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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.
INTRODUCCIÓN
Finalizaba el primer cuarto del siglo XVI cuando en el Perú de
los Incas empezaron a circular vagas noticias acerca de la presen-
cia de gentes extrañas en el continente. Por esos años, postreros
del gobierno de Guayna Cápac, el imperio andino llevaba su do-
minio desde el Rumichaca en la frontera colombo-ecuatoriana,
hasta el Aconcagua y el país de los Chiriguanos por el Sur, y de
la ceja de selva a las orillas del mar. Por su dilatada extensión
geográfica lejos estaba de haberse consolidado su dominio.
Merced a una avasalladora conquista militar, en menos de un
siglo, como ya hemos mencionado, los señores orejones del Cuz-
co, aristocracia eminentemente guerrera a partir del acceso al po-
der de Pachacuti, habían logrado el sometimiento de numerosas
naciones que antes se desarrollaron independientes o interdepen-
dientes en un ámbito local o regional. Y por lógica, los curacas o
reyezuelos de esas naciones aceptaban de mal grado el dominio,
proyectando en todo momento la sublevación con la mira de re-
cuperar la perdida autonomía.
Pero la carencia de unidad nacional era apenas uno de los va-
rios problemas que enfrentaba el Tahuantinsuyo, por los años en
que la mayor potencia imperialista del orbe, España, extendía sus
ambiciones allende los mares.
Finales del gobierno de Guayna Cápac, decíamos, años en
que las revueltas se hicieron frecuentes en el Imperio de los In-
cas, razón por la cual ese gobernante apenas pudo mantener el
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del país de los Incas. Porque recién con la muerte de Túpac Ama-
ru, el último Inca de Vilcabamba, ejecutado bajo la tiranía del
virrey Francisco de Toledo, pudieron decir los españoles que la
conquista era un hecho consumado. Tras ello sobrevino el caos
para las grandes mayorías nativas, signado por el genocidio y
la imposición de un dominio de clase y de raza, cuyas secuelas
traumáticas perviven hasta el presente.
Este libro ha tenido por especial motivación el diálogo cons-
tante con nuestros colegas profesores y con nuestros jóvenes es-
tudiantes. Su principal propósito es el de poner en relieve la gesta
heroica de nuestros primeros héroes libertarios, y en esto sigue
las huellas de los valiosos trabajos de Juan José Vega y Edmundo
Guillén Guillén, científicos sociales que pugnan por la difusión
de una historia auténticamente peruana, que es la única capaz de
nutrir la difícil construcción de la identidad nacional.
La Cantuta, mayo de 1992.
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caso perder las vidas”. Tal proclama nos ha sido transmitida por
las propias fuentes españolas. Fue la primera que pronunciaron
los antiguos peruanos para defender sus territorios de la invasión
extranjera.
La resistencia de Tumbes, librada entre marzo y abril de 1532,
debe pues considerarse como punto de partida de la lucha armada
que presentaron nuestros antepasados a los invasores españoles,
inicio de una guerra que habría de prolongarse por espacio de
cuarenta años. Importante esta acción por múltiples razones. Ya
en Tumbes, y desde antes inclusive, puede apreciarse el enfrenta-
miento entre las pequeñas naciones indígenas que va a ser apro-
vechado perfectamente por los españoles.
También Tumbes, con la sangre de sus defensores, habría de
dar testimonio de la trágica diferencia de armamento entre los
contendientes: soldados a caballos, protegidos de gruesas arma-
duras, llevando algunos pequeños cañones y portando arcabuces
y lanzas, espadas y picas de hierro van a combatir contra tropas
de infantes vestidos sencillamente, cuyas armas son lanzas, po-
rras, macanas, flechas, hondas y piedra; es decir, una maquinaria
bélica propia del renacimiento europeo contra guerreros salidos,
en lo militar, de la edad de piedra.
