, quienes sugirieron expulsar de inmediato a los
invasores españoles y mandarlos de vuelta al lugar de donde proce­
dían o, mejor aún, matarlos. Por medio de sus espías y emisarios,
Moctezuma estaba ya al tanto de que, a lo largo de su ruta, Cortés y
sus hombres habían destruido templos y sustituido los ídolos nativos
por los suyos, un hecho que confundía e intrigaba a Moctezuma.
Además, esos españoles, esos teules, tenían a su servicio extrañas bes­
tias — podían subirse a lomos de ciervos desprovistos de cuernos y
convertirse en un solo ser— y transportaban fuego y relámpagos en
las manos. El informe de uno de los mensajeros afirmaba lo siguien­
te de los extranjeros: «Sus aderezos de guerra son todos de hierro:
hierro se visten, hierro ponen como capacete a sus cabezas, hierro
son sus espadas, hierro sus arcos, hierro sus escudos, hierro sus lanzas.
Los soportan en sus lomos sus venados.Tan altos están como los te­
chos».16 Los sacerdotes del emperador realizaron augurios y profecías
funestas, entre ellas una que decía: «Que está ya dicho y tratado en el
cielo lo que será, porque ya se nombró su nombre en el cielo, y lo
que se trató de Motecuhzoma, que sobre él ante él, ha de suceder y
pasar un misterio muy grande: y si de esto quiere nuestro rey M ote­
cuhzoma saber, es tan poco, que luego será ello entendido, porque a
quien se mandó presto vendrá».17 El augurio más desconcertante,
que ya constituía una creencia generalizada entre los sacerdotes de
Moctezuma, era que una profecía muy antigua por fin se estaba
cumpliendo, a saber: que Cortés, aquel extraño y poderoso invasor
barbudo, quizá era en realidad el dios-serpiente emplumada Q uet-
zalcóatl que había regresado. Después de todo, había llegado a tierras
mexicanas el año 1-caña, que ocurría solo cada cincuenta y dos años,

52
EL MENSAJE DE M O CTEZU M A

y era la fecha exacta en que, según profetizaba el calendario azteca,


iba a producirse el regreso de Quetzalcóatl.*18
Mientras escuchaba los consejos de sus sacerdotes y mensajeros,
Moctezuma inspeccionaba las extensas ciudades lacustres de sus do­
minios. Sabía que debía proteger a toda costa Tenochtitlán, el epi­
centro geográfico, político y espiritual de su vasto imperio, pero
también temía que la llegada de ese tal Cortés estuviera predestinada.
La tradición aseguraba, y Moctezuma se la creía a pies juntillas, que
la capital azteca era el centro sagrado del universo. Pero el mito de
Quetzalcóatl afirmaba que el antepasado real barbudo llegaría algún
día para «hacer temblar los cimientos del cielo» y conquistar Tenoch­
titlán. Moctezuma escuchaba a los sacerdotes y meditaba. Decidió
ser cauteloso y juicioso en las decisiones que tomara y averiguar si
Cortés era realmente Quetzalcóatl, puesto que si lo era, entonces
también era descendiente de la familia gobernante y, por tanto, esta­
ban unidos por lazos de sangre.19
Moctezuma eligió a dos de sus sobrinos de mayor confianza y
a cuatro de sus sacerdotes (entre ellos Tendile) y los envió de nuevo a
la costa. Su misión consistía en desplegar por el terreno espías para
controlar todos los movimientos de los españoles e informar de ellos
por medio de sus mejores «corredores», relevos de hombres que co­
rrían a una velocidad de vértigo y con gran sigilo por las montañas,
capaces de recorrer distancias superiores a los trescientos veinte kiló­
metros al día para transmitir sus mensajes. Acompañados por una
caravana de porteadores, los sobrinos y sacerdotes de Moctezuma
debían transportar nuevamente a la costa las plumerías, los vestidos
de algodón y las piezas de oro que los invasores tanto parecían apre­
ciar. Los enviados de Moctezuma debían reiterar el ultimátum: que
aceptaran esos regalos y se marcharan.

* Los aztecas usaban al menos dos calendarios, uno agrícola o solar, llamado
xiuhpohualli, y otro sagrado o ritual, denominado tonalpohualli. Este último era un
sistema caléndrico que empleaba ciclos de cincuenta y dos años y el concepto de
«grupos de años». El sagrado tonalpohualli usaba un par de ciclos interconectados:
uno de trece números y otro de veinte nombres de día.

53
C O N Q U IS T A D O R

Mientras Cortés aguardaba a que las expediciones de reconocimien­


to regresaran, Tendile apareció de nuevo, acompañado una vez más
de porteadores que cargaban con obsequios. C on la solemnidad ha­
bitual, volvió a sahumar a Cortés y sus hombres con incienso aromá­
tico y «dio diez cargas de mantas de plumas muy finas y ricas»2” y más
piezas de oro. A continuación, hizo entrega de cuatro grandes gemas
verdes (piedras de jade) que a los españoles les parecieron esmeraldas
en bruto. Según explicó Tendile, las piedras preciosas eran un regalo
personal de Moctezuma para el rey de España, y tenían un precio y
un valor muy superiores a los del oro, porque ayudaban a los muertos
en el más allá. Entonces Tendile se puso serio y, por mediación de la
Malinche, reiteró con firmeza el anterior mensaje de Moctezuma,
que ahora sonaba a un ultimátum: como ya tenían todo lo que ne­
cesitaban, los españoles debían cargar sus barcos y volver enseguida a
su país. Ahí ya no tenían nada que hacer. Debían tomar esos regalos
con honor y dignidad y marcharse de inmediato.
Una vez comunicado el mensaje, Tendile y los demás enviados
dieron media vuelta y se encaminaron hacia el interior para informar
al emperador Moctezuma de que habían transmitido con éxito su
mensaje.
A la mañana siguiente, Cortés se despertó y se encontró con que
los chamizos en que hasta entonces habían vivido los dos mil traba­
jadores que Tendile había dejado estaban desiertos. Asimismo, por
orden directa de Moctezuma, los habitantes de la zona también se
habían retirado hacia los bosques y habían cortado todo comercio y
comunicación con los españoles; los nativos dejaron de llevar comida
a Cortés y su ejército. Habían quedado aislados y dependían en ex­
clusiva de sí mismos.

Para que la expedición tuviera éxito era fundamental escoger el mo­


mento más oportuno; parecía que había llegado la hora de actuar
con decisión. Desde que fuera rechazado, Cortés empezó a obsesio­
narse con mantener un encuentro personal con ese poderoso — y
sumamente rico— emperador que ellos llamaban Moctezuma. Pero
para ello debería proceder con tiento, y antes que nada debía üdiar

54
El MENSAJE DE M O C TE Z U M A

con las divisiones internas de la expedición. C on el grueso de la


facción deVelázquez en misión de reconocimiento bajo el mando de
Montejo, Cortés recurrió a su formación en leyes y tramó una hábil
maniobra política. En primer lugar, celebró una reunión con los
soldados y capitanes que permanecían en el campamento y les expli­
có que entendía a la perfección que hubiera facciones entre sus filas
y que mantuvieran dos opiniones diferentes. Entendía que los hom ­
bres estuvieran hambrientos y abatidos y que algunos de ellos inclu­
so quisieran coger el botín y navegar de regreso a Cuba.
Sin embargo, razonó Cortés, tenían mucho que ganar si seguían
adelante. Solo había que fijarse en las riquezas que ya habían acu­
mulado. Era verdad que la mayor parte de ellas habría que enviárse­
las al rey, pero debían pensar en cuántas más debía de haber. Con
gran astucia, Cortés fomentó un debate entre sus hombres y escu­
chó los argumentos de uno y otro bando, pero como la mayoría de
los hombres de Velázquez estaban ausentes, en la discusión apenas
hubo voces discordantes. Esa noche, al amparo de la oscuridad, y en
lo que constituyó básicamente un ingenioso golpe de Estado, C or­
tés reunió en su tienda a todos sus aliados más poderosos y la mayor
parte de ellos estuvieron de acuerdo en que, en lugar de volver a
Cuba, debían quedarse allí y establecerse. A este respecto, Cortés
apuntó que lo mejor sería que renunciara a su comisión bajo Diego
deVelázquez en presencia de su notario y que, conjuntamente con
él, crearan y fundaran su propio asentamiento, una colonia llamada
Villa Rica de la Vera Cruz (en referencia a su llegada allí el Viernes
Santo). Rápida pero meticulosamente y observando todos los for­
malismos jurídicos, Cortés preparó la documentación necesaria en
virtud de la cual se creaba un cabildo, integrado por sus partidarios
y acólitos así como por un alcalde mayor (Alonso de Puertocarre-
ro), regidores (Alonso de Grado y Pedro de Al varado), un condesta­
ble (Gonzalo de Sandoval) y un escribano (Diego de Godoy). Como
muestra de su espíritu conciliador, a modo de gesto político desti­
nado a calmar los ánimos, Cortés también nombró alcalde mayor a
Montejo.21
A continuación Cortés abandonó la tienda para que sus acólitos,
los recién nombrados regidores y gobernadores, pudieran «elegirlo»

55
C O N Q U IS T A D O R

capitán general y justicia mayor de la villa que se había creado unos


momentos antes.
Las acciones llevadas a término por Cortés denotan una menta­
lidad jurídica brillante y una gran destreza para la diplomacia espon­
tánea, ya que, al desvincularse de la autoridad deVelázquez y fundar
una villa, dejaba de estar sujeto por ley a obligación alguna con el
gobernador de Cuba. En adelante, Cortés y sus hombres iban a res­
ponder solamente ante Carlos I, el rey de España. Con unos pocos
golpes de pluma clandestinos, Diego de Velázquez, legalmente des­
pojado de toda autoridad, dejó de ser el patrón de Hernán Cortés,
quien al cabo de unos pocos días empezaría a redactar una serie de
cartas, dirigidas directamente al rey, en las que explicaba, comentaba
y, en ciertos aspectos, justificaba su expedición y sus acciones.

Las expediciones de reconocimiento marítimo regresaron con la no­


ticia de que, a pesar de no ser la mejor opción, a unos sesenta kiló­
metros de allí había otra franja de costa donde poder desembarcar, así
que Cortés no perdió el tiempo. Por fin iban a abandonar las sofo­
cantes dunas de San Juan de Ulúa. El caudillo extremeño ordenó que
el grueso de sus fuerzas fueran por mar, mientras que él y un peque­
ño ejército expedicionario irían hasta allí por tierra, a fin de poder
explorar el terreno y entrar en contacto con sus habitantes.
Impulsados por vientos favorables y bajo un cielo despejado, los
barcos llegaron poco después a un promontorio rocoso, un saliente
situado en una bahía apacible (si bien de aguas no lo bastante pro­
fundas para el gusto del piloto Alaminos). Con todo, lograron ama­
rrar los navios en las rocas y echar el ancla, y empezaron a descargar
la artillería, las provisiones, los caballos y los perros. Iban a acampar
allí, cerca de un poblado que, según supieron después, se llamaba
Quiahuiztlán. Ese iba a ser el lugar que serviría de asiento a la recién
creada Villa Rica de la Vera Cruz.
Entreunto, Montejo y Velázquez de León ya habían sido informa­
dos de los subrepticios acontecimientos que habían tenido lugar en su
ausencia. Hechos una furia, dejaron bien claro que no iban a obedecer
más órdenes de Cortés, quien se había extralimiudo claramente en

56
Kl MKNSAJI: l>li M O CTF./.U M A

sus funciones. Celebraron una reunión y trataron de convencer a los


demás seguidores de Velázquez de volver a Cuba e informar del cisma
al gobernador. Cortés, decidido a no tolerar insubordinaciones de
ningún tipo (y sin duda también consciente de que, al recibir la noti­
cia,Velázquez enviaría barcos en su búsqueda para que lo arrestaran o,
más probablemente, lo ahorcaran), mandó encadenar a esos hombres
en las naves y mantenerlos bajo custodia hasta que se calmaran y él
decidiera qué hacer con ellos. Poco después, valiéndose de sus nota­
bles poderes de persuasión, Cortés logró convencer a la mayoría de los
soldados de la justeza de su misión y de su deber para con la Corona,
y al cabo de unos pocos días fueron liberados hasta los más obstinados.
Con todo, a sus hombres Cortés les había dejado claro que lo mejor
sería que no le llevaran la contraria.22
Cortés montó en su caballo y condujo a su pequeña mesnada
tierra adentro y luego hacia el norte. Poco después de partir vio a
un grupo de indígenas que los estaban observando desde la falda de un
monte, a una distancia prudencial. Parecían diferentes de Tendile y
de los indios del interior de México, y también de los nativos de la
costa con que los españoles ya se habían encontrado. Cortés mandó
a unos cuantos jinetes para que los llevaran ante su presencia, y se
quedó fascinado y repugnado a partes iguales cuando los tuvo delan­
te: tenían las orejas y la nariz horadadas, con agujeros de tamaño
suficiente como para introducir un dedo por ellos; tenían el labio
inferior lleno de cortes intencionados como parte de un ritual de
automutilación y enseñaban unas encías y unos dientes ennegreci­
dos, y, además, en esos agujeros grotescamente ensanchados llevaban
grandes trozos de piedras de colores. Hablaban un idioma que ni si­
quiera la Malinche entendía, pero algunos podían defenderse en ná­
huatl. La Malinche transmitió a Cortés el mensaje de los nativos: se
llamaban totonacas y, desde hacía algún tiempo, habían estando ob­
servando a los españoles en la costa. Los había enviado su jefe para
averiguar si el cabecilla de los españoles estaría dispuesto a reunirse
con él; vivían a unos pocos kilómetros de allí, en un poblado llamado
Cempoala.*23

* Cempoala era la principal ciudad de la federación totonaca, tributarios reti­

57
C O N Q U IS T A D O R

Cortés, al sospechar que les estaban tendiendo una trampa, reu­


nió una unidad de caballería complementada con artillería pesada,
arcabuceros y ballesteros, y avanzó en formación tierra adentro para
entrevistarse con el jefe totonaca. Asimismo, envió por delante a unos
cuantos jinetes a modo de espías para que reconocieran el terreno.
Poco después regresó uno de ellos, jadeante y con los ojos como
platos, y afirmó haber visto a lo lejos unos templos relucientes que
parecían bruñidos con plata; de hecho, ¡estaba convencido de que los
templos de los totonacas estaban hechos de pura plata! (Más tarde, el
jinete quedó en ridículo y Cortés, profundamente decepcionado,
cuando descubrieron que la supuesta plata era un simple espejismo
o ilusión óptica. El destello era en realidad el reflejo de los rayos del
sol en las paredes de piedra, recientemente encaladas.)
Cortés y sus hombres atravesaron el espeso follaje de la zona, rico
y verde como el jade, dejando atrás árboles tropicales llenos de loros
de vistoso plumaje que graznaban sobre sus cabezas. Poco después
tuvieron que cruzar las turbias y agitadas aguas de un afluente del
ancho río de la Antigua; los jinetes lo hicieron a lomos de sus caballos
y los soldados de infantería, en balsas construidas con ramas y tron­
cos. Por fortuna, del sol de justicia los protegía la sombra del espeso
follaje de las palmeras.24 Cortés se sintió más animado cuando en la
espesura descubrieron una amplia variedad de piezas de caza, tanto
grandes como pequeñas; venados, pavos, faisanes y gansos.
Al llegar a las inmediaciones del poblado, Cortés y sus hombres
repararon en las grandes viviendas de piedra, provistas de ordenados
techos de paja y con las paredes pulcramente encaladas. Muchas de
las casas eran de estuco pulido y estaban pintadas de vivos colores:
amarillo, azul, rojo y verde.25 A medida que se aproximaban, los es­
pañoles fueron recibidos por enviados del jefe de Cempoala que
condujeron a Cortés hasta un patio central situado junto a una pirá­
mide impresionante coronada por un templo. Flanqueadas por pal­
meras mecidas por el viento, una serie de pirámides habían sido

centes de los aztecas. El término totonaca se refiere a los miembros de dicha federa­
ción, mientras que cempoalís alude a los totonacas que vivían en la mencionada
Cempoala.

58
1.1 MENSAJE 1>E M O C TE Z U M A

erigidas de manera ordenada y meticulosa a lo largo de una magní­


fica llanura. Entre ellas Cortés descubrió un círculo de piedras que,
según sabría después, era utilizado para celebrar combates religiosos
de «gladiadores», cuyo ganador obtenía como premio seguir con
vida. Cortés envió a varios hombres para que inspeccionaran el tem­
plo principal, donde se encontraron con algo que les revolvió el es­
tómago: los cuerpos de varios jóvenes recién sacrificados, de cuyas
visceras todavía manaba sangre. Las paredes del altar estaban salpica­
das de sangre y los corazones de las víctimas permanecían en platos.
Los exploradores también vieron amplias piedras sacrificiales y afila­
dos puñales de obsidiana relucientes de sangre, así como torsos des­
membrados a los que les habían cortado limpiamente los brazos y las
piernas. Los hombres informaron de todo ello a Cortés, quien exigió
ver de inmediato al jefe de ese pueblo.26
Mientras esperaban, los nativos salieron de sus casas y se arremo­
linaron en torno a los españoles, tirando de sus barbas y observando
con pasmo a los jinetes, armados y listos, y a los caballos, que creían
centauros. Entonces llegó el jefe totonaca, transportado en una litera
por numerosos sirvientes. Era un hombre enorme, hasta tal punto
que dos hombres situados a su lado tenían que sostener con un sóli­
do palo su abultada barriga, cuya carne se desparramaba sobre él.27 El
orondo cacique, llamado Tlacochcalcatl, habló en su lengua materna
y varios de sus hombres usaron el náhuatl para transmitir su mensaje
por mediación de la Malinche y Aguilar. A medida que el jefe voci­
feraba, gesticulaba en dirección a las altas montañas del interior, y
luego empezó a hablar cada vez más rápido y en un tono de voz cada
vez más alto y vehemente. Había oído hablar del gran poder de los
españoles y de cómo habían derrotado a los tabascanos con un pe­
queño contingente. Estaba muy impresionado. Entonces le explicó a
Cortés que tenía un pequeño problema y que los españoles quizá
pudieran ayudarle a solucionarlo. La orgullosa e independiente tribu
de los totonacas, cuyo principal centro, Cempoala, contaba con más de
veinte mil habitantes, había sido conquistada recientemente por sus
vecinos, los mexicas. Ahora, contra su voluntad, eran vasallos del em­
perador Moctezuma; peor aún: estaban obligados a pagar tributos
exorbitantes a su nuevo amo, que además exigía la entrega de gran­

59
CO N Q U ISTA D O !*

des cantidades de víctimas para sus constantes sacrificios humanos.


Moctezuma se había estado llevando a los mejores hombres y muje­
res jóvenes, y ahora incluso se proponía hacer lo mismo con sus es­
posas. Era demasiado. Los totonacas no querían seguir satisfaciendo
sus demandas, y Tlacochcalcatl se preguntaba si Cortés y los españo­
les podían utilizar de algún modo su enorme poder para reducir los
tributos que los totonacas estaban obligados a pagar.28
Cortés se percató de inmediato de que podía sacar provecho de
ese descontento. Por mediación de la Malinche, respondió que sí,
que probablemente podían alcanzar un acuerdo que fuera beneficio­
so para ambos. Echó un vistazo a la bien organizada ciudad y llegó a
la conclusión de que un buen número de sus habitantes — posible­
mente miles de ellos— podrían servir como guerreros y porteadores.
Preguntó sin miramientos por el tamaño de la confederación toto-
naca y le preguntó al grueso cacique, que apenas podía caminar sin
la ayuda de otros, cuántos guerreros podría suministrarle a Cortés. El
jefe respondió que la confederación totonaca la integraban más de
treinta poblaciones, todas ellas unidas en su disensión contra los az­
tecas. Además, había otras tribus que también se sentían insatisfechas.
Una de ellas, la de los fieros tlaxcaltecas, estaban inmersos en una
rebelión sin tregua y nunca se habían rendido a Moctezuma. El ca­
cique le aseguró a Cortés que, si dirigía una ofensiva contra los azte­
cas, él podría proporcionarle un enorme ejército de guerreros, una
fuerza que ascendería a cientos de miles de hombres.
Cortés selló una alianza militar con el orondo cacique. En esas
circunstancias, desde luego que estaba plenamente dispuesto a ayu­
darle.29
4

Hernán Cortés se juega el todo por el todo:


«Conquistar esta tierra o morir en el intento»

Convencido de que el nuevo «vasallaje» verbal se consolidaría, C or­


tés concentró sus tropas con el propósito de dirigirse al poblado de
Quiahuizdán, ubicado tierra adentro, a unos kilómetros de Cempoa-
la. Allí, o en algún lugar cercano, Cortés esperaba asentarse finalmen­
te, construir un fuerte y establecer formalmente Villa Rica de la Vera
Cruz, que hasta entonces había sido solo una ciudad móvil, que so­
lamente existía sobre el papel. Com o muestra de buena fe, el cacique
de Cempoala,Tlacochcalcad, le ofreció a Cortés más de cuatrocien­
tos porteadores, hombres jóvenes y fuertes que podían transportar
pesadas cargas a lo largo de muchos kilómetros. Fue un gesto que los
españoles agradecieron profundamente, porque liberaba a muchos
de los mejores soldados y les permitía marchar de manera más rápida
y cómoda.
Cortés condujo a las tropas y los porteadores hasta las inmedia­
ciones de Quiahuizdán y luego entraron en el poblado, emplazado
en lo alto de un escarpado cerro y orientado hacia las aguas del Gol­
fo. El pueblo parecía estar deshabitado salvo por un grupo de sacer­
dotes que atendían los templos, barriéndolos y encalándolos. Los
sacerdotes explicaron que los habitantes, temerosos de las bestias de
cuatro patas, se habían escondido. En ese preciso momento se acer­
caron corredores totonacas que, agitados y sin aliento, avisaron a los
sacerdotes y a los españoles de que una delegación de recaudadores
de tributos aztecas se estaba aproximando al poblado; venían para
llevarse a más hombres, mujeres y niños.
Cortés miró con atención a los recaudadores a medida que se
acercaban: serios e incluso altivos, llevaban el pelo negro recogido
detrás de la cabeza, atado con un coletero. Caminaban erguidos, en

61
C O N Q U IS T A D O R

orden y sin prisas, cada uno portando un bastón curvo y una rosa en
la nariz (un signo distintivo de la clase alta).Junto a ellos había sirvien­
tes que removían el aire con matamoscas, y lucían túnicas y taparrabos
bellamente bordados. Los recaudadores pasaron junto a Cortés y sus
hombres sin dirigirles la mirada o reparar siquiera en su presencia.1
Al poco llegaron nobles totonacas que se afanaron en buscarles
un sitio apropiado en el que sentarse y agasajarlos con copiosas can­
tidades de comida y bebida. Ofendido por el aire imperial de los
recaudadores y el caso omiso que le habían hecho, Cortés envió a la
Malinche para que averiguara lo que pudiera sobre los visitantes. Al
llegar, se encontró con que los recaudadores aztecas ya había dado
buena cuenta de la comida (incluidos pavos y chocolate) y estaban
reprendiendo con vehemencia a los caciques totonacas por haber
recibido pacíficamente a los españoles y haberlos hospedado sin el
permiso de los aztecas (y, por extensión, de Moctezuma). Como
castigo por tamaño atrevimiento, exigieron la entrega inmediata de
veinte hombres y mujeres jóvenes para los sacrificios rituales, que
habría que añadir a los demás tributos por los que habían venido.
Cuando la Malinche le comunicó la demanda a Cortés, este ideó
rápidamente una estratagema. Se reunió en secreto con uno de los
señores totonacas de Quiahuiztlán y le ordenó que enviara algunos
guerreros con la misión de apresar a los aztecas, atarlos a un palo y
luego confinarlos en una vivienda adyacente a la de Cortés, someti­
dos a una estricta vigilancia.Temiendo la reacción de Moctezuma, el
cacique totonaca carraspeó y balbució, pero Cortés le aseguró que
todo iría bien. Si los totonacas querían recibir la ayuda de Cortés,
debían confiar en él y tener fe en sus métodos. En adelante iban a
dejar de pagar tributos de ningún tipo a los aztecas. Así pues, los to­
tonacas maniataron a los recaudadores. Todos sus sirvientes huyeron
entre la maleza y corrieron a informar de la captura de los nobles.
Esa noche Cortés ordenó a sus guardias que, asegurándose de
que los totonacas no se dieran cuenta, liberaran a escondidas a dos
de los recaudadores aztecas y los llevaran ante su presencia. Los guar­
dias cumplieron la orden y a continuación, en una elaborada e inte­
ligente treta, Cortés mandó llamar a Aguilar y la Malinche para ha­
blar con los prisioneros. Les dieron a entender que solo estaban

62
III.R N A N C O R iliS Si: JU FC A f-I.T O IK ) l'O R til .T O IK )

tratando de saber quiénes eran (por supuesto, Cortés ya lo sabía) y


escucharon con atención las explicaciones y súplicas de los aztecas.
Explicaron que su trabajo consistía en recaudar tributos para su
magnífico emperador y afirmaron sentirse ultrajados por el trato que
estaban recibiendo. Dijeron no estar acostumbrados a ello y que es­
taban indignados. Cortés los escuchó atentamente, asintiendo y mos­
trándose de acuerdo. Entonces, por mediación de Aguilar y la Ma-
linche, les aseguró que los españoles no habían tenido nada que ver
con su arresto, sino que había sido cosa de los totonacas, y que le
repugnaba constatar el trato humillante que estaban recibiendo los
emisarios del gran Moctezuma, con quien habían entablado una
relación amistosa y pacífica. Cortés les dio comida y vino y Ies dis­
pensó un trato cordial.2
Finalmente Cortés dejó en libertad a los dos nobles aztecas y les
prometió ayudarlos a escapar si luego informaban a su señor de que
el caudillo de los españoles había actuado con suma generosidad y
compasión y que solo deseaba mantener relaciones cordiales y pací­
ficas. Mientras los guardias conducían a los hombres fuera de la estan­
cia, Cortés les garantizó que, al día siguiente, se encargaría de que sus
otros tres compañeros también fueran puestos en libertad y que se
aseguraría personalmente de que no sufrían maltrato alguno. Para
garantizar que la estratagema surtía efecto, Cortés ordenó a seis de
sus marineros más leales que, al amparo de la noche, acompañaran a
los prisioneros hasta la costa, los embarcaran en un bote y los dejaran
a unos veinte kilómetros al norte, más allá de los confines de Cem -
poala. Los aztecas agradecieron a los españoles su amabilidad y em­
pezaron a caminar al amparo de la oscuridad, decididos a llegar a
Tenochtitlán e informar a Moctezuma de lo ocurrido.
Por la mañana, los caciques totonacas se despertaron con la de­
sagradable sorpresa de que dos de los prisioneros habían «escapado»
en el transcurso de la noche. Estaban tan enojados que amenazaron
con sacrificar allí mismo a los otros tres aztecas, pero Cortés intervi­
no. Fingiendo estar también furioso por la fuga, dijo que se ocuparía
del asunto y ordenó que los tres recaudadores aztecas fueran encade­
nados y confinados en una de las naves españolas. De ese modo, les
explicó a los totonacas, podría mantenerlos estrechamente vigilados

63
C O N Q U ISTA D O R .

y evitar una nueva fuga. Pero, una vez a bordo, y sin ser vistos por los
totonacas. Cortés mandó quitar los grilletes a los tres aztecas y les
transmitió el mismo mensaje que a sus compañeros. El ardid dio re­
sultado; cuando los corredores llegaron a Tenochtitlán e informaron
del encarcelamiento de los recaudadores, Moctezuma m ontó en có­
lera y amenazó con represalias. Sin embargo, poco después llegaron
los primeros prisioneros en ser liberados y explicaron que Cortés los
habia tratado muy bien y que, por fortuna, los había puesto en liber­
tad, ya que, de lo contrario, los totonacas seguramente los habrían
ajusticiado.
Las maquinaciones de Cortés, su juego a dos bandas, estaban
funcionando a la perfección. Los totonacas estaban atónitos e impre­
sionados por el coraje del capitán general español. Apenas podían
creerse que se hubiera atrevido a tratar con tanta dureza a los aztecas
y les maravillaba que no mostrara tem or alguno por las consecuen­
cias que ello pudiera acarrear; asimismo, estaban encantados de no
tener que seguir pagando tributos. A su vez, al menos momentánea­
mente, Cortés había conseguido aplacar a Moctezuma, que, en lugar
de castigar a los españoles, decidió enviarles una pequeña delegación
con más regalos.3 Cuando los enviados llegaron, explicaron que el
emperador azteca todavía no podía recibirlos, pero esta vez el tono
parecía haberse suavizado. Cortés aceptó de buen grado los obse­
quios y entregó los tres recaudadores a los nobles que encabezaban
la delegación, sobrinos de Moctezuma, que parecían satisfechos
cuando se marcharon. Los subterfugios y maniobras diplomáticas de
Cortés estaban dando sus frutos.
La siguiente tarea que Cortés acometió fue construir el fuerte y
la villa. En un vasto llano situado a unos dos kilómetros y medio
tierra adentro de Quiahuiztlán, eligió el sitio exacto donde levantar
la fortaleza y sus correspondientes torres de defensa. Constaría de un
mercado, una iglesia, un granero y de todos los edificios públicos que
requiere una ciudad como Dios manda. La cercana bahía, descubier­
ta por Montejo y elegida por sus tranquilas aguas, protegidas del
azote periódico de los vientos del norte, era apropiada para las acti­
vidades marítimas y comerciales, que Cortés esperaba serían pujan­
tes. Entusiasmado por la perspectiva, Cortés trabajó rápido y a desta­

64
III K N AN CO K TI-S S K JU I íCJA i;i T O D O l'O K R t.T O IIO

jo; según Uernal Díaz, «comenzó el primero a sacar tierra a cuestas y


piedra e ahondar los cimientos».4 Los capitanes y soldados no tarda­
ron en seguir su ejemplo, y también ayudaron en la faena los portea­
dores cubanos y muchos de los cuatrocientos hombres que el caci­
que de Cempoala le había cedido a Cortés. Los trabajos progresaron
a buen ritmo. Al cabo de unas pocas semanas estaban terminados los
primeros edificios, y en la construcción de los restantes siguieron
trabajando sin descanso todos los hombres disponibles. Finalmente,
el 28 de junio de 1519 Cortés dio por fundada la primera colonia de
Nueva España.5
Mientras Cortés se hallaba enfrascado en esta tarea llegó el jefe
de Cempoala, transportado en su litera. Pidió una audiencia con el
caudillo español y este mandó llamar a Aguilar y la Malinche para
escuchar lo que Tlacochcalcatl tuviera que decirle. El cacique le re­
veló que necesitaba la ayuda que Cortés le había prometido, pues en
un poblado totonaca llamado Cingapacinga, a unos cuarenta kiló­
metros al sudeste de allí, guerreros aztecas estaban atacando a los
habitantes del poblado y arrasando sus cultivos. Según el cacique de
Cempoala, se trataba de una represalia por la alianza de los cempoa-
leses con los españoles y por la negativa de la federación totonaca a
seguir pagando tributos a los aztecas. El cacique quería saber si C or­
tés estaba dispuesto a cumplir con su parte del trato e ir hasta allí para
combatir a los aztecas.
Aunque aborrecía la idea de tener que abandonar los trabajos de
construcción de Villa Rica de la Vera Cruz, que avanzaban a buen
ritmo, Cortés comprendió la importancia de mantener relaciones
cordiales con su nuevo aliado, así que accedió a la petición. Dejó un
pequeño contingente de hombres para que prosiguieran con las la­
bores de construcción y vigilaran las provisiones y la munición, y
reunió al grueso de su fuerza de combate, incluida toda la caballería
(que por entonces constaba ya solo de quince caballos, al haber
muerto el del propio Cortés) y montó en su nuevo corcel, el Arrie­
ro.6 Al frente de un grupo de arcabuceros y ballesteros y de más de
dos mil guerreros cempoaleses. Cortés se puso en marcha hacia C in­
gapacinga.
Unas horas después, al atardecer. Cortés y sus tropas llegaron a

65
C O N Q U IM A M O R

algunos poblados donde encontraron a otros totonacas que, en lugar


de combatir contra guerreros aztecas, parecían estar sometiendo a
pillaje a los indefensos moradores, robándoles sus reservas de comida,
raptando a sus mujeres y niños e incluso asesinando a gente inocen­
te y desarmada. Por mediación de la Malinche, Cortés descubrió que
en realidad se trataba de una vieja disputa intertribal entre los toto­
nacas y los nativos de Cingapacinga y que no había ni un solo azteca
por la zona. Encolerizado, mandó de vuelta a los guerreros cempoa-
leses y les aseguró que ajustaría cuentas con ellos y con su cacique en
cuanto regresara. Luego avanzó, domeñó a los saqueadores totonacas
— a quienes les reprochó su conducta y el haber mentido sobre la
presencia de guerreros aztecas— y comunicó a los habitantes de
Cingapacinga que los combates habían concluido. Estaban a salvo y
podían recuperar la comida y la gente que les habían arrebatado. Una
vez más, la diplomacia categórica de Cortés había funcionado: los ha­
bitantes de Cingapacinga acordaron convertirse en aliados de los
españoles.
Cortés cabalgó de vuelta a Cempoala para ajustar cuentas con el
tripudo cacique, que le había decepcionado. Durante el viaje de re­
greso, Cortés observó que uno de sus hombres, un soldado llamado
Moría, salía de una casa con dos gallinas, una en cada mano. Era jus­
tamente el tipo de actividad que él había prohibido y a la que acaba­
ban de poner freno. Decidido a dejar bien claro que no toleraría se­
mejante comportamiento (y a todas luces fuera de sí), Cortés ordenó
a dos de sus hombres que ajustaran una soga alrededor del cuello del
ladrón y lo colgaran de un árbol cercano. Por lo visto, robar gallinas
era ahora merecedor de la horca. Suspendido en el aire, Moría se
bamboleó mientras tiraba con las manos de la soga, luchando por sus
últimas bocanadas de aire. Pero entonces llegó al galope Pedro de
Alvarado y, parándose en seco, cortó la cuerda y Moría cayó al suelo
como un saco de patatas, aún con vida. Alvarado habló en privado
con Cortés y le dijo que necesitaban a todos los soldados y que ese
hombre sin duda había aprendido la lección, al igual que todos los
presentes. Cortés, juicioso, estuvo de acuerdo, así que volvieron a
montar y reanudaron la marcha hacia Villa Rica y Cempoala.7
A la mañana siguiente, Cortés convocó a los caciques de todas

66
l ll k N Á N C O I llíiS M .JU i:<iA til IO D O l'O R I-I T O D O

las poblaciones vecinas (incluidos los de Cempoala y Cingapacinga)


y mantuvo una reunión con ellos. En presencia de testigos, Cortés les
dijo que estaba dispuesto a ayudarlos y a mantener la paz en la re­
gión, pero solo bajo ciertas condiciones que debían acatar y cumplir.
En primer lugar, tenían que dejar de guerrear entre ellos; era preciso
que olvidasen sus constantes rencillas y sellasen una nueva alianza. En
principio (y al parecer en la práctica, pues, según los cronistas, en el
futuro ninguna de las partes rompió el pacto), los de Cempoala y
Cingapacinga iban a hacer las paces. En este sentido, por lo visto
Cortés obligó a los caciques a estrecharse la mano, un gesto inusual
que a los indígenas debió de parecerles al menos extraño, cuando no
ridículo y desprovisto de sentido.
A continuación, una vez apaciguadas las tensiones tribales, C or­
tés creyó llegado el momento de convertir a los nativos. Por media­
ción de la Malinche, les expuso «que hay necesidad que no tengan
aquellos ídolos en que creen y adoran, que los traen engañados, y
que no les sacrifiquen; y que también habían de ser limpios de
sodomías».*** Cortés les advirtió de que solo los ayudaría si accedían
a todo eso y que, de lo contrario, los abandonaría a su suerte, desam­
parados y sujetos de nuevo al yugo de los aztecas. En cambio, si ab­
juraban de sus creencias y rendían culto al Dios único y verdadero,
se convertirían en vasallos de España y disfrutarían de otros benefi­
cios, como la vida eterna. Acto seguido, como siempre prefería la
acción por encima de las palabras, Cortés pidió a los caciques que
congregaran a todos los nativos en la plaza central de Cempoala.
Embargados por la curiosidad, de otros pueblos más distantes tam­
bién llegaron aldeanos, y una multitud abarrotó el complejo de pirá­
mides para presenciar el ritual religioso.
C on la esperanza de satisfacer a los españoles, el cacique de C em ­
poala, un poco azorado y contrito, obsequió a Cortés con ocho mu­
chachas, hijas de los caciques, y le explicó que los cempoaleses desea-

* De acuerdo con Bernal Díaz del Castillo y otras fuentes, la práctica de la


sodomía era frecuente y también era usada como una forma de prostitución. Díaz
comenta que los cempoaleses «tenían muchachos vestidos en hábito de mujeres
que andaban a ganar en aquel maldito oficio».

67
coNguiMAium

ban tenor a los españoles por hermanos y que esperaban que esas
jóvenes les dieran descendencia. (Después Cortés entregaría una de
las mujeres a Alonso Hernández de Puertocarrero, en compensación
por haberle arrebatado a la Malinche.) Haciendo gala de una hábil
capacidad de improvisación, Cortés sacó provecho del regalo. Agra­
deció el gesto, pero afirmó que los españoles solo podían aceptar a
las muchachas si se bautizaban como cristianas. Además, reiteró la con­
dición de que todos los indígenas de la región abandonaran la prác­
tica de los sacrificios humanos. Cortés y sus hombres habían presen­
ciado a diario ese ritual, ese acto bárbaro, y se le debía poner fin; de
lo contrario, no se veía con ánimo de mantener la afianza con ellos
y de protegerlos de sus «falsas creencias».*
En cuanto a la eliminación de los ídolos de los templos, los caci­
ques y sacerdotes de Cempoala se mostraron en completo desacuer­
do. Afirmaron que esos dioses les habían dado buena salud, cosechas
abundantes, un clima benigno e incluso la vida misma, por lo que
sería erróneo abjurar de ellos. Cortés les explicó que, si no lo hacían
ellos mismos, ordenaría a algunos de sus hombres que subieran a las
pirámides y lo hicieran en su lugar. Los totonacas, temiendo que su
mundo tocara a su fin si los ídolos eran destruidos, empezaron a chi­
llar, bramar y gimotear, y Tlacochcalcatl apostó guerreros armados al
pie de las pirámides para defenderlas.
Cortés no estaba dispuesto a transigir ni dar su brazo a torcer.
Marchó al frente de cincuenta de sus soldados, con las espadas de­
senvainadas y listos para entrar en combate. A medida que se aproxi­
maban a la base de la pirámide, los totonacas tensaron sus arcos y les
apuntaron. Entonces Cortés avanzó hacia donde estaba Tlacochcal­
catl y lo sujetó a punta de espada. A través de la Malinche, exigió que
dejaran pasar a sus hombres pues, de lo contrario, matarían allí mis­
mo al cacique y los sacerdotes. En medio de un silencio sepulcral, la

* Díaz del Castillo también había sido testigo de la práctica: «Cada día sacri­
ficaban delante de nosotros tres o cuatro o cinco indios, y los corazones ofrecían a
sus ídolos y la sangre pegaban por las paredes, y cortábanles las piernas y brazos y
muslos, y los comían como vaca que se trae de las carnicerías en nuestra tierra,
y aun tengo creído que lo vendían por menudo en los tiangues, que son mercados»,

68
iie k n An c u r i e s s u j u e g a ui . t o d o w m i;i r o ñ o

tensión del ambiente fue en aumento, pero finalmente Tlacochcal-


catl alzó la mano y ordenó a los guerreros que dejaran en el suelo las
armas y se hicieran a un lado. Mientras los cincuenta españoles su­
bían a grandes zancadas las gradas de piedra, los líderes religiosos
totonacas y miles de aterrorizados testigos observaban la escena des­
de abajo, a la espera de que su mundo se desmoronara.
Los soldados españoles alcanzaron la cúspide y se detuvieron
frente a los enormes ídolos de piedra, que les parecieron horribles y
macabros. Entre ellos había figuras «de manera de dragones espanta­
bles, tan grandes como becerros, y otras figuras de manera de medio
hombre y de perros grandes y de malas semejanzas».’ Trabajando en
equipo, los españoles arrastraron con gran esfuerzo las pesadas figuras
de piedra tallada hasta el borde de la plataforma y las empujaron es­
calinatas abajo, hasta que quedaron hechas añicos. Horrorizados, los
caciques y los sacerdotes se taparon los ojos con las manos y volvie­
ron la cara, y los gritos de lamento fueron en aumento. La muche­
dumbre oró a sus dioses para que perdonaran a los españoles por su
atrevimiento, pues no era culpa suya. Los totonacas pidieron perdón
a las divinidades por no haber podido impedir que los símbolos su­
frieran daños.
Cuando se dispersó la polvareda levantada por los ídolos caídos,
los totonacas, algo confundidos y visiblemente aliviados, se percata­
ron de que su mundo no había sufrido un final catastrófico, al menos
no de modo instantáneo. Pese a todo, esta conversión a la manera de
Cortés fue el inicio del fin de su religión y su cultura, y un estado
general de sombría resignación se apoderó de Cempoala cuando
Cortés ordenó retirar y quemar los pedazos de escultura. Rizando el
rizo de la injuria, Cortés encomendó la tarea a los ochos «papas»
(sacerdotes) que estaban al cuidado del templo y los ídolos. Los pa­
pas cumplieron con el cometido cabizbajos, entre constantes lamen­
tos. Vestían largos hábitos negros, llevaban el pelo — que nunca se
cortaban— lleno de coágulos de sangre de las víctimas de los sacri­
ficios, y tenían las orejas llenas de cortes fruto de los rituales de au-
tomutilación.10
Seguidamente, Cortés dirigió la transformación del templo pira­
midal en un lugar de culto cristiano, para lo cual mandó llamar a

69
C O N QUISTA DOR

todos los canteros del poblado. Subieron hasta la plataforma con re­
cipientes de barro y de madera repletos de cal, encalaron toda la zona
del templo, limpiaron a conciencia la sangre seca incrustada en el
suelo, en las paredes y en la superficie de la piedra sacrificial, y, por
último, quemaron incienso para eliminar el olor a sangre. A conti­
nuación, Cortés ordenó erigir un altar y cubrirlo con mantos de lino
y rosas de agradable olor, y mandó llamar a cuatro de los sacerdotes
para que custodiaran el nuevo santuario y se ocuparan de él; además,
como parte de su conversión, les obligó a cortarse el pelo, que a al­
gunos les llegaba hasta el suelo, y les proporcionó hábitos blancos en
sustitución de los negros. A los nuevos custodios se les enseñó a fa­
bricar velas y se les encomendó la tarea de mantener alguna siempre
encendida sobre el altar, iluminando tanto la cruz de madera, recién
levantada, como la figura de la Virgen María. Dada la meticulosidad
habitual de Cortés en estas cuestiones, cabe destacar que los sacerdo­
tes totonacas no fueron bautizados.11
Para finalizar el reemplazo de religiones, Cortés pidió al padre
Olmedo que oficiara una misa ante todos los caciques totonacas,
mientras la multitud de espectadores congregados en la base de la
pirámide observaba la ceremonia y escuchaba atentamente la misa
en español, traducida por la Malinche. Finalmente, como condición
para aceptarlas. Cortés insistió en que las ocho vírgenes que el oron­
do cacique de Cempoala le había dado poco antes fueran bautizadas
e iniciadas en las enseñanzas del cristianismo. Una vez satisfecha la
exigencia, el caudillo español distribuyó las chicas entre sus hombres,
descendió las gradas de la nueva pirámide-iglesia y regresó a Villa
Rica. Mientras la caballería española se alejaba, los ídolos seguían
ardiendo, lanzando una espesa humareda negra que cubría toda la
llanura costera.12

De vuelta en Villa Rica, Cortés recibió la sorprendente noticia de


que acababa de llegar un barco procedente de Cuba. En principio
debía formar parte de la flota, pero, como en el momento de la apre­
surada partida no estaba aún en condiciones de navegar, zarpó des­
pués y, gracias al buen tiempo y a la buena suerte, había avistado la

70
iii r n An c o r tés seju ec a la r o n o por f.l t o d o

flota de Cortés fondeada en la plácida bahía. La carabela, al mando


del capitán Francisco de Saucedo, transportaba provisiones y refuer­
zos, que tanta falta hacían: comida, sesenta soldados y, lo más alenta­
dor y útil de todo, doce caballos más, incluidas algunas yeguas. N o
obstante, el regocijo de Cortés por la llegada de refuerzos se vio em­
pañado por las noticias que la nave traía: poco antes había llegado a
Cuba una carta del rey de España en la que este autorizaba expresa­
mente a Diego de Velázquez a fundar colonias y comerciar en las
tierras recién descubiertas, que incluían Cozumel y la península de
Yucatán. Era un mensaje que complicaba las cosas.
Siempre que debía tomar una elección difícil, Hernán Cortés la
sopesaba cuidadosamente y después actuaba con celeridad, y en este
caso también actuó con resolución y rapidez. R eunió a sus capitanes
y elementos más leales y les explicó que debían enviar de inmediato
un barco a España, para lo cual eligió como capitanes a Puertocarre-
ro y Montejo. Debían defender con su vida y entregar en persona al
rey copias de los documentos en virtud de los cuales se fundaba Villa
Rica y se disolvía la empresa mercantil con Velázquez. La elección de
esos dos capitanes no era casual. Por un lado, Cortés confiaba plena­
mente en Puertocarrero, y, por otro, enviando a Montejo se deshacía
de un influyente agitador a favor de Velázquez al tiempo que daba
una apariencia de equidad a su elección. Además, Cortés los envió
no solo como capitanes y enviados sino también como procuradores,
es decir, como representantes civiles de la recién fundada Villa Rica
de la Vera Cruz; se trataba de una designación que daba la aparien­
cia de legitimidad, aunque fuera cuestionable desde el punto de vis­
ta jurídico.13 Con el experto y experimentado Alaminos al timón,
Puertocarrero y Montejo debían navegar lo más rápido posible rum ­
bo a España, evitando cualquier escala o demora innecesaria.
A sus hombres, que ciertamente debieron de sentirse indignados,
Cortés les explicó que en el barco debían cargar todos los tesoros
que habían reunido en el transcurso del viaje: todos los maravillosos
regalos de Moctezuma (los grandes discos de oro y plata y las plume­
rías, incluido un magnífico tocado adornado con más de quinientas
plumas de quetzal), todo el oro que les habían dado entre Cozumel
yTabasco (salvo, misteriosamente, el que habían recibido en San Juan

71
CONgUrSIAIKIK

de Ulúa),1'*así como todas las joyas y piedras preciosas, hasta la última


baratija de oro. Cuando algunos de los hombres protestaron vehe­
mentemente y dijeron que solo estaban obligados a enviar el quinto
real y que, en cambio, estaban regalando sin más el botín que con
tanto esfuerzo habían reunido. Cortés les respondió que entendía su
enfado pero que, para impresionar al emperador y ganarse su favor
con vistas a poder continuar con la expedición, debían mandar un
tesoro que estuviera literalmente a la altura de un rey; de lo contra­
rio, su credibilidad podía ser puesta en entredicho. Se trataba de una
maniobra calculada, de una jugada maestra. Cortés había mandado
cargar en el mejor de los barcos que le quedaban algunas de las ri­
quezas más fastuosas jamás reunidas en un único navio. En efecto, se
trataba de un soborno en toda regla.15
Cortés se retiró a sus aposentos para empezar a redactar la prime­
ra de las cinco detalladas y prolijas cartas que enviaría al rey, en las
que describiría el itinerario de la expedición, narraría sus acciones en
las nuevas tierras descubiertas y, lo más importante de todo, propor­
cionaría una justificación política a las decisiones que tomara en cada
punto del recorrido.* La primera misiva incluía una lista porm eno­
rizada del tesoro que había enviado, con el sobreentendido de que
había mucho más en el lugar de donde procedía y con la garantía
tácita de que Cortés y sus hombres iban tras ello, al corazón mismo
del imperio azteca. Cortés sabía perfectamente que, aun bajo condi­
ciones de navegación favorables (que raramente estaban garantizadas,
con el añadido de que el barco no zarparía hasta el 26 de julio, cerca
de dos meses después de la época ideal para hacerse a la mar), el bar­
co con el tesoro tardaría varios meses en llegar a España, y que no
recibiría respuesta alguna hasta, al menos, la primavera del año si-

* Estas cinco misivas han dado en llamarse Carlas de relación. Escritas a lo largo
de siete años y dirigidas directamente al rey Carlos 1 de España, constituyen uno de
los relatos de primera mano más impresionantes y detallados de la conquista de Amé­
rica. Aunque hay que leerlas con suma prudencia, entendidas como documentos de
alto contenido político y analizadas en relación con el resto de las crónicas, tanto
españolas como indígenas, resultan muy útiles para entender la mentalidad y el carác­
ter de Hernán Cortés. En las cartas, Cortés recalca de manera reiterada y vehemente
su lealtad al rey y a la Iglesia.

72
i i i .r n A n CORTAS SE JUEG A EL T O D O l’O R el t o d o

guíente. Cortés debió de calcular que, si todo iba bien, para cuando
tuviera noticias del monarca ya se habría apoderado de un botín
mucho más suculento que ese tesoro: el mismísimo imperio azteca.
El desasosiego cundió entre algunos integrantes de la colonia
cuando vieron zarpar al piloto Alaminos. Los partidarios más intran­
sigentes de Velázquez clamaron al cielo, anhelando embarcar de re­
greso a Cuba, donde los esperaban sus mujeres, sus granjas y el bienes­
tar material de sus hogares; un deseo que aumentó cuando vieron
claras las intenciones de Cortés de marchar tierra adentro. Hacía dos
meses que estaban en la inhóspita costa deVeracruz y, a su modo de
ver, habían alcanzado los objetivos iniciales. Estaban hambrientos y
cansados, y algunos todavía padecían enfermedades tropicales. Q ue­
rían volver a casa. Al principio Cortés aparentó mostrarse compren­
sivo y les dijo que permitiría marcharse a quien así lo deseara, pero
no tardó en cambiar de opinión so pretexto de que, para la empresa
en la que estaban a punto de embarcarse, necesitaría a todos los
hombres para enfrentarse a los ignotos peligros que les esperaban.
Todo hacía presagiar el estallido de un motín. U n pequeño con­
tingente de partidarios de Velázquez (encabezados por Pedro Escu­
dero, Velázquez de León, Diego de Ordaz y un hábil piloto llamado
Gonzalo de Umbría) se reunieron en secreto y planearon subir a
bordo de uno de los bergantines, matar al capitán, tomar el navio y
hacerse a la mar en pos del barco que transportaba el tesoro, con el
objetivo de apresarlo y entregárselo aVelázquez. Por la noche inicia­
ron los preparativos (cargaron tasajo, raciones de pan de mandioca,
agua, aceite y algunos pescados locales) y planearon zarpar sigilosa­
mente a medianoche. N o obstante, uno de los conspiradores al pare­
cer perdió los nervios por miedo a la reacción de Cortés en caso de
ser descubiertos y decidió revelarle la conjura; tenía motivos sobra­
dos para temer al capitán general.
Cortés ordenó arrestar a todos los conspiradores conocidos y,
para dar ejemplo a sus tropas, impuso de inmediato duras condenas.
El principal implicado, Escudero, sería ahorcado; al piloto Gonzalo
de Umbría le cortarían los pies; uno de los marineros rasos iba a re­
cibir doscientos azotes en presencia de toda la tropa, y uno de los
curas de la expedición,Juan Díaz, sería encarcelado durante un tiem­

73
C O N Q U ISTA D O R

po con la amenaza de la horca. (Al parecer, Cortés quería que se


«muriera de miedo».) Quizá para causar un efecto dramático, y tam­
bién para dejar constancia de su compasión, Cortés diría de su deci­
sión: «¡Oh, quién no supiera escribir, para no firmar muertes de
hombres!».16 En cualquier caso, Escudero acabó colgado de la horca,
pero no todas las sentencias fueron ejecutadas hasta sus últimas con­
secuencias. Así, a Umbría le amputaron parte de los pies — probable­
mente los dedos— pero siguió integrando la expedición, y el resto de
los conspiradores siguieron un tiempo entre rejas pero a la postre, una
vez que hubieron aprendido la lección, fueron puestos en libertad.
Pese a todo, el motín dejó intranquilo a Cortés. N o podía arries­
garse a sufrir más actos de insubordinación y sabía que debía erradi­
car toda tentación que pudiera conducir a futuras discordias. Así
pues, en un acto de increíble y premeditada osadía, encargó a sus
capitanes más leales que abrieran boquetes bajo la línea de flotación
de las naves, y estas empezaron a escorarse y crujir y, finalmente, se
hundieron. A continuación, Cortés reunió a las tropas y les explicó
que las termitas estaban devorando el casco de algunas de las embar­
caciones y que otras estaban maltrechas a causa de los fuertes vientos
y del intenso oleaje. O rdenó retirar las velas, las cadenas, los cordajes,
los clavos, los aparejos, las maromas, las poleas y los remos, y almace­
nar todo el material aprovechable en el fuerte situado en el promon­
torio que dominaba la playa.17 Por último, ordenó varar o hundir
todos los barcos. Había destruido la flota entera.
De pie junto a sus hombres, Cortés contempló cómo el último
de los grandes navios desaparecía tras la línea del horizonte y se hun­
día en las oscuras aguas del Golfo. Lo había apostado todo, su vida y
la de los suyos, con la mirada puesta en el futuro. Posteriormente
escribiría que en ese momento ya «no contaban con nada salvo con
sus manos... y con la certeza de que deberían conquistar esta tierra o
morir en el intento».18N o habría vuelta atrás.
5

Hacia las montañas

Cortés, ocupado en los preparativos para una marcha por las tierras
del interior, evaluó cuántos efectivos y armas tenía a su disposición.
Tendría que dejar algunos soldados en Villa Rica para que custodia­
ran el fuerte y siguieran trabajando en la construcción de los edifi­
cios, mientras que los heridos y los enfermos también se quedarían
para recuperarse, habida cuenta la dificultad de cruzar las montañas,
que podían verse en la distancia. Permanecerían en Villa Rica ciento
cincuenta hombres a las órdenes de Juan de Escalante, a quien se le
encomendó la tarea de mantener a los hombres en forma y prepara­
dos, mantener relaciones cordiales con los nativos de la costa y vigi­
lar las aguas del Golfo por si se producía alguna actividad marítima,
amiga u hostil.
El viaje hacia las montañas y a través de ellas prometía ser muy
duro, por lo que Cortés pidió ayuda a los caciques cempoaleses.
Tras deliberarlo, acordaron proporcionarle cincuenta guerreros ex­
perimentados y, más importante aún, varios centenares de portea­
dores que ayudaran a cargar con el equipo y el armamento, inclui­
dos los pesados falconetes, que disparaban balas de tres libras, o
incluso piedras redondas y lisas en caso de andar cortos de muni­
ción. La mayoría de los cañones más grandes, las lombardas, eran
demasiado pesados para ser transportados aun con la suma de los
porteadores nativos y del centenar de sirvientes cubanos que queda­
ban, de modo que se dejó la mayor parte de ellos enVera Cruz para
defender el fuerte; allí podrían ser montados como era debido y
apuntados desde posiciones fijas. Asimismo, para facilitar la tarea a
los porteadores y poder avanzar más rápido, Cortés encargó a uno
de sus carpinteros que construyera algunas carretas de madera pro­
vistas de ruedas, que soportaran mucho peso y las inclemencias del

75
CO N Q U ISTA D O R

viaje. Se trataba de los primeros vehículos con ruedas en ser usados


en M esoamérica.*1
Cortés cabalgó al frente de la caballería, compuesta por quince
jinetes bien armados para la batalla, y de entre trescientos y cuatro­
cientos soldados, entre ellos unos cuarenta o cincuenta ballesteros
excelentes y veinte o treinta arcabuceros. A los soldados se les ordenó
cargar con sus alabardas, escudos, lanzas y espadas y llevar puesta en
todo momento, incluso para dormir, su mejor armadura, a fin de que
estuvieran siempre preparados para entrar en combate, ya fuera de
día o de noche. Los cascos y armaduras de acero que los españoles se
habían traído de la Península o de Cuba eran terriblemente pesados
y rígidos, poco apropiados para el clima de los trópicos. Enfundados
en dichas armaduras, los soldados soportaban temperaturas de hasta
noventa grados, y Cortés y sus hombres no tardaron en adoptar las
de algodón acolchado que llevaban puestas los guerreros nativos, más
ligeras y transpirables.2 Asimismo, los españoles también llevaban va­
rios perros de presa, mastines y lebreles bien adiestrados que lucha­
rían con suma ferocidad junto a sus amos.3
El 16 de agosto de 1519, Cortés mandó formar a sus tropas y les
dirigió unas palabras en medio de los bufidos y resoplidos de los
caballos y de los gruñidos de los perros. Dijo que eran una «compa­
ñía santa» a punto de emprender una cruzada y que debían «con­
quistar esa tierra o m orir en el intento», pero que la fe en el Salvador
los conduciría a la victoria, ya que no había vuelta atrás posible. «Esta
certeza debe ser nuestra única esperanza — vociferó— , pues no te­
nemos más auxilio que el que nos proporcione la divina providencia
y nuestro valor.»'1 Espoleados por el enardecedor discurso, los hom­
bres prorrumpieron en vítores y la caravana de guerreros, porteado­
res y bestias partió hacia lo desconocido.

* Aunque los mesoamericanos habían inventado la rueda y la habían incorpo­


rado a algunos juguetes para niños, nunca habían considerado la posibilidad de cons­
truir unas mayores para utilizarlas como dispositivos de tracción o transporte, en
parte porque no disponían de animales de tiro apropiados para esa tarca, pero tam­
bién porque buena parte del terreno era impracticable, en especial durante las esta­
ciones lluviosas. Véase Charles C. Mann, 1491, Nueva York, 2005, pp. 19 y 222-223.

76
HACIA l.AS M O NTAÑAS

Se dirigieron hacia el oeste, en dirección a Jalapa. Avezados ex­


ploradores totonacas, conocedores de la zona, se avanzaban al grupo
en misiones de reconocimiento y volvían periódicamente para in­
formar a Cortés de las condiciones del terreno y de cualquier inten­
ción hostil entre la población nativa. Los conquistadores y sus aliados
atravesaron frondosos bosques habitados por ocelotes y jaguares,
avanzaron por surrealistas florestas pobladas de cacaos y vainillas cuyo
aroma acre embotaba los sentidos, y pasaron junto a cultivos de maíz,
maguey y cactus nopal.5 Del denso follaje de la jungla, situado muy
por encima de sus cabezas, les llegaban los cacofónicos graznidos de
los loros y los guacamayos y el sobrecogedor zumbido de insectos
iridiscentes que no habían visto jamás. El camino, muy empinado,
ascendía gradualmente hacia las cordilleras, tras las que se extendía el
vasto altiplano mexicano. El aire se volvió más irrespirable y frío
cuando llegaron a los mil doscientos de altitud. En dirección sudoes­
te, Cortés y sus hombres contemplaron atónitos el gigantesco y ne­
vado pico de Orizaba, que se eleva por encima de los cinco mil
seiscientos metros sobre el nivel del mar, más del doble que cualquier
montaña de la península Ibérica. Llamado Cerro de la Estrella por los
mexicanos, quizá por sus violentas erupciones, es la montaña más alta
de México, visible desde ciento cincuenta kilómetros de distancia, y
como tal genera sobrecogimiento y respeto.6 Las temperaturas des­
cendían cada vez más conforme los conquistadores subían. Los por­
teadores cempoaleses, que iban ligeros de ropa, empezaron a tiritar a
causa del intenso frío y pidieron prestadas más piezas de ropa y man­
tas a los españoles. Algunos cayeron gravemente enfermos. Tras dos
días de marcha forzada por caminos repletos de espinosas vides y
granadillas (la fruta de la pasión), llegaron al poblado de Jalapa, em­
plazado en los límites del territorio totonaca,7 y pernoctaron en él.
Al día siguiente reanudaron la marcha.
La ruta obligaba de nuevo a ascender, por encima de los mil ocho­
cientos metros, y pasaba junto a Coatepec y luego al lado de Xico-
chilmaco, una aldea fortificada y asentamiento azteca. Los españoles
pasaron por ellas sin ser molestados y continuaron la larga, ardua y fría
caminata, día y noche, y franquearon un elevado desfiladero que Cor­
tés bautizó como Paso del Nombre de Dios (en la actualidad llamado

77
CO N Q U ISTA D O R

Paso del Obispo). Fuertes vientos azotaban el angosto cañón, segui­


dos por una intensa tormenta que expuso a Cortés y sus hombres a la
lluvia, el aguanieve y el granizo y que los caló hasta los huesos.Tres de
los porteadores cubanos perecieron debido a las inclemencias clima­
tológicas en las altas montañas del Cofre de Perote.
La caravana de conquistadores y porteadores siguió adelante y
descendió de las escarpadas alturas hasta llegar a un vasto y desolado
llano, un valle seco, yermo y abrasado por el sol. Los expedicionarios
avanzaron rumbo al norte en dirección al río Apulco, bordearon una
inmensa salina y marcharon por la aparentemente interminable lla­
nura por espacio de tres días, durante los cuales se les agotaron todas
las provisiones de comida y, peor aún, todas las reservas de agua. Los
hombres, delirando a causa de la sed, se arrodillaban y sorbían el agua
de lagunas salobres, pero la salinidad era tan elevada que solo les pro­
vocaba más sed aún, y algunos enfermaron y vomitaron al retomar la
marcha. Finalmente, después de casi una semana de caminar sin pau­
sa, volvieron a subir cuando el duro desierto de maguey dio paso a
escarpadas cordilleras de pedernal. Los estrechos senderos conduje-

78
HAC IA CAS M O N T A Ñ A S

Paso del
Nombre
de Dios
Cem poala

Orizaba

ron a Cortés y sus andrajosos hombres hasta la población de Xocot-


lán (hoy en día llamada Zautla).8
Exhaustos, quemados por el sol y extremadamente sedientos, los
españoles eran ahora peligrosamente vulnerables, pero, por fortuna
para ellos, Olinted, el cacique de Xocotlán (según las crónicas, tan
gordo como el de Cempoala), los recibió amistosamente y les pro­
porcionó alojamiento, calor y comida.Tras haber descansado y comi­
do, Cortés inspeccionó el poblado, con diferencia el más grande por
el que habían pasado desde que partieran de la costa y Cempoala,
con una población de quizá veinte mil habitantes. En la plaza de
Xocotlán, Cortés descubrió un gigantesco tablero formado por mi­
les de cráneos humanos (tzompantli) dispuestos en hileras rectas, jun­
to a los que había grandes pilas de huesos de piernas y de brazos
encalados y resplandeciendo bajo el sol. Lo que más impresionó y
repugnó a Cortés fueron los cuerpos de unas cincuenta personas
recién sacrificadas, desmembrados y bañados en sangre, así como una
gran estatua del dios de la guerra Huitzilopochtli de la que goteaba
aún la sangre de las víctimas sacrificadas.

79
CO N Q U IS IADOR

Cortés difícilmente hubiera podido entender que esos cadáveres


y calaveras eran el resultado de complejos y sofisticados rituales reli­
giosos de carácter estacional que los nativos consideraban esenciales,
incluso vitales, para su supervivencia, pues creían que dichos sacrifi­
cios garantizaban la salida diaria del sol. Los cautivos de guerra eran
conducidos ceremoniosamente a elevados altares y sacrificados por
cinco sacerdotes: se colocaba a la víctima boca arriba sobre una pie­
dra especial que representaba al sol, dos sacerdotes la sujetaban de los
brazos y otros dos le agarraban y estiraban las piernas, y el quinto
sacerdote situaba un largo collar en torno al cuello del prisionero
mientras el cacique del poblado mantenía en alto un puñal de obsi­
diana y, a continuación, se lo hundía en el pecho. Una vez abierta la
cavidad, le retiraba con las manos el corazón, aún palpitante, y lo al­
zaba en lo que constituía una ofrenda muy estilizada y ceremonial.
Se creía que los vapores del corazón transmitían un mensaje especial
al sol. Los tzompantli, construidos a partir de miles de víctimas de los
sacrificios, servían de constante recordatorio del inmenso poder de
su religión. Los sacrificios humanos rituales también servían para
atraer la lluvia y para garantizar las cosechas y la fertilidad, y se lleva­
ban a cabo durante las «fiestas del desollamiento de hombres», la
festividad deTóxcatl y la «ceremonia del fuego nuevo».9
Cortés mandó llamar a la Malinche y, a través de ella, le pregun­
tó a Olintetl si era vasallo de Moctezuma. El cacique, a quien la
pregunta por lo visto le pareció sorprendente y divertida a partes
iguales, dejó pasar un buen rato antes de responder de manera cor­
tante y socarrona: «¿Y quién no es vasallo de Moctezuma?».'0 Cortés
le aseguró que, desde luego, él no lo era, y que él y sus hombres ser­
vían a un emperador que vivía muy lejos de allí, en una tierra situa­
da al este, y cuyos súbditos y reinos igualaban o superaban en núme­
ro a los de Moctezuma. Para no ser menos, Olintetl se lanzó a
enumerar las cifras del imperio azteca, afirmando que comprendía
alrededor de treinta reinos y más de cien mil guerreros cada uno.
Cortés y sus capitanes lo escucharon atentamente, y aunque les pa­
reció que exageraba, quedaron impresionados y un poco azorados.
¿Y si era verdad lo que decía? Lo más interesante de todo fue la des­
cripción que Olintetl hizo de la capital, Tenochtitlán, que, según

80
HACIA l AS M O NTAÑAS

afirmó, era lina fortaleza impenetrable situada sobre una gran laguna
y accesible solamente a través de tres calzadas provistas de puentes
levadizos. Cuando estos eran izados, nadie podía entrar o salir de la
ciudad salvo en canoa. La belleza de la ciudad era indescriptible, afir­
mó Olintetl, y añadió que la extensión y el poder del imperio de
Moctezuma eran tan grandes que, con el paso de los años, había
acumulado una fortuna incalculable en oro y plata, en buena parte
gracias a la conquista de las ciudades-Estado vecinas."
Esta última información despertó el interés de Cortés, quien le
preguntó a Olinted si poseía oro ya que estaba interesado en obtener
algunas muestras para llevárselas a su emperador cuando regresara a
España. Olinted contestó que sí, que tenía oro, pero que no estaba
autorizado a darles a los españoles sin el permiso directo de Mocte­
zuma. Cortés, ofendido por el rechazo, replicó que no tardaría en
obtenerlo directamente de Moctezuma, a quien iba a visitar. Indig­
nado aún por las evidencias de sacrificios humanos recientes, Cortés
lanzó un sermón sobre las virtudes del cristianismo y los males de los
cultos falsos, y llegó a sugerir que se erigiera una cruz en el principal
adoratorio. N o obstante, el padre Olmedo le aconsejó no hacerlo
porque un acto así podría provocar hostilidades. Cortés le hizo caso
y dejó correr el asunto.
Cortés permaneció en Xocotlán por espacio de cuatro días, du­
rante los cuales las tropas recibieron provisiones de comida escasas, si
bien suficientes para subsistir. Los españoles estaban impresionados
con la organización del poblado, sobre todo con la cuidada agricul­
tura: hileras de cactus gigantes y extensas plantaciones de maguey,
con sus anchas hojas verdes con rayas amarillas y sus flores, de un
color amarillo intenso, abriéndose sobre sus largos tallos. Según les
dijeron, los lugareños quitaban las espinas a las hojas de cactus nopal
y se las comían, y el jugo del interior de la planta de maguey lo de­
jaban fermentar hasta que se convertía en una bebida alcohólica lla­
mada octli (hoy en día se denomina «pulque» y la toman en México).
Asimismo, explicaron a los españoles que los poblados tenían leyes
contra la embriaguez pública.12 Mientras recuperaban fuerzas, los
españoles recibieron la visita de aldeanos fascinados, llenos de curio­
sidad por ver los caballos, los perros y el extraño armamento de

81
C O N QUISTA DOR

metal. Algunos miraban con cautela desde cierta distancia y luego


salían corriendo. Los españoles se jactaron de que sus caballos podían
derribar hombres situados muy lejos y de que sus armas podían arra­
sar ejércitos enteros desde muchas leguas de distancia. Muchos de los
nativos creyeron que los conquistadores y sus caballos eran dioses, y
los españoles no dijeron nada que contradijera dicha creencia; inclu­
so fomentaron el rum or de que los perros eran asesinos despiadados
y de que podían soltarles leones o tigres.13
Antes de partir, Cortés envió cuatro jefes cempoaleses a Tlaxcala
con la misión de entregar cartas (y de transmitir oralmente el men­
saje, puesto que las misivas, escritas en castellano, eran una formalidad
y, en cualquier caso, no las hubieran entendido) en las que se anun­
ciaba la pronta llegada de los españoles y que venían en son de paz y
con la intención de sellar una alianza. Los caciques también se lleva­
ron algunos obsequios: gorros españoles, una ballesta y una espada
(estas últimas, símbolos de poder). Cortés le preguntó entonces a
Olintetl qué ruta debía tomar para llegar a la capital azteca, y el caci­
que le recomendó ir por una aldea llamada Cholula, una ciudad y
lugar santo consagrado a su anterior morador, Quetzalcóad. Algunos
de los cempoaleses que viajaban con Cortés le desaconsejaron elegir
esa alternativa porque no solo se trataba de una ruta más larga, sino
que, además, Cholula era un puesto avanzado azteca fuertemente
fortificado y sus habitantes no eran gente de fiar. Por el contrario,
Tlaxcala, ubicada en una ruta alternativa, nunca había sido conquis­
tada por Moctezuma, y era la lealtad de los daxcaltecas lo que Cortés
buscaba. Además, la ruta por Tlaxcala era más corta. Cortés meditó al
respecto mientras se preparaba para reanudar la marcha.
Olintetl fue en persona a ver a Cortés y sus tropas, que ya esta­
ban en plena formación. El cacique de Xocotlán ofreció varios re­
galos al caudillo español — algunos atavíos, varios lagartos y pen-~
dientes de oro, algunos collarines y, lo más útil de todo, cuatro
mujeres para que molieran maíz y elaboraran pan con él— y se des­
pidió de los extranjeros.M
El repuesto ejército, con Cortés al frente, se puso en marcha y
empezó a atravesar el largo valle del río Apulco a través de una ciudad
de grandes dimensiones llamada Iztaquimaxtidán, donde también re­

82
HACIA LAS M O NTAÑAS

cibieron un trato amistoso si bien cauteloso, aparentemente por or­


den de Moctezuma, cuyos espías y mensajeros merodeaban por do­
quier e informaban con exactitud de los movimientos y la ubicación
de los españoles. Allí Cortés aguardó brevemente recibir respuesta de
sus mensajeros cempoaleses, pero, al no tener noticias de ellos, decidió
seguir adelante.
Lo que Cortés no sabía era que los mensajeros nativos habían
llegado con éxito a la capital de Tlaxcala y habían hecho entrega de
los regalos, las cartas y el mensaje a los nobles tlaxcaltecas, pero que
acto seguido habían sido encarcelados, a la espera de una investiga­
ción por parte de un alto consejo. Por mediación de sus propios es­
pías y mensajeros, los tlaxcaltecas habían descubierto que, a lo largo
de su travesía, Cortés ya se había reunido en varias ocasiones con
funcionarios aztecas, y esos tratos entre los españoles y sus archiene-
migos los habían inquietado. En particular, los tlaxcaltecas tenían se­
rias dudas sobre las intenciones pacíficas y amistosas de los españoles,
y sospechaban que los visitantes tal vez habían sellado una alianza con
los aztecas y fueran a atacarlos. Los nobles tlaxcaltecas estuvieron de
acuerdo en que, en lugar de mantenerse pasivos, lo mejor era actuar:
permitirían a los españoles entrar en su territorio y después, llegado
el momento, les tenderían una emboscada. Según Berna! Díaz del
Castillo, algunos de los guardias provocaron y amenazaron a los cem­
poaleses encarcelados diciéndoles: «Ahora hemos de matar a esos que
llamáis teules y comer sus carnes, y veremos si son tan esforzados
como publicáis, y también comeremos vuestras carnes, pues venís
con traiciones y con embustes de aquel traidor de Montezuma».15
Al abandonar el valle de Zautla, Cortés decidió que tomarían la
ruta más corta, en dirección a Tlaxcala. Tras haber recorrido unos
quince kilómetros, la columna se aproximó a una inmensa muralla de
piedra, de unos tres metros de alto y seis de grosor, que se extendía
por el valle a lo largo de unos ocho kilómetros. Los expedicionarios
se detuvieron y examinaron con cautela la elaborada construcción,
provista de posiciones defensivas para arqueros y lanceros. Habían al­
canzado la frontera formal de Tlaxcala, las grandes almenas construi­
das para repeler los ataques aztecas. Los hombres de Cortés discutie­
ron sobre la conveniencia o no de penetrar en el potencialmente

83
CO N Q U ISTA D O R

hostil territorio tlaxcalteca, sobre todo teniendo en cuenta que los


mensajeros no habían vuelto de allí. Los tlaxcaltecas, ferozmente in­
dependientes, quizá percibieran su entrada como un acto hostil. Sin
embargo, no parecía haber guarnición alguna vigilando la única aber­
tura de la inmensa fortificación, así que, anteponiendo la acción a la
discusión, Cortés ordenó a sus hombres entrar, con la bandera espa­
ñola ondeando en el asta del portaestandarte.16Vientos helados ba­
rrían los flancos del valle conforme los jinetes y los soldados avanza­
ban con los ojos bien abiertos.
Cortés cabalgaba al frente de la vanguardia, flanqueado por la
caballería. Cuando llegaron a las colinas de algunas montañas, divisó
un pequeño grupo de quince indígenas, armados para la batalla con
espadas bastardas de obsidiana, escudos y plumajes en la cabeza; al ver
caballos por primera vez en su vida,* los indígenas huyeron y se
desperdigaron por los montes bajos. Se trataba de exploradores oto-
míes, aliados de los tlaxcaltecas encargados de vigilar las tierras fron­
terizas de Tlaxcala. Cortés fue tras ellos a medio galope y les hizo
señas con la mano en un intento de convencerlos de que albergaban
intenciones pacíficas, pero la presencia de los grandes, imponentes y
resollantes animales solo asustó más a los otomíes.
Cortés envió algunos jinetes para que los capturaran, pero los
otomíes chillaron y gimieron, y cuando la veloz caballería española
les dio alcance, los exploradores lucharon ferozmente y, demostrando
no temer en absoluto las cargas de los animales, rajaron sus cuellos y
gargantas con las espadas. Un grupo organizado de guerreros consi­
guió derribar de sus monturas a dos jinetes, ensartó a los caballos con
lanzas y luego los apalearon con garrotes tachonados de piedras. En­
tre cánticos, los otomíes se llevaron a rastras los caballos, los decapi­
taron y desmembraron y, por último (como Cortés descubriría más
tarde), repartieron los despojos entre los diferentes poblados de la
tribu en desafiante señal de triunfo, e hicieron ofrenda a sus dioses de
las herraduras de los animales.17
Cortés envió varias divisiones de infantería que derrotaron rápi-

* Como ya se ha comentado. Cortés fue el primero en introducir caballos en


México desde su extinción en el hemisferio norte durante la Edad de Hielo.

84
HACIA l.AS M O NTAÑAS

Jámente a los guerreros restantes, de los que mataron a quince. Diez


españoles habían resultado gravemente heridos, y uno de los jinetes
murió más tarde a causa de las heridas. Entonces, emergiendo de una
elevación del terreno, Cortés y sus hombres vieron a millares de gue­
rreros tlaxcaltecas avanzando hacia ellos, con el rostro pintado de
vivos colores para señalar sus honores, logros y rangos militares. Los
que previamente habían tomado cautivos iban pintados de rojo y
amarillo, mientras que los guerreros afamados por su coraje y valor
llevaban largas franjas negras en la cara; asimismo, había unos terce­
ros, los «rapados», que tenían la cabeza afeitada y pintada mitad de
azul mitad de rojo.18Avanzaron en organizadas filas, algo que Cortés
no había visto antes entre los indígenas. Se trataba a todas luces de
una afinada maquinaria de combate, cuyos escudos, espadas, cascos y
crestas portaban coloridas insignias que representaban a antiguos go­
bernantes, dioses de la guerra e incluso gloriosas batallas del pasado.
Sus insignias indicaban la graduación, y se las tomaban tan en serio
que el hecho de llevar una de la que no se fuese merecedor estaba
penado con la muerte.19 A medida que los tlaxcaltecas se aproxima­
ban, disparaban flechas, lanzas y venablos arrojados mediante lanza­
dores especiales llamados átlatls (lanzadardos o estólicas), unos misiles
que llovían sobre los españoles, quienes se defendían de ellos mante­
niendo los escudos levantados sobre sus cabezas. Al verse sometido a
asedio, Cortés mandó venir a la artillería, los arcabuceros y los balles­
teros, y sus hombres se situaron en posición de ataque. Los tlaxcalte­
cas enviaron a la carga a un grupo de guerreros, y al ver al gran nú­
mero de atacantes y las oleadas que los seguían en apoyo, muchos de
los soldados españoles temieron por sus vidas. Por fortuna para ellos,
el resto de la caballería también había llegado y, tras una breve pero
reñida batalla, los tlaxcaltecas se batieron en retirada, llevándose con­
sigo a docenas de heridos.20
Extremando la cautela, Cortés mandó acampar junto a un río,
emplazó cañones en el perímetro y dejó ensillados a los caballos que
les quedaban por si sufrían un ataque nocturno. Como no disponían
de ungüentos, los soldados que ejercían de médicos de campaña ven­
daron a los heridos con grasa derretida de indios caídos en combate.
Asimismo, mataron y cocinaron algunos pequeños perros domesti-

85
CO N Q U ISTA D O R

cados que encontraron en aldeas deshabitadas, recogieron higos sil­


vestres llamados tuna y descansaron. Esa noche los soldados durmie­
ron a intervalos, tiritando de frío junto al helado riachuelo y con las
armas pegadas al pecho, asidas con las manos heladas. También Cor­
tés estaba intranquilo, sabedor de que había perdido una de sus ven­
tajas tácticas: los daxcaltecas habían descubierto que jinete y caballo
no eran una sola criatura y que ni uno ni otro eran inmortales.21
Al día siguiente, al amanecer, Cortés despertó a sus hombres,
discutió brevemente sobre cuestiones tácticas con sus capitanes y
luego se puso en marcha hacia levante, en dirección a la capital de
Tlaxcala. Al llegar a una pequeña aldea, encontraron a dos de los
mensajeros de Cempoala acurrucados junto al camino, bañados en
lágrimas y temblando de miedo. Explicaron que los habían confina­
do en jaulas y que los habían preparado para ser sacrificados, pero
que habían logrado escapar cuando la noticia de que los españoles
habían cruzado la muralla fronteriza llegó a la ciudad y la sumió en
una profunda conmoción. Avisaron a Cortés de que se estaban diri­
giendo hacia una emboscada: los tlaxcaltecas y sus aliados otomíes
tenían previsto atacarlos, sacrificarlos y hasta comérselos.22
Cortés dispuso de muy poco tiempo para reflexionar sobre las
implicaciones de esa información porque, tan pronto como avan­
zaron hacia un vasto llano, divisaron en el horizonte una horda
de guerreros otomíes armados hasta los dientes, quizá a un millar de
ellos, que avisaron de un ataque frontal inminente entonando cánti­
cos, pateando el suelo, tocando caracolas y tambores, y blandiendo
lanzas y arcos en dirección a los españoles. Los instrumentos, em­
pleados en el frente, servían para mantener comunicaciones tácticas
y para dirigir los movimientos de las tropas. Los líderes de cada uni­
dad sostenían estandartes altos y llenos de plumas llamados cuaclipan-
tli, que podían ser vistos a gran distancia y eran seguidos por los
guerreros.23
Con la esperanza de evitar un baño de sangre, Cortés, junto con
la Malinche, Aguilar y algunos otros, avanzó hacia los tlaxcaltecas. Se
llevaron consigo al escribano Diego de Godoy para que levantara
acta de los acontecimientos y entregaron a los guerreros un puñado
de prisioneros capturados por los españoles durante la refriega del

86
HACIA LAS M O NTAÑA S

día anterior. No obstante, el gesto de paz solo sirvió para enfurecer a


los otomíes, que empezaron a chillar, silbar y saltar arriba y abajo
mientras gritaban el nombre de su ciudad en señal de desafio, como
era su costumbre antes de entrar en combate. Acto seguido, empeza­
ron a arrojar dardos y lanzas.24
En vista de lo inminente del combate, Cortés habló a sus hom­
bres para infundirles ánimos. A los soldados de infantería les ordenó
hundir las puntas de sus espadas en los cuerpos del enemigo, y man­
dó a la caballería que avanzase a medio trote, sosteniendo las lanzas a
la altura de la cabeza de los indígenas para evitar que les agarrasen la
pica y los derribaran del caballo. Les ordenó no romper la formación
bajo ninguna circunstancia, por muy feo que se pusiera el asunto. A
los ballesteros y arcabuceros, que apoyarían por los flancos. Cortés les
dijo que disparasen sin cesar una vez que la batalla hubiera dado
comienzo. Con unas últimas palabras de ánimo, las tropas españolas
se lanzaron al ataque.
Los combates empezaron bien para Cortés y sus hombres. En las
primeras horas de la lucha mataron e hirieron a un gran número
de otomíes, que empezaron a replegarse hacia la espesura y la boca de
un angosto cañón. Envalentonado por la relativa facilidad del ata­
que, Cortés ordenó avanzar a sus hombres, pero lo que vio a conti­
nuación a ambos lados de la quebrada, extendiéndose hacia el llano
abierto, hizo que tirara con fuerza de las riendas de su caballo y se
detuviera en seco. La escena era verdaderamente desalentadora: in­
finidad de guerreros con un aspecto como nunca antes había visto,
un ejército enorme, de tal vez cuarenta mil combatientes tlaxcalte­
cas, se extendía formando largas hileras por encima y alrededor de
ellos a lo largo de una vasta llanura. Los soldados rasos, desnudos,
iban pintados de vivos colores, y entre sus filas había muchos caci­
ques y líderes que no paraban de dar pisotones en el suelo, entonar
cánticos y gritar, ataviados con vestidos adornados con plumas y
portando cascos con insignias de oro y piedras preciosas, que res­
plandecían a la luz de la mañana.*25 Bernal Díaz diría posterior­

* El número exacto de guerreros tlaxcaltecas resulta imposible de determinar.


Cortés, dado a la exageración, estimó que ascendían a más de cien mil, mientras

87
C O N Q U ISTA D O R

mente del encuentro: «Nos amedrentaron tanto que muchos de los


españoles pidieron confesarse».26
Aunque la correlación numérica de fuerzas ciertamente no le era
favorable, Cortés entendió que el orden, la disciplina y el armamen­
to superior de que disponía constituían sus únicas esperanzas de so­
brevivir. Ordenó a su ejército avanzar cautelosamente formando un
apretado cuadrángulo, y los hombres avanzaron con dificultad por
un terreno ondulado y entrecortado que ralentizó la progresión in­
cluso de la caballería. Foco después se lanzó al ataque un contingen­
te de vanguardia de otomíes, cuyos excelentes arqueros y tiradores
les arrojaban venablos; los indígenas lanzaban dardos y hasta piedras
cuando se producían combates cuerpo a cuerpo. Las bien entrenadas
tropas de Cortés mantuvieron la posición a pesar de la embestida.
Los arcabuceros y ballesteros disparaban andanada tras andanada
contra las oleadas de enemigos, y la infantería les infligió grandes
daños con sus espadas de acero templado, que partían en el acto las
espadas de quebradiza obsidiana de sus oponentes y ensartaban a los
indígenas, en su mayor parte desnudos (como consecuencia de un
embargo decretado por Moctezuma, ni siquiera poseían armaduras
de algodón).
Durante todo aquel día, Cortés lideró a su ejército y consiguió
repeler a los tlaxcaltecas, que atacaron una y otra vez en incesantes
oleadas, muchos de ellos acribillados en la retaguardia por el fuego
de artillería. En una o dos ocasiones la cantidad de guerreros nativos
fue tan desorbitada que las filas españolas se rompieron, pero Cortés
y sus capitanes lograron reorganizarlas y que mantuvieran la marcha y
la formación cuadrangular, de no más de trescientos soldados. Du­
rante los constantes ataques, el jinete Pedro de M orón fue derribado
de su yegua y acuchillado repetidamente con espadas de obsidiana, y
aunque tres de sus compañeros acudieron en su ayuda y se lo lleva­
ron a un lugar seguro, la yegua fue asesinada y decapitada y M orón
falleció unos días después. Con todo, los españoles habían infligido

que Bernal Díaz del Castillo ofrece una cifra más modesta, cuarenta mil. Otras
fuentes confirman que el jefe Xicotenga podía reunir rápidamente a cuarenta mil
guerreros para luchar contra los enemigos aztecas.

88
HACIA I.AS M O NTAÑAS

grandes daños al enemigo gracias a las ballestas, las armas de fuego y


los cañones, y, milagrosamente, al final del día los otomíes y sus alia­
dos tlaxcaltecas se batieron en retirada.
Los españoles se curaron las heridas, que eran considerables, en
una pequeña aldea abandonada llamada Tzompach, enclavada en lo
alto de una colina y apropiada para montar guardia. A Cortés debió
de animarle algo el hecho de que, aparte de Morón, que estaba he­
rido de muerte, ningún español hubiera perdido la vida en la batalla.
No obstante, el resto de sus hombres se hallaban en una condición
deplorable. Muchos de ellos tenían cortes y sangraban profusamente;
a estos desdichados se los cauterizó y vendó con la abrasadora grasa
obtenida de los indígenas fallecidos en el combate. Asimismo, la ma­
yoría de los caballos habían resultado heridos — los habían acuchilla­
do y golpeado a pesar de la armadura protectora— , y algunos cojea­
ban o tenían dificultades para mantenerse en pie. El propio Cortés
empezó a sufrir convulsiones como consecuencia de un ataque de
malaria. Usando una pirámide abandonada como fortín, Cortés
mandó a algunos de los herreros y carpinteros que arreglaran las
ballestas rotas y fabricaran más flechas. Fue una tensa y ventosa no­
che en esa desierta aldea encima de una colina. Los españoles eran
conscientes de que habían escapado con vida milagrosamente, pero
no sabían que, en parte, el motivo de que hubieran sido «perdona­
dos» residía en las tácticas bélicas de los indígenas. Al igual que los
aztecas, el objetivo de los guerreros tlaxcaltecas no era necesaria­
mente matar enemigos en el campo de batalla, sino herirlos o lesio­
narlos para capturarlos con vida y luego sacrificarlos. Se prodigaban
grandes honores a los guerreros que conseguían apresar vivos a los
cabecillas enemigos. Cortés y sus hombres estaban temerosos de lo
que el siguiente día les depararía.
Esa noche, con sus hombres hambrientos y a merced de los ele­
mentos, Cortés mandó llamar a Aguilar y a la Malinche para interro­
gar a algunos prisioneros. U no de ellos era especialmente insolente,
fanfarrón y arrogante. Según dijo la Malinche, era pariente de Xico-
tenga el Viejo, el cacique de la capital de Tlaxcala, y advirtió a Cortés
de que Xicotenga el Viejo y su hijo, también llamado Xicotenga,
estaban reuniendo un ejército de más de cien mil guerreros y de que

89
C O N QUISTA DOR

los españoles debían rendirse o, de lo contrario, serían derrotados,


capturados y luego sacrificados. Sin amilanarse por esas palabras,
Cortés les dio abalorios a él y a otros prisioneros y los liberó a fin de
que comunicaran a Xicotenga un mensaje inequívoco: los españoles
venían en son de paz y solo querían atravesar sus tierras para entre­
vistarse con Moctezuma; se consideraban sus aliados y hermanos,
pero si les seguían impidiendo avanzar, lo arrasarían todo a su paso.
Cuando los prisioneros liberados llegaron al campamento de Xico­
tenga el Joven y le transmitieron el mensaje de Cortés, el cacique
simplemente se burló. Según Bernal Díaz, la respuesta del altivo gue­
rrero tlaxcalteca «fue que fuésemos a su pueblo, adonde está su padre;
que allá harían las paces con hartarse de nuestras carnes y honrar sus
dioses con nuestros corazones y sangre».27
Al día siguiente, los tlaxcaltecas no atacaron sino que enviaron
una delegación con abundante comida, incluidos más de trescientos
pavos y centenares de cestas repletas de tortas de maíz recién hechas.
Sin embargo, aunque los españoles necesitaban imperiosamente la
coñuda, Cortés llegó rápidamente a la conclusión de que los regalos
no eran más que una estratagema para que los espías tlaxcaltecas
evaluaran el estado en que se encontraban sus hombres, animales y
armas. El caudillo extremeño ordenó de inmediato arrestar y confi­
nar a los integrantes de la delegación y resolvió que a la mañana si­
guiente, una vez repuestos con las aves y los panes, partirían al en­
cuentro de los tlaxcaltecas si por entonces estos no habían accedido
a pactar una tregua.
La salida del sol sobre el promontorio ofreció a Cortés y sus
hombres una imagen desalentadora. A través del aire, claro y frío,
pudieron ver al gran ejército de los tlaxcaltecas congregado en las
yermas tierras que se extendían a sus pies. Las tropas mixtas (incluidos
los otomíes) iban finamente engalanadas para la batalla y formaban
en escuadrones de prietas filas, y el son de los tambores y el lúgubre
ululato de las caracolas resonaban a lo largo y ancho del desolado
páramo. Los españoles rezaron, se reunieron, montaron y partieron
hacia lo que Bernal Díaz describió como «una peligrosa y dudosa
batalla».28
Liderado por Xicotenga el Joven, el enorme ejército de guerre-

90
HACIA l AS M O N I AÑAS

ros, pintados de rojo y gritando a medida que avanzaban en tropease


desplegó por el valle. Pero Cortés y sus adiestradas divisiones se ha­
bían preparado para un ataque masivo; sus disciplinados soldados
mantuvieron la formación, y ello a pesar de una terrible embestida
inicial en la que, según diría Díaz del Castillo, «¡qué granizo de pie­
dra de los honderos! Pues flechas, todo el suelo hecho parva de varas,
todas de a dos gajos, que pasan cualquiera arma y las entrañas, adon­
de no hay defensa».29 Los tlaxcaltecas arrojaban lanzas con punta de
piedra y cargaban, protegiéndose con escudos de madera recubiertos
de cuero.
Sin embargo, la superioridad numérica de los tlaxcaltecas se tro­
có para ellos en desventaja. Cuando cargaban en tropel, muy juntos,
se convertían en blancos fáciles para los ballesteros españoles, cuyas
andanadas abatían a docenas de guerreros a la vez, y los artilleros
también disparaban cañonazos contra la masa, con el resultado de
que cada pesada bola de metal derribaba a muchos hombres y cau­
saba estragos y confusión entre los escuadrones daxcaltecas, algunos
de los cuales se dispersaron. Al ver el desorden en que el enemigo se
sumía, Cortés envió a la caballería en grupos de cuatro jinetes, que
galopaban encorvados sobre la silla, hundían sus espadas de acero en
multitud de guerreros enemigos y luego regresaban a sus filas para
descansar y reagruparse mientras otro grupo se lanzaba al ataque. Los
caballos españoles y sus jinetes, trabajando al unísono, eran una má­
quina de matar, y el efecto fue devastador para Xicotenga el Joven
y sus tropas, que nunca antes habían visto a enemigos tan eficientes y
aterradores. Además, para complicar las cosas, Xicotenga el Joven
y uno de sus principales capitanes se enzarzaron en una fuerte discu­
sión sobre la táctica que debían emplear, de modo que, aunque Xi­
cotenga se lo ordenó directamente, el joven capitán se insubordinó y
se negó a apoyar a su líder o enviar tropas en su ayuda. Por más que se
esforzó, pese a enviar oleada tras oleada de sus hombres a la muerte,
Xicotenga el Joven no logró mover a los españoles de su posición. A
medida que los tlaxcaltecas se batían en retirada, retiraban del campo
de batalla a los muertos y heridos y trataban de ocultar el elevado
número de bajas arrancando del suelo manojos de hierba sucia y
reseca y lanzándolos al aire para generar una nube baja de polvo. Al

91
CO N Q U ISTA D O R

anochecer, ambos bandos se encontraban ya en sus respectivos cam­


pamentos.3"
De nuevo, y por increíble que pareciera, los españoles habían su­
frido muy pocas bajas. Aunque cincuenta o sesenta hombres habían
resultado heridos y todos los caballos presentaban cortes y heridas de
escasa consideración, parece ser que en la batalla solo había perecido
un soldado. Cortés se aseguró de que no pudiera ser descubierto por
el enemigo: ordenó que el cadáver de ese hombre, junto con los de
otros que fallecieron más tarde a causa de las heridas recibidas o de los
elementos, fueran enterrados a mucha profundidad bajo una casa para
impedir que fueran detectados; con ello Cortés esperaba seguir dando
la impresión de que él y sus hombres eran inmortales. Los españoles
permanecieron en la aldea situada en lo alto del promontorio, ex­
puestos a las inclemencias meteorológicas. Las temperaturas noctur­
nas descendieron bruscamente y empezó a soplar un viento cortante
procedente de las montañas y de los volcanes nevados que rodeaban
el lugar. Con sus hombres hambrientos y tiritando a causa del intenso
frío, Cortés envió otro mensajero aTlaxcala para reiterar sus intencio­
nes pacíficas y amistosas.
En Tlaxcala se reunió el alto consejo, cuyos miembros estaban
perplejos por la derrota sufrida por sus fuerzas en el campo de bata­
lla y dispuestos a averiguar el motivo. El consejo convocó a los me­
jores nigromantes, chamanes y adivinos y les pidió que escrutaran las
estrellas para encontrar una respuesta. Estudiaron con detenimiento
la alineación de las constelaciones, consultaron profecías, sacrificaron
a un gran número de esclavos y, tras darle muchas vueltas, volvieron a
reunirse con el consejo y anunciaron que, aunque los españoles no
eran necesariamente dioses, recibían su poder (al igual que sus pro­
pios dioses) del sol.31 Por consiguiente, debían atacarlos por la noche,
cuando dichos poderes disminuían. La idea fue debatida acalorada­
mente, en especial entre los principales asesores militares daxcaltecas,
que no confiaban en absoluto en la guerra nocturna y muy raramen­
te la ponían en práctica. Tras discutirlo largo y tendido, acordaron
lanzar un ataque nocturno. Con el mayor sigilo posible, unos diez
mil guerreros tlaxcaltecas tomaron posiciones en la llanura, bajo el
campamento de Cortés.

92
HACIA I AS M O N I AÑAS

La noche* era clara, iluminada por la luna creciente de otoño, y,


como de costumbre. Cortés había apostado centinelas en todo el
perímetro del campamento. Los guardias observaron movimientos
extraños en las proximidades del promontorio y avisaron de inme­
diato a Cortés, que despertó sin hacer ruido a sus hombres y susurró
las órdenes a sus capitanes. Debían bajar la colina en pequeñas divi­
siones, agazaparse en zanjas, pequeñas depresiones del terreno y los
maizales y, cuando recibieran la orden, debían salir de sus escondites
y tender una emboscada al enemigo. Cuando los daxcaltecas estuvie­
ron lo bastante cerca, Cortés se lanzó al ataque con la caballería y con
pequeños y rápidos regimientos de arcabuceros y cañones, y cogió
desprevenidos a los tlaxcaltecas en terreno abierto. Las vaporosas
sombras de los caballos y su relampagueante carga, así como los fo­
gonazos y las atronadoras explosiones de la artillería, sembraron el
pánico entre las fuerzas de Xicotenga, que huyeron despavoridas. Los
jinetes dieron alcance fácilmente a los guerreros enemigos, hiriendo
a muchos de ellos y matando a más de veinte. Los demás corrieron a
informar de la derrota a sus líderes y adivinos, y la noticia de la mi­
lagrosa victoria de los españoles no tardó en alcanzar todos los rin­
cones del país, transmitida por mensajeros aterrorizados al valle de
México.32
El alto consejo tlaxcalteca volvió a reunirse, esta vez presa del
desconcierto más absoluto. Muchos, incluido el sabio Xicotenga el
Viejo, llegaron a la conclusión de que los españoles habían demos­
trado ser invencibles tanto de día como de noche, y el cacique se
manifestó partidario de firmar la paz. Pero su hijo, impetuoso y be­
licoso, afirmó haber visto con sus propios ojos las bestias heridas de
esos supuestos teules y a numerosos soldados españoles heridos; san­
graban y, en su opinión, morían como cualquier ser humano. Divi­
didos, los daxcaltecas acordaron mandar de nuevo mensajeros al
campamento de los españoles para averiguar lo que pudieran.
Aunque Cortés estaba satisfecho con la victoria obtenida, los
combates estaban pasando factura a sus hombres: algunos sufrían
ahora de hipotermia (un estado que probablemente no entendían) y
muchos, incluido Cortés, padecían malaria y andaban escasos de sal.
El estado de ánimo que reinaba en el campamento era ambivalente

93
C O N Q U I S I ADOK

— algunos de los hombres, andrajosos, volvían a manifestar su deseo


de volver a casa— , y Cortés se vio obligado a levantarles la moral
prometiéndoles grandes riquezas y diciéndoles que más valía «morir
por buenos, como dicen los cantares, que vivir deshonrados».33
Justo entonces, Cortés observó con gran interés que un reducido
séquito de seis nobles aztecas entraba en el campamento, donde hacía
ya más de una semana que estaban. Durante toda la campaña entre
los tlaxcaltecas y los españoles, corredores y espías aztecas habían
mantenido informado a diario al emperador de las batallas y del re­
sultado de las mismas. Moctezuma parecía consternado por que los
fieros tlaxcaltecas (a los que él no había conseguido pacificar) no
hubieran logrado someter a sus enemigos. Así pues, había decidido
enviar a los españoles una pequeña embajada cargada con una serie
de bellos regalos: prendas de algodón, algunas hermosas plumerías y
abundante oro. Los nobles aztecas transmitieron a los españoles las
felicitaciones de Moctezuma por las victorias que habían consegui­
do, advirtieron a Cortés de que no se fiara de los tlaxcaltecas y, a
continuación, le propusieron un trato. El emperador azteca ofrecía
esos regalos y estaba dispuesto a convertirse en vasallo de España,
pagándole al rey un tributo anual, acordado de antemano, en forma
de oro, esclavos, mujeres y jade, a cambio de que Cortés y sus hom ­
bres regresaran a su país de inmediato y desistieran de su viaje aTe-
nochtitlán, que, en cualquier caso, entrañaba demasiadas dificultades.
Cortés les dio las gracias a los nobles aztecas y aceptó de buen
grado los regalos, pero les dijo que por el momento no tenía inten­
ción alguna de regresar a España. Afirmó una vez más que su empe­
rador le había encomendado la misión de visitar personalmente a
Moctezuma y que no quería decepcionarlo; no tenía otra opción.
Cortés pidió a los nobles que volvieran a Tenochtitlán, le explicaran
la situación a Moctezuma y le comunicaran de nuevo que deseaba
mantener un encuentro formal con él.
Unos días después del ataque nocturno, una comitiva de cincuen­
ta daxcaltecas llegó con comida, que revitalizó a las tropas españolas
tanto física como mentalmente. Los hambrientos soldados estaban
dando buena cuenta de las aves asadas, las apetitosas tortas de maíz y
los higos y cerezas cuando la Malinche advirtió a Cortés de que bue-

94
HACIA I AS MONTAÑAS

na parte de los «mensajeros» eran en realidad espías, pues los había


visto inspeccionando el perímetro del campamento y comprobando
el estado en que se encontraban los hombres y caballos. Cortés, en­
furecido, mandó arrestarlos e interrogarlos por la fuerza bruta. C on­
siguió que la mayoría confesaran: en efecto, eran espías enviados por
Xicotenga para descubrir puntos débiles en el campamento y las
tropas. A modo de castigo brutal y con objeto de enviar un mensaje
inequívoco, Cortés mandó que a diecisiete de los espías tlaxcaltecas
les amputaran el dedo pulgar y luego los envió de vuelta a Xicoten­
ga con una clara advertencia: debían someterse o, de lo contrario,
acabarían con ellos.*34
Al menos algunos de los espías debieron de llegar a Tlaxcala y
mostrar sus manos amputadas porque, poco después, llegó al campa­
mento una delegación con abundante comida y el mensaje de que el
propio Xicotenga el Joven no tardaría en hacer acto de presencia
para sellar la paz. Al día siguiente, en efecto, llegó el gran guerrero,
rodeado por muchos otros nobles y caciques daxcaltecas de las cua­
tro poblaciones más importantes. Aunque traían algunos obsequios,
se excusaron por su modestia explicando que eran pobres porque sus
enemigos aztecas hacía tiempo que les impedían comerciar con bie­
nes. El guerrero le confesó a Cortés que había quedado impresiona­
do con la pericia del capitán en el campo de batalla y que los solda­
dos españoles habían derrotado a sus mejores guerreros. Se deshizo
en excusas por los ataques contra los españoles pero explicó que es­
taba convencido de que eran aliados de Moctezuma y los aztecas, sus
ancestrales enemigos. Los tlaxcaltecas lamentaban no haber podido
derrotar a los españoles pues eran un pueblo orgulloso y desafiante,
pero habían acabado por asumir, impresionados, la superioridad mi­
litar de los españoles. Querían pactar una tregua y llegar a un acuer­
do. Xicotenga el Viejo estaba dispuesto a convertirse en vasallo de

* Algunos de los cronistas, entre ellos el propio Cortés, afirman que el caudi­
llo extremeño ordenó amputar la mano entera a los espias, pero eso suena a exage­
ración y resulta harto improbable ya que seguramente hubieran muerto desangra­
dos antes de llegar a Tlaxcala. Diaz del Castillo menciona que «dellos se cortaron
las manos y a otros los dedos pulgares», lo cual parece más verosímil.

95
C ON QUISTA DOR

Cortés y de su rey si le permitían acompañar a su ejército en un ata­


que contra Moctezuma y México. Xicotenga el Viejo invitaba perso­
nalmente a Cortés y sus hombres a dirigirse a Tlaxcala para reposar
de los duros combates, donde serían tratados a cuerpo de rey.
Hernán Cortés asintió. Por fin contaba con un ejército a su ju i­
cio lo bastante numeroso para enfrentarse a ese tal Moctezuma, fue­
ra quien fuese y por mucho poder que tuviera.35
6

La matanza de Cholula

Cortés se alegró de dejar finalmente atrás la agreste y expuesta colina


deTzotnpach. El 23 de septiembre de 1519, tres semanas después de
la primera batalla con los tlaxcaltecas, montó en su semental y con­
dujo su compañía a Tlaxcala, donde, como huéspedes de Xicotenga
el Viejo, sus embarrados hombres y caballos descansarían y se recu­
perarían de las tareas de invasión hasta estar preparados para reanudar
el camino hacia México. Cortés insistió en llevarse consigo a varios
de los emisarios aztecas que había apresado, a quienes (y, subliminal-
mente, a Moctezuma) quería mostrarles sus lazos de amistad con
Tlaxcala y la fuerza militar que estaba reuniendo.
Miles de curiosos empezaron a abarrotar las calles a medida que
el ejército español se aproximaba a Tlaxcala tras un viaje de unos
cuarenta y cinco kilómetros. Cortés y sus hombres fueron recibidos
como vencedores en la ciudad, cuyas calles habían sido engalanadas
con flores en previsión de su llegada; acudieron a ver a los extranje­
ros incluso habitantes de los poblados remotos. Cortés quedó impre­
sionado con la organización y el trazado de la ciudad, y en una de
sus cartas al rey señaló: «La cibdad es tan grande y de tanta admira­
ción que aunque mucho de lo que della podría decir deje, lo poco
que diré creo que es casi increíble, porque es muy mayor que Gra­
nada y muy más fuerte y de tan buenos edeficios y de muy mucha
más gente que Granada tenía al tiempo que se ganó y muy mejor
abastecida de las cosas de la tierra, que es de pan y de aves y caza y
pescado de ríos y de otras legumbres y cosas que ellos comen muy
buenas».1 A lo largo de la ruta, sacerdotes con hábitos quemaban
incienso; tenían el pelo enmarañado y manchado de sangre reseca, y
de las orejas, recién mutiladas en sacrificios rituales, les manaba san­
gre fresca. Tras desmontar y mantener un encuentro formal con el

97
C O N QUISTA DOR

anciano y ciego Xicotenga, Cortés siguió una procesión de anfitrio­


nes a sus aposentos, donde sus hombres fueron hospedados en gran­
des casas y palacios de piedra con techo plano, mientras que a todos
los caballos, muchos de ellos cojos y exhaustos, se les proporcionó
un cómodo alojamiento. A los totonacas, que habían luchado valien­
temente al lado de los españoles, también les dieron comida. La
fuerza expedicionaria española estuvo en Tlaxcala durante tres se­
manas, atracándose en festines de pescado y aves y disfrutando de la
compañía de algunas de las trescientas nativas que le habían regalado
a Cortés en lugar de oro,* que los anfitriones afirmaron no poseer.
Durante el día visitaban el bullicioso mercado central, al que miles
de personas de toda la región iban a comerciar. Con todo, aunque
los estaban tratando a cuerpo de rey, Cortés apostó centinelas y
guardias y ordenó a sus hombres dorm ir armados y listos para entrar
en acción.
Mientras permaneció en Tlaxcala, Cortés, flanqueado por Agui-
lar y la Malinche, dedicó mucho tiempo a conversar con los nobles,
los caciques y los miembros del alto consejo, que se mostraron bas­
tante comunicativos. Una vez que la alianza fue formal y ceremonio­
samente sellada y Cortés hubo recibido garantías de que obtendría
un sustancial apoyo militar por parte de los tlaxcaltecas, el caudillo
español preguntó por los más variados aspectos de los aztecas y su
emperador, Moctezuma. Xicotenga el Viejo y el consejo le expli­
caron que la gran ciudad de Tenochtitlán —y así había sido hasta
donde les alcanzaba la memoria— estaba muy fortificada y era im­
penetrable. Su grandiosidad era tal que superaba lo imaginable. Los
daxcaltecas habían conseguido evitar ser conquistados pero, a cam­
bio, habían tenido que pagar un precio muy alto. Moctezuma man­
tenía embargos y bloqueos estrictos que impedían al pueblo tlaxcal-
teca tener acceso a muchos y muy importantes artículos comerciales,
como el algodón (necesario para las armaduras), las codiciadas pie-

* Cortés había dicho que solo las aceptaría si los tlaxcaltecas destruían sus
Ídolos y dejaban de practicar sacrificios humanos, y más tarde consintió aceptarlas
solo si se les permitía bautizarse. Una vez bautizadas, Cortés las distribuyó entre sus
hombres.

98
I A MATANZA DK CHOLUI.A

dras preciosas, la plata, el oro y la sal. Seguidamente, los tlaxcaltecas le


describieron a Cortés, por medio de ilustraciones pintadas a mano
sobre papiros estirados de fibra de maguey, las técnicas bélicas y el
armamento aztecas, e incluso detalles cruciales sobre la ciudad, como,
por ejemplo, el hecho de que toda el agua potable procedía de un
solo acueducto ubicado en Chapultepec.2
Más interesante aún fue la charla sobre las ancestrales «guerras
floridas» libradas entre los aztecas y los tlaxcaltecas. Practicadas con
bastante asiduidad en la región (si bien a Cortés les resultaron algo
absolutamente novedoso y chocante), se trataba de batallas simuladas
o escenificadas entre los mejores guerreros de cada bando, así como
entre los combatientes jóvenes que deseaban demostrar su valía. Más
parecidas a competiciones o torneos que a batallas reales, estas «gue­
rras floridas» desempeñaban funciones diversas, entre ellas mantener
a los guerreros en forma y entrenados para el combate sin que pere­
cieran un número tan elevado como para diezmar a sus fuerzas. Más
importante aún, el bando vencedor en una batalla dada obtenía como
premio prisioneros destinados al sacrificio humano, que los dos con­
tendientes (en especial los aztecas) necesitaban en grandes cantida­
des. Vestidos con todas las insignias y armados hasta los dientes, los
enemigos se enfrentaban en campos de batalla elegidos de antemano
y libraban violentos combates, pero procurando en todo momento
provocar solo heridas y someter al adversario antes que matarlo. Los
tlaxcaltecas y aztecas habían librado ese tipo de guerras ficticias du­
rante décadas. Moctezuma se jactaría posteriormente de que sus
ejércitos podrían haber conquistado con facilidad a los tlaxcaltecas si
él así se lo hubiera propuesto, pero que las «guerras floridas» le ser­
vían para mantener entrenados a sus hombres y obtener un suminis­
tro incesante de víctimas para los sacrificios.9
Mientras sus soldados descansaban, Cortés se mantenía ocupado
perfilando asuntos diplomáticos y militares. Redactó y, por medio de
un mensajero a caballo, envió una carta a Juan de Escalante, que se­
guía al mando de la construcción del fuerte de Villa Rica de la Vera
Cruz. Cortés le recordó a Escalante la importancia de mantener re­
laciones amistosas con los totonacas, que tan valerosamente habían
luchado al lado de los españoles, y, de vuelta con el mensajero, le

99
CONQUISIADOK

ordenó enviar dos barricas de vino y un recipiente sellado con hos­


tias sagradas que guardaba en sus aposentos personales.
Mientras deambulaban por la ciudad, algunos hombres de Cortés
quedaron turbados al ver varios prisioneros maniatados y apretujados
dentro de jaulas de madera; a los cautivos se les suministraba a diario
una dieta especial diseñada para engordarlos rápidamente con vistas
a su posterior sacrificio y consumo. Al ver las condiciones en que
estaban dichos infortunados, Cortés despotricó contra esa práctica
con la esperanza de inculcar a los tlaxcaltecas las enseñanzas y las
verdades del cristianismo, sobre las que departió largo y tendido por
mediación de Aguilar y la Malinche. Cortés dejó entrever a los an­
cianos y nobles tlaxcaltecas los beneficios que les reportaría destruir
sus ídolos y sustituirlos por el dios cristiano, y con ese objetivo les
enseñó estampas e imágenes de la Virgen María y del Niño Jesús y
les dijo que debían convertirse enseguida y bautizarse si no querían
arder en el infierno. Los ancianos, incluido Xicotenga, se mofaron.
N o tenían intención alguna de renegar de sus dioses. Al igual que en
Cempoala, Cortés se mostró partidario de someter a los indígenas a
una conversión forzosa; pero, una vez más, el juicioso padre Olmedo
pidió prudencia, señalando que las conversiones verdaderas y dura­
deras requerían tiempo y comprensión religiosa, y que los españoles
no tenían necesidad alguna de generar tensiones con sus nuevos alia­
dos. De nuevo, Cortés tuvo el acierto de acatar el consejo de su
asesor en materia de religión. Por su parte, los daxcaltecas, en una
notable muestra de tolerancia religiosa, proporcionaron a los españo­
les un templo donde pudieran erigir una cruz y adorar a sus ídolos;
Cortés encomendó a sus sacerdotes oficiar allí a diario una misa, a la
que asistían no solo los españoles sino también muchos habitantes de
la ciudad y de las poblaciones vecinas.4 (Aunque a veces se ha afir­
mado que Cortés fingía ser devoto y piadoso para justificar sus ac­
ciones y su comportamiento, todo parece indicar que sí era profun­
damente religioso, un auténtico creyente. Como un producto de su
tiempo y del lugar donde había nacido, es perfectamente posible que
Cortés creyera en la justeza de su misión y considerara que la con­
versión — ya fuera por la fuerza, como él prefería, o por medio de
una educación paulatina, como aconsejaban sus frailes— procuraba

100
LA MATANZA l>K CIIOLULA

realmente la salvación a la población mexicana. Es obvio que Cortés


creía que tenía mucho que ganar en términos económicos y de po­
der mediante su misión de conquista; sin embargo, a medida que
avanzaba por el país, su celo religioso fue en todo momento eviden­
te y coherente. En este sentido. Cortés fue el primero en plantar las
semillas del cristianismo en tierras americanas.)*5
Los españoles y sus perros y caballos estaban recuperando fuerzas,
así que Cortés discutió con sus ayudantes y capitanes su partida in­
minente y la mejor ruta que podían tomar. Los tlaxcaltecas y los
emisarios aztecas que los acompañaban ofrecieron opiniones contra­
puestas. Los embajadores aztecas instaron con vehemencia a seguir la
ruta a través de Cholula, puesto que, según afirmaron, sus líderes eran
aliados complacientes de Moctezuma y dispensarían un buen trato a
los españoles; allí Cortés podría aguardar la decisión final que toma­
ra Moctezuma sobre su encuentro personal con el caudillo extre­
meño. En cambio, los tlaxcaltecas se mostraron en desacuerdo y afir­
maron que, como aliados de los aztecas, no había que fiarse de los
cholultecas; eran malvados y falsos, y muy bien podía tratarse de una
trampa. Abogaron por tomar una ruta que pasaba por la ciudad de
Huexotzinco, cuyos habitantes eran amigos de toda confianza.
Tras discutirlo con otros y sopesar los pros y contras, Cortés optó
por utilizar a los embajadores aztecas como guías y dirigirse a C ho­
lula, una decisión que tuvo motivaciones tanto políticas como tácti­
cas. Para apaciguar a los contrariados tlaxcaltecas, que estaban visible­
mente molestos por su decisión. Cortés regaló varios atavíos a
Xicotenga el Viejo y le dijo que aceptaría de buen grado el respaldo
militar que le había ofrecido al principio. La maniobra diplomática
surtió efecto y el cacique daxcalteca puso a su disposición un ejérci­
to de cien mil guerreros. Cortés le agradeció la generosidad del ofre­
cimiento y añadió que, de momento, solo necesitaría alrededor de
seis mil.
El 10 de octubre,6 Cortés dio la orden de ponerse en marcha. Al

* Años después. Cortés fundaría un seminario de teología para la formación


de futuros sacerdotes, un hospital y un monasterio, y también financiaría la cons­
trucción y el mantenimiento de varias iglesias católicas.

