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Ricardo Rodulfo

EL NIÑO
Y EL SIGNIFICANTE
U n estudio sobre las funciones
del jugar en la constitución temprana

Prólogo de Marín Lucila Pelento

PAIDOS
B u en a s A ire s
B arce lo n a
M éx ic o
-/<*. rehnpresiñn. 1996

Im preso en la Argentina - Printcd in Argentina


Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723

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D efensa 599, Buenos A ires

Ediciones Paidós Ibérica S.A.


M ariano Cubí 92. Barcelona

Editorial Paidós M exicana S.A.


Rubén Darío 118. M éxico D.F.

L a re p ro d u c c ió n to ta l o p a rc ia l d e e s te lib ro , e n c u a lq u ie r fo rm a q u e sea . id é n tic a o


m o d ific a d a , e sc rita a m á q u in a , p o r e l s is te m a "m u ltig ra p h '* . m im e ó g ra fo . im p re so ,
p o r fo to c o p ia , fo to d u p lic a c ió n . e tc ., n o a u to riz a d a p o r lo s e d ito re s , v io la d e re c h o s
re s e rv a d o s . C u a lq u ie r u tiliz a c ió n d e b e se r p re v ia m e n te s o lic itad a .

ISBN 950-12-4133-5
Prólogo ilc la Dra. María Lucila P clcm o ................................. 11

Ininxlucción................................................................................. 15

1. LA PREGUNTA POR EL NIÑO


Y LA CLINICA PSICOANALIT1CA............................. 17

2. ¿DONDE VIVEN LOS N IÑ O S?....................................... 35

3. SIGNIFICANTE DEL SUJETO/


SIGNIFICANTE DEL SUPERYO:
LAS OPOSICIONES, LAS AM BIGÜEDADES............ 55

4 IMPLICANCIAS Y FUNCIONES DE
LA FALIZACION TEM PRANA...................................... 76

5. EL NIÑO Y SUS DESTINOS:


FALO, SINTOMA, FANTASM A.................................... 88

6. SOBRE EL A G U JERO ........................................................ 104

7. LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (I):


MÁS ACÁ DEL JUEGO DEL CARRETEL................... 120

8. LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (II):


EL ESPACIO DE LAS DISTANCIAS ABOLIDAS .... 138

9. LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (III):


LA DESAPARICIÓN SIM BOLIZADA......................... 154
10 LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (IV):
PEQUEÑOS COMIENZOS
DE GRANDES PATOLOGÍAS........................................ 172

11. LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (V):


TRANSICIONAL1DADES..................................................... 182

12. DONDE EL JUGAR ERA.


EL TRABAJAR DEBE ADVENIR................................... 198

13. LAS CONDICIONES


DE UNA METAMORFOSIS............................................ 215

N O TA S......................................................................................... 237
Se puede oscilar entre una variante clásica y una más con­
temporánea en cuanto a los “agradecimientos” : la segunda los
sabe con un “ombligo” que se dispersa en lo desconocido; la
primera aconseja sensatamente acotarlos un poco. En ese tren,
y apoyándose en inciertos jirones de frases y lugares a un
tiempo móviles y repetitivos, como también en otros que han
sido y son posibilitacioncs, es ineludible una cálida deuda con
mi esposa Marisa Rodulfo: circunstancias concretas renuevan
aquí el socorrido cliché que reza “sin cu y o ...” , etc., etc. La
señora Laura Pound trabajó largas horas para hacer legible un
manuscrito que al parecer no lo era tanto y la señora Silvia
Goicoa la ayudó en esto y otros detalles con prolijidad y
paciencia. Por su parte, la señora Irma Ruiz Aused, de la
Editorial Paidós, aportó sugerencias realmente valiosas: incli­
narse por escribir “ falizar”, en reemplazo del usual galicismo
“falicizar”, como así también la bella expresión “dem asía” en
lugar de “plus” . Por último, mi reconocimiento especial al Dr.
Raúl Mejía, padrino de tesis, tan discreto y amable como
alentador. Enumerar estas circunstancias excede la conven­
ción formal: quien escribe hace su propia experiencia sobre la
necesariedad de los apuntalamientos.
A lo largo del texto, las comillas dobles enmarcan dichos
ir Unales de pacientes o pequeñas citas, también textuales, de
otros autores. En cambio, las comillas simples puntúan giros
relativamente típicos, genéricos, o ciertos efectos de entona­
ción, por ejemplo irónica.
A Marisa
No siempre la publicación de un texto encuentra su lugar y
su tiempo apropiados. Las raras y bienvenidas ocasiones en
que ese encuentro se produce, revelan que el autor pudo captar
con lucidez un momento crítico, aquel Kairos de los antiguos,
y form ular su respuesta personal.
En la historia de nuestra disciplina —el psicoanálisis—
algunas de esas circunstancias criticas se vinculan con el
movimiento al que parecen estar sujetas las teorías. Como se
observa una y otra vez, el advenimiento de una nueva teoria
conmueve los cimientos de conceptos hasta ese momento
vigentes. Sin embargo, muy rápidamente los nuevos concep­
tos se emblematizan, perdiendo su carácter revulsivo y crea­
dor.
Este circuito, casi inexorable, no obliga a resignarse a sus
efectos. Por el contrario, exige una lucha para correrse del
deslumbramiento que produce lo nuevo, así como de la trivia*
lización a la que conduce su transformación en emblema.
En este texto, justamente, Ricardo Rodulfo toma la decisión
de revisar algunos de los efectos de un momento revoluciona­
rio y crítico: el que se inició en nuestro país con la introducción
de la teoría del significante, uno de los elementos cruciales de
la concepiualización lacaniana.
Acompañado por la profunda convicción de que en el
ámbito científico los conceptos son herramientas para pensar,
y no mandatos a seguir ni ídolos a sacralizar, revisa en este
texto las consecuencias de una lectura “demasiado lineal” de
la teoría del significante en la práctica con los niños y adoles­
centes.
Esta reflexión crítica de un tipo de lectura, que condujo
según el autor a “ pasivizar al sujeto” desdibujando su diferen­
cia, lo lleva a desplegar sus propias hipótesis. Hipótesis que
en su conjunto permiten ir aprehendiendo “ las cuestiones fun­
damentales” de este autor (P. Aulagnier, 1984).
Asumiendo como idea rectora que el “ niño no recibe
pasivamente significantes ya hechos sino que recibe un m a­
terial significante que activamente extrae y procesa”, resigni-
fica, investiga cuidadosamente las fuentes de ese material sig­
nificante, sus posibles destinos, así com o las operaciones
esenciales que realiza el bebé.
En la investigación de esas fuentes ocupa un lugar primor­
dial el concepto de “mito”, concepto que sufrió en nuestro
medio — bueno es recordarlo— vicisitudes particulares.
Enarbolado en un primer momento para señalar el terreno no
explorado por Klein, fue, con el correr del tiempo, relegado a
otras formas de terapia o trivializado y vaciado de com pleji­
dad, o simplemente olvidado o desestimado.
La fulgurante definición del mito como archivo que evoca
el autor, su propia idea del mito familiar com o lugar, su
conceplualización como “puñado de significantes dispuestos
de cierta qianera”, el modelo que propone a partir del término
“collage” , ladenuncia acerca de los efectos clínicos negativos
a los que conduce mantener la disociación cuerpo/mito, etc.;
todos estos elementos vivifican notablemente este concepto.
Otra consideración que introduce, siguiendo una inspira­
ción de R. y R. Lefort, es aquella que se refiere a dos tipos de
funcionamiento diferente del significante: como significan­
tes del superyó o como significantes del yo. Siguiendo el en­
cadenamiento de sus reflexiones, se puede apreciar la fuerza
que esta diferenciación posee para producir inteligencia sobre
diversos hechos: tanto los que hacen a la práctica com o a otra
índole de problemas — tales como los de la producción y la
enseñanza del psicoanálisis— .
Al detallado estudio sobre fuente y destino del material
significante, le sigue en esta investigación una cuestión capi­
tal: la de la función o funciones que hacen posible la extracción
y tramitación de significantes y sus efectos. El desarrollo de
esta cuestión — a mi entender, fundamental— abarca y extien­
de el significado de la pregunta que D. W innicott formuló, con
sencillez, en 1945, sobre cuándo comienzan a suceder las
cosas importantes y cuáles son las funciones que ponen en
marcha esos procesos estructurantes esenciales. Las articula­
ciones que propone R. Rodulfo ofrecen una respuesta precisa
y detallada: esas “cosas importantes” suceden antes y desde el
nacimiento, y el playing winnicottiano es ese eje de transfor­
maciones que permite la estructuración del psiquismo.
La definición del juego com o “agujerear” (agujero cuyos
efectos imaginarios describió notablemente Klein), la discri­
minación de funciones en el jugar anteriores al fo n -d a , la
puntualización de las invariantes estructurales a las que dan
lugar, su confluencia en la construcción de la categoría de
cuerpo, su resignificación en la adolescencia así com o las
relaciones entre juego y trabajo, constituyen un inapreciable
aporte (entendiendo por “aporte” un lugar de encuentro— sea
de acuerdo, o cuestionamiento, o desacuerdo— que puede
ofrecer un material teórico).

Antes de darle la palabra al autor haré dos últimas conside­


raciones: ante todo, deseo señalar que el fino entramado de
conceptos que el autor analiza a lo largo de este texto, permite
advenir su capacidad para recibir y trabajar lo que D. Winni­
cott, en su carta de 1952, bautizó como “los gestos creadores”
de otros autores. Soportando la tensión que el contacto vivo
con estos “otros gestos” produce, R. Rodulfo pudo elaborar y
asumir su propia posición. Tom a de posición que, a mi criterio,
lo aleja del peligro de oficializar una torre de Babel. Por el
contrario, lo condujo a plasm ar hipótesis coherentes, pronun­
ciándose en una serie de cruciales problemas. Entre ellos uno
central, como es el referido al debate entre historia o estructura,
suscitado en las ciencias del hombre bajo la presión del
estructuralismo. Coincidiendo en este punto con autores como
A. Green (o M. Duchet en el cam po antropológico), R . Rodulfo
se define presentando elem entos teóricos que, a su juicio.
permiten salirdel encierro generado por la oposición historia/
estructura.
Por último, se puede advenir que “ las cuestiones funda­
mentales” que este autor plantea — aquellas que P. Aulagnier
describió como “el punto conjugado de fascinación y resis­
tencia que singulariza la relación de un autor con la teoría
analítica”— no giran sobre sí mismas. Están, en cambio, fuer­
temente apoyadas en una búsqueda de inteligibilidad de aque­
llas condicionespsicopatológicas que, desbordando el cam po
de las neurosis, muestran, con mayor o menor rigor, los
efectos de fallos en la estructuración psíquica.

María Lucila Pelento


Este libro ha sido amasado con los materiales de un largo
seminario dictado por m í durante 1985 en la Facultad de
Psicología de la Universidad de Buenos Aires como profesor,
a la sazón adjunto e interino de la Cátedra de Clínica de Niños
y Adolescentes, de la que desde 1986 soy titular concursado.
Más allá de esa coyuntura, al reunir unos cuantos años de in­
vestigación y ahondamiento en desarrollos teóricos persona
les, es también mi tesis de doctorado presentada en la U niver­
sidad del Salvador. El texto fue reescrito en su totalidad y la
situación de seminario — su “ fondo representativo” según la
excelente expresión deA ulagnier— que implica tanto pregun­
tas y asociaciones como desvíos y necesarias digresiones
quedó incorporada a su estructura bajo una modalidad estilís
tica diferente. La puntuación de este itinerario, cuyo comienzo
real es la práctica clínica del psicoanálisis, acaso valga la pena:
de la primera transcripción oral a la segunda en letra, dicho
material recibe no sólo las determinaciones de la elaboración
secundaria (que la elaboración secundaria misma se esfuerza
por velar, apelando a lo que Barthes denominaba “índices de
realidad”), sino también la oportunidad de entrar en escenas de
escritura que implican espacios de reflexión diferentes y
precisos, espacios que no se limitan a “ poner en palabras":
ponen a prueba.
De entre los muchos cam inos que en general siempre abre
todo libro, y que dependen de encuentros y transferencias
particulares, en éste remarcaría al menos tres. En primer
término retoma el tema del desarrollo de algunas ideas y
hallazgos clínicos expuestos en otro libro, particularmente en
cuanto a la naturaleza del jugar1. Por otra pane el texto
aborda, no sé con qué fortuna, temáticas y puntos de vista
quizá un poco nuevos, por ejemplo lo que concierne a una
concepción no impresionista de la adolescencia. Last but not
least (y para el autor es esto lo que tiene más resonancia
respecto de la posición teórica)2, el texto prepara el terreno
para un balance histórico que es también un ajuste de cuentas
con la teoría del significante y su incidencia en la ardua
investigación analítica sobre la constitución subjetiva. Aquí
esta introducción se acota, en el horizonte de otro libro.

Ricardo Rodulfo, noviembre de 1988

1Clínica psicoanalítica con niños y adolescentes: una introducción, Marisa


Rodulfo y Ricardo Rodulfo, Editorial Lugar, Buenos Aires, 1986.
1 Sobre el conceplo de posición consúltese “Mimpolíticas III: Yo deseo, tú
deseas... todos deseamos a Schrcber padre (línea y posición en psicoanálisis)",
R. Rodulfo, Actualidad Psicológica, Buenos Aires, agosto de 1987.
1. LA PREGUNTA POR EL NIÑO
Y LA CLINICA PSICOANALITICA