Además, por los invasores alinearían desde un primer mo-
mento ingenuos y valiosísimos aliados nativos, guías, espías o
guerreros que contribuirán a la desgracia de sus hermanos de
raza. En Tumbes, de otro lado, habría de acabarse, al menos para
los tumbesinos, la creencia de la divinidad de los invasores: ellos
no eran sino simples hombres ansiosos de riqueza y poder, gue-
rreros venidos a robar la tierra. En virtud de ello -repetimos-,
los de Tumbes habrían de resistirlos con “mucha gente armada”,
defendiendo su territorio y cultura. Y, en respuesta, los cristianos
entrarían en el Tahuantinsuyo “destruyendo el país y llevando la
muerte a muchas gentes, conforme anotara el anónimo autor de
la Relación Francesa de la Conquista del Perú”.
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sus dioses; créese que los comieron, (pues) nunca más parecieron
cosa alguna de ellos”.
Cieza, que como hemos dicho habla de tres balsas, cuenta que
“llegaron primero que ningunos... Hurtado con el otro mozo (el
hermano de Toro); hallaron en la costa muchos de los de Tum-
bes (que) con engaño y gran disimulación los lleva(ron) como
que los querían llevar a aposentar; los tristes muy descuidados,
sin ningún recelo fueron a donde les llevaban, y luego con gran
crueldad les fueron sacados los ojos, y estando los vivos los bár-
baros les corta(ron) los miembros, y teniendo una ollas puestas
con gran fuego, los metieron dentro y acabaron de morir en tor-
mento”.
Bastante imaginativo debió ser el informante del cronista,
quien luego señala que Soto y los que venían en las otras balsas
conocieron lo sucedido -tal vez por delación de algún tumbesi-
no-, y adoptaron precauciones que les salvaron de morir, aunque
debieron permanecer en la costa ocultos y sin dormir, con las ar-
mas dispuestas, esperando la llegada de sus demás compañeros.
Pedro Pizarro, quien confesaría haber estado en la balsa de
Alonso de Mesa conjuntamente con Francisco Martín de Al-
cántara, anotó por su parte que los tres españoles de vanguardia
fueron muertos antes de llegar a las playas de Tumbes, en unos
islotes donde habrían pernoctado, y que él y sus compañeros sal-
varon de idéntica desgracia por las benditas verrugas de Mesa.
Los de Tumbes relata Pedro Pizarro- “metieron en unos islo-
tes que ellos sabían las balsas; hacían que saliesen los españoles
a los islotes a dormir, y sintiéndolos dormidos, se iban llevando
las balsas, y dejándolos allí, los mataban después, revolviendo
con gente sobre ellos, lo cual aconteció a tres españoles que ma-
taron de esa manera. Y a Francisco Martín, hermano del marqués
don Francisco Pizarro, y a Alonso de Mesa... nos aconteciera lo
mismo sino fuera porque Alonso de Mesa estaba muy enfermo
de verrugas, y no quiso salir de la balsa en que íbamos al islote
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daran en guarda del fardaje y con los que, por temor, desistieron
de continuar la entrada. Adelante marchó Hernando de Soto con
escogidos jinetes. Luego Francisco Pizarro con el grueso de la
expedición, incluidos los cientos de auxiliares indios, cargueros
y guerreros, más los negros esclavos. Y en retaguardia se colocó
Hernando Pizarro, “con la gente enferma y escoltado por peo-
nes”.
En la primera jornada de viaje -refiere Oviedo- los invasores
llegaron hasta un pequeño pueblo donde reposaron. Prosiguió al
siguiente día la marcha y recién al cabo de tres jornadas encon-
traron otro poblado, gobernado por el curaca Silan. Porras supo-
ne situado este pueblo entre los cerros de la Brea, y menciona
que los invasores bautizaron por Juan a su curaca. Los nativos,
impresionados por la presencia de gente tan extraña, no obstacu-
lizaron su paso y entonces pudo “reposar al gobernador allá tres
días, porque la gente iba fatigada”.
La entrada se haría luego bastante fatigosa. Los invasores en-
contraban sólo “arenales muertos, donde padecieron grandísima
sequía por el mucho calor y falta de agua”. Según testigos que a
poco desertaron, “no hallaron tierra donde poder parar un día ni
de comer para los españoles ni aún yerba para los caballos”.