101
C O N Q U IS T A D O R

frente de un convoy de guerreros y porteadores tlaxcaltecas y


totonacas de varios kilómetros de largo y acompañado por los
embajadores de M octezuma, el capitán general H ernán Cortés se
encaminó hacia Cholula pasando antes por la ciudad de Q uetzal-
cóatl, por aquel entonces el centro de peregrinaje más importante
de todo el continente americano, afamada porque la leyenda decía
que la serpiente emplumada, en su vuelo entre la antigua Tula (en
Hidalgo, a unos sesenta y cinco kilómetros de la actual México D. F.)
y la costa del golfo de México, había efectuado allí su primera para­
da ceremonial.7
Los expedicionarios marcharon la mayor parte del primer día y
por la noche acamparon en una sabana desprotegida; Cortés y sus
capitanes durmieron en chozas apenas protegidas y cubiertas, con
guardias apostados en la entrada. A la mañana siguiente llegaron de­
legados procedentes de Cholula, cargados con tortas de pavo y maíz;
los sacerdotes cholultecas agitaron braserillos para sahumar a Cortés
y sus capitanes, mientras los dignatarios, vestidos con túnicas, tocaban
tambores y hacían sonar caramillos y caracolas.8 Tras el ceremonial,
invitaron a Cortés y sus hombres a acompañarlos a Cholula, pero a
condición de que los daxcaltecas, sus enemigos, no fueran con ellos.
Cortés se lo pensó y acabó por transigir, diciéndoles a los daxcaltecas
que tendrían que esperar fuera de los límites de la ciudad mientras él
negociaba en su interior. Apeló a su orgullo diciéndoles que no po­
dían entrar en la ciudad porque los cholultecas los temían.
Tras dejar a la mayor parte de los tlaxcaltecas en los aledaños de
la ciudad. Cortés entró en Cholula con la caballería, los totonacas y
los porteadores. La urbe, habitada ininterrumpidamente desde hacía
un millar de años (primero por los olmecas y más tarde por la gente
de Tula), estaba muy bien conservada, y los españoles quedaron im­
presionados al ver por primera vez la gran pirámide de Quetzalcóatl,
un templo inmenso situado sobre una colina que dominaba toda la
ciudad. Ciento veinte escalones conducían a la cima de la asombrosa
estructura, el mayor edificio construido por el ser humano en todo
el mundo, dos veces más grande que la pirámide egipcia de Keops.9
Reverenciada como la antigua morada del hombre-dios Quetzal­
cóatl, todos los años peregrinaban a este imponente centro sagrado

102
l.A MATANZA DE CHOLUl.A

cientos de miles de personas.1" En una de sus cartas, Cortés diría que


Cholula era «la cibdad más hermosa de fuera que hay en España,
porque es muy torreada y llana».11 Organizada y, según la mentalidad
española, civilizada (observaron que había pozos de agua potable),
Cholula era una ciudad próspera de más de cien mil habitantes, fa­
mosa en todo el país por su fina cerámica y sus objetos artesanales,
como los textiles y la orfebrería. Los españoles repararon en que los
cholultecas vestían de manera inmaculada y ponían mucho cuidado
en su aspecto físico.
Al principio Cortés y sus capitanes recibieron un trato correcto
y se les proporcionó alojamiento y comida en cantidad suficiente
(algo que siempre les preocupaba). Según el conquistador Andrés de
Tapia, un joven de veinticuatro años que se convirtió en un capitán
de confianza de Cortés y en uno de los pocos cronistas que escribió
un relato sobre la campaña de México, los sacerdotes cholultecas les
explicaron detalles del mito de Quetzalcóatl que hasta entonces des­
conocían. Cuando Quetzalcóatl fundó la ciudad, por ejemplo, orde­
nó a la gente que dejara de sacrificar a seres humanos y, en lugar de
ello, que «al criador del sol y del cielo le hiciesen casas adonde le
ofreciesen codornices y otras cosas de caza».12 Al segundo día de
estar en Cholula, llegó otro grupo de embajadores aztecas que pidie­
ron mantener una reunión con Cortés, durante la cual explicaron
que los cholultecas no tenían comida suficiente para seguir alimen­
tando a los españoles, a menos que ellos mismos se privaran de co­
mer. (Cortés puso en duda dicha información, pues había visto con
sus propios ojos lo grande que era el mercado central de la ciudad.)
Además, los embajadores aztecas afirmaron que el camino que con­
ducía aTenochtidán era peligroso, a duras penas transitable, y que en
su gran ciudad Moctezuma tenía un espléndido zoo — lo cual era
cierto— donde había animales temibles, como leones y caimanes,
que no dudarían en liberar y lanzar contra los visitantes importunos.
Esto último fue un intento ligeramente velado, quizá a instancias del
propio Moctezuma, de impedir que los españoles prosiguieran su
inexorable marcha hacia la capital de México. Pero Cortés se mostró
inflexible. Aceptaba correr el riesgo de que le soltaran cualquier bes­
tia salvaje.13

103
C O N Q U IS T A D O R

Con todo, lo cierto es que los suministros de comida empezaron


a menguar, y dejaron de llegarles al cuarto día, cuando solo les ofre­
cieron agua y un poco de leña, presumiblemente para que cocinaran
con ella sus propias provisiones; también disminuyó el número de
visitas de representantes cholultecas de escasa entidad (los dirigentes
importantes de la comunidad, pese a las exigencias de Cortés, todavía
no habían hecho acto de presencia). Algunos porteadores totonacas
explicaron a Cortés que habían visto a mucha gente, incluidos mu­
jeres y niños, cargando con sus posesiones a la espalda y abandonan­
do la ciudad; y más grave aún, al caudillo español le llegaron rumores
de que en las calles se habían descubierto grandes hoyos a modo de
trampa en cuyo fondo había afiladas estacas, y de que varias calles
de la ciudad habían sido acordonadas y había guerreros apostados en
las azoteas, sentados junto a grandes montones de piedras. Cortés
debió de preguntarse si los tlaxcaltecas habían estado en lo cierto al
sospechar que les tenderían una trampa.
Puede que Moctezuma tuviera algo que ver con el malogrado
intento de tenderles una emboscada a los españoles. Mientras Cortés
batallaba con los tlaxcaltecas, Moctezuma había convocado a sus su­
mos sacerdotes y oráculos en busca de ayuda divina para enfrentarse
a Cortés y esos extraños pero poderosos extranjeros. Quería saber
quiénes eran en realidad y si era posible alterar la profecía sobre la
segunda venida de Quetzalcóatl. Tras estar varios días meditando al
respecto, Moctezuma recibió la visita de un oráculo que afirmó ha­
ber experimentado una visión según la cual los españoles estaban
predestinados a morir en la ciudad sagrada de Cholula. Moctezuma
dio crédito a la profecía y envió de inmediato una división de los
guerreros aztecas mejor entrenados, junto con otros hombres que
transportaban largos postes a los que debían atar a los prisioneros
españoles y llevarlos de vuelta aTenochtitlán.H
Pero, milagrosamente, un encuentro fortuito de la Malinche da­
ría pie a la acción más inusitada y desconcertante de Cortés en toda
la campaña de conquista. En los primeros días de su estancia en C ho­
lula, la Malinche había trabado amistad con una mujer de la ciudad,
la esposa de un noble cholulteca. La mujer entretuvo a la Malinche
en su casa, le dio de comer y al cabo de un tiempo le sugirió que, por

104
I.A M ATANZA l>R CMOtUl.A

su seguridad, era mejor que abandonara a los españoles y se fuera a


vivir con ella (de hecho, incluso prometió darle un marido, su hijo).
La mujer le explicó a la Malinche que su marido era un capitán del
ejército cholulteca y que los cholultecas, por orden de Moctezuma,
estaban reuniendo un nutrido contingente para atacar a los españoles
en el camino que conducía de Cholula a Tenochtitlán; a cambio de
su ayuda en la emboscada, los cholultecas recibirían y podrían sacri­
ficar a veinte españoles. Así pues, si la Malinche quería evitar ser
capturada y correr ese infausto destino, debía escapar y buscar refu­
gio en su casa.15 Pero la Malinche, ya por entonces completamente
leal a Cortés, convenció a la mujer de que primero debía recoger
algunas pertenencias, y corrió a contarle su descubrimiento al cau­
dillo español.*
Cortés la escuchó atentamente. En la ciudad el ambiente era
tenso y no presagiaba nada bueno, y el éxodo de sus habitantes pro­
seguía. Actuando con presteza según lo que le había contado la Ma­
linche, Cortés se acercó a un par de sacerdotes cholultecas y los so­
bornó con objetos de jade; como no soltaron prenda, los torturó
hasta arrancarles la información que quería. Los sacerdotes admitie­
ron que, hasta donde ellos sabían, había fuerzas aztecas acampadas
fuera de la ciudad, a lo largo del camino que llevaba a Tenochtidán.
El cometido de los cholultecas era conducir a los españoles hasta la
trampa en cuanto abandonaran la ciudad. Además, para que la em­
boscada tuviera éxito, en esos precisos momentos se estaba llevando
a cabo un sacrificio especial que incluía a un grupo de niños de am­
bos sexos. Cortés, que montó en cólera al oír esto último, les exigió
a punta de espada que se dirigieran al encuentro de los caciques de
la ciudad y que les dijeran de su parte que quería hablar con ellos.

* Cortés menciona este episodio en su segunda carta al rey Carlos l, y la ma­


yoría de los cronistas españoles narran de modo muy similar el «descubrimiento»
de la Malinche. No obstante, puesto que la posterior matanza constituyó un hecho
sin precedentes y es perfectamente posible que no hubiera mediado ninguna pro­
vocación previa, el «hallazgo» de la Malinche suena a justificación post /acto. Para
una intrigante argumentación contra la verosimilitud del descubrimiento de la
Malinche de ese supuesto «complot», véase Ross Hassig, México and the Spanish
Conquest, Norman (Okla.), 2006, pp. 97-98.

105
C O N Q U IS T A D O R

Cuando los nobles Llegaron, Cortés, con toda calma, les agradeció su
hospitalidad y les dijo que las tropas españolas se irían al día siguien­
te por la mañana para no seguir suponiéndole una carga al amable
pueblo de Cholula. Los nobles cholultecas acordaron proporcionarle
algunos porteadores para el viaje.
Cortés convocó acto seguido a sus capitanes para discutir qué
debian hacer. N o se pusieron de acuerdo, y algunos señalaron que lo
mejor sería regresar a Tlaxcala o que, en caso de que tuvieran que
seguir avanzando hacia México, al menos tomaran una ruta alterna­
tiva. Pero Cortés tuvo otra idea: asestar un golpe preventivo a modo
de castigo ejemplar que resonara por todas las llanuras yermas hasta
llegar al valle de México.
Aparentando que los españoles estaban ocupados con los prepa­
rativos para reanudar la marcha. Cortés pidió a todos los caciques de
Cholula que se congregaran en el extenso patio central del templo
de Quetzalcóatl para poder despedirse de ellos, y también que se
concentraran allí los porteadores cholultecas que iban a acompañar­
los en el viaje. A continuación, Cortés pidió hablar en privado con
los dirigentes de la ciudad, con la alta nobleza, en sus aposentos. Una
vez que estuvieron dentro, Cortés atrancó las puertas, los acusó de
conspirar con los aztecas y les dijo que conocía sus planes y que, por
ese motivo, iban a morir. Al principio los caciques negaron su acto
de traición, pero, cuando los presionaron, culparon del ardid a M oc­
tezuma y dijeron que, como serviles tributarios suyos, no les queda­
ba otra opción. Por entonces el patio central del templo de Q uet­
zalcóatl estaba ya atestado de cholultecas, entre ellos la mayoría de
los dignatarios de la ciudad y los numerosos porteadores que el
conquistador español había mandado llamar. Entonces, Cortés hizo
señales a un arcabucero para que efectuara un disparo, la señal con­
venida para que diera comienzo la matanza. Los soldados españoles
entraron en el patio y bloquearon todas las salidas. La infantería,
integrada tanto por españoles como por los pocos tlaxcaltecas a los
que se había permitido entrar en la ciudad, entró en tropel en el
atestado patio blandiendo sus espadas y lanzas, secundada por los
ballesteros y arcabuceros. Los soldados se abalanzaron sobre los allí
congregados, en su mayor parte desarmados, y perpetraron una au­

106
LA MATANZA l>E CHO LU LA

téntica carnicería. En cuestión de minutos, las descargas de los arca­


buceros y las flechas lanzadas por los ballesteros, con un zumbido
que helaba la sangre, segaron la vida a multitud de cholultecas. Mu­
jeres y niños corrían gritando, muchos aprisionados por los caballos
o por otros infelices que también trataban de huir. Algunos sacerdo­
tes lograron escapar y subir hasta la cima del gran templo de Q uet-
zalcóatl, desde donde empezaron a arrojar piedras para defenderse o,
sumidos en la desesperación, se lanzaron al vacío. Posteriormente,
testigos presenciales afirmarían: «Los más de ellos que murieron en
aquella guerra de Cholula se despeñaban ellos propios y se echaban
a despeñar de cabeza arrojándose del cu de Quetzalcohuatl abajo,
porque así lo tenían por costumbre muy antigua desde su origen y
principio,... y que tenían por blasón de m orir muerte contraria de
las otras naciones, y morir de cabeza. Finalmente, los más de ellos en
esta guerra morían desesperados matándose ellos propios».16 Cortés
ordenó prender fuego al templo, que estuvo ardiendo durante dos
días enteros.
Dos horas después de haber empezado la matanza, casi todos los
que habían quedado atrapados en el patio del templo estaban muer­
tos. Luego, en lo que constituyó una decisión inusual en él, Cortés
permitió entrar en la ciudad a muchos de sus aliados daxcaltecas para
que descargaran su ira en los cholultecas, sus rivales ancestrales. D u­
rante horas, los tlaxcaltecas saquearon e incendiaron casas y desvali­
jaron y asesinaron a todo cholulteca que se les cruzó en el camino,
hasta que Cortés decidió pararles los pies para que no siguieran in­
definidamente (hasta tal punto estaban sedientos de sangre). Para
cuando Cortés hubo puesto fin a la carnicería, en las calles empedra­
das de Cholula yacían los cadáveres de más de cinco mil personas.
De las casas y palacios de los nobles cholultecas se extrajeron
grandes cantidades de oro y otros artículos valiosos, y Cortés confis­
có todo lo que pudo (si bien tuvo dificultades para que los tlaxcalte­
cas le entregaran una parte del botín). Por último, Cortés ordenó a
sus hombres retirar los cadáveres de las calles y limpiar a conciencia
la ciudad. Se sacó de sus escondites a los nobles y sacerdotes que
quedaban con vida, se les culpó de la matanza y se les ordenó traer
de vuelta a sus amigos y parientes huidos, los cuales estaban escondi­

107
C O N Q U IS T A IK m

dos en los llanos o en poblados distantes; no sufrirían más daños.


Aunque esto último debió de resultarles algo difícil de creer, con el
paso del tiempo la gente, si bien a regañadientes, empezó a regresar.
Se liberó a los prisioneros y, al cabo de unos pocos días, se restableció
algo parecido al orden.
Al igual que en Tlaxcala, Cortés encontró jaulas en las que las
víctimas, entre ellas niños, estaban siendo cebadas para su posterior
sacrificio, y el caudillo español rompió lleno de rabia los barrotes de
madera y liberó a los cautivos. Com o de costumbre. Cortés ordenó
a los sacerdotes cholultecas que abjuraran de sus falsos ídolos en fa­
vor del dios de los cristianos (que sin duda era el más poderoso) y
que se sometieran a la autoridad española. En principio, los cholul­
tecas accedieron a convertirse en aliados y vasallos, pero en lo relati­
vo a la cuestión de los dioses no quisieron comprometerse a nada.
Una vez más, el padre Olmedo aconsejó a Cortés ser pacientes en
cuanto a la conversión.
Los embajadores aztecas habían permanecido ocultos durante la
matanza, y Cortés decidió usar su miedo en beneficio propio. Les
explicó que, aunque los cholultecas habían culpado a Moctezuma de
planear el ataque, él no les creía, pues el emperador azteca era amigo
de los españoles y nunca hubiera sido capaz de maquinar un plan tan
maquiavélico, y les confió que todavía albergaba la intención de diri­
girse a Tenochtitlán y que esperaba y confiaba en ser recibido pacífi­
camente por Moctezuma. Los embajadores aztecas pidieron enviar
mensajeros a la capital para averiguar las intenciones del emperador, y
Cortés les dio su aprobación.
Por medio de la matanza. Cortés se había asegurado una ruta
segura entre Cholula y Vera Cruz que, según suponía el conquista­
dor, sería crucial para reabastecerse de armas y pólvora, e incluso de
hombres y caballos si llegaba algún navio procedente de las islas. El
humo de los templos en llamas se disipó al cabo de unos pocos días,
y para aplacar los constantes temores de los cholultecas, Cortés esta­
cionó de nuevo a la mayoría de los tlaxcaltecas fuera de la ciudad,
aunque solo después de que ambos bandos hubieran pactado de mala
gana una tregua. Cortés y sus hombres, bien alimentados y hospeda­
dos, permanecieron en Cholula por espacio de casi dos semanas,

108
I A MATANZA DE C M O t.U l A

pero la matanza dejó una impronta duradera e imborrable en el re­


cuerdo de las gentes del lugar.

Cuando los mensajeros llegaron a Tenochdtlán con descripciones ex­


plícitas y detalladas del baño de sangre ocurrido en Cholula, Moctezu­
ma quedó perplejo y conmocionado. Esa forma de asesinar conculcaba
todos los protocolos de la tradicional forma de obrar de los aztecas en
la guerra. Más desconcertante aún, Cholula era la morada espiritual de
Quetzalcóatl. ¿Cómo era posible que su santuario hubiera sido profa­
nado? ¿Cómo era posible que Quetzalcóatl lo hubiera permitido? Era
inconcebible. La matanza arrojaba serias dudas sobre el hecho de que
ese español, ese tal Cortés, fuera en realidad Quetzalcóatl. Pero también
planteaba una pregunta inquietante: ¿quién era si no?
Moctezuma mandó llamar a una docena de sus sumos sacerdotes
para reflexionar en común sobre el asunto. Todavía cabía la posibili­
dad de que Cortés fuera un dios, pero ¿cuál? Podía ser un dios de la
guerra, un demonio de las tinieblas, una deidad de la justicia o del
castigo. Moctezuma se preguntó qué más podía hacer para impedir
la llegada de esos seres, o quizá el hecho era que su llegada estaba
predestinada y nada podía hacerse para impedirla. Acaso era la volun­
tad de los mismísimos dioses. El emperador y sus sacerdotes subieron
a lo alto de los templos para meditar, ayunar y orar. Allí Moctezuma
experimentó una serie de visiones: debía sacrificar a muchos hom ­
bres, algo que, a todas luces, los sacerdotes de Cholula no habían
hecho. Moctezuma permaneció solo durante una semana, enclaus­
trado en el adoratorio del templo, ayunando a la espera de alguna
señal. El emperador recibió finalmente la visita de Huitzilopochtli
— el colibrí, dios de la guerra y de los sacrificios— , quien se comu­
nicó con él. Tras escuchar con atención el mensaje de los dioses,
Moctezuma abandonó por fin el adoratorio y descendió las gradas
de la pirámide. Había tomado una decisión.'7

Al cabo de unos días llegaron a las puertas de Cholula corredores


aztecas, procedentes del otro lado de las altas montañas. Tras ellos,

109
C O N Q U IS T A D O R

exhaustos, llegaron también emisarios que preguntaron por Cortés y,


en su presencia, dejaron en el suelo ofrendas en forma de comida,
muchos vestidos de la más fina de las telas y, lo más impresionante de
todo, diez discos de oro macizo. Los dioses, y con ellos Moctezuma,
habían hablado. El emperador estaba dispuesto a recibir a Cortés y lo
invitaba formalmente a ir aTenochtitlán.1*
7

La «ciudad de los sueños»

Hernán Cortés se dirigió hacia el oeste con sus hombres y caballos.


Seguidos por la larga caravana de guerreros y porteadores aliados,
los españoles subieron con dificultad la frondosa sierra que separa los
vastos altiplanos de México. Al levantar la vista divisaron el Popoca-
téped, un enorme volcán activo cuya boca lanzaba una columna de
cenizas y vapor hacia el cielo. Cuando la expedición alcanzó cotas
más altas, los cascos de los caballos empezaron a levantar una nube de
ceniza volcánica y polvo que envolvió a los hombres. Los indígenas
se estremecieron de miedo, preocupados por que su presencia hubie­
ra enfurecido a las montañas. Los totonacas, que nunca antes se ha­
bían alejado tanto de Cempoala, pidieron permiso a Cortés para
regresar a sus poblados. Algunos empezaban a sentir los efectos del
mal de altura, y las amenazadoras montañas que quedaban por delan­
te y los misterios presentidos de la gran Tenochtidán eran más de lo
que podían soportar. Cortés, agradecido por su ayuda, los colmó de re­
galos y elogios y los mandó de vuelta a la costa, asegurándose de que
el cacique totonaca recibiera un cargamento de atavíos bordados. En
adelante, Cortés y sus soldados solo podrían contar con la ayuda de
los porteadores tlaxcaltecas, caribeños y africanos que aún seguían a
su lado para cargar con la pesada artillería por los desfiladeros y para
moler el maíz y preparar la comida. Era el día 1 de noviembre y por
la noche hizo un frío terrible, con temperaturas por debajo de los
cero grados.
Al día siguiente continuaron avanzando con penas y fatigas por
el espeso follaje de las estribaciones y empezaron a subir las monta­
ñas más altas. Los hombres, afectados por la hipoxia, una sensación
que nunca habían experimentado, se paraban cada poco y se inclina­
ban, tosiendo y luchando por respirar. Entre bufidos y resuellos, los

111
i.oN yuisiA ixm

caballos tropezaban cada dos por tres con las rocas del camino. C or­
tés empezó a plantearse si sería capaz de conducir a la expedición
por ese lugar inhóspito y hostil o si morirían todos allí mismo, en la
laida de la montaña. Avanzaban muy lentamente, apenas unos kiló­
metros al día, y de vez en cuando se encontraban a su paso con pe­
queñas aldeas donde paraban para descansar uno o incluso dos días,
tras lo cual reanudaban la marcha mientras vientos cortantes sopla­
ban con furia en las gargantas situadas más abajo. Por la noche, los
porteadores nativos, ligeros de ropa, tiritaban de frío; los españoles no
lo pasaban tan mal al llevar puesta la armadura, pero, en contraparti­
da, ascendían balanceándose por el peso de la carga.1
Cuando la expedición se estaba aproximando al humeante Po-
pocatépetl (en náhuatl, «la montaña que humea») y al Iztaccíhuatl
(«mujer blanca»), otro volcán situado junto a aquel, Cortés divisó una
fiimarola que subía como una flecha hacia el cielo y decidió investi­
gar ese sorprendente fenómeno natural. Envió a Diego de Ordaz
(uno de los hombres deVelázquez que había participado en la cons­
piración en Vera Cruz, cuya lealtad Cortés quizá quería poner a
prueba) y a otros nueve soldados para que exploraran la montaña y
averiguaran si entrañaba algún peligro; además, pensó que desde lo
alto de la montaña tal vez podían verse el valle de México yTenoch-
titlán. Ordaz se llevó consigo a varios porteadores tlaxcaltecas e
inició el ascenso, al tiempo que Cortés y los demás hombres se diri­
gían lentamente hacia el desfiladero situado entre los dos impresio­
nantes picos nevados, donde acamparon y reposaron en un collado,
un lugar que tenía una gran importancia para los mexicas. La leyen­
da decía que, durante el vuelo de Quetzalcóatl entre Tenochtitlán y
Cholula, sus acompañantes, enanos y jorobados, se habían quedado
dormidos y habían muerto congelados en ese paraje remoto y deso­
lado.2 Cortés y sus hombres, ateridos de frío, debieron de preguntar­
se si les aguardaba el mismo destino.
Ordaz y sus hombres subieron lenta y fatigosamente por un te­
rreno cada vez más inclinado en el que, a medida que se ascendía, las
pistas forestales daban paso a pedrizas muy escarpadas y la densidad
del aire disminuía peligrosamente con cada paso vacilante. Al parar
para descansar, a casi cuatro mil metros de altitud, divisaron la cima

112
l.A «CIUDAD DE LOS SU EÑ O S.

frente a ellos, pero a esa distancia no se distinguía del todo y parecía


más bien un espejismo vaporoso. En ese punto los porteadores tlax­
caltecas empezaron a murmurar y temblar de miedo, y se negaron en
redondo a seguir avanzando pues creían que, agazapados en las en­
trañas de la montaña, moraban malos espíritus y dioses malvados.
Ordaz y otro español continuaron solos la escalada, saltando sobre
ríos de lava; el esquisto y el pedregal dieron paso a la nieve a medida
que ascendían por la montaña viviente. Envueltos en un torbellino
de nieve, aguanieve y cenizas volcánicas, llegaron cerca de la cima, a
casi cinco mil quinientos metros sobre el nivel del mar, donde el
calor era casi insoportable. Más tarde Ordaz explicó que consiguió
situarse a escasa distancia de la cumbre, a tan solo «dos lanzas de dis­
tancia», antes de que las llamaradas, las cenizas ardientes y las piedras
incandescentes le impidieran seguir avanzando y la ropa se le empe­
zara a prender fuego.3
Cuando los temblores disminuyeron e iniciaron el descenso, el
humo se dispersó y pudieron divisar el valle de México y vislumbrar
una ciudad enorme asentada sobre una laguna, o lo que a Ordaz le
pareció «otro nuevo mundo de grandes ciudades y torres y un mar».4
Tras un angustioso y peligroso descenso sobre el hielo y la nieve,
Ordaz y su acompañante lograron llegar sanos y salvos, tosiendo y
dando tumbos, y con las manos y los pies entumecidos a causa del
intenso frío. A Cortés, impresionado por la tenacidad y el coraje de
Ordaz, le llevaron muestras de nieve, carámbanos de hielo y ceni­
za.*5 Ordaz también había visto el camino que conducía a Tenoch-
titlán, un sendero entre las dos montañas que la expedición siguió
(llamado ahora Paso de Cortés). Por fin la compañía llegó a la cresta
que separaba los dos volcanes, una bifurcación situada en el camino
principal. U no de los senderos estaba abierto, mientras que el otro
había sido bloqueado con árboles y rocas. Cortés les preguntó a los
guías aztecas a qué se debía aquello, y estos le explicaron que el ca­
mino que estaba cortado era el más arduo de los dos, con muchos

* Diego de Ordaz quedó tan impresionado con el volcán Popocatépetl, que


en 1525 pidió permiso al rey para incorporar la imagen de un volcán humeante en
el escudo de armas de su familia.

113
C O N Q U IS T A D O R

tramos escarpados, rocosos y peligrosos. Cortés resolvió tomar esta


ruta y encomendó a los tlaxcaltecas la tarea de despejar el camino.
En esa primera semana de noviembre estalló una tormenta in­
vernal; los integrantes de la expedición se vieron envueltos por la
niebla y al poco rato se puso a nevar, primero débilmente y luego
con gran fuerza. Cortés ordenó acampar, usando como refugio algu­
nos de los árboles caídos que cortaban el paso, y, aunque el lugar era
húmedo y ventoso, encendieron hogueras como buenamente pudie­
ron. Por la noche hizo un frío terrible; los soldados españoles tirita­
ban dentro de sus armaduras, y los indígenas se apretujaron para
darse calor los unos a los otros. Algunos de los capitanes encontraron
chozas abandonadas, utilizadas quizá por los comerciantes nativos, y
se refugiaron en ellas.
Por la mañana el suelo estaba cubierto de nieve, pero la torm en­
ta había amainado y el cielo se estaba despejando. Cortés reunió a sus
hombres, ordenó reanudar la marcha y mandó a los tlaxcaltecas por
delante para que retiraran los tocones y troncos que impedían el paso.
Al poco rato, el grupo llegó a un punto en el que empezaba el des­
censo hacia el otro lado y desde el que se divisaba el valle de México.
La neblina que cubría el valle empezó a dispersarse y ello les permi­
tió disfrutar de una vista que los dejó sin respiración: las lagunas y
canales interconectados brillaban a la luz del sol como si se tratara de
iridiscentes piedras preciosas de color azul, y de las numerosas casas
encaladas, que flotaban como por arte de magia sobre las aguas y se
extendían a lo largo de kilómetros, salían columnas de humo blanco.
Las ciudades de las lagunas estaban rodeadas de vastos y cuidados
campos de color jade donde se cultivaban judías y maíz, y, más allá,
Tenochtidán — más grande, alta y extensa que las otras ciudades—
parecía flotar sobre el lago Texcoco. Los españoles contemplaron la
vista con asombro e incluso reverencia, pues nunca antes habían vis­
to nada parecido; muchos no pudieron más que mirar boquiabiertos,
sobrecogidos y maravillados, mientras bajaban por la empinada y si­
nuosa senda que llevaba al valle.6
Tras dejar atrás el serpenteante camino, los expedicionarios lle­
garon finalmente a una villa que, aunque estaba abandonada, parecía
haber sido preparada y aprovisionada en previsión de su llegada. En­

114
1 A «CIUDAD DE LOS SUEÑOS»

contraron grandes cantidades de comida y de agua potable, estancias


lo bastante espaciosas como para alojarse en ellas y descansar — las
habitaciones estaban decoradas con tapices y cortinas— , así como
forraje para los animales. En el suelo había incluso leña cortada y
lista para su uso, y en las limpias calles se alineaban plantas y arbustos
bien cuidados. Cortés, consciente de que el lugar había estado habi­
tado hasta poco antes (y también ante las evidencias de que había
espías merodeando por allí), apostó guardias y centinelas en varios
puntos del poblado; se aseguró de que los caballos permaneciesen
ensillados y de que los hombres se mantuvieran alerta, pero, aun con
todas esas precauciones, los hombres durmieron mucho mejor de lo
que lo habían hecho en la nevada falda de la montaña.
La noche transcurrió sin incidentes y a la mañana siguiente, a
primera hora, descendieron hacia el valle, atravesaron hermosos bos­
ques y pequeñas aldeas y llegaron finalmente a una población llama­
da Amecameca, habitada por casi cinco mil personas. Al hablar con
los caciques del lugar, Cortés observó con creciente interés que eran
comunicativos y que se quejaban a menudo de los elevados tributos
que debían pagarle a Moctezuma, a quien, además, a menudo debían
hacer entrega de sus mujeres e hijos, junto con otros bienes valiosos.
Cortés tomó nota de las quejas e interpretó la existencia de descon­
tento tan cerca deTenochtitlán como una señal positiva en el caso de
que en el futuro le fuera preciso forjar alianzas.7
Durante el descenso hacia el valle de México, los expediciona­
rios también recibieron la visita de otra embajada de aztecas, en este
caso especial porque Moctezuma había incluido en ella a varios de
sus mejores magos y hechiceros con la esperanza de que pudieran
detener el inexorable avance de los españoles. Según las crónicas
aztecas, «Moctezuma envió los magos y hechiceros ... a ver si podían
hacerles algún hechizo, procurarles algún maleficio. Pudiera ser que
les soplaran algún aire, o les echaran algunas llagas, o bien alguna cosa
por este estilo les produjeran. O también pudiera ser que con alguna
palabra de encantamiento les hablaran largamente, y con ella tal vez
los enfermaran, o se murieran, o acaso se regresaran a donde habían
venido».8 Moctezuma, sin otras alternativas y sumido al parecer en la
desesperación, decidió enviar también a un doble suyo, un noble

115
C O N Q U ISTA D O R .

llamado Tziuacpopocatzin que se pondría uno de los atuendos del


emperador, adoptaría maneras majestuosas y se haría pasar por Moc­
tezuma; la idea era que mantuviera una reunión formal con los espa­
ñoles y que, una vez complacidos, quizá regresaran por donde habían
venido. La embajada también llegó cargada de obsequios, como be­
llas plumerías de quetzal y una importante cantidad de oro, que su­
mieron en una especie de delirio a los capitanes, por lo visto aún
atolondrados de resultas de la travesía por las montañas. Su reacción
ante los regalos la recogió el cronista Bernardino de Sahagún,* se­
gún el cual se abalanzaron sobre el oro «como si fueran m o n o s... eso
anhelan con gran sed, se les ensancha el cuerpo por eso, tienen ham­
bre furiosa de eso. Com o unos puercos hambrientos ansian el oro.
Y las banderas de oro las arrebatan ansiosos, las agitan a un lado y a
otro, las ven de una parte y de otra. Están como quien habla lengua
salvaje; todo lo que dicen, en lengua salvaje es».9 Al principio los
españoles creyeron que Tziuacpopocatzin podía muy bien ser M oc­
tezuma, pero tras consultarlo con varios de los daxcaltecas, Cortés
llegó a la conclusión de que aquel hombre no tenía la misma edad y
constitución que el emperador y el ardid fue descubierto.
Tampoco los magos y hechiceros tuvieron éxito, y la embajada
volvió para comunicarle noticias desconcertantes a Moctezuma: sus
hechizos, ensalmos y conjuros de nada servían con esos teules, con
esos dioses. Cortés, sus soldados y sus caballos, acompañados por
millares de tlaxcaltecas, seguían aproximándose aTenochtitlán. M oc­
tezuma siguió pidiendo consejo, tanto a los sacerdotes como a los
dioses.
Cortés permaneció en Amecameca dos días enteros, durante los
cuales fue bien hospedado y alimentado y obtuvo más oro así como
cuarenta esclavas jóvenes. Entabló buenas relaciones con los caciques

* Sahagún, un entregado fraile dominico, se pasó casi cuarenta años preparan­


do su Histeria general de las cosas de Nueva España (el Códice Florentino), una obra de
trece volúmenes basada en los relatos de los indios nahua que estuvieron presentes
antes, durante y después de la conquista. La obra recoge todos los aspectos imagi­
nables de la vida y la cultura aztecas. (Véase al final del libro la «Nota sobre el
texto y las fuentes».)

116
I.A -CIU D A D DE I.OS SU EÑ O S.

de la población y les aseguró que pronto los liberaría de sus obliga­


ciones tributarias hacia los aztecas. Una vez repuesto, Cortés prosi­
guió la marcha y se detuvo cerca de los bancos de la laguna de Chal-
co, la masa de agua situada más al sur de la cadena lacustre. La ciudad
era un hervidero de gente, y los españoles observaron con gran inte­
rés las numerosas canoas que entraban y salían de la urbe surcando
las apacibles aguas. Al poco rato llegó una comitiva oficial de nobles
aztecas, entre los que se encontraba Cacama, sobrino de Moctezuma
y rey de Texcoco. Como Bernal Díaz del Castillo recordaría tiempo
después, llegó

con el mayor fausto y grandeza que ningún señor de los mexicanos


habíamos visto traer, porque venía en andas muy ricas, labradas de plu­
mas verdes, y mucha argentería y otras ricas piedras engastadas en cier­
tas arboledas de oro que en ellas traía hechas de oro, traían las andas a
cuestas ocho principales, y todos decían que eran señores de pueblos; e
ya que llegaron cerca del aposento donde estaba Cortés, le ayudaron a
salir de las andas, y le barrieron el suelo, y le quitaban las pajas por
donde había de pasar.’0

Cacama se reunió con Cortés y, por mediación de la Malinche,


le dijo que lamentaba que el gran Moctezuma, su emperador, no
hubiera podido venir en persona porque había caído enfermo. Ca­
cama venía en representación suya y deseaba atender con toda cor­
tesía a Cortés y sus hombres, que en adelante serían sus invitados y
muy pronto serían recibidos en audiencia por Moctezuma. Hasta
que llegara ese momento, Cacama y los demás nobles y señores es­
coltarían a los españoles hasta la ciudad de Iztapalapa y después hasta
la capital, y tendrían todo lo que necesitaran durante el camino. Al
oír las palabras del príncipe, Cortés, embargado por la emoción, le
dio un fuerte abrazo (algo sin duda violento para los aztecas pero
normal según las costumbres españolas) y luego le colgó del cuello
un collar de vidrio tallado, mientras que a sus asistentes les obsequió
con cuentas de colores.
Una vez cumplidas dichas formalidades, Cortés siguió a los dig­
natarios por la orilla de la laguna, donde observó que multitud de

117
C O N Q U IS T A D O R

curiosos se apretujaban para mirar a los expedicionarios. Al poco


rato llegaron a la primera de las maravillosas calzadas, una larga y
recta estructura de piedra construida sobre las aguas que unia Chalco
y la adyacente laguna de Xochimilco, separadas por unos ocho kiló­
metros. La calzada era bastante estrecha — Cortés escribió que solo
tenía el ancho de «la lanza de un jinete»— , y los expedicionarios
se quedaron cada vez más estupefactos y maravillados conforme se
acercaban a la ciudad de Cuitláhuac, que Cortés describiría como «la
más hermosa aunque pequeña que hasta entonces habíamos visto,
ansí de muy bien obradas casas y torres como de la buena orden que
en el fundamento della había, por ser armada toda sobre agua».11 El
asombro de Cortés solo estaba haciendo que aumentar, y así también
el de Bernal Díaz del Castillo, que posteriormente recordaría que no
daba crédito a lo que estaba contemplando: «Desde que vimos tantas
ciudades y villas pobladas en el agua ... y aquella calzada tan derecha
por nivel como iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos
que parecía a las cosas y encantamiento que cuentan en el libro de
Amadís ... y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello
que veían si era entre sueños».12 El propio Cortés se referiría a Te-
nochtitlán como «la ciudad de los sueños» y diría que sin duda era «la
cosa más bella del mundo».13
Cuando llegaron a Iztapalapa, Cortés quedó absolutamente per­
plejo. La ciudad se levantaba cerca de una laguna salina, la mitad
asentada sobre la tierra y la otra mitad suspendida sobre cimientos y
pilones, como si estuviera flotando sobre las aguas. Eran los dominios
del propio Cuitláhuac, hermano de Moctezuma y tío de Cacama, e
invitó a Cortés y sus hombres a pasar la noche allí. Les enseñaron las
mansiones de los nobles, muchas de reciente construcción, provistas
de varias plantas y de cocina y terrazas exteriores ajardinadas, unidas
por hermosos pasillos de piedra en los que se alineaban árboles, ar­
bustos y flores. Los patios y pasillos estaban cubiertos de toldos de
algodón para protegerlos del sol y la lluvia. Cortés señaló que el di­
seño y los acabados superaban a los existentes en España:

T ien en ...jardines m uy frescos de m uchos árboles y flores olorosas,


asimismo albercas de agua dulce m uy bien labradas con sus escaleras

118
LA «CIUDAD Di; LOS SUEÑOS»

fasta lo fondo ...Y dentro de la huerta una m uy grande alberca de agua


dulce m uy cuadrada, y las paredes della de gentil cantería, y alderredor
della un andén de m uy buen suelo ladrillado ... D e la otra parte del
andén hacia la pared de la huerta va to d o labrado de cañas con unas
vergas, y detrás dellas todo de arboledas y de hierbas olorosas. Y de
dentro del alberca hay m ucho pescado y muchas aves así com o lavancos
y cercetas y otros géneros de aves de agua, y tantas que muchas veces
casi cubren el agua.14

La mañana siguiente a primera hora, Cortés reunió a sus efecti­


vos y les ordenó que se vistieran con sus mejores galas militares a fin
de marchar hacia la ciudad ofreciendo un aspecto imponente, pero
también porque, si bien hasta entonces habian recibido un trato ex­
quisito, serían vulnerables a lo largo de los ocho kilómetros que tenía
la calzada. Una vez listas, las tropas marcharon en estricto orden, es­
cudriñando la periferia por si acechaba algún peligro y observando
el gentío congregado en los márgenes de la estrecha calzada. Bernal
Díaz registró el momento:

E puesto que es bien ancha, toda iba llena de aquellas gentes, que
n o cabían ... porque estaban llenas las torres y cues y en las canoas y de
todas partes de la laguna; y no era cosa de maravillar, porque jamás
habían visto caballos ni hom bres com o nosotros.Y de que vimos cosas
tan admirables, n o sabíamos qué nos decir, o si era verdad lo que por
delante parecía, q u e p o r una parte en tierra había grandes ciudades, y
en la laguna otras muchas, e veíamoslo todo lleno de canoas.15

Los españoles se maravillaron ante la arquitectura marítima, sin


parangón con nada que hubieran visto antes. Multitud de pequeños
botes y canoas, repletos de alimentos recién recolectados, textiles de
factura manual y objetos de artesanía para el mercado, surcaban las
aguas de un sofisticado sistema de canales. A medida que avanzaban, los
boquiabiertos soldados españoles vieron portentosas chinampas— huer­
tas flotantes— , islas de flores y de verduras comestibles surcando las
aguas como si de balsas vivientes se tratara.*16 El lugar parecía estar

* Las chinampas —campos de cultivo construidos en las lagunas del valle de

119
.j k S : ®Zumpango

| |
Laguna de Laguna de
Zumoanao
Zumpango Xaltocan i
Tepotzotlán Xaltocan B atalla de
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l n 'Tv Elh
o 50km
I.A «CIUDAD DE LOS SUEÑOS»

encantado, como en los cuentos de hadas que les habían contado de


niños o que ellos mismos les habían explicado a sus hijos.
Los aztecas quedaron también embelesados con la llegada de esos
extranjeros procedentes de otro mundo, y sus relatos de primera
mano recogen el temor reverencial con el que los miraron:

Venían gran m ultitud en escuadrones con gran ruido y gran pol­


vareda, y de lexos resplandecían las armas y causaban gran m iedo en los
que miraban. Ansimismo ponían gran m iedo los lebreles que traían
consigo, que eran grandes; traían las bocas abiertas, las lenguas sacadas;
y ivan carleando. Ansí ponían gran tem or en todos los que los vían.17

Los aztecas retrocedían atemorizados ante los gruñidos de los


mastines y los caballos, cuyo sudor resplandecía a la luz del sol. Los
soldados españoles blandían sus espadas, mientras que los ballesteros,
con las armas al hombro, se mostraban impasibles. Cerrando la co­
lumna iba Cortés, desafiante y alerta, rodeado de guardias armados y
arcabuceros. Caminando junto al caudillo español también estaba la
Malinche, lo cual turbó y dejó perplejos a los aztecas.
El recorrido, una exhibición regia de bravuconería y atrevimien­
to, condujo por fin a Cortés hasta una fortaleza flanqueada por dos
grandes torres. Tras una serie de ceremonias de bienvenida dirigidas
por los embajadores de Moctezuma, Cortés fue conducido por un
puente levadizo hasta la isla principal, en pleno corazón de la ciudad

México— eran una brillante innovación agrícola azteca que habían introducido
alrededor del año 1450. Consistía en estacar el lecho de las lagunas y verter la tierra
del fondo en esos «cercados», que daban lugar a islas provistas de un suelo extraor­
dinariamente fértil (al que se añadían fertilizantes que incluían excrementos huma­
nos, una forma de gestionar los residuos) que no era preciso irrigar porque las raíces
de los cultivos absorbían agua de la capa freática. El sistema también dejaba los
cultivos inmunes a las heladas. La creación de chinampas fue de vital importancia
para que Tenochtitlán se abasteciera de su propia comida y dejara de depender de
los suministros exteriores, y fue en gran parte responsable del enorme tamaño de la
ciudad, que, con doscientos mil habitantes, superaba con creces la población de las
demás metrópolis mesoamericanas. En su momento de máximo esplendor, las chi­
nampas de las lagunas meridionales de Chalco y Xochimilco sumaban aproximada­
mente un total de novecientas treinta mil hectáreas.

121
CON QUISTA DO!*.

de Tenochtitlán. Era el 8 de noviembre de 1519. Nueve meses des­


pués de zarpar de Cuba y tras tres meses de marcha forzada y com­
bates desde que partiera de Villa Rica, Cortés había llegado a las
puertas del imperio azteca. La Malinche habló con Aguilar y Cortés
y después charló con los anfitriones, que la miraban llenos de curio­
sidad y reverencia porque hablaba varios idiomas y creían que pudie­
ra tratarse de una diosa. La Malinche se alejó y se inclinó para susu­
rrarle algo a Cortés. Debían esperar allí. El emperador Moctezuma
estaba a punto de llegar.

Todo estaba preparado para un acontecimiento sin precedentes en la


historia de la humanidad: el encuentro frente a frente de dos civi­
lizaciones, de dos mundos completamente autónomos que hasta en­
tonces no habían mantenido contacto alguno ni sabían de la exis­
tencia del otro. Los nativos americanos a los que Cortés vio por
primera vez eran un pueblo que había evolucionado, aislado del res­
to del mundo, durante más de cincuenta mil años, y de la civilización
compleja y avanzada ante la que estaba, nada se sabía hasta fechas
muy recientes. Aun así, ahí estaba él, ante esa civilización.18
Cortés se giró sobre su silla de montar y miró con detenimiento
las puertas, las torres almenadas y las azoteas de las casas, atestadas de
curiosos; se dio cuenta de que era un blanco fácil y de que su posi­
ción militar era muy débil. Pese a todo lo que le habían contado
sobre Tenochtitlán, Cortés no daba crédito al tamaño, la envergadura
y la grandeza de la ciudad. Contra viento y marea, y quizá contra
todo buen juicio, él y su compañía habían llegado a la ciudad más
poderosa y poblada de toda América, tal vez de todo el mundo,*19 y
estaban ahora rodeados de agua por todas partes. Todo lo que podía
hacer ahora era esperar la llegada de Moctezuma y ver qué ocurría.

* Se calcula que la población de Tenochtitlán rondaba entre los 200.000 y los


300.000 habitantes; el conjunto del valle de México, el área metropolitana de Te-
nochtidán, tenía entre 1 y 2,6 millones de habitantes. Por el contrario, la ciudad
más populosa de Europa era París, con entre 100.000 y 150.000 habitantes. Londres
tenía entre 50.000 y 60.000. Muchos estudiosos coinciden en afirmar qucTenoch-
tidán era por entonces la ciudad más grande del mundo.

122
l.A .c:iUI>AI> P E LOS SU EÑ O S.

Cortés levantó la mirada y vio aproximarse dos largas procesio­


nes. Se trataba de nobles aztecas pulcramente vestidos, con vistosos
penachos sobre la cabeza y ropajes de algodón teñido recamados en
oro. En el centro de la procesión habia cuatro nobles que portaban
una litera chapada en oro con un toldo adornado con brillantes plu­
mas de quetzal y forrado de plata, oro, piedras preciosas y perlas.
Cortés desmontó cuando los miembros del séquito se detuvieron y
de la litera descendió el gran monarca Moctezuma, que posó los pies
sobre esteras para que no tuviera que tocar el suelo; otros sirvientes,
desviando la mirada, barrían el suelo ante él conforme el emperador,
con porte majestuoso, iba al encuentro de ese extranjero descarado e
irreverente llamado Hernán Cortés.
Cacama y Cuitláhuac caminaban junto a Moctezuma, seguidos
por otros señores y vasallos aztecas. Aunque los otros iban descalzos,
Moctezuma llevaba sandalias doradas con correas de piel de jaguar
ornamentadas con piedras preciosas. Cuando estuvieron frente a
frente por vez primera, Cortés y Moctezuma se miraron. El caudillo
español tenía ante sí a un hombre cinco años mayor que él, de por­
te majestuoso aunque quizá ablandado por los excesos que conlleva
la vida palaciega, pero delgado y moreno, de pelo oscuro y muy
corto, y ojos penetrantes, profundos y meditabundos. El emperador
azteca llevaba un penacho de brillantes plumas verdes de quetzal y
una túnica de algodón engastada de joyas. Tenía el labio inferior
adornado con un colibrí de piedra azul, las orejas con turquesas y la
nariz con piedras de jade de color verde oscuro. Andaba con digni­
dad y gracia. Por su parte, Moctezuma se encontró ante un hombre
barbudo, endurecido por los esfuerzos y batallas recientes, con la
cara y los brazos surcados de cicatrices y provisto de una mirada
desafiante. Se produjo un embarazoso silencio durante el cual M oc­
tezuma se inclinó para oler a Cortés, quien se preguntó qué debía
hacer a continuación. Posteriormente diría del encuentro: «Y como
nos juntamos yo me apeé y le fui a abrazar solo, y aquellos dos se­
ñores que con él iban me detuvieron con las manos para que no le
tocase».20
Aunque Cortés se había reunido con numerosos señores y caci­
ques en el transcurso de la expedición, estaba claro que la reverencia

123
C O N Q U IS IA D O K .

exigida por el encuentro con Moctezuma era de otra magnitud, con


un nivel de pompa y boato con el que no se había encontrado hasta
entonces. Cortés le regaló al emperador un collar de perlas y vidrio
tallado y perfumado con almizcle, y por mediación de la Malinche le
preguntó con una franqueza que debió de sorprenderle: «¿Es usted
Moctezuma?». En un tono tranquilo y comedido, el emperador res­
pondió: «Sí, el mismo». Flanqueados por varios dignatarios, Cortés y
Moctezuma dieron un breve paseo por la calle y luego el emperador
hizo una señal a uno de sus sirvientes para que le trajera un paño,
que le entregó a Cortés. Envueltos en el interior había dos collares, que
el español aceptó agradecido. Estaban «hechos de huesos de caracoles
colorados que ellos tienen en mucho.Y de cada collar colgaban ocho
camarones de oro de mucha perfición tan largos casi como un jeme
[un palmo]».21 Moctezuma le había dado el reverenciado «collar del
viento», que según se decía había llevado puesto el mismísimo Q uet-
zalcóatl.22 El emperador también le obsequió con guirnaldas de flo­
res aromáticas.
Entonces Moctezuma se despidió y subió de nuevo a la litera
para que lo llevaran de vuelta a palacio. Después le dijo a Cortés:
«Está usted fatigado. El viaje lo ha dejado exhausto. Pero ahora ya ha
llegado... Descanse». El emperador mandó a Cacama llevar a Cortés
y sus acompañantes a sus aposentos. El español dio las gracias al em­
perador a través de la Malinche, a quien le dijo: «Dile a Moctezuma
que somos sus amigos».23 Cacama llevó a los expedicionarios — in­
cluidos los tlaxcaltecas, que el pueblo azteca miraba con recelo y
animosidad— a un amplio e inmaculado complejo. Los edificios ba­
jos, con un patio central amurallado, habían sido anteriormente el
domicilio de Axayácatl, el padre de Moctezuma. A los capitanes y los
hombres de mayor graduación les dierefh las mejores habitaciones,
provistas de suelo con entramado de caña y camas con esterillas de
hojas de palmera; incluso los caballos recibieron un trato exquisito,
pues durmieron sobre lechos de flores.2'* Los tlaxcaltecas, los pocos
cempoaleses que quedaban y los porteadores esclavos tuvieron que
conformarse con dorm ir en los patios, expuestos al aire pero cubier­
tos por toldos de tela, mientras que Cortés se hospedó en el palacio
de Axayácatl, situado al noroeste de la plaza mayor y adyacente a la

124
I A -CIU D A D l)li LOS S U l'Ñ O S -

calzada dc Tacuba, la salida occidental de la isla. En el extremo opues­


to de la calzada, en dirección este, Cortés podía ver la cancha de
juego de la ciudad y, más allá, el recinto sagrado, donde se encontra­
ba el Templo Mayor.
A Cortés debió de inquietarle un poco el hecho de estar alojado
tan cerca del núcleo religioso y civil de esa urbe magnífica. Debió de
sentirse vulnerable porque enseguida apostó guardias y centinelas en
diversos puntos del complejo y ordenó emplazar la artillería en pun­
tos defensivos clave alrededor del palacio de Axayácatl y del patio
central. A continuación, a modo de exhibición de músculo militar y
para anunciar su llegada, Cortés y sus hombres efectuaron una serie
de ejercicios en la plaza, y el caudillo les mandó disparar repetidas
veces los arcabuces y falconetes. El ruido, los fogonazos y el humo de
las descargas asombraron y atemorizaron a los aztecas presentes, que
empezaron a toser y estornudar con el olor de la pólvora quemada.
Las crónicas aztecas recordarían posteriormente cómo «se dispersaba
la gente sin ton ni son ... Dominaba en todos el terror, como si todo el
m undo estuviera descorazonado. Y cuando anochecía, era grande
el espanto, el pavor se tendía sobre todos, el miedo dominaba a todos,
se les iba el sueño, por el temor».25
Pese a la rudeza y agresividad de esta exhibición, Moctezuma
decidió tratar de entender a esos extranjeros, quizá aprender algo de
ellos y, si podía, hasta comprender en qué consistían sus poderes. Por
la noche, después de que Cortés y sus hombres hubieran cenado aves
y tortillas, Moctezuma convocó a su visitante, a algunos de sus capi­
tanes y a la Malinche y Aguilar al salón principal del palacio. El em­
perador tomó asiento en un trono y sentó a su invitado en otro si­
tuado cerca de él. Allí Cortés fue agasajado con incontables regalos,
en lo que constituyó una verdadera demostración de la riqueza y el
poder de Moctezuma. Había miles de vestidos y tejidos, plumajes
deslumbrantes e intrincados, así como más oro y plata del que Cor­
tés hubiera visto nunca o aun se hubiera podido imaginar. N o cabe
duda de que la exhibición le impresionó, pero también tuvo el efec­
to indeseado de inflamar más aún su codicia y su deseo de poseer lo
que estaba viendo y mucho más.
Seguidamente, Moctezuma se enderezó en el trono y pidió sy

125
C O N Q U IS T A D O R

lencio. Se dirigió a Cortés con gran formalidad y un lenguaje come­


dido e incluso poético, expresando lo siguiente por mediación de la
Malinche:

¡Oh, señor nuestro! Seáis muy bien venido. Havéis llegado a vues­
tra tierra, a vuestro pueblo y a vuestra casa, México. Havéis venido a
sentaros en vuestro trono y vuestra silla, el cual yo en vuestro nombre
he poseído algunos días. Otros señores —ya son muertos— le tuvieron
ante que yo. El uno que se llamava Itzcóad, y el otro Motecuçoma el
Viejo ...Yo, el postrero de todos, he venido a tener cargo y regir este
vuestro pueblo de México ... Los defuntos ya no pueden ver ni saber
lo que pasa agora. Pluguiera a aquel por quien vivimos que alguno de
ellos fuera vivo y en su presencia aconteciera lo que acontece en la mía.
Señor nuestro, ni estoy dormido ni soñando; con mis ojos veo vuestra
cara y vuestra persona. Días ha que yo esperava esto; días ha que mi
coraçon estava mirando aquellas partes donde havéis venido. Havéis
salido de entre las nubes y de entre las nieblas, lugar a todos ascondido.
Esto es por cierto lo que nos dexaron dicho los reyes que pasaron, que
havíades de bolver a reinar en estos reinos y que havíades de asentaros
en vuestro trono y a vuestra silla. Agora veo que es verdad lo que nos
dexaron dicho ... Descansad agora; aquí está vuestra casa y vuestros
palacios. Tomadlos y descansad en ellos con todos vuestros capitanes y
compañeros que han venido con vos.*26

Cortés, tramposo y manipulador, interpretaría literalmente las


palabras del emperador azteca en lugar de en sentido figurado (como
probablemente era la intención de este) y daría por sentado que
Moctezuma creía a pies juntillas en la profecía, es decir, que Cortés
había vuelto para envolverse en el manto de su autoridad. Por el

* El discurso de Moctezuma en presencia de Cortés constituye uno de los


más desconcertantes, misteriosos y problemáticos de la historia, y ha sido objeto de
interpretaciones y debates interminables. El modo en que su discurso es interpre­
tado da cuenta de la esencia de este encuentro sin precedentes. La versión de Cor­
tés aparece en una carta que le escribió al rey de España diez meses después, y re­
sulta sospechosa por su naturaleza acusadamente política. En cambio, la versión en
náhuad (la que he citado aquí), extraída de fuentes orales, es muy conmovedora, y
presenta a Moctezuma como un personaje aristocrático y majestuoso, pero tam­
bién lastrado por la confusión, las dudas y una firme creencia en el destino.

126
I.A .C IU D A D DI- IO S SUEÑOS»

momento, la respuesta que ofreció Cortés por mediación de la Ma-


linche fue breve, astuta y a todas luces poco sincera:

Decidle a Motecuçoma que se consuele y huelgue y no haya te­


mor, que yo le quiero mucho y todos los que conmigo vienen. De
nadie recibirá daño. Hemos recibido gran contento en verle y cono­
cerle, lo cual hemos deseado muchos días ha; ya se ha cumplido nuestro
deseo. Hemos venido a su casa, México. Despacio nos hablaremos.27

Tanto las versiones aztecas como españolas de ese primer discurso


aluden a la historia del dios que regresa. Cortés parecía estar encanta­
do con encarnar el mito — le iba a ser de gran utilidad— , mientras
que Moctezuma, embargado por la curiosidad, esperaba poder apren­
der todo lo que pudiera de los españoles mientras decidía qué hacer
con ellos. El emperador quería descubrir los secretos de su poder y
quizá, si le era posible, hacerse con esos objetos mágicos.Tal vez solo
le sería preciso desembolsar una pequeña cantidad de oro, por el que
los españoles parecían arrastrarse como si estuvieran borrachos de
pulque (un licor elaborado a partir del maguey).
Moctezuma dio por terminada la audiencia invitando a Cortés
y sus hombres a recorrer la ciudad acompañados por guías aztecas y
contemplar su magnificencia, y a continuación se retiró a sus apo­
sentos para orar. El emperador tenía sin duda mucho sobre lo que
reflexionar. Lo acontecido en Cholula había planteado algunas dudas
sobre si ese español era en realidad Quetzalcóad, pero, milagrosa­
mente, Cortés había llegado a la costa mexicana el 1-caña, el año en
que estaba previsto el regreso de Quetzalcóad, y, más portentoso aún,
ese día era 1-viento según el calendario azteca, el día del «torbellino»
de Quetzalcóad, aquel en que los hechiceros y los ladrones hipnoti­
zan a sus víctimas mientras duermen para robarles sus tesoros.2* Esa
noche, tras haber presenciado la llegada de esas extrañas criaturas,
Moctezuma y sus súbditos apenas pudieron pegar ojo, pues la ciudad
estaba sumida en un ambiente de inquietud. El orden de su mundo
parecía haberse trastocado, «como si todos hubieran comido hongos
estupefacientes, como si hubieran visto algo espantoso. Dominaba en
todos el terror, como si todo el mundo estuviera descorazonado».29
8

Ciudad de sacrificio

A la mañana siguiente, a pesar del palpable desasosiego de la pobla­


ción, el sol volvió a salir sobre Tenochtitlán. La llegada de los extran­
jeros no había comportado el fin del mundo. Al menos no todavía.
La ciudad se despertó como de costumbre: las mujeres se arrodilla­
ban en las cocinas de sus casas de adobes secados al sol, atizaban el
fuego para cocinar, amasaban y palmoteaban harina de maíz para
preparar tortas y, finalmente, salían de casa para ir a comprar al mer­
cado. Las canoas surcaban las aguas de los canales y las calzadas de
camino a sus quehaceres, como comerciar o ir a trabajar a las chinam­
pas del sur. Los artesanos se dirigían a los talleres para fabricar sus
artículos. Los hijos de la nobleza se encaminaban a los monasterios y
las escuelas para estudiar teología y ciencia y para recibir formación
militar, mientras que los sacerdotes y sus ayudantes subían a los tem­
plos para limpiarlos, llenaban los braseros de pedazos de carbón para
mantenerlos siempre encendidos y se aseguraban de que los adora­
torios estuvieran en perfectas condiciones.1
Moctezuma se levantó tras una noche de oración y ordenó a sus
ayudantes que se cercioraran de que a Cortés y su gente no les falta­
ba de nada. Asimismo, puso a su disposición sirvientes para que les
prepararan la coñuda, les suministró fruta, aves y, por supuesto, tortas
de maíz, así como forraje para los caballos y pedazos de carne y hue­
sos para los perros, y luego pidió a Cortés y la Malinche que más
tarde lo fueran a visitar a su palacio real. Cortés se llevó consigo a
Jerónimo de Aguilar para que ayudara a la Malinche en la traduc­
ción, así como a Pedro de Alvarado,Juan Velázquez de León, Gonza­
lo de Sandoval y Diego de Ordaz, junto con otros cinco españoles,
entre ellos Bernal Díaz del Castillo. De las paredes exteriores del
complejo de piedra, recientemente construido, colgaban estandartes

128
C IU D A D DE SA CRIFICIO

de Moctezuma y de sus antepasados así como imágenes pintadas,


entre ellas el escudo de armas (un águila con las garras extendidas en
trance de atacar a un jaguar). El emperador los recibió en el centro
de un espacioso salón de la planta baja, que era el núcleo político y
gubernamental de la ciudad y, por ende, de la nación azteca. Mocte­
zuma les mostró los diferentes salones y estancias, amplios y de bellos
acabados, con paredes y techos pintados, construidos con madera de
la región. En los rincones de las estancias ardía incienso copal en
braseros de barro, perfumándolas con un rico olor a almizcle. El
complejo contaba con más de un centenar de habitaciones disemi­
nadas por una amplia zona, y además de las oficinas administrativas
también había talleres donde trabajaban los mejores artesanos de la
ciudad (orfebres, alfareros y artesanos de plumerías).2 Todo estaba
muy limpio, muy bien organizado y resultaba impresionante, indi­
cios de una civilización muy desarrollada y estructurada que se ha­
llaba en su cénit.
Tras el recorrido por el complejo, Moctezuma le pidió a Cortés
que se sentara junto a él, en una silla entretejida y desprovista de
patas, y el emperador tomó asiento en su trono, rodeado de algunos
de sus caciques y sirvientes. La Malinche y Aguilar se quedaron cer­
ca y los dos líderes iniciaron una conversación, aunque la lentitud y
dificultad de la traducción hizo que se tratara más bien de una suce­
sión de monólogos vacilantes. Cortés le agradeció al emperador su
amabilidad y hospitalidad, y le aseguró que él y sus hombres habían
podido descansar y recuperar fuerzas. N o obstante, acto seguido
Cortés lanzó uno de sus acostumbrados discursos sobre el cristianis­
mo (que a esas alturas ya había memorizado), señalando que era en
parte para inculcar esas verdades para lo que, a instancias del rey de
España, habían viajado hasta allí.* Cortés explicó que los españoles
rendían culto al único Salvador, Jesucristo, el hijo de Dios, y que
todos los seres humanos eran hermanos y hermanas, los descendien­
tes de Adán y Eva. Dios había creado el mundo y había incluido un
cielo para los que rezaban, eran creyentes y se comportaban con

* Por supuesto. Cortés estaba exagerando, ya que Carlos I todavía no había


dado el visto bueno a sus esfuerzos.

129
C O N Q U IS T A D O R

rectitud, y también un infierno donde los pecadores y los no creyen­


tes ardían para el resto de la eternidad. Cortés tuvo la osadía de aña­
dir que los dioses a los que Moctezuma rendía culto eran feos, viles
y demoníacos, como lo era también la práctica azteca de los sacrifi­
cios humanos, y reiteró que esperaba poder convencer al emperador
de que abjurara de sus falsos ídolos y abrazara la fe verdadera.3
Moctezuma digirió esas palabras e ideas lenta y seriamente, y,
aunque se sintió ofendido, no dejó entrever su indignación. Respon­
dió con erudición, usando un tono comedido: estaba al tanto de las
creencias de los españoles desde que sus embajadores regresaran del
arenal cerca de la costa y le mostraran los libros, dibujos y descrip­
ciones de ese encuentro. Entonces Moctezuma se irguió en el trono
y se dirigió directamente a Cortés: «No os hemos respondido a cosa
ninguna dellas porque desde ab-inicio acá adoramos nuestros dioses
y los tenemos por buenos, e así deben ser los vuestros, e no curéis
más al presente de nos hablar dellos».4 Más que de una petición se
trataba de una orden, y Cortés aprovechó para dejar de hablar del
asunto. Había sido su primera oportunidad real y había cumplido
con su obligación. Podría seguir presionando al emperador más ade­
lante, cuando llegara el momento.
Moctezuma mencionó que gente parecida a Cortés había llega­
do a la costa dos años antes; ¿también eran españoles? Cortés, cayen­
do en la cuenta de que se refería a las expediciones de Córdoba y
Grijalva, asintió y dijo que también ellos estaban al servicio del rey
de España y que su misión consistía en explorar los mares y las costas
y encontrar la ruta que llevaba a tierras mexicanas, cosa que habían
conseguido y a ellos, a Cortés y los suyos, les había permitido llegar
hasta allí.
Moctezuma hizo una señal a uno de sus sobrinos y este se acer­
có con más regalos, entre ellos varias túnicas finamente bordadas
para el capitán general y dos collares de oro para cada uno de los
capitanes españoles. Cortés le dio las gracias y, al reparar en lo tarde
que era (y en los centenares de sirvientes que entraban y salían de
las habitaciones para preparar la comida del emperador),solicitó irse.
Moctezuma animó a Cortés a servirse de los guías y sirvientes que
había puesto a su disposición para visitar toda la ciudad, que espera­

130
C IU D A D DE SA CRIFICIO

ba que le gustase, y luego se levantó del trono con la promesa de que


pronto volverían a mantener un encuentro. El emperador se marchó
a cenar y después a orar. Durante las siguientes cinco noches subiría
las empinadas gradas del Templo Mayor, el más alto de Tenochtidán,
y rezaría con fervor a Huitzilopochtli, el dios-colibrí de la guerra y
de los sacrificios, patrono de los aztecas. Después de que los sacer­
dotes hubieran sacrificado a una docena de niños, Moctezuma, con­
vencido de que la supervivencia del universo dependía de ellos, se
arrodillaba ante las llamas temblorosas y rezaba para tener una vi­
sión, para obtener la verdad. Trataba con desespero de entender a
Cortés y los demás extranjeros, cuyas victorias frente a los tabasca-
nos y los tlaxcaltecas, ante rivales mucho más numerosos, resultaban
prácticamente inexplicables. Arrodillado ante los ídolos de piedra
— mientras corazones humanos se consumían en un brasero y los
sacerdotes trataban de ver el futuro en las visceras de palomas y co­
dornices recién sacrificadas— , Moctezuma permanecía a la espera
de una señal.5

En el transcurso de la semana siguiente, los españoles descubrieron la


«ciudad de los sueños» conforme fueron recorriendo la próspera
metrópolis acompañados por nobles aztecas. Visitaron las restantes
dependencias del gran palacio de Moctezuma, que, según observó
Cortés, estaban custodiadas por unos tres mil guerreros fuertemente
armados. En esa zona también se alojaban varios miles de mujeres
(con ciento cincuenta de las cuales Moctezuma probablemente dor­
mía), y el emperador era atendido a diario por más de mil sirvientes.
Sus aposentos privados en las plantas superiores disfrutaban de vistas
de su vasto reino. Sus comidas eran muy elaboradas — solo comía en
la vajilla de cerámica cholulteca más fina— , y se decía que tocaba
cada plato, bandeja o cuenco una sola vez.Todos los días elegía entre
más de trescientos platos preparados especialmente — «pollos, pavos,
faisanes, codornices, patos de granja o salvajes, liebres y conejos»— y
a continuación se sentaba a una mesa baja donde comía solo y en
silencio, a no ser por los ocasionales susurros de sus sacerdotes más
allegados y sus parientes predilectos. Remataba la comida con una

131
C O N Q U IS T A D O R

copa de cacao con espuma de chocolate y largas caladas a una pipa


con tabaco, mientras era entretenido por juglares, cantantes, poetas e
incluso jorobados, enanos y albinos.6
Cortés y sus hombres quedaron asombrados por las dimensiones
del palacio incluido el zoo, que daba cobijo a leones y jaguares sal­
vajes de las montañas (se rumoreaba que los alimentaban con la san­
gre y los restos de las víctimas de sacrificios humanos), así como
linces y lobos. También había reptiles muy venenosos, serpientes de
cascabel, boas constrictor, lagartos y cocodrilos. Una de las casas es­
taba dedicada a las aves de cetrería (águilas, halcones y gavilanes, cada
uno en su propia jaula) y a pájaros tropicales de resplandeciente plu­
maje, incluido el quetzal, muy reverenciado por los aztecas; las plumas
del pecho eran de color sangre y las de la larga cola tenían la misma
tonalidad que el jade pulido. Después, los visitantes caminaron por
jardines botánicos enormes y muy bien cuidados, donde se alineaban
los árboles y jardineros expertos cultivaban hierbas aromáticas y me­
dicinales y rosas con los colores del amanecer y el ocaso.7
El mercado central de Tlatelolco era asombroso, y superaba a
cualquiera de los mercados europeos que los españoles conocieran.
Allí, más de sesenta mil personas llegaban a diario de todos los rin­
cones del país para comprar, vender o intercambiar mercancías, lo
cual lo convertía en el mayor centro comercial de toda América. En
él se podía comprar cualquier producto imaginable (y, desde el pun­
to de vista de los españoles, artículos cuya existencia nunca se hubie­
ran imaginado), de tejidos a esclavos pasando, por trozos de seres
humanos descuartizados. Todos los géneros estaban agrupados según
el tipo en puestos bien organizados (por los que el vendedor pagaba
una suma al gobierno). Los había dedicados a la venta de útiles de
alfarería, de materiales de construcción, de pieles de animal (venados
y jaguares cortados o enteros, algunos con la piel o el pelo y otros
sin) o de plumas, pájaros desollados o pájaros enteros, la obra de há­
biles taxidermistas. Asimismo, había artículos de primera necesidad,
como sal, algodón, balas de tabaco, tabletas de chocolate — ambos
una novedad para los españoles— y las importantes fibras de maguey
y palmera, utilizadas para las pictografías. Los boticarios vendían se­
millas, raíces, trozos de corteza y hierbas para sanar las dolencias,

132
C IU D A D DE SA CRIFICIO

mientras que artesanos fabricaban juguetes para los niños, incluidos


algunos provistos de ruedas diminutas.8
Los puestos de comida asombraron a los visitantes, pues el paladar
azteca parecía no tener límite. Cortés recordaría posteriormente:

Pocas cosas vivas dejan de comer. Culebras sin cola ni cabeza, pe­
rrillos que no gañen, castrados y cebados; topos, lirones, ratones, lom­
brices, piojos y hasta tierra, porque con redes de malla muy menuda
barren, en cierto tiempo del año, una cosa molida que se cría sobre el
agua de las lagunas de México, y se cuaja, que ni es hierba, ni tierra, sino
una especie de cieno. Hay mucho de ello y cogen mucho, y en eras,
como quien hace sal, los vacían, y allí se cuaja y seca. Lo hacen tor­
tas como ladrillos, y no solo las venden en el mercado [deTenochtitlán],
sino que las llevan también a otros fuera de la ciudad y lejos. Comen
esto como nosotros el queso, y así tiene un saborcillo de sal, que con
chilmolli* es sabroso.’

La zona del mercado que más impresionó a Cortés fue la que


albergaba a los joyeros y herreros, cuya destreza superaba con creces
a los de Europa. Fabricaban peces con intrincadas escamas de oro y
plata, preciosas teteras con asas diminutas, réplicas de pájaros tropica­
les, guacamayos y loros, provistos de picos, lenguas y alas móviles, y,
lo más sorprendente de todo, monos de metal, tal como si estuvieran
vivos, que podían mover las manos y los pies e incluso sostener una
pieza de fruta y dar la impresión de que se la estaban comiendo. Allí
se vendían no solo metales preciosos, sino también turquesas, jade y
perlas finamente trabajadas.10
Los españoles recorrieron toda la ciudad, cautivados por sus ma­
ravillas. Por su parte, Cortés estaba todo el tiempo pensando en cómo
hacerse con ella. Debía de sentirse impresionado por el poder de
Moctezuma, por la increíble acogida que le había dispensado y por
el orden que imponía; hasta las calles eran barridas y limpiadas a dia­
rio con agua. Pero también había lugares desconcertantes y aun per­
turbadores. Algunos de los hombres de Cortés le explicaron que les

* Una salsa de chile, oscura y picante.

133
C O N Q U IS T A D O R

habían enseñado un sitio malsano, un osario de calaveras humanas,


construida para que pareciera un teatro de víctimas sacrificiales. Dis­
puestas en grupos de cinco, en hileras de palos sostenidos en torres
de apoyo, había alrededor de 136.000 calaveras, todas encaradas hacia
fuera, con la boca abierta y con el rostro descolorido por efecto de
los rayos del sol. Para los españoles resultó una visión macabra y es­
calofriante.11 Durante su recorrido por los palacios y el mercado,
Cortés también debió de oír hablar sobre otras prácticas rituales
igualmente horripilantes, como las consistentes en rebanarles el cue­
llo a niños, decapitar a muchachas jóvenes y vestir a adolescentes con
la piel de seres humanos recién desollados. La conmoción y repug­
nancia que debió de sentir Cortés (no obstante los recientes actos de
barbarie cometidos por él mismo) seguramente lo reafirmaron en su
convicción de que tenía una misión civilizadora que cumplir.*12
Los españoles también vieron indicios de la práctica de deportes
y actividades de ocio. Cerca del palacio de Moctezuma descubrieron
extensas y bien construidas canchas de juego, dispuestas en grandes
rectángulos con gradas de piedra para un gran número de especta­
dores. La cancha en sí tenía forma de «I»,y en el centro había suspen­
didos dos grandes aros de piedra por los que los competidores debían
hacer pasar una bola de caucho (los españoles quedaron fascinados
con el caucho, que nunca habían visto) sirviéndose solamente de los
codos y las caderas. Los jugadores, llamados tlachtli, llevaban protec­
ciones de cuero en los hombros, las rodillas, los codos y hasta la bar­
billa para los violentos partidos, disputados principalmente por y
para la nobleza. El «juego» tenía tanto de ritual como de distracción,
y se consideraba que la victoria no dependía tanto de las dotes atlé­
ticas de los jugadores como de la voluntad de los dioses. Así pues,
como casi todos los aspectos de la vida azteca, poseía un componen-

* La hipócrita reacción de Cortés ante las prácticas rituales aztecas no puede


pasarse por alto o exagerarse, en especial habida cuenta de la reciente historia de
barbarie y crueldad durante la Inquisición y el trato dispensado a los musulmanes
y judíos. Solo unas pocas semanas antes, Cortés había ordenado acabar con la vida
de casi seis mil civiles inocentes en Cholula. Su reacción simplemente confirma la
verdad histórica de que lo que para un pueblo es una pasión para otro constituye
una perversidad.

134
C IU D A D DE SA C R IFIC IO

tt* religioso, y a menudo servía para dirimir cuestiones relacionadas


con la divinidad, para solucionar problemas complejos o para decidir
presagios y profecías. Durante sus discusiones con los sacerdotes de
Moctezuma, a Cortés debieron de contarle una interesante y profé-
tica anécdota. Unos años antes de la llegada de los españoles, el sabio
Nezahualpilli, señor de Texcoco, había interpretado el paso de un
cometa por los cielos como una señal del final de la Triple Alianza y
un augurio de la destrucción del imperio azteca. Moctezuma se
mostró en completo desacuerdo, así que jugaron una partida de tiach-
tli para que los dioses dictaran sentencia. El emperador perdió el
partido.13

Tras cuatro días pasando junto a los templos que conformaban el


centro ritual de Tenochtitlán, a Cortés le entraron ganas de verlos
por dentro, así que mandó preguntarle a Moctezuma si podía visitar
el Templo Mayor y el santuario consagrado a Huitzilopochtli. La
petición era bastante atrevida, incluso descarada, porque se trataba
del lugar especial donde el emperador oraba y era sagrado. Moctezu­
ma dudó, preguntándose si debía permitirlo. Finalmente, por la tarde,
tomó la decisión de acompañar personalmente a Cortés. El empera­
dor azteca llegó en su litera, mientras que Cortés se presentó acom­
pañado de la Malinche, de varios de sus capitanes y de algunos sol­
dados armados, y siguió el séquito imperial de Moctezuma.
Al llegar al pie de la gran pirámide, el cortejo se detuvo y M oc­
tezuma se apeó de la litera; los sirvientes extendieron de nuevo este­
rillas y barrieron el suelo ante él. El emperador le pidió a Cortés que
esperara y subió los 114 escalones, peligrosamente empinados (esta­
ban pensados para que, al ser lanzadas desde lo alto, las víctimas de los
sacrificios recorrieran en caída libre los cuarenta y cinco metros que
había hasta el suelo). Los españoles estiraron el cuello mientras, ayu­
dado por sus sirvientes, Moctezuma se dirigía a la cúspide y luego
desaparecía. Al poco rato bajaron algunos sacerdotes, enviados por
cortesía de Moctezuma, para ayudar a Cortés y sus acompañantes en
el difícil ascenso hasta la cúspide, pero Cortés les ordenó que no se
atrevieran a tocarles. Algunos de sus hombres incluso desenvainaron

135
C O N Q U IS T A D O R

las espadas, sabedores de lo que sucedía en esos lugares de culto az­


tecas. Los sacerdotes se marcharon y Cortés se puso al frente de los
suyos para escalar dificultosamente, de uno en uno, los irregulares
escalones, hasta que al fin llegaron a la cima, donde se encontraban
los santuarios. La altitud de Tenochtitlán (2.250 metros por encima
del nivel del mar) y el peso de las armaduras hicieron que los espa­
ñoles llegaran jadeando; Moctezuma sonrió y dijo: «Cansado estaréis
de subir a este nuestro gran templo». Cortés, tratando de recobrar el
aliento, le respondió con arrogancia: «Los españoles no nos cansamos
en cosa ninguna».14A Moctezuma debió de parecerle un comentario
divertido en vista de los resuellos de Cortés y sus hombres.
La plataforma era amplia y estaba bien pavimentada, con piedras
lisas y de grandes dimensiones. Moctezuma abrió la palma de la
mano en todas direcciones para que los españoles repararan en las
magníficas vistas panorámicas sobre la ciudad, que se extendía a lo
largo de kilómetros; las aguas de las lagunas daban paso a campos de
cultivo y, más allá, a todo el valle de México. Como un águila, Cortés
paseó la vista por la ciudad sin perder detalle de todo lo que pudiera
revestir interés desde el punto de vista militar; tomó buena nota de
la dirección de las calzadas y de la ubicación de los puentes levadizos.
Todo era maravilloso, literalmente imponente, y al mismo tiempo
bastante increíble.
A Cortés los adoratorios en sí le parecieron hermosos aunque
inquietantes. Eran dos, uno consagrado a Huitzilopochtli, el dios de
la guerra, y el otro a Tezcatlipoca, el «espejo que -humea», de poder
omnipotente, y frente a ellos había una piedra de sacrificios oscure­
cida por la sangre de las víctimas. Junto a ellas había sacerdotes con
hábitos de color negro; tenían el rostro fantasmagóricamente pálido
a causa del ayuno y las sangrías, las orejas llenas de cortes y jirones, y
el pelo enmarañado y manchado de sangre.15 Armándose de valor,
Cortés le preguntó a Moctezuma si podía ver el sanctasanctórum del
adoratorio dedicado a Huitzilopochtli, donde el emperador efectua­
ba sus oraciones. Tras consultarlo con sus sacerdotes, Moctezuma
accedió y condujo a los españoles al interior, donde presenciaron
imágenes y escenas que pocos mortales aparte de los sumos sacerdo­
tes y los principales caciques habían visto jamás. Allí estaba el ídolo

136
C IU D A D DE SA C R IFIC IO

de Huitzilopochtli, gigantesco y sentado en una litera. Sus ojos eran de


piedra pulida, y en una mano sostenía un arco de oro y en la otra
flechas también de oro. Tenía la cara salpicada de sangre, tanto fresca
como reseca, y junto a él se encontraban ídolos más pequeños pero
igualmente espeluznantes, dragones y «otras figuras horribles», in­
cluida una «serpiente con colmillos». Del cuello de Huitzilopochtli
colgaba una cadena con corazones de oro y plata, símbolos del sacri­
ficio supremo. Frente a los ídolos ardían braseros, en los que crepita­
ban corazones recién extraídos.16
Asqueado y horrorizado. Cortés solo pudo apartar la vista y po­
sarla en las paredes empapadas de sangre. El olor del lugar lo supera­
ba. Se acercó a Moctezuma y le habló mientras la Malinche traducía:
«No sé yo cómo un tan gran señor e sabio varón como vuestra ma­
jestad es, no haya colegido en su pensamiento cómo no son estos
vuestros ídolos dioses, sino cosas malas, que se llaman diablos». Moc­
tezuma escuchó las palabras con una mirada fría como el acero pero,
por el momento, no dijo nada. Cortés, tras decidir que había llegado
el momento, sugirió con gran osadía erigir una cruz allí, como sím­
bolo del único y verdadero dios. «Haremos un apartado donde pon­
gamos una imagen de Nuestra Señora ... y veréis el temor que dello
tienen estos ídolos que os tienen engañados.»17
Aunque lo tenía ante sí, Cortés no entendió (ni tampoco se esfor­
zó por hacerlo) la antigua y profundamente arraigada importancia del
sacrificio ritual en la religión azteca ni el papel fundamental que de­
sempeñaban esos ídolos en su cosmovisión. Para Moctezuma y su pue­
blo, los corazones y la sangre de las víctimas no constituían un mero
pasatiempo sino que eran algo absolutamente necesario, un elemento
de vital importancia, como el aire o el agua, para que la vida prosiguie­
ra su curso y el mundo no se viniera abajo. Los sacrificios rituales de
seres humanos representaban la ofrenda suprema en el sistema de creen­
cias azteca.Y ahí estaba el tal Cortés, ese misterioso intruso, denigran­
do todo aquello que los aztecas consideraban mis sagrado. Era dema­
siado. Era inconcebible. Profundamente ofendido, Moctezuma alzó la
mano de modo desafiante y dijo en tono colérico: «Si tal deshonor
como has dicho creyera que habías de decir, no te mostrara mis dioses;
aquestos tenemos por muy buenos, y ellos dan salud y aguas y buenas

137
C O N Q U IS T A D O R

sementeras, temporales y victorias, y cuanto queremos, y tenérnoslos


de adorar y sacrificar. Lo que os ruego es que no se digan otras palabras
en su deshonor».18
Cortés y sus acompañantes fueron conminados a bajar. Cuando
estaban descendiendo las últimas gradas de la pirámide, oyeron el len­
to, rítmico y diabólico tañido de los tambores fúnebres y los escalo­
friantes sones de las caracolas tocadas por los sacerdotes desde lo alto
del templo, señalando la puesta de sol y el inicio de la ceremonia.
Moctezuma permaneció en el adoratorio, consternado y sobre­
saltado. Tenía que realizar sacrificios para aplacar la ira de los dioses
por haber cometido la trasgresión de llevar a Cortés hasta allí. Estaba
a punto de estallar una guerra religiosa entre sus incontables dioses y
ese al que los españoles rendían culto.
9

La conquista del imperio

También a Cortés le entraron ganas de orar y de contar con una


capilla como Dios manda donde los españoles pudieran asistir a dia­
rio a misa. Habida cuenta de la negativa de Moctezuma a instalar un
lugar de culto cristiano en el Templo Mayor, esperó unos días a que
el humor del emperador mejorara y luego mandó preguntarle si le
permitía construir una capilla en sus aposentos o cerca de ellos, en el
palacio de Axayácad. Para su sorpresa, Moctezuma accedió al ruego
e incluso le proporcionó algunos albañiles y carpinteros para que lo
ayudaran en el proyecto. En tan solo dos días fue erigida una capilla
dentro del palacio, una concesión aparentemente menor en una ciu­
dad dominada por los templos aztecas pero que, desde un punto de
vista simbólico, constituía una poderosa señal de que los españoles
estaban realizando progresos, sobre todo en opinión de Cortés. C on­
taban ya con un santuario cristiano legítimo (gestionado por los pa­
dres Bartolomé de Olmedo y Juan Díaz) en el epicentro del mundo
espiritual azteca. Difícilmente iba a ser el último.
Mientras estaban construyendo la capilla, uno de los carpinteros
de Cortés, Alonso Yáñez, realizó un descubrimiento interesante. En
una de las paredes encontró una puerta recientemente entablada y
cubierta con yeso pero cuyos marcos estaban agrietados y todavía
podía abrirse. Puesto que el edificio era de reciente construcción, al
principio Cortés no le dio la mayor importancia, pero, embargado
por la curiosidad, mandó forzar la puerta para averiguar qué oculta­
ba. Recorrieron un corto pasadizo y llegaron a una sala inmensa, don­
de encontraron cajas y cestos de mimbre. Tras abrirlos con cuidado,
apenas pudieron dar crédito a lo que vieron: un tesoro secreto de
tributos e impuestos recolectados durante los trece años de reinado
de Axayácad, el expolio a sangre y fuego de la expansión imperial.

139
C O N Q U IS T A D O R

Había montones de oro y plata, finas joyas y baratijas, copas y fuentes,


así como numerosos objetos de piedra tallada, incluida una gran can­
tidad de jade. Muchos de los recipientes contenían solamente plu­
merías, la mayoría de quetzal. Bernal Díaz dijo de las riquezas que
encontraron allí: «Como en aquel tiempo era mancebo y no había
visto en mi vida riquezas como aquellas, tuve por cierto que en el
mundo no debiera haber otras tantas».*1
Los hombres manosearon el tesoro en un arrebato de codicia,
hasta que Cortés les ordenó parar; por el momento debían dejarlo
donde estaba. Algunos pusieron objeciones, pero Cortés les aseguró
que llegado el momento, cuando la ciudad fuera suya, se repartirían
equitativamente el botín. La puerta fiie sellada de nuevo y Cortés
ordenó a sus hombres no decir nada a nadie de lo que habían visto,
una orden que probablemente fiie desobedecida de manera casi ins­
tantánea por algunos de ellos, que, cegados por la codicia y todavía
atolondrados por la visión de las joyas y el oro reluciente, se fueron
de la lengua.**

Aunque los españoles estaban siendo tratados a cuerpo de rey, Cortés


se sentía inquieto. En primer lugar, sus hombres, acostumbrados a la
acción, estaban cada vez más impacientes. Y había otro asunto que
preocupaba al capitán general: las increíbles vistas de las que había
disfrutado desde lo alto del Templo Mayor le habían demostrado
gráficamente la relativa precariedad en que se encontraban sus fuer­

* Los cronistas aztecas también registraron el descubrimiento del tesoro por


parte de los españoles: «Van ya en seguida a la casa de almacenamiento de Motecuh-
zoma. Allí se guardaba lo que era propio de Motecuhzoma, en el sitio de nombre
Totocalco. Tal como si unidos perseveraran allí, como si fueran bestezuelas, unos a
otros se daban palmadas: tan alegre estaba su corazón. Y cuando llegaron, cuando
entraron a la estancia de los tesoros, era como si hubieran llegado al extremo. Por
todas partes se metían, todo codiciaban para si, estaban dominados por la avidez».2
** Algún tiempo después. Cortés le explicó a Moctezuma que habían descu­
bierto el tesoro, y el emperador solo le pidió que no se llevaran ni rompieran los
vistosos y reverenciados plumajes, pues en verdad no le pertenecían a él sino a sus
dioses. Por contra, le dijo que se llevaran todo el oro que quisieran.

140
I A C O N Q U IS T A l)f.l IM IM RIO

zas en la capital azteca, rodeada por las aguas. Era evidente que, aun
contando con los tlaxcaltecas, muchos de los cuales estaban alojados
en sus barracones, las tropas de Cortés podían ser ampliamente supe­
radas en número en caso de que Moctezuma diera la orden de atacar.
Por añadidura, y para acabar de confirmar sus sospechas, los tlaxcal­
tecas le informaron de que los aztecas que vivían en las proximidades
habían dejado de dispensarles un buen trato. Una vez más, los protes-
tones tlaxcaltecas señalaron que, si así lo decidían, los aztecas podían
izar los puentes levadizos cuando quisieran y dejarlos atrapados a
todos allí, en la isla. Cortés escuchó atentamente. Era consciente de
que la ancestral animosidad de los tlaxcaltecas hacia los aztecas ha­
cía que fueran propensos a recelar y exagerar, pero tenían toda la
razón del mundo en lo tocante a los puentes levadizos. Desde un
punto de vista puramente militar, los españoles y sus aliados estaban
expuestos. ¿Y si era precisamente esa la intención de Moctezuma
desde el principio? Cortés meditó al respecto. Si el emperador azte­
ca había planeado tenderles una trampa desde un buen comienzo,
¿por qué le había insistido a Cortés en que no se desplazara aTenoch-
tidán bajo ningún concepto? N o tenía sentido, así que, al menos por
el momento, prefirió hacer caso omiso de los temores expresados
por los daxcaltecas.
Con todo, algunos de los capitanes manifestaron preocupaciones
similares a Cortés, así que celebraron una reunión en la capilla recién
construida para discutir la situación. Cortés, Sandoval, Ordaz, Alvara-
do y Velázquez de León debatieron sobre la situación en que se en­
contraban y las diversas opciones que tenían, tanto militares como
políticas. Mientras estaban reunidos, llegaron emisarios tlaxcaltecas
con noticias muy preocupantes de Vera Cruz: Juan de Escalante, el
capitán a cargo de la fortaleza costera, así como otros seis soldados
españoles y numerosos aliados totonacas habían sido asesinados.*
Moctezuma todavía contaba con un sistema de recaudación de tri­

* Cortés ya había tenido conocimiento de este hecho tras la matanza de Cho-


lula, pero había preferido ocultárselo a sus hombres para no alarmarlos o generar
discordia entre ellos. Asimismo, quería tener confirmación de los hechos, algo con
lo que ahora ya contaba.

141
C O N Q U ISTA ! >(>U

butos en las regiones de la costa, y su agente en Nauhtla (también


llamada Almería), un tal Qualpopoca, había presionado a los totona-
cas para que siguieran satisfaciendo los tributos una vez que Cortés
se hubo marchado. Los totonacas, sin embargo, habían alegado que,
en virtud de su amistad con los españoles, ya no eran vasallos de Te-
nochtitlán y se habían negado a entregar nada más. Encolerizado por
el descaro de los totonacas, Qualpopoca había decidido recaudar los
tributos por las buenas o por las malas y, como parte de una estrata­
gema, había enviado mensajeros a Escalante para concertar una re­
unión con él y pedirle sellar una alianza con los españoles.
Escalante cayó en la trampa de Qualpopoca. Envió cuatro repre­
sentantes a la reunión solicitada por el agente azteca y fueron objeto
de una emboscada; dos murieron acuchillados y los otros dos logra­
ron escapar y regresar a Vera Cruz. En represalia, Escalante reunió
una fuerza compuesta por algunos de sus hombres y unos pocos
miles de aliados totonacas y se enfrentó a Qualpopoca y sus guerre­
ros en una reñida batalla. Escalante fue derribado de su caballo (que
file asesinado) y sufrió graves heridas, mientras que seis de sus hom­
bres resultaron muertos. Uno de ellos, llamado Juan de Arguello, fue
apresado con vida y posteriormente sacrificado, tras lo cual corredo­
res aztecas le llevaron a Moctezuma la cabeza, a modo de trofeo de
guerra. Al emperador la cabeza del español, de piel blanca y barba
negra, le pareció terrorífica, y ordenó que se la llevaran deTenochtit-
lán. Escalante, tras haber sido derrotado y sus fuerzas dispersadas, re­
gresó como pudo aVera Cruz, pero no tardó en m orif a causa de las
heridas.3
Desde el momento en que había recorrido la calzada y puesto
los pies en Tenochtitlán, Cortés había estado «pensando todas las
formas y maneras» de capturar a Moctezuma de tal modo que «en su
prisión no hobiese algúnd escándalo ni alboroto».4 Ahora, en pose­
sión de una carta en la que se describía lo acaecido en Vera Cruz,
tenía un pretexto. El 14 de noviembre, menos de una semana des­
pués de haber llegado a la capital azteca y de haber sido tratado
como un invitado de honor, Cortés solicitó ser recibido por M octe­
zuma. Acompañado por Aguilar, la Malinche, los capitanes Sandoval,
Avila, Lugo, Alvarado y Velázquez de León y una treintena de solda­

142
i a coNyuisiA m i. imimikio

dos bien armados, el caudillo extremeño se dirigió al palacio de


Moctezuma. En el bolsillo llevaba a buen recaudo la carta que le
había enviado Pedro de Ircio, que había asumido temporalmente el
puesto de Escalante enVera Cruz.
Como de costumbre, hubo un intercambio de agasajos. Mocte­
zuma ofreció a los españoles regalos, incluidas joyas y mujeres (inclu­
so le ofreció una de sus hijas a Cortés, quien la rechazó alegando que
ya estaba casado y se la entregó a un alborozado Al varado). Entonces,
poniéndose serio, Cortés sacó del bolsillo la carta de Pedro de Ircio
y afirmó tener pruebas de que, por orden de Moctezuma, se había
producido una conspiración que había tenido por resultado la muer­
te de seis de sus valientes soldados y de uno de sus preciados caballos.
Cortés mandó a sus intérpretes que leyeran y tradujeran la carta y a
continuación subrayó que, aunque la misiva dejaba claro que Qual-
popoca había actuado así tras recibir órdenes directas de Moctezuma,
él no acababa de creérselo. Se inclinaba por pensar que Qualpopoca
había actuado por cuenta propia pero debía admitir que no estaba
del todo seguro, sobre todo teniendo en cuenta el frustrado ataque
de Cholula, en el que los aztecas también habían estado involucra­
dos. Lo sucedido enVera Cruz era un asunto muy serio y era preciso
seguir indagando.
Acto seguido, encarándose a Moctezuma, Cortés dijo: «Por estas
causas no querría comenzar guerra ni destruir aquesta ciudad; con­
viene que para excusarlo todo, que luego callando y sin hacer ningún
alboroto os vayáis con nosotros a nuestro aposento, que allí seréis ser­
vido y mirado muy bien como en vuestra propia casa; y si alboroto o
voces dais, luego seréis muerto de aquestos mis capitanes, que no los
traigo para otro efecto».5 Moctezuma, según Bernal Díaz del Castillo,
«estuvo muy espantado y sin sentido», y con toda razón: su invitado
había amenazado con encarcelarlo o matarlo. La primera reacción del
emperador fue negar que estuviera involucrado personalmente en
una agresión contra los españoles, ya fuera en Cholula o enVera Cruz,
y propuso enviar a alguien a la costa en busca de Qualpopoca, averi­
guar la verdad sobre lo sucedido allí y castigar a todo aquel que fuera
culpable. Para garantizar la obtención de una respuesta inmediata, el
emperador se sacó un brazalete de la muñeca, una pequeña figura de

143
C O N Q l.'I S I A I x m

Huitzilopochtli, y dijo que la enviaría con la embajada. Cortés se


mostró de acuerdo y dijo que quería que algunos de sus hombres
acompañaran a los mensajeros de Moctezuma, pero que, mientras el
asunto no fuera esclarecido, el emperador tendría que permanecer
bajo custodia en los aposentos de los españoles.
Moctezuma se negó en redondo: «No me hagáis esta afrenta,
¿qué dirán mis principales si me viesen llevar preso?».6 El emperador
propuso como alternativa que tomaran como rehenes a sus hijos y a
dos de sus hijas, pero Cortés no dio el brazo a torcer y dijo que no
tenía otra opción, que debía acompañarlos en persona; seguiría go­
bernando a su pueblo, solo que no lo haría desde su palacio sino
desde el de Axayácatl. Moctezuma y los españoles se enzarzaron en
una larga discusión, hasta que algunos de los hombres de Cortés
empezaron a inquietarse y a ponerse nerviosos al abrigar la sospecha
de que Moctezuma pudiera llamar en cualquier momento a sus
guardias y ordenarles que mataran a los españoles.Velázquez de León
fue el que se mostró más impaciente y exclamó: «¿Qué hace vuestra
merced ya con tantas palabras? O le llevamos preso o le daremos de
estocadas; por eso tornadle a decir que si da voces o hace alboroto,
que le mataréis; porque más vale que desta vez aseguremos nuestras
vidas o las perdamos».7 El tono agresivo y vehemente de Velázquez
de León alarmó a Moctezuma y le preguntó a la Malinche qué esta­
ba diciendo. Con toda calma, esta le respondió que le aconsejaba
acompañar a Cortés y sus capitanes a sus aposentos sin protestar por­
que estaba convencida de que, de lo contrario, lo iban a matar.
Finalmente Moctezuma se levantó e hizo acopio de la poca dig­
nidad que le restaba. Accedió a ir con ellos, pero solo si le garantiza­
ban que se daba la impresión de que acompañaba a Cortés por vo­
luntad propia, no como prisionero. Informaría a su familia y a sus
sumos sacerdotes, consejeros y guardias de que, tras orar y meditar,
había decidido vivir con los españoles durante unos días para cono­
cer mejor sus costumbres y discutir de religión con el capitán gene­
ral. Así pues, mandó llamar a sus nobles y que le trajeran la litera real
y, bajo la atenta vigilancia de Cortés y sus mejores soldados, fue lle­
vado de su palacio hasta el de su difunto padre pasando por la plaza
mayor. Al contemplar la extraña procesión, el pueblo de Tenochtitlán

144
I A C O N Q U IS T A OKI. IM PERIO

no pudo sino preguntarse qué acontecimientos extraños y sin prece­


dentes estaban teniendo lugar en su mágica ciudad.8
El golpe de mano de Cortés, descarado e incruento, fue quizá la
toma del poder más audaz y asombrosa de los anales de la historia
militar. De manera taimada y artera. Cortés se había aprovechado de
la confianza, generosidad y hospitalidad de Moctezuma, y luego ha­
bía atacado desde dentro como una serpiente venenosa. Cortés debía
de estar exultante, y acaso sorprendido, por que su plan hubiera fun­
cionado tan a la perfección; no obstante, poco se imaginaba que la
lucha real por el imperio azteca no había hecho más que empezar.

Al principio, el golpe de Estado pareció no ser más que un acuerdo


mutuamente convenido entre Cortés y Moctezuma. Para dar la im­
presión en público de que todo seguía su curso normal, Moctezuma
convocó a sus sobrinos, su hermano y sus caciques regionales de
mayor confianza a sus nuevos aposentos y les aseguró que, aunque
iba a convivir con los españoles durante un tiempo, todo permanecía
bajo su control. Simplemente iba a gobernar desde una habitación
especial preparada allí, y añadió que así lo había decidido después de
que Huitzilopochtli le enviara una señal recomendándole obrar así.
El emperador ordenó a sus hombres que preservaran el orden y
mantuvieran calmada a la población. N o había nada de lo que
preocuparse. N o obstante, pese a los esfuerzos de Moctezuma, un
ambiente de miedo y desazón se apoderó de la ciudad, ya que nunca
antes había sucedido nada parecido. Además, los más allegados a
Moctezuma pudieron ver que el emperador estaba custodiado y so­
metido a vigilancia día y noche, y que era necesario el permiso de
Cortés para visitarlo. Con independencia de cómo definiera Mocte­
zuma su nueva situación, la gente podía ver que había sido arrestado
contra su voluntad y encarcelado. Los nobles, en especial Cacama,
aunque en un principio se plegaron a los deseos de Moctezuma,
tuvieron la impresión de que se avecinaba un desastre.9
Pasadas unas tres semanas desde el confinamiento de Moctezu­
ma, Qualpopoca, su hijo y otros quince caciques llegaron proceden­
tes de la costa con el brazalete del emperador. Qualpopoca llegó

145
C O N Q U IS T A D O ».

rodeado de pompa regia, transportado en una litera, y debió de sen­


tirse un tanto ofendido cuando Moctezuma los puso a él y a su hijo
en manos de Cortés para que los interrogara. El agente admitió que
sus actos habían tenido por consecuencia la muerte de los españoles
(entre ellos el capitán Escalante) y de un caballo. N o negó que fue­
ra un vasallo de Moctezuma (¿y quién no lo era?, se preguntó) pero
aseguró haber actuado por cuenta propia, sin haber recibido previa­
mente instrucciones de Moctezuma. Sin embargo, más tarde, des­
pués de una serie de duros interrogatorios, Qualpopoca rectificó su
confesión y dijo que Moctezuma le había dado la orden de comba­
tir y matar a cualquier teuie que entorpeciera la recaudación de
tributos.10
Cortés condenó a Qualpopoca, su hijo y los quince caciques a
morir abrasados en una hoguera, tras lo cual sufrirían eternamente
por haber matado a los españoles. Se trataba de un castigo muy duro,
aunque apenas novedoso habida cuenta de los precedentes existentes
en la Inquisición española, y al decidir aplicarlo a la vista de todos, en
un espectáculo de naturaleza casi ritual, Cortés sin duda pretendía
enviar un mensaje tanto al pueblo como a los nobles aztecas: matar a
un español sería merecedor de la pena capital.Tras haber admitido su
culpa, los condenados fueron atados a estacas y conducidos a la plaza
situada justo enfrente del Templo Mayor. Mientras esperaban sumi­
dos en la confusión y el horror, los hombres de Cortés llegaron de
los arsenales personales del emperador cargados de jabalinas, espadas,
arcos y flechas, qiie emplearon para levantar grandes f>iras. Entretan­
to, Cortés visitó a Moctezuma. Tras reprocharle violentamente su
participación en la muerte de los soldados españoles, ordenó que le
colocaran grilletes en los tobillos, un ultraje sin precedentes y pro­
fundamente humillante. A continuación, Cortés condujo a M octe­
zuma hasta la plaza para ver cómo sus paisanos morían abrasados en
las piras; sus espeluznantes gritos quedaron finalmente ahogados por
el crepitar de las armas de madera. En la plaza se había congregado
una multitud de personas para presenciar la atrocidad; pasmados y
en completo silencio, se preguntaban llenos de confusión cómo era
posible que su emperador hubiera ordenado algo así o, en caso de no
haber sido él, por qué lo había permitido."

146
LA C O N Q U ISTA DEL IM PERIO

Cortés llevó a Moctezuma de vuelta a sus aposentos, le quitó


personalmente los grilletes y se disculpó por el poco tacto que había
tenido al mandarlo encadenar e incluso le ofreció dejarlo en libertad;
podía regresar a su palacio si así lo deseaba. Cortés le prometió que,
juntos, los dos podrían gobernar esa tierra y expandir el imperio
hacia las que todavía no habían sido subyugadas.12 Pero la experien­
cia de permanecer encadenado y presenciar la ejecución había ate­
rrorizado a Moctezuma, había quebrado su ánimo y su voluntad. Se
sentía tan ultrajado que prorrumpió en un mar de lágrimas. Su repu­
tación había sido mancillada en público y su liderazgo estaba seria­
mente en entredicho. Así pues, le agradeció a Cortés el ofrecimiento
de liberarlo (a saber si era o no una propuesta genuina) pero añadió
que prefería quedarse en la casa de su difunto padre, más que nada
porque su liberación podía tener por resultado el estallido de una
rebelión armada encabezada por sus sobrinos y señores, que en más
de una ocasión habían propuesto atacar a los españoles. En caso de
que él volviera a su casa, cabía la posibilidad de que trataran de con­
vencerlo de levantarse contra los españoles o incluso de que lo reem­
plazaran por otro líder que les siguiera la corriente. No, por el mo­
mento el emperador de los aztecas prefería quedarse con los
españoles y, en la medida de lo posible, seguir gobernando desde el
palacio de su padre.13
1 0

Cortés y Moctezuma

Hernán Cortés permanecería cómodamente instalado en Tenochti-


dán durante los siguientes cinco meses, en el transcurso de los cuales
él y Moctezuma, el gobernante cautivo, desarrollarían una de las re­
laciones más peculiares de toda la historia. Impelidos en parte por un
acuerdo político y en parte por necesidad militar, ambos convivieron
durante casi medio año en un extraño escenario, marcado por los
desencuentros en materia religiosa y por las luchas de poder regio­
nales, en el que representaban el papel de captor y cautivo, de gober­
nante títere y en la sombra.
Durante las turbulentas semanas que siguieron al secuestro de
Moctezuma y a las ejecuciones públicas, la vida en Tenochtidán re­
cobró una apariencia de normalidad. Moctezuma siguió gobernan­
do, celebrando reuniones y disfrutando de sus copiosas cenas; incluso
mantuvo sus incursiones nocturnas a la cúspide del Templo Mayor
para orar y realizar sacrificios, una práctica que desagradaba y repug­
naba a Cortés (sobre todo cuando el emperador volvía cubierto de
sangre y pálido como consecuencia de los rituales de automutila-
ción), pero que se veía en la obligación de tolerar por temor a que se
produjese una rebelión masiva en caso de intentar ponerle fin. A
diario entraban y salían mujeres de los aposentos de Moctezuma, y
el emperador continuó organizando fiestas por todo lo alto.También
los festivales seguían celebrándose como de costumbre. Aunque Moc­
tezuma había perdido parte de su aire regio y orgulloso, siguió mos­
trándose un anfitrión afable, hasta el punto de llevar de excursión a
pequeños grupos de españoles — incluido Cortés— al campo, donde
cazaban liebres y venados. Moctezuma les enseñó a usar las pipas
indígenas, mientras que él aprendió cómo funcionaban sus armas más
sofisticadas.1

148
C O R T É S Y M O CTEZU M A

Moctezuma acompañaba a Cortés a partidos de tlachtli, el difun­


dido juego mesoamericano, donde veían a los participantes saltar,
correr y chocar entre sí (algunos acababan con tantas contusiones
que, tras los partidos, era preciso que un médico les abriera las heri­
das con una lanceta y se las drenara) y apostaban sobre el resultado.2
Cortés y Moctezuma se pasaban horas juntos, acompañados tan solo
por los intérpretes y algunos invitados. Moctezuma le enseñaba a
Cortés cómo jugar al totoloqui (o totoloque), consistente en tirar pe­
queñas bolas de oro, y al patolli, un popular juego de dados parecido
al backgammon al que la gente corriente jugaba con judías y piedras
y la nobleza, con pequeñas bolas de oro y piedras preciosas; también
era usual apostar. Bernal Díaz recordaba que Cortés le encomendaba
a Pedro de Alvarado llevar el tanteo; Moctezuma sorprendía a menu­
do a Alvarado haciendo trampas, añadiendo un punto o dos de más
al marcador de Cortés. Era algo que a Moctezuma le causaba gracia,
y los dos se reían mucho a causa de ello. Jugaban por joyas; si ganaba
Cortés, debía dárselas a los sobrinos y consejeros predilectos de
Moctezuma, mientras que si era el emperador quien se alzaba con la
victoria, debía entregárselas a los guardias españoles.Todas estas acti­
vidades se celebraban en una atmósfera extrañamente alegre.3
A pesar de estas diversiones placenteras, Cortés no dejó en nin­
gún momento de planear e intrigar. Pese a la apariencia de normali­
dad, era plenamente consciente de que su prolongada estancia en la
ciudad o el mantenimiento de Moctezuma bajo la custodia de los
guardias españoles no tenían nada de corriente. Así pues, para refor­
zar su débil posición militar, Cortés urdió un plan. Construirían em­
barcaciones, que quizá fueran el único medio para salir de la ciudad.
Tras reunirse con los principales capitanes y los marineros más expe­
rimentados, puso al frente del ambicioso proyecto a un joven llama­
do Martín López. Valiente, aventurero y muy inteligente, López
aceptó enseguida el nombramiento y organizó al efecto una cuadri­
lla de hábiles carpinteros, herreros y trabajadores. Cortés mandó traer
de Vera Cruz los trozos de barco, los compases, los remos, los corda­
jes, las cadenas de ancla y las velas almacenados después de que orde­
nara barrenar las naves — seguramente en previsión de su uso futu­
ro— , todo el material necesario para construir cuatro bergantines.

149
C O N Q U IS T A D O R

López diseñó las embarcaciones de tal modo que pudieran ser pro­
pulsadas por medio de remos o velas y con capacidad suficiente para
transportar numerosos cañones pesados así como hasta setenta y cin­
co soldados y varios caballos. En colaboración con el carpintero jefe,
Andrés Núñez, López acometió la construcción de los navios. R e­
clutaron sirvientes de Moctezuma para que cortaran, serraran y
transportaran hasta Tenochtitlán madera deTacuba yTexcoco;la ma­
dera fue desbastada y curvada usando vapor para moldear los cascos
de los barcos."1
Poco después de que, tras unos meses de trabajo, los cuatro navios
estuvieran listos y se los considerara aptos para navegar por las lagu­
nas, Cortés invitó a Moctezuma a efectuar un «crucero de placer», un
astuto eufemismo para un reconocimiento militar. Cortés insistió en
que la finalidad principal dé las naves era la diversión — navegar y
cazar— , pero a Moctezuma no debió de escapársele que llevaban
artillería pesada, cuatro cañones cada una. Aun así, y aunque ya había
visto los pictogramas de esas «casas flotantes» que le habían traído
desde la costa, quedó fascinado con su carácter innovador, su tamaño
y su agilidad de movimientos en el agua, ya que eran notablemente
rápidos para sus dimensiones. El emperador acompañó a Cortés y la
Malinche en una travesía para cazar; sentado bajo la ornamentada
toldilla junto a varios de sus nobles, Moctezuma notó los efectos
tonificantes del viento en su cara mientras la fuerte brisa de la laguna
hinchaba las velas. El emperador azteca observó con asombro cómo
el navio, de doce metros de eslora e impulsado tan solo por la fuerza
del viento, dejaba atrás fácilmente a sus mejores canoas y remeros,
que quedaron meciéndose en la estela. Esa superioridad naval dejó
perplejo a Moctezuma y no debió de pasarle desapercibida a Cortés,
que entretanto iba tomando cumplida nota de la disposición y la
topografía de las zonas de la laguna, incluidas su profundidad, sus
puntos de atraque y la dirección predominante de los vientos.5Com o
poderoso signo de admiración, los artilleros dispararon los grandes
cañones; Moctezuma sintió una mezcla de admiración y miedo ante
las atronadoras detonaciones. Cortés afirmaría que el emperador ha­
bía regresado «muy contento» de esa excursión,6 aunque su diver­
sión debió de quedar atemperada por las advertencias de Cortés en

150
COKTfeSY M O CTRZ UM A

el sentido de que, si trataba de escapar o de suscitar sospechas entre


los caciques de las poblaciones de la laguna que visitaran, ordenaría
matarlo sin dilación.
Una vez completada su construcción, los cuatro bergantines per­
manecieron en el agua durante toda la primavera de 1520, navegan­
do a diario por las cinco lagunas que rodeaban la capital azteca para
recabar información valiosa que los españoles pudieran aprovechar
más adelante.7 A lo lejos, más allá de las orillas, vieron campos de
maíz y judías primorosamente cultivados, hombres plantando y la­
brando los campos y, a lo largo de la costa nordeste de la laguna de
Xaltocán, hombres cortando pedazos de tierra que después solidifi­
caban y convertían en bloques de sal.8 Cortés, que ya había sido
testigo de las carestías que sufrían los tlaxcaltecas, estaba perfecta­
mente al tanto de la importancia política y del poder del comercio
de sal.
Cortés decidió utilizar el éxito de las excursiones por la laguna
para presionar más aún a Moctezuma y pedirle que le revelara de
dónde procedían los suministros de oro, aparentemente inacabables.
Com o había demostrado en las numerosas ocasiones en que les había
hecho entrega de regalos, Moctezuma y el pueblo azteca daban mu­
cha menos importancia al oro que al jade o las plumas de quetzal, de
modo que, dadas las circunstancias, parecía una concesión intrascen­
dente. Moctezuma le explicó a Cortés que el oro provenía de sitios
muy lejanos, pero que estaría encantado de poner guías a su disposi­
ción si quería visitarlos. Excitado por la perspectiva — no solo de
obtener más oro sino también de poder seguir explorando militar­
mente la región— , Cortés aceptó lleno de alborozo y acto seguido
organizó tres expediciones distintas.
En primer lugar, Cortés convocó a Gonzalo de Umbría, el anti­
guo conspirador al que se le habían cortado los dedos del pie como
castigo por su participación en el intento de motín enVera Cruz. Por
entonces debía de haber recuperado lo bastante el favor de Cortés
como para que el caudillo extremeño le encomendara esa misión (y
debía de haberse recuperado lo suficiente de sus pies), porque se
puso al frente de un grupo que, acompañado por guías nobles de
Moctezuma escogidos, se encaminó a Zacatula (en la actual provin-

151
CO N Q U ISTA D O R .

cía de Oaxaca) para ver las minas mixtecas y los delicados objetos de
oro que se creaban allí, que tenían fama de no tener rival en toda
América. A continuación, Cortés mandó llamar a Diego de Ordaz,
que se había distinguido por su osado ascenso a la cima del Popoca-
tépetl (y que también había expiado su participación en un intento
clandestino de secuestrar un barco para regresar a Cuba), y le ordenó
llevarse diez soldados y seguir a los guías aztecas en busca de oro
hasta la región de Coatzacualco (al sur de Vera Cruz, en la costa del
golfo de México). También le encomendó la misión de buscar un
puerto superior a aquel en el que habían desembarcado, uno de
aguas más profundas y protegidas. Por último, Cortés les pidió a An­
drés de Tapia y Diego de Pizarra que exploraran la zona de Panuco,
situada en la costa nordeste, a fin de encontrar oro e inspeccionar las
minas.9 Estaba previsto que las tres expediciones duraran más de un
mes, y aunque se iban a adentrar en tierras desconocidas y potencial­
mente hostiles sin contar con la ayuda de intérpretes, se esperaba que
regresaran con mapas detallados y apuntes sobre sus hallazgos.
Para sorpresa de todos, incluso del optimista Cortés, las tres ex­
pediciones tuvieron éxito en mayor o menor grado. Atravesaron ju n ­
glas, montañas y desiertos hasta entonces desconocidos (al menos
para los españoles), trazando las rutas que habían seguido y los hallaz­
gos que habían efectuado y proporcionándole a Cortés una imagen
detallada de algunos de los territorios ubicados más allá del valle de
México. Los españoles trajeron de vuelta muchos objetos que les
regalaron a lo largo de la travesía, incluso de tribus y caciques hostiles
a los aztecas. Umbría fue el primero en regresar aTenochtitlán, y lo
hizo con noticias muy buenas: los mixtecas poseían numerosas minas
de oro en funcionamiento y en los ríos de la zona abundaba dicho
metal, que los nativos extraían directamente, separándolo en game­
llas. Además, podía extraerse oro de la falda de las montañas cercanas.
Ordaz fue el siguiente en llegar, y aunque no había conseguido lo­
calizar un puerto apropiado para cargar los barcos españoles con los
tesoros obtenidos, trajo tanto un botín valioso como buenas noticias.
Cierto cacique de Coatzacualco, un tal Tochel, no solo les había
ofrecido regalos sino que también había pedido convertirse en vasa­
llo de Cortés y del rey de España, puesto que, según dijo, hacía mu-

152
C O R T É S Y M O CTEZU M A

clio tiempo que sentía una profunda animadversión hacia los aztecas
e incluso nombró un famoso campo de batalla, «Cuilonemiqui, que
en su lengua quiere decir donde mataron los putos mexicanos».10
Cortés, siempre dispuesto a hacer aliados, encontró reconfortantes
estas noticias. Los últimos en llegar a Tenochtitlán fueron Pizarra y
Tapia, que también trajeron grandes cantidades de oro y noticias
análogas sobre el odio albergado hacia los aztecas en la región de
Panuco, en una escala similar a la de los totonacas y tlaxcaltecas."

