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Caricia, alteridad y trascendencia en el pensamiento de Emmanuel Levinas

Mario Di Giacomo*

Resumen
En este artículo se analiza la “fenomenología de la voluptuosidad”, principalmente en
la primera gran obra de Levinas, Totalidad e infinito. Aquí el filósofo judío se detiene a
pensar el egoísmo celebrado en la noche de los amantes, pero también en la posibilidad de
que esa noche se encuentre ya atravesada por algo que viene de muy lejos, el futuro. De este
modo, la presunta inmediatez de la caricia, y la resistencia de Levinas a cualquier tipo de
pensamiento digestivo acerca del ser, trae consigo una irradiación ética del erotismo: el Bien
surge de esas noches (el hijo, ese Otro por el que se vive) y la trascendencia (el amor y su
sabiduría) se cumple en la forma de una huella, y no más que una huella.

Palabras clave: Voluptuosidad, caricia, trascendencia, alteridad, hijo, Bien.

Caress, otherness and transcendence in the thought of Emmanuel Levinas


Abstract
In this article the "phenomenology of voluptuousness" is analyzed mainly in the first
great book of Levinas, Totality and Infinity. Here, the Jewish philosopher reflects onthe
selfishness celebrated on the night of lovers, but also on the possibility that the night of lovers
is already traversed by the future. Thus, the alleged immediacy of caress, and Levinas’
resistance to any kind of digestive thinking about being, brings an ethical irradiation of
eroticism: the Good arises of those nights (the son, the Other by whomone lives) and
transcendence (love and its wisdom) is fulfilled in the form of a trace, and only as a trace.

Keywords: Voluptuousness, Caress, Transcendence, Otherness, Son, Good.

*
Universidad Católica Andrés Bello.
Articulo recibido 15 de febrero de 2016 – Arbitrado 10 de julio de 2016

Apuntes Filosóficos. Vol. 48. Nº 25 (2016): 46-68.

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Caricia, alteridad y trascendencia en el pensamiento de Emmanuel Levinas

I
En Naturalismo y religión1, Habermas critica la perspectiva críptico-teológica de
Levinas, afirmando que el cuidado ilimitado en favor de un individuo único, insustituible,
cuidado que conduce a situaciones morales virtuosas, resulta ser atípico con relación a las
obligaciones jurídicas. Es cierto. No hay tacha en la observación habermasiana. Sin embargo,
al pensador judío le caben las palabras que Nietzsche escribe en su Zaratustra, wir boten
diesem Gaste Herberge und Herz: nun wohnt er bei uns, “dimos albergue y corazón a ese
huésped: ahora habita en nosotros”2. Levinas requiere una alienación distinta a la de la
historia y al espíritu objetivo que de ella dimana, necesita de una voluntad capaz de sustraerse
a la impersonalidad del juicio de la historia, la cual “mata la voluntad como voluntad”3, y la
palabra que viene con él ya no es la palabra de un alguien uno, de un único, ya no es el verbo
inseparable de la persona que lo profiere, ya no se da en persona, más bien ha devenido antes
en voz sirviente que en voz creadora4. Hegel ha tenido razón, contra Kant, en que la buena
voluntad no guarda en sí la libertad verdadera, pues la impotencia es la genuina consecuencia
que de ella se desprende mientras los pueblos se jactan de sus conquistas sobre otros pueblos.
De modo que la entrada en la vida institucional de los pueblos supone una pacificación en el
cual un texto escrito conserva los términos de la libertad conseguida después de muchos
esfuerzos. Aunque nacen de una violencia apaciguada, las instituciones no están allí sino para
prolongar la duración del ser humano, para extender los plazos frente al colofón de una
inminencia. La libertad se protege así de la violencia y de la muerte, aunque no del egoísmo
(la libertad constituida puede no ser más que un modo de establecer calladamente privilegios,
de instituir violencias más sutiles en la ciencia, aparentemente neutral, y en los códigos
positivos). Es cierto, escribe Levinas, que “la voluntad mortal puede escapar de la violencia al
expulsar la violencia y el homicidio del mundo, es decir, al beneficiarse del tiempo para
retardar cada vez más los plazos”5. La burocracia nos resguarda, pues, de la muerte y de las
violencias inscritas en el orden de un tiempo no institucionalizado. Pero el combate de la
violencia, sostiene Levinas, afirma otras violencias, envuelve en sí otras tiranías: la tiranía de
igualar todas las diferencias mediante el rasero único inscrito en la universalidad de la ley. La
paz razonable entra en el orden humano mediante la medida, la compensación y el cálculo, la

1
Cfr. JürgenHabermas, Entre naturalismo y religión, Barcelona, Paidós, 2006, pp. 211 y 283.
2
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, 9ª ed., Madrid, Alianza, p. 91.
3
Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito: Ensayo sobre la exterioridad, trad. de Daniel Guillot, 2ª. ed.,
Salamanca, Sígueme, 1987, p. 254. Se abreviará TI.
4
Cfr. Jacques Derrida, “Violencia y metafísica”. En: La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989, p.
137.
5
TI, p. 255.

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guerra se continúa por otros medios, y el comercio y el mercado, los nuevos nombres de Dios
y de la harmonia praestibilita, la expresan renovadamente. Es así que el linaje de esta paz se
asienta sobre intereses inestables; un modus vivendi suplanta el orden moral, asignando
redistribuciones y recompensas a fin de procurar armonía donde realmente ella no entra. Los
silencios de tal paz suponen demasiados secretos. Es una paz adúltera, apta para traicionar la
lealtad previamente jurada. La cohabitación transparente se convierte en ilícita, los intereses
desbordan indefinidamente sus pactos y se disponen a urdir secretos alejados de los públicos
que pagarán sus costos. “La lucha de todos contra todos se convierte en intercambio y
comercio”6, por eso es “la paz inestable. No resiste a los intereses”7. El interés por la paz es
subvertido por el conflicto de los intereses. En realidad, aun dentro de esta paz no hemos
salido del escenario bélico ni del télos hipócrita de que está transido. En este orden fáctico de
lo único que podemos estar seguros es de su perentoriedad: el comercio y la guerra se
enganchan al orden inescrupuloso de la cupiditas lucri, a la vanagloria del poder, al
ensanchamiento de los privilegios: la muerte de Dios y su sustituto inmediato, el hombre,
avalan la inmediatez de los frutos logrados. Además, el presente puede ser descargado de todo
aquello que no sea él mismo, a saber, el futuro está ya aquí, en el presente, por obra y gracia
de una institucionalidad que hace del porvenir una mercancía a disposición, aparente, de
todos: no hay que esperar, hasta lo que vendrá puede ser devorado hoy mismo.

II
El luto, pues, ha de guardarse por el futuro, que nunca habrá de venir hasta nosotros.
Puede existir, entonces, un orden inhumano, aunque ya se esté inserto en el orden humano
institucional, aunque la monotonía burocrática haya mordido la espontaneidad de la que se
nutre lo viviente. Incluso el ámbito espiritual es sometido a presiones racionalizadoras
mediante la “esloganización” de los más íntimos discernimientos del espíritu, pues nada debe
escapar de la lógica de la estandarización y reglamentación de una existencia administrada.
Un funcionariado se apodera del espíritu. Sin embargo, citando a Gadamer, “Es posible que
vivamos en el mundo de la adaptación, la reglamentación y la valoración excesiva de toda
capacidad de adaptación. Pero intentamos defendernos de esta excesiva presión para que nos
adaptemos”8, renovando las preguntas, animando el espíritu de interrogación, único capaz de
dar al traste con estas muertes preprogramadas del ser humano y con la lúgubre concepción de

6
Emmanuel Levinas, De otro modo que ser, o másallá de la esencia, trad. de Antonio Pintor-Ramos, Salamanca,
Sígueme, 1987, p. 47. Se abreviará DOM.
7
Ibid.
8
Hans-Georg Gadamer, El giro hermenéutico, Madrid, Cátedra, 1998, p. 238.