Esos pocos animosos expedicionarios se quejaron entonces
de “que lo más rico de esta tierra lo deja(ban) en aquello de Ta-
camez y Santiago y las provincias a ellos cercanas. Pero el pa-
norama varió cuando tuvieron cerca el poblado de La Solana,
de donde, tras breve reposo, continuaron hacia Poechos, pueblo
situado cerca al río de La Chira o de los Tallanes, nombre de la
nación que poblaba sus orillas, desde el mar hasta la sierra.
El soldado Miguel Estete hasta se dio tiempo para describir el
esperanzador paisaje que se ofrecía a sus ojos: “Este río de Talla-
nes era muy poblado de pueblos y muy buena ribera de frutales,
y tierra muy mejor que la de Tumbes, abundoso de comidas y de
ganados”.
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otro que se llama Amotape, que está el río abajo, cerca de este
otro, tenían concertado de matar aquellos cristianos el propio día
que el gobernador allí llegó. Por su parte Pedro Pizarro anotó que
se hizo la información y en ella (se) halló por ser cierto querer
matar a los españoles y haberse juntado para ello”.
Apenas conocido ello, el jefe de los invasores ordenó la pri-
sión de los curacas y demás gente involucrada en la conspiración.
Se les sometió también a salvajes torturas, a consecuencia de los
cuales “confesaron su delito”. Delito llamaron las crónicas es-
pañolas a la noble causa india de luchar por la integridad de su
territorio y cultura.
Nada pudieron alegar los patriotas en su defensa y sin más,
fueron condenados a muerte. Según Pedro Pizarro, su vengativo
primo “condenó a muerte a trece caciques, y dándoles garrote,
los quemaron”. Imponente pira ardió a orillas del río de los ta-
llanes, inmolándose en ella los heroicos defensores de su suelo.
A decir de la crónica cristiana, Pizarro perdonó la vida única-
mente al curaca de La Chira, buscando ganárselo como aliado y
“certificándole que de si ahí adelante no fuese bueno, que en la
primera ruindad que le tomase, que le costaría la vida y le des-
truiría”. El curaca de La Chira fue encargado de administrar en
representación de los nuevos amos su pueblo y el de Amotape.
El terrible castigo vino a aniquilar aquel proyecto tallán de
atacar el campamento de los invasores. Descabezada la resisten-
cia, muertos sus principales comandos, la mayoría de los comar-
canos se internaron en las serranías, en tanto los menos prefirie-
ron alinear a las órdenes de los nuevos señores, sirviéndoles por
temor, como bien anota Oviedo. A todo esto, ningún apoyo llegó
de Atahuallpa para quienes resistían en la costa. Puede decirse
que la lucha que presentaron a los invasores los pueblos tumbe-
sinos y tallanes fue absolutamente de carácter local, sin partici-
pación alguna de las tropas del Inca, que persistía en ignorar la
guerra que España le había declarado.
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za- que burlaban cuanto decían que adoraban al sol y a los otros
dioses suyos, y así lo mostraban más claro cuando violaban sus
huacas, teniéndolas como cosa de burla”. Pero Atahuallpa, con-
fiado más en el informe de Maicavilca, continuó menospreciando
al enemigo, aunque recomendó a su espía oficial “que fuese con
disimulación al real de los cristianos y entendiese en el intento
que traían y su manera, y volviese con brevedad a le avisar”.
En San Miguel Pizarro recibió también importantísimos infor-
mes: “estando allí” se lee en la carta anónima enviada a la reina
de Hungría “tuvo nueva que un cacique llamado Atahuallpa, hijo
de otro cacique que se decía el Cuzco (Huayna Cápac), tenía su-
jeta toda la tierra y era muy temido en ella, y residía en un pueblo
que se decía Cajamarca, con grande ejército de gente de guerra”.
Efectivamente, por ese tiempo el triunfo de los atahuallpistas
era inminente, pese a que Cuzco (Huáscar) “y el otro Atahuall-
pa que esta(ba) muy diferentes ambos, (continuaban) muy cruda
guerra”. Asimismo se enteraba el jefe de los invasores de que
existían, la tierra adentro, la vía de Chincha y del Cuzco, grandes
y ricas poblaciones, y que a sólo unas doce o quince jornadas de
San Miguel se ubicaba la ciudad de Cajamarca.