Cacama, el rey de Texcoco, había estado observando el comporta­


miento de su tío Moctezuma desde que fuera encarcelado y aborre­
cía la transformación. Desde un buen comienzo, el belicoso e ira­
cundo Cacama se había mostrado partidario de oponer una fuerte
resistencia a los españoles; había incitado a los caciques a luchar con­
tra Cortés e impedir que entrara en Tenochtidán, aunque última­
mente se había plegado a la voluntad de su poderoso río y de los
demás nobles. Más de una vez, en reuniones mantenidas en el palacio
de Axayácad, había tratado de convencer a su tío de que escapara,
pero en vano. Ahora ya tenía suficiente. Desde su punto de vista (que
revestía una considerable importancia, pues Texcoco era la segunda
ciudad-Estado más poderosa de la Triple Alianza azteca), el empera­
dor Moctezuma parecía estar entregando el imperio. N o soportaba
ver a su tío realizando frecuentes cruceros por las lagunas acompaña­
do de un hombre que él consideraba un enemigo del Estado, y, ade­
más, había empezado a circular el rum or de que los españoles habían
descubierto los tesoros de Axayácatl. Q ue Moctezuma hubiera sido
obligado a presenciar encadenado cómo quemaban vivos a sus her­
manos, incluido su fiel embajador Qualpopoca, era imperdonable.
En privado, Cacama empezó a conspirar junto con otros señores
regionales que también estaban afligidos por que Moctezuma estu­
viera consintiendo la presencia de los españoles. Planearon atacarlos
y expulsarlos de la ciudad o, si era necesario, matarlos a todos.
Sin embargo, el complot fue descubierto. Com o era de esperar,
Cacama actuó con un entusiasmo excesivo y trató de recabar el apo­
yo de demasiados partidarios. Uno de ellos le reveló el plan a M oc­

153
C O N Q U IS T A D O R

tezuma y este, antes que arriesgarse a que se produjera un levanta­


miento en la ciudad, prefirió transmitirle la información a Cortés.
Moctezuma le ayudó a organizar contramedidas. Convenció a Ca-
cama de que fuera a una villa situada a orillas de la laguna bajo el
pretexto de que quería mantener una reunión y, una vez allí, fue
arrestado, encadenado y llevado de vuelta a Tenochtitlán.También se
engañó y arrestó a los señores de Coyoacán, Iztapalapa y Tacuba. A
petición de Moctezuma, se despojó a Cacama de sus poderes y como
nuevo rey de Texcoco se nombró a su hermano Conacochtzin. El
cambio de rey demostró ser beneficioso para Cortés, puesto que se
plegaba a todos los deseos de Moctezuma, que con el paso de los días
coincidían cada vez más con los de Cortés.12
Con todo, aunque había abortado la rebelión de Cacama, Cortés
era consciente de que la situación se le estaba yendo de las manos. La
intentona golpista de Cacama indicaba la existencia de descontento
y discrepancias entre las ciudades-Estado aztecas vecinas, y cabía la
posibilidad de que volviera a producirse una rebelión. La gente había
visto cómo se llevaban encadenados al rey de Texcoco y a otros se­
ñores importantes, y Tenochtidán — de hecho la región entera— es­
taba sumida en la inquietud. Cortés decidió que debía hacer algo
para cimentar formal y públicamente su dominio sobre la ciudad y
el conjunto de la nación azteca. Así pues, le pidió a Moctezuma que
convocara a todos los líderes del imperio azteca en el palacio de
Axayácad (algunos ya se encontraban allí, encarcelados y aherroja­
dos). Aunque el emperador había prometido pagar tributos al rey de
España, Cortés quería formalizar de manera oficial (y, desde el punto
de vista de su mentalidad, legalmente) y ceremoniosa el vasallaje del
imperio azteca a España. Com o acostumbraba hacer en tales ocasio­
nes, Cortés se aseguró de que estuviera presente uno de sus notarios,
y también se hizo acompañar de la Malinche, Aguilar, un joven paje
llamado Orteguilla (en quien Moctezuma confiaba, ya que el mu­
chacho, de gran talento para los idiomas, era capaz de pronunciar
algunas frases ante el emperador en su lengua materna, el náhuatl) y
varios de sus capitanes.
La estancia permanecía en silencio mientras Moctezuma habla­
ba. Les recordó a sus señores la profecía, transmitida de generación

154
C O R T É S Y M O CTEZU M A

en generación por sus antepasados, de que «de donde sale el sol ha­
bían de venir gentes que habían de señorear estas tierras, y que se
había de acabar en aquella sazón el señorío y reino de los mexicanos».1J
El emperador hizo una pausa cuando la voz se le volvió temblorosa
y luego prosiguió. Dijo creer de todo corazón, fruto de sus consultas
con los dioses, que Cortés y los demás españoles eran los hombres
de los que hablaba la profecía. «Si ahora al presente — continuó—
nuestros dioses permiten que yo esté aquí detenido, no lo estuviera,
sino que ya os he dicho muchas veces que mi gran Huichilobos
[Huitzilopochtli] me lo ha mandado.» Al ver que la emoción em­
bargaba al antaño orgulloso emperador, hasta los españoles congre­
gados allí sintieron lástima y pesar por él. Moctezuma suspiró pro­
fundamente y, reteniendo las lágrimas, trató de concluir su discurso:
«E mirad que en dieciocho años que ha que soy vuestro señor,
siempre me habéis sido muy leales, e yo os he enriquecido, e ensan­
chado vuestras tierras, e os he dado mandos e hacienda ... Lo que yo
os mando y ruego, que todos de buena voluntad al presente se la
demos, y contribuyamos con alguna señal de vasallaje».Y con estas
últimas palabras, Moctezuma rompió a llorar, al igual que muchos
otros en la sala.14
Cuando el emperador consiguió calmarse, reiteró tartamudean­
do que le era preciso contar con el apoyo de sus caciques en esa
materia, y, uno tras otro, todos prometieron «obedecer y cumplir
todo lo que se les pidiera» en nombre del rey Carlos I de España.
Bajo el juramento español (si no el suyo propio), el rey Moctezuma
de los aztecas y todos los caciques del imperio (bien es verdad que
algunos de ellos encadenados y paralizados por el terror, tanto explí­
cito como encubierto) juraron fidelidad a España y cedieron el con­
trol a Hernán Cortés como el representante del rey español.

De modo casi instantáneo. Cortés empezó a recaudar tributos del


imperio azteca, explicándole a Moctezuma que, en concreto, el rey
de España necesitaba todo el oro que pudiera reunirse, tanto de las
regiones más próximas a la capital como de las más lejanas. El empe­
rador azteca envió recaudadores a las provincias, acompañados por

155
C O N Q U IS T A D O R

capitanes españoles, para que trajeran tributos, que empezaron a lle­


gar a diario. Moctezuma se mostró sorprendentemente (y, desde un
punto de vista moderno, incomprensiblemente) servicial en relación
con los tesoros guardados en la ciudad. Le dijo a Cortés que sabía
que el capitán general había descubierto el tesoro secreto de su padre
— los expolios de su reino— y prometió darle todo el oro, que, como
los españoles habían podido ver, estaba compuesto por infinidad de
piezas deslumbrantes: collares, discos, brazaletes, abanicos, juguetes,
cuentas y pepitas. Todas fueron fundidas y convertidas en barras para
que pudiera ser convenientemente pesado y tasado.15
Moctezuma condujo a los españoles a su codiciada Casa de los
Pájaros, que formaba parte de su mágico y exótico zoo. En el inte­
rior de una habitación secreta, Andrés de Tapia y algunos otros espa­
ñoles fueron llevados hasta un montón de piezas de oro de varios
tamaños y formas, como barras, fuentes, copas y joyas, así como plu­
merías casi indescriptibles, que ellos más o menos ignoraron. Al ha­
cer inventario de las riquezas, Cortés se quedó pasmado, maravillado
de que «un señor bárbaro como este tuviese contrafechas de oro y
plata y piedras y plumas todas las cosas que debajo del cielo hay en
su señorío tan al natural lo de oro y plata que no hay platero en el
mundo que mejor lo hiciese».16
A pesar de la grandeza de estos objetos de oro, también ellos
fueron sumariamente fundidos y convertidos en barras.
El botín era cuantioso, pero su reparto no estuvo exento de con­
troversias. Una vez fundidos, timbrados y pesados, el oro y la plata
parecieron en un primer momento poseer un valor incalculable, su­
ficiente para hacer ricos a los hombres. Todo parecía indicar que,
ahora en un sentido real, habían descubierto la legendaria montaña
de oro de El Dorado. Los capitanes y soldados iban por fin a conse­
guir aquello por lo que habían marchado, combatido, sangrado e
incluso dado la vida.
Pero Cortés, siempre juicioso, les indicó a sus hombres, que mira­
ban con ojos desorbitados el botín, que debían atenerse a los princi­
pios de reparto estipulados por ley. Al rey le correspondía el quinto
real y Cortés tenía derecho a otra quinta parte del total. El capitán
general señaló que necesitaba esa cantidad en razón de la inversión

156
C O R T É S Y M O CTEZU M A

inicial que había tenido que realizar en la empresa, que ascendía a una
suma considerable (había comprado la mayor parte de los caballos y de
las provisiones y, junto conVelázquez, había invertido en los barcos).
Además, había que pagar los salarios a los marineros profesiona­
les, los navegantes, los capitanes, los curas y demás, y no debían olvi­
dar tampoco a los soldados que se habían quedado en Vera Cruz. Así
pues, lo que al principio parecía un tesoro inacabable ascendía ahora
a una suma miserable por soldado, quizá de no más de cien pesos por
cabeza. Ofendidos, muchos se negaron a aceptar tan poco. Los hom­
bres se dispusieron a perder en el juego lo que les había tocado.
Además, circulaba el rum or de que Cortés había malversado rique­
zas de los palacios, y al final este se vio obligado a apaciguar a sus
disgustadas tropas prometiéndoles más oro e incluso recurriendo a
sobornos, que algunos aceptaron bajo mano.*17
Hernán Cortés había tomado el control del imperio de Mocte­
zuma desde un punto de vista político — a su juicio legal— y, tam­
bién económico, gracias a la llegada relativamente constante de tri­
butos. Sin embargo, aún persistía el problema de las diferencias
religiosas, así que, sintiendo que asía firmemente las riendas del po­
der, Cortés decidió que había llegado el momento de dar también
un vuelco espiritual al imperio.
Los sacrificios humanos no habían dejado de producirse desde la
llegada de Cortés a Tenochtitlán. Ahora, de una vez por todas, iba a
exigir que se pusiera punto final a una práctica tan viLTras reunir a sus
intérpretes y un pequeño contingente de soldados entre los que se
encontraba Andrés de Tapia, Cortés se dirigió al Templo Mayor, subió
las empinadas gradas y se plantó en la amplia plataforma de la cúspide.
Cortés y sus hombres blandieron sus espadas y se abrieron paso a tra­
vés del cortinaje que colgaba en la entrada al santuario, donde los
españoles se encontraron de nuevo frente a frente con los odiosos y

* Según William Prescott, algunos soldados decidieron, con la ayuda de los


mejores joyeros de Tenochtitlán, convertir el oro que les había tocado en suerte en
llamativas cadenas que a partir de entonces llevaron colgadas del cuello como
muestras de riqueza. Véase Prescott, Hisiory of the Conquest of México, Nueva York,
2001, pp. 487-488.

157
C O N Q U IS T A D O R

demoníacos ídolos, empapados de sangre. Los sacerdotes encargados


de custodiar los ídolos, que iban desarmados, se plantaron desafiantes
ante Cortés mientras este les explicaba lo que estaba a punto de hacer:
destruir sus malvados ídolos y sustituirlos por estatuas de Jesús y la
Virgen María. Los sacerdotes, incrédulos, simplemente soltaron una
carcajada. Esos dioses gobernaban el imperio, y no cabía duda alguna
de que los habitantes deTenochtitlán morirían por ellos, como hacían
algunos todos los días a través del sacrificio. La profanación de esos
ídolos tendría por resultado un caos y un baño de sangre de tales pro­
porciones que ni los españoles se lo podían imaginar. Los sacerdotes
señalaron en dirección a la base de la pirámide, donde algunos ciuda­
danos, alarmados por el alboroto que estaba produciéndose en el
Templo Mayor, comenzaban a organizarse para defenderlo.
Cortés envió enseguida a uno de sus hombres para que ordenara
reforzar la vigilancia a que estaba sometido Moctezuma y, tan pronto
como le fuera posible, volviera con un contingente de al menos trein­
ta hombres armados. Entretanto, Cortés se ocupó por su cuenta del
asunto.Trepó por uno de los ídolos, trató de arrancarle los ojos dora­
dos y empezó a asestar golpes a las monstruosas figuras de piedra.18
Moctezuma ya había sido informado de lo que estaba aconte­
ciendo antes de que se reforzara su vigilancia y, por mediación de un
veloz mensajero, convenció a Cortés de que dejara de destruir los
ídolos hasta que él llegara al escenario. Cortés accedió, y los dos se
reunieron nuevamente en lo alto de la pirámide más alta de Tenoch-
titlán. Moctezuma, que rezaba a más de doscientas divinidades, deci­
dió hacer sitio para una más. Diplomáticamente, propuso un acuerdo:
Cortés podría erigir su cruz y sus ídolos en uno de los lados de la
gran plataforma a cambio de que dejara en paz a los ídolos aztecas.
Podían compartir la zona de culto. Cortés, que al parecer se había
calmado mientras esperaba a Moctezuma, meditó la propuesta, sin
duda con un ojo puesto en el gentío que se estaba congregando al pie
de la pirámide. Finalmente, aunque mostró su desprecio por los ído­
los aztecas por ser simples trozos de piedra, sin importancia real, acep­
tó el trato. Eso sí: a Moctezuma le arrancó la promesa de que permi­
tiría a los españoles limpiar y encalar el recinto y de que pondría fin
de inmediato a los sacrificios humanos. Estas extrañas concesiones

158
C O R T É S Y M O C TE Z U M A

por ambas partes prefiguraron el mestizaje religioso y cultural que


acabaría por convertirse en un sello distintivo del nuevo México.19
Se construyó una iglesia en la cúspide de la pirámide y, cuando
estuvo finalizada, el padre Olmedo ofició en ella una misa en presen­
cia de Cortés y un grupo selecto de sus hombres.
Se había evitado una crisis y todo daba a entender que la pobla­
ción de Tenochtidán se había calmado. Sin embargo, poco después a
Cortés le llegó una información desconcertante, primero a través de
Orteguilla (por entonces el perspicaz paje ya era capaz de traducir
algunas fiases) y después por mediación de la Malinche. Ambos ha­
bían oído por casualidad a Moctezuma mientras departía con sus
asesores militares y, por lo visto, estaban planeando un alzamiento. El
propio Moctezuma fue a ver a Cortés y le aconsejó reunir a sus tro­
pas y marcharse lo antes posible a menos que quisieran vérselas con
una insurrección militar.*20
Cortés se mostró básicamente de acuerdo con el emperador pero
dijo tener un problema. Podía marcharse, pero, una vez que llegara a
la costa, no disponía de barcos con los que zarpar rumbo al Caribe o
a cualquier otro lugar. Necesitaba tiempo. Moctezuma le contestó
que, en ese caso, debía darse prisa. Cortés envió sus mensajeros más
veloces a la costa para ordenar a los carpinteros que ayudaran a Martín
López a construir tres barcos con los que regresar lo antes posible a
Cuba. Necesitarían más hombres para llevar a término la conquista.
No obstante, los mensajeros de Cortés regresaron a Tenochtidán
con las peores noticias posibles. Frente a la costa de Vera Cruz había
dieciocho buques de guerra fondeados, con las banderas españolas on­
deando al viento del Golfo, pero que en ningún caso eran refuerzos.
Cortés cayó de inmediato en la cuenta de que ello solo podía significar
una cosa: DiegoVelázquez había enviado una flota en su persecución.2’

* La sumisión de Moctezuma a Cortés durante su cautiverio ha sido objeto


durante mucho tiempo de debates y controversias, y algunos han tildado al empe­
rador azteca de débil, cobarde, patético y, cuando menos, enigmático. Sin embargo,
no estaría fuera de lugar aplicarle los principios de la psicología moderna, y, en este
sentido, el síndrome de Estocolmo, en virtud del cual un cautivo simpatiza poco a
poco con su captor y acaba por identificarse con él (al principio de resultas del
miedo), encaja a la perfección.
11

Español contra español

Hernán Cortés pudo notar cómo se le aceleraba el pulso. Se puso a


pensar en su antiguo patrono Diego deVelázquez, un hombre colé­
rico y a veces irracional, en las discrepancias que habían tenido en el
pasado y en cómo Velázquez lo había encarcelado e incluso había
amenazado con mandarlo ahorcar. Era cierto que Cortés había sido
muy poco comunicativo con Velázquez, pero, por lo general, el go­
bernador de Cuba había acabado por mostrarse misericordioso. Así
pues, algo debía de haberlo sacado de sus casillas, pero ¿qué? Cortés
no estaba seguro del motivo, pero, por si acaso, comenzó a meditar
sobre cuál debía ser su siguiente movimiento.
Lo que Cortés no sabía era que a finales de julio de 1519, nueve
meses atrás, alguien había ignorado — o al menos había interpretado
a su manera— una de las órdenes tajantes que había dado. Al enviar
Cortés a España el barco con las ingentes riquezas que habían reuni­
do,junto con los documentos legales concernientes a la fundación de
Villa Rica de la Vera Cruz y varias cartas destinadas al rey, había orde­
nado explícitamente al piloto Alaminos que navegara directamente a
España, sin realizar ninguna escala innecesaria. Para ello Cortés tenía
razones tanto prácticas como políticas. Por un lado, la piratería en alta
mar era un peligro muy real, así que lo mejor era efectuar la travesía
lo más rápido posible, y, por otro, no era aconsejable que el barco
fuera avistado en el Caribe, puesto que ello podría levantar sospechas
sobre las acciones y proezas de Cortés en tierras mexicanas.
Una vez que llegaran a España, estaba previsto que los conquis­
tadores que Cortés había elegido — Francisco de Montejo y Alonso
Hernández de Puertocarrero— actuaran como representantes — o
procuradores— del caudillo extremeño. Sin embargo, poco después
de zarpar a bordo de la Santa María de la Concepción, el preciado bu-

160
ESPAÑOL C O N T R A ESPAÑOL

que insignia de Cortés, Montejo convenció a Alaminos de que alte­


raran el rumbo previsto e hicieran una breve escala en Cuba para
poder solucionar algunos asuntos que tenía pendientes en una de sus
propiedades, en un lugar llamado Mariel. M ontejo adujo que les
venía de paso y que allí podrían abastecerse de más provisiones para
el viaje. Además, Puertocarrero, que durante toda la travesía había
sufrido los efectos del vómito costero, fiie fácil de convencer, pues así
podría reposar unos días en tierra antes de acometer el largo viaje
hasta España. Así pues, el Santa María de la Concepción recaló en Ma­
riel. Estando en el puerto, y mientras ayudaba a cargar el barco de
mandioca, agua y cerdos, uno de los sirvientes de Montejo, un hom­
bre llamado Francisco Pérez, vio por casualidad parte del tesoro al­
macenado en las bodegas del buque; los ojos se le pusieron como
platos, tan grandes como los enormes discos de oro que vio.
Se le pidió a Pérez que guardara el secreto y mantuviera la boca
cerrada, pero tan pronto como Montejo y Puertocarrero embarca­
ron nuevamente en la nave y zarparon rumbo a España, se fue a
Santiago a hablar con Velázquez. De modo tentador, Pérez le dijo al
gobernador de Cuba que el buque iba cargado con tanto oro que no
precisaba ningún otro tipo de lastre, y también le explicó lo que ha­
bía oído acerca de la nueva colonia que Cortés había fundado en la
costa. Velázquez tenía por fin la confirmación de que en las tierras
recientemente descubiertas abundaban los metales preciosos y de
que sus constantes sospechas sobre el rebelde Cortés estaban plena­
mente fundamentadas.
Velázquez mandó dos barcos veloces en persecución del Santa
María, pero por entonces Alaminos ya había llegado a la poderosa
corriente del Golfo y era inalcanzable. Cuando las naves enviadas
por Velázquez regresaron con las manos vacías, el gobernador deci­
dió enviar una fuerza militar con la misión de capturar o matar a
Cortés — cualquiera que fuera la opción más conveniente— y de
restablecer el control de Velázquez sobre la zona. El hombre que
eligió para la tarea era su amigo y lugarteniente de confianza Pánfilo
de Narváez, que tiempo atrás le había ayudado a conquistar la isla de
Cuba, teniendo a Cortés bajo sus órdenes.
Narváez era un hombre imponente, musculoso y formidable, ru­

161
C O N Q U IS T A D O R

bicundo y de barba pelirroja, cuya voz cavernosa era «muy vagorosa


e entonada, como que salía de bóveda».1Atesoraba una valiosa expe­
riencia militar fruto de sus hazañas a las órdenes de Velázquez en
Cuba y, antes, en La Española, gracias a lo cual no solo se había ga­
nado la confianza de Velázquez, sino también poder y riquezas en
forma de tierras y sirvientes para cultivarlas. Seguro de sí mismo,
incluso arrogante, Narváez parecía constituir la mejor baza para bus­
car y dar caza al díscolo Cortés.
Sin embargo, la fuerza expedicionaria de Narváez no iba a viajar
sin cierta vigilancia. En La Española, la Real Audiencia de Santo
Domingo, una comisión que velaba por los intereses de la Corona,
tuvo conocimiento de la expedición de castigo de Velázquez y man­
dó un delegado con el cometido de asegurarse de que Narváez se
atenía estrictamente al protocolo (e incluso para poner fin a la mi­
sión si se extralimitaba). Sobre todo, la Audiencia quería evitar que se
produjera un baño de sangre entre españoles, y para ello envió a
Lucas Vázquez de Ayllón, un español leal y de mentalidad jurídica
que había llegado a La Española en 1502 y había servido en tareas
judiciales a partir de esa fecha. El arrogante Narváez montó en cóle­
ra ante la perspectiva de tener a un funcionario controlando todos
sus movimientos, pero por el mom ento nada podía hacer al respecto.
Con el respaldo económico de Velázquez, Narváez reunió una pode­
rosa flota integrada por diecinueve barcos,* más de ochocientos sol­
dados (el doble de la fuerza original de Cortés), veinte cañones,
ochenta arcabuceros, ciento veinte ballesteros y ochenta jinetes (más
del cuádruple de los caballos con que contaba Cortés). La fuerza
expedicionaria zarpó rumbo a Vera Cruz el 5 de marzo de 1520.2

En la capital de México, la curiosa relación captor-cautivo que man­


tenían Cortés y Moctezuma — unas veces amistosa, otras conflictiva

* Uno de ellos naufragó durante la travesía a causa del mal tiempo y perecie­
ron todos sus tripulantes, incluido el capitán de la nave, Cristóbal de Morante, un
buen amigo de Velázquez. Este es el motivo de que suela ser habitual citar la cifra
de dieciocho barcos.

162
KSl’A Ñ O l. C O N T R A liSI'AÑOl.

y siempre misteriosa— estaba a punto de devenir irremisiblemente


tirante. Cuatro días después de que Cortés tuviera noticia de la lle­
gada de los buques españoles a la costa, él y Moctezuma se hallaban
celebrando una de sus reuniones diarias cuando el emperador, que
estaba de un humor curiosamente bueno dadas las circunstancias, le
mostró a Cortés una serie de pictografías en las que aparecían las
dieciocho naves, que habían sido dibujadas por espías y enviadas al
emperador por sus corredores más veloces. Así pues, resultaba que
Moctezuma había sabido de esos barcos desde el mismo día de su
llegada. Cortés se sintió ofendido y un poco receloso. ¿Por qué, pre­
guntó al emperador, le había ocultado esa información vital? De
manera un poco tímida e insincera, Moctezuma respondió que se
había visto en la necesidad de averiguar (como había hecho en el
caso de Cortés y sus hombres) la identidad y las intenciones de los
visitantes, y añadió que la noticia le llenaba de gozo porque esos
buques ofrecían a Cortés y sus hombres la oportunidad de volver a
casa. Las imágenes mostraban que había naves de sobra para ello. N o
obstante, Moctezuma se guardó de mencionarle a Cortés que había
estado manteniendo correspondencia política con Narváez.
A través de sus propios mensajeros, Cortés confirmó el hecho de
que los navios estaban bajo la tutela deVelázquez y que estaban capi­
taneados por su viejo conocido Pánfilo de Narváez. Cortés sabía algo
que Moctezuma ignoraba: que estaba nadando en aguas políticamen­
te peligrosas y que debía enfrentarse de inmediato a esa amenaza a
sus esfuerzos para asegurar el imperio. Enojado con Moctezuma por
haberle ocultado la información, Cortés se marchó para discutir el
asunto con sus capitanes. La reunión fue breve y acalorada. Todos los
españoles coincidieron en que, aunque la misión era peligrosa, C or­
tés debía dirigirse rápidamente hacia la costa y reunirse personal­
mente con Narváez para averiguar cuáles eran sus intenciones y, en
caso de ser necesario, luchar por lo que ya habían ganado por medio
de su sangre y su sacrificio. Cortés dio por terminada la reunión pro­
firiendo una amenaza: «Que muera él e quien le arguya».3
Como Cortés siempre hacía cuando se enfrentaba a una crisis, se
lanzó de inmediato a la acción. Aunque odiaba tener que hacerlo,
sabía que debía dividir a sus ya de por sí dispersas tropas. Pedro de

163
C O N Q U IS T A D O R

Alvarado y otros ciento veinte hombres se quedarían enTenochtitlán


para mantener bajo vigilancia a Moctezuma y el botín que habían
reunido. Cortés temía que se tratara de una fuerza demasiado redu­
cida, pero esperaba que, con la ayuda de los tlaxcaltecas, resultara
suficiente.
A continuación, Cortés organizó una pequeña pero curtida fuer­
za de combate, integrada por ochenta soldados, con objeto de que se
reuniera en Cholula con los ciento cincuenta españoles a las órdenes
del capitán Velázquez de León, que seguía fuera, con la misión de
efectuar un reconocimiento militar y encontrar más oro. El caudillo
extremeño albergaba la esperanza de poder utilizar medios diplomá­
ticos si era posible, así que, acompañado por guías, envió a la costa al
padre Olmedo para que averiguara lo que pudiera sobre la naturaleza
y las intenciones de la flota. Pese a todo, Cortés ya había decidido que
se enfrentaría con las armas a sus paisanos si se veía obligado a ello.
A su vez, Narváez había desembarcado en la costa y estaba reca­
bando toda la información posible sobre la situación en la región,
tanto entre la población nativa como respecto de Cortés. A Narváez
no tardó en sonreírle la fortuna: se encontró con tres españoles, inte­
grantes de la reciente expedición de exploración de Diego Pizarra,
que se habían quedado en la zona. Se mostraron amistosos con Nar­
váez, dijeron sentir nostalgia de sus hogares y aseguraron estar desen­
gañados con su largo y peligroso servicio a las órdenes de Cortés.
Sobre todo después de que una copiosa cantidad de comida fresca y
de vino español les soltara la lengua, se abrieron a Narváez y le pro­
porcionaron mucha información. Le hablaron del fuerte y del pobla­
do de Vera Cruz y de la alianza que habían sellado con Cempoala, y
le agasajaron con toda suerte de relatos sobre Tenochtitlán. Narváez
notó que estaban profundamente insatisfechos y, por medio de pro­
mesas varias, consiguió convencerlos de que se pasaran a su bando. Al
haber permanecido un tiempo en la región, los tres hablaban un
náhuatl bastante rudimentario pero suficiente como para que pudie­
ran ejercer de traductores entre Narváez y la población local.4
En lugar de tratar de tomar Villa Rica de la Vera Cruz por la
fuerza de las armas, Narváez envió a tres diplomáticos — un notario,
un sacerdote y un soldado, llamados, respectivamente,Vergara, Gue­

164
ESPAÑOL C O N T R A ESPAÑOL

vara y Amaya— para que parlamentaran con quienquiera que estu­


viese al mando y le informaran de la llegada al territorio de la expe­
dición de Narváez. Los enviados debían explicarle que Cortés era un
traidor sin derecho formal alguno sobre el asentamiento y que los
integrantes de la guarnición debían unirse a las fuerzas de Narváez si
no querían ser considerados también traidores a España y a la Coro­
na. Cuando los tres hombres llegaron fueron remitidos al capitán
Gonzalo de Sandoval, a quien Cortés había puesto al mando de Vera
Cruz. Profundamente leal a su comandante, Sandoval escuchó con
atención las palabras de los tres enviados, que leían de varios docu­
mentos, pero al oír que tildaban a Cortés de traidor, levantó la mano
y dijo que ya era suficiente. Sandoval hizo una seña a sus soldados y
estos lanzaron una tupida red sobre los embajadores de Narváez.
Hecho una furia, Sandoval ordenó a sus hombres que reclutaran
porteadores totonacas para que transportaran físicamente a los cauti­
vos a través de las montañas y los depositaran a los pies de Hernán
Cortés. Una vez allí, podrían comunicarle personalmente cuales­
quiera mandatos que tuvieran y ver lo bien que les iba. Asimismo,
Sandoval le escribió una carta a Cortés para avisarle de la delicada
situación en que se encontraban en la costa y de la aparente inten­
ción de Narváez de tomar posesión del poblado y del fuerte. Los
porteadores totonacas, cargando al hombro con los retorcientes far­
dos humanos y liderados por Pedro de Solís, se encaminaron raudos
hacia Tenochtidán.5
Cortés estaba aún realizando los preparativos para partir y orga­
nizando a los hombres y las provisiones cuando fue informado de la
inminente llegada de Solís. Envió un pequeño confité de bienvenida,
provisto de caballos, para que recibiera al grupo en el camino. Los
prisioneros fueron liberados de las redes y se les permitió viajar con
toda comodidad hasta la capital, pues, astutamente, Cortés había de­
cidido aplacar su ira tratándolos con la mayor atención y dignidad
posibles. Al entrar en Tenochtidán, los hombres quedaron tan des­
lumbrados con la «ciudad de los sueños» como había quedado C or­
tés al llegar a ella. El caudillo extremeño les proporcionó comida y
alojamiento con gran fanfarria, los agasajó e incluso se los llevó per­
sonalmente de visita por la magnífica ciudad. Les mostró los tesoros

165
C O N Q U IS T A D O R

de los que se había apropiado en el transcurso de esos meses y les dio


una parte a ellos y otra para que la repartieran entre los soldados más
dúctiles de Narváez en cuanto se les permitiera regresar a la costa,
que Cortés les aseguró que sería en breve. En muy poco tiempo, y
con bastante facilidad. Cortés se había ganado su confianza.También
tuvo buen cuidado de incluir regalos valiosos para el juez Vázquez de
Ayllón, de cuya existencia acababa de tener noticia.6
Las manipulaciones de Cortés surtieron efecto: los tres hombres de
Narváez se habían pasado a su bando y cumplieron a rajatabla las ór­
denes de su nuevo comandante. Cortés los mandó de vuelta bien ali­
mentados y cargados de oro, que llevaron a lomos de los caballos; el
viaje de regreso fue mucho más cómodo y decoroso de lo que lo ha­
bía sido el primero, a espaldas de los porteadores. Al reunirse con
Narváez, los tres mantuvieron la boca cerrada y tan solo le explicaron
que habían sido abordados y encarcelados al tratar de leer los docu­
mentos que portaban. Asimismo, dijeron que Cortés, un cristiano de­
cente, los había tratado muy bien. Por temor a que les fuera confiscado,
guardaron silencio sobre el oro que habían recibido, pero, tal y como
se les había ordenado, entregaron los regalos a Ayllón y empezaron a
infiltrarse clandestinamente en el campo para hablarles a los soldados
más impresionables de Narváez de las riquezas inmensas que habían
visto en posesión de Cortés y de cómo había prometido una cuantio­
sa compensación para todos aquellos que quisieran unirse a su causa.
Ayllón siguió dedicándose a encontrar un resolución pacífica en­
tre Narváez y Cortés, si bien el «regalo» debió de inclinarlo segura­
mente en favor de Cortés. Se reunió con Narváez, que ya estaba
irritable, y le sugirió que las facciones rivales buscaran un acuerdo de
paz. Pero Narváez, que desde el principio se había tomado a mal la
presencia impuesta de Ayllón, no estaba de humor para escuchar sus
propuestas, de modo que, airado, mandó maniatar al insolente y en­
trometido juez, embarcarlo en un buque y enviarlo de vuelta a Cuba,
adonde pertenecía. Durante el viaje, Ayllón hizo uso de sus conside­
rables poderes de persuasión para convencer al capitán de que, en caso
que siguieran navegando rumbo a Cuba, tanto él como el resto de la
tripulación serían ahorcados. Por lo visto, el capitán prefirió la pers­
pectiva de ser objeto de la ira de Narváez antes que verse colgando

166
ESPAÑOL C O N T R A ESPAÑOL

de una soga, así que, como Ayllón le había mandado, alteró el rumbo
en dirección a Santo Domingo, en La Española, donde el juez defen­
dió a Hernán Cortés ante la Real Audiencia. Posteriormente se envió
a España el acta de las sesiones.7
Hernán Cortés siempre era meticuloso, sobre todo en relación
con los asuntos jurídicos. Una vez que estuvieron prácticamente fi­
nalizados los preparativos de la caballería y de los soldados de infan­
tería, pensó que sería prudente enviar un enviado personal a la costa,
y para esa importante misión eligió al padre Olmedo, con la esperan­
za de que un cura, un siervo de Dios, fuera bien acogido. Cortés le
escribió una carta a Narváez en la que le expresaba su interés en
buscar pacíficamente objetivos comunes y le propoma una colabora­
ción que probablemente beneficiaría a ambos. Asimismo, Cortés dijo
que estaría encantado de unir sus fuerzas a las de Narváez y de com­
partir todas las riquezas que había obtenido hasta ese momento. Sin
embargo, antes que nada había que solucionar un pequeño detalle,
una nimiedad: Narváez debía aportar documentos jurídicos de la
Corona española en virtud de los cuales se denegara o, de algún
modo, se invalidara la fundación de Villa Rica de la Vera Cruz. Si
podía presentarlos, escribió Cortés con gran astucia y atrevimiento
(apostaba a que no podría hacerlo), no tendría problema alguno en
someterse a la voluntad de Narváez y, por ende, de Velázquez. En
cambio, si Narváez no poseía ese documento, entonces los dos se
encontraban en un callejón sin salida; es más, en el caso de que fuera
así, de que no contara con dicho documento, Narváez tendría que
regresar a Cuba porque lo que estaba haciendo no era más que inva­
dir unas tierras ajenas. Cortés también le encargó al padre Olmedo
entregarle una carta personal a su viejo amigo Andrés de Duero, que
formaba parte de la expedición de Narváez (y que había sido uno de
los que habían financiado la expedición de Cortés). Junto con la
carta, Olmedo le hizo entrega de una abultada cantidad de oro, y
Cortés también encomendó al capellán que les diera oro a algunos
de los capitanes de Narváez.8
Mientras Cortés se preparaba para partir de Tenochtitlán, Nar­
váez ya estaba dirigiéndose a Cempoala. La reprimenda que había
recibido de Sandoval en Villa Rica había hecho que se planteara otra

167
C O N Q U IS T A D O R

estrategia para establecerse en la región, y la ciudad de Cempoala le


pareció un lugar apropiado, sobre todo tras tener conocimiento de
que el obeso cacique de esa población mantenía relaciones general­
mente amistosas con los españoles. Era Tlacochcalcatl, el «cacique
gordo», el que fuera el prim er aliado de Cortés en la región totona-
ca. Por medio de una demostración de fuerza militar, Narváez inti­
midó a Tlacochcalcatl y lo forzó a permitir que las fuerzas de Nar­
váez acamparan en la ciudad. Narváez apostó defensas en el centro
religioso, se apropió de la principal pirámide para convertirla en su
base de operaciones y estableció en la plataforma de la cúspide sus
aposentos. Asimismo, mandó emplazar cañones en el perímetro de
las gradas y expulsar a los cempoaleses de sus casas para que se aloja­
ran en ellas sus capitanes y soldados.9
El voluble y crédulo Tlacochcalcad creyó a Narváez cuando este
le dijo que Cortés estaba infringiendo las leyes del rey de España y
que él era el único líder con derecho a tomar posesión de esas tierras.
N o obstante, el «cacique orondo» se dio cuenta de su error cuando
Narváez ordenó a sus hombres saquear el poblado; los soldados rap­
taron a las mujeres y las jóvenes y se incautaron de todos los objetos
de oro que Cortés había regalado a los porteadores cempoaleses
cuando estos habían decidido regresar. Solo cuando era ya demasia­
do tarde se percató Tlacochcalcatl de que ese español al que había
hospedado en su poblado representaba una amenaza mucho mayor
que Cortés para la seguridad de su gente.
El padre Olmedo llegó y le entregó la carta de Cortés a Narváez,
quien interpretó las palabras del capitán general extremeño como
ofensivas, incluso amenazadoras. Narváez estuvo a punto de ordenar
que aherrojaran a Olmedo, pero Andrés de Duero, más frío, se lo
desaconsejó y al sacerdote se le permitió circular libremente.Visto en
perspectiva, Narváez hubiera preferido dar rienda suelta a sus impul­
sos porque Olmedo se entrevistó con algunos de sus capitanes y lo­
gró convencerlos de que se pasaran al bando de Cortés.

A mediados de mayo de 1520, mientras Cortés y Narváez seguían


maquinando sin haber alcanzado acuerdo alguno, Cortés partió de la

168
KSPAÑOl. C O N T R A ESPAÑOL

capital azteca. Moctezuma acompañó al caudillo español y a su pe­


queña fuerza hasta la calzada, donde se apeó de su litera y se despidió
de su captor. El emperador le había ofrecido los servicios de miles de
guerreros y porteadores, pero Cortés, de manera bastante arrogante,
declinó el ofrecimiento, diciendo que le bastaba con la ayuda de
Dios. Los dos hombres incluso se abrazaron, una muestra ciertamen­
te singular pero que demostraba la existencia de un respeto mutuo,
si bien cauteloso.10 Por espacio de medio año habían estado gober­
nando a dos manos el imperio azteca, y ahora el poder de ambos
pendía de un hilo. El imperio de Moctezuma se encontraba al borde
de una rebelión civil; el pueblo estaba temeroso y los caciques y sa­
cerdotes cuestionaban seriamente el liderazgo del emperador. Por su
parte, Cortés estaba siendo perseguido por sus propios compatriotas
y tenía la intención de enfrentarse, y tal vez matar, a sus propios her­
manos (una situación desagradable a la par que sin precedentes en el
Nuevo Mundo). Cuando Cortés montó en su caballo y le clavó las
espuelas para dirigirse hacia el este, tanto él como Moctezuma se
encaminaron hacia un futuro turbio e incierto.

Cortés y su pequeña pero selecta fuerza, apoyados por un contingen­


te de tlaxcaltecas, salieron de la ciudad por la calzada meridional y
recorrieron a la inversa el camino por el que habían llegado aTeno-
chtitlán unos meses atrás. Pasaron entre los dos grandes volcanes Po-
pocatépetl e Iztaccíhuatl, y de nuevo quedaron asombrados por su
enormidad y poder; descansados y en forma, aligeraron el paso y
llegaron pronto a Cholula, donde aguardaron la llegada de más tropas
españolas, unos doscientos cincuenta soldados bajo el mando de Ve-
lázquez de León y Rodrigo Rangel. Cuando por fin llegaron. Cortés
reunió a sus efectivos, unos trescientos cincuenta en total, y atravesa­
ron lo más rápido posible el duro altiplano en dirección a Tlaxcala.
Cortés también envió un mensajero a la costa para que informara a
Sandoval de que estaba en camino y de que quería reunirse con él y
con las mejores tropas de la guarnición en Tlaxcala.
En las proximidades de Tlaxcala, Cortés se topó con el padre O l­
medo y sus guías, de vuelta del campamento de Narváez. Cortés re­

169
C O N Q U IS T A D O R

cabo toda la información que pudo del cura; este le informó de las
posiciones militares de Narváez así como del número y la distribu­
ción de sus hombres. Cortés se alegró al saber que el ánimo general y
la actitud entre los soldados de Narváez no era unánime. El padre
Olmedo dijo que había tratado de sobornar con oro a varios capita­
nes y que algunos parecían haberse dejado convencer, pero Olmedo
también aludió a un asunto de lo más inquietante: Moctezuma había
mantenido contactos subrepticios con Narváez, y desde luego no
con la intención de acordar la entrega de regalos. Habían discutido con
cierto detalle sobre Cortés, y al parecer Moctezuma había llegado a
ofrecerle apoyo militar a Narváez, a cambio de que este liberara al
emperador azteca y arrestara o matara a Cortés.11 La revelación del
padre Olmedo enfureció al capitán general, ahora totalmente resuelto
a liquidar de inmediato al entrometido Narváez. De Moctezuma se
ocuparía llegado el momento.
Cortés y sus hombres siguieron avanzando hacia Tlaxcala y allí,
como estaba planeado, se reunieron con Sandoval, que había traído a
sesenta soldados de Villa Rica tras una tortuosa y ardua marcha por
la espesura de los bosques y las altas montañas. Los hombres de San­
doval estaban animados, ansiosos por entrar de nuevo en acción y
encantados de escuchar las historias de aquellos que habían vivido en
Tenochtidán durante los últimos seis meses. Para ser usadas contra la
caballería de Narváez, también llegaron a Tlaxcala trescientas lanzas
especialmente encargadas, fabricadas por artesanos de Chinantla, to­
das ellas muy largas, con la punta de cobre y provistas de doble filo.
Aunque Cortés prefería no tener que herir — y menos aún matar—
a alguno de los preciados caballos españoles, haría lo que tuviera que
hacer.12 Tras comprobar el armamento y el estado de sus efectivos
—entre los que ahora había algunos ballesteros y un reducido núme­
ro de caballos, pero solo unos pocos arcabuceros (la mayoría se ha­
bían quedado con Alvarado en Tenochtitlán)— , Cortés avanzó en
dirección a Cempoala.
Dirigiéndose hacia el este, el contingente atravesó el árido alti­
plano hasta que el camino finalmente desembocó cerca del mar. La
humedad subía de la ardiente llanura de la tierra caliente que tenían
bajo sus pies y a los hombres les vino a la memoria el sofocante y

170
KSI'AÑOI C O N T R A ESPAÑOI.

opresivo calor de la costa, pero prosiguieron la marcha hasta que,


unos setenta kilómetros antes de llegar a Cempoala, les salió al paso
un grupo de emisarios de Narváez. Cortés se sorprendió de ver en­
tre ellos a su amigo y antiguo socio Andrés de Duero, que en Cuba
había desempeñado un papel clave en la planificación y organización
de la expedición del extremeño. Desde luego, Cortés no había olvi­
dado la lealtad mutua que les unía. La reunión secreta para poner a
Cortés al frente de la expedición se había celebrado en la casa de
Duero, con apoyo por parte del contable del rey Andrés de Lares. Due­
ro había sido el encargado de redactar el contrato en virtud del cual
se nombraba a Cortés capitán general, pero también trabajaba de secre­
tario del gobernador Velázquez, así que Cortés necesitaba saber en
quién depositaba Duero su lealtad.
Cortés saludó calurosamente a Andrés de Duero y le dio un
fuerte y fraternal abrazo; Duero debió de reparar en la hermosa e
inteligente nativa que siempre permanecía al lado de Cortés, a la que
el capitán general llamaba la Malinche. Los dos hombres hablaron en
privado y Duero le comunicó a Cortés que, poco después de que
hubiera zarpado en busca de nuevas tierras, Lares había fallecido.
Aunque la noticia le entristeció, Cortés usó la información en bene­
ficio propio. Le dijo a Duero que reconfirmaba de palabra el trato
que habían sellado en Cuba, le aseguró que seguía considerándose su
socio y le hizo partícipe de las extraordinarias riquezas que había en
México. Una vez que se completara la conquista, le prometió Cortés,
compartirían todo el botín, pero le dijo que Narváez constituía un
serio, quizá insuperable, obstáculo y que por eso era preciso quitár­
selo de encima.13
Duero le sugirió a Cortés que tratara de llegar a un acuerdo pa­
cífico con Narváez, más que nada porque contaba con una fuerza
superior y podía derrotar con facilidad a Cortés. Lleno de confianza
a raíz de las victorias que había obtenido en las batallas anteriores.
Cortés se mofó y reiteró lo que le había dicho a Narváez a través de
mensajeros: «Si Narváez trae alguna provisión real, me someteré a él
sin réplica; pero no ha presentado ninguna ... En cuanto a mí, soy
servidor del rey: para él he conquistado el país; y para él yo y mis
bravos soldados lo defenderemos hasta la última gota de sangre».14

171
C O N Q U IS T A D O R

Duero pudo ver por sí mismo que Cortés había cambiado y que el
tiempo pasado en tierras mexicanas había hecho de él un hombre
dotado de una voluntad inquebrantable. Tenía el cuerpo lleno de
cicatrices a causa de las batallas recientes, las arrugas a causa del sol y
del viento le surcaban el rostro, y sus penetrantes ojos lanzaban fur­
tivas miradas. N o daría su brazo a torcer.
Aun así, Duero se sintió impelido a transmitirle una propuesta en
nombre de Narváez: que los dos capitanes, cada uno acompañado
tan solo por unos pocos de sus hombres — diez a lo sumo— , se reu­
nieran en un lugar neutral para discutir la situación. Cortés, tras con­
sultarlo brevemente con sus capitanes y con el padre Olmedo, llegó
a la conclusión de que se trataba de una trampa y desechó sumaria­
mente la idea. No, seguiría avanzando hacia Cempoala junto con
todas sus tropas de complemento y diría lo que tuviera que decir en
el campo de batalla. Le regaló a Duero algunos bellos objetos de oro
y trató nuevamente de convencerle de que debían seguir siendo so­
cios y del provecho mutuo que sacarían si conseguían deshacerse de
Narváez. Duero y los otros enviados se marcharon acompañados por
el padre Olmedo, en posesión de una carta de Cortés dirigida a Nar­
váez en la que conminaba a este y a sus hombres a someterse al ca­
pitán general en su condición de representante de la Corona ya que,
de lo contrario, serían tratados como rebeldes y traidores. La misiva
llevaba las firmas de Hernán Cortés, de todos sus capitanes y de al­
gunos de sus mejores soldados.15
Narváez estaba ya de un humor de perros cuando recibió la car­
ta. Tlacochcalcatl, enojado por la brutalidad de los españoles, se le
había acercado y le había dicho: «Le advierto de que, cuando menos
se lo espere, [Cortés] se presentará aquí y lo matará».'6 Narváez mon­
tó en cólera. Despotricó contra Cortés y todos los que estaban a
sus órdenes. Puesto que el capitán general parecía mantenerse en sus
trece, mandó apuntalar las defensas en torno a Cempoala, y con su
atronadora voz prometió en público pagar dos mil pesos a quien
lograra matar a Cortés o a Gonzalo de Sandoval.17 Sin embargo, el
padre Olmedo, y ahora también Andrés de Duero, sobornaron a mu­
chos de los soldados y de los principales capitanes del ejército de
Narváez, de tal modo que, cuando Cortés y sus hombres llegaron a

172
ESPAÑOl. C O N T R A ESl'AÑOt.

las puertas de Cempoala, alrededor de doscientos de los combatien­


tes enemigos (una quinta parte de la fuerza) estaban dispuestos a
cambiar de bando. N o cabe duda de que las historias sobre la «ciudad
de los sueños» y las llamativas cadenas de oro que llevaban los solda­
dos de Cortés influyeron en la decisión de esos aventureros en busca
de fortuna.

El 28 de mayo. Cortés ordenó a sus tropas avanzar y, en medio de una


lluvia torrencial, las condujo a través de bosques atestados de plantas
trepadoras y densos cañaverales de cañas de bambú. Cuando ya esta­
ba anocheciendo llegaron al río de Canoas, a punto de desbordarse a
causa de las recientes lluvias en la costa, y mientras algunos explora­
dores buscaban el mejor lugar para vadearlo, Cortés reunió al resto
de sus efectivos para lanzarles una arenga. A fin de inspirarlos, les
recordó las glorias de la campaña que estaban llevando a cabo y las
victorias y riquezas que, contra viento y marea, habían obtenido
hasta ese momento. Era cierto que estaban en inferioridad numérica,
les dijo el caudillo extremeño, pero así había sido en la mayor parte
de las batallas que habían librado hasta entonces y siempre habían
salido victoriosos. Además, mientras que ellos eran soldados experi­
mentados y curtidos en mil batallas y fatigas, los hombres de Narváez
eran blandos e inexpertos, recién salidos de la comodidad de sus ho­
gares en el Caribe. Cortés, que a esas alturas ya estaba versado en las
artes de la retórica, concluyó su arenga con las siguientes palabras:
«Así, señores, pues nuestra vida y honra está, después de Dios, en
vuestros esfuerzos e vigorosos brazos, no tengo más que os pedir por
merced ni traer a la memoria sino que en esto está el toque de nues­
tras honras y famas para siempre jamás; y más vale m orir por buenos
que vivir afrentados».18
Los hombres prorrumpieron en vítores que resonaron por todo
el campamento e incluso lo auparon en hombros, hasta que les orde­
nó que lo dejaran en el suelo. Todavía había mucho que hacer.
A medida que la noche avanzaba, la lluvia arreciaba. Cortés reu­
nió a sus hombres, ahora inflamados de ardor guerrero, en torno a la
crepitante hoguera del campamento y les dijo que efectuarían un

173
C O N Q U ISTA DOK

ataque por sorpresa, al amparo de la noche. Gracias al tiempo que


habían pasado en Cempoala y a la detallada información que le ha­
bían proporcionado el padre Olmedo y Sandoval, Cortés sabía per­
fectamente dónde estaban ubicadas las defensas, las piezas de artillería
y las tropas de Narváez. Así pues, dividió a su ejército en compañías,
cada una de ellas con un cometido específico. Sesenta hombres de­
bían tomar el control de la artillería enemiga y cubrir a Sandoval,
mientras que a este último le encomendó la misión más importante:
ponerse al frente de ochenta lanceros y de algunos de los mejores y
más capacitados capitanes, capturar personalmente a Narváez y, si
ofrecía resistencia, «matarlo en el acto».'9 Por su parte, Diego de O r-
daz comandaría la compañía más numerosa, de unos cien hombres, y
Cortés, al mando de las fuerzas restantes, tendría libertad de movi­
mientos y combatiría allí donde más falta hiciera.20
Mientras Cortés infundía ánimos a sus tropas y las organizaba en
compañías, Narváez, alertado por un mensajero de que Cortés se
encontraba en las proximidades, salió del campamento con muchos
de sus jinetes y la mayoría de sus soldados y se dirigió a un llano
abierto situado más o menos a un kilómetro y medio de Cempoala,
un lugar que parecía apropiado para presentar batalla. Allí, Narváez y
sus hombres aguardaron, cambiando de sitio y chapoteando en el
inmundo lodazal, mientras la lluvia los calaba hasta los huesos pese a
llevar puesta la armadura. Finalmente, tras esperar durante horas bajo
el diluvio, cayó la noche, y Narváez supuso que la batalla tendría
lugar al día siguiente. Dejó a un par de centinelas para que vigilaran
la zona y envió unos cuarenta jinetes a un punto por el que parecía
probable que las tropas de Cortés llegaran. A continuación, regresó
con el resto de sus hombres a Cempoala, donde podrían descansar
más cómodamente para la batalla del día siguiente.21
Cortés y los suyos avanzaron de noche, al amparo de la oscuridad
y con los sonidos de sus movimientos silenciados por el ruido de la
intensa lluvia. Sin dejarse amilanar por las fuertes precipitaciones y
valiéndose de las largas lanzas para mantenerse en pie y no perder el
equilibrio, vadearon con grandes dificultades las embravecidas aguas
del río de Canoas. Algunos perdieron el equilibrio por la fuerza de
las corrientes subterráneas y se vieron obligados a nadar hacia la ori-

174
I.SI’A Ñ O L C O N T ItA liSI’A Ñ lll

lia para salvar la vida;22dos hombres fueron arrastrados río abajo por
la corriente. Los demás lograron cruzar el río y, tras avanzar a duras
penas por el cieno y el lodo, llegaron al borde de la espesura y, final­
mente, al claro. Allí cogieron desprevenidos a los dos centinelas de
Narváez y, tras una breve refriega, redujeron a uno de ellos; el otro
evitó ser capturado y desapareció en mitad de la oscuridad, corrien­
do a toda prisa hacia Cempoala.
Cortés interrogó personalmente al centinela capturado y, aunque
al principio mantuvo la boca cerrada, acabó por revelar cierta canti­
dad de información (gracias sobre todo a una soga alrededor del cue­
llo). Aunque el centinela huido tal vez hubiera conseguido llegar al
campamento de Narváez y alertarle de lo sucedido, Cortés realizó
los preparativos finales, acumulando comida, provisiones y el equipo
que no necesitaría en una pequeña quebrada y encomendándole su
custodia al paje Juan de Ortega. Asimismo, llevó aparte a la Malinche
y le pidió que, para su seguridad, se quedara con Ortega. El padre
Olmedo ofició una breve misa y, una vez concluida, Cortés ordenó
llevar a cabo el furtivo ataque nocturno, para lo cual mandó a sus
tropas avanzar rápidamente y con el máximo sigilo.
Sandoval se encaminó a toda prisa hacia la pirámide de Cempoa­
la con el propósito de encontrar a Narváez, a quien justo en ese
momento estaba despertando el centinela, Hurtado. Sin resuello a
causa de la carrera, Hurtado subió a grandes zancadas las gradas de la
pirámide y sacudió con fuerza a Narváez para avisarlo de que Cortés
estaba de camino. Narváez se recostó lentamente, sin dejarse domi­
nar por el pánico. ¿Era posible que Cortés hubiera avanzado tan rá­
pidamente, en medio de las pésimas condiciones climatológicas y
teniendo que vadear antes las bravas aguas del río de Canoas? Nar­
váez lo puso en duda pero se vistió lo más deprisa que pudo (al
contrario que Cortés, al parecer no era tan disciplinado como para
dormir con la armadura puesta). Cuando los hombres de Sandoval
empezaron a trepar por la pirámide, Narváez estaba aún descalzo y
medio dormido. Su llamada a tomar las armas no fue nada enérgica
y llegó demasiado tarde.
Sandoval y sus ochenta soldados subieron como un rayo las gra­
das y se enfrentaron cuerpo a cuerpo con los treinta guardias aposta­

175
C O N Q U ISTA D O R .

dos en la plataforma. Los guardias de Narváez lucharon encarnizada­


mente, pero nada pudieron hacer frente a la velocidad del ataque y la
destreza de los soldados de Cortés. Al oír el alboroto que estaba pro­
duciéndose fuera de sus aposentos, Narváez salió por fin, empuñan­
do un gran sable a dos manos y asestando mandobles a diestro y si­
niestro en medio de la oscuridad. Los extraños destellos de las
luciérnagas que rodeaban a los hombres parecían «mechas de arca­
buz»,23 y solo ahora que las astutas fuerzas de asalto de Cortés estaban
ya congregándose a los pies de la pirámide, las trompetas lanzaron un
melancólico toque de aviso.
Sandoval y sus hombres, manejando con pericia las picas, las es­
padas y las largas lanzas con punta de cobre especialmente encargadas
a artesanos de Chinantla, avanzaron en tropel y, en medio de la oscu­
ridad, oyeron un grito desgarrador: «¡Santa María, váleme; que muer­
to me han y quebrado un ojo!».24 La afilada punta de una pica había
acertado de lleno en la cara de Narváez, hundiéndose profundamen­
te en la cuenca de uno de sus ojos. La sangre empezó a manar a
borbotones de la cavidad y a resbalarle por el rostro y la barba del
mentón, al tiempo que Narváez, en plena agonía, caía de rodillas y
luchaba por respirar.25 Sandoval gritó que Narváez debía rendirse o
que, de lo contrario, prenderían fuego al templo y él y todos sus
hombres morirían abrasados. Narváez, creyendo que se estaba mu­
riendo, solo pudo retorcerse de dolor sumido en un mar de desespe­
ración, y al no oír que se daba la orden de rendición, Martín López,
el constructor de barcos, prendió fuego al techo de paja del templo
y las llamas envolvieron el lugar. Poco después, Narváez salió a gatas
de entre las llamas, descalzo y con los pies quemados y llenos de
ampollas.26 Ignorando sus gritos implorando ayuda, Sandoval se lo
llevó a rastras y ordenó ponerle grilletes en las piernas.27
Una vez que se apresó y aherrojó al comandante Narváez, el
resto del asalto fue pan comido para Cortés, cuyas inteligentes y ex­
perimentadas tácticas bélicas pusieron un rápido fin a la escasa resis­
tencia ofrecida por las tropas de Narváez. De camino a Cempoala,
los hombres de Pizarra habían cortado las cinchas de las sillas de
montar de la caballería de Narváez, de tal modo que, cuando los ji­
netes trataron de montar, cayeron ignominiosamente de bruces en el

176
ESPAÑOL C O N TRA ESPAÑOL

enfangado suelo y los caballos corcovearon y salieron al galope hacia


la oscuridad. Asimismo, la boca de muchas de las piezas de artillería
habían sido obstruidas con cera, así que no dispararon o erraron por
completo el tiro.28
Al amanecer, había concluido la primera batalla campal entre
fuerzas españolas librada en tierras americanas. Cortés había perdido
a dos hombres, mientras que quince hombres de Narváez habían
caído durante la invasión, que había durado menos de una hora. En­
tre los fallecidos se encontraba Diego Velázquez, el joven sobrino del
gobernador de Cuba. Muchos soldados, la mayoría del bando de
Narváez, yacían heridos en el suelo, y Cortés ordenó a los cirujanos
que los atendieran.Tlacochcalcatl, que estaba en el lugar equivocado
en el mom ento más inoportuno, había recibido una cuchillada du­
rante los combates, si bien la herida no revestía gravedad.29
Pánfilo de Narváez, llevado a rastras encadenado ante su victorio­
so adversario, con la sangre coagulada en su destrozada cuenca ocular,
seguramente hubiera preferido morir antes que tener que afrontar la
vergüenza de su humillante derrota. Diego Velázquez lo había puesto
al frente de una flota de dieciocho barcos, una caballería de ochenta
caballos y un ejército casi cinco veces más numeroso que el de su
oponente, y ahora yacía postrado ante Cortés, medio ciego y medio
muerto. A medida que el cielo se despejaba y el sol ascendía sobre la
costa del golfo de México, oyó los crecientes cánticos de «¡Viva el rey,
viva el rey, y en su real nombre Cortés; victoria, victoria!».30Tendría
todo el tiempo del mundo para revivir aquella fatídica noche, ya que
Cortés lo mantendría encarcelado en la sofocante Vera Cruz, infesta­
da de insectos, durante los siguientes tres años.*31
Decidido a sacar provecho lo más rápido posible de su aplastante
victoria, Cortés mandó liberar a todos los prisioneros y los convirtió
a su causa hablándoles de las riquezas de México y distribuyendo oro

* La terrible pesadilla de Narváez no acabaría allí. En 1528, en parte incitado


por el punzante recuerdo de su derrota frente a Cortés, el conquistador tuerto
encabezó una expedición a Florida, en el transcurso de la cual morirían todos los
participantes salvo cuatro. Narváez falleció en el mar, sin agua ni comida y enfermo
de lepra.

177
C O N Q U IS T A D O R

entre aquellos que todavía no habían sido sobornados. Con ello su


fuerza de combate aumentó hasta los mil trescientos efectivos y, tras
apropiarse de los caballos de Narváez, que necesitaba con desespero,
pasó a disponer de noventa y seis. A continuación, Cortés ordenó
descargar las provisiones y el equipo de los navios de Narváez y lle­
varlo todo a Villa Rica, donde sería almacenado con vistas a necesi­
dades y emergencias futuras. Como había hecho el año anterior,
mandó barrenar todos los buques excepto dos y conservar las velas,
los mástiles, el armamento, los aparejos y el equipo de navegación,
cualquier cosa que pudiera utilizarse en el futuro. Los dos barcos que
quedaban decidió usarlos para mandarlos a las islas del Caribe en
busca de crías de animal, incluidas yeguas, cabras, terneros, ovejas y
hasta pollos.32
Sin embargo, Hernán Cortés apenas tuvo tiempo para celebrar
su victoria. Al poco tiempo, procedente de la capital, llegó un men­
sajero con noticias inquietantes de parte de Pedro de Alvarado. El
apresurado mensaje rogaba al capitán general que regresara de inme­
diato aTenochtidán con todas las fuerzas que pudiera reunir. Alvara­
do estaba sometido a asedio y los aztecas habían organizado una re­
belión de grandes proporciones.
1 2

La fiesta de Tóxcatl

Seguido de cerca por sus nuevos reclutas, Cortés, al frente de un


formidable cuerpo de caballería, se adentró de nuevo en las monta­
ñas y puso rumbo a los yermos altiplanos y al valle de México. Mien­
tras el capitán general cabalgaba de regreso, en Tenochtitlán la vida
de Pedro de Alvarado y sus hombres corría serio peligro.

Después de que Cortés abandonara la capital azteca, la situación ha­


bía dejado de ser tensa para convertirse en desesperada en cuestión
de unos pocos días. En las calles corría el rum or de que el teule Cor­
tés se había ido para no volver nunca y de que otro teule había llega­
do para ocupar su lugar, quizá incluso para liberar a Moctezuma.
Otros, entre ellos los miembros más importantes de la nobleza, se
preguntaban por qué, habiéndose marchado Cortés, el emperador
seguía bajo la custodia de un reducido e insignificante grupo de es­
pañoles.
Mientras trataban de mantener bajo control al emperador azteca y
su ciudad, Alvarado y los ciento veinte soldados que habían quedado
en Tenochtitlán se percataron de que el ambiente había cambiado y
se había enrarecido. A Moctezuma se le veía hablando entre susurros
con sus caciques y sacerdotes, que entraban y salían con frecuencia
de sus aposentos, y, curiosamente, cierto número de sus parientes
más allegados habían sido mandados a cumplir misiones de las que
aún no habían vuelto. El propio Moctezuma, que hasta entonces se
había mostrado afable — incluso jovial— con Alvarado, ya no bro­
meaba con él. Ya no jugaba al totoloqui ni al patolli, y parecía estar
tenso y distraído. Su comportamiento y sus maneras petulantes
preocupaban a Alvarado.

179
CXíNQUISTAlíOR

Pero lo que más le inquietaba era que los aztecas habían dejado
de traerles comida. Desde que llegaran a tierras mexicanas, el que sus
anfitriones dejaran de proporcionarles alimentos había sido una mala
señal, seguida por lo común de conflictos armados. Una joven sir­
viente que limpiaba y cocinaba para los españoles siguió llevándoles
comida, pero al cabo de unos pocos días fue hallada muerta, proba­
blemente en castigo por haber ayudado a los españoles, y a partir de
ese momento los soldados se vieron obligados a comprar la comida
en el mercado.1 Era molesto, pero tenían que hacerlo. Al final se les
vetó incluso la entrada al mercado.
Alvarado también fue informado (aunque sospechaba que se tra­
taba de un simple rumor) de que Moctezuma y Narváez habían esta­
do intercambiando mensajes y regalos, hecho que, unido a la falta de
noticias sobre Cortés, aumentó su inquietud. ¿Acaso las superiores
fuerzas de Narváez habían derrotado a Cortés y estaban de camino a
la capital? Había muchas cosas que Alvarado no sabía con certeza.
Estaba a punto de celebrarse la fiesta anual deTóxcad. Durante
tres semanas del mes de mayo, en el momento más crítico de la esta­
ción seca, tenían lugar ceremonias religiosas en las que se oraba al
dios Tezcadipoca («espejo que humea», «poder omnipotente») para
que enviara lluvias que llenaran el lecho de los ríos y regaran los
resecos campos de cultivo con el líquido elemento, solo superado en
importancia por la sangre. Antes de que Cortés partiera hacia la cos­
ta, Moctezuma le había pedido celebrar como de costumbre esa im­
portante fiesta, ya que no hacerlo podría generar confusión entre la
población e incluso desencadenar disturbios. Moctezuma le había
explicado que todos, desde el sirviente más humilde hasta el empe­
rador, participaban en la celebración, así que Cortés había consenti­
do que se celebrara.
Llegado el momento, Moctezuma y varios sumos sacerdotes se
reunieron con Alvarado para que les confirmara que daba el visto
bueno al inicio de los preparativos de la fiesta. Alvarado no puso re­
paros, pero a condición de que no se llevaran a cabo sacrificios hu­
manos, una estipulación ingenua e irreal.
La quintaesencia de la fiesta lo constituía el sacrificio de seres
humanos; en prim er lugar, el de cuatro muchachas que habían ayu­

180
I.A FIESTA DE T Ó X C A TI.

nado durante veinte días y, por último, el de un ixiptla especial, un


muchacho joven y virgen cuidadosamente seleccionado, que fuera
intachable y encarnara la perfección. El joven, escogido un año
antes, era una personificación — o manifestación— de Tezcatlipoca,
y durante un año entero los sumos sacerdotes lo instruían en las
artes musicales y le enseñaban a tocar la flauta y a cantar. Todos
reverenciaban al muchacho como un dios encarnado, lo trataban
con veneración y lo adoraban. Después de estar semanas bailando
y cantando, el ixiptla desfilaba en público por las calles y llegaba
finalmente al Templo Mayor, cuya empinada escalinata subía gusto­
so al tiempo que troceaba su ocarina. Al llegar a la cúspide era re­
cibido por los sacerdotes, se daba la vuelta y miraba hacia abajo
para reconocer el poder de la gran laguna, y luego se dejaba llevar
por los euforizantes efectos de los hongos alucinógenos. Seguida­
mente, los sacerdotes lo agarraban de los brazos y las piernas, le
hundían un puñal de obsidiana en el tórax y le arrancaban el cora­
zón, aún palpitante, para ofrecérselo al sol. Por último, decapitaban
al joven y dejaban el cráneo en el tzompantli para que todos pudie­
ran verlo. Su muerte por sacrificio señalaba el nacimiento del ixipt­
la del siguiente año, que era elegido en público, y el ciclo volvía a
empezar. La fiesta, sus orígenes y su celebración formaban parte
integrante de la vida azteca.2
Se consideraba que la de Tóxcatl era la festividad religiosa más
fastuosa e importante de todas, y el sacrificio del ixiptla constituía su
final apoteósico. Por tanto, aunque Moctezuma y los sacerdotes le
habían asegurado a Alvarado que no habría sacrificios humanos, di­
fícilmente hubieran podido mantener su promesa. Era una idea ab­
surda, como pedirles a los cristianos que dejaran de comulgar.
Conform e se acercaba la fecha en que iba a dar inicio la fiesta,
Alvarado se encaminó al recinto sagrado para inspeccionar la zona.
Mientras se encontraba allí, algunos cabecillas tlaxcaltecas que aún se
encontraban en la ciudad fueron al encuentro de Alvarado y, llenos
de agitación, le dijeron que temían por sus vidas porque todos los
años, durante la fiesta, se sacrificaba ritualmente a muchos de sus
paisanos, a prisioneros tributarios o bien a aquellos que habían sido
capturados en el transcurso de las «guerras florales». Asimismo, afir-

181
C O N Q U IS T A D O R

ruaron temblorosos haber oído que al concluir la ceremonia, cuando


la ciudad estuviera atestada de cientos de miles de peregrinos, los
aztecas atacarían a los españoles.3 Alvarado tomó cumplida nota de
sus preocupaciones y siguió explorando la zona del templo, donde,
según le había dicho Moctezuma, iban a tener lugar la mayoría de las
danzas, banquetes y celebraciones.
Mientras merodeaba por el recinto sagrado, Alvarado se topó con
multitud de detalles extraños y desconcertantes. En la plaza central
vio numerosas estacas largas clavadas profundamente en el suelo, que,
según le advirtieron los daxcaltecas, servirían para atar en ellas a los
españoles antes de que los sacrificaran. Además, Alvarado reparó en
que los principales edificios de la zona del templo estaban cubiertos
con elegantes y resplandecientes doseles de fina tela, algo que le in­
quietó porque era el tipo de toldo que solía utilizarse en las ceremo­
nias sacrificiales.
A continuación, Alvarado se encontró con un grupo de mujeres
que estaban ocupadas trabajando en una enorme estatua del dios de
la guerra Huitzilopochüi, cuya imagen el español reconoció al ha­
berla visto tiempo atrás en el santuario situado en lo alto del Templo
Mayor. Alvarado observó con atención la extraña figura, que había
sido levantada sobre un armazón de varas y recubierta de una pasta
de semillas de amaranto, mezclada toda ella con miel y espesada con
la sangre de víctimas recién sacrificadas. Encima y debajo de los ho­
rripilantes ojos tenía pintadas rayas transversales, y en las orejas lleva­
ba pendientes de turquesa con forma de serpiente de los que a su vez
colgaban aretes de oro. La nariz, también de oro y engastada de pie­
dras preciosas, estaba adornada con un anillo en forma de flecha. Las
mujeres también colocaron un penacho de plumas de colibrí sobre
la cabeza de la estatua.
El cuerpo de la escultura estaba adornado con mantos profusa­
mente ornamentados, pintados con imágenes de cráneos y huesos
humanos, y también llevaba puesto un chaleco «pintado con miem­
bros humanos despedazados: todo él está pintado de cráneos, orejas,
corazones, intestinos, tóraces, teas, manos, pies».4 La cabeza del dios
estaba coronada de plumas y pintada con brillantes franjas azules. En
una mano, la estatua sostenía un escudo de bambú con plumas de

182
LA HKSTA D E T Ó X C A TL

águila así como cuatro flechas, mientras que en la otra sostenía un


estandarte de papel teñido de sangre humana.5
Estas imágenes y rituales incomodaron a Alvarado, pero lo que le
crispó los nervios fue la presencia de los que parecían ser víctimas
sacrificiales, cautivos de ambos sexos a los que se veía ojerosos y dé­
biles a causa del ayuno. Asimismo, Alvarado se enteró de que duran­
te la fiesta deTóxcatl se retiraría la imagen de la Virgen María situa­
da en lo alto de la pirámide y sería sustituida por la engalanada efigie
de Huitzilopochtli. Los hombres de Alvarado dijeron haber visto en
la base de la pirámide gruesos rollos de cuerda, poleas y andamios,
que serían usados para izar la estatua hasta la cúspide del Templo
Mayor.
Alvarado y sus hombres se encontraron con tres indígenas muy
bien vestidos y con la cabeza recién afeitada, cada uno de ellos atado
a un ídolo azteca y con todo el aspecto de estar destinados a conver­
tirse en víctimas de algún sacrificio. Alvarado los liberó y se los llevó
de vuelta al palacio para interrogarlos por mediación de un intérpre­
te llamado Francisco. Cuando quedó claro que los nativos no solta­
rían prenda, Alvarado recurrió a los medios más brutales de tortura:
mandó herrarles el estómago. Aun así, los estoicos infortunados si­
guieron negándose a hablar, así que, tras torturarlos largo rato, Alva­
rado ordenó arrojar a uno de los indígenas desde la azotea del palacio
mientras se obligaba a los otros dos a mirar. (Por lo visto, Alvarado
consideraba que las torturas físicas brutales y las ejecuciones eran
menos repugnantes que los sacrificios humanos con propósitos reli­
giosos.) Al presenciar la escena, uno de los nativos decidió colaborar
y dijo haber oído que, justo después de finalizar la fiesta, los aztecas
tenían previsto rebelarse y atacar a los españoles. Encolerizado, Alva­
rado mandó llamar a dos de los parientes más cercanos de Moctezu­
ma y los torturó hasta que confirmaron que iba a producirse una
revuelta entre los mexicas; los españoles iban a ser hechos prisioneros
y sacrificados.6
Alvarado fue a ver a M octezum a, le habló de lo que se había
enterado y le exigió que pusiera fin a cualquier plan de insurgencia
contra los españoles. El emperador respondió que, al estar encarcela­
do, no tenía control alguno sobre su pueblo. Alvarado, enojado por la

183
C O N Q U IS T A D O R

falta de cooperación e inquieto por el rum or de que los aztecas es­


taban abriendo boquetes en los muros posteriores del palacio y usan­
do escalerillas para subir hasta las plantas superiores, resolvió reforzar
al máximo la guardia y mantener a Moctezuma bajo constante vigi­
lancia. Asimismo, ordenó que el emperador no pudiera presenciar la
fiesta ni participar en ella.
Alvarado asistió a las celebraciones, esperando con nerviosismo
que en cualquier momento se produjera un ataque. Los primeros
días transcurrieron sin incidentes y, al cuarto, el aprensivo e impetuo­
so capitán tomó una decisión que sacudiría hasta los cimientos al
mundo azteca. Tras dejar a sesenta de sus hombres — la mitad de sus
soldados— custodiando a Moctezuma, Alvarado y los sesenta restan­
tes, acompañados por algunos de sus aliados tlaxcaltecas, se enfunda­
ron la armadura y tomaron posiciones. El capitán español apostó
arcabuceros en lo alto de los muros que rodeaban el Patio de Danzas,
donde la sofisticada Danza de la Serpiente estaba a punto de dar
comienzo, y situó jinetes y soldados de infantería fuertemente arma­
dos en las tres entradas principales que daban acceso al patio sagrado.
Las puertas tenían nombres de resonancias icónicas: la Entrada del
Aguila, la de Punta de la Caña y la de la Serpiente de Espejos.7
Antes de que empezara el espectáculo, el patio central fue llenán­
dose de miembros de la alta y la baja nobleza. Los aristócratas vestían
con sus mejores galas ceremoniales; llevaban espléndidos penachos
adornados con plumas de quetzal y guacamayo. Los danzantes, provis­
tos de taparrabos de algodón primorosamente bordados, se cubrían el
cuerpo con amplios mantos hechos con plumas y elegantes pieles de
puma, jaguar, ocelote y liebre. Asimismo, iban recubiertos de finas
joyas, pulseras y brazaletes, algunos de oro y otros de cuero, o bien
ocultos y bordados con piezas de jade. Del cuello llevaban colgados
collares de conchas o de jade, y en las orejas y la nariz lucían relucien­
tes cristales de ámbar. En las piernas y los pies, que subían y bajaban
rítmicamente al son de los tambores, calzaban sandalias de piel de
ocelote, de un bello color amarillo con manchas negras, de las que
colgaban cascabeles de oro que tintineaban al compás del baile.*
Para cuando los tambores y las flautas empezaron a sonar y la
danza dio comienzo, entre cuatrocientos y quinientos danzantes y

184
LA FIESTA IJE T Ó X C A T I.

varios miles de espectadores aztecas — que presenciaban la ceremo­


nia o desempeñaban un papel menor en ella— llenaban el Patio de
Danzas. Giraban y oscilaban al unísono al son de los tambores, algu­
nos de ellos sostenidos en alto y tocados con la mano, y otros man­
tenidos a ras de tierra y tañidos con mazos provistos de una punta
redonda de caucho. En un movimiento ondulante, como si de una
rítmica ola se tratara, los danzantes corrían y cantaban al compás de
los sonidos huecos emitidos por los pífanos de hueso, las caracolas y
las flautas. Los bailarines vibraban cada vez más, poseídos por los es­
píritus, envueltos y enérgicos, hasta que la hilera de contorsionados
nobles aztecas devino en la encarnación física de una serpiente. La
música, el son de los tambores y los cantos traspasaban los muros del
patio y llegaban a las calles de la ciudad, donde los viandantes se pa­
raban para escuchar con atención, conscientes del carácter sagrado
del espectáculo.
Alvarado y sus hombres contemplaron la danza embelesados al
tiempo que confundidos, impresionados por el complejo ritual y la
destreza de los participantes pero incapaces de comprender la euforia
o el trance en que estaban sumidos los bailarines, que parecían com­
pletamente embebidos en la representación. La Danza de la Serpien­
te llevó a los participantes a una unidad de los sentidos, a un comple­
to despertar humano o sinestesia en que las experiencias auditivas,
visuales y táctiles de la danza se combinaban con la experiencia ritual
y espiritual de ver todos los dioses a la vez, como iconos y como en­
carnaciones humanas. Un delirio colectivo se apoderó de la gente.9
Pedro de Alvarado tuvo suficiente.
Los soldados españoles cerraron de golpe y bloquearon las puer­
tas que servían de entrada al recinto. Por encima del son de los tam­
bores y de los cantos extáticos, Alvarado vociferó la orden «¡mue­
ran!»10 y, sin previo aviso, mandó a sus hombres que se abalanzaran
sobre los indefensos y desarmados danzantes. Los disparos efectuados
por los arcabuceros desde lo alto de los muros atravesaron por igual
a los celebrantes y a los espectadores, que se desplomaron sobre el
enlosado del patio. Los soldados de infantería arremetieron contra la
muchedumbre blandiendo sus afiladas espadas toledanas, y el prime­
ro al que mataron fue a un tambor que dirigía la danza. Le cercena­

185
C O N Q U IS T A D O R

ron los brazos y cuando cayó al suelo, cerca de su tambor, un soldado


lo decapitó de un mandoble. Los aztecas, aterrorizados, corrieron
para salvar la vida.
Pero no tenían escapatoria; al intentar huir en desbandada, entre­
chocaban entre sí y se obstaculizaban el paso. Algunos trataron de
escalar los muros del patio pero solo unos pocos lo lograron, y ade­
más las puertas habían sido bloqueadas por un millar de tlaxcaltecas
armados." Los espadachines y lanceros de Alvarado actuaron con
impunidad, cortándoles las manos a los que seguían tocando los tam­
bores y hundiendo sus picas y lanzas en los cuerpos de los danzantes
y de los espectadores hasta que su sangre anegó las losas del patio.
Algunos nobles aztecas que lograron escapar con vida recordarían
con posterioridad el despiadado horror de la matanza: «A aquellos
hieren en los muslos, a estos en las pantorrillas, a los de más allá en
pleno abdomen. Todas las entrañas cayeron por tierra.Y había algu­
nos que aún en vano corrían: iban arrastrando los intestinos y pare­
cían enredarse los pies en ellos. Anhelosos de ponerse en salvo, no
hallaban a dónde dirigirse».12
Algunos nobles aztecas lograron hacerse con garrotes y defen­
derse con ellos, mientras que otros lucharon sin otras armas que las
manos. Mataron a varios de los carniceros españoles e hirieron a
muchos más, pero a la postre nada pudieron hacer frente a las armas
de acero de sus rivales. Posteriormente, los aztecas supervivientes
recordarían así el horror que experimentaron: «La sangre de los gue­
rreros cual si fuera agua corría: como agua que se ha encharcado y el
hedor de la sangre se alzaba al aire, y de las entrañas que parecían
arrastrarse. Y los españoles andaban por doquiera en busca de las ca­
sas de la comunidad: por doquiera lanzaban estocadas, buscaban co­
sas: por si alguno estaba oculto allí; por doquiera anduvieron, todo lo
escudriñaron. En las casas comunales por todas partes rebuscaron».13
En el transcurso de la espeluznante matanza, la música, el son de
los tambores y la melodía de las flautas fueron reemplazados por los
sobrecogedores gritos y gemidos de los moribundos. En su frenética
sed de sangre, los españoles mataron sin parar, hasta que no quedó
nadie con vida; a continuación, se arrodillaron en el suelo encharca­
do de sangre para hurtar los ornamentos de oro y las joyas de piedra

186
A FIESTA O E T Ó X C A T L

de los aztecas que yacían en el enlosado.'4 Para cuando Alvarado or­


denó a sus hombres regresar al palacio de Axayácad, varios miles de
los mejores soldados y de los miembros de la alta nobleza azteca ya­
cían en el suelo del patio sagrado, apilados y en posturas grotescas.
La interrupción de la música y los gritos de terror proferidos por
los celebrantes avisaron a la población de Tenochtidán de que algo
espantoso había ocurrido. Al poco rato, empezó a oírse el frenético
rebato de los tambores de guerra procedente de lo alto del Templo
Mayor, un llamamiento general a las armas. Los mensajeros más velo­
ces recorrieron la ciudad de casa en casa dando la voz de alarma:
«Mexicanos ... venid acá. ¡Que todos armados vengan: sus insignias,
escudos, dardos! ... ¡Venid acá deprisa, corred: muertos son los capita­
nes, han muerto nuestros guerreros».15El pesar dio paso a la ira a me­
dida que la multitud entró en tropel en el recinto con lanzas, espadas
y jabalinas, gimiendo y profiriendo alaridos. Los españoles tuvieron
que emplearse a fondo para repeler el ataque de los enfurecidos azte­
cas y abrirse paso hacia el palacio. Durante la retirada, a Alvarado le
impactó una piedra en la cabeza que le produjo una profunda herida.
Una vez que estuvieron dentro del palacio, los españoles atranca­
ron todas las puertas y entradas. Alvarado no tardó en enterarse de
que la segunda fase de su plan de ataque había culminado con éxito:
los soldados que había dejado para vigilar a Moctezuma y los otros
caciques habían asesinado a Cacama, el depuesto señor de Texcoco,
y a un buen número de los demás «principales»; solo habían perdo­
nado la vida a Cuitláhuac (señor de Iztapalapa), a Izquauhtzin (go­
bernador deTlatelolco) y al propio Moctezuma. Conforme los habi­
tantes de Tenochtidán sitiaban el palacio, tratando de abrirse camino
cavando bajo los cimientos y encendiendo fuegos para quemar las
puertas, empezaron a hacerse una idea del atroz alcance de la matan­
za: habían perecido casi todos los integrantes de la alta nobleza, los
mejores guerreros y los líderes militares más capacitados del imperio
azteca. Además, el emperador Moctezuma se hallaba preso y con
grilletes en las piernas.16 Se trataba de un acto de barbarie demole­
dor, profundamente doloroso y, desde el punto de vista de los aztecas,
inexplicable; un acto que desafiaba las normas más elementales de la
guerra civilizada.

187
C O N Q U IS T A D O R

Mientras los civiles y los guerreros aztecas que habían quedado


con vida sometían a asedio a los españoles en el palacio, los familiares
de las víctimas entraban en el patio sagrado para identificar y recu­
perar los cadáveres de sus muertos. Madres, padres, hermanos y her­
manas se inclinaban sobre sus seres queridos y, con un dolor desga­
rrador, lloraban y gemían. Una a una, las víctimas fueron Llevadas a
sus hogares para ser veladas. Muchas fueron transportadas posterior­
mente a lugares sagrados, como la Urna del Águila o la Casa de los
Jóvenes, donde eran incineradas ritualmente; el humo de las incine­
raciones tiñó el cielo de Tenochtidán de un color sangre oscuro.17 El
luto se prolongaría por espacio de casi tres meses.
Alvarado ordenó a los arcabuceros y ballesteros apostados en lo
alto de los muros del palacio que contuvieran a la creciente horda de
aztecas, y también trataron de mantenerlos a raya a base de cañona­
zos. Aunque su potencia de fuego superior permitió a los españoles
no ceder apenas terreno, la insurrección de la población azteca ya era
general y se había extendido a todos los rincones de Tenochtidán.
Por añadidura, Alvarado recibió una noticia terrible: los aztecas ha­
bían prendido fuego a los bergantines con los que Cortés tenía pre­
visto emprender la huida. Cuando el capitán general llegara a la ciu­
dad, si es que lo hacía, habría mucho sobre lo que Alvarado tendría
que darle explicaciones.
Temiendo que pronto todo estuviera perdido, Alvarado visitó a
Moctezuma y le exigió que sosegara a la población. El emperador
le repitió que, al estar encarcelado, no podía hacer nada al respecto.
Alvarado sacó un largo cuchillo del cinturón y, apretando la afilada
hoja de acero contra el pecho de Moctezuma, le dijo que se diri­
giera a su pueblo para calmarlo si no quería m orir acuchillado.18
Moctezuma y el cacique Itzquauhtzin fueron conducidos a la azo­
tea del palacio y, una vez allí, de mala gana, hablaron por turnos
para pedirle a la gente que dejaran de atacar el palacio. Mientras el
sol se ponía en el cielo de Tenochtidán, Itzquauhtzin fue llevado al
borde de la azotea y pronunció las siguientes palabras: «Mexicanos
... os habla el rey vuestro, el señor, Motecuhzoma: os manda decir:
que lo oigan los mexicanos: “ Pues no somos competentes para
igualarlos, que no luchen los mexicanos. Q ue se deje en paz el es­

188
LA FIESTA DE T Ó X C A TI.

cudo y la flecha” ...A él lo han cargado de hierros, le han puesto


grillos a los pies».'9
Los encarecidos ruegos de Itzquauhtzin calmaron temporalmen­
te al gentío y muchos acabaron por volver a sus hogares. Con todo,
la matanza tuvo consecuencias funestas e irreparables, puesto que
imposibilitó mantener una apariencia de orden político en la región
y puso a la población decididamente en contra de los españoles al
tiempo que ponía seriamente en entredicho la capacidad de M octe­
zuma como gobernante. La matanza liquidó de raíz el mando militar
azteca y a casi todos sus mejores guerreros, pero a los españoles tam­
bién les conllevó pagar un precio muy alto. N o tenían comida ni
agua potable y temían demasiado por sus vidas como para salir del
complejo palaciego en busca de más provisiones. Además, tuvieron
noticia de que los aztecas estaban desmantelando muchos de los
puentes —lo que reducía las posibilidades de escapar de la ciudad—
y de que todos los símbolos cristianos — las cruces y las imágenes de
la Virgen— estaban siendo retirados de los templos y adoratorios
aztecas.
Por la noche, acostados en jergones, con los labios agrietados y
la lengua hinchada a causa de la sed, los españoles oían el disonante
y lúgubre tañido de los tambores funerarios y los lamentos de las
mujeres y muchachas que imploraban venganza a sus dioses. La ar­
monía deTenochtitlán y de sus habitantes había quedado completa­
mente rota.20
13

El irónico destino de Moctezuma

La noticia de la insurrección ocurrida en la capital incitó a Cortés a


pasar a la acción. Al finalizar la batalla contra Narváez, había enviado
varias expediciones con la misión de colonizar nuevas tierras, y al
tener noticia de la revuelta en Tenochtitlán decidió ordenarles que
regresaran y concertar un encuentro inmediato en Tlaxcala.' Cada
una de las expediciones constaban de unos doscientos hombres, y
Cortés sabía que los necesitaría a todos si quería sofocar el levanta­
miento y recuperar el control del imperio azteca. Una vez más, en la
población costera de Vera Cruz solo se quedaron los que se hallaban
más débiles y los menos capacitados para el combate.
Cortés y sus hombres subieron y atravesaron las montañas y cru­
zaron las yermas y agrietadas tierras del altiplano, con los caballos
levantando nubes de polvo con los cascos. Al norte y al este, el cielo,
resplandeciente a causa de una tormenta eléctrica, amenazaba con
descargar las lluvias primaverales por las que los malhadados cele­
brantes de la fiesta deTóxcad habían estado rezando, pero finalmen­
te no cayó ni una gota. El terreno por el que Cortés y sus hombres
avanzaban era pedregoso, estaba surcado de fallas desérticas y azotado
por fuertes vientos; los caballos solo disponían para comer de hierbas
resecas y los expedicionarios andaban cortos de agua. Las tropas ori­
ginales de la expedición estaban curtidas, cada vez más acostumbra­
das a esas duras caminatas, pero los reclutas procedentes del ejército
de Narváez lo pasaban mal.2
En Tlaxcala, Cortés se encontró con las otras dos expediciones
— con lo que su fuerza aumentó hasta casi mil doscientos hom­
bres— y reclutó a un número considerable — quizá unos dos mil—
de guerreros tlaxcaltecas.3 Cabalgando al frente del centenar de ca­
ballos que integraban su caballería, Cortés se dirigió presuroso hacia

190
El IR Ó N IC O D E ST IN O l)E M O C TE Z U M A

Tenochtitlán, tomando para ello la ruta norte que pasaba por la ciu­
dad de Texcoco. Desde la ribera de la gran laguna. Cortés divisó
humo de las piras funerarias. En Texcoco el ambiente era sombrío.
Esta vez, los españoles no disfrutaron de un recibimiento formal. «En
todo el camino — recordaría Cortés— nunca me salió a rescebir
ninguna persona del dicho Muteeçuma [Moctezuma] como antes lo
solían fazer.»4 En Texcoco solo Ixtlilxóchitl, el hermano de Cacama,
salió a recibirlo.
Cortés presionó a los lugareños para obtener toda la información
posible sobre la situación en Tenochtitlán. Averiguó que, aunque se
hallaban atrapados dentro del complejo palaciego, la mayoría de los
soldados de Alvarado seguían con vida; solo seis o siete hombres ha­
bían perecido durante los combates. Entonces, procedente de la ca­
pital azteca, llegó en canoa un emisario con un mensaje de Mocte­
zuma. Traducidas por la Malinche, Cortés escuchó las explicaciones
del emperador, quien aseguraba no tener la culpa de que se hubiera
producido la rebelión y esperaba — más bien deseaba fervientemen­
te— que el capitán general no le guardara rencor. Moctezuma le
aseguraba que, si regresaba a Tenochtitlán, se restablecería el orden y
Cortés volvería a imponer su voluntad.
Sabedor de los tratos clandestinos entre Moctezuma y Narváez
y consciente del peligro que entrañaba la rebelión en curso, Cortés
tenía motivos sobrados para sospechar que se trataba de una artima­
ña. Ordenó a sus tropas que se fueran a acostar y por la noche, antes
de conciliar el sueño, comenzó a meditar cuál era la mejor forma de
aproximarse a la ciudad.
Por la mañana, la expedición rodeó la laguna por el norte y se
dirigió hacia Tacuba y la más corta de las calzadas que daban acceso
aTenochtitlán. En parte, Cortés tomó esta ruta para explorar la zona, que
solo había visto desde las aguas de la laguna, pero también porque
sabía que los aztecas habían bloqueado otras calzadas o habían reti­
rado los puentes.5 Los españoles acamparon en Tacuba, cuyas auto­
ridades se mostraron afables y, en algunos casos, incluso solícitas. En­
teradas de la reciente victoria del capitán general en la costa, las
autoridades civiles de Tacuba pudieron ver con sus propios ojos que
la caballería de Cortés había aumentado hasta alcanzar proporciones

191
C O N Q U IS T A D O R

temibles y llegaron al punto de aconsejarle que se quedara allí, en


campo abierto, donde le sería más fácil defenderse, en lugar de arries­
garse a entrar en la peligrosa capital azteca. Desconocemos si Cortés
sopesó la posibilidad de seguir el consejo, pero el caso es que a la
mañana siguiente, el 24 de junio de 1520, se despertó, oyó misa,
montó en su caballo y recorrió la calzada de Tacuba para entrar en
Tenochtitlán.
En la calzada no se alineaba una multitud de civiles para mirar
boquiabiertos el paso de los caballos o escuchar el tintineo de las
armaduras de metal. Incluso las aguas permanecían sobrecogedora-
mente tranquilas y vacías de canoas.6 Con el rostro cubierto de una
pátina de polvo del desierto, Cortés permanecía alerta por si surgía
algún contratiempo, pero la caravana entró sin dificultades en la
ciudad. Las calles estaban desiertas a excepción de unos niños que
estaban jugando y de algún que otro grupo de transeúntes enfras­
cados en sus quehaceres cotidianos. De las casas bajas llegaba el olor
a creosota de los fuegos para cocinar. La mayoría de sus moradores
permanecían encerrados dentro de sus hogares, y solo se atrevían a
asomarse por las puertas entornadas o a mirar a través de los listones
de madera de las ventanas. Los expedicionarios tendrían que haber­
se encontrado con grandes celebraciones y espectáculos, pero tras
la matanza perpetrada en el Tóxcatl se habían decretado ochenta
días de riguroso luto.7 Hasta el famoso mercado de Tlatelolco esta­
ba cerrado.
Cortés avanzó por una ciudad fantasma. Como regresaba con un
ejército más numeroso, necesitaba más aposentos; Moctezuma se los
había proporcionado, así que el grueso de las antiguas tropas de N ar-
váez se alojaron en edificios cercanos. Cortés y sus hombres se diri­
gieron al palacio de Axayácatl. Al llegar Cortés, Alvarado se puso en
pie, debilitado y fatigado a causa de los combates. Sus hombres tam­
bién estaban demacrados y flacos por la falta de comida y arrugados
a causa de la sed; poco tiempo antes se habían visto obligados a abrir
agujeros en la tierra del patio, arrodillarse y sorber de ellos agua sa­
lobre. N o es de extrañar, pues, que consideraran la llegada de Cortés
un acontecimiento milagroso. «Los que estaban en la fortaleza — re­
cordaría Cortés— nos rescibieron con tanta alegría como si nueva­

192
151. IR O N IC O D E ST IN O DE M O C TEZU M A

mente les diéramos las vidas, que ya ellos estimaban perdidas, y con
mucho placer estuvimos aquel día y noche creyendo que ya todo
estaba pacífico.»8 Sin embargo, el ambiente festivo del reencuentro
duró poco. Cortés exigió una explicación sobre lo sucedido durante
la fiesta deTóxcatl y Alvarado le refirió los indicios de rebelión, los
rumores sobre un ataque inminente contra los españoles y su poste­
rior sacrificio, así como el temor a que Narváez estuviera de camino
para liberar a Moctezuma. A fin de cuentas, explicó Alvarado, se ha­
bía tratado de una acción preventiva para impedir que los aztecas los
atacaran una vez finalizada la fiesta, ataque que, según las informacio­
nes que poseía, tenía todos los visos de ser cierto.9
Cortés enrojeció de ira. «Pues [los aztecas] hanme dicho — voci­
feró— que os demandaron licencia para hacer el areito y bailes.»
Alvarado solo pudo asentir avergonzado, pero subrayó que, para evi­
tar que los aztecas los atacaran, había decidido golpear primero. Cor­
tés, más encolerizado aún, reprendió a Alvarado por haber tomado
una decisión tan desacertada, por haber cometido esa locura, y dijo
que «pluguiera a Dios que el Montezuma se hubiera soltado, e que
tal cosa no la oyera a sus oídos».*10 Cortés se tranquilizó y no volvie­
ron a hablar más del tema. La única sanción que el capitán general le
impuso a Alvarado fue degradarlo de modo informal y sustituirlo en
el puesto de segundo al mando por Gonzalo de Sandoval, un perso­
naje menos voluble y más previsible.11
Moctezuma, deseoso de mejorar la deteriorada relación, esperaba
expectante en el patio a ser recibido, pero Cortés no estaba de hu­
mor para ello. Cuando dos ayudantes del emperador se le acercaron
para solicitarle la entrevista. Cortés montó en cólera y les dijo que se
fueran al infierno: «Vaya para perro, que aun tiánguez no quiere ha­
cer ni de comer nos manda dar».12Al oír la diatriba de Cortés, varios
de sus capitanes se apresuraron a calmarlo recordándole que, si M oc­
tezuma no hubiera subido a la azotea y hubiese hecho entrar en ra­

* La reacción de Cortés ante la matanza y el hecho de que la calificara de


«locura» resultan un poco irónicos teniendo en cuenta su actuación durante la
matanza de Cholula. Puede que incluso acordara en secreto con Alvarado llevarla a
cabo.

193
CON QUISTA DO!».

zón a su pueblo, los españoles habrían perecido. La admonición de


sus hombres solo sirvió para que Cortés se enojara aún más y prosi­
guiera con su invectiva: «¿Qué cumplimiento tengo yo de tener con
un perro que se hacía con Narváez secretamente, e ahora veis que
aun de comer no nos da?».13 Cortés mandó a los asistentes que le
dijeran a Moctezuma que abriera los mercados de inmediato porque,
de lo contrario, se iba a armar la de Dios es Cristo. Seguido de la
Malinche, Cortés se fue dando grandes zancadas, negándose a recibir
o hablar nunca más con Moctezuma. (Más adelante mantendrían
una o dos charlas fatídicas, traducidas por la Malinche y Aguilar.)
Abatido, Moctezuma fue llevado de vuelta a sus aposentos en el
patio de armas, arrastrando las cadenas sujetas a sus piernas mientras
caminaba por las losas de pizarra. El emperador, venerado en el pa­
sado por su carácter semidivino y considerado el mortal de México
más cercano a los dioses, permanecía ahora encarcelado, consumido,
encadenado y despojado de toda dignidad. Había abandonado a su
pueblo. Cuando la Malinche fue a pedirle que volviera a abrir el
mercado para que los españoles pudieran abastecerse de comida,
Moctezuma admitió con tristeza que ya no tenía poder para ordenar
eso. No creía que nadie lo fuera a escuchar. N o obstante, al poco rato
comentó que alguno de los caciques que quedaban con vida, uno
cuya reputación no estuviera mancillada, tal vez tuviera éxito. Por
mediación de la Malinche, Cortés se mostró de acuerdo con la pro­
puesta y dijo que Moctezuma debía elegir a quien le pareciera más
apto para la tarea. El emperador se decantó por su hermano Cuitlá-
huac, que fue desencadenado y puesto en libertad. Cortés no lo sa­
bía, pero había liberado a un auténtico demonio.14
En vez de proporcionar comida a los españoles, a cuya presencia
se había opuesto desde el momento en que llegaron, Cuitláhuac se
reunió con los pocos nobles que habían sobrevivido a la matanza, los
últimos vestigios del gran consejo. Les dijo que Moctezuma había
sido hechizado por los españoles y que, víctima de ese encantamien­
to, ya no estaba capacitado para gobernar a los aztecas. Era una con­
clusión a la que todos ya habían llegado.15 Así pues, en un breve
plazo de tiempo, y en lo que constituía una decisión sin precedentes
en la historia de los pueblos aztecas, el consejo anuló los poderes de

194
I I IR Ó N IC O D ESTIN O 1)1- M O CTEZU M A

Moctezuma y cedió el título de tlatoiini a Cuitláhuac, convertido en


el nuevo emperador de los aztecas.16
Cuando resultó evidente que la comida no llegaría, Cortés vio
con toda claridad que no vería hecho realidad su plan original de
conquistar Tenochtitlán por medios políticos e incruentos. A la ma­
ñana siguiente, al alba, envió un mensajero a la costa para mantener
a la guarnición de Vera Cruz informada de la situación en la capital,
pero al cabo de media hora volvió «todo descalabrado y herido, dan­
do voces que todos los indios de la cibdad venían de guerra y que
tenían todas las puentes alzadas».17 Durante las veinticuatro horas si­
guientes, los aztecas, bajo el liderazgo de su nuevo señor Cuidáhuac,
reanudaron sus ataques; los peores temores militares del conquistador
Hernán Cortés y de su compañía se hicieron realidad. C on los puen­
tes izados y las calzadas bloqueadas, estaban atrapados dentro de la
«ciudad de los sueños».
Aunque Cortés ordenó a sus hombres que tomaran las armas lo
más rápido posible, los españoles pudieron oír el cacofónico ruido de las
pisadas de los guerreros aztecas, que, calzados con sandalias de cuero,
caminaban y corrían hacia el recinto religioso. Al asomarse por las
torres de vigilancia y las troneras de la fortaleza, los españoles vieron
avanzar una oscura marea humana; las calzadas, calles y hasta azoteas
de los edificios estaban atestadas de violentos guerreros aztecas, y
hacia el centro de Tenochtitlán también estaban dirigiéndose a toda
velocidad numerosas canoas de guerra, llenas a rebosar de hombres
procedentes de todas las ciudades lacustres.
Los hombres de Cortés estaban siempre prestos para la batalla,
armados y bien organizados, así que no tardaron en ocupar sus pues­
tos de combate. Pese a todo, debieron de maldecir su suerte al ver
cómo todas las calles adyacentes al recinto, incluso las plazas y los
patios, se llenaban hasta los topes de guerreros que, armados con
lanzas, entonaban cánticos y daban fuertes pisotones en el suelo. La
masa de guerreros — quizá decenas de miles de ellos— emitió un
agudo y desgarrador silbido de guerra que llegó a ahogar el son de
los tambores y de las caracolas. Cortés recordaría con posterioridad
lo espantoso de la escena y de los sonidos: «Da sobre nosotros tanta
multitud de gente por todas partes que ni las calles ni azoteas se pa-

195
C O N Q U IS T A D O » .

rescían con gente, la cual venía con los mayores allaridos y grita más
espantable que en el mundo se pueda pensar. Y eran tantas las piedras
que nos echaban con hondas dentro en la fortaleza que no parescía
sino que el cielo las llovía».18
Cortés envió a Diego de Ordaz al frente de varios centenares de
hombres con la esperanza de que la potencia de fuego de sus armas
ahuyentara a la masa de guerreros, pero la táctica no dio los frutos
esperados y, en cambio, fue costosa. Pese a disparar con los arcabuces
y las ballestas, de las azoteas situadas sobre sus cabezas les cayó una
lluvia de piedras, jabalinas y dardos que impactaron en sus escudos,
cascos y armaduras. Media docena de soldados murieron con el pri­
mer aluvión y Ordaz sufrió heridas de consideración, en tres sitios
distintos.19 Ordaz se vio obligado casi de inmediato a actuar a la de­
fensiva. Al ver que eran repelidos por los guerreros aztecas, muy su­
periores en número, y por la incesante lluvia de piedras y armas
arrojadizas, ordenó replegarse hacia el palacio. Pero, una vez que lle­
garon allí, en las calles situadas frente al recinto amurallado había tal
cantidad de aztecas que los españoles se vieron forzados a entablar
combate cuerpo a cuerpo y, con sumo esfuerzo, lograron abrirse
paso hasta el complejo palaciego. Allí, desplomándose y ensangrenta­
dos, se encontraron con que ochenta soldados españoles, entre ellos
el propio Cortés, habían resultado heridos (en el caso del capitán
general, un garrote le había impactado en la mano izquierda) . 2,1
Tras reagruparse, Cortés ordenó abrir fuego a discreción desde la
azotea del palacio. Todos a la vez, los soldados españoles dispararon
los cañones, arcabuces y falconetes tan rápido como eran capaces de
cargarlos y encender la mecha, y los ballesteros también lanzaron sus
flechas contra la densa multitud. Centenares de aztecas se desploma­
ban en el suelo con cada andanada — las balas de metal hacían blan­
co en docenas de ellos en cada ocasión— , pero, por cada hombre
que caía abatido, llegaban diez más para sustituirlo. El conquistador
Bernal Díaz y otros soldados quedaron asombrados por la valentía y
la determinación de los aztecas: «Ni aprovechaban tiros ni escopetas
ni ballestas, ni apechugar con ellos, ni matarles treinta ni cuarenta de
cada vez que arremetíamos; que tan enteros y con más vigor pelea­
ban que al principio».21 Los aztecas contraatacaron lanzando una llu-

196
El I K Ó N I C O Dl-SI I N O de Mo c t e z u m a

via de flechas llameantes hacia las secciones de madera del palacio e


incendiando los barracones provisionales de los daxcaltecas. El com­
plejo palaciego no tardó en ser pasto de las llamas. Cortés ordenó
retirar a toda prisa las secciones inflamables de las paredes y lanzar
lodo y estiércol sobre el fuego hasta tenerlo controlado.22
Los combates se prolongaron por espacio de una semana. Por la
noche, parte de los soldados de Cortés se curaban las heridas y repo­
saban mientras otros se afanaban en reparar las anchas grietas de los
muros que los protegían. Los españoles oían los incesantes cánticos e
insultos de los aztecas, que los tildaban de cobardes y canallas y pro­
metían sacrificarlos y comérselos, devorar sus corazones y lanzar sus
visceras a las bestias carnívoras del zoo. Los improperios hacían mella
en la moral de las tropas. Durante la noche, para sacar de quicio a los
españoles, los aztecas enviaban hechiceros y brujos, que cantaban y
hacían conjuros frente a la entrada principal del palacio. En su deli­
rio, algunos de los soldados españoles afirmaban sufrir visiones y ver
«cabezas desgajadas del cuerpo que subían y bajaban, cadáveres ro­
dando por el suelo como si hubieran recobrado la vida y piernas
amputadas que caminaban por voluntad propia».23 Los hombres, en
especial reclutados del ejército de Narváez, no podían pegar ojo y
sufrían ataques de ansiedad al no estar seguros de si aquellas aparicio­
nes diabólicas eran reales o solo fruto de su imaginación.
Durante el día, Cortés lanzaba valerosos a la par que inútiles ata­
ques que, inevitablemente, acababan siendo repelidos. Sin embargo,
en su constante afán por innovar y adaptar sus tácticas militares a las
situaciones cambiantes, Cortés tuvo una idea que esperaba que per­
mitiera salir a sus hombres del palacio con los mínimos daños posi­
bles. Los carpinteros construirían máquinas de madera denominadas
«mantas» (Cortés las llama «ingenios»), estructuras cubiertas semejan­
tes a torres y provistas de ruedas, de las que los expuestos porteadores
tlaxcaltecas tirarían por medio de cuerdas. Las mantas darían cabida
a unas dos docenas de soldados, protegidos por las gruesas paredes y
techos de madera. Los arcabuceros y ballesteros podrían disparar des­
de el interior a través de estrechas mirillas o aspilleras y luego aga­
charse para volver a cargar sus armas. El invento de Cortés, aunque
similar a los manteletes medievales, era mucho más complejo y sofis­

197
CO N Q U ISTA D O R

ticado al estar provisto de dos compartimentos, uno encima del otro.


El plan era que los españoles se sirvieran de las mantas para salir rá­
pidamente del palacio, abrirse paso entre la muchedumbre de gue­
rreros aztecas y demoler casas conforme fueran avanzando. Así, des­
pués podrían usar los escombros y cascotes para reconstruir las
calzadas y permitir que la caballería pudiera recorrerlas más fácil­
mente. Los carpinteros se afanaron en construir las máquinas de gue­
rra y las finalizaron en el plazo de unos pocos días.24
A esas alturas Cortés estaba preparado para intentar cualquier
cosa, pues era solo cuestión de tiempo que sus hombres, que empe­
zaban a acusar los efectos del hambre y la sed, se vieran obligados a
salir del palacio y fueran aniquilados por decenas de miles de aztecas.
Así pues, una vez que las mantas estuvieron finalizadas y en funcio­
namiento, llenó algunas con buenos soldados, reclutó a tlaxcaltecas
fuertes y valientes para que las empujaran o tiraran de ellas, y ordenó
que salieran del palacio y arremetieran contra la multitud de enemi­
gos. El primer ataque surtió efecto — las máquinas animadas avanza­
ron dando tumbos al tiempo que escupían llamaradas, humo y fogo­
nazos— y los aztecas, presos del pánico, recularon y huyeron de los
monstruosos artilugios. Sin embargo, los tlaxcaltecas no tardaron en
tener dificultades para maniobrar las mantas sobre el suelo irregular
y entre la creciente masa de enemigos, y los canales también dificul­
taron su progreso. Desde las azoteas, grupos de aztecas envalentona­
dos empezaron a arrojar pedruscos que astillaron las torres de guerra.
Los soldados del interior se vieron obligados a apearse y entablar
combate cuerpo a cuerpo, y aunque trataron de quemar algunas ca­
sas, fueron forzados a retirarse hacia el palacio, arrastrando tras de sí
lo que quedaba de las mantas.25 Durante el ataque murieron incon­
tables tlaxcaltecas al estar tan expuestos.
Desde un punto de vista estrictamente militar. Cortés estaba
completamente a la defensiva. Conforme pasaban las horas, iba con­
tando cada vez con menos opciones y con menor número de solda­
dos aptos para el combate. Hasta su tan cacareada caballería, de efica­
cia demoledora en campo abierto, demostró ser de escasa utilidad
allí, inmovilizada en las atestadas calles y luchando por mantenerse
en pie en el resbaladizo enlosado; además, los aztecas también esta­

198
I-I I R Ó N I C O D E ST INO DE M O C T E Z U M A

ban innovando y adaptándose a las circunstancias: derribaban con


largas lanzas a los jinetes cuando estos cargaban y levantaban muros
para ralentizar o desviar la marcha de los corceles. Cortés optó por
realizar un último esfuerzo diplomático.Tragándose el orgullo, man­
dó llamar a Aguilar y la Malinche y, a través de ellos, le pidió a M oc­
tezuma que subiera a la azotea y se dirigiera a cualquiera que lo re­
conociera — entre la multitud habían sido vistos algunos de sus
parientes, incluido Cuitláhuac— ; los guerreros iban vestidos con in­
dumentaria regia de guerra, reluciente de oro.
Moctezuma no tenía interés alguno en ayudar a Cortés y, con un
gesto de la mano, le indicó a la Malinche que se fuera. Abatido y
humillado, el depuesto emperador dijo: «Que yo no deseo vivir ni
oírle, pues en tal estado por su causa mi ventura me ha traído».26 El
antaño gobernante supremo del imperio azteca tenía un aspecto
menudo e insignificante vestido con sus ropajes, y hablaba con un
tono de voz melancólico y desolado. Para tratar de convencerlo,
Cortés decidió entonces enviar al padre Olmedo, que había llegado
a trabar cierta amistad con el emperador, pero Moctezuma meneó la
cabeza y dijo: «Es inútil; no me creerán a mí, ni las falsas palabras de
[Cortés]».27Y, a todas luces con la intención de que se lo tradujeran
palabra por palabra a Cortés, añadió: «Yo tengo creído que no apro­
vecharé cosa ninguna para que ce§e la guerra, porque ya tienen alza­
do otro señor, y han propuesto de no os dejar salir de aquí con la
vida; y así, creo que todos vosotros habéis de morir en esta ciu­
dad».28
Al verse incapaz de convencer a Moctezuma de que subiera por
su propia voluntad, Cortés ordenó a varios de sus hombres que lo
llevaran por la fuerza a la azotea. Agarrándolo con fuerza de los bra­
zos y protegiéndolo con escudos de la incesante lluvia de piedras, los
soldados españoles lo condujeron hasta el borde del tejado y, una vez
allí, en un pequeño promontorio, retiraron los escudos para que
Moctezuma fuera perfectamente visible y le dijeron que se dirigiera
a su pueblo para apaciguarlo. En el supuesto de que Moctezuma
hubiera hablado, es harto improbable que su voz se hubiera oído por
encima del fragor de la batalla. A los pocos segundos empezaron a
impactar piedras en la azotea y las paredes de la terraza, a pasar ulu­

199
CO N Q U ISTA D O R

lantes flechas y a caer con gran estrépito lanzas; en palabras de fray


Aguilar, «diríase que del cielo caían piedras, flechas, dardos y varas».20
El aluvión de piedras derribó al emperador, alcanzado por al menos
tres de ellas en el pecho y la cabeza. Demasiado tarde, los soldados lo
protegieron con los escudos y huyeron para ponerse a cubierto.
Moctezuma sobrevivió pero falleció al cabo de unos pocos días,
el 30 de junio de 1520, probablemente a causa de las heridas provo­
cadas por su propio pueblo. Había gobernado el imperio azteca du­
rante diecisiete años y lo había llevado a la cumbre de su magnificen­
cia. Su red comercial y tributaria se extendía mucho más allá del
horizonte que podía ver cuando rezaba en lo alto del Templo Mayor,
llegando a los océanos situados al este y al oeste y hasta un lugar si­
tuado tan al sur como Guatemala. Constituyó un trágico fin para
una vida enigmáticamente trágica.*30
En multitud de aspectos, Moctezuma había sido embaucado por
Cortés, quien le había hecho creer que podría salvar a su imperio de
la destrucción si se plegaba a los deseos de ese extraño y desconcer­
tante visitante procedente de otro mundo. Quizá Moctezuma había
permitido que sus profundas convicciones religiosas enturbiaran su
buen juicio político, ya que muchos de sus familiares, de sus altos
consejeros y de sus sacerdotes le habían avisado de que los españoles
albergaban malas intenciones y no eran de fiar. Asimismo, no cabe
duda de que las diferencias culturales y comunicativas jugaron en
contra de Moctezuma, puesto que los regalos que le había ofrecido

* Existen dos versiones opuestas sobre la muerte de Moctezuma. La española


sostiene que, tras recibir el impacto de las piedras, continuó con vida durante tres
días, pero al haber perdido las ganas de vivir, se negó a comer, beber o recibir aten­
ción médica. En cambio, los relatos aztecas afirman de manera prácticamente uná­
nime que Moctezuma se recuperó de las heridas pero que los españoles lo apuñala­
ron hasta acabar con su vida o que, según sostienen algunas fuentes, lo ejecutaron
mediante garrote vil y después arrojaron su cuerpo desde la azotea del palacio sobre
la gente concentrada debajo. N o obstante, existen pocas pruebas que avalen la teoría
del ajusticiamiento por garrote vil, ya que este método se utilizaba normalmente
durante ejecuciones formales, incluso públicas, y, además, en las crónicas de la con­
quista apenas se menciona el uso de dicho método. Desafortunadamente, la natura­
leza exacta de la muerte de Moctezuma seguirá siendo un misterio.