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la naturaleza como simple taller de producción técnica9. El duelo de las singularidades se


trueca por un duelo en contra de la singularidad, gracias al imperio de la ley y a la tiranía de
un mundo fajado institucionalmente. En la mediación negadora de las instituciones, sin que
ello consista en una afirmación embrutecida, el diálogo entre uno y otro pierde su
singularidad, extraviándose en la voz confiscadora de las mediaciones. Este fantasma que ya
siempre acosa a la moral no tiene derecho a la última palabra, puesto que es injusto para la
subjetividad qua subjetividad, remite a la singularidad a una condición que significa casi su
propia ausencia: está presente prácticamente sin tomar la palabra, está por allí, pero no en
persona, sino pagando el precio de la despersonalización. Así pues, “existe una tiranía de lo
universal y de lo impersonal, orden inhumano, aunque distinto de lo brutal. Contra él se
afirma el hombre como singularidad irreductible, exterior a la totalidad en la que entra y
aspira al orden religioso en el que el reconocimiento del individuo le concierne en su
singularidad, orden del gozo que no es ni cesación ni antítesis del dolor, ni fuga ante él (como
lo hace creer la teoría heideggeriana de la Befindlichkeit)”10. Aunque la historia institucional
signifique una pacificación de los conflictos y el alargamiento de los plazos ante la
inminencia de la muerte, ella misma supone, en su misma aparición, una pérdida, un extravío:
la voz propia como un niño expósito es echada fuera de las artimañas de los papeles y de los
procesos, o escuchada indirectamente, como si ya no pudiese ser ella misma, en un discurso
en el cual la voluntad “… ha perdido su dignidad de unicidad y de comienzo, en el que ya ha
perdido la palabra”11.
Las cosas están claras para Levinas, pues la pacificación institucional acarrea consigo
otras violencias, pese a los beneficios que ha prometido. Si la institucionalidad calma ante el
acecho de ciertas amenazas, ella misma es acecho y amenaza. Para que la dignidad
personalísima no se diluya, y con ello la justicia y la responsabilidad, es menester que además
de los juicios universales instituidos exista un juicio sin intermediarios, en el cual y por el
cual se interpele la propia voz, es decir, la voz que se sostenga a sí misma en el juicio, que se
encuentre in propria persona en su proceso. Si la alteridad no es un agravio ni un momento
purgativo a causa de la unidad abandonada, si el Otro hace nido en el Yo de acuerdo con el

9
Cfr. ibid., p, 223.
10
TI, p. 256. La perturbación afectiva de la Befindlichkeit le resulta a Levinas excesivamente recursiva,
inquietud del sujeto que remonta y se refiere al sujeto: emociones que repercuten en él y solamente en él.
Para escapar del mí ocupado en su muerte, Levinas refleja el suplemento emocional visado en la entrega al
otro, en la perturbación afectiva anclada en el temor por la muerte del otro hombre, desbordando de esta
guisa la ontología del Dasein heideggeriano. Cfr. Emmanuel Levinas, Entre nosotros, Valencia, Pre-Textos,
2001, p. 176. Según la reflexión levinasiana, la ontología de Heidegger seguiría siendo egología, egoísmo
(Cfr. J. Derrida, “Violencia y metafísica”, p. 131).
11
TI, p. 256.

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magisterio de una pasividad no rehusable, entonces la libertad sólo comenzaría allí donde la
arbitrariedad ha sentido vergüenza de sí misma, donde esa libertad ha sido cuestionada en un
juicio personal, el juicio del Otro, proceso que reclama una “apologética”12, siguiendo el texto
de Levinas. Hacer apología es sostener el discurso personal como discurso personal, “de mí a
los otros”13, salvando la mediación igualadora de un tercero, en la cual se disuelven las
verdades particulares o en la que acaba la presencia del que habla con su propia palabra. Sólo
en este tipo de juicio, eximido de la razón impersonal y de la validez universal de ciertos
argumentos, dejaría de zozobrar la unicidad y la singularidad del yo que piensa; es menester,
por consiguiente, “… que el juicio sea ejercido sobre una voluntad que pueda defenderse en el
juicio, y, por su apología, estar presente en su proceso y no desaparecer en la totalidad de un
discurso coherente”14. La mediación no ha de apagar la voz de lo mediado, ni el timbre
particular de su voz, el rostro no ha de ser suprimido en “el juicio viril de la <<razón
pura>>15”, ni tampoco en “el juicio viril de la historia”16. La artimaña controladora de los
burócratas encontraría así un límite en la unicidad que está por detrás de los archivos
semánticos constituidos, y además constituidos como órdenes aseguradores de la libertad de
quienes son mediados por ella. Si la paz conmensurable del orden constituido está allí in actu
exercito, si la estatalización de la solidaridad ha brotado en alguna parte, ello se debe a una
paz anterior, a una situación ética antecedente, que ha sido permitida por la metafísica del
encuentro, por la “textura táctil”17 de los encuentros, por un traumatismo anterior a cualquier
acto volitivo. Lo invisible debe hacerse evidente, pero no en la evidencia pura de la razón (en
la razón pura capaz de autogenerar sus propias evidencias), sino en la creación a partir de una
subjetividad no suprimida, a partir de una subjetividad que se ha recuperado de un montón de
mediaciones o que se sabe anterior a ellas. La manifestación de lo invisible consiste en una
producción, en un decir, en una movilización que corre por cuenta de una expresividad
situada antes de las semánticas del orden: “La verdad de lo invisible, se produce
ontológicamente por la subjetividad que la dice”18. En esta producción ontológica se mina la
grandilocuencia histórica, se encuentran palabras antes que su Palabra. Lo invisible, que no es
sino el agravio de la historia confundida con la razón, saca a flote la singularidad al hacer

12
TI, p. 263.
13
TI, p. 264.
14
TI, p. 257.
15
Ibid.
16
Ibid.
17
Tania Checchi, “Estudio conclusivo. De la intencionalidad a la herida: la radicalización de la fenomenología
en Emmanuel Levinas”. En: Emmanuel Levinas, La teoría fenomenológica de la intuición, Salamanca,
Sígueme, 2004, p. 220.
18
TI, p. 257.

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suya la palabra, al retomarse como singularidad, más allá de los cuerpos jurídicos visibles y
de las arquitecturas legalistas. Levinas viene, pues, a descosificar los cánones constituidos, a
recordar que por detrás de ellos existe la singularidad, fuente de algo distinto a los poderes
constituidos dentro de la historia. Aunque ésta se desarrolle racionalmente, la unicidad no
debe sufrir su colonización, ni ésta ha de ser el eclipse de aquélla. Si de la fuente inagotable
de la singularidad surgen los visibles, ¿en qué consiste esa singularidad “de la cual ningún
argumento podría dar razón”19?; ¿en qué se funda una singularidad que “no puede tener lugar
en una totalidad”20?; ¿de qué se habla cuando se habla de algo que resiste a la totalidad,
externo a ella y sin embargo fuente de ella? Evidentemente, el tercero o la mediación
representan la estructura política de la sociedad, y con ello el passage de la responsabilité
éthique à la responsabilité juridique, politique – et philosophique21, abrogando así, en su
misma mediación, en su misma tercería, la inmediatez de los rostros que se interpelan. La
sujeción al Otro es estremecida por un vínculo que afloja el vínculo primero. Pero si se desea
estar por detrás de las potestates constituidas, las cuales representan el fait accompli de la
anulación de la singularidad, entonces ésta tiene que mantenerse en una de las orillas del
hiato, del insuprimible hiato entre singularidad y universalidad de la ley. El sujeto ético debe
mantenerse en su distinción frente al sujeto cívico, el ciudadano no tiene por qué absorber al
ético, aunque en la dimensión propiamente política los seres dejan de ser rostros y pasan a ser
esa abstracción llamada “ciudadano”, como “una multiplicidad en un género”22, perdiendo así
su inequívoca unicidad. Escuchemos a Derrida: la distinction devrait rester tranchante entre
le sujet éthique et le sujet civique23.

III
Hiato, pues, entre el Mismo y el Otro, y hiato también entre ciudadanía y moralidad.
El uno, primería y originariedad, sería la manifestación ética por excelencia del ser separado;
el otro, ya en un ámbito pacificado por la ley, la traída a la memoria de un primado que la
estatalización universalizante de las relaciones tiende a suprimir. En este reino de absolutos
no se está en capacidad de determinar quid sit el Absoluto, ya que representar el Absoluto, en
definitivas, no es sino recaer en la idolatría, no obstante, la relación con ese “algo más”24
presente y ausente a la vez, que no se deja determinar en sentido categórico, marca el

19
Ibid.
20
Ibid.
21
Jacques Derrida, Adieu à Emmanuel Lévinas, Paris, Galilée, 1997, p. 64.
22
E. Levinas, Entre nosotros, p. 253.
23
J. Derrida, Adieu…, p. 65.
24
Cfr. Max Horkheimer, Teoría crítica, Barcelona, Barral, 1973, pp. 223 y 225.

