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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

Los Incas contra España:


el ocaso de un imperio

Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle


La Cantuta - 1992
© Luis Guzmán Palomino-Hugo Guevara Ávila.
1ra. Edición: Junio de 1992.
Cuidado de la edición y composición:
Hernán Quiroz Aguilera.
Foto de carátula:
Loius Glanzman, National Geographic.
Montaje: Máximo Asalde.
Impreso en Perú.
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

INTRODUCCIÓN
Finalizaba el primer cuarto del siglo XVI cuando en el Perú de
los Incas empezaron a circular vagas noticias acerca de la presen-
cia de gentes extrañas en el continente. Por esos años, postreros
del gobierno de Guayna Cápac, el imperio andino llevaba su do-
minio desde el Rumichaca en la frontera colombo-ecuatoriana,
hasta el Aconcagua y el país de los Chiriguanos por el Sur, y de
la ceja de selva a las orillas del mar. Por su dilatada extensión
geográfica lejos estaba de haberse consolidado su dominio.
Merced a una avasalladora conquista militar, en menos de un
siglo, como ya hemos mencionado, los señores orejones del Cuz-
co, aristocracia eminentemente guerrera a partir del acceso al po-
der de Pachacuti, habían logrado el sometimiento de numerosas
naciones que antes se desarrollaron independientes o interdepen-
dientes en un ámbito local o regional. Y por lógica, los curacas o
reyezuelos de esas naciones aceptaban de mal grado el dominio,
proyectando en todo momento la sublevación con la mira de re-
cuperar la perdida autonomía.
Pero la carencia de unidad nacional era apenas uno de los va-
rios problemas que enfrentaba el Tahuantinsuyo, por los años en
que la mayor potencia imperialista del orbe, España, extendía sus
ambiciones allende los mares.
Finales del gobierno de Guayna Cápac, decíamos, años en
que las revueltas se hicieron frecuentes en el Imperio de los In-
cas, razón por la cual ese gobernante apenas pudo mantener el

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dominio conquistado por sus predecesores, sin realizar avances


expansionistas de importancia. A consecuencia de ello, frecuen-
tes fueron también las represiones sangrientas, sobre todo en el
Chinchaysuyo, castigos que resentirían contra los Incas a muchas
de las naciones sometidas y, por desgracia, en vísperas de la in-
vasión española. Con todo, Guayna Cápac, cuyo apoyo principal
estuvo constituido por la casta militar del imperio, estableciendo
la sede de su gobierno en Tumipampa quiso convertirla en eje de
nuevas conquistas hacia el Norte, hacia esa región con la que se
mantenía hasta entonces sólo relaciones comerciales y de donde,
precisamente, provenía la asombrosa nueva de que extraños se-
res venían por el mar.
Relata la crónica occidental que Guayna Cápac llegó a pre-
sagiar la catástrofe del imperio autóctono y su conquista por
aquellos; no es fácil creerlo, teniendo en cuenta que el Inca se
consideraba líder del ejército más poderoso del mundo. Pero lo
cierto es que ya en ese tiempo, los antiguos peruanos recibie-
ron informes precisos acerca de lo que acontecía más allá de sus
fronteras septentrionales.
La muerte de Guayna Cápac, en oscuras circunstancias, pro-
vocó el vacío de poder en el Tahuantinsuyo. La casta militar con-
trolada por la dinastía de los Hanan Cuzco y por la panaka de
Pachacuti, encabezada por Atahuallpa estacionado por entonces
en Quito, se negó a aceptar la proclamación que se hizo en el
Cuzco de Huáscar como Inca con el apoyo de la dinastía de los
Hurin Cuzco y de la casta religiosa. Esto último fue un verdadero
golpe de estado y la pretensión de restaurar los viejos moldes que
habían existido antes de Pachacuti.
Devino entonces inminente la guerra civil, pero ésta aún de-
moró algunos años, durante los cuales, aparte de crecer los odios
entre las facciones enfrentadas y multiplicarse los levantamien-
tos locales, sin que los antiguos peruanos siquiera lo sospecharan
en Europa se firmaba la declaración de guerra contra ellos.

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

En efecto, tras conocer detalles acerca de los viajes de explo-


ración llevados a cabo por algunos de sus audaces súbditos, la
corona española, por Capitulación firmada en Toledo el 26 de ju-
lio de 1529, autorizó a Francisco Pizarro para emprender “el di-
cho descubrimiento, conquista y población de la dicha provincia
del Perú”, nombrándolo “gobernador y capitán general de toda la
dicha provincia del Perú, y tierras y pueblos que al presente hay”.
Amparada por la autorización papal, supremo poder espiritual
de entonces, la corona española, proclamando el noble ideal de
extender las luces de la civilización y la fe católica, se había lan-
zado, a partir del descubrimiento efectuado por Cristóbal Colón,
a la conquista y saqueo de los pueblos del nuevo continente, ane-
xándolos a su dominio y repartiendo entre los conquistadores sus
tierras y colectividades humanas.
Así de fácil y “legal”: por el hecho de no ser cristianos, absur-
do alegato, nuestros ancestros nativos fueron considerados “bár-
baros” y, por tanto, susceptibles de ser conquistados mediante la
guerra. Reyes y papas, representantes de los poderes supremos
temporal y espiritual en Occidente, invocaron el nombre de su
dios para autorizar a los conquistadores la esclavización de los
pobladores de América.
Al respecto, bastará citar lo que la reina de España señaló a
Francisco Pizarro en la mencionada Capitulación de Toledo: “En
lo que toca a los indios naborías que teneís... es nuestra voluntad
y mandamos que los tengaís y gobernaís y sirvaís de ellos, y que
no os sean quitados ni removidos por el tiempo que vuestra vo-
luntad fuera”.
Merced de tales argucias, teniendo la ambición por motiva-
ción principal y sabiendo que lo de llevar las luces de la civiliza-
ción occidental y la evangelización cristiana eran sólo pretextos
que quedaban en el papel para dar apoyo “legal” a la conquista,
Pizarro y su gente se aprestaron a invadir el Perú.

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De esa España gobernada por la alianza clero-nobleza no


salieron a la conquista sino las gentes sin fortuna, aunque sus
conductores fueron ciertamente audaces navegantes y valientes
guerreros, a quienes apoyó la incipiente burguesía de sus ciuda-
des, los comerciantes y prestamistas. Estos últimos fueron los
capitalistas de la empresa; el estado actuó en forma secundaria,
aunque a la postre resultó el más beneficiado. El clero y la no-
bleza pasarían al Perú sólo después de consolidada la conquista,
luego de que el Estado imperialista español lograra reprimir los
brotes separatistas de los plebeyos conquistadores que intentaron
convertirse en señores feudales americanos. Aunque el feuda-
lismo, en novísima versión extemporánea, se asentó en la tierra
conquistada.
Por ironía del destino, aquel mismo 1529 estallaba en el Perú
la trágica guerra civil entre los Incas, como epílogo de contradic-
ciones de antigua y nueva data. No lo sabían aún los españoles,
pero ese conflicto facilitaría la ejecución de sus planes. En esas
condiciones, la empresa de los invasores no fue tarea muy difícil.
Por ello, con mucha razón admitiría uno de los Pizarro: “Si la
tierra no estuviese divisa... no la pudiésemos entrar ni ganar si no
vinieran juntos más de mil españoles a ella”.
Porque al momento de desatarse la invasión española, se agu-
dizaban en el imperio varias contradicciones: Hurin Cuzco con-
tra Hanan Cuzco; panaka de Pachacuti (nucleada en torno a Ata-
huallpa) contra panaka de Túpac Inca Yupanqui (que apoyaba a
Huáscar), vale decir Hanan contra Hanan; aristocracia sacerdotal
contra aristocracia guerrera (clero solar contra ejército); estado
imperial contra señores locales (Cañaris, Chachapoyas, Huan-
cas, etc.); estado imperial contra esclavos yanaconas (llamados
también mitimaes forzados); estado imperial contra campesinado
hatunruna (vasto sector perjudicado por la guerra), etc.
En ese momento las contradicciones se habían agudizado al
interior de la casta de los orejones, pero el proceso subsiguiente

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

de la invasión española, cuya respuesta fue la guerra de resis-


tencia Incaica, dio cauce a la agudización de las otras contra-
dicciones, al sublevarse contra el Tahuantinsuyo varios señores
locales y miles de esclavos yanaconas, en medio de un trastorno
total cuyo epílogo fue la destrucción del estado autónomo y la
anexión de su territorio a un imperio extranjero. Mas a pesar de
la realidad caótica, los pueblos peruanos presentarían resistencia
a los españoles desde el momento de su intromisión en nuestras
tierras, resistencia que, si bien improvisada y con poca organi-
zación, no iba a cejar en ningún momento. Así lo señaló Pedro
de Cieza de León, el más veraz de los cronistas, quien recogien-
do versiones así españolas como peruanas escribió: “Los indios
de los valles, como entendieran haber poblado su tierra aquellas
gentes, pesóles en gran manera... (y) hubo pláticas secretas entre
ellos para les mover guerra”.
Punto aparte merece la mención del aparato bélico que enfren-
taron los españoles a los antiguos peruanos. Tremenda diferen-
cia: ellos trajeron cañones, arcabuces, espadas, picas, lanzas, ba-
llestas, armaduras; caballería aplastante; perros amaestrados en
la caza de indios, etc. Y los conquistadores no fueron los 160 que
han repetido las versiones hispanistas, porque con ellos alinearon
numeroso contingente de indios aliados traídos de Centro Amé-
rica, y en tal número que un conquistador escribió en el istmo de
Panamá que esas tierras se despoblaban por los muchos nativos
que se llevaban para el Perú. Contaron también los españoles
con destacamentos de guerreros negros, hábiles en guerras contra
indios. Y por si fuera poco, tuvieron pronto el auxilio venido por
el mar, con lo que la conquista se tornó incontrovertible. Com-
probada la existencia del país del oro, nada hubiera impedido
la conquista del Tahuantinsuyo. Una maquinaria bélica propia
de la Europa Renacentista, enfrentada a una que emergía de la
Edad de Piedra, lógicamente habría de resultar, tarde o temprano,
vencedora.

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Finalmente, cabe anotar que buena parte de los antiguos pe-


ruanos tuvo la desdicha de considerar dioses a los invasores.
Asombrados de verlos salir del mar, extrañamente vestidos, con
poderes que consideraban sobrenaturales, los creyeron hijos del
dios Viracocha. Desde 1528, año en que los invasores desem-
barcaron en los poblados costeños del norte peruano, la versión
empezó a circular en el Tahuantinsuyo. Tumbesinos, Tallanes y
Lambayeques, tras ser visitados por los extraños seres barbados,
los vieron desaparecer nuevamente en el mar, tan sorprendente-
mente como habían emergido, y admirados los llamaron Vira-
cochas. Hasta el decadente clero solar cuzqueño llegó a aceptar
tal calificación divina cuando, tres años más tarde, los invasores
volvieron anunciando que, enviados por el supremo dios, venían
a apoyar la causa de Huáscar contra Atahuallpa. Este último, en
cambio, jamás creyó en la divinidad de los invasores; las habla-
durías de los costeños nunca fueron consideradas seriamente por
su círculo, que desde un principio calificó a los españoles de la-
drones, haraganes y viciosos, disponiéndose a combatirlos, pero
los atahuallpistas tuvieron la fatalidad de menospreciar el poder
bélico del enemigo, y así, queriéndolos encerrar en una trampa,
los dejaron entrar en Cajamarca. Más les hubiera valido destro-
zarlos en la cordillera, que bien pudieron hacerlo, como reco-
mendaron algunos previsores líderes, caso Rumi Ñahui. Porque
en noviembre de 1532 la trampa de Cajamarca se volvió contra
ellos, y de la manera más terrible.
En este libro se reconstruye con detalle los hechos que marca-
ron el ocaso del Tahuantinsuyo, incidiendo de manera especial en
la resistencia librada por los pueblos del norte, en un período que
antecedió a la gran guerra patria que luego desataría el ejército
atahuallpista, con holocausto de sus mejores cuadros.
Bien se sabe que no fue fácil para la España de Carlos V so-
juzgar al Tahuantinsuyo. Cuarenta años de cruenta lucha, entre
1532 y 1572, le serían necesarios para lograr la conquista total

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del país de los Incas. Porque recién con la muerte de Túpac Ama-
ru, el último Inca de Vilcabamba, ejecutado bajo la tiranía del
virrey Francisco de Toledo, pudieron decir los españoles que la
conquista era un hecho consumado. Tras ello sobrevino el caos
para las grandes mayorías nativas, signado por el genocidio y
la imposición de un dominio de clase y de raza, cuyas secuelas
traumáticas perviven hasta el presente.
Este libro ha tenido por especial motivación el diálogo cons-
tante con nuestros colegas profesores y con nuestros jóvenes es-
tudiantes. Su principal propósito es el de poner en relieve la gesta
heroica de nuestros primeros héroes libertarios, y en esto sigue
las huellas de los valiosos trabajos de Juan José Vega y Edmundo
Guillén Guillén, científicos sociales que pugnan por la difusión
de una historia auténticamente peruana, que es la única capaz de
nutrir la difícil construcción de la identidad nacional.
La Cantuta, mayo de 1992.

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I. LOS SUCESOS DE PUNÁ. EFÍMERA ALIANZA HISPANO-


TUMBESINA. JUNTA DE GUERRA EN TUMBES ACUER-
DA RESISTIR A LOS INVASORES.
Para la invasión del Perú, el tercer viaje de la expedición es-
pañola jefaturada por Francisco Pizarro fue definitivo. A fines
de 1531, un año después de que partiera de Panamá, la hueste
española dejaba Coaque para trasladarse a la isla de Puná, ubi-
cada frente a Tumbes. Esta isla fue el primer punto de contacto
con el Tahuantinsuyo y de inmediato sería asimilado el imperio
español sin sospecharlo siquiera los caciques punaeños, que aco-
gieron a los invasores con muestras de simpatía. Esta, empero,
duraría poco. Al cabo, la conducta de los españoles, convertidos
de hecho y por la fuerza en nuevos señores, provocó la reacción
de los nativos.
Vino luego la lucha armada, en la cual los españoles contaron
con el apoyo de algunos grupos tumbesinos, quienes hacia muy
poco habían sido sojuzgados por los de la isla. Como es lógico
suponer, la superioridad del aparato bélico de los invasores de-
terminó la derrota de los punaeños. Pero Pizarro consideró peli-
groso permanecer en la isla; aunque vencidos en los combates a
campo abierto, los isleños persistían en la resistencia a través de
ataques relámpagos y sorpresivos. Entonces fue que el jefe cris-
tiano decidió pasar a tierra firme.
Por aquellos días se discutía en Tumbes la conveniencia de
recibir a los extranjeros. Merced a los informes de tumbesinos
que actuaron en Puná, donde fue sangrienta la represión ejercida
por aquéllos en los de la resistencia isleña, había casi desapare-
cido la opinión favorable que en un principio se tuvo respecto a
los Viracochas. Eran pocos los que continuaban opinando a favor
de recibirlos como tales. Eso, pese que los invasores dieron clara
muestra de apoyar a los de Tumbes en contra de los de Puná.
En efecto, desde un principio Pizarro supo agitar las rencillas
entre las pequeñas naciones nativas, ofreciendo apoyo a una y
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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

otra según las circunstancias. Cuando todo Puná estuvo saqueado


y se comprobó que el botín era magro hubo conveniencia de con-
graciarse con los de Tumbes, entonces presos en la isla. Pizarro
los liberó y, además, vejó a los que le habían dado hospitalidad:
diez curacas punaeños bárbaramente sacrificados sellaron el pac-
to entre tumbesinos y españoles.
Pero, como anotáramos líneas atrás, tal alianza fue efímera.
La junta de guerra realizada en Tumbes definió acertadamente la
situación y votó por la inconveniencia del pacto: en Puná, pagan-
do generosidad con libertinaje, mostrando doblez sorprendente,
los invasores habían evidenciado sus verdaderas intenciones.
Además de robar, ésos que en un principio se tuvo por sagrados
Viracochas habían violado en Puná a cuanta mujer cayó en sus
manos, sin respetar edades ni linajes.
A los de Tumbes ya no les podrían engañar “porque habían
sabido lo que en la ínsula habían hecho”, según relata la propia
versión cristiana. Algunos tumbesinos fundamentaron la idea de
resistir a los invasores aduciendo que, de no actuar así, “por el
Inca habrían de ser muertos y castigados”. Se referían a Atahuall-
pa, quien por entonces había ya derrotado a las tropas de Huáscar
en todo el norte del Tahuantinsuyo.
Pero los más inteligentes exponían la principal razón para
combatir a los intrusos: “Los españoles no publican amistad con
igualdad -dijeron- sino que (pretenden) mandar, señorear exenta-
mente a sus voluntades”. “Nos tienen en poco”, agregarían otros,
de los que ayudaron a los cristianos en los sucesos de Puná. Estos
sectores de vanguardia, en sucesivas “congregaciones y juntas”
ocultas, convencieron a la mayoría que acoger en paz a los inva-
sores era perder sin honor la libertad, que ellos venían con segu-
ridad a sujetarlos por la fuerza, a dominarlos, tal como se había
visto en la isla vecina.
Finalmente, hubo acuerdo ara presentar “guerra a muerte a
los españoles con todas sus fuerzas, aunque supiesen sobre el
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caso perder las vidas”. Tal proclama nos ha sido transmitida por
las propias fuentes españolas. Fue la primera que pronunciaron
los antiguos peruanos para defender sus territorios de la invasión
extranjera.
La resistencia de Tumbes, librada entre marzo y abril de 1532,
debe pues considerarse como punto de partida de la lucha armada
que presentaron nuestros antepasados a los invasores españoles,
inicio de una guerra que habría de prolongarse por espacio de
cuarenta años. Importante esta acción por múltiples razones. Ya
en Tumbes, y desde antes inclusive, puede apreciarse el enfrenta-
miento entre las pequeñas naciones indígenas que va a ser apro-
vechado perfectamente por los españoles.
También Tumbes, con la sangre de sus defensores, habría de
dar testimonio de la trágica diferencia de armamento entre los
contendientes: soldados a caballos, protegidos de gruesas arma-
duras, llevando algunos pequeños cañones y portando arcabuces
y lanzas, espadas y picas de hierro van a combatir contra tropas
de infantes vestidos sencillamente, cuyas armas son lanzas, po-
rras, macanas, flechas, hondas y piedra; es decir, una maquinaria
bélica propia del renacimiento europeo contra guerreros salidos,
en lo militar, de la edad de piedra.
Además, por los invasores alinearían desde un primer mo-
mento ingenuos y valiosísimos aliados nativos, guías, espías o
guerreros que contribuirán a la desgracia de sus hermanos de
raza. En Tumbes, de otro lado, habría de acabarse, al menos para
los tumbesinos, la creencia de la divinidad de los invasores: ellos
no eran sino simples hombres ansiosos de riqueza y poder, gue-
rreros venidos a robar la tierra. En virtud de ello -repetimos-,
los de Tumbes habrían de resistirlos con “mucha gente armada”,
defendiendo su territorio y cultura. Y, en respuesta, los cristianos
entrarían en el Tahuantinsuyo “destruyendo el país y llevando la
muerte a muchas gentes, conforme anotara el anónimo autor de
la Relación Francesa de la Conquista del Perú”.

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

II. PRIMER ACTO DE GUERRA EN TUMBES: PRISIÓN,


PROCESO Y EJECUCIÓN DE TRES INVASORES.
Chirimasa, curaca principal de Tumbes que apoyara a los in-
vasores de Puná, no tuvo parte en la junta de guerra. Durante su
ausencia fue que se acordó la resistencia armada. Ante los hechos
consumados, a su regreso no tuvo más alternativa que aceptarlos.
En Puná culminaron entretanto los aprestos de los cristianos
para pasar a Tumbes. Pizarro había terminado por dejar libres a
Tumbalá, curaca principal de la isla, y a otros importantes pri-
sioneros, pero ni ello bastó para que cesara la oposición de los
nativos.
Por eso, la salida de los invasores podía considerarse un triun-
fo para los de Puná: “los isleños festejaron la expulsión de los
odiados cristianos”. Más, la retirada española obedecía también
a otras razones.
Varias balsas tumbesinas llegaron a la isla y sus pilotos se ofre-
cieron para ayudar en el traslado. A bordo de los navíos mayores,
embarcó caballos y alguna tropa, consintiendo que el fardaje y
algunos hombres se trasladasen en las balsas de los tumbesinos.
A todas luces, los pilotos nativos seguían órdenes de los jefes de
resistencia tumbesina: pugnaron por adelantarse al grueso de la
expedición, llevando “algunos españoles y fardaje”.
El jefe cristiano no puso ningún reparo a ello y autorizó a
algunos para salir en vanguardia. Este pasaje no está muy claro
en las crónicas españolas, únicas fuentes -hasta la fecha- que dan
testimonio del suceso.
Discrepan ellas al citar el número de balsas y los nombres de
los españoles que se adelantaron. Son datos importantes porque
para varios de éstos fue su última travesía. Juan Ruiz de Arce,
presente de los hechos escribió que tres españoles enfermos se
fueron por adelante. Francisco de Xerez otro testigo, anotó que
marcharon con los tumbesinos tres cristianos con alguna ropa.

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Diego de Trujillo también protagonista del suceso, refería


“que se enviaron cuatro balsas... y en la una fue el hato del go-
bernador y Alonso de Mesa... y Antonio Navarro... y en otra fue
el hato de Hernando Pizarro y en ella Andrés de Bocanegra, y en
otra fue el hato del capitán Pizarro y Juan de Garay, y en otra fue
el hato de los oficiales del rey y un fulano Riquelme”.
De haber sido así, y por lo que después sucedió, hay que con-
cluir en que la balsa en que iban Mesa y Navarro debió retrasar-
se, pues la suerte de éstos fue distinta a la de los que tripularon
las otras tres balsas, como veremos a su tiempo. Zárate, cronista
tardío, anotó por su parte que Pizarro “envió con unos indios de
aquellos de Tumbes tres cristianos en una balsa”.
Cieza de León, que escribió por referencias, habla de tres bal-
sas pero cita muy distintos tripulantes: “el capitán Hernando de
Soto se metió con dos o tres españoles en una balsa -dice- y en
otra el capitán Cristóbal de Mena, y uno llamado Hurtado con
otra mancebito hermano de Alonso de Toro se embarcó en otra
balsa”. En este caso, Mena y los de Soto fueron más afortunados
que Hurtado y el hermano Toro.
Hacemos cúmulo de notas pues esos cristianos de avanzada,
dos o tres, fueron los primeros en caer bajo la justicia tumbesina.
Así lo refiere Trujillo: “llegados a la costa de Tumbes mataron
los indios a los tres españoles que iban en las balsas (Garay, Bo-
canegra y el tal Riquelme), y no mataron ni a Mesa ni Navarro
(que venían en la cuarta balsa), porque se metieron en un estero,
y los indios (pilotos) se echaron a la mar y los dejaron, y así es-
caparon”.
Xerez consigna que fueron “ciertos principales tumbesinos
los que se llevaron tres cristianos y los mataron”. Zárate dice
que en llegando (a Tumbes, los nativos) sacrificaron aquellos tres
españoles a sus ídolos. Ruiz de Arce añade algunos detalles: “En
el puerto de Tumbes estaba un río; llegados (a él) métenlos el río
arriba y llévanlos al pueblo, y aquella noche los sacrificaron a
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sus dioses; créese que los comieron, (pues) nunca más parecieron
cosa alguna de ellos”.
Cieza, que como hemos dicho habla de tres balsas, cuenta que
“llegaron primero que ningunos... Hurtado con el otro mozo (el
hermano de Toro); hallaron en la costa muchos de los de Tum-
bes (que) con engaño y gran disimulación los lleva(ron) como
que los querían llevar a aposentar; los tristes muy descuidados,
sin ningún recelo fueron a donde les llevaban, y luego con gran
crueldad les fueron sacados los ojos, y estando los vivos los bár-
baros les corta(ron) los miembros, y teniendo una ollas puestas
con gran fuego, los metieron dentro y acabaron de morir en tor-
mento”.
Bastante imaginativo debió ser el informante del cronista,
quien luego señala que Soto y los que venían en las otras balsas
conocieron lo sucedido -tal vez por delación de algún tumbesi-
no-, y adoptaron precauciones que les salvaron de morir, aunque
debieron permanecer en la costa ocultos y sin dormir, con las ar-
mas dispuestas, esperando la llegada de sus demás compañeros.
Pedro Pizarro, quien confesaría haber estado en la balsa de
Alonso de Mesa conjuntamente con Francisco Martín de Al-
cántara, anotó por su parte que los tres españoles de vanguardia
fueron muertos antes de llegar a las playas de Tumbes, en unos
islotes donde habrían pernoctado, y que él y sus compañeros sal-
varon de idéntica desgracia por las benditas verrugas de Mesa.
Los de Tumbes relata Pedro Pizarro- “metieron en unos islo-
tes que ellos sabían las balsas; hacían que saliesen los españoles
a los islotes a dormir, y sintiéndolos dormidos, se iban llevando
las balsas, y dejándolos allí, los mataban después, revolviendo
con gente sobre ellos, lo cual aconteció a tres españoles que ma-
taron de esa manera. Y a Francisco Martín, hermano del marqués
don Francisco Pizarro, y a Alonso de Mesa... nos aconteciera lo
mismo sino fuera porque Alonso de Mesa estaba muy enfermo
de verrugas, y no quiso salir de la balsa en que íbamos al islote
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donde nos echaron... Pues estando así dormidos, a la media no-


che los indios alzaban la potala de balsa, que así la llaman una
piedra que atada en una soga echan a la mar a manera de áncora,
creyendo que el Mesa dormía, para irse y dejarnos allí y matar a
Mesa; y como he dicho que las verrugas daban grandes dolores
al Mesa, estaba despierto, y visto lo que los indios hacían, dio vo-
ces, a las cuales Francisco Martín y yo despertamos, y entendida
la maldad, atamos al principal y a otros dos indios y así tuvimos
toda la noche en vela. Y otro día de mañana nos partimos de allí,
y llegados a las costas de Tumbes, los indios, ya que estábamos
junto a la resaca, se echaron al agua y nos dejaron en medio de
las ondas, las cuales nos echaron a la costa bien mojados y medio
ahogados”.
Los tumbesinos alcanzaron a llevarse esa balsa, donde iba “la
recámara del marqués” y haciendas que muchos metieron en ella
“creyendo que los indios lo llevarían seguro”. Pedro Pizarro y
sus camaradas, juntamente con los Soto y Mena, esperarían con
ansiedad el arribo de los demás.
Soto, que según anota Zárate tuvo el atrevimiento de internar-
se por el río Tumbes, salvó la vida gracias al oportuno aviso de
Diego de Agüero y Rodrigo Lozano, que al parecer tripulaban
la balsa de Mena, llegada antes: “Hernando de Soto, que en otra
balsa iba con indios de aquella tierra, con un solo criado suyo,
entrando ya por el río de Tumbes arriba, (muriera) si no fuera por
Diego de Agüero y Rodrigo Lozano, que habían desembarcado,
y corriendo la ribera del río arriba, le avisaron (del peligro) y dio
la vuelta luego”.
En la historia que escribiera el Inca Garcilaso hay una versión
que es, a nuestro entender, algo más completa que las citadas,
pues en ella se señalan las causas por las cuales los tres españoles
de vanguardia fueron ajusticiados. Se menciona allí que llevados
al pueblo principal de Tumbes se les siguió sumarísimo proce-
so, en que actuaron de acusadores varios de los tumbesinos que

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habían estado en Puná. Contra los cristianos se levantaron los