Si volvemos a reflexionar sobre la clínica con niños y


adolescentes, es ahora esencial reconsiderar la cuestión de los
significantes en relación a qué llegamos a entender por niño en
psicoanálisis. Aparentemente, es muy fácil señalar qué es un
niño, pero desde el punto de vista del psicoanalista, allí
comienzan los problemas. Si nos situamos en un plano obser-
vacional oconductista, el niño aparece com o una determinada
entidad psicofísiearU no de los autores más creativos en este
c a m p c ^ o n ^ d ^ in n ic o tt.^ ro b le m a tiz ó tal evidencia a través
de una paradoja: “lolbebes no existen”. Lo importante de esto
es que lleva a un cuestionamicnto radical en nuestra praxis con
respecto a lo que aparece tan dado por sentado com o ser (de)
niño.
Cuando se cree saberlo sin más trámite y ocurre-que un niño
‘de verdad’ es traído a la consulta, no se nos ocurre mirar más
allá de él, echar un vistazo a sus costados, por ejemplo (hay
gente allí); de ahí los tests u otras formas de acopio de datos a
fin de escudriñar cómo siente, cóm o piensa, cómo fantasea el
chico en cuestión, poniendo de relieve que se entiende por
‘niño’ algo que empieza y termina en las fronteras de su
cuerpo, la célebre entidad psicofísica. Sucede que este método
es el origen de muchos errores, com o inventarle una enferme­
dad al niño, inventarle una patología para tratarlo, sin plantear­
se qué pasa allí donde el chico vive, o qué pasa c o n la escuela
a donde concurre. No es nada fácil determinar psicoanalítica-
mentc lo que por lo común se designa al decir ‘niño’. Exige
movilizar una serie de conceptos, dar no pocos rodeos, resul­
tando finalmente que las cosas clínicas no coinciden del todo
con las ideas previas que se tenían.
Si se considera la historia del psicoanálisis, una de las
primeras cosas que se ponen en el candelero respecto del niño
en el siglo XIX es su sexualidad, pero en manos del psicoaná-
lisis el tema de la sexualidad del niño (lo hizo notar Foucault)
se convierte en un cuestionamiento de la sexualidad del adul­
to. Es un viraje muy importante en cuyo centro o epicentro
podemos ubicar la época en que Freud publica los Tres ensa­
yos sobre una teoría sexual. ____
La cuestión de qué es un niño, en q u é co n siste un n iñ o .
conduce a la p re h is to r i a , minándola no sólo en el sentidí >que
Freud le otorga (primeros años de vida que luego sucumben
a la amnesia), sino la prehistoria en dirección a las gene rae io-
nes anteriores (padres, abuelos, etc.), la historia de esa tami-
lia. su folklore, especialmente a partir del momento en que al
psicoanálisis le concierne la problemática de las psicosis en
un sentido ampl io, o de los trastornos narcisistas en un sent ido
m ás amplio aun. La historia del chico deja de ser un recuento
de todo lo que él puede fantasear o no, lo cual conduce por sí
solo a toda la problemática de la prehistoria, esto es, lo que lo
precede, los modos y gradientes de lo ocurrido determinantes
para ese niño, antes de que propiamente exista.
Esta serie de rodeos se dirige a alertar sobre el peligro que
implica tomar al niño en el sentido más estrecho y cotidiano,
a la manera tradicional de las pruebas psicológicas: a qué
edad el chico dio tal paso, cóm o rinde en tal esfera, medición
de su cociente intelectual, develamicnto de sus fantasías pro-
yectivas. No es que todo esto deba ser masivamente rechaza­
do a priori. sino aue será muy insuficiente, en particular en
aquellos casos donde nos enfrentamos a una patología grave.
, del orden de obstruir radicalmente el crecimiento, e I desarro-
11o. el advenimiento de ese sujeto. Para entender a un chicoo
a un adolescente (de hecho, incluso a un adulto), tenemos que
retro ced efT d o n d e é rñ o T O a b ra ttn r 1-------------------------------
•f' Hay dos movimientos en psicoanálisis. Uno se popularizo
mucho, se volvió su representación vulgar: es el retomo del
psicoanálisis a lo que fue la infancia, a temáticas como por
ejemplo, las fantasías tempranas, los traumas precoces, interés
en fin por retroceder tanto como se pueda.
Esto es suficientemente conocido y además conserva toda
su importancia y toda su validez; el psicoanálisis sigue invo­
lucrado en esas cuestiones, pero su gravitación ha quedado
reposicionada en un segundo movimiento más amplio, donde
nuestra disciplina se interesa particularmente en ciertas pato­
logías (verbigracia, las psicosis). Este segundo viraje se va
produciendo lentamente a partir de la década de 1950 y está
estrechamente relacionado con el desplazamiento de la clínica
más allá de las neurosis (fuertemente “ más a llá ...”), a las
márgenes ambiguas y fronterizas, a los trastornos narcisistas,
esquizofrenias, adicciones, etc. Introduciré un pequeño.ejem­
plo: se trata de un paciente que em pieza su análisis en los
últimos años de la adolescencia. El problema central que lo trae
al tratamiento es una^£ eíotipiá^oue lo atormenta, habiendo
fases en las que llega a evitar todo contacto de su novia y él con
el exterior: salidas, amigos, ir a un cine. El punto no son sólo
las complicaciones prácticas, considerando el estado anímico
que se desencadena, en el que queda atrapado por una creencia^
enceguecedon(íella se arregla no para agradarle sino para otro,
que en algún momento ubica al azar entre la multitud. El
segundo paso es una requisición absoluta de la mirada de su
novia. Y siempre encuentra (inventa) algún soporte, momen­
to electivo en el cual se encama la suposición de que ella mira
con deseo al que nunca es él. Uno de los problemas más
difíciles que abordamos en la clínica es com o se encuentra a
quien se necesita para autodestruirse, para desplegar sus sínto-
mas o para encontrar cierta cómnlementariedad cerrada sóHre
sí misma.
Por otro lado, el paciente repara (de manera discontinua) en
lo absurdo de sus suposiciones, pero la intensidad d e ia certeza,
sobre todo en el momento que lo captura su fantasmafi^TT^s'
absoluta, llega a tener características de una construcción
delirante en el sentido de resistir toda duda, toda crítica o
distanciamiento, toda diferencia entre él y su creencia. Hay
todo un plano de análisis en el que no avanza mayormente y
que concierne a lo relacionado con la imagen de la mujer, o de
su novia; por otra parte, durante un tiempo nada significativo
se produce para que se esclarezca la cuestión. Elegí este
fragmento porque las claves principales caen del lado de la
prehistoria. En un momento dado me di cuenta que en su
familia, que constituía lo que a primera vista parecía un hogar
común y corriente, sin embargo se podían descubrir perfiles
menos genéricos, como por ejemplo un episodio psicótico
posparto de la madre, una depresión intensísima y larga. Esta
madre, que aparece en principio con la fisonomía de una ama
de casa convencional, sólo se arregla en el sentido que
habitualmente consideramos ‘femenino’, es decir sólo delata
cierto deseo de gustar, de querer estar linda, cuando se trata de
salir a la calle; contrasta su apariencia deslucida dentro de la
casa, lo cual por lo demás ocurre la mayoría del tiempo, en
tanto que cuando tiene que dejar su hogar hay un especial
cuidado para nada, porque en general se trata de hacer alguna
compra.
Descubrimos allí un aspecto muy importante en relación
con lo erótico: la madre no juega esta imagen con el padre,
sino en el ámbito de una mirada anónima, fantasmática. El
paciente rememora, con respecto al padre, sus aventuras
extraconyugales, de las cuales la madre invariablemente se
entera, ya que su marido trabaja cerca y las vi ve no lejos de ese
lugar. Vale decir, todo queda en el mismo barrio, no hay un^
intento de doble vida. Punto de confluencia: el padre y la
madre aparecen unidos por un factor común, la sexualidad
está en la calle, fuera de la pareja.
Hasta que avanzó en su análisis el paciente creía que
cuando la madre se enteraba había conmoción verdadera,
pero en realidad no ocurría nada de eso, aunque se gritara
mucho. En esta familia, lo revolucionario, lo cuestionante, lo
que alteraría el equilibrio narcisista hubiera sido que la sexua­
lidad estuviese adentro de la casa y en la pareja, no que se la
emplazara afuera, actuada o fantaseada, pues esto es lo permi­
tido, lo que está aprobado, y ningún cimiento se quiebra por
tal situación.
El paciente recuerda un relato, reprimido, olvidado por él,
y que retomado en ese momento gana importancia. En la casa
había otro personaje qug.poco apoco cobra más relevancia en
el decurso de su relato: la abuela materna. En el discurso del
paciente aparece primeramente c o im Cma ‘pacífica anciana’;
poco a poco, durante el curso del análisis esa imagen toma un
viraje de ciento ochenta grados. Y esto cuando el adolescente
advierte que el poder reside del lado de la abuela y, posterior­
mente, que las parejas que se arman en la casa pueden ser: la
abuela y la madre, 'contra el padre o alguno de los hijos, pero
la pareja que nunca se arma es entre el padre y la madre; más
aun, advierte que en los pocos momentos en que se atisba la
formación de algo parecido a una pareja entre ellos, por
ejemplo, algún gesto cariñoso o que insinúe sexualidad, eso
queda cercenado porque alguna intervención sinuosa de la
abuela provoca una pelea. A sí va captando que hay un orden
de cosas, una serie de funciones y de equilibrios que descono­
cía. El hecho de que la sexualidad esté en la calle, mantiene a
la madre en la órbita de la abuela; no hay que olvidar que la
madre es una mujer que s j^ jiu n a ^ ^ e s ió r ^ \m a ¿ n ilu d - C o n
la consiguiente internación, ileváncíoie u ñ larg o año volver a
hacerse cargo de sus hijos.
Dadas estas condiciones — el muchacho recuerda— , su
madre le contó que, en los primeros años de su vida matrimo­
nial, ella había comenzado a perder sus inhibiciones y a
descubrir el placer, pero un día dejó la puerta entreabierta y a
la mañana siguiente la abuela — que vivía con ellos desde el
principio; esto ocurrió antes de que el paciente naciera— le
recriminó ácidamente su vida sexual. La madre le confió al hijo
que esto constituyó toda una interferencia, y que esa interven-l
ción nunca había sido superada.
Disponiendo ya de estas piezas, el paciente se da cuenta,
prácticamente por sí mismo, que sus accesos celotípicos res-
ponden a una ley familiar, esto es, que la sexualidad sólo pue­
de darse en la calle y no entre los miembros de la pareja óficial.
com o su novia y el, por ejemplo, ese mismo orden de cosas de­
terminará la creencia de que la mirada de su novia nunca se
dirija a él con deseo y, por otra parte, todo lo que tenga que ver
en ella con lo erótico, solo se podrá complementar con ese
público anónimo que está en la calle y no con el paciente.2
A partir de ahí empieza a desinflarse todo este aparatejo
delirante de la celotipia, a ser más infrecuente, más débil, más
breve, con crecientes posibilidades de crítica, no en el sentido
de querer contenerse mediante un esfuerzo de voluntad, sino
de que algo pueda caer, dejar de ser una invasión masiva en su
psiquismo.
Tal posibilidad se da, observemos, al analizar una pieza de
la prehistoria donde el paciente como entidad psicofísica no
existe; los que cuentan son la pareja de los padres, los inicios
de su vida sexual, la vieja relación que suelda la madre a la
abuela, todo lo que, por determinadas razones que llevaría muy
lejos ahondar, se actualiza, se repite en el. Es distinto suponer
que se encontrará la clave de la celotipia en una fantasía
inmanente al sujeto, producto autónomo de su inconsciente. Y
no porque se pueda desestimar la validez de este registro, en el
que el psicoanálisis está irrevocablemente comprometido.
Que hem os descubierto un orden fantasmático inconsciente,
que aparece en sueños y en múltiples formaciones, es una
verdad que aún resiste. Se trata de lo que rebasa, de lo que va
más allá, de lo que nos baste con rastrear en el imaginario del
paciente para descifrar la clave cuando hay que reconstruir
material de otras generaciones. En otras palabras, podríamos
decir que se da, desde el punto de vista del psicoanálisis, el
itinerario de un significante, algo significante que se repite
bajo transformaciones de generación en generación, “rojo
Fadián” ...
O tro caso es una madre que viene a la consulta por su
muchacho drogadicto, menor de edad, con antecedentes poli­
ciales y penales. Después de ahondar en toda la sintomatolo-
gía del muchacho, esto es, qué drogas toma, índole de los epi­
sodios delictivos, inventario de las reprimendas, como al pasar
la madre dice: “los segundos hijos varones de la familia
siempre tienen problemas o van presos”. Por esta vía surge un
material que concierne a un tío del paciente, segundo hijo
varón, y a un tío abuelo, de otra rama de la familia, pero
también segundo hijo varón: todos ellos habían estado presos
por los más diversos delitos. En estos casos es necesario
ubicarse de otro modo, siendo harto insuficiente tomar en
cuenta sólo lo intrapsíquico; hay algo que se marca a fuego
com o repetición: a su calor una frase pesa con el peso de lo
significante: “ los segundos hijos varones de la familia siempre
van presos”.
Entender el concepto de significante en psicoanálisis g n
diferirlo del de la lingüística es incurrir en un error grosero. El
guardapolvo que usa el médico o el psicólogo en un centro de
salud es un significante: para el que concurre a ese lugar
introduce la dicotomía fálicadel que está con y del que está sin.
Efecto de poder, basta el guardapolvo para que, en cierto tipo
de casos, surja algo, con la librea del discurso Amo, de lo que
calificamos como sometimiento; es un ejemplo al fin banal,
pero que subraya acerca de qué es un significante como
fenómeno que no se reduce al terreno de las palabras.
Una frase com o “los segundos hijos varones siempre tienen^
problemas” es significante, primero, en la medida en que s e (
repite. No todo lo que un paciente clTce es significante, pero,
burgueses de Moliere o no, todos somos y desde pequeños un
poco burros flautistas. Para que algo, en psicoanálisis, sea/
considerado significante tiene que repetirse. Este es un prim en
criterio. En este caso tal condición se cumplimenta a las claras:
sin duda se puede enlazar a este muchacho con su tío y con su
tío abuelo, no por el contenido de la detención, de diversa
índole en cada uno (no es que se haya heredado una tendencia
a las drogas), sino por el aserto de que el segundo va preso. Es
importante, además, tener en cuenta la ambigüedad de la frase,
porque si no ahogamos sus resonancias plantea a la escucha
analítica la cuestión de su estatuto: ¿la madre nos está descri­
biendo, informando, un estado de cosas: ‘mire qué casualidad,
los segundos varones de la familia fueron presos’? ¿Se duele
por eso? ¿O se está haciendo portavoz de una ley en el registro
de lo inconsciente en esa familia, de un imperativo ‘andá preso,
si sos el segundo’, imperativo que vehiculiza un mal deseo pa­
ra ese sujeto, que tiene que ver con que fracase, y aun con que
se destniya? La frase traspone su mero valor de información
com o elemento de anamnesis psiquiátrica, o como elemento
de una entrevista psicológica pautada.
I sta es además una frase que, al igual que en el mito, se da
en un tiempo activamente presente, lo cual le otorga una
legalidad (y en ocasiones una fatalidad) problemática. Por
otra parte, es revelador escuchar, después del muchacho,
cóm o todo indicio de esperanza queda abolido, cómo en él lo
ineluctable llega a extremos absolutos, lo cual es una com pli­
cación muy seria desde el punto de vista de lo que se puede
hacer en un análisis.
Para que algo sea significante se tiene que repetir. Es más,
el significante no reconoce la propiedad privada, no es que sea
de alguien; cruza, circula, atraviesa generaciones, traspasa lo
individual, lo grupal y lo social; no es pertenencia de algún
miembro de una familia; en todo caso es el problema que
interpela a cada uno. A veces los analistas nos olvidamos que
existen significantes más felices para designara alguien, pero
cuando a un hijo le cae sobre la cabeza un significante como
éste, una de las cuestiones que sin excepción se plantean es en
qué términos se entablará relación con él. sea bajo una ciega
repetición o -—s í en la vidíT deese sujeto desde ni no algo
replica— sea en forma de una batalla por cam biar la dirección
de lo que je jg R ite- En otros términos, lo que~conceptuad iza-
mos como repetición en tanto diferencia. De primar siempre
la más obtusa reiteración, la capitulación ante lo mismo sin
posibilidad de desvío alguno, en absoluto podríamos cumplir
con aquello que Freud propuso como meta: hacer algo tera­
péutico por un paciente.
Lo que se juega entonces en una frase como la de los
segundos hijos varones es intersubjetivo, no mera ni necesa­
riamente invención imaginaria de alguien en particular. Una
vez que algo es introducido con la función de significante se
produce un poco al menos de lo nuevo, es decir, algo con
cierto valor distintivo. Y he aq u í un segundo criterio: cuando
un elemento adquiere ürav íla c ió iis ip ifi^ jn t^ en el mom ento
d e su introducción alfio nuevo se traza. H ayun m odélom uy
desarrollado ¿fue me parece óptimo para dilucidar la cuestión,
y es el que da Lacan, el modelo de la carretera.3
A partir de la existencia de una carretera principal im íséríe
de diferencias se generan en los lugares que atraviesá. Lacan
subraya todo lo que se irá amontonando en torno a esa
autopista: estaciones de servicio, bares, pequeñas poblaciones,
casas solitarias construidas a la vera del camino.
También es posible plantear la cuestión del significante en
el terreno de la intervención psicoanalftica, ya que general­
mente decimos muchas cosas y pasa como en esos juegos
donde damos más veces en la herradura que en el clavo. Pero
hay ciertas intervenciones que demuestran tener una inciden­
cia significante, porque después de ellas algo no queda exac­
tamente igual. En general hablamos de ello cuando contamos
nuestras experiencias terapéuticas, en términos de nuestros
maravillosos triunfos, dejando de lado todas las veces en que
la cosa no funcionó tan bien, lo cual es una lástima porque no
ayuda en la transmisión del psicoanálisis el ejercicio de la
omnipotencia.
Existe otra forma de reconocer el significante y reside en
que éstejTo viene con un significado abrochado indisoluble­
mente, sino que arrastra ^ c t o s ^dé^sigñlfícacíon que son
imponderables: es decir, no vale porque designe inequívoca-
mente cieno significado, sino por las significaciones que se
van generando; de manera análoga a la fisión nuclear en tanto
encadenamiento de desencadenamientos tan inevitables como
imprevisibles.
Un adolescente se sentía marcado a fuego por la pasividad,
especialmente en el terreno sexual. Le preocupaba que hubie­
se pasado la época en que, según él, ya tendría que haber
accedido al encuentro con los genitales femeninos, encuentro
siempre diferido. En el análisis, cobró mucho valor una frase
que históricamente apaj^aa-pussta-eajjoca de tías y abuelas
cuando él era pequeñ6:J‘cnié lindo que sos^ Lo interesante es
que a partir de esta frase7^Tpacientejva'<íandose cuenta que
‘posa’ continuamente como carilindo, reconoce una provoca­
ción inconsciente para que se lo digan y se las compone para
que en la actualidad lo sigan repitiendo incluso a sus espaldas.
Por ejemplo, una vez que se cruzó con otra paciente en el
consultorio, ésta me dirá al acostarse en el diván: “ ¡Qué lindo
muchacho es el que acaba de salir!” Empieza a advertir que ese
ser “ lindo” pesa como una lápida sobre él, desoculta un
coeficiente de feminización en el adjetivo que lo intoxica
solapadamente. Digamos que se descubre un trabajo signifi­
cante, en donde, por ejemplo, una de las transformaciones
inconscientes es ‘qué fracasado y qué impotente que sos’,
‘qué estéril que sos’, ‘qué poco viril que sos’. La insistencia
repetitiva con que en la familia se lo sostiene como “el lindo”
a través del tiempo lo condena al estatuto de una bella estatua,
‘chiche’ de las mujeres. Así, era muy común que se volviera
el objeto predilecto de cierto tipo de histérica interesada en
rehuir la genitalidad. En consecuencia, la complementación
era perfecta, y en su inconsciente se inscribía com o impoten­
cia. ^ Ic e
Otra de las ramificaciones que se desprenden del ser
“lindo” y que el piscoanálisis revela, es la imposibilidad de
soportar y llevar adelante cualquier tipo de proceso (volvere­
mos sobre esto más adelante). Obsérvese que sería bien
distinto si se dijera ‘qué lindo que vas a ser’, abriendo la
dimensión de un trabajo a realizar en la perspectiva, concep­
tualmente hablando, del ideal del yrycntiañando el ir a s e r la
qu? nunca se acaba de ser, pero en nuestroc& soeito ya se na
con sumado, pevalece la instancia del yo idear»'
El muchacho tratará entonces de revertir esa situación,
pero para aprender algo, por ejemplo, va a tener que pasar
primero por un tiempo decisivo de asumir la posición de
saber. De este modo pretende tocar un instrumento, pcrolé es
tan displaciente la fase inicial que a poco lo deja. Era, de paso,
una de las razones por las cuales había consultado: que todo
lo abandonaba, no soportando la temporalidad de cualquier
adquisición. Ocurre que para ser lindo no tiene, en cambio,
que efectuar trabajo alguno; ya lo es, le dice la frase, y por eso
mismo anula cualquier realización histórica.
Este paciente continuó su análisis siendo adulto y una de
sus luchas más arduas giró en tom o a la paternidad. Una fra­
se esencial en su análisis lo constituyó la búsqueda activa (je
afearse. Se las fue arreglando para romper con el estigma de
ser jrlirído’\ dejándose la barba, volviéndose temporaria­
mente muy desprol ¡jo, etc., todo lo cual prologaba cambios de
importancia.
Por supuesto, recurrimos a cierta ficción expositiva, donde
en un ángulo de corte determinada frase resalta especialmente
cumpliendo así las condiciones para ser significante; pero debe
sernos claro que una sola frase no resuelve todo un análisis7. Á1
narrar efcaso, la puntuamos, armando una escena de escritura
que tendrá una correlación aproximada con la realidad del-
tratamiento analítico. Por lo demás, a estos nudos que sei
destacan en una cadena asociativa nos cuidamos de honrarlo^
con lafr insignias d e causa prima; en psicoanálisis siem pre
conviene ser más que cauto al respecto, y no es nada infrecueni i
te tropezar con un uso m ecánico de la teoría del significante.
Todo lo c^uej)ucde decirse es que una frase así indica dónde/
cierto régimen descanteTamTTKlrtíKu^aiTun sujeto y dónde a su]
tum o él se perpetúa, pues no sería justo sum)n<?.e"a~un.
significante un poder que no deje alternativas.
Es com o decir que debemos remitirnos a las series com ple-
menfarias, articulándolas a la dimensión de t\sp (m k ¡n e íia ín 1
sujeto n o e s una maquinilla que reacciona según suene un sig-
nificante u otro; por eso mismo alguien se psicotiza en ciertas
condiciones, mientras otro resiste ponerse en ese cam ino aun
siendo aquéllas peores. De manera que no debemos apresurar­
nos a suponerle un poder automático y omnímodo al signifi­
cante.
Siempre hace falta esforzarse para alejar del psicoanálisis
todoesquem a causal lineal. En la multiplicidad de senderos del
inconsciente jamás existe un solo itinerario posible y la expe-,
riencia nos obliga a defender el principio de la multiplicidad de"
respuestas. De hecho, queda fuertemente indeterm inada
muchas veces por qué un sujeto forjó la que le encontramos,
cuando nada parece im pedir que, en otro, un “qué lindo que
sos” pase y caiga sin dejar rastro significante alguno. Cuando
concebimos la precedencia del significante o la prehistoria
com o una fatalidad, el psicoanálisis se devora a sí mismo,
porque, de ser así, ¿para qué tratar a alguien? Si no hubiera
margen para el acontecimiento, si imperase una estructura
inmóvil, desaparecería lo histórico com o tal y con él el registro
dinámico; por lo tanto, no habría cóm o pensar lo nuevo. La
limitación más seria de un planteo ‘estructuralista’ — más que
estructural— es reducir el acontecimiento al plano del hecho
estructurado. Para sortear estas simplificaciones metodoló­
gicas, no olvidarse de la* s<».rip< rnr^plpm pnm rin^»; funda­
mental, sólo que, tal cual las formulara Freud7Tioy no nos
bastan. Por lo pronto, a mínima, conviene incorporar resuel­
tamente la prehistoria del sujeto a los factores constituciona­
les.
Junto a ellas el co n cep to de so bre d ete m i i n ad ó p y d d p
re pe ti c ión_yjjiíg^nc i$, nos auxiliaíTpara^ioperder de vista
que, una vez que hemos establecido el peso significante de
una frase com o la analizada, lo importante es qué hace el
sujeto con ella: ¿la deja tal cual está?, ¿introduce algún
iretoque, desvía su dirección? Toda la dinám ica de la cura
Igravita en tomo a esto.
En el caso de otro paciente adolescente emerge un motivo
\ fundamental, la frase que funciona como una contraseña entre
la madre y él cuando vuelve de dar examen: “;.te sacaste
diez?0 La t'rase simula ser un pregunta, pero el análisis
demuestra su carácter de afirmación, de certidumbre. Más
aun, el muchacho, finalmente, se da cuenta que para él allí se
dice algo del deseo de la madre.
Para considerar el orden de las transformaciones del signi­
ficante digamos que esa frase ha sido sumamente provechosa
para él, no tanto por colocarlo en niño modelo com o por estar
en la base de sublimaciones exitosas y de intereses intelectua­
les muy consistentes. Pero ahora, saliendo de la adolescencia,
comienza a pelearse con ella, a completarla de un modo que
antes no lo hacía: ‘te sacaste diez para m í y sólo para m f ,
punto en que su talento potencial queda en peligro de verse
alienado com o regalo a la madre y nada más, vehiculizando
la frase toda la dimensión incestuosa, colmando a la madre
con ese maravilloso obsequio que es el niño del diez.
Por eso durante su análisis empieza a escucharla en su
contracara; si se queda adherido por más tiempo a la satisfac­
ción narcisista que proporciona, sus diez siempre van a ser
presentificación del deseo materno (o sus sustituciones en un
sinfín de condensaciones y desplazamientos), pero no los
recuperará de otro modo y para él. He aquí el pleno sentido de
producción significante, móvil, diferidora.
Esta restitución en análisis del peso del significante com o
exigencia de trabajo impulsa al paciente a encarar un rastreo
histórico en cuanto a sus relaciones desiderati vas con la madre,
permitiendo añadir a esa frase puntos suspensivos en lugar de
dejarla en un inmovilismo fatalista. O bviamente, para que todo
este proceso tenga validez, aquella exigencia d e trabajoso el
déscubrim iem ode elía donde antes sólo había un mandato) no
es una propuesta del analista v sí un efecto del proceso que se
desarrolla durante el análisis. Precisamente es esencial míe sea
el paciente quien dé el paso. U na intervención prematura en esa
dirección, forzando el cuestionamiento porque teóricamente
parezca válido, puede intensificar el costado imaginario de la
transferencia, por ejemplo, ubicándome en la serie materna y
dedicando en adelante sus “diez” a mí. Pero si el cuestiona­
miento va surgiendo en él y lo ayudo para que a esa pregunta
no la pierda de vista, se reducen muchísimo aquellos riesgos.
Debido a esto, la construcción a que en ocasiones el analista se
entrega tiene sus contracaras; en tanto el paciente no la acom­
pañe activamente^no genera un verdadero efecto analítico sino
lo que W innicott Jlam a efecto de adoctrinamiento. No es
infrecuenté^encontramos con pacientes en estas condiciones,
que han pasado muchos años en tratamiento y aprendieron a
parafrasear a su modo la teoría que les enseñó el analista (a
veces desde niños). En estos casos se exhibe un saber psicoa-
nalítico muy minucioso sobre la historia, pero no nos asom ­
brará que sea un saber desprovisto de eficacia alguna ni que
siga en pie hasta el más insignificante de los síntomas. Desde
el punto de vista conceptual, corresponde decir que no hubo
una intervención significante como tal. Creo posible sostener
que estas dificultades propias del psicoanálisis se incrementan
en la clínica con niños y con adolescentes.
Acaso el criterio princeps para reconocer u n sig n if icante-
sea la insistencia repetitiva. PoTejempíoTeiTcomún que"el
juego de un chico se reproduzca infatigablemente, sin que
tengamos la más mínima idea de qué significa eso, exceptoque
kla repetición nos pone en laxista de un cierto nudo adescíTrar.
En la producción histórica de significaciones, aderñasTíiay
efectos en los que no sólo está implicado el sujeto, y esto no
tiene que ver únicamente con palabras o frases: con igual
frecuencia son determinados actos los que demuestran tener
peso significante; apelando a otro material, ‘los hombres de la
familia se casan muy jóvenes’ puede ser el modo de resumir
algo que se inscribe en el inconsciente no por ser un dicho sino
un procedimiento familiar repetido. Tal inserción del signifi­
cante lo liga a los hechos más comunes y corrientes de la vida:
de modo que no pocos entre nuestros pequeños intereses y
repulsiones resultan función del lugar al que nos empuja
incesantemente cierta cadena. Es importante aclararlo, dado
que al ser usual que desarrollemos ejemplificaciones clínicas
que a menudo suponen patología severa, es fácil olvidar que
el hábitat significante es la cotidianeidad más banal.
El siguiente punto a precisares que el significante conduce
|siempre hacía alguna parte. Puede ser Tiacia uñ abTsmtTo
hacia una cumbre, pero cuando algo se gana ese nombre en la
historia del sujeto, es que lo inclina hacia determinados
caminos preferenciales. Y éste es el tercer criterio: el sijmiQ-
cante tiene d ire c c ió n . La frase “qué lindo que sos” , por
ejemplo, llevaba a un lugar muy diferente que la “te sacaste
diez”. Aquélla conducía al paciente, a medida que las exigen­
cias sociales aumentaban, a medida que iba dejando atrás su
adolescencia, a un callejón sin salida, porque una cosa es ser
ej nene lindo a los tres años y otra muy diferente a los
veinticinco; no es haciendo monerías, cabe suponer, la forma
como nos vamos a arreglar en la vida. El itinerario del signi­
ficante lo extravía en la pasividad de lo escópico, lo cual no
significa que no pueda salir de allí, la carretera se puede
abandonar, hay diversos itinerarios alternativos activables.
Si lo pensamos bien, en el simple caso del guardapolvo en
la atención hospitalaria son descifrables todos estos efectos.
De examinar históricamente las relaciones de poder médico/
paciente a lo largo de varios siglos, tal como se van configu­
rando en la sociedad occidental a partir del 1600, encontra­
mos las notas distintivas de lo que un elemento cualquiera
debe poseer para justificar llamarlo significante. En modo
alguno esto implica que en la práctica clínica el significante
sólo se hallará en boca del niño que nos traen. Por lo tanto,
cuando nos preguntamos qué es el niño en psicoanálisis,
localizamos ciertas cosas que denominamos significantes, las
cuales tienen mucha relación con la formación de ese niño;
pero estas cosas no necesariamente son producidas por él,
inventadas por el, ni dichas por ck en cambio, solemos eneon
trarlas en labios y en acciones de quienes lo rodean.
Una mujer entra a la consulta con un niño pequeño que
luego resultó ser aurista. A la analista le extraña que pueda
dejarlo solo en la sala de espera, pensando que el chico
difícilmente podría sostenerse en esa situación. Ante su inte­
rrogante, la madre contesta: “ No hay problema, él se queda
donde yo lo poDgo” Esta frase que sale de la boca de Íam a3re
le da a su hijo un estatuto de infrahumano, como si fuera un
mueble o un paraguas. Lo que caracteriza a un ser humano e<
que no se queda donde se le indica; esto lo observamos muy
bien en los chicos, si se les dice ‘quedate ahí’ nonos sorprende
su desobediencia y si acatan una orden demasiado rápido,
pensamos que están enfermos; pero cuando esto se muestra
verdaderamente repetitivo, lo más seguro es que nos aguarda
un caso grave. En j j uestros térm inosT lo más terrible que 1c
puede suceder a alguien es quedarse donde lo pusieron deter-
minados significantes de la prehistoria, incluso cuando eso?
sigrnticantes aparentemente suenen bien.
Pero debemos retroceder un poco para atender a una segun­
da polarización reduccionista que dejamos en suspenso. Ya
señalamos los problemas que trae darle tanto relieve a la
prehistoria que la historia se desvanezca, lo que no dejará de
pesar en nuestra intervención com o analistas con un lastre
‘musulmanista’ sobre lo terapéutico: las cartas decisivas ya
estarían jugadas; por este cam ino acabamos escuchando y
atendiendo sólo lo que viene de los padres, de los abuelos, y
más atrás aun, pero ya que no recibimos por lo general gente
con una prosapia que justifique un árbol genealógico, si
tuviéramos que contar con saber lo que pasó a los tatarabuelos
en relación con el significante, abandonaríamos el psicoanáli­
sis por imposible y nos dedicaríamos a cualquier otra cosa.
El reduccionismo inverso conduce a centrarse exclusiva­
mente en la fantasmática que el niño produce, encerrándose
en sus procesos imaginarios. Atender a la dimensión de la
fantasía de los juegos, del £iafi#Hu^£sm uy importante, pero
unilateral si se prescinde de las funciom*ysimbólicas y de lo
relativo a la prehistoria. MejaniejClein no ignora el hecho de
que el chico depende de los padres, p e r o 10 lo incorpora al
análisis. A los efectos de lo que ella quiere investigar, que es
la fantasía infantil, deja congeladas las demás variables, por
ejemplo, el campo de lo prehistórico apenas lo toma en
cuenta. Pero su proceder se justifica históricamente en la
medida en que sirvió para abrir camino por el que hasta ese
momento nadie había transitado.
Es una limitación demasiado repetida quedar anacrónica­
mente adherido a lo que en un momento histórico se formula.
Si, por ejemplo, no insertamos los descubrimientos de Mela-
nie Klein en un contexto mucho más amplio, si creemos que
la fantasía basta para explicarlo todo, podemos llegara pensar
que una psicosis infantiles un procesoautogencrado,com o si
fuera posible psicotizarse por puro devenir del imaginar.
En la clínica, la repetición de este simplismo nos hace girar
en vano, constreñidos por estrechez epistemológica a tratar de
producir mutaciones en el mundo interno de un paciente,
excluyendo la consideración de los discursos que circulan en
la familia sobre un niño, a quién viene a sustituir, qué sitios
hereda, etc.; tantas dimensiones marginadas del análisis no
pueden dejarde ocasionar impasses. Tiene el efecto contrario,
el inverso simétrico del que toma la prehistoria como único
factor causal, despoja de su peso a la vida imaginaria, y sólo
asigna valor e interés a todo loque va más allá del chico, a todo
lo que está relacionado con las funciones y los mitos familia­
res.
En el análisis con niños, uno de los aspectos más dificul­
tosos, en el sentido en que genera más resistencia en el analista
particularmente en los primeros tiempos, es lo referente a los
padres. Es común encontrar en un terapeuta, por lo demás
liábil en su trabajo, evitar al máximo el contactocon aquéllos,
incluirlos lo menos posible, lo cual no deja de acarrear serios
inconvenientes, según la ley de que lo que no se introduce de
derecho retorna a la larga o a la corta bajo la forma de acting
out. Si no tomamos en cuenta el discurso de los padres, sus
transferencias frecuentemente malogran tratamientos que en
otro plano andaban bien.
Nunca es saltcablc, más allá de los protocolos tecnobu-
rocráticos, escuchar y obrar conforme a lo específico de cada
situación. Siendo sensible a las condiciones particulares, pron­
to se aprende a establecer la diferencia entre la transferencia en
esos padres con suficiente deseo puesto en investir com o ser
separable al hijo — lo que determina que toleren la situación
analítica sin que haya que ocuparse mayormente de ellos— y
aquellos (sobre todo cuando estudiamos problemáticas más
allá de las neurosis) en que esta capacidad casi no existe, donde
historia y prehistoria abundan en destructividad, en deseos que
tienen que ver con la muerte, con el fracaso y con la locura.
Aquí no se puede dejar a los padres de lado; es tan importante
trabajar con el chico como con ellos y apostar a la producción
de algún efecto analítico en el discurso familiar.
No hay una regla fija para estas cosas, Puede ser que en
algún momento sea conveniente, por ejemplo, incorporar una
entrevista con los padres, pero esto hay que decidirlo en cada
caso; otras veces, durante un cierto período las entrevista con
los padres se pueden desarrollar paralelamente a las sesiones
con el chico; aun en no pocas ocasiones los padres se incluyen
en la sesión. Es decir, no existe una receta técnica, y si hay algo
que especifica a la clínica psicoanalídca, es la agudización de
lo diferencial en cada caso. Lo difícil es j ustamente mantener
csja^flexibilidad^ lo cual no vale com o salvoconducto para
intervenirde modo antojadizo, sin respeto por la sobredetermi-
nación. Sea lo que sea, nada hay peor que aquella exclusión a