Se reintegró por entonces al campamento de los invasores una
tropa que al mando de Belalcázar había salido a reprimir nuevos
brotes de oposición nativa en el interior. Grupos tallanes de los
que dieron muerte a Juan de Sandoval, persistían en la resistencia
hostilizando frecuentemente a los invasores, aunque desde cierta
distancia. Belalcázar no logró dar con ellos, pero supo que se
habían retirado al interior de Piura.
XIV. AVANCE DE LOS INVASORES SOBRE PIURA. EL
CAMPAMENTO DE PAVUR
Amediados de setiembre Pizarro juzgó llegado el tiempo de
continuar la entrada. Se hicieron entonces los preparativos para
partir de San Miguel, lamentándose la carencia de noticias sobre
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tas: Por los cerros -refiere un testigo- había muchos indios colga-
dos. Pero la traza de la ciudad incaica allí construida se mantenía
casi intacta.
Los españoles -dice Cieza- “vieron grandes edificios, muchas
manadas de ovejas y carneros (auquénidos); hallaron tejuelos de
oro fino, con que más se holgaron; (y) mantenimiento había tan-
to, que se espantaron”.
Soto entendió que para gozar del saqueo de ese pueblo era ne-
cesario vencer primero a la tropa atahuallpista que los amenaza-
ba. Y a duras penas pudo contener a sus hombres que pugnaban
por profanar cuanto antes los acllahuasi que en Caxas existían.
Mientras tanto, los atahuallpistas, secundados por muchos na-
turales del lugar, a decir de Cieza, se animaban diciendo que los
enemigos a combatir eran “crueles, soberbios, lujuriosos, hara-
ganes y otras cosas más... (y) platicaron de los matar”. Y antes de
que los cristianos llegasen hasta sus posiciones “salieron a Soto
buen golpe de ellos llevando cordeles recios, pareciéndoles que
(los caballos) eran algunos pacos (guanacos) que ligeramente se
habían de prender”.
El licenciado La Gama, a quien informaron testigos del he-
cho, menciona que salío un capitán “incaico con mucha gente a
resistirles el paso en una sierra muy grande por donde habían de
pasar de necesidad los nuestros españoles”.
Cieza prosigue: Soto “con los que estaban con él vinieron a
las manos a los indios de los cuales mataron muchos... hirieron
a un cristiano llamado Xinconez: el que lo hizo, pagólo, porque
con golpes de espada le hicieron pedazos”.
El combate fue a todas luces desigual. Junto a los sesenta jine-
tes españoles alinearon algunos guerreros caxeños, que quisieron
cobrar venganza de aquéllos que habían desolado su pueblo; se
sucedieron repetidas cargas de caballería y las filas de la infante-
ría ligera incaica fueron completamente destrozados.
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do a Castilla con dos mil pesos de buen oro para que reposara y
dejara en paz a los conquistadores del Perú.
Dijo Luque que él y sus amigos capitalistas habían práctica-
mente quebrado, razón por la cual hubo de suplicar de la corona
el remedio. Terminó su carta calificando a “Almagro de amigo de
todos”. Por desgracia, la muerte no le permitiría a Luque seguir
abogando por el desventurado tuerto.
También de Panamá, y ese mismo 20 de octubre, el licenciado
Espinoza escribía al emperador, informando de que en la segun-
da semana de ese mes había llegado al istmo dos navíos proce-
dentes del Perú, por cuyos tripulantes se sabía que los españoles
habían avanzado hasta Piura.
Espinoza se refirió también a las discordias entre Pizarro y
Almagro, según él alentadas por terceros. De otro lado, no dejó
de reconocer a la corona pusiese atención a lo que iba haciendo
Pedro Alvarado, que también ambicionaba señorío en el Perú.
Dos días luego de la partida de Maicavilca, como ya adelantá-
ramos, los invasores dejaban Sarán. Hallaron a su paso -según la
versión del soldado Mena- “destruídos los más de los pueblos y
los caciques ausentados”. Cada dos leguas, casi invariablemente,
encontraban un tambo, donde descansaban.