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movimiento de una ética no reducida a mera teoría. No apuesta Levinas por una razón
niveladora ni por los argumentos que universalizan olvidando la particularidad de lo
universalizado; paradójicamente, se confía a una razón desniveladora, capaz de interpelar el
procusto en que se domicilian las mediaciones estatalistas. Por consiguiente, y a pesar de la
cultura y de la historia atravesada por una mediación jurídico-política, todavía permanece un
resto detrás de ellas en el cual el yo consigue un lugar evacuado de la moral objetiva, yo aún
no ingresado dentro del contexto de una determinada Sittlichkeit. El lugar asignado se
encuentra siempre más allá de una moral objetiva, porque solamente así es posible rescatar
una subjetividad y una verdad no ahogadas por la verdad de una tiranía (tiranía de contextos,
de leyes, de universales). El juicio verdadero, no el impersonal ni el de la historia, no el del
mimetismo social en la gloria de cuyos ídolos me llego a amar a mí mismo25, conminan a
responder a un “este”, a esa “estidad”, a esa haecceitas que ya no se abriga en preceptos
universales ni elude su responsabilidad personal ante la apelación que le es formulada. Sin
embargo, en este lugar, en este espacio pre-ético, en esta originariedad del suelo moral,
también se encuentra fuera de juego el principio universal de la conmensurabilidad, el
principio que hace equivalentes cosas y casos entre sí distintos. De modo tal que los límites
establecidos por una ley objetiva son recusados en este movimiento que va hasta su
multiplicado proton, hecho de diferencias iniciales. Únicamente en este locus privilegiado,
donde sólo se es la subjetividad que ya siempre se es, encuentra suelo la justicia primera y la
responsabilidad correspondiente. Los límites jurídicos son límites subsidiarios. En esta esfera
primera en la que al yo no le es dado ocultarse y al que nadie puede ocultar, el juicio “no
aliena ya la subjetividad (…) sino que le deja una dimensión de profundización de sí”26,
profundización en la cual yo mismo no me eludo a la hora de asumir una responsabilidad que
me ha elegido. “No poder ocultarse: he aquí el yo”27, no poder no ser responsable, no poder
no ser ilimitadamente responsable, he aquí, al límite, la palabra del yo antes de que la justicia
coloque límites a esa justicia originaria. Producción de subjetividad, no de interioridad
abstracta regocijada en su plenitud eidética, emplazada a la una con la moralidad inescindible
que ya siempre la acompaña: es un solo acto la realización del yo y la conminación que se me
hace de responder, además de la presencia de una justicia sin límites y por fuera de los
cálculos de una justicia codificada. No obstante, ésta, la justicia codificada (o el derecho

25
Cfr. Jean-Luc Marion, El fenómeno erótico, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2005, p. 56.
26
TI, p. 259.
27
Ibid.

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positivo), “… ha de ser constantemente protegida contra su propia dureza”28, la dura lex


encuentra de esta guisa su frontera en el recuerdo de la summa iniuria que procuraría una
aplicación sin atenuantes. El rigor no debe dejar de lado la benevolencia infinita, la
legislación no se malquistará con el Bien, de ello da prueba fáctica la constante mutatio legum
que intenta otorgar cabida al dinamismo de una vida que se va haciendo, de una existencia
siempre mutable.
La paradoja del lugar privilegiado que Levinas rescata descansa precisamente en la
sobreexigencia ética que parece involucrar: en mis responsabilidades “nadie puede
reemplazarme”29, “cuanto mejor cumplo con mi deber, menos derechos tengo: más justo soy
y más culpable”30. Inversión, pues, de lo que hemos aprendido como derecho y como justicia,
responsabilidad infinita con la visita infinita del Otro, con las exigencias infinitas “… de
servir al pobre, al extranjero, la viuda y el huérfano”31; exigencia infinita, en suma, de servir
los rostros vulnerables (y vulnerados del mundo), exigencia infinita, por fin, de que la justicia
será siempre posible, ya que está más allá de toda justicia edificada, más allá de todo signo y
de todo aparato jurídico construido en y desde la historia32. El yo deja de contemplar los
argumentos universales de una razón personal y cesa de contemplarse en ellos: yendo por
detrás de lo constituido en sí y de lo constituido en el mundo, este yo se recrea y confirma en
una interioridad profundizada gracias a la visita del Otro, por la visita del agravio en el rostro
del Otro. Visita que suscita en mi palabra una respuesta. Mi respuesta, y la de más nadie,
porque de esa visita no puede dar cuenta sino la palabra de quien hospeda. En esto consiste la
bondad, pues ésta “se implanta en el ser de tal modo que el Otro cuenta allí más que el yo
mismo”33. Esta implantación me desvía del camino hacia la muerte, auspicia la bifurcación de
un camino univalente, aplazando con eso la llegada al hito terminal de un recorrido. Al ser por
el Otro y para el Otro, no esla muerte la resolución definitiva; la bondad, que abre a la visita y
al porvenir, aplaza la muerte, girando sus fondos sobre una trascendencia en la que el yo se

28
E. Levinas, Entre nosotros, p. 277.
29
TI, p. 259.
30
TI, p. 258.
31
TI, p. 259.
32
Aun sin el Dios de la teología, el mundo plural de Levinas nos recuerda aquellos deberes absolutos de la
criaturas con respecto a su Creador, referidos por san Agustín: al amor infinito de éste toca una exigencia
infinita, totum exigit te quifecit te. En Levinas, la exigencia infinita queda contraída a una responsabilidad por
el Otro, responsabilidad que no viene a cuento como la contraprestación de un favor recibido, como el pago
de una deuda a saldar. En el origen de la ética levinasiana se erige la ley de la desmesura, de la desigualdad y
de la inconmensurabilidad, la cual trae consigo la noción de respeto por el Otro y la creación de subjetividad
en el Mismo. Un desorden fundamental, una víspera fundante, que no hace sino confirmar la superioridad de
la moral sobre las leyes, de la ética personal sobre la ética encarnada en las instituciones, de la justicia
subjetiva sobre la justicia universal, de la religión sobre la política.
33
TI, p. 261.

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sobrevive, sobre una circunstancia todavía no presente y seguramente nunca presente. En el


“aún no” de la paternidad, “de la cual la fecundidad biológica no es más que una de las
formas”34 se puede vivir más allá de los límites de esta vida, más allá de todo presente posible
para nosotros en cuanto seres finitos. El presente vive de su fugacidad. Digámoslo con Henry:
la fase de presente carece de todo presente, se desnuda de él, que se hunde constantemente en
el no-ser del pasado, el presente no es más que el lugar del anonadamiento35. Es creador el
abismo meónico que el flujo temporal permite entrever. El hic et nunc es una idealidad, cuya
realidad ya está informada por lo que ha dejado de ser y atravesada por el porvenir. Mi vida,
por lo tanto, puede vivir un tiempo sin mí. Y yo, un tiempo sin ella. Así, pues, ni la finitud ni
el Estado (otra forma de decir “muerte”) tienen la última palabra, como tampoco, reiterando
en este punto a Horkheimer, la tendrá la injusticia36. La diferencia entre el juicio histórico y el
juicio del Otro, ante el cual desempeño mi propia apología, radica, por lo tanto, en que en
aquél la tercería ha suprimido la toma de palabra personal, mientras que en éste la palabra no
me abandona, no soy despojado de ella, no soy despojado en ella. En este punto, la violencia
de la razón no “reduce la apología al silencio”37, no anula el discurso personal en la trama
objetiva de los argumentos universales. La apología solamente podría callar sin violencia en
su propia autorrenuncia, porque únicamente en ese enmudecimiento (pero no bajo una tiranía,
no bajo la sumisión a leyes universales, enmudecimientos que arrancan de la violencia) no se
compromete la verdad peculiar de la que se está hecho. Para Levinas, este plano de la
apología autoenmudecida rescata la libertad personal y la trascendencia, pues en ella la mudez
no proviene de fuera, no es normativamente aplicada, y, además, sólo en ella se expresa el
triunfo sobre la muerte y sobre el egoísmo de un yo insularizado. Mi propia obra no está
jamás totalmente en mis manos; he aquí la grandeza de no vivir únicamente del presente y en
el presente, la grandeza de que el cálculo será enmudecido por la inminencia de lo
extraordinario, por un futuro que atraviesa la plena transparencia del presente, opacando tal
plenitud, y por un pasado en el cual el presente se ha retocado: no hay consumación de los

34
Ibid.
35
Cfr. Michel Henry, Encarnación. Una filosofía de la carne, Salamanca, Sígueme, 2001, p. 73.
36
“Si tuviera que explicar por qué Kant perseveró en la creencia en Dios, no encontraría mejor referencia que un
pasaje de Víctor Hugo. Lo citaré tal como me ha quedado grabado en la memoria: una mujer anciana cruza
una calle, ha educado hijos y cosechado ingratitud, ha trabajado y vive en la miseria, ha amado y se ha
quedado sola. Pero su corazón está lejos de cualquier odio y presta ayuda cuando puede hacerlo. Alguien la
ve seguir su camino y exclama: <<çadoitavoir un lendemain>>, esto debe tener un mañana. Porque no eran
capaces de pensar que la injusticia que domina la historia fuese definitiva, Voltaire y Kant exigieron un Dios,
y no para sí mismos. El Bien supremo en el Más Allá es la prolongación del objetivo que se habían propuesto
lograr en este mundo. En los conceptos de Dios y de moralidad descubren nuevamente sus propio
sentimientos, de la misma manera que en el concepto de naturaleza descubren el propio entendimiento”. Max
Horkheimer, Teoría crítica, p. 212.
37
TI, p. 264.

