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El método conciliación
En Navarra hay más de 250 familias con un miembro con el
trastorno del espectro autista. A pesar de las ayudas, falta
vencer la invisibilidad de la convivencia diaria
Paloma Dealbert
David tenía 13 meses cuando sus padres
percibieron que algo no iba bien. Fue durante
el pasacalle de los Gigantes y Cabezudos de los
Sanfermines de 1998. Su padre, José María Redín
(Pamplona, 1964), tomó una foto en la calle San
Antón. Escoltando a David estaban un niño y una
niña, de edades similares, hijos de una pareja de
amigos de José María. Ellos sonreían y observaban
asombrados los festejos. David, serio, se observaba
la mano. Fue con esa instantánea con la que
decidieron llevarle a un terapeuta, pese a que el
pediatra no había detectado hasta el momento
ninguna anomalía en el chico.
David no gateó. Ese mismo verano sus padres
vieron que comenzaba a deslizarse un poco
durante las vacaciones, pero no se salía de la
alfombra. Al volver concertaron una cita con
la Clínica Universidad de Navarra. “Enseguida
dicen que tiene algo. Autismo no, porque nunca
te lo dicen”, asegura José Mari. “Consiguieron
de septiembre a diciembre que se pusiera de pie
y anduviera, pero ya poco más hicieron porque
no se cura con temas médicos. Es un trastorno,
no una enfermedad”. Los investigadores del
Hospital valenciano La Fe publicaron un estudio
a comienzos de este año que sostiene que, pesar
de su aparente incomunicación, el problema de
quienes padecen TEA (trastorno del espectro
autista) se debe al exceso de sensibilidad. José Mari
coincide con esta tesis: “Reciben tantos estímulos
que son incapaces de procesarlos. Como quieren
procesar todo, se bloquean y la solución del
cerebro es aislarse”.
David no sabe estar quieto. Le gusta balancearse.
Los movimientos repetitivos le dan seguridad.
Cuando va en ascensor pasa continuamente su
peso de pie a pie. Con seis años metía el CD y
reproducía la canción que le gustaba. Después
de 50 segundos, lo paraba, cogía otro y ponía
la que prefiriese de ese otro disco. Ahora, con
Youtube, son los vídeos de cocina, a los que se
aficionó porque los relacionaba con los programas
que encontraba de pequeño en la televisión;
situaciones que conoce y en las que sabe qué va
a ir pasando. Le dan seguridad. Es el mayor fan
del cocinero español José Andrés. Su favorito
es un vídeo en el que suena el timbre y el chef
acude a abrir la puerta. “Ding dong”. Con el ratón
retrocede, para el vídeo, y lo vuelve a reproducir.
Puede estar horas viéndolo.
Una solución pública
David aprendió las letras y los números solo,
andando por la calle y viendo matrículas con
cuatro o cinco años. Sin embargo, las dificultades
para desarrollarse y relacionarse como el resto
de niños metieron a sus padres en una larga
serie de guarderías privadas, centros y métodos
innovadores. Con 3 años lo llevaron al Instituto
Fay de Madrid, basado en la estimulación sensorial
para la regeneración de conexiones neuronales,
y en el método Doman (conocido como ‘método
Filadelfia’) para el aprendizaje.
No estaban satisfechos. José Mari quería una
solución pública. Del neurólogo de la Seguridad
Social les derivaron al Centro de Recursos de
Educación Especial en Navarra (CREENA). “El
centro hace unos estudios para ver qué es bueno
para él y deciden a qué centro específico debe ir”,
explica José Mari. David acudió al aula infantil de
educación especial de Larraona, en Pamplona.
Y a los problemas educativos se sumaron los
familiares. Los padres de David se divorciaron

cuando tenía 6 años. La madre se quedó con
la custodia al principio, pero quiso internar a
David en un centro y el padre pidió el cambio.
Siguió yendo a Larraona hasta que, finalmente,
le aceptaron en el centro concertado Isterria-
Fundación Caja Navarra situado en Íbero. David
tiene 20 años y va allí durante el curso escolar.
