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PROFESOR
PBRO. JOSE RAUL RAMIREZ
RESUMEN:
La visión de la existencia que tenía Miguel de Unamuno parte de lo que es para él el centro de sus
reflexiones: el hombre concreto o, como él mismo lo llama, “el hombre de carne y hueso”,
(Unamuno, 1985, pág. 25) que precede y es la base de las demás meditaciones. Este lo opone al
hombre abstracto, “un hombre que no es de aquí ni de allí, ni de esta época o de la otra, que no
tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no hombre” (Unamuno, 1985, pág. 25)
De entrada se opone “al pienso luego existo” de Descartes, diciendo: “lo malo del discurso del
método de Descartes no es la duda previa metódica; no que empezara queriendo dudar de todo; lo
cual no es más que un mero artificio; es que quiso empezar prescindiendo de sí mismo, del
Descartes, del hombre real, de carne y hueso, del que no quiere morirse, para ser un mero pensador,
esto es una abstracción” (Unamuno, 1985, pág. 51) Pero todavía se le hace más fastidioso el
hombre abstracto en el que había degenerado el cientifismo racionalista, que, a su parecer, se queda
corto para responder a la vida humana, “tan importante para confirmar o refutar lo que constituye
el verdadero ser de este individuo real y actual proclamado por él” (Ferrater, 2001, pág. 3598) A
partir de este hombre se hace filosofía, es este hombre el punto de partida, “este hombre concreto,
de carne y hueso, es el sujeto y el supremo objeto a la vez de toda filosofía ” (Unamuno, 1985, pág.
25). El balboense plantea que el filósofo mismo debe primero vivir antes que filosofar, pues si
razona es en función de la vida misma “y suele filosofar, o para resignarse a la vida, o para buscarle
alguna finalidad, o para divertirse y olvidar penas, o por deporte y juego.” (Unamuno, 1985, págs.
47-8)
De allí que pone como raíz de toda filosofía el sentimiento. “Nuestra filosofía, esto es, nuestro
modo de comprender o de no comprender el mundo y la vida, brota de nuestro sentimiento respecto
a la vida misma.” (Unamuno, 1985, pág. 27) De manera especial el sentimiento que surge del
dualismo fe y razón, al que llama, “sentimiento trágico de la vida”. Este consiste básicamente en
que la razón es anti- religiosa y la religión es anti- racional, y toda persona no puede excluir ni la
una ni la otra, sino que ha de manifestarse firme y en tensión ante tal contradicción. Para el pensador
español, la gran tragedia del hombre es que existe, pero en el mismo acto de existir se percata, por
un lado, de su fragilidad y de su limitación, de no ser nada, de que puede morir, pero, por otro lado,
de su hambre de inmortalidad. “No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir
siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo, que me soy y me siento ser ahora y aquí, por
esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia” (Unamuno, 1985, pág.
60).
Aquí entramos en lo que es para el profesor de Salamanca la gran lucha que sostendrá a lo largo de
su existencia, la lucha entre la muerte y la inmortalidad. La muerte viene rechazada de entrada, ya
que es equiparada a la nada, por ello su oposición rotunda a morir, no se resigna a que un día va a
dejar de ser, y no entiende cómo la gente va tan desentendida por la vida de este tema. Parece
declararle la guerra a esta realidad que estaría contento de negar si su razón se lo permitiera. En
algunos momentos dice: “¿Que me engaño? ¡No me habléis de engaño y dejadme vivir! (…) ¿Que
sueño…? Dejadme soñar; si ese sueño es mi vida, no me despertéis de él” (Unamuno, 1985, pág.
62).
Para contradecir la muerte “su punto de partida es la afirmación de Spinoza de cada cosa, en cuanto
es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser” (Forero) El vasco se apropia de este principio
filosófico “¡Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser, sed de ser más!, ¡hambre de Dios!, ¡sed
de amor eternizarte y eterno!, ¡ser siempre!, ¡ser Dios!” (Unamuno, 1985, pág. 56)
En este anhelo de ser siempre aparece la oposición entre fe y razón. “Alguien podrá ver un fondo
de contradicción en todo cuanto voy diciendo, anhelando unas veces la vida inacabable, y diciendo
otras que esta vida no tiene el valor que se le da, ¿contradicción? ¡ya lo creo! ¡la de mi corazón,
que dice que sí, mi cabeza, que dice no! Contradicción, naturalmente” (Unamuno, 1985, págs. 35-
6)
“Estas dos enemigas irreconciliables son los polos del problema. El no poder prescindir de ninguna
de ellas dará origen a lo que Unamuno llama su lucha agónica” (Forero). “En nada descansa, ni en
sus propias negaciones, sino en esta ausencia de cansancio, en la duda trágica y vital que él erige
en suprema norma de vida.” (Klimke-colomer, 1961, pág. 893) Las preguntas que se plantea, que
están implicadas en cualquier concepción religiosa, no se responden desde la razón: ¿de dónde
viene el hombre? ¿cuál es la finalidad del universo? ¿vamos de la nada ala nada? “No es nuestro
trabajado linaje humano más que una fatídica procesión de fantasmas, que van de la nada a la nada,
y el humanitarismo lo más inhumano que se conoce”. (Unamuno, 1985, pág. 58)
Para Unamuno los filósofos intelectualistas han evitado estas preguntas eternas. Pero él no aspira
a resolverlas sino a vivirlas con intensidad. La inmortalidad del alma no pude ser demostrada
racionalmente. La razón se enfrenta a éste anhelo, contradiciéndolo y en este sentido es enemiga
de la vida. Estos problemas que nos plantea la propia naturaleza y para los que nuestro deseo exige
una respuesta afirmativa, no se pueden desechar por el hecho de que la razón no pueda resolverlos.
Que no los resuelva no quiere decir que no dejen de apremiar al hombre a adherirse a las verdades
que proponen. “Que la razón no dé cuenta satisfactoria de nuestras exigencias vitales, no significa
que los objetos apetecidos sean algo frustrado. Ahí está el instinto de la perpetuación para
afirmarlo.” (Sevilla). “¡No! No me someto a la razón y me rebelo contra ella, y tiro a crear en
fuerza de fe a mi Dios inmortalizador y a torcer con mi voluntad el curso de los astros, porque si
tuviéramos fe como un grano de mostaza, diríamos a ese monte: pásate de ahí, y se pasaría, y nada
nos sería imposible” (Unamuno, 1985, pág. 64)
Siente, pues, el balboense la necesidad de vivir para siempre y reconoce que, efectivamente, el ser
que aspira a eternizarse no tiene derechos ni merecimientos. La existencia actual y la eterna son
gratuitas en su pensamiento. Por esto quiere ignorar el mérito y cualquier razón sustentadora, desde
un punto de vista lógico, de este anhelo de perduración.
La inmortalidad no consiste para Unamuno en la sola pervivencia del alma como en el platonismo.
Más bien, se vincula a la concepción del cristianismo que anuncia la resurrección del cuerpo.
Espera y proclama la resurrección de cuerpo y alma y precisamente del propio cuerpo, del que se
conoce y sufre en la vida cotidiana. “La fe cristiana nació de la fe de que Jesús no permaneció
muerto, sino que Dios le resucitó y que esta resurrección era un hecho; pero eso no suponía una
mera inmortalidad del alma, al modo filosófico” (Unamuno, 1985, pág. 71)
Sevilla, F. (s.f.). La inmortalidad del alma, según don Miguel de Unamuno. 14.