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adverbios, el amanecer nunca amanece por completo y el ocaso nunca se hunde totalmente en
su noche. Escribe Levinas, “Renunciar a ser el contemporáneo del triunfo de la propia obra
significa que este triunfo tendrá lugar en un tiempo sin mí, significa apuntar hacia este mundo
sin mí, apuntar a un tiempo más allá del horizonte de mi tiempo. Escatología sin esperanza
para sí o liberación respecto de mi tiempo”38: no gobierno mi tiempo, no me gobierna mi
tiempo, el porvenir ya estuvo en todas las cosas presentes.

IV
Aquí, en efecto, nos abrimos al mañana, ya que lo personal, incluso en su
enmudecimiento pacífico, se transporta más allá de sí mismo justamente hasta esa latitud
donde la palabra personal ha desaparecido, pero ha desaparecido por obra del amor y de la
fecundidad, más fuertes que la muerte, más fuertes que el envanecimiento de un yo
autocentrado39. El amor permite el movimiento de la trascendencia: en el rostro del amado, en
su epifanía misma, se va más allá del amado, a través del rostro “filtra la oscura luz que viene
de más allá del rostro, de lo que aún no es, de un futuro jamás bastante futuro, más lejano que
lo posible”40. Ya en la piel del amado se está infinitamente lejos del amado, en su piel, que es

38
Emmanuel Levinas, La huella del otro, México, Taurus, 2001, p. 55.
39
Escribe Miguel García-Baró (“Filosofía, religión y crisis”. En: Taula, Quaderns de pensament, Nº 33-34,
2000): “Ahora bien, el movimiento por el que se realiza la evasión de la esencia del ser no puede, por
principio, consistir en una actividad subjetiva, una empresa o hazaña del yo. Si fuera eso, se daría tan sólo
lugar, otra vez, a la lamentable (históricamente cargada de culpas, además) marea ascendente de la voluntad
de poder que señala la esencia de la ontoteología. Un yo aún más interesado, más conativo, más grueso y
dispuesto a tragar en su mismidad los límites mismos de la totalidad, es el verdadero resultado nihilista de
esta escapatoria ficticia. De lo que ha de tratarse es, precisamente, de dejar de entender al yo como un
fragmento más de la esencia del ser. El yo que se descubre activo, libre, cognoscente, explorador del mundo
y diseñador de técnicas, el yo sujeto de la evidencia siempre en avance, gracias a la cual las incertidumbres
de lo real van asimilándose en la cotidiana mismidad de todo lo nivelado y dominado, no es lo originario en
la subjetividad. Muy al contrario, para que este yo haya llegado a ser, ha tenido que tener lugar una
genealogía que no parte de ente alguno, sino de algo así como un adelgazamiento originario, una contracción
de sí mismo inicial. En definitiva, un ser que se ve luego investido de poderes, pero que de suyo es previo a
todo poder: una creación en la que todo es heteronomía, todo es palabra que instaura y convoca, orden que se
hace para sí misma el oyente a ella adecuado” (p. 64). El tsimtsum divino habría sido releído por Levinas al
interior de una escala humana, muy humana, a fin de evitar la importuna omnipotencia del sujeto moderno, a
fin de destrascendentalizar los arrestos de una razón autosuficiente; sólo en la delgadez originaria del yo, sólo
en la contracción (involuntaria, en el caso humano) de su soberanía puede aparecer lo otro como Otro, es
decir, la soberanía de la alteridad haciéndose un espacio de magisterio en una mismidad; ésta, a causa de tal
visita, deja de ser mismidad entendida como desconocimiento del Otro, como reflejo especular de sólo sí
misma. En Levinas, el amor escapa al énfasis de una furia controladora y a la voluntad de dominio que
coopta todos los resquicios de una modernidad incapaz de interpretar el oscuro dorso de su aparente
transparencia (deslucida transparencia). Frente al espíritu controlador y a la voluntad de poder, aparecerán la
pasividad del sujeto, morada del Otro, y la inversión de la clásica definición de la filosofía como “amor a la
sabiduría”. Toma la palabra, por consiguiente, separada de la irracionalidad que se le podría imputar, la
sabiduría del amor, el amor videns, el amor que conduce a lo lejano, el amor que previene amando. Aunque
Occidente tenga que perseverar en el dominio de la luz, y aunque Levinas se oponga entre sombras a la
concepción irracional del Bien, la oscuridad del amor termina siendo más lúcida que la claridad de la luz.
40
TI, p. 265.

55
Apuntes Filosóficos. Volumen 25. Número 48/2016 Mario Di Giacomo

cercanía y deseo, ya me sobrevivo a mí mismo, mientras soy interpelado por un futuro en el


cual seré y no seré, en cuyo seno viviré entre sombras. El tiempo auténtico, el tiempo que
hace salir al sujeto de la oscura anonimia del il y a, del ser entendido impersonalmente, del ser
detrás de cuyas puertas no hay nadie, ni siquiera un quién que las abra o que responda tras
ellas, es “un tiempo abierto al porvenir en el que el pasado <<llama>>, <<interpela>> al yo
sin ser recuperable”41. El claroscuro de la trascendencia vive de estos equívocos42 eróticos:
gozar del Otro es estar ya siempre allende sí mismo y allende el Otro, es estar en su piel y, al
mismo tiempo, lejos de su piel. En la proximidad erótica del Otro “se mantiene íntegra la
distancia, cuya parte patética está producida, a la vez, por esa proximidad y esa dualidad de
los seres”43. La caricia, alimentada por la eternidad de su hambre, se transfunde en el más allá
de la caricia, como si su verdad viniese de ese lugar donde la caricia ha dejado hace mucho
tiempo de existir. Sí, el amor no reúne mitades que, extraviadas, se buscan hasta la fusión
egoísta de una Unidad al fin reencontrada. Aristófanes44 no cabe dentro de las fronteras de
este discurso sin fronteras. A juicio de García-Baró, Levinas no acude a “complementar los
entes con otro ente que formara, reunido con los anteriores, la verdadera y rotunda totalidad
(tal movimiento estúpido lo realizaría la ontoteología); sino, justamente, a lo de otro modo
que ser, a lo abierto o infinito, a lo no totalizable. O, también, a lo otro, sencillamente (aunque
este recurso sin matices fue justamente criticado desde el principio por Derrida)”45.
El amor levinasiano constata de la fusión erótica es imposible, pues el amado como
Otro se mantiene a distancia incluso en la piel que ofrece a la caricia, en el vínculo entre el
Mismo y el Otro se mantiene la alteridad, a pesar de ser ésta ofrecida como piel y caricia. Ni
siquiera en la caricia la alteridad admite ser subyugada. La alteridad del Otro, aun en la piel
expuesta al placer o al ultraje, a la vulnerabilidad misma, sobrepasa su propio presente vivido
en la inmediatez de la caricia, trasladándose hacia otro Otro, hacia otra alteridad, fruto del
encuentro presente del Mismo y del Otro. Aún más, en el desorden inscrito en la caricia 46 lo
que está no está, la búsqueda no se colma en un contacto: el contacto mismo no es sino la
huella de algo que pasa o que ha pasado, algo que sólo se redime en la infinita reiteración del
pasaje de la caricia, de la repetición del placer de su transcurrir, de la recurrencia de un
presente que jamás se sostiene sustantivamente a sí mismo. La alteridad engendra alteridad: la
concupiscencia habita ya en la trascendencia, el deseo es deseo que ningún deseo presente es

41
T. Checchi, p. 201.
42
Cfr. TI, p. 266.
43
Emmanuel Levinas, De la existencia al existente, Madrid, Arena, p. 129.
44
Cfr. TI, pp. 265 y 296.
45
Op. cit., p. 64
46
Cfr. DOM, p. 153.