priori, porque es una comprobación de hierro en psicoanálisis
que lo que tratamos de sacamos de encima acaba por aplastar­
nos, con tratamiento, dogma y todo. A su vez, si los padres
piden una entrevista y el analista está muy pegado a una cartilla
de estipulaciones, piensa que no bien se la solicitan autom áti­
camente él debe otorgarla, porque así se lo enseñaron, y no
reflexiona que, a veces, ciertas demandas de los padres están
relacionadas con el deseo de vigilar, interferir, irrumpir en algo
de su hijo que es privado. La asistencia inoportuna de los
padres puede dar lugar a cierta retracción, a un incremento de
la resistencia enojosamente gestado por el analista, y provoca
la interrupción del material asociativo que se estaba desple­
gando.
Compartimos con autores com o Lacan o Winnicott la
profunda desconfianza que despierta la palabra ‘técnica’, que
implica siempre una cierta estandarización y tiende a coagu­
larse en recetas y procedimientos prefabricados; todo analista
debe desconfiar de su sagacidad en cuanto a sortear aquel
entrampamicnto. Bachelard y su llamado a una “vigilancia”
crítica encuentran aquí su vigencia plena.
La pregunta acerca de qué es un niño en psicoanálisis
desemboca en una serie de cuestiones. Particularmente nos
detuvimos en la importancia de lo que llamamos prehistoria
o, en otros términos, importancia del mito familiar. Es preciso
aclarar que a partir de aquí, modificamos y ampliamos nues­
tras preguntas clínicas, tomando en cuenta las más básicas
que sirven para situar a un paciente. De esta manera cambia
toda la perspectiva de loque podríamos llamar un diagnóstico
en psicoanálisis, que es algo muy distinto de lo que podría ser,
por ejemplo, el diagnóstico para un criterio psiquiátrico o
psicológico tradicional.
Para empezar a situar al niño que nos traen y a lo que lo
rodea5, no procedemos, como tradicionalmente se hacía, a re­
alizar un inventario de síntomas, que se conoce com o semio­
logía. No es que despreciemos hacer un buen rastreo, una
buena descripción del campo y localizar loque puede llamar­
se síntoma, sino que eso solo, para nosotros, a partir del mito
familiar, del peso del mito familiar, nos resulta insuficiente.
A llí donde otro preguntaría: ¿qué tiene el chico?, y siendo
la respuesta: ‘no va bien en la escuela’, ‘se hace pis encim a’,
‘sufre terrores nocturnos’, y luego procedería a realizar el
inventario de todo, nosotros introducimos otras preguntas,
por ejemplo, una de las .fundamentales bien podría ser:
y.dónde vive este chico?
Esta no es una pregunta fácil de contestar. Es un criterio
importante determinar si un pequeño sigue viviendo aún en el
cuerpo de la madre o si ha empezado a vivir en otro tipo de
territorio, en otro tipo de espacio.
Otra pregunta que nos hacemos es: /.qué representa ^ ste ,
chico para el deseo de los padres? Otra forma de preguntarlo,
desde este punto de vista, es para qué se lo desea. La form u­
lación binaria (ser descado/ñosér deseado) admité mejoría: un
ser humano de hecho es deseado para los más diversos usos y
esto cubre una gama asaz variada y variable, desde las posibi­
lidades de productividad que se le brinden a alguien en su
desarrollo, hasta propiciarle la psicosis o la muerte.
Entonces ésta también es una cuestión nada fácil de precisar
y muy importante de situar. Una pregunta complementaria al
respecto es en cuanto al lugar que se le a signa a un chicoj^neL
mÚQÍamiliar.
Autoplagiándomc o autocitándome, diría un po^o más
cerca de lo que entendemos por mito familiar, que se puede
caracterizarlo por lo que un niño respira allí donde está
colocado; mito familiar entonces homologable en su función
al aire, al oxígeno, homología que apunta más a lo isomórfico
que a lo meramente análogo. Lo que se respira en un lugar a
través de una serie de prácticas cotidianas que incluyen actos,
dichos, ideologemas, normas educativas, regulaciones del
cuerpo, que forman un conjunto donde está presente el mito
familiar. Para tomar un ejemplo, cuando uno le dice a una niña
‘Es feo que una nena haga eso’, no hace más que poner en
acción el mito familiar, un trozo de ese mito que en este caso
concierne a la diferencia sexual.
Lo importante es entender que el mito familiar no es
fácilmente visualizable; no hemos de esperar ‘verlo’ desple­
garse ante nosotros como una unidad acabada, congruente,
lista para ser examinada. En la práctica — y hace un poco al
saber de nuestra tarea y al saber de nuestro trabajo— , el mito
familiar hay que sonsacarlo y deducirlo; suele pasar cierto
tiempo antes que se filtre algo que reconozcamos com o parte
de él. A veces escuchamos frases, trozos más o menos escla-
recedorcs. El ejemplo del capítulo anterior, en el cual la madre
decía ‘este chico se queda donde yo lo pongo’ pone de entrada
sobre la mesa algo del orden mítico, constituye una trágica
definición de lo que es un niño en esa familia: algo que
permanece inmóvil allí donde lo ponen, situación con conse­
cuencias muy particulares para ese niño en especial.
Pero, por lo general, la regla es que el mito fam iliar en un
análisis lo extraemos de a trozos. No basta con las primeras
entrevistas, a lo sumo éstas nos permiten situar algunos de sus
aspectos y sintonizar algo de su tendencia dominante. En
cambio, es un concepto que altera profundamente la concep­
ción mism a de las entrevistas iniciales o preliminares: ya no
es cuestión de procurarse informaciones como la de saber a
qué edad em pezó a cam inar el niño, o a qué edad le salieron
los primeros dientes. Este tipo de datos sólo nos interesará
re si gn i fie a d o sen un contexto mucho más amplio. Es muy
difícil comenzar el tratamiento de un niño— personalmente lo
desaconsejaría— , más aun, pronunciarse por si es necesario
o no su tratamiento sin tener una noción aproximada de los i
rasgos principales del m ito familiar en donde ese niño está
posicionado y cóm o. Considero muy importante que se dedi­
quen a tal finalidad las entrevistas preliminares. He aquí un
ejemplo puntual, muy esquemático, muy tendencioso en el
sentido que lo he extraído muy al través. Los padres de un
niño de scisjm os^onsi¿tan, un poco a instancias del pediatra
que dice que es hiperkinético; además, en la escuela se
muestra agresivo. El centro de gravedad de la entrevista se
desplaza luego al estado de conflicto permanente y nuclear
entre los miembros de la pareja parental la cual incluso
califica la transferencia conmigo, porque casi lo primero que
dicen es que uno quería consultar y el otro no, uno considera
que el chico está ‘diez puntos’ y el otro que el chico está
cargado de problemas. De ahí, es muy importante más que
com pilar una serie de datos, localizar un elemento. Este hijo
es concebido después de una separación y testimonia la pos­
terior reconciliación de los padres. Y a durante el embarazo se
arrepienten de ambas decisiones: la de reconciliarse y la de
tenerlo. Es uno de esos casos, nada infrecuentes, en donde un
niño ha sido destinado a unir una pareja que tambalea y, por
ende, a un gran fracaso. Este nivel concierne al mito familiar
más que a la historia a secas; nadie nos dice “estamos eno­
jados con el porque no sólo no nos llevamos bien como
pensábamos después de reconciliarnos y tenerlo, sinoque todo
siguió tan mal como antes” . Nadie nos dice tal cosa, pero se la
puede reconstruir6.
Toma entonces el rigor de la enunciación de una ley: todos
los datos clásicos de una entrevista, todos los detalles disper­
sos, se vuelven importantes sólo si se los aloja dentro del mito
familiar, de lo contrario se convienen en un listado molesto
con el cual no sabemos qué hacer: después de preguntar y
anotar las respuestas, nos encontramos ante una hojarasca
inutilizable.
Lévi-Strauss dice algo importante al respecto: es tan mala
la carencia de datos sobre algo que uno quiere estudiar, como
el abarrotamiento porque sí, el exceso de datos sin criterio de
selección y de ubicación nos paraliza. Es un infortunio carac­
terístico en las instituciones ordenar al psicólogo que haga
entrevistas muy pautadas, tests, etc., y que redacte un informe
que luego nadie lee, y si lo lee nada saca en limpio porque falta
cri terio organizador, o lugar donde poner esa masa de informa­
ción.
Tampoco hay que entender el mito familiar com o algo más
o menos congruente y unitario, algo más o menos sistematiza­
do y armónico. Es mejor concebirlo com o una red o haz de
pequeños mitos, no en singular y en términos del proceso
secundario, y así hacer el recorrido de sus incongruencias,
contradicciones, lagunas y disociaciones; definitivamente, no
estam os ante una unidad armoniosa de tendencia única, en la
cual con frecuencia se incurre, cayendo en una visión harto
simplista del concepto.
La importancia del mito familiar nos lleva a distinguir dos
niveles sobre los que discurriremos a lo largo de este volumen:
el niveTde lo que l i a proceso y el nivcLde ku iu e llamaré
función. Cuando decimos ‘niño’ en psicoanálisis implicamos
— sobre todo cuando se trata de un niño pequeño— la cuestión
de la construcción misma del sujeto. Tomamos o tocamos
ambos niveles a la vez: no sólo todo lo relacionado con
aquellos procesos, por ejemplo su trama de fantasías (lo que
unos autores designan su mundo interno, y lo que otros
prefieren llamar su imaginario), sino todo lo relativo a las
funciones en las que se apuntala para advenir sujeto, por
ejemplo, función materna, función paterna, las funciones que
mentan a los implicados en aquel advenimiento, las funciones
que cumplen los hermanos y los miembros de otra genera­
ción, com o los abuelos7.
El psicoanálisis dio un paso adelante el día en el que
algunos psicoanalistas empezaron a pensar sin abandonar su
propio lugar donde estaban parados para hacerlo*. Este nivel
prácticamente ausente en los trabajos de Melanie Klein, en
cambio aparece con toda su relevancia en autores como
Winnicott, los Le fort, Dolto, y en general en muchos de los
que se agrupan en to m o d e Lacan a partirde ladécada de 1950,
y también, con todo derecho, en otros psicoanalistas como
Sam i-Aliy Balint. Actualmente, ya no pensamos que analizar
a un niño es reunirse con él, conocer sus fantasías, tratar de
captar su inconsciente y punto. No porque ello no importé7
sino porque resta incompleto si no añadimos en dónde está
implantado, dónde vive, en qiié mito vive, qué mito respira y
qué significa, en ese lugar, ser madre y padre.
Sin esos recaudos el tratamiento suele desembocar en un
final abrupto, porque si descuidamos esa dimensión, los
padres desde lo real pueden derribar el análisis con alguna
actuación, no por culpa de ellos, sino de nuestra omisión. Se
trata de una decisión teórica capital para el curso de nuestra
práctica, particularmente cuando atravesamos la diferencia
entre el cam po de las neurosis y lo que lo sobrepasa9. Cuanto
más avanzamos en el terreno de una psicosis temprana, por
ejemplo, más insuficiente nos resulta confinarnos al nivel de
loque el niño produce, porque está tanto más frágil y m asiva­
mente adherido al lugar donde vive, mientras que la neurosis
tiene una autonomía relativa considerablemente mayor. Po­
demos tratar a un neurótico adulto sin conocer jam ás a su
familia; es más, no la debemos conocer si se trata de un adulto
o de un adolescente tardío, porque no haría m asque interferir
en el análisis: no nos interesa, es una variable que podemos
despreciar.
Tratándose de autismo, psicosis u otros trastornos narcisis-
tas, cualquiera sea la posición teórica del terapeuta, la prácti­
ca siempre lo lleva a tener algún tipo de intervención sobre la
familia, el discurso familiar, los padres; los mismos hechos
clínicos lo fuerzan hacia allí... a menos que prefiera que esos
factores obstruyan su labor.
Por ejemplo, volviendo al niño que se queda donde lo
ponen, si uno quiere intentar algo con él, aunque más no sea
que se corra un poco respecto a donde lo clejim rñ ó lo logrará
excluyendo a los padres, reuniéndose solamente con.# , aten­
diendo a cómo juega (además ño jüégaV escuchando cuando
habla (además no habla). Indefectiblemente tendrá que hacer
algo (para un psicoanalista, supone algo i\c interpretación) con
los p<KlreSj_ojüte íos_padres.
El capítulo anterior introduce un concepto que configura un
plano propio de la subjetividad humana: el plano del signifi;
"cante con sus características propias. Un mito familiar bien
puede conceptual izarse como un puñado de significantes
dispuestos de cierta manera. No obstante, nos resta mucho pót
exam inar de aquéllos. Por lo pronto, recordemos que el signi­
ficante no remite a la cosa directamente, sino que remite a otro
significante.diferenciadecisiva respectodel signo. Sidecimos
‘donde hay humo hay fuego’, nos movemos en el plano del
signo, interpretamos ese hum ocom oindiciom aterialdequeen
la realidad hay fuego, pero sería distinto si tomáramos otras
culturas, como por ejemplo, la de los indios de América del
Norte, que inventaron un lenguaje o un código con señales de
humo, con las que se enviaban mensajes. A llí el humo no
remitía a fuego, sino a otra ritmación de humo, y eso es lo que
le daba un efecto de significación, por ejemplo, el acuerdo de
una boda, la cercanía de una fecha ritual o la inminencia de una
guerra.
Tal es lo que distingue el plano del significante del plano del
signo, la formación de una cadena: a nosotros nos interesa esa
cadena en tanto que inconsciente. Otro rasgo diferencial del
significante es su particular relación con el sujeto. Conocemos
una definición de sujeto devenida ‘clásica’, esto es, el sujeto es
lo que representa un significante para otro significante. Re­
mitámosla a una muestra vulgar de la vida cotidiana: si escribo
un libro, me critican, me preguntan o me interpelan como
autor para incorporarme mal o bien a una cierta inter-
tcxtualidad. A sí se relacionan dos significantes entre sí: uno
es el de mi nombre y apellido. En la medida en que éste
representa todo lo que se sabe de mí, es que en esa condición
se me introduce en la máquina literaria. Pero, ¿ante qijién me
k‘presenta ese apellido? Me representa para otro significante
que es la red intertextual psicoanalítica en sus múltiples dife­
renciaciones internas. Enseguida advertimos que el signifi­
cante es algo más que un mero título, una mera palabra, todo
ese conjunto de reglamentos tácitos, de citas, de estilos, de
slogans, de redundancias, de decisiones políticas, de forma­
ciones más sintomáticas que conceptuales, en fin, de disposi­
ciones que conforman una práctica específica de la letra como
la del psicoanálisis.
En la clínica esto se presenta de una manera más compleja,
porque tiene que ver con la transferencia pero el punto que es
imperioso destacar antes de perderse en los detalles de un
material cualquiera, es el siguiente. Para poder ser, en el
sentido en que cabe hablar en psicoanálisis, para encontrar
cierta posibilidad de implantación en la vida humana, la única
oportunidad que tiene un sujeto es asirse a un significante.
Para poder vivir no basta con las proteínas en el orden
simbólico, es necesario adscribirse aunque más no sea a un
poco de significante.
Es instructivo asociar esta ley inapelable a una típica
historia, recurrente en material de psicosis, jque nos cuenta de
un recién nacido que no fue anotado en el Registro Civil sino
mucho tiempo después de su nacimiento y vivió así días sin
existencia simbólica, sin estar inscripto en ninguna parto;
hecho que nos transmite algo esencial sobre la llegada al
mundo de este sujeto, sobre cóm o se lo ha esperado. Con un
plus de significación aun, com o es en muchos de estos casos
el extravío irreversible de la fecha real de nacimiento, nimba­
da por un velo de duda y de confusión.
La tarea originaria.de un bebé cuando viene al mundo es
tratar de encont rar significan tesqueJo repres£jQter}, porque no
lo encuentra todo hecho. Si bastasen para representarlo su
nombre y apellido, no tendríamos campo para trabajar.
Hemos confrontado brevemente dos ejemplos: ‘que lindo
que sos’ y ‘te sacastediez*. Es lícito decir que esas frases son
significantes que representan a ambos sujetos. El “qué lindo
que sos” lo representa, por mucho tiempo (por supuesto que no
es lo único que lo representa), y genera todo tipo de efectos. Lo
mismo el “ te sacaste diez”. Lejos de ser entes pasivos, sólo
preocupados por obtener satisfacciones orales, como en algu­
na época el psicoanálisis pintó a los bebés, la tarea eminente­
mente activa que todo ser humano debe emprender, para la que
necesita ayuda porque solo no puede consumarla, es encontrar
significantes que lo representen ante y dentro del discurso
familiar, en el seno del mito familiar, o sea del cam po deseante
familiar. .En las ncurosis, el sujeto encuentra significaniejujuc"
lo representen, ése no es el problema; en las psicosis los busca"
y tiene que luchar con lo sq u e tienden a destruirle: ^
Esa primera tarea es de tipo extractivo: ha de arrancar tos
significantes que lo representen. A veces vemos qüe-nríiiino
quiere llevar algo de la sesión, algo que ha hecho: eso puede
tenerm uchas significaciones, renunciam osde antemano como
psicoanalistas a encontrar una sola. Una posible y de mucha
trascendencia transferencial es que esté en juego que loque ha
producido junto con su analista tenga el valor de representarlo
como sujeto, algo de lo cual él pueda aferrarse para vivir.
Conseguir un lugar para vivir depende de los significantes que
uno encuentra. Un n iñ o le ha pedido a la analista que lo d ibujo
v se lleva el dibujo. Luego los padres le cuentan a ella que 1<¿
ha puesto en sitio visible en su dormitorio. Pitra él se trata efecf
tivamente de un trazo que lo redefine, que le da lugar propio,
es decir, un lugar donde se pueda realmente plantear la cues­
tión de cuáles son sus deseos. _------¡
O tro paciente podría realizar el mismo movimiento por
medios más abstractos, haciendo referencia a una sesión fe­
cunda de la que se llevó algo figuradamente. Diferencia clínica
apreciable a respetar, dando tiempo a que el niño desarrolle
nuevos medios simbólicos. En todo caso, sí es importante
poner una palabra que subraye la acción, un ‘esto lo hiciste
acá’, m arcar el trabajo con un sentido que él ha encontrado y
que es pensable como una fantasía de nacimiento en la trans­
ferencia.
Durante un episodio de tipo paranoico, un adolescente
teoriza a su manera. Entre otras cosas, reprocha a su madre no
haber “agarrado a la vida” al padre — éste se había suicidado
muchos’ años antes, cuando el paciente era bastante pe­
queño— . Según su recriminación, su madre no le dio al padre
nada que le sirviese como punto de anclaje a la existencia,
abundando en recriminaciones respecto de la frialdad y la
escasa disponibilidad amorosa de aquélla. Pero lo que el
muchacho enfatiza es el carácter de significante (antes que
otros modos de lo material) que debe tener algo para que sea
posible asirse de él, com o en el caso de un ‘te quiero’, o
‘alguien me quiere’, o ‘soy querido por alguien’. Si algo de
este orden no aparece baio ninguna forma, la gestión de un
sitio es imposible.
Constituye un problema teórico ir más allá de lo que estas
fórmulas connotan del am or com o sentimiento y percatarse
de las complejas operaciones involucradas. El poeta Michaux
escribe: “ El am ores la ocupación del espacio”. Para nosotros,
analistas, es una expresión de enorme densidad conceptual.
Ocupar un espacio físico viniendo a l mundo primeramente,
ñero sobr¿ todo ocupar un lugar en el deseo del Otro, sin el
cual la vida, de entrada, pierde toda posibilidad de sentido;
pero para que esto se cumpla es preciso que alguien done
lugar. Cuando, por ejemplo, hablamos de abortar un hijo no
nos referimos a la dimensión literal; no pocas veces descubri­
mos abortos metafóricos con los que se rehúsa aquel don.
Ahora bien, si el espacio es una característica esencial del
deseo, el siguiente paso es señalar que la instrumentación
concreta, el medio de dicha operación, es un dispositivo o una
composición de significantes10.
Generalmente, en Tá transmisión del psicoanálisis necesi­
tamos insistir en el hecho de que el deseo es lo que circula en
toda cadena o composición significante y hace que ésta nos
interese, ya que no nos interesa la cadena simbólica de una
computadora, por ejemplo, salvo que nuestro tema sea el
deseo del científico. Hay que insistir en ello: cuando escribi­
mos ‘cadena simbólica’ damos por sentado que pensamos en
cadenas, a su tumo encadenadas por el deseo.
El bebé tiene que trabajar y aun luchar para adquirir
significantes. Las funciones, parcntales y otras, deben auxi­
liarlo, brindándole las condiciones mínimas, pero no pueden
regalárselos hechos; mejor dicho, si hubiera imposición de
significantes, si no se le permitiera hallarlos, fallaría lo esen­
cial. Lo mismo sucede en el tratamiento analítico. El sujeto
acude en busca de significantes que lo representen o tras
ciertos cambios en los significantes que lo representan, o
frecuentemente deshacerse de alguno. Es para ello que se
requiere nuestra ayuda, el análisis no lo puede hacer él solo.
Intervenimos primeramente favoreciendo condiciones para
que él logre advenir al encuentro del significante o replantear
su relación con él, pero si se los damos hechos, nuestra
intervención no sería psicoanalítica sino un adoctrinamiento
con ‘contenidos’ psicoanalíticos.
Se trata de un recentramiento histórico concebir el psico­
análisis antes que nada com o donador de lugar, y no como una
máquina hermenéutica. Esta interpretación sólo funciona si se
hace en cieno lugar que se ha creado; de lo contrario o no sirve
o daña, como ocurre con las interpretaciones llamadas salva­
jes.
Dicho de otra forma, estudiamos los modos y las condicio­
nes a través de los cuales el bebé va haciéndose un cuerpo, y,
al respecto, que anatómicamente lo tenga sólo induce a error.
Desde el punto de vista simbólico es una mentira, no es suyo,
está muy lejos de poder asun* irlo, a lo sumo vale decir que
dispone de la potencialidad de tenerlo, de apropiárselo a lo
largo de un com plicado devenir histórico-estructural para
cum plir el cual lo ayudan no tanto el instinto como las
funciones parentales.
Debemos tom aren cuenta la eventualidad (que establece la
diferencia entre una situación neurótica y otra psicótica) de
que un sujeto no encuentre condiciones propiciatorias para la
producción de significantes que lo reprecenten, y que en su
lugar comparezcan, de manera aplastante significantes del
superyó, en una verdadera sustituciórfUe lo esperable en
térm inos libidinales".
Un niño de quien aún no se dice que tenga una evolución
psicótica (aunque se la tema) es traído a la consulta. Poco a
poco, el motivo que se impone conduce a la pareja parental.
Los padres están separados desde hace varios años, pero la
sepaniSiSnnoesm ásqueuna ficción,porejuccstánunidos por
el odio. No tarda en descubrirse (tras los buenos modales del
comienzo) un estado de perpetua guerra entre ellos, guerra
que se lleva a cabo de mil formas, según el viejo adagio de que
en el am or y en estas cosas todo está permitido. Esta situación
alcanza un nivel que excede largamente las coyunturas trivia­
les y tempestuosas asociadas por lo general a una separación.
En cambio, adopta un carácter masivo y con picos de convic­
ción tan delirante que es irresistible la evocación de lo que
Aulagnier formula en cuanto condiciones de formación de
una paranoia. Esta guerra más fría o más caliente, pero
siempre constante, requiere la presencia de un testigo parali­
zado, que es casualmente el hijo. ¿Qué podemos encontrar de
los significantes en este niño? Dos muestras al respecto nos
devuelven a la temática del superyó, pero no en esa dimensión
ligada a la disolución del complejo de Edipo; antes bien, ese
nivel del superyó descubierto en p s ic o a n á lis is estudiar la
reacción terapéutica negativa, el suicidio, el masoquismo
moral; ese nivel que Melanie Klein llamaba del superyó
sádico, y Fairbairn, prcmoral. Una función destructiva, no
una función de regulador normativo.
Primera muestra: el niño se llama Luciano. P)\ respecto nos
cuentan que esperaban una nena,Üucía, y en su lugar advino
‘Lucía no’. Broma muy instructiva para detectar cómo se lo
nominá, con un término que lo niega. Aquí la nominación es
una trampa; sólo nos dice que él no es la esperada, no es la de­
seada. En ese sentido, no es un significante que pueda servirle
para vivir; no podemos decirque lo represente sino que repre­
senta instancias maternas y paternas hostiles hacia el hijo.
Segunda muestra: $u_roj>a. La ropa es un modo de signifi­
carse. Cuando el chico hace múltiples juegos con ella, cuando
descubre que se pone y se saca, entabla una relación muy
particular y muy íntima a la vez con eso que es él y no es él.
No sólo el psicoanálisis intuye que la ropa no es aleo ‘exter­
no’, que en ciertas condiciones fomia parte de nuestro cuerpo,
como ocurre con la casa y con otras cosas; no hay un límite tan
preciso como podría malentcnderse. Pues bien, entre otros
servicios, la ropa sirve también para significarse en determina­
dos momentos, por ejemplo, para significarse com o de un sexo
determinado. Pero la experiencia de Luciano es muy distinta:
cuando él llega a casa de su padre (los días que le corresponde
ir a verlo) debe quitarse toda la ropa que trac de casa de su
madre y vestirse con la que aquél le ha com prado para estar allí.
Y viceversa. Por lo tanto, él no dice ‘m i’ ropa, sino “esta ropa
es de mi papá”, “esta ropa es de mi mamá”. Probablemente, ni
siquiera necesitemos de demasiada sutileza psicoanalítica
para sacar cuentas de qué tipo de marca deja este proceder
sobre el cuerpo, porque, en definitiva, su cuerpo está partidoen
dos, es el cuerpo de papá y el cuerpo de mamá. Y es un acabado
exponente de significante del superyó, es una configuración
muy diversa de la que examinamos gravitando en torno al “qué
lindo que sos”, caso en el cual la ropa formaba parte de esa
presunta belleza. tt**lo que hace a Luciano, significa el
recíproco odio entre los padres; el cuerpo del hijo es un campo
de batalla. Lo que viene a subrayar es el odio que lo engendró,
el odio bajo el cual nació, el odio que es su causa; significa esa
partición sobre su cuerpo, por lo tanto no es un significante
apto para representarlo como sujeto.
Clínicamente es notorio que en ningún mom ento Luciano
subjetiva lo que lleva puesto com o propio y, a partir de allí, ya
no puede por desgracia asombramos que inconscientemente
su cuerpo esté afectado por idéntico reparto. A sí pasa las
sesiones armando interminables peleas entre dos bandos,
mientras él se coloca alternativamente de uno y de otro lado,
sin diferenciarse.
Hay una edad (alrededor del segundo año de vida) en laque
un niño comienza a repetir no sólo lo que él dice de motu
proprio, sino lo que le dijeron en carácter de órdenes: por
ejemplo, toma algo que le está prohibido tomar, diciendo
simultáneamente “ no toque”, “ no tocar”. Es un exponente de
un significante del superyó que al ser muy común suele
desplegarse libre de patología; esto se verifica porque el niño
puede tocar igual. Junto al significante del superyóen ascenso
ahí está, no obstante, la posibilidad de que el niño mantenga
su deseo y toque. Por lo menos hay un conflicto entre
obedecer o no. En todo niño hay un cierto equilibrio entre
estos dos tipos de significantes.
El pequeño repite la orden como si fuera el Otro, dice “ no
se toca” especularmente, sin hacer el cambio, habla las pala­
bras del Otro entendido no en una posición cualquiera y no en
posición de semejante, Otro definido o reconocido por un
poder, en tanto lugar de la orden, lugar de la Ley. Durante el
segundo año de vida es sabido que los niños atraviesan lo que
se llama período de negativismo, en sí saludable, período en
el cual diferencian cierto uso del no. Así, cuando se les
pregunta “¿querés tal cosa?”, replican “no”, aun cuando luego
acepten. El "no" es su documento de identidad. Aconteci­
miento decisivo por su efecto separador, el niño abandona el
cuerpo de los otros y se muda a otro territorio. En este proceso,
el “no” en el que insiste, que se opone a toda demanda, no es
el m ismo “no" del “no se toca” que va notando que no lo re­
presenta, mientras que se identif ¡ca en cuerpo y alma a ‘su ’ no,
verdadero ‘caballito de batalla’ (o dicho con mayor empaque,
motivo generador de su diferenciación subjetiva). Aquel “no
se toca” representa, en cambio, un incipiente superyó, super­
yó todavía en voz alta; no está internalizado en el sentido de
“conciencia moral” (Freud). Del equilibrio entre estos moti­
vos depende cierta estabilización temprana del sujeto.
El padre de Schreber subrayaba en uno de sus escritos
pedagógicos la importancia de abolir desde el momento más
temprano toda dimensión de autonomía en el sujeto, intervi­
niendo ya durante la lactancia, a fin de aplastar los mínimos
conatos de espontaneidad. El padre de Schreber era un peda­
gogo que algunos consideran com o precursor del nazismo, no
sin razón porque hay ciertas cosas que anticipa; pero nadie
podría discutirle que fue un hombre muy lúcido en su para­
noia. Es notable la precisión, la seguridad, el rigor con los que
va al grano: es preciso que el niño renuncie de entrada y sin
medias tintas a toda iniciativa propia. El aparato y los castigos
que con ese propósito moviliza conforman una máquina
maestra de significantes del superyó que aparecen para muti­
lar cualquier posibilidad de palabra propia en un sujeto y que
este singular pedagogo nos ha ayudado aconceptualizar. Si así
lo queremos, ya que la insistencia repetitiva es fundamental
para la aprehensión de un concepto, podemos plantearlo.eni
términos de ficción: alguien llega al mundo. ¿Qué significan-'
tes hay allí disponibles? Es un poco como cuando uno ácce3é
a una situación nueva cualquiera, aunque esté más crecido que
un bebé. Lo usual en un caso así es preguntar por las reglas del
juego (sobre todo las realmente vigentes en el lugar en cues­
tión). ¿Cómo se debe proceder aquí para conseguir sitio, y sitio
aceptable? En nuestro caso, ¿qué hay que hacer para lograr ser
deseado en esa familia? ¿Qué, para ocupar algún puesto en el
deseo del Otro? No existe cuestión más primordial ni que se
formule más temprano en el nivel en que cada edad lo puede
preguntar: ¿qué hay aquí para situarme, que me sirva para mi
propia apropiación? Hay, por ejemplo, “qué lindo que sos”;
bien, esto sirve, se toma, el problema ulterior es quedar
demasiado prendido a ese dicho, como veremos luego. Lo
cierto es que las más diversas cosas resultan material aprove­
chable, “todo puede servir” 12.
Retomemos esta consigna del deseo, esta consigna edípica
entre madre e hijo adolescente: el análisis no deja dudas en
cuanto a que “te sacaste diez” asegura cierto lugar. Además de
las muchas buenas notas que en efecto cosecha, la frase lo
representa, él es esc “te sacaste diez”, y no solamente porque
se presente ante los otros como uno de los mejores allí donde
está. Este paciente, no obstante, consulta por algo que en
principio recuerda una celotipia con matices paranoicos^ en
permanente búsqueda de apoyaturas ‘objetivas’, acechando
adonde van las miradas de su novia, traspasada la c u a ls e
levantó una compleja formación depresiva con ciclos silencio­
sos pero constantes. En ese nivel, cobra creciente importancia
la figura de una abueladel m uchacho,Tástiíquedam os con un
fragmento significativo de naturaleza muy distinta de la del “te
sacaste diez”, fragmento que en realidad no pertenece exacta­
mente a sus fantasmas o recuerdos, sino que proviene de la
prehistoria, vía su abuela. Había dedicado una sesión a una
especie de balance iras un año de tratamiento. Al despedirse,
me comenta lo bien que se siente, lo contento que está y lo útil
que le resultó el análisis. Esas expresiones fueron el preám bu­
lo de una violenta caída en depresión, con la que llegó a la
sesión siguiente; la síntesis fue que “ todo es un desastre”.
Desastre que tiene a la vez lacondición de ser enumerado. (La
enumerabilidad de lo catastrófico es un rasgo notable de las
formaciones depresivas.) Momento oportuno para que mi
intervención destaque e i hecho de que el bienestar no puede
o no debe perdurar. El punto de corte lo constituye precisa­
mente la puesta en palabras, decir el decir del ‘sentirse bien’,
enunciación que anuncia la caída, la adelanta como su heral­
do.
Le señalo la necesidad que parece regir este ciclo; subrayo
que por razones que desconocemos hay algo que debe discon­
tinuarse en él — cosa que apunto en la medida que constituye
a mi juicio el fenómeno central en la depresión— . La depre­
sión es la enfermedad de la continuidad, nada más esencial
que su quiebra. A continuación asocia que él toca la guitarra
y en realidad se da cuenta que lo hace bien, por lo menos, bien
al nivel de amateur. Pero cuando le piden que lo haga siempre
responde igual : “ soy un desastre”, la diferencia con una
verdadera muletilla es la convicción con que lo dice.
¿De dónde salen este “soy un desastre” y esta convicción?
Entnnrefr »nn P-srena ern que locaba en la cocina de
su casa y escuchó la voz de la abuela burlándose de él y de su*
instrumento. Un recuerdo de tantos, sin mayor valor afectivo,
en s í mismo, hasta que en análisis, lo vuelve importante el
hecho de enhebrarlo. Esto abre espacio a una serie en la que
su abuela está en posición ridiculizadora y descalificante, y en
donde además quien recibe permanentemente el epíteto de
“qué desastre” de sus labios es la madre del paciente: recor­
demos que años atrás haj)ía tenido una crisis depresiva^pos-
parto muy severa, con internación. Este “qué desastre” Ta
paraliza, según confiesa al hijo: “ Mirá vos lo que me pasa,
cuando no está la abuela, puedo hacer esto bien’*. Se refiere 3
que se las arregla con la casa, le alcanza el tiempo, fluye más
tranquila en lo que hace. La presencia de su propia madre
modifica radicalmente las cosas. Vale la pena subrayar el peso
que cobra la alternancia presente/ausente en la regulación de
su autoestima.
Cuando a su turno el paciente retoma el “soy un desastre” .
transforma el “ sos un desastre” anterior com o si esa esquirla
proveniente del discurso de la abuela pasara a activarse en él
contra sí mismo. Es asíobligadoaresignificarcon ese término
todo cuanto hace, y hasta a producir desastres en pequeña
escala (variable acorde a la gravedad de cada caso) en los que
aquella resignificación encuentra a la vez su apoyatura y su
cumplimiento. Obra maestra del significante del superyó que
se contrapone (cuando no neutraliza directamente) al “ te
sacaste diez”.
El régimen del significante del superyó tiene su propia
producción, que podemos designar como goce del Otro, detec-
table en distintos niveles. A uno ofrece acceso un caso como
el de Luciano, con la imago fuerte o marcada de los padres
ensañándose sobre el cuerpo del niño en su furiosa contienda.
En el paciente que ahora examinamos, los tiempos del goce se
manifiestan mediante períodos de eclipse de sus actos como
sujeto (con derecho al) de deseo. Quienes lo rodean (sus com ­
pañeros de deporte, por ejemplo) se asombran de sus bruscos
virajes, de cóm o desaparece, sobre todo, pasando de ser un
jugador valioso para su equipo a una condición de lentitud
torpe o de des-presencia en la que se diría que, más que jugar
mal, no juega para ningún equipo... pieza del significante de
aplastamiento por excelencia. Aquí el sujetodel goce se diluye
notoriamente, se impersonaliza (pues seria del todo insuficien­
te remitirlo a la imago de la abuela. Esta imago es pertinente,
pero debe ser acotada si pretendemos la cura, si pretendemos
liberar al paciente de sus aboliciones... lo ‘abuelizable’ en­
cuentra límites muy concretos de eficacia). Hay que l l e j ^ e n
e l curso del psicoanálisis al nivel del noce (Je la frase: la frase
(u otra forma de acio^ q u e n o pertenece a nadie^ oza. Nivel
absolutamente esencial. Yo diría que justamente goza en la
medida m isma en que no pertenece a nadie. Se ha soltado,
por corredores sin nombre!
En el tono y la posición oracular del “en esta familia los
segundos hijos varones siempre van presos” se marca mejor
todavía esta peligrosa desubjetivación que atraviesa com o si
nada las generaciones, despreciando su diferencia. Notemos
cómo ‘desapropia’ al muchacho de su vida, si queremos
mantener en alto (y creo que es inherente a la ética del psico­
análisis) el concepto de vida en el orden simbólico como
potencialidad para el sujeto de hallar (o sea, construir, en la
formulación paradójica de nuestra disciplina) sus diferencias.
Vivir no como otra cosa que diferir. A esto se oponen los
significantes del superyó, así com o más o menos ayudan los
sfgni fíe an tés déTsiijeto.
Coronaré este capítulo con un fragmento clínico de cierto
desarrollo y muy conveniente, no sólo por destacar de nuevo
la gravitación de lo constitucional en el sentido de la prehis­
toria y del mito familiar, sino por algo más. Es el material de
una em barazada, tiempo de forja del cuerpo imaginado, ver­
dadero alojamiento extrauterino del sujeto temprano y donde,
precisamente, habrá de encontrarse con elementos significan
tes de todo tipo allí condensados.