El camino era hermoso a no ser por las huellas de la guerra:
“era la mayor parte -dice un testigo- tapiado de las dos partes y
(con) árboles que hacían sombra”. Durante tres días -cuenta Xe-
rez- no hallaron agua; apenas “una fuente pequeña de donde con
trabajo se proveyó”.
Cruzaron así el temido despoblado de Pavur y hallaron los
tambos del tránsito totalmente desprovistos. Al cabo, encontra-
ron “una gran plaza cercada, en la cual no se halló gente”. Por
los indios “amigos” vinieron a saber que se encontraban en tierra
del curaca Copiz, quien a la sazón se hallaba en el interior. Esa
tierra era Olmos.
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gente iba a meterse en las manos de los enemigos; que mejor hu-
biera sido aguardar en los llanos, que no andar por sierras, donde
los caballos valen poco”.
Pizarro acalló esas quejas diciendo que ya era tarde para re-
troceder. Intuía el hábil caudillo que Atahuallpa no los estorbaría
sino hasta llegar a Cajamarca. Así se lo habían comunicado es-
pías tallanes infiltrados en el campamento incaico.
De habérselo propuesto, Atahuallpa hubiese destrozado fácil-
mente a la hueste invasora en esa sierra, de ello dejaron testi-
monio varios de los cristianos. Hernando Pizarro, que iba por
capitán general, relataría que “el camino era tan malo que de ve-
ras si... nos espera(ran)... muy ligeramente nos llevaran, porque
aun del diestro no podíamos llevar los caballos por los caminos,
y fuera del camino ni caballos ni peones. Y en esta sierra hasta
llegar a Cajamarca hay veinte leguas”.
Estete, testigo del suceso, diría “que si Atahuallpa se previ-
niera de tener allí gente, fuera excusado pasar adelante... (pero)
teniéndonos en muy poco... dio lugar y consintió que pasásemos
por aquel paso, y por otros muchos tan malos como él; porque...
su intención era vernos... y después de holgarse con nosotros to-
marnos los caballos y las cosas que a él más le placían y sacrifi-
car a los demás”.
Otro de los Pizarro, Pedro, señala que tras escuchar los infor-
mes de Maicavilca Atahuallpa se despreocupó mucho “porque si
nos tuviera en algo enviara gente a la subida de la sierra, que es
una cuesta de más de tres leguas, muy agria, donde hay muchos
pasos malos y no sabidos por los españoles. Con la tercera parte
de la gente que tenía, mataran a todos los españoles que subieran
a lo menos la mayor parte, y los que escaparan volvieran huyen-
do y en el camino fueran muertos... al subir esta sierra no faltó
temor harto, temiendo hubiese alguna gente emboscada que nos
tomase de sobresalto”.
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plaza. Y dijo que él tenía atalaya para que viendo que venían avi-
saran cuando oyesen decir ¡Santiago!”. Los roles protagónicos
de la celada les fueron conferidos al padre Valverde y al intérpre-
te Felipillo. Ellos se encargarían de salir al encuentro del Inca.
Durante toda la mañana, del campo de Atahuallpa apenas sa-
lieron partidas de exploradores. El Inca parecía ajeno a lo que
estaba ocurriendo. Preguntó a Pizarro, vía sus embajadores, si
debería o no concurrir armado. Dice Cieza que a esas horas Ata-
huallpa “estaba muy orgulloso (porque) parecíale que por ningu-
na manera podría suceder cosa que bastase a estorbar el que no
matase o prendiese a los cristianos”.
Recién entrada la tarde, el atalaya español de la fortaleza de
Cajamarca anunció que el cortejo del Inca se ponía en marcha,
y le faltaron palabras para describir el espectáculo que contem-
plaba. Miles de personas desfilaban acompañando a Atahuallpa:
“Había de todo. Nobles, cortesanos, favoritas, eunucos, curacas
y todavía buena parte de su ejército. Iba también mucho pueblo
atraído de todos los alrededores por la rara fama de los extraños
visitantes. Alguien comparó el séquito con el del gran Turco”.