56
Caricia, alteridad y trascendencia en el pensamiento de Emmanuel Levinas

capaz de agotar en la actualidad del presente. De alguna manera se está domiciliado ya en el


futuro, o lo que es igual, el futuro nos ha visitado siempre en el presente mismo del amor y
del erotismo, alimentándose éste de sus propios equívocos, de sus ambigüedades, cuyo
destino es lo lejano, muy lejano (una lejanía que ya ha venido a morar entre nosotros antes de
ser concebida entre nosotros). El deseo vive de su propio exilio, porque jamás se encuentra
cerca de sí mismo. O si está cerca de sí, inmediatamente está, a la vez, ubicado en una
distancia insalvable con respecto de sí. Por su condición nómada, el deseo transcurre a través
de patrias provisionales y de posadas de corto aliento. Se nutre del aire profético, cuyo sino es
anunciar tiempos que no son más que la redención del presente, o la actualización de los
frutos virtuales del presente: el presente no cosecha sus propios frutos y, acaso, tampoco sabe
de ellos. El presente es como la caricia, está en el límite del ser, y se disipa en su propio
anuncio. El presente, como la caricia, no apresa nada, solicita aquello que ya nunca será
presente, pues se sitúa en el umbral del porvenir; “La caricia consiste en no apresar nada, en
solicitar lo que se escapa sin cesar de su forma hacia un porvenir –jamás lo bastante porvenir-,
en solicitar eso que se oculta como si no fuese aún”47; ella “marcha hacia lo invisible”48,
“apunta más allá de un ente”49, el deseo es alimentado “por lo que aún no es”50.
En el análisis de la caricia, Levinas aboga por un deseo ubicado en el límite del no-ser,
mas no en el ser que ya no es, en el ser que se ha disipado, incapaz de seguir actualizado la
virtualidad de su potencia. El no ser, de acuerdo con Levinas, no es aún, no es ser fallecido en
su postrera actualización, no ha muerto en su última actualidad, sino que su actualidad viene
del futuro, de un porvenir que la caricia anuncia y el presente de la caricia es incapaz de
agotar. “El cuerpo deja el orden del ente”51 cuando se inserta en el orden de la voluptuosidad.
La caricia que allí asoma desaloja el mismo presente en el cual habita, convirtiendo a dicho
presente en un “presente-futuro”52. El camino de la voluptuosidad saca de su camino al
mismo presente, enfilándolo hacia un horizonte que el presente anuncia, pero que éste es
incapaz de abarcar. La noche del diálogo entre la piel y la piel, el diálogo carnal que
trasciende a los amantes, descubre otro murmullo en la caricia ejercida: ese diálogo
voluptuoso se cumple en tiempo presente y ya nunca se cumple en tiempo presente. Porque la
voluptuosidad, per se, “se lanza a un porvenir ilimitado, vacío, vertiginoso”53, ella nos coloca

47
TI, pp. 267-268.
48
TI, p. 268.
49
Ibid.
50
Ibid.
51
Ibid.
52
Ibid.
53
E. Levinas, De la existencia al existente, p. 55.

57
Apuntes Filosóficos. Volumen 25. Número 48/2016 Mario Di Giacomo

justamente en el sitio donde nunca estaremos ni como un presente viviente ni como una carne
herida. El porvenir se ubica de alguna manera en los términos de su magnífica inmediatez: la
caricia se cumple en su evanescencia puesto que ella es fundamentalmente desorden,
desgobierno, “confesión de una violencia fracasada, de una posesión rechazada” 54; la
voluptuosidad se colma en su mismo desaparecer. La voluptuosidad nunca se encuentra en sí
misma, incluso estando en sí misma, incluso en la profanación de los cuerpos que se
descubren; la voluptuosidad se ha ido ya siempre a otra parte, pero ella, en la caricia, su
correlato, no consiste en una intencionalidad capaz de ir hacia la luz, de efectuar un
develamiento del ser.
Una “fenomenología de la voluptuosidad”55 adhiere al descubrimiento de una
comunicación erótica, sin embargo deslindada de la lucha, la fusión y el conocimiento, porque
“poseer, conocer, aprehender (son) sinónimos del poder”56, porque más que una reflexión
acerca de un alma entregada a sí sin cesar, el pensamiento levinasiano es el acontecimiento de
lo humano ofrecido “a una relación que no es un poder”57. Eros, voluptuosidad, deseo y
caricia designan no la luz, sino una modalidad, la modalidad de sostenerse, más allá del ente,
“entre el ser y no-ser-aún”58. Esto es, por decirlo de otra manera, la de sostenerse más allá del
mundo de la luz y de la inteligibilidad, más allá de un mundo sin tiempo. Tales resplandores
inteligibles no deberían olvidar lo que Marion denomina el “origen erótico de la “filo-
sofía””59 (9), el erotismo de la sabiduría, el gozo inscrito en el conocimiento. Aparentemente
retenida en el presente del cual goza, la caricia, “puro desasimiento”60, alimentada de
“innumerables hambres”61 y de su propia evanescencia, sin embargo, eximida de toda
posición de sujeto, se va a encontrar atraída por un fin, ella “va sin ir hacia un fin” 62. Ella “no
sabe lo que busca”63, su marcha atraviesa las hambres de las que se alimenta y del futuro que
desconoce, su desorden ampara dentro de sí un orden subrepticio, porque la voluptuosidad
significa “el acontecimiento mismo del porvenir”64: no existe porvenir sin esa marcha que es
incapaz de cosificar su objeto y cosificar su destino, no tendrá lugar jamás el más allá sin

54
Ibid.
55
Emmanuel Levinas, El tiempo y el otro, Barcelona, Paidós-UAB, 1993, p. 132.
56
Ibid., p. 134.
57
E. Levinas, Entre nosotros, p. 23.
58
TI, p. 269.
59
J.-L. Marion, p. 9.
60
T. Checchi, p. 221.
61
E. Levinas, El tiempo y el otro, p. 133.
62
TI, p. 270.
63
E. Levinas, El tiempo y el otro, p. 133.
64
Ibid.

58
Caricia, alteridad y trascendencia en el pensamiento de Emmanuel Levinas

“este desorden fundamental”65 capaz de escapar a nuestras posesiones y al linaje de nosotros


mismos. En otros términos, lo mejor de nosotros mismos se encuentra allí, justamente allí,
donde ya no habitamos, donde nunca jamás habitaremos. En consecuencia, una vez más nos
encontramos con el claroscuro que habita entre el presente y la superación del presente, entre
el sujeto de la caricia y la pérdida del sujeto como sujeto, entre la profanación dirigida a
descubrir lo oculto en el deseo, en la voluptuosidad y en la caricia, y el resto que permanece
por detrás de esa profanación, por detrás de la voluntad de dicha conquista: una conquista sin
conquistador, una colonia implantada sin colonizadores66, una paz sin la imposición, en
nombre de la seguridad personal y de los bienes poseídos, de una disfrazada servidumbre67.
Es como si el hambre de la cual se nutre la caricia, el escalofrío en que consiste la piel, no
supiera jamás acerca de la desaparición del presente del que goza: el instante del goce y la
dulzura del instante erótico ya han trascendido sin querer el orden de las presencias. La piel
no se aborda como ente, “no se traduce en ningún concepto”68, permanece en su ceguera
como la maravillosa experiencia de los cuerpos que se rozan en silencio. Es más silencio que
palabra la noche de los amantes. Es más soledad de dos, cruzados imperceptiblemente por la
trascendencia, que una socialidad de muchos. El retiro de los amantes, el deseo umbrátil que
ninguna palabra delimita, apunta sin embargo a una socialidad ulterior, a un tiempo que ya los
ha sobrepasado, a un tiempo sin ellos y, quizás, a un tiempo en el cual aquel viejo deseo ya ha
fenecido. En la noche de los amantes, la proximidad de la piel en la caricia no arroja ninguna
luz, no se coloca bajo la claridad reveladora de la intencionalidad objetiva. Es una experiencia
pura que ningún concepto elabora, traduce, representa.

65
Ibid.
66
En la seducción, se produce una reversión del sujeto que seduce cuando, ruborizándose, cae en cuenta de su
poder de seducción, pero en ese mismo acto de vergüenza, en el cual el poder aparentemente se retrae, el
poder mismo se incrementa, porque lo incrementa la mirada del otro, del seducido, acrecentadamente
seducido (encantado) merced al rubor del seductor. Sin embargo, al mismo tiempo, el seducido se sabe así ya
no objeto del seductor, ya no destino de un poder confiscatorio, ni cosa apropiada dentro de los márgenes de
una voluntad hostil. La seducción se revierte, como el poder: pasa de un espíritu a otro, de una asimetría a
otra, castigando así la aparente unilateralidad de una aproximación. El rubor no posee por nada del mundo el
carácter corroborativo del propio poder, sino su somático desdén. El otro personifica, inequívocamente, el
límite de la propia conquista, del propio denuedo: no es jamás el otro, por ende, trofeo, botín o saqueo. Si el,
por así decir, pillaje ha ocurrido, es porque la voluntad asomó a su propio ocaso, tal vez a su propia ternura,
la cual confirma la pasividad del pillaje. Es semejante fragilidad la única circunstancia capaz de poner en
franca comunicación a las almas, acercando los cuerpos hasta la intimidad pacífica de la cópula y al más allá
de ésta. Este tipo de poder se reafirma en la paradoja de su impotencia, se confirma cuando ya no existe, se
da cumplimiento a sí mismo en su propia inversión. Devuelto a su impotencia, se confirma. Restituido a su
incapacidad, se colma. Encriptado en la vergüenza, triunfa. El imperialismo seductor anochece en la
pasividad, no obstante, se da remate en ella.
67
Cfr. T. Checchi,p. 221.
68
TI, p. 270.