-según la moral tumbesina- gravísimos cargos de ser “codiciosos
y avarientos de oro y plata..., fornicarios y adúlteros”. Olvidó
el mestizo cronista mencionar el cargo de ladrones que seguro
también se les imputó a esos invasores, que nada pudieron alegar
en su defensa, siendo condenados a muerte.
Garcilaso de cuidó bien de no tomar partido al relatar este
pasaje, citando, para no comprometerse las fuentes que utilizaba.
Así copiando a Gómara escribió que los tumbesinos escandali-
zados por la conducta de los españoles en Puná, “los mataron y
sacrificaron con gran rabia y crueldad; para seguidamente anotar:
Pero el padre Blas Valera, a quien se le debe crédito, dice que
fueron imaginaciones que los españoles tuvieron de aquellos tres
soldados porque aparecieron más; pero después averiguó el go-
bernador (¿de dónde sacaría el chachapoyano este dato?) que el
uno se había ahogado por su culpa y los otros habían muerto de
diversas enfermedades en breve tiempo, porque aquella región...
es muy enferma para los extranjeros, y nos es de creer que los
indios lo matasen y sacrificasen, habiendo visto lo que el tigre
y el león hicieron con Pedro de Candia, por lo cual los tuvieron
como dioses”.
Ése es el otro extremo, que pretende con datos inverosímiles y
harto confusos exculpar a los tumbesinos de la muerte de los tres
invasores. Vano e innecesario esfuerzo. Criticable que se preten-
da hacernos creer que por miedo los de Tumbes no resistieron a
los españoles. Cuando el padre Valera cita al tigre y al león se
refiere a las fieras, adoradas en Tumbes, que Pedro de Candia
abatiera con su arcabuz cuando el primer desembarcó en 1528.
La potencia del arcabuz no fue suficiente para doblegar el ánimo
de quienes lucharon por contener la invasión extranjera.
Para los tumbesinos, eran enemigos esos extranjeros que an-
tes tanto admiraban, y eran especialmente merecedores de ser
rechazados por sus múltiples defectos y porque querían asentar

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una dominación infinitamente menos soportable que la paternal


impuesta en esa región por los Incas. Con la mira de evitar esa
dominación, cuyas sangrientas muestras habían visto ya en Puná,
los de Tumbes habían optado por la guerra a los extranjeros. Y
el primer acto de guerra fue el ajusticiamiento de esos tres inva-
sores.
III. GRUESO DE LA HUESTE INVASORA PASA A TUMBES.
ANIQUILAMIENTO DE SU VANGUARDIA.
Un día luego de partidas las balsas de avanzada, el grueso de
la hueste invasora salió de Puná, en los barcos y a bordo de otras
balsas, que no fueron suficientes para todos pues en la isla debió
quedarse parte de la gente y los indios aliados nicaraguas al man-
do de Sebastián de Benalcázar, que habría de soportar casi he-
roicamente la hostilidad de los nativos. Uno de los que salió con
los barcos, Ruy Hernández Briceño, recordaría así la jornada:
“Salimos de la dicha isla en navíos y balsas y fuimos a Tumbes”.
Muchas esperanzas llevaban los invasores conforme consig-
nara la Crónica Rimada: “A Tumbes se fueron con mucho placer/
con tal aparejo para ir adelante/ estando el ejército ya muy pujan-
te/ para poder en mucho emprender/”. Ignoraban lo sucedido con
la vanguardia. Luego de tres días de navegación -dice un actor de
los hechos- “vinieron los navíos a (avistar) la playa de Tumbes”.
Grande fue la sorpresa de los invasores al ver la playa desier-
ta; los tumbesinos no salían calurosos a recibirlos, como habían
esperado. Por ninguna parte podía vérseles. Y tampoco a los que
marcharon en las balsas de avanzada, que seguro por precaución
permanecieron algún tiempo en sus escondites. Habían tenido
“por cierto de hallarlos allí y a todos los del pueblo y comarcas
pacíficas; y fue al revés”. Concluyeron entonces en que “estaban
los indios alzados”, según relata la crónica española.
No había manera de bajar a tierra, y tal vez pocos se hubiesen
atrevido a hacerlo en aquellas últimas horas del día: “Por estar la

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

tierra alzada no hubo balsas para ayudar a desembarcar la gente


y caballos”. Tampoco hubo cómo aplacar el hambre y de nada les
hubiera servido buscar alimentos en tierra, “pues los indios de
dicho pueblo (habían) alzado todas las comidas”.
En tal difícil trance, Francisco Pizarro y sus más audaces
hombres dejaron los navíos y llevando sus caballos en una balsa
pasaron a tierra. Aunque desembarcaron teniendo casi encima la
noche, cabalgaron algún trecho en distintas direcciones, logran-
do capturar a algunos nativos, viejos y enfermos, que dieron in-
forme de “como se habían alzado (los de Tumbes) y llavándose
los tres cristianos y ropas en las balsas”.
Los de Pizarro creyeron perdida a toda su avanzada y mucho
se dolieron de ello, pero cuando regresaban a la playa dieron con
Soto y algunos otros, reanimándose en algo. Estos les confirma-
ron lo confesado por los prisioneros.
Alarmados por estas noticias varios otros españoles que ha-
bían desembarcado se volvieron a los navíos llevando el desaso-
siego a sus camaradas. Francisco Pizarro, su hermano Hernando,
Soto y otros dos invasores prefirieron quedarse en la playa, sin
atreverse a desmontar y esperando hallar a los Mena,” toda la
noche no se apearon de sus caballos”.
A bordo de los barcos reinaba una tremenda confusión. Pedro
Pizarro, asistente a tales horas difíciles, vio “tanta tristeza en la
gente que fue cosa de maravilla, porque toda la noticia que había
y confianza era de Tumbes”. La mayoría clamaba a grandes vo-
ces volver a Panamá y no morir en esas inhóspitas tierras. Pero
se escuchaba también a los veteranos pedir calma y paciencia,
diciendo que en guerras de conquista esas situaciones eran nor-
males y de seguro los capitanes sabrían cómo superarlas.
A pesar de ello, pocos podían lograr la tranquilidad. Los que
más se pesaban de su suerte eran los pobres indios auxiliares
traídos desde Centro América por la fuerza: “aquí fue el gemir

21
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

de los de Nicaragua”. Y la desesperación también hacía presa en


los españoles más bisoños, y en los más timoratos. Se escuchó
maldecir de Pizarro,”diciendo que los traía perdidos en tierras
remotas y de tan poca gente, porque hasta aquí en este Tumbes
no se tenía noticia de la grosedad de la tierra”.
Sólo el coraje mostrado por algunos bravos impidió que es-
tallara un motín que hubiese variado el curso de la historia. En
la plaza, Pizarro pasó aquella noche triste lamentándose de que
“los de Tumbes, a quie(nes) él tanto había honrado”, (hubiesen)
hecho tan gran villanía de ponerse en armas para dar la guerra y
muerto tan malamente a los dos (o tres) cristianos (de vanguar-
dia); quejábanse de ellos llamándolos traidores.
IV. ESTRATEGIA TUMBESINA. ATAHUALLPA RECIBE IN-
FORME SOBRE LA PRESENCIA DE LOS INVASORES.
Los de Tumbes, entre tanto, jefaturados por Chirimasa, practi-
caban la táctica guerrera de tierra arrasada, dejando desiertos sus
pueblos para que no los pudiera aprovechar el enemigo y forta-
leciéndose a la otra orilla del río Tumbes, con rumbo a la sierra.
Conociendo la superioridad numérica y de armamento de los in-
vasores, y sin querer “llegar a oír los rugidos de los caballos”,
bestias a las que empezaron a temer desde que las vieron aplastar
escuadrones enteros de indios en Puná, no quisieron presentar
batalla en campo abierto. Antes de cruzar el Tumbes, Chirimasa
tuvo a bien dejar tropas a su retaguardia, en varias líneas, para
obstaculizar el avance enemigo. Lo caudaloso del río le dio bas-
tante confianza, tan vez demasiada. Guardaba firme esperanza
de obtener en breve el socorro de Atahuallpa, ante quien había
enviado mensajeros noticiándole de la invasión extranjera. Con
esos refuerzos pensaba plantear resistencia eficaz y expulsar a
los cristianos. Pero el Inca, por esos días camino de Cajamarca,
no hizo mucho caso del informe llegado desde la costa. Toda su
atención estaba entonces puesta en lo que acontecía en las cer-
canías del Cuzco, donde su ejército, comandado por Apo Quis-

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

quis y Challco Chima, se aprestaba a librar las definitivas batallas


contra los huascaristas.
Consideró Atahuallpa exagerada la versión de los tumbesi-
nos, a los cuales despreciaba y tildaba de perros, según puede
leerse en la historia de Bernabé Cobo. Creyó, conforme refiere
Sarmiento de Gamboa, que esos intrusos terminarían volviéndo-
se a la mar “porque ya otra vez, cuando andaba con su padre en
las guerras de Quito, había ido nueva a Huayna Cápac de donde
el Viracocha (sin duda es referencia de Pedro de Candia) había
llegado a la costa de Tumbes y que había vuelto... Así que Ata-
huallpa se descuidó de los Viracochas”.
Tal descuido, o mejor dicho desprecio, por los invasores, fue
causa de que Atahuallpa perdiera el control de Tumbes, conver-
tido en puerta de la penetración extranjera que acabaría con el
imperio andino que pugnara por gobernar.
V. ESPAÑOLES DESEMBARCAN EN TUMBES Y ENFREN-
TAN LA TÁCTICA DE “TIERRA ARRASADA”. PIZARRO
PIDE PAZ Y SE RECHAZA SU PROPUESTA.
Amaneció el segundo día de invasión con los cristianos algo
reconfortados y esperanzados con las reconvenciones, arengas
y promesas que durante la noche les hicieran los capitanes más
experimentados. Desde la costa, Francisco Pizarro ordenó el des-
embarco, encargando a su hermano Hernando la tarea de super-
vigilarlo, en tanto él, con escogida escolta, salía a explorar los
contornos: “más de dos leguas anduvo el gobernador sin poder
a ver habla con indio alguno, que todos andaban por los cerros
con las armas en las manos”. Eran las partidas de avanzada de
Chirimasa.
Repentinamente, vino a salirle al camino un indio tumbesino,
a tal punto vil que abandonaba la causa de sus hermanos por
salvar su propiedad privada. Era sin duda influyente este “indio
de Tumbes que vino de paz, el cual dijo al Marqués Pizarro que

23
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

él no había querido ir con los demás, y que mandase que no le


robasen la casa”. Seguramente, en lo más íntimo de su ser, Piza-
rro despreció a ese renegado, cuya bajeza era sorprendente; pero
como aliado no pudo presentársele entonces otro mejor y por eso
“el Marqués le dijo que hiciese poner una cruz donde vivía, y que
él mandaba que no le robasen la casa”.
Rodrigo Núñez, encargado de repartir las provisiones, recibió
orden de echar un pregón que la casa donde viesen una cruz no
llegasen a ella. Esta precaución revela a las claras que Pizarro
tenía proyectado cobrar venganza de los tumbes: “les había co-
brado odio -relata Cieza- (y) deseaba castigar la muerte de los
dos (o tres) cristianos”. Este deseo de venganza no dejó de ser
criticada por ese cronista, quien señaló asimismo que los españo-
les se “espanta(ban) que matasen dos cristianos y ellos no tenían
en nada matar ciento y mil de los indios”.
Poco después de ese encuentro, Pizarro tuvo otro que le agra-
dó más. Topó “con el capitán Mena y Juan de Salcedo, que a bus-
car al gobernador venían con alguna gente de caballo”. Con ellos
siguió adelante hasta dar con el pueblo principal de Tumbes, que
a primera vista le pareció todo quemado, destruido y alzado. Con
todo, y por no ofrecerse otra alternativa, decidió plantar allí su
campamento. En tanto uno de sus ayudantes partía a la playa para
ordenar el traslado de la gente. El jefe hispano recorrió la casi
desvastada ciudad, hasta que encontró un buen lugar para alzar
su tienda: “asentó el real junto a la fortaleza de Tumbes”, cuenta
Trujillo, uno de sus acompañantes.
A medida que entraban al pueblo, los invasores iban mostran-
do su descontento con lo que veían. La ciudad en nada se parecía
a la que escucharon describir al griego Candia. No se detuvieron
a pensar que éste había admirado Tumbes en plena época de paz
y que por tanto no fue mentira lo que dijo. La guerra civil incaica
había sido causa de la creciente destrucción de la fabulosa ciudad
cuya fama trascendió allende los mares.

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

Los ahora desengañados encontraron en el griego la víctima


en quien descargar sus cóleras, haciéndole objeto de burlas y
amenazas, y poco faltó -relata un testigo- para que lo matasen:
“Cuando llegamos al pueblo de Tumbes, hallámosle sin persona
alguna, que todos eran huidos la tierra adentro: y como los lu-
gares despoblados y si gentes por buenos que sean parecen mal,
hizo este asilo que no solamente no era buen lugar sino muy ruin,
y en todo lo que aquel Pedro de Candia había dicho de él había
mentido; y así se halló la gente muy confusa... y... estuvo por
apedrear a este hombre, y más aquellos que había de que habían
dejado sus asientos y casas por la fama que había de este dicho
pueblo”.
Hasta el propio Francisco Pizarro llegó a dudar del griego re-
prochándole con sorna: “en los nidos de antaño, no hay pájaros
hogaño, señor Pedro de Candia”. Finalmente pudo restablecerse
el orden y pasaron a aposentarse en dos galpones fuertes o forta-
lezas. Francisco Pizarro, Soto y Belalcázar quedaron al cuidado
de uno de los cuarteles y el otro lo reguardaron Hernando Piza-
rro, su hermano Gonzalo y Cristóbal de Mena.
Se temía un ataque de los tumbesinos, que sospechaban ocul-
tos “en partes secretas del valle”. Algunas partidas salieron a ex-
plorar todo el pueblo en busca de alimentos y apenas hallaron al-
gunos restos. Los invasores no se atrevieron a cruzar el río, pero
siendo necesario pasarlo para tentar mejor fortuna, encargaron la
tarea a sus indios de servicio.
Los desgraciados nicaraguas y guatemalas no tardarían en ser
muertos por los Tumbes, que -dice la crónica española- hicieron
“mucho daño en la gente servil... cuando por comida iban, sin
que los cristianos les pudiesen defender porque estaban de la otra
parte del río”.
Jinetes que salieron en distintas direcciones tuvieron alguna
mejor suerte, pues “robaron lo que pudieron, así de ovejas como
de otras cosas, con que se volvieron al real”. Los alimentos ha-
25
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

llados fueron pronto consumidos, sin satisfacer a todos los ham-


brientos expedicionarios, que sentían “gran necesidad de comer
carne y otras cosas”.
Se imponía el cruce del río Tumbes y entonces el gobernador
mandó hacer una gran balsa de madera. Furioso por la situación,
Pizarro se paseaba nerviosamente por el campamento, mientras
sus tropas, casi en desorden, recorrían los alrededores buscando
a los tumbesinos que se”habían esparcido por un río grande, que
venía a dar allí de la sierra”.
Aunque la principal mira de Pizarro era cobrar venganza, pues
“no se (le había) pasado la ira”, entendido que ganaría mucho si
los Tumbes volvían en paz por la persuasión. En tal sentido, por
intermedio de intérpretes que se acercaron a la orilla del río, rogó
la paz a los tumbesinos, pero éstos jamás a las paces quisieron
venir.
Soto, en tanto, recibía precisas indicaciones de su jefe para
ir “a hacer la guerra a los indios de Tumbes que estaban en un
fuerte río arriba. La orden de Pizarro era que saliese con españo-
les y pasase el río porque los indios debían de haberse pasado a
aquella parte”.
VI. SANGRIENTO COMBATE A ORILLAS DEL RÍO TUM-
BES. PATRIOTAS SE TRASLADAN AL INTERIOR PARA
CONTINUAR LA RESISTENCIA.
A la sazón, los tumbesinos que Chirimasa dejara en retaguar-
dia se habían ya retirado en su demanda, para no caer en manos
de los jinetes que exploraban todo los rincones de esa parte del
río. Así, pues, el jefe tumbesino no pudo informarse de que una
gran balsa de madera terminaba de ser construida por sus enemi-
gos. Informado por indios espías que los de Tumbes se hallaban
bastante descuidados, salió Soto combatirlos, a la cabeza de cua-
renta jinetes y ochenta peones españoles, según datos de Xerez,
militante de la hueste. El cruce del río demoró “desde la mañana

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

hasta la hora de vísperas”, pues se llevó a cabo en varios viajes.


Buen número de guerreros nicaraguas y guatemalas salieron
también con los cristianos y no faltaron algunos renegados tum-
besinos que se prestaron a servir de guías. Como capitanes de
todo ese ejército, que contando españoles e indios pasaba del
millar de hombres, iban, además de Soto, jefe principal, Juan Pi-
zarro, su hermano Gonzalo y Sebastián de Belalcázar. Llevaban
orden de guerrear a muerte con los de Tumbes, pues “dice la cró-
nica española- eran rebeldes y habían muerto a los cristianos”.
Absurda justificación, que hasta el rey hispano y el Papa ha-
bían legalizado por sendas células y bulas pontificias. Claro que
los de Tumbes de ninguna manera sabían aquéllo y, de haber
escuchado el Requerimiento, seguro habrían respondido que to-
mando las armas contra los cristianos no eran rebeldes a nadie
sino que defendían sus tierras y cultura.
Chirimasa cometió el fatal error de no colocar centinelas en
su campamento. Confió excesivamente en que los invasores no
se atreverían a pasar el río. Y lejos estaba de suponer que, a dife-
rencia de los antiguos peruanos que jamás combatían de noche,
el enemigo era experimentado en sorpresas nocturnas.
Por ello, casi sin poder oponer resistencia, el grupo de sus
guerreros fue masacrado en un inesperado ataque de los cristia-
nos. La crónica española relata que “dando una trasnochada muy
trabajosa, por ser el camino muy angosto y de espesos montes y
de espinos dieron (los de Soto) cuando amanecía sobre el real de
los indios, haciendo cuanto daño pudieron en él”.
Fue una verdadera masacre -a decir del testigo Juan Ruiz de
Arce- porque alcanzamos la gente y “alanceáronce muchos”.
Cieza por su parte anotó que se “mató algunos indios y cautivó
más”. Pero Chirimasa y seiscientos de sus guerreros lograron sal-
varse del cerco y se fortificaron en una sierra cercana, dispuestos
a continuar la resistencia.

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

Luego de saciar su sed de venganza en la sangre de los tumbe-


sinos sorprendidos, Soto partió en persecución de los que habían
logrado huir. Pero la fortaleza que éstos ocupaban era tan inacce-
sible que -según anotación de Zárate- hubo todavía “quince días
de cruda guerra a fuego y a sangre por los tres españoles que se
sacrificaron”.
No sólo los sitiados de Chirimasa combatían a los de Soto; de
los alrededores concurrieron también a resistirles otros destaca-
mentos de valentísimos nativos, muriendo muchos de ellos en los
desiguales combates con el enemigo. Finalmente, esa resistencia
marginal fue totalmente arrollada y Chirimasa se vio en grave
aprieto. Tuvo junta de guerra con sus principales lugartenientes
y allí expuso que era necesario fingir que aceptaban la paz, pues
de otro modo todos serían liquidados.
Así lo relata Cieza, señalando que la mayoría de los tumbesi-
nos “como viesen cuan a pecho los españoles tomaban el querer-
les dar guerra, pues de tan reposo se encontraban en su tierra, y
como Atahuallpa no enviaba ni venía contra ellos... acordaron...
ofrecer la paz... porque de otra manera destriríandos y robarían-
les su villa, que era gran trabajo para ellos ver tal calamidad”.
Se alzaron empero voces de patriotas radicales que reclamaron
continuar la guerra, pero la mayoría se adhirió al parecer de Chi-
rimasa.
Luego el curaca tumbesino despachó mensaje a Soto “dicien-
do que si le perdonaban, que él vendría de paz”. Lo hizo -aclara
bien la versión de los vencedores ” viendo el gran daño y des-
trucción que los cristianos hacían en toda la tierra”.
Hasta envió a uno de los suyos para que dijera a los españoles
que él nada tenía que ver con el alzamiento, que había militado
en él contra su voluntad: “Chirimasa es amigo de los cristianos”
-dijo el mentiroso mensajero- “y continuo lo fue y él desea serlo
ahora”.

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

El astuto Soto bien comprendió que “la paz de Tumbes (era)


hecha por no verse matar ni perder ni ranchear su valle”. Varios
de sus hombres tuvieron igual parecer. Sin embargo, al final to-
dos los españoles coincidieron en que la paz con los nativos era
muy necesaria, pues ellos los proveerían de “guías y (cargueros
que) ayudasen a llevarles el bagaje”. Los nicaraguas y guatema-
las habían disminuido muchos luego de los combates, y más bien
eran guerreros que no hombres de carga.
Pensaban los cristianos que los vencidos en Tumbes eran más
aptos para tal tarea, y que esa sería una señal de sometimiento.
Así pues, Soto aceptó la oferta de Chirimasa, dándole garantías
por su vida y la de los que con él depusiesen las armas.
Juan Ruiz de Arce, compañero de Soto, explicaría así el acuer-
do: “por la necesidad que de él teníamos... enviámosle a decir
que viniese sin temor alguno”. Siguiendo las antiguas costum-
bres, poco después salía Chirimasa al encuentro de los vencedo-
res portando “un gran presente de muchas joyas de oro y plata,
entendiendo aplacarlos, y el curaca vino a darles obediencia”.
Tras él salieron varios otros “principales de Tumbes (que) vinie-
ron a las con algún presente de oro y plata”. De allí en adelante
-narra un conquistador- “fueron mucho nuestros amigos”.
Con sus preciosos aliados volvió Soto de inmediato al pue-
blo principal de Tumbes. Allí Francisco Pizarro le “hizo buen
recibimiento” y concedió perdón a los tumbesinos “en nombre
de su majestad” ordenándoles “llevar de la otra parte del río el
mantenimiento, que tan necesario era a su hueste. Chirimasa, hu-
millado, tuvo que acatar el mandato. Él y su pueblo se habían
condenado a servir de por vida a los nuevos amos.
Pero hubo grupos tumbesinos que no consintieron la capitu-
lación, por más obligada que hubiese sido. antes que rendir plei-
tesía a los invasores y sin ser molestados por Chirimasa, ellos se
retiraron a la sierra, para continuar desde allí la resistencia.

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

VII. LA AMBICIÓN DE HERNANDO DE SOTO. PRECAU-


CIONES DE PIZARRO. ATAHUALLPA Y SUS GENERALES
MANTIENEN ACTITUD DESPRECIATIVA HACIA LOS IN-
VASORES.
Muchas habían sido las fatigas de los cristianos en la repre-
sión de los tumbesinos. Por dicha razón se “tomaron algún des-
canso del trabajo que habían habido en reducir”. Pizarro invitó
a su tienda a los principales de Tumbes. querían interrogarles
sobre muchas cosas, pero antes que nada procuró averiguar el
paradero de los tumbesinos que habían muerto a sus hombres de
vanguardia. No se había amenguado en él su ansia de venganza.
En tal sentido preguntó “al cacique que por qué se había alzado y
muerto a los cristianos”.
Chirimasa respondió: “Yo no fui en ello, pero (me escondí
porque) tuve temor de que me echaráis a mí la culpa”. Lógica
respuesta de un hombre que temía represalias. Pizarro entonces
lo presionó para que fuera más explícito, por lo que Chirimasa
agregó: “Yo supe que ciertos principales míos, que en las balsas
venían, llevaron tres cristianos y los mataron..., yo no lo supe
(entonces) ni fui en ello ni los mandé matar”. Furioso el jefe
cristiano replicó a viva voz: “¡Esos principales que eso hicieron,
traedme aquí!” Pero luego, más calmado, “les mandó que se fue-
sen a sus casas y no temiesen”.
Poco después volvía a salir Soto en plan de exploración, al
mando de alguna tropa, a la que acompañaba Chirimasa fingien-
do mostrarse empeñoso en capturar a los que habían muerto a
los tres cristianos. Llegaban entre tanto los pobladores que antes
huyeron, portando bastimentos de toda clase.
La resistencia no pudo organizarse pues ni Atahuallpa quería
colaborar en ella; por eso los tumbesinos volvían a sus lares. Chi-
rimasa, más por negligencia, terminó por informar a Pizarro que
“no se podían haber los que mataron los cristianos”. Y para cal-
mar a su pretendido aliado, envió a llamar su gente y principales,
30
Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

ofreciéndolos para servicio de los cristianos. Ellos no habrían de


ser suficientes para el avance que se proyectaba, razón por la cual
Pizarro dio libertad a sus hombres para ranchear, vale decir para
saquear y coger esclavos por la fuerza. En poco tiempo -relata
la crónica del enemigo- “prendieron muchas piezas, así indios
como indias”.
Mientras tanto, en el interior de Tumbes, Soto daba muestra
de su tantas veces manifiesta ambición de mando: “Con la gente
que llevaba trató un medio motín contra el gobernador disimu-
lado, fingiendo de ir a cierta provincia de Quito”. Quería dirigir
una conquista por su cuenta, pero no todos los que le seguían
aprobaron su plan. Escandalizados, “Juan de la Torre y otros se le
huyeron y vinieron a dar aviso al marqués”. Para no comprome-
ter aún más su situación, y para disculparse si hubiera necesidad
de ello, a Soto no le quedó otro remedio que regresar también a
Tumbes.
Pizarro, al recibirlo, fingió no saber nada de la conjura, disi-
mulando con trabajo su desagrado. La conquista recién empeza-
ba y no le convenía perder a tan precioso soldado, por más que le
conociera conspirador. Pero en lo futuro procuraría cuidarse de
él: “desde ahí adelante, cuando Soto salía a alguna parte, enviaba
con él a sus dos hermanos, Juan Pizarro y Gonzalo Pizarro”. Sin
embargo, alguna otra vez, meses más adelante, Soto volvería a
tentar un golpe contra su jefe, de acuerdo con Rodrigo Orgóñez,
el cual fracasó sólo a causa de un sorpresivo ataque de indios
patriotas.
En Tumbes Pizarro se fue informando de la tierra que tenía
por conquistar. Verdaderamente sorprendente resulta que los na-
tivos, por más que acudieran a servirles, no les hablaran nada
sobre Huáscar y Atahuallpa, ni sobre la riqueza fabulosa del país
de los Incas. Al contrario, los tumbesinos les dijeron, procurando
desanimarlos, que “por los llanos habían grandes arenales” con
falta de yerbas para los caballos, y de agua y que por las sierras

31
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

habían riscos de peña viva, montañas de nieve. Este último infor-


me no dejó de alarmar a varios españoles, que “mucho murmura-
ban de la tierra, por la poca confianza que tenían de lo de adelante
(y) parábanse muy tristes”.
Para ellos, Tumbes era un desengaño, y por esa razón solici-
taron volver a Nicaragua o Panamá. Pizarro los dejó en libertad
de hacerlo, siempre y cuando dejasen armas y caballos porque él,
con la mayoría, estaba dispuesto a seguir la entrada. Se esforzaba
el jefe cristiano por darles a entender que adelante encontrarían
grandes provincias, porque Tumbes no era el Perú.
Pero poco más tarde regresaron algunos jinetes que habían
salido a explorar la costa de adelante y confirmaron lo dicho por
los tumbesinos: “volvieron afirmando que no había sino cardo-
nes y algarrobos, y esto en pocas partes, porque todo era arena”.
Pese a todo, se acordó a la postre seguir la entrada, aunque los de
menos fe optaron por quedarse en Tumbes a la espera de un navío
que los volviese a Nicaragua, diciendo que no querían gastar sus
vidas entre las ciénagas y mala ventura. Empezaron entonces los
preparativos para reanudar la marcha.
En la última semana de abril de 1532 vino a descubrirse que
un espía de Atahuallpa había estado en Tumbes. Temerosos de
él, los nativos pro-españoles no le delataron sino cuando hubo
partido hacia Cajamarca. Pero fue una delación vaga, sin deta-
lles. Callaron los renegados cuando vieron, amenazantes, a los
patriotas tumbesinos fieles al Inca. Por eso Pizarro todavía no
supo lo de la guerra civil incaica.
Muy superficial debió ser la investigación del espía atahuall-
pista en Tumbes, pues luego de su informe el Inca se reafirmó
en la opinión de que los invasores no eran sino simples ladro-
nes venidos por el mar: “Cuando el Inca se informó del saqueo
del indefenso pueblo de Coaque, de la desventura de Tumbalá
“-el anfitrión de Puná- “la derrota del cauto Chirimasa... y otros
desmanes, comprendió que los extraños visitantes no eran seres
32
Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

extraordinarios, sino comunes y corrientes, sanguinarios y co-


diciosos, que con sus nuevas armas pretendían quedarse con la
tierra y confirmaban la mala fama que traían de sus andanzas por
la región de los manglares”.
Muchos de los guerreros incaicos, sin embargo, no alcanzaban
a entender lo que sucedía en la costa; por ello, cuando a Cajamar-
ca “llegó la nueva que como los españoles habían desembarcado
y asaltado en Tumbes... todos quedarían atónitos”. Pero los jefes
del ejército atahuallpista persistieron en despreciar a los invaso-
res. Se pecó de excesiva confianza en el campamento del Inca.
Aún permanecieron en Tumbes los españoles toda la primera
quincena de mayo. al cabo, viendo que “no podían ser hallados
los indios matadores y (que)... el pueblo de Tumbes estaba des-
truido... determinó el gobernador de partirse...”.
VIII. ENTRAN LOS INVASORES EN TIERRA DE LOS TA-
LLANES Y ENFRENTAN A LA RESISTENCIA PATRIOTA
EN POECHOS.
Tumbes estaba totalmente destruido, resultado de las bata-
llas libradas allí entre huascaristas y atahuallpistas poco antes
de la aparición de los españoles. No había más la ciudad que
asombrara a Pedro de Candia cuando el segundo viaje de Piza-
rro. Además, se hallaba en gran parte despoblado. Tras la tenaz
resistencia presentada a los invasores, los pobladores marcharon
al interior dispuestos a proseguir la lucha, y no todos volvieron
luego de la capitulación de Chirimasa.
La situación de los españoles en Tumbes no era pues la más
propicia y Pizarro consideró necesario pasar adelante, proseguir
la invasión del Perú. Así, el 16 de mayo de 1532 “acordó el go-
bernador de se partir de allí con alguna gente de pie y de caballo
en busca de otra provincia que fuese más poblada, para asentar
en ella y poblarla”. Antes, decidió que en Tumbes quedara por
su teniente Sebastián de Belalcázar, con los españoles que que-