Sorpresivamente, a poco de iniciada la marcha, el cortejo se
detuvo. Inmenso pánico causó este hecho a la gente de Pizarro y
hasta se pensó en salir a combatir, creyéndose frustrada la cela-
da. Entonces, “viendo el gobernador que el sol se quería poner
y Atahuallpa no se había movido de donde había reparado”, pi-
dió un voluntario que fuese rogar al Inca cumpliese su promesa.
El temerario Hernando de Aldana aceptó la comisión y llegando
ante la presencia del Inca “le hizo su acatamiento y por señas le
dijo que caminase y fuese donde el gobernador estaba”. No reci-
bió respuesta alguna y aterrorizado, viendose rodeado de rostros
amenazantes, “a paso largo volvió donde estaba Pizarro”, en me-
dio de la burla de los incaicos.
Lo sucedido con Aldana hizo vacilar a mucha gente. Refie-
ren las crónicas “que a algunos hasta se les soltaba el vientre de
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habían visto, que con gran turbación procuraban más huir por
salvar las vidas que hacer guerra”.
Atahuallpa que debió comprender en esos trágicos momentos
cuan grave había sido su error de no llevar consigo a sus guerre-
ros, contemplaba con ojos de incredulidad a esa muchedumbre
enloquecida. Unicamente se mantenía en su puesto su guardia
personal, ofreciéndose en holocausto por defenderlo: “con gran-
des voces y alaridos... comenzaron los indios arremolinar al de-
rredor del dicho Atahuallpa porque no le tomasen y los españoles
no hacían sino herir y matar”, relata un testigo huascarista.
Mientras que Xerez dice: “todos los que traían las andas de
Atahuallpa pareció ser hombres principales, los cuales todos mu-
rieron, y también los que venían en las literas y hamacas; y el de
una litera que era su paje y señor a quien él mucho estimaba (el
de Chincha); y los otros eran también señores de mucha gente y
consejeros suyos; murió también el señor de Cajamarca. Otros
capitanes murieron (en) gran número”.
Unánime fue la admiración de los cronistas por aquellos he-
roicos defensores. Pero el sacrificio fue vano. Al cabo, Atahuall-
pa fue capturado:
“El marqués fue a dar con las andas de Atahuallpa y el her-
mano (Hernando) con el señor de Chincha, al cual mataron allí
en las andas; y lo mismo fuera de Atahuallpa si no se hallara el
marqués allí, porque no podían derribarle de las andas, que aun-
que mataban los indios que las tenían, se metían luego otros de
refresco a sustentarlas, y de esta manera estuvieron un gran rato
forcejeando y matando indios y, de cansado, un español tiró una
cuchillada para matarlo, y el marqués don Francisco Pizarro se le
reparó, y de reparo le hirió en la mano... a cuya causa el marqués
dio voces diciendo: ‘Nadie hiere al indio so pena de la vida’.
Entendido esto, aguijaron siete a ocho españoles y asieron de un
borde las andas, y haciendo fuerzas las trastornaron a un lado, y
así fue preso el Atahuallpa”.
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na, Manco vio con más claridad, al ser testigo de una situación
cada vez peor para los suyos. Y comprendió, tal vez ya tarde, que
había sido vilmente engañado por los que en 1533 se presentaron
como sus aliados.
Porque tras el aniquilamiento de la resistencia incaica ata-
huallpista, los españoles revelaron sus miras ya sin tapujos. Des-
apareció el trato amistoso hacia la facción de orejones que los ha-
bían apoyado y fue reemplazado con violaciones, saqueos, robos,
torturas, humillaciones y asesinatos.
Del respeto falaz se paso al vejamen -refiere Juan José Vega-,
y del cinismo a la burla. Y el propio Manco pasó a ser víctima de
tales afrentas. Entonces fue que se arrepintió del grave error de
otrora, reconociendo póstumamente la heroicidad y justa causa
de los incaicos de la facción atahuallpista, a los que tan ciega-
mente antes combatiera.