59
Apuntes Filosóficos. Volumen 25. Número 48/2016 Mario Di Giacomo

Descubierta en la caricia, la piel, sin embargo, no se expone a un conocimiento que


daría cuenta de lo afectivo, acabando en la estructura de un concepto, ni en la gloria teórica de
los noemata. Aquí la intencionalidad mantiene el secreto incluso en la develación de un
cuerpo en el cuerpo del otro, el silencio mantiene su pudor hasta en la palabra indiscreta que
los amantes profieren. Hay manifestación, descubrimiento, es cierto, pero ambos,
manifestación y descubrimiento, mantienen tras de sí un velo de pudor y de resistencia a la
luz. Levinas parece afirmar que si la caricia (deseo, voluptuosidad) se expone a la luz, deja de
ser lo que es: afirmada como objeto de una intencionalidad reveladora, la caricia ya no sería la
noche de los amantes, suspendería el gozo, perdería el equívoco de lo voluptuoso. Alimentado
de su propia hambre, hambre de sí mismo, hambre de su perpetua reiteración, el pathos de la
caricia, involuntariamente y más allá de una gnosis reveladora, se emplaza duraderamente en
su oscuridad. No obstante, el tiempo de su noche no se encuentra coartado por los límites de
esa noche: el cuerpo del Otro y la noche de los cuerpos que se aproximan en el apetito de la
caricia están ya desde siempre fecundados por un adviento, por los signos de una
trascendencia. Un Otro hace visible “la comunión de una dualidad”69, de una inextinguible
dualidad. Explícito es en este sentido Levinas: “El eros no se lleva a cabo como un sujeto que
capta un objeto, ni como una pro-yección, hacia un posible. Su movimiento consiste en ir más
allá de lo posible”70. Inmersa en la noche, la caricia no termina en esa noche, el instante no
culmina en su extremo. La inmediatez se descubre trascendida y el Deseo arrojado más allá de
sí mismo, más allá de su propio egoísmo. A la gnosis particular de los cuerpos que se aman,
Levinas añade un suplemento de trascendencia; pero ésta, la trascendencia, elude tanto la
posesión del Otro (captura entitativa que sofoca el misterio de la alteridad), cuanto evita la
posesión del Mismo por el Otro (relación señorío-servidumbre que daría al traste con la
comunidad del deseo erótico)71. En la ciega episteme de los amantes, en la invidencia del gozo
vuelto sobre sí mismo, se es para el Otro, se recibe al Otro, en la caricia y en la ternura el Otro
es ya una visita en la noche y el anuncio de una trascendencia imprevisible. Imprevisible por
imprevista. Imprevisible porque en el pathos de esa noche existe cualquier cosa, menos la
voluntad de confiscar la piel del rostro que me visita, y menos la voluntad de que la
trascendencia sea un acto propiamente intelectual o radicado en la determinación de la
voluntad. El movimiento hacia lo posible parece desprovisto de una proyección del sujeto
hacia lo posible, pero eso no significa la imposibilidad de lo posible, sino, al contrario, su

69
J.-L. Marion, p. 126.
70
TI, p. 270-271.
71
Cfr. TI, p. 275.

60
Caricia, alteridad y trascendencia en el pensamiento de Emmanuel Levinas

concreción. Acotada en su mismo instante, la caricia, sin embargo, está más allá de sí misma
y de sus hambres, más allá de una encerrada recursividad, más allá del vórtice que la arrastra.
Si se quiere, está ya encerrada en su propio porvenir, pues, como sin querer, ya el porvenir la
ha expulsado de sí en la desnudez de rostro y del cuerpo en que ella se expone, y en el rostro-
otro anunciado en esa desnudez, en el todavía no de ella. Evidentemente, desnudez ya no
limitada en la experiencia de la caricia. Eros conduce, entonces, más allá del instante de la
caricia, de la inmediatez de la piel, sucumbe a la indiscreción del no-aún, a la actividad de una
ausencia, “a la fuerza de esta ausencia”72, a “este menos que nada”73, a eso de mí sin mí. Lo
aún no sido vive subterráneamente en la significación de la noche de un presente jamás
acabado, de un presente ex_tático, desarmado para atraparse a sí mismo en la deliciosa
oscuridad del gozo. La plenitud del presente advierte dentro de sí un tiempo aplazado, un
diferimiento en el tiempo, un tiempo para el cual el presente, en suma, vive.
Advierte, entonces, el presente erótico, en el discurso de Emmanuel Levinas, su no-
presente, puesto que el instante se abre a su propio exilio, esto es, al orden de la no-presencia.
Al orden del Otro, cuya presencia es siempre del linaje de la trascendencia. Por lo tanto, el
presente, incluso en la noche de los amantes, se encuentra ya trascendido porque se encuentra
orientado hacia un tiempo distinto de sí mismo. Esta herida en el corazón del presente
significa que se existe para el Otro, esto es, para una exterioridad y para un tiempo que el
ahora no puede englobar. Existiendo para el Otro se existe de un modo distinto a como se
existe para sí mismo: en el pensamiento de Levinas incluso la “sociedad íntima”74 de los
amantes no se encuentra nunca fosilizada en un instante, ella es ya trascendencia, tiempo más
allá de sí mismo merced a un destino todavía invisible. Esta solicitación del porvenir
descubierta fenomenológicamente erige el hecho originario de la moralidad, pues ya siempre
se existe para el Otro (incluso en el gozo, incluso en la caricia, los cuales en la impresividad
de su inmediatez no advertirían la supresión de tal inmediatez). Sin embargo, el hecho
originario de la moralidad, “ser para otro es ser bueno”75, es cooriginario con el fenómeno del
sentido. La significación intencional parte de este fundamentum inconcussum: se es ya
siempre para el Otro antes de que la intención de pensamiento pueda surgir 76. Si la
intencionalidad teórica como búsqueda y donación de sentido sale al encuentro de lo Otro,
aunque luego esa otredad sea bruscamente interrumpida en la nivelación producida por el sí

72
TI, p. 274.
73
Ibid.
74
TI, p. 275.
75
TI, p. 271.
76
Cfr. ibid.

61
Apuntes Filosóficos. Volumen 25. Número 48/2016 Mario Di Giacomo

mismo, es porque justamente en el corazón de esta metafísica del ser separado ateísmo y
exterioridad no hacen sino mostrar que se vive y se sirve en función del acogimiento del
rostro, en virtud de la recepción de su epifanía. El mismo no-saber en la oscuridad de una
noche voluptuosa se encuentra fecundado por la trascendencia, por una transustanciación del
juego de las voluptuosidades que se hallarán, al fin y al cabo, allende sí mismas. Con ello se
cumpliría la “irradiación ética del erotismo”77, tal como escribe Levinas en su Prefacio a El
tiempo y el otro. No es sólo que el Mismo y el Otro se hallan desprovistos del poder de
fundirse en Uno a fin de retornar al lugar originario en el cual residiría una anciana plenitud,
es que ni siquiera la voluptuosidad egoísta de dos es capaz de permanecer en la dicha de su
soledad. Ésta apunta más allá de sí misma, aun la no-socialidad de los amantes conserva en sí
un destino diferente al de la soledad en que se regocijan, de allí que “el amor no conduce
simplemente, por una vía más alejada o más directa, hacia el Tú. Se dirige en una dirección
distinta de aquella en donde se encuentra el Tú”78. La individualidad no es sino la memoria de
sus afecciones, el producto de éstas, la fecundación desde un afuera al cual no puede
resistirse79. Esta metafísica que habita por detrás de todo tipo de acontecimiento teórico se
funda, pues, en la paradoja: el ateísmo de partida, anexado al rostro y su exterioridad,
descubre su propia religación en la trascendencia moral (se vive para el Otro) que ya siempre
anima a los actos del ser separado. El Bonum es aquí, sin dudas, previo al Verum, lo funda, le
imprime un carácter basado en el ateísmo relacional de un comienzo más viejo que la
memoria. Los actos teóricamente significativos tienen en su base esta verdad primordial: el
ser separado se vincula a partir de su separación y no puede ser, en definitivas, absuelto de
ésta. La absolución engendraría su servidumbre. La religación efectuada desde la misma
exterioridad equivale al respeto por ella, la cual nos sale al paso como rostro. Como epifanía.
Como un dios cercano. Pero enigmático.