200
EL I k Ó N I C O DESTINO DE M O C T E Z U M A

a Cortés desde el momento mismo de su llegada — obsequios que en


el mundo azteca denotaban poder y riqueza y, por tanto, superiori­
dad— no hicieron más que alimentar la codicia de Cortés. M octe­
zuma había permitido que los españoles entraran en su espléndida
ciudad con la esperanza de que, maravillados por su inmensa riqueza
y poder, cejaran en su empeño y se marcharan, pero, en lugar de ello,
tamaña riqueza solo había acrecentado la determinación de Cortés.
Fray Diego Durán diría de Moctezuma que era «un rey tan po­
deroso, tan temido y servido y obedecido de todo este nuevo mun­
do, el cual vino a tener un fin tan vil y desastrado, que aun en su
entierro no tuvo quien por él hablase ni se doliese».31
Por descontado, Hernán Cortés no tenía tiempo para lamenta­
ciones. Tras confirmar la muerte del emperador, ordenó asesinar en
el acto a los demás señores aztecas que permanecían bajo custodia
española — incluidos Itzquauhtzin y otros treinta caciques— , lo cual
le permitió liberar a un gran número de soldados de sus tareas como
guardia, unos hombres que en esos momentos necesitaba con deses­
peración. Mientras el ejército imperial azteca seguía aumentando de
tamaño, flechas llameantes lanzadas desde las calles adyacentes al pa­
lacio surcaban el aire, dejando a su paso estelas como si se tratara de
estrellas fugaces o cometas.
14

La Noche Triste

Los esfuerzos diplomáticos de Cortés solo habían tenido por resulta­


do la muerte de Moctezuma y que el ejército azteca estuviera más
resuelto aún a luchar, liderado por el fanático Cuitláhuac. Cortés
debió de reprocharse el haberlo dejado en libertad. Después de todo,
¿había sido ese el plan de Moctezuma, dejar que Cuidáhuac lo sus­
tituyera como emperador y luego sacrificarse para que aquel pudie­
ra liberar al pueblo azteca? En verdad tenía sentido: el tranquilo y
nada ceremonioso regalo de despedida de un rey antaño orgulloso, la
última acción militar eficaz de un gobernante que tenía las manos
literalmente atadas. En cualquier caso, si Cortés trató de entender al
enigmático Moctezuma, nada dijo al respecto.
Los carpinteros, aunque debilitados por el hambre y la sed, traba­
jaron día y noche para reparar las maltrechas mantas y Cortés las
empleó de nuevo. Entretanto, los aztecas habían convertido el cerca­
no templo deYopico (donde los españoles habían erigido una cruz
y una figura de la Virgen María dentro del santuario consagrado a
Xipe Totee, «el dios desollado») en un puesto de mando estratégico.1
Desde esta aguilera, Cuidáhuac y sus cabecillas militares podían vigi­
lar los movimientos de Cortés — aunque fueran pocos e irrelevan­
tes— y dirigir los ataques de las fuerzas aztecas, enviando escuadrón
tras escuadrón para reemplazar a los que caían bajo el intenso fuego
de artillería.
Cortés llegó a la conclusión de que, si quería tener alguna opor­
tunidad de salir de allí con vida, debía contrarrestar la ventaja que al
enemigo le suponía tener ese puesto de mando elevado. Se ató fuer­
temente un escudo en el antebrazo izquierdo — tenía la mano pa­
ralizada a causa de la herida que había recibido en ella— , se puso al
frente de un pequeño destacamento integrado por unos cuarenta

202
LA N O C I I I - T R I S T E

soldados y, sirviéndose de las ingeniosas mantas, rodaron hacia la


base de la pirámide al tiempo que, desde el interior, disparaban fle­
chas y balas. Balanceándose y oscilando de un lado a otro, las mantas
avanzaron hacia el templo bajo las constantes embestidas de los gue­
rreros aztecas y, de nuevo, a merced de los pedruscos que les lanza­
ban desde las azoteas y la propia pirámide. Cuando los «ingenios» de
Cortés llegaron a los pies del templo y los soldados salieron de ellas,
las mantas estaban otra vez hechas añicos, pero habían cumplido su
cometido.
En las gradas de la pirámide, los lanceros y espadachines españo­
les entablaron combate con sus homólogos aztecas, guerreros bron­
ceados por el sol que, según Cortés, iban armados con «lanzas muy
largas con unos hierros de pedernal más anchos que los de las nues­
tras y no menos agudos».2 Con grandes dificultades, los españoles se
abrieron paso escalinata arriba, teniendo para ello que lidiar no solo
con los guerreros, sino también con una lluvia de piedras y armas
arrojadizas e incluso con troncos y ramas de árbol lanzados desde la
plataforma superior de la pirámide. A base de mandobles y esquivan­
do dardos y venablos con los escudos a medida que subían. Cortés y
un puñado de soldados lograron llegar a la cima, si bien tres o cuatro
españoles lo pagaron con sus vidas. La fortaleza donde se encontraba
el puesto de mando azteca estaba fuertemente fortificada, pero para
entonces habían llegado más españoles y algunos tlaxcaltecas de re­
fuerzo, y, durante más de tres horas, se libró una feroz batalla cuerpo
a cuerpo en el patio. En un momento dado, dos aztecas consiguieron
reducir a Cortés y a punto estuvieron de lanzarlo pirámide abajo,
pero el capitán general logró sobrevivir.3 Según recordaba Bernal
Díaz del Castillo, «era cosa de notar vernos a todos corriendo sangre
y llenos de heridas».4
Los combatientes españoles arrojaron gradas abajo a muchos sa­
cerdotes y, una vez dentro del santuario de Xipe Tótec, Cortés vio
que los ídolos cristianos habían sido retirados, así que decidió devol­
verles la moneda a los aztecas ordenando lanzar sus estatuas pirámide
abajo. Luego los españoles prendieron fuego al santuario y volvieron
a luchar para regresar al palacio, incendiando todas las casas que pu­
dieron durante el camino de vuelta.

203
CO N Q U ISTA D O R

Aunque Cortés se jactaría posteriormente de que el ataque fue


«una gran victoria que Dios nos ha dado» y de que «algo perdieron
del orgullo con haberles tomado esta fuerza, y tanto que por todas
partes aflojaron en mucha manera»,5 la incursión le salió cara, al re­
sultar destruidas y ser abandonadas las mantas y al morir docenas de
soldados. Asimismo, aunque Cortés tomó como rehenes a varios sa­
cerdotes, estos apenas tenían valor diplomático o como moneda de
cambio, así que el asalto al templo solo sirvió como acto simbólico y
para levantar la moral. Aunque Cortés creyera que había tomado el
control de la pirámide, tampoco contaba con un número suficiente
de hombres para conservarla.
La incursión ofreció a Cortés una imagen desmoralizadora de la
ciudad, que, com o pudo apreciar, estaba levantada en armas. Solo
la calzada deTacuba permanecía parcialmente intacta; los puentes de
todas las demás habían sido desmantelados. Cortés sabía que dicha
calzada era la más corta de todas y, en esos momentos, parecía ser la
única vía que les quedaba para llegar a tierra firme. Con todo, no
tenía forma de saber qué tramos de la calzada eran aún transitables y
si los aztecas habían desmontado ya los puentes. Entonces, uno de los
españoles, un soldado y astrólogo llamado Botello que sabía leer y
escribir en latín y que había viajado a Rom a, se acercó a los asesores
de Cortés y les explicó que, durante los últimos días, había estado
estudiando el firmamento y descifrando señales de las estrellas; había
llegado a la conclusión de que, si no abandonaban la capital esa mis­
ma noche, los españoles morirían.6
A Cortés no le gustó nada la profecía cuando se la comunicaron,
así que, tras consultarlo con sus capitanes, tomó una decisión: debían
huir a medianoche, mientras las calzadas fueran aún transitables; de lo
contrario, estaban condenados a morir.
Cortés aborrecía la idea de tener que soltar la piedra preciosa que
hasta unas semanas antes había agarrado con firmeza en su mano. La
perspectiva de explicarle la pérdida al rey de España le resultaba desa­
gradable, pero la realidad de la situación, junto con el consejo de sus
fieles capitanes, confirmaban que no tenía otra opción. El sabio Bo­
tello había pronosticado que la noche sería tormentosa y oscura, y el
hecho de que los aztecas no fueran tan diestros en la guerra noctur­

204
LA N O O I E TRISTE

na contribuyó a la decisión de Cortés. Una vez más, como siempre


que se enfrentaba a una crisis, el capitán general tomó una decisión
meditada y se lanzó a la acción.
Pero ¿qué harían con el inmenso tesoro de Moctezuma? El ex­
traordinario peso y volumen del botín planteaba un problema logís-
tico. Transportarlo a plena luz del día y sin tener que entablar com­
bate ya hubiera resultado dificultoso, pero hacerlo en plena noche y
teniendo tal vez que librar una batalla era algo que se antojaba im­
posible. Cortés y sus hombres volvieron a abrir la puerta que condu­
cía a la estancia donde estaba almacenado el tesoro y empezaron a
dividirlo, separando el oro y la plata de las piedras preciosas y las
plumerías. A continuación, fundieron la mayor parte del oro y lo
convirtieron en lingotes, lo cual permitiría pesarlo y repartirlo equi­
tativamente entre los hombres. El increíble resultado fueron ocho
toneladas de oro, plata y piedras preciosas, y como era improbable
que pudieran cargar con todo, lo dividieron en función de su impor­
tancia. Apartaron y empaquetaron el quinto real, que, protegido a
toda costa por guardias españoles cuidadosamente seleccionados, se­
ría transportado por ochenta porteadores tlaxcaltecas, una yegua sana
y varios de los caballos que habían resultado heridos en combate.
Seguidamente, le tocó el turno al quinto personal de Cortés, según
lo estipulado con suma maña jurídica en el documento fundacional
de Villa Rica. Los tlaxcaltecas, sin interés alguno por los relucientes
metales, cargaron grandes cantidades de plumas de quetzal en fardos
y sacos.7
Por último, Cortés les dio permiso a sus hombres para que llena­
ran sus jubones de cuanto oro y cuantas piedras preciosas pudieran
cargar, aunque les avisó de que, en el esfuerzo que estaban a punto de
acometer, las armas y la comida les serían de mayor utilidad. «Cuidad
de no cargaros con mucho peso — les dijo— , pues en la oscuridad de
la noche camina más seguro el que va más ligero.»8 Al ver por vez
primera el fantástico botín, los antiguos soldados de Narváez enlo­
quecieron e ignoraron el consejo de Cortés, llenando a reventar sus
carteras, cajas y jubones. Por el contrarío, los curtidos hombres de
Cortés, entre ellos veteranos como Bernal Díaz, fueron más precavi­
dos y, conscientes de lo que les esperaba, solo tomaron lo que pudie­

205
C O N QUISTA DOR

ran transportar personalmente. «Yo digo — recordaría Díaz del Casti­


llo— que nunca tuve codicia del oro, sino procurar salvar la vida ...
mas no dejé de apañar de una petaquilla que allí estaba cuatro chalchi­
huites, que son piedras muy preciadas entre los indios, que de presto
me eché en los pechos entre las armas ... los cuales me fueron muy
buenos para curar mis heridas y comer del valor dellos.»9
Una vez cargado el botín, Cortés ordenó a los carpinteros que
derribaran algunas paredes del palacio y utilizaran la madera, así como
vigas del techo, para construir un puente portátil. Les pidió que fuera
lo bastante largo y robusto como para que permitiera franquear las
brechas de las calzadas y soportara el peso de los hombres, los caballos
y el botín. Los carpinteros llevaron a cabo esta hazaña de la ingeniería
aplicando toda su imaginación, pero el puente, pesado y poco mane­
jable, requeriría cuarenta tlaxcaltecas a la vez para transportarlo; Cor­
tés encomendó a ciento cincuenta soldados españoles la misión de
escoltar y proteger a los doscientos porteadores que, por turnos, car­
garían con el puente.10
Asimismo, Cortés puso doscientos soldados de infantería a las
órdenes de Gonzalo de Sandoval, su nuevo lugarteniente. Esta van­
guardia tendría que marchar directamente detrás del puente portátil
y sería apoyada por Diego de Ordaz, Francisco de Lugo y dos doce­
nas de los mejores jinetes. Encabezando la caravana y fuertemente
protegidos, estarían la Malinche y los curas de Cortés, el padre O l­
medo y el padre Díaz, y a continuación iría Cortés al frente del
grueso del ejército, asistido por varios capitanes. Tras ellos marcha­
rían la mayoría de los guerreros tlaxcaltecas, que también se ocu­
parían de custodiar a los prisioneros y dignatarios más importantes,
incluidos el hijo y las dos hijas de Moctezuma.11 Por último, la reta­
guardia estaría integrada por sesenta jinetes más, al mando de Pedro
de Al varado y Velázquez de León.
Justo después de la medianoche del 1 de julio de 1520, Hernán
Cortés y sus hombres oyeron una breve misa y se dispusieron a
abandonar Tenochtitlán, en esos momentos envuelta en una densa
niebla. Tras forzar las pesadas puertas del palacio, los españoles salie­
ron de él con el máximo sigilo y empezaron a caminar bajo la llo­
vizna veraniega. Las precipitaciones por las que Moctezuma y su

206
LA N O C I I I T R I S T I

pueblo habían orado durante la fiesta de Tóxcatl finalmente ha­


bían llegado y la mayoría de los habitantes de la capital azteca habían
preferido la comodidad y refugio de sus hogares, de modo que las
calles estaban más tranquilas de lo que lo hubieran estado en otras
circunstancias.
La plaza central del recinto sagrado estaba sumida en un silencio
inquietante. Los integrantes del convoy, caminando rápida y sigilosa­
mente, avanzaron por las calles desiertas hasta llegar al Templo del Sol,
se dirigieron a la cancha del juego de la pelota y, sin ser vistos, giraron
al oeste en dirección a la calzada de Tacuba. Los hombres, caballos y
gimoteantes perros que integraban la expedición, avanzando como si
de un extraño ciempiés nocturno se tratara, cruzaron los primeros
puentes de la calzada, que permanecían intactos, y llegaron a la pri­
mera gran brecha que impedía el paso. Los españoles se estaban pre­
parando para instalar el puente portátil cuando, en medio de la oscu­
ridad, se oyeron los gritos de alarma de una mujer: «Mexicanos ...
¡Andad hacia acá: ya se van, ya van traspasando los canales vuestros
enemigos! ¡Se van a escondidas!».12 Poco después los guardias dieron
la voz de alarma y otros centinelas subieron raudos hasta lo alto del
Templo Mayor. A los pocos minutos, procedente de la cúspide de las
pirámides, se oyeron el tañido de los tambores y el ululato de las ca­
racolas, y finalmente se oyó resonar la voz de un sacerdote en medio
de la llovizna y la bruma: «Guerreros, capitanes, mexicanos ... ¡Se van
vuestros enemigos! Venid a perseguirlos. Con barcas defendidas con
escudos ... con todo el cuerpo en el camino».11
Mientras el capitán Margarino, al mando del equipo encargado
de instalar el puente portátil, se desgañitaba vociferando órdenes a
los tlaxcaltecas, los soldados aztecas corrieron hasta las canoas y em­
pezaron a remar con fuerza por la laguna en pos de los fugitivos.
Margarino se apresuró y, una vez instalado el puente, los soldados, en
columnas de tres o cuatro, empezaron a cruzarlo a paso ligero, em­
pujándose unos a otros. El puente fue todo un éxito, pero el peso
combinado de los hombres, de los porteadores que cargaban con las
armas y de los recios caballos lo encajonó tan firmemente que los
tlaxcaltecas, pese a tirar de él con todas sus fuerzas, no lograron que
se moviera de su sitio. Mientras los españoles y sus aliados esperaban

207
CO N Q U ISTA D O R

en fila a lo largo de la calzada, haciendo que les resultara imposible


organizarse en formaciones de combate, las primeras canoas aztecas
alcanzaron la orilla y empezaron a lanzar una lluvia de flechas y sae­
tas que, cual aves de rapiña, cayeron en mitad de la oscuridad sobre
sus enemigos. El puente seguía atascado, y los españoles no tuvieron
más remedio que abandonarlo y correr para salvar la vida.14
Conforme infinidad de canoas se arrimaban a ambos lados de la
calzada de Tacuba, las tropas españolas que iban en vanguardia llega­
ron a un tramo donde los puentes habían sido desmantelados; cun­
dieron el pánico y la confusión. Bernal Díaz describió así el ataque:

Vimos tantos escuadrones de guerreros sobre nosotros, toda la


laguna cuajada de canoas, que no nos podíam os valer, y m uchos de
nuestros soldados ya habían pasado.Y estando desta manera, carga tanta
m ultitud de mexicanos a quitar la puente y herir y m atar a los nuestros,
que no se daban a manos unos y otros; y com o la desdicha es mala, y
en tales tiem pos ocurre un mal sobre otro, com o llovía, resbalaron dos
caballos y se espantaron, y caen en la laguna, y la puente caída y quita­
da; y carga tanto guerrero m exicano para acabarla de quitar, que por
bien que peleábamos, y m atábam os m uchos dellos, no se pudo más
aprovechar della. Por manera que aquel paso y abertura de agua presto
se hinchó de caballos m uertos y de los caballeros cuyos eran, que no
podían nadar, y mataban m uchos dellos y de los indios tlascaltecas e
indias y naborías, y fardaje y petacas y artillería.15

El lugar, el canal de Toltec, se convirtió en el escenario de una


pesadilla caótica y angustiosa para los españoles, sumidos en el desor­
den y la confusión. En medio de la oscuridad reinante, la caballe­
ría, sin apenas espacio para maniobrar en la estrecha calzada, no fue
de ninguna utilidad. Con la llegada de un número cada vez mayor de
aztecas, los soldados pronto se vieron obligados a luchar por separa­
do, mientras que los caballos, asustados por la refriega, se encabri­
taban y, coceando y corcoveando, se precipitaban a las aguas de la
laguna, donde algunos nadaban un rato sin rumbo y acababan por
ahogarse. Los cánticos y gritos de guerra de los enardecidos aztecas
hacían que muchos hombres se lanzaran de cabeza a las aguas del
canal, y fueron tantos los que se ahogaron allí que, según se dice, la

208
I A N O C III r u i s Mi

montaña de cadáveres acabó por formar un puente. Las crónicas az­


tecas afirman al respecto que «el canal quedó lleno, con ellos cegado
quedó. Y aquellos que iban siguiendo, sobre los hombres, sobre los
cuerpos, pasaron y salieron a la otra orilla».16
Cortés luchó por seguir avanzando por la calzada pero también
él cayó al agua, donde varios guerreros aztecas lo inmovilizaron y
trataron de llevárselo preso. Por fortuna para él, dos de sus hombres
consiguieron liberarlo y Llevarlo hasta la orilla. Cortés recorrió la
calzada hasta llegar casi a Tacuba y, una vez allí, volvió a montar y
cabalgó en dirección contraria para ayudar a los otros y ver cuál era
la situación en la retaguardia. Era desastrosa. Cortés se encontró con
Alvarado, que, con la espada en una mano y una lanza enemiga en la
otra, caminaba dando tumbos y sangraba profusamente. Habían ma­
tado a su caballo estando él encima. Estremecido, Alvarado le explicó
a Cortés que Juan Velázquez de León, con quien compartía el mando
de la retaguardia, yacía muerto en la calzada, cosido a flechazos.’7 Los
destacamentos que iban a la zaga, atacados desde detrás en tierra y
desde ambos lados en la calzada, habían sufrido numerosísimas bajas.
Tras ser apaleados y alanceados, a muchos se los habían llevado a
rastras a las canoas, en el caso de los que no habían fallecido para ser
sacrificados. La mayoría eran los antiguos hombres de Narváez, las­
trados por el peso excesivo del oro con el que cargaban.
Alvarado reunió a unos cuantos hombres y se ofreció a propor­
cionar protección a las pocas tropas que quedaban en la retaguardia
mientras Cortés y los demás se dirigían a tierra firme, donde estarían
más seguros. Cojeando y arrastrándose como almas en pena, los es­
pañoles y tlaxcaltecas que habían sobrevivido a la aciaga noche se
encaminaron hacia las afueras de Tacuba y llegaron a la relativa segu­
ridad de la ciudad al alba, cuando entre la niebla empezaban a ser
visibles extrañas franjas luminosas. Cortés decidió pasar una impro­
visada revista para evaluar el estado en que se encontraban sus hom­
bres. Las primeras luces del día iluminaron la brutal realidad de lo
acontecido la noche anterior, en adelante conocida por los españoles
como la Noche Triste. Esa noche perecieron cerca de seiscientos
españoles, entre ellos la mayoría de los hombres de Narváez, así como
gran número de caballos y alrededor de cuatro mil tlaxcaltecas.1*

209
CON Q U ISTA D O !*

También se habían perdido la mayor parte de la pólvora, todos los


cañones y, acaso lo peor de todo, los lingotes de oro y plata, el quin­
to real y el quinto de Cortés, todo ello hundido en las frías y oscuras
aguas. Enterrado en algún lugar del fangoso fondo de la laguna de
Texcoco, yacía la mayor parte del inmenso tesoro de Moctezuma.
Durante unos pocos minutos, completamente afligido y con las ma­
nos y la cara salpicadas de barro y sangre, Cortés se quedó inmóvil
bajo la lluvia, junto a un ahuehuete (ciprés) gigante.19 Pero solo se
permitió lamentarse unos momentos y, una vez repuesto, siguió eva­
luando la situación y reagrupando a sus fuerzas.
Cortés reunió a los restos de su demacrada compañía en la plaza
central de Tacuba. Entre los muertos o desaparecidos se contaban
Chimalpopoca, el hijo de Moctezuma, y una de sus hijas; Lares, uno
de los mejores jinetes, así como el astrólogo Botello y su caballo.20
Cortés caminó entre las filas de sus andrajosos y tiritantes soldados y
se alegró de ver entre ellas a su querida Malinche. La abrazó, agrade­
cido por que hubiera sobrevivido a la pesadilla. Milagrosamente, su
otro intérprete, Jerónimo de Aguilar, también había escapado con
vida. Quedaban dos docenas de caballos pero todos estaban heridos,
apenas capaces de trotar unos pocos metros. Los capitanes Gonzalo
de Sandoval, Diego de Ordaz, Alonso de Avila, Cristóbal de Olid y
Pedro de Alvarado, todos ellos heridos y necesitados de atención
médica, también seguían vivos.21
Cortés raramente pensaba en el pasado, y esa sombría mañana de
julio que siguió a la Noche Triste, pese a las enormes pérdidas sufridas,
de nuevo se puso a pensar tan solo en el presente y en lo que el futu­
ro le depararía. Mirando en derredor, preguntó por la suerte que ha­
bía corrido uno de sus hombres en particular, el maestro carpintero y
constructor de barcos Martín López. ¿Dónde estaba? ¿Había sobrevi­
vido? La Malinche se paseó entre las filas del fantasmagórico escua­
drón y regresó a donde estaba Cortés para comunicarle que, aunque
había resultado herido, Martín López seguía con vida. La noticia tran­
quilizó a Cortés, que montó en su caballo con bríos renovados. Una
idea ambiciosa estaba rondándole por la cabeza. «Bamos — dijo— ,
que nada nos falta.»22 A pesar de la funesta noche, de haber perdido
más de la mitad de sus efectivos y de que casi todos hubieran estado

210
I.A N O C I » ; TRISTK

al borde de la muerte, Cortés había pergeñado un nuevo plan de re­


conquista. El caudillo extremeño condujo a su ensangrentada y tulli­
da fuerza hacia el norte y luego hacia el este, en dirección a la amis­
tosa Tlaxcala, situada a más de ochenta kilómetros de distancia.

Al amanecer, los aztecas dieron por concluido su ataque (un error


táctico, pues los españoles eran en esos momentos extremadamente
vulnerables) para celebrar la victoria; habían expulsado de la ciudad
a Cortés y la mayoría de sus hombres. Un pequeño contingente de
ochenta españoles no había logrado cruzar la calzada y había desan­
dado el camino hasta el palacio de Axayácatl, pero los enardecidos
guerreros aztecas no tardaron en capturarlos y asearlos con vistas a su
posterior sacrificio. Los mexicas también pescaron los cuerpos de
los muertos y m oribundos que flotaban en las aguas de los canales
y la laguna, y a continuación separaron a los españoles de los tlaxcalte­
cas. Según los relatos aztecas, estos últimos «fueron siendo llevados en
canoas; entre los tules, allá en donde están los tules blancos los fue­
ron a echar: no más los arrojaban, allá quedaron tendidos».23 Por su
parte, a los españoles los desnudaron y «en un lugar aparte los colo­
caron, los pusieron en hileras. Cual los blancos brotes de las cañas,
como los brotes del maguey, como las espigas blancas de las cañas, así
de blancos eran sus cuerpos».24
En la calzada, algunos guerreros aztecas se dedicaron a recoger
del suelo los desperdigados restos del botín que los españoles preten­
dían llevarse: barras de oro y plata, collares, joyas y, lo más preciado
de todo, manojos de plumas de quetzal. Aunque poco fue lo que
encontraron — la mayor parte del tesoro de Axayácatl se había hun­
dido durante la noche— , algunos no cejaron en el empeño y, zam­
bulléndose en el agua, trataron de localizar más piezas palpando el
fondo con las manos y los pies. A lo largo de toda la calzada, los az­
tecas encontraron numerosas armas españolas desperdigadas — arca­
buces, espadas y ballestas, las herramientas de la conquista que los
invasores habían dejado abandonadas en medio del tumulto y la con­
fusión— , así como también cotas de mallas, petos, escudos de metal,
cuero y madera, y cascos pisoteados por los caballos desbocados.25

211
C O N QUISTA DOR

Todos los españoles que habían logrado sobrevivir fueron lleva­


dos a rastras hasta lo alto de los templos y, una vez allí, los sacerdotes
los inmovilizaron y, entre gritos desgarradores, les arrancaron de cua­
jo el corazón, un botín de guerra que levantaron en señal de victoria
y ofrecieron al dios de la guerra Huitzilopochtli, siempre sediento de
sangre.24 Más tarde los aztecas desmembraron ignominiosamente los
cadáveres de los españoles, ensartaron sus cabezas en picas, lanzas y
espadas y, tras clavarlas en el suelo, las dejaron expuestas a la vista de
todos; los monstruosos postes se alternaban con cabezas de caballos,
también cortadas y empapadas de sangre.27
Aunque los aztecas, por regla general, solían suspender las batallas
para festejar la victoria mediante la celebración de rituales, en este
caso les hubiera resultado de mayor provecho dedicarse a matar al
resto de los españoles. El haber obtenido una victoria aplastante en
plena noche ya era algo bastante infrecuente en los anales bélicos de
los aztecas, y a ello cabía añadir que habían matado a un porcentaje
inusitadamente alto de enemigos, consecuencia quizá de su ira por la
muerte de Moctezuma, por haber visto ocupada su ciudad durante
tanto tiempo y por la alianza de los españoles con los tlaxcaltecas. Sea
como fuere, mientras los aztecas que habían capturado a prisioneros
se pintaban de ocre y rojo, se bañaban en sangre y se comían con
gran ceremonial a los caídos,28 y mientras los vencedores danzaban
en las gradas del Templo Mayor a la luz de los braseros, los españoles
proseguían su huida.

Hostigados constantemente por pequeñas partidas de guerreros azte­


cas, los harapientos fugitivos se dirigieron al extremo septentrional de
la laguna de Texcoco. Cortés dividió a la maltrecha compañía en un
remedo de escuadrones; orientados por guías daxcaltecas, los soldados
menos lastimados y más capacitados se encargaron de proteger la van­
guardia, la retaguardia y los flancos, mientras los españoles y daxcalte­
cas heridos permanecían a salvo en el centro. Los hombres que se
encontraban más débiles viajaban a lomos de los caballos, mientras
que otros caminaban detrás cojeando o apoyados en muletas impro­
visadas y bastones de madera. Algunos, exhaustos, delirando a causa de

212
I.A NOCHE TRISTE

la falta de sueño y con cada vez mayores dificultades para no quedar­


se rezagados, se agarraban de las crines y las colas de los caballos y
dejaban que estos tiraran de ellos; otros estaban tan extenuados y he­
ridos que los porteadores daxcaltecas debían cargar con ellos.2''
La exánime y desfalleciente compañía de Cortés caminó duran­
te dos días, sometida a incesantes ataques a lo largo de todo el trayec­
to. Bordearon tres lagunas de aguas refulgentes y viraron en direc­
ción a unas brumosas montañas situadas al este, hasta que finalmente
llegaron a una población llamada Tepotzotlán. Los soldados menos
maltrechos se mantuvieron en alerta y con las armas preparadas por
si se producía un enfrentamiento armado en las calles, pero el pobla­
do, cuyos habitantes habían huido a aldeas vecinas, estaba desierto.30
Refugiadas bajo toldos, las tropas descansaron en las plazas y registra­
ron el pueblo de arriba abajo en busca de agua y comida. Encontra­
ron maíz; se comieron ávidamente una parte tras cocerlo y tostarlo y
guardaron el resto para más adelante.
Al día siguiente los expedicionarios reanudaron la marcha hacia
el este, hostigados todavía por grupos de guerreros aztecas que los
mantuvieron en todo momento a la defensiva. Los españoles, orien­
tados por los guías tlaxcaltecas, se adentraron en las llanuras; por la
noche acampaban y dormían sobre el agrietado terreno, y cuando
amanecía proseguían la ruta. La expedición pasó justo al norte de la
famosa ciudad ceremonial de Teotihuacán. La antaño esplendorosa
urbe, con su larga avenida de la M uerte y sus enormes e imponentes
pirámides del Sol y de la Luna, recubiertas todas ellas de vegetación,
había sido abandonada muchos años antes de la llegada de los aztecas.
Aun así, el lugar conservaba una gran importancia religiosa e incluso
hipnótica, y el año anterior Moctezuma, acompañado por sus prin­
cipales sacerdotes, había peregrinado hasta allí cada veinte días para
ofrecer sacrificios a los dioses. El Templo Mayor de Tenochtitlán pre­
sentaba numerosos rasgos arquitectónicos claramente inspirados en
los de esta ciudad mágica y mítica.31
Los españoles siguieron caminando y, a las afueras de una gran
ciudad llamada Cacamulco, se encontraron con una fuerte resisten­
cia. Com o los ataques venían de todos lados y los caballos tenían
serias dificultades para maniobrar sobre el pedregoso terreno, Cortés

21 3
C O N Q U IS T A D O » .

tiró de las riendas de su caballo y ordenó batirse en retirada. Mientras


se alejaba al galope, dos piedras lanzadas por el enemigo le dieron de
lleno en la cabeza. Las heridas, de cierta consideración, requirieron
un vendaje de urgencia.
Los españoles fueron obligados a retroceder hacia el pedregoso y
escarpado chaparral. Esa noche acamparon al raso, se curaron las he­
ridas y cocinaron y comieron un caballo que había fallecido. La car­
ne del animal les supo a gloria a los famélicos hombres, pues era la
primera comida en condiciones desde que abandonaran Tenochtit-
lán. «Le comimos — recordaría después Cortés— sin dejar cuero ni
otra cosa dél segúnd la grand necesidad que traíamos. Porque des­
pués que de la grand cibdad salimos, nunca otra cosa comimos sino
maíz tostado y cocido, y esto no todas veces ni abasto, y hierbas que
cogíamos del campo.»32
Tras una semana de vagar rumbo al este y de guerrear con parti­
das de guerreros aztecas, Cortés y sus hombres, con la ropa toda
manchada de sangre, llegaron a los llanos de Ápam, cerca de Otumba,
donde se detuvieron para descansar. Pero poco duró el respiro, pues
al poco rato llegaron exploradores con una noticia aterradora: más
adelante, en el valle de Otumba, había concentrado un inmenso ejér­
cito azteca. Por lo visto, el nuevo emperador azteca, Cuitláhuac, no se
contentaba con que los españoles hubieran abandonado la capital,
sino que estaba decidido a acabar con ellos de una vez por todas.
Cortés cayó entonces en la cuenta de que el hostigamiento al que los
habían sometido las partidas aztecas tenía por objetivo obligarlos a
dirigirse hacia allí, donde los estaría esperando una gran fuerza com­
puesta por los aztecas y sus aliados, entre ellos bandas de otomíes. Al
frente del ejército, Cuitláhuac había puesto a su hermano Matlatzin-
catzin, investido orgullosamente con el rango de rílmacoatl, equiva­
lente al de capitán general. Matlatzincatzin, al igual que los otros jefes
y guerreros de élite, llevaba resplandecientes penachos adornados con
vistosas joyas, y sobre el hombro lucía el estandarte real de guerra, el
Quetzaltonatiuh, «un Sol de Oro rodeado de plumas de quetzal».33
Es indudable que a Cortés no le gustó nada lo que vio tras subir a
un promontorio desde el que se divisaba el valle de Otumba. «Salieron
al encuentro mucha cantidad de indios —recordaría— , y tanta que

214
I A N O C H E TRISTK

por la delantera, lados ni reszaga ninguna cosa de los campos que se


podían ver había dellos vacía.»34 Hasta donde alcanzaba la vista, todo
lo que Cortés y sus hombres vieron fue un mar de escudos, lanzas y
cascos, estos últimos provistos de plumas negras, blancas y verdes que
se movían mecidas por el viento. Conscientes de su inferioridad nu­
mérica y del estado deplorable en que se encontraban, Cortés y otros
muchos españoles creyeron llegada su hora. Cortés dirigió unas pala­
bras a sus tropas, en su mayor parte integradas por hombres curtidos,
veteranos aguerridos y endurecidos por la guerra que habían perma­
necido en tierras mexicanas desde su llegada. Una vez más, Cortés
apeló a su sentido del honor y del deber, a su amor por la Corona
española y por la religión católica, y les dio las últimas instrucciones
militares. Com o apenaj'-fes quedaba pólvora, de poco iban a servir
los arcabuces en la batalla, así que esta sería librada por los soldados
de infantería, armados con sus picas, espadas y lanzas, y por el puñado de
caballos que seguían en condiciones óptimas; Cortés albergaba la es­
peranza de que los corceles todavía fueran capaces de galopar.
Cortés explicó a los jinetes «cómo habían de entrar y salir los de
a caballo a media rienda, y que no se parasen a lancear, sino las lanzas
por los rostros hasta romper sus escuadrones».35 Pasara lo que pasase,
debían mantenerse el orden y la organización. Acto seguido, los es­
pañoles se arrodillaron, se persignaron y se pusieron a rezar mientras
contemplaban las montañas que se alzaban frente a ellos, donde el
volcán Popocatéped seguía lanzando humo, cenizas y vapor.
Los aztecas cerraron filas, se lanzaron a la carga profiriendo estri­
dentes gritos y alaridos y, pocos instantes después, las tropas de los
dos ejércitos chocaron. «Pelearon con nosotros tan fuertemente por
todas partes que casi no nos conocíamos unos a otros, tan vueltos y
juntos andaban con nosotros», diría Cortés del encuentro.36 Com o el
caudillo extremeño les había ordenado que hicieran, los españoles
mantuvieron un sólido rectángulo defensivo, ya que la lisa superficie
de la llanura permitía a los descansados corceles ibéricos cumplir con
su cometido. Cargando al galope, los jinetes se mantenían encorva­
dos sobre la silla y, en medio del estruendo producido por el impac­
to de las lanzas con los escudos, arremetían contra las desconcertadas
filas de los guerreros aztecas y las rompían. En el meollo de los com­

215
C ONFUIS IADOK

bates, los espadachines asestaban mandobles a diestro y siniestro al


tiempo que esquivaban las hojas de doble filo de las espadas de obsi­
diana de sus enemigos.
Era mediodía y la batalla, que había dado inicio a primera hora
de la mañana, proseguía. Los españoles contaban tan solo con sus
afiladas lanzas y con el duro acero templado de sus espadas, y si bien
luchaban con gran valentía, sin la ayuda de la potencia de fuego pro­
porcionada por los cañones, los falconetes y los arcabuces parecían
condenados a caer derrotados a causa de su manifiesta inferioridad
numérica. Los aztecas estaban empezando a envolverlos mediante
una maniobra de tenaza.37
En ese momento Cortés se percató de que la caballería estaba
causando gran desorden y confusión entre las filas aztecas y otomíes.
Las cargas al galope, si bien no estaban acabando con la vida de gran
número de enemigos, estaban alterando sus formaciones. Cada opor­
tuna arremetida de sus jinetes abría una gran brecha en las líneas
enemigas, así que Cortés se apresuró a aprovechar y mantener abier­
tas las brechas.38 Los preciados caballos, cuyos herrados cascos se ha­
bían deslizado por las resbaladizas calles deTenochtitlán, encontraron
ahora su medio natural en el vasto altiplano mexicano, más parecido
a las llanuras de la península Ibérica. Los caballos parecían ganar em­
puje y velocidad con cada atronadora pasada. Algunos de los guerre­
ros huyeron despavoridos ante el devastador galope de los caballos y
la furia de los perros de presa.
Entonces Cortés vio a lo lejos al áhuacoatl azteca, ataviado con
sus relucientes ropajes. Hizo girar a su caballo y ordenó a los capita­
nes Sandoval, Olid, Alvarado, Salamanca y Ávila que se unieran a él
para atacar a los caciques, a todos aquellos que «traían grandes pena­
chos con oro y ricas armas y divisas».39 Con suma maestría, Cortés se
lanzó al galope, se inclinó hacia delante y derribó al comandante del
ejército azteca, que soltó el estandarte. Juan de Salamanca ensartó al
áhuacoatl con su afilada lanza y se quedó con su penacho y su estan­
darte como botín de guerra.*41’

* Juan de Salamanca se propuso entregarle el penacho a Cortés diciéndole


que se lo había ganado por su valiente carga, pero Cortés lo rechazó. Muchos años

216
I A N O C H E T R IST E

Cortés y Salamanca le hablan cortado la cabeza al gigante, así


que solo era cuestión de tiempo que el decapitado cuerpo cayera
fulminado. La pérdida de su principal líder militar causó turbación
entre los guerreros aztecas, y, quizá peor aún, el estandarte, de vital
importancia, había caído en manos del enemigo. Com o servía para
localizar a las tropas y dirigir sus movimientos, sin él las filas aztecas
se mostraron cada vez más dubitativas y desorientadas. Con la moral
por los suelos, muchos guerreros empezaron a batirse en retirada.41
Cortés mandó más caballos y perros de presa en pos de los azte­
cas y otomíes, que en su huida en desbandada tropezaban y se piso­
teaban unos a otros. Al poco rato la batalla de Otumba podía consi­
derarse concluida. Milagrosamente, los españoles no solo habían
sobrevivido sino que habían vencido. A pesar de los obstáculos apa­
rentemente insuperables, la velocidad y pericia de los caballos y la
estricta disciplina defensiva mantenida perlas tropas habían permiti­
do alzarse con la victoria, que los españoles recuerdan como una de
las mayores hazañas militares de Hernán Cortés.
El mando militar azteca, incluido Cuitláhuac, no había contado
con el poder de los caballos ibéricos y solo pudo lamentarse por la
oportunidad perdida. Se dieran cuenta o no de ello, habían estado a
un tris de aniquilar a Cortés y sus hombres y de conseguir que los
tlaxcaltecas tuvieran que volver por piernas a sus pueblos o que pa­
saran a engrosar la lista de víctimas sacrificiales.
Tres días después, el 11 de julio de 1520, Hernán Cortés condu­
jo a sus hombres y aliados hasta las afueras de Tlaxcala, a un lugar
llamado Hueyotlipán. Allí, el capitán general se cayó de bruces al
suelo y requirió asistencia médica inmediata.Tenía una fractura do­
ble en el cráneo, se había roto dos dedos y se había lastimado una
rodilla, que estaba hinchada y amoratada. Mientras permanecía ten­
dido semiconsciente y tiritando a causa de las primeras fiebres, uno
de los cirujanos le operó la mano izquierda — detuvo la hemorragia
cauterizando con aceite hirviendo los dedos aplastados— y luego le
extrajo fragmentos de piedra y hueso del cráneo.42 Después llevaron

después, en 1535, el rey permitió a Salamanca utilizar el decorativo plumaje como


modelo para su escudo de armas familiar.

217
C O N Q U ISTA D O R

a Cortés a la casa de un cacique llamado Maxixcatzin y lo dejaron


reposar en una cama de zarzos. Poco más podía hacerse que esperar
y rezar por su pronta recuperación.
Con la Malinche y sus preocupados capitanes acurrucados junto
a su lecho, Hernán Cortés entró en coma.
15
«A los osados ayuda la fortuna»

Hernán Cortés permaneció inconsciente durante varios días, sudan­


do profusamente sobre el jergón de cañas mientras su cuerpo purga­
ba la fiebre y la infección. Durante todo este tiempo, la Malinche
estuvo siempre sentada a su lado, refrescándole la fpéííte con paños
humedecidos e hidratándole amorosamente las resecas comisuras de
los labios. Le limpiaba y curaba las heridas, aplicaba compresas sobre
las magulladuras y le cambiaba la ropa, manchada de sangre. Cerca de
una semana después Cortés salió del coma, y aunque sus primeras
palabras no fueron sino balbuceos más propios de un bebé, incom­
prensibles e inconexas, con el tiempo fue recuperándose, se incorpo­
ró en el jergón y, por último, empezó a andar con pasos vacilantes
por la estancia.1 Sin embargo, al despertar se encontró con que sus
hombres estaban en un estado lamentable; algunos habían fallecido y
otros, con las heridas infectadas y supurando, se hallaban a las puertas
de la muerte.
Maxixcatzin, el anfitrión de Cortés, se alegró al ver que el capi­
tán general ya no tenía que guardar cama y se encontraba mejor,
pero mostró su abatimiento por que hubieran tenido que huir de
Tenochtidán. Rom pió a llorar al saber que su hija, que le había en­
tregado al capitán Juan Velázquez de León (los españoles la habían
bautizado y le habían puesto el nombre de doña Elvira), había muer­
to en la calzada, al igual que el propio Velázquez de León.2
Cortés y sus hombres se quedaron en Tlaxcala por espacio de
veinte días, durante los cuales fallecieron cuatro hombres; otros se
fueron recuperando poco a poco, ayudados por el clima seco y tem­
plado del lugar. Aunque los daxcaltecas alimentaron y cuidaron bien
a los españoles, su presencia en la capital no estuvo exenta de contro­
versia. Xicotenga el Joven todavía sentía rencor hacia los españoles

219
CO N Q U ISTA D O R

en general y hacia Cortés muy en particular. Poco tiempo antes ha­


bía recibido la visita de emisarios aztecas que, enviados por Cuitlá-
huac junto con un cargamento de sal, algodón y plumas de quetzal,
lo habían exhortado a no ayudar a Cortés y sus hombres. Al ver que
los españoles volvían a su ciudad, el joven Xicotenga mantuvo una
reunión con su padre, Xicotenga el Viejo, y con otros caciques de la
región, y les propuso matar a todos los españoles, algo que, en vista
del estado en que se encontraban, sería sumamente fácil.3 Xicotenga
el Viejo y el cacique Maxixcatzin se mostraron en desacuerdo y di­
jeron que lo mejor sería respetar y mantener la alianza que habían
sellado con ellos. Se produjo un acalorado debate.
Al final el consejo de ancianos le recordó al joven e impetuoso
Xicotenga la ancestral animosidad de los daxcaltecas hacia los azte­
cas, y aunque tuvieron que calmar su estado de exaltación y sacar­
lo de la estancia donde se celebraba la reunión, acabó por aceptar lo
aconsejado por los mayores. Se hizo caso omiso de los ruegos de
Cuitláhuac y se invitó a los emisarios aztecas a abandonar Tlaxcala.
Maxixcatzin, profundamente afligido por la muerte de su hija y an­
sioso por vengarse, le prometió lo siguiente a Cortés por mediación
de la Malinche: «Nosotros hemos hecho causa común con vosotros;
unos y otros tenemos agravios comunes que vengar ... estad ciertos
de que seremos hasta la muerte vuestros leales y sinceros amigos».4
Teniendo en cuenta que un gran número de valientes y diestros
guerreros tlaxcaltecas habían estado luchando hasta la muerte junto
a Cortés, no cabía dudar de palabras tan honrosas. Con todo, quizá a
causa del elevado precio en vidas humanas que habían pagado, los
daxcaltecas manifestaron su deseo de renegociar los términos de su
alianza con los españoles e imponer una serie de condiciones. En
primer lugar, querían quedar exentos para siempre del pago de tri­
butos a los aztecas y que, en el caso de que Cortés lograra reconquis­
tar Tenochtitlán (algo que en esos momentos parecía más improbable
que un tiempo atrás), tuvieran derecho a una parte del botín; en se­
gundo lugar, los daxcaltecas querían hacerse con el control de C ho-
lula y Tepeaca — esta última una región adyacente a su frontera— y
que ambas les pagaran tributos, y, por último, pidieron construir un
fuerte en Tenochtitlán en el que pudieran mantener una guarni­

220
•A LOS OSAUOS AYUDA I A LORTUNA»

ción.5 Cortés, perfectamente consciente del importante papel desem­


peñado por los daxcaltecas en su empresa y de lo mucho que depen­
día de ellos, no solo por la posición geográficamente crucial que
Tlaxcala ocupaba, sino también por los sirvientes, porteadores, coci­
neros y guerreros que le habían proporcionado, accedió de inmedia­
to.5 Sabía que, sin la ayuda de los daxcaltecas, era imposible que su
empresa se viera coronada por el éxito.
Una vez renovada la alianza con los daxcaltecas y redactados los
documentos jurídicos perrinentes, Cortés se ocupó de otros asuntos
diplomáticos apremiantes. Preocupado por la situación en Villa Rica
de la Vera Cruz, escribió una serie de cartas y las envió a la costa por
medio de corredores tlaxcaltecas. Las misivas recalcaban cjíie necesi­
taba con urgencia más soldados, pólvora, ballestas, cuerdas para estas,
así como toda la munición que se pudiera reunir. A Alonso Caballe­
ro, el capitán de marina al mando de los dos barcos de Narváez que
quedaban, le dio la orden precisa de que ninguno de los navios zar­
pase bajo ningún pretexto rumbo a Cuba; debía barrenarlos si se veía
en la necesidad de hacerlo. Asimismo, Caballero debía reforzar la
vigilancia a que estaba sometido Narváez, manteniendo vigilado las
veinticuatro horas del día al traicionero prisionero.7 Por otra parte, al
considerar innecesario alarmar o desmoralizar a los que estaban en el
fuerte de Villa Rica, Cortés omitió oportunamente los detalles rela­
tivos a lo sucedido en las últimas semanas, incluido el hecho de que
había perdido más de la mitad de sus tropas y la inayor parte del
contingente de Narváez.
La guarnición de Villa Rica respondió con presteza, si bien C or­
tés no quedó precisamente impresionado con los refuerzos que le
enviaron. Capitaneados por un soldado llamado Pedro Lancero, siete
hombres efectuaron el arduo viaje entre la tórrida costa y Tlaxcala
pasando por las montañas. N o obstante, aunque trajeron parte de la
munición y de los suministros solicitados por Cortés, los soldados
padecían escorbuto, estaban cubiertos de furúnculos y pústulas, se
quejaban de dolores de hígado y tenían la barriga grotescamente
hinchada. Aunque a Cortés no le hizo ninguna gracia, algunos de sus
hombres, lo bastante recuperados como para conservar el sentido del
humor, sí que se lo tomaron a broma; a partir de entonces se refirie­

221
CON QUISTA DOR

ron a cualquier ayuda inútil como la «ayuda de Lancero», y los paté­


ticos refuerzos se convirtieron en objeto de muchos chistes en el
campamento.8
Pese a todo, el episodio de Lancero y sus hombres era el menor
de los problemas de Cortés, que debía afrontar otras dificultades,
tanto internas como externas y de índole tanto política como prác­
tica. En primer lugar, poco tiempo atrás les había pedido a sus hom ­
bres algo que, aunque necesario, no les había gustado un pelo. A
causa de las pérdidas que habían sufrido recientemente (en particular
la del tesoro de Moctezuma), tenían las arcas vacías, así que Cortés,
so pena de ser ajusticiados por desobediencia, ordenó a los soldados
entregarles todo el oro que poseyeran a él y a Pedro de Alvarado,
quienes lo gestionarían como un fondo de guerra común destinado
a financiar los planes de Cortés para reconquistar el valle de México.
Los soldados se quejaron, pero, aunque a regañadientes, se despren­
dieron de su parte del botín. Algunos, sobre todo los que habían
sufrido heridas graves durante los combates o incluso habían queda­
do lisiados de por vida, plantearon la idea de marcharse a la costa y
embarcar en los navios rumbo a la comodidad de sus hogares en las
islas. Los pocos integrantes de la expedición de Narváez que queda­
ban, aquellos cuya lealtad Cortés hacía menos tiempo que se había
asegurado, fueron los que llevaron la voz cantante.Y es que, hasta ese
momento, todo lo que habían conseguido a cambio de las promesas
de riqueza y grandeza de Cortés eran cicatrices y deformidades de
por vida.
En segundo lugar, se habían producido otras pérdidas económi­
cas dolorosas. La última vez que había pasado porTlaxcala, en junio
(tras la batalla con Narváez), Cortés había dejado varias arcas repletas
de oro y plata — seguramente lo que había sobrado de lo utilizado
para sobornar a las tropas enemigas— y había ordenado transportar­
las al fuerte deVilla Rica bajo la custodia de Juan de Alcántara. Aho­
ra Cortés sabía que, después de que Alcántara partiera hacia la costa
con cinco caballos, unos cincuenta soldados de infantería y doscien­
tos porteadores tlaxcaltecas, habían sido atacados por aztecas (o por
súbditos aztecas) en un lugar llamado Calpulalpan. Todos los inte­
grantes del convoy habían sido asesinados y los atacantes se habían

222
•A I O S OSADO S AYUDA I A l O K T U N A .

dado a la fuga con los cofres.1' Otros españoles, jinetes que habían
salido de Villa Rica en dirección aTlaxcala para proporcionar ayuda
a Cortés, habían sufrido también una emboscada y corrido la misma
suerte que los hombres de Alcántara. El capitán general m ontó en
cólera al recibir la noticia y juró vengarse.
Pero el reto más importante e inmediato al que debía enfrentar­
se Cortés se lo planteó un viejo conocido, su socio Andrés de Duero.
Duero, un hombre eminentemente práctico que era un lince para los
negocios y tenía buen ojo para los asuntos pecuniarios, tuvo conoci­
miento del lamentable estado de la empresa expedicionaria de Cor­
tés y quedó disgustado con lo que este estaba haciendo con su inver­
sión. Desde un punto de vista estrictamente empresarial, las cosas no
parecían demasiado prometedoras. Después de que las quejas expre­
sadas por los escasos leales a Narváez que quedaban y por otros
hombres desencantados con Cortés confirmaran sus sospechas, Due­
ro le escribió una clara y precisa carta al capitán general en la que le
exponía una larga lista de motivos por los que la expedición debía
cortar la sangría de pérdidas y regresar de inmediato a Villa Rica,
donde el grupo pudiera reagruparse y reevaluar las circunstancias. La
misiva ponía énfasis en algo que, aunque a Cortés le resultaba tam­
bién dolorosamente obvio, parecía preferir ignorar: el estado deplo­
rable en que se encontraban las tropas. «Estamos descalabrados, tene­
mos los cuerpos llenos de heridas, podridos, con llagas, sin sangre, sin
fuerza, sin vestidos; nos vemos en tierra ajena, pobres, flacos, enfer­
mos, cercados de enemigos, y sin esperanza ninguna de subir de
donde caímos.»10 Carecían de munición, de armas y del dinero ne­
cesario para financiar una guerra.” Además, al contrario que Cortés,
los soldados no se fiaban de los tlaxcaltecas.
Esta queja formal, firmada por buena parte de la compañía de
Cortés, era razonable, incluso lógica. Pero, planteada no como una
petición sino como una exigencia, erraba en el tono, algo que debió
de dolerle a Cortés: «Por tanto — proseguía la carta— , áVuestra Mer­
ced pedimos y suplicamos y si es necesario, todas las veces que de
derechos somos obligados, requerimos que luego salga desta dicha
ciudad con todo su exército é vaya á la Veracruz».12 La solicitud con­
cluía exigiendo formalmente a Cortés que pagara de su propio bol­

223
C O N QUISTA DOR

sillo todos los daños y perjuicios en caso de que no satisficiera sus


demandas.13
Cortés, con la cabeza a punto de estallarle del dolor que le cau­
saban las fracturas en el cráneo, el cuerpo cubierto de laceraciones y
magulladuras y capaz solo de dar breves paseos, estudió el documen­
to mientras lo sostenía débilmente con la mano sana, profundamen­
te dolido por las palabras que leía e inquieto por la erosión de su
mando. Lo más hiriente de todo era que, según se decía en la carta,
la conquista emprendida por Cortés era fruto de «la insaciable sed
que de gloria y mando tiene» y que «no estima su muerte, cuanto
más la nuestra».14 Era cierto que estaba dispuesto a morir por su cau­
sa, un riesgo que las grandes empresas merecían la pena correr. Cor­
tés aún creía en lo que les había dicho a sus hombres en las costas de
Cuba antes de emprender la aventura: «Solo con grandes esfuerzos se
consiguen las grandes cosas».15 Pero ahora, resultaba fácil verlo, esos
hombres estaban moral y espiritualmente exhaustos. Lo único que
podía hacer para levantarles el ánimo era predicar con el ejemplo.
No iba a permitir que sus soldados se vinieran abajo y que la expe­
dición fracasara. Debía apelar a su sentido del deber, a su orgullo y,
por encima de todo, a su honor.
Hernán Cortés buscó un sitio tranquilo y redactó su respuesta,
un discurso conmovedor y categórico a partes iguales, de tenor simi­
lar en muchos aspectos al de las arengas previas a las grandes batallas
(lo que, en efecto, resultó ser). Escribió que la gloria con la que él y
sus hombres estaban en proceso de cubrirse era tan suya como de
ellos y añadió que «las guerras consisten mucho en la fama; pues ¿qué
mayor que estar aquí, en Tlaxcallan, a despecho de vuestros enemi­
gos, y publicando guerra contra ellos?».16 Bien es verdad que habían
sido vencidos y expulsados deTenochtitlán, pero, en lugar de lamen­
tarse de ello, en esa derrota Cortés prefería ver un motivo para seguir
luchando; el tono grandilocuente de sus palabras revelaba en parte
sus intenciones: «¿Qué nación de las que mandaron el mundo no fue
vencida alguna vez? ¿Qué capitán, de los famosos hablo, se volvió a
su casa porque perdiese una batalla o le echasen de algún lugar? N in­
guno ciertamente; pues si no perseverara no saliera vencedor ni
triunfara».17También era verdad que eran pocos, pero, a pesar de las

224
Retrato de Hernán Cortés, el
gran conquistador, con armadu­
ra. Ambicioso, calculador, politi­
camente brillante y de creencias
inquebrantables. Cortés llegó a
las costas de México en 1519 y
no tardó en decirles a los indíge­
nas: «Tenemos yo y mis compa­
ñeros mal de corazón, enferme­
dad que solo sana con oro».

Retrato del emperador Moc­


tezuma con manto, penacho y
escudo de plumas, tal y como
debía de vestir cuando Cortés
se reunió con él. A Moctezu­
ma. profundamente espiritual,
supersticioso y enigmático, el
pueblo azteca lo veneraba y te­
mía tanto que no osaba mirar­
lo a la cara, algo que estaba pe­
nado con la muerte.
Quetzalcóatl, la serpiente em­
plumada, dios del viento, de
las enseñanzas y de los sacer­
dotes. señor de la vida, creador
y civilizador, patrono de las
artes e inventor de la meta­
lurgia.

I
Sacerdotes realizando un sa­
crificio humano ritual, que.
según creían, aseguraba la
salida diaria del sol.

Para conjurar un posible mo­


tín entre sus hombres y evi­
tar que se volvieran atrás.
Cortés ordenó barrenar sus
barcos en la bahía de Villa
Rica.
Durante la importante tiesta de Tóxcatl, Pedro de
Alvarado mandó asesinar a miles de los mejores gue­
rreros y sacerdotes aztecas.

Bajo su custodia, los españoles ordenaron a Mocte­


zuma subir a una azotea y suplicar a su pueblo que
no atacara a los españoles. Sus ruegos obtuvieron por
respuesta una lluvia de lanzas y piedras. El gran em­
perador ya no tenía poder sobre sus súbditos.
La Malinche desempeñó un pa­
pel crucial en la conquista espa­
ñola de México. Poco después
de que se la regalaran. Cortés
descubrió su talento innato para
los idiomas y, en adelante. Ja in­
térprete indígena raramente se
separaría de él.
í Las acciones llevadas a cabo por el
capitán Ledro de Alvarado mien­
tras se hallaba al mando de la guar-
L nición de Tenochtitlán tuvieron
| como consecuencia que las fuer­
zas españolas quedaran sitiadas den­
tro de la ciudad. Casi les costó la
conquista y sus vidas.

Asedio y conquista de Tenochti-


tlán, verano de 1521. Los españo­
les lucharon en las calzadas y en la
laguna de Texcoco. donde utiliza­
ron una flota de bergantines pro­
vistos de cañones que dominaron
las aguas durante casi tres meses y
demostraron una potencia de hie-
go y una maniobrabilidad ante las
que las canoas aztecas nada pu­
dieron hacer.

Iras lograr a duras penas esca­


par con vida durante la No­
che Triste, los españoles libra­
ron la importante batalla de
Otumba. Fue quizá la última
oportunidad que tuvieron los
aztecas de aniquilar a los inva­
sores. pero la caballería espa­
ñola demostró ser muy supe­
rior en terreno llano. Repárese
en el portaestandarte erguido
sobre la litera.
Tras defender valerosamente Tenochti-
tlán durante casi tres meses de constante
asedio, el 13 de agosto de 1521 Cuauhté-
moc fue finalmente capturado y forzado
a firmar la rendición de los aztecas.

Retrato de un anciano Hernán Cortés, conquistador de


México.
-A IO S OSA D O S AYUDA I A FO RTU NA»

bajas sufridas, cu esos momentos contaban con un mayor número de


hombres que al principio de la expedición. Cortés recalcó este hecho
apelando al orgullo y la vanidad de sus soldados: «No vencen los
muchos, sino los valientes».18 Era un elocuente llamamiento a su dig­
nidad y honor, perfectamente calculado y pautado, la oratoria con­
movedora y patriótica de un hombre nacido para acaudillar a otros.
Hernán Cortés respondió a sus hombres con claridad meridiana:
bajo ningún concepto iba a renunciar a su empresa. No bajarían de
las montañas en dirección a Vera Cruz para irse de allí derrotados,
con el rabo entre las piernas. «Nunca hasta aquí — les recordó a Due­
ro y sus hombres— se vio en estas Indias y Nuevo M undo que los
españoles echasen atrás un pie por miedo.»19 Cortés tenía tan claro
como el día de su llegada a tierras mexicanas que el objetivo y el
deber de la expedición seguían inalterados; tanto a él como a suls
hombres les auguraba un futuro tan halagüeño y brillante como ef
oro azteca. Cortés finalizó sus palabras con una fioritura, recordán­
dose a sí mismo, y recordándoselo a sus hombres y al rey, que «a los
osados siempre favorece la fortuna»,2" tras lo cual decidió hacer una
pequeña concesión. Para mitigar las preocupaciones de sus soldados
sobre la lealtad de los tlaxcaltecas (recelo que Cortés no compartía),
urdió un plan para ponerla una vez más a prueba. Con la ayuda de
guerreros y sirvientes tlaxcaltecas, los españoles marcharían hasta las
proximidades de Tepeaca, una plaza fuerte azteca donde se había
producido el reciente asesinato de doce españoles. «Y si nos fuese
mal con esta ida — ofreció Cortés— , haré lo que pedís; y si bien,
haréis lo que os ruego.»21
El 1 de agosto de 1520, Cortés y el reconstituido ejército de es­
pañoles y tlaxcaltecas partieron hacia la provincia de Tepeaca.

La campaña de Tepeaca le permitió a Cortés matar varios pájaros de


un tiro; sirvió para levantar la frágil moral de sus hombres y para
asestar un golpe destinado a sembrar el terror entre las regiones alia­
das y tributarias de los aztecas. En el plano geográfico,Tepeaca estaba
situada en la mejor ruta entre Tenochtitlán y Vera Cruz, una vía que
a Cortés le resultaba preciso mantener abierta y protegida. El capjjgn.

225
C O N Q U IS T A D O R

general también sabía que, por regla general, la población nativa atri­
buía tanta importancia a la apariencia de poder como al ejercicio real
de dicho poder, y por ello quería demostrarles que los españoles no
habían adoptado una actitud medrosa a pesar de la debacle sufrida
durante la Noche Triste. Asimismo, Cortés esperaba dejarle bien cla­
ro a Cuitláhuac — que sin duda estaría siguiendo todos sus movi­
mientos— que, pese a la derrota sufrida, los orgullosos españoles no
se habían dado ni mucho menos por vencidos. Obsesionado por
recuperar el preciado trofeo que era México, Cortés se proponía
conquistar a sangre y fuego la región y después retomar por la fuer­
za la capital azteca. «Me determinaba — le escribió a Carlos I— de
por todas las partes que pudiese volver contra los enemigos y ofen­
derlos por cuantas vías a mí fuese posible.»22
Por entonces Cortés no lo sabía, pero sus planes militares iban a
verse beneficiados por una parálisis política temporal entre la noble­
za azteca que había sobrevivido a la matanza delTóxcatl. La noticia
de la derrota sufrida por Cuitláhuac en la batalla de Otumba había
sido mal recibida en la capital y en los estados vasallos, y aunque
Cuitláhuac siguió siendo el gobernante de facto de Tenochtitlán (no
sería coronado oficialmente el décimo emperador azteca hasta el
15 de septiembre de 1520), la derrota suscitó ciertas dudas sobre su
capacidad como líder. El dominio y poder regional de los aztecas
estaban tambaleándose, y la noticia de que Cortés había renovado su
alianza con los tlaxcaltecas no hizo sino aumentar la incertidumbre.23
La grandeza del imperio azteca residía en buena medida en la presen­
cia de un gobernante identificable y plenamente visible; Moctezuma
había desempeñado esa función semidivina durante los últimos dos
decenios, pero ahora, mientras Cuitláhuac trataba de demostrar su va­
lía como líder en esos difíciles tiempos de guerra, el imperio azteca se
mecía peligrosamente en la cuerda floja.
Cortés se dirigió a Tepeaca, situada a poco más de sesenta kiló­
metros al sudoeste de Tlaxcala, con una fuerza compuesta por cua­
trocientos cincuenta soldados, diecisiete caballos, seis ballesteros y
cerca de dos mil tlaxcaltecas. Se había llevado consigo a todos los „
soldados sanos y solo había dejado a los que se hallaban más débiles,
así como a dos capitanes encargados de formar a los guerreros tlax-

226
•A IO S O SA D O S AYUDA l.A FORTUNA»

caltecas en las tácticas bélicas de los españoles. Tepeaca, una ciudad


bien fortificada y próspero centro religioso, estaba ubicada en una
elevación del altiplano que unía el humeante volcán Popocatéped y
las estribaciones del gigantesco Orizaba.24
Marchando de día y acampando por la noche, al cuarto día de
travesía Cortés y sus hombres llegaron al poblado de Acatzinco, don­
de se detuvieron a descansar. Cortés envió a Tepeaca una embajada de
tlaxcaltecas con un mensaje inequívoco: debían someterse nueva­
mente al dominio español (lo habían hecho la primera vez que Cor­
tés había pasado por allí, después de que este subyugara a los tlaxcal­
tecas, pero habían cambiado de opinión al saber que los españoles
estaban atrapados en Tenochtitlán) o, de lo contrario, recibirían un
fuerte castigo; se les consideraría traidores a la Corona española y
serían tratados como tales. Los tepeacanos, confiando quizá en reci­
bir apoyo militar de los aztecas, respondieron en tono altivo y desa­
fiante que andaban escasos de víctimas para los sacrificios y que ne­
cesitaban más. Dijeron que los españoles les servirían y que, si se
atrevían a atacarlos, los sacrificarían y se los comerían.
Era todo lo que Cortés necesitaba oír. Com o le explicaría al cabo
de un tiempo al rey de España, «no diré sino que después de hechos
los requirimientos para que viniesen a obedescer los mandamientos
que de parte de Vuestra Majestad se les hacían acerca de la paz, no los
quisieron cumplir y les hicimos la guerra».25 Para mantener la apa­
riencia de legalidad, Cortés le pidió a su escribano que redactara una
serie de documentos en los que se dejaba constancia de que los az­
tecas y sus aliados habían dejado de someterse a la Corona y en los
que se estipulaba que se esclavizaría a todo aquel que los españoles
capturaran.*26 Dos días después, Cortés y sus hombres, pertrechados
con sus armaduras, se dirigieron a una llanura donde se cultivaba

* Consciente de que la Corona española desaprobaba la «esclavitud» en el


sentido estricto de la palabra. Cortés tuvo que actuar con cautela. En las islas del
Caribe (y, por tanto, en los territorios mexicanos) los conquistadores habían eludi­
do esta política haciendo un uso inteligente de la encomienda, que permitía con­
vertir a los nativos capturados o subsumidos en la mano de obra de un terratenien­
te pero no en «esclavos» desde el punto de vista técnico de dicho término.

227
C O N Q U IS T A D O R

maíz y maguey, muy cerca deTepeaca, y entablaron combate con los


rebeldes tepeacanos. Los caballos españoles, plenamente recuperados,
hicieron gala de una eficacia demoledora; obligaron a los desborda­
dos tepeacanos a salir de los maizales y a bajar al llano, donde en el
transcurso del primer día de combates los jinetes mataron a cerca de
cuatrocientos sin que los españoles sufrieran una sola baja. Con la
moral por las nubes merced a la victoria, Cortés no se dio por satis­
fecho y al día siguiente atacó de nuevo; al atardecer, los tepeacanos
capitularon, incapaces de hacer frente a las embestidas de la caballería
española, y regresaron a Tepeaca o continuaron trabajando en los
campos de maíz y maguey. Las divisiones aztecas enviadas en apoyo
de los tepeacanos se batieron en retirada hacia Tenochtitlán. «He
echado de todas [estas provincias] — escribiría Cortés rebosante de
confianza— muchos de los de Culúa [los aztecas], que habían venido
a esta dicha provincia a favorescer a los naturales della para nos hacer
guerra.»27 Dejando tras de sí ídolos hechos pedazos, templos incen­
diados y una población aterrorizada, Cortés entró victorioso en la
ciudad y tomó posesión de ella.
El capitán general, furioso aún por la amarga derrota sufrida en
Tenochtidán y la posterior huida, decidió tomar medidas draconia­
nas de carácteAimbólico; las medidas elegidas, la esclavización y el
terror, constituirían una lección cuyo recuerdo perdurara en toda la
región. Cortés ordenó a sus hombres reunir a todos los prisioneros
de guerra de las dos batallas libradas recientemente y efectuar incur­
siones en las poblaciones cercanas cuyos habitantes hubieran partici­
pado en el asesinato de españoles. A continuación, los soldados con­
dujeron a la plaza mayor de Tepeaca tanto a los prisioneros como a
las mujeres y los hijos de los caídos en combate y de los cautivos.
Cortés le encargó a uno de sus herreros que fabricara una herradura
con forma de «G» (en referencia a la palabra guerra) y, tras calentarla
al rojo vivo, los españoles herraron la cara de todos los esclavos;
mientras los inmovilizados nativos proferían desgarradores gritos de
dolor, la piel de las mejillas se les llenaba de ampollas.28
Durante las tres semanas siguientes, movido tal vez por sus ansias
de vengarse por la Noche Triste — y sin duda con el propósito de
realizar una demostración de poder— , Cortés se dedicó a sembrar el

228
.A LOS OSA D O S AYUDA LA FO RTU NA»

pánico por toda la región, asolando pueblos y aldeas con total impu­
nidad. Mandaba soltar los feroces perros de presa contra todo azteca
o aliado de los aztecas que se negara a someterse; los animales, enlo­
quecidos por la sangre, los hacían pedazos.29 Finalmente, tras dejar
tras de sí un reguero de cadáveres y de poblaciones saqueadas y re­
ducidas a cenizas, tomar incontables prisioneros y esclavizarlos, y
obtener por la fuerza la lealtad de los caciques, el capitán general
logró sojuzgar toda la provincia deTepeaca. Cortés diría de esta car­
nicería: «Aunque ... esta dicha provincia es muy grande, en obra de
veinte días hobe pacíficas muchas villas y poblaciones a ellas subjetas,
y los señores y prencipales dellas han venido a se offescer y dar por
vasallos de Vuestra Majestad».30 Posteriormente justificaría los actos
de brutalidad y la captura de esclavos amparándose en el hecho de
que en la región estaba muy extendido el canibalismo, que u n to él
como la Corona española repudiaban. N o obstante.es un argumento
que suena falso, a excusa.31
Incluso para lo habitual en Cortés, la campaña alcanzó niveles
increíbles de atrocidad y barbarie. Se dice que en una localidad orde­
nó poner en fila y matar a dos mil civiles mientras cuatro mil mujeres
y niños presenciaban la escena (estos fueron herrados y esclaviza­
dos).32 Sin embargo, la b ru u l campaña fue terriblemente eficaz, y el
4 de septiembre de 1520 Cortés se instaló cómodamente en el pro­
montorio de Tepeaca y fundó allí una nueva población llamada Se­
gura de la Frontera. Al igual que en Villa Rica, creó un cabildo inte­
grado por magistrados, alcaldes mayores y todos los funcionarios
necesarios para el funcionamiento «acorde a la ley» de una villa espa­
ñola. Al mirar desde la fortaleza instalada en lo alto de la colina (en la
que erigió edificios civiles e instaló una guarnición), Cortés podía
inspeccionar sus nuevos dominios con satisfacción y hasta optimis­
mo. Controlaba casi la mitad de México y, más importante aún, se
había hecho con un enclave estratégico que garantizaba poder tran­
sitar sin peligro la ruta que unía el altiplano con la costa atlántica y,
por consiguiente, el envío de hombres, armamento y provisiones. Por
ende, les había arrebatado a los aztecas esa crucial vía de suministro.
Con la confianza plenamente recuperada y recobrado físicamen­
te, Cortés mantuvo una reunión secreta con el carpintero Martín

229
C O N Q U IS T A D O R

López. Los primeros y fallidos intentos de tomar Tenochdtlán le ha­


bían enseñado a Cortés que el trazado de sus calzadas imposibilitaba
un asalto terrestre directo. Pero el innovador capitán general, dotado
de una mentalidad más propia de un ingeniero, tenía un nuevo plan,
uno de gran alcance y magnitud que debió de concebir al llegar sano
y salvo a la orilla occidental de la calzada de Tacuba la fatídica maña­
na que siguió a la Noche Triste. Hablándole en confianza. Cortés le
dio a Martín López órdenes precisas a la par que intrigantes: debía
reclutar a tres hábiles artesanos y a cuantos trabajadores tlaxcaltecas
necesitara, y luego dirigirse de inmediato a la falda occidental de una
montaña llamada Matlalcueitl (posteriormente bautizada como La
Malinche, en honor a la intérprete y amante de Cortés). Una vez allí,
debían adentrarse en los frondosos bosques y cortar grandes cantida­
des de madera de pino, roble y encina «en manera que podamos
hazer treze vergantines».33
En un golpe de genio militar, H ernán Cortés resolvió que, si
no podía tomar Tenochtitlán por tierra, asaltaría la ciudad lacustre
por mar.
16

La «gran lepra»

Tal vez fuera cierto que la fortuna ayuda a los osados porque, iróni­
camente, en el transcurso del siguiente mes Hernán Cortés disfrutó
de una racha de buena suerte que en m odo alguno hubiera podido
prever.
El prim er golpe de fortuna lo constituyó la llegada al puerto de
Vera Cruz de un pequeño barco capitaneado por Pedro Barba, un
«viejo» amigo de Cortés. En 1519, antes de que diera inicio la ex­
pedición, Diego Velázquez le habia encomendado a Barba la misión
de impedir que Cortés zarpara de Cuba, pero al ver que carecía del
poder necesario para retener a un contingente integrado por qui­
nientos soldados, Barba había cejado en su empeño. Sin embargo,
ahí estaba de nuevo, uno más de la aparentemente interminable
lista de secuaces al servicio de Velázquez. El gobernador de Cuba,
que todavía no estaba al tanto del destino fatídico que había corri­
do la expedición de Pánfilo de Narváez y del encarcelamiento de
este último, había fletado y enviado el navio en apoyo de sus expe­
dicionarios.1
Cuando el barco fondeó frente a la costa, el avispado capitán
Alonso Caballero, al mando de la guarnición de Villa Rica, invitó a
algunos de los tripulantes (entre los que se encontraba Barba) a re­
mar hasta la orilla y, una vez que estuvieron allí, les ordenó a punta
de espada que se rindieran en nombre del capitán general Hernán
Cortés. En la nave de Barba solo iban trece soldados, un semental y
una yegua, pero transportaba gran cantidad de pan de mandjoca y, lo
más interesante de todo, una carta de Velázquez para Narváez en la
que el gobernador daba a entender que creía que Nueva España
estaba ya bajo su control y en la que le decía a Narváez que, «si aca­
so no había muerto a Cortés, que luego se le enviase preso a Cuba».2

231
C O N Q U IS T A D O R

Era una tarea que difícilmente iba a poder cumplir desde los estre­
chos confines de su celda.
Alonso Caballero envió bajo custodia a Barba, los soldados y los
caballos a Segura de la Frontera, donde Cortés recibió a su viejo
amigo con un abrazo cordial y unas palmadas en la espalda, clara­
mente satisfecho por el fortuito giro de los acontecimientos. Barba
pudo comprobar por sí mismo que Cortés tenía la situación bajo
control (y también a Narváez y sus hombres), así que aceptó con
humildad un nuevo puesto como capitán de los ballesteros y prome­
tió serle leal.3
Entonces, asombrosamente (Cortés podría usar esos refuerzos),
otros cinco barcos recalaron enVilla Rica o en sus inmediaciones. El
primero en llegar fue otro navio más bien pequeño enviado porVe-
lázquez, y Caballero se apropió nuevamente tanto de la tripulación
como de la carga; el capitán al mando de Villa Rica debió de empe­
zar a disfrutar con el ardid de inducir a los tripulantes a desembarcar
y de sorprenderlos después con la noticia de quién controlaba en
realidad la situación. Como había hecho la vez anterior, envió bajo
custodia a Segura de la Frontera al capitán del barco, a ocho soldados
y a seis ballesteros, así como también numerosos fardos de cordaje
para fabricar cuerdas de ballesta y otra yegua.4 Los recién llegados
accedieron a ello sin quejarse ni oponer resistencia.
Poco después apareció frente a Villa Rica otro barco, esta vez una
carabela capitaneada por Diego de Camargo que formaba parte de
una expedición auspiciada por Francisco de Garay, el gobernador
de Jamaica; Garay había tratado de colonizar la zona cercana a la desem­
bocadura del río Pánuco, situado al norte de Villa Rica. (Cortés ya
había enviado allí varias expediciones de reconocimiento y reclama­
ba para sí la región.) La expedición de Garay había sido un fracaso;
los expedicionarios habían sido expulsados por los nativos de la zona
justo después de desembarcar, habían tenido que hacerse nuevamen­
te a la mar y luego se habían visto sorprendidos por una tempestad
que había mandado a pique a uno de los barcos junto con toda su
tripulación. Los demás navios habían navegado rumbo al sur y, final­
mente, habían llegado en un estado deplorable al puerto de Vera
Cruz. Cortés afirmaría posteriormente que había salvado la vida a

232
I.A *<;KAN 1 l l'R A .

los hombres de Garay, puesto que «habían llegado con mucha nece­
sidad de bastimentos, y tanta, que si no hobieran hallado allí socorro
se murieran de sed y hambre».s En Villa Rica, Camargo y sus sesen­
ta soldados recibieron un buen trato — se les proporcionó comida y
atención médica— y fueron incorporados a la mesnada de Cortés.6
Mientras este aún estaba evaluando los regalos que la fortuna le
iba prodigando, de nuevo, y milagrosamente, cayeron más en sus ma­
nos. Pocos días después buscó refugio enVera Cruz otro barco de
Garay, en este caso con cincuenta hombres a bordo y, según pudo
comprobar Cortés con creciente alborozo, siete caballos en perfectas
condiciones. El capitán del navio no era otro que el veterano e in­
trépido conquistador aragonés Miguel Díaz de Aux, a quien Cortés
conocía bien de su estancia en La Española. De hecho, Díaz de Aux
había formado parte de los primeros colonizadores de Puerto Rico
unos diez años atrás; su sagacidad y sus conocimientos le resultarían
de gran provecho al capitán general.7
La generosidad de la divina providencia parecía no tener fin. A las
pocas semanas llegó otro barco de Garay con cuarenta hombres, diez
caballos y, lo más útil de todo, numerosas ballestas, cuerdas para ellas,
arcabuces y armaduras acolchadas de algodón. La ironía de que todas
las naves y provisiones de Garay hubieran acabado en manos de Cor­
tés no le pasó desapercibida al soldado y cronista Bernal Díaz del Cas­
tillo, que la comentó sirviéndose de una metáfora del ámbito del tiro
con arco: «El Francisco de Garay no hacía sino echar un virote sobre
otro en socorro de su armada, y en todo le socorría la buena fortuna
a Cortés, y a nosotros era de gran ayuda».8 El último barco en recalar
en Vera Cruz fue uno procedente de España vía las islas Canarias,
enviado por el padre de Cortés y por algunos de los socios del capi­
tán general que seguían apoyando sus esfuerzos en tierras mexicanas;
el buque, de grandes dimensiones, era propiedad de un comerciante
llamado Juan de Burgos y estaba capitaneado por Francisco Medel.
Cortés pagó con oro el barco y su carga — toneladas de material
bélico crucial, incluidos barriletes de pólvora, cuerdas para ballestas,
arcabuces y tres caballos— e incorporó a sus trece tripulantes a la
expedición.9
En cuestión de unas pocas semanas, el ejército de Cortés aumen-

233
C O N Q U IS T A D O R

tó en más de doscientos hombres (lo que hacía un total de mil tres­


cientos) y se hizo con los suministros y las armas necesarias para
emprender la reconquista. El caudillo extremeño había subyugado
toda la provincia de Tepeaca y, a pesar del mal estado en que se ha­
llaban algunos de los recién incorporados, parecía confiar plenamen­
te en su situación militar y en su plan para recuperar Tenochtitlán.

Justo en ese mismo momento, un enemigo letal e invisible se estaba


difundiendo por todo México, un enemigo que resultaría devastador
para los aztecas y que, paradójicamente, ayudaría a Cortés en su afán
de conquista. Mientras los españoles se dedicaban a entrenar a los
nuevos reclutas, a clasificar y almacenar la munición y los barriletes de
pólvora y a limpiar las armas recién llegadas, la población nativa de todo
México empezó a padecer una enfermedad inexplicable. El empera­
dor y los campesinos por igual empezaron a sufrir accesos intermi­
tentes de tos y el cuerpo se les empezó a cubrir de llagas que les
provocaban un fortísimo escozor. Tras semanas de padecimientos ho­
rrorosos, los afectados fallecían. Se trataba de una epidemia de viruela,
una virulenta enfermedad infecciosa desconocida hasta entonces en
el Nuevo Mundo.
El primer lugar en verse afectado por la enfermedad, en los últi­
mos meses de 1518, había sido La Española, donde había acabado
con la vida de más de un tercio de la población indígena; luego había
saltado de isla en isla, infectando primero a Cuba y Puerto Rico y,
poco después, a las Antillas Mayores.10 Se produjo entonces la que
quizá sea la mayor y más devastadora ironía de la historia de la con­
quista española; ciertamente, Hernán Cortés no entendería hasta
mucho después hasta qué punto había sido crucial para su causa. En
uno de los buques de Narváez enviados por Diego deVelázquez para
capturar o matar a Cortés, viajaba un porteador africano, Francisco
de Eguía, que sufría la viruela y que introdujo la enfermedad en
Nueva España." Sin proponérselo,Eguía «infectó a los moradores de
la casa de Cempoala en la que se encontraba alojado; la enfermedad
se propagó de indígena en indígena y estos, al ser tan numerosos y
comer y dormir juntos, infectaron rápidamente a toda la nación».12A

234
I A .C U A N l l l’RA-

tíñales de octubre de 1520 la epidemia llegó aTenochtidán; mientras


se afanaban en limpiar los templos y borrar de las pirámides las hue­
llas de la presencia española, los habitantes de la capital empezaron a
caer enfermos, aquejados de misteriosos y espantosos síntomas.
El aspecto de los afectados por la enfermedad era grotesco; te­
nían la cara y el cuerpo recubiertos de pústulas y ronchas abrasado­
ras, y en el caso de algunos las ampollas de la cara eran tan abultadas
que los dejaban ciegos. La inexplicable epidemia aterrorizó y parali­
zó a la población del distrito lacustre. Los aztecas seguirían recordan­
do mucho después la epidemia y sus síntomas: «Se difundió entre
nosotros una gran peste, una enfermedad general ... Sobre nosotros
se extendió: gran destruidora de gente. Algunos bien los cubrió, por
todas partes [de su cuerpo] se extendió. En la cara, en la cabeza, en
el pecho. Era muy destructora enfermedad. Muchas gentes murieron
de ella. Ya nadie podía andar, no más estaban acostados, tendidos en
su cama. N o podía nadie moverse, no podía volver el cuello, no po­
día hacer movimientos de cuerpo; no podía acostarse cara abajo, ni
acostarse sobre la espalda, ni moverse de un lado a otro.Y cuando se
movían algo, daban de gritos».13
Las enfermedades cutáneas no eran algo que los aztecas descono­
cieran por completo, y de hecho las consideraban un castigo del dios
Tezcatlipoca. Sin embargo, nunca antes habían sufrido una epidemia
de esas proporciones, lo cual explica en parte por qué los soldados
aztecas fueron incapaces de dar caza y liquidar a Cortés. Moría tal
cantidad de gente que se puso fin incluso a las incineraciones. Los
cadáveres eran arrojados a los canales o transportados en canoa hasta
el centro de la laguna y, una vez allí, lanzados al agua sin ceremonia
o ritual alguno.14 Las mujeres se pusieron demasiado enfermas como
para moler el maíz, de modo que se produjo una seria carestía de
alimentos. Durante setenta días — período que coincidió precisa­
mente con la convalecencia de Cortés en Tlaxcala y Tepeaca— la
población estuvo demasiado indispuesta como para funcionar ade­
cuadamente. También el recientemente entronizado Cuitláhuac con­
trajo la enfermedad.
Los aztecas intentaron combatir la epidemia como mejor pudie­
ron. Los médicos trataron las terribles llagas recurriendo a viejos

235
C O N Q U IS T A D O R

remedios y empleando sus vastos conocimientos sobre las propieda­


des curativas de ciertas plantas y animales. Esparcían finos polvos de
obsidiana sobre las heridas de los enfermos y luego las cubrían con
emplastos, introducían piedras especiales — llamadas eztetls— en los
orificios nasales de los enfermos para detener las hemorragias y lo
intentaban con plantas como la zarzaparrilla y la jalapa e incluso con
escarabajos aplastados, pero nada podía poner remedio al azote de la
viruela, contra la que los pueblos indígenas de México no estaban
inmunizados.15 La mayoría de los remedios simplemente fueron un
fiasco, pero hubo uno, el de los baños comunitarios, que contribuyó
por el contrario a extender la epidemia. Los baños rituales y terapéu­
ticos eran una práctica cotidiana muy extendida entre los aztecas, y
eran usados para la higiene personal pero también para tratar las en­
fermedades. Desafortunadamente, una de las técnicas medicinales
más comunes, la de los baños de vapor o temazcalli, fue decisiva en la
propagación de la viruela.
El usuario de los temazcalli entraba por una pequeña puerta en
una estancia cubierta por una cúpula de piedra y caldeada mediante
estufas de leña. A continuación arrojaba agua sobre las paredes pre­
viamente calentadas y «se hallaba entonces rodeado de vapor y se
restregaba enérgicamente con hierbas. Con frecuencia lo acompaña­
ba otra persona, sobre todo si se trataba de un enfermo, que lo fric­
cionaba, tras lo cual el usuario se extendía sobre una estera para dejar
que el baño hiciera efecto».16 El hecho de manosear las llagas abier­
tas, compartir el agua infectada y respirar el viciado aire de los baños
comunitarios ayudaba a transmitir el virus, de modo que la «gran
lepra» no tardó en causar estragos en la enorme metrópolis deTenoch-
tidán y en el resto del imperio azteca.
Infinidad de guerreros aztecas fallecieron a causa de la enferme­
dad, y muchos de los que lograron sobrevivir quedaron en un estado
deplorable, «minusválidos y paralíticos»17 y, en algunos casos, ciegos
de por vida. En menos de tres meses, las ciudades estuvieron llenas a
rebosar de cadáveres, y en algunas la viruela acabó con más de la
mitad de la población. Los aztecas deambulaban por las calles aturdi­
dos por la enfermedad, preguntándose una vez más por qué sus dio­
ses los habían abandonado, por qué estaban siendo castigados. Com o

236
[ A .(¡R A N I l'l'R A .

las crónicas aztecas recordarían con tristeza: «Muchos murieron de


ella, pero muchos solamente de hambre murieron: hubo muertos
por el hambre: ya nadie tenía cuidado de nadie, nadie de otros se
preocupaba».*18 El cronista Francisco de Aguilar, testigo presencial
de los hechos, señaló la ironía cósmica de la coincidencia al observar
que «justamente con esto fue nuestro Dios servido, estando los cris­
tianos harto fatigados de la guerra, de enviarles viruelas [a los mexi-
canos|».19
La epidemia no solo diezmó físicamente a los aztecas, sino que
también los hundió desde el punto de vista psicológico. La mayoría
de los españoles, al haber estado expuestos a la enfermedad durante
la infancia, eran inmunes a los efectos de la viruela, cosa que los hizo
parecer más poderosos aún, incluso superhombres; sin duda fue algo
que contribuyó a resucitar la idea, sopesada ya por el difunto M oc­
tezuma, de que los españoles no eran simples mortales sino dioses.20

La catastrófica «gran lepra» castigó por igual a amigos y enemigos, y


a finales de diciembre de 1520 se había llevado por delante no solo a
Cuitláhuac, el emperador azteca, sino también a Maxixcatzin, el ca­
cique tlaxcalteca aliado de Cortés, así como a los reyes de Tacuba,
Chalco y Cholula y al principal dirigente de los tarascos. La muerte
de esos importantes líderes, en especial los de las ciudades-Estado del
altiplano central, proporcionó a Cortés una inesperada posición de
autoridad en la región. Se le pidió que propusiera sucesores para
aquellos que la viruela se había llevado por delante, y así fue como
pudo elegir al nuevo gobernante de Izúcar (uno de los sobrinos de
Moctezuma) y al nuevo rey de Cholula.21 Ambos dirigentes, con

* El número exacto de muertes como consecuencia de la viruela es imposible


de determinar, pero el impacto que la enfermedad tuvo sobre la población nativa
fue catastrófico. Algunas estimaciones señalan que en México murió la mitad de la
población, y, según varios estudios recientes, entre 1518 y principios del siglo xvu
perecieron hasta cien millones de indígenas de resultas de enfermedades de origen
europeo, lo que equivaldría a una quinta parte de la población mundial de la época.
Véase Charles C. Mann, 1491: New Revelations of the Ameritas Befóte Columbas,
Nueva York, 2005, p. 94.

237
CONQUISTADO!*.

buena disposición hacia Cortés — o al menos manejables— , contri­


buyeron a fortalecer mucho el creciente poder político del caudillo
español en toda la región.

Mientras los aztecas seguían muriendo por millares, Cortés seguía


fortaleciendo su posición en Segura de la Frontera y observaba cómo
sus soldados recuperaban las fuerzas con el paso de los días. Decidió
aprovechar la oportunidad — y la seguridad que ofrecía la plaza fuer­
te en lo alto de la colina— para atender algunos asuntos legales y
diplomáticos cruciales. Redactó una serie de documentos jurídicos
para justificar las acciones que había emprendido y las decisiones que
había tomado durante la expedición y para subrayar que seguía es­
forzándose en obtener oro para la Corona. Cortés informó a España
de queVelázquez y Narváez habían supuesto serios impedimentos a
su progreso, lo cual le había costado tiempo, dinero y vidas, y explicó
qué motivos lo habían empujado a apropiarse de los barcos, las armas
y los hombres de Narváez.22 Consciente de que en el futuro tendría
que responder de sus actos, Cortés sentó las bases de su defensa por
medio de esa correspondencia. Uno de dichos documentos, firmado
por más de quinientos de sus hombres, confirmaba que todo el ejér­
cito creía en la empresa de conquista y ratificaba a Cortés en los
cargos de capitán general y justicia mayor de Villa Rica.23
Cortés concluyó la segunda de sus famosas cartas al rey de Espa­
ña (por entonces convertido también en emperador Carlos V del
Sacro Imperio Rom ano Germánico y en rey de Alemania) ponién­
dolo al corriente de lo ocurrido desde que partieran de Vera Cruz y
de la situación en que se encontraban en esos momentos. En ella
admitía haber perdido temporalmente Tenochtidán pero, con su bra­
vuconería habitual, apuntaba que se trataba de un revés sin apenas
importancia: «Viniendo esta ayuda y socorro pienso volver sobre
aquella grand cibdad y su tierra. Y creo, como ya aVuestra Majestad
he dicho, que en muy breve tornará al estado en que antes yo la tenía
y se restaurarán las pérdidas pasadas».24 Tras estas palabras llenas de
optimismo, Cortés, señalando las enormes similitudes existentes en­
tre España y México, osaba proponerle al emperador que bautizara

238
A -(¡K A N l.l l’RA-

formalmente las tierras recién descubiertas como «Nueva España del


Mar Océano»,25 y añadía que ya lo había estado haciendo así en su
nombre y honor. Cortés finalizaba la misiva manifestando su espe­
ranza en que se enviara un emisario legal de toda confianza que hi­
ciera «inquisición y pesquisa»26 de sus asuntos a fin de determinar su
plena legitimidad. Si bien la carta estaba fechada el 30 de octubre de
1520, no sería enviada a España — ya fuera por un retraso fruto del
mal tiempo, como Cortés aseguraba, o bien por motivos políticos—
hasta el mes de marzo del siguiente año.
Aunque su ejército se había visto muy reforzado por la reciente
llegada de los navios, Cortés decidió enviar cuatro barcos a las islas
para que se aprovisionaran de más armas, munición, caballos y hom­
bres, y para que recabaran apoyo político. A uno de los capitanes le
encomendó navegar hasta Jamaica para comprar yeguas, y a otro lo
mandó a Santo Domingo para adquirir caballos y para rogarle a la
Real Audiencia que apoyara la causa de Cortés o que al menos no la obs­
taculizara.27 Los animales, la munición y el resto del equipo serían
pagados con lingotes de oro, que Cortés había reservado a este fin.
Algunos de los últimos hombres de Narváez que quedaban con
vida reiteraron su deseo de volver a las islas, a lo que Cortés, inteli­
gentemente, accedió, pues se libraba así de unos capitanes potencial­
mente rebeldes. Entre ellos se encontraba su amigo y socio Andrés
de Duero, de quien Cortés esperaba que, con el paso del tiempo,
pudiera bajarle los humos a Velázquez y ejerciera como una especie
de intermediario entre ellos. Cortés le dio a Duero una carta para su
esposa, Catalina Suárez Marcaida Cortés, y otra para su cuñado, Juan
Suárez, a los cuales también les envió algunos lingotes de oro y algu­
nas joyas preciosas que había conservado personalmente del tesoro
de Moctezuma.28
Cortés se reunió con Gonzalo de Sandoval y decidió que las
poblaciones de Jalacingo y Zautla, ubicadas al nordeste, en la ruta
que llevaba a Vera Cruz, debían ser sometidas como se había hecho
con Tepeaca. Sandoval partió de Segura de la Frontera con doscien­
tos soldados, veinte jinetes, doce ballesteros y un número considera­
ble de guerreros tlaxcaltecas. Tras permanecer un mes fuera, regresó
habiendo tomado las dos poblaciones y sin que los españoles hubie-

239
C O N Q U IS 1 A i x m

ran sufrido una sola baja (si bien ocho habían resultado gravemente
heridos y tres caballos habían muerto). Sandoval trajo de vuelta dos
sillas de montar y varias bridas de las que los nativos se habían apro­
piado y que habían ofrecido a sus ídolos, así como «una buena presa
de mujeres y muchachos, que echaron el hierro por esclavos».29
Estos indígenas, al igual que los esclavos capturados y herrados
tras la breve pero brutal campaña de Tepeaca, fueron distribuidos
entre los soldados españoles. Con todo, estos manifestaron su des­
contento porque, a su juicio, las esclavas más hermosas siempre aca­
baban en manos de los capitanes y ellos solo recibían las mujeres
mayores y más feas; a consecuencia de ello se produjeron acaloradas
discusiones.30 Cortés decidió solventar el problema subastando a las
mujeres; los soldados pagarían más dinero por las esclavas que más les
gustaran y menos por las que fueran mayores o por las que conside­
raran menos atractivas. Cortés pensó que, así, sus hombres no ten­
drían motivos para quejarse.
Una vez resueltos todos los asuntos que tenía pendientes en Se­
gura de la Frontera, el 13 de diciembre de 1520 Cortés se preparó
para partir hacia Tlaxcala, donde tenía previsto pasar las Navidades,
comprobar cómo andaba el proyecto de construcción de los bergan­
tines y ultimar los planes para la reconquista de Tenochtidán. Antes
de partir, Cortés puso al mando de la fortaleza de Segura de la Fron­
tera al comandante de artillería Francisco Orozco junto con unos
sesenta hombres, veinte de los cuales estaban todavía demasiado dé­
biles para reanudar la marcha.31 Orozco también debía vigilar y man­
tener limpios de fuerzas hostiles los caminos y desfiladeros próximos
a la ciudad.
Cortés se marchó el 13 de diciembre, al frente de veinte jinetes.
El pequeño cuerpo de caballería cabalgaría en dirección a Tlaxcala
pasando antes por Cholula, donde Cortés tenía la intención de afian­
zar su alianza con los cholultecas, mientras que los soldados de infan­
tería, a las órdenes de Diego de Ordaz, se encaminarían directamen­
te a Tlaxcala. Cortés llegó a Cholula y fue recibido por los nobles de
la localidad, que recordaban muy bien su ira y deseaban apaciguarlo.
Como muchos de los principales señores habían fallecido a causa de
la viruela, le pidieron que los ayudara a elegir nuevos dirigentes, tarea

240
i a .<; k a n i h.I'r a .

que Cortés cumplió gustosamente.32 El capitán general permaneció


allí tres días ocupado con los nombramientos, antes de seguir camino
a Tlaxcala.
La satisfacción de Cortés por llegar a los dominios de sus princi­
pales aliados se vio empañada por la noticia de que su querido amigo
y crucial aliado Maxixcatzin había fallecido a causa de la viruela.
Cortés, profundamente afligido por su defunción, les pidió a sus
hombres y capitanes que, en señal de duelo, se pusieran mantos ne­
gros, cosa que la mayoría hicieron. Los demás caciques y ancianos
tlaxcaltecas, incluidos Xicotenga el Viejo y Chichimecatecle, le pi­
dieron que los ayudara a designar un sucesor. Cortés propuso nom­
brar al mayor de los hijos legítimos de Maxixcatzin, un chico de
apenas doce años de edad, y, en presencia de todos los nobles, el ca­
pitán general «lo armó caballero con la mano»,33 probablemente la
primera vez que se concedía semejante honor a un nativo america-
no.M Por mediación de la Malinche, Cortés lo instó a actuar del
mismo modo que su noble y honorable padre, a quien todos amaban
y respetaban. Por último, se bautizó tanto al muchacho como a Xi­
cotenga el Viejo y ambos se convirtieron en cristianos, según dice
Bernal Díaz del Castillo, «con grandes fiestas e regocijos de todo
Tezcuco [Tlaxcala]».35
Cortés se reunió seguidamente con el constructor de barcos
Martín López para evaluar sus progresos; al capitán general le alegró
descubrir que las cosas iban por buen camino. López y su equipo de
carpinteros habían completado buena parte de la tablazón de cubier­
ta y muchas de las cuadernas. Estaban basando el diseño de los barcos
en uno de los que se habían dejado enVera Cruz; el navio había sido
desguazado y, en una operación enormemente dificultosa, los por­
teadores daxcaltecas lo habían transportado pieza por pieza a través de
las montañas. En esos momentos López lo estaba usando a modo
de plantilla para construir los trece bergantines. Al ver que su gran­
dioso plan estaba tomando forma, Cortés se lanzó de nuevo a la ac­
ción. «Y luego proveí — le escribió al emperador Carlos V— de en­
viar a la villa de la Vera Cruz por todo el fierro y clavazón que
hobiese, y velas y jarcia y otras cosas necesarias para ellos. Y proveí,
porque no había pez, la hiciesen ciertos españoles en una sierra cerca

241
C O N Q U IS T A D O R

de allí.»36Todo este material había sido guardado tras barrenar uno de


los barcos, lo cual confirmaba lo previsor que había sido Cortés al
ordenar almacenarlo para cuando resultara necesario. Fueron preci­
sos un millar de porteadores daxcaltecas para transportarlo a través
de las montañas y llevarlo hasta Tlaxcala.
Desde el mes de septiembre anterior, Martín López, su equipo
de carpinteros y numerosos ayudantes tlaxcaltecas habían estado tra­
bajando en los frondosos bosques de la falda occidental del Matlal-
cueitl. Allí, López y sus hábiles carpinteros recorrieron la espesura en
busca de los mejores robles y encinas y luego los talaron y serraron
hasta convertirlos en cuadernas y tablas. A continuación, los tlaxcal­
tecas transportaron la madera a lo largo de los veinticinco o treinta
kilómetros de ondulante monte bajo que había hasta Tlaxcala y, una
vez allí, la apilaron y ordenaron con vistas a su posterior tratamiento.
Era solo el primer paso de la tarea más ambiciosa de toda la campaña,
y constituye aún una de las mayores operaciones navales en tierra
jamás llevadas a cabo en la historia bélica.
Desde su precipitada huida de Tenochtitlán, Cortés había decidi­
do que los bergantines constituían la clave de toda la conquista. Sin
embargo, la tarea era tan audaz que resultaba casi incomprensible.
Martín López, que por entonces ya se había involucrado económi­
camente en el proyecto, creía que podía llevarse a término, y a ese fin
«trabajó duro en todo lo relacionado con la construcción de los ber­
gantines, todo el día, a menudo después de anochecer y antes del
amanecer con la ayuda de velas, trabajando él mismo, dirigiendo y
animando a otros trabajadores, con el celo de alguien que compren­
día lo urgente del caso».37
El gran plan consistía en transportar las cuadernas y tablas desde
las montañas hasta Tlaxcala para trabajarlas y terminarlas allí, sin que
los aztecas lo supieran, afilándolas, secándolas y dándoles forma. Se­
guidamente, las embarcaciones serían ensambladas en un astillero
improvisado ubicado a orillas del río Zahuapan, que López inundaría
para garantizar un calado suficiente. Los navios, que tendrían entre
doce y quince metros de eslora, serían sometidos a prueba para veri­
ficar que no tenían vías de agua y luego serían desmontados. A con­
tinuación, cuando Cortés así lo ordenara, serían transportados a lo

242
1 A .(¡R A N I FRRA.

largo de unos ochenta kilómetros a través de las montañas hasta el


valle de México, a Texcoco, donde, si todo iba según lo previsto, se­
rían nuevamente montados. Entonces, bajo la supervisión de López,
un ejército de trabajadores tlaxcaltecas abrirían un canal de un kiló­
metro y medio de largo, tres metros y medio de ancho y otros tres y
medio de profundidad, a fin de que pudieran botar la flota de ber­
gantines a una distancia prudencial de Tenochtidán.
El plan era demasiado ambicioso (algunos dirán incluso que era
una locura). N o obstante, como fueron unas Navidades frías y claras
en el altiplano mexicano, era el plan maestro de Hernán Cortés. Su
visión para la reocupación y reconquista del imperio azteca depen­
día de unos maderos arrancados de la falda de un volcán inactivo.
17

Regreso al valle de México

Mientras Cortés ultimaba sus planes para regresar al valle de México,


los aztecas se hallaban sumidos en la confusión y el desespero. El 4 de
diciembre de 1520, el nuevo rey y señor de la guerra Cuitláhuac
falleció de viruela tras unos días de agonía, dejando de nuevo vacío
el trono azteca. La gente que a duras penas había sobrevivido a tres
meses de epidemia lloró la muerte del efímero gobernante rezando
y haciendo sacrificios, pero apenas dispuso de tiempo para rendirle
tributo como se merecía, pues todavía estaba atareada deshaciéndose
de los cadáveres de los muertos por viruela. Los aztecas le dedicaron
una larga oración, un ensalmo, como parte de las deliberaciones en­
caminadas a elegir a su sucesor. «¿Quién ordenará y dispondrá las
cosas necesarias al bien del pueblo, señorío y reino? — imploraban
los sacerdotes al cielo— . ¿Quién elegirá a los jueces particulares, que
tengan carga de la gente baja por los barrios? ¿Quién mandará tocar
el tambor y el pífano para juntar gente para la guerra? ¿Y quién reu­
nirá y acaudillará a los soldados viejos y hombres diestros en la
pelea?»1 Estas preguntas mantendrían en vilo al imperio por espacio
de dos meses, durante los cuales los aztecas vivieron sin gobernante.
La elección recayó finalmente en el príncipe Cuauhtémoc,* so­
brino de Moctezuma y de Cuitláhuac e hijo del rey Ahuitzod, el
octavo emperador de los aztecas. La designación tenía pleno sentido
habida cuenta de la situación terrible en que se encontraban el valle
de México y el fracturado sistema imperial. Cuauhtémoc era un
guerrero nato y, como devoto fervoroso de Huitzilopochtli, se opo­
nía de plano a realizar concesiones al cristianismo. No cabe duda de

* Cuauhtémoc no sería coronado formalmente undécimo (y último) rey az­


teca hasta febrero de 1521.

244
RK CRIiSO A l VAI I I DI- M É X IC O

que su parentesco imperial desempeñó también un papel importan­


te en su elección.
Cuauhtémoc había sido uno de los cautelosos dirigentes que al
principio se habían opuesto a enfrentarse con los españoles, pero de
eso hacía ya mucho; de hecho, había liderado los intentos de tomar
al asalto el palacio de Axayácatl y había gritado contra el debilitado y,
a su juicio, patético Moctezuma cuando el emperador títere se había
asomado a la azotea del palacio para intentar calmar a la muchedum­
bre. Una líjente indígena afirma que Cuauhtémoc había lanzado la
piedra que había herido de muerte a Moctezuma.2 Era joven, fuerte
y pugnaz; Bernal Díaz del Castillo dijo de él que «era mancebo y
muy gentil hombre para ser indio ... que era de obra de veinticinco
o veintiséis años».2 Se había distinguido en las batallas libradas en la
capital y, una vez instalado en el poder, tomó rápidamente el control
de la situación, enviando espías y corredores para que lo informa­
ran de los movimientos de las tropas de Cortés y del estado en que
se encontraban.4
Cuauhtémoc poseía mucha formación militar pero también era
consciente, ahora más que nunca, de la importancia que revestían los
aliados y la diplomacia. Al examinar las defensas de la ciudad llegó a
la conclusión de que, si bien antes de morir Cuidáhuac había hecho
un trabajo decente en lo tocante a su reforzamiento, quedaba aún
mucho por hacer. Cuauhtémoc ordenó apuntalar las altas murallas
de Tenochtidán para impedir el paso de la caballería, abrir cavidades
en las que ocultarse y fabricar armamento nuevo, incluida la adapta­
ción de las lanzas arrebatadas a los españoles para empalar con ellas a
los caballos enemigos y derribar a los jinetes.5 Cuauhtémoc, recu­
rriendo a los pocos nobles con poder que tenía aún a su disposición,
envió embajadores a todas las ciudades-Estado de la laguna y del
valle de México para convencerlas de que se unieran a sus hermanos
aztecas en la lucha contra los españoles, que probablemente no tar­
darían en volver. El emperador azteca trató de ganárselas por medio
de regalos generosos, y algunas, atraídas por la promesa de que paga­
rían menos tributos, se dejaron persuadir. Hubo caciques que al
principio se mostraron dispuestos a colaborar, aunque después ofre­
cieron un apoyo escaso o nulo; otros, al tanto de la destrucción y la

245
C O N Q U IS T A D O R

esclavización sufridas por Tepeaca, Zautla y Jalacingo, temían dema­


siado a Cortés, y unos terceros sentían tanta animadversión contra
los aztecas que a Cuauhtémoc iba a resultarle muy difícil sellar una
alianza con ellos.

El 28 de diciembre de 1520, en las montañas de Tlaxcala, Hernán


Cortés pasó revista a sus tropas y se preparó para descender al valle
de México. Aunque los soldados tenían buen aspecto, a Cortés le
preocupaba la poca pólvora de que disponían y albergaba la esperan­
za de que no tardaran en llegar refuerzos de la costa. Disponía de
nueve eficaces cañones de campaña. De los quinientos cincuenta
soldados de infantería con que contaba, ochenta eran diestros balles­
teros y arcabuceros, y a ellos cabía añadir cuarenta jinetes listos para
entrar en combate. Cortés dividió la caballería en cuatro escuadrones
de diez jinetes cada uno y a la infantería en nueve unidades integra­
das por sesenta soldados cada una. El pequeño ejército español, recu­
perado de sus heridas, había permanecido activo y entrenándose du­
rante los últimos meses y parecía listo para entrar en acción.6
Cortés contaba también con un fuerte apoyo de sus aliados, y el
recientemente bautizado Xicotenga el Viejo (al que los españoles lla­
maban ahora don Lorenzo de Vargas) le ofreció ochenta mil guerreros
tlaxcaltecas. Consciente de que alimentar a tamaño ejército sería
prácticamente imposible, el caudillo extremeño decidió llevarse a
unos diez mil y dejar a los demás en Tlaxcala, por si los necesitaba más
adelante.7 Chichimecatecle comandaría el contingente tlaxcalteca.
Antes de partir, Cortés reunió a las fuerzas aliadas — los españoles
con sus relucientes y tintineantes armaduras, y los indígenas con sus
plumajes— en la plaza central de Tlaxcala. El capitán general, por
entonces más que versado en el arte de la oratoria, dirigió unas pa­
labras a sus hombres (a los daxcaltecas se las tradujeron la Malinche
y algunos pajes que habían aprendido el náhuatl) para recordarles la
misión que les esperaba (y, de paso, crear un precedente legal). Esta­
ban embarcándose en una causa «justa», les dijo Cortés, apelando al
mismo tiempo a su honor, su fe y su codicia. «La causa principal por
la que venimos a estos lugares — vociferó— es por ensalzar y predi-

246
R IX iR l'S O Al V A IIli DI-, M ÍíX ICO

car la fe de Cristo, aunque juntamente con ella nos viene honra y


provecho, que pocas veces caben en un saco.»8
Cortés trató a continuación de justificar, tanto a la Corona como
de acuerdo con las leyes españolas, las acciones militares que se pro­
ponía llevar a término señalando que los aztecas no eran una nación
libre sino vasallos de los españoles que se habían rebelado, asesinos de
súbditos españoles que, por consiguiente, merecían «un gran azote y
castigo».*9 Aunque se trataba de un argumento endeble y bastante
discutible, surtió el efecto deseado: los soldados prorrumpieron en
vítores y ovaciones. Cortés finalizó esa parte de su discurso con una
puntualización en la que aludía a las abyectas prácticas de los aztecas
— el sacrificio de humanos, el canibalismo y la sodomía, en este úl­
timo caso una apelación contra un tabú— , y después mandó llamar
a un pregonero para que leyera en voz alta una lista de diecisiete
reglas de batalla, redactadas poco antes por su nuevo secretario de la
guerra. Habida cuenta de la brutalidad y la doblez de los españoles,
la ironía de que hacían gala algunas de ellas es tan manifiesta que, al
leerlas, uno no sabe si reír o llorar.10
Entre los principales puntos de esta lista, que Cortés llamaba
«ordenanzas para la buena orden y cosas tocantes a la guerra»,11 había
dos en virtud de los cuales la guerra tenía por objetivo dar a los na­
turales de México «conocimiento de Dios y de su santa fe católica»
y «después por los sojuzgar e supeditar debajo del yugo e dominio
imperial e real de Su Sacra Majestad, a quien jurídicamente el seño­
río de todas estas partes pertenece».12 Los términos sojuzgar, señorío y
pertenece ponen al descubierto las verdaderas intenciones de Cortés:
conquistar y tomar posesión de esas tierras.
Seguían a continuación una serie de preceptos involuntariamen­
te cómicos, al estilo de los mandamientos bíblicos, reproducidos su-

* Al tildar a los aztecas de «vasallos en rebeldía», Cortés estaba refiriéndose


directamente a la primera conversación —ahora célebre— que había mantenido
con Moctezuma, en la que el capitán general, muy oportunamente, había interpre­
tado que el emperador azteca estaba donando su imperio a España a través de
Hernán Cortés. Era una diplomacia endemoniadamente sagaz por parte de Cortés;
las «justificaciones» para entablar batalla contra los nativos fueron posteriormente
incorporadas a las Siete partidas, el código normativo español.

247
C O N Q U IS T A D O R

cultamente por Francisco López de Gomara, el secretario de Cortés:


«Que nadie blasfeme el santo nombre de Dios; que no riñese un
español con otro; que no se jugasen las armas ni el caballo; que no
forzasen a las mujeres; que nadie cogiese ropa ni cautivase indios, ni
hiciese correrías, ni saquease sin licencia suya y acuerdo del cabildo».
La última disposición, «sin licencia suya», es la más tristemente llama­
tiva, al sugerir que, en última instancia, Cortés podía hacer lo que le
viniera en gana, como había quedado demostrado en la reciente
campaña deTepeaca. La norma relativa al juego también incluía una
curiosa disposición sobre los juegos de naipes, «bajo ciertos lími­
tes»,13 que incluían los aposentos privados de Cortés.
Muchas de las normas tenían por objetivo mantener una disci­
plina militar estricta, y los actos de desobediencia — desertar durante
la batalla, abandonar el puesto y quedarse dormido durante las guar­
dias— podrían ser castigados con la pena de muerte. Por otra parte,
no cabe duda de que la actuación de Alvarado durante la fiesta de
Tóxcatl inspiró en parte una que prohibía a los capitanes atacar al
enemigo sin antes haber recibido la orden de hacerlo; Cortés había
visto claramente las consecuencias nefastas de semejante acción. La
última disposición, también punible cotí el ahorcamiento, prohibía
«a todo oficial o soldado guardas para su propio uso ninguna parte
del botín, ya fuera oro, plata o piedras preciosas, ya plumajes, telas,
esclavos o cualquier otra cosa».14 Está claro que Cortés tenía en men­
te el quinto real y el suyo propio cuando la redactó.
Una vez que todos hubieron oído estas proclamas, Cortés le pi­
dió a la Malinche que transmitiera una serie de órdenes especiales a
los dirigentes, guerreros y trabajadores indígenas que iban a quedar­
se en Tlaxcala. Les dijo que al día siguiente partiría para enfrentarse
al enemigo y que «la cibdad de [Tenochdtlán| no se podía ganar sin
aquellos bergantines que allí se estaban faciendo». Asimismo, les pi­
dió que «a los maestros |carpinteros] y a los otros españoles que allí
dejaba les diesen lo que hobiesen menester»,15 a fin de que los navios
estuvieran terminados lo más pronto posible. Cuando llegara el mo­
mento oportuno, los porteadores deberían transportar las tablas, cua­
dernas y aparejos a través de las montañas, así que lo mejor era que
estuvieran preparados.