33
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

daran en guarda del fardaje y con los que, por temor, desistieron
de continuar la entrada. Adelante marchó Hernando de Soto con
escogidos jinetes. Luego Francisco Pizarro con el grueso de la
expedición, incluidos los cientos de auxiliares indios, cargueros
y guerreros, más los negros esclavos. Y en retaguardia se colocó
Hernando Pizarro, “con la gente enferma y escoltado por peo-
nes”.
En la primera jornada de viaje -refiere Oviedo- los invasores
llegaron hasta un pequeño pueblo donde reposaron. Prosiguió al
siguiente día la marcha y recién al cabo de tres jornadas encon-
traron otro poblado, gobernado por el curaca Silan. Porras supo-
ne situado este pueblo entre los cerros de la Brea, y menciona
que los invasores bautizaron por Juan a su curaca. Los nativos,
impresionados por la presencia de gente tan extraña, no obstacu-
lizaron su paso y entonces pudo “reposar al gobernador allá tres
días, porque la gente iba fatigada”.
La entrada se haría luego bastante fatigosa. Los invasores en-
contraban sólo “arenales muertos, donde padecieron grandísima
sequía por el mucho calor y falta de agua”. Según testigos que a
poco desertaron, “no hallaron tierra donde poder parar un día ni
de comer para los españoles ni aún yerba para los caballos”.
Esos pocos animosos expedicionarios se quejaron entonces
de “que lo más rico de esta tierra lo deja(ban) en aquello de Ta-
camez y Santiago y las provincias a ellos cercanas. Pero el pa-
norama varió cuando tuvieron cerca el poblado de La Solana,
de donde, tras breve reposo, continuaron hacia Poechos, pueblo
situado cerca al río de La Chira o de los Tallanes, nombre de la
nación que poblaba sus orillas, desde el mar hasta la sierra.
El soldado Miguel Estete hasta se dio tiempo para describir el
esperanzador paisaje que se ofrecía a sus ojos: “Este río de Talla-
nes era muy poblado de pueblos y muy buena ribera de frutales,
y tierra muy mejor que la de Tumbes, abundoso de comidas y de
ganados”.
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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

Pacífico fue el recibimiento que los pobladores del valle ofre-


cieron a los invasores. Gracias a ello, Pizarro determinó des-
cansar allí algunos días. Para este tiempo, también los incaicos
huascaristas tenían noticias acerca de la aparición de los invaso-
res en la costa. Cuenta Garcilaso que en el camino de Tumbes a
Poechos se presentó ante Pizarro un embajador huascarista, rin-
diéndole pleitecía en nombre de su Inca, cuya corte consideraba
cierta la pretendida divinidad de los invasores.
El astuto jefe cristiano proclamó entonces que venía enviado
por dios para ayudar a la causa de Huáscar, quien, se le informó,
resistía a duras penas el avance de los incaicos atahuallpistas.
Fue la primera noticia que Pizarro obtuvo acerca del conflicto
civil incaico que habría de facilitar sus planes. Y de inmediato,
se autoerigió árbitro supremo.
Satisfecho con su respuesta, el embajador huascarista, posi-
blemente el que las crónicas nombran Huamán Mallqui Topa,
se volvió al sur, para informar a Huáscar sobre el “éxito” de su
gestión.
Oviedo narra que en Poechos Pizarro recibió la visita de va-
rios curacas de los pueblos vecinos, quienes le manifestaron ha-
ber sido recientemente sojuzgados por los incas. Sabedor de que
aquellos jefes nativos añoraban su autonomía, Pizarro les ofreció
alianza, que los ingenuos curacas aceptaron pronto. Muy astuta-
mente, para “legalizar” su conquista, el jefe cristiano, sin que sus
auditores lo notaran siquiera, les iba notificando el requerimiento
en virtud del cual los territorios de esos curacas pasaban al domi-
nio del imperialismo español. Los tallanes lo dejaban hacer sin
prever las consecuencias de tal actitud.
Así, los flamantes aliados fueron “recibidos por tales vasallos
de sus majestades por autoridad, ante notarios”. Satisfecho con
lo obrado y considerándose con derecho, Pizarro efectuó luego
el reparto de indios e indias entre sus soldados y demandó de los
naturales el acopio de bastimentos.
35
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

Se establecía rápidamente la esclavitud y el tributo. A través


de un pregonero el jefe español mandó que no se hiciese maltrato
a los nativos “puesto que venían de paces”.
Pero no todos los grupos tallanes ofrecieron apoyo a los in-
vasores. Diego de Trujillo, militante de la infantería española,
relataría que poco tardó en manifestarse la resistencia de cierto
grupo que se había retirado anteladamente del pueblo. Noticiado
de ello, Pizarro despachó de inmediato una fuerza represiva a las
órdenes de Sebastián Belalcázar.
En las cercanías de Poechos tuvo lugar la primera resisten-
cia armada de los tallanes. Cruentos combates se libraron, con
muerte de muchos nativos, heroicos defensores de su suelo. De
los indios pro-cristianos también murieron varios. Y aún el ex-
tremeño Juan de Sandoval terminó allí sus días cuando, atrevido,
incursionó en el interior dispuesto a “ranchear”.
Pese al duro revés sufrido, los tallanes de Poechos no se rin-
dieron. Retrocedieron, sí, hacia la tierra de los curacas de La Chi-
ra y Amotape, con la mira de ganarlos para su causa.
IX. ATAHUALLPA ENVÍA UN ESPÍA A POECHOS Y RE-
AFIRMA SU CONFIANZA TRAS RECIBIR INFORME DE
MAICA VILCA.
Pedro Sarmiento de Gamboa relata que Atahuallpa, en su mar-
cha sobre el Cuzco llegó hasta el pueblo de Huamachuco, don-
de vinieron a él dos indios tallanes, enviados por los curacas de
Paita y Tumbes “a avisar... cómo allí habían llegado por la mar...
una gente de diferente traje que el suyo, con barbas, y que traían
unos animales como carneros grandes”.
El Inca, informado asimismo de que algunos grupos costeños
se plegaban a los invasores y que éstos proclamaban que venían
en apoyo de Huáscar. Estas reiteradas denuncias, empezaron a
preocupar al comando atahuallpista.

36
Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

De momento, Atahuallpa “determinó de no ir al Cuzco hasta


ver que cosa era aquélla y qué los Viracochas determinaban ha-
cer”. Tal la versión española. Pero no eran los invasores los que
alarmaban al Inca, sino la posibilidad de una rebelión de grandes
proporciones a sus espaldas, bajo los auspicios de aquéllos.
Atahuallpa seguía despreciando a los cristianos; únicamente
temió la sublevación del norte tahuantinsuyano que había sujeta-
do merced a sangrientas luchas. Fue por ello que decidió regre-
sar a Cajamarca, para mantenerse allí a la expectativa de lo que
sucediera a las orillas del Apúrimac, donde su presencia no era
necesaria pues ya la catástrofe de Huáscar era inminente.
La presión de los curacas costeños a él adictos, que repetían
las acusaciones de que los españoles entraban robando y mani-
festando simpatías por Huáscar, fue motivo para que Atahuallpa
destacara un espía al campo de los cristianos. El escogido fue
Maicavilca, al que Betanzos llama Sikinchara, valentísimo ore-
jón que había destacado en la guerra contra los huascaristas de
la costa norte.
Maicavilca, “disfrazado como indio de baja suerte”, marchó
al encuentro de los invasores, encontrándolos en Poechos. Cieza
cuenta que el “orejón que envió Atahuallpa de Cajamarca había
llegado disimulado adonde los cristianos estaban, sin que pen-
sasen que (no) era uno de los indios que andaban sirviéndoles:
contó cuántos eran, lo mismo hizo de los caballos”.
Pero la presencia del espía no pasó inadvertido para algunos
indios pro-españoles, quienes no lo denunciaron, porque le te-
mían; pero al momento, por la misma causa, dejaron de servir a
los invasores. Dicha actitud empezó a preocupar a los españoles,
y Hernando Pizarro, el más furibundo, llegó a torturar a uno de
los displicentes consiguiendo así que descubriera a Maicavilca.
Acto seguido, Maicavilca fue tomado prisionero y Hernando
Pizarro “tomándole del rebozo que traía puesto, que es el traje

37
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

tallán, lo derribó al suelo y le dio muchas coces”. En silencio el


noble orejón soportó tal vejamen. Acudía a Hernando a solici-
tar de su hermano autorización para ultimar al peligroso espía,
cuando éste, en un descuido de sus guardianes, logró darse a la
fuga. Vanos fueron los intentos de los cristianos por recapturarlo.
Maicavilca consiguió escabullirse de Poechos y marchó a toda
prisa a presentar su informe a Atahuallpa.
No obstante el ultraje sufrido, Maicavilca no rectificó la pobre
impresión que se formó de los invasores. Orgulloso en extremo,
“llegado que fue a Cajamarca donde Atahuallpa estaba, le dijo
que eran unos ladrones barbudos que habían salido de la mar”,
pocos en número y viciosos, por lo cual consideraba que sería fá-
cil matarlos a todos. Se ofreció incluso a encabezar una pequeña
tropa para apresar a los invasores y hacerles pagar sus robos y
demás iniquidades.
Tal informe terminó por disipar las preocupaciones de unos
pocos atahuallpistas sobre el supuesto peligro de la costa. Rumi
Ñahui, capitán atahuallpista que desde un principio exigió la ani-
quilación inmediata de los invasores, fue enviado a la región de
los huancas para reprimir los brotes de rebeldía.
Cuenta Cieza que los atahuallpistas, “en este tiempo tan re-
vuelto... ni querían hacer caso de los que... les estaban a las es-
paldas para haber el señorío supremo de sus provincias”. Ata-
huallpa, como jefe de todos ellos, fue quien más despreció a los
cristianos, anunciando que los “tomaría cuando ellos llegasen a
donde él estaba”.
Con todo, encargó al fidelísimo Maicavilca seguir la marcha
de los españoles y esta vez le otorgó calidad de embajador por si
juzgase conveniente presentarse ante ellos.
El confiado Inca “creyó que como en los tiempos de Huayna
Cápac los invasores se volverían por el mar, tras una fugaz visi-
ta”. Fatal error, que a la postre le costaría un imperio.

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

X. CUARTEL ESPAÑOL EN POECHOS. SEGUNDA FASE


DE LA RESISTENCIA DE LOS TALLANES. HEROICA LU-
CHA DE CANGO E ICOTU, CURACAS PATRIOTAS.
El cuartel general de Poechos se estableció en una fortaleza
situada “a un tiro de ballesta” del pueblo. Hasta allí empezaron a
llegar abundantes provisiones conducidas por los indios aliados
que “hacían con gran inteligencia todo lo que los españoles les
mandaban”. Vale esta cita para destacar el nuevo cuadro social
que aparecía en el país invadido: Los españoles mandaban y los
indios obedecían.
Creyéndose seguro, Pizarro despachó partidas de reconoci-
miento a los alrededores. Le interesaba saber si existía un puerto
cercano; era urgente tener lista la comunicación por mar. Diego
de Almagro, a la cabeza de refuerzos, estaría por llegar.
Uno de los grupos que partió de Poechos halló pronto “buen
puerto a la costa de la mar:” era Paita lugar al que llegaban si-
guiendo el río hasta su desembocadura en el océano. Refiere Es-
tete que siguiendo el río “descubrióse todo hasta el mar”. Paita en
aquel tiempo estaba poblada por “buenos caciques” -dice Ovie-
do-, “señores de mucha gente”.
Pizarro mismo salió a reconocer “los pueblos del río abajo”,
quedando satisfecho de su inspección y proyectando establecer
allí una fundación. En ese pensamiento despachó correos a Tum-
bes ordenando a Belalcázar venir en su seguimiento.
Y casi de inmediato ordenó también la partida de Hernando,
porque le pareció mucho mejor enviar con el mensajero a “per-
sona de autoridad a quien el cacique e indios de Tumbes tuviesen
respeto, temor y acatamiento, para que ayudasen a venir a la gen-
te y traer fardaje”.
La salida de Hernando Pizarro al norte de Poechos camino
de Tumbes sirvió para descubrir nuevos focos tallanes de resis-
tencia. En efecto, el capitán general de la tropa invasora, logró

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

enterarse en el trayecto que Cango e Icotu, dos famosos curacas


de la sierra inmediata río arriba, además de otros “comarcanos a
ellos”, se disponían a resistir a los españoles. Cuando se envió in-
dios aliados a exigir de aquéllos pleitesía, respondieron orgullo-
samente que “no querían venir de paces ni les placía la vecindad
de los cristianos”.
Tornó Hernando con la noticia a Poechos y su hermano Fran-
cisco determinó sin dilación el castigo de los “alzados”. Una tro-
pa de veinticinco jinetes y peones españoles, acompañada por
crecido número de indios aliados, salió de Poechos en demanda
de los patriotas.
Cango e Icotu conociendo la aproximación del enemigo, eva-
cuaron sus pueblos y se situaron en un paso del interior, dispues-
tos a combatir. Hasta allí a buscarlos los invasores y entonces se
trabó desigual batalla. Desigual porque tanto en número como
en armamento, los guerreros de Cango e Icotu llevaban las de
perder.
Pese a ello, los bravos tallanes no aceptaron la rendición que
les fue exigida, y presentaron lucha. Esta fue breve, aunque san-
grienta, pues los de la resistencia vendieron caras sus vidas y
antes que huir prefirieron morir combatiendo.
La masacre no logró que la resistencia cejara. Los resto de
Cango e Icotu se replegaron, pero anunciando que la lucha con-
tinuaba. Por ello el jefe de la tropa invasora los amenazó con la
destrucción completa si no venían en paz. Hubo discusión en el
campo patriota y el comando consideró finalmente que librar una
nueva batalla contra enemigo tan poderoso era exponerse a un to-
tal exterminio, con lo cual la resistencia acabaría; era mejor optar
por una fingida paz esperando la llegada de mejor momento para
reiniciar la lucha armada.
Así lo convinieron todos y marcharon a entrevistarse con Pi-
zarro que sin abrigar mayor recelo, pese a su conocida astucia,

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

les ordenó “volver a sus pueblos y que recogiesen su gente y se


sosegasen en sus casas y haciendas”. Cango e Icotu así lo prome-
tieron y el caudillo cristiano consideró “pacificada aquella pro-
vincia”. Se equivocaba; otros caciques tallanes se aprestaban a
resistir a los invasores.
XI. TERCERA FASE DE LA RESISTENCIA DE LOS TALLA-
NES. CONSPIRACIÓN DE LOS PUEBLOS DE LA CHIRA Y
AMOTAPE. HOLOCAUSTO PATRIOTA.
Hernando Pizarro retornó a mediados de junio, conduciendo a
una parte de la gente de Tumbes; la otra se trasladó a Poechos por
mar, en algunas balsas tumbesinas y en un barco mercante pana-
meño, cuya tripulación trajo noticias de que Almagro terminaba
en el istmo los preparativos para su partida al Perú.
Francisco Pizarro decidió recibir personalmente a la gente que
venía por mar y dejó Poechos camino del puerto de Paita. Pero
poco antes de llegar a él, en un pueblo gobernado por el curaca
de La Chira, halló a algunos españoles que habían ya desembar-
cado, los cuales, muy alarmados, le informaron que se alistaba la
resistencia nativa en los alrededores.
Refiere Pedro Pizarro que merced a la delación de una india,
amante del conquistador Palomino, se conoció que algunos gru-
pos tallanes de La Chira y Tangarara habían acordado aniquilar a
los invasores. Incluso alguna gente que venía de Tumbes hubo de
fortificarse en una huaca, soportando el asedio de los patriotas.
Abundando en detalles, los recién desembarcados refirieron que,
temerosos de amanecer muertos, no pudieron dormir la noche
anterior, pues vieron ir y venir grupos de indios sospechosos, que
andaban “muy alterados y acaudillados”.
Pizarro dispuso de inmediato la averiguación de la denuncia.
Fueron hechos prisioneros varios comarcanos que, sometidos a
crueles tormentos, dieron algunas luces. Refiere Oviedo que “ha-
llóse que el cacique de La Chira, con sus principales y gente, y

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

otro que se llama Amotape, que está el río abajo, cerca de este
otro, tenían concertado de matar aquellos cristianos el propio día
que el gobernador allí llegó. Por su parte Pedro Pizarro anotó que
se hizo la información y en ella (se) halló por ser cierto querer
matar a los españoles y haberse juntado para ello”.
Apenas conocido ello, el jefe de los invasores ordenó la pri-
sión de los curacas y demás gente involucrada en la conspiración.
Se les sometió también a salvajes torturas, a consecuencia de los
cuales “confesaron su delito”. Delito llamaron las crónicas es-
pañolas a la noble causa india de luchar por la integridad de su
territorio y cultura.
Nada pudieron alegar los patriotas en su defensa y sin más,
fueron condenados a muerte. Según Pedro Pizarro, su vengativo
primo “condenó a muerte a trece caciques, y dándoles garrote,
los quemaron”. Imponente pira ardió a orillas del río de los ta-
llanes, inmolándose en ella los heroicos defensores de su suelo.
A decir de la crónica cristiana, Pizarro perdonó la vida única-
mente al curaca de La Chira, buscando ganárselo como aliado y
“certificándole que de si ahí adelante no fuese bueno, que en la
primera ruindad que le tomase, que le costaría la vida y le des-
truiría”. El curaca de La Chira fue encargado de administrar en
representación de los nuevos amos su pueblo y el de Amotape.
El terrible castigo vino a aniquilar aquel proyecto tallán de
atacar el campamento de los invasores. Descabezada la resisten-
cia, muertos sus principales comandos, la mayoría de los comar-
canos se internaron en las serranías, en tanto los menos prefirie-
ron alinear a las órdenes de los nuevos señores, sirviéndoles por
temor, como bien anota Oviedo. A todo esto, ningún apoyo llegó
de Atahuallpa para quienes resistían en la costa. Puede decirse
que la lucha que presentaron a los invasores los pueblos tumbe-
sinos y tallanes fue absolutamente de carácter local, sin partici-
pación alguna de las tropas del Inca, que persistía en ignorar la
guerra que España le había declarado.
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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

XII. FUNDACIÓN DE SAN MIGUEL, PRIMERA CIUDAD


HISPANA EN EL PERÚ. LA NACIÓN DE LOS CAÑARIS SE
UNE A LOS INVASORES.
Tras la represión de los tallanes, Pizarro consideró la nece-
sidad de fundar una ciudad española. Después de recorrer el río
Chira en gran parte, escogió el asiento del curaca Tangarara para
planificar allí su fundación: “pareció tener buen puerto y buena
disposición para poblar” -dice Estete- (y )”el dicho gobernador
acordó de hacer allí un pueblo en el mejor lugar y sitio que le pa-
reció, para que los navíos y gente que viniese a la tierra tuviesen
abrigo y parte cierta donde desembarcar”.
Otros testigos mencionaron que “llegado a unas provincias
que se decían Tangarara acordó de hacer allí un pueblo, así por
parecer que la tierra que había andado y pasado desde Tumbes
hasta allí era muy estéril y despoblada y la de adelante no sabría
lo que sería, como porque halló buena disposición en un río y
razonablemente poblada de indios y gente doméstica y pacífica
aunque muy desnuda de todo y gente para poco y de poca capa-
cidad”.
Antes de proceder a la fundación, y para prevenirse de cual-
quier sorpresa desagradable, Francisco Pizarro destacó en avan-
zada hasta Piura a su hermano Juan, al mando de cincuenta jine-
tes, para que “allí estuviese con gran guarda y vela teniendo mu-
chos espías sobre la gente de Atahuallpa, porque se temía enviase
alguna sobre los españoles”.
El día escogido para el solemne acto de fundación debió ser
de mediados de julio de 1532. Actuaron como testigos el padre
Vicente Valverde, todo el clan Pizarro, exceptuando Juan que fue
a Piura, los oficiales reales Riquelme y Navarro, los principales
capitanes y una docena de religiosos. Algunos curacas tallanes
presenciaron también aquella farsa, por la cual sus pretendidos
aliados les despojaban de sus tierras, porque Pizarro incorporó
ese asiento al estado imperialista español: “le tomó y sujetó a
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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

la corona real de su majestad”, mencionó una relación anónima


enviada a la reina de Hungría poco después.
A seis leguas, a orillas del Chira y en tierra de los tallanes, se
fundó así la primera ciudad española del Perú, que los invasores
bautizaron como San Miguel. Por teniente gobernador de San
Miguel, Pizarro nombró a Juan Roldán Dávila. Se nombraron
luego los alcaldes y regidores. Blas de Atienza recibió el cargo de
justicia real y el clérigo Juan de Sosa fue investido como primer
cura del Perú. Todos prestaron juramento ante el jefe de los in-
vasores. Luego, procedió éste al reparto de tierras y solares, tras
lo cual “depositó los caciques e indios en los vecinos de estos
pueblos”.
A Hernando Pizarro le tocó la primera encomienda. Tumbes,
asiento considerado dentro de la jurisdicción de la flamante ciu-
dad, fue adjudicado a Hernando de Soto. En total se repartieron
ese día cincuenta encomiendas, pues tal fue el número de vecinos
inscritos en San Miguel. En tan acogedor valle, los invasores ha-
brían de permanecer por espacio de cuatro meses.
Pizarro aprovechó la presencia del navío mercante para enviar
a Panamá el quinto real del escaso botín cogido en Tumbes y Piu-
ra. Se menciona que, por congraciarse con las autoridades a fin
de que éstas pusieran menos trabas a la labor de Almagro, magni-
ficó aquel quinto, tomando prestado lo que correspondía a varios
de sus soldados. Asimismo, solicitó otro préstamo para socorrer
a su socio, sabedor de que también padecía apuros económicos.
El conquistador Francisco de Isásaga, que decidió retornar a San-
to Domingo, sería encargado de llevar tales caudales.
Por entonces, precisamente el 19 de julio de 1531, desde el
puerto de Nombre de Dios el licenciado de la Gama escribía al
emperador que no era cierto el rumor que circulaba en el istmo
sobre que Almagro demoraba a propósito la salida de refuerzos
para el Perú. Dio testimonio de “que iría derecho adónde estaba
el dicho gobernador y obedecería y haría todo lo se le mandase”.
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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

Pocos días más tarde, el 5 de agosto, desde Panamá el licen-


ciado Espinoza informaba al emperador que Almagro había des-
pachado ya varios navíos, a bordo de los cuales viajaban unos
sesenta españoles, cientos de auxiliares indios, y muchos caba-
llos y bastimentos. Según esta carta, Almagro había construido
en Panamá “un navío, el; mayor que se ha hecho en este mar,
porque es navío que lleva cuarenta caballos y podría llevar más
de doscientas personas de españoles e indios”.
Reunía por entonces el socio “tres navíos, los mejores y más
aderezados que se han visto en este mar”. Un año tardaban los
preparativos y en ese tiempo Almagro debió sufragar los gastos
de alimentación de los ciento cincuenta hombres que había com-
prometido para pasar al Perú; además tuvo que pagar las deudas
que ellos tenían contraídas y les proporcionó también “caballos,
indios y servicio para el viaje... a su costa y de sus amigos, que
ha perecido maravilla”.
No habiendo llegado hasta entonces nuevas del Perú a Pana-
má, había mucha preocupación por la suerte de los de Pizarro.
Espinoza no dejó de mencionar que persistían las divergencias
entre los socios de la conquista, que él trató de amenguar, re-
comendando muy especialmente a Almagro a quien consideraba
“persona muy bastante para servir a V.M. en todo lo de acá y de
mucho ánimo y experiencia y diligencia... habilidad y suficien-
cia... (que) sirve a V.M. con toda voluntad en lo de estas tierras
y provincias del Perú, que parece que tiene ya por vicio, siendo
una cosa tan trabajosa y costosa que hubiera cansado a muchos”.
Así pues, no eran de menos valor que los de Pizarro los trabajos
de Almagro, pese a lo cual los méritos del tuerto habrían de ser
siempre subestimados. A favor de Almagro hay que decir que sus
virtudes fueron más que sus defectos, al contrario de Pizarro.
Espinoza anunciaba también la salida de Hernando de Luque
para el Perú, acompañando a Almagro. Pero a la postre, el obispo
de Tumbes jamás llegó a pisar su diócesis.