En una sesión, la paciente habla de algo que le preocupa


desde su embarazo (que además la tomó por sorpresa). Es una
paciente que tiene situaciones de tipo depresivo y paranoide
importantes, con predominio de los primeros. Ahora loque le
afecta es la desaparición de su deseo sexual. Formar pareja fue
cosa que le costó mucho trabajo, y durante un largo tiempo
con una singularidad: vive con un hombre, lo saben por
supuesto sus amigos, reciben gente en su casa com o cualquier
pareja, pero en cam bio ninguno de sus familiares conoce su
situación. Se ha montado así una doble vida muy curiosa,
fuertemente asociada (y en térm inos causales) por el enérgico
rechazo que hace la madre de la paciente del hombre al que
está unida. Este rechazo va muy lejos. Por ejemplo la madre,
aunque la paciente se ha casado hace varios años, pública­
mente la define com o soltera. Cuando alguien llama a su casa
y pregunta por la hija (alguien que ignora que ya no vive allí),
la madre responde que ha salido y volverá tarde o que está
durmiendo. Hay pues una abolición radical de la existencia de
ese hombre que llega harto más allá del ‘no me gusta tu novio
o tu m arido’ o ‘no me gusta con quien te casaste’: repudia su
existencia.
Por su pane, pese a enojarse mucho y a múltiples sentimien­
tos, la paciente acepta esa mistificación, experimenta una
angustiosa impotencia para romperla, no consigue más (y no
es poco en el caso de ella) que la transacción que se cifra en su
doble vida. Tiene que darse el embarazo para modificar este
equilibrio. Y en cuanto el embarazo se afirma (es decir, cuando
lo cree, pues también le costó hacerlo), irrumpe el inesperado
síntoma de su anorexia genital. Analizamos primeramente una
fantasmática donde insiste una representación de precariedad:
un embarazo es de poca consistencia, en cualquier momento se
pierde. Y vive así aterrada, torturada con imágenes de aborto
espontáneo, de hemorragias masivas que barren cualquier
frágil implantación. A continuación se liga la entrada del pene
como causa de interrupción del embarazo. Nada consigue
tranquilizarla. Es interesante notar que lo destructivo de la
penetración es particularmente conectado al momento del
orgasmo del hombre, tal es el momento más violento y peligro­
so, más abortivo. También tiene miedo de que la asalten en la
calle y se imagina que alguien le pega un tiro en la panza o la
patea allí. Mi intervención al principio se ciñe a mostrarle a qué
asoció la sexualidad del marido (el pene a un revólver o al
puntapié), pero además enfatiza un aspecto que tuvo más
resonancias de lo que yo creía en ese momento: es como si ella
enfatizara que desconoce que ese pene es el que la fecundó.
‘Pene’ aparece allí con un rasgo dañino, tanático, pero en
realidad cuando el pene penetra, fecunda y no lastima. Ella ha
quedado disyunta de esta sencilla verdad. Le señalo adem ás—
porque ella dice que el marido se olvida que está embarazada
en tanto la sigue deseando y buscando— lo paradójico de que
precisamente olvide que es gracias a ese deseo que ella está
embarazada, que es gracias a que alguien la deseó, y no
solamente eso, sino que ella también lo deseaba (otra cuestión
ahora reprimida). Es ésta la primera puntuación eficaz, a la que
responde con un recuerdo y con cierto aumento en su capaci­
dad de reflexión. Recuerda haberse sorprendido a sí misma
formulándose una pregunta ingenua hasta lo cóm ico, tras
enterarse del resultado de los análisis de práctica: “ ¿cómo
habrá sido?” Interrogación que se demostrará nuclear para el
esclarecimiento, sesión tras sesión. A partir de allí añade ele­
mentos nuevos. Antes de quedar embarazada había estado
tomando (por cuenta propia) mucha vitamina E, a raíz de
haber escuchado a unos amigos sobre su uso com o coadyu­
vante en tratamientos para esterilidad. Sobre esa base ‘cien­
tífica’ descubrimos la formación de un núcleo delirante, que
eclosiona inocentemente un día, ya embarazada, cuando
pregunta a su marido: “¿habrá sido por la vitamina E?” Fue
notable para ella misma su sorpresa ante la risa de él que
colocaba su pregunta en el nivel del chiste, pues ignoraba que
para su m ujerera cosa muy seria. Sea com o fuere, la cuestión
es que la vitamina E se convierte inconscientemente en el
padre de su hijo y que entonces se impone una conclusión: hay
una categoría de paternidad que no está construida y a la que
sólo se adapta en lo preconsciente, así como la relación
fecundaciónU paternidad no parece establecida. Le pregunto
si recuerda relatos de su niñez sobre cóm o se hacían los
chicos; lo único que alcanza a recordar es que ella hasta muy
tarde “ no sabía nada”, y continúa diciendo que, después de
todo, su creencia es congruente, porque si la madre descono­
ció la existencia de su marido, a quien aviene a darle un
estatuto, digamos más empírico, a partir del em barazo, de
alguna manera hay continuidad con la representación en la
que los hijos se conciben sin mediación de pene alguno. Las
piezas encajan muy bien. Las asociaciones ahora acuden a
probar los efectos de sobredeterminación generados por el
com plejo delirante. Así, cuenta que después de un enojo des­
proporcionado por una nadería de la convivencia, se le ocu­
rrió pensar “ no se lo merece” (ser el padre). Mi intervención
tiende a mostrarle que “él no se lo merece” no es sino una
especie de cobertura de un dicho delirante que reza ‘no es el
padre’,‘el chico no tiene padre’, ‘los chicos no nacen de
hombre y m ujer’.
Recuerda que pensó muchas veces en cuánto le gustaría
que el niño llevara su apellido, no el de él. Entendimos
cnionccs el énfasis que había puesto en las últimas sesiones
sobre el hecho de que el obstetra que la atendía tenía dos
apellidos, y si tenía dos apellidos incluía el materno. Era ése el
detalle por lo que le interesaba el asunto, y se acordó de la
misma ocurrencia pero en términos mucho más categóricos y
hostiles: “tendría que tener mi apellido y no el de él" .
En suma, la paciente está supeditada al mito de la madre, o
a un cieno funcionamiento de la madre en el que se rehúsa
otorgar estatuto de existencia al hombre en tanto padre, en
tanto ponadorde pene fecundante, funcionamiento que carac­
terizamos más precisamente como forclusivo: esto no existe,
no se trata de que existe pero no me gusta , hay un paso (de)
más.
Recogiendoexperienciasnoseslícitoevaluarcom ode gran
magnitud la incidencia sobre el cuerpo imaginado del sujeto
por venir de trayectos significantes como éste. Si no se tratase
de una mujer en psicoanálisis, con la oportunidad de cambio
que implica, y si esta serie de factores actuara sin contrapeso
alguno, cabría pensar en los múltiples efectos patógenos del
lugar que se va dibujando para el niño: hijo que nace de una
ingesta de su madre, al margen de la diferencia sexual; hijo en­
ganchado por un enquistamiento delirante a una causación oral
digestiva. Desde los fantasmas de una embarazada se puede
entonces estudiar qué tipo de espacio espera a un futuro ser. Y
si un niño como éste llegase a la consulta, sería importante
descubrir este mito familiar, mucho más que quedarse enreda­
do en tal o cual particularidad sintomática o en tal o cual
dibujito o palabreja de él (materiales que, en cambio, cruzados
con aquél recobran todo su vigor).
3. SIGNIFICANTE DHL SUJETO/SIGN IR C ANTE DEL SUPERYO:
LAS OPOSICIONES. LAS AMBIGÜEDADES

Hasta este punto nos condujo la pregunta en psicoanálisis


sobre qué es un niño, mediante la cual llegaremos, ulterior­
mente, por una diagonal bastante directa, a lo que ha de ser el
núcleo principal en el campo del jugar infantil. Pero es nece­
sario antes otro paso: tratar de manera más funcional la
polaridad significante del sujeto-significante del superyó.
El significante del sujeto designa lo que agarra, en nuestro
caso, a la vida, sobre todo teniendo en cuenta ese momento
capital de introducción a la vida humana. Esta expresión, la de
agarrar al sujeto a lív id a . la tomo de un paciente, un m ucha­
cho que en pleno brote psicótico le reprocha a la madre no
haber podido, querido o sabido “agarrar al padre a la vida”: el
padre en cuestión se había suicidado. Dejando de lado el
gradode verdad de su teoría, que responsabiliza directamente
a la madre de esa muerte, el punto es que está muy bien
caracterizado esto de algo que agarra a la vida, mientras que
para lo que concierne al significante del superyó podemos
recordar una expresión de Lacan: “ la vida que soporta a la
muerte” , en tanto apunta a esa condición de la vida en que ésta
se vuelve algo sobre lo cual pesa encima, aplasta, la muerte.
Doy un ejemplo. En una entrevista con los padres de un niño-
de tres años en análisis (después de unos cuantos meses de
trabajo) aparece lo siguiente: la imposibilidad del chico de
desprenderse del cuerpo de la madre o sustitutos, lo cual
interferirá, por ejemplo, sus potencialidades lúdicas; no poder
•soportar situaciones de separación que a sus trg¿ años se
supondrían aceptables.
Los padres cuentan entonces que en la última semana el
niño ha incorporado una nueva palabra y una nueva actitud
montada en ella, que es decir continuamente “ pera”, “ perá”.
Comentan que convierte todos los momentos de la vida coti­
diana, en momentos de suspensión: “ ¡Vení a hacer esto!”
“Pera)’; “¿N o me venís a dar un beso?”, “Pera”. En vez de
'-abakmzarse sobre el que llega, la madre principalmente, sigue
enfrascado en su juego. Si le insisten con “¿no me das un
beso?”, repite “perá”, com o si se afirmara en esa palabra
sostén.
Todo ocurre en esa semana como si el chico se llamase
“perá”. “ Perá” se convierte en una suerte de nom de gudrre
para él, nombre que estrena en las más diversas situaciones.
Por lo demás, esto había empezado a darse también en la
situación analítica: remitir, diferir, enviaren espera, no sola­
mente introduce una distancia entre él y el O tro sino que
además inaugura una nueva simbolización dentro de la tempo­
ralidad. ‘Esperá’ en lugar de ‘y a ’ indica la introducción de una
dimensión inédita, la del futuro; antes se jugaba más bien el
todo o nada, era el ya o la angustia, el llanto. Ese “perá” es lo
que propiamente hablando podemos designar como un signi­
ficante del sujeto que le sirve para hacer determinada opera­
ción de separación, de corte, de individuación, y así se convier­
te en una especie de eje de su identidad, permitiéndole acceder
a una nueva serie de experiencias al reorganizar su vida: en vez
de estar ésta pendiente de la presencia concretizada del Otro,
ahora él, con prescindencia de esa presencia reificada, puede
desarrollar durante un cien o lapso algunos juegos, cieñas
actividades. En tanto significante nuevo conmociona a sus
padres, es un índice de cam bio deseado ligado directamente al
motivo de consulta, pero lo descoloca el hecho de que ya no
esté su niño tan adherido a ellos.
Esc "perá” funciona como un nuevo significante del pe-
queño del que se,puede agarrar para luego pasar a otracdSa?
Pero además, designa una nueva operación simBSlica ahora
posible, a laque más adelante retomaremos, com o significante
del sujeto ligado al jjerilpp del fort-dp fundamental en la
constitución del psiquismo.~
Un chiste servirá para insistir en la contraposición. Es un
viejo chiste apto para muchas aplicaciones, pmreeTfcjs, y muy
al caso, el folklore del Hospital Borda. AL Borda h dicen
“ciento once” porque empieza con uno, sigíiefcOn uno y
termina con uno. No es un ejemplo ilustrativo, vale com o una
acabada conceptualización, por lo riguroso y lacónico inclu­
sive, de lo que es un significante del superyó, encam ado en
una institución que una vez que hinca el diente en alguien no
lo suelta hasta dejarlo reducido a cero en el plano de sujeto. De
una manera más desarrollada pero con la misma concisión en
su resultado, especifica el concepto el material de una pacien­
te depresiva adulta que atraviesa un pico suicida, uno de esos
periodos en que la vida de un depresivo corre cierto peligro.
Cuenta que la ha estado rondando toda la semana la idea de
qué fácil seria morirse (por su trabajo tiene acceso a un
determinado ácido): “ nada más que un gesto”, “ nada más que
un acto”, tomar ese ácido y eliminarse con él. El discurso
lentamente viró luego hacia por qué justamente con ese ácido,
si en realidad había allí varios otros elementos a mano en su
trabajo, tan buenos como éste para com eter un suicidio. Es
una paciente para quien darse muerte no es una mera fantasía,
porque ya ha sido realizado en su prehistoria; el suicidio tiene
una realización efectiva en sus antecedentes familiares.
Una ocurrencia produce una brusca iluminación: las ini­
ciales del ácido son, invertidas, las de su padre — quien es el
que efectivamente se suicidó— . Este es un punto muy reve­
lador para ver con qué se monta el impulso de tomar el ácido,
pero no acaba allí, porque a partir de ello, recuerda que en una
ocasión, cuando adolescente, publicó un poema en un perió­
dico estudiantil empleando como seudónimo las iniciales del
padre; de nuevo ahí el ácido al revés. Es un fragm ento de una
nitidez pocas veces redactable en tan escasas líneas, que
también brinda notas esenciales a un verdadero significante
del superyó, sobre todo ese rasgo de estar sustituyendo,
usurpando, la ftrma del sujeto.
Para hacer jugar este registro conceptual existen muchas
situaciones que hablan del dualismo y la tensión conflictiva
entre significante del sujeto y significante del superyó; por
ejemplo, en el mismo cam po del psicoanálisis, la transmisión
psicoanalftica, la enseñanza. Me refiero no sólo a la enseñan­
za universitaria, sino a la enseñanza en general en los más
diversos lugares y a las prácticas institucionales del psicoaná­
lisis.
Es muy frecuente suponer que cuando alguien escribe un
libro o aun un artículo sobre temas de nuestra disciplina se su­
ponga que están destinados a desarrollar una hipótesis en par­
ticular, algo que tenga que decir el autor en cuanto a de­
terminado problema clínico, contenido teórico o epistem oló­
gico, pero sólo hojeando las revistas psicoanalíticas de cual­
quier corriente, la suposición se desvanece: gran cantidad de
artículos parecen confeccionados para significarse el autor
como sujeto frente al Otro. Por ejemplo, el autor escribe úni­
camente para decir ‘yo soy freudiano’, para ser reconocido por
el significante Frcud que allí se vuelve un significante super-
yoico institucional. El viejo Freud, muerto en 1939, se ha con­
vertido en una práctica política en psicoanálisis. Se escribe sin
nada que agregar, excepto “ uno más” : hacerse reconocer por
ese significante Frcud o el del autor favorito de quien se trate.
Delata este tipode situación la típica pregunta por ‘la línea’ que
sigue a la declaración ‘me analizo (o estudio o superviso)
c o n ...’13
Se trata de una verdadera operación en la cual el apellido
que alguien lleva queda sustituido por significantes como
“ freudiano", “ lacaniano”, etc., y si volvemos a esos artículos
comprobamos repetidamente (siempre que se encare la trave­
sía de leerlo) que el aburrimiento (cuyo hedor caracteriza
tantos encuentros entre analistas) llega mucho antes que algu­
na nota propia, alguna aunque sea pálida diferencia del que
escribe y que el lector espera en vano. Cuando se terminan las
citas se termina el artículo, que no consiste en otra cosa que en
su montaje. No se aprendió nada pero el autor se hizo recono­
cer; de ahí en más, si alguien pregunta qué es Fulano podremos
responder ‘es tal cosa*. No sabemos nada más de psicoanáli­
sis, sabemos que él es ‘freudiano’, por ejem plo14.
Hay que recoger el matiz ambiguo o cambiante en todo
esto. En un determinado momento es posible que funcione
como un significante del sujeto en tanto tiene que ver con la
búsqueda de identidad o de reconocimiento. Pero si esta
situación no se difiere, si no se transforma rápidamente, la
nominación conseguida degenera también rápidamente en
significante del superyó. Es signo de la operación que el
sujeto pierda su apellido, se condene a la posición de citante
improductivo y arruine por lo general lo que el otro dijo mejor
que él por ser quien lo pensó. De hecho, toda la situación cabe
cómodamente en la correlación inversa que Freud descubrió
entre sublimación e idealización.