Reunió en secreto a los orejones, deplorando ante ellos haber
servido a los españoles en el aniquilamiento de los generales ata-
huallpistas; y los exhortó a desatar la guerra total por recuperar la
autonomía, pronunciando un discurso que bien puede inscribirse
como el primer documento de la lucha libertadora del Perú, testi-
monio que fue publicado por el cronista Cieza de León.
“ A Atahuallpa lo mataron sin razón -dijo-, e hicieron lo mis-
mo de sus capitanes Challco Chima, Rumi Ñahui, Zopezopahua.
También han muerto en Quito, en fuego, (a Quizquiz y sus ca-
maradas), para que las ánimas se quemen con los cuerpos y no
puedan ir a gozar del cielo. Paréceme -continuó el Inca- que no
será cosa justa ni honesta que tal consintamos, sino que procure-
mos con toda determinación morir sin quedar ninguno, o matar a
estos enemigos nuestros tan crueles”.
Retomó así Manco Inca los ideales por los que se sacrificaron
otros adalides patriotas entre 1533 y 1534. Libertad o Muerte fue
su consigna, y la habría de cumplir fielmente, junto a Vila Oma,
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quien poco después fue ejecutado. Tres años después el hijo mes-
tizo de Almagro, llamado también Diego, acaudilló en Lima un
golpe de estado que terminó con la vida de Francisco Pizarro.
Dicho enfrentamiento dio pretexto a la corona española para
intervenir directamente en los asuntos del Perú. Y vino aquí,
con título de gobernador, el licenciado Cristóbal Vaca de Castro,
cuyo ejército derrotó al almagrista en la batalla de Chupas, el 16
de setiembre de 1542. Almagro el Mozo y varios de sus partida-
rios fueron ejecutados, huyendo unos pocos que hallaron asilo en
Vilcabamba.
Ciertamente, Manco no fue ajeno en ningún momento a las
luchas entre los españoles. Entabló relaciones con el joven Al-
magro y acordó apoyarlo en su lucha contra Vaca de Castro; pero
éste descubrió esa comunicación y precipitó la batalla antes de
que pudieran unirse. Se entiende así que Manco acogiera en su
reducto a los sobrevivientes de Chupas. A la postre ello le iba a
resultar fatal.
La intervención de la corona española en el Perú se acentuó
en 1542, al crearse el virreinato y dictarse las Nuevas Leyes de
Indias. Se arguyó que éstas amenguarían el maltrato de las pobla-
ciones nativas americanas, varias de las cuales fueron extermina-
das. Pero en realidad la corona quiso con ello asumir el control
de la colonia, para lo cual le era de necesidad acabar con los
conquistadores. Estos, por mercedes otorgadas por la corona, por
las cautoridades coloniales y por sus jefes, habían recibido enco-
miendas, esto es tierras y hombres, convirtiéndose en poderosos
señores feudales.
En tales circunstancias el primer virrey del Perú, Blasco
Núñez de Vela, pretendió aplicar las Nuevas Leyes, generando
la oposición de los encomenderos, que se declararon en abierta
rebelión acaudillados por Gonzalo Pizarro. Pese a todo el virrey
instaló en Lima la Real Audiencia, cuyos miembros terminaron
derrocándolo, temerosos de la creciente fuerza que Gonzalo reu-
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ta, en varias regiones del Perú, para mediados del siglo XVI, se
despertaban simpatías por la causa que enarbolaban los Incas de
Vilcabamba, quienes exhortaban a rechazar la cultura extranjera
y prepararse para una gran insurrección general.
Los efectos de la dominación colonial motivaron un proyec-
to de unidad india panandina. Porque de uno a otro confín del
país de dieron las luchas nativistas, en el ciclo que la historia
conoce como del Taki Onccoy (danza del dolor), desarrollado
principalmente en la región central del Perú. Según los líderes
de ese movimiento, había sobrevenido el caos para los pueblos
andinos por el hecho de haber aceptado al dios de los cristianos;
preciso era entonces destruir sus imágenes y volver al culto de
los dioses ancestrales. Para debelar ese movimiento las autorida-
des coloniales decretaron la llamada “extirpación de idolatrías”,
reprimiendo con rigor a los caudillos nativistas.