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

Otro famoso conquistador, Pedro de Alvarado, terminaba por


entonces sus preparativos para partir al Perú. En carta fechada
en Guatemala el 1 de setiembre de 1532 informaba de ello al
emperador.
Tenía listos quinientos españoles, doscientos de ellos jinetes,
todos perfectamente armados. La intención de Alvarado con justa
razón alarmaría a Pizarro y Almagro poco más tarde. En el inva-
dido Perú, mientras tanto, Pizarro recibía la importante adhesión
de la nación de los Cañaris, “eternos rebeldes y enemigos jurados
de los Incas”. En la guerra civil habían favorecido a Huáscar y
ahora, considerándolo prácticamente derrotado, se unían a los in-
vasores creyendo conseguir con ello apoyo en la renovada lucha
por recuperar su autonomía.
Fueron los cañaris los primeros afectados con el arrollador
avance de los incaicos atahuallpistas; dijeron a Pizarro “que tras
la guerra que les hizo apenas (quedaron) doce mil pobladores de
los cincuenta mil que eran”. Nada podría desarraigar del ánimo
de los cañaris un odio extremo hacia los Incas. Pizarro lo enten-
dió perfectamente, y les otorgó situación privilegiada entre sus
tropas aliadas, luego que tumbesinos y tallanes le hablaran de
la bravura de esos guerreros del norte. Verdaderamente trascen-
dental, por sus consecuencias, fue el pacto de los cañaris con los
invasores. Gracias a ese apoyo, lograrían derrotar a la resistencia
incaica.
XIII. LA NOTICIA DE LA LLEGADA DE LOS INVASORES
SE EXTIENDE POR TODO EL TAHUANTINSUYO. PIZA-
RRO OBTIENE MAYORES INFORMES SOBRE LA GUE-
RRA CIVIL INCAICA.
Según testimonio de Zapayco, indio natural de Yauyos, por
este tiempo “se dijo por todos estos reinos que habían llegado
ciertas gentes barbudas en unas casas por la mar y que habían
salido en tierra y poblado en un pueblo en el valle de Tangara-
ra”. Otra versión peruana, la del huarochirano Yacovilca, confir-
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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

ma que diligentes chasquis noticiaron a Huáscar Inca “de cómo


habían llegado a la costa del Perú ciertas gentes que llamaban
Capacochas que decían hijos del mar y que ésos habían desem-
barcado y poblado un pueblo en el valle de Tangarara”.
Huascaristas presentes en Puná, Tumbes y Piura se encar-
garon de trasmitir estas noticias, mediante fidelísimos correos,
agregando que los invasores debían considerarse auxilio divino
porque llegaban proclamando adhesión a la causa de Huáscar,
precisamente cuando atravesaba por el más crítico momento. Por
ello -se lee en Cieza- “no trataron resistencia a ellos ni los toma-
ron por cosa dificultosa, porque de Atahuallpa es de quien temían
y a quien desamaban”.
No se sabe si con consentimiento de Huáscar, o sin él como
supone Garcilaso, algunos nobles cuzqueños marcharon al norte
a recibir con beneplácito a los Viracochas. Lo que sí parece cier-
to es que Yacovilca, que según propia confesión servía entonces
en la corte cuzqueña, recibió encargo de Huáscar para salir al
encuentro de los invasores y “saber qué era lo que se decía de
los hijos de la mar que allí venían y poblaban. Y cierto también
es que los sacerdotes cuzqueños, sostén del gobierno de Huáscar,
aceptaron desde un principio la divinidad de los extraños seres.
De ellos, la única excepción fue Vila Oma, que según refieren
las crónicas solicitó de Huáscar la destrucción de los intrusos,
porque venían sedientos de riquezas y poder”.
Entretanto, en Cajamarca Atahuallpa también recibía nuevos
correos anunciándole “de cómo Pizarro pasó de Tumbes y que se
juntaban con él cada día cristianos y caballos que venían por la
mar”. Líderes de la resistencia punaeña, tumbesina y tallán lle-
varon también hasta él informes de cómo los invasores “robaban
cuanto hallaban y se lo tomaban, sirviéndose de ellos a su pesar,
tomando sus mujeres para tenerlas por mancebas y a sus hijos
cautivos; sin lo cual publicaban que había de ganar toda la tierra
y quitarla al que de ella era señor. Contaban -transcribimos a Cie-

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

za- que burlaban cuanto decían que adoraban al sol y a los otros
dioses suyos, y así lo mostraban más claro cuando violaban sus
huacas, teniéndolas como cosa de burla”. Pero Atahuallpa, con-
fiado más en el informe de Maicavilca, continuó menospreciando
al enemigo, aunque recomendó a su espía oficial “que fuese con
disimulación al real de los cristianos y entendiese en el intento
que traían y su manera, y volviese con brevedad a le avisar”.
En San Miguel Pizarro recibió también importantísimos infor-
mes: “estando allí” se lee en la carta anónima enviada a la reina
de Hungría “tuvo nueva que un cacique llamado Atahuallpa, hijo
de otro cacique que se decía el Cuzco (Huayna Cápac), tenía su-
jeta toda la tierra y era muy temido en ella, y residía en un pueblo
que se decía Cajamarca, con grande ejército de gente de guerra”.
Efectivamente, por ese tiempo el triunfo de los atahuallpistas
era inminente, pese a que Cuzco (Huáscar) “y el otro Atahuall-
pa que esta(ba) muy diferentes ambos, (continuaban) muy cruda
guerra”. Asimismo se enteraba el jefe de los invasores de que
existían, la tierra adentro, la vía de Chincha y del Cuzco, grandes
y ricas poblaciones, y que a sólo unas doce o quince jornadas de
San Miguel se ubicaba la ciudad de Cajamarca.
Se reintegró por entonces al campamento de los invasores una
tropa que al mando de Belalcázar había salido a reprimir nuevos
brotes de oposición nativa en el interior. Grupos tallanes de los
que dieron muerte a Juan de Sandoval, persistían en la resistencia
hostilizando frecuentemente a los invasores, aunque desde cierta
distancia. Belalcázar no logró dar con ellos, pero supo que se
habían retirado al interior de Piura.
XIV. AVANCE DE LOS INVASORES SOBRE PIURA. EL
CAMPAMENTO DE PAVUR
Amediados de setiembre Pizarro juzgó llegado el tiempo de
continuar la entrada. Se hicieron entonces los preparativos para
partir de San Miguel, lamentándose la carencia de noticias sobre

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

Almagro. En San Miguel se quedarían los enfermos y los menos


audaces, junto a la mayoría de los flamantes vecinos que en cali-
dad de guarnición se dejaba al mando a Roldán Dávila. Tampoco
seguirían adelante los oficiales reales Navarro y Riquelme, ni el
cura Sosa.
Las crónicas españolas difieren en citar el número de los es-
pañoles que continuaron la marcha. Cieza señala ciento setenta;
Molina, ciento cincuenta de a pie y caballo; Gutiérrez de San-
ta Clara, sesenta y dos jinetes y ciento dos peones; la Relación
Francesa, sesenta jinetes y ochenta infantes y la Relación Anó-
nima de 1533 habla de ciento sesenta, sesenta de ellos a caballo.
Los protagonistas del suceso tampoco concuerdan en sus ci-
fras: Xerez habla de sesenta y siete jinetes y ciento diez peones;
Mena de sesenta jinetes y noventa a pie; Estela dice que fueron
ciento cincuenta, noventa caballeros y los demás ballesteros, pi-
queros y arcabuceros de a pie; y Pedro Pizarro cita ciento noven-
ta, cien de ellos peones.
Por miles se congregaron los indios auxiliares: guatemalas,
nicaraguas, grupos de tumbesinos, tallanes y cañaris, entre los
principales. Y también considerable cantidad de negros se alistó
para proseguir la entrada con los españoles.
Varios de los pobladores de Tangarara lamentaron la próxima
partida, temiendo que los atahuallpistas tomaran la ciudad des-
guarnecida y los castigaran por haberse unido a los invasores.
Los testimonios cristianos hablan reiteradamente del miedo que
aquellos renegados sentían por Atahuallpa. Insistieron por ello
ante Pizarro para que no prosiguiese la marcha, diciéndole que
“muy pequeña partida de (la) hueste (de Atahuallpa) bastaba para
matar a todos los españoles... y... contaban de él muchas y gran-
des crueldades”, según refiere Oviedo.
Pero la ambición de Pizarro iba a la par que su valentía. Nin-
gún temor le causaron las advertencias de los comarcanos. La

49
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

crisis política incaica, pensaba, debilitaría la resistencia y con-


fiaba en su habilidad como intrigante. “Divide y reinarás”, era
la consigna que se repetía; y su plan se veía facilitado por la
anarquía que desgarraba al Tahuantinsuyo. Sabía que a medida
que prosiguiera la invasión habría de hallar nuevos e ingenuos
aliados y por eso ordenó la partida de Tangarara, “a veinte y tres
días del mes de setiembre de mil quinientos treinta y dos”.
El Chira, que iba algo crecido, lo cruzaron los invasores en
dos balsas pequeñas; los caballos fueron a nado. Y el paso del río
fue lo único que hicieron aquel día, pues acamparon a la orilla
opuesta y allí durmieron. Reiniciada la marcha, a los tres días
dieron en Piura. Conviene anotar que para entonces ocupaba ya
la fortaleza de este pueblo la vanguardia española.
Pizarro ordenó instalar campamento para descanso de su
hueste, pero antes procedió a revisarla. Habían sido tres jornadas
agotadoras y muchos de sus hombres iban desanimados. En el
trayecto fueron informados por los pocos pobladores que toparon
sobre la calidad de la tierra que tenían por delante; fueron infor-
mes falsos, proporcionados sin duda por partidarios de Atahuall-
pa, pues según relata uno de los invasores, “nos amenazaban que
él nos vendría a buscar”.
La Crónica Rimada ofrece testimonio de tales encuentros:
“Dejando aquí unos poblados,/ van adelante siguiendo su fin,/
adonde les dicen nueva muy ruin,/ diciendo los pueblos ya ser
acabados;/ que adelante eran montes despoblados,/ una casa pe-
queña aquí y otra allí,/ muchos quisieron volverse de aquí,/ que
después se hallaron sin duda burlados”.
Varios anunciaron su deseo de desertar y Pizarro, en el afán
de dominar la situación, pronunció sincera y severa arenga ante
sus tropas. Tras ella, ordenó al pregonero publicar que conce-
día autorización de volver a aquellos que no se sintieran capaces
de seguir adelante. Esta invitación fue también motivada por un
alarmante correo enviado por Roldán Dávila, quien, apenas sa-
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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

lidos sus camaradas de San Miguel debió enfrentar brotes de re-


beldía aun en los tallanes que habían quedado como aliados; dijo
a Pizarro que le parecían pocos los cincuenta españoles dejados
a su mando para guarnecer la ciudad y solicitó pronto socorro.
Nueve españoles desertaron en Piura, cinco jinetes y cuatro in-
fantes. Otra docena se dispersó por los alrededores, sin decidirse
aún a abandonar la empresa. Pero la mayoría optó por continuar,
ansiosa del botín que, aseguraba Pizarro, habrían de obtener.
El descanso en Piura duraría diez días. En ese lapso, Pizarro
ordenó la fabricación de nuevas armas y arreos para hombres y
bestias. Merced a ese trabajo se pudo aumentar la fuerza de ba-
llesteros, cuerpo para el cual se designó comandantes.
En Piura recibió Pizarro el apoyo de algunos curacas lamba-
yeques. Uno de ellos fue el famoso Xancol Chumbi, de Reque, a
quien poco después siguió Chestan Xenfuin, curaca de Lamba-
yeque. Pero muchos de los jefes costeños prefirieron mantenerse
neutrales; no veían con buenos ojos la presencia de los invasores
e incluso habrían mostrado su disconformidad con los colabora-
cionistas.
Se sabe que Xecfuin Pisan, otro curaca que pretendía unirse a
los cristianos, fue asesinado por los grupos extremistas luego que
anunciara su determinación.
En la segunda semana de octubre los invasores reiniciaron la
marcha. Tras recorrer una jornada llegaron al pueblo del curaca
Pavur, en el cual destacaba una plaza grande donde fue instalado
el campamento. El cuadro que presentaba ese pueblo era deso-
lador. Por sus comarcanos supo Pizarro que había sido destruido
por las tropas atahuallpistas, al igual que otros veinte asientos de
los alrededores.
El curaca de Pavur y un hermano suyo, declarados huascaris-
tas, favorecieron a los invasores luego de que el astuto Pizarro
les confirmó que venían en apoyo de la causa de Huáscar Inca.

51
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

Quien más se alegró con este recibimiento fue Hernando Pizarro,


pues esa tierra le había tocado en el repartimiento de San Miguel.
XV. HEROICA RESISTENCIA NATIVA EN CAXAS. NUEVA
APARICIÓN DE MAICAVILCA.
Pizarro fue informado allí de que en un pueblo cercano, cami-
no de la sierra, denominado Caxas, se hallaba una fuerte guarni-
ción atahuallpista. Supo Pizarro -dice Mena- “que tres jornadas
de allí estaba un pueblo que se decía Caxas, en el cual estaban
aposentados muchos indios de guerra que tenían recogidos mu-
chos tributos con los que Atahuallpa abastecía su real”.
Consideró entonces necesario doblegarlos, pues parecían dis-
puestos a resistir, y alistó una tropa para salir contra ellos. Su
hermano Hernando se ofreció para comandarla, pero el gober-
nador prefirió nombrar a Hernando de Soto. Tal vez consideró
la empresa demasiada riesgosa, pues era la primera vez en que
mediría sus fuerzas con tropas de Atahuallpa. Antes de despedir a
Soto, Pizarro le anunció que lo esperaría con el resto de la gente
en Sarán.
A la cabeza de sesenta jinetes y con numerosa tropa de auxi-
liares indígenas, partió Soto para Caxas, tomando el camino de
Sarán. Debió cruzar las quebradas que conducen sus aguas al
río Piura, atravesando la cordillera occidental -conforme señala
Porras- por la de “Puemalca”.
En Sarán, pueblo huascarista, los invasores “supieron que la
gente de guerra había estado allí” sobre una sierra esperándolos,
y se habían quitado de allí. Al cabo de dos jornadas y tras recorrer
veinte leguas -según anota Trujillo- entraron a un pueblo que se
dice Caxas.
Allí les confirmaron que la tropa atahuallpista se hallaba em-
boscada esperando a los españoles, a las afueras del pueblo. Éste
era netamente huascarista y por tal causa había soportado recien-
temente tremendos castigos de parte de los incaicos atahuallpis-

52
Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

tas: Por los cerros -refiere un testigo- había muchos indios colga-
dos. Pero la traza de la ciudad incaica allí construida se mantenía
casi intacta.
Los españoles -dice Cieza- “vieron grandes edificios, muchas
manadas de ovejas y carneros (auquénidos); hallaron tejuelos de
oro fino, con que más se holgaron; (y) mantenimiento había tan-
to, que se espantaron”.
Soto entendió que para gozar del saqueo de ese pueblo era ne-
cesario vencer primero a la tropa atahuallpista que los amenaza-
ba. Y a duras penas pudo contener a sus hombres que pugnaban
por profanar cuanto antes los acllahuasi que en Caxas existían.
Mientras tanto, los atahuallpistas, secundados por muchos na-
turales del lugar, a decir de Cieza, se animaban diciendo que los
enemigos a combatir eran “crueles, soberbios, lujuriosos, hara-
ganes y otras cosas más... (y) platicaron de los matar”. Y antes de
que los cristianos llegasen hasta sus posiciones “salieron a Soto
buen golpe de ellos llevando cordeles recios, pareciéndoles que
(los caballos) eran algunos pacos (guanacos) que ligeramente se
habían de prender”.
El licenciado La Gama, a quien informaron testigos del he-
cho, menciona que salío un capitán “incaico con mucha gente a
resistirles el paso en una sierra muy grande por donde habían de
pasar de necesidad los nuestros españoles”.
Cieza prosigue: Soto “con los que estaban con él vinieron a
las manos a los indios de los cuales mataron muchos... hirieron
a un cristiano llamado Xinconez: el que lo hizo, pagólo, porque
con golpes de espada le hicieron pedazos”.
El combate fue a todas luces desigual. Junto a los sesenta jine-
tes españoles alinearon algunos guerreros caxeños, que quisieron
cobrar venganza de aquéllos que habían desolado su pueblo; se
sucedieron repetidas cargas de caballería y las filas de la infante-
ría ligera incaica fueron completamente destrozados.

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

Luego, cansados los cristianos de tasajear a los incaicos ce-


dieron su lugar a los caxeños quienes remataron con odio a los
atahuallpistas.
Los caballos fueron los artífices de la victoria cristiana, y tam-
bién los feroces perros, que hambrientos de carne humana salie-
ron en persecución de los que huían.
Varios guerreros atahuallpistas fueron cogidos prisioneros y
por ellos se conoció más detalles “de la guerra que había entre
Huáscar y Atahuallpa”. El combate de Caxas fue muestra palpa-
ble de la fatal pugna dinástica y de panacas que había dividido a
los orejones.
A continuación, Soto procedió a ocupar la ciudad de Caxas.
Como es fácil suponer, luego de saber que los españoles eran
enemigos de los atahuallpistas, los caxeños -fervorosos huasca-
ristas- salieron a recibirlos con grandes muestras de aprecio. Los
encabezó el curaca principal, quien “vino quejándose de Ata-
huallpa, de cómo los había destruido y muerto mucha gente, que
de diez o doce mil indios que tenía no le había dejado más de tres
mil”.
Soto le ofreció protección y entonces el curaca se creyó obli-
gado a ofrecer lo mejor que tenía a sus presuntos aliados: les
abrió las puertas de los tres acllahuasis que existían en Caxas.
Diego de Trujillo, que contempló dicha escena, escribió que “se
sacaron las mujeres a la plaza, que eran más de quinientas, y el
curaca dio muchas de ellas a los españoles”. Soto, que no cabía
en sí de gozo, escogió a cinco de las más hermosas.
Ello fue suficiente para que apareciera en escena un perso-
naje de cuya presencia no se habían percatado ni españoles ni
caxeños. Era Maicavilca, valentísimo capitán incaico, que no se
presentaba disfrazado, como en Poechos sino ataviado con riquí-
simo traje de orejón. Había llegado secretamente al pueblo y muy
posiblemente tuvo participación en la resistencia presentada en

54
Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

las afueras. La sola pronunciación de su nombre infundió profun-


do temor en los huascaristas y todos enmudecieron.
Orgulloso, el capitán atahuallpista, que con tal audacia se pre-
sentaba en medio de tantos enemigos, tuvo el coraje de protestar
escandalizado por el reparto de las vírgenes, cortando el silen-
cio con estas palabras: “¿cómo osáis vosotros hacer esto estando
Atahuallpa veinte leguas de aquí? ¡Porque no ha de quedar hom-
bre vivo de vosotros!”.
El curaca y los principales de Caxas quedaron espantados con
esa amenaza. Se consideraban perdidos por haber consentido la
profanación de los sagrados acllahuasis. Pero esta vez Maicavil-
ca no tenía tiempo para castigos pues llevaba encargo extraordi-
nario. Como mencionáramos líneas atrás, Atahuallpa, noticiado
de la presencia de los extraños invasores, lo había nombrado em-
bajador ante el jefe de los cristianos, para quien sus auxiliares
portaban presentes. Soto indagó por ellos y observó que eran pa-
tos degollados y dos fortalezas de piedra.
Maicavilca, siempre audaz, le dijo que los españoles queda-
rían como esos patos, vale decir, degollados. Acatando anteladas
órdenes de Pizarro, en el sentido de actuar moderadamente con
los embajadores incaicos, Soto no contestó tal bravata. Más bien
optó por conducir a Maicavilca ante su jefe. Pero antes quiso
incursionar hasta Huancabamba, pueblo al que llegó luego de
cabalgar un día.
Los invasores se sorprendieron ante la imponente presencia
de una gran ciudad donde se advertía rápidamente la influencia
de una cultura superior.
“Aquel pueblo de Huancabamba” -se lee en Oviedo... (era)
“mucho mayor que de Caxas y de mejores edificios, y la fortaleza
mejor, toda de piedra muy bien labrada y asentada, las piedras
grandes, del largo de cinco y seis palmos, y tan juntas que parecía
que ninguna mezcla tenían y con su azotea alta de catería, con

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

dos escaleras de piedra en medio de dos aposentos principales de


la fortaleza; y por medio de aquel pueblo pasa un río pequeño,
de que aquellos pueblos se sirven, y tienen sus puentes con sus
calzadas muy bien hechas de piedra”.
Gran admiración produjo el hermoso camino “hecho a mano”
que atravesaba aquella tierra, tramo del que unía el Cuzco con
Quito: “va muy llano”, -dijeron- “puesto por muy grandes sie-
rras, y muy bien echado y labrado, y tan ancho, que seis de ca-
ballo pueden ir por él a la par, sin llegar uno a otro”. Tambos
y collcas hallaron abundantemente provistos, y se dedicaron a
saquearlos. Y así, cuenta Cieza, “Soto y los cristianos después de
haber robado todo lo que pudieron, dieron vuelta adónde habían
dejado a Pizarro”.
XVI. AVANCE ESPAÑOL A SARÁN. ENTREVISTA CON
MAICAVILCA. PROYECTOS DE ATAHUALLPA.
Un día después de la partida de Soto a Caxas, Pizarro aban-
donó Piura con el resto de sus tropas. A poco, aumentaron las
deserciones, luego de que se escuchó hablar a los comarcanos de
un posible ataque atahuallpista. No era cierto el rumor pero bastó
para que siete invasores abandonaran la entrada y se retiraran
hacia San Miguel, por miedo a la resistencia peruana y “temor a
los malos caminos y poca agua”.
Mediodía de marcha bastó a la hueste de Pizarro para llegar
hasta la fortaleza de Sarán, hallando en ella esperándole al curaca
de ese pueblo, cuya gente acudió al recibimiento de los españoles
portando variados bastimentos. Se pasó allí la tarde y la noche,
informándose Pizarro de los sucesos que se desenvolvían en el
sur del imperio. No obstante ser huascaristas, los de Sarán mani-
festaron que el triunfo de Atahuallpa era inminente.
Por esos días, el ejército incaico de Huáscar al mando de
Huanca Auqui había sido destrozado en Yanamarca por las tropas
de los caudillos atahuallpistas Apo Quisquis y Chalco Chima.

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

Con ello, Atahuallpa lograba el control de todo el valle del Man-


taro, núcleo central del Tahuantinsuyo.
De la fortaleza marcharon los invasores al pueblo de Sarán,
donde conforme a lo acordado esperarían la vuelta de Soto. Men-
ciona Estete que allí estuvieron “por algunos días, dándonos los
naturales de la tierra muchos mantenimientos”. En ese lapso Her-
nando Pizarro salió a explorar los alrededores, encontrando el
camino a Cajamarca.
Poco después volvía la vanguardia de Soto y con ella el em-
bajador de Atahuallpa, quien se presentó como “indio de gran
soberbia”, según anotación de Trujillo. Otro de los invasores,
Miguel Estete, citó por su parte que Maicavilca “entró con tanta
desenvoltura a donde el dicho Pizarro estaba, como si toda su
vida se hubiera criado entre los españoles”. Mientras que Pedro
Pizarro escribió que en “Sarán salió el mismo indio llamado Apo
que dije en Poechos haberle atropellado Hernando Pizarro”.
Lo primero que hizo el noble atahuallpista fue anunciar su
calidad de embajador. Dijo a Pizarro “cómo su señor Atahuallpa
le enviaba a él desde Cajamarca en busca suya, creyendo que se
hallara en Caxas, y como halló allí a su capitán se vino con él a
le traer aquel presente que Atahuallpa le enviaba...; y que le en-
viaba decir que él tenía voluntad de ser su amigo y de esperarle
de paces en Cajamarca”.
Evidentemente, Atahuallpa tampoco jugaba limpio. Nada
cierto había en esa voluntad de ser amigo de los cristianos. Preo-
cupado en esos días por los acontecimientos que se desarrollaban
en el Apurímac, poca atención había concedido a la extraña apa-
rición de invasores por la costa.
Sin embargo, varios de sus más perspicaces consejeros, Chal-
co China entre ellos, le aconsejaron destrozar cuanto antes a
esas gentes pues repetidamente proclamaban venir en apoyo de
Huáscar Inca. Fue por ello que, como hemos visto, Atahuallpa

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

destacó espías al campo español, recibiendo a través de ellos in-


formes tranquilizadores. Los barbudos eran pocos y no parecían
tan temibles. Maicavilca y otros atahuallpistas no concedieron
ninguna importancia a los miles de guerreros indios que iban ali-
neándose con los españoles, despreciaban a los núcleos locales y
en nada respetaban a los indios extranjeros.
Así, pues Atahuallpa, pese a las tercas advertencias de Cha-
llco Chima y Rumi Ñahui, no quiso estorbar el paso de aquellos
que venían robando la tierra, sino que proyectó cogerlos vivos
cuando estuvieran cerca a Cajamarca. Y Maicavilca fue el encar-
gado de invitarlos a la trampa. Por eso, mintió en Sarán al decir
que su señor holgaba mucho con la llegada de los cristianos.
De momento, Pizarro no aceptó la invitación; sagazmente, la
tuvo por sospechosa, más aún cuando luego de que Soto le refirie-
ra la bravata del orejón en Caxas. Se conformó con devolver los
cumplidos diplomáticamente y en un alarde de cinismo ofreció
apoyo bélico a Atahuallpa: “El gobernador -se lee en Oviedo- re-
cibió el presente y respondió que él holgaba mucha de su venida,
por ser mensajero de Atahuallpa, a quien él deseaba mucho ver y
conocer por los nuevos que de él tenía; y que así como tuvo de él
noticia y supo que había conquistado la tierra, haciendo guerra a
sus enemigos, determinó de no parar hasta verle y ser su amigo
y hermano, y favorecerle en su conquista con los españoles que
traía”. Maicavilca supo entonces ocultar una sonrisa de incredu-
lidad; frente a él tenía a un pillo de alto vuelo.
Según Estete, Maicavilca permaneció en el campamento es-
pañol dos o tres días. En ese tiempo se dedicó a sus afanes de
espionaje. Tal mencionó Pedro Pizarro: “fue la venida de este in-
dio para contar la gente cuántos eran, y así andaba de español en
español, tentándoles las fuerzas a manera que burlaba, y pidién-
doles que sacasen las espadas y las mostrasen”. El orejón llegó
al extremo de tirar de las barbas a un cristiano, el que reaccionó
violentamente.

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

Francisco Pizarro acudió presto a poner orden y mandó que


no tocasen a Maicavilca por más que se propasase en sus auda-
cias; aunque intentó amedrentar al espía, ordenando se hiciese
frente a él un disparo de cañón. Fracasó Pizarro en su afán, pues
el valiente atahuallpista no se inmutó ante la sonora explosión:
“no mudó jamás el semblante -relató Diego de Silva y Guzmán-;
antes mostr(o) el rostro constante”.
Maicavilca preguntó por la intención de los españoles entran-
do en tierra ajena. Las respuestas fueron disímiles y el orejón no
las tomó seriamente. Tras ello, optó por retirarse cordialmente.
Pizarro, al despedirlo, le entregó “ciertas camisas y sartales de
cuentas de España de vidrios, jaspes y otras cosas” para que se
las entregara a Atahuallpa en reciprocidad del regalo recibido.
De regreso a Cajamarca, Maicavilca casi repitió su anterior
informe. Son “unos hombres ladrones, haraganes”, fue lo que
dijo a Atahuallpa, según Pedro Pizarro, aconsejando preparar
“muchas sogas para atarlos, porque venían muy medrosos”.
En ese último detalle no se equivocaba Maicavilca, como ve-
remos más adelante. Pero fatal error suyo fue el referirse en la
poca peligrosidad del enemigo. No los consideró tales que pu-
diesen vencer a soldados de Atahuallpa, que se tenían por los
mejores del mundo.
Yacovilca, el espía huascarista introducido en Cajamarca, fue
testigo de cómo los atahuallpistas menospreciaban a los invaso-
res; “por ser pocos y los suyos muchos y tener entendido que en
el mundo todo no había gente que los pudiese dominar ni vencer
ni fuese más valiente que ello”.
El propio Maicavilca propuso a su señor comandar una peque-
ña tropa para emboscar a los españoles en el camino a Cajamarca
y hasta solicitó perdón para tres de ellos, que a su juicio podrían
ser de utilidad como servidores yanaconas: “yo te los daré atados
a todos, porque a mí solo me han (tenido) miedo, -dijo al Inca-,

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

y... no haz de matar a tres de ellos... el herrador, el barbero que


hac(e) mozos a los jóvenes, y a Hernán Sánchez Morillo, que (es)
gran volteador”.
Atahuallpa creyó a pie juntillas el nuevo informe, ante el es-
cándalo de Rumi Ñahui, quien no podía consentir el mal trato
que los invasores iban dando a los atahuallpistas de la costa, de lo
que se informó por Maicavilca y otros espías a su servicio.
XVII. CARTAS A ESPAÑA. AVANCE DE SARÁN A OLMOS
Y MOTUPE. GRUPOS CHIMÚES SE UNEN A LOS INVASO-
RES.
Luego de la partida de Maicavilca, aún permaneció un par de
días más en Sarán la hueste invasora, principalmente para permi-
tir el reposo de las tropas de Soto y Hernando Pizarro que habían
estado explorando los alrededores.
En ese tiempo, decidida ya la marcha sobre Cajamarca, Piza-
rro remitió cartas a los de San Miguel, dándoles razón acerca de
los últimos sucesos y enviándoles conjuntamente una parte del
regalo que Maicavilca trajera, prendas de vestir confeccionadas
con fina lana de auquénidos, vestidos que supuso, “con funda-
mento, en España y en todo el mundo se estimarían por muy rica
y sutil obra”.
Desde Panamá, el 20 de octubre, Hernando de Luque remitiría
carta al emperador, noticiándole que Almagro era ya partido para
el Perú y que no había podido acompañarlo porque su presencia
en Panamá era más útil. Por eso entonces el clérigo atestiguaría
que Hernando Pizarro empezaba a “manifestarse como causa de
la discordia” entre Almagro y Francisco Pizarro. Premonitoria-
mente habló en esa “carta de que algún día habr(ían) los escán-
dalos” entre ellos.
No se equivocó el maestrescuela cuando escribió que “mien-
tras Hernando Pizarro estuviese en la tierra... jamás podrían tener
paz ni conformidad”. Recomendó que el alborotador fuese envia-

60
Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

do a Castilla con dos mil pesos de buen oro para que reposara y
dejara en paz a los conquistadores del Perú.
Dijo Luque que él y sus amigos capitalistas habían práctica-
mente quebrado, razón por la cual hubo de suplicar de la corona
el remedio. Terminó su carta calificando a “Almagro de amigo de
todos”. Por desgracia, la muerte no le permitiría a Luque seguir
abogando por el desventurado tuerto.
También de Panamá, y ese mismo 20 de octubre, el licenciado
Espinoza escribía al emperador, informando de que en la segun-
da semana de ese mes había llegado al istmo dos navíos proce-
dentes del Perú, por cuyos tripulantes se sabía que los españoles
habían avanzado hasta Piura.
Espinoza se refirió también a las discordias entre Pizarro y
Almagro, según él alentadas por terceros. De otro lado, no dejó
de reconocer a la corona pusiese atención a lo que iba haciendo
Pedro Alvarado, que también ambicionaba señorío en el Perú.
Dos días luego de la partida de Maicavilca, como ya adelantá-
ramos, los invasores dejaban Sarán. Hallaron a su paso -según la
versión del soldado Mena- “destruídos los más de los pueblos y
los caciques ausentados”. Cada dos leguas, casi invariablemente,
encontraban un tambo, donde descansaban.
El camino era hermoso a no ser por las huellas de la guerra:
“era la mayor parte -dice un testigo- tapiado de las dos partes y
(con) árboles que hacían sombra”. Durante tres días -cuenta Xe-
rez- no hallaron agua; apenas “una fuente pequeña de donde con
trabajo se proveyó”.
Cruzaron así el temido despoblado de Pavur y hallaron los
tambos del tránsito totalmente desprovistos. Al cabo, encontra-
ron “una gran plaza cercada, en la cual no se halló gente”. Por
los indios “amigos” vinieron a saber que se encontraban en tierra
del curaca Copiz, quien a la sazón se hallaba en el interior. Esa
tierra era Olmos.