248
iuí<;r i :so ai vai.i i; i >t- mí:xic:o

'I ras mantener una última reunión con Martín López para perfi­
lar los últimos detalles de la construcción de los bergantines, Cortés
condujo a sus soldados y a los diez mil guerreros tlaxcaltecas hacia
el oeste, en dirección al paso situado en el nacimiento del río Atoyac
(el actual río Frío). Empezaba a anochecer cuando llegaron aTexme-
lucan, un pueblo bajo control tlaxcalteca. Cortés eligió ese paso (si­
tuado al norte de la ruta que habían seguido al principio de la expe­
dición, llamado hoy en día Paso de Cortés, pero al sur del camino
que habían tomado tras huir de Tenochtitlán) porque era más remo­
to y abrupto que los otros y, por tanto, probablemente más seguro. Al
día siguiente, las tropas iniciaron el ascenso hacia el desfiladero; en­
vuelta en la niebla, la escarpada cadena montañosa se alzaba majes­
tuosa frente a ellos. Ubicado unos kilómetros al norte, pudieron ver
el nevado pico del volcán Iztaccíhuatl recortándose contra el cielo.
El pedregoso sendero se estrechaba y serpenteaba hacia arriba.
Los porteadores tiraban de la pesada artillería. La falda de la montaña
era escabrosa y estaba repleta de zarzas y pequeños pinos; las ramas
de los árboles derribadas por el viento dificultaban enormemente el
paso. Cortés y sus hombres acamparon esa noche cerca de la cota
más alta del desfiladero, a más de tres mil quinientos metros de alti­
tud, y se acurrucaron en torno a las fogatas. Los centinelas y explo­
radores daban pisotones en el suelo y movían continuamente los
brazos para no quedarse congelados. «Aunque hacía grandísimo frío
en él — recordaría Cortés— con la mucha leña que había nos reme­
diamos aquella noche.»16
Con las primeras luces del día, las tropas oyeron misa en medio de
la helada matutina y luego reanudaron la marcha. Coronaron la cima
de la sierra y empezaron a bajar por un barranco terriblemente escar­
pado. Al ver que el camino se estrechaba y empinaba cada vez más,
Cortés decidió mandar por delante a cuatro jinetes para que lo ins­
peccionaran, seguidos de cerca por arcabuceros y ballesteros con las
armas preparadas. Se encontraban ahora en territorio azteca.A Cortés
le preocupó lo que sus hombres descubrieron; hallaron el camino
«cerrado de árboles y rama, y cortados y atravesados en él muy gran­
des y gruesos pinos y cipreses que parescía que entonces se acababan
de cortar».17Todo hacía presagiar que les habían tendido una embos-

249
C O N Q U IS T A D O ».

cada. Cortés y sus hombres siguieron adelante con suma precaución,


recorriendo con la mirada la falda de la montaña en busca de enemi­
gos y creyendo oír a cada paso los gritos de guerreros aztecas.
Pero no se produjo ningún ataque. Con grandes dificultades, los
hombres retiraron la maraña de ramas para que los caballos pudieran
pasar y, durante algunas horas llenas de incertidumbre, la expuesta
caravana descendió lentamente por la falda de la montaña, observada
desde las alturas por aves de rapiña que planeaban sobre sus cabezas.
Finalmente, el sendero se ensanchó y desembocó en una llanura alu­
vial. Cortés ordenó a sus jinetes que se detuvieran y que las tropas
que cerraban la formación aceleraran la marcha. El inmenso valle de
México, con sus encaladas ciudades flotando sobre las aguas y sus
plantaciones de maíz y maguey bordeando las lagunas, se desplegó
nuevamente ante él. N o obstante, hubo algo que enturbió la bucóli­
ca imagen: «Como ya los enemigos nos sintieron comenzaron de
improviso a hacer muchas y grandes ahumadas por toda la tierra».18
Cortés ordenó a sus hombres que permanecieran organizados en
formación cerrada y los conminó a «no volver atrás sin ganar prime­
ro a México o perder las vidas».19
El camino volvía a empinarse y a estrecharse para dar paso a un
sendero pedregoso y recubierto de maleza donde un deteriorado y
estrecho puente de madera cruzaba una profunda quebrada y un
estruendoso salto de agua. Al otro lado del puente, esperando a los
españoles, había «un buen escuadrón de gente, guerreros de México
y de Tezcuco».20 Preocupado pero impávido, Cortés envió a quince
jinetes, que galoparon con las lanzas en ristre, alancearon a los gue­
rreros y los obligaron a dispersarse hacia las colinas. Una vez que el
camino estuvo libre, Cortés condujo en formación a sus unidades
montaña abajo. Los moradores de las granjas, muchos de ellos enca­
ramados en lo alto de las paredes de las quebradas, proferían insultos
y obscenidades. A pesar de las recientes «ordenanzas» dictadas por
Cortés, algunos tlaxcaltecas enfurecidos abandonaron las filas para
entrar en las granjas y robar gallinas y maíz. Cuando los oficiales los
reprendieron, los guerreros nativos respondieron que los insultos y
gritos eran hostiles y que su acción estaba plenamente justificada.
Se internaron en el valle y esa noche acamparon en Coatepec,

250
KECRIÍSO Al. VAI I i: DE M EX ICO

una aldea tributaria deTexcoco que encontraron abandonada. Preo­


cupado por la posibilidad de sufrir un ataque nocturno, Cortés tomó
a diez jinetes y se puso al frente de la primera guardia, recordándo­
les a todos sus hombres que durmieran con la armadura puesta y las
armas agarradas sobre el pecho. N o obstante, esa noche, en lugar
de un ataque, Cortés recibió la visita de Ixtlilxóchitl, el hermano de
Cacama (a quien Cortés había ordenado asesinar) y de Coanacoch-
tzin, el por entonces rey de Texcoco. Ixtlilxóchitl le regaló a Cortés
una cadena de la paz de oro y le prometió solemnemente luchar al
lado de los españoles contra los aztecas e incluso marchar junto a
Cortés en vanguardia como muestra de su lealtad. Iba a luchar contra
su hermano, su rival, cuyo ascenso al trono de Texcoco había estado
rodeado por la controversia. Cortés aceptó gustoso tanto el obsequio
como su apoyo, complacido por el inesperado regalo, puesto que
preparaba el terreno para su entrada libre en Texcoco, la ciudad más
importante de su grandioso plan militar.21
El último día de 1520, los expedicionarios se levantaron y mar­
charon en estricto orden durante cerca de diez kilómetros. Cortés y
sus capitanes examinaron el paisaje y debatieron la mejor forma de
aproximarse a Texcoco; rezaron para que estuviera en calma, aunque,
a tenor de la reciente recepción, esperaban que se produjeran com­
bates. Al poco rato, algunos de los exploradores de Cortés regresaron
al galope e informaron de que se habían encontrado con caciques
pacíficos que deseaban hablar con el capitán general de los españoles.
Aunque al principio sospechó que podía tratarse de un subterfugio,
Cortés se animó al ver que conocía a uno de los caciques, que se
acercó acompañado de otros seis, uno de ellos sosteniendo una pesa­
da bandera dorada en señal de paz. El líder de la delegación se dis­
culpó por la brusca recepción dispensada a Cortés y por las escara­
muzas que habían tenido lugar en los barrancos, y le aseguró que
esos ataques habían sido ordenados por Cuauhtémoc, que seguía
mostrándose hostil. Según dijeron, los portaestandartes venían en
nombre de su líder Coanacochtzin, que solo deseaba paz y amistad,
y que a la sazón estaba aguardando recibir a Cortés como un aliado
en Texcoco; les proporcionaría alojamiento en el palacio del difunto
rey Nezahuapilli y toda la comida que pudiera reunir.22

251
C O N QUISTA DOR

Por mediación de la Malinche y Aguilar, Cortés respondió que


aceptaba la oferta de paz pero señaló que no mucho tiempo atrás,
cerca de allí, muchos de sus hombres habían sido asesinados y que les
habían robado la mayor parte del tesoro que Moctezuma les había
dado. Dijo que, aunque era imposible devolver la vida a los muertos,
el tesoro sí que se lo podían devolver, y que si así lo hacían les perdo­
naría la vida. Los integrantes de la delegación murmuraron entre sí y
luego contestaron que cualquier tesoro confiscado era obra de los
aztecas de Tenochtidán. Aseguraron ser inocentes, pero dijeron que si
Cortés accedía a ir a los cuarteles preparados para él, hablarían con el
cacique de Texcoco y harían todo lo posible para recuperar el tesoro.
Cortés llegó al centro de Texcoco alrededor del mediodía del
31 de diciembre de 1520. En aquel entonces era la segunda ciudad
más poblada de la Triple Alianza, con entre veinticinco mil y treinta
mil habitantes, pero durante la marcha por los arrabales Cortés repa­
ró en que las calles estaban inusualmente tranquilas: «Me parecía que
no víamos la décima parte de la gente que solía haber en la dicha
cibdad ni tampoco veíamos mujeres ni niños, que era señal de poco
sosiego».23 Los pocos hombres que vieron parecían nerviosos, asusta­
dos y apelotonados, observando timoratamente la llegada de los es­
pañoles por las puertas entornadas. Cortés ordenó a algunos de sus
capitanes y soldados, entre ellos Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid
y Bernal Díaz, que subieran a lo alto de la pirámide más grande de
la ciudad (que era de hecho un poco más alta que el Templo Mayor
de Tenochtidán) para escrutar la zona e informar de lo que vieran.
Lo que vieron desde esa imponente atalaya explicaba por qué las
calles estaban vacías: la mayor parte de la población estaba huyendo
en canoas de la ciudad; entre ocho mil y diez mil personas estaban
remando furiosamente por las aguas de la laguna de Texcoco rumbo
al oeste, en dirección a la capital. Las calles y caminos que salían de
la ciudad por el norte y el oeste estaban atestados de gente, incluidos
miles de mujeres y niños que cargaban con sus pertenencias y se
encaminaban hacia la laguna, los bosques y las montañas. Toda la
población estaba huyendo en masa.
Incapaz de detener el éxodo. Cortés ordenó arrestar a Coanacoch-
tzin, pero este había sido uno de los primeros en huir, antes que su

252
lU ililtliS O Al VA1I.Ii DI: MfcXICO

pueblo. Estaba claro que se había aliado con Cuauhtémoc. Cortés


montó en cólera y, para descargar su ira, ordenó derribar los ídolos
de los templos, prender fuego a varios edificios y apresar a los texco-
canos que quedaban en la ciudad, incluidos niños y mujeres, a los
que se marcó con un hierro candente, se esclavizó y se vendió entre
los soldados españoles.24 Cortés no tardó en enterarse de que to ­
dos los caciques que se habían reunido con él en la llanura y que le
habían regalado los objetos de oro también se habían marchado a la
capital; así pues, aunque no lo habían atacado, lo habían engatusado
y, peor aún, él había caído en la trampa. Siendo como era un maestro
del engaño, debió de sentirse al menos un poco impresionado.
Cortés se alojó en las espaciosas habitaciones del palacio que le
habían preparado y evaluó la situación, que presentaba tanto proble­
mas como oportunidades. Por un lado, una ciudad desierta no era lo
más ideal, ya que, si bien no había encontrado resistencia y no había
sufrido una sola baja, no contaba con nadie que pudiera proporcio­
narles comida y servirlos. Por añadidura, la huida de los señores de la
ciudad significaba que el nuevo emperador de los aztecas, Cuauhté-
moc, contaba al menos con cierto apoyo en la zona; Cortés tendría
que poner a prueba las actitudes alrededor de la laguna — en Chalco
e Iztapalapa, situadas al sur, y en Tacuba, en el oeste— para averiguar
hasta dónde se extendía la influencia del emperador. En el lado po­
sitivo de la balanza estaba el hecho de que las evacuaciones lo habían
dejado con el control de Texcoco, que era lo que había planeado y
deseado desde el principio. Pese a todo, esas ciudades-Estado funcio­
naban solo con gobernantes visibles (ya fueran reales o simbólicos),
y en esos momentos el trono de Texcoco estaba vacante, con las con­
siguientes tensiones y dudas civiles.
Al tener experiencia reciente en esos asuntos, el laborioso Cortés
se imaginó que podría remediar el problema en beneficio propio. Al
parecer con el beneplácito de los pocos dignatarios texcocanos que
quedaban en la ciudad, propuso entronizar a un rey títere, un chico
llamado Tecocol. Curiosamente, Tecocol moriría al cabo de solo dos
meses (quizá a causa de la viruela, aunque parece ser que la epidemia
por entonces ya había menguado) y el puesto lo ocuparía Ixtlilxó-
chitl, el nuevo aliado de Cortés.25

253
C O N Q U IS T A D O R

Durante algunos días Texcoco siguió siendo una ciudad fantas­


ma. Cortés y sus hombres saquearon el palacio y las casas cercanas en
busca de comida tanto para ellos como para los diez mil tlaxcaltecas;
encontraron un poco pero no la suficiente, pues, al huir, la gente se
había llevado consigo la mayor parte de sus reservas. Mientras reco­
rrían la ciudad en busca de comida, Cortés y sus hombres se encon­
traron con una magnificencia que casi rivalizaba con la vecina Te-
nochtidán: había bellos jardines botánicos, un teatro público al aire
libre, una sala de conciertos, una cancha de juego, un zoo y un mer­
cado de grandes dimensiones (que estaba cerrado). Las casas de los
nobles eran inmaculados edificios de madera construidos sobre pilo­
nes de madera y provistos de terrazas con vistas a la laguna.26Aunque
la ciudad y sus alrededores impresionaron a Cortés, al cabo de unos
días empezó a desanimarse porque, sin las actividades comerciales de
una ciudad dinámica, no podía resistir mucho más tiempo y se vería
obligado a reconsiderar sus planes.
Al tercer día, los caciques de tres poblaciones cercanas tributarias
de los texcocanos — Tenango, Huexotla y Coatlinchan— visitaron a
Cortés. Admitieron haber participado en la evacuación de Texcoco y
de sus propias aldeas. Entre sollozos, le rogaron a Cortés que los per­
donara y le dijeron que se lo habían pensado y que querían someter­
se a la autoridad española. Cortés accedió a perdonarlos siempre y
cuando hicieran regresar a sus mujeres y niños a sus ciudades.27 Los
caciques aceptaron la condición y, a los pocos días, la gente empezó
a volver a las aldeas tributarias de los alrededores. Cuando se difun­
dió la noticia de que Texcoco tenía un nuevo gobernante, hubo otra
gente que también inició el viaje de regreso, en parte embargados
por la curiosidad de ver al nuevo jovencísimo rey, pero también por­
que preferían la comodidad de sus hogares a la vida en los bosques y
las colinas. Las ciudades estuvieron pronto funcionando de nuevo
con normalidad.
Se trató de un golpe político decisivo para Cortés, que ahora
contaba con una base militar en los palacios imperiales de Texcoco,
con puntos estratégicos situados en las terrazas y los templos que
dominaban la laguna y todo el valle de México. N o solo contaba con
el escenario perfecto para lanzar su ataque contra Tenochtitlán, sino

254
R E G R E SO AL VALLE l>E M EX ICO

que sus nuevos aliados reforzaron su creciente dominio político so­


bre el distrito lacustre, y su ocupación del palacio de Texcoco le
proporcionó una posición de autoridad de índole tanto simbólica
como real. Controlaba por completo una línea de suministro entre
Vera Cruz y la ribera del lago Texcoco pasando por Tlaxcala, y al
mismo tiempo estaba privando a Tenochtitlán de cruciales artículos
de la costa como el pescado de agua salada y las frutas tropicales, en
lo que constituía básicamente un embargo comercial.
Todo lo que quedaba por hacer era someter e incorporar a todos
los aliados díscolos y rezar por que el plan de los bergantines funcio­
nara. La enorme tarea de transportar los navios pieza a pieza por las
montañas estaba aún por hacer. N o estaba nada claro cuánto tiempo
requeriría, si es que funcionaba. Además, puede que en esos momen­
tos los aztecas estuvieran preparándose para lanzar un ataque masivo.
Los planes de Cortés se limitaban a una sola jugada, a una tirada del
patolli, el juego de dados azteca; pero Cortés recordaba haber ganado
a Moctezuma en ese juego, y ahora el jugador de Medellín estaba
listo para apostar una vez más.
18

La serpiente de madera

Durante el invierno y la primavera de 1521 se produjeron una serie


de movimientos y contramovimientos en el valle de México: Cortés
actuó para consolidar el vínculo con sus aliados al tiempo que Cuauh-
témoc trataba de socavarlos y reforzar los suyos. El emperador azteca,
enterado de que algunos de los tributarios texcocanos se habían alia­
do con el caudillo español, envió emisarios con la misión de subver­
tir los recientes acuerdos, pero el plan fracasó cuando los mensajeros
fueron capturados y llevados ante Cortés. El capitán general aprove­
chó la captura de los mensajeros para recabar información sobre la
situación en Tenochtitlán y para ponerse directamente en contacto
con el nuevo emperador, con quien Cortés esperaba poder negociar
e incluso convencer de que alcanzaran un acuerdo pacífico. Cortés
encargó a los prisioneros volver en canoa a la capital con una pro­
puesta de paz que contenía una advertencia implícita: los aztecas
debían ponerse bajo el vasallaje español o, de lo contrario, sus ciuda­
des serían sometidas a asedio y destruidas.
Cuando, pasada una semana, no se obtuvo respuesta alguna, Cor­
tés organizó una expedición de reconocimiento hacia Iztapalapa, un
importante bastión azteca situado a poco más de treinta kilómetros
al sur, a apenas dos días de marcha. El capitán general dividió al ejér­
cito: dejó a tres o cuatro mil tlaxcaltecas y a unos trescientos cin­
cuenta españoles en Texcoco, bajo el mando de Sandoval, y se puso
personalmente al frente de la fuerza de reconocimiento, integrada
por doscientos españoles y por unos siete mil guerreros y porteado­
res nativos, tanto tlaxcaltecas como texcocanos.1Cortés se llevó con­
sigo a los capitanes Andrés de Tapia y Cristóbal de Olid y a veinte
caciques de Texcoco, estos últimos a propuesta de Ixtlilxóchitl, que
se había convertido en un aliado fiel y crucial. Cortés se puso en

256
I.A SI R I'II N I I- DP. MADURA

marcha con un pequeño cuerpo de caballería compuesto por quince


o veinte jinetes y con un modesto pero avezado contingente de sol­
dados — diez arcabuceros y treinta ballesteros— , y se dirigió hacia el
sur, en dirección al sobresaliente istmo que separa las extensas lagu­
nas de Texcoco y Chalco en dos cuerpos distintos, uno de agua dul­
ce y el otro de agua salada. Había sido allí, en la vasta y bella ciudad
fluvial de Iztapalapa (casi dos terceras partes de sus casas estaban
construidas sobre pilares), donde Cortés y sus hombres habían per­
noctado antes de realizar su histórica entrada en Tenochtitlán a través
de la larga calzada de Iztapalapa, la vía de acceso a la capital situada
más al sur.2
Conforme avanzaba hacia el sur, Cortés observó columnas de
humo levantándose en la distancia; los habitantes de las poblaciones
que rodeaban la ciudad estaban señalando sus movimientos. Cuando
se aproximó a las afueras de la ciudad, vio guerreros aztecas congre­
gándose en los campos de cultivo y numerosas canoas de guerra
cruzando la laguna. Los aztecas atacaron organizados en pequeñas
partidas de guerrilleros, y Cortés tuvo que librar pequeños combates
a lo largo de los ocho kilómetros que había hasta la ciudad propia­
mente dicha. La mayoría de los aztecas se batieron entonces en reti­
rada, y cuando Cortés se dispuso a explorar la ciudad despoblada, se
produjo algo inesperado: bajo sus pies, el suelo se empezó a llenar de
agua. En una ingeniosa estratagema, los aztecas habían abierto las
compuertas del dique de Nezhualcoyotl para que el agua salada
inundara las tierras bajas. Su intención era ahogar a los españoles y a
sus aliados mientras ellos se retiraban a tierras más altas. Por lo visto,
esta era la respuesta del emperador Cuauhtémoc al reciente mensaje
de Cortés.
El plan a punto estuvo de surtir efecto. Los aztecas esperaban que
Cortés acampara en la ciudad y que acabara ahogándose esa misma
noche. Sin embargo, aconsejado por los caciques texcocanos, que
comprendieron lo que estaba sucediendo. Cortés se alejó rápida­
mente del lugar y se dirigió hacia tierras más elevadas matando a
cuanto guerrero azteca le salía al paso. «Les entramos fasta los meter
por el agua a las veces a los pechos y otras nadando», recordaría Cor­
tés.3 Los tlaxcaltecas, ardiendo en deseos de venganza, permanecie-

25 7
C(>NQUISI AIHIK

ron un rato en la ciudad para asesinar con impunidad a sus habitan­


tes. Cortés ordenó a sus hombres prender diego a muchas de las
casas, pero, en medio de la oscuridad reinante a causa del humo, se
percató de que buena parte de la ciudad estaba anegada y se vio
obligado a emprender la retirada. «Cuando llegué a aquella agua
— diría Cortés en sus cartas al emperador Carlos V— , había tanta y
corría con tanto ímpetu que la pasamos a volapié, y se ahogaron al­
gunos indios de nuestros amigos y se perdió todo el despojo que en
la cibdad se había tomado.»4 Cortés y todos los soldados españoles
salvo uno alcanzaron la orilla justo a tiempo; una o dos horas más allí,
y todos habrían perecido ahogados. Con todo, la mayor parte de la
pólvora se les mojó y tuvieron que abandonarla, y muchos tlaxcalte­
cas perdieron la vida.
Cortés y sus hombres tiritaron durante toda la noche, empapados
hasta los huesos y debilitados a causa del hambre. Al despertarse se
encontraron con hordas de aztecas alineados en canoas en la ribera
de la laguna, prestos para el combate. Gritando, bajaron de las embar­
caciones y se lanzaron al ataque, y Cortés ordenó realizar maniobras
defensivas y batirse en retirada hacia Texcoco. Aunque la incursión
no había transcurrido según lo planeado, podría haber acabado en
un desastre, así que Cortés se sintió afortunado de haber podido es­
capar. Los aztecas consideraron que se habían alzado con la victoria,
aunque buena parte de la ciudad había quedado inundada y envuel­
ta en llamas y sus habitantes, presas del pánico y la desesperación.
La noticia de la destrucción de Iztapalapa se propagó como un
reguero de pólvora por todo el valle y llegó hasta una población tan
lejana como Otumba. Mientras Cortés estaba en Texcoco planeando
incursiones al norte de la laguna, empezaron a llegar caciques de
todas partes para negociar un pacto. Los procedentes de Otumba se
disculparon por haber participado en esa famosa batalla (en la que
Cortés se había fracturado el cráneo) y culparon a los aztecas de ha­
berlos forzado a participar en ella. Cortés se mostró dispuesto a per­
donarlos a cambio de que, en adelante, los otomíes capturaran y
encarcelaran a todos los mensajeros y soldados aztecas que pasaran
por su territorio y se los entregaran. La comitiva más importante e
intrigante llegó en secreto procedente de la cercana ciudad de Chal-

258
A SI.IUMI'NTI. IH. MAIH.KA

co, una reticente plaza tuerte azteca situada en la ribera oriental de la


laguna de Chalco. Los mensajeros revelaron que, aunque deseaban
hacer las paces con Cortés, su situación era precaria y comprometida.
Cuauhtémoc había establecido un puesto militar dentro de la ciudad
y prácticamente los había obligado a apoyarlo. Los mensajeros dieron
a entender que, si Cortés lograba expulsar a los aztecas de Chalco, le
proporcionarían todo el apoyo que precisara.5
Cortés le encomendó a Sandoval la misión de dirigirse de inme­
diato a Chalco con un nutrido contingente y expulsar de allí a los
aztecas. Durante la marcha, pequeños escuadrones de guerreros azte­
cas acosaron la retaguardia pero causaron pocos daños, y Sandoval y
sus hombres llegaron sin mayores contratiempos a las afueras de Chal­
co. Allí los estaba esperando un formidable ejército desplegado en un
llano donde se cultivaba maíz y maguey. Los aztecas, que habían
aprendido de experiencias pasadas, habían adaptado algunas de sus
armas; por ejemplo, iban provistos de largas lanzas con afiladas puntas.
N o obstante, entablar combate con la caballería española en campo
abierto constituyó un serio error táctico.6 Sandoval y sus jinetes car­
garon contra los soldados de infantería aztecas, rompieron sus filas y
los obligaron a huir en desbandada, matando a muchos de ellos sin
que los españoles sufrieran apenas bajas. Ixtlilxóchitl lanzó una orga­
nizada ofensiva de las tropas indígenas aliadas que ayudó a Sandoval a
entrar en la ciudad, donde se hizo con el control de la plaza central y
obligó a los aztecas a abandonar sus acuartelamientos.7
Tras dejar un contingente de tlaxcaltecas para que vigilaran y
mantuvieran el control de Chalco, Sandoval regresó triunfante a
Texcoco con un botín de guerra especial: dos hijos del recientemen­
te fallecido señor de Chalco, que había muerto de viruela. Según
Bernal Díaz del Castillo, el difunto gobernante creía que «habían de
señorear [sus| tierras hombres que venían con barbas de hacia donde
sale el sol, y que por las cosas que han visto éramos nosotros».8 C or­
tés, muy satisfecho por la victoria obtenida en Chalco, decidió nom­
brar a uno de los hijos gobernante títere de Chalco y al otro, de dos
ciudades cercanas. La región, así com o la red de feudos vasallos
de Cortés, estaban empezando a encajar. En los últimos y fríos días de
enero, mientras los fuertes vientos invernales encrespaban las aguas

259
C O N Q U I S I ADOK

de las lagunas. Cortés volvió a encomendarle una misión a Sandoval,


en esta ocasión debía regresar a Tlaxcala para comprobar qué tal an­
daba la construcción de los bergantines.
Sandoval, al mando de una fuerza ligera y rápida, se encaminó
primero a Zultepec con la orden de castigar a todos los aztecas que
opusieran resistencia. El año anterior, cuarenta y cinco españoles ha­
bían sido asesinados allí, y Cortés, al estar la población situada en la
ruta que conducía a Tlaxcala, vio en la expedición de Sandoval una
oportunidad para vengarse. Sandoval cumplió las órdenes: expulsó a
un grupo de guerreros aztecas de la ciudad y tomó posesión de ella.
A continuación, algunos habitantes de Zultepec condujeron a San­
doval y sus capitanes hasta un templo abandonado situado en un
poblado vecino, donde el año anterior el contingente de cuarenta y
cinco soldados españoles, antiguos integrantes de la expedición de
Narváez que pasaban por allí con la intención de reunirse con las
tropas de Cortés, habían sufrido una emboscada mientras atravesaban
un estrecho barranco. Las paredes del templo estaban salpicadas de la
sangre de los españoles y, valiéndose de una navaja, uno de los solda­
dos había grabado un mensaje en una de ellas: «Aquí estuvo preso el
sin ventura de Juan deYuste, con otros muchos que traía en mi com­
pañía».9
El estremecedor mensaje a duras penas preparó a Sandoval para
lo que vio a continuación: la piel de cinco caballos desollados, esti­
rada y secándose al sol ante los ídolos; el pelo se conservaba en per­
fectas condiciones, mientras que los cascos y las herraduras estaban
expuestos a modo de ofrenda. Más horripilante aún, las armas y la
ropa de los hombres de Narváez colgaban como si hubieran cobrado
vida, y frente a los ídolos se había emplazado la piel de la cara de dos
españoles, con la barba manchada aún de sangre coagulada. Asquea­
dos, Sandoval y sus hombres no pudieron evitar imaginarse los terri­
bles alaridos de sus paisanos mientras eran asesinados sobre la piedra
sacrificial.*10

* La práctica de desollar y vestirse con la piel de las víctimas sacrificiales era


relativamente común y formaba parte de ciertas ceremonias, entre ellas la Fiesta del
Desollamiento de Hombres. Justo después del sacrificio ritual, los sacerdotes deso-

260
I A SllItIMI N I i ; DI. MADliKA

A Sandoval todo aquello le pareció tan repugnante que esclavizó


a algunos aldeanos a pesar de que habían culpado de los sacrificios a
los aztecas. En cambio, perdonó a los caciques de Zultepec y de las
poblaciones vecinas a condición de que accedieran a someterse a la
autoridad española. Acto seguido, Sandoval montó en su caballo, le
clavó las espuelas y cabalgó en dirección a Tlaxcala.
N o había llegado muy lejos, tan solo a la frontera entre Texcoco
y Tlaxcala, cuando divisó en el horizonte estandartes españoles on­
deando al frente de un convoy envuelto en una densa nube de polvo.
El pequeño grupo de treinta jinetes se dirigió al encuentro de la
caravana y saludó a Martín López y al comandante tlaxcalteca C hi-
chimecatecle. Sandoval estaba asombrado: tras López y Chichimeca-
tecle se extendía una hilera de porteadores tlaxcaltecas tan larga que
Sandoval no acertó a ver dónde terminaba. Sandoval se detuvo y se
puso a charlar con López, quien le explicó que había completado la
construcción de los bergantines. Com o estaba planeado, había inun­
dado el río Zahuapan, había montado con sumo cuidado cada uno
de los trece bergantines y los había botado para comprobar que es­
taban en condiciones de navegar (aunque había dejado para más
adelante el proceso final de calafateado). Una vez sometidos a prue­
ba, habían desmontado, organizado y amontonado todos los navios.
Y ahí estaban; la madera la transportaban unos diez mil porteadores
tlaxcaltecas, acompañados por igual número de guerreros que prote­
gían la valiosa carga. Era un espectáculo impresionante.11
Sandoval escoltó el larguísimo convoy hasta Texcoco, ocupándo­
se de proteger la vanguardia, la retaguardia y los flancos de la carava­
na. Cortés le había insistido más de una vez en la crucial importancia
de esa arma, que, según había dicho el capitán general, constituía la
clave de toda la campaña. La vanguardia estaba compuesta por ocho
jinetes, cien soldados de infantería españoles y diez mil guerreros
tlaxcaltecas. A continuación, avanzaban trabajosamente los nativos

liaban, retiraban y se ponían la cara de las víctimas (y a veces también los brazos y
las piernas), mientras la piel permanecía impregnada de sangre y membrana. Véan­
se David Carrasco, City of Sacrifice, Boston, 1999, pp. 140-163, y Diego Duran,
History of the Indies of New Spain, Norman (Okla.), 1994, pp. 169-174.

261
C O N Q U IS T A D O R

que cargaban con el esqueleto de los bergantines y con sus entrañas:


ocho mil tantanes caminaban bajo el terrible peso de los cascos de
madera, así como de las anclas de hierro, las jarcias, las cuerdas, las
cadenas, los clavos, las velas y de todo lo requerido por las embarca­
ciones para navegar. Otros dos mil tantanes transportaban la comida
y se encargaban de prepararla conforme el prodigioso convoy avan­
zaba por los abruptos desfiladeros. Otros cien soldados de infantería
españoles, siete jinetes y diez mil guerreros daxcaltecas custodiaban
la retaguardia y los flancos.12
Una vez que se puso en movimiento, la caravana estuvo avanzan­
do lentamente pero sin pausa por espacio de cuatro días; Sandoval
estuvo organizándola y protegiéndola durante cada uno de esos días,
descansando solamente de noche. De un extremo a otro, la «serpien­
te de madera»13 medía más de ocho kilómetros de largo, y Cortés
afirmó en sus cartas que la extensa columna, integrada por unos cin­
cuenta mil hombres, tardaba seis horas enteras en dejar atrás un pun­
to determinado. A su paso, la caravana levantaba una columna de
polvo visible desde varios kilómetros de distancia.Todos los días San­
doval temía que los aztecas lanzaran un ataque, pero no se produjo
ninguno. Finalmente, al cuarto día de marcha, las tropas que iban en
vanguardia divisaron en la distancia el perfil de los edificios y tem­
plos de Texcoco. Los tlaxcaltecas situados en cabeza se engalanaron
con sus mejores mantos y penachos, y anunciaron su llegada con un
exultante rebato de tambores, haciendo sonar sus trompas y conchas,
silbando y gritando «¡Viva, viva el emperador, nuestro señor!» y
«¡Castilla, Castilla, Tlascala, Tlascala!».14
Los habitantes de Texcoco, así como numerosos españoles albo­
rozados, se dirigieron a toda prisa a los arrabales para presenciar la
entrada triunfal; fue preciso medio día para que todos los integrantes
del convoy llegaran al centro de la ciudad. Mientras presenciaba el des­
file, Cortés debió de comprender que había orquestado una tarea de
un alcance casi inimaginable: el transporte de trece bergantines y el
correspondiente material náutico a lo largo de más de ochenta kiló­
metros. Cuando empezaba ya a anochecer, mientras una extensa
nube de polvo seguía suspendida sobre el valle, los porteadores em­
pezaron a depositar los navios uno por uno en la zona donde se tenía

262
a si;ri >ii:n ri ni; maih -ra

previsto abrir el canal. La hazaña que acababan de culminar se cuen­


ta entre los logros más impresionantes de la historia militar; era inge­
niosa, audaz, sin precedentes y sin igual.*
Aunque estaba eufórico por la llegada de los bergantines, Cortés
era consciente de que restaba por hacer un último esfuerzo hercúleo
para que los buques marcaran la diferencia en su plan de batalla. Tras
felicitar de todo corazón a Martín López, el capitán general le pidió
que iniciara la reconstrucción de las embarcaciones y, más importan­
te aún, que supervisara la magna obra de ingeniería consistente en
abrir el canal por el que los bergantines alcanzarían la laguna deTex-
coco. Era ya mediados de febrero, y durante los siguientes meses to­
dos los daxcaltecas disponibles (a menos que estuvieran ayudando a
Cortés a explorar la laguna) participaron en la apertura de la vía flu­
vial. El orgulloso guerrero y cacique Ixtlilxóchitl se puso al frente de
una cuadrilla integrada por cuarenta mil trabajadores texcocanos.
Durante casi dos meses, trabajando sin descanso en turnos de ocho
mil hombres, cavaron, retiraron lodo del canal y apuntalaron con
maderos las dos orillas para impedir que cedieran. El canal, una obra
de ingeniería portentosa, tendría más de un kilómetro y medio de
largo, más de tres metros y medio de ancho y otros tres y medio
de profundidad. Los aztecas de los alrededores, que sin duda podían
ver el ajetreo y el progreso diario, estuvieron enviando desesperadas
señales de humo a lo largo de finales del invierno y principios de la
primavera de 1521.15
Mientras Texcoco bullía de actividad, Cortés decidió explorar las
poblaciones del norte de la laguna con el propósito de subyugarlas,
ya que varias de dichas ciudades seguían siendo leales a los aztecas y
hasta entonces habían rechazado todas las propuestas de paz de C or­
tés. Parece ser que Cuauhtémoc había tenido más éxito a la hora de

* Se desconoce la ruta exacta que siguió la «serpiente de madera», aunque


existen dos posibilidades. La ruta más llana, con menos desniveles que superar, ha­
bría sido la que transcurre al norte del monte Telapon. La otra posibilidad es el paso
de Ápam, que fije la que Cortés tomó durante la Noche Triste y que sabía que era
segura. Véase C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of México, Austin,
(Tex.), 1956, pp. 117-118 y 117n para discusión. Véase también Manuel Orozco y
Berra, Historia antigua, México D. F, 1880, vol. 4, pp. 523-524.

263
C O N Q U IS T A D O R

mantener las alianzas en esa zona, donde los lugareños eran plena­
mente conscientes de que las ofertas de paz del caudillo extremeño
no eran más que una exigencia encubierta de que se sometieran a los
españoles. La primera ciudad en la que Cortés puso los ojos fue Xal-
tocán, una pequeña localidad situada a unos veinticinco kilómetros
al norte que, al igual que Tenochtitlán, estaba unida a tierra firme por
medio de calzadas. Aunque Xaltocán no representaba una amenaza
militar de consideración (ni su captura representaría un gran golpe),
Cortés tenía motivos tácticos y operacionales para dirigirse hasta allí
con sus tropas aliadas. A causa de su trazado, y al estar rodeada de
agua, Xaltocán constituía un microcosmos de la batalla que el capi­
tán general estaba planeando librar en la capital, incluidos canales
llenos de agua que impedían el avance de la caballería. Es muy pro­
bable que Cortés pretendiera utilizarla como una misión de entrena­
miento, no solo para ver cómo combatían los tlaxcaltecas que los
españoles habían formado militarmente, sino también para poner
nuevamente en práctica las tácticas de combate en las calzadas (un
tipo de lucha de la que Cortés no tenía muy buen recuerdo).16
Cabalgando como de costumbre al frente de la caballería, Cortés
avanzó sin mayores problemas por una de las calzadas pero no tardó
en llegar a un punto donde Cuauhtémoc había ordenado cortarla, lo
cual les hacía imposible el paso a los caballos o a los soldados de in­
fantería. La laguna estaba atestada de canoas, y «los contrarios daban
muchas gritas tirándonos muchas varas y flechas».17 Cortés y sus tro­
pas se detuvieron, dispararon a discreción y ahuyentaron a las canoas,
cuyos laterales al parecer habían sido reforzados con planchas de ma­
dera ligera para protegerlas de las flechas y proyectiles lanzados por los
ballesteros y arcabuceros; los aztecas habían adaptado su material bé­
lico para tratar de defenderse de la superior potencia de fuego de los
españoles.18 En un momento dado en que la batalla había entrado en
un punto muerto. Cortés decidió ordenar una retirada cuando dos de
los indígenas aliados que se había llevado consigo le explicaron que lo
que los aztecas habían hecho no era cortar la calzada sino solo ane­
garla, y que nada impedía que las tropas pudieran vadearla. Cortés
pidió a los dos nativos que guiaran a los soldados de infantería mien­
tras la caballería les cubría las espaldas por si se producía un ataque

264
I A SlíRI’lliNTK DI- MADF.RA

azteca. Según Bernal Díaz del Castillo, «poco a poco, y no todos a la


par, y el agua a vuelapié, y a otras partes a más de la cinta, pasan todos
nuestros soldados, y muchos amigos siguiéndolos».19 Los aztecas
reanudaron sus ataques desde el agua, pero la potencia de fuego de los
españoles y la superioridad numérica que les proporcionaban sus alia­
dos indígenas prevalecieron. Cortés siguió avanzando hacia Xaltocán
y, una vez allí, mandó prender fuego a buena parte de sus edificios y
saquearla, apropiándose de oro y atavíos.
Al ver cómo Cortés y el imponente contingente de aztecas se
aproximaban, la mayoría de los habitantes de la ciudad, al igual que
los guerreros aztecas, habían huido en canoas. Pese a todo, Cortés se
sintió intranquilo y prefirió no acampar en la ciudad insular, sin duda
al recordar la sensación que le había producido estar atrapado en
Tenochtitlán.Tras ir de aquí para allá la mayor parte del día, volvie­
ron a cruzar la calzada y acamparon en tierra firme, en un enclave
que pudieran vigilar desde todos lados y donde los caballos pudieran
desenvolverse mejor en caso de ser necesarios. Durante los días si­
guientes, Cortés y sus hombres estuvieron marchando por el extre­
mo norte de la laguna de Xaltocán, donde encontraron poblaciones
abandonadas cuyos habitantes habían emprendido la huida. Mientras
recorrían las calles desiertas, todavía ardían las fogatas que los aztecas
habían encendido para hacer señales de humo.
La mayoría de los habitantes de esas poblaciones buscaron refu­
gio enTacuba (llamada por entonces Tlacopán). Cortés también es­
taba decidido a tomar Tacuba, quizá con la intención de vengarse por
la Noche Triste o tal vez por su importancia política y logística.
Com o el capitán general ya había descubierto, la de Tacuba era la
más corta de las principales calzadas que llevaban a T enochti-
tlán, pero, más importante aún que eso,Tacuba, al ser la tercera ciu­
dad de la Triple Alianza, ejercía notable influencia y su territorio se
extendía hasta las tierras fronterizas tarascanas (el territorio que en la
actual México se ubica al noroeste de la frontera entre los estados de
México y Michoacán). Al ser la tercera ciudad más poderosa del
triunvirato,Tacuba era potencialmente vulnerable.
Cortés afirmaría posteriormente que había ido allí para iniciar
conversaciones con Cuauhtémoc si ello le resultaba posible, pero no

265
C O N Q U IS T A D O R

cabe duda de que también tenía planeado establecer allí una base de
operaciones en razón de su proximidad a la capital. En cualquier
caso, los españoles no fueron recibidos precisamente con flores.
Cuando Cortés y sus hombres llegaron a la ribera occidental de la
laguna, vieron que los tacubanos y sus aliados aztecas estaban espe­
rándolos expectantes. «Y ya que estábamos junto a ella — dijo C or­
tés— fallamos también alderredor muchas acequias de agua y los
enemigos muy a punto.»20 El aire se llenó de sirenas de concha, re­
dobles de tambor, gritos y cánticos de guerra, y las fuerzas aztecas se
lanzaron al ataque. La caballería española galopó hacia el enemigo
apoyada por arcabuceros, ballesteros y millares de guerreros tlaxcal­
tecas* y, tras considerables esfuerzos, los jinetes lograron romper las
líneas enemigas y obligar a las tropas aztecas a huir en desbandada.
Cortés entró en la ciudad mientras los aztecas y tacubanos se atrin­
cheraban en la periferia y los arrabales. Cortés se alojó en el centro
de la población, que estaba desierto.
Al amanecer, los tlaxcaltecas empezaron a saquear la ciudad y
prender fuego a sus edificios; al ser tan numerosos y albergar una
animadversión tan arraigada contra los aztecas, los españoles apenas
pudieron controlarlos. Cortés y sus tropas permanecieron en Tacuba
una semana entera, obligados a librar duros combates todos los días.
Al capitán general parecía regocijarle dejar que los tlaxcaltecas lleva­
ran el peso de los combates mientras los españoles se mantenían a
una distancia prudencial, observando embelesados las tradicionales
técnicas de combate desplegadas por esos enemigos ancestrales. «Los
capitanes de la gente de [Tlaxcala] y los suyos hacían muchos desa­
fíos con los de [TenochtitlánJ — recordaría maravillado Cortés— y
peleaban los unos con los otros muy hermosamente y pasaban entre
ellos muchas razones amenazándose los unos con los otros y dicién­
dose muchas injurias, que sin duda era cosa para ver.»21 Los escarnios
eran una práctica común y acostumbrada, y los españoles también

* Cortés afirma que partieron de Texcoco con treinta mil aliados nativos,
mientras que Berna! Díaz del Castillo los cifra en quince mil. En cualquier caso, el
gran número de guerreros y porteadores indígenas hizo posible que los españoles
tomaran las ciudades de las lagunas.

26 6
I A SERPIEN TE DE MADERA

fueron blanco de ellos. En varias ocasiones, tras engatusar a Cortés


para que se adentrara en la calzada (que había sido reconstruida), los
aztecas abrieron un poco sus defensas aparentando una retirada para
dejarlo pasar y luego se mofaron de él y de sus hombres con pullas
como «entrad, entrad a holgaras»,22 y también los provocaban alu­
diendo en tono despectivo a su antiguo emperador y a la voluntad
inquebrantable de su nuevo gobernante: «¿Pensáis que hay agora otro
Muteczuma para que haga todo lo que vosotros quisiéredes?».23
Cortés andaba con cuidado en la calzada, pero un día se aventu­
ró demasiado lejos. En un puente situado cerca del centro, los aztecas
atacaron desde todos los ángulos, en canoas desde el agua y en tierra
por la retaguardia, y lo pusieron en un serio aprieto. Cortés y sus ji­
netes se batieron en retirada de forma desordenada, de resultas de lo
cual varios caballos resultaron heridos y algunos hombres murieron.
Un portaestandarte español fue golpeado y cayó al agua, atestada de
enemigos. Los aztecas quisieron subirlo por la fuerza a una canoa,
pero el soldado consiguió zafarse, nadar hasta la orilla y escapar con
el estandarte.24
Tras varias horas de combate cuerpo a cuerpo, Cortés y sus hom­
bres lograron llegar a Tacuba, agradecidos por haber salido con vida.
Uno de los soldados españoles, haciendo gala de una bravuconería
fuera de lugar en vista de lo justo de la huida, entró en el juego de
insultos de los aztecas respondiéndoles que todos morirían de ham­
bre porque los españoles tenían la intención de rodearlos y de no
dejarlos salir para abastecerse de comida. La respuesta no se hizo es­
perar. Los aztecas les aseguraron a los españoles que no andaban
cortos de comida y, como regalo de despedida, les lanzaron varias
tortas de maíz al tiempo que gritaban indignados: «Tomad y comed
si tenéis hambre, que nosotros ninguna tenemos».25
Cortés no pudo concertar una reunión para parlamentar con
Cuauhtémoc, así que, transcurridos seis días desde que llegaran a
Tacuba, ordenó regresar a Texcoco pasando por las poblaciones de
Guautitlán y Acolman. Aunque tuvieron que librar combates duran­
te todo el trayecto, los ataques no fueron significativos, ya que los
aztecas parecían reticentes a enfrentarse a las tropas de Cortés lejos
del agua y de las calzadas (señal de que estaban aprendiendo y adap-

267
C O N Q U IS T A D O R

tando sus tácticas militares). Pese al incesante hostigamiento de los


aztecas, Cortés regresó a Texcoco habiendo aprendido una lección
valiosa: una vez más, había comprobado que debía modificar sus tác­
ticas bélicas si quería derrotar a los aztecas en las calzadas, donde es­
tos luchaban con ventaja gracias a la capacidad de las canoas para
atacar simultáneamente por ambos flancos y a la manifiesta inope-
rancia de la caballería española.
El capitán general se había ausentado de Texcoco por espacio de
casi dos semanas, así que los hombres que había dejado allí se alegra­
ron de verlo regresar sano y salvo. Tenían muchas noticias que darle,
incluidas algunas muy buenas procedentes de la costa. Para empezar,
varias confederaciones indígenas de la costa del Golfo habían jurado
lealtad a España, reforzando así la influencia de Cortés en la zona
situada al norte de Villa Rica, pero la noticia más alentadora de todas
era que, en el transcurso de los últimos días (era finales de febrero de
1521), habían llegado tres barcos procedentes de La Española, carga­
dos con doscientos hombres, sesenta o setenta caballos y grandes
cantidades de pólvora, espadas, ballestas y arcabuces. Los soldados
españoles estaban ya de camino procedentes de Vera Cruz, guiados y
auxiliados por porteadores totonacas.
Aunque ciertamente los refuerzos iban a venirle de perlas a Cor­
tés, lo más intrigante de todo fue la llegada a Texcoco de un hombre
llamado Julián de Alderete, un español adinerado (y, según se precia­
ba él mismo, un ballestero experto) que había sido enviado desde La
Española para supervisar el quinto real en calidad de tesorero. Cortés
recibió amigablemente a Alderete y lo condujo al patio para que
pudiera contemplar las magníficas vistas de Tenochtitlán, tan tenta­
doras como un espejismo. Alderete le proporcionó información va­
liosa a Cortés: le dijo que su campaña en Nueva España estaba te­
niendo un gran eco tanto en La Española como en Cuba y que, de
no ser por los tejemanejes de Velázquez, habría muchos más españo­
les embarcándose rumbo a México para ayudar a Cortés (y, de paso,
para enriquecerse).
Lo más interesante de todo era que Alderete traía noticias de la
propia España: Puertocarrero y Montejo habían conseguido llegar a
la Península en el barco cargado con el tesoro y, tras encontrarse con

268
LA SERPIENTE DE M ADERA

algunas dificultades (al principio, mientras los procuradores espera­


ban a ser recibidos en audiencia por el emperador, les habían con­
fiscado el tesoro), habían sido recibidos finalmente por Carlos V, a
quien le habían dado cuenta de las incontables riquezas que alber­
gaba México y le habían explicado la importancia de los esfuerzos de
Cortés en esas tierras. Desde luego, era la noticia más agradable que
podía darle a Cortés.*26
En respuesta a las noticias procedentes de la madre patria, Cortés
envió un barco a España; transportaba la importante segunda carta al
emperador Carlos V, todos los tesoros (oro y otros objetos del palacio
de Axayácatl) que Cortés había conseguido llevarse consigo tras la
Noche Triste, así como otras curiosidades regionales, entre ellas
grandes huesos de lo que, según creían los españoles, eran seres hu­
manos gigantes que habían vivido, o tal vez vivían aún, en México.27
Las leyendas sobre esos «gigantes» alimentaron la especulación y el
asombro, contribuyendo así a perpetuar el misterio y el encanto que
rodeaban a esas tierras recién descubiertas.**
Cortés comprobó qué tal andaba la construcción de los bergan­
tines y del canal (faltaban quizá solo unas pocas semanas para su fi­
nalización) y evaluó el estado de las nuevas tropas. Más o menos por
aquel entonces, un soldado llamado Rojas le pidió entrevistarse en
privado con él y le informó de que estaba tramándose una conspira­
ción en la que estaban involucrados hasta trescientos soldados toda-

* Puertocarrero y Montejo, navegando con el piloto Alaminos, habían llegado


a España a finales de octubre de 1519. Pese a todo, no se les recibió como conquis­
tadores heroicos del Nuevo Mundo. Las autoridades les confiscaron la Santa María
de la Concepción, el buque insignia de Cortés en el que habían realizado la travesía,
les embargaron buena parte del tesoro que traían y se quedaron con una parte de
él (incluidos cinco indígenas totonacas que los expedicionarios habían enviado
como muestra de sus asombrosos descubrimientos). Los procuradores Puertocarre­
ro y Montejo tardarían muchos meses en conseguir que el emperador los recibiera
en audiencia, cosa que finalmente lograrían (y ello solo gracias a la ayuda del padre
de Cortés, Martín) a finales de abril de 1520.
* Los huesos eran en realidad de mamut (Bisan antiquus) y de otros elefantes
prehistóricos. Basándose en el tamaño de los huesos de fémur, científicos españoles
llegaron a la conclusión de que los supuestos gigantes debían de medir más de
siete metros y medio de altura.

269
C O N Q U IS T A D O R

vía leales a Narváez y Velázquez. El cabecilla del complot era Anto­


nio deVillafaña, un veterano de la expedición de Grijalva que había
llegado a bordo de uno de los buques de Narváez. Según Rojas, el
plan consistía en esperar a que Cortés estuviera reunido con todos
sus capitanes (incluidos Sandoval,Tapia, Alvarado y Olid) y entonces
entregarle una carta falsificada diciéndole que se la enviaba su padre.
Acto seguido, cuando Cortés estuviera enfrascado en la lectura de la
carta, los seguidores de Narváez caerían sobre todos los allí reunidos
y los coserían a puñaladas. Presumiblemente, una vez que Cortés
estuviera muerto, Francisco Verdugo, cuñado de Velázquez, sustituiría
al capitán general y se enviarían hombres a Villa Rica para liberar a
Narváez y que este pudiera huir en barco a Cuba.28
Cortés convocó a Sandoval y a otros capitanes y, armados hasta
los dientes, asaltaron los aposentos del tal Villafaña para arrancarle
una confesión. Según Bernal Díaz, Cortés sacó de la camisola de
Villafaña «el memorial que tenía con las firmas de los que fueron en
el concierto que dicho tengo».29 Hábilmente, Cortés se guardó la
lista en el bolsillo pero, para no alarmar a los demás conspiradores,
difundió el bulo de que Villafaña se había tragado el papel antes de
que se lo pudieran arrebatar; gracias a ello. Cortés pudo mantener
vigilados de cerca a los que seguían siéndole hostiles. A partir de en­
tonces, el capitán general se sirvió de un buen amigo y soldado de la
máxima confianza llamado Alonso de Quiñones para que ejerciera
de guardaespaldas suyo y, según se dice, durmió con la cota de mallas
siempre puesta.3'1Tras arrancarle una confesión formal,Villafaña fue
condenado de inmediato y colgado de la ventana de su habitación,
en presencia de los demás conspiradores y de todo aquel que quisie­
ra mirar.
Una vez concluida la desagradable tarea, Cortés se encaminó al
astillero situado junto al cauce — a esas alturas un canal en toda re­
gla— para inspeccionar de nuevo los bergantines y la vía fluvial. La
envergadura del proyecto, así como su progreso, impresionaron al
propio Cortés. Se estaba ensamblando cuidadosamente cada embar­
cación, y esta vez, al contrario de lo que se había hecho en el río
Zahuapan, cerca de Tlaxcala, se estaban calafateando todas las hendi­
duras entre las planchas del casco, rellenándolas de cáñamo, algodón

270
I A SlíUIMliN I I m ; MADI-U.A

y lino y sellándolas con grasa humana extraída de los cadáveres de los


guerreras aztecas caídos en las últimas campañas. Aunque a los solda­
dos españoles el proceso les parecía un poco repugnante, como ya
habían usado grasa humana hervida para cauterizar heridas y detener
hemorragias, no pusieron reparos cuando los tlaxcaltecas abrieron en
canal los cuerpos de los aztecas y se sentaron al lado para extraerles
la grasa y ponerla a calentar al fuego.31
Martín López supervisó hasta el más mínimo detalle la construc­
ción de los barcos: la correcta colocación de la proa con vistas al
posterior emplazamiento de los cañones, la medición exacta de todas
las partes, la sujeción de las velas a los palos y el izado y fijación de
los altos mástiles. La decisión de Cortés y López de montar los ber­
gantines lejos de la ribera de la laguna de Texcoco resultó ser una
idea genial y probablemente hizo posible la ejecución del proyecto,
ya que, en tres ocasiones distintas durante la fase de construcción,
fuerzas de infantería aztecas atacaron el astillero y tuvieron que ser
repelidas.32 Una tarde, los aztecas enviaron un grupo de quince gue­
rreros con la esperanza de poder prender fuego a los bergantines,
pero los españoles los capturaron a todos. En caso de que el astillero
hubiera estado situado un poco más cerca de la laguna o en la orilla
(donde es probable que un estratega menos avispado lo hubiera em­
plazado), los aztecas habrían podido enviar miles de canoas y entor­
pecer, e incluso paralizar por completo, las labores de construcción.
En cambio, la idea de ubicarlo a más de un kilómetro y medio de
distancia, aunque requería la complicada y trabajosa tarea de abrir un
canal, permitió que el proyecto siguiera su curso.
Martín López le prometió a Cortés que en cuestión de unas
pocas semanas, superando todas las dificultades que se le presentaran,
los trece navios estarían listos y el canal enlazaría con las aguas de la
laguna. Lo que un tiempo atrás parecía imposible — la posibilidad de
reconquistar Tenochtitlán— estaba ahora al alcance de la mano. D u­
rante todo el día, a lo largo del valle de México, los aztecas podían
oír extraños y siniestros sonidos; eran los carpinteros que clavaban
miles de clavos y cuñas en las planchas y cuadernas, los herreros que
percutían el metal para darle forma y los trabajadores que serraban
tablas de madera para apuntalar los taludes del inmenso canal. Los

271
C O N Q U IS T A D O R

aztecas que se aventuraban a acercarse en canoa hasta la zona podían


comprobar con sus propios ojos cómo la serpiente de madera se es­
taba transformando en «casas flotantes», y algunos debieron de recor­
dar las embarcaciones en las que Cortés y Moctezuma habían nave­
gado por la laguna de Texcoco, asombrosas estructuras flotantes de
madera que vomitaban fuego y escupían llamaradas y bolas de metal
por la boca. Puede que, mientras se preparaba para defender su ciu­
dad, Cuauhtémoc atisbara las altas y blancas velas reluciendo a la luz
de esos días primaverales, flameando e hinchándose al compás de los
vientos del valle, alzándose amenazadoras cual descomunales insig­
nias de guerra españolas desplegadas en la pavorosa calma que ante­
cede al estruendo de la batalla.
19

Envolvimiento

Al llegar la primavera al valle de México, los pueblos que vivían en


los confines meridionales de la laguna de Texcoco seguían sin tomar
partido por uno u otro bando, así que Cortés decidió que Sandoval
fuera a Chalco y más al sur para expulsar a las tropas aztecas que
hubiera en esas provincias. Corría el insistente rum or de que un nu­
trido ejército azteca se estaba congregando en la zona para lanzar un
ataque y apoderarse de la importante ruta hacia la costa que Cortés
con tanto esfuerzo había abierto y mantenido Ubre de enemigos.
Sandoval partió de Texcoco con doscientos soldados de infantería, un
puñado de arcabuceros y doce ballesteros. Lo apoyaban, además, un mi­
llar de indígenas aliados, sobre todo tlaxcaltecas y chalcas. La fuerza
avanzó hacia los territorios meridionales del valle de México; atrave­
só una quebrada que separa la serranía dé Ajusco y las estribaciones
del volcán Popocatépetl, y luego descendió hacia las vastas llanuras
de Morelos y Cuernavaca.1 El paisaje de esa zona situada tan al sur,
que los españoles veían por vez primera, era espléndido; las llanuras
estaban surcadas por numerosos arroyos que bajaban de las montañas
y repletas de ríos de lava solidificada y cráteres de volcanes extingui­
dos. En lo alto de las montañas, los salientes formaban promontorios
que el enemigo usaba como fortificaciones naturales.
Aunque Sandoval y sus hombres tuvieron que librar breves esca­
ramuzas durante todo el trayecto, la caballería se impuso con facili­
dad en la planicie y los aztecas se vieron obligados a refugiarse en las
colinas y los barrancos. Sandoval llegó a Oaxtepec y tomó el control
de la población, donde sus aliados se dedicaron a saquear las casas en
busca de ropa y de cualquier otro botín que consideraran valioso.
Sandoval se quedó allí dos días y luego se dirigió a la cercana pobla­
ción deYecapixtla, que resultó más difícil de conquistar a causa de su

273
C O N Q U IS T A D O R

elevada situación y escarpada topografía, inadecuada para lanzar un


ataque de la caballería. Sandoval envió mensajeros al poblado para
convencer a sus habitantes de que se sometieran pacíficamente si no
querían morir en combate, pero lo único que recibieron por res­
puesta fue una lluvia de piedras y dardos lanzados desde lo alto del
risco, que hirieron a muchos de sus aliados indígenas.
Sandoval, enfurecido por la ofensa del enemigo, cargó barranco
arriba, decidido a «morir o subilles por fuerza a lo alto del pueblo».2
Con grandes dificultades y recibiendo numerosas heridas (los aztecas
no dejaban de arrojar guijarros y grandes fragmentos de roca), San­
doval logró subir la empinada escarpa, llegar a la cima y expulsar a
los guerreros aztecas del fuerte. Aunque la cabeza le sangraba a causa
de una contusión, el capitán español consiguió mantenerse sobre el
caballo y lanzar a sus aliados en pos del enemigo. Muchos aztecas
fueron arrojados desde el promontorio al río que discurría debajo y
otros trataron de escapar bajando por las rocas pero cayeron al vacío.
Ese día murieron tantos guerreros aztecas en el río que, según afir­
man las crónicas españolas, las aguas bajaron teñidas de rojo durante
más de una hora y los hombres tuvieron que esperar impacientes a
que se aclararan para saciar la sed.3
Sandoval regresó triunfante a Texcoco pero no pudo disfrutar de
su gloria por mucho tiempo. Cuando Cuauhtémoc tuvo noticia de la
derrota sufrida por sus tropas enYecapixtla (y del apoyo que los chal-
cas habían ofrecido a los españoles), mandó enviar unos veinte mil
soldados en dos mil canoas para que sometieran Chalco a un duro
castigo. Los caciques chalcas se apresuraron a enviar mensajeros a
Cortés pidiendo auxilio y este, furioso por que Sandoval hubiera
vuelto sin antes garantizar la seguridad de Chalco, le ordenó volver
allí de inmediato para remediar el desaguisado. Sandoval montó en su
corcel y cabalgó hacia el sur. N o obstante, al llegar a Chalco descubrió
que los caciques chalcas habían recibido refuerzos de las provincias
vecinas y que, sin ayuda alguna de los españoles, habían defendido
con bravura su ciudad y habían obligado a las tropas enemigas a vol­
ver a Tenochtitlán. La derrota, difícil de digerir para Cuauhtémoc, le
indicó a Cortés que las fuerzas aztecas tal vez estuvieran debilitándo­
se, perdiendo su dominio sobre sus poblaciones tributarias.

27 4
ENVOLVIM IENTO

La victoria obtenida por el pueblo de Chalco también le permi­


tió a Sandoval salvar las apariencias ante Cortés; regresó a Texcoco
con cuarenta prisioneros aztecas, que fueron herrados e interrogados
(según afirma Bernal Díaz del Castillo, hubo soldados españoles que
ocultaron muchas «buenas indias» e impidieron que las herraran; ase­
guraron que se habían escapado y luego las distribuyeron clandesti­
namente entre los capitanes).4 Gracias a los duros interrogatorios a
los que sometió a los prisioneros, Cortés supo que Cuauhtémoc no
tenía intención alguna de rendirse o de llegar a un acuerdo de paz,
sino que lucharía hasta la muerte para defender la capital. Los cauti­
vos le dijeron a Cortés que no se esforzara en intentar hacer las paces
y que se ahorrara las palabras y se preparara para la guerra.
Aunque no era partidario de recurrir a las amenazas, Cortés no
se tom ó muy bien lo que los prisioneros le dijeron. Así pues, resolvió
afianzar por sí mismo su dominio sobre las regiones que Sandoval
acababa de visitar. El capitán general quería recabar información de
primera mano, tanto topográfica como política, sobre todo el valle
de México y más allá, a ser posible de una región situada tan al sur
como Cuernavaca, información que le resultara útil mientras ultima­
ba los preparativos para asediar Tenochtitlán. Cortés se llevó consigo
a Julián de Alderete y al padre Melgarejo, recién incorporados a la
expedición, con el propósito de deslumbrarlos con las maravillas del
valle y de ilustrarlos sobre sus dotes de liderazgo militar. A las órdenes
de los capitanes Pedro de Alvarado, Andrés de Tapia y Cristóbal de
Olid, Cortés organizó una fuerza expedicionaria compuesta por
trescientos soldados, treinta jinetes, veinte ballesteros y quince arca­
buceros. El 5 de abril de 1521, oyeron misa y partieron de Texcoco,
al frente de más de veinte mil aliados tlaxcaltecas y texcocanos. San­
doval se quedó en la ciudad para custodiarla y para asegurarse de que
Martín López tuviera todo lo necesario a fin de completar la cons­
trucción de los bergantines.
Cortés tenía previsto rodear toda la laguna, incluidas las tierras
situadas más al sur, y completar el trayecto circular trazando un arco
en dirección norte por la ribera occidental de la laguna y pasando
una vez más porTacuba. Según recordaría después Cortés, su inten­
ción era «dar una vuelta en torno de las lagunas, porque creía que

275
C O N Q U IS T A D O R

acabada esta jornada, que importaba mucho, fallaría fechos los trece
bergantines y aparejados para los echar al agua».5 Primero pasó por
Chalco, donde se detuvo para, por mediación de la Malinche y Agui-
lar, poner al corriente a los caciques chalcas de su itinerario y de la
ruta que tenía previsto seguir, y a continuación prosiguió rumbo al
sur, pasó por Amecameca y llegó a Chimalhuacán (la actual San Vi­
cente Chimalhuacán), donde recabó el apoyo de muchos más alia­
dos, quizá de hasta cuarenta mil de ellos.6 Al recibir la noticia de la
cantidad de aliados que estaba reuniendo Cortés, Cuauhtémoc debió
de inquietarse mucho, y con toda razón: teniendo en cuenta los es­
tragos causados en Tenochtitlán por la reciente epidemia de viruela
y la cantidad de poblaciones tributarias que estaban sometiéndose a
la autoridad española, lo tendría muy difícil para igualar en número
a tas tropas nativas que Cortés estaba reuniendo.
Cortés y su compañía, engrosada por los nuevos aliados, se diri­
gieron a continuación hacia Cuernavaca, atravesando empinadas y
precarias montañas. Los promontorios del altiplano’estaban cubier­
tos de poblados desde los que los civiles observaban cómo los espa­
ñoles se aproximaban. Cortés inspeccionó los protegidos fuertes
ubicados en lo alto de tas colinas, observando que «todas tas laderas
[estaban] llenas de gente de guerra. Y comenzaron luego a dar muy
grandes alaridos haciendo muchas ahumadas, tirándonos con hon­
das y sin ellas muchas piedras y flechas y varas, por manera que en
llegándonos cerca resabíamos mucho daño».7 Abajo, en los barran­
cos, los españoles y sus aliados estaban expuestos y eran vulnerables,
y aunque Cortés evaluó la posibilidad de batirse en retirada, no
quería que sus nuevos aliados pensaran que los españoles eran unos
cobardes, así que se detuvo para sopesar tas alternativas. El perímetro
de la montaña en cuya cima estaba situada la fortaleza más impor­
tante (el poblado deTlaycapan) era inmenso, de unos cinco kilóme­
tros, y estaba bien defendido; Cortés admitiría posteriormente que
«parescía locura querernos poner en ganárselo».1*El caudillo extre­
meño pensó que rodear el monte les llevaría demasiado tiempo, así
que optó por escalar directamente la vertiente frente a la que esta­
ban, por tres sitios diferentes que parecían accesibles. Ordenó al
portaestandarte Cristóbal Corral y a sesenta soldados de infantería

27 6
EN V O IV IM IEN TO

que subieran por el desfiladero más pronunciado, apoyados por ba­


llesteros y arcabuceros, y mandó a otros capitanes al mando de tro­
pas ligeras que trataran de subir por otros caminos que conducían a
la cima. Cortés se quedaría en el llano con el grueso de las fuerzas,
en previsión de que se produjera un ataque por los flancos o por la
retaguardia.
Fue una acción temeraria que les costó la vida a varios hombres.
Los capitanes y las tropas a su mando empezaron a trepar por la ro­
cosa vertiente — en algunos tramos solo podían avanzar arrastrándo­
se sobre las manos y las rodillas— y llegaron a una zona donde que­
daron a la vista del enemigo. Repitiendo la táctica que habían
utilizado recientemente contra Sandoval, los aztecas arrojaron gran­
des pedruscos que se precipitaban ladera abajo y se rompían en pe­
dazos cerca de los soldados españoles que iban en cabeza, matando a
algunos de ellos y lisiando a muchos otros. Bernal Díaz iba en van­
guardia junto a Corral, y cuando las piedras lanzadas desde lo alto del
risco empezaron a caer junto a ellos y a impactar contra la ladera
echando chispas, buscaron un lugar en el que refugiarse, Díaz bajo
un saliente y Corral en un denso matorral de zarzas, aferrándose a las
espinosas ramas para no caer. Corral, con la cara toda ensangrentada,
les rogó a Díaz y los otros que no se alejaran. Fue inútil.. Al mirar
hacia atrás, Díaz vio que la bandera del estandarte estaba hecha jiro­
nes. Los hombres le gritaron a Cortés que estaban en apuros, y este
ordenó que se batieran en retirada. Los soldados bajaron como bue­
namente pudieron; muchos de ellos estaban gravemente heridos, y
los que estaban en mejores condiciones cargaban con los muertos.9
En la planicie, la caballería española consiguió dispersar peque­
ños destacamentos de guerreros aztecas y regresó. Cortés y sus tropas
pasaron una difícil noche en el desprotegido chaparral, donde, al no
haber agua y no haber bebido en todo el día, los hombres y los ca­
ballos padecieron mucha sed. Bernal Díaz recordaría tiempo después
la terrible noche que pasaron allí, acurrucados en una polvorienta
moraleda, «bien muertos de sed».111 Los hombres trataron de conci­
liar el sueño, importunados durante toda la noche por los sones de
tambor y trompeta y los insultos lanzados por el enemigo desde lo
alto del cerro.

277
C O N Q U IS T A D O R

Cuando amaneció, la primera tarea del día fue abrevar a los ca­
ballos en un riachuelo que un explorador había encontrado a unos
cinco kilómetros de allí. Cortés se llevó consigo a varios capitanes
para inspeccionar a pie la zona en busca de otra vía por la que atacar
Tlaycapan; encontró dos accesos que parecían menos empinados. Sin
embargo, aunque no se les había ordenado hacerlo, cuando Cortés y
los capitanes echaron a andar, muchos de los aliados indígenas los
siguieron. El movimiento de tropas indicó a los aztecas que el ataque
se produciría por uno de los accesos menos empinados, y los guerre­
ros que habían estado vigilando el escarpado barranco abandonaron
sus puestos. Cortés aprovechó la circunstancia ordenando de inme­
diato que Francisco Verdugo y Julián de Alderete, el tesorero del rey,
escalaran el barranco con cincuenta hombres y tomaran el fuerte si
podían. Tras un ascenso dificultoso, los españoles llegaron a la cima y
dispararon con sus ballestas y arcabuces; las violentas y estruendosas
descargas atemorizaron a los aztecas y muchos de ellos se rindieron.
Alderete se distinguió al demostrar que era tan bueno con la ballesta
como con la palabra. Al poco rato, Cortés pudo ver el estandarte de
Castilla ondeando en la cima del peñón y subió con refuerzos por el
estrecho desfiladero para tomar posesión de la fortaleza."
Los aztecas de la guarnición pidieron llegar a un acuerdo de paz,
y ello en parte porque, al igual que Cortés y sus hombres, no tenían
agua y estaban sedientos. Los españoles se alegraron de ver que las
mujeres del poblado hacían la señal de la paz, dando palmas unas con
otras para indicar que con mucho gusto les prepararían tortas de maíz,
y de que los guerreros depositaban sus armas en el suelo y dejaban
de tirarles piedras y dardos.
Cortés y sus tropas permanecieron dos días en Tlaycapan, en el
transcurso de los cuales las fuerzas aztecas abandonaron la fortaleza y
los habitantes de la localidad accedieron a someterse al vasallaje es­
pañol. Antes de reanudar la expedición de reconocimiento, someti­
miento y envolvimiento, Cortés ordenó que los heridos regresaran a
Texcoco para que allí fueran atendidos.
Cortés y sus tropas prosiguieron la marcha en dirección al sur.
Dejaron atrás el altiplano descendiendo por las escarpadas cordille­
ras y, tras dos días de marcha, llegaron a un territorio recubierto de

278
ENVOLVIM IENTO

lava solidificada, situado seiscientos metros más abajo. Los hombres


y los caballos empezaron a poder respirar mejor y recobrar las fuer­
zas a medida que perdían altitud. Cortés observó que la zona disfru­
taba de un clima más templado; las flores ya estaban floreciendo, y a
lado y lado del camino crecían verduras y frutas. En Oaxtepec, que
Sandoval había sometido poco tiempo atrás, Cortés fue recibido
calurosamente y «en la casa de una huerta del señor de allí nos apo­
sentamos todos, la cual huerta es la mayor y más fermosa y fresca
que nunca se vio».12
El capitán general se encontró rodeado de los que se podrían
considerar los jardines botánicos más bellos del mundo, construidos
por Moctezuma I* durante su reinado y mantenidos inmaculados
desde entonces. Esplendorosas residencias de verano se extendían a
lo largo de kilómetros y más kilómetros de campos tapizados de flo­
res, y a través de la ciudad serpenteaban pequeños arroyos, jalonados
por estanques de gran encanto. Cortés estaba impresionado, así que
decidió pernoctar allí. «De trecho a trecho, cantidad de dos tiros de
ballesta — explicó en una de sus cartas al emperador Carlos V— , hay
aposentamientos y jardines muy frescos e infinitos árboles de diversas
frutas y muchas yerbas y flores olorosas, que cierto es cosa de admi­
ración ver la gentileza y grandeza de toda esta huerta.»13
Era normal que los jardines botánicos le causaran una profunda
impresión a Cortés, porque eran los más famosos y admirados de
todo México, un lugar para el disfrute de la élite política azteca. Los
jardines también eran experimentales y medicinales. Se traían flores
y árboles de todos los rincones del país — incluidas las bochornosas
tierras bajas de la «tierra caliente»— para comprobar si podían crecer
en Oaxtepec, en los jardines de la nobleza. Los inmensos huertos y
viveros eran cuidados con esmero por diestros expertos en botánica,
con el permiso del gobierno azteca. Es probable que Cortés y sus
hombres degustaran sabrosas piñas, guayabas, aguacates y batatas, para
ellos toda una novedad.14
Una vez repuestos y refrescados, al día siguiente Cortés y sus
tropas reanudaron la marcha y, tras dos días atravesando pequeños

* Moctezuma I reinó entre 1440 y 1469.

279
CON QUISTA DOR

poblados, llegaron a Cuernavaca,* una ciudad inmensamente rica


rodeada de profundos barrancos y a la que solo se podía acceder por
dos puentes que cruzaban dichos barrancos. A Cortés le impresionó
lo bien defendida que estaba la ciudad; observó que los puentes ha­
bían sido izados para impedir que sus tropas entraran y que los de­
fensores «estaban tan fuertes y tan a su salvo que aunque fuéramos
diez veces más no nos tuvieran en nada».15 Se avisó al capitán general
de que, a poco más de un kilómetro y medio de allí, había dos sitios
por los que los caballos podían cruzar los barrancos, así que se dirigió
hacia ese punto mientras los capitanes y soldados, sometidos todo el
tiempo a una lluvia de piedras, lanzas y dardos, buscaban otras vías de
acceso a la ciudad.
Bernal Díaz observó que, situados a ambos lados del barranco,
había dos grandes árboles cuyas ramas crecían de tal forma que esta­
ban entrelazadas. Aunque era peligroso, un valeroso guerrero tlaxcal-
teca no se lo pensó dos veces; trepó hasta la copa del árbol y empezó
a arrastrarse centímetro a centímetro por las ramas. Al ver que había
llegado al otro lado, otros también se envalentonaron y siguieron
el ejemplo, entre ellos el propio Díaz del Castillo, que recordaría el
miedo que le produjo mirar hacia abajo: «Cuando pasaba que lo vi
muy peligroso e malo de pasar, y se me desvanecía la cabeza, y toda­
vía pasé yo».16 Otros tuvieron menos suerte.Tres soldados se pusie­
ron nerviosos, perdieron el equilibrio y cayeron a un riachuelo que
discurría por el fondo del barranco; uno de ellos se rompió la pierna.
Al final consiguieron atravesar unos treinta soldados españoles, segui­
dos por un buen número de tlaxcaltecas.
Mientras Díaz del Castillo y demás se las ingeniaban como bue-

* Aunque los mexicas la llamaban Cuauhnahuac, los españoles pronunciaban


tan mal el término que acabaron por bautizarla Cuernavaca, el nombre que todavía
lleva. La ciudad, considerada uno de los lugares más bellos y espectaculares de todo
México, disfruta de un clima templado durante todo el año y está situada a una
altitud de 1.480 metros sobre el nivel del mar. Años después. Cortés establecería en
Cuernavaca una gran plantación de azúcar y mandaría construir una fortaleza pa­
laciega (llamada hoy en día Palacio de Cortés) sobre los edificios aztecas conquis­
tados. Diego Rivera pintó murales en la última planta del palacio entre 1927 y
1930. Cuernavaca es actualmente la capital del estado de Morelos.

280
IINVOI.VIMII'.N IO

nainentc podían para cruzar la quebrada. Cortés y los jinetes cabal­


gaban hacia las montañosas afueras de la ciudad, donde descubrieron
otro paso en un angosto desfiladero; aunque fueron atacados, los
españoles lograron atravesarlo. Los defensores aztecas de Cuernavaca
se concentraron en la parte por donde estaba entrando la caballería,
con lo cual les dejaron a Bernal Díaz y compañía el camino expedi­
to para entrar en la ciudad. Prácticamente en ese mismo momento,
Cristóbal de Olid, Andrés de Tapia y unos pocos jinetes más logra­
ban reparar parcialmente uno de los puentes y cruzarlo, uniéndose
así al grupo de Díaz del Castillo; poco después llegaban también
Cortés y el resto de la caballería. Una vez reunidas las tres columnas,
procedieron a sorprender y amedrentar a los aztecas, que quedaron
paralizados al ver la cantidad de guerreros tlaxcaltecas que acompa­
ñaban a las fuerzas españolas. Muchos de ellos, espantados por los
caballos, huyeron y se ocultaron en zanjas y entre los arbustos y ma­
torrales, mientras que otros buscaron refugio en las montañas.17
Al llegar al centro de la ciudad, Cortés y sus hombres se encon­
traron con que estaba prácticamente desierto y con que, misteriosa­
mente, ya había sido quemado en parte, quizá fruto de una acción de
castigo de los aztecas. El capitán general se alojó en una de las casas
de los caciques, situada en un hermoso jardín, y sus hombres inspec­
cionaron las cercanas residencias de la aristocracia, donde se apropia­
ron de un «gran despojo, así de mantas muy grandes como de buenas
indias».18Al poco rato llegaron unos veinte caciques de la población,
desarmados y con las manos levantadas en señal de que venían en
son de paz. Le dieron oro y joyas a Cortés y le rogaron que los per­
donara, alegando (era cierto) que los aztecas habían obligado a sus
guerreros a defender la ciudad. Cortés los perdonó y, con las habitua­
les proclamas jurídicas, Cuernavaca y sus habitantes fueron incorpo­
rados a los dominios de la Corona española.19
Cuernavaca sería el punto situado más al sur al que Cortés se
aventuraría durante esa expedición. Al día siguiente se dirigieron
hacia el norte. Dejaron atrás los bellos jardines de Cuernavaca y
Oaxtepec y, tras atravesar pinares recubiertos de maleza, empezaron
a subir las montañas por caminos cada vez más empinados y estre­
chos. Los españoles y sus aliados, caminando en fila india, subieron

281
C O N Q U IS T A D O R

lenta y dificultosamente por la serranía de Ajusco y cruzaron un frío


desfiladero situado a más de tres mil metros de altitud. Desprovistos
de agua la mayor parte del día, los hombres empezaron a sentirse
cada vez más cansados y débiles, hasta el punto de que algunos de los
indígenas se desplomaron junto al camino y murieron a causa de la
sed. Una vez iniciado el descenso, Cortés descubrió una serie de
granjas que ofrecían poco refugio, aunque cerca de una de ellas Ber-
nal Díaz encontró un pequeño manantial. Llenó de agua un cántaro
y se lo llevó a Cortés, preocupado mientras se apresuraba por que se
lo robaran ya que, según afirmó, «a la sed no hay ley».20 Cortés y
varios de los capitanes se bebieron ávidamente el agua. Esa noche las
tropas acamparon al raso, bajo un intenso frío y una molesta llovizna,
sin comida ni más agua.
Al amanecer se levantaron y reanudaron la marcha. Al poco rato
divisaron el familiar valle de México y la población de Xochimilco
(«campo de flores»), una hermosa y poderosa ciudad construida en
su mayor parte sobre el agua, ubicada al sudoeste del distrito lacus­
tre. Tenochtitlán contaba con el tributo anual de verduras y flores
que Xochimilco le entregaba, cultivadas en las ricas chinampas orgá­
nicas que ocupaban la ribera meridional de la laguna.21 Al igual que
la capital, Xochimilco estaba protegida por calzadas suspendidas so­
bre el agua que unían la población con la orilla sur de la laguna, si
bien en este caso eran más cortas, de apenas ochocientos metros de
longitud.
Pequeños destacamentos de guerreros enemigos atacaron a Cor­
tés y sus hombres conforme se aproximaban a la ciudad, lanzando
andanadas de dardos y lanzas y luego batiéndose rápidamente en
retirada. El capitán general y las tropas de vanguardia no tuvieron
dificultades para repeler los breves ataques y siguieron avanzando
aunque con cautela, pues era difícil saber qué cantidad de refuerzos
podía obtener Xochimilco de la capital, situada algo más al norte.
Tras desmontar y unirse a los soldados de infantería, Cortés decidió
tratar de tomar la calzada principal, donde había gran número de
guerreros aztecas, enviados por Cuauhtémoc para defenderla. Cortés
ordenó que las divisiones de ballesteros y arcabuceros fueran por
delante para abrir fuego contra los defensores y, tras una serie de

28 2
I.NVOt.VIMIUNTO

descargas cerradas, los aztecas se dispersaron y permitieron que los


españoles situados en vanguardia se adentraran en la calzada. Con
todo, Cortés, escarmentado por las anteriores experiencias negativas
en lo tocante a los combates librados sobre las calzadas, se sintió in­
cómodo con la situación.Tenía motivos para preocuparse: la retirada
de los aztecas no había sido más que una estratagema para que los
españoles cayeran en una trampa.
Aunque algunos de los soldados que marchaban al frente entra­
ron en la ciudad y, al parecer, los caciques de Xochimilco se rendían
y pedían la paz, al mismo tiempo un gran número de aztecas estaban
remando con furia por las aguas de la laguna y aparecieron a ambos
lados de la calzada. Cortés y muchos de sus hombres habían cruzado
la calzada y habían vuelto a montar, con lo que se sirvieron de los
caballos con gran resultado. Las calles de la ciudad fueron el escena­
rio de combates cada vez más fieros. Los aztecas, que utilizaban espa­
das especiales que habían adaptado sirviéndose de las puntas de ace­
ro españolas de las que se habían apoderado en batallas anteriores,
causaron mucho daño.22 Cortés estaba al frente de la lucha montado
en El Romo, su semental castaño oscuro, y tras librar combates ince­
santes durante más de una hora, el caballo del capitán general «des­
mayó ... y los contrarios mexicanos, como eran muchos, echaron
mano a Cortés y le derribaron del caballo», provocándole una grave
herida en la cabeza.23Aunque luchó con todas sus fuerzas, Cortés se
vio rodeado enseguida por gran número de guerreros aztecas, que
trataron de capturarlo como botín de guerra. Irónicamente, es pro­
bable que fuera el deseo de sus enemigos por apresarlo lo que le
salvó la vida a Cortés. En ese preciso instante llegaron un soldado
llamado Cristóbal de Olea y un guerrero tlaxcalteca y, tras abrirse
paso a mandobles hasta donde estaba Cortés, lo arrancaron de las
garras del enemigo. Tras ayudarlo a montar en El Rom o, los tres se
alejaron del peligro. A Olea el acto de valentía le pasó factura: recibió
tres profundas heridas de espada.
Cortés había salvado el pellejo por los pelos, pero hubo otros
infortunados españoles que no tuvieron la misma suerte. Varios de
ellos, capturados con vida, fueron sacrificados y descuartizados per­
sonalmente por Cuauhtémoc; sus miembros fueron exhibidos en

283
CON QUISTA DOR

diferentes provincias para dejar claro que los aztecas estaban derro­
tando a los malvados teules, a esos españoles.2,1 Poco después llegaron
al galope Andrés de Tapia y Cristóbal de Olid, este último con la cara
cubierta de sangre y con el caballo teñido de rojo, al igual que el de
otros. Muchos españoles y tlaxcaltecas estaban gravemente heridos.
Se refugiaron tras un muro, donde se cauterizaron las heridas con
aceite caliente y pasaron la noche en vela, sometidos a una incesante
lluvia de jabalinas y piedras lanzadas con hondas. Los ballesteros, a las
órdenes de Pedro Barba, mataron el tiempo reparando las puntas de
cobre de las flechas y emplumando los astiles. Cortés descubrió que
el enemigo había retirado los puentes de la calzada para atraparlos
dentro de la ciudad, así que ordenó que miles de tlaxcaltecas se diri­
gieran hasta ella y rellenaran los huecos con piedras y trozos de ma­
dera para poder emprender la huida al día siguiente.
Con las primeras luces del día, Cortés y varios de sus capitanes
subieron a la pirámide de Xochimilco, que disfrutaba de vistas pano­
rámicas sobre la ciudad y la capital azteca, situada en la laguna que
quedaba al norte. Cortés apenas dio crédito a lo que vio, y sin duda
se reprochó haber caído en la trampa. Cruzando la laguna a toda
velocidad procedentes de la capital, se estaban aproximando unas dos
mil canoas, repletas de guerreros con sus atavíos de guerra y, al man­
do de capitanes que empuñaban espadas capturadas a los españoles.
Además, los mensajeros informaron a Cortés de que otros diez mil
aztecas provenientes de Tenochtitlán estaban dirigiéndose por tierra
a Xochimilco. Cuauhtémoc planeaba atacar a Cortés desde todos los
flancos y dejarlo aislado en esa ciudad rodeada de agua. Procedente
de la laguna, Cortés pudo oír un cántico que resonaba por todo el
valle, un grito cacofónico proferido al unísono por los guerreros que
remaban intrépidamente hacia Xochimilco: «¡México, México! ¡Te­
nochtitlán,Tenochtitlán!».25
Cortés y sus capitanes bajaron raudos las gradas de la pirámide y
ordenaron abandonar de inmediato la ciudad. Los tlaxcaltecas habían
hecho bien la tarea que se les había encomendado en la calzada, lo
que permitió que la infantería y la caballería la cruzaran. Durante la
noche, los soldados que no estaban heridos se habían dedicado a sa­
quear los palacios, donde habían encontrado grandes cantidades de

28 4
liNVOI.VIMIKNTO

oro y de prendas de algodón, pero Cortés lamentó tener que decirles


que debían dejar la mayor parte del botín en la ciudad para que no
entorpeciera la marcha. Mientras los soldados refunfuñaban por la
orden del capitán general, Cortés dividió apresuradamente las tropas
en divisiones que repartió entre los diferentes capitanes, y se puso él
mismo al frente de veinte jinetes y quinientos tlaxcaltecas, dispuestos
en una ordenada formación defensiva. A continuación, Cortés y sus
hombres se dispusieron a cruzar la calzada, hostigados en todo mo­
mento por las fuerzas enemigas.
Con la caballería cubriendo la retaguardia, Cortés y sus tropas
regresaron a tierra firme, no sin antes haber convertido la bella ciu­
dad lacustre de Xochimilco en una ruina humeante. «Y al cabo, de­
jándola toda quemada y asolada, nos partimos — recordaría Cortés
con una franqueza que hiela la sangre— .Y cierto era mucho para
ver, porque tenía muchas casas y torres de sus ídolos de cal y canto.»26
Tras reagruparse a los pies de una gran colina situada a poco más de
un kilómetro y medio de la ribera de la laguna, Cortés clavó las es­
puelas en su caballo y condujo las tropas hacia Coyoacán, una pobla­
ción situada unos once kilómetros más al norte. Después de tres días
de librar combates incesantes, el 18 de abril llegaron a Coyoacán (un
importante centro tributario de la Triple Alianza), que, para su tran­
quilidad, encontraron desierta casi por completo. Al tanto de los da­
ños sufridos por Xochimilco, los civiles de toda la ribera sudoeste de
la laguna huían ante el avance de los españoles.
Cortés y sus tropas reanudaron su forzada marcha en dirección a
Tacuba, más al norte, hostigados todo el tiempo por pequeñas divi­
siones de infantería aztecas y por guerreros llegados en canoa tras
cruzar la laguna. Por la noche los aztecas se dedicaban a insultar a los
españoles, haciéndoles imposible conciliar el sueño, y durante el día
Cortés y sus hombres, heridos y fatigados, seguían avanzando peno­
samente hacia la seguridad de Texcoco. En cierto punto de la orilla
occidental de la laguna. Cortés cayó en una emboscada y durante la
refriega perdió a dos pajes jóvenes, Francisco Martín Vendabel y Pe­
dro Gallego.27 Aunque Cortés siempre lamentaba la pérdida de algu­
no de sus hombres, la de esos pajes le afectó particularmente en ra­
zón de su juventud y del valor y la entrega que habían demostrado

285
c o n q u im a d o u

durante toda la campaña. Los dos habían sido capturados vivos, y


Cortés se sintió cada vez más abatido y apesadumbrado con solo
pensar en el destino que les esperaba en manos de Cuauhtémoc.
Quizá para aliviar su angustia y acallar su conciencia, o tal vez
para centrarse en el objetivo final de su campaña, lo cierto es que, en
Tacuba, Cortés condujo al tesorero Alderete y al padre Melgarejo a
lo alto del mayor templo de la ciudad, desde donde se divisaba una
vista espectacular de la laguna y de la capital. Los tres contemplaron
el incesante ir y venir de las canoas, algunas cargadas con mercancías
rumbo al mercado y otras llevando pescadores a faenar. Alderete y
Melgarejo, maravillados ante las dimensiones y la complejidad de las
metrópolis, que parecían en verdad estar dotando sobre las aguas, le
dijeron a Cortés que darían cuenta de esas maravillas a Su Majestad,
el emperador Carlos V.28
El clima había cambiado y estaba lloviendo a cántaros cuando
Cortés se aproximó a Texcoco, después de completar su expedición
de reconocimiento. Todavía crepitaban los fuegos en las poblaciones
en ruinas que había dejado tras de sí. Avanzando pesadamente por el
barrizal en que se habían convertido los caminos, Cortés y sus hom­
bres llegaron finalmente a las afueras de Texcoco el 22 de abril de
1521, tras una campaña de casi tres semanas de duración. Aunque la
mayoría de los españoles y de los caballos habían sufrido heridas
graves y un incontable número de tlaxcaltecas y de otros aliados in­
dígenas también habían resultado heridos o habían fallecido. Cortés
había logrado tensar la soga alrededor del cuello de Cuauhtémoc y
del terco imperio azteca. Gonzalo de Sandoval salió a recibir a C or­
tés, que estaba cubierto de pies a cabeza de lodo y sangre. El capitán
tenía buenas noticias: durante la ausencia de Cortés, habían llegado
más refuerzos (soldados, armas y caballos) y, lo más importante de
todo, se había completado con éxito la construcción de los bergan­
tines. La lluvia, que en otras circunstancias habría enfriado los ánimos
del capitán general, estaba ahora anegando el canal en el que flotaban
los trece navios recién calafateados, listos para la botadura oficial.
20
Empieza el asedio

Había llegado el momento de los preparativos finales tanto en la ri­


bera occidental como en la oriental de la laguna de Texcoco. En
Tenochtidán, Cuauhtémoc y sus principales asesores militares eva­
luaron la situación y tomaron medidas defensivas: ordenaron incor­
porar escudos de madera a miles de canoas, convirtiéndolas así en las
reforzadas embarcaciones denominadas cliimalacalli.1Aunque las in­
cursiones para interrumpir o al menos entorpecer la construcción de
los bergantines de Cortés no habían tenido éxito, a través de sus
mensajeros Cuauhtémoc había recabado mucha información sobre
las naves y había llegado al convencimiento de que esas embarcacio­
nes, similares a las que había visto navegar por las lagunas en cruceros
de placer o de caza con Moctezuma, serían utilizadas contra él. El
emperador mantuvo reuniones secretas con algunos de sus mejores
ingenieros militares y les mandó construir trampas submarinas con el
objetivo de utilizarlas llegado el mom ento oportuno.
Cuauhtémoc ordenó a continuación concentrar en Tenochtitlán
el mayor número posible de soldados y armas, si bien hubo una serie
de factores que dificultaron la movilización. Particularmente pun­
zante había sido la reciente secesión de Chalco,2 que había arrojado
serias dudas sobre el poderío militar azteca y había reducido a míni­
mos la vital recaudación de tributos, especialmente en forma de ali­
mentos. Era algo que constituía una seria crisis habida cuenta que
alrededor del 50 por ciento de la población de la capital dependía
para subsistir de un flujo constante de alimentos procedentes de fue­
ra de la ciudad. Por otro lado, estaba también el problema de la tem­
porada de siembra, una época crucial para la economía agraria azteca
en que miles de hombres se dedicaban a preparar los campos de maíz
y maguey, así como las chinampas del sur.3 Com o esos hombres ha-

287
CO N Q U ISTA D O R

cían las veces de soldados y la temporada de siembra no era una


época tradicionalmente reservada a la guerra, a Cuauhtémoc le re­
sultaría difícil formar un ejército del tamaño suficiente para enfren­
tarse con garantías a Cortés y su creciente número de aliados. Aun
así, el emperador azteca hizo todo lo posible por prepararse para la
batalla: ordenó cavar fosos en las calles, clavar en ellos estacas afiladas,
rellenar las zanjas con tierra y cubrirlas con tablas de madera.4
Cuauhtémoc también debió de organizar a sus fuerzas de élite,
los guerreros jaguar y águila, orgullosos y respetados combatientes
que conformaban las órdenes militares más selectas del ejército azte­
ca. Los guerreros alcanzaban dicho estatus por pertenecer a la noble­
za o bien por haber capturado con vida a prisioneros, y en las batallas
ejercían de oficiales, al mando de divisiones o de unidades más pe­
queñas. Este tipo de guerreros se distinguían por su vestimenta; los
jaguar llevaban pieles y estilizados cascos que representaban a dichos
felinos, por cuyas fauces asomaba la cara del combatiente, mientras
que los guerreros águila llevaban penachos de los que sobresalía un
prominente pico similar al de dicha rapaz. Con esos guerreros de
élite Cuauhtémoc seguramente discutió los aspectos tácticos y estra­
tégicos de la batalla que se avecinaba, perfilando el mayor número
posible de detalles en función de lo que ya sabía acerca de los prepa­
rativos militares realizados por Cortés en los últimos meses. Con
todo, el emperador azteca nunca hubiera podido prever hasta qué
punto las extrañas y siniestras «casas flotantes» del caudillo español
determinarían el devenir de la batalla en la laguna.3
Dice la leyenda que, como último acto simbólico, Cuauhtémoc
mandó reunir lo que quedaba del tesoro de Moctezuma, transportar­
lo en canoa hasta una misteriosa y legendaria zona de la laguna, a
Pantitlán, y una vez allí lanzarlo a un inmenso remolino de agua para
que Cortés no pudiera encontrarlo nunca. Para recompensar a su
pueblo por los sufrimientos que estaba padeciendo, con eso Cuauhté­
moc tal vez también se proponía deshonrar al difunto emperador.6
Al otro lado de la laguna, en Texcoco, Cortés seguía con sus pre­
parativos. Estaba impresionado con el trabajo realizado por Martín
López y sobre todo con las aplicadas cuadrillas de tlaxcaltecas que,
por turnos, habían estado cavando sin cesar. El capitán general escri-

288
I.MIMI-./.A I I ASF.DIO

biría lleno de orgullo: «En esta obra anduvieron cincuenta días más
de ocho mili personas cada día ... porque la zanja tenía más de dos
estados de hondura y otros tantos de anchura e iba toda chapada y
estacada, por manera que el agua que por ella iba la pusieron en el
peso de la laguna, de forma que las fustas se podían llevar sin peligro
y sin trabajo fasta el agua, que cierto que fue obra grandísima y mu­
cho para ver».7También los bergantines tenían un aspecto imponen­
te, equipados con las velas, los aparejos y los remos, recién fabricados.
Cortés decidió que, al cabo más o menos de una semana, se celebra­
ría una gran botadura oficial, una ceremonia fastuosa dirigida a in­
fundir ánimos a sus tropas y enviar un mensaje a Cuauhtémoc.
Entretanto, Cortés comunicó a todas las poblaciones vecinas que
necesitaba ocho mil puntas de flecha de cobre, fabricadas según una
pauta específica, así como iguaí número de astiles, elaborados con la
madera más dura y resistente posible. Al capitán general le satisfizo
comprobar como, justo una semana después, los artesanos militares
de la región hacían entrega de más de cincuenta mil puntas de flecha
e igual cantidad de astiles. Bajo la supervisión de Pedro Barba, las
flechas fueron repartidas entre los ballesteros y estos las emplumaron,
lubricaron y pulieron con sumo cuidado. Asimismo, los herreros se
afanaron en forjar nuevas herraduras para los caballos y otros meta­
lúrgicos afilaron la punta y el filo de las espadas y lanzas, y también
se embaló la pólvora en contenedores estancos, se limpiaron y engra­
saron los cañones y falconetes, y se revisaron los mecanismos de
disparo y los accesorios. Una vez que los caballos estuvieron herra­
dos, los jinetes recibieron la orden de ejercitarse a diario, lanzando
los corceles a galope tendido, girando y vuelta a empezar, a modo de
ejercicios de batalla simulados.8
Cortés, consciente de que necesitaría hombres corpulentos para
tomar y conservar los puentes de las calzadas, decidió solicitar más
refuerzos a sus aliados nativos. En los recientes combates librados en
Xochimilco — que a punto estuvieron de acabar en desastre— , había
comprobado cuán útiles eran los auxiliares, y también tenía claro
que, si quería infiltrarse en la capital y acabar tomándola, era crucial
contar con peones indígenas que se dedicaran a reparar los puentes
que el enemigo destruyera. Por medio de mensajeros, Cortés envió

289
CO N Q U ISTA D O R

cartas a los caciques tlaxcaltecas, a Xicotenga el Viejo y al siempre


conflictivo Xicotenga el Joven, para informarles de cuándo tenía
previsto lanzar el ataque y de que necesitaba mano de obra para tra­
bajar y preparar la comida. Cortés les pidió la elevada cifra de veinte
mil hombres y les dijo que, a ser posible, se los enviaran en el plazo
de diez días.
El domingo 28 de abril, el capitán general organizó una botadu­
ra ceremonial de doce, de los bergantines. A pesar de las recientes
lluvias el canal no se había llenado lo suficiente, pero, por fortuna, el
sagaz Martín López había proyectado y supervisado la construcción
de doce diques que jalonaban toda la vía fluvial, unos artilugios in­
geniosos que permitirían remolcar los buques hasta la ribera oriental
de la laguna de Texcoco. El padre Olmedo ofició una misa ante mi­
llares de personas, guerreros y españoles que se alineaban en la orilla
del canal para presenciar la botadura de las singulares embarcaciones,
que, con unos quince metros de eslora, podían dar cabida a entre
veinticinco y cincuenta hombres. El buque insignia de Cortés, La
Capitana, era un poco más largo e iba armado con un pesado cañón
de acero.9
A la señal de los trompetazos y las salvas de cañón sincronizadas,
se desplegaron las velas de los navios y en lo alto de los mástiles on­
dearon las enseñas españolas. La gente prorrumpió en vítores cuando,
propulsados por las velas y los remos, los bergantines, de fondo plano
y escaso calado, empezaron a surcar el canal en dirección a la laguna,
donde serían sometidos a las últimas comprobaciones y preparados
para la batalla. Hernán Cortés y Martín López podían sentirse orgu­
llosos. En solo siete meses habían planeado y ejecutado la construc­
ción de una poderosa armada, capaz de lanzar un ataque anfibio
contra Tenochtitlán, una ciudad de doscientos años de antigüedad.
Era un espectáculo grandioso, una auténtica hazaña militar.10
Sin embargo, reclutar las tripulaciones para la armada no había
sido tarea fácil. Desde un buen principio, Cortés había pedido vo­
luntarios, dando por sentado que sus hombres se disputarían los
puestos, pero al final resultó ser una previsión demasiado optimista.
Necesitaba alrededor de trescientos hombres, veinticinco para cada
barco: harían falta doce para remar (seis por banda) si el viento no

290
I MIMI / A I I ASI'JXO

soplaba con fuerza; en caso de poder desplegar las velas, esos hombres
podrían luchar desde sus puestos de combate en la regala. Además,
cada navio requeriría otra docena de arcabuceros y ballesteros que
abrieran fuego contra las canoas o los guerreros aztecas situados en
las calzadas, amén de un par de buenos artilleros que manejaran los
cañones de bronce emplazados en la proa, un vigía y, por supuesto,
un capitán competente.
Cortés quedó decepcionado con la respuesta de los hombres a su
petición de voluntarios. Por lo visto, muchos pensaban que remar
— de hecho, cualquier cometido de tipo naval— era una tarea deni­
grante, impropia de su rango militar; además, seguramente también
creían que el hecho de seguir como soldados de infantería les permi­
tiría acceder más fácilmente al botín. Al final, frustrado por la re­
nuencia de sus soldados, Cortés reclutó personalmente las tripulacio­
nes, recurriendo para ello a todos los hombres que hubieran ejercido
de marineros y, a falta de estos, a quienes fueran oriundos de ciudades
portuarias, imaginándose que algo sabrían de asuntos navales.
Cortés eligió a los capitanes en función de su experiencia naval
previa y de la confianza que le inspiraran. Entre los más destacados
había recién llegados como Miguel Díaz de Aux, que se había incor­
porado hacía apenas unos meses, procedente de una de las expedi­
ciones de Garay, y veteranos que habían acompañado a Cortés desde
el principio, como Juan Jaramillo. O tro de los recién incorporados,
Pedro Barba, al mando de los ballesteros desde hacía poco tiempo, al
parecer había logrado ganarse el favor de Cortés porque también
acabó como capitán de uno de los bergantines, puesto en el que
volvería a significarse. Durante las tres semanas siguientes, mientras
Cortés realizaba los preparativos finales con las tropas de tierra, los
capitanes y las tripulaciones se dedicarían a efectuar misiones de
prueba y ejercicios de entrenamiento en las aguas de la ribera orien­
tal de la laguna, detectando y reparando cualquier vía de agua o
problema mecánico que sufrieran los barcos.
Para seguir con el boato y ceremonial que habían rodeado a la
botadura de los bergantines, Cortés organizó un desfile militar en las
plazas y calles deTexcoco. Los refuerzos llegados poco antes sin duda
contribuyeron a engrandecer el espectáculo. El capitán general pasó

291
CON QUISTA DOR

revista a 86 jinetes, 118 arcabuceros y ballesteros, y 700 soldados de


infantería armados con espadas y escudos. La artillería la integraban
tres pesados cañones de acero, quince piezas más ligeras y unos diez
quintales de pólvora."
Cortés dividió las tropas españolas en cuatro divisiones, una an­
fibia — que dirigiría personalmente— y tres terrestres. Estas últimas
estarían a las órdenes de capitanes experimentados y de toda con­
fianza — Alvarado, Olid y Sandoval— , y cada una estaría integrada
por unos ciento cincuenta soldados de infantería, treinta jinetes y
quince ballesteros y arcabuceros. Asimismo, los capitanes estarían al
mando de numerosas divisiones aliadas, que sumaban probablemente
un total aproximado de doscientos mil guerreros.* Los principales
contingentes aliados, los deTexcoco y Tlaxcala, estarían a las órdenes
de comandantes nativos, de Ixtlilxóchitl y Chichimecatecle, respec­
tivamente, hombres que ya habían contribuido de forma decisiva en
los preparativos con vistas al asedio deTenochtitlán.12
Las divisiones aliadas eran tan numerosas que tuvieron que con­
centrarse a cierta distancia de Texcoco, donde había espacio suficien­
te para todas ellas. Bernal Díaz del Castillo recordaría el gran orgullo
y el boato con que desfilaron los guerreros llegados de las provincias,
prestos para luchar:

Venían en gran ordenanza y todos muy lucidos, con grandes divisas


cada capitanía por sí, y sus banderas tendidas, y el ave blanca que tienen
por armas, que parece águila con sus alas tendidas; traían sus alféreces
revolando sus banderas y estandartes, y todos con sus arcos y flechas y

* Por supuesto, ninguno de los cronistas contaba con medios adecuados para
calcular el número de tropas aliadas, como consecuencia de lo cual las cifras atri­
buidas a las fuerzas indígenas reunidas por Cortés para reconquistar Tenochtitlán
vanan considerablemente. Los actuales especialistas en temas militares han puesto
sobre la mesa la conservadora pero razonable cifra de doscientos mil, mientras que
otros historiadores sostienen que se acercaba al medio millón. En cualquier caso,
fuera cual fuese la cifra real, el hecho es que Cortés empleó grandes cantidades de
indígenas en varios cometidos cruciales, incluidos los de combatir, destruir y cons­
truir puentes en las calzadas, demoler e incendiar edificios, así como transportar y
preparar comida.

292
EMPIEZA El. ASEDIO

espadas de a dos manos y varas con tiraderas, e otros macanas y lanzas


grandes e otras chicas c sus penachos, y puestos en concierto y dando
voces y gritos e silbos, diciendo: «¡Viva el emperador, nuestro señor, y
Castilla, Castilla, Tlascala, Tlascala!».13

La caravana de tropas era tan larga que, según se dice, estuvo des­
filando porTexcoco durante tres horas seguidas. Se alojó y alimentó
a los hombres en muchos edificios de la ciudad. Estaban bien entre­
nados, descansados y, en su mayor parte, curtidos en combate. Ahora
era solo cuestión de esperar a que diera comienzo el asedio y la ba­
talla porTenochtidán.
En las semanas que precedieron al inicio oficial de las operacio­
nes, Cortés tuvo que solventar un nuevo contratiempo de cariz po­
lítico. Como había esperado, su petición de hombres y armas había
sido bien atendida, en especial por papte de Tlaxcala. Xicotenga el
Joven había llegado al frente de varios miles de sus mejores hombres.
Pero, poco antes de que empezara el asalto inicial, el cacique daxcal-
teca había abandonado su puesto en el transcurso de la noche y había
emprendido el viaje de regreso a Tlaxcala. Cortés preguntó al res­
pecto, sospechando que, con Xicotenga elViejo debilitado a causa de
su avanzada edad y la mayoría de los nobles que podían rivalizar con
él por el poder consagrados a ayudar a los españoles en sus esfuerzos
por conquistar Tenochtitlán, Xicotenga el Joven — que se había mos­
trado hostil a Cortés desde el principio— se había dado cuenta de
que contaba con una oportunidad inmejorable para tomar el poder
en Tlaxcala. Era el mismo arribista joven e impetuoso que justo unos
meses antes, durante las conversaciones políticas mantenidas por los
españoles y tlaxcaltecas, había tenido que ser amonestado y, final­
mente, expulsado de la sala de reuniones.
Cortés consideró que Xicotenga había incurrido en un acto de
amotinamiento, así que envió en su búsqueda a varios nobles daxcal-
tecas, acompañados por guardias armados y dos capitanes españoles. La
delegación le pidió que regresara y que se pusiera al mando de un es­
cuadrón, pero Xicotenga se negó, de modo que, como se les había
ordenado, los daxcaltecas lo tomaron prisionero y se lo llevaron mania­
tado a Cortés. Aunque Pedro de Alvarado trató de convencerle de que

293
C O N Q U IS T A D O R

tomar medidas drásticas no era lo más conveniente, el envarado capitán


general no daría su brazo a torcer. Para los españoles, argumentó Cor­
tés, la deserción era un delito merecedor de la pena capital. A esas altu­
ras de la expedición, a punto de que la batalla diera comienzo y des­
pués de todo lo que había arriesgado y perdido y de todo lo que
esperaba ganar, Cortés no toleraría semejante insubordinación, tamaña
traición. Ordenó ahorcar a Xicotenga el Joven a plena luz del día, en
el centro mismo de Texcoco, donde todos los nativos aliados pudieran
presenciar la ejecución y esta les sirviera de ejemplo.14
Las banderas ondeaban en lo alto de los mástiles de los berganti­
nes, que se mecían en las aguas de la laguna. La brisa de finales de la
primavera estaba arreciando. Todo estaba preparado. El plan elabora­
do por Cortés era ingenioso porque a la vez era sencillo; pero, como
la mayor parte de los planes militares, llevarlo con éxito a la práctica
resultaría mucho más difícil que trazarlo sobre un sencillo papel.

El plan de batalla fue organizado en todos sus aspectos como un


prolongado asedio precedido de ataques terrestres perfectamente sin­
cronizados en puntos cruciales de las calzadas así como apoyo naval
desde los bergantines. Cortés también tenía la intención de cortar el
suministro de agua potable a Tenochtidán y, si era posible, interrum­
pir todas las actividades comerciales de la ciudad con el mundo ex­
terior. Cada uno de los capitanes de las divisiones terrestres (Alvara-
do, Olid y Sandoval) tenía asignada una misión específica, y el éxito
del plan de asedio dependía del cumplimiento de cada una de ellas,
independientes pero interconectadas. Alvarado y Olid debían partir
de Texcoco, dirigirse al norte, hasta el extremo septentrional de la
laguna, y una vez allí bajar hacia Tacuba, donde Alvarado debía afian­
zar la crucial calzada de la ciudad. Olid, por su parte, debía proseguir
la marcha hacia el sur, en dirección a Coyoacán, cuya corta calzada
estaba unida a la de Iztapalapa, más larga. Una vez que Alvarado y
Olid hubieran tomado posiciones, Sandoval saldría de Texcoco con
sus tropas y se dirigiría hacia la ribera oriental de la laguna, a Iztapa-
lapa, de cuya calzada también debía apoderarse. En cuanto todas las
divisiones terrestres estuvieran en el sitio asignado, listas para lanzar-

29 4
liMI'lliZA Kl ASUDIO

se a la ofensiva. Cortés navegaría hasta allí con la flota de bergantines


para proporcionarles fuego de apoyo mediante los cañones, los arca­
buces y las ballestas y para proteger los flancos. N o cabe duda de que
el caudillo extremeño consideraba imprescindible hacerse con el
control de las calzadas si quería penetrar en el corazón del imperio
azteca.
El 22 de mayo, tras oír misa en la plaza mayor de Texcoco, el
capitán general dirigió de nuevo unas palabras a sus tropas. U n pre­
gonero leyó en voz alta las «ordenanzas para la buena orden y cosas
tocantes a la guerra», Cortés les habló a sus tropas de los ideales de
honor y de su deber de luchar en nom bre de Dios y la patria, y,
a continuación, los capitanes Olid y Alvarado partieron rumbo al
norte para cumplir la misión que se les había encomendado. Había
empezado oficialmente el asedio del imperio azteca.
Los inicios de las operaciones militares coordinadas se vieron
empañados por disputas internas, hasta el p u n tó le que Cortés debió
de preguntarse cómo iba a triunfar su plan si sus hombres eran inca­
paces de llevarse bien. Cuando las tropas de Alvarado y Olid llegaron
esa primera noche a Acolman, una población bajo dominio texcoca-
no donde, según se les había ordenado, debían parar camino de Ta-
cuba, estalló una disputa sobre cuál de las divisiones, la de Olid o la
de Alvarado, debía quedarse con los mejores alojamientos del pobla­
do; los hombres de O üd habían llegado antes que los de Alvarado y
se habían instalado en las mejores dependencias. Los ánimos se Rie­
ron caldeando y, de hecho, ambas facciones a punto estuvieron de
resolver el asunto a golpes de espada. Cuando la tensión alcanzó un
punto culminante, alguien envió un jinete veloz a Texcoco para que
informara a Cortés del altercado.15
Cortés, sin duda disgustado por lo insignificante de la riña pero
consciente de su importancia, mandó al jinete de vuelta a Acolman,
acompañado del padre Melgarejo para que este mediara en la dispu­
ta; el capitán general había empezado a depositar su confianza en
Melgarejo, algo comprensible si se tiene en cuenta la gran influencia
de la que tanto el sacerdote como Alderete disfrutaban en España.*

* El padre Pedro de Melgarejo había llegado en febrero con un impresionan-

295
C O N QUISTA DOR

Melgarejo llegó a Acolman y entregó a los capitanes una serie de


cartas de Cortés en las que este les recriminaba con dureza lo suce­
dido y en que les sugería que calmaran a sus hombres y se centraran
en la misión que tenían por delante. Una vez leídas las órdenes de
Cortés, el asunto podía considerarse resuelto, pero, en adelante, la
relación entre Alvarado y Olid sería tirante.
Al día siguiente, sin que sus tropas hubieran descansado lo sufi­
ciente, Alvarado y Olid reanudaron la marcha hacia Tacuba, reparan­
do en que casi todas las poblaciones por las que pasaban o en las que
se detenían habían sido abandonadas.Tacuba también estaba desierta,
y los españoles se alojaron en el palacio real donde Cortés había
pernoctado unas pocas semanas atrás. Una inspección rápida de la
zona que daba acceso a la calzada reveló que sería imposible tomarla
sin entablar combate, puesto que ya había numerosas canoas aztecas
surcando las aguas sobre las que estaba suspendida y un nutrido con­
tingente de soldados de infantería preparados para defenderla. Se
produjeron pequeñas escaramuzas pero ya estaba anocheciendo, y
aunque los aztecas estuvieron toda la noche insultando y provocando
a los españoles, estos conservaron la disciplina y no se lanzaron al
ataque, sino que se atuvieron al estricto plan de batalla de Cortés.
Durante su prolongada estancia en Tenochtitlán, primero como
invitado bien recibido y más adelante como uno mal recibido, Cor­
tés había acabado por conocer a la perfección el trazado urbanístico
de la inmensa ciudad lacustre (de hecho,junto con sus primeras car­
tas, había enviado a España los mapas de Tenochtitlán que había di­
bujado personalmente). Una de las construcciones que más le había
llamado la atención era el imponente acueducto de Chapultepec, un
conducto de más de tres kilómetros de longitud mediante el cual se
transportaba agua potable desde la población de Chapultepec, sitúa­

te cargamento de «indulgencias» en forma de bulas papales («bulas de cruzada»),


documentos oficialmente sellados que, tras ser comprados y firmados por un cura,
le garantizaban a uno ser absuclto de todos los pecados cometidos durante las ex­
pediciones en México. No hace falta decir que Melgarejo se convirtió en un efi­
ciente intermediario entre los soldados mercenarios, y parece ser que Cortés lo
trató con favoritismo desde el momento de su llegada.