V
Existiendo para el Otro, la moralidad se realiza80, encarna y cunde. En este prius ético,
“la exterioridad es la significación misma”81, y la epifanía del rostro es siempre el “antes” de
cualquier clase de intervención intelectual que dé cuenta del mundo, es el axioma-praxis
posibilitador de las significaciones ulteriores. En los términos de Dussel, en contra de la

77
E. Levinas, El tiempo y el otro, p. 74
78
TI, p. 274.
79
J.-L. Marion, p. 135.
80
Cfr. TI, p. 271.
81
Ibid.

62
Caricia, alteridad y trascendencia en el pensamiento de Emmanuel Levinas

racionalidad de la dominación (que realiter no es más que dominación de un cierto tipo


histórico de racionalidad) existe una interpelación originaria, que es, “ante todo, un acto
comunicativo; es decir, pone en contacto explícitamente en tanto personas (lo que hemos
denominado el cara-a-cara) a personas; es un “encuentro” fruto del componente ilocucionario
del “acto-de-habla” en cuanto tal”82, quedando así el otro afectado por la sinceridad de la
fuerza ilocucionaria del sujeto interpelante. Con lo cual, dentro del acto de habla (Austin), se
distingue claramente el momento locucionario que contiene un mensaje transmisible o una
proposición con sentido, y la fuerza ilocucionaria, la cual “hace mención al hecho de que ese
mensaje está dirigido a alguien”83. A la inmodestia intelectual creadora del mundo
antecedería, entonces, la gloria de los encuentros existenciales marcados por una distancia
infranqueable. Esa misma distancia, según el parecer de Levinas, se incrusta en la misma
voluptuosidad, agudizándola. Mientras más se va mostrando imposible la fusión entre los
amantes, tanto más los cuerpos que se encuentran tratan de practicar su fusión imposible. Pero
cuanto más lo imposible se revela como tal, tanto más cada uno de los amantes goza del gozo
del otro, tanto más la voluptuosidad misma es aquello de lo cual, justamente, se goza. El Otro
no es mío en una posesión que lo amansa o envilece, sino que su gozo se presenta ante mí en
una distancia perpetuamente renovada de la que gozo, precisamente en y por la distancia. La
voluptuosidad renace cada vez de esa fusión imposible, de esa distancia que se mantiene en la
libertad de los amantes: mientras más la fusión se muestra impracticable, tanto mayor es el
impulso con que los amantes se reclaman en su noche. La noche en la que se ejerce esa
distancia es la noche en la cual la voluptuosidad se afirma una y otra vez, renueva sus
ímpetus; es la noche, pues, en la que, sin perderse nunca del todo, los amantes se pierden. La
noche habita ya en su amanecer y el ocaso no acaba nunca en tanto que ocaso. En su más
íntima fecundidad. La voluptuosidad se transfigura en fusión, pero en una fusión externa a los
términos que en balde intentan fundirse, es decir, en una fusión trascendente a la
voluptuosidad de los amantes. El hijo surge de esas noches y se sitúa fuera de ellas, es a la vez
engendrado en ellas y expulsado de ellas, “el amor busca lo que no tiene estructura de ente,
sino lo infinitamente futuro, lo que se ha de engendrar”84. El hijo como fusión de las
voluptuosidades es el fruto de la imposibilidad, es la vida suscitada por el encuentro de pieles
infinitamente separadas y de los cuerpos que en ellas se delimitan. En él, el mundo prolonga

82
Enrique Dussel, “La razón del otro. La “interpelación” como acto-de-habla”. En: Enrique Dussel (Comp.),
Debate en torno a la ética del discurso de Apel. Diálogo filosófico Norte-Sur desde América Latina, México,
Siglo XXI-Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Iztapalapa, 1994, p. 81.
83
Pedro Rojas, “La ética del lenguaje: Habermas y Levinas”. En: Revista de Filosofía, 3ª época, vol. XIII
(2000), Nº 23, p. 39.
84
TI, p. 276.

63
Apuntes Filosóficos. Volumen 25. Número 48/2016 Mario Di Giacomo

el mundo; en él, el simple presente deserta de sí mismo, el tiempo de los relojes 85 se aparta de
la existencia humana. En su límite interior, cada piel señala una separación imborrable, propia
de los cuerpos, en su límite exterior -donde mora la caricia, donde la caricia se nutre de su
pasiva soberanía, donde el infinito se hace presente- la piel intenta infructuosamente borrar el
momento anterior, abriéndose al Otro.
Lúgubre sería la voluptuosidad que no guardara en sí la herida de su presente, a través
de la cual ella respira más allá de sus límites, ya arropados por una trascendencia sida y no-
sida al mismo tiempo. El porvenir está enterrado en el presente gozoso como el fruto que ese
presente nunca contemplará ante sí, presente entonces nunca apaciguado en su misma
satisfacción. Es más, nunca se satisface porque el milagro de la fusión corre siempre más allá
de los cuerpos que se unen, se desliza por fuera de quienes lo cumplirían. Ciertamente,
siguiendo casi al pie de la letra a Levinas, la voluptuosidad se complace en la voluptuosidad
del Otro, se regocija de su regocijo, mas la transustanciación del Mismo y del Otro se cumple
fuera del Mismo y del Otro, debido a que “… el amor va también más allá del amado” 86; “…
en esta trans-sustanciación, el Mismo y el Otro no se confunden, sino que precisamente –más
allá de todo proyecto posible- más allá de todo poder cuerdo e inteligente, engendran el
hijo”87, hijo que es otro y yo mismo a la vez, esbozado desde antes en el encuentro
voluptuoso, hijo que se ubica en el umbral de las puertas del ser y se proyecta lejos del placer
y del egoísmo de dos88. El porvenir se incuba en el egoísmo de un par de voluptuosidades
mutuamente complacidas. En su énfasis sobre la inconmensurabilidad entre el Mismo y el
Otro y en la tilde que coloca en la separación infinita entre ellos, Levinas, sin embargo,
admite un cierto retorno en la dinámica de un placer regocijado en el placer del Otro. En una
extraña auto-remuneración, ciertamente el amor por el Otro sólo puede llamarse amor si este
Otro a su vez ama, si el Mismo ama el amor del Otro, si el Mismo se convierte en la
hospitalidad de un amor y de una voluptuosidad que le viene del Otro. Al mismo tiempo, sin
embargo, y ya extraño al tiempo de la voluptuosidad, el amor, trascendencia erigida con base
en el equívoco, tiene que estar en sí mismo durante el egoísmo de dos y estar fuera de sí
mismo durante el encierro del egoísmo. El encierro egoísta muestra por consiguiente la trama
de sus grietas; el sujeto se mantiene adherido a una subjetividad capaz de sacarlo de sí mismo
al negarle a la identidad sus monopólicos flujos y reflujos, al interrumpir la infinita
reproducción especular de sí mismo. El sujeto, desde la óptica de Emmanuel Levinas, “tiene

85
Cfr. E. Levinas, De la existencia al existente, p. 131.
86
TI, p. 265.
87
TI, p. 276.
88
Cfr. ibid.

64
Caricia, alteridad y trascendencia en el pensamiento de Emmanuel Levinas

la posibilidad de no retornar fatalmente a sí mismo, de ser fecundo y, digamos la palabra