61
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

Al hacerse la sed insoportable, decidieron proseguir la mar-


cha. Al día siguiente toparon con otra fortaleza, donde si bien
fueron recibidos sin hostilidad por los pobladores, no hallaron
ningún tipo de mantenimiento. Continuaron entonces el avance
y tras recorrer dos leguas entraron el pueblo de Motupe, que se
ofreció hospitalario. Allí descansaron por espacio de cuatro días,
sin ser molestados, no obstante estar el asiento bajo gobierno de
un capitán atahuallpista.
Evidentemente Atahuallpa, despreciando a los invasores, ha-
bía dado orden de no estorbarles la entrada, pensando que los
apresaría fácilmente en Cajamarca. El curaca de Motupe, que era
el mismo capitán atahuallpista, había marchado a Cajamarca a la
cabeza de trescientos guerreros.
En Motupe recibió Pizarro la adhesión de la nobleza Chimú.
Cajazinzin, señor de Moche, Virú, Chicama, Jequetepeque y Co-
llique, que había favorecido a Huáscar en la guerra civil, llegó
desde el sur para ofrecer sus servicios, acompañado de varios
curacas. En este caso, a diferencia de los anteriores, no pretendió
Cajazinzin aprovechar la coyuntura para alzarse contra los Incas
y recuperar su autonomía, sino que acató órdenes de emisarios
enviados desde el Cuzco por Huáscar.
La crónica española relata que “por este motivo, lejos de re-
sistir la entrada de los españoles, sirvió a éstos últimos con áni-
mo de que destruyesen a Atahuallpa, el cual venía devastando el
territorio confinante con sus dominios”. Demás está describir el
inmenso regocijo que causó a Pizarro la llegada de este nuevo y
poderoso aliado.
XVIII. EN EL CUZCO Y CAJAMARCA SE MANIFIESTA
MAYOR ATENCIÓN POR LOS INVASORES.
A medida que se acercaban los invasores a Cajamarca crecía
la expectativa en el campo atahuallpista. El historiador Antonio
de Herrera menciona que el Inca tenía entonces ya acordado “que

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

no convenía que (aquellos) tomasen pie en tierra y trató de ello


diversas veces en su consejo”. En las reuniones donde se cele-
braron los triunfos sobre Huáscar a orillas del Apurímac, hubo
discusión también sobre cómo procederían ante los españoles.
“Se trató de la forma que se había de tener en limpiar (la tie-
rra) de aquellos hombres, y sobre ello hubo entre sus capitanes
diferentes pareceres: Porque unos querían que fuese un capitán
a ellos con ejército; otros decían que aunque los extranjeros no
eran muchos, eran valientes, y la ferocidad de sus rostros y perso-
nas la terribilidad de sus armas, la ligereza y bravura de aquellos
sus caballos pedían mayor fuerza”.
Estas opiniones eran las de los caudillos cercanos a Rumi
Ñahui. Porque otros “estimando en poco estas razones, aconseja-
ban que no había para qué hacer tanto caso de aquellos hombres,
pues que fácilmente podrían ser tomados para servirse de ellos,
como esclavos yanaconas”.
Atahuallpa fue uno de los menos recelosos, “juzgando que
más a su salvo podría hacer lo que pretendía de ellos mientras
más adentro los tuviese en la tierra, que en la (zona) marina, pues
que en sus navíos se podrían allí salvar”. Gracias a ello, los inva-
sores prosiguieron la entrada sin tropiezos.
En el Cuzco entre tanto llegaban nuevos informes procedentes
del norte. En la capital de los Incas crecía el rumor de que los
invasores eran seres sobrenaturales, “justicieros Viracochas” que
llegaban en socorro de Huáscar.
Titu Cusi Yupanqui, sobrino del Inca, escucharía las relacio-
nes de los correos, quienes decían, de los españoles: “Sin duda
no pueden ser menos que Viracochas, porque... vienen por el
viento y es gente barbuda y muy hermosa, muy blancos, comen
en platos de plata y las mismas ovejas (caballos) que los traen
a cuesta, las cuales son grandes tienen zapatos de plata; hechan
illapas (rayos) como el cielo. Mira tú si semejante gente, y que

63
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

de esta manera se rige y gobierna, serán Viracochas. Y visto por


nuestros ojos, hablar a solas con paños blancos y nombrar algu-
nos de nosotros por nuestros nombres sin se lo decir nadie, no
más de mirar el paño (papel) que tienen delante. Y más que es
gente que no se les aparecen sino las manos y la cara; y las tropas
que traen son mejores que las tuyas, porque tienen oro y plata; y
gente de esta manera y suerte ¿qué pueden ser sino Viracochas?”.
El estamento religioso, grupo de poder en el Cuzco, aceptó esa
versión, pues conforme relata Cieza “tenían tal acontecimiento
por milagro; creían que dios todopoderoso, a quien llaman Ticsi
Viracocha, envió del cielo aquellos hijos suyos para que apoya-
sen a Huáscar Inca”.
Hubo españoles que advirtieron la diversa impresión que cau-
só entre atahuallpistas y huascaristas la presencia de los invaso-
res: “el nombre de Viracocha nos pusieron sólo los vecinos del
Cuzco y aficionados a Huáscar, porque en el campo de Atahuall-
pa... no los llamaban sino Zungasapa que quiere decir barbudos”.
Entre la gente común del Perú, la creencia en los Viracochas
fue mayoritaria. Anota Juan José Vega que ese encanto no te-
nía otro origen que la mentalidad mágica de los nativos: “Estos,
ignorantes de la existencia de otros continentes, no tenían más
explicación que darse sino la de que los llegados habían salido
de las aguas del océano. Eran, por tanto, los Viracochas de los
cuales hablaban viejos mitos; esos mismos Viracochas que fu-
gazmente aparecieron durante los últimos años del reinado de
Huayna Cápac, sin que los indios supiesen jamás que se trataba
apenas de los breves desembarcos españoles en playas septen-
trionales durante el segundo viaje de Francisco Pizarro”.
XIX. AVANCE DE LOS ESPAÑOLES HASTA ZAÑA, POR
JAYANCA, TÚCUME, CINTO Y COLLIQUE.
Pasadas cuatro leguas adelante de Motupe hallaron los inva-
sores el hermoso y fresco valle de Jayanca, donde fueron recibi-

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

dos muy favorablemente por el curaca Caxusoli, que acababa de


triunfar sobre los Tucumes del sur, un grupo Chimú que se opuso
a la alianza con los invasores. Anota Cabello de Valboa “que en
este valle descansaron los españoles algunos días, durante los
cuales muchos principales y caciques de los valles (aledaños)
acudieron a ellos a saludarles de paz y amistad”.
Mientras tanto partieron en vanguardia, con la guía y auxilio
de buen número de señores Lambayeques y Chimúes, Hernando
de Soto y Hernando Pizarro. Pasaron a nado el “furioso y grande
río de“ La Leche, y dejando atrás los pequeños pueblos de Illimo,
Tucume y Mochumi entraron en Cinto, ciudad que hallaron casi
vacía, pues son moradores, atahuallpistas declarados, se habían
escondido en los alrededores.
De inmediato, Soto envió correos a Jayanca noticiando lo que
acontecía, y luego salío a explorar, logrando capturar a dos Cin-
teños a los cuales puso en tormento para averiguar las intencio-
nes de sus paisanos: El capitán -dice Mena- los ”mandó atar a
dos palos porque tuviesen temor; el uno dijo que no sabía de Ata-
huallpa, mas el otro (dijo que) hacía pocos días que había dejado
con el Atahuallpa el cacique señor de aquel pueblo”.
Supo asimismo Soto que “Atahuallpa estaba en el llano de
Cajamarca con mucha gente esperando a los cristianos, y mu-
chos indios guardaban los malos pasos que había en la sierra”. En
realidad esas avanzadas existían, pero no tenían orden de atacar
a los invasores. Empero, Soto se alarmó mucho cuando los tor-
turados le dijeron que los atahuallpistas “tenían por bandera la
camisa que el gobernador había enviado a Atahuallpa”. Fuera de
sí, pretendiendo conocer más detalles sobre el plan atahuallpista,
Soto torturó con fuego a los dos cinteños, pero no pudo arrancar-
les otra confesión.
Temeroso de caer en una emboscada, el capitán español re-
tornó a Jayanca, donde reveló a Pizarro lo averiguado. Este restó
importancia a los alarmantes informes, pues no le convenía mos-
65
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

trar preocupación, ni ante Soto siquiera, y sin más dio orden de


proseguir la entrada. Juan de Salcedo, “hombre de buen recaudo
y ardid en la guerra”, marcharía en retaguardia.
Para el cruce del río La Leche Pizarro ordenó “cortar árboles
de la una y de la otra parte del río, con que la gente y fardaje pa-
sase; y fueron hechos tres pontones, por donde en todo aquel día
pasó la hueste, y los caballos a nado”.
En Motupe Pizarro fue recibido por un “indio principal”,
huascarista que hasta entonces había permanecido “escondido
por temor”. Dijo éste haber presenciado la cruenta manera como
el ejército atahuallpista aplastó la resistencia lugareña, matando
cuatro de los cinco mil habitantes que tenía, apresando también
seiscientos mujeres y seiscientos mozos que devinieron siervos
de los caudillos triunfantes. Pizarro renovó ante este nuevo alia-
do sus expresiones a favor de los incaicos del sur, Y prosiguió la
marcha.
En Cinto se detuvieron por espacio de cuatro días. Conviene
anotar que algunas crónicas señalan que Cinto no era nombre del
pueblo, sino del caudillo atahuallpista que lo sometió, el mismo
que había marchado a Cajamarca antes de la llegada de los inva-
sores. Aquí Soto, empleando nuevamente sus salvajes métodos,
logró averiguar “que Atahuallpa esperaba de guerra en tres par-
tes, la una al pie de la sierra, y la otra en Cajamarca, con mucha
soberbia, diciendo que ha(bía) de matar a los cristianos”.
Pizarro empezó a preocuparse, más considerando que Maica-
vilca había incumplido su promesa de volver. Aunque no lo hizo
público, temió ser sorprendido y entendió que no había logrado
engañar a Maicavilca con sus fingidas muestras de amistad.
Esa preocupación le llevó a solicitar a un jefe tallán, Guacha-
puro según anota Trujillo, que le sirviera como espía en el campo
de Atahuallpa. El noble costeño no se atrevió a aceptar tan arries-
gada tarea, pero se ofreció para ir como embajador. Según refiere

66
Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

Xerez, Guachapuro habría respondido: “No osaré ir por espía;


más iré por tu mensajero a hablar con Atahuallpa y sabré si hay
gente de guerra en la sierra y el propósito que tiene Atahuallpa”.
Hubo de comprenderlo Pizarro, recomendando al tallán que le
informase apenas le fuera posible y con chasquis, de todo lo que
viese en su marcha hacia Cajamarca. Y luego, consetudinaria-
mente farsante, encargó que le dijera a Atahuallpa “que él sería
su amigo y hermano, y lo favorecería y ayudaría en la guerra”.
Finalmente, envió como regalos al Inca “una copa de Venecia,
y borceguís, y camisas de Holanda, y cuentas, (y) margaritas”,
según anota Diego de Trujillo.
Tras la partida de Guachapuro, Pizarro prosiguió el avance
hasta el cercano pueblo de Collique. Una embajada atahuallpista
le hizo aquí un buen recibimiento, ocultando su verdadero inte-
rés cual era el de espiar: “En el valle de Collique” -refiere Cie-
za- “hallaron cuatro orejones, criados de Atahuallpa, (quienes)
quisieron aguardar a los cristianos para verlos, y así aparecieron
delante de Pizarro sin ningún pavor... Dijeron que ellos eran cria-
dos de Atahuallpa y que estaban allí recogiendo los tributos a él
debidos... Su virtud mas era cautela, aunque no andaban por más
que ver y oler lo que había, para con brevedad subir a dar aviso a
Atahuallpa, su señor”.
Breve fue la estadía de los invasores en Collique. Prosiguien-
do la entrada, tras cruzar los ríos Lambayeque y Reque “en balsas
de calabazos los que no sabían nadar, y las sillas e los caballos
y hatos que había”, tomando dirección sur este llegaron a Zaña,
“población grande y de mucha comida y ropa de la tierra, que
había silos llenos de ella”.
Hernando Pizarro llamó La Ramada a este pueblo, donde “vis-
to que no volvía el mensajero de Atahuallpa” -según él mismo re-
fiere-, “quiso informarse de algunos indios que habían venido de
Cajamarca; y atormentáronse, y dijeron que habían oído que Ata-
huallpa esperaba al gobernador en la sierra para darle guerra”.

67
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

Se alarmó el jefe de los cristianos y puso a su tropa en forma-


ción de combate, enviando partidas de exploradores a los alre-
dedores. No se halló ninguna tropa amenazante, pero la hueste
invasora empezó a inquietarse. Temerosos de caer en una celada
atahuallpista muchos cristianos opinaron que era mejor seguir
por la “costa porque por el otro camino había una mala sierra de
pasar antes de llegar a Cajamarca, y en ella había gente de guerra
de Atahuallpa”. Sus voces, empero, fueron acallados por los jefes
de la expedición, que estaban dispuestos a enfrentarse de una vez
con Atahuallpa.
XX. EL CAMINO DE LA SIERRA. FATAL CONFIANZA DE
ATAHUALLPA. LAS MATANZAS DEL CUZCO.
Antes de emprender el ascenso de la cordillera, Pizarro creyó
oportuno conceder un descanso a sus tropas “y al pie de la sierra
reposaron un día”. Hubo junta de capitanes y personas experi-
mentadas, con quienes Pizarro fue preparando el plan de guerra.
A la mañana siguiente -8 de noviembre según dato de Juan
José Vega- Pizarro pasó revista a sus huestes y a los indios au-
xiliares. “Luego dejando a la mano derecha al camino que había
traído, porque aquel va siguiendo por aquellos valles a Chincha,
y este otro va a Cajamarca derecho”, inició la ascensión de la
cordillera “por una sierra pelada de muy malos pasos”.
En retaguardia marchaban cincuenta españoles, veinte de
ellos jinetes, al cuidado del fardaje que conducían los auxiliares
nativos. Adelante iban cuarenta jinetes y sesenta peones, enca-
bezados por los Pizarro y Soto. Salcedo recibió órdenes precisas
de ir “muy concertadamente” y se movería sólo tras recibir auto-
rización de Pizarro. Tan dificultoso se presentaba el camino que
“los caballeros llevaban sus caballos de diestro”. Y no tardó en
declararse el miedo entre los invasores.
“Algunos de los cristianos -cuenta Cieza- como comenzaron
a subir a la sierra, murmuraban de Pizarro porque con tan poca

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

gente iba a meterse en las manos de los enemigos; que mejor hu-
biera sido aguardar en los llanos, que no andar por sierras, donde
los caballos valen poco”.
Pizarro acalló esas quejas diciendo que ya era tarde para re-
troceder. Intuía el hábil caudillo que Atahuallpa no los estorbaría
sino hasta llegar a Cajamarca. Así se lo habían comunicado es-
pías tallanes infiltrados en el campamento incaico.
De habérselo propuesto, Atahuallpa hubiese destrozado fácil-
mente a la hueste invasora en esa sierra, de ello dejaron testi-
monio varios de los cristianos. Hernando Pizarro, que iba por
capitán general, relataría que “el camino era tan malo que de ve-
ras si... nos espera(ran)... muy ligeramente nos llevaran, porque
aun del diestro no podíamos llevar los caballos por los caminos,
y fuera del camino ni caballos ni peones. Y en esta sierra hasta
llegar a Cajamarca hay veinte leguas”.
Estete, testigo del suceso, diría “que si Atahuallpa se previ-
niera de tener allí gente, fuera excusado pasar adelante... (pero)
teniéndonos en muy poco... dio lugar y consintió que pasásemos
por aquel paso, y por otros muchos tan malos como él; porque...
su intención era vernos... y después de holgarse con nosotros to-
marnos los caballos y las cosas que a él más le placían y sacrifi-
car a los demás”.
Otro de los Pizarro, Pedro, señala que tras escuchar los infor-
mes de Maicavilca Atahuallpa se despreocupó mucho “porque si
nos tuviera en algo enviara gente a la subida de la sierra, que es
una cuesta de más de tres leguas, muy agria, donde hay muchos
pasos malos y no sabidos por los españoles. Con la tercera parte
de la gente que tenía, mataran a todos los españoles que subieran
a lo menos la mayor parte, y los que escaparan volvieran huyen-
do y en el camino fueran muertos... al subir esta sierra no faltó
temor harto, temiendo hubiese alguna gente emboscada que nos
tomase de sobresalto”.

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

En verdad Atahuallpa estaba asombrado de la audacia de los


invasores. Pese a lo cual persistió tercamente en menos preciar-
los. Menciona Sarmiento de Gamboa que por entonces hubo otro
consejo en Cajamarca, llegándose a la conclusión de que los in-
vasores no “eran dioses”. Luego, continúa el autor de “Historia
Índica”, Atahuallpa “aderezó su gente de guerra contra los espa-
ñoles”.
El dato también figura en la Crónica de Cieza: en Cajamarca
“se decía cómo aquellos barbados haraganes... por no servir, an-
daban de tierra en tierra comiendo y robando lo que hallaban”.
El Inca finalmente aceptaba la guerra a los españoles, pero an-
tes de liquidarlos -tarea fácil pensaba- había decidido “prender
al gobernador” en Cajamarca, donde le prepararía una trampa.
Asimismo tenía previsto “tomar los caballos y yeguas que era la
mejor que le pareció para hacer casta”.
Encerrándolos en Cajamarca, tal era el plan del Inca, los cris-
tianos serían sacrificados al Sol. “Pensaba tomarnos a manos”,
relata Juan Ruiz de Arce. Y había hasta pensado en perdonar a
algunos, “para castrarlos (y ponerlos al) servicio de su casa y
guarda de sus mujeres”. Para Atahuallpa, en esas horas decisivas,
el éxito de su proyecto dependía de que los invasores entrasen a
Cajamarca; allí -creía- no hallarían escapatoria. Lejos estaba de
sospechar que esa trampa se volvería contra él y los suyos.
Tras mediodía de subida, los invasores llegaron hasta una
fortaleza situada “encima de una sierra en un mal paso”, según
referencia de Xerez, donde descansaron y comieron. Padecían
ya el cambio de clima y la altura afectaba principalmente a los
caballos, “pues algunos de ellos se resfriaron”.
Prosiguiendo el ascenso, al llegar la noche del primer día, en-
contraron un pueblo (¿Tingues?), donde había “una casa fuerte,
cercada de piedra y labrada de cantería, tan ancha la cerca como
cualquier fortaleza de España, con sus puertas”. Cómodamente
durmieron allí los invasores y parte de su contingente aliado.
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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

No habiendo encontrado contratiempo en la marcha, Pizarro


envió mensajero ante Salcedo, el jefe de su retaguardia, ordenán-
dole venir en su seguimiento. Poca gente hallaron en ese pueblo;
apenas mujeres y ancianos. Se apresaron a dos de éstos que so-
metidos a tormento confesaron que desde varios días antes Ata-
huallpa ocupaba Cajamarca pero que ignoraba sus intenciones
respecto a los cristianos, aunque “habían oído que quería paz”.
A todas luces mentían, porque ese pueblo era totalmente adicto a
Atahuallpa, razón por la cual sus hombres habían marchado ante
el Inca, antes de la entrada de los cristianos.
Esa noche llegó a la tienda de Pizarro un correo de Guacha-
puro, el embajador tallán que Pizarro destacó ante Atahuallpa.
Informaba “que en el camino no había hallado gente de guerra”.
Al siguiente día, antes de reemprender la marcha, Pizarro envió
mensajero al jefe de su retaguardia, dándole a saber “que cami-
naría pequeña jornada por esperarle, y de allí caminaría toda la
gente junta”. Esa pequeña jornada llevó a los invasores hasta un
llano cercano a unos arroyos de agua. Plantaron allí campamen-
to, a la espera de los de Salcedo. al parecer, estaban en Nancho.
Abrigándose bajo sus toldos de algodón y haciendo fuego,
combatieron el intenso frío de la cordillera. La tierra, cuenta un
testigo, se presentaba “rasa de monte, toda llena de una yerba
como esparto corto... y las aguas eran tan frías, que no se podían
beber sin calentarla”.
A un mismo tiempo, llegaron al campamento español los de
retaguardia y una embajada de Atahuallpa. Pizarro recibió con
gran beneplácito a esta última, más aún cuando vio que traían
como regalo diez hermosos auquénidos: con ellos se saciaría el
hambre de la hueste. Se le preguntó cuándo se presentaría ante el
Inca, a lo cual respondió “que él iría lo más pronto que pudiese,
pues deseaba abrazar cuanto antes a su hermano”.
Almorzaron juntos los embajadores atahuallpistas y los capi-
tanes españoles, girando la conversación en torno a los últimos
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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

sucesos políticos acaecidos en el sur. Justificaron los de Atahuall-


pa la lucha de su caudillo y dijeron que el Cuzco había caído ya
en poder de sus tropas, tras los combates decisivos librados a
orillas del Apurímac.
Refiere Hernando Pizarro que esos emisarios señalaron que
toda la tierra estaba por Atahuallpa y que Huáscar era prisionero.
Efectivamente, por esos días tenían lugar en el Cuzco las terri-
bles matanzas de la facción huascarista.
El informe no dejó de alarmar a Pizarro, que quiso dudar de la
veracidad de los embajadores. Suponía que querían únicamente
atemorizarlo. Por ello, recuperándose un tanto, respondió cínica-
mente que se alegraba del triunfo de Atahuallpa y que esperaba
hacer él alianza, pero que si no lo quería -he aquí la muestra del
temor pizarrista- preparado estaba para hacerle la guerra. A Piza-
rro de ninguna manera le convenía mostrarse temeroso; de allí la
inesperada bravata.
Refiere Xerez, asistente al hecho, que los embajadores ata-
huallpistas, tras escuchar la amenaza de Pizarro, quedaron como
atónitos. No era para menos. El jefe cristiano que hasta entonces
se mostrara como posible amigo ahora descubría, tal vez en un
rapto impensado, sus verdaderas intenciones.
Era ello consecuencia de las noticias de que Huáscar estaba
prisionero. Así pues, los embajadores, sin contestarle, manifes-
taron luego su deseo de regresar a Cajamarca y se despidieron.
XXI. REAPARICIÓN DE MAICAVILCA. QUEJAS DE GUA-
CHAPURO. LOS INVASORES A LAS PUERTAS DE CAJA-
MARCA.
Todo el día siguiente, ininterrumpidamente, avanzó la hueste
invasora, para detenerse recién al caer al caer la noche, al llegar
a unos pueblos que “cerca de allí en un valle (se) halló”: Estaban
en Pallaques, donde pernoctaron.

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

Gran sorpresa causó a la mañana siguiente la reaparición de


Maicavilca en el campamento español. Su comitiva conducía
esta vez diez ovejas, “para sustento de los cristianos”. Mostró
nuevamente el orejón su atrevida desenvoltura: “parecía hombre
vivo, relataría Xerez”.
Pronunció Maicavilca grandes loas para Atahuallpa y su vic-
torioso ejército. No quiso ser menos que Pizarro en cuestión de
bravatas. aunque luego le dijo “que Atahuallpa le recibiría de paz
y... por amigo y hermano”. Ofreció a continuación un brindis a
los capitanes españoles y todos bebieron chicha en vasos de oro
fino que también trajo el noble incaico. Después anunció que se-
guiría desde allí con los cristianos, hasta llegar a Cajamarca. No
objetó Pizarro esa decisión y continuaron la marcha.
Poco después llegaron a un pueblo donde vieron “unos apo-
sentos del Inca”, decidiendo descansar allí un día. A dicho asien-
to llegó en ese lapso Guachapuro, el embajador tallán de Pizarro.
Su presencia vino a agitar la relativa tranquilidad del campamen-
to. Acusó el costeño a Maicavilca de ser desleal y de estar con-
duciendo a los cristianos hacia una trampa, porque a las afueras
de Cajamarca les esperaba gente de guerra de Atahuallpa. Intentó
incluso golpear al orejón, como queriendo dar más fuerza a su
denuncia.
La actitud de Guachapuro era consecuencia del resintimiento
que abrigaba por haber sido despreciado en Cajamarca, donde
Atahuallpa, por más que se anunció como embajador de Pizarro,
no se dignó recibirlo. El tallán no quiso que sus aliados lo tu-
vieran por incompetente y por eso informó haberse entrevistado
con un funcionarios incaico de menos jerarquía. En verdad lo
que quiso hacer Guachapuro en Cajamarca fue meter miedo a los
incaicos:
“Le(s) dije que los españoles son valiente hombres y muy
guerreros; que traen caballos que corren como el viento, y (que)
los que van en ellos llevan unas lanzas largas y con ellas matan a
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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

cuantos hallan, porque luego en dos saltos los alcanzan, y (que)


los caballos con los pies y boca matan muchos. Los cristianos
que andan a pie, dijo, son muy sueltos, y traen en un brazo una
rodela de madera con que se defienden y jubones fuertes colcha-
dos de algodón y unas espadas muy agudas que cortan por ambas
partes de golpe un hombre por medio, y a una oveja llevan la
cabeza, y con ella cortan todas las armas que los indios tienen; y
otros traen ballestas que tiran de lejos, que de cada saetada matan
un hombre, y tiros de pólvora que tiran pelotas de fuego, que
matan mucha gente”.
El poderío bélico de los españoles, descrito sin exageración
por Guachapuro, nada impresionó a los incrédulos atahuallpistas.
Basados en los informes de sus espías, siguieron creyendo que
los cristianos eran pocos “y que los caballos no traían lanzas”;
de los negros y aliados nativos (guatemalas, nicaraguas, tallanes,
cañaris, lambayeques, chimúes, etc.), contingente que sumaba
millares de hombres, ni siquiera se habló. Guachapuro fue obje-
to de burlas y hasta quisieron agredirlo por haberse unido a los
invasores. De todo eso dio cuenta el tallán ante la presencia de
Maicavilca, en ese pueblo que acaso fue el que hoy llamamos
San Pablo.
Lleno de rencor, Guachapuro dijo a Pizarro: “Tengo razón
de matar a éste (Maicavilca), porque siendo un llevador de Ata-
huallpa, como llevan dicho que es, habla contigo y come en tu
mesa, y a mí, que soy hombre principal, no me quisieron dejar
hablar con Atahuallpa ni darme de comer, y con buenas razones
me defendí que no me mataran”.
El tallán estuvo ciertamente a punto de ser muerto en Caja-
marca y sólo salvó diciendo que si eso ocurría igual suerte corre-
rían los embajadores atahuallpistas en el campo español. Pizarro
zanjó rápidamente esa disputa, calmando los ánimos. No le con-
venía apoyar al tallán, su aliado, y fingió disgustarse con él para
agradar al orejón.