En Vilcabamba hubo sectores que viendo la tremenda superio-
ridad bélica de los españoles aceptaron la apertura de negociacio-
nes. Pero en 1571 el Inca Titu Kusi, que las había aceptado, fue
muerto en oscuras circunstancias, ciñendo la mascaypacha autó-
noma Túpac Amaru, líder del sector radical antihispano. Contra
él declaró la guerra a muerte el virrey Francisco de Toledo, y un
poderoso ejército invadió el reducto patriota por varios frentes.
La primera batalla se libró por la posesión del puente de Chu-
quichaka. Allí fue decisiva la acción de la artillería española,
cuyo mortífero poder no pudieron contrarrestar los guerreros in-
caicos. Un segundo combate se dio cerca de la fortaleza de Guay-
na Pukara, que luego de heroica resistencia cayó en poder de los
virreinales. Túpac Amaru ordenó la retirada por Simaponte, en
demanda de los Manaríes, guerreros amazónicos que ya tenían
dispuestas balsas y canoas para salvar al Inca. Pero a medio ca-
mino Túpac Amaru fue alcanzado, librándose un tercer combate
en el que cayó prisionero, junto a sus familiares y principales
lugartenientes.
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FUENTES:
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Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1954.
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Perú, Editores Técnicos Asociados, Lima, 1968.
ANONIMO, El Cuzco y el gobierno de los Incas, Librería e
Imprenta D. Miranda, Lima, 1962.
ANONIMO SEVILLANO DE 1534, en Las Relaciones Pri-
mitivas de la Conquista del Perú, por Raúl Porras Barrenechea,
Imprimieres Les Press Modernes, París, 1937.
BENZONI, Girolamo, Historia del Nuevo Mundo, Londres,
1857.
BETANZOS, Juan de, Suma y Narración de los Incas, Trans-
cripción, notas y prólogo de María del Carmen Martín Rubio,
Ediciones Atlas, Madrid, 1987.
BORREGAN, Alonso de, Crónica de la Conquista del Perú,
Editores Técnicos Asociados, Lima, 1968.
CABELLO DE VALBOA, Miguel, Miscelánea Antártica:
Una Historia del Perú Antiguo, Universidad Nacional Mayor de
San Marcos, Lima, 1951.
CABELLO DE VALBOA, Miguel, Historia del Perú bajo la
dominación de los Incas, Imp. Sanmarti y Cía., Lima, 1920.
CALVETE DE LA ESTRELLA, Juan Cristóbal, Rebelión de
Pizarro en el Perú y vida de don Pedro Gasca, Librería e Impren-
ta de M. Tello, Madrid, 1889.
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Índice
Introducción 5
I. Los sucesos de Puná. Efímera alianza hispano-
tumbesina. Junta de guerra en Tumbes acuerda
resistir a los invasores 12
II. Primer acto de guerra en Tumbes: prisión,
proceso y ejecución de tres invasores 15
III. Grueso de la hueste invasora pasa a Tumbes.
Aniquilamiento de su vanguardia 20
IV. Estrategia tumbesina. Atahuallpa recibe informe
sobre la presencia de los invasores 22
V. Españoles desembarcan en Tumbes y enfrentan
la táctica de “tierra arrasada”. Pizarro pide paz y
se rechaza su propuesta 23
VI. Sangriento combate a orillas del río Tumbes.
Patriotas se trasladan al interior para continuar
la resistencia 26
VII. La ambición de Soto. Precauciones de Pizarro.
Atahuallpa y sus generales mantienen actitud
despreciativa hacia los invasores 30
VIII. Entran los invasores en tierra de los Tallanes
y enfrentan a la resistencia patriota en Poechos 33
IX. Atahuallpa envía un espía a Poechos y reafirma
su confianza tras recibir informe de Maicavilca 36
X. Cuartel español en Poechos. Segunda fase de la
resistencia de los Tallanes. Heroica lucha de Cango
e Icotu, curacas patriotas 39
XI. Tercera fase de la resistencia de los Tallanes.
Conspiración de los pueblos de La Chira y Amotape.
Holocausto patriota 41
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