En la enseñanza del psicoanálisis en la universidad, como


en otros lados, es muy común que los conceptos mismos se
perviertan en significante del superyó sin que las cosas
mejoren (hasta se diría que todo lo contrario) porque se hable
de “ transmisión” o se garrapatee la ‘fórmula’ de los cuatro
discursos. Clínicamente, quien así lo desee constata efectos y
características repetidos en el estudiante: inhibición en pri­
mer lugar, preludio al desolador silencio de tantas institucio­
nes psicoanalíticas en torno a la élite que ‘sabe’... al menos
decir.
Peroacasoel peorefectoesquc.en lugar de concluir, com o
podría suponerse, ‘si esto no me sirve para pensar mejor me
voy de aquí’, el sujeto queda paralizado por el saber que le
supone al que no entiende, lo que no lo ayuda a reflexionar
pues la parálisis motriz acompaña al enmudccimiento. Por su
parte, el concepto cae de su nivel al estatuto de slogan, pierde
su calidad y su función porque está en la naturaleza del
concepto servir para pensar15. Si dispongo de un martillo para
clavar un clavo y cambiando el rumbo lo coloco en un altar y
me la paso corriendo alrededor entonando cánticos a su
extraordinariedad, el martillo pasa a otro registro. Demasia­
dos textos en psicoanálisis se dedican a hablar de un concepto
en lugar de hablar con el concepto y hacerle producir conoci­
miento. Incluso en los tratamientos, ya no sólo en la enseñan­
za. con excesiva frecuencia el paciente aprende un vocabula­
rio, aprende a decir qué y cóm o le gusta escuchar a su analista.
El vocabulario completo es capturado así por el régimen de los
significantes del superyó16.
En un texto de 1984 subtitulado “Línea y posición en
psicoanálisis”, tomo partido contra los efectos de la puesta en
línea y por lo que llamo posición. Toda referencia o acto de
línea en psicoanálisis funciona ineluctablemente como signi­
ficante del superyó, no importan las ‘intenciones’. Añadiría
que en tanto los argentinos sabemos muy bien qué es eso de la
línea, de ponerse en línea, tenemos una experiencia muy vasta
y muy desdichada al respecto, que no ha dejado de imprimir
sus marcas el principio de autoridad (de una manera casi
ingenua) en nuestra práctica psicoanalítica, consecuencia em i­
nente de toda puesta en sentido, presidida por los significantes
del superyó, lo que campea en la formación corriente de los
jóvenes analistas o aspirantes a serlo.
La única forma de desengancharse de esta situación gira en
tom o a ese “ perá” del chico, o sea poner en j uego algo del orden
de la negación, plantarse con un ‘qué me im pona quién lo
afirm a’, no para descalificar al autor, sino para abrir un bo­
quete en esa superficie del ideal y sus efectos irrespirables de
fascinación, que pervierten a menudo el proceso de aprendiza­
je del psicoanálisis como para que no se crea que el discurso
amo es un problema ‘de los otros’. Una situación clínica aná­
loga la constituían los padres de un chico en las entrevistas
iniciales, donde lo que ellos subrayaban con orgullo era el tra­
bajo que se tomaban para que su hijo no jugara con los ju-
guete^fugar^ue llamaban “rom per” o “ensuciar” . Porsupues-
to, lo tij^ ^ t^ ^ ia b a tU ii^ n g u a r d a d o s , devenían cosas para
mirar. Esta situación no leslíuWcTTfpreocupado si el niño no
hubiera empezado a presentar inhibiciones en la escuela, lugar
que fue alcanzado por el ‘no rompas ni ensucies’ y signado por
el estatuto de ‘para mirar’, lo cual sí les preocupaba por las^e-
percusiones de prestigio social; por eso hicieron una consultad
Un concepto es exactamente igual que un juguete, para poder
usarlo hay que poder romperlo, hay que poder ensuciarlo, hay
que perderle el respeto. Toda veneración dificulta o anula la
-producción de significantes del sujeto en cualquier orden. -
Reformulando todo esto en términos del “pienso, soy” con
el que el psicoanálisis entró en debate, nuestra experiencia
nos propone esta enunciación: ‘me agarro de un significante,
soy’. Produzco un significante, o mejor, me produzco (en) un
significante; pero hay que estar atento a no caer en las aportas
del pensamiento clasificatorio, inventando una línea divisoria
ad-hoc que reparta de un lado significantes del sujeto, del otro
significantes del superyó, postulando dos especies o natura­
lezas. Cualquier significante puede ser utilizado de una u otra
forma. Por e j r m p l a t o l j , caso de la transmisión), el signifi­
cante Freud. Más aun: cuando un significante del sujete
tiende a una impasse y deja de hacer cadena se transforms
fácilmente en un_sjyyiiíicaQtcjlcLsuperyó.
Hablando de lo que era p a ra d la su hijo cuando se produjo
el embarazo, una madre lo significa com o “alha ia”. Represen­
tación verbal que condensa las formaciones dcTcuerpo ima­
ginado, ser una alhaja no está tan mal para empezar si lo
comparamos con tantas fabulaciones familiares donde el
nuevo ser tiene que avenirse a que lo alojen en términos
bastante menos favorables. Hay un donde lugar especialmen­
te valorizado allí, que al niño le sirve com o un buen material
para significante del sujeto. Pero a los siete años, tiempo de la
consulta, el peso de “ alhaja" se ha pasado de la raya. Estereo­
tipa al hijo y estereotipa Intervenciones maiemascendientes a
literalizar la condición de alhaja inmovilizando al niño, sin
que el padre acierte a terciar con verdadera fuerza. La madre
desaprueba, por ejemplo, y hasta lo ve com o un síntoma que
el análisis debería curar, que su hijo sea “rudo”. “ Rudo”
resul ta denotar toda la exuberancia motriz del chico, expuesta
en su pasión por jugar al fútbol o en ocasionales peleas. La
indagación analítica consigue sacar a luz una antigua moción
desiderativa de tener una niña, sepultada por su auténtica
respuesta amorosa al hijo. La dirección del crecimiento de
éste desmiente cada vez con mayor energía las cadenas
asociativas que partiendo de alhaja pasan por “muñeco”, por
ejemplo, y bloquean la expansión espacial del niño (pues
forman parte de su aparato psíquico y no sólo del discurso
materno). En este punto resulta claro que alhaja ha pasado a
funcionar como significante del superyó, comprobándose así
que es una cuestión de estrategia y de posición, y no que haya
dos categorías de significantes.
‘ Es oportuno recordar la excelente expresión de Foucault
cuando habla de “ la polivalencia táctica de los discursos’*.
Cualquier discurso sirve a las más diversas causas de acuerdo
con suscondicioncsde inserción, a qué fines tácticos sirve, etc.
Lo mism o vale para el significante y sus efectos. Tampoco hay
que ceder a la repetida tentación de facilitarnos las cosas
imaginando entidades “puras”, casos enteramente puestos
bajo la égida de significantes del sujeto o de significantes del
superyó. De hecho, la práctica no nos ofrece otra cosa que
mezclas c incertidumbrc, donde lo pertinente sigue siendo la
remisión freudiana a las predominancias relativas que, a fin de
cuentas, son los que deciden los destinos de un sujeto.
• En el transcurso hay un deslizamiento y una cieña oscila­
ción a retomar entre el singular “significante del’’, punto de
partida, y una pluralización posterior. La comodidad expositi^
vadel primero no debe hacer olvidar su inviabilidad. La clínica
nos conduce a una red inconsciente con nudos, puntuaciones
y silencios privilegiados, pero además es una red que históri-
camente va minando, no una estructuración indiferente a la
variancia histórica. Desde nuestra perspectiva son las deten­
ciones de ese movimiento las que obligan a introducir la
pregunta por la patología. El conjunto significante no
cerrablc. Lo que limita la mutación en la práctica tiene más que
ver con lo patológico estructurado que con lo estructural. Las
transformaciones en el sentido de diferencia y repetición
subtienden de cabo a rabo la existencia humana y es aquí donde
el estructuralismo debe eludir la ‘posición social* que se le
ofrece como pensamiento neoclasificatorio de lujo.
Con todo esto más o menos en pie podemos retomar el
itinerario. En nuestra especie, el recién nacido no sólo se
abalanzará sobre el alimento, para devenir humano ha de
abalanzarse también sobre lo que nombramos como signifi­
cantes. Pero, ¿dónde encontrarlos? Ahondamos una diferencia
entre el concepto de niño en psicoanálisis y la noción común
de un niño ocioso en su edad de oro, sin nada preciso en qué
ocuparse al no estar entregado a nada serio, para quien no ha
llegado aún el momento de las cosas importantes. M ás bien
los psicoanalistas, sobre todo si trabajamos con niños, pensa­
mos que sí hay una época en que se tiene un trabajo serio por
hacer, quizás el más serio: la infancia, la niñez y la adolescen­
cia.
V olviendoala preguntado prim ero que planteamos es que
el niño saca los significantes del mito familiar, porque
litéral mente vive allí y noen ningún otro lado, al menos en una
instancia inicial. Este mito familiar lo concebimos como un
archivo'' un tesoro de significantes, solo que este termino!
archivo hay que entenderlo de muy diversas maneras. Por de
pronto, está en funciones, por supuesto y con largueza, antes
del nacimiento del bebé, y sin que nadie sepa cuál de sus
elementos irá a predominar o será, a los manotones, convoca­
do. Pero es cierto que reviste particular incidencia lo primero
con que al nacer se lo convida, es decir, la “alhaja” del último
material expuesto.
Ahora bien, el término ‘archivo’ no hay que tomarlo en el
sentido burocrático de esos inmensos depósitos kafkianos.
Más vale pensarlo como un televisor prendido1*, en donde
circulan produccionesculturalesdiversascon un cierto desor­
den. Hay allí trozos del mito familiar que se narran com o19
historias coherentes presentadas al niño con las elaboraciones
secundarias del caso, que son índice del régimen preconscien-
te. Pero llevaría a error imaginar un fichero todo ordenado o
puesto en sistema. En cambio, hay zonas de arrumbamiento^
expedientes perdidos que esperan su hora (para el caso se
aproxima m ejó rala idea el funcionamiento burocrático local,
inficionado de procesos primarios); ahí el archivo se parece
más al concepto de cuerpo sin órganos que al de un cuerpo
sistematizado. Conviene echar mano al modelo del collage,
con pedazos sistematizados y no sistematizados, pues hay
trozos olvidados de ese mito familiar casi no trabajado por el
orden secundario, apareciendo entonces como grandes inco­
herencias, grandes contradicciones, formaciones crateriales
con grandes olvidados en su interior. En el curso de un
psicoanálisis se ve frecuentemente cóm o un sujeto recupera
cosas de ese archivo a partir del hilo que se había cortado; en
busca de salida toma alguno de esos hilos. Por ejemplo, un
adolescente habla de él como estando en una desubicación per­
manente, padecida concretamente a lo largode su vida. Su vida
ha estado signada por continuas mudanzas (mudanzas de país,
no sólo de una casa a otra); actualmente su principal actividad
e s dejar lo que empieza, incluyendo empresas sexuales en las
rque se pierde al extremo de no poner a prueba su heterosexua-
lidad, no porque se manifiesten inclinaciones homosexuales,
sino porque no aparece el tipo de inclinaciones definido. En
fin, todo cuanto hace a una descolocación radical, tanto en el
sentido físico como en el metafórico: descolocación corporal,
descolocación simbólica frente a sus pares, frente al otro sexo,
frente a las generaciones mayores. Lo plasma en una escena
que cuenta donde “ no juega para ningún equipo’’; no es que
juegue mal en uno, su sensación es que en una cancha de fútbol
corre sin sentido para un lado y para el otro. Las líneas, las
posiciones relativas de los jugadores, las reglas que regulan el
juego, todo está desmantelado y sólo queda un potrero, un
espacio ‘natural’ donde correr deviene, a su tumo, pura motri-
cidad.
En estas condiciones, el análisis va rescatando característi­
cas del archivo familiar. El padre guarda zonas muy importan­
tes en absoluto mutismo, respetado por el hijo. Hay cosas de las
cuales no quiere hablar y por las que, si alguna vez el hijo
intentó preguntarle, lo olvidó; actualmente no lo hace más. Es,
también, un mutismo relacionado con aspectos centrales. Por
ejemplo, le llega un leve rumor desde otra rama de la familia,
de queeLpadre nojiabía sido criado por suj?fopio padre. Según
se susurraba, éste/úna vezvíudoTlo entregó a otra familia; es
de remarcar la inflexión de vaguedad, de borrosa incertidum-
bre que este rumor tiene y que el paciente mantiene. Pero el
análisis rescata todavía dos notas significativas en tomo a este
abuelo paterno, traspapeladas en la confusión de ese archivo.
Una es que el origen del apellido de esta familia no se sabe bien
de dónde proviene; hay quienes presumen uno determinado,
pero como el abuelo alteró el apellido al llegar al país, la
certeza ni de lejos se alcanza, por lo cual la pertenencia a cieno
cuerpo de tradiciones cuya función de liga es inherente a una
apellidación, está rota. Cuando este abuelo muere, deja todo
su dinero en bancos diversos de donde nadie lo retira, porque
nadie sabe cómo localizarlo. Se rum orea que constituía una
suma considerable, mientras que la familia del muchacho
vive en una situación económica que linda con lo miserable.
La fortuna se perdió, desparram ada en varios bancos, segunda
forma, entonces, en que una herencia se disemina: primero el
apellido y luego la fortuna se dispersan, se disipan, dejando
lazos truncos. Junto con ellos la posición social, la tradición
cultural y la religiosa: agujero en el archivo.
El padre, por su lado, agrava la situación al no hablar del
tema, sin aportar a la reparación delagujero.“Cuando su hijo,
ya adolescente, necesita desesperadamente de significantes
de la mascülimdad, significantes familiares de una posición
masculina — no necesariamente para tomarlos tal cual, para
poder situarse, pelearse incluso con ellos para lo cual es ‘
indispensable que estén allí— , he aquí que en él no hay nada.
Esta situación tiene un gran potencial psicotizante, justam en­
te tal es el filo de la navaja que antTaplsanda
¿Qué busca? En ese archivo sólo halla dos posibilidades:
una se la da la madre al decirle que se parece mucho a un tío,
un tío de la rama materna. Se parece por ciertas inclinaciones
hacia la lectura, pero he aquí que este tío es homosexual, con
lo cual el margen de angustia que se abre con esta posible
identificación es espantoso para él, nada dispuesto a investir
esa posición. El cam ino se cierra. De otra parte, la alternativa
(más bien desesperada) es perseverar en una posición de
bebito, loque invade la transferencia con la psicoanalista. La
madre tiene una pollera muy amplia y dice que quiere guare­
cerse allí debajo y no salir nunca más. ¿Ultimo refugio?
Tampoco, en cuanto ciertas características de la madre lo
vuelven inhabitable. Sitio aparente de bebé falo, único modo
de abrirse paso entre las piernas de una mujer (ya que para él
es impenetrable a partir de sus genitales), pero también eso es
impracticable. Sobre todo eso, diríamos.
A esta altura, es aconsejable el inventario de tantas vías
clausuradasoinencontrableseneldispositivode silencios del
archivo familiar, observar cuántos elementos impiden las con­
diciones del mito que pasen hacia el sujeto: no pasaron cieñas
tradiciones culturales, el apellido no pasó sin fallas, hay dinero
que no pasó, hay diversos relatos que no pasaron, como incluso
la presencia afectiva y concreta de un abuelo, eso tampoco
pasó.

f Concluimos que, para ir ej^bijsca de esos significantes


indispen sab le! para quTeTsTijeto pueda pasar a ese archivo en
procura de encontrarlos, es condición necesaria (y se debe
subrayar lo de necesaria a fin de especificarlo como indispen­
sable a la constitución subjetiva, necesidad lógica) queiiaya
allí Otro: cuerpo familiar, mito, archivo; que hava algo o al­
guien que ofrezca significantes, quedélugar. Si desde ese Otro
no hay ofena^éT ugar, erhalTazgo no resulta posible20. Estoy
bosquejando una gama de aspectos cubicnos por el concepto
de Otro: como O tro primordial, tal como la posición de la
madre es preeminente panrePSebé, no la de un objeto entre
otros. Otro en el sentido de mito familiar, de archivo, de pre­
historia como retícula. La mayúscula remite a una ya tradición,
donde sobre todo no se refiere al semejante, al “ tú” de un
M anin Buber, para citar un nombre. En todo caso, la relación
al semejante se propone como siendo interior a ese archivo.
¿Qué es lo que determina el privilegio, la selección de
algunas de entre todas y tantas cosas que se le dicen y hacen a
un niño? ¿Por qué “alhaja” o “qué lindo que sos”, por ejemplo,
son promovidas al rango significante? Para intentar una res­
puesta a cuestión Tan-ardua conviene recordar ese viejo con­
cepto ú fc o n d en sa ció n ^ P^iquel lo que deviene significante
supone títíI hites^ EfB^aefconvergen del deseo, por cierto que
además del de alguien particularizado como ‘m adre’, etc., to­
do ese orden de deseo del mito, deseo que circula en el mito
eficazmente transpersonal, “deseo de nadie” (Lacan). No es
cualquier palabra, gesto o acto; lo que va a tnicarse en signi­
ficante, entonces, conseguirá tal estatuto a partir del invcsti-
mento deseante. Esto en cuanto a los que caracterizamos como
del sujeto. Si hablamos de significantes del superyó, la sobre-
determinación intensifica loque operará com o mandato en su
dimensión más aplastante (o tanática), que se ha conceptúa-
lizado también imprimiendo una inflexión peculiar a la no­
ción de goce.
" Nuestro objetivo como analistas es en prim era instancia!
desatascar una cadena de significantes para que algo pueda
volver a ponerse en marcha; volviendo al caso del niño “M j
baja”, el psicoanálisis debe ayudarlo a romper esa “a l h a j a d
fin de poder producirse a sí mismo de otra forma. Por ese
camino podría recuperar trochos de la “ alhaja” que le sirvie­
sen para algo, por ejemplo, aportar con ellos a la edificación
del ideal del yo, com o asimismo a todo deseo de brillo propio?
Para ello pueden ser útiles los pedacitos de una alhaja rota. El
fin del análisis no consiste en cncontrarel últim o significante,
sino en establecer un movimiento interrumpido, cuando no
constituir un movimiento que ni siquiera se ha iniciado. Por
ejemplo, en el caso del niño que dice “espera”, asistimos a un
paso de separación que ahora permite d e c ir4yo aquí’, el otro
‘allá’, desplegándose un nuevo espacio simbólico que le
permitirá vivir fuera del cuerpo del Otro. A lo que tiende el
análisis es a restablecer algo que en tanto desdialectizado, ya
no produce más círculos viciosos.
Respecto de esa posibilidad de rotura, hay una formula­
ción (además de una comprobación de la cual es fruto) de
Lévi-Strauss referida a los conjuntos míticos, a los grande:,
grupos míticos que abarcan extensos ám bitos culturales,
como pueden ser las comunidades indígenas de América del
Sur. Señala Lévi-Strauss que los conjuntos míticos se destru­
yen y se rehacen lenta y constantemente, dándose entonces
que lo que era un mito global en un pOeblo dado, en el vecino
estalla y se convierte en diez mitos y luego esos mitos a su vez
se reducen y producen otros. En ese perpetuo movimiento de
descomposición y reconstrucción se gesta la posibilidad de lo
nuevo, que no es el quedarse ‘sin’ algo, o con algo destruido
y sin recambio; antes bien, aquella rotura resulta ser la
precondición de una nueva producción.
Es ésta una formulación muy valiosa para el trabajo
analítico. No se tratará de hipostasiar un sujeto al que le fuera
posible vivir ‘sin’ el mito familiar. La verdadera alternativa
estriba en el hacerlo propio de él y con él, imprimirle una
diferencia singular, irreductible, en lugar de verse limitado a
ejecutar rutinariamente durante buena parte de su vida o toda
ella una pieza que le han dado a tocar y en la que noefectúa ma­
yores alteraciones. Es cierto, también,que ellodepende mucho
de la disposición a la diferencia que anide en el mito familiar.
Tam poco hay porqué confiar excesivamente en una articu­
lación de los conceptos significantes del sujeto y significante
del superyó con la problemática del deseo, hecha en forma tal
que se plantease bajo la antinomia ‘deseado7‘no deseado’ u
otra parecida. Es más complejo que eso, pues el deseo familiar
o parental, para el caso, tom a sendas muy variables y, desde
cierto punto de vista, non sanetas. Apoyar ‘la causa’ del deseo
no significa, para el analista, convalidar todos sus fines. Esta
parece ser otra fuente de extravío, como cuando escuchamos
homologar una noción desiderativa (cosa que también reque­
riría de un mayor cuidado para certificarla) abiertamente
autodestructiva con otra de metas libidinales. Probablemente*
laform ulaciop más aproxim ada es de este ordéq: en el autismo,
en las psicosis, 1]} tarea fundamental del psicoanálisis pásapor
encontrnfun sujeto aplastado norsinnilV .:
sentan,al que intenta ayudaren la invención ele alguno para él,
clesalojanao los del superyó; desalqianel “paquete”^ d e jin
ejemplo ya mención ad^gara o u e nazca allí un verdadero niño,
mientras que en ¡as neurosis^e trata en principiode liberar al
sujeto de un significan te~.iTiél^KgKsenta ü ém a sía m ..Asupor
ejemplo, en el caso de la frase tan determinante *\jíie limloque
sos”, el problema era que había devenido un significante que
representaba al paciente en exceso de coalescencia con el v o
ideal, limitado por ende a que sólo ella lo representase.
STconvenirnos en que, en tanto tal, el significante del sujeto
transporta posibilidades, esto debemos matizarlo en más de un
sentido. Por de pronto no tengo garantizado de antemano hasta
cuándo un elemento funcionará como significante del sujeto.
Esto ya está dicho. Pero además hay que tomar en cuenta la
coexistencia conflictiva de significaciones, coexistencia con­
flictiva que afecta la nominación. Por ejemplo, es muy fre­
cuente que términos empleados para significar algoen el orden
del amor simultáneamente transmitan ambivalencia. En un
trabajo dedicado a la adolescencia2^ Sergiojkodtíguez tom a­
ba el caso del “viejo” usado porlos adolescentes para designar
¡i sus padres. En á^ v ie JO y tal como así circula, es fácil re­
conocer la dim ensiótuIeTem ura hacia los padres, pero tam ­
bién está presente el deseo de muerte, el rechazo y el despre­
cio, el impulso hostil de arrojar lejos al progenitor. Desde hace
mucho, el psicoanálisis nos ha hecho expertos en reconocer la
tensión conflictiva, oscilante en lo que hace a sus magnitudes,
inmanente a este tipo de apelaciones.
Múltiples como son los matices y las alternativas, el trazo
ile una diferencia resiste las ambigüedades. Sea cual fuere su
devenir patógeno, el significante del su jeto, hasta que em pie­
za a trabajar abiertamente com o significante del superyó, lo
ha representado ligándolo al campo libidinal, loque no podría
afirmarse en el caso de elementos que ah imlio han sido pura
y llanamente significantes del superyó. El psicoanálisis des­
cubre (recordemos esas iniciales que son también las de un
ácido) que hay encadenamientos que sólo pueden llevar a la
muerte o a la desintegración psicótica.

Tampoco conviene limitar la consideración de las vías y


efectos del significante del superyó a la localización de frases
efectivamente proferidas por algún portavoz (lo cual sería un
exceso de constricción semejante a la sostenida por Freud en
Die Traumcieutung a propósito del habla en el sueño). Pero
eso sí: después de dejar bien en claro su existencia. El caso de
una adolescente drogadicta nos sirve para redeseu b rirla^ o n
una frecuencia prácticamente cotidiana, su m a d r e ^ 3 e ino­
cultables trazos paranoicos— se entrega al siguiente juego:
convoca a la hija para una revelación importante, la de su
condición de adoptiva. Esta cae en una desesperación radical,
a lo que la madre responde diciendo que todo fue una brom a,
para inmediatamente traslucir una incertidumbre, la am bi­
güedad de un secreto. Lo que el análisis despeja aquí en
posición de significante del superyó, como efecto de estos
juegos sádicos, es precisamente el estatuto suspendido en que
la chica termina colocada, pues ni siquiera puede nombrarse
con el término de adoptiva y no hay novela familiar propia
fabricable en estas condiciones.
Junto a este tipo de manifestaciones, muchas otras no
exhiben ningún agente localizado en portavoz del significante
del superyó. Lo que en cam bio descubre el psicoanálisis son
propagaciones d ¿ mito fam iliar mucho más tlifu s^ v anóni-
ma.'j. (ñor otra pane algo similar ocurre en el caso de los
significantes del sujeto).
Con esto, es tiempo de dar otro paso. El mito, es decir, ese
lugar adonde se van a buscar los significantes, es~cñ prim er
término el cueipo~rñaterno. En primerTérmino v originaria­
mente, por ser el alojamiento matricial en todos los sentidos
posibles. No hay otro sitio concebible donde encontrar los
significantes de apertura. Prueba clínica: en un plano cuyo
límite patológico no traspondrá el de Jas-netm^sis, es común
escuchar que se refieren a un hijo como *bicho])> ‘bichito’, lo
cual se atiene firmemente al nivel del=scñTf3o figurado. En
cambio, si entra en ju eg o una intervención psicotizante, real­
mente se verá allí un bicho, sin metáfora que salve distancian­
do. Una mujer que tiene un hijopsicótico(al cual ha declarado
a su vez débil mental, por lo que invariablemente se enfrenta
a los diagnósticos) habla de cómo quedó embarazada, sin
entreverlo ni sospecharlo por largo tiempo. Desconocimiento
tan masivo que hasta llegó a confundir a su propio médico,
quien sólo al cuarto mes advirtió el estado de la paciente.
Mientras tanto, ambos hablaban y creírrrt que pacrecía dO'uav
fibroma. Añade ella aho£aP‘resultó ser un tumor con natas” .
Tal es el primer cuerpo imaginado de este chico, eteclivameTrnT'
una suerte de ‘bicho’, tal com o Gregorio Samsa cuando al
despertar descubre bajo qué esencia lo han constituido.
Las últimas décadas de investigación en psicoanálisis nos
conducen a valorizar de un modo inédito para la psicología esa
actividad extractiva a la que se dedica de lleno un bebé tan
pronto nace, fácilmente detectable en cuanto empieza a dispo-
ner de manos. El cuerpo del O tro es el yacimiento por excelen­
cia, y a sí vemos al pequeño meter sus dedos en cualquier
orificio de aquél: oreja, boca, nariz, ojos, así como tirar del
cabello, tirar de cualquierobjctocolgante que esté a su alcance,
i «>1lares, aros, o tirar de la ropa y desprender botones a medida
i|iic crecen sus habilidades, es decir, el niño buscará los
.lenificantes primeros allí donde primero están, en el cuerpo
en el que vive, si bien ya no físicamente22. Con esta compro-
buuúiii’n mano, podemos dar una vuelta de tuerca y decir que
«¡cuerpo de la madre es el mitofam¡Uar\ planteándolo estric-
tiinieñíecómo ecuación: cuerpo de la madre = mito familiar.
Sobre todo porque reincidimos en tener de ese cuerpo una
concepción correcta en principio pero demasiado estrecha,
referida a una pura dualidad con el hijo, al registro que hoy
solemos designar imaginario. Por cierto que no es éste un
stro despreciableTsincTque es enriquecible, y en una
medida muy esencial, si consideramos que el cuerpo de la
madre está habitado, compuesto, atravesado por (y que en él
están condensados) todos los mitos familiares, al puntodeque
el psicoanálisis puede afirmar qué el cuerpo materno^ en
definitiva, es ese mito familiar.
De extrema importancia es localizar esta ecuación m e­
diante los ejemplos más sencillos, com o la calidad de los
contactos corporales, de dar o de retacear la madre a su hijo.
Cuando se describe una actitud corporal, una tensión
postural o un estado de relajación dispuesta, eso mismo es
inscripción lisa y llana de un elemento del mito familiar, que
allí legisla sobre la intimidad madre hijo, sobre qué nivel de
erotismo es concedido al encuentro. En una cierta mirada
hostil, que prepara el terreno de cultivo para una futura
depresión, no debemos limitar el asunto al solo hecho de la
mirada, sino saber detectar en ese punto entre tantos un trazo
de la escritura diseminada del mito. Por ejemplo, los hijos
vienen a interrumpirle algo a una mujer. Una paciente em ba­
razada decía en una sesión que ahora quería “tomarse repre­
salias” contra el marido, porque “cuando nazca el chico, se va
a olvidar de mí, voy a perder todo sentido para él”. El análisis
pone de relieve que ella mantiene un lazo muy ‘de bebé’ con
este marido, punto que indefectiblemente sitúa a su hijo por
venir en posición de hermanito. En su variante personal del
mito familiar, ella tematiza cómo la llegada de un niño inte­
rrumpe la unión de una mujer con un hombre (y más incons-
cientcmcnte de un bebé con su propia madre). La continuación
del psicoanálisis pone en claro que no es algo de su exclusiva
invención fantasmática; corresponde y varía a su manera
mitemas del archivo familiar.
El punto específico es que esto pueda aparecer en su mirada,
en el estilo de darle el pecho, en las dificultades para hacerlo
o aun en la manera de bañarlo y de vestirlo. El mito familiar no
es exterior, sobre todo no es un discurso exterior. Se lo halla en
|el cuerpo materno, identidad que convoca al concepto de
lespaciodé inclusiones recíprocas (Sami-Ali).
' “tJlTTSYodo 'clasico' en demasía o preanalítico de malenten-
der todo esto es concebir por un lado el cuerpo de la madre co­
mo cuerpo real y/o como cuerpo que sostiene una relación ima­
ginaria, etc., y por otro lado ve la dimensión de mito familiar
pensado com o una especie de documentación escrita o de
relato oral. Desde el punto de vista clínico, una disposición
como ésta es totalmente errónea e ineficaz. En una jirim era
instancia todo lo t^ue el chico recibe del m ito familiar es a tra­
vés del c uerpo mismo de la madreé por supuesto que no en
forma de narraciones sino en miríadas de intervenciones
cohcreias, en los matices infinitesimales de uha can ciai eñ~cn-
tonacionesque por repetición devienen significantes, en musí
cas táctiles, auditivas, en la proximidad. íacaB dezo la(Tislan-
cia del contacto; es así cóm ov dónde se amula el miio íamiliai
Del encuentro de este mito con el cuerpo de la madre s u f f i
lo que llamamos cuerpo imaginado, que es el cuerpo que se
prepara para v iv ir b e fe ncucnTro deí cuerpo de la madre, como
cuerpo concreto, con el mito familiar que lo infiltra, que tiñe
sus actitudes, su:» posiciones, sus dichos, sus fantasías, nacerá
este cuerpo imaginado, primer lugar en un mundo sim bójico
que seprepara para que un chico viva. Exactamente com o se
le prepara una cuna, un moisés o una habitación, se le prepara
— en un trabajo mucho más silencioso, pero mucho más
trascendente— un cuerpo imaginado: es más, la preparación
de la habitación, de la cuna o del moisés forman parte de
aquélla.
Fuerza a repetirlo un tosco prejuicio logocéntrico en psico-
nálisis. No hace falta esperar ‘palabras’: en cómo se alza a un
chico está el m ito fam iliar en acción. Este es el nivel del mito
que más nos interesa, com o cuando hacemos el inventario de
intervenciones a propósito de su sexo, cuando se lo sorpren­
de en un juego con otros niños o masturbándose. Si no
evitamos la duplicación cuerpo/mito, perdemos lo esencial­
mente nuevo que trajo el psicoanálisis e inexorablemente
volvemos a caer en un paralelismo idealista sim ilar a mente/
cuerpo, sólo que con otra terminología, como al decir imagi­
nario/simbólico (lo cual es mucho peor).
Por este cami no se desemboca en muchas convergencias y,
sobre todo, se resignifican intensivamente ciertas formula­
ciones que muchas veces (a raíz del escaso trabajo intertextual
que se realiza en psicoanálisis por obra y gracia del dogmatis­
mo) han permanecido en un aislamiento tal que dificulta
sacarles el provecho que merecen. Un ejemplo interesante es
la ley de Pankow23que articula una correlación positiva fuerte
entre una zona destruida del discurso familiar, zona sumida en
el m utismo y en el no-sentido, y una zona de destrucción co­
rrespondiente en el cuerpo del niño. Una mujer muy joven
consulta, entre otras cosas muy complejas, por lo siguiente: se
ha separadode una pareja homosexual, con quien vivió desde
su adolescencia tardía, porque quiere tener un hijo. Este deseo
de hijo aparece tajantemente separado y no tiene nada que ver
con el deseo de hombre. En busca de realizarlo se entrega a
una serie de relaciones heterosexuales, pero que se dan con
una curiosa particularidad. Aunque ella ratifica el tenerlas
sólo com o medio para quedar embarazada, nunca se cumple
la penetración genital; mantiene lo sexual en el plano de la
mirada o del tacto, o bien con la intervención de cualquier
zona erógena menos la específica del coito. De aquí surge un
aparente contrasentido, acentuado porque incluso muchas
veces se trata de hombres impotentes. La contradicción se
desvanece cuando descubrimos una pieza muy extraña de su
historia familiar y de su prehistoria, piezáTque el analisis
recompone a pedacitos. concierne a una serie de versiones
(sobre todo en boca de la madre) relativas a su nacimiento.
Según ellas, la paciente no sería hija de su padre, de quien
además la madre le habla siempre con un odio ciego y extre­
mado, sino hija de otro hombre aunque no lleve su apellido. En
verdad, lo que su padre puesto en duda sí habría hecho fue
enfermar a la madre, contagiándole una afección que queda
también en la oscuridad (oscuridad e incertidumbre caracterís­
tica de las formaciones míticas que tienen que ver con la
psicosis), salvo por la precisión decisiva de que era una
enfermedad en los genitales. Esto habría desembocado en la
visita materna a un ginecólogo, quien en realidad sería el padre
de la joven. No se concluye la historia sin un capítulo más, que
es el que resignifica de un modo delirante a esta de lo contrario
vulgar historia, y es que el ginecólogo la habría em barazado a
la madre con algún tipo de intervención no genital, manipulán­
dola profesionalmente, ya que de acuerdo con la narración, era
homosexual y odiaba a las mujeres.