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

Maicavilca entendió bien esa farsa. Luego explicó a Pizarro


que el pueblo de Cajamarca había sido desocupado precisamente
para dar cómodo alojamiento a los cristianos y que Atahuallpa, a
la cabeza de sus guerreros, acampaba en las afueras “porque así
lo tenía de costumbre desde que comenzó la guerra... asegurando
que... estaba esperando de paz”.
A todas luces, Maicavilca no quería que fracasase su tarea de
conducir a los invasores a la trampa de Cajamarca. Al día si-
guiente se reanudó la marcha. Caminaron hasta llegar al llano
de Zavana (¿Chetilla?), donde acamparon sabedores de que se
hallaban a medio día de Cajamarca. Poco después, nuevos em-
bajadores de Atahuallpa, portadores de comida, los visitaban. La
noche se pasó en ese lugar.
Al amanecer Pizarro tenía a su hueste formada en orden de
combate. Los temores crecían y -cuenta Xerez- “el gobernador
puso (a su gente) en concierto para la entrada en el pueblo e hizo
tres haces de los españoles de a pie y a caballo”. Antes de pro-
seguir la marcha, envió emisarios indios ante Atahuallpa, anun-
ciando su llegada.
El Inca, a la sazón, “estaba en una casa de recreo” (baños
de Cunoc), cercana a su campamento, apostado a orillas del río
Grande o de Cajamarca. Allí recibía continuos chasquis enviados
desde la ciudad por el curaca Carbacongo. Refiere Pedro Pizarro
que distaban media legua los baños del lugar donde se habían
instalado las tropas incaicas conformadas -dice- “por más de cua-
renta mil indios”.
XXII. LOS APRESTOS DE LA VÍSPERA. EL TEMOR DE
LOS INVASORES. ENTRADA DE ÉSTOS A CAJAMARCA.
Antes de emprender la jornada final, los invasores asistieron
a una misa de campo. Valverde confesó y comulgó allí a la ma-
yoría de los españoles que, fanáticos cristianos, querían asistir al
combate decisivo limpios de pecados, pues tal vez en él morirían.

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

Con gran cautela y creciente temor, se cubrió el último tra-


mo. Finalmente, cuenta Cristóbal de Mena, “antes de la hora de
vísperas llegamos a la vista del pueblo que e(ra) muy grande; y
hallamos pastores del real de Atahuallpa y vimos abajo del pue-
blo, a cerca de una legua, una casa cercada de árboles: Allí era
el real donde Atahuallpa nos estaba esperando. Era un jueves en
la tarde, que se contaron (quince) días del mes de” (noviembre)
añade Estete. Y la Relación a la reina de Hungría menciona que
“después de andadas 30 jornadas, llegaron a un valle donde está
un pueblo que se dice Cajamarca, cerca del cual, en una casa de
placer, (se) hall(aba) el cacique Atahuallpa con 30,000 hombres
de guerra”.
Un español allí presente dejó escrito que “dicho real ocupaba
más de legua y media de valle y eran tantas las tiendas que apa-
recían, que cierto nos puso harto espanto”.
Impresionado Juan Ruiz de Arce escribió que “parecía el real
de los indios una muy hermosa ciudad, porque todos tenían sus
tiendas”. En ellas, victoriosos, flameaban los estandartes incai-
cos atahuallpinos y las banderas tahuantinsuyanas.
Extasiados, los cristianos se habían detenido en el alto del
valle, sin decidirse a continuar. Hasta allí acudió un orejón en-
viado por Atahuallpa para darles la “bienvenida” oficial “y
significarle(s) que fuese(n) a alojarse a la ciudad de Cajamarca”.
Tal se lee en la Relación Francesa, repitiéndose el dato en la cró-
nica de Juan Ruiz de Arce:” Vino un mensajero de Atahuallpa
a decirnos que nos aposentásemos en la plaza; que él no podía
venir porque ayunaba aquel día”.
Pizarro no se hizo repetir la invitación. Nada ganaba quedán-
dose allí, en la altura, y era bueno posesionarse de la ciudad,
donde mejor se defendería de un probable ataque. Así que ordenó
a su gente desfilar hacia Cajamarca. Cuenta Mena “que entró pri-
mero el señor Hernando Pizarro con alguna gente”.

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

Granizaba mucho aquella tarde. Luego entraron los demás


con “harto temor de los muchos indios que estaban en el real.
Refiere un español que en aquel grave momento no esperaban
otro socorro, sino el de Dios”.
En Cajamarca sólo encontraron unos cuatrocientos indios;
gente “popular”, según Estete, aunque les salieron al paso tam-
bién algunos guerreros, curiosos desbandados del campo ata-
huallpista, Herrera relata que en un extremo de la plaza vieron un
grupo de mujeres que lloraban. Les impresionó el cuadro, más
aún cuando los intérpretes dijeron que esa indias se lamentaron
de la cólera que en Atahuallpa había motivado la presencia de los
invasores que, según anunciaban, morirían todos con seguridad.
Cuenta un cristiano que a grandes voces los llamaban locos
por haberse atrevido a entrar en Cajamarca. Quienes más sintie-
ron el efecto de ese recibimiento fueron los indios aliados, “que
lloraban diciendo que presto los habían de matar los que estaban
con Atahuallpa”. No eran cobardes los españoles. Al contrario,
algunos de sus caudillos descollaban por su valentía, aunque ésta
era nacida de una ambición desmedida. Pero aquel día en Caja-
marca según confesaría uno de los Pizarro, “muchos españoles
se orinaban de puro temor”. En medio de la plaza esperaron los
invasores “mucho rato”, con “los de a caballo sin apearse hasta
ver si Atahuallpa venía”,
Mas, como acreciera la lluvia de granizo, “mandó el gober-
nador a los españoles que se aposentasen a los aposentos de esta
plaza, y el capitán de artillería, con los tiros, en la fortaleza”. Esto
último se hizo contra el parecer de los embajadores de Atahuall-
pa, que le recomendaron no entrar en la fortaleza. Pizarro no tuvo
otra alternativa; sólo desde allí serían los suficientemente efecti-
vos sus cañones en caso de un masivo ataque incaico. Ninguna
esperanza se hacía el jefe cristiano en el aparente recibimiento
pacífico. Sabía que Atahuallpa se preparaba a aniquilarlos. La
cuestión era entonces adelantarse a esos planes.

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

XXIII. LOS PLANES DE PIZARRO. LA ENTREVISTA DE


CUNOC. ÚLTIMAS DISPOSICIONES DE ATAHUALLPA.
Pizarro proyectó atacar, de noche y por sorpresa, en los ba-
ños de Cunoc. Era necesario espiar esa posición y encargó tal
tarea a Hernando de Soto, que marcharía en calidad de embaja-
dor acompañado de veinte jinetes y doscientos auxiliares indios.
Por si Cunoc resultara difícil de tomar, Soto quedó facultado para
invitar al Inca a una reunión con Pizarro. Este era el segundo
plan: tender una celada a Atahuallpa, capturándolo a traición.
Preso el Inca -sabía bien Pizarro- sus guerreros no se atreverían
a atacarlos.
Con gran temor entró Soto a Cunoc y fue conducido hasta la
tienda imperial. Atahuallpa no se dignó recibirlo; al contrario,
quiso demostrarle el mayor menosprecio. Suponía Atahuallpa
que los españoles habían caído en la trampa y por tanto consideró
ya innecesario fingirles amistad. Soto hizo larga espera antes de
ser admitido cerca del Inca, que altivo y soberbió no contestó su
solemne saludo ni le dirigió palabra alguna. Rodeado de mujeres
y de altos cortesanos, Atahuallpa despreció al extranjero.
La tardanza de Soto preocupó a los españoles en Cajamarca.
Hernando Pizarro, el más inquieto, consiguió entonces permiso
para marchar a Cunoc. Llegó a la tienda del Inca cuando Soto se
aprestaba a dejarla, y de inmediato, soberbio como era, se pre-
sentó como hermano del jefe de los cristianos. Avisado de su
calidad, Atahuallpa recibió los saludos de Hernando y le contestó
burlonamente refiriéndole que Maicavilca los había calificado de
flojos en cosas de guerra.
Entrando en confianza, Hernando desmintió la versión de
Maicavilca, ofreciendo sus soldados para cualquier empresa que
Atahuallpa tuviese a bien ordenar. Fue tan vehemente en querer
demostrar el arrojo de los cristianos -relata el propio Hernando-
que el Inca “sonrióse como hombre que no nos tenía en tanto”.
Otros testigos dicen que hasta se burló de la bravuconada del
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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

español; ignoraba el poderío del acero y de la pólvora, y desco-


nocía el poder de la caballería.
Luego, Atahuallpa ofreció un brindis, que Hernando y Soto
aceptaron mal de su grado, temiendo ser envenenados. Soto re-
conoció que sería suicida un ataque en Cunoc y cumpliendo lo
encargado por Francisco Pizarro, propuso al Inca una reunión en
Cajamarca. Variando bruscamente su tono, nuevamente amena-
zador, Atahuallpa en vez de contestar esa propuesta increpó a los
españoles su conducta en la costa, que había conocido en detalle
gracias a su servicio de espionaje. Nada pudieron replicar los
cristianos cuando se les recordó su bárbara conducta en Puná y
Tumbes, la matanza de indios nobles en La Chira, y la masacre
de Caxas. Soto y Hernando temieron lo peor, pero el Inca, mos-
trándose repentinamente amable, les dijo que aceptaba reunirse
con Pizarro y que acudiría al siguiente día a Cajamarca.
Asegurada la concurrencia de Atahuallpa, los cristianos se
despidieron y salieron a todo galope de Cunoc. Tal la famosa
entrevista, a la que las versiones españolas agregaron algunos
detalles poco probables de haber ocurrido, como que Soto cara-
coleó su corcel cerca del trono del Inca. El miedo que le produjo
la decidida actitud de Atahuallpa no permitiría tal bravata.
Atahuallpa confiaba en que pronto pondrían fin a la aventura
de los invasores. Por ello, no bien terminada la entrevista, im-
partió una orden fatal: “Aquella misma noche despachó veinte
mil indios con un capitán suyo que se llamaba Rumi Ñahui, con
muchas sogas, que tomasen las espaldas a los españoles, y secre-
tamente estuviesen para cuando huyesen de ellos y los atasen,
creyendo que al otro día, vista la mucha gente que llevaría, todos
se habrían de huir”.
En vano intentó Rumi Ñahui que se revocase tal orden, y se
escandalizó en extremo cuando Atahuallpa anunció que iría a ver
a los cristianos sin acompañamiento de guerreros; pero finalmen-
te hubo de obedecer, dejando constancia de que no lo hacía a su
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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

agrado. Así, pues, el ejército atahuallpista tomó posiciones en


las afueras de la ciudad, sobre el camino de la costa. Para colmo,
ordenó Atahuallpa que las armas quedaran en el campamento;
bastarían -según él- las boleadoras para coger a los invasores.
Ciega fue la confianza del Inca; y fatal.
Nadie durmió aquella noche en el campo español. Pizarro ulti-
maba los detalles de su plan, mientras sus soldados, impacientes,
alistaban sus armas. También preparaban las suyas los numero-
sos indios aliados. Hernando Pizarro pasó aquellas horas a la ca-
beza de los centinelas.
XXIV. LA TRAGEDIA. PRISIÓN DE ATAHUALLPA, GENO-
CIDIO EN CAJAMARCA Y RETIRADA DE RUMI ÑAHUI.
Amaneció así el 16 de noviembre de 1532. Atahuallpa, contra
lo prometido, tardaba en comparecer. Dice Porras que entonces
“acreció con la inquietud el fervor religioso de los cristianos. Los
soldados, muchos de los cuales habían pasado la noche en ora-
ción, instigados por los frailes que acompañaban al ejército, se
aplicaron recias disciplinarias hasta hacerse sangrar, para conju-
rar en su auxilio el favor del cielo”. Pizarro no dejaba de animar-
los; ordenándoles que “sin alboroto se armasen y tuviesen sus
caballos ensillados y a punto”.
Luego, hizo que los diversos cuerpos de su ejército tomasen
posiciones de combate: “mandó al capitán de artillería que tu-
viese los tiros asentados hacia el campo de Atahuallpa y cuando
viese que convenía, que les pusiese fuego. Y en las calles que
entran a la plaza mandó estar gente de a pie, porque si hubiese
celada por las espaldas estuviese todo prevenido y hallasen resis-
tencia en la entrada, y que éstos estuviesen secretos sin que fue-
sen vistos. Y con su persona tomó el gobernador veinte hombres
de a pie, y con ellos estuvo en su aposento, porque éstos tuviesen
cargo con él de prender la persona de Atahuallpa; ... y mandó que
fuese tomado a vida, y a todos los demás mandó que no saliesen
alguno de su posada, aunque viesen entrar los contrarios en la
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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

plaza. Y dijo que él tenía atalaya para que viendo que venían avi-
saran cuando oyesen decir ¡Santiago!”. Los roles protagónicos
de la celada les fueron conferidos al padre Valverde y al intérpre-
te Felipillo. Ellos se encargarían de salir al encuentro del Inca.
Durante toda la mañana, del campo de Atahuallpa apenas sa-
lieron partidas de exploradores. El Inca parecía ajeno a lo que
estaba ocurriendo. Preguntó a Pizarro, vía sus embajadores, si
debería o no concurrir armado. Dice Cieza que a esas horas Ata-
huallpa “estaba muy orgulloso (porque) parecíale que por ningu-
na manera podría suceder cosa que bastase a estorbar el que no
matase o prendiese a los cristianos”.
Recién entrada la tarde, el atalaya español de la fortaleza de
Cajamarca anunció que el cortejo del Inca se ponía en marcha,
y le faltaron palabras para describir el espectáculo que contem-
plaba. Miles de personas desfilaban acompañando a Atahuallpa:
“Había de todo. Nobles, cortesanos, favoritas, eunucos, curacas
y todavía buena parte de su ejército. Iba también mucho pueblo
atraído de todos los alrededores por la rara fama de los extraños
visitantes. Alguien comparó el séquito con el del gran Turco”.
Sorpresivamente, a poco de iniciada la marcha, el cortejo se
detuvo. Inmenso pánico causó este hecho a la gente de Pizarro y
hasta se pensó en salir a combatir, creyéndose frustrada la cela-
da. Entonces, “viendo el gobernador que el sol se quería poner
y Atahuallpa no se había movido de donde había reparado”, pi-
dió un voluntario que fuese rogar al Inca cumpliese su promesa.
El temerario Hernando de Aldana aceptó la comisión y llegando
ante la presencia del Inca “le hizo su acatamiento y por señas le
dijo que caminase y fuese donde el gobernador estaba”. No reci-
bió respuesta alguna y aterrorizado, viendose rodeado de rostros
amenazantes, “a paso largo volvió donde estaba Pizarro”, en me-
dio de la burla de los incaicos.
Lo sucedido con Aldana hizo vacilar a mucha gente. Refie-
ren las crónicas “que a algunos hasta se les soltaba el vientre de
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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

ver tan cercana tantos indios. Los espías de Atahuallpa remitían


entretanto informes señalando que los españoles estaban todos
metidos en un galpón, llenos de miedo, y ninguno aparecía por
la plaza”. Lleno de confianza, Atahuallpa ordenó entonces entrar
en la ciudad. Dejemos a Oviedo el relato de esta impresionante
marcha:
“La delantera de la gente comenzó a entrar en la plaza, y venía
delante un escuadrón de indios vestidos de una librea de colores
hecha como escaques. Estos venían quitando las pajas del suelo,
y barriendo y limpiando el camino, y poniendo en él mantas.
Tras éstos venían otros tres escuadrones vestidos de otra manera,
todos cantando y bailando; y luego venían otros escuadrones de
mucha gente con armaduras y patenas y coronas de oro y pla-
ta. Entre éstos de estas armaduras venía Atahuallpa en una litera
todo aforrado, de dentro y de fuera, de plumas de papagayos de
muchos colores, tan bien asentada la pluma que parecía que allí
había nacido, y guarnecida toda la litera de chapas de oro y plata,
la cual traían muchos indios... en literas y hamacas venían otras
personas principales; y tras estas literas, mucha gente, toda pues-
ta en concierto y por su escuadras, con coronas de oro y plata en
las cabezas”.
Un grupo de doce o quince incaicos, según vio Hernando Piza-
rro, subió entonces a una pequeña fortaleza situada en la entrada
de la ciudad “y tomáronla a manera de posesión con una bandera
puesta en la lanza”. Pizarro juzgó ese gesto como revelador de
hostilidad y renovó las órdenes a su gente. Tuvo especial cuidado
en recordar al griego Pedro de Candia, jefe de artillería, que “en
haciéndole una señal desde el galpón... soltase el tiro y tocasen
las trompetas”. Dice Mena que dicha artillería la formaban “ocho
o nueve escopeteros y cuatro tiros..., brezos pequeños”. Habría
de tener rol preponderante en el ataque.
Llegado Atahuallpa a la plaza se sorprendió de no ver a cris-
tiano alguno. Preguntó entonces: “¿Qué es de esto bárbaros? ¿ya

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

están todos escondidos que no aparece ninguno?”. Y sus más cer-


canos cortesanos le respondieron: “Señor, están escondidos de
miedo”.
Pizarro, que observaba la escena desde su escondite, hizo en-
tonces señal a Valverde para que saliera a cumplir su cometido.
Acompañado de un intérprete, y de Hernando de Aldana, según
Pedro Pizarro, acudió el fraile a presencia del Inca y luego de ha-
berle leído el Requerimiento, le dijo: “Atahuallpa, el gobernador
te está esperando y te ruega que vayas, porque no cenará sin ti”.
A lo que el Inca respondió: “Habéisme robado la tierra por
donde habéis venido y ahora estáme esperando para cenar. No he
de pasar de aquí si no me traéis todo el oro y la plata y esclavos
y ropa que traéis y tenéis, y no lo trayendo téngoos que matar a
todos”. Y ordenó “que se fuesen para bellacos y ladrones”.
Altivo y de pie en sus andas, Atahuallpa anunció que haría
todo lo que le viniese en voluntad. Actuaba, pues, como el señor
de uno de los más grandes imperios del mundo. Pese a todo, in-
sistió Valverde, ahora moviendo constantemente el breviario que
portaba. Cuenta Estete que el temerario fraile “comenzó a decir
cosas de la sagrada escritura” “y que Nuestro Señor Jesucristo
mandaba que entre los suyos no hubiese guerra sino paz y que él
en su nombre así se lo pedía y requería”.
Con el rostro congestionado por la ira, por haber oido hablar
a Valverde de un poderoso emperador y de un desconocido dios
a los cuales debía someter su persona y su imperio, le arrancó el
breviario que tanto agitaba y lo arrojó con furia por los suelos. Y,
antes de que el fraile se repusiera del asombro, Atahuallpa dijo a
grandes voces: “¡Ea, Ea, que no escape ninguno!”.
Esa orden, contestada por la multitud con un estentóreo “¡Ho,
Inca!” que significaba aprobación, volvió a Valverde a la realidad
y lleno de miedo, alzándose la sotana, corrió en dirección adon-
de estaba Pizarro gritandole, fuera de sí: “¡No véis lo que pasa!

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

¿Para qué estáis en comedimientos y requerimiento con este pe-


rro lleno de soberbia... ¡Salid, que yo os absuelvo!”.
Entonces Pizarro agitó una toalla. Era la señal convenida con
el griego Candia, que de inmediato soltó el tiro, “y en sotándole
tocaron las trompetas y salieron los de a caballo en tropel y el
marqués con los de apie”.
Empezó entonces para los nativos una inesperada tragedia.
Yacovilca, espía huascarista infiltrado en Cajamarca, vio cómo
“los dichos españoles arremetieron con gran furia al dicho Ata-
huallpa y a los capitanes que con él estaban”.
Al grito de ¡Santiago y a ellos!, cargó la caballería mientras
tronaban los cañones y se disparaban unos veinte arcabuces y
mosquetes. Se soltó a todos los perros feroces. Mientras tanto
una lluvia de penetrantes saetas barrían el campo.
Los jinetes cargaron reciamente tajando, acuchillando y ma-
sacrando sin tregua a esa muchedumbre desconcertada. Sorpren-
didos, los miles de indios no atinaron a defenderse además, no
tenían armas para hacerlo- huyendo en el más indescriptible des-
orden.
Así lo recordó Pedro Pizarro: “Con el estruendo del tiro y las
trompetas y tropel de los caballos, con los cascabeles, los indios
se embarazaron y se cortaron. Los españoles dieron en ellos y
empezaron a matar, y fue tanto el miedo de los indios que por
huir, no pudieron salir por la puerta, derribando un lienzo de una
pared de la cerca de la plaza, de largo de más de dos mil pasos
y de alto de más de estado. Los de a caballo fueron en su segui-
miento hasta los baños, donde hicieron más estrago, e hicieran
más si no anocheciera”.
En tanto que Xerez dejó este testimonio: “En todo esto no alzó
el indio armas contra español; porque fue tanto el espanto que
tuvieron de ver al gobernador entre ellos y soltar de improviso la
caballería y entrar los caballos al tropel, como era cosa que nunca

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

habían visto, que con gran turbación procuraban más huir por
salvar las vidas que hacer guerra”.
Atahuallpa que debió comprender en esos trágicos momentos
cuan grave había sido su error de no llevar consigo a sus guerre-
ros, contemplaba con ojos de incredulidad a esa muchedumbre
enloquecida. Unicamente se mantenía en su puesto su guardia
personal, ofreciéndose en holocausto por defenderlo: “con gran-
des voces y alaridos... comenzaron los indios arremolinar al de-
rredor del dicho Atahuallpa porque no le tomasen y los españoles
no hacían sino herir y matar”, relata un testigo huascarista.
Mientras que Xerez dice: “todos los que traían las andas de
Atahuallpa pareció ser hombres principales, los cuales todos mu-
rieron, y también los que venían en las literas y hamacas; y el de
una litera que era su paje y señor a quien él mucho estimaba (el
de Chincha); y los otros eran también señores de mucha gente y
consejeros suyos; murió también el señor de Cajamarca. Otros
capitanes murieron (en) gran número”.
Unánime fue la admiración de los cronistas por aquellos he-
roicos defensores. Pero el sacrificio fue vano. Al cabo, Atahuall-
pa fue capturado:
“El marqués fue a dar con las andas de Atahuallpa y el her-
mano (Hernando) con el señor de Chincha, al cual mataron allí
en las andas; y lo mismo fuera de Atahuallpa si no se hallara el
marqués allí, porque no podían derribarle de las andas, que aun-
que mataban los indios que las tenían, se metían luego otros de
refresco a sustentarlas, y de esta manera estuvieron un gran rato
forcejeando y matando indios y, de cansado, un español tiró una
cuchillada para matarlo, y el marqués don Francisco Pizarro se le
reparó, y de reparo le hirió en la mano... a cuya causa el marqués
dio voces diciendo: ‘Nadie hiere al indio so pena de la vida’.
Entendido esto, aguijaron siete a ocho españoles y asieron de un
borde las andas, y haciendo fuerzas las trastornaron a un lado, y
así fue preso el Atahuallpa”.
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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

Dos horas, desde las cuatro de la tarde aproximadamente, duró


la matanza, hasta que -dice Juan Ruiz de Arce- “andando los de a
caballo alanceando por la vega, siendo ya de noche, tocaron una
trompeta (para) que nos recogiéramos al real”.
No se sabe con precisión cuántos indios murieron en aquella
espantosa carnicería. Tal vez fueron ocho mil, tasajeados por las
espadas, pisoteados por los cascos de los caballos, asfixiados,
acuchillados por los indios pro-españoles y negros o destrozados
por las mandíbulas de perros antropófagos. De lo que no cabe
duda es que ese día se inició la historia del genocidio en el Perú.
En otro orden de cosas, sólo ese día, según la Relación Fran-
cesa, “el botín que entonces fue tomado (se) estim(ó) en cuarenta
mil castellanos de oro y treinta mil marcos de plata y hubieran
tenido más si no hubiera sido de noche”. Versiones de los sol-
dados allí actuantes dan cifras distintas: Hernando citó cuarenta
mil castellanos de oro y cinco mil marcos de plata; Xerez siete
mil marcos de plata y catorce esmeraldas y Mena cincuenta mil
pesos de oro.
El amanecer del 17 de noviembre de 1531 ofreció en Caja-
marca un cuadro por demás horripilante. Sobre un suelo tinto de
sangre podía verse, inertes, multitud de cuerpos, y brazos, pier-
nas y cabezas desprendidas de ellos. No había para los invasores
enemigo a la vista.
Rumi Ñahui, a la cabeza del ejército que se estacionó en las
afueras de la ciudad, marchaba ya camino a Quito, dolido de
que Atahuallpa, desoyendo sus advertencias, hubiese caído en
una trampa. Sin armas mayores, puesto que éstas quedaron en el
campamento, y tras escuchar los increíbles relatos de los sobrevi-
vientes de la masacre, entendió que hubiese sido suicida enfren-
tar a los españoles. Pero al retirarse, el bravo adalid atahuallpista
hacía solemne promesa de hacerles la guerra, una vez que sus
tropas se reoganizaran.

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

XXV. EL ASESINATO DE ATAHUALLPA.


Más de medio año permanecería el grueso del ejército inva-
sor en Cajamarca. Durante ese tiempo llegó nuevo contingente
de cristianos ávidos de riqueza, al mando de Diego de Almagro.
Y Hernando Pizarro expedicionó sobre la costa, hasta Pachacá-
mac, en busca de tesoros. Intentó Atahuallpa obtener su libertad
ofreciendo un fabuloso rescate. Este fue aceptado por Francisco
Pizarro y hasta Cajamarca, desde todos los rincones del Tahuan-
tinsuyo, llegaron cargas de oro y plata como jamás imaginaron
los invasores.
También en ese tiempo murió Huáscar, ultimado por orden de
Atahuallpa que supo de los afanes de su hermano por entenderse
con los cristianos. Las tropas atahuallpistas, que aún dominaban
las principales regiones del país (Cuzco, Jauja y Quito), perma-
necieron a la expectativa, como a la espera de una orden para
iniciar la guerra contra los invasores. Bien entendió ello Piza-
rro y entonces, pretendiendo descabezar al movimiento incaico
opositor, proyectó el asesinato de Atahuallpa, desconociendo la
promesa de libertad que le hiciera al aceptar el rescate.
El 26 de julio de 1533 se consumó en la plaza de Cajamarca el
indigno ajusticiamiento, hecho que marcaría un hito trascenden-
tal en nuestra historia: el fin de la Epoca de la Autonomía Andina
y el inicio de Epoca de la Dependencia Externa del Perú.
Mucho se ha escrito sobre las particulares circunstancias bajo
las cuales fue condenado a muerte el desventurado Inca. Por una
parte, se ha querido justificar la sentencia como una medida po-
lítica que Pizarro no pudo de ningún modo eludir. De la otra, se
ha considerado el hecho como un asesinato premeditado, porque
desde un principio tuvo Pizarro en su corazón condenado a muer-
te al Inca. El jefe de los invasores fue consciente de que la muerte
de Atahuallpa sería necesaria para continuar la conquista y supo
preparar sagazmente los artificios que le permitieron “legalizar”
lo que desde mucho tiempo antes había meditado.
87
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

Súbitamente se esparcieron por el campo de los cristianos


alarmantes noticias acerca de una contraofensiva incaica que
desde su prisión Atahuallpa habría preparado. Bastó ello para
que Pizarro ordenara la apertura de un “proceso”, donde se acu-
mularon una serie de acusaciones que quisieron “justificar” la
inevitable condena.
Tal como anota Juan José Vega, se discutió, al margen de la
justicia, sobre daño o provecho de que siguiera con vida Ata-
huallpa. Principales autores intelectuales de la muerte del Inca
fueron los llegados con Almagro, que tuvieron ínfima participa-
ción en el reparto; los codiciosos oficiales reales; el tenebroso
fraile Valverde; los declarantes nativos pro-españoles; los Hurin
Cuzco deseosos de vengar la muerte de Huáscar y Felipillo, el
joven intérprete obsesionado en poseer a una hermana de Ata-
huallpa.
Hernando Pizarro, que por conveniencia se mostrara muy
amigo del Inca, había partido meses antes a España. Como presa-
giando su final, Atahuallpa lo despidió diciéndole: “Te vas, capi-
tán, y lo siento, porque en faltando tú, ese tuerto (Almagro) y ese
gordo (Riquelme) acabarán conmigo”. Hernando de Soto, otro
favorecedor del Inca, fue asimismo alejado a tiempo por Pizarro,
so pretexto de que era necesario efectuar un reconocimiento al
interior. Además de los citados tuvo Atahuallpa otros varios de-
fensores; Garcilaso dice que fueron más de cincuenta y Oviedo
nombra a los doce principales.
Los más graves “cargos” que se levantaron contra el Inca fue-
ron: usurpación del imperio, muerte de Huáscar y de centenares
de cuzqueños, idolatría y conspiración contra España. Todos ca-
recían de fundamento.
¿Con qué derecho podían los invasores juzgar sobre la rea-
lidad política del imperio que desconocían? Atahuallpa había
buscado defender el orden dinástico, los fueros del ejército y los
derechos de su panaca, y por eso aceptó la guerra que le declaró
88
Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

Huáscar, derrotándolo y reprimir sangrientamente lo que consi-


deró una sublevación de los miembros del corrupto clero solar
cuzqueño, que soliviantaron a los Hurin y a los miembros de la
panaca de Túpac Inca Yupanqui.
El tercero de los cargos fue hasta ridículo: varios testimonios
españoles nos presentan a un Atahuallpa iconoclasta y está de-
más recordar lo lógico que resultaba su desconocimiento de la
religión cristiana. Pero el último de los “cargos” fue hasta cierto
punto real; es más, de haberlo sido en efecto, honra en mucho a
quien, en este caso, vendría a ser el primer adalid de la resisten-
cia incaica. Y creemos muy posible que Atahuallpa, en prisión,
urdiese una tremenda reacción contra los invasores. Como jefe
supremo del ejército incaico, habría impartido órdenes precisas
a sus lugartenientes Chalco Chima, Apo Quisquis y Rumi Ñahui
para que se dispusieran a combatir.
Un curaca cajamarquino fue el primero en denunciar el plan
conspirativo: “Hágote saber -dijo a Pizarro-, que después que
Atahuallpa fue preso, envió a Quito, su tierra, y por todas las
otras provincias, a hacer junta de guerra para venir sobre los es-
pañoles a matarlos a todos. Tal versión consta en la crónica de
Xerez, mientras que Pedro Sancho de la Hoz anota que muchos
caciques... sin temor, tormento ni amenaza, voluntariamente di-
jeron y confesaron esta conjuración. Estete, otro testigo, confir-
ma que todos a una dijeron que era verdad que él mandaba venir
sobre nosotros para que le salvasen y nos matasen”.
A partir de esa delación la suerte del Inca estaba echada. Fue
entonces encadenado del pescuezo, vejado y sometido a estrecha
vigilancia. Relatan los testimonios cristianos que se comprobó la
veracidad de los rumores: “Súpose que (los incaicos atahuallpis-
tas) estaban en tierra muy agria y que se venían acercando”. Más
tarde Hernando de Soto y Rodrigo Orgóñez dirían que no vieron
tal peligro; pero es de suponer también que los conspiradores se
ocultaran de los exploradores.