29 6
IM I'IK/.A H ASI 1)10

da en la falda de una colina, hasta el centro de la capital. (El acueduc­


to enlazaba con la ciudad allí donde terminaba la calzada deTacuba.)
Se trataba de una vía de suministro notablemente vulnerable dado
que, si bien la principal isla de la urbe contaba con varios manantia­
les y pozos, estos eran a todas luces insuficientes para abastecer de
agua potable a una ciudad de varios cientos de miles de habitantes.
El acueducto tenía ese cometido y Cortés lo sabía. Planeó inutilizar­
lo en las fases iniciales del asedio.
Por descontado, los aztecas, que habían dependido de este acue­
ducto desde su construcción durante el reinado de Itzcóatl (1426-
1440), cuarto rey de los aztecas,* también eran conscientes de su
vulnerabilidad. De ahí que, cuando Alvarado y Olid hubieron reco­
rrido los pocos kilómetros que separaban Tacuba de Chapultepec
con la orden de demoler el acueducto, se encontraron con un nutri­
do grupo de guerreros aztecas que estaban esperándolos. Los com­
bates fueron encarnizados: los aztecas atacaron con lapzas y jabalinas
y lanzaron piedras por medio de hondas, hiriendo ■/ilgunos españo­
les en los compases iniciales de la batalla. Aunque el accidentado te­
rreno no era propicio para los caballos, los españoles lograron ahuyen­
tar a los escuadrones de vanguardia y acabaron tomando el manantial.
«Y como aquellos grandes escuadrones estuvieron puestos en huida
— recordaría Bernal Díaz— , les quebramos los caños por donde iba
el agua a su ciudad, y desde entonces nunca fue a México entre tan­
to que duró la guerra.»16 Durante los siguientes setenta y cinco días,
los habitantes de Tenochtitlán se defenderían desprovistos de este
suministro vital. En sus cartas, Cortés describiría con orgullo esta
acción como un «muy grande ardid».17
El capitán general había asestado un golpe decisivo en las fases
iniciales del asedio. Com o tenía ordenado, Olid recorrió otros ocho
kilómetros en dirección sur, hasta Coyoacán, que encontró desierta
e indefensa; pudo apoderarse de ella sin tener que librar combate
alguno. A continuación, Cortés ordenó a Sandoval y sus tropas que
partieran de Texcoco y se desplegaran en Iztapalapa, cerca de la en-

* El sucesor de Itzcóatl, su sobrino Moctezuma I, sometió el acueducto a


obras de mejora y conservación.

297
C O N QUISTA DOR

trada de la calzada más larga e importante. El 31 de mayo, el contin­


gente al mando de Sandoval recorrió sin incidentes los cuarenta ki­
lómetros, y aunque fue atacado al llegar a la ciudad abandonada,
derrotó con facilidad al pequeño destacamento azteca. Mientras
Sandoval y sus hombres se acomodaban en las mejores casas de la
población, de los templos diseminados por toda la laguna empezaron
a alzarse señales de humo, que los españoles interpretaron como una
llamada a la guerra dirigida a las fuerzas aztecas.
Hasta ese momento el gobernante azteca, Cuauhtémoc, había
preferido no defender con verdadero celo las posiciones que los es­
pañoles estaban tomando, sino simplemente observar sus movimien­
tos. N o cabe duda de que el emperador no quería arriesgarse a des­
perdigar en exceso sus tropas por varios puntos en torno a la laguna
y de que se sentía inquieto por lo que la flotilla de «casas flotantes»
pudiera hacer una vez que entrara en acción; al parecer, consideraba
que necesitaría la mayor parte de sus canoas para defenderse de esas
máquinas de guerra flotantes, y estaba en lo cierto. Tal y como la
tradición y la religión dictaban, Cuauhtémoc rogó a sus sacerdotes y
al dios de la guerra Huitzilopochdi que lo guiaran en las batallas
venideras y sacrificó a multitud de prisioneros especiales, entre ellos
a los dos jóvenes pajes de Cortés capturados poco tiempo atrás.18
Finalmente, el 1 de junio, mientras las señales de humo se alzaban
hacia el cielo del distrito lacustre, Cortés, flanqueado por la Malin-
che y Martín López (este último ejerciendo de piloto de la flota),
subió a bordo de La Capitana y ordenó izar las velas. Los navios zar­
paron de Texcoco sirviéndose tanto de las velas como de los remos
(el viento soplaba con fuerza insuficiente) y navegaron rumbo al sur,
hacia Iztapalapa, con el objetivo de apoyar a las tropas de Sandoval.
Los bergantines surcaron lentamente las aguas de la laguna; a los fas­
cinados aztecas que estuvieran observándolas desde Tenochtitlán de­
bían de parecerles unos artefactos lentos y pesados. Entretanto, Cuauh­
témoc había movilizado a miles de sus mejores guerreros, que, a
bordo de las canoas, atestaban los canales esperando la orden de lan­
zarse al ataque.
La flota llegó finalmente a una ensenada de la ribera sur de la
laguna, situada a la sombra de un alto y solitario cerro que por en-

298
KMI’IH./.A i:i ASEDIO

tonces se llamaba Tepepulco. Cortés debía de recordar bien el lugar:


era donde él y Moctezuma habían desembarcado para cazar en el
coto privado del emperador. Cortés lo bautizaría posteriormente
como el Peñón del Marqués. El promontorio estaba infestado de
guerreros aztecas que al parecer esperaban que los bergantines espa­
ñoles recalaran en ese punto. Cortés diría del encuentro: «Y como
vieron llegar la flota comenzaron a apellidar y a hacer grandes ahu­
madas, porque todas las cibdades de las lagunas lo supiesen y estuvie­
sen apercibidas».19 Aunque el capitán general tenía previsto dirigirse
a la porción de Iztapalapa construida sobre las aguas y apoyar allí al
contingente de Sandoval, decidió fondear primero en Tepepulco y
desembarcar con ciento cincuenta soldados para destruir el puesto
de comunicaciones que, en lo alto del cerro, servía para enviar seña­
les de humo.
Al frente de un destacamento, Cortés subió por la empinada y
rocosa ladera y, tras librar duros combates cuerpo a cuerpo tanto en
el camino de ascenso como en la cima del prom ontori^destruyó las
fortificaciones defensivas aztecas y extinguió las hogueras utilizadas
para lanzar las señales de humo. Aunque veinticinco españoles resul­
taron heridos en la escaramuza. Cortés la calificó de «muy hermosa
vitoria».20 Pese a todo, lo que vio desde el montículo era menos ha­
lagüeño: procedentes de Tenochtitlán, varios miles de canoas estaban
surcando las aguas de la laguna en dirección a la ensenada. Cortés y
sus hombres bajaron a toda prisa del peñasco, subieron a bordo de los
bergantines y se alejaron de la orilla para enfrentarse al enemigo.
Cortés y los capitanes de las naves observaron preocupados, in­
cluso turbados, cómo se aproximaban las canoas. El caudillo extre­
meño ordenó a todos los barcos que permanecieran quietos para que
los guerreros aztecas pensaran que los españoles estaban paralizados
de miedo. El ardid surtió efecto. Las reforzadas canoas se acercaron a
toda velocidad y se detuvieron cuando estaban a una distancia de
«dos tiros de ballesta»21 de los bergantines. Durante unos breves y
tensos instantes, ambos bandos estuvieron mirándose fijamente, a la
espera de que alguien diera la orden de atacar o de que el enemigo
hiciera un movimiento.
Justo entonces, agitadas por una fuerte y repentina brisa, las ban-

299
CO N Q U ISTA D O R

deras de los mástiles empezaron a flamear y las velas se hincharon.


Cortés se dirigió con paso resuelto a la proa, a la espera de una racha
de viento que no tardó en llegar. De las montañas empezó a soplar
un aire que consideró «muy bueno [para atacar a los aztecas]»,22 asi
que ordenó arriar los remos y desplegar todo el velamen. Los ber­
gantines, con los cañones de proa abriendo fuego a discreción, avan­
zaron a todo trapo hacia la línea de canoas y las embistieron, hacien­
do pedazos las pequeñas embarcaciones. Las naves españolas viraron
y arremetieron una y otra vez contra las canoas, hundiendo a infini­
dad de ellas al tiempo que gran número de guerreros perecían aho­
gados. Las andanadas de los cañones de bronce hicieron saltar por los
aires a muchas más y los ballesteros y arcabuceros dispararon sin cesar,
hasta que el agua quedó cubierta de restos de canoa, sangre, cadáve­
res y miembros cercenados. Un descendiente del guerrero Ixtlil-
xóchitl, que estaba luchando con las tropas de Cortés, afirmó que
«de tantos que murieron toda la gran laguna estaba tan manchada de
sangre que no parecía agua».23
Los guerreros aztecas acabaron por darse cuenta de que lanzar
piedras, lanzas y flechas era inútil, pues rebotaban en el casco de las
grandes embarcaciones y caían al agua; al poco rato se batieron en
retirada y remaron con furia hacia los canales, donde los bergantines
no podían entrar. Aun así, las naves españolas persiguieron a la mal­
trecha flota de canoas durante seis millas, todo el tiempo en direc­
ción norte, hacia la capital. El bautismo de fuego de la armada se
había saldado con una victoria abrumadora y resonante que sin duda
causó una honda conmoción entre los aztecas de toda la laguna.
Cortés había predicho que los bergantines serían «la llave de toda la
guerra», y su viaje inaugural había hecho que las palabras del caudillo
extremeño parecieran proféticas.
En Iztapalapa y Coyoacán las tropas españolas habían estado ob­
servando la batalla naval, y lo que vieron les infundió ánimos. Más
tarde le confesarían a Cortés que ver «todas las trece velas por el agua
y que traíamos tan buen tiempo y que desbaratábamos todas las ca­
noas de los enemigos» los había llenado de alborozo.24Inspirados por
la victoria aplastante obtenida por las naves, los españoles a las órde­
nes de Olid avanzaron por la corta calzada que conducía a Xoloc. La

300
I MI'IIV.A I-I ASM>IO

caballería y la infatitería de Olid obligaron a las divisiones aztecas a


recular y lograron finalmente ganar terreno cuando los bergantines
llegaron, tras haber cruzado varios canales en los que los puentes de
las calzadas habían sido retirados. A última hora de la tarde, Cortés
ordenó tomar posiciones para realizar un desembarco anfibio y ata­
car Xoloc, que, defendido por una importante fortificación azteca,
era el punto donde confluían las calzadas procedentes de Coyoacán
e Iztapalapa. Cortés desembarcó con treinta hombres — se acordó sin
duda de las torres de Xoloc, donde había tenido lugar el primer en­
cuentro histórico entre él y Moctezuma— y, ayudado por las fuerzas
de Olid, tomó posesión de las dos torres-templo. Sin embargo, la
calzada de enfrente estaba atestada de guerreros aztecas y las aguas
comenzaban a llenarse de nuevo de canoas.
Cortés ordenó arriar tres pesados cañones de su buque insignia.
Los artilleros cargaron el más grande de todos, apuntaron y dispara­
ron contra las tropas aztecas, causando graves daños y sembrando el
pánico entre sus filas. Entonces, ironías de la historia, un error come­
tido por los españoles redundó en su beneficio. El artillero del pasa­
do cañón volvió a apuntar contra las líneas aztecas y disparé^ pero
con tan mala fortuna que, llevado por el entusiasmo, prendió fuego
sin querer a toda la pólvora que había sido desembarcada y apilada
para el asalto; la detonación y la onda expansiva resultante fueron tan
fuertes que no solo ocasionaron la precipitada huida del enemigo
sino que también lanzaron al agua a varios españoles que se encon­
traban en las inmediaciones.25 Con los bergantines anclados junto a
las torres, lo bastante cerca como para embarcar de inmediato si las
circunstancias lo requerían, Cortés acampó esa noche en Xoloc y
envió uno de los navios a Sandoval para traer más pólvora lo más
pronto posible.
Al caer la noche, Cortés se mantuvo atento y vigilante. Durante
las siguientes horas, pudo oír los remos de las canoas chapoteando en
el agua y las voces de los guerreros aztecas resonando amenazadoras
por la superficie de la laguna. Procedentes de la ciudad, los aztecas
empezaron a llegar en masa en mitad de la noche, un hecho que
preocupó mucho a Cortés. «Y a media noche — recordaría vivamen­
te— llega mucha multitud de gente en canoas y por la calzada a dar

301
CO N Q U ISTA D O R

sobre nuestro real, y cierto nos pusieron en grand temor y rebato, en


especial porque era de noche y nunca ellos a tal tiempo suelen aco­
meter ni se ha visto que de noche hayan peleado, salvo con mucha
sobra de vitoria.»26 Profiriendo gritos y cánticos de guerra secun­
dados por el ululato de las conchas y el tañido de los tambores, los
aztecas atacaron con furia desde todos los flancos. Los españoles, sor­
prendidos, no se esperaban un ataque nocturno de semejante en­
vergadura.
Los bergantines se situaron a ambos lados de la calzada y las pie­
zas de artillería abrieron fuego repetidas veces, secundadas por las
descargas de los arcabuceros y ballesteros. La flota española repelió el
primer ataque de los aztecas y, al amanecer, los navios habían conse­
guido alzarse con la victoria. Con todo, no había transcurrido ni un
día desde que entraran en acción. Mientras contemplaba el rosado
cielo sobre las chinampas, poco podía imaginarse Cortés que necesi­
taría los bergantines durante los siguientes dos meses y medio. No
tardaría en descubrir que Cuauhtémoc y el orgulloso pueblo de Te-
nochtitlán no habían hecho más que empezar a luchar.
21

Choque de imperios

Cortés, siempre flexible y adaptable a las circunstancias del momen­


to, pensó que Xoloc era el mejor sitio para establecer su cuartel ge­
neral. Q ue el lugar elegido fuera el mismo en que él y Moctezuma
habían mantenido su histórico primer encuentro tal vez fuera fruto
de la casualidad o quizá fuera algo intencionado, por razones de or­
den simbólico. En Xoloc, a unos tres kilómetros de la capital. Cortés
podía mantener vigilada la laguna por si se producía un ataque con
canoas y podía contar con el apoyo de las fuerzas terrestres de San-
doval y Olid; asimismo, el caudillo español tenía planeado que Alva-
rado y sus tropas se abrieran paso hasta Tenochtitlán a través de la
calzada de Tacuba para mantener así la presión sobre la ciudad. Pero
Cortés era consciente de que ni siquiera los planes más minuciosos
salen siempre a pedir de boca, y aunque la victoria obtenida el pri­
mer día en la laguna le había dado motivos para ser optimista, hacer­
se con el control de las calzadas sería harina de otro costal.
Durante las primeras semanas de junio, las divisiones de Cortés
se enzarzaron en un extraño tira y afloja que hizo que el capitán
general se preguntara si estaba en verdad haciendo algún progreso.
De día las tropas españolas luchaban encarnizadamente a lo largo de
las estrechas calzadas para tratar de adentrarse en la ciudad, frenados
por las zanjas donde el enemigo había emplazado estacas para obsta­
culizar su avance y hostigados en todo momento por las canoas y los
guerreros aztecas, estos últimos armados con espadas y lanzas provis­
tas de hojas y puntas toledanas, adaptadas a partir del armamento que
los españoles habían dejado abandonado en anteriores batallas. Como
no querían arriesgarse a quedar desperdigados y ofrecer un blanco
fácil sobre la calzada, Cortés y sus capitanes avanzaban durante el día
en dirección a la capital rellenando las calzadas, pero al caer la tarde

303
C H O Q U E DE IMPERIOS

regresaban a los tres campamentos para descansar, donde podían


apostar centinelas y contar con el apoyo de los bergantines. El pro­
blema era que los aztecas, al amparo de la noche (otro ejemplo de
adaptación de sus prácticas tradicionales), aprovechaban para levantar
nuevas albarradas, cavar más zanjas y llenarlas de afiladas estacas, y
retirar de las calzadas los escombros con que, con tanto esfuerzo, los
aliados indígenas habían rellenado las brechas. Era un proceso suma­
mente laborioso tanto para los sitiadores como para los sitiados y
dejaba exhaustos a todos los combatientes, aunque es probable que
los aztecas sufrieran más, obligados a trabajar por turnos día y noche,
sin apenas agua potable.
Cortés tampoco se quedó atrás a la hora de innovar. Cuando un
grupo de soldados de Sandoval no pudieron cruzar una amplia bre­
cha en la calzada de Iztapalapa, ordenó que dos de los bergantines
más pequeños navegaran hasta allí y fueran amarrados uno tras otro
para que sirvieran de puente por el que los soldados e incluso los
caballos pudieran cruzar y proseguir el camino.1 Pero esa no fue sino
una de las muchas innovaciones realizadas sobre el terreno. En otra
ocasión, Cortés utilizó a centenares de trabajadores nativos para abrir
a propósito una brecha en la calzada por la que cuatro de los bergan­
tines pudieran pasar para ayudar a Olid y sus hombres (los barcos
restantes se quedaron en la parte oriental de la calzada).2También los
buques tuvieron que lidiar con numerosas estacas clavadas en las
aguas poco profundas de la zona, pero al final consiguieron sortear o
destruir muchas de esas trampas. Además, los capitanes de los navios
descubrieron varios canales de aguas más profundas por los que pu­
dieron alcanzar los arrabales deTenochtitlán, donde prendieron fue­
go a muchas casas antes de regresar a la laguna.
Las fases iniciales de la lucha fueron de una dureza y brutalidad
nunca vistas por los españoles. Cuauhtémoc no dejó en ningún mo­
mento de enviar oleada tras oleada de canoas que atacaban conti­
nuamente las calzadas; según Cortés, los guerreros aztecas «daban
tantas gritas y alaridos que parescía que se hundía el mundo».3 Al
principio los cañones de los bergantines ahuyentaron a los guerre­
ros, pero estos no tardaron en percatarse de que solo disparaban en
línea recta y de que, si remaban en zigzag, podían esquivar las balas

305
C O N QUISTA DOR

de los cañones de bronce. Al reparar en esta nueva táctica evasiva,


Cortés mandó traer de Texcoco una flota de varios miles de canoas
para que ayudaran a expulsar las de los aztecas de las proximidades
de las calzadas.
En la primera semana de los combates, Alvarado avisó a Cortés
de que los aztecas estaban utilizando la calzada de Tepeyac — una
calzada corta, situada al norte de la ciudad, que unía Tlatelolco y
Tepeyac— para comunicarse con el mundo exterior y que había un
flujo constante de canoas que introducían en Tenochtitlán comida e
incluso agua potable. La mayor parte de esta actividad tenía lugar por
la noche, al amparo de la oscuridad. Cortés se enfrentaba a un dile­
ma. Hasta entonces había permitido que la calzada más septentrional
de la ciudad permaneciera abierta para que ello incitara a sus habi­
tantes a abandonarla, tras lo cual la caballería española lo tendría fácil
para darles alcance y masacrarlos en campo abierto. Sin embargo,
todo parecía indicar que Cuauhtémoc no había mordido el anzuelo.
Cortés no podía permitir que los aztecas siguieran haciendo uso de
esa ruta porque ello entorpecía el asedio.
Aunque, en combates recientes, a Gonzalo de Sandoval una jaba­
lina le había atravesado el pie, Cortés le encomendó la misión de
dirigirse al norte, vía Tacuba, y hacerse con el control de la calzada.
La introducción de comida en la ciudad no podía tolerarse, así que
Cortés aumentó el número de patrullas efectuadas por los berganti­
nes en la laguna a fin de apresar todas las canoas que estuvieran abas­
teciendo de comida a la capital. En cuanto Sandoval hubo tomado la
calzada de Tepeyac (con la ayuda de un par de bergantines, veintitrés
jinetes, veinte ballesteros, un centenar de soldados de infantería y
gran número de aliados), Cortés tuvo sometida la ciudad a un fuerte
bloqueo. El capitán general se imaginó que, a medida que disminu­
yeran los suministros de comida y agua, también lo haría la voluntad
de luchar de los aztecas; a su juicio, solo era cuestión de tiempo que
Cuauhtémoc se diera cuenta de que era inútil resistir y se rindiera.
Pero Cortés subestimaba al último emperador de los aztecas.
Tras haber estrechado la soga alrededor de la ciudad, Cortés se
propuso tomarla al asalto e invadirla. Los bergantines cruzaban a dia­
rio los canales de aguas más profundas y, según lo ordenado por

306
( l i o g u i ; DI IMI'I RIO S

Cortés, prendían fuego al mayor número posible de casas. «Y desta


manera — recordaría el caudillo extremeño sin atisbo de pesar por la
destrucción de la ciudad que tiempo atrás había codiciado y admira­
do— estuvimos seis días en que cada día teníamos combate con ellos
y los bergantines iban quemando alderredor de la cibdad todas las
casas que podían. Y descubrieron canal por donde podían entrar al­
derredor y por los arrabales de la cibdad.»4 Puede que Cortés aún
considerara posible tomar intacta la ciudad y que prender fuego a
edificios podría servir sencillamente para demostrarle a Cuauhtémoc
que su situación era desesperada, pero, sea como fuere, lo cierto
es queTenochtitlán estaba sufriendo un proceso de destrucción. Solo
Cuauhtémoc y la situación militar podían dictaminar si era posible
poner fin a dicho proceso.
El 10 de junio, Cortés decidió que merecía la pena lanzar un
ataque coordinado e intentar tomar el centro de la ciudad. Acompa­
ñado por las tropas de Olid (doscientos soldados de infantería espa­
ñoles y miles de guerreros chalcas y tlaxcaltecas), partió de Xoloc
rumbo al norte, flanqueado por bergantines a ambos lados de la cal­
zada. Asimismo, Cortés envió mensajeros para que ordenaran a San-
doval y Alvarado avanzar con sus tropas hacia el principal templo de
la capital, cerca del palacio de Axayácatl, del que los capitanes no
debían de guardar un recuerdo muy grato.5 Cortés y sus hombres
estuvieron prácticamente todo el día rellenando las brechas y huecos
donde los puentes habían sido retirados y destruyendo albarradas y
almenas, pero finalmente, por la tarde, llegaron al final de la calzada
principal. Allí se detuvieron unos instantes para contemplar la Puer­
ta del Aguila, que daba acceso a la inmensa metrópolis. Se trataba de
una estructura de piedra alta e imponente, en cuyo centro había ta­
llada una gran águila, flanqueada a lado y lado por un jaguar y un
lobo de aspecto feroz.6 En ese punto de la calzada los aztecas habían
retirado un puente muy largo, pero Cortés, como en ocasiones ante­
riores, ordenó situar dos de las embarcaciones para usarlas a modo de
pontón y que sus fuerzas pudieran penetrar en la ciudad.7
Conforme se adentraban cada vez más en la urbe, los españoles
descubrieron que muchos de los puentes que cruzaban los canales
estaban intactos. Cuauhtémoc y sus asesores militares no habían pre-

307
C O N Q U IS TA I ><>H.

visco que Cortés y sus tropas pudieran llegar tan lejos y en tan poco
tiempo. Al ver el súbito avance de los españoles y sus aliados, los az­
tecas se ocultaron detrás de columnas y pilares de piedra y tomaron
posiciones en las azoteas de los edificios. Cortés, siguiendo de cerca
las tropas que iban en vanguardia, llegó a la plaza y ordenó emplazar
un cañón de grueso calibre en la piedra del sacrificio gladiatorio.
Cuando gran número de guerreros aztecas entraron en la explanada,
ordenó abrir fuego contra ellos; muchos cayeron abatidos y los de­
más, presas del pánico, huyeron en estampida.8 Al tiempo que los
guerreros aztecas buscaban refugio en el recinto sagrado, empezó a
oírse el tañido de los tambores que, desde lo alto del Templo Mayor,
llamaban a tomar las armas. Según las crónicas aztecas: «Percutían sus
atabales, con todo ímpetu tocaban los atabales.Y al momento subie­
ron allá dos españoles, les dieron de golpes, y después de haberlos
golpeado, los echaron para abajo, los precipitaron».9
Con todo, el llamamiento a las armas no fue en balde; los guerre­
ros aztecas lo oyeron y corrieron a defender su ciudad. Llegados
muchos de ellos en canoa, los aztecas avanzaron en tropel, esgri­
miendo sus espadas de obsidiana. Cortés ordenó a sus tropas que
cerraran filas y se lanzaran a la carga, y luego mandó a los ballesteros
y arcabuceros abrir fuego a discreción. La plaza se sumió en el caos y
la confusión. En medio del fuego cruzado de flechas, dardos y pro­
yectiles de artillería y arcabuz, Cortés observó que los aztecas conta­
ban con una superioridad numérica aplastante, así que ordenó aban­
donar la lombarda en la piedra de sacrificios y batirse en retirada. Los
españoles empezaron a replegarse hacia la calzada, donde, para facili­
tar la huida, sus aliados habían estado rellenando las brechas durante
todo el día. Una vez que el enemigo hubo abandonado la ciudad, los
guerreros aztecas arrastraron el cañón abandonado hasta la ribera de
la laguna y, una vez allí, lo tiraron al agua, en un lugar llamado Te-
tamazolco («sapo de piedra»).10
Enardecidos por la retirada de las tropas de Cortés, los aztecas se
lanzaron en su persecución por la calle que llevaba a la calzada. Aun
así, pese a estar sometido a constantes ataques desde los flancos y las
azoteas, Cortés tomó las precauciones necesarias con vistas a un fu­
turo regreso: «Y dejamos puesto fuego a las más y mejores casas de

308
C l i o g u i : 1)1: IMI'I-.KIOS

aquella calle, porque cuando otra vez entrásemos dende las azoteas
no nos hiciesen daño»."
Cortés y sus hombres llegaron al campamento de Xoloc antes de
que hubiera anochecido. Los mensajeros informaron al capitán ge­
neral de que las tropas de Alvarado y Sandoval también habían estado
batallando todo el día, pero que la feroz resistencia de los aztecas les
había impedido llegar al centro de la ciudad. Bernal Díaz, que for­
maba parte del contingente de Alvarado que había atacado desde
Tacuba, dijo que la calzada estaba plagada de trampas repletas de es­
tacas y que, conforme se aproximaban a la ciudad, las tropas españo­
las fueron atacadas tanto por tierra como desde el agua, acribilladas
en todo momento por «tanta multitud» de dardos y piedras que pa­
recía «como granizo».12 Para empeorar más aún las cosas, los españo­
les comprobaron de nuevo que la caballería era ineficaz en las calza­
das. Cuando los jinetes se lanzaban al galope contra los guerreros
aztecas y trataban de darles alcance, estos se arrojaban a las aguas de
la laguna y nadaban hacia un lugar seguro, hasta las canoas o la orilla.
Además, como la caballería era demasiado vulnerable sobre la calza­
da y demasiado valiosa como para ponerla en peligro, la infantería
tuvo que llevar el peso de los combates, con el consiguiente coste en
heridos. Las tropas de Alvarado y Sandoval también se replegaron
hacia sus campamentos por la noche, donde se cauterizaron las heri­
das con aceite caliente y rezaron a Dios para que les diera fuerzas
para afrontar los combates de los días venideros.13
La primera incursión en Tenochtitlán acarreó de inmediato va­
rias consecuencias relevantes. Para empezar, Cortés pudo comprobar
por sí mismo el modo en que probablemente se iban a desarrollar los
combates una vez dentro de la ciudad, y, en segundo lugar, si algo le
quedó claro es que, para impedir (o al menos dificultar) que los az­
tecas los hostigaran desde las azoteas, sería necesario incendiar el
mayor número posible de edificios; ello, unido a las operaciones an­
fibias que los bergantines ya estaban llevando a cabo en los arrabales de
la capital con el mismo propósito, significaba que la destrucción
de Tenochtitlán ya estaba en marcha. Pero el resultado más impor­
tante de la incursión en el recinto religioso fue el efecto que tuvo
sobre los estados vasallos que hasta ese momento se habían mostrado

309
C O N QUISTA DOR

reticentes a apoyar la causa española. La noticia se propagó como un


reguero de pólvora por todo el valle de México y, en cuestión de
uno o dos días. Cortés recibió promesas de apoyo por parte de los
otomíes así como de los habitantes de Chalco y Xochimilco, comu­
nidades todas ellas con las que, previamente, los españoles habían
guerreado.
Los nuevos aliados contribuyeron al esfuerzo bélico de Cortés de
diversas formas, como, por ejemplo, suministrando mano de obra,
canoas, comida y alojamiento. Los españoles empezaban ya a estar
hartos de tener que comer tortas de maíz a todas horas, así que, al
recibir abundantes suministros de pescado, pollos, cerezas e incluso
higos chumbos — estos últimos en plena época de maduración— , la
moral les subió por las nubes.w Asimismo, los peones aliados, además
de incorporarse a los equipos encargados de rellenar las brechas
abiertas por el enemigo en los canales y las calzadas, empezaron a
construir refugios temporales junto a las calzadas para que los espa­
ñoles (que denominaban «ranchos» a estos cobertizos) pudieran pro­
tegerse de los ataques nocturnos y de los chubascos veraniegos. El
15 de junio, cuando los texcocanos enviaron cincuenta mil guerreros
de refuerzo, Cortés decidió que estaba listo para lanzar una nueva
ofensiva contra el corazón deTenochtitlán.'5
La segunda incursión fue una repetición de la primera. Entretan­
to, los aztecas se habían dedicado una vez más a abrir brechas en las
calzadas y a construir grandes y sólidos baluartes defensivos. Tras oír
misa, Cortés dejó el campamento acompañado de una veintena de
jinetes, trescientos soldados españoles y todos sus aliados indígenas,
que, según dijo, «era infinita gente».16 Las divisiones aliadas fueron
por delante para rellenar las brechas y destruir las defensas aztecas,
seguidos por la infantería, la artillería y la caballería españolas cuando
la calzada estaba ya parcialmente despejada, flanqueadas como siem­
pre por los bergantines, sin los cuales la incursión no hubiera sido
posible. Los ballesteros, arcabuceros y artilleros se situaban con sus
armas en la borda para eliminar a los guerreros aztecas que se aproxi­
maran en canoa y para obligar a la infantería enemiga a abandonar
sus posiciones. A la postre, Cortés se encontró de nuevo bajo la Puer­
ta del Aguila, listo para entrar por segunda vez en Tenochtidán. Los

310
rnogui: df imperios

combates volvieron a ser encarnizados, y los aztecas defendieron el


recinto religioso con mayor ímpetu aún de lo que lo habían hecho
en ia primera ocasión.
En lugar de seguir avanzando, Cortés decidió que diez mil peo­
nes indígenas aliados se concentraran en la tarea de rellenar con pie­
dras, madera y escombros las brechas de la calzada y que, a continua­
ción, compactaran el relleno de modo que resultara difícil, si no
imposible, retirarlo. Con ello la caballería podría cruzarla al trote y
ser de utilidad en las espaciosas plazas, donde Cortés esperaba poder
utilizarla. Mientras estaba dentro de la ciudad, el capitán general en­
vió mensajeros a Cuauhtémoc para convencerle de que llegaran a un
acuerdo de paz, pero lo único que recibió por respuesta fue un alu­
vión de piedras, lanzas y dardos. Al caer la noche, Cortés regresó al
tramo sur de la calzada, habiendo dejado bien claro que, pese a las
dificultades y el peligro que ello entrañaba, podía entrar y salir de la
ciudad cuando le viniera en gana.
En esta segunda incursión, Cortés tuvo algo así como una funes­
ta epifanía. Durante todo el día había estado cabalgando con la caba­
llería y había visto la implacable determinación que traslucían los ros­
tros de los guerreros aztecas, hombres que no daban su brazo a torcer
sino que estaban dispuestos a pelear hasta la última gota de sangre.
«Viendo que estos de la cibdad estaban rebeldes y mostraban tanta
determinación de morir o defenderse — recordaría Cortés prosaica­
mente— , colegí dello dos cosas: la una, que habíamos de haber poca o
ninguna de la riqueza que nos habían tomado; y la otra, que daban
ocasión y nos forzaban a que totalmente los destruyésemos.»*17
Según Cortés, darse cuenta de esto último le causó una profunda
aflicción, ya que, en caso de ser posible, prefería tomar la ciudad sin
destruirla por completo. Sin embargo, era algo que parecía suma­
mente improbable. En lo que constituyó un último y desesperado
esfuerzo por doblegar la tenaz voluntad de resistencia de los dirigen­
tes aztecas, Cortés envió varios destacamentos anfibios con la misión
de infiltrarse en la ciudad y, a continuación, incendiar y destruir «las

* Por supuesto. Cortés se refiere a las riquezas que habia arrebatado a Mocte­
zuma pero que había perdido al abandonar la ciudad durante la Noche Triste.

311
C O N Q U ISTA D O R

torres de sus ídolos y sus casas», entre ellas el palacio de Axayácatl y


uno de los edificios más preciados del difunto emperador Moctezu­
ma, la espléndida Casa de las Fieras.1* Con todo, aunque la acción
causó un hondo pesar entre los aztecas, solo sirvió para que estos,
carcomidos por el odio y la rabia, lucharan con mayor furia.
Cuauhtémoc, sin duda intranquilo por las repetidas irrupciones
de Cortés en la ciudad, adoptó una nueva estrategia defensiva con­
sistente en trasladar su base de operaciones y el grueso de sus tropas
del recinto sagrado a Tlatelolco, la ciudad situada en el extremo no-
roccidental de la isla en la que se asentaba la metrópolis de Te-
nochtitlán. Tlatelolco albergaba el famoso mercado, donde se alma­
cenaban las provisiones con que la ciudad aún contaba, y, lo más
importante desde el punto de vista militar, un templo — uno de los
más altos y destacados de la ciudad— en el que Cuauhtémoc se ins­
taló para dirigir desde allí sus defensas. Desde lo alto de la pirámide
podía verlo todo, incluida la llegada de incontables contingentes de
los antiguos vasallos de los aztecas que poco antes se habían aliado a
Cortés. El emperador comprendió cuán desalentadora era la situa­
ción: tendría que enfrentarse no solo a los españoles, sino también a
sus paisanos, sus hermanos indígenas. Lo peor de todo fue quizá que
pudo presenciar cómo el enemigo destruía, incendiaba y saqueaba su
ciudad; pudo oír el estrépito de los muros de piedra al desplomarse,
y pudo ver las columnas de humo que se alzaban de los edificios en
llamas. Aun así, le había prometido a su pueblo, y se lo había prome­
tido a sí mismo, defender la ciudad hasta la muerte. Cuauhtémoc
ordenó lanzar señales de humo para avisar a los aztecas de que su
emperador los emplazaba a tomar las armas y luchar.19
Día tras día, Cortés se sirvió de la misma táctica para acercarse
paulatinamente a su objetivo. En cada ocasión, recorría la calzada
con sus tropas apoyado por los bergantines y, usando a la fuerza de
trabajo aliada para rellenar las brechas, se aproximaba cada vez un
poco más al recinto sagrado al tiempo que aumentaba el número de
aztecas expulsados de su ciudad. Aunque algunos de los capitanes
menos pacientes le insistían en acampar dentro de Tenochtitlán, al
anochecer Cortés siempre ordenaba regresar a la seguridad relativa
del campamento que tenían en la calzada, recordándoles a sus hom-

312
c iio q u i - di : impi kios

bres el peligro que comportaba el hecho de quedar atrapados en el


interior de la urbe. El capitán general lo tenía todo metódicamente
planeado y por nada del mundo permitiría que la petulancia e in­
competencia de sus hombres arruinaran su meticuloso plan.
Uno de los capitanes que más impaciente se mostró fue Pedro
de Alvarado, cosa que a Cortés no debió de sorprenderle demasiado.
Alvarado había hecho gala de su impetuosidad en numerosas ocasio­
nes, sobre todo con motivo de su actuación durante la festividad de
Tóxcatl. Hasta el momento, en el asedio en curso, Alvarado había
hecho lo ordenado por Cortés: todos los días recorría la calzada de
Tacuba, se adentraba en la ciudad y, antes de que anocheciera, volvía
al campamento de Tacuba (puede que no solo por motivos de segu­
ridad, sino también para compartir lecho con su esposa indígena,
María Luisa).20 N o obstante, el 23 de junio, ya fuera por un exceso
de confianza tras días de penetrar sin problemas en la ciudad o por­
que se sintiera demasiado inquieto, Alvarado tomó la decisión de
acampar con la mitad de su caballería al final de la calzada, práctica­
mente en el interior de la ciudad, donde, a su juicio, estarían a salvo
merced a todas las casas que habían destruido.
Fue un craso error. Casi de inmediato, tres escuadrones de gue­
rreros aztecas atacaron desde tres puntos diferentes, incluida la reta­
guardia. Los españoles contraatacaron y los guerreros enemigos si­
tuados en vanguardia se replegaron hacia el interior de la ciudad,
perseguidas por las tropas de Alvarado. Los españoles se abrieron paso
a través de varias albarradas y luego cargaron por las aguas poco pro­
fundas de una brecha. Los aztecas, sin dejar de lanzar jabalinas y
dardos en todo momento, se retiraron hacia una calzada menor ubi­
cada dentro de Tlatelolco, y Alvarado, enardecido, ordenó a sus hom­
bres continuar con la persecución. Los españoles no tardaron en en­
contrarse en medio de un laberinto de casas y calles de las que
surgieron en tropel innumerables guerreros, incluidos aquellos cuya
fingida retirada había servido para atraer a los españoles. Según Ber-
nal Díaz, los aztecas «nos dan tal mano que no les podíamos susten­
tar»,21 así que los españoles se batieron en retirada y se dirigieron a la
abertura que acababan de cruzar.
Pero los aztecas habían planeado muy bien su estratagema, y,

313
CO N Q U ISTA D O R

cuando los españoles llegaron allí, descubrieron que en las aguas de


la brecha que poco antes habían atravesado había centenares de ca­
noas aztecas, lo cual los obligó a ir en otra dirección, hacia un canal
de aguas más profundas. Acorralados y sin escapatoria posible, unos
cincuenta soldados españoles no tuvieron más opción que lanzarse al
agua y nadar; muchos fueron víctimas de las trampas submarinas:
algunos quedaron empalados en las afiladas estacas de madera y otros
quedaron atrapados en ellas, inmovilizados e incapaces de huir de sus
perseguidores. Los aztecas se abalanzaron inmisericordes sobre los
impotentes soldados; apresaron con vida a media docena con vistas a
su posterior sacrificio y dieron muerte a otros muchos. Bernal Díaz
consiguió llegar a nado al otro lado, pero, tras salir a rastras de la
trampa mortal, descubrió que un brazo le sangraba profusamente y
que apenas podía tenerse en pie a causa de las heridas y de la abun­
dante sangre que había perdido. De hecho, fue un milagro que otros
españoles también escaparan con vida, ya que la caballería, retenida
al otro lado de la calzada por las zanjas, no pudo acudir en ayuda de
la infantería. Solo un jinete trató de hacerlo, pero tanto él como su
caballo acabaron precipitándose en una de las estacadas.22 Casi todos
los integrantes del destacamento de Alvarado resultaron gravemente
heridos.
Cuando Cortés tuvo conocimiento de la humillante derrota, se
puso hecho una furia. No solo odiaba perder hombres sino que, peor
aún, a los aztecas la victoria les infundiría ánimos y le levantaría la
moral a Cuauhtémoc. Cortés envió de inmediato una carta a Alva­
rado en la que le recriminaba su imprudente maniobra y le recorda­
ba que, bajo ninguna circunstancia, debía dejar una brecha sin relle­
nar, sobre todo una que estuviera situada en la retaguardia. Alvarado
no tuvo más remedio que acatar las órdenes y, durante los siguientes
cuatro días, sus tropas se dedicaron a rellenar las brechas que hubie­
ran tenido que rellenar desde el principio, utilizando para ello los
escombros — básicamente piedras y trozos de madera— de las casas
que habían demolido en incursiones anteriores. Asimismo, como
medida de seguridad, se mantendrían ensillados y embridados a to­
dos los caballos y los jinetes dormirían a su lado.23
Cortés consideró conveniente reprender en persona a su capitán.

314
r i l O Q U I - I>E IMPERIOS

así que embarcó en uno de los bergantines y visitó el campamento


que Alvarado tenía dentro de la ciudad. No obstante, cuando el cau­
dillo extremeño comprobó por sí mismo lo lejos que se había aden­
trado en Tenochtitlán, no pudo sino deshacerse en elogios hacia el
capitán español. Según admitió el propio Cortés: «Y como yo llegué
a su real sin duda me espanté de lo mucho que estaba metido en la
cibdad y de los malos pasos y puentes que les había ganado.Y visto,
no le imputé tanta culpa como antes parescía tener».24
En cambio, lo que hizo Cortés fue m antener una reunión con
Alvarado en la que acordaron lanzar un ataque coordinado contra
el mercado de Tlatelolco, que era donde todo parecía indicar que
los aztecas estaban concentrando sus fuerzas en previsión de la
batalla final. Una vez tomada la decisión, Cortés regresó a su
campamento.
Durante todo este tiempo, los bergantines habían seguido impo­
niendo su dominio en las aguas de la laguna, efectuando día y noche
misiones para interrumpir el suministro de agua y de comida a Te­
nochtitlán por parte de las canoas enemigas. Pero los aztecas estaban
adaptándose a las nuevas técnicas militares y no tardaron en concluir
que los bergantines constituían un serio problema al que debían ha­
cer frente si querían salvar la capital. Para combatir las naves españo­
las, el mando militar azteca urdió un plan que incluía maniobras de
atracción, retiradas simuladas y contraataques agresivos.
Una mañana, los capitanes de los bergantines españoles divisaron
una flotilla de canoas surcando las aguas de la laguna; los aztecas ha­
bían camuflado las canoas con maleza y juncos, como si trataran de
ocultar lo que transportaban (probablemente comida, agua y otras
provisiones que la ciudad necesitaba imperiosamente). Propulsados
tanto por las velas como por los remos, dos de los bergantines se
lanzaron en persecución de las canoas de aprovisionamiento, pero
antes de que los capitanes (entre ellos Pedro Barba y Juan Portillo)
pudieran darse cuenta de que les estaban tendiendo una trampa, los
navios chocaron con estacas ocultas bajo las aguas de un canal poco
profundo y quedaron aprisionados en ellas. Mientras los remeros re­
maban con todas sus fuerzas para sacar los bergantines de allí, hileras
de canoas de guerra más grandes (alrededor de cuarenta, todas ellas

315
i ;o i N y u i s T A i ) i m

atestadas de los mejores guerreros aztecas) surgieron de un cañaveral,


donde habían permanecido ocultas. Se trataba sin duda de una tram­
pa ingeniosa, y las canoas atacaron desde todos lados. Al poco rato los
remeros tuvieron que abandonar sus puestos y empuñar las espadas
para defenderse de las canoas enemigas, que arremetieron en masa
contra los bergantines.25
Los aztecas consiguieron capturar a numerosos españoles y, tras
aporrearlos repetidamente, se los llevaron con vida, mientras que
otros, incluido el capitán Juan Portillo, fallecieron durante la lucha.
Aunque llegaron más bergantines y lograron desencallar las dos na­
ves, las fuerzas españolas habían sufrido daños de consideración. El
capitán Pedro Barba murió unos días después a consecuencia de las
heridas recibidas. Los aztecas habían demostrado su ingenio y creati­
vidad a la hora de adaptarse a las circunstancias. En adelante, los es­
pañoles tendrían que andarse con pies de plomo y estar siempre
atentos a las trampas que pudiera haber.26
A pesar de este revés, el avance de los españoles hacia el interior
de la ciudad desde tres flancos distintos parecía estar dando sus frutos,
pues cada incursión permitía que las tres divisiones se acercaran cada
vez más a la deseada confluencia enTlatelolco. Sin embargo, la dura­
ción y las dificultades del asedio estaban haciendo mella tanto en los
capitanes como en los soldados. Las lluvias estacionales hacían que se
pasaran buena parte del día empapados hasta los huesos y que dur­
mieran incómodos embutidos en sus armaduras, siempre húmedas y
hediondas. Aunque las tres divisiones contaban con suministros sufi­
cientes de comida, la de Alvarado, acampada dentro de la ciudad, a
escasa distancia del frente de batalla, tenía que contentarse con co­
mer solamente tortas de maíz, cerezas y hierbas. En el campamento
de Cortés, ciertos capitanes (entre ellos Alderete, el tesorero del rey,
que anhelaba poseer objetos de oro como los que algunos de sus
compatriotas llevaban colgados del cuello) presionaban al capitán
general para que ordenara un ataque en toda regla contra el mercado
de Tlatelolco, y otros capitanes, incluidos Olid y Tapia, también apo­
yaban la idea de lanzar una ofensiva coordinada en lugar de seguir
con las incursiones y repliegues diarios, que habían acabado por ca­
racterizar al asedio.27

31 6
cnogui- m? impkrios

Otro factor que contribuía a la crispación general era que, ha­


ciendo gala de un orgullo típicamente hispánico, las tres divisiones
competían entre sí por ser la primera en conquistar el mercado. Cor­
tés diría al respecto: «Y como los del dicho real de Alvarado vían que
yo continuaba mucho los combates de la cibdad, creían que yo había
de ganar primero que ellos el dicho mercado, y como estaban más
cerca dél que nosotros tenían por caso de honra no le ganar primero,
y por esto el dicho Pedro de Alvarado era muy importunado».28
Aunque escuchó atentamente los argumentos (incluso súplicas) de
sus capitanes, el caudillo extremeño, plenamente consciente de las
desventajas que comportaba llevar a cabo semejante ataque, se mos­
tró dubitativo. Com o las casas deTlatelolco permanecían intactas, los
aztecas podían situarse en las azoteas para lanzarles piedras, dardos y
lanzas. Peor aún, según lo veía Cortés, al adentrarse tanto en la ciu­
dad los españoles ya no contarían con el respaldo de los bergantines,
que hasta entonces habían demostrado ser de vital importancia. C or­
tés celebró una reunión con los principales capitanes, muchos de los
cuales adujeron que, si los españoles lograban tomar el mercado,
Cuauhtémoc quedaría tan desolado que no tendría otra opción que
rendirse. Los hombres estaban cada vez más cansados, tanto física
como psicológicamente, de tener que rellenar todas y cada una de las
brechas de las calzadas, y eso solo para comprobar que, por la noche,
los aztecas deshacían todo el trabajo realizado durante el día; era una
constatación frustrante que estaba empezando a desgastar seriamente
a los hombres. Además, todo parecía indicar que los españoles con­
taban con suficiente apoyo aliado para lanzar un ataque a gran escala,
del que Ixtlilxóchitl también se había mostrado partidario.29
Tras escuchar los argumentos de unos y otros, Cortés (proba­
blemente en contra de lo que su intuición y buen juicio le dicta­
ban) estuvo de acuerdo en lanzar una gran ofensiva. Envió cartas a
Alvarado y Sandoval para ponerlos al corriente del nuevo plan y
para explicarles cuál sería su cometido. Sandoval debía dejar unos
pocos soldados y jinetes en el campamento de la calzada deTepeyac
y, acto seguido, dirigirse hacia el sur con el grueso de sus tropas para
unirse a Alvarado y sus hombres. (El plan consistía en que fingiera
estar levantando el campamento y en que, cuando los aztecas se

317
C O N Q U ISTA IJOH.

lanzaran en su persecución, el contingente del campamento los ata­


cara por la retaguardia.) A continuación, apoyados por media doce­
na de bergantines (mientras estos pudieran proporcionarles fuego
de cobertura) y tres mil canoas aliadas, Alvarado y Sandoval, junto
con gran número de peones indígenas aliados, debían dirigirse lo
más rápido posible hacia la peligrosa brecha donde los hombres de
Alvarado habían sufrido la humillante derrota, tomarla por las ar­
mas si era necesario, cegarla a toda prisa y, por último, seguir avan­
zando hacia la zona del mercado, donde Cortés tenía previsto reunirse
con ellos.30
Por su parte, el capitán general tenía planeado recorrer con todos
sus efectivos la calzada de Iztapalapa — su movimiento habitual— y
luego, una vez que se hubiera adentrado lo suficiente en la ciudad,
dividir sus tropas en tres divisiones y hacerse con el control de las tres
arterias que conducían al mercado, cada una de las cuales requería
vadear un ancho canal que separaba Tenochtitlán de Tlatelolco. Cor­
tés, al mando de un centenar de soldados de infantería, ocho jinetes
y multitud de guerreros aliados, avanzaría por una calle estrecha que
desembocaba en el mercado; Andrés de Tapia, al frente de otra divi­
sión integrada por ochenta españoles y alrededor de diez mil aliados
indígenas, haría lo propio por una ancha avenida que llevaba a la
calzada de Tacuba, y, por último, el tesorero Alderete comandaría una
columna propia — de largo la más numerosa— , compuesta por unos
setenta soldados españoles y veinte mil guerreros y porteadores alia­
dos, cuya retaguardia cubrirían ocho jinetes.31
En las primeras horas del domingo 30 de junio, justo después
de oír misa, Cortés ordenó iniciar el asalto. Los bergantines, segui­
dos de las canoas aliadas, partieron en cabeza y, tras tomar dos puen­
tes cercanos y otros dos baluartes muy fortificados, los defensores
aztecas, como de costumbre, se vieron obligados a batirse en retirada.
En las fases iniciales del ataque, viendo la facilidad con que se derro­
taba a los aztecas, Cortés se mostró confiado: «Era tanta la gente de
nuestros amigos que por las azoteas y por todas partes les entraban,
que no parescía que había cosa que nos pudiesen ofender».32 Sin
embargo, no tardó en hacerse patente que el capitán general había
pecado de un optimismo excesivo. Las tropas de Cortés, dificultadas

318
C H O Q U E DE IM PERIOS

cada vez más en su avance por las calles estrechas y desconocidas y


por la larga distancia que habían tenido que recorrer, fueron objeto
de emboscadas que les tendían divisiones de élite aztecas que habían
permanecido ocultas tras las casas y los edificios públicos.
La compañía de Alderete avanzó deprisa y no tardó en situarse a
escasa distancia del mercado; las tropas incluso podían oír los disparos
de cañón y arcabuz procedentes de allí. Animados por la oportuni­
dad de converger con sus compañeros, los hombres de Alderete apre­
taron el paso y llegaron a una brecha de agua de unos dos metros y
medio de profundidad y unos doce pasos de ancho. Ofuscado por sus
ansias de llegar al otro lado, Alderete ordenó rellenar lo más rápido
posible la brecha y los hombres se apresuraron a cubrirla de juncos y
trozos de madera hasta que el improvisado puente pudo soportar el
peso de un soldado. Los hombres empezaron a cruzar el puente de
uno en uno, pero cuando la mayoría se encontraban ya al otro lado
fueron víctimas de una emboscada.
El ataque por sorpresa fue tan rápido y organizado que obligó a
muchos de los españoles a volver sobre sus pasos y tirarse al agua; los
aztecas, que se sentían bastante cómodos en el medio acuático, se
lanzaron a la carga en pos de sus enemigos. Al tener noticia de que
las tropas de Alderete estaban en apuros. Cortés acudió al galope y se
encontró con que el agua estaba «toda llena de españoles e indios y de
manera que no parescía que en ella hobiesen echado una paja, y los
enemigos cargaron tanto que matando en los españoles se echaban al
agua tras ellos.Y ya por la calle del agua venían canoas de los enemi­
gos y tomaban vivos los españoles».33 El lugar estaba sumido en el
caos; los gritos de los españoles quedaban ahogados por los alaridos,
aullidos y silbidos de los guerreros aztecas, que los estaban rodeando
cada vez más. Cortés desmontó y acudió en auxilio de sus hombres,
decidido, según escribiría en una de sus cartas, a «quedarme allí y
morir peleando».34 La situación era tan desesperada que lo único que
pudo hacer Cortés fue ayudar a sus hombres a salir del agua — algu­
nos estaban muertos y los demás, medio ahogados y moribundos— y
dejarlos tendidos en la orilla, cubiertos de lodo y sangre. Impotente,
solo pudo mirar como, al otro lado del canal, los guerreros aztecas se
llevaban a rastras a sus soldados.

319
C O N QUISTA DOR

Justo en ese momento, Cortés notó que alguien lo asía de los


brazos; se dio cuenta de que estaba rodeado. Aunque luchó por libe­
rarse, sus captores lo redujeron y se lo llevaron preso. Dadas las cir­
cunstancias, no cabe duda de que los aztecas podrían haberlo matado
allí mismo, pero querían vivo al capitán general. Entonces, en lo que
constituyó una escena notablemente similar a la que había tenido
lugar en Xochimilco el mes de febrero anterior, el capitán Cristóbal
de Olea, el guardaespaldas personal de Cortés, apareció de repente y,
espada en mano, se batió aguerridamente con el enemigo; por lo
visto. Olea cortó de cuajo los brazos de varios aztecas para poder li­
berar a su comandante. Gracias a la valiente acción de Olea — que ya
le había salvado la vida a Cortés dos veces— otros soldados españo­
les, entre ellos Antonio de Quiñones, pudieron acudir en ayuda del
capitán general y llevárselo a un sitio más seguro. Pese a todo, Olea
pagó cara su osadía. Rodeado por un creciente número de guerreros
enemigos, acabó siendo asesinado allí mismo, aunque no sin antes
acabar con la vida de cuatro aztecas.35
Una vez situados de nuevo en la calzada, Cortés y una docena de
sus hombres pugnaron por batirse en retirada. Mientras los demás
combatían valiéndose de los escudos y las espadas, algunos de los
soldados trataron por todos los medios de encontrar un caballo para
Cortés, ya que el suyo o bien había muerto, o bien había huido al
galope durante los encarnizados combates. El caudillo extremeño
dio media vuelta y se dispuso a ir a la zanja para seguir luchando,
pero el capitán Quiñones, que había asumido la tarea de guardaes­
paldas en sustitución de Olea, se lo desaconsejó. «¡Vamos de aquí y
salvemos vuestra persona — le gritó para hacerse oír en medio del
fragor de la batalla— , pues sabéis que sin ella ninguno de nosotros
puede escapar!»36 Cortés, sabedor de que Quiñones tenía toda la
razón, aceptó a regañadientes. En ese preciso momento, uno de sus
ayudantes llegó con un caballo, pero una lanza le atravesó la gargan­
ta antes de que pudiera siquiera acercarse a donde estaba el capitán
general. Asimismo, otro de los criados de Cortés, un tal Cristóbal de
Guzmán, intentó conseguir un caballo, pero fue capturado.
Los pocos españoles que quedaban con vida lograron por fin
acercar lo bastante un caballo a Cortés como para que este pudiera

320
CIIOQUI-: I >1: IM I'l.R IO S

montar en él y emprender la huida. El capitán general, herido de


gravedad en una pierna y aferrándose a las riendas para no caer des­
fallecido al suelo, galopó de regreso a su campamento para evaluar las
bajas sufridas por sus tropas. Eran enormes, y no solo en número de
vidas sino también en lo tocante a la moral. Si bien en el transcurso
de los combates solo habian muerto varias docenas de soldados (ade­
más de multitud de aliados), entre sesenta y cinco y setenta españoles
habian sido apresados con vida y conducidos en tropel a la pirámide
de Tlatelolco, donde, en señal de la victoria obtenida por los aztecas,
ya humeaba el incienso copal.37
Durante la aplastante derrota sufrida por Cortés, las compañías
de Alvarado y Sandoval habían seguido batallando en las proximida­
des del mercado de Tlatelolco, situadas muy cerca una de la otra. Los
hombres de Alvarado avanzaron sin excesivos problemas hasta un
punto cercano al centro del mercado, pero, una vez allí, fueron testi­
gos de una imagen macabra y desalentadora: se encontraron frente a
un nutrido contingente de guerreros aztecas, engalanados con visto­
sos penachos de plumas de quetzal y provistos de estandartes de bella
factura. A todas luces cegados por su sed de sangre, los aztecas situa­
dos en primera fila gritaron e insultaron a los españoles y, acto segui­
do, lanzaron a sus pies las cabezas cortadas de cinco de los españoles
que acababan de capturar; las cabezas habían sido atadas unas a otras
por el pelo y la barba. Cuando Alvarado y Bernal Díaz las miraron
para tratar de identificar alguno de los rostros, los aztecas vociferaron:
«Así os mataremos, como hemos muerto a Malinche [Cortés] y a
Sandoval y a los que consigo traían, y esas son sus cabezas; por eso
conocedlas bien».38 Pensando en lo peor pero negándose a dar cré­
dito a las palabras de los aztecas antes de verificarlo por sí mismo,
Alvarado ordenó batirse en retirada. La columna pudo oír el estri­
dente son de los tambores procedente de los templos mientras se
dirigía de regreso al campamento.
Por su parte, Sandoval también se vio obligado a replegarse hacia
la calzada deTepeyac, sometido durante todo el camino al griterío de
los aztecas, que también les lanzaban cabezas decapitadas. Al anoche­
cer, las tropas de las tres unidades se encontraban ya en sus respecti­
vos campamentos, ocupadas en curarse las numerosas heridas (San-

321
C O N Q U IS T A ! ><>K

doval había recibido en la cara el impacto de una voluminosa piedra),


y los bergantines y sus capitanes también habían regresado para ofre­
cer cuanta seguridad pudieran. Todos los españoles pudieron ver las
celebraciones rituales que estaban teniendo lugar en la principal pi­
rámide de Tlatelolco. El tañido de los tambores retumbaba por todo
Tenochtidán y los guerreros hacían sonar largo y tendido las caraco­
las. Otros tocaban flautas, caramillos, silbatos y cuernos parecidos a
trompas, mientras unos terceros hacían tintinear instrumentos seme­
jantes a panderetas. Bernal Díaz, que formaba parte del condngente
de Alvarado, describió lo que presenciaron mientras sus camaradas,
completamente desnudos, eran conducidos a la piedra de sacrificios:

Y de que ya los tenían arriba en una placeta que se hacía en el


adoratorio, donde estaban sus malditos ídolos, vimos que a muchos
dellos les ponían plumajes en las cabezas, y con unos como aventadores
les hacían bailar delante del Huichilobos, y cuando habían bailado, lue­
go les ponían de espaldas encima de unas piedras... y con unos nava-
jones de pedernal les aserraban por los pechos y les sacaban los corazo­
nes bullendo, y se los ofrecían a sus ídolos que allí presentes tenían, y a
los cuerpos dábanles con los pies por las gradas abajo; y estaban aguar­
dando otros indios carniceros, que les cortaban brazos y pies, y las caras
desollaban y las adobaban como cueros de guantes, y, con sus barbas, las
guardaban para hacer fiestas ...y se comían las carnes con chilmole ...y
los cuerpos, que eran las barrigas e tripas, echaban a los tigres y leones
y sierpes y culebras que tenían en la casa de las alimañas.*39

Los españoles se pasaron toda la noche mirando los templos, ilu­


minados por la trémula luz de las antorchas y perfumados con el

* Si bien con menos dramatización, las crónicas en náhuad también recogen


estos sacrificios. Es el caso del Códice Florentino (libro XII, cap. 34), en el que puede
leerse lo siguiente: «Decían los capitanes: “¡Ea pues, mexicanos! ¡Ea pues, mexica­
nos!”. Luego comenzaron todos a tocar sus trompetas y a pelear con los españoles.
Y llevaban de vencida a los españoles.Y prendieron quince españoles.Y los españo­
les huyeron con los vergantines a lo alto de la laguna. Y a los presos quitaron las
armas y despojáronlos, y lleváronlos a un cu que se llama Tlacuchcalco. Allí los sa­
caron los corazones delante del ídolo que se llamaba Macuiltótec.Y los otros espa­
ñoles estaban mirando desde los vergantines cómo los mataban».

322
CIIOQUI-: DI- IM I’ líKIO S

incienso copal. Oyeron los cánticos, el son de los tambores y los te­
rroríficos gritos de sus compatriotas al ser sacrificados por medio de
afiladas hojas de obsidiana. C on profundo pesar y resignación, Cortés
solo pudo decir: «Y aunque quisiéramos mucho estorbárselo no se
pudo hacer [nada]».40
Cuauhtémoc, henchido de orgullo por la victoria, envió de in­
mediato mensajeros para que pusieran al corriente de lo acontecido
a los caciques de Cuernavaca, Xochimilco y Chalco, sus antiguos
vasallos. Se había ajusticiado a más de la mitad de los españoles, de
esos teules despreciables. Como prueba de ello, los mensajeros pre­
sentaron las cabezas decapitadas de varios españoles, así como manos
y dedos amputados y varias cabezas cercenadas de caballo. Cuando la
noticia de lo sucedido se difundió por toda la laguna, el apoyo a
Cortés empezó a menguar y, en cuestión de un par de días, casi todos
los aliados indígenas desaparecieron; tras comprobar que Cortés no
era invencible y temerosos de las profecías que les auguraban un
destino funesto en caso de seguir allí, los veleidosos nativos abando­
naron el campamento y se esfumaron sin dejar rastro.
Con la situación bajo su férreo control, el emperador azteca lan­
zó una proclama inequívoca y definitiva que ordenó difundir a lo
largo y ancho del imperio: había consultado a los dioses y estos ha­
bían dictaminado que, en el plazo de ocho días, no quedaría con vida
un solo español.
2 2

La última batalla de los aztecas

Durante los siguientes ocho días, los españoles permanecieron en sus


campamentos. Los heridos (casi todos los hombres lo estaban) se
dedicaron a descansar y recuperarse, mientras que los pocos que
quedaban sanos continuaron con las labores diarias de rellenar bre­
chas. Las noches constituían un auténdco tormento.Todas las tardes los
aztecas proseguían con sus complejos rituales, y lo único que los es­
pañoles podían hacer era contemplar el trémulo resplandor de las
hogueras iluminando el horizonte y oír el siniestro y estremecedor
son de los cuernos, las flautas, las caracolas y los tambores y, por últi­
mo, los gritos desgarradores de sus paisanos al ser sacrificados.1 C or­
tés tuvo conocimiento de que los mensajeros enviados por Cuauhté-
moc a las provincias habían cumplido con éxito su misión: las cabezas
y los torsos desollados de los españoles y de los caballos habían ani­
mado a las tribus de Malinalco, cerca de Cuernavaca, y del territorio
otomí, en Matalcingo, a declararles la guerra a aquellos de sus veci­
nos que se habían aliado con los españoles y a ayudar a los aztecas de
Tenochtitlán.2
La noticia del levantamiento en las provincias se vio confirmada
dos días después, cuando varios representantes de Cuernavaca (que
había jurado lealtad formal a España) llegaron al campamento de
Cortés para avisar de que, por orden de Cuauhtémoc, su ciudad es­
taba sometida a fuertes ataques por parte de bárbaros del altiplano, en
concreto de Malinalco y Huitzuco. La delegación de Cuernavaca
explicó que esas tribus estaban arrasando sus cultivos y huertos fru­
tales y solicitó la ayuda de los españoles para poner fin a las razias.
Cortés tenía ya suficientes problemas con la deserción en masa de sus
aliados y con el estado deplorable en que se encontraban sus tropas,
y además le preocupaba desperdigar en exceso su exhausta (y recien-

324
I A ÚLTIMA HATAl.l.A DI’ I OS AZTKCAS

cemente vapuleada) fuerza de combate. Pese a todo, según explicaría


más tarde, «aunque lo pasado era tan de poco tiempo acaescido y
teníamos necesidad antes de ser socorridos que de dar socorro, por­
que ellos me lo pedían con mucha instancia determiné de se lo dar.
Y aunque tuve mucha contradición y decían que me destruía en
sacar gente del real, despaché con aquellos que pedían socorro ochen­
ta peones y diez de caballo con Andrés de Tapia».3 Cortés le dio a
Tapia diez días de plazo para sofocar los levantamientos en el sur.
A continuación, el capitán general ordenó a Sandoval que, acom­
pañado de dieciocho jinetes y un centenar de soldados de infantería,
se dirigiera a un punto situado cerca de la frontera con Tlaxcala para
controlar una situación similar. Se tratara o no de una bravuconería,
Cortés tenía la intención de dejarles bien claro a las provincias de la
zona — y en especial a aquellas que sopesaban la posibilidad de acu­
dir en ayuda de Cuauhtémoc— que los españoles no estaban ni
mucho menos en las últimas y que podían organizar expediciones de
castigo cuando así se lo propusieran.
Tapia se dirigió al sur, se unió a los guerreros cuernavaquenses y,
aprovechando la ventaja con que contaba la caballería en terreno
llano, derrotó a las tribus enemigas y las persiguió hasta que se refu­
giaron en fuertes situados en lo alto de las colinas. Una vez aplastada
la revuelta y restablecidos los lazos de amistad con Cuernavaca (que sumi­
nistró más mano de obra),Tapia regresó victorioso, antes de que ven­
ciera el plazo que le había dado Cortés.4
La expedición de Sandoval a tierras otomíes fue similar a la de
Tapia en cuanto al provecho que la caballería sacó de la orografía del
terreno. Tras dos días de marcha, los españoles se encontraron con el
enemigo cuando este vadeaba un río, se lanzaron en su persecución
y no tardaron en ganar terreno. Mientras corrían como alma que
lleva el diablo para huir de la carga de la caballería española, los gue­
rreros enemigos empezaron a deshacerse de pesados fardos en los
que llevaban todo lo que poco antes habían robado en un poblado
otomí. Sandoval y sus hombres se detuvieron para inspeccionar el
botín; además de grandes cantidades de maíz y de vestidos de bella
factura, encontraron los restos de varios niños asados. El macabro
hallazgo incitó a los españoles a perseguir a los guerreros durante más

325
C O N Q U IS T A D O R

de ocho kilómetros, hasta un elevado y amurallado fuerte en el que


los supervivientes (unos dos mil habían muerto en el curso de los
combates) se refugiaron.5 Después de pasarse toda la noche gritando
y tocando tambores y caracolas, los guerreros tribales se escabulleron
al amparo de la oscuridad. Aunque al amanecer Sandoval se encontró
con que no quedaba rastro de ellos, volvió aTenochtitlán con más de
setenta mil nuevos aliados otomíes y habiendo pacificado la región y
reforzado las alianzas políticas con los pueblos de la zona.6
Refugiada tras los endebles y medio derruidos muros de la ciu­
dad, la población de Tenochtitlán aguardó que llegara el día en que,
según lo vaticinado por Cuauhtémoc, todos los españoles morirían.
Pero llegó ese día y nada sucedió. Es más, no solo seguían con vida
sino que sus bergantines patrullaban incesantemente las aguas de la
laguna. Todo ello minó la credibilidad del emperador, y de las m on­
tañas empezaron a regresar buena parte de los supersticiosos y volá­
tiles aliados para unirse de nuevo a Cortés.
Por esas mismas fechas, de la costa del Golfo llegó un mensajero
español con noticias muy buenas. Acababa de llegar a Vera Cruz un
navio español, perteneciente a Juan Ponce de León. Según pudo sa­
ber Cortés, poco tiempo atrás Ponce de León había sido derrotado
por los nativos de la costa de Florida (cerca de lo que hoy en día es el
estuario de Charlotte), donde había tratado de desembarcar en lo que
constituía su segundo intento de descubrir la mítica Fuente de la
Juventud. Uno de los dos barcos de la expedición, en el que viajaba
Ponce de León — que estaba herido de muerte— , había regresado a
Cuba, pero el otro había bordeado la costa del Golfo y había acabado
recalando en Villa Rica. Era todo un regalo del cielo para Cortés, ya
que el navio transportaba grandes cantidades de pólvora y de ballestas,
así como varios caballos y un nutrido contingente de soldados.*7
La pólvora era crucial. Las reservas eran tan bajas que, poco tiem-

* El primer intento de Ponce de León de encontrar la Fuente de la Eterna


Juventud databa de 1512, pero en esa ocasión no había conseguido desembarcar.
Las heridas que sufrió durante la segunda expedición (entre otras la que le había
producido una flecha envenenada) eran tan graves que falleció poco después de
llegar a Cuba, a finales de julio de 1521.

326
I A ÚLTIMA BATALLA t)l¿ LOS AZTECAS

po atrás, Cortés había organizado un equipo al mando de Francisco


Montano (uno de los antiguos miembros de la expedición de Nar-
váez) y lo había enviado a la cima del Popocatépetl con la misión de
obtener azufre con el que poder fabricar más pólvora. Cinco espa­
ñoles valientes subieron por la falda del enorme volcán y, tras echar
a suertes quién sería el «afortunado», los hombres ataron a Montano a
una cuerda, formaron una cadena y lo bajaron repetidas veces hasta
la boca de la humeante caldera — había un desnivel de unos ciento
veinte metros— , hasta que hubo recogido el azufre suficiente para
elaborar pólvora, una cantidad que a los españoles les duró hasta la
conclusión del asedio.8
Cortés y sus capitanes, que contaban ya con los nuevos refuerzos
llegados a Vera Cruz y cuyos soldados habían podido reposar y recu­
perarse un poco, repararon en un detalle curioso e intrigante. C on el
paso de los días, parecía que los aztecas iban cada vez más lentos en
la tarea de desenterrar las brechas, hasta que a mediados de julio ce­
saron por completo las actividades de excavación; a partir de enton­
ces, todas las brechas quedaron permanentemente cegadas. Al princi­
pio Cortés pensó que podía tratarse de una nueva artimaña de sus
enemigos, pero, gracias a la información proporcionada por dos az­
tecas hambrientos y delirantes que llegaron a su campamento, el
caudillo español tuvo noticia de que Cuauhtémoc y su pueblo se
encontraban en una situación crítica. Los visitantes explicaron que
los aztecas se estaban muriendo de hambre y sed, que los cadáveres
de los difuntos estaban siendo amontonados en el interior de las
casas para ocultar el alcance de la tragedia, y que eran demasiado
pocos y se hallaban demasiado débiles para trabajar durante toda la
noche. Por lo visto, Cuauhtémoc había llegado al extremo de disfra­
zar a mujeres para que parecieran guerreros.9
Para empeorar más aún la grave situación de los aztecas, poco
antes las fuerzas de Alvarado habían destruido la única fuente de agua
potable con que contaba la ciudad, un manantial que, pese a todo, era
insuficiente para abastecer a toda la población y cuya agua era exce­
sivamente salina.Tras la destrucción del manantía], los aztecas se vie­
ron obligados a beber el agua de la laguna, muy salobre. Las crónicas
aztecas atestiguan cuán grave era la situación:

327
C O N Q U IS T A D O R

No bebían agua potable, agua limpia, sino que bebían agua de sali­
tre. Muchos hombres murieron, murieron de resultas de la disentería.
Todo lo que se comía eran lagartijas, golondrinas, la envoltura de
las mazorcas, la grama salitrosa. Andaban masticando semillas de colorín
y andaban masticando lirios acuáticos, y relleno de construcción, y
cuero y piel de venado. Lo asaban, lo requemaban, lo tostaban, lo cha­
muscaban y lo comían. Algunas yerbas ásperas y aun barro.10

Decidido a sacar partido de la desesperación y vulnerabilidad de


los aztecas, Cortés los sondeó para ver si estaban dispuestos a llegar a
un acuerdo; en el caso de que Cuauhtémoc se rindiera sin condicio­
nes, los españoles no destruirían Tenochtitlán ni asesinarían a sus
habitantes. Se produjeron algunos contactos, y Cortés liberó a tres
guerreros mexicas con vistas a negociar la paz. El emperador azteca
le dio vueltas y más vueltas (llegó a consultarlo con sus jefes y sacer­
dotes), pero al final prevalecieron su orgullo y compromiso. N o haría
tratos con el capitán general de los españoles. Los aztecas lucharían
hasta la última gota de sangre.
Cortés albergaba sentimientos encontrados y ciertas dudas so­
bre lo que tenía planeado hacer a continuación. «Y yo, viendo
como estos de la cibdad estaban tan rebeldes y con la mayor mues­
tra y determinación de m orir que nunca generación tuvo — escri­
biría tiempo después— , no sabía qué medio tener con ellos para
quitarnos a nosotros de tantos peligros y trabajos y a ellos ni a su
cibdad no los acabar de destruir, porque era la más hermosa cosa
del mundo.»" Cansado del prolongado asedio y preocupado por el
estado de sus hombres, el caudillo extremeño tom ó la difícil deci­
sión que durante todo este tiempo había esperado poder evitar.
Reduciría a escombros Tenochtitlán. «Acordé de tomar un medio
para nuestra seguridad y para poder más estrechar a los enemigos,
y fue que como fuésemos ganando por las calles de la cibdad, que
fuesen derrocando todas las casas dellas del un lado y del otro, por
manera que no fuésemos un paso adelante sin lo dejar todo asola­
do.»12 Cortés pidió a los caciques aliados que reclutaran al mayor
número posible de jornaleros de las explotaciones agrarias de la
zona; provistos de sus coas (útiles para excavar parecidos a palas),

328
I.A UI I IMA HATAI.LA l)F. U )S AZTECAS

debían prepararse para arrasar hasta los cimientos la famosa ciudad.


Además, el hecho de utilizar peones y jornaleros para derruir los
edificios y cegar para siempre las calzadas, los canales y los fosos, le
permitiría contar con un número mucho mayor de guerreros alia­
dos, que en adelante ya no estarían ocupados en las tareas de des­
trucción.13
Junto con las actividades de demolición, Cortés intensificó su
ofensiva y organizó una serie de incursiones coordinadas que se pro­
longaron hasta finales de julio de 1521. El derribo de edificios per­
mitió abrir avenidas más anchas y despejadas por las que la caballería
española podía avanzar y cargar más fácilmente. Aunque los aztecas
emplazaron grandes pedruscos y levantaron muros defensivos en al­
gunas calles próximas al mercado para impedir el paso de los caballos,
los españoles incrementaron la presión; además, Cortés disponía aho­
ra de cerca de ciento cincuenta mil guerreros aliados luchando codo
con codo con sus diestras y fogueadas divisiones.14 Los bergantines
siguieron machacando las posiciones aztecas del norte de la ciudad
con constante fuego de artillería y realizando desembarcos anfibios con
tropas de infantería.Tras unos días de efectuar dichas incursiones, las
maltrechas fuerzas aztecas se atrincheraron en el mercado de Tlate-
lolco, el último bastión del imperio.
Cortés le ordenó al disciplinado capitán Sandoval que trajera
quince caballos del campamento de Alvarado y, tras incorporarlos a
su unidad de caballería, organizó un destacamento de cuarenta jine­
tes con la intención de tender una emboscada al mayor número
posible de guerreros de élite aztecas. El capitán general envió por
delante a diez jinetes para que atrajeran la atención del enemigo y, a
continuación, mientras los aztecas apostados en las azoteas y parape­
tados tras las albarradas estaban ocupados enfrentándose a ellos, los
restantes treinta avanzaron sigilosamente y se ocultaron detrás de las
casas y de los muros cercanos a la plaza. La avanzadilla cumplió su
cometido: atrajo la atención de los defensores y estuvo batallando un
rato antes de simular que se batía en retirada. El ardid surtió el efec­
to deseado. Un numeroso contingente de guerreros aztecas se lanza­
ron en persecución de los caballos y, cuando llegaron a la espaciosa
plaza, Cortés dio la orden de atacarlos. Los treinta jinetes salieron de

329
C O N Q U IS T A D O R

su escondite y causaron estragos entre los aztecas, matando a muchos


de ellos y dispersando al resto.15
En ese preciso momento, Alvarado y sus tropas estaban atacando
el mercado desde otro flanco; sorprendentemente, a pesar del lamen­
table estado físico y psicológico en que se encontraban los aztecas,
encontraron una feroz resistencia. Los vengativos daxcaltecas lucha­
ron con creciente ímpetu y acabaron por saquear e incendiar el pa­
lacio de Cuauhtémoc. Cortés levantó la vista y vio densas columnas
de humo alzándose del templo que coronaba la pirámide de Tlate-
lolco. Era la señal convenida de que las fuerzas de Alvarado habían
tomado el gran mercado. Las tropas de Cortés y Alvarado pudieron
unir sus fuerzas y lanzar ataques coordinados contra los últimos focos
de resistencia. Francisco de Montano, recién llegado de la cima del
Popocatépetl, y un soldado apellidado Gutiérrez de Badajoz clavaron
la enseña de Cortés en lo alto del templo en señal de que se había
obtenido la victoria.16
Los españoles y sus aliados realizaron incursiones parecidas en el
transcurso de varios días, durante los cuales los tlaxcaltecas actuaron
de manera especialmente despiadada, asesinando indiscriminada­
mente a mujeres y niños pese a las protestas de Cortés. Para disfrutar
de una vista panorámica de toda la ciudad, el capitán general subió
las gradas de la alta pirámide, y descubrió allí las cabezas decapitadas
de muchos de sus hombres — ensartadas en palos y expuestas en
tzomptantU— , así como las de numerosos tlaxcaltecas, los enemigos
ancestrales de los aztecas. Cortés se situó en el borde de la plataforma
para que toda la capital reparara en su presencia, acaso con la espe­
ranza de que, al verlo allí a él en lugar de a Cuauhtémoc o sus sacer­
dotes, los aztecas acabaran por ceder y rendirse (de hecho, ya domi­
naba el 90 por ciento de la ciudad).17 Aun así, el orgulloso y tenaz
Cuauhtémoc se negó en redondo a capitular. A pesar de que Cortés
parecía tener la situación férreamente controlada, había bolsas de
unidades de élite aztecas que seguían luchando; los valientes guerre­
ros águila y jaguar preferían morir antes que rendirse.
Para dejar más claro aún que gozaba de ventaja desde el punto de
vista tanto táctico como simbólico. Cortés trasladó su cuartel general
al distrito de Amaxac, donde ordenó montar una tienda de campaña

330
I A Ú IT IM A UATAI.1.A DE I.OS AZTECAS

de color carmesí en lo alto de una azotea, desde la que podía contro­


lar todo el campo de batalla y dirigir los movimientos de sus tropas.18
El capitán general observó que numerosos enemigos se habían refu­
giado en azoteas adyacentes, en lo alto de edificios de pilares ubica­
dos cerca de la laguna, lo cual impedía o hacía muy difícil que la
caballería o la infantería españolas pudieran atacarlos. Pese a todo,
estaban un tanto expuestos al fuego de artillería de los bergantines
(de hecho, en esta zona había una laguna donde estaban amarradas la
mayoría de las canoas aztecas que seguían operativas).
A comienzos de agosto, cuando empezaba a estar preocupado
por la mengua de las reservas de pólvora y a preguntarse cómo poner
fin a un asedio que hacía ya tres meses que duraba, Cortés recibió la
visita de un hombre llamado Sotelo, un soldado que había servido
en Italia a las órdenes de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran
Capitán. Sotelo afirmó estar familiarizado con la construcción de
artilugios bélicos y propuso que se fabricara una catapulta mediante
la cual hostigar el último reducto azteca, con el consiguiente ahorro
de pólvora. Como a esas alturas Cortés estaba dispuesto a probarlo
todo, ordenó a Diego Hernández — un inteligente ingeniero que en
Cempoala había diseñado carretones provistos de ruedas y que luego
había ayudado a Martín López con los bergantines— que constru­
yera la catapulta.19 Cortés albergaba la esperanza de que el artefacto
infundiera tal grado de terror entre los aztecas que estos acabaran
sometiéndose.
Al cabo de unos pocos días, la catapulta estuvo lista y fue trans­
portada hasta una plataforma de lanzamiento emplazada en lo alto de
una pirámide, desde donde se lanzarían los proyectiles a discreción.
El invento fue un completo fracaso. Las grandes piedras que los sol­
dados cargaban en la cuchara caían antes de poder ser lanzadas y
acababan estrellándose en el suelo, por suerte sin que dañaran a na­
die. Por mucho que lo intentaron, los carpinteros e ingenieros fueron
incapaces de hacer que funcionara, y al final Cortés ordenó desman­
telarla y esconderla. Durante la construcción de la catapulta, Cortés
y sus capitanes habían amenazado al enemigo diciéndole que esa
máquina divina (que los propios aztecas llamaban «cuchara de made­
ra») acabaría con todos ellos. Sin embargo, el capitán general tuvo

331
C O N Q U IS T A D O R

que tragarse sus palabras. «Y la falta y defeto del trabuco — confesaría


un tanto avergonzado— desimulámosla con que, movidos de com­
pasión, no los queríamos acabar de matar.»20
Durante los cuatro días que duró la construcción de la catapulta,
la población azteca continuó sufriendo terribles penalidades a causa
del hambre y la deshidratación; fallecía tal cantidad de gente que los
cadáveres, apilados dentro de las casas o arrojados a la laguna, im­
pregnaban el aire de un hedor nauseabundo. Mujeres y niños yacían
arracimados en las calles, demacrados, exhaustos e incapaces de ofre­
cer resistencia alguna.21 Tampoco los guerreros aztecas eran ya rival
para los españoles y sus aliados, mucho mejor alimentados y abaste­
cidos de agua. Cortés afirmó que en dos días de combates mató y
encarceló a más de cincuenta mil personas, entre guerreros, mujeres
y niños (algo que en la actualidad solo puede ser descrito como un
auténtico baño de sangre). Por su parte, los tlaxcaltecas, llevados por
una inveterada sed de venganza, asesinaron con tal saña y virulencia
que incluso llegó a conmocionar al propio Cortés, quien diría de su
máquina de matar aliada: «[Su] crueldad nunca en generación tan
recia se vio ni tan fuera de toda orden de naturaleza como en los
naturales destas partes».*22 Con todo, no cabe duda de que, a pesar de
dichas palabras (que suenan un poco falsas en boca de quien mandó
perpetrar la matanza de Cholula), Cortés se benefició de los servicios
de esos aliados a los que él calificaba de «salvajes».
Cortés trató varias veces de entrevistarse con el emperador az­
teca, que sin duda era consciente de que su imperio tenía los días
contados. N o obstante,los encuentros nunca se materializaron. En cier­
ta ocasión se le dijo a Cortés que Cuauhtémoc deseaba hablar con él
desde la orilla opuesta de un canal, pero poco antes de la hora con­
venida Cortés recibió la noticia de que el emperador se encontraba
demasiado enfermo para acudir a la cita. Asimismo, se concertó otro
encuentro en el mercado de Tlatelolco, pero Cortés esperó muchas
horas y Cuauhtémoc nunca apareció.23 El capitán general, cansado

* Los cronistas españoles coinciden en que se asesinó o capturó a doce mil


personas en un solo día y a otras cuarenta mil en el transcurso de otro. La mayoría
de esa gente estaba desarmada o provista solamente de piedras.

332
I A ÜI.TIMA HATAt.l.A DE I.OS AZTECAS

del largo asedio y de la imposibilidad de reunirse con el emperador,


mantuvo un último encuentro con varios emisarios de Cuauhtémoc.
Los generales aztecas dieron buena cuenta de la comida que los es­
pañoles les ofrecieron y luego se marcharon con más víveres para su
emperador, probablemente un intento por parte de Cortés de tentar
al líder de un pueblo al borde de la inanición. Pero Cuauhtémoc
siguió negándose a reunirse con Cortés y, en lugar de ello, envió de
vuelta a los generales con un exiguo cargamento de prendas de al­
godón. A pesar de la fuerte hambruna, los aztecas evitaron hasta el
final comerse la carne de sus paisanos, una práctica reservada tan solo
a los rituales religiosos; Bernal Díaz señaló que «no comían las carnes
de sus mexicanos, sino eran de los enemigos tlascaltecas y las nuestras
que apañaban».24
Los españoles no tuvieron otra opción que continuar con el pi­
llaje a gran escala y con los combates casa por casa, tareas que Cortés
encomendó en buena parte a los entusiastas tlaxcaltecas. N o cabe
duda de que Cuauhtémoc podía ver que se acercaba el final; solo era
cuestión de saber cómo iba a producirse. Al emperador debía de
dolerle en lo más profundo ver a su antaño orgulloso pueblo acorra­
lado en el pequeño barrio que los supervivientes ocupaban ahora,
un barrio cuyas casas se habían convertido en ruinas humeantes o
bien en la última morada de los muertos y los moribundos. El aire
empezó a llenarse de un humo color obsidiana cada vez más denso,
al tiempo que las calles se llenaban de niños gritando y de mujeres
gimiendo que golpeaban con las manos vacías las pocas paredes que
quedaban en pie.25
En un último esfuerzo por impedir lo que parecía inevitable,
Cuauhtémoc envió a combatir a uno de sus mejores guerreros, al
que engalanó con los ropajes del Búho-Quetzal, la armadura y el
atuendo ceremonial del antiguo gobernante azteca Ahuitzotl. El
guerrero, acompañado de cuatro capitanes, iba armado con lanzas y
flechas con puntas de obsidiana. Las brillantes plumas verdes de quet­
zal sobresalían, haciéndolo parecer más grande de lo normal. C on el
plumaje reluciente y brillante, se lanzó a la batalla. El guerrero Búho-
Quetzal luchó con gran valentía y obligó a retroceder a numerosos
enemigos por medio de la intimidación y su poder. Por último, subió

333
C O N Q U IS T A D O R

a una azotea, disparó flechas a los invasores y, a continuación, bajó y


no se le volvió a ver.26
Según las fuentes aztecas, el 12 de agosto de 1521 por la tarde se
produjo un último presagio. Quizá se tratara de la señal que el empe­
rador Moctezuma había estado esperando, llegada demasiado tarde:

Y se vino a aparecer una como grande llama. Cuando anocheció,


llovía, era cual rocío la lluvia. En este tiempo se mostró aquel fuego. Se
dejó ver, apareció cual si viniera del cielo. Era como un remolino; se
movía haciendo giros, andaba haciendo espirales. Iba como echando
chispas, cual si restallaran brasas. Unas grandes, otras chicas, otras como
leve chispa. Como si un tubo de metal estuviera al fuego, muchos rui­
dos hacía, retumbaba, chisporroteaba. Rodeó la muralla cercana al agua
y en Coyonacazco fue a parar. Desde allí fue luego a medio lago, allá fue
a terminar. Nadie hizo alarde de miedo, nadie chistó una palabra.27

Se avecinaba la caída del imperio azteca. El remolino de fuego


dio en llamarse el «presagio final». Conmocionados y aterrorizados,
los aztecas cobraron conciencia de que el enemigo y la propia laguna
estaban consumiendo su civilización, tanto en sentido literal como
figurado. Todo parecía indicar que los dioses los habían abandonado
a su suerte.
Cuauhtémoc no tenía intención alguna de ser capturado con
vida. A la mañana siguiente, tras consultarlo con sus sacerdotes, tomó
la decisión de abandonar la ciudad para evitar una muerte segura.28
Puede que el emperador todavía creyera posible defender su imperio
si conseguía sellar una alianza con poblaciones situadas más allá de la
laguna, o que incluso se aferrara con fe al oráculo de Huitzilopoch-
tli, que había predicho que los aztecas se salvarían al octogésimo día
del asedio (habían transcurrido setenta y cinco desde su inicio).
Cuauhtémoc se embarcó en una canoa de guerra junto con Tede-
panquetzal, el rey de Tacuba, otro soldado y un barquero. C on el
máximo sigilo posible, se alejaron a remo de la devastada y humean­
te capital.
En su tienda carmesí en lo alto de una azotea, Cortés había pla­
neado lo que esperaba que fuera el ataque que pusiera punto y final

334
I A Ú IT IM A HATALI.A lili LOS A/.IT.CAS

al asedio. En la operación intervendrían la caballería, la infantería y la


flotilla de bergantines, que someterían la ciudad a un bombardeo
incesante. Por un lado, las divisiones terrestres, a las órdenes de Alva-
rado y Olid, arremeterían contra las fuerzas aztecas deTlatelolco que
siguieran oponiendo resistencia y las obligarían a replegarse hacia la ri­
bera de la laguna, donde estaban ya concentrados la mayoría de los civi­
les mientras que, por otro, Sandoval comandaría el ataque de los
bergantines, que abrirían fuego contra las canoas que trataran de huir
y contra la gente apostada en la orilla. Asimismo, Cortés ordenó a sus
capitanes y soldados que buscaran a Cuauhtémoc y, si les era posible,
lo capturaran con vida, «porque en aquel punto cesaría la guerra».29
Así pues, el 13 de agosto de 1521 — el día de San Hipólito, santo
patrón de los caballos— , los españoles lanzaron la ofensiva final con­
tra los últimos focos de resistencia aztecas, reducidos por entonces a
unas pocas bolsas de guerreros demacrados.
Aunque había alentado personalmente la carnicería por medio
de su constante e ingenioso asedio. Cortés no dio crédito a lo que
vio al llegar a Tlatelolco. «Los de la cibdad estaban todos encima de
los muertos y otros en el agua y otros andaban nadando y otros aho­
gándose en aquel lago donde estaban las canoas, que era grande, era
tanta la pena que tenían que no basta juicio a pensar cómo lo podían
sufrir.»30 A medida que los españoles se acercaban, mujeres y niños
salían en tropel de las casas — en su mayor parte destruidas— y huían
presas del pánico y la desesperación. Muchos quedaron atrapados y
murieron en medio de la estampida general, mientras que otros in­
tentaron escapar lanzándose a las aguas de la laguna, donde muchos
también acabaron ahogándose. En las calles, los hombres y caballos
de Cortés se encontraron con tal cantidad de cadáveres que no tu­
vieron más remedio que caminar por encima de ellos.
Los bergantines bordearon la ribera de la laguna y se toparon con
una flotilla de canoas aztecas, pero como no había más de cincuenta
de ellas y mostraron escaso espíritu de combate, los navios españoles
lo dejaron correr. Sin embargo, al ver que una de las canoas empren­
día la huida a toda velocidad, uno de los capitanes de la flota de
bergantines, García Holguín, ordenó ir en su persecución y que los
ballesteros apuntaran con sus armas y abrieran fuego cuando la tu-

335
C O N Q U IS T A D O R

vieran a tiro. Ai ver que los estaban apuntando, los ocupantes de la


canoa alzaron las manos y suplicaron a los españoles que no dispara­
ran porque a bordo viajaba Cuauhtéinoc, señor de los aztecas.31
Aunque García Holguín se puso la mar de contento con la cap­
tura, al poco rato llegó Sandoval a bordo de otro bergantín y, escu­
dándose en su rango superior, exigió a Holguín que le entregara el
prisionero. Los dos se enzarzaron en una acalorada discusión, hasta
que Cortés les ordenó tajantemente que le trajeran de inmediato a
Cuauhtémoc; añadió que el emperador debía ser tratado con respeto
y dignidad y que no debía sufrir daño alguno. A pesar de los ruegos
de los dos capitanes, file Cortés quien se arrogó finalmente el mérito de
la captura de Cuauhtémoc, añadiendo así al emperador azteca a su
larga lista de trofeos.32 El caudillo español preparó su tienda para el
encuentro oficial entre conquistador y conquistado: mandó extender
una alfombra carmesí en el suelo de la azotea y preparar varias mesas
repletas de manjares opulentos, dignos de un emperador.
Cortés se aseguró de que la Malinche estuviera a su lado para
traducir la conversación y, a continuación, el rey de los aztecas, con el
semblante pálido y ojeroso, fue llevado en presencia del capitán ge­
neral. Bernal Díaz diría de él que «era de muy gentil disposición, así
de cuerpo como de facciones, y la cara algo larga y alegre, y los ojos
más parecían que cuando miraba que eran con gravedad y halagüe­
ños, y no había falta en ellos». N o obstante, poco alegre estaba mien­
tras permanecía de pie ante su captor, señalando la daga que colgaba
de su cintura. «¡Ah, capitán! — dijo, al parecer, Cuauhtémoc— , ya yo
he hecho todo mi poder para defender mi reino, y librarlo de vues­
tras manos; y pues no ha sido mi fortuna favorable, quitadme la vida,
que será muy justo, y con esto acabaréis el reino mexicano, pues a mi
ciudad y vasallos tenéis destruidos y muertos.»33
Por mediación de Aguilar y la Malinche, Cortés realizó algunas
promesas vagas y añadió que hubiera preferido que Cuauhtémoc se
hubiera rendido antes porque así se habría podido evitar parte de la
matanza y de la destrucción de Tenochtitlán. El capitán general le
propuso que comiera y descansara y que luego negociaran los térmi­
nos de la rendición de la ciudad. A petición de Cuauhtémoc, Cortés
mandó traer la esposa del emperador — la hija menor de Moctezu-

33 6
I A Úl.TIM A HATAI.I A l)E IO S AZTECAS

nía— y ambos fueron encerrados en la misma habitación y sometidos


a una férrea vigilancia.Tras la captura del gobernante azteca, Cortés y
la mayoría de sus capitanes abandonaron Tlatelolco y regresaron a sus
campamentos, puesto que el hedor de los cadáveres, un efluvio pesti­
lente y miasmático que impregnaba todas las calles, empezaba a cau­
sarles náuseas y dolor de cabeza.34 Era el 13 de agosto de 1521, día de
la conquista oficial de la ciudad. La guerra había terminado.
En la reunión celebrada al día siguiente, Cortés no dejó pasar
mucho tiempo antes de preguntar a Cuauhtémoc por el oro. Si bien
al principio el encuentro no estuvo exento de cierto aire formal — al
emperador se le permitió engalanarse con vistosas (aunque sucias)
plumas de quetzal y acudir a la cita acompañado de los pocos nobles
aztecas que seguían con vida— , tras unos breves cumplidos Cortés
fue al grano y exigió la entrega del oro que los españoles habían per­
dido durante la Noche Triste así como del resto del tesoro imperial.
Cuauhtémoc, que al parecer ya había previsto que el caudillo español
le pediría tal cosa, ordenó a varios de sus nobles y sacerdotes que
depositaran en el suelo los objetos de valor con los que habían inten­
tado huir en las canoas — había estandartes, brazaletes, cascos y discos
de oro— , pero Cortés quedó decepcionado. «¿No más ese es el oro
que se guardaba en México? — preguntó— .Tenéis que entregárnos­
lo todo porque lo necesitamos.»35 Cuauhtémoc y sus acompañantes
conversaron entre sí unos instantes y dijeron que el resto tal vez se lo
había llevado la gente, oculto bajo las camisas de las mujeres, o quizá
lo habían arrojado a la laguna. Sin demasiado entusiasmo, le asegura­
ron a Cortés que, en cualquier caso, se encargarían de buscar el oro
restante y que, en caso de encontrarlo, se lo entregarían.
Humillado, ultrajado y sin haber visto siquiera cumplido su de­
seo de morir, lo único que pidió Cuauhtémoc fue que, teniendo en
cuenta las pésimas condiciones en que se encontraba la población de
Tenochddán a causa de las enfermedades y la hambruna, los españo­
les permitieran que la gente se marchara de la ciudad y buscara refu­
gio en otras poblaciones de la laguna, donde pudiera recuperarse y
sanar. Cortés, consciente de que un éxodo general contribuiría a la
indispensable purificación de la metrópolis, accedió a la petición. Se
encendieron hogueras y los cadáveres empezaron a ser incinerados;

337
C O N Q U ISTA D O R .

silenciados para siempre los tambores, las caracolas y las flautas, lo


único que pudo oírse en toda la ciudad fueron los chasquidos de la
madera y el crepitar de las llamas. Demacrados y harapientos, los
derrotados habitantes de la capital azteca empezaron a salir de sus
escondrijos y, entre sollozos y gemidos, iniciaron la marcha. Según
Bernal Díaz del Castillo, «en tres días con sus noches iban todas tres
calzadas llenas de indios e indias y muchachos, llenos de bote en
bote, que nunca dejaban de salir, y tan flacos y sucios e amarillos e
hediondos, que era lástima de los ven).36
Aunque habían recibido la orden de no hostigar o importunar
a los infortunados aztecas mientras abandonaban la ciudad, muchos
de los soldados españoles, llevados por la codicia, detuvieron a algu­
nos de los que se habían quedado rezagados y los sometieron a un
violento registro corporal. Con la esperanza de encontrar pepitas de
oro, les revisaron incluso los orificios nasales y las cavidades genitales,
pero lo más valioso que hallaron fueron piezas de jade y otras ge­
mas.37 Al final, los soldados y capitanes españoles tuvieron que con­
tentarse con observar compadecidos el paso de la columna de super­
vivientes aztecas — padres cargando a la espalda con niños desnutridos
y agonizantes, macilentos guerreros recubiertos de heridas abiertas y
moratones.y mujeres famélicas arrastrándose como almas en pena—
mientras dejaban atrás su hogar,Tenochtidán. A las mujeres más sanas
y atractivas y a los hombres más jóvenes se los apartó del resto, se les
marcó la cara con «el hierro del rey*3®y se los esclavizó.
Cortés dejó a Juan Rodríguez de Villafúerte al mando de unos
trescientos soldados con la misión de supervisar las tareas de limpie­
za de la ciudad y, a continuación, se marchó con el resto de sus hom­
bres a Coyoacán, donde tenía previsto reunirse con las fuerzas pro­
cedentes deTacuba yTepeyac para celebrar con ellas un banquete en
conmemoración de la victoria. Desde Villa Rica, adonde poco antes
había llegado otro barco español, se enviaron grandes cantidades de
vino así como una piara de cerdos. El día de la fiesta se presentó tal
cantidad de gente que no hubo sitio suficiente para todo el mundo,
y al final solo los capitanes y los soldados más afortunados pudieron
sentarse a la mesa. Algunas mujeres españolas llegadas poco antes de
Cuba, junto con esclavas nativas y criadas, ayudaron a preparar el

338
I.A ÚI.TIMA HATALLA DE LOS AZTECAS

banquete. Después de setenta y cinco días de combatir sin descanso,


los españoles dieron rienda suelta a sus ansias de juerga y se bebieron
tantas jarras de vino como pudieron. La improvisada sala donde se
celebraba el banquete no tardó en convertirse en un guirigay, con
hombres bailando sobre las mesas, peleando y llevándose mujeres a
rastras para copular al raso. Según un cronista que estaba presente,
«hubo mucho desconcierto, y valiera más que [el banquete] no se
hiciera, por muchas cosas no muy buenas que en él acaecieron».39
A la mañana siguiente, Cortés se despertó con una resaca terrible.
Tuvo que disculparse ante el padre Olmedo y prometerle que reuni­
ría a los depravados españoles y los obligaría a asistir a misa, en la que
tanto él como sus hombres se arrodillarían y rezarían para pedirle
perdón a Dios. Mientras contemplaba la neblina anaranjada que per­
manecía suspendida sobre las aguas de la laguna y las columnas de
humo que, cual vaporosas serpientes negras, se alzaban de las piras
funerarias que ardían en la devastada Tenochtitlán, Cortés debió de
preguntarse si existiría en verdad algún ser lo suficientemente mise­
ricordioso como para perdonarles todo lo que habían hecho.
Epílogo

Los rescoldos del incendio

Envuelve la niebla los cantos del escudo,


sobre la tierra cae lluvia de dardos,
con ellos se oscurece el color de todas lasflores,
hay truenos en el cielo.

Poema azteca. Cantares mexicanos

Tenochtitlán, la antaño esplendorosa cuna de la nación azteca, estuvo


ardiendo durante meses. Cortés, siempre atento a los asuntos prácti­
cos y administrativos, sopesó las implicaciones de haber conquistado
finalmente la ciudad para la Corona española, para sus hombres y,
quizá lo más importante de todo, para él mismo. Debía de sentirse
lleno de orgullo por haber llevado a buen puerto una empresa que
había empezado unos pocos años antes, empresa en la que no hubo
ya vuelta atrás posible desde que ordenara barrenar los barcos frente
a la costa de Vera Cruz. Todo debía de parecerle algo así como un
sueño vagamente rememorado. Pese a todo, aunque cabe la posibili­
dad de que en su fuero interno se diera a las reflexiones románticas,
en las cartas que redactó sobre sus logros militares y políticos Cortés
se ciñó a los aspectos más prosaicos de la conquista: «Aquel día de la
presión de Guautimucin [Cuauhtémoc] y toma de la cibdad, después
de haber recogido el despojo que se pudo haber nos filemos al real,
dando gracias a Nuestro Señor por tan señalada merced y tan desea­
da Vitoria como nos había dado».1
La cruda realidad era que el «despojo» al que Cortés aludía, el
inmenso tesoro de Moctezuma que había esperado descubrir y por
el que el caudillo extremeño había arriesgado su vida y la de sus
hombres, había resultado ser mucho menor de lo que habían soñado.

341
EPILOGO

A principios de 1519, mientras se preparaba para la expedición en


Cuba, Cortés había atraído a muchos de sus hombres con la prome­
sa de que se enriquecerían, y luego, durante la ardua empresa de
conquista, en la que habían menudeado las derrotas y en la que tan­
tos de sus camaradas de armas habían muerto o habían estado a
punto de hacerlo, había conseguido mantenerles la moral alta asegu­
rándoles que obtendrían grandes riquezas. Ahora, sin embargo, al ver
a sus hombres descontentos y heridos, y presionado por Alderete, el
tesorero del rey, Cortés no tuvo otra opción que convocar de nuevo
a Cuauhtémoc y exigirle por última vez la entrega de todo el oro.
El estoico emperador, despojado ya de toda dignidad, se negó a
revelar nada, así que los capitanes ordenaron torturarlo. (No está cla­
ro si Cortés dio personalmente la orden.) Los españoles ataron al
emperador de los aztecas a un poste, vertieron aceite sobre sus pies y
les prendieron fuego. La carne crepitó y se llenó de ampollas, pero
aun así, aunque parece ser que trató de ahorcarse para evitar que si­
guieran torturándolo y ultrajándolo, Cuauhtémoc no soltó prenda.
Finalmente, cuando los españoles mandaron traer al rey de Tacuba y
lo sometieron al mismo tormento, Cuauhtémoc reveló que los dio­
ses aztecas habían augurado la caída inminente de la ciudad y le ha­
bían ordenado arrojar lo que quedaba del tesoro al fondo de la lagu­
na, donde al enemigo le fuera imposible encontrarlo.2 El rey de
Tacuba acabó falleciendo a causa del suplicio, y aunque Cortés orde­
nó poner fin a la tortura de Cuauhtémoc, los pies del emperador
quedaron en tan mal estado que quedó cojo de por vida. Unos años
después, el caudillo español mandó ahorcarlo de una ceiba bajo la
acusación de haber organizado una rebelión y un intento de asesina­
to contra su persona durante la expedición a Honduras de 1523. En
esa ocasión se ejecutó también a Cohuanacoah, señor de Texcoco, y
aTetlepanquetzal,señor de Tacuba, poniendo así fin a la Triple Alian­
za, el triunvirato formal que había reforzado militarmente al imperio
azteca.*3

* En el México actual se venera mucho más a Cuauhtémoc, el último (undé­


cimo) emperador de los aztecas, que a Moctezuma. Cuauhtémoc sigue siendo un
héroe nacional, un símbolo de la resistencia, del orgullo y del honor, un líder que

342
LOS R E SC O L D O S DEI. IN C E N D IO

Cortés ordenó a un equipo de buceadores que rastreara el fondo


de la laguna en busca del tesoro, pero se pudo recuperar muy poco.
Asimismo, el capitán general permitió a los aliados daxcaltecas que
registraran y saquearan la ciudad para ver si eran capaces de encon­
trar el tesoro. Muchos hallaron pequeñas cantidades de oro, piedras
preciosas y mantos adornados con plumas tornasoladas de cola de
quetzal. Satisfechos al parecer con el botín reunido, regresaron a sus
poblados cargados de historias sobre la derrota infligida a sus enemi­
gos ancestrales (y algunos incluso de miembros amputados de aztecas
a los que habían dado muerte).4
Por el contrario, los soldados españoles estaban profundamente
insatisfechos con las escasas ganancias que la conquista de Tenochti-
dán les había reportado. Aunque al buscar entre las ruinas del palacio
y en los estanques habían encontrado varios objetos de gran valor
(entre ellos un disco de oro parecido al que Moctezuma le había re­
galado a Cortés y este había enviado a España en el primer «barco del
tesoro», así como una espléndida cabeza de jade), dichos hallazgos
apenas incrementaron el valor del botín colectivo.5 U n profundo des­
contento se apoderó de todos los soldados y oficiales, que esperaron
impacientes a que el oro fuera fundido, pesado y distribuido de acuer­
do con las leyes españolas. Además, empezó a circular el rumor (si bien
no confirmado) de que Cortés había escondido un inmenso alijo per­
sonal (una habitación literalmente repleta de oro) que, según las malas
lenguas, el capitán general tenía previsto reclamar más adelante.
Lo cierto es que sí existía una impresionante (y, salvo por el con­
tenido del primer barco del tesoro, sin precedentes) colección de
joyas y piedras preciosas, de un tamaño y calidad nunca vistos hasta
entonces por los europeos. Según López de Gomara, el secretario de
Cortés, el quinto real incluía

rodelas de mimbre forradas con pieles de tigres y cubiertas de pluma,


con la copa y cerco de oro; muchas perlas, algunas como avellanas ...
una esmeralda fina, como la palma, pero cuadrada, y que se remataba en

luchó hasta el final. En cambio, el legado de Moctezuma es mucho más complejo,


controvertido y enigmático.

343
t:i»iLoi;o

punta como pirámide ... muchos brazaletes, zarcillos, sortijas, bezotes y


otras joyas de hombres y de mujeres, y algunos ídolos y cerbatanas de
oro y de plata.6

Para deleite y fascinación del rey de España, también se incluye­


ron huesos gigantes descubiertos en Coyoacán así como tres jaguares
vivos. Uno de los felinos consiguió escaparse de la jaula durante la
travesía en barco y arañó a media docena de hombres antes de saltar
por la borda y ahogarse en las aguas del océano; otro jaguar también
escapó y tuvo que ser sacrificado para evitar males mayores. Además,
aparte del oro incluido en el quinto real, el monarca español recibiría
numerosas curiosidades y antigüedades, parecidas a las que habían
despertado su curiosidad unos meses atrás, ál recibir el primer carga­
mento. En esa ocasión, en agosto de 1520, había decidido exponer
en Bruselas los objetos que Cortés le había mandado desde el Nuevo
Mundo. La exposición, organizada en la residencia que el emperador
del Sacro Imperio Rom ano Germánico tenía en la ciudad flamenca,
suscitó gran admiración entre la aristocracia e incluso entre afama­
dos artistas como Alberto Durero. El pintor alemán, que quedó pro­
fundamente impresionado, diría tiempo después:

Vi las cosas que trajeron al rey desde la nueva tierra del oro: un sol
todo de oro, de una braza de ancho, igualmente una luna toda de plata,
también así de grande, asimismo dos como gabinetes con adornos se­
mejantes, al igual que toda clase de armas que allí se usan, arneses,
cerbatanas, armas maravillosas, vestidos extraños, cubiertas de cama y
toda clase de cosas maravillosas hechas para el uso de la gente. Estas
cosas han sido estimadas en mucho, ya que se calcula su valor en cien
mil florines. Y nada he visto a todo lo largo de mi vida que haya ale­
grado tanto mi corazón como estas cosas. En ellas he encontrado obje­
tos maravillosamente artísticos y me he admirado de los sutiles inge­
nios de los hombres de esas tierras extrañas.7

N o cabe duda de que, al elegir los mencionados tesoros como


parte del quinto real, Cortés esperaba poder impresionar al rey, que
todavía no había sancionado oficialmente la conquista llevada a tér­
mino por el extremeño. Sin embargo, el problema más apremiante al

344
io s u i;st:o in o s 01:1 incendio

que Cortés debía hacer frente era encontrar el modo de contentar a


sus hombres, que seguían quejándose y exigiendo que se les entrega­
ra su parte del botín.
Aunque el tesoro parecía poseer un valor incalculable, la realidad
era muy diferente; del lote sobrante debían descontarse varias parti­
das, empezando por el quinto correspondiente a Cortés. Una vez
que el rey y el capitán general hubieron recibido su parte y que se
hubo pagado bajo mano a ciertos capitanes — allegados de Cortés— ,
fue tan poco lo que quedó para ser distribuido entre los soldados
que, según se ha calculado, no ascendía a más de ciento sesenta pesos
por hombre, una cifra insultante si se tiene en cuenta que en esa
época una ballesta o una espada de combate en condiciones costaban
entre cincuenta y sesenta pesos.
Algunos capitanes, entre ellos Alvarado y Olid, sugirieron que, al
tratarse de una suma tan baja, debería destinarse «a los que quedaron
mancos y cojos y ciegos y tuertos y sordos, y a otros que se habían
quemado con pólvora».* Los soldados pusieron el grito en el cielo y
por unos instantes pareció que iba a estallar un motín. Al final, Cortés
utilizó los mismos poderes diplomáticos y de persuasión de los que
se había valido en ocasiones anteriores para convencer a esos hom­
bres de que lo siguieran hasta el final. Señalando hacia las ruinas de
la capital, les recordó que ahora poseían esa tierra, de la que procedía
todo el oro que habían estado buscando, y que, por tanto, también
controlaban sus minas de oro y plata. Si tenían un poco de paciencia
y confiaban tanto en él como en el rey, todos acabarían recibiendo el
premio que les correspondía, una parcela de terreno y un contingen­
te de trabajadores. A la postre, como les había prometido — solo era
cuestión de tiempo— , todos acabarían sacando tajada.
Para mantener contentos y calmados a algunos de sus hombres
— sobre todo a los capitanes— , Cortés planeó de inmediato varias
expediciones de conquista y colonización, cuyos frutos (si tenían
éxito) iban a engrosar las arcas personales de los capitanes (por lo
menos eso fue lo que les prometió). Pedro de Alvarado se dirigió a la
costa del océano Pacífico, mientras que Cristóbal de Olid, enviado a
someter a los díscolos taráscanos, se estableció en el territorio vasallo
de Michoacán. A Gonzalo de Sandoval, su fiel capitán. Cortés le en-

345
K F tU K Í O

comendó la misión de ir a la costa del Golfo y fundar allí una villa


cerca de Tuxtepec, al sudeste de Vera Cruz. (Con el paso del tiempo,
después de que Cortés se apropiara de vastas explotaciones mineras
y de gran número de indígenas para que trabajaran en ellas, el cau­
dillo extremeño se mostró muy generoso con muchos de sus anti­
guos compañeros de armas, sobre todo con aquellos que le habían
sido más fieles y le habían merecido mayor confianza: les concedió
encomiendas, que permitían disfrutar de tierras, estatus y abundantes
riquezas materiales.)*9
Una vez conjurado el peligro de que estallara un motín entre sus
tropas, Cortés centró su atención en otros asuntos apremiantes, entre
ellos el de la construcción de una nueva ciudad donde, por espacio
de casi doscientos años, había estado la gran Tenochtidán. Cortés
había visto cumplido su sueño: había conquistado la capital de Méxi­
co — en aquel entonces la ciudad más poblada del mundo— para la
Corona española.10 N o obstante, el coste — visible aún en los edifi­
cios en ruinas y en el éxodo de una población derrotada— había
sido extraordinariamente elevado. Según los cálculos más precisos,
efectuados por los cronistas nadvos en los años inmediatamente pos­
teriores a la conquista, durante el asedio de Tenochtidán murieron
más de doscientos mil aztecas y en torno a treinta mil daxcaltecas.
Aun en el caso de que solo diéramos crédito a las estimaciones más
conservadoras, la batalla por el imperio azteca constituye la más cos­
tosa en vidas humanas de toda la historia.11
Bernal Díaz, que se haría eco de la devastación dejada tras de sí
por los españoles, señaló que la noticia no tardó en alcanzar las pro-

* Al principio Cortés se había opuesto a la encomienda, un sistema de escla­


vitud encubierta en virtud del cual algunos nativos (a veces centenares de ellos) de
un territorio recién conquistado eran distribuidos entre ciertos terratenientes (en
su mayor pane conquistadores, y, en el caso de México, algunos caciques y nobles
indígenas que se habían convertido al cristianismo) para que trabajaran como jor­
naleros en sus tierras. En lugar de pagar en metálico a sus antiguos capitanes, hom­
bres que habían luchado valientemente a su lado, Cortés no tuvo otra alternativa
que ofrecerles encomiendas en pago por sus años de servicio. La concesión de la
primera de dichas encomiendas tuvo lugar muy poco después de la conquista, en
abril de 1522.

346
LOS R E SC O L D O S DEL IN C E N D IO

vincias más remotas de México. Gente de todos los rincones de la


nación peregrinó hasta Tenochtidán para comprobar por sí misma si
era verdad que la capital azteca había sido arrasada por completo.
Algunos llegaron con regalos y tributos para Cortés, mientras que
otros simplemente «traían consigo a sus hijos pequeños, y les mostra­
ban a México, y como solemos decir: “Aquí fue Troya”».12
Los aztecas reflejaron poéticamente su profundo pesar por la des­
trucción de su ciudad y la desaparición de su imperio:

En los caminos yacen dardos rotos,


los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.

Gusanos pululan por calles y plazas,


y en las paredes están los sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
y cuando las bebimos,
es como si bebiéramos agua de salitre.

Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,


y era nuestra herencia una red de agujeros.
Con los escudos fue su resguardo,
pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad.13

Además de peregrinos picados por la curiosidad, a Tenochtidán


llegaron caciques y delegados de regiones distantes — incluida la po­
derosa provincia de Michoacán— para pagar tributos y someterse al
vasallaje español. Fue algo que complació mucho a Cortés, puesto
que así podría enviar algunos exploradores a través de esas derras
para llegar a «la mar del Sur» (el océano Pacífico), que, considerada la
ruta de acceso al Lejano Oriente, según Cortés permiriría «hallar
muchas islas ricas de oro y piedras y perlas preciosas y especería ... y
descubrir y hallar otros muchos secretos y cosas admirables».14
Aunque sin contar con la bendición legal de la Corona española,
Hernán Cortés controlaba ya casi toda Centroamérica, un vasto te­
rritorio que se extendía desde Vera Cruz al este, en la costa del golfo

347
I-1*1LO G O

de México, hasta el océano Pacífico al oeste, y lo que hoy en día es


Guatemala al sur, pasando por las junglas y la selva tropical de la «tie­
rra caliente» y por las tierras volcánicas del altiplano.15 El capitán
general controlaba Nueva España, es decir, unas posesiones diplomá­
ticas y geográficas mucho más vastas que las de los gobernadores de
Cuba, Jamaica y La Española juntas. N o obstante, Cortés debería
hacer frente a una nueva amenaza política antes de que pudiera por
fin reclamar la posesión legal de esas tierras.
Dicha amenaza política llegó al puerto de Vera Cruz en diciem­
bre de 1521 en forma de dos barcos españoles procedentes de La
Española, en uno de los cuales viajaba un inspector llamado Cristó­
bal deTapia.Tapia venía en nombre de Juan de Fonseca,el obispo de
Burgos, y llevaba consigo documentos redactados en España en vir­
tud de los cuales se le autorizaba a convertirse en el gobernador de
Nueva España.Tapia presentó sus cartas y documentos a los capitanes
al mando de Vera Cruz, pero estos le indicaron que debía reunirse
personalmente con Cortés, que en aquellos momentos se encontra­
ba en la montañosa provincia de Coyoacán. Tapia redactó y envió
inmediatamente una carta a Cortés en la que le informaba de que el
rey le había nombrado gobernador de Nueva España y en la que
solicitaba reunirse con él, ya fuera enVera Cruz o en Coyoacán, don­
de a Cortés le resultara más cómodo.
Cortés, cuyos mensajeros le habían informado de la llegada de
Tapia mucho antes de que recibiera la carta, ya se había lanzado a una
acción política de carácter evasivo. Conocía bien a Cristóbal de Tapia
desde que coincidieran en La Española y sabía que debía actuar rápi­
do y con decisión. Enseguida envió a Gonzalo de Sandoval a una
pequeña población totonaca situada en la costa de Vera Cruz con la
orden de fundar allí una ciudad con sus jueces y representantes y
bautizarla Medellín (un bonito detalle, puesto que así se llamaba la
población española donde habían nacido tanto Cortés como San­
doval).16 Por su parte, el capitán general fundó oficialmente la muni­
cipalidad de México Ciudad, de la que hizo alcalde y portavoz legal
a Pedro de Alvarado. Cortés contaba ahora con representantes minu­
ciosamente elegidos de cuatro municipalidades, incluidas Villa Rica
de la Vera Cruz y Segura de la Frontera, fundadas previamente. Res-

348
OS KESCOIDOS Din INCENDIO

pendiendo con calma y educación a la petición de Tapia de organizar


un encuentro. Cortés envió a sus hombres de confianza a Cempoala
para que lidiaran con la amenaza política. Dichos representantes eran
Cristóbal Corral, portaestandartes y ahora regidor de Segura de la
Frontera; Pedro de Alvarado, nuevo magistrado de México capital-
Tenochtitlán, y Bernardino Vázquez de Tapia, regidor de Villa Rica de
la Vera C ruz.'7
Los hombres de Cortés se reunieron con Cristóbal de Tapia el
24 de diciembre de 1521 y ambas partes presentaron sus respectivos
documentos. Con gran astucia, Cortés había incluido uno en virtud
del cual se consideraba que la llegada de Tapia suponía una amenaza
similar a la planteada por Narváez (quien, por cierto, continuaba preso
en la costa) y en el que se señalaba que a Cortés no le era posible
abandonar la región de la capital por temor a que estallara una rebelión
azteca. (Por entonces Tapia no tenía manera de saberlo, pero se trataba
de una posibilidad harto remota.) Los miembros de la delegación de
Cortés escucharon con atención a Tapia y leyeron concienzudamente
la documentación; sin embargo, tras cuatro días de deliberaciones,
presentaron un documento formal en el que se le negaba a Tapia toda
autoridad en la región y en el que se rebatían las reclamaciones de
Diego Velázquez, de Pánfilo de Narváez y del propio Tapia.
Le ofrecieron al importuno inspector algunos lingotes de oro
por las molestias sufridas (al parecer a cambio de varios caballos, un
barco y un puñado de esclavos africanos) y lo invitaron a regresar de
inmediato a Santo Domingo. Tapia se lo estuvo pensando unos días
y al cabo afirmó encontrarse demasiado enfermo para viajar. Por lo
visto, Gonzalo de Sandoval le respondió que, si no se embarcaba
enseguida en un buque rumbo a Santo Domingo, se encargaría per­
sonalmente de mandarlo de vuelta a casa en una piragua.18 Cristóbal
de Tapia hizo lo que se le pedía sin rechistar. Valiéndose de su pro­
bada astucia, Cortés había neutralizado un nuevo desafío político a
su poder en Nueva España.
El caudillo extremeño, que se había referido a Tenochtitlán como
«la más hermosa cosa del mundo»,19decidió reconstruir la espléndida
ciudad que había destruido «porque siempre deseé que esta cibdad se
redificase por la grandeza y maravilloso asiento della».20 Había razo-

349
EI’ll.OCO

nes estratégicas para mantener la capital en el mismo emplazamiento;


como Cortés había podido comprobar por sí mismo, la ciudad-isla
era fácilmente defendible.Tampoco cabe descartar que, al decidir que
se levantaría una ciudad de estilo español justo encima de la antigua
maravilla azteca, Cortés tuviera la intención de rematar la conquista
en el plano simbólico y erradicar los monumentos aztecas y toda su
memoria. La construcción de Ciudad de México empezó en 1522,
usando como mano de obra a los pocos aztecas que habían sobrevi­
vido y a los aliados texcocanos. Cortés encargó la planificación de la
nueva ciudad al arquitecto Alonso García Bravo y se mudó a la isla
para supervisar personalmente el proyecto. Irónicamente, uno de los
hijos de Moctezuma que había sobrevivido, don Pedro Moctezuma,
administró la reconstrucción de una de las secciones de la ciudad. En
las obras de reconstrucción se empleó a centenares de miles de peo­
nes oriundos del valle de México.21
Com o si se propusiera con ello prolongar las injurias y sufri­
mientos padecidos por los aztecas, Cortés mandó construir su pala­
cio — provisto de torres de estilo castellano— directamente encima
del que había sido el palacio de Moctezuma. Los arquitectos españo­
les también erigieron iglesias donde antaño se alzaban los grandes
templos y pirámides aztecas. Los peones indígenas llegados del valle
y de más allá pudieron comprobar por sí mismos la rapidez con que
cambió la fisonomía de la antigua Tenochtitlán. Los ordenados cana­
les cayeron en desuso y fueron sustituidos por otros mal emplazados
y peor construidos; el suministro de agua salina y dulce, controlado
por el ingenioso sistema de diques, languideció, así que las aguas se
volvieron salobres y empezaron a exhalar un olor fétido, y el agua de
las lagunas también empezó a evaporarse. Por primera vez en sus
vidas, los trabajadores nativos usaron útiles provistos de ruedas — ca­
rros, carretillas y poleas— así como animales de carga cuya existencia
hasta entonces desconocían.22
Además de estos cambios y transformaciones de tipo básicamen­
te material, la civilización azteca no tardaría en sufrir alteraciones de
orden espiritual con la llegada de frailes dominicos y mendicantes (la
mayoría procedentes de La Española) encargados de convertir a los
nativos al cristianismo, un proceso que empezó en los años inmedia-

350
I O S K I IS C O I.D O S l)lil. I N C E N D I O

tamente posteriores a la conquista y se prolongó durante más de


medio siglo.23 Esta «conversión» se llevó a cabo de manera concien­
zuda y poseyó una vertiente política, puesto que, si bien algunos de
los bienintencionados frailes creían estar salvando las almas de los
indígenas, lo que en realidad estaban haciendo, ya fuera de forma
premeditada o no, era aniquilar todo el sistema cultural y espiritual
mexica para facilitar la colonización española de las tierras recién
descubiertas (la colonización requería de antemano unificar la zona
desde el punto de vista religioso).. En tan solo una generación, casi
todos los vestigios de la religión azteca — los templos, ídolos, santua­
rios y pirámides— fueron reducidos a escombros y solo quedó de
ellos un vago recuerdo. Algo que quizá fuera más devastador aún
para el pensamiento y la cultura religiosa aztecas fue que también se
aniquiló a quienes atesoraban el conocimiento, los maestros y sacer­
dotes aztecas.*24
Una vez puesta en marcha la reconstrucción de la ciudad, en
mayo de 1522 Cortés concluyó la redacción de la tercera de sus car­
tas al emperador CarlosV. En la misiva no solo relató los pormenores
del asedio y posterior conquista de Tenochtitlán, sino que también
solicitó a la Corona que ratificara su posición legal en la región, ya
que aún no había recibido una respuesta oficial desde España acerca
de las actividades que había estado desarrollando en los tres años

* No obstante, a pesar de la rápida y categórica desaparición de la religión


azteca, la llegada de los frailes tuvo por resultado una importante y maravillosa
ironía, puesto que fueron ellos quienes salvaron el náhuad. Dos frailes franciscanos
de sólida cultura y formación, Andrés de Olmos y Alonso de Molina, se pasaron
decenios trabajando con los mexicas que hablaban náhuad; primero aprendieron su
idioma y posteriormente redactaron magníficos (y extensísimos) volúmenes de
gramática, pronunciación, expresiones idioniáticas y vocabulario. Un tiempo des­
pués, fray Bernardino de Sahagún y numerosos hablantes de náhuad se dedicaron
durante casi cuarenta años a confeccionar un volumen monumental — una enci­
clopedia— que incluyera todos los aspectos concebibles de la vida nahua antes de
la conquista. Este texto de carácter archivístico ha dado en llamarse Códice Florenti­
no.Véase James Lockhart, The Nahuas After the Conque»: A Social and Cultural His-
tory of the Indians of Central México, Sixteenth Through Eighteenth Cetituries, Stanford,
(Calif.), 1992. pp. 5-6. Véase también Ignacio Bemal, en fray Diego Durán, The
History of the Indies of Neu>Spaiit, Norman (Okla.), 1994, pp. 565-577.

351
K l'íl >()(•( >

anteriores. Junto con un barco que llevaba sus cartas y otros docu­
mentos legales, Cortés envió otra nave cargada con los tesoros que
había obtenido para España. Además del quinto real, que ascendía a
37.000 pesos en oro, el caudillo extremeño incluyó una amplia va­
riedad de artículos exóticos: animales vivos, intrincadas máscaras con
las orejas de oro y los dientes engastados de piedras preciosas, copas
y cubiertos de oro.25 Los buques, a bordo de uno de los cuales iba el
tesorero del rey, Julián de Alderete, zarparon el 22 de mayo de 1522.
Pero los barcos nunca arribaron a costas españolas. En algún pun­
to situado entre las Azores y el cabo de San Vicente, piratas franceses
a las órdenes de Jean Florín — los corsarios habían oído hablar de las
maravillas procedentes de América a raíz de la exposición organizada
en Bruselas en agosto de 1520— atacaron y apresaron las carabelas
que transportaban el tesoro y las condujeron directamente a Francia,
donde entregaron el botín (que incluía más de 225 kilos de oro en
polvo y 320 kilos de perlas) al rey Francisco I. Durante la travesía
Alderete murió en circunstancias misteriosas, ya fuera por envenena­
miento o por haber ingerido alimentos en mal estado. Las cartas y
documentos de Cortés (entre los que había un detallado inventario
del tesoro) llegaron sanos y salvos a España en otro navio, pero, desa­
fortunadamente, eso, papel, fue lo único que Carlos V recibió del se­
gundo tesoro enviado desde América; las riquezas de Tenochtitlán
habían acabado en manos del rey francés, su principal enemigo.26
Justo por esa misma época, en mayo o junio de 1522, la Malin-
che, que permanecía al lado de Cortés y seguía ejerciendo de intér­
prete, dio a luz al niño que había estado gestando durante la última
fase de la conquista. Cortés decidió llamarlo Martín, como su abue­
lo.27 La casa palaciega de Coyoacán en la que nació Martín estaba
habitada por muchas mujeres. Por supuesto allí vivía la Malinche, su
madre, pero Cortés también contaba con una suerte de harén, inte­
grado tanto por nativas como por españolas llegadas poco antes de
otros puntos de las Indias. De hecho, desde que se propagara la noti­
cia de la victoria obtenida por Cortés, a tierras mexicanas llegaban
regularmente barcos, pero al extremeño le aguardaba una nueva sor­
presa: en agosto de 1522, enviado por Sandoval desde la costa, llegó
un mensajero exhausto con la noticia de que, procedente de Cuba,

352
IO S HESCO I DO S DEL IN C E N D IO

acababa de fondear un barco con pasajeros importantes. El más emi­


nente de todos era Catalina Suárez Marcaida de Cortés, la esposa
legal del conquistador.
Junto con su hermano Juan — que tiempo atrás había combati­
do a las órdenes de Cortés— y su hermana, Catalina fue transporta­
da a través de las montañas y alojada con todos los honores en el
palacio de Coyoacán. El encuentro de Cortés con Catalina, a la que
hacía tres años que no veía, no fue precisamente agradable, y los pri­
meros días de su estancia, en los que le fueron presentados la Ma-
linche y el pequeño Martín, debieron de resultarle un suplicio a la
española. Aun así, parece ser que Catalina reclamó sus derechos con­
yugales, y ella y Cortés vivieron por breve tiempo como marido y
mujer.28
Poco después de la llegada de Catalina, Cortés organizó un ban­
quete fastuoso. Por lo visto, en cierto momento de la fiesta Cortés y
Catalina se pusieron a discutir a voz en grito y ella se marchó airada
a la cama. Cortés entretuvo a sus invitados hasta bastante tarde y
luego también se retiró a sus aposentos. Pasado un rato, a altas horas
de la noche, el extremeño convocó a dos de sus principales confi­
dentes, Diego de Soto e Isidro Moreno, y les comunicó la terrible
noticia. Catalina estaba muerta. Los doctores se presentaron al ins­
tante y, aunque tras examinar el cadáver dijeron haber encontrado
moratones alrededor del cuello, acabaron determinando que Catali­
na había fallecido de un ataque de asma y de una dolencia cardíaca
que quizá habían sido causados por la altitud y el estrés.
Hubo personas, entre otras las criadas de Catalina, que acusaron
a Cortés de haber estrangulado a su mujer en un ataque de ira. Cor­
tés (y sus defensores no pusieron en duda sus palabras) afirmó que
había muerto por causas naturales y que las marcas en torno al cuello
eran el resultado de sus esfuerzos por reanimarla tras el ataque. Aun­
que a Cortés no lo acusaron formalmente de haber cometido el
crimen, le interpusieron infinidad de demandas civiles, y un siglo
después sus descendientes seguían pagando compensaciones econó­
micas por daños y peijuicios a los de Catalina. A la postre, el trágico
y desagradable episodio, objeto durante un tiempo de rumores y
especulaciones, acabó cayendo en el olvido.29

353
F.PÍI.OOO

A finales del año siguiente, en septiembre de 1523, Cortés por fin


recibió documentos de la Corona, firmados por el rey, en virtud de
los cuales se le nombraba oficialmente capitán general de México,
«distribuidor» y justicia mayor de Nueva España. Aunque Cortés
había estado ejerciendo dichos cargos desde su llegada a tierras mexi­
canas, la sanción real le llenó de alborozo y apenas pudo contener la
emoción cuando envió una carta de respuesta al monarca español:
«Cien mili veces los reales pies de Vuestra Cesárea Majestad beso».30
Puede que ese fuera el mom ento más importante de su vida, ya que,
si bien tiempo después se le concedió el título de marqués del Valle
de Oaxaca y recibió vastas extensiones de tierra, la burocracia y los
problemas jurídicos lo atormentarían durante el resto de su vida y, a
la postre, se le prohibiría gobernar la nación que tanto él como sus
compañeros de armas y aliados indígenas habían conquistado. Cortés
se pasó la mayor parte de sus últimos años de vida — que repartió
entre las fincas y palacios que poseía en México y España— batallan­
do en los juzgados a causa de los juicios de residencia.31
Aunque Hernán Cortés amasó una fortuna enorme, nunca per­
dió su espíritu aventurero. En 1536 descubrió la península de la Baja
California y exploró el Golfo (bautizado posteriormente como «mar
de Cortés») que separa dicho istmo del territorio continental mexi­
cano, y si bien sus intentos posteriores de conquistar Honduras y
Guatemala se saldaron con un fracaso estrepitoso — al igual que la
desastrosa expedición que en 1541 acaudilló contra Argel— , en Es­
paña se le recibió como un auténtico héroe y se le concedió el ape­
lativo de «el gran conquistador», aquel con el que todos los demás
debían ser comparados. Se le concedieron numerosos honores e in­
cluso se le propuso ser armado caballero, ofrecimiento que acabó
rechazando pese a habérselo ganado a pulso. La conquista de México
llevada a cabo por Cortés le reportó al imperio español la mayor
cantidad de tierras y riquezas obtenidas jamás por una única persona.
Según Voltaire, Cortés, consciente de ello, en una ocasión le espetó al
rey, que no reconocía sus méritos: «Soy el que os ha dado más reinos
que ciudades os dejaron vuestros padres».32
A pesar de la parte de verdad que contenía la bravata, los últimos
años de Cortés transcurrieron envueltos en una oscuridad relativa.

354
LOS K ESCO LO O S O El IN C E N D IO

Cuando planeaba regresar de nuevo a México, cayó enfermo, redac­


tó rápidamente su última voluntad y su testamento, se confesó con
un cura y falleció el 2 de diciembre de 1547, a la edad de sesenta y
dos años.
Hernán Cortés dejó tras de sí un legado notable, desde numero­
sos descendientes hasta infinidad de leyendas, una mitología entera.
Como su más ilustre enemigo Moctezuma, sigue siendo un persona­
je enigmático e incomprendido, a veces venerado, otras vilipendiado
y siempre objeto de controversia. Mucha gente afirma que, en caso
de que Cortés no hubiera conquistado México, lo habría hecho otra
persona, algo que, teniendo en cuenta los efectos devastadores de la
viruela sobre la población indígena, probablemente sea cierto. Sin
embargo, el argumento pasa por alto lo más importante, que Hernán
Cortés conquistó México. Otros antes que él lo intentaron y no lo
consiguieron; la mayoría apenas se adentraron en territorio mexica­
no y muchos no escaparon de allí con vida.
Durante el período en que tuvo lugar la expedición de Cortés,
en 1519-1521, confluyeron una serie de circunstancias.Visto desde la
perspectiva que ofrece el paso de los siglos, dicha confluencia resulta
ciertamente increíble. Así, no cabe duda de que Cortés no hubiera
podido alzarse con la victoria en caso de no contar con la valiente
ayuda de centenares de miles de guerreros, porteadores, cocineros y
trabajadores aliados, y si la viruela no hubiera diezmado a las fuerzas
de combate aztecas, estas quizá habrían sido capaces de repeler a los
invasores.
Pese a todo, a la postre fue Cortés, un jugador consumado, quien
apostó el todo por el todo y ganó. Fue Cortés quien ordenó barrenar
los barcos de su flota para que sus hombres no tuvieran otra opción
que cruzar las montañas y los humeantes volcanes y dirigirse hacia el
corazón del imperio gobernado por Moctezuma. Fue Cortés quien
se vahó de la astucia, la bravuconería, la desinformación y las manio­
bras políticas para contar con el apoyo de los ejércitos indígenas
necesarios para marchar sobre la capital azteca. Fue Cortés quien
mandó encarcelar a Moctezuma y quien se dio cuenta que la mágica
Tenochtitlán solo podía tomarse por medios marítimos. Fue Cortés
quien tuvo la idea de construir los bergantines. Fue Cortés quien

355
EPÍLOGO

aprendió cómo delegar el poder y la autoridad en capitanes meticu­


losamente escogidos y quien ejerció dicho poder con la fuerza del
acero toledano.Y fue Cortés quien, contra viento y marea, se convir­
tió en el jefe supremo de las fuerzas aliadas y enfrentó a indigenas
contra indígenas en lo que constituyó una guerra civil. Durante casi
tres años actuó por cuenta propia en una tierra extranjera, sin contar
en absoluto con la aprobación o la justificación de las autoridades
españolas, ya se tratara de las radicadas en las Indias o de las peninsu­
lares. En efecto, Cortés era un personaje indómito, un rebelde, un
pirata. Nunca dejará de echársele en cara su laxitud moral: era mani­
pulador, embustero y ególatra. A su manera era un bárbaro, y no
dudaba en utilizar su fe religiosa y sus convicciones para justificar
brutalidades, incluidas la tortura, la ejecución, las matanzas sin provo­
cación previa, la esclavización y la práctica de herrar a los nativos
sometidos. Aun así, su genio militar, táctico y político sigue siendo
innegable.
Hernán Cortés también dejó tras de sí cuantiosas riquezas mate­
riales y numerosos hijos, entre estos últimos Martin Cortés, el pri­
mer vástago de la conquista.
La madre de Martín, la Malinche — o doña Marina, como la
llamaban los españoles— , había permanecido junto a Cortés desde el
momento en que un cacique tabascano se la regalara al caudillo ex­
tremeño en 1519, al principio de la expedición, y habia seguido a su
lado durante el asedio y caída de Tenochtitlán y en los años posterio­
res. Como intérprete, guía y amante, la Malinche alcanzó un estatus
sin precedentes entre las mujeres indigenas de su tiempo, hasta el
punto de que algunos nativos la consideraban una diosa. Permaneció
junto a Cortés tras la muerte prematura de su esposa, Catalina, y lo
acompañó como intérprete personal y mediadora en la malhadada
expedición a Honduras de 1524, un viaje que estuvo marcado por las
privaciones, las enfermedades, los motines y la muerte de todos los
expedicionarios salvo un centenar. Durante la ardua campaña, de dos
años de duración, Cortés le pidió a la Malinche que se casara con Juan
Jaramillo, un soldado que había servido decorosamente como uno de
los capitanes de bergantín durante el sitio de Tenochtitlán. Según se
dice, la boda tuvo lugar bajo la larga sombra del imponente volcán

356
LOS R E SC O L D O S DEL IN C E N D IO

Orizaba. En el transcurso de la expedición, la Malinche también tuvo


ocasión de reunirse por un tiempo con su madre, la mujer que en su
juventud la había vendido como esclava.33
Hasta que Cortés volvió por última vez a España, la Malinche
continuó siendo su intérprete de mayor confianza y la madre de su
primer hijo reconocido. (Martín acabó legitimado en virtud de un
decreto papal y fue armado caballero.) Puede decirse que Cortés y la
Malinche engendraron al primer mestizo,34 al primer mexicano de
ascendencia europea. Muchos de los mexicanos actuales — una salu­
dable mezcla de sentimientos encontrados— consideran a Cortés y
la Malinche los padres del México moderno, símbolos del nuevo
orden y del nuevo pueblo que surgieron de las cenizas de la civiliza­
ción azteca.
A p én d ice A

Figuras relevantes de la conquista

Agilitar, Jerónimo de (1489-1531?): Tras naufragar en 1511 durante la expe­


dición de Córdoba, Aguilar vivió como esclavo entre los mayas del Yucatán,
hasta que fue descubierto y rescatado por Hernán Cortés en 1519. Poste­
riormente ejerció de intérprete para Cortés y colaboró con la Malinche
cuando esta se integró en la expedición.

Ahuitzoíl («Mamífero acuático», «Nutria»): Octavo rey azteca, reinó entre


1486 y 1502.

Alvarado, Pedro de (1485-1541): Participó en la segunda (Grijalva, 1518) y


tercera (Cortés, 1519) expediciones a México. Impetuoso y temperamental,
como capitán Alvarado desempeñó un papel muy destacado en la conquis­
ta al dirigir la controvertida matanza perpetrada durante la fiesta deTóxcad.
Conocido por su barba y su pelo pelirrojos, los tlaxcaltecas le pusieron por
apodo Tonatiuh (Sol).

Axayácatl («Cara de agua»): Sexto rey azteca, reinó entre 1468 y 1481. Padre
de Moctezuma Xocoyotl, o Moctezuma el Joven (Moctezuma II).

Barba, Pedro: Amigo de confianza de Cortés que llegó a México a bordo de


un navio de aprovisionamiento de Narváez. Se convirtió en capitán y jefe
de los ballesteros durante la conquista. Falleció a consecuencia de las heri­
das recibidas durante el asedio de Tenochtitlán.

Carama: Rey de Texcoco y sobrino de Moctezuma II (Moctezuma Xo-


coyod). Encarcelado por Cortés en 1520, fue asesinado por los capitanes
españoles durante el asedio al que los aztecas sometieron al palacio de Axa-
yácad.

Carlos ¡ (1500-1558): Rey de España (1516-1556) y emperador —Car­


los V— del Sacro Imperio Romano Germánico (1519-1556). Fue a él a

359
APÉNIMCKA

quien Cortés escribió sus cinco famosas Cartas de relación, en las que expli­
caba y justificaba sus acciones durante la conquista de México.

Coanacoch: Hermano de Ixdilxóchitl. Devino rey deTexcoco tras la muerte


de Cacama y lideró la insurgencia contra Cortés y los españoles.

Cortés, Hernán (1485-1547): Considerado el Gran Conquistador por anto­


nomasia, Cortés nació en la ciudad extremeña de Medellín, en el seno de
una familia de la baja nobleza. Se trasladó a La Española en 1504 y, junto
con Diego de Velázquez, conquistó Cuba en 1511. En 1519 lideró la terce­
ra expedición a México, conduciendo sus tropas (y las de sus aliados indí­
genas) desde la costa del Golfo hasta el valle de México. La expedición
desembocó en la conquista de México.

Cuauhtémoc («Águila que desciende», muerto en 1525): Hijo de Ahuitzod,


último (undécimo) rey azteca (1520-1521). Considerado un símbolo de
orgullo y de resistencia en el México moderno, un héroe nacional, en 1525
Cortés mandó ahorcarlo por haber conspirado presuntamente contra el
capitán general.

Cuitláhuac («Excremento», muerto en 1520): Décimo rey de los aztecas,


hijo de Axayácatl y hermano de Moctezuma II. Sucedió a Moctezuma II
tras su fallecimiento y solo reinó ocho días antes de morir de viruela.

Díaz del Castillo, Bernal (1495-1583): Conquistador y cronista, formó parte


de las tres expediciones a México (Córdoba, 1517;Grijalva, 1518, y Cortés,
1519) y afirmaba haber participado en 119 batallas. Empezó a escribir His­
toria verdadera de la conquista de Nueva España en 1568, a los setenta y tres
años de edad.

Escalante, Juan de: Participó en la expedición de 1519, en la que estuvo al


mando de la guarnición de Villa Rica durante la marcha que Cortés y sus
tropas emprendieron hacia el valle de México.

Grijalvajuan de (1489?-1527): Sobrino de Diego de Velázquez, participó en


la conquista de Cuba en 1511 y, posteriormente, lideró la segunda expedi­
ción a México (1518).

Hernández de Córdoba, Francisco (muerto en 1517): Capitaneó la primera


expedición a México (bajo los auspicios de Diego de Velázquez, goberna-

360
i k .uras Ri:n:VANH.S de i.a c:o n q u ista

dor de Cuba) y «descubrió» Yucatán. Sufrió heridas mortales durante los


combates en Champoton y falleció tras regresar a Cuba en 1517, creyendo
todavía que México era una isla.

Ixtlilxóchilh Bullicioso enemigo político de Cacama que se convirtió en un


aliado destacado de Cortés y ascendió al trono de Texcoco. Comandó el
ejército aliado texcocano que participó junto a Cortés en el asedio y la
batalla de Tenochtitlán en 1521.

Malinche (bautizada doña Marina por los españoles): Era una esclava bilin­
güe (hablaba náhuatl y maya) que los tabascanos le dieron a Cortés en Po-
tonchán. Se convirtió en la principal intérprete del conquistador y, después,
en su amante y la madre de su hijo Martín. Acompañando a Cortés en el
curso de toda la conquista, la Malinche tradujo e interpretó todas las nego­
ciaciones diplomáticas y políticas importantes, incluida la histórica conver­
sación que Cortés y Moctezuma mantuvieron por primera vez.

Moctezuma Xocoyotl (Moctezuma el Joven, 1468?-1520): Hijo de Axayácad


y noveno rey de los aztecas (1502-1520), en el cénit del imperio azteca.
Permaneció cautivo de Cortés durante muchos meses en 1519-1520 y, fi­
nalmente, falleció en 1520 (a causa de las heridas recibidas por su propia
gente, o bien asesinado por los capitanes españoles).

Narváez, Panfilo de (1480?-1528): Capitaneó la fracasada expedición envia­


da por Diego de Velázquez, el gobernador de Cuba, con el objetivo de
capturar a Cortés y llevarlo de vuelta a Cuba. Llegó a la costa este de Méxi­
co en abril de 1520, con un nutrido contingente de hombres, caballos y
armas. Cortés abandonó Tenochtitlán en mayo, se dirigió a la costa y derro­
tó rápidamente a Narváez en una batalla desigual librada el 28 de mayo.
Durante los combates, Narváez quedó ciego de un ojo. Posteriormente, en
1528, comandó una expedición desastrosa a Florida en la que él y otros
cuatrocientos españoles resultaron muertos. Alvar Núñez Cabeza de Vaca,
uno de los pocos supervivientes, narró tiempo después el funesto viaje.

Olid, Cristóbal de: Conquistador y capitán a las órdenes de Cortés durante


la tercera expedición a México, 1519-1521. Estuvo al mando de uno de los
tres ejércitos principales durante el asedio y la batalla de Tenochtitlán en
1521. Participó asimismo en la expedición a Honduras de 1524 y fue eje­
cutado por rebelde en 1525.

361
APÉNDICE A

Sandoval, Gonzalo de: Conquistador y capitán de confianza de Cortés du­


rante la conquista de México, 1519-1521. Estuvo al frente de uno de los
tres ejércitos principales durante el asedio y la batalla de Tenochtitlán en
1521.Tras la conquista, Sandoval fundó pueblos, sofocó rebeliones y fue un
confidente de Cortés hasta sus últimos días.

Velázquez de Cuéllar, Diego de (1465-1524): Primer patrocinador de Hernán


Cortés y, posteriormente, su principal quebradero de cabeza. Navegó con
Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo en 1493. En 1511,
junto con Cortés, conquistó la isla de Cuba y se convirtió en gobernador.
Auspició y ayudó a financiar las tres primeras expediciones a México (Cór­
doba, 1517; Grijalva, 1518, y Cortés, 1519), así como la desastrosa expe­
dición de Narváez de 1520, con la que esperaba capturar y arrestar a
Cortés.
A p én d ice B

Breve cronología de la conquista

1300 Los mexicas (o aztecas) se asientan en Anahuac, el valle de México.


1325 Fundación de Tenochtidán, la capital civil, religiosa y tributaria del
imperio azteca.
1492 Cristóbal Colón llega al Nuevo Mundo, a las islas del Caribe.
1493 El papa Alejandro VI promulga la primera bula papal garantizando
a España el dominio de todas las tierras, descubiertas o por descu­
brir, del Nuevo Mundo.
1502 Moctezuma 11 se convierte en tlatoani («el que habla»), noveno rey
de los aztecas y gobernante supremo de Tenochtidán y del vasto
imperio azteca.
1511-1514 Los españoles conquistan Cuba. Diego de Velázquez se con­
vierte en el primer gobernador de Cuba y empieza sus planes de
expansión, incluidas expediciones hacia el oeste lanzadas desde
Cuba.
1517 Córdoba organiza una expedición a México. Desembarca en Yuca­
tán, es atacado en Campeche, resulta herido y regresa a Cuba, don­
de fallece.
1518 Grijalva organiza una segunda expedición a México. Desembarca
en Cozumel y después en pequeñas islas tiente a la costa de Vera-
cruz, donde descubre pirámides e indicios de sacrificios humanos.
Bautiza el lugar como Isla de los Sacrificios.
1519 Hernán Cortés organiza una tercera expedición a México.
21 de abril Los españoles desembarcan en San Juan de Ulúa.
3 dejunio Llegan a Cempoala; Cortés funda el asentamiento de Villa
Rica de la Vera Cruz.
26 dejulio Cortés envía a España un barco con un tesoro y una carta
destinados al rey; solicita a la Corona que otorgue a sus
dominios el estatus de colonia independiente.
16 de agosto Cortés abandona Cempoala y se dirige al oeste, hacia el
valle de México.
2-20 de sept. Los españoles se enfrentan a los tlaxcaltecas.

363
APÉNDICE H

23 de sept. Cortés y sus fuerzas entran en la ciudad de Tlaxcala.


10-25 de oct. Cortés y sus fuerzas entran en Cholula y perpetran
una matanza.
8 de nov. Cortés entra enTenochtitlán, donde mantiene su pri­
mer e histórico encuentro con Moctezuma.
14 de nov. Cortés ordena a su guardia que arreste y recluya a
Moctezuma.
1520
20 de abril Diego deVelázquez envía una expedición de castigo al
mando de Panfilo de Narváez con la misión de apresar
y encarcelar a Cortés; desembarca en Vera Cruz. Car­
los V recibe una petición por parte de Cortés.
Mayo Cortés abandona Tenochtitlán para enfrentarse a Nar­
váez. Pedro de Alvarado y los soldados españoles asesinan
a miles de nobles aztecas durante la fiesta de Tóxcatl.
27-28 de mayo Cortés llega al campamento de Narváez en Cem-
poala, lanza un ataque al amparo de la noche y derro­
ta a Narváez, que queda tuerto en un lance de la
batalla.
24 dejunio Cortés y sus hombres, incluidos la mayoría de los efec­
tivos, caballos y armas llegados con Narváez, regresan
a Tenochtitlán.
24-29 dejunio Los españoles son sometidos a asedio enTenochtitlán.
Los aztecas los acorralan en el palacio de Axayácatl. En
una serie de reuniones secretas, se elige a Cuitláhuac
para reemplazar al encarcelado Moctezuma II como
tlatoani y emperador azteca.
29 dejunio Fallece Moctezuma, probablemente por el impacto de
piedras lanzadas por su propio pueblo.
30 dejunio La Noche Triste. Cortés y los españoles abandonan
Tenochtitlán por la noche. Centenares de ellos mue­
ren durante los combates y se pierde buena parte del
tesoro capturado a Moctezuma.
2-10 dejulio Los españoles se retiran hacia Tlaxcala y libran la bata­
lla de Otumba. Cortés resulta gravemente herido (se
fractura el cráneo y pierde dos dedos).
11 dejulio Los españoles llegan a Tlaxcala, donde son bien recibi­
dos y se establecen allí bajo su protección.
15 de sept. Cuitláhuac se convierte oficialmente en el décimo rey
azteca.

364
HREVE CK.ON OI.O OÍA IJE l-A CO N Q U ISTA

Oct.-dic. Una epidemia de viruela, la «gran lepra», asólaTenoch-


tidán y el valle de México.
4 de dic. Cuidáhuac fallece de viruela, tras haber reinado ape­
nas ocho dias.
28 de dic. Cortés emprende la reconquista de Tenochritlán. Se
inicia el proyecto para construir bergandnes.
1521
Febrero Cuauhtémoc se convierte en tlatoani, regente de Te-
nochütlán, el undécimo (y último) rey azteca.
18 defebrero Cortés llega a Texcoco. La construcción de los ber­
gandnes y del canal está en una fase muy avanzada.
28 de abril Cortés bota oficialmente los bergantines en la laguna
de Texcoco.
22 de mayo Empieza la batalla y el asedio de Tenochtitlán. Cortés
dirige un ataque naval y anfibio por tres flancos, con
los capitanes Sandoval.Alvarado y Olid como jefes de
las fuerzas terrestres.
Finales de mayo Los españoles destruyen el acueducto de Chapultepec,
cortando así el suministro de agua potable de la ciu­
dad.
30 dejunio- Los españoles sufren numerosas bajas. Más de setenta
principios dejulio de ellos son capturados y sacrificados en vida en los
templos aztecas.
1 de agosto Cuauhtémoc advierte de que en ocho días no quedará
un solo español con vida. Los españoles se abren paso por
la fuerza de las armas hasta el mercado deTlatelolco.
13 de agosto Se captura a Cuauhtémoc mientras intenta escapar de
la ciudad a bordo de una canoa y es llevado en presen­
cia de Cortés, ante quien se rinde oficialmente antes
de pedir que lo maten. Los aztecas se rinden y el ase­
dio y la batalla de Tenochtitlán concluyen. Los aztecas
han sido conquistados.
Apéndice C

Nota sobre la pronunciación del náhuatl

Casi tocias las palabras del náhuad son llanas, acentuadas en la penúldma
sílaba.
Las vocales siguen los sonidos usuales del castellano: a, e, i, o y u. La le­
tra m, cuando antecede a a, e, i o o, se pronuncia como gu.
Las consonantes se pronuncian de forma semejante al castellano, salvo
en los siguientes casos:
La x y la ch suenan más suave, como sh.
La z suena como la s castellana.
La ll constituye un solo sonido, como en la palabra atlas. Un ejemplo
en náhuad sería atlatl.
La ts y la tz constituyen también un solo sonido.
Apéndice D

Principales deidades del panteón azteca1

D eidades de guerra , sacrificio , muerte y sangre

Las deidades de este grupo requerían sangre humana para vivir y para per­
petuar la existencia de la Tierra y del Sol. Las deidades recibían dicha sangre
a través del autosacrificio (sacrificios personales consistentes en cortarse y
perforarse la piel mediante navajas de obsidiana o espinas de cactus), o bien
a través de sacrificios de prisioneros, en su mayor parte capturados en el
transcurso de las batallas.

Huitzilopochtli «Colibrí del sur»: Dios de la guerra, el sacrificio y el sol. Pa­


trón de los aztecas mexicas.

Mictlantecuhtli «Señor de Micdán, Lugar de la Muerte»; Dios del inframun-


do, la muerte y la oscuridad.

Mixcoatl «Serpiente de las nubes»: Dios del sacrificio, la caza y la guerra.

Tonatiuh «El que siempre brilla»; Dios del sol.

D eidades de la crea ción , la creatividad y el paternalismo d iv in o

Las deidades de este grupo están vinculadas a los orígenes y la creación del
mundo así como a las fuentes de la vida.

Ometeotl «Dios doble»: Originador y creador-progenitor de los dioses.

Tezcatlipoca «Espejo que humea»: Dios de poder omnipotente (a veces se


trata de un poder malévolo). Patrón de los reyes.

Xiuhtecuhtli «Señor de turquesa»: Dios del fuego celeste.

367
APEN DICE 1)

D eidades de la lluvia y de la fertilidad agrícola

Los dioses de la fertilidad y de la lluvia eran los más venerados de todos,


reverenciados tanto por los sacerdotes como por el pueblo llano.

Centeotl «Dios del maíz»: Dios del maíz y de sus cosechas.

Ometochtli «Dos-conejo»: Dios del pulque, el maguey y la fertilidad.

Teteoninnan «Madre de los dioses»: Diosa de la tierra y de la fertilidad. Pa-


trona de los sanadores, las parteras y el nacimiento.

Xipe Tótec «Nuestro señor con la piel desollada». Dios de la fertilidad agrí­
cola. Patrón de los orfebres.

O tras deidades

Quetzalcóatl «Quetzal-serpiente emplumada», «Serpiente con plumas»; Dios


de la creación, la fertilidad y el viento. Patrón de los sacerdotes.

YacatecuhtH «Señor de la nariz»: Dios del comercio, patrón de los comer­


ciantes.
Apéndice E

Los reyes aztecas1

Acamapichtli («Puño de caña»): Reinó en 1372-1391. Fundador de la fami­


lia real azteca.

Huitzilihuitl («Pluma de colibrí»): Reinó en 1391-1415. Hijo de Acama-


pichdi.

Chimalpopoca («Escudo humeante»): Reinó en 1415-1426. Hijo de Huitzi-


líhuitl.

¡tzcóatl («Serpiente de obsidiana»): Reinó en 1426-1440. Hijo de Acama-


pichdi.

Moctezuma I Ilhuicamina («Señor colérico», «Atraviesa el cielo con una fle­


cha»): Reinó en 1440-1468. Hijo de Huitzilihuitl.

Axayácatl («Máscara de agua» o «Cara de agua»): Reinó en 1468-1481. Hijo


de Moctezuma I.

Tízoc («el Sangrante»): Reinó en 1481-1486. Hermano de Axayácad.

Ahuilzotl («Animal de agua»): Reinó en 1486-1502. Hermano de Tízoc.

Moctezuma Xocoyotl (o Xocoyotzin), Moctezuma II («Severo como un señor»,


«el Joven*): Reinó en 1502-1520. Hijo de Axayácad. Biznieto de Moc­
tezuma I.

Cuitláhuac («Excremento»): Reinó solo ocho días en 1520. Hermano de


Moctezuma II.

Cuauhtémoc («Desciende como un águila»): Reinó en 1520-1521. Hijo de


Ahuitzotl.
Notas

I n tr o d u cc ió n

1. Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16,


Madrid, 1987, p. 36.
2. Sobre los primeros años de la vida de Hernán Cortés (etapa sobre la
que existe mucha menos información que sobre su vida adulta) véanse
López de Gomara, México, pp. 35-38; Hernán Cortés, Letters /rom México,
trad. y ed. de Anthony Pagden, New Haven, 2001, pp. xxxix-xliii [original:
Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993];William H. Prescott, History of the
Conquest oj México, Nueva York, 2001, pp. 170-173 [hay trad. cast.: Historia
de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004], y Dennis
Wepman, Hernán Cortés, Nueva York, 1986, pp. 13-21.
3. Para profundizar en la educación y la vida de Moctezuma como
emperador, véase la excelente obra de C. A. Burland Montezuma: Lord of the
Aztecs, Nueva York, 1973, pp. 41-61 y 83-143. También resulta útil Peter G.
Tsouras, Montezuma: Warlord of the Aztecs, Washington D. C., 2005, pp. 3-33.
Susan D. Gillespie,en TheAztec Kings.The Construction of Rulership in Méxi­
co History, Tucson, 1989, ofrece una panorámica fascinante acerca del fun­
cionamiento y la estructura organizativa del gobierno azteca. Véase tam­
bién Maurice Collis, Cortés and Montezuma, Nueva York, 1954, pp. 40-52.
Sobre la compleja cosmovisión de los aztecas, véase David Carrasco y
Eduardo Matos Moctezuma, Moctezuma’s México: Visions of the Aztec World,
Boulder, 2003, pp. 3-38. Asimismo, véase Jane S. Day, Aztec: The World of
Moctezuma, Denver, 1992, pp. 41-56.
4. La autodivinización, el aspecto y el comportamiento de Moctezu­
ma son analizados en R. C. Padden, The Hummingbird and the Hau/k, Co-
lumbus, Ohio, 1967, pp. 80-82 y 165.
5. Con frecuencia, las ciudades de Texcoco y Tacuba se denominan
también Tetzcoco y Tlacopán. Para un análisis en profundidad de la Triple
Alianza, véase Pedro Carrasco, The Tenochca Empire of Ancient México: The
Triple Alliance ofTenochtitlán, Tetzcoco, andTlacopan, Norman (Okla.), 1999.

371
NOTAS DE LAS l'A liIN A S 20 A 25

6. Tzvetan Todorov, The Conquest of America, Nueva York, 1984, p. 4


[hay trad. cast.: La conquista de América: el problema del otro. Siglo XXI, Méxi­
co, 2000,11.1 ed.].
7. Cortés, Cartas de relación, pp. 421 -424 (y Lettersjrom México, p. 491 n).
Esta elevada cifra de más de doscientos mil incluye los muertos por viruela.
En Montezuma, Burland señala que «fallecieron un cuarto de millón de
aztecas» (pp. 249-251). John Pohl y Charles M. Robinson III, Aztecs and
Conquistador: The Spanish Invasión and the Collapse of the Aztec Empire,
Oxford, 2005, p. 150,y Charles C.Mann, 1491: New Revelations of the Ame-
ricas Before Columbus, Nueva York, 2005, p. 129 [hay trad. cast.: 1491: una
nueva historia de las Américas antes de Colón, Taurus, Madrid, 2006], citan
una cifra más conservadora de muertos (cien mil) durante el asedio.
8. Richard Townsend, The Aztecs, Londres, 1992, p. 208.

1 . La partida hacia N ueva E spaña


Y EL AFORTUNADO REGALO DEL IDIOMA

1. Sobre la llegada a Cozumel, véanse Hernán Cortés, Cartas de relación.


Castalia, Madrid, 1993, pp. 119-124, y Bernal Díaz del Castillo, Historia
verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970,pp. 137-140.
Véanse también William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nue­
va York, 2001, pp. 194-197 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México,
Antonio Machado Libros, Madrid, 2004]; Hugh Thomas, Conquest: Monte-
zuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, pp. 158-164 [hay
trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007); Richard Lee
Marks, Cortés.The Great Adventurer and the Fate ofAztec México, Nueva York,
1993, pp. 40-44 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el
destino del México azteca. Ediciones B, Barcelona, 2005].
2. Citado en Thomas, Conquest, p. 158; Díaz del Castillo, Historia verda­
dera, p. 138.
3. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 138.
4. C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of México, Austin,
1956, pp. 17-21; Prescott, History, p. 191; Marks, Cortés, p. 42.
5. La exhibición militar es descrita en Francisco López de Gomara, La
conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 49-56; Díaz del Castillo,
Historia verdadera, pp. 138-139; y Marks, Cortés, pp. 41-42. Sobre el arma­
mento y las armaduras españolas, véase John Pohl y Charles M. Robin­
son III, Aztecs and Conquistador: The Spanish Invasión and the Collapse of the
Aztec Empire, Oxford, 2005, pp. 33-50.

37 2
NOTAS DE LAS HACINAS 26 A 34

6. López de Gomara, México, pp. 55-56.


7. Andrés de Tapia, Relación de algunas cosas..., en J. Díaz, et al., La con­
quista de Tenochtitlán, Dastin, Madrid, 2000, p. 67. Véanse también Díaz del
Castillo, Historia verdadera, pp. 141-142; Prescott, History, p. 195;Thomas,
Conquest, p. 159; Marks, Cortés, p. 43.
8. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 141; véase también
López de Gomara, México, pp. 55-61.
9. El episodio es descrito por Cortés, Cartas, p. 125; Díaz del Castillo,
Historia verdadera, p. 141; López de Gomara, México, pp. 55-56; Tapia, Rela­
ción, p. 70; Prescott, History, pp. 197-198; Thomas, Conquest, pp. 159-160;
Marks, Cortés, pp. 43-44.
10. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 142.
11. Ibid., p. 139.
12. Tapia, Relación, p. 68; López de Gomara, México, p. 58; Cortés, Car­
tas, p. 124; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 143-144.
13. La asombrosa epopeya de Aguilar y Guerrero la relatan, cada uno a
su manera, Cortés, Cartas, pp. 124 y 126 (y Letters frotn México, p. 453n, una
larga nota de Anthony Pagden); López de Gomara, México, pp. 55-60; Díaz
del Castillo, Historia verdadera, pp. 144-145; Peter O. Koch, A 2 tees, Conquis­
tador, and the Making of Mexican Culture, Carolina del Norte y Londres,
2006, pp. 28-31; Hammond Innes, The Conquistador, Nueva York, 1969,
pp. 50-52 [hay trad. cast.: Los conquistadores españoles, Noguer, Barcelona, 1969],
14. Cortés, Cartas, p. 124; Tapia, Relación, p. 70; López de Gomara,
México, pp. 58-60; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 144-145; Prescott,
History, pp. 199-200.

2. La batalla contra los tabascanos


Y LA INCORPORACIÓN DE LA MALINCHE123

1. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva


España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 146.
2. Numerosas obras han descrito este episodio, de manera particular­
mente detallada en John GrierVarner y Jeannette Johnson Varner, Dogs of
the Conquest, Norman (Okla.), 1983, pp. 61-63.
3. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, pp. 127-129;
Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 147-148; Francisco López de Goma­
ra, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, p. 67; Hammond Innes,
The Conquistador, Nueva York, 1969, pp. 50-51 y mapa en pp. 40-41 [hay
trad. cast.: Los conquistadores españoles, Noguer, Barcelona, 1969],

373
NOTAS DE l.AS I'A tilN A S 35 A 4»

4. Cortés, Carlas, pp. 127-129 (la historia del requerimiento se explica


con detalle en Letters from México, trad. y ed. de Anthony Panden, New
Haven y Londres, 2001, pp. 453-454n).Véanse también Díaz del Castillo,
Historia verdadera, pp. 148-149; Andrés de Tapia, Relación de algunas cosas...,
en J. Díaz, et al., La conquista de Tenochtitlán, Dastin, Madrid, 2000, pp. 72-74;
López de Gomara, México, pp. 65-66; William H. Prescott, History of the
Conquest of México, Nueva York, 2001, pp. 201-202 [hay trad. cast.: Historia
de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004].
5. Citado de Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 149. Prescott lo
traduce como «Atacad al jefe» (Prescott, History, p. 202). Véanse también
Cortés, Cartas, pp. 129-131; López de Gomara, México, pp. 65-69.
6. Prescott, History, p. 203; López de Gomara, México, p. 69; Díaz del
Castillo, Historia verdadera, p. 149.
7. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 149; Prescott, History, p. 203;
Cortés, Cartas, pp. 127-129.
8. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 149; Hugh Tilomas, Conquest:
Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 167 [hay
trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007]; Richard Lee
Marks, Cortés:The Great Adventurer and the Fate ofAztec México, Nueva York,
1993, pp. 48-49 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el
destino del México azteca, Ediciones B, Barcelona, 2005].
9. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 150; Prescott. History, p. 204;
Salvador de Madariaga, Hernán Cortés: Conqueror of México, Coral Gables
(Fio.), 1942, pp. 114-115 [original: Hernán Cortés, Espasa-Calpe, Madrid,
2008 (1941)];John Eoghan Kelly, Pedro deAlvarado: Conquistador, Princeton
(N.J.), 1932, pp. 11 y 22.
10. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 150; Cortés, Cartas,
pp. 128-129; López de Gomara, México, pp. 72-73.
11. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 151-152; Prescott, History,
pp. 204-205; López de Gomara, México, pp. 72-75. Díaz del Castillo afirma
que había 24.000 tabascanos, mientras que López de Gomara los cifra en
40.000.
12. Véase R. B. Cunninghame Graham, Horses of the Conquest, Long
Rider’s Guild Press, 2004, pp. 15-20.Véanse también Robert M. Denhardt,
The Horse of the Antericas, Norman (Okla.), 1947, pp. 5-11 y 53-65,yJ.Frank
Dobie, The Mustangs, Edison (N. J.), 1934, pp. 3-9 y 21-24. Para obtener
más información sobre la historia del caballo y su reintroducción en Nor­
teamérica, véanse Sylvia Loch, Tlte Royal Horse of Europe, Londres, 1986, y
Paulo Gonzaga, The History of the Horse, vols. 1 y 2, Londres, 2004.
13. Para una discusión acerca del armamento y las armaduras mexica-

374
NOTAS DF. LAS PÁGINAS 40 A 44

ñas, véase John Pohl y Charles M. Robinson III, Aztecs and Conquistador!:The
Spanish Invasión and the Collapse of theAztec Empire, Oxford, 2005, pp. 56-91.
Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 153.También reviste interés Ross Has-
sig, War and Society in Ancient Mesoamerica, Berkeley, 1992, pp. 135-164.
14. La batalla de Cintla (25 de marzo de 1519) y sus repercusiones
están descritas en Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 152-161; López de
Gomara, México, pp. 72-75; Prescott, History, pp. 206-208; Cortés, Cartas,
pp. 128-132; Innes, Conquistadors, pp. 51 -55; Peter O. Koch, Aztecs, Conquis­
tador, and the Making of Mexican Culture, Carolina del Norte y Londres,
2006,pp. 126-128;John ManchipWhite, Cortés and the Doumfall of theAztec
Empire: A Study in a Conflict of Cultures, Worcester (Mass.) y Londres, 1970,
pp. 167-169; y Thomas, Conquest, pp. 169-170.
15. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 154.
16. El episodio de la yegua y el semental lo registran varias obras, entre
ellas Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 156-157; Innes, Conquistadors,
p. 55; Madariaga, Cortés, pp. 115-116.
17. Prescott, History, p. 209; Innes, Conquistador, p. 55; Díaz del Casti­
llo, Historia verdadera, p. 159.
18. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 159; López de Gomara, Méxi­
co, pp. 83-85;Tapia, Relación, p. 75; Innes, Conquistador, pp. 55-56; Prescott,
History, pp. 213-215. Véase también Matthew Restall, Seven Myths of the
Spanish Conquest, Oxford, 2003, pp. 77-99 [hay trad. cast.: Los siete mitos de
la conquista española, Paidós, Barcelona, 2004]. Para un estudio fascinante
sobre la vida y la mitología que envuelve a la figura histórica de la Malin-
che, véase Anna Lanyon, Malinche’s Conquest, Nueva Gales del Sur, 1999.
También es muy interesante Francés Karttunen, Betiveen Worlds: Interpreter,
Guides, and Survivon, New Brunswick (N.J.), 1994, pp. 1-23. Finalmente,
véase Francis Karttunen, «Rethinking Malinche», en Susan Schroeder,
Stephanie Wood y Robert Haskett, Iridian IVomen of Early México, Norman
(Okla.) y Londres, 1997, pp. 290-312.

3. E l mensaje de M octezum a

1. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva


España, Sopeña, Barcelona, 1970,pp. 163-164; Francisco López de Gomara,
La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 81-83; Hernán Cor­
tés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, pp. 132-134;William H. Pres­
cott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, pp. 212-214 [hay
trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Ma­

375
NOTAS OE LAS PAGINAS 4S A 47

drid, 2004]; Hugh Tilomas, Conques!: Montezuma, Cortés, and the Ful! qf Oíd
México, Nueva York, 1993, pp. 175-176 [hay trad. cast.: La conquista de Méxi­
co, Planeta, Barcelona, 2007],
2. Aunque es impreciso (en realidad se pronuncia algo así como «Moc-
tey-cu-shoma» y ahora es costumbre escribir «Motecuhzoma»), he optado
por utilizar el término más común, Moctezuma.
3. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 164; López de Gomara, México,
p. 82; Cortés, Cartas, p. 132; Peter O. Koch, Aztecs, Conquistador, and the
Making of Mexican Culture, Carolina del Norte y Londres, 2006, p. 130;
Thomas, Conques!, p. 176.
4. López de Gomara, México, p. 83; Thomas, Conquest, pp. 176-177;
Koch, Aztecs, p. 131.
5. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 164; López de Gomara, México,
p. 83; Koch, Aztecs, p. 131; Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer
and the Fate qfAztec México, Nueva York, 1993, p. 58 [hay trad. cast.: Hernán
Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca, Ediciones B,
Barcelona, 2005].
6. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 164.
7. ¡bid., p. 165. Estos «libros» narraban la historia de la gente corriente
y eran parecidos a los que después de la conquista escribieron frailes —en­
tre ellos Bernardino de Sahagún—, a los que ahora se denomina «códices».
El Llamado Códice Florentino fue preparado por el dominico fray Bernardino
de Sahagún bajo el título Historia general de las cosas de Nueva España. Escri­
ta en el transcurso de casi cuarenta años, entre 1540 y 1577 aproximada­
mente, la obra de Sahagún tenía un alcance monumental y se basa en los
relatos de los indios nahuas presentes antes, durante y después de la con­
quista. La obra, que consta de trece volúmenes, recoge múltiples aspectos
de la vida y la cultura aztecas en uno de los estudios etnológicos más sobre­
salientes y ambiciosos jamás llevados a cabo. Véase Bernardino de Sahagún,
Historia general de las cosas de Nueva España, ed. de Juan Carlos Temprano,
Historia 16, Madrid, 1990.
8. Bernardino de Sahagún, citado en John Grier Varner y Jeannette
Johnson Varner, Dogs qf the Conquest, Norman (Okla.), 1983, pp. 61-63.
Véanse también López de Gomara, México, p. 84, y Díaz del Castillo, Historia
verdadera, p. 165. La referencia al casco también se halla en Inga Clendinnen,
Aztecs, Cambridge (N.Y.), 1991, p. 268, y en Koch, Aztecs, pp. 131-132.
9. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 167; Marks, Cortés, pp. 58-59
y 101;Thomas, Conquest, pp. 177-179; Prescott, History, p. 604n.Véase tam­
bién Hammond Innes, The Conquistador, NuevaYork, 1969,p. 60 [hay trad.
cast.: Los conquistadores españoles, Noguer, Barcelona, 1969].

376
NOTAS DI- I AS l'ÁCINA S 48 A 5.»

10. Citado en López de Gomara, México, p. 85; Díaz del Castillo, His­
toria verdadera, pp. 165-166; Koch, /Infecí, pp. 131-132; Marks, Cortés,
pp. 58-61 ¡Tilomas, Conquest, pp. 177-178; Prescott, History, pp. 219-220,
11. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 161-163; López de Gomara,
México, pp. 83-85; Prescott, History, pp. 214-215;Thomas, Conquest, pp. 171 -
173. Para un estudio fascinante y detallado sobre su vida y su papel en la
conquista de México, véase Anna Lanyon, Malinche’s Conquest, Nueva Gales
del Sur, 1999. También resulta de interés Mary Louise Pratt, «“Yo soy la
Malinche”: Chicana Writers and the Poetics of Ethnonationalism», Callaloo,
16,4 (1993), pp. 859-873.
12. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 167; Innes, Conquistadors,
p. 6 0 .
13. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 167; López de Gomara, Méxi­
co, p. 86. La lista detallada de estos regalos aparece en Cortés, Cartas,
pp. 150-158; Koch, Aztecs, pp. 149-151; Prescott, History, p. 230.
14. Citado en Prescott, History, p. 232. Puede hallarse una cita prácti­
camente idéntica en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 168.
15. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 168-169;Thomas, Conquest,
p. 199; Prescott, History, p. 233; Koch, Aztecs, p. 151.
16. Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, Historia 16, Madrid,
1992, p. 72.
17. //m/.,pp. 58-60.
18. Para un análisis de los complejos calendarios aztecas, véase Michael
E. Smith, The Aztecs, Malden (Mass.), 2003, pp. 246-250; y Jacques Souste-
lle, Daily Ufe of the Aztecs, Londres, 1961, pp. 109-111 y 246-247 [hay trad.
cast.: La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista. Fondo de Cul­
tura Económica, México, 1956] .Véase también la monumental obra de fray
Diego Durán Ubro de los ritos y ceremonias en lasfiestas de los dioses y celebra­
ción de ellas. El Calendario antiguo.
19. El mito de Quetzalcóatl, incluido el argumento de que el mito era
apócrifo, lo analiza en profundidad H. B. Nicholson, Topiltzin Quetzalcóatl:
The Once and Future Lord of the Toltecs, Boulder, (Colo.), 2001; para esta re­
ferencia, véanse en especial las páginas 32-33.Véase también David Carras­
co y Eduardo Matos Moctezuma, Moctezunta's México: Visions of the Aztec
World, Boulder (Colo.), 2003, pp. 143-147.También resultan muy esclare-
cedores David Carrasco, Quetzalcóatl and the Irotty of Empire, Chicago, 1982,
pp. 30-32 y 180-204;John Bierhorst, Cantares Mexicanos: Songs of the Aztecs,
Stanford (Calif.), 1985, pp. 479-480; James Lockhart, We People Here:
Náhuatl Accounts of the Conquest of México, vol. 1, Berkeley (Calif.), 1993,
pp. 18-22; Koch, Conquistadors, pp. 103-104; Marks, Cortés, p. 74. Lírico y

37 7
NOTAS DE LAS PÁGINAS 54 A <i2

muy ameno es Rudolfo A. Anaya, Lord of the Daum.The Legend of Quetzal-


coatí, Alburquerque (N. M.), 1987.También es interesante Susan D. Gillespie,
en Tlie Aztec Kings: The Construction of Rulership in Mexica History, Tucson
(Ariz.), 1989,pp. 123-172 y 179-185. Finalmente, véase Soustelle, Daily Lije.
20. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 169.
21. Ibid., pp. 173-175; López de Gomara, México, pp. 92-95; Thomas,
Conquest, pp. 199-202; Prescott, History, pp. 238-241; Koch, Aztecs, pp. 151-152;
Marks, Cortés, pp. 65-66; Jorge Gurría Lacroix, Itinerario de Hernán Cortés/
Itinerary of Hernán Cortés, México, 1973, p. 77.
22. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 175-176; Prescott, History,
p. 241; Marks, Cortés, p. 65.
23. Cortés, Cartas, pp. 140-143; Díaz del Castillo, Historia verdadera,
p. 171; Prescott, History, p. 237; Koch, Aztecs, p 153; Marks, Cortés, p. 68.
24. Prescott, History, p. 243.
25. Gurría Lacroix, Itinerario, p. 82.
26. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 176; Prescott, History, p. 244;
John Pohl y Charles M. Robinson III, Aztecs and Conquistadors:The Spanish
Invasión and the Coliapse of the Aztec Empire, Oxford, 2005, p. 103; Marks,
Cortés, p. 68.
27. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 178-179; Prescott, History,
p. 249; Koch, Aztecs, p. 154.
28. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 179-181; Prescott, History,
pp. 247-249;Thomas, Conquest, pp. 208-209; Koch, Aztecs, p. 154. Para ma­
yor información sobre los impuestos que las ciudades y los Estados tributa­
rios pagaban a los aztecas, véase fray Diego Duran, History of the Indies of
New Spain, Norman (Okla.), 1994, pp. 202-207.También resulta interesan­
te Ross Hassig, Trade, Tribute, and Transportation: The Sixteenth Century Politi-
cal Economy of the Vallcy of México, Norman (Okla.), 1985, pp. 103-110. Por
último, véase Charles Gibson, «Structure of the Aztec Empire», Handbook of
Middle American Indians, vol. 15 (1975), pp. 322-400.
29. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 181; Thomas, Conquest,
pp. 207-210; Koch, Aztecs, pp. 154-155; Marks, Cortés, p. 73.

4. H ern á n C ortés se juega el t o d o por el t o d o :


«C onquistar esta tierra o morir en el in t e n t o »

1. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva


España, Sopeña, Barcelona, 1970, pp. 180-182; Andrés de Tapia, Relación de
algunas cosas..., en J. Díaz, et al.. La conquista de Tenochtitlán, Dastin, Madrid,

378
NOTAS DI- l.AS l'A liIN A S f»3 A 71

2000, p. 77; Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16,


Madrid, 1987, p. 102; HughThomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the
Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 209 [hay trad. cast.: La conquista de
México, Planeta, Barcelona, 2007];Jorge Gurría Lacroix, Itinerario de Hernán
Cortés/Itinerary of Hernán Cortés, México, 1973, pp. 85-86.
2. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 183-185; López de Gomara,
México, pp. 103-105; Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman
(Okla.), 2006, pp. 71-73.
3. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 184-185; López de Gomara,
México, pp. 103-105; Prescott, History, pp. 250-251; William H. Prescott,
History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, pp. 250-251 [hay trad.
cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Madrid,
2004] ; Peter O. Koch, Aztecs, Conquistadors, and the Making of Mexican Cul­
ture, Carolina del Norte y Londres, 2006, pp. 156-157.
4. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 185.
5. Thomas, Conquest, pp. 205-211; Hassig, México, p. 73; Prescott, His­
tory, pp. 239-240.
6. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 186.
7. Ibid., p. 191; Prescott, History, pp. 254-255; Koch, Aztecs, pp. 157-158.
Existe cierta confusión en cuanto al nombre del ladrón (algunas fuentes,
como Díaz del Castillo, lo denominan Mora), pero la mayoría lo citan como
Moría, nombre por el que me he decantado.
8. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 189-191; López de Gomara,
México, pp. 108-109; Koch, Aztecs, pp. 157-159; John Pohl y Charles M.
Robinson 111, Aztecs and Conquistadors:Tlte Spanish Invasión and the Collapse
of the Aztec Empire, Oxford, 2005, p. 103; Thomas, Conquest, pp. 212-213.
Fray Diego Duran (History of the Indies of Neu> Spain, Norman (Okla.),
1994, pp. 283n y 524n) confirma la practica de la prostitución.
9. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 193; Prescott, History,
pp. 255-257.
10. Richard Lee Marks, Cortés: The Great Adventurer and the Fate ofA z­
tec México, Nueva York, 1993, pp. 78-79 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: elgran
aventurero que cambió el destino del México azteca. Ediciones B, Barcelona,
2005) ; Duran, Indies, pp. 230 y 486n (los sacerdotes aztecas también se pin­
taban el cuerpo completamente de negro).
11. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 194-195; Prescott, History,
pp. 257-258;Thomas, Conquest, p. 213.
12. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 193; Marks, Cortés, pp. 78-79;
Thomas, Conquest, pp. 213-214.
13. Thomas, Conquest, pp. 216-218; Hammond Innes, The Conquista-

379
NOTAS I)K l.AS I»A<;INAS 72 A 7(,

dors, Nueva York, 1969, p. 65 [hay trad. cast.: Los conquistadores españoles,
Noguer, Barcelona, 1969].
14. Ibid., pp. 220 y 691n.
15. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 196-197; Prescott, History,
pp. 258-259;Tapia, Relación, p. 82;Thomas, Conques!, p. 215; Hassig, México,
p. 76.
16. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 205; López de
Gomara, México, p. 115; Koch, Aztecs, p. 161; Gurría Lacroix, Itinerario, p. 88;
Prescott, History, p. 264. No todos los castigos fueron aplicados como Cor­
tés había especificado en un principio. Es posible que, consciente de que
necesitaría a los hombres, se hubiera tirado un farol.
17. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 205-206; López de Goma­
ra, México, pp. 116-117; C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of
México, Austin, 1956, pp. 28-32; Prescott, History, pp. 266-268; Thomas,
Conquest, pp. 222-226; Koch, Aztecs, p. 162; Marks, Cortés, p. 85.
18. Citado de manera diferente en Thomas, Conquest, p. 223. También
se cita en Michael Wood, Conquistadors, Berkeley (Calif.), 2000, p. 48, y en
Paul Schneider, Brutal Journey: The Epic Story of the First Crossing of North
America, Nueva York, 2006, p. 115 [hay trad. cast.: Viaje brutal. Cabeza de Vaca
y el primer viaje a través de Norteamérica, Península, Barcelona, 2009],

5. H acia las m o n t a ñ a s

1. Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd


México, Nueva York, 1993, p. 227 [hay trad. cast.: La conquista de México,
Planeta, Barcelona, 2007].Véase también C.Mann, 1491: New Revelations of
the Atnericas Befóte Columbas, Nueva York, 2005, pp. 19 y 222-223 [hay trad.
cast.: 1491: una nueva historia de lasAméricas antes de Colón,Taurus, Madrid,
2006],
2. John Pohl y Charles M. Robinson III, Aztecs and Conquistadors: The
Spanish Invasión and the Collapse of the Aztec Empire, Oxford, 2005, pp. 43-45
y 71-72.
3. Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España,
ed. de Juan Carlos Temprano, Historia 16, Madrid, 1990, vol. 2, p. 960;Tho-
mas, Conquest, p. 227;John GrierVarner y Jeannette Johnson Varner, Dogs of
the Conquest, Norman (Oída.), 1983, pp. 63-65. Las fuentes divergen bas­
tante en cuanto a la cantidad de tropas y porteadores: Prescott alude a miles
de porteadores.Thomas afirma que eran ochocientos, Díaz del Castillo dice
que eran doscientos y López de Gomara los cifra en trescientos. Hay dis­

380
NOTAS Dli LAS l»Ac¡INAS 7(> A H2

crepancias parecidas en lo tocante al número de efectivos españoles, aunque


lo más probable es que fueran entre trescientos y cuatrocientos.
4. Citado en William H. Prescott, History of the Conquest of México,
Nueva York, 2001, p. 283 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de Méxi­
co, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004]; véase también Thomas, Con­
quest, pp. 228-229.
5. Prescott, History, p. 284. Diego Durán, History of the Indies of New
Spaiti, Norman (Okla.), 1994, pp. 10-1 ln y 207n.
6. Prescott, History, pp. 243 y 243n.Véase también Hubert Howe Ban-
croft, History of México, Nueva York, 1914, pp. 232-233.
7. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva
España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 210; Prescott, History, p. 285.
8. Del itinerario de esta marcha legendaria hacia Tlaxcala yTenochti-
dán se da cuenta en Jorge Gurría Lacroix, Itinerario de Hernán Cortés/Itine-
rary of Hernán Cortés, México, 1973, pp. 91-103; Díaz del Castillo, Historia
verdadera, pp. 210-213; Francisco López de Gomara, La conquista de México,
Historia 16, Madrid, 1987,pp. 120-123; Prescott, Hi'sfory, pp. 284-289;Tho-
mas, Conquest, pp. 232-234; Ross Hassig, México and the Spanish Conquest,
Norman (Okla.), 2006, p. 78; Salvador de Madariaga, Hernán Cortés: Con-
queror of México, Coral Gables, 1942, pp. 167-170 [original: Hernán Cortés,
Espasa-Calpe, Madrid, 2008 (1941)].
9. Durán, Indies, p. 190; David Carrasco, City of Sacrifice: The Aztec
Empire and the Role of Vióleme in Civilization, Boston, 1999, pp. 75-76 y
121-122; y Dirk R. van Tuerenhout, The Aztecs: Neu> Prespectives, Santa
Bárbara (Calif.), 2005, p. 190. La ñesta deTóxcatl se describe en profundi­
dad, en relación con los aztecas en particular, en el capítulo 12.Véase tam­
bién Inga Clendinnen, Aztecs, Cambridge (N.Y.), 1991, pp. 104-110.
10. Citado en Beatrice Berler, The Conquest of México:A Modern Retí-
dering of William Prescott’s History, San Antonio (Tex.), 1998, p. 31.
11. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 211; López de Gomara, Méxi­
co, pp. 122-123; Berler, Conquest, p. 31.
12. Berler, Conquest, p. 31;Jacques Soustelle, Daily Life of the Aztecs,
Londres, 1961,pp. 155-157 [hay trad. cast.: La vida cotidiana de los aztecas en
vísperas de la conquista. Fondo de Cultura Económica, México, 1956]. Hen-
ry J. Bruman, Alcohol in Andent México, Salt Lake City, 2000, pp. 61-82.
13. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 212; Thomas. Conquest,
pp. 234-235; López de Gomara, México, pp. 121-122.
14. Peter O. Koch, Aztecs, Conquistador, and the Making of Mexican
Culture, Carolina del Norte y Londres, 2006, p. 165; Thomas, Conquest,
pp. 96-98; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 213.

381
N O IA S I)l¿ LAS l'ACiINAS 83 A 93

15. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 215, y también en


Koch, Aztecs, p. 166.
16. Madariaga, Cortés, p. 173; Díaz del Castillo, Historia verdadera,
p. 215.
17. El viaje a través de la «tierra caliente» y la batalla contra los tlaxcal­
tecas los he extraído de fuentes de primera mano: López de Gomara, Méxi­
co, pp. 126-146, y Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 214-237. Véanse
también Prescott, History, pp. 284-324; Berler, Conquest, pp. 27-35, y Mau-
rice Collis, Cortés and Montezuma, Nueva York, 1954, pp. 78-95.
18. Ross Hassig, Aztec Warfare, Norman (Okla.), 1988, pp. 41-43, don­
de se describen sobre todo las prácticas aztecas. De acuerdo con las fuentes,
los colores de las pinturas faciales y corporales de las diferentes tribus dife­
rían, al igual que su relevancia.
19. Ibid., p. 42.Véase también George C.Vaillant, Aztecs of México: Ori-
gin, Rise, and Fall of the Aztec Nation, Nueva York, 1941, pp. 215-223.
20. Hassig, Warfare, pp. 41-47. Véase también Pohl y Robinson, Aztecs,
pp. 61 y 64-68.
21. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 216-217; Prescott, History,
p. 304; Richard Lee Marks, Cortés: The Great Adventurer and the Fate ofAztec
México, Nueva York, 1993, pp. 91-92 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: ei gran
aventurero que cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barcelona,
2005); Koch, Aztecs,pp. 166-167.
22. Koch,/Iz-fccs, p. 167;Thomas, Conquest, p. 242.
23. Hassig, Warfare, pp. 53, 89 y 96; Ross Hassig, War and Society iti
Ancient Mesoamerica, Berkeley, 1992, pp. 152 y 253n.Véase también Michael
E. Smith, The Aztecs, Malden, 2003, p. 155.
24. Hassig, Warfare, p. 96.
25. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 217; López de Gomara, Méxi­
co, pp. 126-129; Koch, Aztecs, p. 168; Pohl y Robinson, Aztecs, p. 106.
26. Citado en Michael Wood, Conquistadors, Berkeley, 2000, p. 49.
27. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 220; Koch, Aztecs,
pp. 170-171.
28. Citado en Thomas, Conquest, p. 244.
29. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 221-222.
30. El alineamiento y la estructura políticas de Tlaxcala las resume
Charles Gibson, Tlaxcala in the Sixteenth Century, New Haven, 1952,
pp. 15-27.Véase también Marks, Cortés, pp. 95-100.
31. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 224.
32. Prescott, History, pp. 321-322; Díaz del Castillo, Historia verdadera,
p. 224; Marks, Cortés, pp. 101-102; Berler, Conquest, pp. 39-40.

382
NOTAS DE LAS l’ÁCÜNAS ¥4 A 102

33. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 233.


34. Ihid., p. 234; Marks, Cortés, p. 99; Koch, Astees, p. 173.
35. La batalla con los daxcaltecas se recoge de manera diversa en Díaz
del Castillo, Historia verdadera, pp. 214-237; López de Gomara, México,
pp. 120-142; Prescott, History, pp. 295-335;Thomas, Conques!, pp. 227-250;
Koch, Astees, pp. 163-176; Marks, Cortés, pp. 85-103.También resulta fasci­
nante y detallado Gibson, Tlaxcala, pp. 15-27.

6. L a matanza de C holula

1. Hernán Cortés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, pp. 184-185.


2. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva
España, Sopen3, Barcelona, 1970, p. 249. La importancia de este acueducto
también la señala fray Diego Durán, History of the Iridies of New Spain, Nor­
man (Okla.), 1994, pp. 66-68.Véanse también Dirk R. vanTuerenhout, The
Astees: New Prespectives, Santa Bárbara (Calif.), 2005, p. 42, y Michael E.
Smith, The Astees, Malden (Mass.), 2003, p. 69.
3. Véase Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.),
2006, pp. 37-38,43 y 91; Smith, Astees, pp. 171 y 307n;John Pohl y Char­
les M. Robinson III, Astees and Conquistador: The Spanish Invasión and the
Collapse of the Astee Empire, Oxford, 2005, pp. 62-63. Sobre el comentario
de Moctezuma, véase Andrés de Tapia, Relación de algunas cosas..., en J. Díaz,
et al., La conquista de Tenochtitlán, Dastin, Madrid, 2000, p. 90.
4. Charles S. Braden, Religious Aspects in the Conquest of México, Dur-
ham (N.C.), 1930, pp. 100-102.
5. Ihid., pp. 76-81.
6. Existe cierta discrepancia acerca de la fecha. Algunas fuentes (Koch
yThomas) citan el 12 en lugar del 10 de octubre.
7. Sobre la importancia de Quetzalcóatl y su relación con Cholula,
véase H. B. Nicholson, Topiltsin Quetsalcoati.The Once and Future Lord of the
Toltecs, Boulder (Colo.), 2001, pp. 93-95.También Neil Baldwin, Legends of
Plumed Serpent: Biography of a Mexican God, Nueva York, 1998, pp. 37-41.
8. Hugh Thomas, Conquest: Montesuma, Cortés, and the Fall of Oíd
México, Nueva York, 1993, p. 257 [hay trad. cast.: La conquista de México,
Planeta, Barcelona, 2007]; Richard Lee Marks, Cortés: The Great Adventurer
and the Fate ofAstee México, Nueva York, 1993, pp. 109-110 [hay trad. cast.;
Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México asteca. Edi­
ciones B, Barcelona, 2005].
9. Pohl y Robinson, Astees, pp. 103 y 108; Thomas, Conquest, p. 258;

383
NOTAS OI- I.AS PAGINAS 10.» A 110

T. R. Fehrenbach, Fire and Blood: A History of México, Nueva York. 1995,


pp. 29-30. Rudolfo A. Anaya, en Lord of the Daten, la califica de «la estruc­
tura más grande del Nuevo Mundo» (p. 151).
10. Su cercana rival Teotihuaeán habia sido abandonada, por lo que no
había tanta gente que se aventurara a ir todos los años hasta allí.
11. Cortés, Cartas, p. 195.
12. Tapia, Reiación, p. 92.
13. Sobre los animales del zoo, véanse Francisco López de Gomara, La
conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, p. 151;Thomas, Conquest,
p. 259; Peter O. Koch, Aztecs, Conquistadors, and the Making of Mexican Cul­
ture, Carolina del Norte y Londres, 2006, pp. 179-180.
14. Koch, Aztecs, pp. 177 y 179-180; Fehrenbach, Fire, p. 130. Adviér­
tase que las versiones española y nativa sobre la «matanza de Cholula» di­
fieren notablemente. En los relatos aztecas no existe mención alguna a una
conspiración azteca, sino que se afirma que la matanza tuvo lugar sin pro­
vocación previa. En cualquier caso, es algo que resulta bastante dudoso a
juzgar por los esfuerzos sinceros de Cortés, en todos los casos menos en el
de Cholula, por recurrir a la diplomacia y la política de afianzas. Para una
fascinante explicación teórica vinculada a la lógica militar y política subya­
cente a la matanza, véase Hassig, México, pp. 94-102.
15. Cortés, Cartas, pp. 191-193; Díaz del Castillo, Historia verdadera,
pp. 262-263; López de Gomara, México, pp. 150-152;Tapia, Relación, p. 93;
William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001,
pp. 356-358 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Ma­
chado Libros, Madrid, 2004]; R. C. Padden, The Hununiugbird and the Hawk,
Columbus (Ohio), 1967, pp. 160-162; Thomas, Conquest, p. 260; Marks,
Cortés, p. 111. Hassig (México, pp. 97-98) sostiene que el «descubrimiento
de la Malinche» no es más que una justificación a posteriori de la ma­
tanza.
16. Diego Muñoz Camargo, Historia de Tlaxcala, citado en Miguel
León-Portilla, Visión de los vencidos, Historia 16, Madrid, 1992, pp. 86-87.
17. López de Gomara, México, p. 157;Thomas, Conquest, p. 264; Koch,
Aztecs, pp. 185-186.
18. La matanza de Cholula se relata de diversos modos en Cortés, Car­
tas, pp. 191-194 (y Letters from México, trad. y ed. de Anthony Pagden, New
Haven, 2001, pp. 465-466n); Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 261-
271; López de Gomara, México, pp. 150-158; Prescott, History, pp. 361-374;
Thomas, Conquest, pp. 256-264; Pohl y Robinson, Aztecs, pp. 108-109;
Koch, Aztecs, pp. 178-186; Marks, Cortés, pp. 108-115; Burr Cartwright
Brundage, A Rain of Darts: The Mexica Aztecs, Austin y Londres, 1972,

38 4
NOTAS DE LA I'AOINA 112

pp. 258-263, y Padden, Hununingbird and Hawk, pp. 158-162. Sobre los re­
latos indígenas y las interpretaciones alternativas acerca de lo sucedido,
véanse Tapia, Relación, pp. 91-95; León-Portilla, Visión de los venados, pp. 86-
87; Stuart 13. Schwartz, Victors and Vaitquished: Spanislt and Nalma Victos of the
Conquest of México, Boston y Nueva York, 2000, pp. 103 y 114-119; Bernar-
dino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, ed. de Juan
Carlos Temprano, Historia 16, Madrid, 1990, vol. 2, pp. 964-965; Laurette
Séjourné, Burning Water:Thought and Religión inAncient México, Nueva York,
1956, p. 2. Para análisis revisionistas, véanse Matthew Restall, Seven Myths of
the Spanislt Conquest, Oxford, 2003, pp. 25,112 y 168n [hay trad. cast.: Los
siete mitos de la conquista española, Paidós, Barcelona, 2004]; Hassig, México,
pp. 94-99, e Inga Clendinnen, «Fierce and Unnatural Cruelty», en Stephen
Greenblatt, ed., Neu> World Etuounters, Berkeley (Calif.), 1993, pp. 12-47.

7 . L a «c iu d a d de los sueños »

1. William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York,


2001, p. 376 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Ma­
chado Libros, Madrid, 2004J; Richard Lee Marks, Cortés: The GreatAdven-
turer and the Fate o/Aztec México, Nueva York, 1993, pp. 115-116 [hay trad.
cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca.
Ediciones B, Barcelona, 2005].
2. H. B. Nicholson, Topiltzin QuetzalcoathThe Once and Future Lord of the
Toltecs, Boulder (Colo.), 2001, pp. 29-30; Hugh Thomas, Conquest: Montezu-
nta, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 267 [hay trad. cast.:
La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007); Hernán Cortés, Cartas de
relación. Castalia, Madrid, 1993, p. 198 (y Lettersfrom México, trad. y ed. de An­
thony Pagden, New Haven, 2001, p. 466n). La escalada al Popocatéped se
relata de diferentes maneras en Prescott, History, pp. 377-380; John Pohl y
Charles M. Robinson \\\,Aztecs and Conquistadors:The Spanislt Invasión and the
Collapse of theAztec Empire, Oxford, 2005, pp. 109-111; Bernal Díaz del Cas­
tillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970,
pp. 251-252 (aunque Díaz del Castillo sitúa los hechos en un lugar equivoca­
do, mientras todavía se hallan en Cholula); Marks, Cortés, pp. 116-117; Peter
O. Koch, Aztecs, Conquistador.s, and the Making of Mexican Culture, Carolina del
Norte y Londres, 2006, pp. 186-188;Thomas, Conquest, pp. 265-268. Hoy en
día la gente del lugar llama afectuosamente a las montañas Popo e Itza.Véan-
se también R. J. Secor, Mexico’s Volcanoes, Seattle, 2001, y G. W. Heil, Ecology
and Man in Mexico’s Central Volcanoes Area, Dordrecht (Países Bajos), 2003.

385
NOTAS DE I.AS PAGINAS I 13 A 122

3. Cortés, Carlas, pp. 198-200; Díaz del Castillo, Historia verdadera,


pp. 251-252; Salvador de Madariaga, Hernán Cortés: Conqueror of México,
Coral Gables (Fio.), 1942, pp. 218-221 [original: Hernán Cortés, Espasa-
Calpe, Madrid, 2008 (1941)]; Prescott, History, pp. 376-379; Marks, Cortés,
p. 117;Thomas, Conquest, p. 266.
4. Citado en Thomas, Conquest, p. 266; Díaz del Castillo, Historia verda­
dera, p. 251.
5. Jean Descola, The Conquistadors, Nueva York, 1957, pp. 174-177 [hay
trad. cast.: Los conquistadores del Imperio español, Juventud, Barcelona, 1987,
3.a ed.|.
6. Prescott, History, p. 381; Thomas, Conquest, p. 268; Koch, Aztecs,
p. 189; Marks, Cortés, p. 119; Pohl y Robinson, Aztecs, pp. 110-111.
7. Cortés, Cartas, pp. 202-203 (y Lettersfrom México, p. 466n); Prescott,
History, p. 383.
8. Códice Florentino, en Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, His­
toria 16, Madrid, 1992, p. 75.
9. Citado en Thomas, Conquest, p. 269; Michael Wood, Conquistadors,
Berkeley, 2000, p. 52.
10. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 277; Cortés, Cartas, pp. 203-
204.
11. Cortés, Cartas, p. 204.
12. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 278.
13. Citado en Wood, Conquistadors, p. 53.
14. Cortés, Cartas, p. 206; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 277;
Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid,
1987, pp. 161-162.
15. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 279.
16. Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.),
2006, p. 152; Dirk R. van Tuerenhout, The Aztecs: New Prespectives, Santa
Bárbara (Calif.), 2005, pp. 105-106; Ross Hassig, Trade, Tribute, andTrattspor-
tatiotvThe Sixteenth Century Political Economy of the Valley of México, Norman
(Okla.), 1985, pp. 47-53;Jane S. Day, Aztec: The World of Moctezuma, Denver,
1992, pp. 12-17; George C.Vaillant, Aztecs of México: Origin, Rise, and Fall of
the Aztec Nation, N ueva York, 1941, pp. 125-126.
17. Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España,
ed. de Juan Carlos Temprano, Historia 16, Madrid, 1990, vol. 2, p. 965. Véa­
se una traducción diferente en James Lockhart, We People Hete: Náhuatl
Accounts of the Conquest of México, Berkeley (Calif.), 1993, vol. 1, pp. 96-97.
18. Charles C. Mann, 1491: Neu> Revelations of the Americas Before Co-
lumbus, Nueva York, 2005, pp. 112-133 [hay trad. cast.: 1491: una nueva

386
NOTAS l>»-. l.AS 1'AlilNAS 122 A I2(.

historia de las Américas antes de Colón, Taurus, Madrid, 20Ü6|; Michael E.


Sntith, The Aztecs, Malden (Mass.), 2003, pp. 1-55; RichardTownsend, The
Aztecs, Londres, 1992, pp. 44-71; Marks, Cortés, pp. 9-10.
19. Hassig, México, pp. 101-102 y 213n. Véase también John E. Kicza,
The Peoples and Civilizations of (he Américas Befare Contad, Washington D. C.,
1998, p. 22.
20. El histórico encuentro entre Cortés y Moctezuma ha sido relatado
de modos diversos (y de forma más bien dispar) en Cortés, Cartas, pp. 208-
209; López de Gomara, México, pp. 162-164; Díaz del Castillo, Historia ver­
dadera, pp. 279-282; Prescott, History, pp. 395-396; Sahagún, Historia gctieral,
pp. 969-971; León-Portilla, Visión délos vencidos, pp. 96-98; Andrés de Tapia,
Relación de algunas cosas..., en J. Díaz, et al., La conquista de Tetiochtitlán, Dastin,
Madrid, 2000, p. 98; fray Diego Duran, The Aztecs: The History of the Indies
of New Spain, Nueva York, 1964, pp. 289-293; Koch, Aztecs, pp. 194-201;
Marks, Cortés, pp. 125-127; Matthew Restall, Seven Myths of the Spanish
Conquest, Oxford, 2003, pp. 77-82 [hay trad. cast.: Los siete mitos de la con­
quista española, Paidós, Barcelona, 2004]; Pohl y Robinson, Aztecs, p. 114;
Wood, Conquistador, pp. 56-64.
21. Cortés, Cartas, p. 209; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 281.
22. Burr Cartwright Brundage, A Rain of Darts: The Mexica Aztecs,
Austin y Londres, 1972, p. 266; Koch, Aztecs, p. 195;Thomas, Conquest,
p. 279.
23. León-Portilla, Visión de los vencidos, pp. 98-99; Sahagún, Historia
general, pp. 969-971. Las conversaciones mantenidas entre Cortés y Mocte­
zuma han sido objeto de muchas interpretaciones y controversias. Es inte­
resante señalar que incluso las versiones aztecas sugieren que Moctezuma
aludió al mito de Quetzalcóad. Para otros análisis, véanse Wood, Conquista­
dor, pp. 56-64; Thomas, Conquest, pp. 280-285; Brundage, Rain of Darts,
pp. 266-269; Nicholson, Topiltzin, pp. 85-87. También es de consulta obli­
gada Neil Baldwin, Legends of Plumeé Serpent: Biography of a Mexican God,
Nueva York, 1998, pp. 96-112.
24. López de Gomara, México, p. 192; Koch, Aztecs, p. 196.
25. León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 100; Wood, Conquistador,
p. 57.
26. Citado en Sahagún, Historia general, p. 970. Otras versiones aztecas
de este discurso, de índole y contenido muy similares, pueden hallarse en
León-Portilla, Visión de los vencidos, pp. 98-99. Algunos investigadores actua­
les, entre ellos Francis J. Brooks, son muy escépticos en cuanto a la exacti­
tud de la conversación y señalan que es improbable que la comunicación y
la traducción fueran tan limpias, en especial teniendo en cuenta la cantidad

387
NOTAS lili l.AS I'A g INAS 127 A 127

de idiomas utilizados y las circunstancias de los discursos formales. Véase


Francis J. Brooks, «Motecuzoma Xocolotl, Hernán Cortés, and Bernal Díaz
del Castillo: The Construction of an Arrest», Híspame American Historial
Revino, 75,2 (1995), pp. 149-183.
27. Citado en Sahagún, Historia general, p. 970.
28. Thomas, Conques!, p. 285; Wood, Conquistadors, p. 64. El encuentro
sin precedentes de los imperios español y azteca y las diversas versiones e
interpretaciones de la primera conversación entre Cortés y Moctezuma los
recogen Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 282-292; López de Gomara,
México, pp. 162-168; Tapia, Relación, pp. 98-101; Prescott, History, pp. 392-
409; Beatrice Berler, The Conquest of México: A Modern Rendering ofWilliam
Prescott’s History, San Antonio (Tex.), 1998,pp. 52-57; Hammond Innes, The
Conquistadors, Nueva York, 1969, pp. 128-138 [hay trad. cast.: Los conquista­
dores espatloles, Noguer, Barcelona, 1969], y Wood, Conquistadors, pp. 56-62
y 64. Para un relato desde el punto de vista de los aztecas, véase León-
Portilla, Visión de los vencidos, pp. 92-99. Para un comentario interesante
sobre el calendario azteca y este encuentro, véase Brundage, Rain of Darts,
pp. 133-135. Susan D. Gillespie,en TheAztec Kings.The Construction ofRu-
lership in Mexica History,Tucson (Ariz.), 1989 (pp. 179-185), pone en duda
que las referencias de Cortés a Quetzalcóatl sean apócrifas. Sobre las difi­
cultades de la comunicación y los malos entendidos, también resulta obli­
gatoria la lectura de Restall, Seven Myths, pp. 77-82. Finalmente, para un
análisis crítico y preciso de las complejidades retóricas que comporta inter­
pretar la conversación mantenida por Cortés y Moctezuma, véase Glen
Carman, Rhetorical Conquests: Cortés, Gomara, and Renaissance Imperialism,
West Lafayette (Ind.), 2006, pp. 113-171.
29. Citado en Wood, Conquistadors, p. 64, y Thomas, Conquest, p. 285.

8. C iu d a d de sacrificio

1. Jacques Soustelle, Daily Life of the Aztecs, Londres, 1961, pp. 120-162
(hay trad. cast.: La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista, Fondo
de Cultura Económica, México, 1956].Véanse también Michael E. Smith,
The Aztecs, Malden (Mass.), 2003, pp. 135-146; Richard Townsend, The
Aztecs, Londres, 1992, pp. 156-191; Hugh Thomas, Conquest: Montezuma,
Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 286 [hay trad. cast.:
La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007].
2. Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16,
Madrid, 1987, pp. 172-173; Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de

388
NOTAS DE l.AS EAC'.INAS 1JO A t J4

la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 283;Thomas,


Conquest, pp. 294-295; William H. Prescott, History of the Conques! of
México, Nueva York, 2001, p. 404 [hay trad. casi.: Historia de la conquis­
ta de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004]. El mundo de
los diestros artesanos aztecas también lo analiza George C.Vaillant, Aztees
of México: Origin, Rise, and Fall of the Aztec Nation, Nueva York, 1941,
pp. 139-154.
3. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 284; Prescott, History, pp. 405-
406.
4. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 285.
5. Smith, Aztecs, pp. 220-221; David Carrasco, City of Sacriftce:The A z­
tec Empire and the Role of Violente in Civilization, Boston, 1999, pp. 66-87 y
196-197; Richard Lee Marks, Cortés.The Great Adventurer and the Fate of
Aztec México, Nueva York, 1993, pp. 131-133 [hay trad. cast.: Hernán Cortés:
el gran aventurero que cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barce­
lona, 2005]; Charles C. Mann, 1491: Neu> Revelations of theAmericas Befare
Columbus, Nueva York, 2005, p. 120 [hay trad. cast.: 1491: una nueva historia
de lasAméricas antes de Colón, Taurus, Madrid, 2006]; Maurice Collis, Cortés
and Montezuma, Nueva York, 1954, pp. 47-49.
6. Hernán Cortés, Carlas de relación. Castalia, Madrid, 1993, pp. 242-
244; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 286-287; Francisco López de
Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 168 y 172—
173; Soustelle, Daily Ufe, pp. 120-127; Mathilde Helly y Rémi Courgeon,
Montezuma and theAztecs, Nueva York, 1996, p. 23; Dirk R. van Tuerenhout,
The Aztecs: New Prespectives, Santa Bárbara (Calif.), 2005, p. 247. El número
de mujeres oscila entre mil y tres mil. Collis, Cortés, pp. 130-133.
7. López de Gomara, México, pp. 174-177; Díaz del Castillo, Historia
verdadera, pp. 289-290; Smith. Aztecs, pp. 254-256.
8. López de Gomara, México, pp. 184-187; Prescott, History, pp. 439-
445;Thomas, Conquest, pp. 297-298; Collis, Cortés, p. 131;Vaillant, Aztecs of
México, pp. 234-238.
9. Hernán Cortés, citado en López de Gomara, México, p. 186. El mer­
cado también lo describe Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 292-294.
Véanse también Van Tuerenhout, Aztecs, pp. 83-89; Smith, Aztecs, pp. 106-
110.
10. López de Gomara, México, pp. 185-186.
11. Ibid., p. 192. Los debates sobre la cifra de víctimas de los sacrificios
humanos prosiguen hoy en día, pero parece incuestionable que enTenoch-
tidán dicha práctica se llevaba a término a gran escala. Los trabajos arqueo­
lógicos llevados a cabo recientemente y los que siguen realizándose en la

389
NOTAS DE LAS PAGINAS IJ4 A 140

actualidad en Tenochtidán y cerca de Teorihuacán corroboran este hecho.


Véase un estudio fascinante en Carrasco, City of Sacrifice, pp. 2-3 y 81-85.
Y véase también Mann, 1491, pp. 120-121.
12. Carrasco, City of Sacrifice, pp. 2-3.Véase también Robería H. Mark-
man y Peter T. Markman, The Flayed God: The Mesoamerican Mythological
Tradition, San Francisco, 1992, pp. 174-179 y 206-207;Van Tuerenhout, Az-
tecs, pp. 186-191.
13. Codex Mendoza, Friburgo, 1978, p. 113; Helly y Courgeon, Monte-
zuma, p. 45; S.Jeffrey K.Wilkerson, «And Then They Were SacrificediThe
Ritual Ballgame of Northeastern MesoamericaThroughTime and Space»,
en Vernon L. Scarborough y David R.Wilcox, eds., The Mesoamerican Ball­
game,Tucson (Ariz.), 1991, p. 45; Soustelle, Daily Ufe, pp. 22-23 y 159-160.
Por último, véase Theodore Stern, The Rubber-Ball Games of the Americas,
Nueva York, 1948, pp. 46-74.
14. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 294-295; Prescott, History,
p. 445;Thomas, Conquest, pp. 299-300.
15. Thomas, Conquest, p. 299. Sobre las sangrías rituales y otros autosa-
crificios de los sacerdotes, véase Carrasco, City of Sacrifice, pp. 181 y 185.
Véase también Cecilia Klein, «The Ideology ofAutosacrifice at the Templo
Mayor», en Elizabeth Boone,ed., TheAztecTemplo Mayor,Washington D. C.,
1987, pp. 293-395.
16. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 294; López de Gomara, Méxi­
co, pp. 190-191. Durán, citado en Thomas, Conquest, p. 301; Prescott, History,
pp. 447-448.
17. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 297.
18. Citado en ibid.- Miguel León-Portilla, Aztec Thought and Culture:A
Story of the Ancient Náhuatl Mind, Norman, 1963, pp. 162-163 [original: La
filosofa náhuatl estudiada en sus fuentes. Ediciones Especiales del Instituto
Indigenista Interamericano, México, 1956J; Carrasco, City of Sacrifice, p. 3;
R. C. Padden, The Hummingbird and the Hawk, Columbus (Ohio), 1967,
pp. 171-173.

9. La CONQUISTA DEL IMPERIO

1. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva


España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 301; citado también en William H.
Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, p. 452 [hay
trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Ma­
drid, 2004].

390
NOTAS DE LAS l»AtilNAS 14« A 148

2. Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos. Historia 16, Madrid,


1992, pp. 101-102.
3. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 302-303; Prescott, History,
pp. 444-458; Francisco López de Gomara, La conquista de México, Histo­
ria 16, Madrid, 1987, pp. 200-202; Hugh Thomas, Conquest: Montezuma,
Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, pp. 304-305 [hay trad.
cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007].
4. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, p. 214.
5. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 306.
6. Citado en Thomas, Conquest, p. 306; Peter O. Koch, Aztees, Conquis­
tador, and the Making of Mexican Culture, Carolina del Norte y Londres,
2006, p. 205; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 307; Prescott, History,
p. 460.
7. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 306. Citado tam­
bién en Prescott, History, pp. 460-461.
8. Francis J. Brooks, «Motecuzoma Xocolod, Hernán Cortés, and Ber-
nal Díaz del Castillo: The Construction of an Arrest», Hispanic American
Historial Review, 75, 2 (1995), pp. 149-183. Brooks sostiene la fascinante
hipótesis —si bien a veces muy especulativa— de que el «arresto» de Moc­
tezuma por parte de Cortés en noviembre de 1519 se trató más bien de una
elaborada «construcción» y de que el encarcelamiento real no tuvo lugar
hasta abril de 1520. La secuencia entera del arresto también se narra en
Prescott, History, pp. 456-468.
9. Brooks, «Motecuzoma», pp. 149-157.
10. López de Gomara, México, pp. 200-201; Díaz del Castillo, Historia
verdadera, p. 308.
11. López de Gomara, México, p. 202; Díaz del Castillo, Historia verda­
dera, p. 308; Prescott, History, pp. 464-465.
12. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 308; Cortés, Cartas, p. 217.
13. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 308-309; Cortés, Cartas,
p. 217.

10. C ortés y M octezum a

1. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, p. 217;


Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España,
Sopeña, Barcelona, 1970,p. 317;William H. Prescott, History of the Conquest
of México, Nueva York, 2001, pp. 467-479 [hay trad. cast.: Historia de la con­
quista de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004].

391
NOTAS DE LAS l'ACiINAS 149 A 155

2. Mathilde Helly y Réini Courgeon, Montezuma and the Aztecs, Nue­


va York, 1996, p. 44;Vernon L. Scarborough y David R. Wilcox, eds., The
Mesoamerican Ballgatne, Tucson (Ariz.), 1991, p. vii; Michael E. Smith,
TheAzlecs, Malden, 2003, pp. 232-233; Theodore Stern, The Rubber-BaU
Games of the Americas, Nueva York, 1948.
3. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 312-313; Helly y Courgeon,
Montezuma, p. 44; Prescott, History, p. 471.
4. C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of México, Austin
(Tex.), 1956, pp. 62-72; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 311-312;
Salvador de Madariaga, Hernán Cortés: Conqueror of México, Coral Gables
(Fio.), 1942, pp. 264 y 297 [original: Hernán Cortés, Espasa-Calpe, Madrid,
2008 (1941)];Hamniond Innes, The Conquistadors, Nueva York, 1969,p. 156
[hay trad. cast.: Los conquistadores españoles, Noguer, Barcelona, 1969].
5. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 314-317; Prescott, History,
pp. 473-475; HughThomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd
México, Nueva York, 1993, pp. 314-315 [hay trad. cast.: La conquista de Méxi­
co, Planeta, Barcelona, 2007).
6. Cortés, Cartas, p. 217.
7. Gardiner, Naval Power, p. 71.
8. Prescott, History, p. 393;Thomas, Conquest, p. 315 y 71 ln (86).Véase
Oscar Apenes, «The Primitive Salt Production of LakeTexcoco», Tltenos,9,
1 (1944), pp. 25-40. Véase también Mark Kurlansky, Salt: A World History,
Nueva York, 2002, pp. 202-204 [hay trad. cast.: Sal: historia de la única piedra
comestible, Península, Barcelona, 2003].
9. Cortés, Cartas, pp. 218-223; Francisco López de Gomara, La conquis­
ta de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 203-205; Díaz del Castillo,
Historia verdadera, pp. 326-330.
10. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 329.
11. Cortés, Cartas, pp. 218-224. Díaz del Castillo, Historia verdadera,
pp. 326-330; López de Gomara, pp. 203-205;Thomas, Conquest, pp. 318-320;
Peter O. Koch, Aztecs, Conquistadors, and the Making of Mexican Culture, Ca­
rolina del Norte y Londres, 2006, p. 210.
12. Cortés, Cartas, pp. 224-226; López de Gomara, México, pp. 205-
207; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 319-325; John Pohl y Charles
M. Robinson 111, Aztecs and Conquistadors:lite Spanish Invasión and the Co-
llapse of the Aztec Empire, Oxford, 2005, pp. 121 y 125; Prescott, History,
pp. 476-479; Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.),
2006, pp. 105-107.
13. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 324.
14. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 325. El discurso también es

39 2
NOTAS ni; I AS PÁGINAS 156 A 164

recogido, de formas diversas, en López de Gomara, México, pp. 207-209, y


Cortés, Cartas, pp. 226-228; Prescott, History, pp. 480-482. Thomas (Con­
quest, pp. 324-325) señala que, si bien se han puesto en cuestión las palabras
exactas del discurso, había al menos otros seis conquistadores presentes que,
bajo juramento, confirmaron el tono y el contenido del discurso pronun­
ciado ese día por Moctezuma.
15. Cortés, Cartas, pp. 228-232; López de Gomara, México, pp. 209-
210; Prescott, History, pp. 482-484; Koch, Aztecs, pp. 210-211.
16. Cortés, Cartas, pp. 228-232 y 242-243. Citado también en Thomas,
Conquest, p. 303; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 331-332; Prescott,
History, pp. 482-483; Innes, Conquistadors, pp. 151 -153;John Manchip Whi-
te, Cortés and the Dowiifall of theAztec Empire: A Study in a Conflict of Cultu­
res,Worcester (Mass.) y Londres, 1970, pp. 210-212.
17. Cortés, Cartas, p. 229; López de Gomara, México, p. 210; Díaz del
Castillo, Historia verdadera, p. 332 (Díaz del Castillo menciona los sobornos
o pagos bajo cuerda); Prescott, History, pp. 484-488; Richard Lee Marks,
Cortés: Tlie Great Adventurer and the Fate ofAztec México, Nueva York, 1993,
p. 148 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del
México azteca, Ediciones B, Barcelona, 2005); Koch, Aztecs, p. 211.
18. Pohl y Robinson, Aztecs, p. 125;Thomas, Conques!, pp. 327-328.
19. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 336-338; Pohl y Robinson,
Aztecs, pp. 125-126;Thomas, Cottquest, pp. 328-329.
20. Pohl y Robinson, Aztecs, p. 126; Díaz del Castillo, Historia verdadera,
pp. 338-339.
21. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 344; López de Gomara, Méxi­
co, pp. 215-216; Thomas, Conques!, pp. 332-334; Prescott, History, pp. 492-
494;Pohly Robinson, Aztecs, p. 126; Koch, Aztecs, pp. 212-213.

11. E spañol contra español

1. Bernal Díaz del Castillo, citado en Hugh Thomas, Conquest: Monte-


zuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993,p. 358 [hay trad.
cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007).
2. Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.),2006,
p. 107. Véase también C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of
México, Austin (Tex.), 1956, pp. 76-79.
3. Hernán Cortés, citado en Thomas, Conquest, pp. 368 y 723n; John
Eoghan Kelly, Pedro de Alvarado: Conquistador, Princeton (N. J.), 1932,
pp. 62-64.

393
NOTAS I>E LAS 1*A(¿INAS 165 A 173

4. Thomas, Conquest, pp. 360-362; Hammond Inncs, 77ie Conquistadors,


Nueva York, 1969, p. 158 [hay trad. cast.: Los conquistadores españoles, No-
guer, Barcelona, 1969]; Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and
the Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, pp. 153-154 [hay trad. cast.: Her­
nán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca, Edicio­
nes B, Barcelona, 2005]; Kelly, Alvarado, pp. 63-66.
5. Hernán Cortés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, pp. 255-
257; Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Ma­
drid, 1987, pp. 215-220; Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la
conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, pp. 344-383; William
H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, pp. 494-503
[hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros,
Madrid, 2004]; C. Harvey Gardiner, The Constant Captain: Gonzalo de San-
doval, Carbondale (111.), 1961, pp. 37-42.
6. Gardiner, Constant Captain, pp. 40-41; Thomas, Conquest, pp. 366-
367.
7. López de Gomara, México, pp. 218-219; Prescott, History, pp. 501-502;
Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 349-350; Maurice Collis, Cortés and
Montezuma, Nueva York, 1954, p. 167; Innes, Conquistadors, pp. 156-158.
8. Cortés, Cartas, pp. 250-253 (y Lettersfrom México, trad. y ed. de An­
thony Pagden, New Haven, 2001, p. 473n); Gardiner, Constant Captain,
pp. 41-44.
9. Paul Schneider, Brutal Journey: The Epic Story of the First Crossing of
North America, NuevaYork, 2006, pp. 7-8 [hay trad. cast.: Viaje brutal. Cabeza
de Vaca y el primer viaje a través de Norteamérica, Península, Barcelona, 2009].
10. Prescott, History, p. 509;Thomas, Conquest, p. 370.
11. Cortés, Cartas, p. 257; Thomas, Conquest, p. 371; Bernal Díaz del
Castillo, 77ie Discovery and Conquest of México, 1517-152 í, Nueva York y
Londres, 1928, p. 366; Prescott, History, pp. 510-511.
12. Prescott, History, p. 512.
13. lbid., pp. 510-515.
14. Cortés, citado en ibid., p. 514. También Cortés, Cartas, pp. 259-
260.
15. López de Gomara, México, pp. 217-218; Cortés, Cartas, pp. 261-
262; Díaz del Castillo, Discovery, pp. 375-376.
16. Citado en Schneider, BrutalJourney, p. 7.
17. Ibid., pp. 8-9; Díaz del Castillo, Discovery, p. 388 (que cita la cifra de
3.000 pesos); Gardiner, Constant Captain, p. 45.
18. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 373-374; López de Gomara,
México, pp. 220-222; Prescott, History, pp. 516-518; Salvador de Madariaga,

394
NOTAS DE LAS 1'ACilNAS 174 A 1Kt

Hernán Cortés: Conqtwm of México, Coral Gables, 1942, pp. 316-318 (origi­
nal: Hernán Cortés, Espasa-Calpe, Madrid, 2008 (1941)(.
19. Citado en Prescott, History, pp. 518 y 1ln.
20. Cortés, Cartas, pp. 261 -262; Prescott, History, pp. 518-519;Thomas,
Conquest, pp. 376-377.
21. Cortés, Cartas, pp. 261-263; Prescott, History, p. 519.
22. Díaz del Castillo, Discovery, p. 390; Prescott, History, p. 519; Mada-
riaga, Cortés, pp. 317-318.
23. López de Gomara, México, p. 225.
24. Díaz del Castillo, Discovery, p. 375.
25. Schneider, BrutalJourney,p. 10;Thomas, Conquest, p. 379.
26. Schneider, Brutal Journey, pp. 10-1 l;Thomas, Conquest, p. 379.
27. Díaz del Castillo, Discovery, pp. 390-393; López de Gomara, México,
pp. 225-226; Cortés, Cartas, pp. 263-265; Prescott, History, pp. 522-524.
28. Andrés de Tapia, Relación de algunas cosas..., en J. Díaz, et al., La con­
quista de Tenochtitlán, Dastin, Madrid, 2000, p. 113.
29. Thomas, Conquest, p. 381.
30. Díaz del Castillo, Discovery, p. 375.
31. Véase la crónica de Alvar Núñez Cabeza de Vaca sobre la expedi­
ción de Narváez en Naufragios, Cátedra, Madrid, 1989;John Upton Terrell,
Journey into Darkness, Nueva York, 1962; David A. Howard, Conquistador in
Chains: Cabeza de Vaca and the Indians of the Americas, Tuscaloosa (Ala.) y
Londres, 1997. Véase también Schneider, BrutalJourney.
32. Thomas, Conquest, pp. 380-381; Prescott, History, pp. 530-531. So­
bre el número de soldados, véase Hassig, México, p. 111.

12. La f ie s t a d e T óxcatl

1. Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd


México, Nueva York, 1993, pp. 384 y 727n (nota 7) [hay trad. cast.: La con­
quista de México, Planeta, Barcelona, 2007].
2. La fiesta de Tóxcad se describe con todo lujo de detalles en fray
Diego Durán, Book of the Gods and Rites and The Ancient Calendar, Norman
(Okla.), 1971, cap. 4.Véase también Michael E. Smith, TheAztecs, Malden
(Mass.), 2003, pp. 229-230; Guilhem Oliver, «The Hidden King and the
Broken Flutes», en Eloise Quiñones Keber, RepresentingAztec Ritual: Perfor­
mance, Text, and Itnage in the World of Sahagún, Boulder (Colo.), 2002, pp.
107-127. La fiesta de Tóxcad y el sacrificio de Tezcadipoca también se tra­
tan en profundidad en David Carrasco, City of Sacrijice: ~TheA ztec Empire and

395
NOTAS DE I.AS PÁGINAS 182 A 186

the Role of Vióleme in Civilization, Boston, 1999, pp. 117-121, 126-129 y


132-137. Carrasco señala que el sacrificio final del ixiptla tenía lugar en el
centro ceremonial de Chalco, a diez kilómetros al sur de Tenochtitlán.
Véase también Inga Clendinnen, Aztecs, Cambridge (N.Y.), 1991, pp. 104-
110 y 147-148.
3. Richard Lee Marks, Cortés:The Greal Adventurer and the Fate oJAztec
México, Nueva York, 1993, pp. 162-163 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran
aventurero que cambió el destino del México azteca. Ediciones B, Barcelona,
2005); Peter O. Koch, Aztecs, Conquistadors, and the Making of Mexican Cul­
ture, Carolina del Norte y Londres, 2006, p. 230.
4. Citado en Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, Historia 16,
Madrid, 1992, p. 106. Sobre la laboriosa construcción y el profuso engala-
namiento de la estatua de Huitzilopochtli durante la fiesta deTóxcad, véa­
se también Duran, Book of the Gods, cap. 4.
5. León-Portilla, Visión de los vencidos, pp. 104-106; Duran, Book of
Gods, cap. 4; Carrasco, City of Sacrifico, pp. 129-133.
6. Thomas, Conquest, pp. 385 y 728n. Alvarado guarda silencio sobre el
asunto de las torturas, aunque son recogidas en Residencia contraAlvarado por
Juan Álvarez y Vázquez de Tapia. Véanse Koch, Aztecs,p. 231; John Eoghan
Kelly, Pedro de Alvarado: Conquistador, Princeton (N.J.), 1932, pp. 238-240.
7. León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 108.
8. En el Codex Mendoza (Friburgo, 1978, pp. 78-120) aparecen des­
cripciones acerca de las vestimentas ceremoniales; Francisco López de Go­
mara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 228-229; Tho­
mas, Conquest, pp. 388 y 728n; Koch, Aztecs, p. 231; Carrasco, City of
Sacrifice, pp. 132-135.
9. Para una interesante discusión sobre la sinestesia en relación con este
ritual, véase Carrasco, City of Sacrifice, pp. 121-123 y 157-158.
10. La orden «¡mueran!» aparece citada en el Códice Aubin y también
en Thomas, Conquest, p. 389; Diego Duran, History of the Indies of New Spain,
Norman (Okla.), 1994, pp. 536-537.
11. John Pohl y Charles M. Robinson lll, Aztecs and Conquistadors:The
Spanish Invasión and the Collapse of the Aztec Empire, Oxford, 2005, p. 132.
12. Citado en León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 108. Anthony Pag-
den, en sus notas a Hernán Cortés, Lettersfrom México (New Haven, 2001),
pp. 477-478n, resalta que, al ser las fuentes tan variadas y divergentes, resul­
ta difícil explicar las causas o los pormenores de la matanza. Muchas de ellas
coinciden en señalar que Alvarado oyó rumores de que iba a producirse un
levantamiento y que lo que vio en las calles le preocupó aún más, todo lo
cual lo impulsó a actuar. Ross Hassig (México and the Spanish Conquest,

396
NOTAS 1)E 1AS l'AtilNAS IH6 A 190

Norman, 2006, p. 10) sugiere que fue el propio Cortés quien ordenó per­
petrar la matanza y que le encomendó a Alvarado llevarla a cabo mientras
él se encontraba fuera de Tenochtitlán. Sin embargo, esto parece harto im­
probable, ya que Cortés era consciente de lo poco numerosas que serían sus
fuerzas y no tenía manera de saber lo que les ocurriría a él y a sus hombres
en la batalla con Narváez.
13. Del Códice Aubin, en Stuart B. Schwartz, Victors and Vanquished:
Spanish and Nahua Vieivs of the Conquest of México, Boston y Nueva York,
2000, p. 164.
14. López de Gomara, México, p. 230; John Manchip White, Cortés and
the Doumfall of the Aztec Empire: A Study in a Conflict of CM/fMres.Worcester
(Mass.) y Londres, 1970, p. 220.
15. León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 109, procedente del Codex
Ramírez y del Códice Aubin. También en James Lockhart, We People Hete:
Náhuatl Accounts of the Conquest of México, vol. I, Berkeley (Calif.), 1993,
pp. 132-136.
16. Marks, Cortés, p. 163; Hassig, México, pp. 109-111; Burr Cartwright
Brundage, A Rain of Darts: The Mexica Aztees, Austin y Londres, 1972,
p. 273. Sigue sin estar clara la cifra de víctimas mortales; en función de
las fuentes, fueron entre dos mil y diez mil. Duran (Judies, pp. 536-537) cita
la cifra más alta.
17. León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 110. La complejidad de los
ritos funerarios en honor de los guerreros caídos en combate se aborda de
manera exhaustiva en Duran, Indies, pp. 149-152 y 283-290.
18. R. C. Padden, The Hummingbird and the Hawk, Columbus (Ohio),
1967, p. 196;Thomas, Conquest, p. 391, 729n y 790n; Camilo Polavieja,
Hernán Cortés, copias de documentos, Sevilla. 1889, pp. 280-281.
19. Citado en León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 110; Lockhart, We
People Here, p. 138.
20. William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York,
2001, p. 540 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Ma­
chado Libros, Madrid, 2004]; Hassig, México, pp. 111 y 215n;Thomas, Con­
quest, pp. 392-393; Koch, Aztecs, p. 234.