De esta forma se completa un circuito de complejas carac­


terísticas: la madre queda embarazada de ella sin padre, no por
la vía de un coito. Los genitales, tanto de la m ujer como del
hombre, quedan clcstruiilüszn la operación; no hay posibilidad
de un encuentro genital que dé lugar a la fecundación. Los
genitales del hombre directamente desaparecen y, por otra
parte, los femeninos guardan una vinculación un poco extrín­
seca con la concepción y el embarazo al verse dislocados del
coito, de lo que se desprende que la muchacha hace algo muy
congruente con esta historia cuando procura un embarazo sin
acudir a un acto heterosexual. No hace más que repetir fiel­
mente una pieza del mito, porque lo que le transmitió su madre
es que para quedar embarazada hay que hacer cualquier cosa
menos acceder al coito, y porque, además, la relación hetero­
sexual no existe como tal, ni con el padre ni con hombre
alguno, cosa por entero diferente de la constitución de un
triángulo, cuyo tercer polo fuese ocupado por un amante.
Localizamos entonces una zona destruida del discurso, ya
que no hay padre en el sentido de que no se le reconoce al
hombre poder fecundante, poder de penetración fecundante.
En todo caso, sí se le reconoce un poder (elemento también
clave en el material) de penetración destructiva; el padre le
había inoculado a la madre una enfermedad, se reconoce al
hombre en la posición de fecundador(-l). Esto constituye una
zona destruida del discurso que luego aparece com o una zona
destruida en el cuerpo de la hija, quien tampoco tiene genita­
les, así com o no los tiene su pcirienairc.
4. IMPLICANCIAS Y FUNCIONES
DE LA FAL1ZACION TEMPRANA

Continuaremos nuestro recorrido en otras direcciones o


mejor, difericiones24 abiertas por nuestra pregunta ¿qué es un
niño?, ¿quécs un niñoen psicoanálisis? Según com o selam ire,
la pregunta es demasiado simple o demasiado pretenciosa,
preferiría pensar que tiene la grandeza de una sencilla interro­
gación. En todo caso, nos ha servido para poner en marcha
muchas cosas. Volvamos ahora al lado del cuerpo imaginado,
en sí un producto derivado del mito familiar. L o menos que el
psicoanálisis está en condiciones de sostener es que a su través
el que nace queda significado por cierta posición. Dicho en
otras palabras, familiares al análisis estructural, e l significado
que se le dona es un significado de posición. Siguiendo una
indicación de los Lefort y algunos desarrollos de Aulagnier,
establecemos hasta ahora tres de esas posiciones, y subraya­
mos desde el principio (como cada vez qucfseiiabla en térm i­
nos de ‘dos’ o ‘tres’, etc.) que no hay que entenderlas clasifica-
toriamente, puesto que suelen coexistir en diferentes intensi­
dades y prevalencias. Asimismo, una puede ceder su dominan­
cia a otra. La más clásica para el psicoanálisis es la del niño
como falo, clasicismo que no halmpéHido relrabajaFj^uítíma-
memer a Ja Cual añadimos la del niwo síntoma^(que a partir de
la década de 1960 se popularizo de modolíntñiTto unilateral),
emergente de un conflicto cuyo centro se encuentra en el lado
de los padres. Por último, menos conocida, la del niño como
fantasma> acaso la más riesgosa (si impone su prcdopríniD^Da-
ra el sujeto, ya que lo conduce a perpetuarse en puro obje to p e
goce para el Otro (mito familiar y/o discurso d e í o ^ S ^ ^ T
("orno suele suceder con lo que parece harto conocido, en
la problemática de la falización, es necesario aclarar equívo­
cos demasiado extendidos e instalados que asimilan rápida­
mente (asimilación que a su vez duplica otra que convierte las
neurosis en un universal sin fronteras) al niño falizado a una
patología. Hubo que transponer menos esporádicamente el
campo de las neurosis para descubrir que, en realidad, si el
niño no es debidamente falizado su destino generalmente será
grave. El ser falizado es un medio fundamental para su
desarrollo com o sujeto, para su apropiación simbólica, para
su estructuración subjetiva.
Un malentendido de este género se comprueba con fre­
cuencia en las supervisiones, y se marca a la vez su difícil
límite, pues si se interviene m ucho más que para localizar el
punto y remitirlo al análisis del colega, se corre el riesgo de
duplicar el malentendido y, como decía Ortega y Gasset, sería
verdaderamente terrible que hubiese dos Quijotes de la
Mancha. Hace tiempo asistí a una psicoanalista en lucha con­
tra una de sus pacientes (la percepción de cierto vago estado
de pelea le hizo traer el material a supervisión). La paciente en
cuestión acababa de salir de un parto, tenía un bebé de unos
pocos meses, no se había presentado depresión puerperal. En
realidad, todo el material conducía a pensar que éste era un
niño muy deseado, no sólo por la madre sino por la pareja. A
aquélla se la encuentra embelesada, en esa fase que Winnicott
ha bautizado “preocupación maternal primaria”, fase de ena­
moramiento del propio hijo o, com o hubiera dicho Freud en
términos económicos, de sobreinvestimiento, de sobrecate-
xia libidinal. Hay una afluencia de libido hacia el bebé que
parece provocar enojo en la analista, lo que hace indispensa­
ble pensar en un estado de resistencia en ella, detectable en
una sistemática intervención sobre la madre en términos de
algo así com o ‘toma a su hijo a nivel de un pene que la
com pleta’, ‘se desentiende de todas sus cosas’, connotando
siempre com o patológico el lazo de amor al niño. La paciente
se defendía como podía, visto y considerando las desventajas
de su posición, trataba buena aunque vanamente de explicarle
a la analista que ella quería un hijo, no un pene, y que tenía más
o menos clara la diferencia.
Empezamos a trabajar la compulsión interpretativa, indica­
dora de enojo y angustia velada en la analista. Ello facilitó el
reconocimiento de algo que la movilizaba en la maternidad
(era una mujer joven, aunque no tanto, y sin hijos) y que
impregnaba sus intervenciones de un prejuicio racionalizado,
sobre todo no encontrándose en el material del caso evidencia
alguna de que aquel enamoramiento no fuera un fenómeno
transitorio. Sencillamente, tratábase de la madre de un bebé
que intentaba gozar de la experiencia nueva que es también una
experiencia erótica, con la analista repetidamente ubicada en
posición de interferencia, justificada en una supuesta ruptura
que ella, en tanto tal, debía operar entre madre e hijo. Al
tratarse de un recién nacido era una suposición ridicula, porque
una separación prematura no es en absoluto lo mismo que un
corte simbolígeno, apenas una intervención potencialmente
destructiva. La situación descripta es mucho más que contra*
transferencia!: apunta a un serio (y más serio por típico) déficit
en la formación teórica de la analista, desgraciadamente abun­
dante en sus notas de unilateralidad y dcscontextuación con
respecto a los criterios históricos más elementales. Por ejem­
plo, loque hubiera sido una intervención en principio acertada
en el caso de una m ujer con un hijo en edad escolar que no lo
deja salir hacia el m undo— como a veces se ve en situaciones
de bloqueo neurótico por parte de la madre— , era un mero
exabrupto jugado en relación con una m ujer que vivía una
experiencia de enriquecimiento mutuo con su bebé, quien pre­
cisamente hubiera necesitado que el psicoanálisis la apuntala­
se en la construcción de este nuevo espacio para ella. Pero
buena pane del malentendido se cifra en cóm o se utiliza el
término de falización, dem asiado a la ligera.
Antes de cualquier desvío neurótico, falización implica,
nada menos, que un niño quede marcado com o ser deseado.
Llamamos falización exactamente a esta marca, marca que
retom a en esas expresiones donde se habla tan eróticamente de
un bebé, expresiones muy populares, índices de la confluencia
pulsión U amor, como la de ‘comerlo a besos’ u otras por el
estilo. Dada la condición de precariedad bajo la que nace un
sujeto, de no afluir una inversión libidinal importante sobre él,
denominada justamente falización, está perdido. Es muy
grave no ser falizado, sobre todo cuando la investigación
analítica descubre que lo que suplanta esta operación es una
hostilidad aterradora. Un antiguo dicho (algo decaído por
nuestras vicisitudes nacionales), “los hijos vienen con un pan
bajo el brazo”, designa magistralmente la fuerza deseante de
tal falización. Porque, ¿qué se quiere decir con esto? Aparen­
temente la frase está a contrapelo de la realidad. El hijo trae
consigo el orden mítico o de cuento de hadas. El pan, nada
azarosamente un alimento prim ordial, don, ayuda brindada
por un pequeño ser que en lo concreto produce esfuerzos y
gastos. Inversión m ayúsculaque constituye una escena donde
el más débil es el portador de la promesa, el heraldo de la
buena suerte.
Pero el mito se afirma en sus núcleos de verdad, el analista
es su testigo en muchos casos en donde ese hijo vino efecti­
vamente con su pan, por lo que desencadenó para sus padres
su advenimiento, apertura de todo menos despliegue de mo­
vimientos libidinales. En estos casos es bien congruente que
luego se feche, anudando historia y mito, el bienestar,
abrochándolo a un ‘desde que vos n aciste...’, invocación de
un incremento vital, de cieno aumento en la posibilidad del
placer. En definitiva, no es más, otra vez, que el cuerpo
imaginado; hay una proyección sobre el hijo para poder
suponerlo con el pan debajo del brazo. Sin la falización es
muy improbable que un individuo llegue a tener un cuerpo
verdaderamentoerógeno, marcado por el deseo. Un historial
como el itéN adia se sitúa precisamente en este punto. Que la
niña sea cofTTtTñmcnte atendida en el plano de lo biológico y
de cierta adaptación psicosocial, de poco le sirve libidinal-
mente, ni le ahorra precipitarse en una grave depresión
anacíítica, que sólo cede cuando alguien la faliza al hacer de
ella su primera paciente que ha de inaugurarla com o analista,
así como un hijo conviene a una mujer en madre y a un
hombre en padre.
El hecho de la falización a secas, entonces, no implica otra
cosa que ser incorporado a un circuito de deseo, dondé~va a
tener un peso muy importante, además, el hecho de categori-
zarse com o fruto de un encuentro libidinal de cierta plenitud.
Sabemos que es decisivo para un sujeto que en el nivel más
radicalmente inconsciente haya algo del orden de ‘tu origen
fue un momento de goce’, tiempo de un encuentro erótico,
goce de una pareja. El psicoanálisis sólo entonces comienza a
prestar atención a la trascendencia de ello para la constitución
subjetiva. Un adolescente internado por una crisis psicótica de
gran violencia y muy desestructurante es atendidócricoíerapia
por una pafgja de analistas, varón y mujer. Al poco tiempo
em piezaun desarrollo singular de la transferencia, al modo de
una producción delirante. Consiste en la convicción de que los
analistas son novios, para luego hacerlos marido y mujer. Si­
multáneamente, se va poco a poco posicionando como hijo de
ellos, y desde ese lugar les saca una foto que conserva cuida­
dosamente, les dedica un dibujo que provoca todo un estúpido
escándalo en el lugar por la reacción de las autoridades de la
clínica, debido a que el dibujo muestra a sus terapeutas en un
acto sexual. En suma, erige lo que conocemos como escena
originaria. Por otra pane, dedica mucho tiempo a habíanle esta,
pareja, insistiendo por ejem ploen loenamorados que están. En
otra ocasión, escribe sus nombres y agrega el suyo, ratificán­
dose imaginariamente com o hijo de ellos. No tardan muchoen
manifestarse actitudes propias del complejo de Edipo en su
acepción mejor conocida, celando a la ‘m adre’ cuando la ve
con su colega, etc., etc. A todo esto, en otros niveles de la
clínica se propaga un cliché muy propio de cierta ‘cultura’
psicoanalítica en Buenos Aires: al muchacho ‘hay que ponerle
lím ites’, recitarle ‘la ley’ d e la n o posesión de la madre y, para
coronar tanta necedad, enseñarle que ellos son los analistas y
no los padres. Distorsiones habituales en nuestra formación
que aquí no consiguen hacer pensar la situación, sino bajo la
luz del estadio culminante del Edipo, sin darse cuenta que lo
que el paciente hace se debe localizar mucho más temprano
cstructuralmente: reconstruir, condición del Edipo, una pareja
que se ama, de la cual es el hijo, fruto de ese amor, toda una
restitución delirante de su historia, porque no había nada de ese
orden en ella a loque él pudiera aferrarse, en cuanto existencia
de pareja deseante y deseante de un hijo. Por el contrario, en su
familia todas esas cosas estaban puestas bajo el signo de la
destrucción, de la muerte y del odio. Al inventar una pareja
origen del deseo, intenta prenderse a la vida en la condición
inédita de niño falizado.
Es un caso elocuente para el examen de la función que se
procura instaurar,/¿t/icfó/t escena originaria que deje para él
una demasía de inscripciones que lo nominen inequívoca­
mente sujeto de deseo, sujeto deseado. Por lo mismo, no es
momento para decirle ‘no, no somos pareja’ ni para interven­
ciones como la del director de la clínica, que sugirió a los
analistas que no salieran juntos cuando se iban, a fin de no
darle elementos de realidad. Hay un grave error teórico en
toda esta ‘sensatez’ tan preocupada por la ‘realidad’ (¡cuan­
do el muchacho pugnaba por escribir la realidad del deseo
libidinal!), que no advierte ni sospecha que antes de prohibir
el incesto hay que permitir que una situación incestuosa se >
desarrolle, porque si no se configura una situación incestuosa
algo anda muy mal en una familia, y si no hay deseo edípico
no hay nada que prohibir. Este poner el carro delante del
caballo es enteramente propiciado por una formación que
sólo memoriza los almacenamientos del Edipo (los viejos y
los nuevos) y apela al cortocircuito de ‘la prohibición’. Pero
para que la prohibición tenga sentido debe recaer sobre la ero-
tización del cuerpo de los padres por parte del niño y vicever­
sa, fuera de lo cual no se constituye ninguna situación edípica
ni incestuosa y el chico no sale del nivel de objeto parcial. Una
interdicción prematura sobre lo que un delirio intenta restituir
es iatrogenia lisa y llana. Censura lo que Dolto destaca com o
el hecho de desear, en sí mismo siempre positivo y no deter­
minado contenido del deseo.
Materiales de esta clase nos enseñan a valorar lo que
podemos denominar índices de falización. Cuando una madre
nos dice “ lo sjio m b ic sjle ejia familia vienen fallados” al •
hablar de su hijo, o cuando otra aclara “se quej a donde lo
pongo”, o cuando una embarazada nos cuenta que su interpre­
tación de los movimientos del feto e s “debe un serh ijo d e puta
como el padre” , lo que echamos de menos es justam ente
“exceso” (Blake), una demasía de libido uue faliza al hijo, esa^
1fase transitoria tic enamoramiento masivo subsiguiente al
nacimiento. Si fracasa esa falización, no hay con que hacer un
Cuerpo, al no haberse transferido, endosado, narcisismo del
O tro sí pequeño otro.
Frases de apariencia relativamente inocente, a veces dichas
al pasar, revelan después del análisis un potencial amenazador
desde el punto de vista del índice de falización que resulta ser
demasiado bajo, como en una mujer embarazada, cuyo motivo
dominante es “lo arruinada q ue voy a quedar”, lo que la
lactancia hará de sus pechos., Una vez más, todo se plantea
como si cierto quantum de transferencia libidinal, ese endosar
un monto para que pase al niño, aquí se produjese en una
medida escasa y en estancamiento. Por el contrario, la pacien­
te hipcrcatectiza su cuerpo a través de una serie de angustias de
tipo hipocondriaco: esa plenitud narcisista que va a ser arrui­
nada por el niño, la enfermedad que viene a arruinar su belleza,
etc. El punto decisivo, en todos los casos, es que no se puede
realizar por entero el investimiento fálico del hijo, montante
erógeno que queda en cambio detenido en su propio cuerpo.
Ahora bien, no debemos perder de vista que esta quita de
inversión no es neutral; su efecto objetivo es que — de los
modos y por los medios más diversos— aleo se inscribe en
términos de rechazo, de odio. El inconsciente funciona bajo el
régimen de todo o nada en loque hace a los afectos: me acepta/
jn e_reehaza.
Por lo demás, hay un pasaje sutil pero registrable que es
importante destacar: cuando un niño no e s j ) deja de ser
falizado en la medida óptima para él, en su índice necesario, es
ide esperar un deslizamiento a otro estatuto, al de síntoma u
pbjeto. Para dar una idea más clara de ello, es oportuno hacerlo
jugar a través de una misma frase, mostrando cómo puede
funcionaren tres registros diferentes. Con materiales distintos
es factible arm ar pequeños paradigmas en collage. Una de esas
frases, muy común dirigida a un niño, reza así: “qué lindo que
es”. En cierto nivel, es de lo más deseable que se anuncie para
que*un sujeto fal ice su cuerpo, acceda al deseo; si nadie lo viese
lindo, si nadie lo viese com o m ás lindo de lo que es inclusive,
faltaría siempre esa dimensión cultural de la belleza física. El
psicoanálisis ha demostrado cómo la inversión narcisista
embellece a un hijo. Entre otras cosas, la trama identificatoria
afea o hace relucir. La clínica abunda en ejemplos de este tipo.
Un depresivo se marchita, es particularmente fácil la observa­
ción en mujeres: cuando una depresiva mejora, de pronto
lodos comienzan a encontrarla más hermosa sin saber por
qué; de hecho suele ocurrir que algo ha cambiado en su
arreglo, pero además se ha producido una redistribución
libidinal sobre sí misma que nos evoca fuertemente el levan­
tamiento de un embargo. A partir de entonces, hay una
demasía de la que se puede disponer. Al mismo tiempo que
afirmamos esto, sin embargo, estamos preparados por nuestra
experiencia a reconocer otro nivel en el que una frase como
“qué lindo es” se constituye o deviene, tras un viraje histórico,
índice de la posición de síntoma en un niño o en un adolescen­
te.
Es el caso de un material ya expuesto que mostraba a un
muchacho literalmente arrinconado por uiuüqué lindo que
sos” a una posición pasiva y de impotencia. La profundiza-
ción del análisis le llevó a concientizar una estructuración
familiar en donde el fracaso de los hombres jugaba un papel
decisivo, una verdadera formación sintomática transindivi-
dual y transgeneracional. Este anudamiento entre fracaso y
virilidad nos hizo ver que “ lindo” era un contenido manifiesto
en cuya trama latente resonaba, por ejemplo, “inútil”, el sólo
servir com o figura decorativa, para mirar y nada más, trasfon-
do bastante más siniestro del aparente elogio. Por supuesto,
“ lindo” también quería decir “ impotente”. De esta manera,
funcionaba no ya como índice de falización, sino com o pieza
en la sintomatología del paciente. Al mismo tiempo, al
conducir aquel dicho a una prehistoria de hombres ex ponen­
tes de diversas variantes del fracaso, despeja un fantasma en
el que el joven está atrapado sin posibilidades por el momento
de escribir una difiriendo, la de su vida. En suma, como algo
más que una identidad de percepción con un pasado mítico
histórico.
Otro fragmento del análisis de un,adolcscent£)prceisará
más este tercer destino. También aquH eelicbntram os un
sujeto marcado por su “pinta”, por lo “ bien que está”. Se trata
de un muchacho que emprende un tratamiento preocupado,
entre otras cosas, por una escenificación travestista. Cuenta^
que, para salir de un acmé angustioso, el recurso que instru­
menta es vestirse de mujer y masturbarse así disfrazado frente
a un espejo. Lo que el análisis va puntuando con respecto a esta
escena es que aparece com o un “parapeto” (Freud) contra la
amenaza de una desintegración psicótica. En momentos en que
él está al borde de un estallido, presa de la vivencia de
aniquilación, la única maniobra a la que puede recurrir a fin de
aferrarse a la vida es esta puesta en escena. Recalca su relato
una angustia además imposible de decir (o con la que es
imposible jugar), experiencia muda, innombrable, en que algo
emerge com o real, más acá de lo decible y de lo imaginable,
experiencia que más tarde asimilará al peligro de volverse loco
o matarse o algo más terrorífico aun, por lo que tiene de
catástrofe difusa, localizada en ninguna parte.