adelantándonos, -de tener un hijo”89. El hijo, “a la vez otro y yo mismo, se esboza ya en la
voluptuosidad”90, pero su alteridad impide que el padre se recobre totalmente en él, impide
que el yo trasfundido en el hijo profane la trascendencia del hijo, que es ya siempre Otro. El
padre se continúa a sí mismo en la paternidad, incluso en ella lleva a cabo su unicidad y su
singularidad, pero el hijo, aunque continúe la obra del padre, “es un extranjero” 91. El yo del
padre, en el hijo, “tiene que ver con una alteridad que es suya, sin ser posesión ni
propiedad”92. Si el hijo es los padres, lo es a condición de no ser jamás una anticipación
luminosa de quienes lo engendran, porque, como la idea de Infinito, se encuentra siempre más
allá de la fuente que lo engendra. Es los padres sin serlos nunca del todo; la filiación es el
porvenir de los sujetos que se encuentran, empero es al mismo tiempo germen del Mismo y
germen del Otro, en cuanto Amada, en cuanto que femenino93. El sí Mismo se halla, pues, en
el hijo, al interior del porvenir, pero éste, el porvenir, no se entrega a los poderes del mismo
modo como se entregan los entes limitados a la claridad del entendimiento. El porvenir es
cualquier cosa menos iluminación total, es cualquier cosa menos poder del sujeto. La
subjetividad se proyecta a oscuras en la fecundidad que esboza al hijo: pareciera que la
voluptuosidad no es sino la coartada para que la trascendencia ocurra, para que -sin querer- se
ejerza. Al mismo tiempo, la trascendencia es esa oscuridad donde el yo se pierde, es ese
horizonte que él ya no gobierna. La identidad del yo ha tenido que fisurarse a sí misma en la
relación voluptuosa con el Otro, cuyo amor ha amado, pero también, como consecuencia, se
ha desplazado a un sitio en el cual quien lo continúa, aunque lo continúe, es un eterno
desconocido. “El yo es, en el hijo, otro. La paternidad sigue siendo una identificación de sí,
pero también una distinción en la identificación”94. La mismidad actúa como mismidad en la
paternidad y la trascendencia que ella evoca, y, a su vez, la mismidad se pierde para siempre
al correr, en el hijo, hacia un territorio en que ya no es. Territorio en el cual el yo ha perdido
todos sus poderes, territorio en que lo posible no es sino la errancia ingobernable de una
mismidad casi diluida en sus extremos. Ahora el porvenir del Mismo cesa de ser su porvenir,
en el sentido de que gobierna la aventura a la que él mismo se ha abierto. No hay por allí un
“residuo de identidad”95, ni un “tenue hilo”96 de identidad, no existe la posibilidad de decir yo

89
E. Levinas, De la existencia al existente, p. 130.
90
TI, p. 276.
91
TI, p. 277.
92
Emmanuel Levinas, Ética e infinito, 2ª. ed., Madrid, La Balsa de la Medusa, 2000, p. 60.
93
Cfr. TI, p. 277.
94
TI, p. 276.
95
TI, p. 277.

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Apuntes Filosóficos. Volumen 25. Número 48/2016 Mario Di Giacomo

en el horizonte en el cual el Mismo ha perdido su palabra, y sin embargo, él se continúa en la


aventura que la ha dejado atrás para siempre. Se continúa en ese territorio sin identidad, sin
yo, sin su propia presencia de viviente.
Errancia sustantiva del deseo y del vínculo, tal reflexión asignaría así “una inaudita
apatridia (Heimatlosigkeit) a las lenguas y a los hombres”97. Nos volvemos hacia una huella,
tornamos nuestra mirada hacia horizontes desvanecidos: nada es nuestro, nada será poseído,
“pensamiento emigrante, traductor condenado a la tristeza de la huella”98. El deseo que ha
dado nacimiento a aquella voluptuosidad se continúa, extiende y refleja en esa zona de
oscuridad donde el yo se ha extinguido. De esta manera, Levinas reconfigura el concepto de
yo, excusándolo de ser simplemente “sujeto y soporte de poderes”99. Fecundidad y
trascendencia son el modo como el yo se recobra a sí mismo sin retornar íntegramente a sí
mismo, sin volver totalmente a sí mismo luego de la alienación que le ha aportado la previa
experiencia de mundo. La alteridad resulta ser así intimior intimo meo et superior summo
meo. No se trata solamente de que el Otro se ha ya siempre colocado bajo mi piel, pues de
acuerdo con Levinas me sofocaría a mí mismo estando solo yo bajo mi piel (Levinas is not
concerned with some formal element of otherness in me, but with the Other obsessing me,
getting under my skin, being already under my skin100), sino que yo mismo, aun en la
discontinuidad que la filiación marca, me sumerjo oscuramente en el Otro, y voy a la deriva
con él. Deriva porque ya no gobierno la marcha de un andar del cual, aun siendo responsable,
me he retraído. Pero la búsqueda, así sea entre tales sombras, prosigue como manifestación de
un deseo que siempre coloca al yo más allá de sí mismo. La ex_tática domiciliada en la
voluptuosidad, a juicio de Levinas, sigue siendo la aventura del yo, el calvario del yo, y su
gloria. No obstante, aun en bajo esos términos, “la voluptuosidad no despersonaliza el yo
extáticamente, sigue siendo siempre deseo, siempre búsqueda”101. Aquí no hay un monolito
último que señale el fin del camino de la búsqueda inscrita en el deseo, del deseo que no se
agota en su búsqueda. La marcha del deseo es incesante, ni siquiera la metáfora bíblica de la
tierra de Ur, la morada extranjera de Abraham, parece ser suficiente para una trascendencia
perpetuamente renovada y un deseo constantemente activado. La liturgia del exilio se cumple
en el porvenir del Mismo en un nuevo yo que no lo reitera idénticamente y en el cual él no se

96
Ibid.
97
Félix Duque, Residuos de lo sagrado. Tiempo y escatología: Heidegger/Levinas-Hölderlin/Celan, Madrid,
Abada, 2010, p. 34.
98
Silvana Rabinovich, “Prólogo”. En: E. Levinas, La huella del otro, p. 26.
99
TI, p. 277.
100
T. Staehler, Plato and Levinas, the Ambiguous Out-Side of Ethic, NY, Routledge, 2010, pp 41-42.
101
TI, p. 277.

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Caricia, alteridad y trascendencia en el pensamiento de Emmanuel Levinas

recupera íntegramente. La venganza de los descendientes podría consistir en destruir tal


liturgia del exilio, acabar para siempre con la incesante renovación del Mismo en los yoes que
siguen sin él la vida de él. Pero más acá de toda venganza, Levinas está convencido de que en
esa “dualidad de lo Idéntico”102 el porvenir del Mismo es a la vez una discontinuidad en el
Mismo, su no-porvenir, pues en él su deseo se prosigue, sin su yo, en otro yo; otro yo,
alteridad de nuevo radical, que indica la prolongación de mis posibilidades103, posibilidades
que sin embargo ya ha dejado de gobernar como yo soberano. El Mismo se prolonga como
huella sin potestad en el hijo. La relación con el Otro como amada y como el hijo que la
voluptuosidad fecunda nos arranca del tiempo presente, poniéndonos en contacto “con el
porvenir absoluto o tiempo infinito”104.

VI
No dejan de ser ciertas las siguientes palabras de Staehler, Thesoulis a seed of folly105.
Estar obsedido por el Otro complica mi estructura, ensancha mi identidad, la hace menos
restrictiva, y al mismo tiempo hace posible la locura. Y mi absoluta responsabilidad no
depende del reconocimiento de semejanzas entre yo y el Otro. No depende de un género de
alma compartido, no depende del reconocimiento en absoluto106. Sin embargo, la
complicación gloriosa de la propia identidad no resulta sólo de la incorporación del Otro que
se instala en ella, conminando una respuesta. En la larga e indeterminada marcha hacia el
exilio, la liturgia de la identidad parece tropezar con un grano de locura que se propagará
también en las generaciones sucesivas.
La indeterminación de lo posible, lo difuso del territorio en que el Mismo se interna,
huye de la luz, se va, en el hijo, hacia otra parte, así se inicia la larga marcha hacia esos sitios
en los que el yo vivirá fantasmáticamente y será objeto, asimismo, de apropiaciones
fantasmáticas de parte de los descendientes. Las imágenes sepiáceas nos recuerdan la
fugacidad de un origen del cual somos huella y que se repite en nosotros en la forma de una
huella. La huella sería así el canto de cisne de la huella.
Israel vendría entonces a auxiliar los excesos luminosos de Atenas, a su orgullosa
Heliópolis, a su claridad develadora: la comprensión del ser bajo la óptica de la luz y de la
presencia han de ser complementados por la vertiente del encuentro, de la errancia y de una

102
Ibid.
103
Cfr. ibid.
104
TI, p. 278.
105
T. Staehler, p. 42.
106
Cfr. ibid.

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Apuntes Filosóficos. Volumen 25. Número 48/2016 Mario Di Giacomo

trascendencia huidiza, corriendo siempre más allá de todo presente, más allá de la plenitud de
una esencia. Israel aportaría a Atenas el claroscuro de la profecía, es decir, el cansancio ante
el presente. Abandonemos, escribe Derrida, abandonemos el lugar griego y sus metáforas
oculares por una palabra profética que ha soplado ya no solamente antes que Platón, no
solamente antes que los presocráticos, sino más acá de todo origen griego. Pensamiento que
quiere liberarse de la dominación griega de lo Mismo y de lo Uno, otro nombre de la luz y del
fenómeno107, otro nombre de una ontología identificada con la manipulación del ente, otro
nombre de un mundo exento de tiempo108.Dominación que será luego convertida en
ontoteología.

107
Cfr. J. Derrida, “Violencia y metafísica”, p. 112.
108
Cfr. ibid.

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