13. E l ir ó n ic o destin o de M octezum a

1. Bernal Díaz del Castillo, The Discovcry and Conquest of México, 1517-
1521, Nueva York y Londres, 1928, p. 398; Hernán Cortés, Letters from
México, trad. y ed. de Anthony Pagden, New Haven, 2001, p. 475n. Hugh

397
NOTAS DE I.AS PÁGINAS 190 A 195

Thomas alude a los dos capitanes de esta expedición como Vclázquez de


León y Rodrigo Rangel.
2. William H. Prescott. Hístory of the Cotiquest of México, Nueva York,
2001, pp. 531-532 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio
Machado Libros, Madrid, 2004]; SusanToby Evans, Ancient México and Cen­
tral America, Nueva York, 2004, pp. 45-61.
3. Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman, 2006, p. 111;
C. Harvey Gardiner, The Constant Captain: Gonzalo de Sandoval, Carbonda-
le (I1L), 1961, pp. 46-48.
4. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, p. 268.
5. Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and the Fate o/Aztec
México, Nueva York, 1993,p. 165 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aven­
turero que cambió el destino del México azteca. Ediciones B, Barcelona, 2005];
Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México,
Nueva York, 1993, p. 395 (hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta,
Barcelona, 2007],
6. Cortés, Cartas, pp. 267-269; Gardiner, Constant Captain, p. 48.
7. Inga Clendinnen, Aztecs, Cambridge, 1991, pp. 29-30;Alfonso Caso,
TheAztecs: People of the Sun, Norman (Okla.), 1958, pp. 41-51 [original: El
pueblo del sol, Fondo de Cultura Económica, México, 1953],
8. Cortés, Cartas, pp. 269-270.
9. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva
España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 385.
10. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 385.
11. Thomas, Conquest, pp. 396-397.
12. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 387.
13. Citado en ibid.; Hammond lunes, The Conquistador, Nueva York,
1969, pp. 162-163 [hay trad. cast.: Los conquistadores españoles, Noguer, Bar­
celona, 1969).
14. R. C. Padden, The Hummingbird and the Hawk, Columbus, Ohio,
1967, p. 199; Burr Cartwright Brundage, A Rain ofDarts:The Mexica Aztecs,
Austin y Londres, 1972, p. 274.
15. Prescott, History, pp. 542-543; Peter O. Koch, Aztecs, Conquistador,
and the Making of Mexican Culture, Carolina del Norte y Londres, 2006,
p. 236.
16. Michael Wood, Conquistador, Berkeley (Calif.), 2000, p. 73; Stuart
B. Schwartz, Victors and Vanquished: Spanish and Nahua Vieu>s of the Conquest
of México, Boston y Nueva York, 2000, p. 157; Brundage, Rain of Darts,
p. 275; Prescott, History, p. 543. En México and the Spanish Conquest (Nor­
man, [Okla.], 2006), Ross Hassig afirma que Cuitláhuac no sería designado

398
NOTAS 1)1- I AS l'ÁlilN AS l*»5 A 200

oficialmente rey hasta alrededor del 15 de septiembre de 1520, pero que a


partir de esa fecha, y hasta su fallecimiento, asumió el cargo de tlatoani (em­
perador) azteca.
17. Cortés, Cartas, p. 270.
18. Ibid.; Prescott, History, p. 552.
19. Díaz del Castillo, Discovery, p. 407; Cortés, Cartas, p. 270.
20. Cortés, Cartas, p. 270; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 388;
Hassig, México, p. 112;Thomas, Cotiquest, p. 399.
21. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 389.
22. Cortés, Cartas, p. 271.
23. Koch, Aztecs, p. 241.
24. Cortés, Cartas, p. 272; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 389;
Prescott, History, pp. 573-574; José López-Portillo, Títey Are Corning: Tlte
Conquest of México,Dentón (Tex.), 1992,pp. 257-258 [original: Ellos vienen...
La conquista de México, Fernández, México, 1987]; Hassig, México, p. 112.
25. Prescott, History, pp. 574-575; Marks, Cortés, p. 167; López-Portillo,
They Are Corning, p. 258.
26. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 392. Véanse tam­
bién Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Ma­
drid, 1987, p. 234; Prescott, History, p. 561. En las Cartas (p. 272), Cortés
afirma que Moctezuma le pidió si podía hablar al pueblo, algo que, dadas
las circunstancias, parece improbable. Incluso su primer biógrafo, López de
Gomara, que escribió buena parte de su obra desde el punto de vista
de Cortés y los españoles, dice que «rogó a Moctezuma se subiese a una azo­
tea y mandase a los suyos cesar e irse» (López de Gomara, México, p. 234).
27. Citado en Prescott, History, p. 561.
28. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 392-393.
29. Citado en Thomas, Conquest, p. 402.
30. Cortés, Cartas, p. 272; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 393;
López de Gomara, México, p. 234; C. A. Burland, Montezmna: Lord of the
Aztecs, Nueva York, 1973, pp. 231-233; Peter G.Tsouras, Montezuma: War-
lord of the Aztecs, Washington D. C„ 2005, pp. 80-85. Como se apunta en la
nota al pie de la página 200 del libro, existen dos versiones distintas y con­
trapuestas sobre la muerte de Moctezuma. Casi todos los cronistas españo­
les coinciden en apoyar la historia de Cortés según la cual Moctezuma fue
lapidado en la azotea y falleció a causa de las heridas.Tanto Bernal Díaz del
Castillo como Vázquez de Tapia, que presenciaron la escena, afirman que el
emperador había sido protegido con escudos y que, probablemente, los
aztecas que estaban lanzando piedras a los soldados españoles no lo recono­
cieron. Díaz del Castillo (en Historia verdadera, p. 393) sostiene que Mocte­

399
NOTAS l)F. l.A I’Át.üNA 201

zuma rechazó los alimentos y la ayuda médica y que sucumbió a las heridas.
El cronista Antonio de Herrera respalda esta versión. Díaz del Castillo afir­
ma que él, Cortés y muchos de los soldados españoles lloraron cuando
Moctezuma falleció, y añade que «hombres hubo entre nosotros, de los que
le conocíamos y tratábamos, que tan llorado fue como si fuera nuestro pa­
dre» (Historia verdadera, p. 393). Aunque la afirmación parece ciertamente
exagerada, los españoles habían pasado más de medio año en contacto ín­
timo con el gobernante, y es razonable suponer que habían desarrollado
lazos de afinidad con él. De todas las versiones españolas, la de Díaz del
Castillo es la que resulta más verídica. Véase también Cortés, Letters from
México, pp. 475-476n.
Casi todos los relatos aztecas defienden la teoría de que Moctezuma
sobrevivió a la lapidación, se recuperó por breve tiempo y fue acuchillado
(o bien apaleado) hasta morir,justo antes de que los españoles se marcharan
en el transcurso de la Noche Triste. En History of the Indies of New Spain
(p. 545), fray Diego Durán sostiene que Moctezuma fue descubierto y re­
cibió cinco puñaladas en el pecho. En cambio, unos pocos relatos nativos
apoyan la versión de la lapidación: tanto el Codex Ramírez como Ixtlilxó-
chitl afirman que Moctezuma fue acuchillado o bien asesinado mediante
espadas. Fray Bernardino de Sahagún defiende la versión del apaleamiento,
mientras queThomas (Conquest, p. 404) califica de «improbable» la versión
azteca del asesinato por parte de los conquistadores.
El destino del cuerpo de Moctezuma también está envuelto en el mis­
terio y la controversia. En las Cartas (p. 272) Cortés afirma: «Y yo lo fice
sacar así muerto a dos indios que estaban presos, y a cuestas lo llevaron a la
gente.Y no sé lo que dél se hicieron, salvo que por eso no cesó la guerra, y
muy más recia y muy cruda de cada día». Díaz del Castillo, que redactó su
crónica muchos años después de la conquista y, por tanto, no tenía dema­
siado interés político en el asunto, dejó escrito que Cortés «mandó a seis
mexicanos muy principales ... que lo sacasen a cuestas y lo entregasen a los
capitanes mexicanos» (Historia verdadera, p. 394).
Los relatos aztecas sostienen que el cuerpo de Moctezuma fue encon­
trado, junto con los cadáveres de Cacama e Itzquauhtzin (que, de hecho,
fueron ejecutados, algo que los españoles no niegan), fuera del palacio, cer­
ca de un canal ubicado en un lugar llamado Teoayoc; posteriormente todos
fueron incinerados. Véase Sahagún en Schwartz, Victors, pp. 177-178; Ló-
pez-Portillo, They Are Corning, p. 260; Cortés, Letters from México, p. 478n.
31. Citado en Brundage, Rain of Darts, p. 276. Más infomación sobre la
enigmática muerte de Moctezuma H en Diego Durán, History of the Indies
ofNeuf Spain, Norman (Okla.), 1994, pp. 544-545. Para estudios en profún-

400
NOTAS Di; LAS l’ACINAS 202 A 207

didad sobre su vida y su reinado, véase C. A. Burland, Montezuma: Lord of


theAztecs, Nueva York, 1973, y Tsouras, Montezuma.

14. L a N o c h e T riste

1. Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España,


ed.de Juan Carlos Temprano, Historia 16, Madrid, 1990, vol. 2, p. 976. Cor­
tés, López de Gomara y Díaz del Castillo afirman que atacaron el Templo
Mayor, pero el hecho de que el templo de Yopico estuviera situado más
cerca y disfrutara de vistas directas sobre el palacio de Axayácad —y, por
tanto, que fuera más útil como puesto de mando— hace que ese fuera
probablemente el blanco real del ataque.
2. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, p. 274.
3. Ibid., pp. 274-275; Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and
the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, pp. 403 y 731n [hay trad. cast.: La
conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007].
4. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva
España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 391.
5. Cortés, Cartas, p. 275.
6. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 396; Francisco López
de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, p. 240.
7. Cortés, Cartas, pp. 278-280; Díaz del Castillo, The Discovery and
Conquest of México, 1517-1521, Nueva York y Londres, 1928, p. 420; José
López-Portillo, They Are Corning: The Conquest of México, Dentón (Tex.),
1992, pp. 263-264 [original: Ellos vienen... La conquista de México, Fernán­
dez, México, 1987].
8. Citado en William H. Prescott, History of the Conquest of México,
Nueva York, 2001, p. 588 y nota [hay trad. cast.: Historia de la conquista de
México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004].
9. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 397.
10. López de Gomara, México, p. 241; Prescott, History, p. 589; López-
Portillo, They Are Corning, p. 263.
11. Cortés, Cartas, p. 279-280; López de Gomara, México, p. 241.
12. Códice Florentino, pp. xii y 24; Diego Muñoz Camargo, Historia de
Tlaxcala, Secretaría de Fomento, México, 1892, p. 220; Miguel León-Porti­
lla, Visión de los vencidos. Historia 16, Madrid, 1992, pp. 115-116; En las
Cartas (pp. 279-280), Cortés menciona que, antes de que llegara a la segun­
da brecha de la calzada, los guardias lanzaron un grito y tropas aztecas se
lanzaron en su persecución.

401
NOTAS DE l.AS p ACÜNAS 207 A 210

13. Citado en León-Portilla, Visión de los muidos, p. 116.


14. Nigel Davies, Tlie Aztecs: A History, Norman (Okla.), 1980,
pp. 269-270 [hay trad. cast.: Los aztecas, Destino, Barcelona, 1977]; Díaz del
Castillo, Historia verdadera, pp. 396-398.
15. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 397.
16. León-Portilla, Visión de los vencidos, pp. 116-117.
17. López de Gomara, México, pp. 241-242; Díaz del Castillo, Historia
verdadera, p. 399; Richard Lee Marks, Cortés: The Great Advettturer and the
Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, p. 171 [hay trad. cast.: Hernán Cortés:
el gran aventurero que cambió el destino del México azteca. Ediciones B, Barce­
lona, 2005].
18. John Pohl y Charles M. Robinson lll, Aztecs and Conquistador:The
Spanish Invasión and the Collapse of theAztec Empire, Oxford, 2005, p. 139. La
cifra de desaparecidos varia según la fúente.Véase la tabla que ofrece Pres-
cott (History, p. 600). Véase también C. Harvey Gardiner, Naval Power iti the
Conquest of México, Austin (Tex.), 1956, pp. 86-88. En México and the Spa­
nish Conquest (Norman, 2006, pp. 116-117), Ross Hassig aporta una inte­
resante teoría conspirativa según la cual Cortés habría dejado atrás inten­
cionadamente a los hombres de Narváez tras constatar que eran unos
soldados ineficaces y, por tanto, prescindibles. Aunque está claro que Cortés
no estaba nada convencido de la actuación de los reclutas de Narváez, pa­
rece inverosímil que sacrificara a propósito a un tercio de la fuerza de
combate española, junto con sus armas y armaduras. Por otra parte, Hassig
sostiene que el episodio de la mujer que gritó pidiendo ayuda en la calzada
parece inverosímil, puesto que, al contrario de lo que se afirma, es difícil
que hubiera ido en busca de agua a esas horas de la noche. Muchos otros
relatos (incluido Cortés, Cartas, pp. 279-280) no aluden a la mujer, sino solo
a guardias que «lanzaron un grito».
19. López de Gomara, México, p. 242; López-Portillo, TheyAre Corning,
p. 268. El árbol se encuentra entre los más longevos del mundo, con una
media de quinientos años, pero en Oaxaca algunos superan los dos mil años
de vida.
20. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 401.
21. John Eoghan Kelly, Pedro de Alvarado: Conquistador, Princeton
(N.J.), 1932, pp. 90 y 94; Hammond Innes, The Conquistador, Nueva York,
1969, p. 175 [hay trad. cast.: Los conquistadores españoles, Noguer, Barcelona,
1969]; Prescott, History, pp. 596-597.
22. Citado enThomas, Conquest, pp. 412 y 735n; Gardiner, Naval Power,
p. 89; C. Harvey Gardiner, Martin López: Conquistador Citizen of México,
Lexington (Mass.), 1958, p. 35.

402
NOTAS Dlí I.AS PAGINAS 211 A 215

23. León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 118; López-Portillo, TheyAre


Corning, p. 269.
24. León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 118; James Lockhart, We
People Here: Náhuatl Accounts of the Conquest of México, vol. I, Berkeley (Calif.),
1993, p. 160.
25. López-Portilla, TheyAre Corning, p. 269.
26. Ibid., p. 270. Lockhart, We People Here, pp. 156-160, del libro XII
del Códice Florentino.
27. López-Portillo, They Are Corning, p. 270; David Carrasco, City of
Sacrifice: Tire Aztec Empire and the Role of Violence in Civilization, Boston,
1999, pp. 23 y 83-84. Carrasco explica la importancia de los prisioneros
como víctimas sacrificiales, así como la relevancia simbólica de los cráneos
y los tzompantlis.
28. Carrasco, City of Sacrifice, pp. 164-187. El capítulo de Carrasco
«Cosmicjaws» («Mandíbulas cósmicas») ofrece una interpretación verdade­
ramente fascinante de los fundamentos mitológicos y cosmológicos del
canibalismo prevaleciente en las ceremonias religiosas aztecas, y señala el
predominio de «las mandíbulas, las bocas, las lenguas, los gestos a la hora de
comer, los rituales asociados al uso de la boca para devorar la carne de seres
humanos y, en el caso de al menos un dios, los pecados de los seres huma­
nos» (p. 168).
29. Cortés, Cartas, p. 283; López de Gomara, México, pp. 243-244; Ló­
pez-Portillo, TheyAre Corning,p. 270; Prescott, History,pp. 597-598.
30. Cortés, Cartas, p. 283; López de Gomara, México, p. 244.
31. Carrasco, City of Sacrifice, pp. 71 y 76-77; Eloise Quiñones Keber,
Representing Aztec Ritual: Performance, Text, and Image in the World of Sahagún,
Boulder (Colo.), 2002, pp. 57, 59, 100 y 120; Susan D. Gillespie, en The
Aztec KingsiThe Construction of Rulership in Mexica History, Tucson, 1989,
p. 203; David Carrasco y Eduardo Matos Moctezuma, Moctezuma’s México:
Visions of the Aztec World, Boulder (Colo.), 2003, pp. 62 y 156;Thomas,
Conquest, p. 29.
32. Cortés, Cartas, p. 285; López de Gomara, México, p. 245.
33. Citado en López-Portillo, TheyAre Corning,p. 271; fray Diego Du­
ran, History of the Indies of New Spain, Norman (Okla.), 1994, pp. 305-306.
La importancia de Cihuacoad (la Mujer Serpiente) se aborda con detalle en
Duran, Book of the Gods, pp. 210-220. Para una descripción convincente y
detallada del atuendo militar que llevaban los hábiles guerreros de élite az­
tecas, véase Ross Hassig, Aztec Warfare, Norman (Okla.), 1988, pp. 37-47.
34. Cortés, Cartas, p. 285.
35. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 403.

403
NOTAS l)E I.AS PAGINAS 213 A 220

36. Cortés, Cartas, p. 285.


37. Kelly, Alvarado, pp. 24-25,95-98 y 117-118n; Maurice Collis, Cor­
tés and Montezuma, Nueva York, 1954, pp. 202-203.
38. Hassig, México, p. 119.
39. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 403.
40. Ibid.; Prescott, History, p. 616; George C.Vaillant, Aztecs of México:
Origin, Rise, and Fall of theAztec Nation, Nueva York, 1941, pp. 253-254.
41. Conquistador anónimo, en Patricia de Fuentes, ed., The Conquista-
dors: First Person Accounts of the Conquest of México, Nueva York, 1963, p. 168;
Hassig, Aztec Warfare, p. 58; Pohl y Robinson, Aztecs, p. 141; López-Portillo,
TíteyAre Corning, pp. 271-273.
42. Cortés, Cartas, pp. 289-290, y LettersJrom México, p. 480n. Prescott,
History, p. 622 y nota. En su carta al rey, Cortés afirmó haber perdido dos
dedos en la batalla, pero otros cronistas sostienen que, al tener la mano «li­
siada», conservó todos los dedos. En cuanto a las heridas que sufrió en la
cabeza, tenemos pruebas físicas de ello: el cráneo de Cortés (junto con el
resto de su esqueleto) está depositado en el Hospital de Jesús de México
D. E, donde arqueólogos lo descubrieron en una cripta en 1946,junto con
documentos jurídicos que confirmaban que los huesos eran suyos. El crá­
neo presenta graves fracturas en el lado izquierdo, coincidentes con las
descritas por Cortés y otros cronistas. Véase Cortés, Cartas, pp. 289-290 y
LettersJrom México, p. 480n; Marks, Cortés, pp. 175-176.

15. «A LOS OSADOS AYUDA LA FORTUNA»

1. William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York,


2001, p. 622 fhay trad. cast.: Historia de la conquista de México,Antonio Ma­
chado Libros, Madrid, 2004]; Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adven-
turer and the Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, p. 187 [hay trad. cast.:
Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca. Edi­
ciones B, Barcelona, 2005],
2. Bernal Díaz del Castillo, The Discovery and Conquest of México, 1517-
1521, Nueva York y Londres, 1928, p. 433.
3. Bernardino de Sahagún, en Historia general de las cosas de Nueva Es­
parta, ed. de Juan Carlos Temprano, Historia 16, Madrid, 1990, vol. 2, p. 983;
Díaz del Castillo, Discovery, pp. 434-435; José López-Portillo, They Are Co­
rning: The Conquest of México, Dentón (Tex.), 1992, pp. 276-277 [original:
Ellos vienen... La conquista de México, Fernández, México, 1987],
4. Citado en Prescott, History, p. 621.

404
NOTAS OE l AS PACINAS 221 A 227

5. R q ss Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.),2006,


p. 122; Charles Gibson, Tlaxcala in the Sixteenth Century, New Haven, 1952,
pp. 159-160.
6. Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd
México, Nueva York, 1993, pp. 428 y 737n [hay trad. cast.: La conquista
de México, Planeta, Barcelona, 2007]; Marks, Cortés, p. 188; Gibson, Tlaxcala,
pp. 10,104-105 y 158-161. En líneas generales, España cumplió el acuerdo
suscrito con Tlaxcala durante casi trescientos años, pero, aunque los tlaxcal­
tecas dejaron de tener que pagar tributos a Tenochtitlán, como vasallos de
España estaban obligados a realizar pagos a la Corona.
7. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva
España, Sopeña, Barcelona, 1970, pp. 407-413.
8. Ibid.
9. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, pp. 288-289.
10. Citado en Francisco López de Gomara, La conquista de México, His­
toria 16, Madrid, 1987, p. 249.
11. Ibid., pp. 248-249; Prescott, History, p. 624.
12. Citado en Thomas, Conquest, p. 432.
13. Ibid., pp. 432 y 738n.
14. Citado en López de Gomara, México, p. 249.
15. Citado en Prescott, History, p. 192;Beatrice Berler, The Conquest of
México:A Modern Rendering ofWilliam Prescott’s History, San Antonio (Tex.),
1998, p. 14.
16. Citado en López de Gomara, México, p. 250.
17. Ibid.
18. Ibid., p. 251.
19. Ibid., p. 250. Cortés no tardaría en utilizar el nombre «Nueva Espa­
ña» en sus cartas al rey.
20. Cortés, Cartas, p. 290. Cortés no acuñó esta expresión, pero la usó
en más de una ocasión. En aquella época era de uso relativamente común,
también traducida como «La fortuna favorece a los audaces». A veces se ha
atribuido a La Eneida, de Virgilio.
21. Citado en López de Gomara, México, p. 251.
22. Cortés, Cartas, pp. 290-291.
23. Hassig, México, p. 123.
24. Cortés, Cartas, pp. 290-292; López de Gomara, México, p. 252; Díaz
del Castillo, Discovery, p. 438; Prescott, History, pp. 632-633.
25. Cortés, Cartas, p. 291.
26. Ibid., p. 292; López de Gomara. México, pp. 251-253; Díaz del Cas­
tillo, Historia verdadera, pp. 407-413.

405
NOTAS HE LAS PAUINAS 22H A 23.1

27. Cortés, Cartas, p. 292.


28. Díaz del Castillo, Discovery, p. 439; Prescott, History, p. 634;Jacques
Soustelle, The Daily Life of theAztecs on the Eve of (he Spanish Conques!, Lon­
dres, 1961, p. 73 [hay trad. cast.: La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de
la conquista. Fondo de Cultura Económica, México, 1956J.
29. John GrierVarner y Jeannette Johnson Varner, Dogs of the Conquest,
Norman (Okla.), 1983, p. 68.
30. Cortés, Cartas, p. 292; López de Gomara, México, p. 253.
31. Cortés, Cartas, p. 292, y LettersJrom México, pp. 480-48 ln. En dicha
nota, Anthony Pagden señala que en este punto Cortés exagera el término
caníbales, y que la mayor parte del consumo de carne humana era simbólico
y ritual.Véase también David Carrasco, City of Sacrifice:TlteAztec Empire and
the Role ofViolence in Civilization, Boston, 1999, pp. 164-168. Marvin Harris
lanzó la controvertida teoría de que la dieta azteca carecía de proteínas y de
que el canibalismo compensaba dicha deficiencia. Véase Marvin Harris,
Cannibals and Kings, Nueva York, 1978,pp. 147-166 [hay trad.cast.: Caníba­
les y reyes: los orígenes de las culturas. Alianza, Madrid, 1997].
32. Thomas, Conquest, pp. 437 y 739n;J. M. G. Le Clézio, The Mexican
Dream: Or, The Interrupted Thought of Amerindian Civilizations, Chicago y
Londres, 1993, pp. 10-20.
33. Citado en Thomas, Conquest, p. 442; C. Harvey Gardiner, Naval
Power in the Conquest of México, Austin, 1956, pp. 98 y 100-101; C. Harvey
Gardiner, Martín López: Conquistador Citizen of México, Lexington (Mass.),
1958, pp. 37-39.

16. L a «gran lepra »

1. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva


España, Sopeña, Barcelona, 1970, pp. 417-418.
2. Citado en ibid., p. 417.
3. Ibid.; José López-Portillo, They Are Coming.The Conquest of México,
Dentón (Tex.), 1992, p. 281 [original: Ellos vienen... La conquista de Méxi­
co, Fernández, México, 1987]; Ross Hassig, México and the Spanish Conquest,
Norman (Okla.), 2006, p. 128;William H. Prescott, History of the Conquest of
México, Nueva York, 2001, p. 641 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de
México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004].
4. Bernal Díaz del Castillo, The Discovery and Conquest of México, 1517-
1521, Nueva York y Londres, 1928, p. 440-441.
5. Hernán Cortés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, p. 307.

406
NOTAS 1)1- I.AS I*Ac;INAS 233 A 236

6. Ibid., pp. 306-307; Díaz del Castillo, Discovery, pp. 442-443; C. Har-
vey Gardiner, Naval Power in tbe Conquest of México, Austin (Tex.), 1956,
p. 107; Prescott, History, p. 642.
7. Díaz del Castillo, Discovery, p. 443-444; Gardiner, Naval Pouvr, p. 108;
Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México,
Nueva York, 1993, pp. 447-448 [hay trad. cast.: La conquista de México, Pla­
neta, Barcelona, 2007].
8. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 423; López-Portillo, They Are
Corning, p. 282.
9. Gardiner, Naval Power, p. 108;Thomas, Conquest, p. 448; Richard Lee
Marks, Cortés: The Great Adventurer and the Fate ofAztec México, Nueva York,
1993, p. 196 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el
destino del México azteca. Ediciones B, Barcelona, 2005].
10. Charles C. Mann, 1491: New Revelations of the Americas Before Co-
lutnbus, Nueva York, 2005, pp. 92-93 [hay trad. cast.: 1491: una nueva historia
de las Américas antes de Colón,Taurus, Madrid, 2006]; Alfred W. Crosby.Jr.,
The Columbian Exchange: Biological and Cultural Consequences of 1492, West-
port (Conn.), 2003, p. 47 [hay trad. cast.: El intercambio transoceánico: conse­
cuencias biológicas y culturales a partir de 1492, UNAM, México, 1991]; Wi-
lliam H. McNeill, Plagues and Peoples, Nueva York, 1976, pp. 206-207 [hay
trad. cast.: Plagas y pueblos, Siglo XXI, Madrid, 1984],
11. Mann, 1491, p. 93; fray Diego Durán, TheAztecs:The History of the
Iridies of New Spain, Nueva York, 1964, p. 323; Crosby, Columbian, pp. 48-49.
Algunas fuentes señalan que los criados cubanos que iban a bordo del bar­
co de Narváez estaban infectados, pero todos los indicios apuntan a que la
fuente de la epidemia en Nueva España fue la expedición de Narváez.
Véase David Noble Cook, Bom to Die: Disease and the New World Conquest,
1492-1650, Cambridge (Mass.), 1998, pp. 64-70 [hay trad. cast.: La conquis­
ta biológica: las enfermedades en el Nuevo Mundo, 1492-1650, Siglo XXI, Ma­
drid, 2005].
12. Citado en Crosby, Columbian, pp. 48-49.
13. Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos. Historia 16, Madrid,
1992, p. 122; Relatos aztecas, Códice Florentino, en James Lockhart, We People
Here: Náhuatl Accounts of the Conquest of México, vol. I, Berkeley (Calif.), 1993,
pp. 182-183; Stuart B. Schwartz, Victors and Vanquished: Spanislt and Nahua
Views of the Conquest of México, Boston y Nueva York, 2000, pp. 188-190.
14. Inga Clendinnen, Aztecs, Cambridge (N. Y), 1991, p. 270; Burr
Cartwright Brundage, A Rain ofDarts.The Mexica Aztecs,Austin y Londres,
1972, p. 279.
15. Jacques Soustelle, The Daily Ufe of the Aztecs on the Eve of the Spa-

407
NOTAS HE I AS HAtiINAS 236 A 241

itish Conques!, Londres, 1961, pp. 196-198 [hay trad. cast.: La vida cotidiana
de los aztecas en vísperas de la conquista. Fondo de Cultura Económica, Méxi­
co, 1956]; Matthew Restall, Seven Myths qf the Spanish Conques!, Oxford,
2003, pp. 140-142 [hay trad. cast.: Los siete mitos de la conquista española, Pai-
dós, Barcelona, 2004]; Cook, Born to Die, pp. 62-67.
16. Soustelie, Daily Life, p. 130; Dirk R. van Tuerenhout, The Aztecs:
Netv Prospectivos, Santa Bárbara (Calif.), 2005, pp. 137 y 216; Bernard R.
Ortiz de Montellano, Aztec Medicine, Health, and Nutrition, New Brunswick
(N.J.) y Londres, 1991, pp. 163-164.
17. Códice Florentino, en Lockhart, We People Hete, p. 182.
18. Citado en León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 122. Sobre la de­
vastación causada por la enfermedad y sus implicaciones, véase también
Robert V. Hiñe y John Mack Fragher, The American West: A Netv Interpreta­
tivo History, New Haven y Londres, 2000, pp. 25-27.
19. Francisco de Aguilar, Relación breve de la conquista de la Nueva Espa­
ña, en J. Díaz, et al.. La conquista de Tenochtitlán, Dastin, Madrid, 2000,
p. 191.
20. McNeill, Plagues, pp. 207-208. Véase también Robert McCaa,
«Spanish and Náhuatl Views on Smallpox and Demographic Catastrophe
in México»,Journal of Interdisciplinary History, 25 (1995), pp. 397-431.
21. Cortés, Cartas, pp. 302-303; Hassig, México, pp. 129-130;Thomas,
Conquest, p. 446.
22. Prescott, History, pp. 643-644.
23. Ibid., p. 644;Thomas, Conquest, p. 440.
24. Cortés, Cartas, p. 306.
25. Ibid., p. 308, y Letters from México, p. 482n. Pagden indica que Gri-
jalva fue de hecho el primero en acuñar esta expresión.
26. Ibid., p. 308.
27. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 431; Francisco López de Go­
mara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, p. 258; Prescott,
History, pp. 644-646.
28. Díaz del Castillo, Discovery, p. 448; Prescott, History, p. 641.
29. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 425.
30. Ibid., p. 446.
31. Ibid., p. 449; Cortés, Cartas, p. 313; López de Gomara, México,
p. 258; Prescott, History, p. 646; Thomas, Conquest, p. 450.
32. Cortés, Cartas, p. 313; López de Gomara, México, p. 258.
33. Prescott, History, p. 646.
34. Ibid., p. 446; Cortés, Cartas, p. 315; López de Gomara, México,
p. 258; Díaz del Castillo, Discovery, p. 450.

408
NOTAS l>E LAS PÁGINAS 241 A 218

35. 13íaz del Castillo, Historia verdadera, p. 439; Prescott, History, p. 646.
36. Cortés, Cartas, p. 315; López de Gomara, México, p. 259.
37. Citado en Gardiner, Naval Power, p. 103.

17. R egreso al valle de M é x ic o

1. Citado en William H. Prescott, History of the Conquest of México,


Nueva York, 2001, pp. 649 y 649-650n [hay trad. cast.: Historia de la conquis­
ta de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004], Prescott lo toma
prestado de Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva
España.
2. Codex Ramírez, p. 145.
3. Citado en Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista
de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 531.
4. Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16,
Madrid, 1987, p. 260.
5. Ibid., p. 260; Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman
(Okla.), 2006, p. 172.
6. Hernán Cortés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, p. 316;
López de Gomara, México, p. 260.
7. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 435. En Historia de la conquista
de México (p. 263), López de Gomara dice que había veinte mil daxcaltecas.
8. Citado en López de Gomara, México, p. 261; Cortés, Cartas, p. 316,
y Letters from México, trad. y ed. de Anthony Pagden, New Haven, 2001,
p. 482n.
9. López de Gomara, México, p. 262.
10. Esta frase, «reír o llorar», pertenece a Bartolomé de las Casas, Histo­
ria de las Indias, México, 1981.
11. Cortés, Cartas, p. 316.
12. Citado en HughThomas, Conquest: Montczuma, Cortés, and the Fall
of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 456 [hay trad. cast.: La conquista de Méxi­
co, Planeta, Barcelona, 2007]; Prescott, History, p. 654. La traducción de
Prescott, aunque un poco diferente, conserva el tono: «El principal motivo
... era el deseo de sacar a los indios de las tinieblas de la idolatría y hacerlos
participar de la luz de una fe más pura, y después recobrar para su rey los
dominios que de derecho le pertenecían».
13. Prescott, History, p. 655. Estas disposiciones o normas de conducta
se hallan también en C. Harvey Gardiner, The Constant Captain: Gonzalo de
Sandoval, Carbondale (111.), 1961, pp. 68-70.

409
NOTAS l)E LAS PÁGINAS 248 A 25(1

14. Citado en Prescott, History, p. 655.


15. Cortés, Cartas, pp. 317-318.
16. Ibid., p. 319; Prescott, History, p. 658; Díaz del Castillo, Historia ver­
dadera, p. 436.
17. Cortés, Cartas, p. 319.
18. Ibid., p. 320. Las señales de humo se solían usar para avisar a las
poblaciones cercanas de que se estaba librando una batalla o de que se es­
taba aproximando un ejército enemigo. Véase Ross Hassig, Aztec Warfare,
Norman (Okla.), 1988, pp. 95-96 y 292n.
19. López de Gomara, México, p. 264.
20. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 436; López de Gomara, Méxi­
co, p. 265.
21. Thomas, Conquest, pp. 458 y 744n; Fernando de Alva Ixtlilxóchid,
Ally of Cortés.'Account 13: O f the Corning of the Spaniards and the Beginnitig of
Evangelical Law, El Paso (Tex.), 1969,pp. 10-15 y 272-273 [original: Décima
tercia relación de la venida de los españoles y principio de la ley evangélica, México,
1938]; Hassig, México, p. 136; Diego Duran, History of the Indies of New
Spain, Norman (Okla.), 1994, p. 550. Duran resalta la larga relación que
mantuvieron Cortés e Ixdilxóchid.
22. Cortés, Cartas, p. 321-322; López de Gomara, México, p. 265.
23. Cortés, Cartas, p. 323; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 438.
24. Thomas, Conquest, p. 459 y 744n; Ixdilxóchid, Ally, pp. 12-15.
25. Hassig, México, pp. 136-137; Jerome A. Offner, Law and Politics in
Aztec Texcoco, Londres, 1983, pp. 239-240; R. C. Padden, The Hummingbird
and the Hawk, Columbus (Ohio), 1967, pp. 209-210. Cabe mencionar que
Hassig sugiere que la muerte repentina de Tecocol fue «sospechosamente
oportuna», lo cual tiene sentido en vista de la utilidad de tener a Ixtlilxó-
chid instalado en el poder por motivos políticos (si bien Cortés pudo haber
sencillamente ayudado a colocar a Ixdilxóchid).
26. Michael E. Smith, The Aztees, Malden (Mass.), 2003, pp. 143-
145; Dirk R. van Tuerenhout, TheAztecs: New Prespectives, Santa Bárbara
(Calif.), 2005, pp. 144 y 202; Esther Pasztory, Aztec Art, Nueva York,
1983, pp. 202-203.
27. Cortés, Cartas, pp. 324-325; López de Gomara, México, p. 266.

18. L a serpiente de madera

1. Como de costumbre, la cifra de expedicionarios que bordearon la


laguna varía notablemente. Ross Hassig (México and the Spanish Conquest,

41 0
NOTAS l)l; I AS I'A c i NAS 257 A 2f>2

Norman, 2006, p. 138) aporta la cifra de siete mil, mientras que otras fuen­
tes indican que solo fueron la mitad. Ixtlilxóchitl (Ally of Cortés:Account 13:
O f the Corning of the Spaniards and the Beginnitig of Evangélica! Law, pp. 13-14)
sostiene que había seis mil, pero que no eran exclusivamente tlaxcaltecas
(también habría guerreros texcocanos). Otros cronistas aportan una cifra
menor, entre tres mil y cuatro mil. Hernán Cortés (Cartas de relación. Cas­
talia, Madrid, 1993, p. 326) afirma que había «tres o cuatro mili indios
nuestros amigos».
2. Cortés, Cartas, pp. 205-206 y 326; Nigel Davies, TlteAztecs, Nueva
York, 1973, p. 254.
3. Cortés, Cartas, p. 327; Ixtlilxóchitl, Ally, p. 13.
4. Cortés, Cartas, p. 327.
5. Ibid., p. 329; Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista
de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, pp. 444-445; Ixtlilxóchitl, Ally,
p. 16; Ross Hassig, Aztec Warfare, Norman (Okla.), 1988, pp. 248-249.
6. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 445; Hassig, México, p. 141.
7. Ixtlilxóchitl, Ally, pp. 16-17; Francisco López de Gomara, La con­
quista de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 267-268.
8. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 446; Cortés, Cartas, p. 331.
9. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 449; C. Harvey
Gardiner, The Constant Captain: Gonzalo de Sandoval, Carbondale (111.),
1961, pp. 75-76.
10. Bernal Díaz del Castillo, The Discovery and Conquest of México,
1517-1521, Nueva York y Londres, 1928, p. 467; Cortés, Cartas, p. 337;
William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001,
pp. 686-687 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Ma­
chado Libros, Madrid, 2004].
11. C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of México, Austin
(Tex.), 1956, pp. 115-116; Hassig, México, p. 142.
12. Gardiner, Naval Pou>er, pp. 116-117; C. Harvey Gardiner, Martin
López: Conquistador Citizen of México, Lexington (Mass.), 1958, pp. 42-43;
Gardiner, Constant Captain, pp. 76-78; Prescott, History, p. 687. No se ha
esclarecido el número de integrantes de la caravana; algunas fuentes afirman
que hasta cincuenta mil tlaxcaltecas participaron en el traslado de los ber­
gantines deTlaxcala a Texcoco. separadas por más de ochenta kilómetros.
13. José López-Portillo, TheyAre Coming:The Conquest of México, Den­
tón (Tex.), 1992, p. 293 [original: Ellos vienen... La conquista de México, Fer­
nández, México, 1987].
14. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 450; Cortés, Cartas,
p. 339.

411
NOTAS DE LAS 1‘ACINAS 263 A 273

15. Gardiner, Naval Power, pp. 125-127; Hubert Howe Bancroft, His-
tory of México, vol. 1, San Francisco, 1883-1888, p. 581; Ixtlilxóchitl, Ally,
p. 15; López-Portillo, TheyAre Corning, p. 293.
16. Cortés, Cartas, pp. 339-340; Hassig, México, p. 142.
17. Cortés, Cartas, p. 340.
18. Díaz del Castillo, Discovery, p. 473; Prescott, History, p. 692.
19. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 453.
20. Cortés, Cartas, p. 341.
21. Ibid, pp. 341-342.
22. Citado en Cortés, Cartas, p. 342.
23. Ibid.
24. Díaz del Castillo, Discovery, p. 476.
25. Citado en Cortés, Cartas, p. 342; López de Gomara, México,
p. 273.
26. Prescott, History, p. 704; Gardiner, Naval Power, pp. 119-120; Ri­
chard Lee Marks, Cortés: The Great Adventurer and tbe Fate of Aztec México,
Nueva York, 1993, p. 213 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que
cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barcelona, 2005]; Hugh
Thomas, Conques!: Montezuma, Cortés, and tbe Fall of Oíd México, Nueva
York, 1993, pp. 469-471 [hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta,
Barcelona, 2007].
27. Thomas, Conquest, pp. 471-472; fray Diego Duran, History of the
Indies of New Spain, Norman (Okla.), 1994, p. 17n.
28. Díaz del Castillo, Discovery, pp. 512-514; Prescott, History, pp. 726-
727; López-Portillo, TheyAre Corning, pp. 300-301.
29. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 486.
30. Cortés, Cartas, p. 448; Díaz del Castillo, Discovery, pp. 514-515;
López-Portillo, They Are Corning, pp. 300-301; Thomas, Conquest, p. 469;
Cortés, Letters from México, trad. y ed. de Anthony Pagden, New Haven,
2001, pp. 497-498n.
31. López de Gomara, México, p. 282.
32. Ibid., pp. 282-283; Prescott, History, p. 703; Gardiner, Naval Power,
pp. 121-125; Ixtlilxóchitl, Ally, pp. 15-16; Marks, Cortés, pp. 223-224.

19. E nvolvim iento

1. Berna! Díaz del Castillo, The Discovery and Conquest of México, 1517-
1521, Nueva York y Londres, 1928, p. 478; Francisco López de Gomara, La
conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, p. 274;William H. Prescott,

412
NOTAS DE LAS I'A o INAS 274 A 282

History of tlie Conquest of México, Nueva York, 2001, pp. 698-699 jhay trad.
casi.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Madrid,
2004], La versión íntegra de Prescott sobre el envolvimiento militar de la
región, en las páginas 691-724.
2. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, p. 345.
3. Ibid., p. 346; C. Harvey Gardiner, The Constant Captain: Gonzalo de
Sandoval, Carbondale (111.), 1961, pp. 78-79; López de Gomara, México,
p. 274; Prescott, History, p. 702.
4. Citado en Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista
de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 465.
5. Cortés, Cartas, p. 349.
6. En Historia verdadera... Díaz del Castillo afirma que eran veinte mil,
pero Cortés (Cartas, p. 349) y López de Gomara (México, p. 276) proporcio­
nan la cifra de cuarenta mil. En cualquier caso, el creciente número de
aliados debió de preocupar profundamente a Cuauhtémoc.
7. Cortés, Cartas, p. 350; Díaz del Castillo, Discovery, p. 488.
8. Cortés, Cartas, p. 350; probablemente se trataba de la localidad de
Tlaycapan.
9. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 468-469; Cortés, Cartas,
pp. 350-351; Prescott, History, p. 707.
10. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 470.
11. López de Gomara, México, pp. 277-278; Díaz del Castillo, Discovery,
p. 492.
12. Cortés, Cartas, p. 353.
13. Ibid.
14. Fray Diego Durán, History of the Indies of New Spain, Norman
(Okla.), 1994, pp. 205n, 244-245 y 244n.
15. Cortés, Cartas, p. 354.
16. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 474.
17. López de Gomara, México, pp. 278-279; Cortés, Cartas, p. 355; Díaz
del Castillo, Historia verdadera, p. 474; Prescott, History, pp. 711-712; José
López-Portillo, They Are Corning: The Conquest of México, Dentón (Tex.),
1992, pp. 294-295 [original: Ellos vienen... La conquista de México, Fernán­
dez, México, 1987],
18. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 474.
19. Salvador de Madariaga, Hernán Cortés: Conqueror of México, Coral
Gables (Fio.), 1942, p. 369 [original: Hernán Cortés, Espasa-Calpe, Madrid,
2008 (1941)]; Nigel Davies, The Aztecs:A History, Norman (Okla.), 1980,
p. 272 [hay trad. cast.: Los aztecas, Destino, Barcelona, 1977].
20. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 476.

413
NOTAS DE LAS I'A cíINAS 282 A 288

21. Durán, lndies, pp. 44-45n y 236-237.


22. Ross Hassig, México and the Spattish Conquest, Norman (Okla),
2006, pp. 144-145; Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall
of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 479 [hay trad. cast.: La conquista de Méxi­
co, Planeta, Barcelona, 2007].
23. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 477.
24. Ihid., p. 481; López-Portillo, TheyAre Corning, p. 297; Cortés, Letters
from México, trad. y ed. de Anthony Pagden, New Haven, 2001, p. 486n;
Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and the Fate ofAztec México,
Nueva York, 1993, p. 221 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que
cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barcelona, 2005]; Prescott,
History, p. 718. Díaz del Castillo (Historia verdadera, p. 481) afirma que Cuauh-
témoc envió los miembros cercenados a las provincias como señal de aviso
a quienes se habían abado con los españoles.
25. Cortés, Cartas, p. 358.
26. Ibid., p.359.
27. Cortés, Letters from México, p. 486n.
28. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 483; Prescott, History, p. 722;
Thomas, Conquest, p. 481; López-Portillo, 77tey Are Corning, p. 298.

20. E m pieza el asedio

1. Ross Hassig, Aztec Warfare, Norman (Okla.), 1988, p. 241. El diseño


de la canoa azteca es objeto de anáfisis en C. Harvey Gardiner, Naval Power
in the Conquest of México, Austin (Tex.), 1956, pp. 55-57.Véase también Dirk
R. van Tuerenhout, The Aztecs: Neu> Prespectives, Santa Bárbara (Calif.),
2005, pp. 88 y 94-95.
2. R. C. Padden, The Hummingbird and the Hawk, Columbus (Ohio),
1967, pp. 211-212.
3. Jacques Soustelle, Daily Ufe of the Aztecs, Londres, 1961, pp. 140-141
[hay trad. cast.: La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista. Fondo
de Cultura Económica, México, 1956]; Michael E. Smith, The Aztecs, Mal-
den (Mass.), 2003, pp. 166-168.
4. Hassig, Aztec Warfare, p. 238; Fernando de Alva Ixtfilxóchitl, Ally of
Cortés:Account 13: O f the Corning of the Spaniards and the Beginning of Evan-
gelical Law, El Paso (Tex.), 1969, p. 24 [original: Décima tercia relación de la
venida de los españoles y principio de la ley evangélica, México, 1938].
5. Para un anáfisis de la estructura y la organización del ejército azteca,
incluidos los guerreros jaguar y águila, véase Ross Hassig, War and Soáety in

414
NOTAS Mi; I.AS PAGINAS 2HH A 2<>4

Ancient Mrsoamerica, Berkeley (Calif.), 1992, pp. 82-85 y 142; Hassig, Aztec
Warfare, pp. 37-47.
6. Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd
México, Nueva York, 1993, pp. 487-488 [hay trad. cast.: La conquista de Méxi­
co, Planeta, Barcelona, 2007]; fray Diego Durán, Book of the Gods and Rites
and The Ancient Calendar, Norman (Okla.), 1971, pp. 19 y 164. Pantitlán,
un lugar dedicado a rituales asociados al agua y los remolinos, es también
objeto de análisis en Eloise Quiñones Keber, Representing Aztec Ritual:
Performance, Text, and Image in the World ofSahagún, Boulder (Colo.), 2002,
pp! 88 y 182.
7. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, pp. 364-
365.
8. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva
España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 487.
9. C. Harvey Gardiner, Naval Pou>er in the Conquest of México, Austin
(Tex.), 1956, pp. 115-116; Ross Hassig, México and the Spanish Conquest,
Norman (Okla.), 2006, pp. 127-133. Gardiner ha realizado un trabajo ad­
mirable a la hora de recrear el tamaño exacto y el aspecto de los berganti­
nes, basándose para ello en la profundidad de las lagunas, el uso que se les
pretendía dar, los comentarios de Martín López y el aspecto que tenían
otros navios españoles de la época; véase C. Harvey Gardiner, Martín López:
Conquistador Citizen of México, Lexington (Mass.), 1958, pp. 42-46. La bo­
tadura también la relata Francisco Cervantes de Salazar, Crónica de la Nueva
España, Madrid, 1914, pp. 600-601.
10. Las estimaciones temporales exactas del proyecto son difíciles de
determinar y dependen de si uno incluye las fases iniciales de planificación
o se atiene estrictamente a la fase de construcción propiamente dicha. Para
una discusión interesante sobre el asunto, véase Gardiner, Naval Power,
p. 128 y nota.
11. Cortés, Cartas, pp. 364-365. La mayoría de los estudiosos y otros
cronistas (Díaz del Castillo, López de Gomara, Hassig) coinciden en estas
cifras.
12. Es interesante observar que Ixtlilxóchitl (Ally of Cortés:Account 13:
O f the Corning of the Spaniards and the Beginning of Evangelical Law, un relato
que presenta un acentuado sesgo indígena) sitúa el número de aliados en
doscientos mil (p. 22), mientras que algunos cronistas europeos elevan la
cifra a medio millón.
13. Citado en Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista
de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, pp. 491-492.
14. Hassig, México, p. 149;Thomas, Conquest, p. 491. Puede encontrar­

415
N O T A S D E LAS PAGINAS 2V5 A 305

se una discusión en profundidad sobre el incidente en Ross Hassig. «Xi-


cotencatl: Rethinking an Indigenous Mexican Hero», Estudios de Culturo
Náhuatl, 32 (2001), pp. 29-49. Las crónicas divergen en los detalles preci­
sos; algunas fuentes (incluido Bernal Díaz del Castillo) sugieren que la
delegación enviada en pos de Xicotenga lo ahorcó allí donde le dieron
alcance en lugar de llevarlo de vuelta a Texcoco. Ninguna fílente pone en
duda que fue colgado. Hassig sostiene la interesante —y controvertida—
teoría de que Cortés consideraba a Xicotenga el Joven un traidor y que
mandó ahorcarlo porque le pareció conveniente desde el punto de vista
político.
15. Bernal Díaz del Castillo, The Discovery and Conquest of México,
1517-1521, Nueva York y Londres, 1928, p. 524; Prescott, History, p. 738.
16. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 496.
17. Cortés, Cartas, p. 369.
18. Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and the Fate ofAz-
tec México, Nueva York, 1993, p. 228 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran
aventurero que cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barcelona,
2005]; López-Portillo, TheyAre Corning, pp. 308-309.
19. Cortés. Cartas, p. 371.
20. ¡bid., p.372.
21. Ibid.
22. ¡bid.
23. Ixdilxóchitl. Al/y, p. 27; Gardiner, Naval Power, pp. 164-165.
24. Citado en Cortés, Cartas, p. 373;Thomas, Conquest, p. 496.Thonias
afirma que el comentario lo realizó Sandoval en Iztapalapa, pero en reali­
dad Cortés no especifica quién lo hizo, sino que alude a «la guarnición de
Coyoacán». El capitán general señala que quienes se hallaban allí podían ver
mejor la acción en el agua, cosa que, de ser cierta, indica que el comentario
lo efectuó seguramente Olid.
25. Cortés, Cartas, pp. 372-374; Marks, Cortés, p. 232; López-Portillo,
TheyAre Corning, p. 311.
26. Cortés, Cartas, p. 374; Díaz del Castillo, Discovery, p. 532.

21. C h o q u e de imperios

1. Hernán Cortés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, p. 375;


Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid,
1987, pp. 288-289; Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and the
Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, p. 233 [hay trad. cast.: Hernán Cortés:

416
NOTAS ■»: I AS I'ACÍINAS JOS A J I J

el gran aventurero qite cambió el destino del México azteca, Ediciones 13, Barce­
lona, 2005],
2. Ross Hassig,México and the Spanisb Conquest, Norman (Okla.),2006,
pp. 156-157.
3. Cortés, Cartas, p. 375.
4. Ibid., p. 376.
5. López de Gomara, México, p. 289; Hugh Thonias, Conquest: Monte-
zuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 500 [hay trad.
cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 20071;José López-Portillo,
TheyAre Coming:The Conquest of México, Dentón (Tex.), 1992, p. 313 [ori­
ginal: Ellos vienen... La conquista de México, Fernández, México, 1987],
6. Códice Florentino, libro XII, en James Lockhart, We People hiere: Ná­
huatl Accounts of the Conquest of México, vol. I, Berkeley (Calif.), 1993,
pp. 193-194.
7. Cortés, Cartas, p. 378;Thomas, Conquest, p. 500; Marks, Cortés, p. 235.
8. Lockhart, We People Hete, pp. 194-195; Cortés, Cartas, p. 379; Miguel
León-Portilla, Visión de los vencidos, Historia 16, Madrid, 1992, pp. 126-127.
9. Citado en León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 126.
10. Ibid.; Lockhart, We People hiere, pp. 195-196; Cortés, Cartas, p. 380.
11. Cortés, Cartas, p. 381.
12. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva
España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 501.
13. Ibid., p. 501.
14. /<>/</.;Thomas, Conquest, p. 501;William H. Prescott, History of the
Conquest of México, Nueva York, 2001, pp. 751-752 [hay trad. cast.: Historia
de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004].
15. Marks, Cortés, p. 234;Thomas, Conquest, p. 501; Fernando de Alva
Ixtlilxóchid, Ally of Cortés:Account 13: O f the Corning of the Spaniards and the
Beginning of Evangelical Law, El Paso (Tex.), 1969, p. 35 [original: Décima
tercia relación de la venida de los españoles y principio de la ley evangélica, México,
1938).
16. Cortés, Cartas, p. 383.
17. Ibid., p. 384.
18. Ibid., pp. 384-385; López de Gomara, México, p. 294; Prescott, His­
tory, pp. 753-754.
19. López-Portillo, TheyAre Corning, p. 315; R. C. Padden, The Hum-
mingbird and the Hawk, Columbus (Ohio), 1967, pp. 213-216; fray Diego
Duran, History of the Indies of New Spain, Norman (Okla.), 1994, p. 312.
20. John Eoghan Kelly, Pedro deAlvarado: Conquistador, Princeton (N.J.),
1932, pp. 43 y 94;Thomas, Conquest, p. 504.

417
NOTAS l)E I.AS I’ACINAS 313 A 322

21. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 506.


22. Ibid., p. 506; López-Portillo, They Are Corning, pp. 318-321 ¡John
Pohl y Charles M. Robinson III, Aztecs and Conquistadors:The Spanish Inva­
sión and the Collapse of thcAztec Empire, Oxford, 2005, p. 145.
23. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 507.
24. Cortés, Cartas, p. 392.
25. C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of México, Austin
(Tex.), 1956, p. 181; López-Portillo, They Are Corning, p. 327.
26. Gardiner, Naval Power, p. 181; Kelly, Alavarado, p. 109; Hassig, Méxi­
co, pp. 160-161.
27. Cortés, Cartas, p. 392; C. Harvey Gardiner, The Constant Captain:
Gonzalo de Sandoval, Carbondale (111.), 1961, pp. 89-90.
28. Cortés, Cartas, p. 391.
29. Ixtlilxóchitl, Ally, pp. 38-39; López-Portillo, They Are Corning,
pp. 322-323.
30. Cortés, Cartas, p. 393.
31. Ibid., pp. 393-394; López de Gomara, México, p. 299; Prescott, His-
tory, pp. 764-765.
32. Cortés, Cartas, p. 395.
33. Ibid., p. 396; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 514; López de
Gomara, México, p. 300.
34. Cortés, Cartas, p. 396.
35. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 515. Ixtlilxóchitl (Ally,
pp. 39-41) afirma que fue en realidad su antepasado (y tocayo) Ixtlilxóchitl
quien cortó los brazos a los aztecas que habían capturado a Cortés. La ma­
yoría de las demás fuentes confirman en este punto a Díaz del Castillo.
36. Citado en Cortés, Cartas, p. 396.
37. Cortés calculó muy a la baja la cifra de españoles fallecidos ese día,
pues al rey le escribió que murieron entre treinta y cinco y cuarenta y que
veinte resultaron heridos. Asimismo, afirma que perecieron mil aliados, otra
estimación probablemente a la baja habida cuenta de las bajas que las fuer­
zas aliadas sufrieron poco después. Además, Cortés menciona la pérdida de
numerosas ballestas, arcabuces y de un pequeño cañón de campaña. Para
una lista detallada de las cifras más probables, véase Cortés, Letters /rom
México, trad. y ed. de Anthony Pagden, New Haven, 2001, p. 489n. La ma­
yor parte de las fuentes ofrecen la cifra de cerca de sesenta españoles muer­
tos (la mayoría de ellos por sacrificio), así como la pérdida de ocho caballos,
dos cañones y miles de aliados.
38. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 516.
39. Ibid., p. 521. El Códice Florentino también registra este espectáculo;

418
NO TA S MI- I AS l»A(¡INAS 323 A 327

Lockhart, IVc People ¡¡ere, pp. 210-218.También resulta interesante López-


Portilla, Visión de los vencidos, pp. 130-133.
40. Cortés, Cartas, p. 398; Duran, ¡lidies, p. 314; David Carrasco, City of
Sacrifice: The Aztec Empire and the Role of Violence in Civilization, Boston,
1999, pp. 50-51 y 87.

22. La última batalla de los aztecas

1. Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and tlw Fate ofAztec
México, Nueva York, 1993, pp. 243-244 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran
aventurero que cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barcelona,
2005]; Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, Historia 16, Madrid,
1992, pp. 130 y 133.
2. José López-Portillo, TheyAre Coming:The Conquest of México, Den­
tón (Tex.), 1992, pp. 330-331 [original: Ellos vienen... La conquista de México,
Fernández, México, 1987); Marks, Cortés, p. 244; Hernán Cortés, Cartas de
relación. Castalia, Madrid, 1993, pp. 404-405; Francisco López de Gomara,
La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, p. 302.
3. Cortés, Cartas, pp. 400-401; López de Gomara, México, p. 302; Wi-
lliam H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, p. 780
[hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros,
Madrid, 2004].
4. C. Harvey Gardiner, The Constant Captain: Gonzalo de Sandoval,
Carbondale(IlL), 1961, p. 93; Cortés, Cartas, p. 400; López de Gomara,
México, p. 302.
5. La referencia a los «niños asados» se encuentra en Cortés, Cartas,
p. 404; López de Gomara, México, p. 303; Marks. Cortés, p. 247.
6. Fernando de Alva Ixtlilxóchitl,/!//)' of Cortés:Account 13: O f the Corning
of the Spaniards and the Beginning of Eimgelical Law, El Paso (Tex.), 1969,
pp. 42-44 [original: Décima tercia relación de la venida de los españoles y principio
de la ley evangélica, México, 1938]; Gardiner, Constant Captain, pp. 93-95; Ross
Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.), 2006, pp. 166-168.
7. Cortés, Cartas, p. 406, y Letters from México, trad. y ed. de Anthony
Pagden, New Haven, 2001, p. 490n; Prescott, History, p. 781; HughThomas,
Conquest: Moniezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993,
pp. 516 y 752n [hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007].
8. Prescott, History, p. 379; Cortés, Cartas, pp. 450 y 507;Thomas, Con­
quest, p. 516.
9. López de Gomara, México, p. 306; Prescott, History, p. 783;Thomas,

419
NOTAS l>E I.AS PÁOINAS 328 A 334

Conques!, p. 516. Las mujeres disfrazadas de guerreras las describe fray Die­
go Duran, History of (he Indies ofNew Spain, Norman (OkJa.), 1994, p. 555.
10. Códice Florentino, en James Lockhart, We People Here: Náhuatl Ac-
counts of the Conquest of México, vol. 1, Berkeley (Calif.), 1993, p. 218; León-
Portilla, Visión de los vencidos, p. 133;Thomas, Conquest, p. 516;John Eoghan
Kelly, Pedro de Alvarado: Conquistador, Princeton (N.J.), 1932, pp. 114-115.
11. Cortés, Cartas, pp. 406-407.
12. Ibid., p. 407.
13. Ixdilxóchitl, Ally, pp. 43-44; Hassig, México, p. 169.
14. Como ya hemos visto, las estimaciones varían notablemente. La
cifra de ciento cincuenta mil es en realidad conservadora.
15. Gardiner, Constant Captain, pp. 95-96; Cortés, Cartas, pp. 410-411;
Kelly, Alvarado, pp. 114-115; Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la
conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, pp. 536-537.
16. Thomas, Conquest, p. 518; Prescott, History, pp. 790-791; Bernal
Díaz del Castillo, The Discovery and Conquest of México, 1517-1521, Nueva
York y Londres, 1928, p. 578.
17. Cortés, Cartas, p. 416.
18. Lockhart, We People Here, pp. 242-243. La tienda también se des­
cribe como «roja» y «de varios colores».
19. Prescott, History, pp. 794-795; Cortés, Cartas, pp. 416-417, y Letters
front México, pp. 490-49 ln; Thomas, Conquest, p. 520; Díaz del Castillo, Dis­
covery, pp. 587-588.
20. Cortés, Cartas, p. 417.
21. Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España,
ed. de Juan Carlos Temprano, Historia 16, Madrid, 1990, vol. 2, p. 997;
Marks, Cortés, p. 246; Kelly, Alvarado, p. 115.
22. Cortés, Cartas, p. 422.
23. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 537.
24. Ibid., p. 544.
25. Procedente de relatos aztecas recogidos en «Descripción épica de
la ciudad sitiada», en León-Portilla, Visión de los vencidos, pp. 158-159, y
«The Fall ofTenochtidán», de Cantares Mexicanos, en Stuart B. Schwartz,
Victors and Vattquished: Spanish and Nalma Vietvs of the Conquest of México,
Boston y Nueva York, 2000, pp. 212-213. Finalmente, véase Hubert Howe
Bancroft, History of México, Nueva York, 1914, p. 192.
26. León-Portilla, Visión de los vencidos, pp. 137-138; Lockhart, We People
Here, p. 241; Inga Clendinnen, Aztecs, Cambridge, 1991, pp. 271-272.
27. Códice Florentino, en Lockhart, We People Here, pp. 242-243. Tam­
bién en León-Portilla, Visión de los vencidos, pp. 139-140.

420
N O IA S 1)1 I.AS PAGINAS J.M a .142

28. López-Portillo, Tliey Are Corning, p. 349; Duran. Judies, p. 316;


Clendinnen, Aztecs, p. 272.
29. Cortés, Cartas, p. 424.
30. Ibid., p.425.
31. Ibid., p. 426; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 540;John Pohl y
Charles M. Robinson III, Aztecs and Conquistador*:The Spanish Invasión and
the Coüapse of theAztec Empire, Oxford, 2005, p. 149; Durán, Indies, p. 556.
32. Prescott, History, p. 807 y nota; Díaz del Castillo, Historia verdadera,
pp. 539-541; León-Portilla, Visión de los vencidos, pp. 145-146; Durán, Iridies,
p. 556.
33. Ixtlilxóchitl, Ally, p. 52; Durán, Indies, p. 556 y nota.Versiones muy
parecidas de este discurso se hallan en León-Portilla, Visión de los vencidos,
p. 145; Cortés, Cartas, pp. 426-428; López de Gomara, México, p. 311.
34. Prescott, History, p. 809; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 543;
León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 142.
35. Códice Florentino, en Lockhart, We People Here, p. 252.
36. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 543-544.
37. León-Portilla, Visión de los vencidos, pp. 141-142;Thomas, Conquest,
p. 528; Prescott, History, pp. 810-812.
38. López de Gomara, México, p. 312; López-Portilla, Visión de los ven­
cidos, p. 142.
39. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 544; López-Portillo, They Are
Corning, pp. 356-357.

E pílo g o . L os rescoldos del in c e n d io

1. Hernán Cortés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, p. 427.


2. Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16,
Madrid, 1987, pp. 314-315; Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la
conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, pp. 545-546; Hugh
Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva
York, 1993, pp. 546 y 758-759n [hay trad. cast.: La conquista de México, Pla­
neta, Barcelona, 2007]; José López-Portillo, They Are Corning: The Conquest
of México, Dentón (Tex.), 1992, pp. 358-360 [original: Ellos vienen... La
conquista de México, Fernández, México, 1987J. Las diferentes fuentes coin­
ciden en que las torturas tuvieron lugar justo después de la caída de la
ciudad —lo cual tiene sentido—, mientras Cortés y sus hombres estaban
todavía buscando el tesoro perdido de Moctezuma.
3. Hernán Cortés, Lettersfrom México, trad. y ed. de Anthony Pagden,

421
NOTAS lili I AS l’AtílNAS JWJ A J47

New Haven, 2001, pp. 492-493n (las versiones en torno a la muerte de


Cuauhtémoc están en p. 518n); Inga Clendinnen, Aztecs, Cambridge (N. J.),
1991, p. 273; Susan D. Gillespie, en The Aztec Kitigs: The Construction of Ru-
lership in México History, Tucson (Ariz.), 1989, p. 228.
4. Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and the Fate ofAz-
tec México, Nueva York, 1993, p. 268 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran
aventurero que cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barcelona,
2005],
5. William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York,
2001, p. 830 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Ma­
chado Libros, Madrid, 2004J.
6. López de Gomara, México, p. 315.
7. Citado en Michael Wood, Conquistadors, Berkeley (Calif.), 2000,
pp. 15-16;Thomas, Conques!, pp. 536 y 755n.
8. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 550.
9. Para análisis detallados del sistema de la encomienda, véanse Lesley
Byrd Simpson, The Encomienda in New Spain: Forced Nativo Labor in the Spa-
nish Colonies, 1492-1550, Berkeley (Calif.), 1950; Charles Gibson, TheAz-
tecs under Spanish Rule: A History of the Indians of the Valley of México, 1519-
1810, Stanford (Calif), 1964, pp. 58-97 [hay trad. cast.: Los aztecas bajo el
dominio español, 1519-1810, Siglo XXI, México, 1984,8.’ ed.[; Ida Altman,
«Spanish Society in México City After the Conquest», Hispanic American
Historical Revietv, 71,3 (1991), pp. 413-445; Robert Himmerich yValencia,
The Encomenderos of New Spain, 1521-/555, Austin (Tex.), 1991.
10. Mary Louise Pratt, «“Yo soy la Malinche”: Chicana Writers and
the Poetics of Ethnonationalism», Callaloo, 16, 4 (1993), p. 859. Sobre la
población, véase también John E. Kicza, The Peoples and Civilizations of the
Americas Before Contact, Washington D. C., 1998, p. 22.
11. Cortés, Cartas, pp. 421 -424, y Lettersfrom ¡México, p. 491 n. Esta ele­
vada cifra de más de doscientos mil incluye a los fallecidos por viruela.
C. A. Burland (Montezuma: Lord of theAztecs, Nueva York, 1973, pp. 249-250)
habla de «cerca de un cuarto de millón» de muertos. John Pohl y Charles
M. Robinson III (Aztecs and Conquistadors:The Spanish Invasión and the Co-
llapse of theAztec Empire, Oxford, 2005, p. 150) y Charles C. Mann (1491:
New Revelations of the Americas Before Columbas, Nueva York, 2005, p. 129)
ofrecen una cifra más conservadora de fallecidos durante el asedio: cien
mil.
12. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 552-553.
13. Citado en Clendinnen, Aztecs, p. 272; Miguel León-Portilla, Visión
de los vencidos. Historia 16, Madrid, 1992, pp. 158-159.

422
NOTAS DI: I.AS l'AtilNAS .147 A JSI

14. Cortes, Carlas, p. 432; López de Gomara, México, p. 316; Hammond


Innes, The Conquisiadors, Nueva York, 1969, p. 194 [hay trad. cast.: Los con­
quistadores españoles, Noguer, Barcelona, 1969],
15. Innes, Conquistadors, p. 194; John Manchip White, Cortés and the
Doumfall of the Aztec Empire: A Study in a Conflict of Cultures, Worcester
(Mass.) y Londres, 1970,pp. 266-268;Véase también Henry Kamen, Spain’s
Road to Empire: The Making of a World Power, 1492-1763, Londres y Nueva
York, 2002, pp. xiv-xv [hay trad. cast.: Imperio. Laforja de España como poten­
cia mundial. Círculo de Lectores, Barcelona, 2003].
16. C. Harvey Gardiner, The Constant Captain: Gonzalo de Sandoval,
Carbondale (111.), 1961, pp. 104-105; Marvin E. Butterfield, Jerónimo de
Aguilar, Conquistador,Tuscaloosa (Ala.), 1955, p. 48.
17. Gardiner, Constant Captain, p. 105; López de Gomara, México,
pp. 321-323; Prescott, History, p. 836.
18. Gardiner, Constant Captain, pp. 105-108; Thomas, Conquest,
pp. 550-553; Marks, Cortés, pp. 270-272; Cortés, Letters from México,
pp. 496-497n.
19. Citado en Wood, Conquistadors, p. 53.
20. Cortés, Cartas, p. 500, y Lettersfrom México, pp. 495-496n.
21. Como suele ser habitual, las cifras varían de manera considerable.
Ixtlilxóchitl afirma que hasta cuatrocientos mil indígenas del valle de Méxi­
co y más allá participaron en la reconstrucción durante los primeros años
tras la conquista.Véanse también Thomas, Conquest, p. 562; Pohl y Robin-
son, Aztecs, p. 155; Prescott, History, pp. 833,839 y 843. La reconstrucción
también es objeto de análisis en López de Gomara, México, pp. 340-342.
22. Burland, Montezuma, pp. 251-254; López de Gomara, México,
pp. 340-342;Thomas, Conquest, pp. 562-563; Pohl y Robinson, Aztecs, p. 155.
Véase también Felipe Solis, The Aztec Empire, Nueva York, 2004, p. 347.
23. Diego Durán, History of the Indies of New Spain, Norman (Okla.),
1994,pp. 560-561 y 568. Puede hallarse un útil y exhaustivo estudio general
sobre este sistema de conversión en Gibson, Aztecs under Spanisli Rule,
pp. 98-135. Véase también Ronald Wright, Stolen Continents: The Americas
Through Indian Eyes since 1492, Nueva York, 1992, pp. 143-160 [hay trad.
cast.: Continentes robados. América vista por los indios desde 1492, Anaya & Ma­
rio Muchnik, Madrid, 1994]. Finalmente, véase David E. Stannard, American
Holocaust: Columbas and the Conquest of the New World, Nueva York, 1992,
pp. 216-221.
24. Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.),
2006, pp. 184-185.Véase también el fascinante y exhaustivo (cerca de qui­
nientas páginas) estudio de James Lockhart, The Nahuas After the Conquest:

423
NOTAS I)E I.AS PAGINAS 352 A 367

A Social and Cultural History of the Indians of Central México, Sixteenth Ihrough
Eighteenth Centuries, Stanford (Calif.), 1992, pp. 202-210 y 442-446.
25. López de Gomara, México, pp. 315-316.
26. Pohl y (Lobinsón, Aztecs, pp. 139 y 155;Thomas, Conquest, pp. 568-
569; Cortés, Letters from México, pp. 509-510n; Marks, Cortés, p. 277.
27. Anna Lanyon, The New World of Martín Cortés, Cambridge (Mass.),
2003, pp. ix y 4; Prescott, History, pp. 214,868 y 906.
28. Lanyon, Martin Cortés, pp. ix y 4; Marks, Cortés, pp. 274-275.
29. Prescott, History, p. 891 n; Pohl y Robinson, Aztecs, p. 159; Wood,
Conquistadors, pp. 100-101 ;Thomas, Conquest, pp. 579-582 y 635; Marks,
Cortés, pp. 274-275; Salvador de Madariaga, Hernán Cortés: Cottqueror of
México, Coral Gables (Fio.), 1942, pp. 415-417 [original: Hernán Cortés,
Espasa-Calpe, Madrid, 2008 (1941)].
30. Cortés, Cartas, p. 477.
31. Pohl y Robinson, Aztecs, p. 159; Wood, Conquistadors, p. 101.
32. Citado en Prescott, History, p. 900n; Marks, Cortés, p. 332.
33. Anna Lanyon, Malinche's Conquest, Nueva Gales del Sur, 1999,
pp. 144-153; Cortés, Letters from México, pp. 464-465n; Díaz del Castillo,
Historia verdadera, pp. 161-163; Prescott, History, p. 867.También resulta muy
útil Francés Karttunen, Between Worlds: Interpreten, Cuides, and Survivors,
New Brunswick (N.J.), 1994, pp. 1-23 y 305-307. Por último, véase Fran­
cés Karttunen, «Rethinking Malinche», en Susan Schroeder, Stephanie
Wood y Robert Haskett, Indian Wornen of Eariy México, Norman (Okla.),
1997, pp. 291-312.
34. Lanyon, Martín Cortés, p. xi. Lanyon señala que el término mestizo
no tiene un sentido peyorativo o despectivo, sino que denota una mezcla o
fusión de pueblos y culturas.

A pé n d ic e D

1. Esta lista de las principales deidades aztecas es una adaptación de una


serie de fuentes, entre ellas H. B. Nicholson, «Religión in Pre-Hispanic
Central México», en Gordon F. Ekholm e Ignacio Bernal, eds., Archaeology
of Northern Mesoamerica, parte 1, pp. 395-446, y Handbook of Middte American
Indians, vol. 10, Austin (Tex.), 1971. También en Michael E. Smith, The
Aztecs, Malden, 2003, pp. 200-201, y en Dirk R. van Tuerenhout, The A z ­
tecs: Neu> Prespectives, Santa Bárbara (Calif.)., 2005, p. 180,

424
NOTAS IIP. I A PÁGINA 369

A pén d ic e E

1. Para obtener más información detallada sobre los reyes y el linaje


imperial aztecas, véanse Susan D. Gillespie, en The Aztec Kittgs: The Cons-
truction of Rulership in México History,Tucson (Ariz.), 1989,pp. 3-24; Dirk R.
van Tuerenhout, The Aztecs: New Prespectives, Santa Bárbara (Calif.), 2005,
pp. 38-46; Michael E. Smith, The Aztecs, Malden (Mass.), 2003, pp. 43-55.
Nota sobre el texto y las fuentes

Conquistador versa principalmente, si bien no de manera exclusiva, sobre los


acontecimientos que antecedieron y siguieron a la expedición a México
encabezada por Hernán Cortés en 1519-1521. Quienes estén interesados
en seguir leyendo e investigando sobre el tema, en especial en torno al resto
de la vida de Cortés y a lo sucedido después de la conquista, pueden acudir
a las numerosas obras citadas en estas páginas y en la bibliografía, las cuales
han sido mencionadas, citadas directamente o usadas como referencia.

La frase de Winston Churchill según la cual «la historia la escriben los ven­
cedores» se ajusta a la perfección a las crónicas de primera mano que relatan
la conquista de México. Después de ella, rizando el rizo de lo que ya era
una injuria abrumadora, los conquistadores españoles destruyeron casi to­
dos los libros nativos, como consecuencia de lo cual los relatos nativos de
primera mano —aunque increíblemente ricos, líricos e informativos— son
pocos. Además, casi todas las crónicas nativas son reconstrucciones poste­
riores a la conquista que son deudoras de esos documentos originales per­
didos o se basan directamente en ellos.
Con todo, para escribir Conquistador fueron cruciales una serie de fuen­
tes nativas muy importantes. Los códices aztecas (algunos de ellos citados al
principio de la bibliografía) son particularmente importantes. Se trata de
obras escritas (y en muchos casos ilustradas) por aztecas tanto de la época
precolombina como de la era colonial española, y proporcionan algunas de
las mejores fuentes primarias existentes sobre la vida y la cultura aztecas.
Destaca por encima de todas ellas el llamado Códice Florentino, preparado
por el fraile dominico fray Bernardino de Sahagún bajo el título de Historia
general de las cosas de Nueva España. Escrita en el transcurso de casi cuarenta
años (entre 1540 y 1577 aproximadamente), la obra de Sahagún tenía un
alcance monumental y se basaba en los relatos de los indígenas nahua pre­
sentes antes, durante y después de la conquista. La obra, de trece volúmenes,
recoge múltiples aspectos de la vida y la cultura aztecas en uno de los estu­

427
NOTA SOBRE El TEXTO Y I.AS EUENTES

dios etnológicos más sobresalientes y ambiciosos jamás llevados a cabo.


Existen varias ediciones modernas de Historia general de las cosas de Nueva
España, como por ejemplo la editada por Juan Carlos Temprano (Histo­
ria 16, Madrid, 1990,2 vols.) o la editada por Alfredo López Austin y Jose­
fina García Quintana (Alianza/Sociedad Quinto Centenario, Madrid,
1988). Miguel León-Portilla realizó un estudio en profundidad de la vida
de Sahagún en su rica y amena obra Bernardina de Saliagún (Historia 16,
Madrid, 1987).
Otro fraile que se dedicó a una tarea similar fue fray Diego Duran, que
llegó a México en plena infancia y creció hablando tanto su lengua mater­
na, el castellano, como el náhuatl. En 1581 finalizó su obra Historia de las
Indias de Nueva España e islas de la Tierra Firme (Turner, Madrid, 1990,
2 vols.). Durán basó buena parte de su trabajo en la denominad;! «Cróni­
ca X», un documento anónimo perdido del que se afirma que influyó en
muchos códices posteriores.
Tan importante como cualquier otra de las fuentes nativas (y la más
antigua, escrita poco después de la caída deTenochtitlán, en 1524-1528) es
la obra Anales de Tlatelolco, la primera obra etnográfica en transcribir el
idioma náhuatl al latín, y que actualmente se conserva en la Biblioteca Na­
cional de Francia. Contamos con una versión de la obra en Visión de los
vencidos, editada por Miguel León-Portilla (Historia 16, Madrid, 1992) y
publicada originalmente en 1959 por la UNAM.
Una última fuente azteca de carácter crucial es la Crónica mexicana
(México D. F., 1944), también titulada Crónica mexicoyotl (México D. E,
1949), escrita por Hernando AlvaradoTezozómoc, nieto de Moctezuma II.
Para confeccionar la obra, que redactó en 1598, Tetzozómoc entrevistó a
sus padres y a otras personas que estaban vivas antes de la conquista.
Algunos conquistadores españoles consignaron sus propios relatos de
los hechos antes, durante y después de la conquista. Hernán Cortés escribió
de su puño y letra cinco cartas a Carlos V en el transcurso de sus expedi­
ciones y una vez finalizadas estas. Cortés registró numerosos detalles duran­
te su histórica conquista de México (1519-1521), incluidos los concer­
nientes a la vida cotidiana en la capital azteca, los palacios y edificios de
Moctezuma, así como las condiciones de vida, las prácticas religiosas y las
costumbres culturales de la gente con que se encontró en la travesía entre
la costa de Yucatán y el valle de México. No obstante, es importante leer las
cartas de Cortés con una sana dosis de cautela crítica, teniendo siempre
presente que son políticas en grado sumo, al tratarse de largas justificaciones
en lo tocante a acciones que pueden ser consideradas incluso actos de trai­
ción. Aun así, las observaciones y apuntes de Cortés sobre la vida en el

428
N O I A SOim i I I I I X I O Y I AS K II-N II S

México de la época se hallan entre las más agudas, detalladas y fascinantes


de que disponemos, lil original en inglés de Conquistador se basó en la ver­
sión de las Cartas traducida y editada por Anthony Pagden (Lettcrs Jrom
Aíexico.Yale Nota Bene, New Haven |Conn.], 2001, cuyas notas —que ocu­
pan casi un centenar de páginas— constituyen una fuente rica y exhaustiva
para la investigación y el estudio de todo lo relacionado con la conquista de
México y sus figuras centrales), mientras que en la presente edición en cas­
tellano de Conquistador se ha recurrido a Cartas de relación (Castalia, Madrid,
1993), con edición, introducción y notas de Angel Delgado Gómez.
Un texto emparentado con las cartas de Cortés es la «biografía» escrita
por el capellán y secretario del caudillo extremeño, Francisco López de
Gomara. Redactada en 1552 y basada muy de cerca en las cartas, los recuer­
dos personales y las conversaciones de Cortés, la obra está disponible bajo
el título La conquista de México (ed. de José Luis de Rojas, Historia 16, Ma­
drid, 1987). La obra de López de Gomara incorpora una serie de revisiones
a las cartas de Cortés.
La mejor y más amena de todas las crónicas españolas es sin duda las
memorias del conquistador Bernal Díaz del Castillo, que estuvo presente
en las tres expediciones a México y afirmaba haber participado en 119 ba­
tallas. En 1568, con más de setenta años de edad, emprendió la tarea de
escribir sus memorias. Historia verdadera de la conquista de Nueva España. En
parte escrita para corregir a López de Gomara en relación con una serie de
detalles en que Cortés parecía estar acumulando un crédito inmerecido, la
obra de Díaz del Castillo permaneció inédita hasta 1632, cuando fue des­
cubierta en una biblioteca privada y publicada en Madrid. Aunque fue re­
dactada unos cincuenta años después de los sensacionales acontecimientos
que relata, Historia verdadera... se halla entre las crónicas de la conquista más
importantes, y es fidedigna hasta el punto de que el renombrado historia­
dor William H. Prescott se apropió generosamente de ella en su revolucio­
nario libro The Histor)’ of the Conquest of México (Nueva York, 2001; Historia
de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004). Desde
Prescott, casi todos los académicos y estudiosos se han basado en Bernal
Díaz, en parte porque su escrito es muy detallado, descriptivo y dramático,
pero también porque —al menos en comparación con otros cronistas como
Cortés y López de Gomara— Díaz del Castillo es el que escribe con me­
nos motivaciones políticas. Al escribir hacia el final de su vida, no tenía
apenas nada que ganar tergiversando los hechos, y aunque da la imagen de
un orgulloso español imbuido de un profundo sentido de misión y deber,
parece estar tratando de ofrecer un relato preciso de los hechos, no justifi­
carlos. En un estilo enérgico, Díaz del Castillo transmite la sorpresa y el

429
NOTA SOHIU- El. TEXTO Y las p u e n t e s

temor reverencial experimentados por los conquistadores a medida que


iban descubriendo por primera vez la realidad del pueblo mexica. En la
traducción al castellano de Conquistador se ha citado la edición de Carmelo
Sáenz de Santa María (Sopeña, Barcelona, 1970) de Historia verdadera de la
conquista de Nueva España.
Durante la conquista y una vez finalizada esta, hubo otros conquistado­
res que escribieron relatos sobre la expedición, y Patricia de Fuentes los ha
reunido en un libro excelente titulado The Conquistadors: First-person Ac-
counts of the Conquest of México (Norman [Okla.], 1993). La obra incluye,
entre otros, los escritos de Pedro de Alvarado, Andrés de Tapia, Juan Díaz y
el afamado «conquistador anónimo».
Por lo que se refiere a las obras de historia, es inevitable empezar citan­
do la monumental The History of the Conquest of México, de William H.
Prescott. Publicada originalmente en 1843, esta obra en tres volúmenes fue
considerada entonces una obra maestra, y sigue siéndolo en la actualidad.
De alcance épico y sorprendente erudición, el libro de Prescott, de casi un
millar de páginas, constituyó la primera incursión del público anglohablan-
te en Mesoamérica, y sigue siendo el modelo por el que todas las demás
obras, incluida Conquistador, deben ser juzgadas en última instancia. The
History of the Conquest of México adolece de ideas y de un lenguaje estereo­
tipados que son fruto de su antigüedad, y el tono y el punto de vista son
decididamente pro españoles, así que es importante recurrir a la prudencia
crítica (como yo he tratado de hacer) a la hora de evaluar las observaciones
y conclusiones de Prescott. Pese a todo, Prescott no tiene rival a la hora de
recrear con todo lujo de detalles el pleno drama épico de los acontecimien­
tos (al igual que haría también en History of the Conquest of Perú, de 1847).
En 1993, el historiador británico Hugh Thomas publicó Conquest:
Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México (La conquista de México, Plane­
ta, Barcelona, 2004), que es casi tan atrevida y exhaustiva, y casi tan extensa,
como la obra de Prescott. Thomas proporciona un relato moderno cabal y
vibrante en el que recurre a numerosas investigaciones contemporáneas
que Prescott no tenia a su disposición. El resultado es un relato cautivador,
impresionante por su alcance y su grado de detalle. El libro de Hugh Tho­
mas constituye la panorámica contemporánea más autorizada sobre la con­
quista de México, y Conquistador se ha beneficiado enormemente de la
impresionante erudición del historiador británico.
Los aspectos militares de la conquista de México han sido analizados en
profundidad por el excelente investigador Ross Hassig, en particular en lo
relativo al arte militar de los aztecas: filosofía, técnicas, práctica, armamento
y vestimenta. Hassig es el mayor experto en el tema, y todos sus libros son

430
N o i A s o i m i i i i i.x r o y i as i ui.N ri;.s

muy recomendables, Entre ellos cabe destacar México and the Spanish Con­
ques! (Norman |Okla.|, 200b), Aztec iVarfare: Imperial Expansión and Political
Control (Norman |Okla.], 1988) y Trade, Tribute, and Transportation:The Six-
teenth-Century Political Economy of the Valley of México (Norman [Okla.],
1985).
Los libros sobre la historia del pueblo azteca (al que también se deno­
mina «mexica») son numerosos y variados, tanto en lo tocante al punto de
vista como a la calidad. Las mejores obras de conjunto recientes son: John
Pohl y Charles M. Robinson \l\, Aztecs and Conquistadors:The Spanish Inva­
sión and the Collapse of theAztec Empire (Londres y Nueva York, 2005); Dirk
R. van Tuerenhout, The Aztecs: New Perspectives (Santa Bárbara [Calif.J,
2005); Michael E. Smith, The Aztecs (Malden [Mass.J, 2003); Richard E
Townsend, The Aztecs (Londres, 2003), y, finalmente, el impresionante y
visualmente fascinante libro de gran formato TheAztec Empire, del comisa­
rio de exposiciones Felipe Solís para el Museo Solomon R. Guggenheim
(Nueva York, 2004).
Las obras dedicadas a la figura del enigmático emperador Moctezu­
ma II, vinculado de modo tan inextricable a la caída de México,son escasas.
Dos muy buenas son Peter G. Tsouras, Montezuma: Warlord of the Aztecs
(Washington D. C., 2005) y la extensa biografía de C. A. Burland Montezu­
ma: Lord of the Aztecs (Nueva York, 1973).
El pensamiento y la religión aztecas, así como los complejos aspectos
del reino espiritual azteca, ocupan un lugar relevante en la historia de la
conquista, y hay numerosos libros de calidad dedicados a la materia. Parti­
cular interés revisten Miguel León-Portilla, Aztec Thought and Culture
(Norman [Okla.), 1963); Inga Clendinnen, Tlte Aztecs (Cambridge [N.Y.],
1991); Neil Baldwin, Legends of the Plurned Serpent: Biography of a Mexican
God (Nueva York, 1998) y Roberta H. Markman y PeterT. Markman, The
Flayed God: The Mythology of Mesoamerica (San Francisco, 1993). Para un
relato detallado y fascinante de la práctica del sacrificio humano en el mun­
do azteca, véase David Carrasco, City of Sacrijice: The Aztec Empire and the
Role ofViolence in Civilization (Boston, 1999). Por último, sobre la impor­
tancia del Templo Mayor como centro religioso, véase Eduardo Matos
Moctezuma, Life and Death in the Templo Mayor (Boulder [Colo.], 1995).
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434
IIIIU HH.RAI IA

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X eno p h o n , The Art of Horsemanship, trad. de M . H . M organ, Londres,
2004.
Créditos fotográficos

Página 1, arriba: Hernando Cortés (1485-1547); copia del original, óleo


sobre lienzo, por el M aestro de Saldana. © M useo N acional de Historia,
M éxico D. F, M é x ic o /T h e Bridgem an A rt Library.
Página 1, abajo: Escuela española (siglo xvn). © M useo degli Argenti,
Palazzo Pitti, Florencia, Italia/T he B ridgem an A rt Library.
Página 2, arriba: M anuscrito, Biblioteca N azionale Céntrale, Florencia,
Italia/T he B ridgem an A rt Library International.
Página 3, izquierda: Del C odex M agliabechiano (vitela), por Aztec (si­
glo xvi). © Biblioteca N azionale Céntrale, Florencia, Italia/T he B ridge­
man A rt Library.
Página 3, derecha: Ms Laur. M ed. Palat. 218 f.84v: Sacrificio hum ano
en el tem plo de Tezcadipoca, de una historia de los aztecas y la conquista
de M éxico; pluma y tinta (siglo xvi). © BibÜoteca M edicea-Laurenziana,
Florencia, Italia/T he B ridgem an A rt Library.
Páginas 2 y 3, abajo: H ern án C o rtés (1485-1547) ordena el h u n d i­
m iento de sus naves, M éxico, ju lio de 1519 (grabado); escuela española
(siglo x ix ). C olección privada, Ken W elsh /T h e B ridgem an A rt Library
International.
Página 4, arriba: Matanza de los mexicanos (vitela), por D iego D urán
(siglo xvi). © BibÜoteca Nacional, M a d rid /T h e Bridgem an A rt Library.
Página 5, arriba: Ms Palat., 218-220, Libro IX: M arina ejerce de intér­
prete para los españoles en una reunión entre H ernán C ortés y M octezum a
(1466-1520), procedente de un relato escrito e ilustrado por B ernardino de
Sahagún (mediados del siglo x v i).© Biblioteca M edicea-Laurenziana, Flo­
rencia, Italia/T he B ridgem an A rt Library.
Páginas 4 y 5, abajo: M octezum a (1466-1520), capturado por los espa­
ñoles, suplica a los aztecas que se rindan mientras estos atacan su palacio en
1520 (panel n.° 4), p o r la escuela española (siglo xvi). © Embajada británi­
ca, M éxico D. F./T he Bridgem an A rt Library.
Página 6, arriba a la izquierda: Codex Duran: Pedro deAlvarado (c. 1485-
1541), com pañero de armas de H ernán C ortés (1485-1547), asediado por

451
C R É D IT O S FO TO G R Á FIC O S

guerreros aztecas (vitela), p o r D iego D urán (siglo xvi). Biblioteca Nacional,


M ad rid /T h e Bridgem an A rt Library International.
Página 6, abajo a la izquierda: Batalla de O tu m ba, M éxico, 7 de ju lio de
1520 (grabado), p o r la escuela española (siglo x ix ). © C olección privada,
Ken W elsh/T he Bridgem an A rt Library.
Páginas 6 y 7, arriba: La toma de Tenochtitlán por Cortés, 1521 (lienzo),
por la escuela española (siglo x v i).© Embajada británica, M éxico D. F./T he
Bridgem an A rt Library.
Página 7, abajo a la derecha: M apa de Tenochtitlán y del golfo de M éxi­
co, procedente de «Praedara Ferdinandi Cortesii de Nova maris O ceani
Hyspania N arrado», p o r H ernán C ortés (1485-1547), 1524 (litografía en
color), p o r la escuela española (siglo xvi). © N ew berry Library, Chicago,
IU inois/The Bridgem an A rt Library.
Página 8, arriba: La captura de Cuauhtémoc (c. 1495-1522), últim o em ­
perador azteca de M éxico (lienzo n.° 8), p o r la escuela española (siglo xvi).
© Embajada británica, M éxico D. F ./T he B ridgem an Art Library.
Página 8, abajo: R etrato de H ernán C ortés (1485-1547) (óleo sobre
lienzo), p o r la escuela española (siglo xvi). © R eal Academia de Bellas Artes
de San Fernando, M a d rid /In d e x /T h e B ridgem an A rt Library.
índice alfabético

Acatzinco, poblado de, 227 Amaxac, distrito de, 330


Acolman, 267,295-296 Amecameca, población de, 115,276
agricultura azteca, 16, 38, 81, 121 n., Apam, llanos de, 214
287 Apulco, río, 77,82
Aguilar, Francisco de, cronista, 237 Argel, expedición contra (1541), 354
Aguilar,Jerónimo de, fray, 29-30,32,33, Argüello.Juan de, 142
35,43,45, 46-47, 59,62-63, 86,98, armamento, 15, 24-25, 36, 38-42, 47,
100, 122, 128, 129, 154, 194, 199- 52, 75. 76, 88, 125, 170, 176, 197-
200.210.276.359 198, 202-204, 246, 289, 291-292,
Ahuitzod, emperador, 244, 179-188, 331-332
193.333.359 véase también barcos, construcción de
Ajusco, serranía de, 273 Arriero, caballo de Cortés, 65
Alaminos, Antonio de, piloto, 21, 43, Audiencia de Santo Domingo, Real,
51,56,71,73,160,161,269 n. 162,167
Alcántara, Juan de, 222 Avila, Alonso de, capitán, 36, 142,210,
Alderete,Julián de, tesorero del rey, 275, 216
278,286,316,318-319,342,352 Axayácad, palacio de, 139, 144, 153,
Alejandro Magno, 20 154, 187, 192, 211, 245, 269, 307,
Alvarado, Pedro de, 55, 128, 141, 142, 312
149, 163-164, 178, 179, 216, 222, Axayácad, rey azteca, padre de Moc­
252, 270, 275, 293, 345, 348-349, tezuma, 124,139,359
359 Azores, islas, 352
abandono de Tenochtitlán, 206,209 aztecas
Cortés y, 22,23.37-38,66,193,314- agricultura azteca, 16,38,81,121 n.,
315 287
expedición de Grijalva y, 23 batalla de Otumba, 214-217
fiesta deTóxcatl, 179-188,193,248, calendario, 16
313 campaña de Tepeaca, 220,225-229
reconquista de Tenochtitlán y, 292, Cuauhtémoc como líder, 244-246,
294-296, 303,307,309,312-318, 251-253
321,327,329-330,335 mapa del imperio, 30-31
Alvarez, Rodrigo, 51 origen del término, 15 n.-16 n.

453
ÍNDICE a l f a b é t ic o

recaudadores de tributos, 61-64,141- Cantares mexicanos, poema azteca, 341


143,146 Capitana, La, buque insignia. 290,298
religión de, 16, 19, 26-27, 80, 128, Carlos I, rey de España, 56. 72 n., 97,
130,131,135-138,180-185,350- 105, 155, 226, 238, 241, 258, 269,
351 279,286,351,359-360
sacrificios humanos, 17, 19, 27, 29, Casa de las Fieras, en Tenochtitlán, 312
43 n„ 59,62,67-68,79-80,89-90, catolicismo, 15, 27, 35, 67-70, 98 n.,
92, 98 n., 99, 108, 130-134, 136- 100-101, 108, 129-130, 137, 139,
137, 148, 158, 180-183, 247, 260, 159,351
298,322-323 Cempoala, poblado de, 57, 58, 59, 65,
tlaxcaltecas y, 87 n., 94, 95, 98-99, 66-67, 100, 164, 167-168, 173, 174,
141,219,266 175,349
totonacas y, 60,61-64 chalcas, guerreros, 307
viruela y, 234-237, 240, 244, 253, Chalco, 253, 258-259, 273, 274-275,
355 287,310,323
véase también Moctezuma Xocoyoth; Champoton, 33
Tenochtitlán Chapultepec, acueducto de, 296
Chichimecatecle, cacique, 241, 246,
261,292
Barba, Pedro, capitán, 231, 284, 289, Chimalhuacán, 276
291,315-316,359 Chimalpopoca, hijo de Moctezuma,
barcos, construcción de, 149-151, 230, 210
241-243, 248-249, 255, 262-263, Chinantla, 170,176
270-272,275,286,355 Cholula, 82,101-109,169,193 n„ 220,
Botello, soldado y astrólogo, 204,210 237,332
Bruselas, exposición de (1520), 352 cholultecas, 101,102,105-106
Burgos, Juan de, comerciante, 233 Cingapacinga, poblado totonaca, 65,
66-67
Cintla, llanura de, 38, 40
Caballero, Alonso, capitán de marina, Coanacoch, rey de Texcoco, 360
221,232 Coanacochtzin, rey de Texcoco, 251,
caballos, 15, 25, 39, 40-41, 65, 84 y n., 252
85,101,121,216,217,250,266 Coatepec, aldea de, 76,250-251
Cacama, rey de Texcoco, sobrino de Coatlinchan, 254
Moctezuma, 117,123,153,154,187, Coatzacualco, provincia de, 42,152
359 Códice Florentino, 351 n.
Cacamulco, 213 Cohuanacoah, señor de Texcoco, 342
Calpulalpan, 222 Colón, Cristóbal, 21
Camacho, piloto de Alvarado, 23 Córdoba, Francisco de, capitán, 28,130
Camargo, Diego de, 232 Corral, Cristóbal, 276-277,349
canibalismo, 17,29,229,247,333 córsarios franceses, 352
Canoas, río de, 173,174 Cortés, Hernán, 360

454
1NI >I( I Al l'AIIÍ-.'l ICO

Alvarado y, 22, 23, 37-38, (>(>. 1*>3. Coyoacán, 285,294,297,301,344


314-315 Cozumel, isla de, 21,22,27,32,71
apariencia física de, 123, 172 cruzadas, 17
atrapado en Tcnoclnitlán, 192-204 Cuauhtémoc, príncipe, 256, 257, 259,
discurso a Moctezuma, 127 263-265, 272, 274-276, 282-286,
encuentros con Moctezuma, 16. 287-289,360
122- 127,128-131, 135-138,142- apariencia física de, 336-337
144,303 captura de, 336-337
entrada en Tenochtitlán (1519), 119, como líder azteca, 244-246, 251-
121-123,257 253
esposa de, véase Suárez, Catalina legado de, 342 n.
expedición de Narváez y, 163-177 muerte de, 342
fuerza expedicionaria de (1521), reconquista de Tenochtidán y, 298,
275-286 302, 205-307,311,312,314,317,
hijo de, véase Cortés, Martín 324-325,327,328,330,332-335
intercambio de regalos con Mocte­ tortura de, 342
zuma, 49-51, 54, 64, 71-72, 116, Cuba, 15, 70, 122, 224, 326, 338, 348,
123- 125,130,200-201 352
llegada a México, 15 cuchara de madera (catapulta), 331-
marcha aTenochridán de, 111-116 332
matanza de Cholula y, 106-109,134 n. Cuernavaca, 273,276,280,281,323
muerte de (1547), 355 Cuedaxdán, 44
muerte de Moctezuma y, 200 y n. Cuidáhuac, ciudad de, 118
nacimiento y biografía, 17-18 Cuidáhuac, hermano de Moctezuma,
permanencia en Tenochtidán, 122- 118, 123, 187, 194-195, 199, 202,
164 214, 217, 220, 226, 235, 237, 244,
rebelión de Cacama contra, 153-154 245,360
relaciones con Moctezuma, 148-151, Cuitlalpitoc, 45
153,158-159 y n„ 163,169,193-
194
Sandoval y, 165,193,329 Danza de la Serpiente, 184-185
secretario de, véase López de Gomara, deportes, 134-135,149
Francisco Díaz, Juan, cura, 27,73,139,206
véase tambiéti armamento; barcos, cons­ Díaz de Aux, Miguel, 233,291
trucción de; caballos; Carlos I; Díaz del Castillo, Bernal, 23 n., 24,27,
Cozumel; Honduras; Narváez; 37,41,47 n„ 49,65,67 n„ 68 n„ 83,
Otumba, batalla de; tesoros y tri­ 87-88, 90, 95, 117, 119, 128, 143,
butos;Texcoco; daxcaltecas 149, 196, 203, 205-206, 208, 233,
Cortés, Martín, hijo de la Malinche, 241,245,252,259,265,266 n„ 275,
352-353,356.357 277, 277, 280, 281-282, 292, 297,
Cortés, Martín, padre de Hernán, 17, 309, 313-314, 322, 333, 336, 338,
269 n. 346,360

455
In d i c e a l f a b é t ic o

Dorado, montaña de oro de El, 156 guerra nocturna, 92-94, 174-175, 204,
Duero, Andrés de, 167, 171-172, 223, 301-302,305
239 guerras floridas, 99,181
Durán, fray Diego, 201 Guerrero. Gonzalo, 29-30
Durero, Alberto, 344 Gudérrez de Badajoz, soldado, 330
Guzmán, Cristóbal de, 320

Edad de Hielo, 39,84 n.


Eguía, Francisco de, 235 Hernández, Diego, 331
enfermedades, 73 Hernández de Córdoba, Francisco, ca­
malaria, 51, 89,93 pitán, 360-361
viruela, 236-238,240,244,253,355 Hernández de Portocarrero, Alonso, 42,
Escalante, Juan de, capitán, 26, 28, 75, 68,71,160
99,141,142,146,360 Holguín, García, capitán de flota, 335-
escarnios e insultos, 266,277,296,319, 336
321 Honduras, 342,354,356
Escobar, Alonso de, capitán, 33 Huetxotzinco, ciudad de, 101
Escudero, Pedro, 73 Huexotla, 254
Española, La. 18,21,162,234,268,348, Hueyotlipán, 217
350 Huitzilopochtli. dios de la guerra azte­
Estocolmo, síndrome de, 159 n. ca, 47, 79, 131, 136-137, 144, 155,
182,212,244,298,334
Huitzuco, 324
Fernández de Córdoba, Gonzalo, 331
Florida, costa de, 326
Florín, Jean, corsario, 352 Inquisición española, 146
Fonsecajuan de, obispo de Burgos, 348 Ircio, Pedro de, 143
Francisco I, rey de Francia, 352 Itzcóad, reinado de, 297
Fuente de la Eterna Juventud, 326 y n. Ixtlilxóchid, hermano de Cacama, 251,
253,263,292,361
Izquauhtzin, gobernador de Tlatelolco,
Gallego, Pedro, 285 187
Garay, Francisco de, gobernador de Iztaccíhuad, volcán, 112,169
Jamaica, 232-233,291 Iztapalapa, 118,253,256,297.300,318
García Bravo, Alonso, arquitecto, 350 Iztaquimaxtidán, ciudad de, 82-83
Godoy, Diego de, escribano real, 35,54,
86
Grado, Alonso de, regidor, 55 Jalacingo, 239,246
Grijalva, Juan de. 23, 24. 33, 43, 130, Jalapa, poblado de, 77
270,360 Jamaica, 29,239,348
Guatemala, 16,354 Jaramillo, Juan, 291
Guautidán, 267 jardines botánicos, 279

456
iN D IO í Al l'AIIÉTICO

Lancero, Pedro, 221 -222 Moctezuma Xoxoyotl, rey azteca


Lares, Andrés de, 171,210 (Moctezuma el Joven), 20 45,46,47,
León, Ponce de, 21 48, 80, 82-83, 88, 94,117, 213, 237.
López, Martín, carpintero de barcos, 287-288,361
149-150, 159, 210, 229-230, 241- apariencia física, 19,123
243, 249, 261, 263, 271, 288, 290, cautividad de, 148-151,153,159 y n.,
298,331 162-163,169,179,188,194,199
López de Gomara, Francisco, secretario coronación de, 18
de Cortés, 17.248,343 discursos para Cortés, 126-127, 126
Lugo, Francisco de, capitán, 37-38,142, n., 247 n.
206 encarcelado en Tenochtidán, 183-
184,188,194,245
encuentros con Cortés, 16.122-127,
malaria, 51,89,93 128-131,135-138,142-144,303
Malinalco, tribus de, 324 estilo de vida, 19
Malinche (doña Marina), esclava golpe de estado y arresto de. 143-147
como intérprete, 42, 44, 45, 47, 48- intercambio de regalos. 49-51, 54,
49 y n„ 57,59,60, 62,63, 66,70, 64, 71-72, 116. 123-125, 130,
80, 86, 98. 100, 104-105, 121, 200-201
125-126. 129,144,154,171,194, invitación a Cortés de, 110
199,210,218,219,220,246,276, legado de, 342 n.
298,336,352,356-357,361 magos y hechiceros, 115,116
inteligencia de, 104-105,159 masacre de Cholula, 109
nacimiento del hijo, 352,353,357 muerte de, 200 n., 200-201,245
Margarino. capitán, 207 mujeres y, 131,148
Mariel puerto de, 161 nacimiento. 18
Matalcingo, 324 Narváez y, 163,170,180.191,194
Madalcueid, montaña (La Malinche), oráculos y profecías, 52-53, 104,
230,242 154-155
Matlatzincatzin, hermano de Cuidá- palacio de, 129,131-132
huac, 214,216 personalidad, 18-19
Maxixcatzin, cacique, 218, 219, 220, pronunciación del nombre, 18 n.
237,241 recaudadores de tributos, 61 -64,141-
mayas, 33 143,146
Medellín, 348 relaciones con Cortés, 148-151,153,
Melchor, maya, 23,25,27,37 158-159 y n.. 163,169.193-194
Melgarejo, padre, 275, 286, 295, 2% religión y, 52, 131, 135-138, 148,
y n. 158,200
México, Ciudad de. 348.350 vasallaje del imperio azteca a España,
México, costas de, 15 154-155
México, golfo de, 33 y la rebelión de Cacama, 153-154
Michoacán, 345,347 Moctezuma, Pedro, 350

457
In d i c e a l f a b é t ic o

Molina, Alonso de, franciscano, 351 n. Orozco, Francisco, comandante de arti­


Montano, Francisco de, 327 llería, 240
Montejo, Francisco de, 51, 55-56, 71, Ortega, Juan de, paje, 175
160-161,269 n. Orteguilla, paje, 154, 159
Morelos, llanura de, 273 otomíes, 84,86-88,326
Moreno, Isidro, 353 Otumba, batalla del valle de, 214-217,
Moría, soldado, 66 226,258
Morón, Pedro de, 88-89 Ovando, Nicolás de, 17

náhuatl, lengua azteca, 42, 44, 57, 59, Pacífico, océano, 345
154,164,246,351 n.,367 Pánuco, región de, 153
Narváez, Pánfilo de, 22, 161-163, 165, Paso de Cortés, 113,249
167, 168, 173, 175-178, 190, 193, Pérez, Francisco, 161
197, 221, 222, 231, 238, 270, 327, perros, 15,101,121,229
349,361 piratería, 352
Nauhtla, 142 Pizarra Altamirano, Catalina, 17
Nezahualpilli, rey deTexcoco, 135, 251 Pizarra, Diego de, 152,153,164,176
Nezhualcoyod, dique de, 257 Ponce de León, Juan, 326
Noche Triste, 202-218, 226, 228, 265, Popocatéped, volcán, 111, 112-113,
269,311 n., 337 169,273,327,330
Nombre de Dios, Paso del (actual Paso Portillo, Juan, 315-316
del Obispo), 77-78 Potonchán, desembarco de Cortés en,
Núñez, Andrés, 150 15,34,41
Prescott.William, 157 n.
Puerta del Aguila, en Tenochridán, 307,
Oaxtepec, 279,281 310
Olea, Cristóbal de, capitán, 283,320 Puerto Deseado, 33
Olid, Cristóbal de, capitán, 210, 216, Puerto Rico, 233,234
252, 270, 275, 281, 284, 292, 294- Puertocarrero, Alonso de, alcalde ma­
296, 301, 303, 316, 335, 345, 345, yor, 55
361
Olinted, cacique de Xocodán, 79, 80-
81,82 Qualpopoca, hijo de Moctezuma, 142,
olmecas, 102 143,145-146,153
Olmedo, fray Bartolomé de, 39,45,70, Quetzalcóad, ciudad de, 102
81,100,139,159,167,169-170,172, gran pirámide de, 102-103,106
174-175,199,206,290,339 Quetzalcóad, dios de la guerra azteca,
Olmos, Andrés de, franciscano, 351 n. 47,53,82,102,127
Ordaz, Diego de, 28, 73, 112-113 y Quiahuiztlán, 56,61,62
n„ 128,141,152,174,196,206,210 Quiñones, Alonso, 270
Orizaba, pico de, 77,356-357 Quiñones, Antonio de, 320

458
INDK 'I' Al I A l l í m c o

Rangcl, Rodrigo, I69 Santo Domingo, 17,239,349


recaudadores de tributos, 61-64, 141- Saucedo, Francisco de, capitán, 71
143,146 Segura de la Frontera, 232, 238, 239,
Reconquista, 17 349
religión serpiente de madera. 262,272
azteca, 16, 19, 26-27, 80, 128, 130, sodomía, 67 y n., 247
131, 135-138, 180-185, 350- Solís, Pedro de, 165
351 Sotelo, soldado, 331
católica, 15, 27, 35, 67-70, 98 n„ Soto, Diego de, 353
100-101, 108, 129-130, 137,139, Suárez.Juan, cuñado de Cortés, 239,353
159,351 Suárez Marcaida de Cortés, Catalina,
Rivera, Diego, pintor. 280 n. esposa de Cortés, 22,239,353,356
Rodríguez de Villafuerte.Juan, 338
Rojas, soldado, 270
tabascanos, 34-42,49,59,131
Tabasco,71
sacrificios humanos, 17, 19, 27, 29, 43 Tabasco, río, 34
n., 59, 62, 67-68, 79-80, 89-90, 92, Tacuba, 16 n., 19, 45, 191, 204, 207,
98 n., 99, 108, 130-134, 136-137, 208, 265, 275, 286, 296, 297, 306,
148, 158, 180-183, 247, 260, 298, 313,318,338,342
322-323 Tapia.Andrés de, 29,103,152,153,156,
Sahagún. fray Bernardino de, cronista, 157, 256, 270, 275, 281, 284, 316,
116,351 n. 318,325
Salamanca,Juan de, capitán, 216-217 Tapia, Cristóbal de, 348-349
San Juan de Ulúa, 43,56,71-72 tarascos, 237,265,345
San Vicente, cabo, 352 Tecocol, rey títere, 253
Sandoval, Gonzalo de, capitán, 55,128, Templo del Sol, 207
141, 142, 165, 172, 175-176, 193, Templo Mayor, 131,135-138,146,148,
206, 210, 216, 239, 256, 260-261, 157-158, 181, 182, 207, 212, 252,
262, 270, 273, 274, 286, 292, 294, 308,321,322
297, 298, 301, 303, 317, 318, 325, Te nango, 254
329,336,345-346,348,349,362 Tendile, embajador, 45,46,50-51,54
campañas y expediciones, 259-260, Tenochtitlán, 18,45,46,63,98
273,275,277,325-326,345-346 acueducto de Chapultepec, 99,296-
Cortés y, 165,193,329 297
Narváez y, 174-176 asedio de, 306-307,315,327-328
reconquista de Tenochddán, 292, ciudad capital. 80-81, 118-119,136,
294,297,298,301,303,306,307, 191,192,195,204,206,303,305,
309,317-318,321,329,335 306,309,312,318
serpiente de madera y, 262,272 comida propia, 121 n.
Santa María de la Cotuepríón, buque in­ Cortés atrapado en, 192-204
signia, 21,160-161,269 n. deportes en, 134-135,149

459
ín d ic e a l f a b é t ic o

entrada de Cortés en, 119, 121-123, Tezcatlipoca, dios, 136,180-181,235


257 tiempo y clima, 39, 41, 44, 76-78, 92,
expulsión de Cortés, 204-211 112, 114, 170, 174, 249, 259, 278,
fiesta de Tóxcatl, 179-189, 193.248, 280 n., 286,316
213 Tlacochcalcad, cacique, 59,60,61, 68-
mapa de, 304 69,168,172,177
marcha de Cortés a, 111-116 Tlatelolco, mercado central de. 132,
mercado central, 103.132 192,315,321,332
Palacio de Axayácatl. 139, 144, 153, Tlatelolco, pirámide de, 321,322,330
154.187,192,211,245, 269,307, Tlaxcala, 82, 83, 86, 96-99, 169, 190,
312 211, 217, 219-221, 223, 240, 246,
permanencia de Cortés en, 122-164 260,261,293,325
población de, 16,122 n. Tlaxcallan, 224
Puerta del Águila, 307,310 tlaxcaltecas, 84-95, 98-99, 101-102,
rebelión, 178, 179-180, 183-184, 104, 169-170, 181, 198, 209, 219,
186-189,193,245 266,284,307
reconquista de (1521), 20, 230, 234, Tlaycapan, poblado de, 276, 278
242.255,271,293-294 Tochel, cacique, 152
reconstrucción de, 349-352 Toltec, canal de, 208
Templo Mayor, 131, 135-138, 146, totonacas, 57-70,98,99,102,104,111,
148, 157-158,181, 182,207,212, 141-142,153
252,308,321,322 Tóxcatl, fiesta de, 80, 179-189, 190,
viruela en, 234-237 193,313
véase también Moctezuma Triple Alianza, 19, 135, 153, 252, 285,
Teotihuacán, ciudad memorial de, 213 342
Tepeaca, 220, 225, 226-228, 234. 240, Tula (en Hidalgo), 102
246 Tuxtepec, 346
Tepepulco. 299 Tziuacpopocatzin, noble, 116
Tepeyac. calzada de. 306,317,321,338 Tzonipach, aldea de, 89,97
Tepotzotlán, 213
tesoros y tributos, 41,42,46,48-50,54,
81,94,116, 139-140,151-153,155- Umbría, Gonzalo de, piloto, 73-74,151,
157, 177, 205, 210, 222, 252, 268- 152
269,337,341-346
Tetamazolco, 308
Tedepanquetzal, rey de Tacuba, 334,342 Valdivia, conquistador, 29
Texcoco, 16 n., 19, 45, 191, 210, 243, Vázquez de Ayllón, Lucas, juez, 162
251-252, 254, 258, 268, 286, 291- Vázquez de Tapia, Bernardino, 349
293 vehículos con ruedas, 75-76
Texcoco, lago, 114, 212, 252, 255, 273, Velázquez Cuéllar, Diego de, gobernador
287,290 de Cuba, 21-22,37,51,55,56,71,73,
Texmelucan, 249 159,160,167,177,231,238,349,362

46 0
iNDICIi AU AHf'.TICO

Velázquez de León, Juan, capitán, 51- Xicotenga el Viejo, 89-90, 93, 96, 98,
52, 56, 73, 128, 141, 142, 144, 164, 101,220,241,246,290,293
169,206,209,219 Xipe Topee, «dios desollado», 202,203
Vendabel, Francisco Martín, 285 Xochimilco, laguna de, 118
Veracruz, 43,73 Xochimilco, pirámide de, 284
Verdugo, Francisco, 270,278 Xochimilco, población de, 282-283,
Villa Rica de la Vera Cruz, colonia de, 285,289,310,323
55. 56, 61. 65, 66, 70, 71, 75, 141, Xocodán (Zautla), 79,82,83
157, 160, 164, 178, 195, 221, 223, Xoloc, 300-301,303,309
231, 232, 233, 238, 270, 326, 338,
341,347,348
Villafaña, Antonio de, 270 Yáñez, Alonso, carpintero, 139
viruela, epidemia de, 236-238,240,241, Yecapixda, 273-274
244,253,355 Yucatán, península de, 21
víase también enfermedades Yuste, Juan de, 260
Voltaire, François-Marie Arouet, 354

Zacatulam 151-152
Xaltocán, aldea de, 264 Zahuapan, rio, 242,261,270
Xaltocán, laguna, 151 Zauda, 239,246
Xicochilmaco, 77 Zultepec, 260-261
Xicotenga el Joven, 89-91, 93, 95-96,
219-220,290,293,294

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