La escenificación consiste en un reducto a partir del cual él


se recquilibra. El análisis emprende, después de esta presenta­
ción, un largo rodeo por donde el paciente poco a poco articula,
como su síntoma nuclear, una absoluta imposibilidad de sole­
dad, particularmente con respecto a la mujer. En su propio lé­
xico, tiene que “ salvarse” prendiéndose a una figura femenina.
La intensidad del síntoma no es nada típica, alcanza una vio­
lencia desacostumbrada. Por ejemplo, en ningún caso puede
hacer el amor a oscuras, no verse es desaparecer, ser en todo
momento visible es condición de existencia. Lo confirm an re­
cuerdos infantiles de haber sido imposible para él jugar a las
escondidas, no tolerabaesa situación de estar oculto, trocan do-
se elesperable goce de que a uno lo busquen y noloencuentren,
en una angustia devastadora; entonces se delataba, se hacía
descubrir rápidamente. En particular, la necesidad de ser m ira­
do por una mujer era masiva, incondicional, cuestión estrecha­
mente vinculada a una serie de actitudes de adherencia que lo
caracterizan con relación a cieñas mujeres: vivir continua­
mente ‘pegado’, revoloteando en tomo a, sin tomar posesión
de su cuerpo ni de sus ocupaciones, tampoco de sus pasiones.
En un momento dado, una chica le reprocha que siempre
plantee “¿adonde querés ir?”, manifestándole que ella quiere
un hombre que le proponga algo. Emerge en el análisis una
situación donde él se coloca como el ladero, el perrito fiel.
"¿Adonde querés ir?” significa que él nunca quiere ir a ningu­
na parte, por cuanto está adherido a ese cuerpo femenino,
donde sea que éste se dirija. El material insiste en señalar un
potencial psicótico en torno a su existencia corporal, que
finalmente devuelve al punto culminante de la escena,
enigmática durante mucho tiempo, del acto travestista.
Nos vemos asi repetitivamente conducidos a l tercer posi-
cionamicnto. donde el niño se da enm o ohjiMt^"Niirfcn d r la
historia Infantil, la dim ensióadc padre es prácticamente ine­
xistente para este paciente, no porque no hubiera habido
alguien que estuviera nombrado así en la realidad, sino inexis­
tencia en cuanto a la función, ya que el padre era la figura de
menor valor y poder en la casa, ni deseante ni deseable, nada
evoca en él esa clase de poder en el que nos interesamos los
psicoanalistas, poder del deseo, autoridad del deseo, literal­
mente. El chico parece haber sido entregado por su madre a la
madre de ésta, su abuela. Vuelve a atravesar en sesión series
de vivencias nocturnas terroríficas, que se demuestran causa­
das por esa ofrenda de su cuerpo a que alguien en posición
Otro haga con él lo que se le antoje, objeto instalado en la
cama de la abuela, fantasma del bebé que fue (y sigue siendo)
su madre, en una sobreexcitación permanente.
Alternativamente, su cuerpo es presa de la abuela, presa de
la madre o de ambas, pudiendo decirse que crece en adheren­
cia al cuerpo de una mujer, situación en que lo toma el análisis.
La única novedad introducida por su adolescencia es que ha
pasado a circular por otras mujeres pero nada más. Desplazó
la cuestión pero sin transformarla (lo cual ya es algo); pudo
darse una fisonomía seudogenital y así aparecer como un Don
Juan de mucho éxito social, a contrabando del cual ofrenda su
cuerpo y su existencia como sujeto deseante.
Una sucesión discontinua de pesadillas convocan una
imago de m ujer caníbal, presencia pánica que devora su
cuerpo. Que esta devoración es cosa realizada en su incons-
cíente lo demuestra el hecho de que, en momentos de pre valen­
cia de la angustia psicótica, para él significarse con un cuerpo
masculino no es posible. En su lugar, se “salva” al identificar­
se a una figura de mujer fálica, a fin de recuperar la consisten­
cia corporal que siente perdida o amenazada. Al cabo de un
intenso trabajo, el análisis descubre una red de fuertes conexio­
nes entre estos “lindo”, “qué bien que estás”, etc., que tanto
aparecen en el discurso del Otro a propósito de el. El, con su
“cara de ángel” y el estatuto de “muñeco” vestido, perfumado
por madre y abuela. Un muñeco “tan bien arreglado” en manos
de ellas.. . , pero eso sólo, aún no es un bebé: porque si bien en
el plano de elogio metafórico muchas veces se dice ‘muñeco’
a un bebé, en cambio, en este caso, la dificultad concierne a un
niño tratado literalmente como un muñeco consagrado al goce
del Otro. En este paciente, tal atolladero lo ha llevado al
desarrollo de fantasías masoquistaS que no son más que un
intento desesperado de obtener alguna demasía de goce para sí.
En tal posición, digamos que si se convierte en masoquista le
queda resto, por eso actúa el convertirse en algo así como el
perro de una mujer, en una serie de fantasmas y comportamien­
tos que retoman también como fantasmas masturbatorios.
Me parece que el psicoanálisis no ha explorado en esta
dirección lo suficiente. Por la vía masoquista el sujeto logra
libidinizar y volver tolerable una situación. En ese sentido, el
masoquismo procura un avance subjetivo, mientras que sin el
masoquismo todo el goce queda del lado del Otro y para el
sujeto sólo la hecatombe de la aniquilación. En última instan­
cia, la imago de mujer caníbal, mujer comehombres, resigni-
ficada masoquísticamente, se conviene en algo gozable. Así,
en situaciones potencialmente muy destructivas para un suje­
to, el masoquismo le brinda cieña posibilidad de elaboración,
al significar eróticamente algo que en principio carecía de esa
dimensión.
Es la diferencia entre un acto suicida y un acto masoquista.
El masoquista nunca se suicida porque ha encontrado la forma
de libidinizar la situación tanática; en cambio, por la vía de la
depresión, donde todo el goce es para el O tro y toda la des­
trucción para el sujeto, la salida es la muerte, salida de la que
el masoquista genuino se cuida muy bien. Por muy elevado
que sea en el primero el umbral del dolor, hay una diferencia
muy marcada. De lo que se desprende que uno de los peligros
de las condiciones de existencia temprana que dan hegemonía
al odio o a una apropiación abusiva del cuerpo del niño, es la
exposición que generan a lo que podríamos denom inar la
‘"'ntación’ masoquista, com o búsqueda de solución, como
tentativa de restitución de significantes del sujeto.
Conviene in sistir— vista la frecuencia de recaídas— en la
conveniencia de no inscribir en los límites de una concepción
clasificatoriael posicionamiento del niño com o síntoma, fan­
tasma o falo; la fecundidad de la diferenciación reside en
pensarlos com o tres destinaciones encaradas en una dinámica.
El verdadero desafío teórico es pensar su coexistencia.
En psicoanálisis ha llegado la hora de rectificar una cues­
tión que se formuló de modo en exceso bipolar, com o dualidad
niño deseado/niño no deseado. Existen ya formulaciones
mejores de esta problemática al establecer la investigación
analítica, cuando adelanta lo bastante, deseado para qué y en
calidad de qué es un hijo. Un ejemplo que posibilita aclarar
este concepto — a la vez que nos devuelve a la compleja
cuestión del niño com o fantasm a— es el del nacimiento de un
niño o de una niña dem asiado próximo a la muerte de un hijo
anterior. Cualquier psicoanalista tiene en su haber experien­
cias clínicas de este tipo, con el agravante de que el nuevo bebé
— cuando es del mismo sexo— recibe el nombre del primero
desaparecido, lo que tam poco es tan raro. Se tome el caso a la
edad que sea, el analista constata invariantes, una de las
im portantes suele ser que encontremos al paciente portador de
una depresió a muy acentuada.
Ocupar el lugar de un muerto no es sin costo: se ha nacido
gracias a que alguien murió, lo cual se hace más literal aun al
recibir el m ism o nombre. En función de la negación radical de
esa muerte, el hijo vivo es anulado en su diferencia específica,
se lo pretende ese otro muertecito, viviente. Extrem ode la im­
posibilidad de duelo que desnuda lo esencial de la posición del
niño com o fantasma, sin mayores oportunidades de ser reco­
nocido en su particularidad irreductible, negado com o acon­
tecimiento, el niño entra en un sistema de ecuaciones donde
lo muerto equivale a lo vivo con demasiada facilidad25. Esto
último recorta otra invariante, la de existir ambiguamente en
un estatuto de m uerto vivo. El repudio del trauma materno
induce un espacio de inclusiones recíprocas insobrepasable,
donde estoy vivo pero no puedo (no debo) vivir mi vida, pues
nací para ocluir una muerte y mi vida tiene que ser la de un
muerto.
También la clínica descubre como invariante la hipertrofia
de la subjetivación bajo el significante ‘m uñeco’, que involu­
cra una serie de cuidados hipocondríacos por parte de la
madre, como para que no se repita la historia. Cuidados muy
pendientes de fantasmas de enfermedad mortífera, cuidados
bajo una sombra ominosa, concienzudos pero sin alegría. Hay
un callejón sin salid a— al que liga una culpabilidad abismal,
por lo general apenas entrevista— en tanto reivindicar el
propio derecho a la diferencia sería apartarse de la función
para la cual se lo ha destinado, lo que explica otro rasgo
universal en estos casos,¿que es un estado de parálisis que
impide em prendimientos deseantes.
Advertimos lo inexacto que sería limitarse a la cantinela
del niño “ no deseado”; y cuanto más se ajusta a los hechos
decirquecl segundo hijo ha sido convocado com o sustitutoen
un sentido muy fuerte, puesto que no basta con que parezca o
se asemeje, sino que debe ser el primero en concepto de
identidad de percepción. Por muy alto que se evalúe el
potencial psicótico de esta configuración, no autoriza a pres­
cindir de la categoría del ser deseado.
Durante bastante tiempo, en psicoanálisis tendimos a con­
fundir hijo deseado^con hijo falizado, como si la falizacíón de
un hijoTuéra el único modo posible de marcarlo por el deseo.
Un hijo puede ser deseado en su estatuto de síntoma, o enjiu
estatutode fantasma tantocom ocn un estatuto fálico; son vías
que abren destinos bien diversos; no deslindarlas es causa de
los equívocos en torno a Jasjjsicosis, D^rquc si consideramos
una patología temprana de cstaclasccs correcto pensar que no
ha habido investimiento erótico en términos de falización,
pero e s bicQ. posible que un niño en e s te estatuto haya sido
deseado en el sentido de fantasma.
Parece útil, no obstante, reservar un ‘no deseado’ como
polo para casos límite, donde todo es cem ible en la perspecti­
va del odio y de la destrucción. Hay historias en donde el na­
cimiento de un hijo se diría algo tan contingente — como
cuando ocurre a pesar de varias tentativas de aborto— que
refuerzan aquella concepiualización, aunque es teóricamente
siempre algo muy discutible, a poco que uno recuerde la
dimensión negativa del deseo, tan diferente de una mera
carencia, metapsicológicamcnte fundado en las pulsiones de
muerte26.
Un nuevo trozo de historial da espacio para reflexionar
sobre la complejidad de los matices en juego de lo que consi­
deramos, si bien dejando indecisa una elucidación definitiva
(cosa que es mejor evitar forzar). También trae a colación a un
adolescente, quien bien pronto se refiere a una escisión, a un
estado de guerra en la pareja parental, polarizada por ei
folklore familiar entre una madre que sería la de “ fina educa­
ción” y el padre en el papel del de extracción “ baja”. Apoyado
en ciertos basamentos históricos, esto es en realidad muy
radicalizado gracias al trabajo mismo del grupo familiar y su
discurso. Lo cieno es que la situación económica de los padres
es bastante desigual y la madre muere antes que el padre
dejando una consigna al hi jo: de su herencia el padre no debe
tocar nada. El análisis exhuma este mandato comcTprafiictor
de efectos muy complejos, que se van desplegando en estrati­
ficaciones. Dado que él mismo es parte de la herencia de su
madre, el padre no debe tocarlo tampoco. Gravita la prohibi­
ción de introyectar rasgos paternos, recusación activa de
cualquier identificación a aquél.
Otra polarización inscripta en el discurso materno nombra
al padre com o “sucio”; la limpieza queda (en una descripción
que evoca la objetividad) en el grupo de representaciones
vinculadas a la madre. Para el muchacho esto com pona otra
reedición del conflicto: si se propone com o “limpio” vale
tanto como decirse sólo hijo de su madre, por consiguiente
mantener en forclusión el hecho de la paternidad. Se defiende
de esto con periódicas crisis de suciedad o se asocia a ella por
caminos metonímicos o metafóricos, suerte de restitución de
la veta paterna y, por ende, procuración sui géneris de la
triangularidad.
Ahora bien, terapéuticamente es decisivo (así com o teóri­
camente es interesante) el hecho de que el muchacho — en
primer lugar mediante ideas suicidas— registre inconsciente­
mente el fantasma de muerte que la situación le destina,
puesto que al ser el padre tan odiable y no poder evitar el tener
su sangre, a la larga todo ese volumen de odio recae sobre él.
El mandato de destrucción de lo paterno no es posible sin
implicar su propia destrucción, sencillamente a causa de la
imposibilidad de borrar las huellas de su progenitor. Parecería
que la inflexión tanática, negativa del deseo, impone su
presencia, y se infiltra en la identidad de percepción emanada
com o un mandato de calcar a su madre, propia de la posición
que designamos del niño tomado com o fantasma.
Al pasar mencionamos la metáfora y la metonimia. Hay
mucho más por puntualizar allí. Cuando caracterizamos de
psicotizante o esuuizofrenizante para el hijo ser co ncebido
como una prolongación y nada más del cuerpo del ( )tro, un
órganoo un objeto parcial, apuntamos a un hijo metonimia, un
hijo de continuidad a la madre.
En esa medida, no existe ninguna discontinuidad, ningún
salto; lo grave es que el problema de significar un hijo, el
problema lógico que al respecto se les plantea a los padres,
consiste en el imperativo de simbolizar g lhecho de la diferen­
cia específica qiieese^íiow cQ njo^eqyievg. A llí se tiene que
operar un salto cualitativo que hará del niño metáfora; es
decir, no importa cuántas semejanzas se marquen, fu n cio ­
narán en el interior de una diferencia. Por lo mismo, la
metáfora es rica en potencial de sentido: en su esencia, tiene
que ver con la creación de una nueva significación, apuntala­
da todo lo que querramos en redes de contigüidad. No ha de
extrañarnos lo que Aulagnier caracterizó con tanta agudeza,
la no aceptación del pensamiento propio en un medio con un
elevado potencial psicótico dado que es condición de diferen­
cia, de salto, de ruptura en la continuidad del cuerpo discurso
familiar, por mínima que sea la traza de esta cosa nueva. Nada,
entonces, se intentará aplastar con mayor crueldad. La madre
de un chico en esas condiciones nos decía exasperada (el niño
había pronunciado el nombre del ex suegro, que estaba abso­
lutamente erradicado del discurso familiar): “él sabe que no
debe decir ese nombre”, añadiendo “sabe que no debe querer­
lo”. Ese saber supuesto al pequeño era en realidad un “sabe que
debe hacer exactamente loque yo digo”. Bastaba un pequeño
movimiento autónomo, puesto en juego al mencionar el nom­
bre prohibido, para trastornar violentamente al Otro en tanto
amo de los pensamientos del niño.
El caso que ya hemos considerado, aquel en donde “ los
segundos varones de la familia siempre van presos” , es muy
claro en esta perspectiva en cuanto a la manera absoluta como
esa frase anula toda diferencia, integrando por lo menos tres
generaciones en una identidad de percepción; como si tío
abuelo, tío y sobrino fuesen todos el mism o varón. Obsérvese
de paso que esta formulación se atiene fielmente a la lógica del
predicado. Asimismo, en todo este grupo de casos es notable
la anulación de lajem poralidttdaue precisamente el hijo como
elemento nuevQ, discontinuo■, pone de relieve al marcar un
antes y un después, e inlroSíce en la sincronía un efecto de
historización, ligado a convenir un hombre y una m ujer en
padre y madre. Todo esto se volatiliza cuando sólo se ve en él
el segundo varón, idéntico a sí mismo y a todos los de la serie.
Todo este desarrollo hace más necesaria una reconsidera­
ción cuidadosa de lo que está en juego en la falización del hijo.
Hay, en especial, muchas cuentas que ajustar y después de los
trabajos de Lacan, losLefort y P pjto no es posible de jar tal cual
la ecuación pene=niño de Ereud. Al respecto, como mínimo,
actualmente no podemos sino formular una serie de reparos,
críticas y distancias sobre la ubicación de la mujer (y no
incurramos en la coartada formalística de ‘lo’ femenino) en el
pensamiento freu d ian o -l^u csisiu en e: loque desea de verdad
toda mujer es tener un pene, deseo que a lo sumo hallará
consuelo a través de su hijo varón (va que además la ecuación,
en definitiva, se lee pene=mno várón; una niña, siguiendo a
Freud, nunca podrá tener el mismo carácter) raya indisimula-
blemente en un androcentrismo que la genialidad de Freud
pudo matizar, pero no superar. La mujer queda reducida en su
diferencia a un sexo menos afortunado o no marcado para usar
una expresión de los lingüistas. El mismo planteo respecto al
clítoris confirma esta posición, porque para Freud no es un
órgano que tenga valor per se; es nada más que una especie de
muñón de pene y el grado más bajo de sustituto, al nivel de
simulacro.
La clínica psicoanalílica, porcierto, ha desconfirm adoesta
concepción en la medida, justam ente,en que no es unaclínica
dirigida a difundir ideologías y mitemas. El deseo de tener un
pene como ‘últim o’ núcleo no resiste la prueba de la experien­
cia. Y no porque falten casos donde esto se cumpla, casos
particulares. Por ejemplo, en el análisis de una hom osexua­
lidad femenina, fue emergiendo, entre la rememoración y las
reconstrucciones, cómo la niña fue reducida desde el princi­
pio a ser un fantasma del padre que deseaba un varón y con el
consentimiento pasivo de^la madre la crió com o tal. Avanza
esto a tal punto que la chica, al cabo, no encuentra materiales
para significar su diferencia respecto del fantasma paterno. El
deseo de pene aparecerá en el tratamiento muy ardientem en­
te, pero éste no es un caso que involucre un universal fem e­
nino.
La diferencia descubierta y trazada por Freud entre falo y
pene en la práctica del desarrollo freudiano hace recaer la
condición de castrado siempre sobre la mujer. May mom en­
tos, lugares, del texto de Freud en que esto se ve muy bien y
con el carácter casi de lapsus, porque oscila sin previo aviso
entre peijsatja castración de la mujer como teoría imaginaria
infantil, m ito ^ ara procesar la diferencia desconociendo la
vagina y~^(saltando a través de la distancia metafórica) una
homologación lisa y llana donde la mujer está efectivamente
castrada en el plano de los hechos. Es decir, Freud no llega a
analizar su propia teoría sexual infantil. Uno de losaportes
más profundos y renovadores de Lacan creo que ha sido el re­
planteo a fondo de este esquema, gracias a lo cual la falización
ya no queda afectada a la presencia o ausencia de pene, se la
concibe como una marca de tipo cultural, propia del orden
mítico. Esta mayor independencia respecto de la organización
biológica permite un apartamiento decidido de la extraña idea
según la cual el avatar extremo del deseo de la m ujer es la
envidia del pene (y aquí desaparecen las coartadas, Freud no
dice envidia fálica sino envidia del pene). Ya no seguimos
pensando al hijoTyvárón) com o único destino de transforma­
ción verdaderamente saludable de la tal envidia. La dureza
ideológica (era una roca.... en Frcud) de esta formación teórica
es de tal magnitud que aun después de la Primera Guerra
Mundial, acontecimiento más bien masculino, Freud seguía
sosteniendo el sentido de justicia com o propio del hombre,
sentido del cual la mujer prácticamente carecería.
Debemos guardamos, entonces, de confundir íali/acionilcl
niño con la e c u ^ ^ iS ^ T ^ i c a sirTmr v f r f in ^ \j\
falización del niño no es sólo (ni mucho menos) cosa de la
madre; en el padre también se cumple esta verdadera opera­
ción simbólica y, por lo demás, en todo el grupo familiar y
parafamiliar. Por otra parte, falizar al hijo no da^o rresu ltad o
que se parezca a un pene, da por resultado producir un sujeto.
Esto se aprecia con rigor en algunos análisis^ en dónde halla­
mos que el fantasma de ser el pene de la madre, en realidad es
todo un indicio de falla — y de falla de consideración— en la
falización. En uno de los materiales de adolescencia expuestos
antes encontramos una vinculación entre la adulteración pre­
histórica del apellido paterno, que dejaba al paciente ‘en el
aire’, desvinculado de la continuidad de una tradición donde
podría buscar materiales para subjetivarse com o varón, y una
fantasía (insistentemente llevada a la transferencia) donde el
deseo es estar bajo las polleras de la madre. Pero he aquí que
éstas son harapos, polleras con agujeros (se narra una situa­
ción de miseria familiar muy marcada y la imago materna se
escinde entre la bruja y la pordiosera). El análisis del deseo
literalmente conscientizado, como “ ser aunque sea el pitilín de
mi mamá”, conduce a la inesperada revelación de una pollera
hecha de harapos, inapta para cobijarse, metonimia de una
condición deficitaria en la función materna. No se trata, pues,
de ninguna plenitud.
Es importante precisar desde el punto de vista simbólico lo
que ocurre cuando una madre falizn ft su hiio. Pongamos por
caso la situación tipo d e g flí’hijo el doto??fiuc conserva las
apariencias m ás clásicas de falización cRfún niño. Por cierto
que no encontraremos ahí algo como ‘que sea dotor, así va a
ser mi pitilín’. En el despliegue imaginario de ese deseo fabu-
lará un médico brillante, el primer universitario de la familia,
que tenga auto, que gane mucho dinero, en fin, todo lo que
antaño se incorporaba a la mitología médica antes del ‘mé­
dico de mutual*. Lo que está falizado transcurre por ese anda­
rivel; si el análisis nos guiara a un hallazgo del orden de
‘quiero que mi hijo se reciba de doctor porque así va a ser mi
pitilín’, detectaríamos una caída severa en lo concreto, una
pérdida de metáfora. No hay lugar para confundir esto con
una falización exitosa. En una falización exitosa, por mucho
que luego el hijo tenga que luchar contra ciertos inconvenien­
tes nacidos de ella, reconocemos sin duda la producción de un
salto diferencial que aleja enormemente este derrotero de la
posición del niño como fantasma y no otra cosa es la ecuación
pene=niño al pie de la letra, como en el discurso de este
muchacho. Aquí, hacer cualquier cosa solo valdría como
medio de retorno al cuerpo de la madre, a la condición de parte
de un todo, que es un Otro sin tacha alguna. Reducida a eso,
la realización que sea deviene concretud grotesca. Se trata de
lo fallido de un investimento fálico, sin dar espacio a efectos
de metáfora, de sustitución, de discontinuidad. La conclusión
es que este muchacho ha sido escasamente falizado por su
madre y, por otra pane, en relación con lo paterno existe un
notorio vacío. En la desesperación de esta carencia de signi­
ficantes, él se cuelga como puede a un fantasma tal como ser
el “pitilín” de una mujer. Lejos de ser esto un efecto produc­
tivo de falización, denuncia un desmayo y sus insuficiencias
hipertrofiando la equivalencia niño=pene.
Bien pronto el psicoanálisis descubrió la falización en
recorrido por cadenas asociativas, es decir, como lo más
móvil del mundo, e implica continuamente efectos de la
metáfora. Una falización detenida en el pene es un defecto de
la operación que hace fracasar la invención inconsciente de
sustituciones y la reemplaza por continuidades de tipo meto-
nímico. La vinculación estrecha (muy típica de la ‘calle’ del
psicoanálisis) en laque se asimila investir al hijo com o falo con
anhelo de pene en la madre, desvirtúa un proceso fundamen­
tal. De hecho, el hijo tratado como pene de la madre configura
una situación psicotizante. En cam bio, ese estado de sueño
diurno que Aulagnicr descubre muy bien com o m atriz del
cuerpo imaginado es algo por entero diferente.
ü i diversidad creciente de la experiencia psicoanalítica
cada vez nos ha enseñado a valorizar más esc elemento de
esperanza, asociado a que con un niño llega algo nuevo,
característico de una autentica falización. Ese es el “pan bajo
el brazo”. En esa medida empieza el trabajo de una dimensión
M etafórica que abre el porvenir: ‘lo que yo no he conseguido
mi hijo lo conseguirá1. La consigna psicotizante es exacta­
mente inversa: ‘que él no vava a hacer nada au e vo no hava
dispuesto, previam ente!
Tampoco hay que caer en la idealización de una posición y
pensarla como panacea. Por lo tanto, que un chico sea falizado
no excluye ciertamente el conflicto y aun la neurosis. Pero en
todo caso hay una apreciable diferencia a su favor, clínicamen­
te reconocible en que — al disponer de un lugar donde cuenta
con una provisión libidinal asegurada— se estabiliza también
la posibilidad de tener su propia conflictiva, no meramente
derivada de ser tratado com o síntoma de un trastorno familiar
ni mucho menos por ubicárselo en la posición de fantasma
objeto de la pulsión.
Los casos que figuran entre los más clásicos dentro del
campo analítico, con niños que están en terapia más bien por
sus propios procesos de conflictos atascados, son los que más
se asemejan al análisis típico de adultos. En ellos es mucho
menos necesario, directamente contraindicado, trabajar con
los padres: la colaboración de éstos se reduce a traerlos y á
soportar el Iratiumento. Son casos donde, falizado por las
corrientes de deseo familiar, el niño no logra resolver su
situación edípica o se antagonizan distintas falizaciones que
imponen marcas idcntificatorias constrastantcs de un m o d o e
intensidad que termina por resultar patógeno.
En las neurosis por lo general el conflicto está más circuns­
cripto al niño mismo, a diferencia de aquellos casos en los que
nos vem os obligados a abrir el análisis a toda la situación
familiar. Esto no quiere decir que debamos imaginar la fali­
zación bajo la figura de una especie de paraíso: trazamos di­
ferentes estratificaciones y diferentes modos del conflicto27.
Típicamente, un conflicto inherente a la posición del sujeto
como falo puede comenzar a agudizarse durante la adolescen­
cia y se entabla entre aquello que empieza a diferenciar el ex
niño com o de su propio deseo y las grandes líneas del deseo
familiar, con las que el suyo no necesariamente está en
armonía preestablecida. Si no hay atravesamientoespontáneo
hay que esperar fenómenos del orden de la inhibición, de la
angustia y de la sintomatolouía neurótica.
Una adolescente tardía ¡oexpTesa diciendo que para ella la
cuestión es “ser mujer o ser la nena de mamá”; ser “ la nena de
mamá” involucra las identificaciones más antiguas de su
niñez, en tanto niña muy amada porsu madre y exitosamente
falizada. Sólo que ahora la fijación a tal estatuto implica
represión de su sexualidad vuelta a la eclosión, por lo cual se
plantea un conflicto que pasa por lo que ella llama “ser
mujer” . Pero debe quedar teóricamente bien en claro que
“ nena” de la madre no es lo mismo que decir ‘p arte’ de la
madre; aquí la madre no la trata como una parte de su cuerpo.
Si hay ligazón, es de deseo; por ejemplo, en cuanto a los
ideales maternos que se le destinan y a los mandatos superyoi-
cos respecto de loque signifique ser una ‘buena’ hija. Pero no
podríamos exagerar la distancia que va de esto a ser simboli­
zado com o una pieza del cuerpo materno. La desdichada idea
echada a circular con mucho apresuramiento de que el psicó-
tico lo es por falo de la madre, trajo mucha confusión en la
clínica. Los historiales y las historias concretas de niños
psicóticos no se compadecen con esta supuesta falización, a
m enosque se llame falización a cualquier cosa, pcroentonces
se pierde el referente conceptual por falta de acotación.
En uno de esos casos así etiquetados, la ‘falizada’ es una
niñaj e dos años que contrae una meningitis porque una tarde
de veranóla madre “se la olvida al sol”. El abuso conceptual
linda con lo ridículo: el desinyesum iento actuado en este
olvido de ninguna manera p u 5 e ^ c a ? e g o n ^ ^ 5 ^ m p _ ^ e r
fítítzadopor la m ad fO ffiíesb tén rñ o sT iacep en saren fantas­
mas de destrucción que la continuación del caso irá confirm an­
do a medida que la niña crezca y cuando llegue al análisis en
la adolescencia con alucinaciones contextuadas paranoica­
mente.
Apresuramiento mediante, se creó mucha confusión entre
j e r desead^ y ser falizadofflue no es lo mismo, reduplicada
para colmo al sinommizar ser falizado con ser tratado como un
órgano del cuerpo materno (que es justamente lo contrario),
ra li zar un h ijo significa j a cesión de libido narci¿j¿U), una
transferencia de narcisism ode m ucham agnitud, un verdade­
ro cam bio en el destino del narcisismo. Incluso pequeñas, tran­
sitorias dificultades maternas y paternas consecutivas al naci­
miento de un hijo invariablemente ponen de manifiesto, una
vez analizadas, alguna dificultad en desinvestir parcialmente
el propio cuerpo, sobre todo en su dimensión de cuerpo ideal
para esa falización del niño. No pocas veces lo que es sentido
como una pérdida de un quantum produce duelos, que duelen
más o menos subterráneamente.
Aun en aquellos casos donde, neuróticamente, un padre
insiste en su deseo de que un hijo realice lo que él no pudo, lo
está alejando no obstante de su cuerpo, a ese nivel lo diferen­
cia; por más que la situación devenga muy difícil para ese
chico, el padre (o la madre) no lo está adhiriendo a su cuerpo
concretamente, a la manera de objeto parcial. De ahí la relac ión
que el psicoanálisis descubre entre la inscripción subjetiva
como madre o padre y la muerte, en el sentido de que sólo al
aceptar la propia muerte se puede tener un hijo y falizarlo.
Como mínimo, algúr. reconocimiento debe darse de que ‘ya no
soy yo el niño]apiog^rrnaravírio s o \ Tal ílusIÓrTpasa al hijo.
Sin esta renuncia, falizarun bebé se hace imposible, y desde ya
advertimos que es una posición en las antípodas tratarlo reifi-
cadamente como una parte más del cuerpo propio, pene o lo
que sea.
Superado el peligro de loclasificatorioenionces, loque de
impórtame queda en pie es que el prim er gran trabajo del ser
humano al nacer seráencontrar significantes paraencaram ar-
se al orden simbólico de la intersubjetividad. proceso que
caracterizamos como de extraer y dejar marcas, valiéndose
de los materiales del mito familiar, que son también los
materiales del cuerpo materno. Los términos más genéricos
con que podemos decirlo, y dejando por ahora de lado la
diferencia entre funciones (materna, paterna, etc.), es que pol­
los caminos que fuere tiene que darse un ofrecimiento de
significantes al recién nacido. De ellos, él tomará uno u otro
imprevisiblemente, pero siempre hay cierta oferta de signifi­
cantes en una familia. A veces son escaso? y terribles como,
por ejemplo, cuando se dice: “los segundos varones siempre
van presos"; aquí el margen es restrictivo, se le ofrece eso y
prácticamente nada más. En los casos más favorables y más
numerosos la oferta de significantes es mucho mayor y. sobre
todo, más matizada, muy densa y contradictoria inclusive.
Los tan característicos conflictos neuróticos en impasse, al
estilo de ‘madre/mujer’ o ‘ama de casa/profesional’, están
apuntalados en ofertas de significantes antinómicos ya en el
mito familiar, pero al menos existe una gama, distintos cam i­
nos que se pueden tomar. Pensándolo así. la variancia y
abundancia de materiales que se adelantan a un chico desde
antes de su nacimiento están sin duda en relación con su
posición predominante en la familia, ya sea como falo, com o
síntoma o como fantasma.
Retornemos sobre fragmentos del historial de una adoles­
cente que analizó durante mucho tiempo todo loque para ella
giraba alrededor de su condición de hija única y muy enclaus­
trada con (o en) sus padres. A cierta altura del tratamiento
vemos una serie de sueños que despejan una imago particular
(vale la pena no soltar y perder este viejo concepto, tan
acertado y necesario para eludir el de imagen — demasiado
com prom etido con la metafísica— com o prec iso en su deno­
tación de imagen trabajada por el deseo inconsciente). Esta
imago presenta una muñeca (algunos de esos sueños se limi­
tan a tal m ostración), seguida por asociaciones que la
refieren a la paciente misma, una hermosa muñeca, eso sí, algo
antigua, lo que recuerda muñecas de esa especie que su madre
atesora cuidadosamente (son heredadas). Se entreabre a la
mirada analítica cierto fantasma, dicho por ella, de ella com o
“la muñequita”, loque a su vez vincula a una serie de motivos
para recurrir al psicoanálisis, com o el de no pasar nada en su
vida, como el de una adolescencia muy poco adolescente, en
fin, com o el de una pertinaz inmovilidad sexual. Se puede
resumir diciendo que esta muñeca se revela, tras una construc­
ción bien fundada, como un muy temprano significante del
sujeto, índice de la falización materna, pero además producto
sobrcdetemiinado de un fantasma que le impide crecer, al per­
petuarla en la pasividad de un objeto de cerámica.
Al cabo de la serie (y de su análisis), la corona un sueño
donde una nena incendia una casa en la que hay otra: así el
doble com o modo subjetivo hace su aparición a fin de puntuar
un jalón en el itinerario de la ruptura narcisista, ahora ardien­
temente anhelada. El paso histórico a funcionar como signifi-
cante del superyó ya está suficientemente clíyo para la pacien-
te.JUna conclusión es la siguiente: la oferta de significantes, en
lo que hace a la vida temprana de esta chica, quedó un poco en
e xceso marcada por su estatuto de fantasma de la madre qücTe
-nm3üne^ser ~baio la imag!T~miirTet,a “. A causa d trrs iü rfo s
elementos con vocación significante que posteriormente pro­
curan enlazarse, son seleccionados de acuerdo con su con­
gruencia con ese hicratismo, esa inmovilidad, ese matiz deco­
rativo que poco a poco en el análisis, la muchacha va asociando
a su figura y al estado de su vida. Para co lm o ,jio m h n en tesu
modo muñeca caía muy bien; todos parecían encantados con
ella, locual formaba un tejido de beneficios secundarios adver­
sos a cualquier cambio. Probablemente por eso la paciente
estalló a través de cierta actuación: en un genuino ataque de ira
revolvió la caja buscando una de esas muñécasflésu^prehisto­
ria, teso ro lm tem o, y la h iz o trizas, materializando algo pen-
sable com o cuerpoTrágmentacíó eñ eíáecu rso de una ruptura
narcisista. Su relato enfatizaba el furor con que, estrellándola
contra la pared, le rompió la cabeza, acto intencionado si tene­
mos en cuenta que esta paciente padecía además fuertes
jaquecas de origen conversivo (a partir de este periodo em pe­
zaron a menguar). El desarrollo de esta secuencia nos permite
establecer la eventualidad no infrecuente de que J o s signifi­
cantes del sujeto puedan verse severamente coiB rcfonácIgs
por el estatuto de fantasma que un hijo sea llamado a ocupar.
Tomando otra dirección, el análisis de una niña pequeña la
descubrió colocada inconscientemente por la madre como*
l íntoma)de una pareja que no puede gozar. Tempranamente
nacida de unos recién casados, se la pone entre el padre y la
madre, síntoma encam ado de lo que siempre, a lo largo de
generaciones, en esta familia interfiere sexual mente, desbara­
ta un encuentro. El análisis consiguió remontarse hasta la
suegra de la abuela de la niña, una cabal imago de “ bruja” que
había atormentado con su presencia intrusiva los tiempos de
constitución de la pareja en aquella generación, soporte de in­
hibiciones eróticas y de insatisfacciones neuróticas.
En el análisis esta niña inventa un significante para hablar
de sus cosas y de determinada imago suya. Trátase de una
figura a la que llama “Cuca”. “C uca” es alternativamente una
nena o una mujer muy malas, una bruja o una brujita. Durante
muchas sesiones trabaja este personaje que o bien aparece y
le causa temor o bien se atreve a intentar expulsar. Cuca es
negra, es fea, capaz de todas las maldades, aborrecible como
vieja o como niña.
Desandando la prehistoria, la pequeña paciente logra así
fabricar un significante com o medio para hablar de su lugar de
síntoma, y revela que está emplazada en el mismo sitio que el
que aquella suegra de su abuela, por eso mismo el síntoma de
una pareja que no puede gozar o por lo menos cuyo goce se ve
muy interferido. Es notable cóm o la niña se da un significante
que conduce fácilmente al ‘Cuco’ folklórico, hecho de lo más
importante cuando advertimos que aquella mujer había que­
dado com o un personaje legendariamente terrorífico en la fa­
milia; cuando se quería expresar cuán malo era alguien, se la
evocaba a ella como término de comparación.
No es nada extraño, dado este estado de situación, que la
mamá de esta niña la encontrase “Cuca” desde la primera vez
que la vio, apoyándose en lo moreno de la bebita (su cuerpo
imaginado valorizaba el ser rubia). En estas circunstancias, era
indispensable echar mano de lo que hubiera para rechazarla,
pues la estructura de la repetición necesitaba un hijo que fuera
rechazado para recrear el síntoma; al no haber suegra al
alcance o algún otro para interferir, un hijo era el más indicado
para representar al que se mete en el medio y estorba el florecer
de la genitalidad. Es destacable cómo “Cuca” condensa una
larga hilatura que se extiende desde el presente de la intensa
ambivalencia materna hasta viejos sucesos y fabulaciones ig­
noradas por el preconsciente de la chiquilla y bastante remotos
en el encadenamiento generacional.
Para complicar más las cosas —pero es inevitable en la
práctica psicoanalítica— se pudo reconstruir (en entrevistas
con la madre) que inconscientemente la abuela tuvo una hija
“cuca”. Era el consuelo de la viuda. Con este hallazgo nos
enfrentamos a la problemática de la intrincación. En efecto, si
es sustituto del que muere, la madre cuando niña está en
posición de fantasma, reemplazando al bisabuelo de la pacien­
te. De paso comprobamos que no siempre ocupar esa posición
se da en grado tan extremo que invariablemente promueva
psicosis. El aplastamiento en su diferencia tenía que ver, en la
madre, con una fuerte represión de su sexualidad y con
tendencias depresivas de considerable violencia. En el caso de
la niña “ muñeca” , la posición de fantasma había aportado a
una patología histérica con un rechazo masivo de la genitali­
dad.
La cuestión de fondo es la siguiente: ¿Cómo va a asumir
una fam ilia la diferencia con que un hijo interpela continua­
mente? Porque, a causa de esa espontaneidad que antes evo­
cam os y que es una máquina de generar diferencias, cuanto
más grave la patología del medio familiar, mayor la violencia
con que se responde a ese potencial de variancia. Esta es una
correlación positiva que el psicoanálisis está en condiciones de
afirmar. Existe una diferencia que es muy sutil, pero muy
efectiva, en una familia neurotizante; en todo caso, las produc­
ciones espontáneas del hijo serán aceptadas o rechazadas sig­
nificándolas, por ejemplo, de buenas o malas, pero a partir de
una aceptación primordial de que ponen sobre el tapete algo
distinto que cabe aprobar o no. Esto es muy otro procedim ien­
to que el de un repudio, un no querer tomar nota de lo
diferencial, recusar su misma existencia en lugar de calificar­
la. Esto incide muchísimo en lo mal que se llevan estas
familias con el psicoanálisis y lo a sus anchas que están en
cambio con las teorías más organicistas. Que los psiquiatras
les hablen de electroshock o de algo biológico, algo concre­
tamente ‘corporal’, les deja seguir arrogándose un saber total
sobre el hijo, mientras que la posibilidad de que éste los
enfrente a lo imprevisible es sistemáticamente rechazada.
La práctica por excelencia en que la espontaneidad com o
-para expresarlo al modo clásico— propiedad subjetiva se
vertebra y despliega, es el jugar infantil. El examen de sus fun­
ciones (como veremos, el psicoanálisis las descubre m últi­
ples) ya no puede ser demorado. Pero lo encararemos — si­
guiendo el método de nuestra disciplina— por el rodeo de una
interrogación decisiva: ¿qué es un agujero?
El psicoanálisis com enzó en su época clásica a hablar por
primera vez del tema del agujero a propósito del com plejo de
castración, pero a posteriori, sobre todo en la investigación de
la psicosis, se llegó a nuevas conclusiones sobre la función del
agujeroen la construcción del psiquismo. La problemática del
agujero en el cuerpo del Otro y en el cuerpo del sujeto, en la
psicosis y en otros destinos psicopatológicos arrojó una luz
inédita en este cam po y de enorme importancia terapéutica.
Al mismo tiempo, el ju g aren su inserción primordial resultó
íntimamente ligado a su producción, en otras palabras, descu­
brimos hoy qup jugar es agujerear.
Ya que no hay remedio, adentrémonos pues un poco más.
¿Qué descubre el psicoanálisis en cuanto a los agujeros? El
primer movimiento puede ser relacionar la pregunta con la ya
mencionada actividad de extracción; pero quizás convenga
una aclaración a la vez obvia ya y siempre indispensable: el
psicoanálisis entabla una relación particular y realiza descu­
brimientos sobre loque llamamos agujero a un nivel heterogé­
neo al del sentido común, a cóm o en la vida cotidiana se puede
concebir un agujero. Es prioritario establecer que no nos
bastará en absoluto con la idea vulgar del agujero como un
fenómeno deficitario. Existe luego una forma tradicional en el
psicoanálisis de encarar el tema que guarda cierto grado de
continuidad con la concepción ‘callejera’ y que se volvió
clásica con el tiempo: me refiero a un equívoco en el que
teóricamente incurrimos cuando se conceptualiza el comple­
jo de castración y se reifican las construcciones sexuales de la
niñez, que no logran abordar la diferencia genital sino en el
marco del par presencia/ausencia. En este sentido, toda una
dirección del psicoanálisis permanece ligada a la noción del
agujero com o carencia y fracasa el poder pensar la vagina
como un órgano libidinal (visible punto ciego en Freud). Por
el momento no proseguiré en esta vía, ni en la revisión a fondo
que exige y que algunos autores ya han encarado, dado que
pretendo adentrarme en niveles más arcaicos.
Siguiendo un método que considero útil (fundado en última
instancia en La interpretación de los sueños) desplegaré pri­
meramente un pequeño muestrario clínico. Pesadilla de una
.paciente adulta: está en un camión, uno de esos camiones
frigoríficos que llevan reses; dos de elias le caen encima,
lema central del sueño es la angustia de quedar aplastada.
Luego introduce un nuevo detalle: ella tiene una pequeña
arma en la mano, una especie de revólver con el que pretende
agujerearlas. La sensación dominante es de asfixia, experien­
cia claustrofóbica aguda ante estas dos masas de carne que se
le desploman, masas voluminosas y monolíticas de carne
muerta. U node los primeros pensamientos al despertar es que
si ella consiguiera practicar allí u n agujero, un orificio, podría
respirar. Cierta salida de la situación pasa por agujerear esos
cuerpos macizos, diríamos excesivamente reales.