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

La causa, sentencia y ejecución, todo se efectuó prontamente.


La mayoría consideró de necesidad imperiosa sancionar la muer-
te del Inca, para asegurar el dominio del Perú y sus propias vidas.
Protestaron algunos, que incluso solicitaron acudir a la justicia
del emperador, pues dicha muerte sería en desdoro y mengua de
la nación española manchando las hazañas de ellos mismos, por-
que se le había prometido la libertad en virtud de un valioso res-
cate. Pero se impuso el criterio de la soldadesca y, contra la moral
y la justicia, Atahuallpa fue sentenciado a morir en la hoguera.
Valverde dio su apoyo al veredicto y esto apaciguó la conciencia
de muchos de los opositores, consumándose de este modo -dice
el inglés Makham- uno de los más horrorosos crímenes que pue-
de registrarse.
El Inca se resignó a su muerte, aunque luego de hacer solemne
protesta. Su último deseo fue entrevistarse con algunos fidelísi-
mos partidarios, en los cuales confió la orden de iniciar la guerra
a muerte contra los invasores. Luego, aceptó ser bautizado, no
porque quisiera hacerse cristiano sino porque entre los Incas era
la hoguera una pena infamante y Pizarro le había prometido, si se
“convertía”, cambiársela por la de estrangulamiento. Recibió en-
tonces el nombre de Francisco. Momentos después sus verdugos,
esclavos moriscos, le quemaron los cabellos y luego lo ataron a
un poste. Allí fue ultimado al anochecer. Como dice Mendiburu,
“esperóse la noche para sustraer de la luz y envolver en las tinie-
blas la última escena de tan negra atrocidad”.
Su cadáver quedó expuesto hasta el día siguiente en que se le
hicieron funerales pomposos. En medio de ellos, un espeluznante
espectáculo se ofrecería a los ojos de los asesinos: estando en la
iglesia cantando los oficios de defunción a Atahuallpa, presen-
te al cuerpo -relata Estete- “llegaron ciertas señoras, hermanas
y mujeres suyas, y otros privados con gran estruendo y dijeron
que les hiciesen aquella huesa muy mayor, porque era costumbre
cuando el gran señor moría que todos aquellos que bien lo que-

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

rían se enterrasen vivos con él”. Trataron de impedir los cristia-


nos tales suicidios, pero aquellos se fueron a sus aposentos y se
ahorcaron todos ellos y ellas.
La muerte de Atahuallpa fue recibida con satisfacción por
los incaicos huascaristas y por los ingenuos curacas locales que
creían haber recuperado su autonomía. Sólo los incaicos Hanan
pachacutinos comprendieron las funestas consecuencias del he-
cho; porque sólo ellos supieron enfrentarse a los invasores en
este primer momento de la conquista.
Pizarro procedió luego a nombrar un monarca nativo que sir-
viera sus planes. Coronó así a Túpac Huallpa, un hijo secundario
de Huayna Cápac, que se convirtió de esa manera en el primer
gobernante dependiente de un poder extranjero en el Perú.
Partidos los españoles para el Cuzco, el cadáver de Atahuallpa
fue desenterrado y llevado a Quito por sus más esforzados leales,
posiblemente a las órdenes del capitán general Cusi Yupanqui.
Antes de morir -según refiere Pedro Pizarro- el Inca había pro-
metido que si no le quemaban volvería a este mundo. Nació en-
tonces el Inkarrí, que se convirtió en creencia esperanzadora para
el mundo andino, una vez que sobrevino la dominación colonial.
En la clase popular el asesinato de Atahuallpa motivó unánime
repulsa hacia los cristianos. Según testimonio del huarochirano
Caroallalli “los indios y principales, por causa de lo susodicho,
tomaron muy grande odio y enemistad a los conquistadores y
pobladores y otros españoles que vinieron a estos reinos”.
Conocida la tragedia, los principales caudillos atahuallpistas
se reunieron en Junta de Guerra. Acordaron finalmente iniciar la
resistencia armada a los invasores, gran guerra patria que puso de
relieve el valor y heroísmo de los guerreros incaicos, épica gesta
que duraría cuarenta años, de 1533 a 1572, abarcando la totalidad
del desgarrado Tahuantinsuyo, desde los llanos de la costa hasta
las faldas del Aconcagua.

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

XXVI. LA RESISTENCIA INCAICA ATAHUALLPISTA.


La resistencia incaica tuvo tres fases claramente definidas: la
resistencia incaica atahuallpista, la gesta liberadora de Manco
Inca y la lucha desde el reducto de Vilcabamba. Desde su prisión
ordenó Atahuallpa la muerte de Huáscar y el inicio de la guerra
contra los españoles. Conocida su muerte, las banderas de la re-
sistencia fueron enarboladas por las huestes que condujeron sus
generales Challco Chima, Apo Quizquiz y Rumi Ñahui.
Por esos días, en medio del caos, se acentuó la rebelión de
los señores locales contra el imperio, y los reyezuelos Chimúes,
Chachapoyas, Huancas y Cañaris creyeron ver en los españoles
oportunos colaboradores para recuperar su autonomía de otrora;
en consecuencia, no tardaron en unírseles por oleadas, para lu-
char aliados contra los incaicos atahuallpistas, que ocupaban aún
gran parte del Tahuantinsuyo.
Se rebelaron también contra el imperio miles de yanaconas
del campo, aprovechando que los orejones centraban toda su
atención en la guerra. Los españoles supieron aprovechar tan fa-
vorable coyuntura, proclamando apoyo a toda rebelión, logrando
de esa manera que grandes contingentes de yanaconas cambiaran
el amo nativo por el cristiano.
Así pues, grupos rebeldes, de varias naciones y clases socia-
les, tomaron las ar-mas contra los Incas, a su vez enfrentados
entre sí. En tan grave confusión sólo los incaicos atahuallpistas,
nucleados en torno a sus generales Challco Chima, Apo Quiz-
quiz y Rumi Ñahui, tuvieron plena conciencia de las fatales con-
secuencias que acarrearía la invasión española. Y la combatieron
heroicamente, sin ningún apoyo.
Se batieron solos contra los españoles; y además de enfrentar
a un enemigo muy superior en número, lo más trágico fue la infe-
rioridad de su aparato bélico. Ello no obstante, su lucha fue tenaz
y bravía; y numerosas batallas, en el centro y norte del derrum-

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

bado imperio, dieron fe de su abnegada y digna constancia en


la defensa del suelo patrio. Sobre esta historia ha escrito varios
libros cumbres Juan José Vega.
En la ruta de Cajamarca al Cuzco, ellos se enfrentaron con
suerte adversa a los españoles. El pacto entre éstos y los incaicos
tradicionalistas quedó bárbaramente sellado en Jaquijaguana,
donde para contentar al entonces joven Manco Inca, Pizarro hizo
quemar vivo al general Challco Chima, que poco antes cayera
prisionero ingenuamente.
En noviembre de 1533 Apo Quizquis intentó contener el avan-
ce español sobre el Cuzco y tras ser derrotado en Paruro optó por
la retirada al norte. Por medio de chasquis había tenido noticia de
que el general Rumiñahui combatía por su parte en el septentrión
andino a huestes invasoras recién llegadas.
Al cabo, entre 1534 y 1535, tanto Apo Quizquiz como Rumi
Ñahui ofrendaron la vida, ambos cerca de Quito, el primero ase-
sinado por un orejón contrario a proseguir la resistencia y el se-
gundo que-mado vivo por los españoles. El historiador Andrade
Reimiers, recordando esta tragedia, dice que “el Quito cristiano
surgió sobre las cenizas de estos famosos héroes”.
XXVII. LA GUERRA DE MANCO INCA.
De 1536 a 1544 se prolongaría la segunda fase de la guerra
hispano incaica. Fue una verdadera guerra de reconquista, como
la llama Edmundo Guillén, y la sostuvieron los núcleos incaicos
cuzqueños, incluso aquellos que en un primer momento presta-
ron ingenuo apoyo a los españoles.
Muertos los caudillos de la resistencia incaica atahuallpista,
dispersos sus partidarios, los españoles creyeron consolidada la
conquista. Se equivocaron, pues poco tardó Manco Inca en tomar
conciencia del cambio fatal producido en su pretendido imperio,
del cual fuera reconocido Inca por Pizarro cuando era apenas un
adolescente. Dos años después del fatídico pacto de Jaquijagua-

93
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

na, Manco vio con más claridad, al ser testigo de una situación
cada vez peor para los suyos. Y comprendió, tal vez ya tarde, que
había sido vilmente engañado por los que en 1533 se presentaron
como sus aliados.
Porque tras el aniquilamiento de la resistencia incaica ata-
huallpista, los españoles revelaron sus miras ya sin tapujos. Des-
apareció el trato amistoso hacia la facción de orejones que los ha-
bían apoyado y fue reemplazado con violaciones, saqueos, robos,
torturas, humillaciones y asesinatos.
Del respeto falaz se paso al vejamen -refiere Juan José Vega-,
y del cinismo a la burla. Y el propio Manco pasó a ser víctima de
tales afrentas. Entonces fue que se arrepintió del grave error de
otrora, reconociendo póstumamente la heroicidad y justa causa
de los incaicos de la facción atahuallpista, a los que tan ciega-
mente antes combatiera.
Reunió en secreto a los orejones, deplorando ante ellos haber
servido a los españoles en el aniquilamiento de los generales ata-
huallpistas; y los exhortó a desatar la guerra total por recuperar la
autonomía, pronunciando un discurso que bien puede inscribirse
como el primer documento de la lucha libertadora del Perú, testi-
monio que fue publicado por el cronista Cieza de León.
“ A Atahuallpa lo mataron sin razón -dijo-, e hicieron lo mis-
mo de sus capitanes Challco Chima, Rumi Ñahui, Zopezopahua.
También han muerto en Quito, en fuego, (a Quizquiz y sus ca-
maradas), para que las ánimas se quemen con los cuerpos y no
puedan ir a gozar del cielo. Paréceme -continuó el Inca- que no
será cosa justa ni honesta que tal consintamos, sino que procure-
mos con toda determinación morir sin quedar ninguno, o matar a
estos enemigos nuestros tan crueles”.
Retomó así Manco Inca los ideales por los que se sacrificaron
otros adalides patriotas entre 1533 y 1534. Libertad o Muerte fue
su consigna, y la habría de cumplir fielmente, junto a Vila Oma,

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

Kusi Titu Wallpa (Cahuide), Tisoc Inca, Quizu Yupanqui y otros


cientos de héroes incaicos.
En la nueva actitud de Manco Inca mucho tuvo que ver la
influencia que recibió de Vila Oma, orejón de los Hanan Cuzco,
formado en la corte de Atahuallpa y reconocido por éste como
sumo sacerdote y a la vez principal caudillo militar. Tras un in-
tento fallido, Manco pudo burlar la vigilancia que sobre él ejer-
cían los españoles, pasando a Calca donde desató la guerra de
reconquista en mayo de 1536.
Por entonces, Francisco Pizarro residía ya en Lima, la flaman-
te capital de la gobernación española del Perú, habiendo dejado a
sus hermanos al mando del Cuzco, luego de que su socio Diego
de Almagro fuera astutamente alejado, camino de Chile.
A no dudarlo, la guerra de reconquista incaica es uno de los
temas más importantes de la historia de los pueblos andinos. Y
existe importante bibliografía especializada, siendo ya clásicos
los libros de Juan José Vega, Edmundo Guillén Guillén, Rómulo
Cúneo Vidal, Horacio Villanueva Urteaga y Waldemar Espinoza
Soriano. Ellos han reconstruido en extenso el decurso de ese mo-
vimiento en sus varias etapas. Sus libros y ensayos constituyen
aportes significativos y trascendentales.
Pero ellos mismos también han señalado reiteradamente
que queda aún mucho por investigar y esclarecer, pues el mate-
rial documental, publicado e inédito, dista mucho de haber sido
revisado y cotejado del todo. Por lo demás, desde diversas ópti-
cas siempre podrán encontrarse capítulos aún ignorados o poco
esclarecidos. Por ello, las crónicas clásicas seguirán mereciendo
especial atención, como también las colecciones documentales
que hace ya mucho editaran publicistas de la talla de José Toribio
Medina, Roberto Levillier y Raúl Porras Barrenechea.
Pero si bien es cierto que la guerra de Manco Inca contra los
conquistadores españoles ha sido descrita en detalle por con-

95
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

notados historiadores, ella no se refleja con la importancia que


debiera en los textos oficiales de difusión masiva, consecuencia
derivada de programas educativos cuyos contenidos debieran ser
reformulados.
En esa gesta épica la historiografía reconoce como momentos
cumbres el cerco del Cuzco, la campaña sobre Lima y la retira-
da a Vilcabamba. Pero poco ha reparado en que paralelamente
al estallido de la rebelión en el Cuzco, la región meridional del
otrora floreciente Imperio de los Incas fue también conmovida.
A la luz de la investigación documental debe concluirse en que
no se trató de sucesos aislados, sino que estuvieron concatenados
con el magno proyecto de reconquista.
Porque el primer objetivo de Manco Inca fue dividir a los es-
pañoles que ocupaban el Perú. Estos tenían ya sus propias con-
tradicciones (almagristas contra pizarristas/ conquistadores ricos
contra conquistadores pobres), pero el propósito era distanciarlos
físicamente. Así fue que los voceros de la resistencia nativa pro-
palaron la versión de que Chile era otro Perú, esto es, que conte-
nía similares riquezas en metales preciosos. Con ello motivaron
la ambición de Diego de Almagro, quien se propuso marchar a
la conquista de Chiri, como se llamaba a esa región del sur para
llegar a la cual, por la ruta incaica del sureste, preciso era atra-
vesar gélidas cordilleras. De allí el nombre Chiri, equivalente a
frío. Francisco Pizarro, el otro caudillo español, dio crédito a esa
versión toda vez que anhelaba alejar del Perú a su socio y rival,
razón por la cual auspició con vehemencia su marcha. Lejos es-
taban de suponer ambos jefes hispanos que, una vez distanciados
físicamente, Manco Inca desataría la guerra contra ellos.
Existen pruebas documentales de que Manco Inca se fijó como
uno de sus principales objetivos aniquilar a los que iban con Al-
magro. Pudo ello hacerse en la ruta de Charcas, como al parecer
lo proyectó Vila Oma. Pero luego se optó por intentarlo en Chile,
donde actuaría como principal conspirador el famoso intérprete

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

Felipillo. Así pues, en el original plan de Manco Inca se pro-


yectó abrir tres frentes de guerra: atacar el Cuzco que por esos
días custodiaban los hermanos de Francisco Pizarro; enviar una
expedición al mando del general Quizu Yupanqui sobre Lima, la
flamante capital de la emergente gobernación española del Perú,
donde residía Francisco Pizarro; y desatar la resistencia nativa
contra el ejército de Diego de Almagro, en su marcha a Chile por
la ruta de Bolivia y Argentina.
Bien se sabe que el asedio al Cuzco fracasó tras varios com-
bates en Sacsahuaman, debiendo retirarse Manco Inca primero
a Ollantaytambo y después a la agreste región montañosa de
Vilcabamba. Quizu Yupanqui, por su parte, si bien derrotó en la
sierra central a varias columnas enemigas, y estuvo a un paso de
tomar Lima, sucumbió finalmente ante el crecido número de sus
adversarios, pues Francisco Pizarro recibió apoyo no sólo de las
guarniciones españolas del norte del Perú, como San Miguel de
Piura y Chachapoyas, sino también de otras posesiones hispanas
de América.
En la ruta a Chile se verificó también la resistencia nativa, has-
ta que finalmente Almagro descubrió e hizo prisionero a quien en
secreto la generaba, Felipillo. Éste había sido convenientemente
aleccionado por Vila Oma y al optar por la causa patriota quiso
tal vez enmendar su conducta de otrora, cuando sirviera a Pizarro
contra Atahuallpa. Lo cierto es que en 1536 Felipillo murió en la
hoguera, a las faldas del Aconcagua.
Desde Vilcabamba Manco Inca atacó de continuo a los espa-
ñoles que viajaban entre Lima y Cuzco, razón por la cual en 1539
hubo de fundarse entre ambas la ciudad de San Juan de la Fron-
tera de Huamanga. Para entonces, las contradicciones entre los
conquistadores habían originado ya las llamadas guerras civiles,
en las cuales se verían también envueltas las poblaciones nativas.
Por desgracia, las contradicciones internas prosiguieron, aflu-
yendo, entre otras, la subyacente que siempre había existido entre
97
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

príncipes de madres incaicas y príncipes de madres provincianas.


Se entiende así el por qué las crónicas mencionaron constante-
mente que Manco fue combatido por sus propios hermanos. El
caso más notorio fue el de Paullo Topa, hijo de Guayna Cápac en
una princesa de Huaylas. Atendiendo a las tradicionales normas
incaicas, Paullo nunca hubiera podido ceñir la mascaypacha, por
ser príncipe de madre provinciana, pues ese derecho era exclu-
sivo de los príncipes de ascendencia incaica por vía paterna y
materna, como fue el caso de Manco Inca. Pero en medio del
trastorno provocado por la conquista española, Paullo rompió
con la tradición, logrando que Almagro, a quien sirvió esforza-
damente, lo proclamase nuevo Inca. En los tiempos posteriores,
descendientes de ambas ramas reclamarían el derecho de ser re-
conocidos como Incas.
Pese a sus encomiables esfuerzos, Manco no pudo lograr la
unidad nacional: y tal como había sucedido en la primera fase,
ésta siguió enfrentando a hermanos de raza y cultura. Con Paullo
Inca se alinearon los príncipes semicuzqueños -si bien no to-
dos-; y también combatieron a Manco, entre otras naciones, las
de los Huancas, Chachapoyas y Cañaris, además de algunos gru-
pos Yungas. El soporte principal del movimiento de reconquista
fue el Cuzco y la región que alcanzó plenamente la influencia
incaica: aquella ceñida por los ríos Vilcanota y Apurímac. Pero
la guerra se extendió de Quito a Tucumán, aunque sin mando
único, a causa de insalvables rivalidades. Por otro lado, es justo
reconocer que varias naciones amazónicas, hasta entonces autó-
nomas, se solidarizaron con la causa de Manco y lo sostuvieron
en la última etapa de su lucha.
XXVIII. GUERRAS CIVILES ENTRE LOS ESPAÑOLES Y
ASESINATO DE MANCO INCA.
Paralelamente se agravaron por aquellos años las contradic-
ciones entre los invasores españoles. En la batalla de Las Salinas,
el 6 de abril de 1538, el ejército pizarrista derrotó al de Almagro,

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

quien poco después fue ejecutado. Tres años después el hijo mes-
tizo de Almagro, llamado también Diego, acaudilló en Lima un
golpe de estado que terminó con la vida de Francisco Pizarro.
Dicho enfrentamiento dio pretexto a la corona española para
intervenir directamente en los asuntos del Perú. Y vino aquí,
con título de gobernador, el licenciado Cristóbal Vaca de Castro,
cuyo ejército derrotó al almagrista en la batalla de Chupas, el 16
de setiembre de 1542. Almagro el Mozo y varios de sus partida-
rios fueron ejecutados, huyendo unos pocos que hallaron asilo en
Vilcabamba.
Ciertamente, Manco no fue ajeno en ningún momento a las
luchas entre los españoles. Entabló relaciones con el joven Al-
magro y acordó apoyarlo en su lucha contra Vaca de Castro; pero
éste descubrió esa comunicación y precipitó la batalla antes de
que pudieran unirse. Se entiende así que Manco acogiera en su
reducto a los sobrevivientes de Chupas. A la postre ello le iba a
resultar fatal.
La intervención de la corona española en el Perú se acentuó
en 1542, al crearse el virreinato y dictarse las Nuevas Leyes de
Indias. Se arguyó que éstas amenguarían el maltrato de las pobla-
ciones nativas americanas, varias de las cuales fueron extermina-
das. Pero en realidad la corona quiso con ello asumir el control
de la colonia, para lo cual le era de necesidad acabar con los
conquistadores. Estos, por mercedes otorgadas por la corona, por
las cautoridades coloniales y por sus jefes, habían recibido enco-
miendas, esto es tierras y hombres, convirtiéndose en poderosos
señores feudales.
En tales circunstancias el primer virrey del Perú, Blasco
Núñez de Vela, pretendió aplicar las Nuevas Leyes, generando
la oposición de los encomenderos, que se declararon en abierta
rebelión acaudillados por Gonzalo Pizarro. Pese a todo el virrey
instaló en Lima la Real Audiencia, cuyos miembros terminaron
derrocándolo, temerosos de la creciente fuerza que Gonzalo reu-
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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

nió en su marcha del Cuzco a la capital, donde entró apoteósica-


mente el 28 de octubre de 1544.
Fue por entonces que los almagristas refugiados en Vilca-
bamba, en circunstancias nada precisas, asesinaron arteramente
a Manco Inca. Refiere Edmundo Guillén que procedieron así los
asesinos para granjearse simpatías entre los partidarios de Gon-
zalo en el Cuzco. Sea como fuere, la conmoción fue tremenda
y frustró los planes del Inca por capturar el Cuzco, hacia donde
había enviado una vanguardia a órdenes del capitán Puma Supa.
Mencionaremos aparte lo que sucedió luego en Vilcabamba.
Retomando el hilo de nuestro relato, diremos que ante el
avance gonzalista y carente de apoyo en la capital, el virrey fue
depuesto por los oidores y enviado por mar a Panamá, pero pudo
huir en el trayecto y desembarcando en la costa norte se encami-
nó a Quito y luego a Popayán. Allí reorganizó sus fuerzas apo-
yado por auxilios que recibió de varias regiones del Perú y otras
posesiones americanas. Así fortalecido contramarchó a Quito, en
cuyas afueras enfrentó con adversa suerte al ejército rebelde, el
18 de enero de 1546. Fue degollado en el propio campo de ba-
talla y Gonzalo Pîzarro quedó como nuevo gobernador del Perú.
Para entonces, ya la corona española había reaccionado, en-
viando al Perú con amplios poderes al licenciado Pedro Gasca,
a quien se facultó para mandar en el Perú como el propio empe-
rador. Promesas de nuevos dones, como también amenazas, pro-
vocaron la defección en las filas rebeldes. Los más poderosos
encomenderos no tardaron en marchar al encuentro de Gasca,
que a su llegada a Panamá tomó el control de la armada y muy
pronto se hizo de un considerable ejército.
Ante ello Gonzalo abandonó Lima, encaminándose al Cuz-
co por la vía de Arequipa. Perdió en el trayecto la mitad de su
ejército, por deserciones, no obstante lo cual fue apoteósico su
recibimiento en la otrora capital imperial. Resaltó sobre todo el
apoyo que le dieron algunos sobrevivientes de la nobleza incaica,
100
Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

razón por la cual su lugarteniente Francisco de Carvajal le propu-


so tomar por esposa a una princesa incaica y proclamarse rey del
Perú. De haberlo aceptado, y de haber triunfado con apoyo indí-
gena Gonzalo Pizarro, el Perú hubiese sido independiente desde
1547, gobernado por un linaje de mestizos.
Ello no ocurrió y Gonzalo acudió a su cita final en Jaquija-
guana, el 9 de abril de 1548. No hubo allí batalla propiamente
dicha, sino deserción en masa. Apenas murieron tres realistas y
quince rebeldes, pero la represión posterior fue terrible. Gonzalo
y sus principales capitanes fueron ejecutados, dictándose prisión
y destierro para sus demás seguidores.
Gasca hizo en Guaynarímac un nuevo reparto del Perú, pero
poco duró en el gobierno, pues la corona había decidido ya for-
talecer el virreinato. Quedaron en el Perú algunos españoles des-
contentos, y los menos favorecidos asumieron un proyecto au-
tónomo en 1553, comandados por Francisco Hernández Girón,
quien lideró lo que llamó el “ejército de los pobres”, siendo su
esposa, Mencia de Sosa reconocida como reina del Perú por sus
adeptos. Fracasó Girón y terminó degollado en Lima, el 7 de
diciembre de 1554.
XXIX. LA RESISTENCIA INCAICA DE VILCABAMBA.
Resquebrajado el poder político de los conquistadores y con-
solidado el gobierno virreinal en el Perú, la corona española, vía
sus representantes en la colonia, se abocó a una tarea imposter-
gable: la aniquilación de los líderes incaicos de Vilcabamba, a
quienes propios y extraños consideraban aún como “señores na-
turales del Perú”.
Ea que el asesinato de Manco Inca no marcó el fin de la resis-
tencia incaica a los españoles. En la montaña de Vilcabamba, ba-
luarte patriota, desde 1545 hasta 1572 reinaron los últimos Incas
de la resistencia, para ser finalmente aniquilados bajo la tiranía
del virrey Toledo.