La conciliación imposible
Precisamente porque estudió Magisterio, José Mari
se confiesa el más crítico con los profesores. Ejerció
hasta que contrajo su primer matrimonio, cuando
pasó a ocupar un puesto en la asesoría familiar de
la madre de David. Con el divorcio, vino el despido
y un carrusel de trabajos. Paro, sustituciones en
colegios, vuelta a la universidad para convalidar la
licenciatura con los estudios de grado, consultorías
y, finalmente, en las oficinas de una discoteca. En
Navarra, a falta de un censo oficial que contabilice
los casos específicos, se estima que hay entre 250 y
300 familias con un miembro que padece el TEA.
“Es una discapacidad muy complicada de gestionar
porque afecta mucho a la conducta. Gestionar es
estar las 24h”, asegura Amaya Núñez, directora
técnica y psicóloga de la Asociación Navarra de
Autismo (ANA). “Además, como eso no se ve desde
fuera hace que estén sujetos a la crítica social, que
es una de las cosas que más duelen y a la que es
muy difícil acostumbrarse”.
El nivel de atención que necesitan quienes
padecen el TEA es lo que ha dificultado las
relaciones laborales, e incluso las sociales, a
José Mari: “Si falto [al trabajo] es porque no me
queda más remedio. Claro que entiendo que el
empresario tiene que defender su negocio, no mi
vida personal. En ese sentido la sociedad es muy
inhumana. Para ir al médico con David, a veces
tengo que coger vacaciones”. Con los problemas
de salud que tiene, y los que van apareciendo con
la edad, de las cuatro semanas de vacaciones por
gestiones del día a día se le reducen a dos y media.
Su vida y la de su pareja actual se limita al
trabajo, a cuidar a David y a su principal afición:
la construcción de belenes en la Asociación de
Belenistas de Pamplona, en la que lleva desde los
14 años. Buscan lugares tranquilos para pasear
porque a David no le gusta sentir que está en
medio del gentío. También ir a los lugares “de
siempre” va convirtiéndose en un hábito con el que
es difícil cumplir, porque las conductas imprevistas
de su hijo cada vez son menos toleradas por la
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sociedad. “Si vas con un crío de 6 años hace gracia.
Ahora con un chaval de 20, ¿qué? Pero los chicos
así no tienen ese concepto de lo que está bien o
mal”, explica José Mari.
Cuestión de voluntad
La mayoría de los centros especiales tienen
un calendario escolar. Durante el verano, las
familias tienen que buscar planes propuestos
por asociaciones como ANFAS o ANA que
dan un respiro a padres y madres como José
Mari. Pero son pocos, muchas veces carecen de
subvenciones y a menudo falta personal. “Los
padres dependemos de la buena voluntad de los
voluntarios y profesionales que están con este
tipo de personas”, se resigna José Mari Redín. Hay
que pagar lo de la persona que padece TEA y lo
de los voluntarios y profesionales. La Escuela de
verano de ANA lleva seis ediciones y se financia
a través de la organización de eventos benéficos.
Este tipo de programas de verano están cada vez
más solicitados, pero faltan ayudas incluso para la
época escolar. Este mes de septiembre el Gobierno
de Navarra ha puesto en marcha un plan de ayudas
para la financiación de tratamientos a personas
con el espectro autista. “Es vital. Llevamos 6 años
peleando por estas ayudas”, señala Amaya Núñez,
de ANA.
Las complicaciones habituales se tornan más
difíciles cuando quienes están al cargo de personas
con TEA envejecen. Por eso, Núñez está trabajando
para impulsar un proyecto que facilite la vida
de las familias: “Cuando son adultos necesitan
mucha más ayuda según su nivel de autonomía y
dependencia y para eso se necesitan recursos. Mi
proyecto consiste en crear una fundación con pisos
en los que vivan estos chicos integrados dentro de
la comunidad. Que vivan en los barrios para que
incluyamos la discapacidad, este caso el autismo,
dentro de la sociedad”. Un plan que puede llevar
como mínimo 10 años hasta su implementación.
Como muchos padres y madres, José Mari es
pesimista: “No tengo futuro. Cuando llegue a los
67 años no podré tener el 100% de la jubilación
porque llevaré media vida a jornada parcial”. David
mide casi 1,75 metros y no hace deporte. A su
padre cada día le cuesta más lidiar con él. ¿Qué
expectativas tiene para el futuro? José Mari se
muestra seguro: “El sentido común dice que es
imposible seguir como estamos. Mis expectativas
son el día a día”.