101
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

Tres Incas ceñirían la mascaypacha autónoma durante aquel


lapso, los tres hijos de Manco Inca: Sayri Túpac, Titu Kusi Yu-
panqui y Túpac Amaru. En el Cuzco, paralelamente, Paullo Inca
y sus descendientes representarían el papel de Incas títeres, de-
pendientes del poder opresor, ocupando el palacio de Collcam-
pata.
Vilcabamba constituyó siempre un peligroso núcleo de resis-
tencia, un enclave independiente dentro del imperio conquistado,
cuya influencia siempre se temió suscitara un levantamiento ge-
neral contra los españoles en todo el Perú.
Región de quebradas, entre los ríos Apurímac y Vilcamayo
(Urubamba), el dominio autónomo de los Incas de la resistencia
abarcaría una extensión de cuarenta millas. Al oeste, el Apurí-
mac constituiría su barrera natural; al este, el Vilcamayo; al nor-
te, una curva del mismo río y al sur la ciudad de Huamanga, jus-
tamente llamada San Juan de la Frontera, como se ha dicho. Pero
su influencia traspasó esos límites: muchas naciones amazónicas
circunvecinas reconocieron la autoridad de los Incas de Vilca-
bamba y les sirvieron con mitas y tributos voluntarios. El oidor
Juan de Matienzo referió al respecto: “Es mucha gente y mucha
tierra la que posee, que son la provincia de Vitcos, y la provincia
de Manaríes, y la de Cachumanchay y la provincia de Nigrias,
y la de Opatari y la de Paucarmayo; éstas están en la cordillera
que va a dar a la Mar del Norte y hacia los Chunchos; asimismo,
la provincia de Pilcozuni, que es hacia la parte de Rupa Rupa y
la provincia de Guaranipu, y la de Peati, y la de Chiranana, y la
de Chiponana. Todas estas provincias obedecen al Inca y le dan
tributo”.
Las entradas a ese territorio estaban celosamente custodiadas
por guerreros de la resistencia y los caminos y puentes de acceso
en su mayoría estaban cortados. Repe-tirían por ello los españo-
les que Vilcabamba “estaba de frontera en medio del reino”. Ade-
más, advirtieron con alarma que, vistos los efectos de la conquis-

102
Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

ta, en varias regiones del Perú, para mediados del siglo XVI, se
despertaban simpatías por la causa que enarbolaban los Incas de
Vilcabamba, quienes exhortaban a rechazar la cultura extranjera
y prepararse para una gran insurrección general.
Los efectos de la dominación colonial motivaron un proyec-
to de unidad india panandina. Porque de uno a otro confín del
país de dieron las luchas nativistas, en el ciclo que la historia
conoce como del Taki Onccoy (danza del dolor), desarrollado
principalmente en la región central del Perú. Según los líderes
de ese movimiento, había sobrevenido el caos para los pueblos
andinos por el hecho de haber aceptado al dios de los cristianos;
preciso era entonces destruir sus imágenes y volver al culto de
los dioses ancestrales. Para debelar ese movimiento las autorida-
des coloniales decretaron la llamada “extirpación de idolatrías”,
reprimiendo con rigor a los caudillos nativistas.
En Vilcabamba hubo sectores que viendo la tremenda superio-
ridad bélica de los españoles aceptaron la apertura de negociacio-
nes. Pero en 1571 el Inca Titu Kusi, que las había aceptado, fue
muerto en oscuras circunstancias, ciñendo la mascaypacha autó-
noma Túpac Amaru, líder del sector radical antihispano. Contra
él declaró la guerra a muerte el virrey Francisco de Toledo, y un
poderoso ejército invadió el reducto patriota por varios frentes.
La primera batalla se libró por la posesión del puente de Chu-
quichaka. Allí fue decisiva la acción de la artillería española,
cuyo mortífero poder no pudieron contrarrestar los guerreros in-
caicos. Un segundo combate se dio cerca de la fortaleza de Guay-
na Pukara, que luego de heroica resistencia cayó en poder de los
virreinales. Túpac Amaru ordenó la retirada por Simaponte, en
demanda de los Manaríes, guerreros amazónicos que ya tenían
dispuestas balsas y canoas para salvar al Inca. Pero a medio ca-
mino Túpac Amaru fue alcanzado, librándose un tercer combate
en el que cayó prisionero, junto a sus familiares y principales
lugartenientes.

103
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

Se les condujo entonces al Cuzco, donde tras juicio sumario el


virrey Toledo dictó contra ellos pena de muerte. Ante una plaza
colmada de pobladores nativos, que lamentaban la tragedia, Tú-
pac Amaru, invocando en su postrer aliento al dios Pachacámac,
fue decapitado el 24 de mayo de 1572.
Terminó así la vida del último descendiente en línea recta del
linaje de los emperadores Incas. Terminó también con él, la re-
sistencia de Vilcabamba. Pero los ideales de estos patriotas, que
hasta el final supieron mantenerse independientes, serían pronta-
mente recogidos por muchos otros luchadores nativos, que pro-
tagonizarían las tantas rebeliones con las que el poblador andino
manifestó su rechazo a la dominación española.
XXX. LA TRAGEDIA DE LOS SIGLOS XVI Y XVII.
El aniquilamiento de la resistencia incaica determinó para los
pueblos andinos y amazónicos su sometimiento como país depen-
diente a una metrópoli extranjera. Esto de ninguna manera trajo
progreso a la población aborigen, sino todo lo contrario, España,
aparte de destruir completamente la maquinaria productiva sin
ofrecer nada a cambio, resucitó en el país dominado formas ya
superadas en la historia occidental. Posiblemente consideró ello
de conveniencia para una más segura sujeción, pero paradójica-
mente se puso al margen del desarrollo del naciente capitalismo,
porque malgastó en lujos y guerras el oro y plata que a raudales
afluyó de sus principales colonias americanas, convirtiéndose a
la postre en uno de los países más atrasados de Europa.
El imperio español sólo enviaría al naciente Perú una buro-
cracia, civil, militar y eclesiástica cada cierto tiempo renovable,
personal éste que se encargó de organizar y dirigir el aparato co-
lonial, aprovechando en lo posible las instituciones nativas, a las
que dio un nuevo ordenamiento.
La dominación española provocó un grave trastorno en el
devenir de los pueblos andinos, pero no destruyendo del todo sus

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

principales instituciones, sino dándoles un nuevo revestimien-


to, con lo cual fueron alterándose las relaciones sobre las que se
asentaban sus anteriores estructuras. Nathan Wachtel ha explica-
do así esta mutación: “La dominación española, al servirse de
las instituciones incaicas, acarrea al mismo tiempo su descompo-
sición; sin que esto signifique, sin embargo, el nacimiento de un
mundo nuevo, radicalmente extraño al antiguo. Al contrario, por
el término de desestructuración entendemos la supervivencia de
estructuras antiguas o de elementos parciales de ellas, pero fue-
ra del contexto relativamente coherente en el cual se situaban;
después de la conquista subsisten restos del estado Inca, pero el
cimiento que los unía se ha desintegrado”.
La combinación de los principios de reciprocidad y redistri-
bución, que en cierta manera habían sostenido las estructuras
económicas del estado Inca, fue anulada a partir de la intromi-
sión europea, de manera que propiedad, producción y tributación
fueron notoriamente alteradas. La jerarquía del cuadro social
aparentemente continuó: los orejones fueron sustituidos por los
españoles, muchos curacas se mantuvieron en sus puestos y el
pueblo campesino siguió siendo el sector dominado. Pero a la
progresista casta de los orejones, en la que destacaba una buro-
cracia que dirigía excelentemente la maquinaria de producción,
sucedió la opresora y depredadora clase dominante española,
que trasladando aquí formas esclavistas y feudales condenó a las
grandes mayorías a una miseria hasta entonces desconocida. Así.
a partir de la invasión española se iban a formar en el Perú dos
mundos diametralmente opuestos: el occidental dominante y el
andino dominado; aquél poseedor de todos los derechos, éste su-
jeto de todos los deberes, imperando en esta relación la violencia,
el terror y el genocidio como métodos preponderantes.
La presencia europea determinó la brusca disminución de la
población del Perú. Las guerras de conquista, las entradas, el
sometimiento forzoso y luego las epidemias de viruela, rubeola

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Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

y gripe, cuyos agentes fueron los invasores, determinaron una


brusca caída demográfica. De consecuencias catastróficas fueron
las guerras del siglo XVI, en las cuales militó una mayoría nati-
va; en la resistencia a los invasores murieron decenas de millares
y otros tantos en las contiendas civiles entre los conquistadores.
Abundan testimonios españoles al respecto, pero conviene citar
la versión de los orejones que en 1542, cuando las guerras esta-
ban en su plenitud, declararon lo siguiente:
“La pacificación de este reino después del alzamiento gene-
ral, costó infinita gente de indios, por la grande mortandad que
resultó de este alzamiento; lo primero fue en el cerco, de la mul-
titud de indios que en las guazabaras y reencuentros de los ar-
cabuces y ballestas y de los de a caballo, de infinitos indios que
quedaban muertos y tendidos en las calles, que no había cuenta
en ellos, no solamente en la ciudad del Cuzco y sus arrabales,
sino en todo el reino del Perú; que habiendo de conquistar todo
la tierra de nuevo como se conquistó, fue a fuerza de sangre que
de nuevo se derramó”.
Consecuencia inmediata de esas guerras y de la consiguiente
despoblación, fruto del indiscriminado reclutamiento forzado,
fue la destrucción de la maquinaria productiva, pues se abando-
naron los campos de cultivo por carencia de brazos y se paraliza-
ron los grandes trabajos por ausencia irremediable de dirigentes.
Entonces hizo su aparición el hambre, otra plaga que hasta en-
tonces había desconocido el poblador andino y que tuvo visos
increíbles de tragedia: “por la inquietud y andar los indios en la
guerra -declararon los Quipucamayos- en más de tres años no
sembraron ningún género de mantenimientos... y todos cuantos
niños hubo de indios hasta de edad de seis a siete años, todos
murieron de hambre, sin quedar ninguno, los viejos e impedidos”
“Sosegado” el país , vale decir, terminadas las guerras y es-
tabilizado el gobierno de los virreyes, los nuevos amos del Perú,
en vez de poner remedio a la situación, legalizaron los abusos

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

contra la población nativa. El trabajo forzado en las minas que se


abrieron por doquier no respetó el límite fisiológico de la energía
humana explotada, y se transformó en opresión mortal siendo
causa principal del exterminio de indios. La peor calamidad fue
la mita colonial, respecto a la cual se escribieron testimonios es-
calofriantes, como el consignado por el franciscano Buenaventu-
ra de Salinas y Córdova, que copiamos a renglón seguido:
“Es lastima ver traer a los indios de cincuenta en cincuenta
y de ciento en ciento, ensartados como malhechores, en ramales
y argolleras de hierro; y las mujeres, los hijuelos y parientes se
despiden de los templos, dejan tapiadas sus casas, y los van si-
guiendo, dando alaridos al cielo, des-greñados los cabellos, can-
tando en su lengua endechas tristes y lamentaciones lúgubres,
despidiéndose de ellos, sin esperanza de volverlos a ver, porque
allí se quedan y e mueren infelizmente”
La propiedad de la tierra fue usurpada por los españoles, que
no sólo se adueñaron de las que en época anterior pertenecieron
a los orejones, sino que luego, al crecer en número y ambición,
fueron apoderándose de la tierras que desde siempre las comu-
nidades nativas habían tenido como propiedad usufructuaria. Y
esto dañó sobremanera la concepción mental del poblador andi-
no, que nada pudo hacer por contener dicho trastorno.
La usurpación de los españoles procuró siempre revestirse de
un manto legalista, primero obteniendo concesiones de los Ca-
bildos dada su calidad de “vecinos”, con los repartimientos y en-
comiendas, y luego utilizando numerosas argucias, válidas todas
porque en sociedad tan diferenciada no hubo posibilidad de queja
para los perjudicados. Ocuparon la tierra de hecho, actuando con
violencia y arguyendo toda suerte de “justificaciones”.
Entre ellas fueron escandalosas las que se lograron vía el tri-
buto. Este fue “reformado” por el nuevo régimen; si durante la
época incaica las comunidades habían tributado fundamental-
mente su fuerza de trabajo, en la medida de sus posibilidades y
107
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

con reciprocidad, los españoles generalizaron a partir de la época


toledana la tributación en especies y en dinero, iniciando la pro-
letarización del poblador nativo. Éste jamás lograría tener dinero
para usarlo como lo usaron sus explotadores; apenas lo obtendría
para pagar sólo una parte del tributo que se le impuso.
Obligados a tributar o morir, los oprimidos emplearon la
mayor parte de su tiempo -casi todo- en trabajar para pagar el
tributo, empleándose en haciendas, obrajes y minas, abando-
nando, por tanto, las tierras que cultivaban. Y, aparte, debieron
prestar obligada concurrencia al nuevo tipo de mita establecido
por los españoles: si antes éstas sirvieron para provecho del es-
tado incaico, y también, en menor escala, de la masa campesina
(construcción de caminos, andenes, irrigaciones, abastecimiento
de tambos y colcas, etc.), a partir del triunfo hispano se convirtió
en servicio obligatorio sin ningún beneficio para los explotados,
siendo al contrario causa de su exterminio, principalmente en la
extracción de metales preciosos.
El abandono que hacían los campesinos de sus tierras para
servir en las mitas o para marchar en busca del trabajo remune-
rado que sirviera para el pago del tributo, fue aprovechado por
los españoles para usurparlas, aduciendo abandono definitivo. Y
la incapacidad de sufragar el íntegro del tributo propició el en-
deudamiento, que a su debido tiempo cobraron los explotadores
expropiando las tierras.
Además, funcionó el inescrupuloso “legalismo”, porque en
ese tiempo los pobladores nativos no tuvieron capacidad, ni si-
quiera posibilidad, de ganar un juicio por tierras, cuando en los
juzgados se les exigía presentar títulos de propiedad, algo que
nunca había existido en el tiempo pretérito. Con semejante argu-
cia, las comunidades indígenas fueron despojadas y arrinconadas
a las partes más altas de los Andes, allá donde los explotadores,
en un inicio, no quisieron ni pudieron llegar por ser habitat de
rigores extremos.

108
Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

Y por si fuera poco, existió el inicuo reparto, por el cual los


encomenderos y corregidores tuvieron potestad de repartir entre
los indios artículos europeos casi siempre inservibles. Los da-
ban a crédito, y los oprimidos, incapaces de oponerse a cualquier
deseo de tan severos explotadores, los recibían aun a sabiendas
de que tal vez no conseguirían pagar sus abusivos precios, pues-
tos al antojo de los españoles, con lo cual quedaban sempiternos
deudores.
Así pues, a la mortal opresión material no tardaría en seguir
sin remedio la debacle moral entre los dominados; el suicidio
sería cosa común en el siglo XVII, cuando la otra alternativa era
vivir en un continuo martirio; y la reacción de las madres indias
fue dantesca, sobre lo cual dejó un testimonio incontrestable el
fraile criollo limeño Buenaventura de Salinas y Córdova:
“Aquí dan voces las provincias del Perú, antiguamente pobla-
das de infinitas gentes de indios poderosos, tan ricas, opu-lentas
y llenas de tesoros, y ahora tan pobres y asoladas. Aquí lloran
lágrimas de sangre y se lamentan los valles de Jauja, las provin-
cias de los Yauyos y muy grandes poblaciones porque se acaban
sus indios en la opresión, trabajos y agonías que pasan...Y viendo
las madres cuan poco ganan sus hijos y lo inmenso que padecen
hasta llegar a la muerte, los mancan cuando nacen, los hacen jo-
robados, les sacan los ojos, les tronchan los pies, para que pidan
limosna y queden con esto libres de la servidumbre en que los
ponen los que pasan de Europa y otros reinos puesta la mira sólo
en volverse ricos a costa de infinitas vidas de indios, que dejan
muertos en sus tratos y ganancias inhumanas”.
Todos esos abusos provocaron la despoblación del Perú, se-
gún los propios testimonios españoles: para ejemplo, bastará
consignar el del Marqués de Oropesa, quien escribió: “Nadie de
los que han estado en estas provincias del Perú ignora la prisa
con que se van acabando los indios en ellas; esto se echa de ver
también en los llanos, que en cuatrocientas leguas que hay, no

109
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

hay hoy cuatro mil tributarios; y el repartimiento de Chincha, que


es de Su Majestad, donde había 100,000 y más, no hay hoy 200”.
Espantosa realidad que conoció perfectamente la corona, pues
el emperador Felipe III llegó a escribir lo siguiente: “Nos somos
informados que en esas provincias se van acabando los indios
naturales de ellas, por los malos tratamientos que sus encomen-
deros les hacen, que habiéndose disminuido tanto los dichos in-
dios, en algunas partes falta más de la tercera parte; se elevan las
tasas por entero, que están peor que esclavos, y como tales se
hallan muchos vendidos y comprados de unos encomenderos a
otros; y algunos son muertos a coces, y hay mujeres que mueren
y revientan con las pesadas cargas; y a otras, y a sus hijos, les
hacen servir en granjerías, y duermen en los campos, y allí paren
y crían mordidas de sabandijas ponzoñosas; y mucho se ahorcan,
y otros toman yerbas venenosas; y las madres que matan a sus
hijos en pariendo, lo que dicen es que lo hacen para librarlos de
los trabajos que ellas padecen”.
Tal fue el terror al trabajo forzado de las mitas que no pocos
indios, trastornados por tanto padecimiento, terminaron prosti-
tuyendo a sus esposas, hermanas e hijas, con tal de eludir ese
infierno. Así lo denunció una crónica franciscana de 1630: “em-
peñan, alquilan sus mujeres e hijas a los mineros, a los soldados
y mestizos, a cincuenta y a sesenta pesos, por verse libres de la
mina... alquilan los indios a sus hijas y mujeres, y todos aque-llos
pueblos están llenos de mestizos bastardos y adúlteros, testigos
vivos de los estupros, adulterios y violencia de tantos desalma-
dos... Todo lo sufren aquellos miserables indios considerando el
modo en que trabajan”. Se entiende entonces cómo bastaron po-
cas décadas para que la población nativa disminuyera de diez a
poco más de un millón de habitantes, en el mayor genocidio que
registra la historia mundial.
Y se emprendió la “evangelización”, entrando a tallar en ella
los doctrineros, clérigos y frailes. Tuvieron éstos como tarea pri-

110
Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

mordial la “extirpación de idolatrías”, vale decir la destrucción


de los cultos religiosos que había forjado la población nativa. Lo
lograron a medias, usando la violencia en no pocos casos; pero
a la postre lo que se dio fue el sincretismo religioso, mantenién-
dose en gran parte de los pobladores “cristianizados” los cultos
panteístas y la veneración de sus mallquis, huacas y pacarinas.
Poco o nada tardaron los doctrineros para constituirse en pro-
minentes miembros de la clase dominante, tal como lo denunció,
escandalizado, el ya citado marqués de Oropesa: “Los doctri-
neros hacen las mismas vejaciones que los corregidores, y con
mucha más insolencia, tanto que me consta de cosas que sólo en
tiempo de Cazalla se podía hacer, y que por no ofender los cas-
tos oídos de quien esto leyere, se calla... Es lo mismo sacar a un
fraile de un convento y enviarlo a una doctrina que a un caballo
de una caballería y soltarlo con un hato de yeguas. Para decirlo
en una palabra: las doctrinas de los frailes son la relajación de las
órdenes y el fundamento de muchas afrentas a Dios”.
Testimonio que luego corroboraría el coronel José González
de Navarra y Montoya, quien mencionó “que no había visto en
los curas del Perú la religión que predicaban; que eran ricos, idio-
tas y opresores, que se ordenaban por necesidad y se daban co-
múnmente a los vicios, arrancando a la fuerza a los indios sumas
de dinero a título de derechos y utilidades parroquiales, y apode-
rándose de sus tierras, ganados, vestidos y hasta vendiéndole los
hijos”.
Fue el virrey Francisco de Toledo el organizador de la ex-
plotación de las mayorías nativas del Perú. Al dictar el “ordena-
miento colonial”, por lo cual un sector de la historiografía criolla
lo llama el “organizador del virreinato”, introdujo las reduccio-
nes, “una de las disposiciones coloniales más violentas contra el
poblador andino..., en virtud de las cuales se agrupó en grandes
poblados a los indígenas acostumbrados desde antiguo a una vida
fundamentalmente rural, con la finalidad de facilitar la cobranza

111
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

del tributo, el trabajo obligatorio en las minas, las tareas pro-


pias de la evangelización y para ejercer un mayor control sobre
poblaciones antes muy dispersas. Esto significó el abandono de
las tierras cultivadas, con sus obvias consecuencias de hambre y
mortalidad”.
Por ello, desde un principio, las reducciones hallaron la re-
sistencia de los indios, para quienes resultó doloroso abandonar
sus ancestrales querencias, y muchos prefirieron la muerte a ser
reducidos. Se fundaron las reducciones juntando por la fuerza de
cuatrocientos a quinientos individuos en cada una, asignándoles
uno o dos doctrineros encargados de trastocar sus mentalidades.
Varias de esas reducciones fueron de efímera existencia, al punto
que el virrey Luis de Velasco informaba a principios del siglo
XVII que los indios, “por evadirse de los trabajos y vejaciones
que padecen en sus pueblos, se ausentan y huyen y se ocultan en
sus chácaras, montes y quebradas, de donde ha resultado la de-
solación de sus reducciones, de tal manera que del Cuzco para
arriba todas están solas y desamparadas, de que se ha seguido no
haber de quien cobrar las tasas pertenecientes a Su Majestad y
a sus encomenderos, ni gente que acuda a las mitas de Potosí ni
a otros servicios y lo peor es que no son adoctrinados, antes es
común opinión que vuelven a sus idolatrías”. En otras palabras,
el poblador nativo no soportó indolente la dominación.
Respecto a los corregidores, se les designó para “corregir” los
abusos que se cometían; pero sucedió al revés, pues rápidamente
devinieron también explotadores, y de los más crueles. Los mis-
mos llamados a hacer cumplir las Leyes de Indias fueron quienes
más las incumplieron, amparados en el poder que les daba sen-
tirse miembros de la clase dominante. No existió norma alguna
que controlase sus acciones y con tal marco se convirtieron en
el terror de las poblaciones nativas. Al respecto, el oidor Juan de
Matienzo anotó que “fueron ellos peores que ninguno”, opinión
que compartió el marqués de Oropesa para quien “un ladrón pú-

112
Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

blico es un corregidor, que no sirve más que para quitar al indio


la hacienda, la hija y la mujer”. Testimonios del siglo XVI que
fueron corroborados crudamente por el de Salinas y Córdova en
el XVII:
“Bástábales a los miserables indios, para que todos se acaba-
sen sin que quedase ninguno en breves años, las calamidades que
pasan con los corregidores... que acaban y van acabando, pues
en lugar de hacer justicia sólo buscan de tratar y contratar, de
vender y comprar, de emplear y reemplear, de enviar forzados a
los indios a cien leguas y doscientas, sacándolos de sus pueblos
y reducciones, y naturaleza, por varios destemples, consintiendo
que lleven sus mujeres, hijos y familia, porque así caminan, y
de que les hilen y tejan la ropa de abasca y de cumbi en mucha
cantidad, no pagándoles lo justo, con que apenas se pueden sus-
tentar, con que dejan de acudir a sus casas, tierras y sementeras...
Y finalmente les hacen tantas y tan extraordinarias vejaciones y
malos tratamientos por la insaciable codicia de la plata, que son
los verdugos y enemigos mayores que tienen”.
De alguna forma, los corregidores sustituyeron a los curacas,
pero éstos continuaron existiendo, como mediadores entre los es-
pañoles y la masa campesina, “convertidos -como explica Emilio
Choy- en reclutadores y mandoncillos , (y) simples funcionarios
educados para acatar lo que los corregidores ordenaban”. Hasta
entrado el siglo XVII la mayoría de los curacas colaboró con
los españoles, creyendo ingenuamente en la recuperación de su
antigua autonomía. Al cabo se vieron degradados, aunque a cam-
bio de su sumisión se les otorgó algunas prebendas y privilegios,
para que sirvieran en la recolección del tributo y reclutamien-
to de mitayos. Es posible que muchos fuesen así prostituidos,
acostumbrándose al sistema; y hubo casos en que el tránsito se
presentó en extremo patético, según refiere Salinas y Córdova:
“Habiendo llegado al valle de Jauja un indio, que volvía de
la mina de Huancavelica a ver a su mujer y a descansar en su

113
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

tierra, halló muerta a su mujer ya los dos hijuelos de cuatro a seis


años de edad en casa de una tía suya. Llegó tras él el curaca y
queriéndole llevar otra vez a la mina le dijo: ‘Bien sé que te hago
agravio, pues acabas de salir del socavón y te hallas viudo y con
los hijos que sustentar, flaco y consumido del trabajo que has
pasado, pero no puedo más, porque no hallé indios para integrar
la mita, y si no cumplo el número me quemarán, acogotarán y me
beberán la sangre; duélete de mí y volvamos a la mina’. Respon-
dióle el indio al curaca: ‘Tú eres el que no te dueles de tu sangre,
pues viéndome tocado del polvillo, y con estos dos hijuelos que
sustentar, sin tierras que sembrar, ni ropa con que vestirles, me
haces tal agravio’. Y no aprovechando con el curaca la razón y
la justicia de este indio, cogió sus dos hijuelos y los sacó una
legua del pueblo, y besándolos tiernamente, diciéndoles que los
quería librar de los trabajos que él pasaba, sacando dos corde-
les se los puso en las gargantas, y hecho verdugo de sus propios
hijos los ahorcó de un árbol, y sacando luego que llegó el cura
con un curaca, un cuchillo carnicero, se lo clavó por la garganta
entregando el alma a los demonios por verse libre de la opresión
en las minas. Y lo mismo hacen las madres porque en pariendo
varones, los ahogan”.
Tal fue, pues, el saldo de la genocida dominación hispana.
Para las grandes mayorías se inició entonces la época del caos,
la explotación y la desdicha. En ese tiempo es donde nace el ra-
cismo y otros traumas que hasta hoy priman. Pero en la base de
la pirámide social subsistieron as comunidades indígenas, debili-
tados sí, pero reactivando principios colectivistas que le permi-
tirían una supervivencia secular. Y no se crea que el poblador
nativo soportó indolente la opresión. Nada más falso que aquella
letra según la cual “el peruano oprimido largo tiempo en silen-
cio gimió”. Todo lo contrario: valido de diversos mecanismos, el
poblador nativo puso de manifiesto su rebeldía, teniendo ella su
pico más alto en la revolución de los Túpac Amaru.

114
Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

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119
Luis Guzmán Palomino - Hugo Guevara Ávila

Índice
Introducción 5
I. Los sucesos de Puná. Efímera alianza hispano-
tumbesina. Junta de guerra en Tumbes acuerda
resistir a los invasores 12
II. Primer acto de guerra en Tumbes: prisión,
proceso y ejecución de tres invasores 15
III. Grueso de la hueste invasora pasa a Tumbes.
Aniquilamiento de su vanguardia 20
IV. Estrategia tumbesina. Atahuallpa recibe informe
sobre la presencia de los invasores 22
V. Españoles desembarcan en Tumbes y enfrentan
la táctica de “tierra arrasada”. Pizarro pide paz y
se rechaza su propuesta 23
VI. Sangriento combate a orillas del río Tumbes.
Patriotas se trasladan al interior para continuar
la resistencia 26
VII. La ambición de Soto. Precauciones de Pizarro.
Atahuallpa y sus generales mantienen actitud
despreciativa hacia los invasores 30
VIII. Entran los invasores en tierra de los Tallanes
y enfrentan a la resistencia patriota en Poechos 33
IX. Atahuallpa envía un espía a Poechos y reafirma
su confianza tras recibir informe de Maicavilca 36
X. Cuartel español en Poechos. Segunda fase de la
resistencia de los Tallanes. Heroica lucha de Cango
e Icotu, curacas patriotas 39
XI. Tercera fase de la resistencia de los Tallanes.
Conspiración de los pueblos de La Chira y Amotape.
Holocausto patriota 41

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Los Incas contra España: el ocaso de un imperio.

XII. Fundación de San Miguel, primera ciudad hispana


en el Perú. La nación de los cañaris se une a los invasores 43
XIII. La noticia de la llegada de los invasores se
extiende por todo el Tahuantinsuyo. Pizarro obtiene
mayores informes sobre la guerra civil incaica 46
XIV. Avance de los invasores sobre Piura.
El campamento de Pavur 48
XV. Heroica resistencia nativa en Caxas.
Nueva aparición de Maicavilca 52
XVI. Avance español a Sarán. Entrevista con
Maicavilca. Proyectos de Atahuallpa 56
XVII. Cartas a España. Avance de Sarán a Olmos y
Motupe. Grupos chimúes se unen a los invasores 60
XVIII. En el Cuzco y Cajamarca se manifiesta mayor
atención por los invasores 62
XIX. Avance de los españoles hasta Zaña, por
Jayanca, Túcume, Cinto y Collique 64
XX. El camino de la sierra. Fatal confianza de
Atahuallpa. Las matanzas del Cuzco 68
XXI. Reaparición de Maicavilca. Quejas de Guachapuro.
Los invasores a las puertas de Cajamarca 72
XXII. Los aprestos de la víspera. El temor de los
invasores. Entrada de éstos a Cajamarca 75
XXIII. Los planes de Pizarro. la entrevista de Cunoc.
Últimas disposiciones de Atahuallpa 78
XXIV. La tragedia. prisión de Atahuallpa, genocidio en
Cajamarca y retirada de Rumi Ñahui 80
XXV. El asesinato de Atahuallpa 87
XXVI. La resistencia incaica atahuallpista 92
XXVII. La guerra liberadora de Manco Inca 93
XXVIII. Guerras civiles y asesinato de Manco Inca 98
XXIX. La resistencia incaica de Vilcabamba 101
XXX. La tragedia de los siglos XVI y XVII 104
Fuentes 115

121
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Los Incas contra España. El ocaso de un imperio, se terminó de


imprimir en los talleres gráficos del Centro de Elaboración de Material
Educativo de la Universidad Nacional de Educación (CEMED-
UNE), siendo director el profesor Oscar Olivares Castillo. Ciudad
Universitaria de La Cantuta, 17 de julio de 1992.

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