Un niño de diez años es atendido en coterapia. Es el mismo


que vimos atrapado en medio de una guerra sorda y perma­
nente entre los padres, guerra que en gran medida se desarro­
lla sobre su cuerpo. En una sesión realiza este juego con la
pareja terapéutica (que es heterosexual): él se sube sobre la
mesa con ellos enfrente, entonces les dice: “sepárense un
poquito para que yo pueda pasar”. Se trata de saltar al hueco
que dejan entre ambos. Si uno lo estudia detenidamente,
contextuándolo, encuentra una pareja de padres que se le vie­
nen encima con su pelea, unidos graníticamente por su odio
virulento. Pensándolo así, es muy sugestiva la dem anda de
espacio, de un espacio cedido por ellos a través del cual el
chico encuentre sitio no lleno, hueco para pasar. Elan u iero es
un puente. De este mismo paciente comentan sus terapeuta?
que es muy habitual que se enoje y transcurra largos ratos
mascullando variadas invectivas. Descubrimos al fin que ello
se asocia a situaciones de impotencia, de fracaso para atrave­
sar, a lo que responde con un uso demasiado concreto de la
palabra. Esta se devalúa en su tasa significante, se convierte
más bien en proyectil, com o si fuera un intento desesperado
para hacer un agujero.
Está también esa observación de^Bettelheir g e * el caso
Laurie28 y que uno siempre reen cu cm ra'y récu erd a en ¿1
tratamiento de niños autistas, cuando— momento capital para
la cura— Laurie se pone a exam inar todos los agujeros que
puede en el cuerpo del terapeuta, procede^—diríam os—" a
una especie de inventarío de los orificiosdel cuerpo del Q tro.
Rctom em o^urréTcTfnTpodeTl^ToR^raTdoaw lación por
el sueño de las reses, pero a propósito de la inflexión agorafó-
bica. El agorafábico man i fiestajem or a io s espacios abiertos:
a primera vista parece lo contrario de la claustrofobia si no
vamos más allá, no de lo descriptivo — que erróneamente
suele descalificarse harto de prisa— sino de una descripción
superficial, no lo bastante aguda. Superándola, el psicoanálisis
encuentra otra cosa: paradójicamente la agorafobia es lo mis­
m o— sólo que al modo de un guante puesto del revés— que su
pareja antinómica, porque la experiencia profunda del pacien­
te es que se halla encerrado en ese espacio grande y abierto.
Amplitud y apertura no son tales para él, el espacioen cuestión
es como un chicle que se dilata sin dejarse perforar. La mejor
plasmación de esta singular espacialidad la ofrecen los dibujos
animados cada vez que nos enfrentan a sustancias extensibles
pero inagujereables. Que esto aparezca engañosamente como
‘grande’ no quiere decir que ofrezca verdaderamente alterna­
tivas; desde la subjetividad inconsciente es tan pequeño en sus
dimensiones como aquel espacio de un ascensor, por ejemplo,
dentro del cual un fóbico puede verse expuesto a un ataque de
angustia. Una vertiente o una transformación depresiva en este
punto reactiva fantasmas de suicidio. Ahora bien, clínicamen­
te reviste mucha importancia despejar que tal suicidio no es
una meta, es un medio para perforar esa impenetrabilidad
gelatinosa, practicar ese imposible agujereamiento con y a
costa del propio cuerpo. Toda esta fantasmática luego se
modula en forma de fantasías de castración, donde el temor
resurge convertido en vivencias de que el pene quede aprisio­
nado en los genitales femeninos, transformados a su turno en
una espacialidad sin salida.
La idea directriz de O tto Rank — cuyo reduccionismo
ctiológico y terapéutico le impidió prosperar, así como su
adultomorfismo para imaginarse un bebé— creo que en este
punto preciso tenía su núcleo de verdad, pues para nacer hay
que poder agujerear a ja madre y no es suficiente conluni canal
de parto a natónic a men te da3o. DcTín modo u o tro lo im p e r
forable conduce a la muerte. En verdad, en este mismo punto
existe algo que no está aún claramente dilucidado por el
psicoanálisis. Nos sentimos inclinados a pensar (cuando apa­
rece el fantasma del nacimiento en el tratamiento de un niño
o de un paciente cualquiera) que retroactivamente se tom a la
situación de nacimiento como resto diurno material para
significar otra cosa y en gran medida puede ser así, incluso
tiene mayor sostén pensar que a posteriori, cuando ya hay
cierto desarrollo simbólico, se rcsignifique esa situación que
fue una experiencia en bruto. Pero que haya un plano de
inscripción corporal originaria no es tan fácil de rebatir.
Quisiera insistir en preservar la dimensión literal del des­
cubrimiento psicoanalítico de la producción de un agujero
como condición para ser; todo el ulterior desenvolvimiento
metafórico, toda la utilización de esto en tanto modelo teóri­
co, no debería apartamos de esta literalidad capital: para ser
hay que agujerear, porque no existe un canal de parto si no
existe un bebé capaz de atravesarlo. Tal cual el (transitado en
demasía) "caminante no hay cam ino”, y así com o tampoco
hay jupu<ae^i no toy-quien j uegue. El juguete no es juguete
cuando está c n ia estantería de una casa o un comercio, por lo
me.ios desde la perspectiva estrictamente psicoanalítica. Üna
contraprueba aprovechable — que apoita el costado de las
funciones en que todo sujeto debe apuntalarse— la brinda el
material ocasionalmente recogido en mujeres, cuya posición
inconscientemente retentiva cuando embarazadas causó pro­
blemas en el paño, al dificultar esa fabricación del canal que
el que nace tiene que realizar.
Pocediendo a un examen más general de esta operación
fundante, observamos que las actividades más intensas y más
regulares durante el primer año de vida conciernen a la
producció n d e agujeros, y no e n cualquier lugar sino — con
predlTcccton—^^ivc^eqcnsLdeH^ü:o primordial, en posición
matemá. TironeapryArranggj)e x tra e r^ to d o e s o ejue una niña
como N a d ia ^ T on)Tiaiíauh poco tardíamente y gracias a la
transferencia. Vale aso ciarlo eñ vísta de la trascendencia
terapéutica que demuestra tener todo eso que el analista se
presta a dejarse practicar.
En el tratamiento de cualquier material de índole grave, el
ínteres por el agujero en el cuerpo del Otro se repite como paso
inevitable de cualquier quantum de mejoría digna de ese
nombre. En el extremo mismo de lo grave, el autista em erge en
calidad de niño que ha renunciado a hacer agujero; no opera
sobre los objetos perforándolos. Lo vem os a lo sumo arañando
las cosas, deslizándose sobre ellas con delicadeza tan ajena al
impulso orificiante primordial.
El psicoanálisis comprueba que un im pedim entodel mismo
orden se repite, reduplicándose, en el plano metafórico de
‘agujero'. Por ejemplo, un paciente esquizofrénico se quejaba
a menudo de lo que llamaríamos dimensión resbalosa del
discurso familiar; no había por dónde trepanarlo. Un adoles­
cente, o aun un niño, llegado a cierta edad se nos descubre hábil
para percibir y pesquisar oscuridades y contradicciones en la
trama mítico-histórica que lo rodea. Es menester que produzca
roturas explosivas a través de ella, y que tironee para desarmar
o poner a prueba versiones consolidadas, que interrogue, en
suma. Multiplicidad de prácticas extractivas que tienen una
función muy importante para él: perm i t irle pasar agujereando
el cam po deizante del Otro, realizar rupturas, puestas en cues­
tión indispensables para no ser objeto pasivo de su prehistoria.
Para este muchacho, en cambio, en la situación que^ él (tes­

tamente cerrado al que es imposible hacer trastabillar. Era


clarísima expresión de ello que no hubiese modo de descolo­
car a sus padres. A una madre neurótica, por ejemplo, la puede
culpabilizar el mismo hijo, con frecuencia harto fácilmente; es
alguien sorprendible en incongruencias entre lo que dice y lo
que hace, por eso mismo a aquél no le es difícil conflictuarla.
Los ideales que padres de esta naturaleza tienen (en cuanto a
sus funciones, por ejemplo) los vuelven vulnerables al cuestio-
namiento con que el hijo los agujerea. En el caso que estamos
examinando, no sucede nada de esto. La madre en particular
parece estar ubicada en una posición absolutamente inataca­
ble, y donde sus palabras resultan irrompibles, sus leyendas
personales no horadables. Ocurre com o en las investigaciones
históricas, cuando se impone una versión oficial, con preten­
siones de inmodificable (y, a menudo, poder para lograrlo).
Leemos en un historial de autismo recientemente publica­
do* que la pequeña paciente sufre una convulsión cuando
estaba en el lecho con su madre. Planteada esta misma situa­
ción en un nivel de patología neurótica* uno podría apostar
que encontraríamos a aquélla o bien muy angustiada o bien
tratando de defenderse y negar o racionalizar su implicancia
en el episodio, pero siempre interpelada por la pregunta
ineludible: ¿será que el colecho le hizo mal a mi hija?, ¿tuvo
algo que ver? El sentimiento de culpabilidad se transparenta­
ría sin demasiada dificultad. Dicho en el terreno de loque con-
ceptualizamos, reconoceríamos un agujereaniiento en ella.
¿Qué dice en cambio esta madre? “Qué suerte que estaba dur­
miendo conmigo porque si no no hubiera podido atenderla
rápido” . Imposible no adm irarcl modo magistral de convertir
una ocasión de conmoción, o al menos vacilación narcisista,
en una certidumbre, confirmación de la propia omnipotencia.
Esa clase de experiencia la padece el chico constantemente,
no hay manera de agarrarla por ninguna parte, y cuando nos
parecería que está en un apuro se escurre ratificando que nos
enfrentamos con un discurso al que no se le pueden practicar
siquiera mínimas muescas.
Aulagnier ha marcado cómo en un discurso psicotizante
desaparece la diferencia entre particular y universal. Puedo
dudar de m í como analista — verbigracia, preguntar por mi
solvencia— sólo porque cotejé mi actuación con un ideal,
entronizado probablemente como mi ideal del yo. Es decir,
pongo en juego un universal que dictamina o legisla sobre lo
que un analista debe hacer para adquirir el derecho a ese
nombre. Unicamente por la existencia de ese universal es que
yo, com o ente particular, puedo cuestionarme.
Cuando una madre dice “vo no soy una buena madreé es
justamente porque se está c&n^)a£an(ro en
sí mítica, de ‘buena madre’; entonces nay una distancia entre
esa madre en particular que es ella y aquel registro ideal,
distancia cuya principal consecuencia es volverla una madre
agujereada o agujereable. Ella misma se encarga de ponerse
y mantenerse en contacto con la figura de madre que no es. En
el discurso psicotizante (provenga de quien provenga), esta
diferencia está total y radicalmente abolida; no funciona, no se
la ha categorizado. Diríamos mejor: el p a rtic u la r^ aquí el uni­
versal. Entonces, si me constituyo en el único analista, nada
c o n f u i r á interpelarme haga loque haga porque no tengo con
qué cotejarme al desaparecer el tercero como referencia entre
el paciente y yo. Todo lo que haga será en posición de
universal.
Reencontramos este funcionamiento acaso con mayor cla­
ridad (y revelador de lo inagujereable) al final de una entrevista
con los padres de un muchacho esquizofrénico. Es un simple
enunciado que se me dirige: “¿Le parece que una madre puede
no^uerer a su hik)?” Lo que nos entrégaostecíícTíoesqueefla
se propone como universal (durante la entrevista el hijo, que
estaba presente, dudaba de si su madre lo quería, si esa madre
particular lo quería o si en realidad trabajaba para su destruc­
ción) y contesta en este terreno: ‘las madres quieren a sus
hijos’, soslayando lo que él plantea. Es lo que Tos leóricoscíe
la comunicación llaman pararrespuestas, basadas a menudo en
esta nivelación en que particular y universal se confunden.
Contrariamente, a una paciente ¡ídolescente l.i madre le ha
dicho: “estar en pareja es hermoso, pero con tu papá no nos
entendimos, no hicimos una buena pareja”. Enseguida resalta
en esta modalidad cjiscursiva la diferencia entre ambas catcgo-
ríasdel pensamiento. Estn. madre designa un ideal que para ella
resulta inalcanzable, pero que nunca pierde. El punto merece
la mayor atención, además, por lo fundamental que hemos
descubierto: que el niño no sea agu jereado tempranamente a
la vez que el Otro si, ya que en el primer período de la vida
[cualquier cosa del orden de la castración no desemboca en una
Iseparación simbólica productiva para el sujeto, por el contra­
río, trae deterioro, destrucción, al extremo de lo irreversible.
En principio — ateniéndonos a la formulación de los Le-
fort— el niño no debe ser castrado, no hay_ q u e jiacgrlg
agujeros; los agujeros debe donarlos de sí el Otro primordial.
Lo usual es que en las patologías ^ S v e T s e n iv ie r ta e s ta
consigna (las depresiones ofrecen un rico muestrario al respec­
to). Es cómodo e instructivo echar mano al texto de Schreber.
sobre todo allí donde describe la interferencia de todos sus
procesos corporales a causa de la horadante intrusión de los
rayos divinos. Corolario lógico de ella es la aniquilación y
descomposición de muchos de sus órganos. Es una descrip­
ción notable y Schreberen verdad que está en lo cierto. No así
toda una corriente ‘frustracionista’ en psicoanálisis, que
abusó y volvió lugar común de la referencia el aspecto
positivo de la frustración. Adscribía al desarrollo del sentido
de realidad, y pintaba paralelamente el retrato de un niño que
— nunca sometido a tal iniciación— se perpetuaría peligrosa­
mente en un mundo mágico, reino de un principio del placer
sin freno alguno. Matizada, esta observación tiene su validez
aplicada a otros momentos de la subjetividad, pero la pierde
si se la extrapola a la problemática de la constitución del nar­
cisismo y sus condiciones mínimas. Creemos que sobre esto
W innicott ha sido contundentemente claro. La frustración
temprana no es m ásque un ataque a la unificación corporal in­
cipiente, a la que amenaza con agujerear.
La castración como tal (bajo cualquiera de sus formas o
aserciones)30requiere de una unificación corporal razonable­
mente consolidada, donde ya la dialéctica parte/todo funcione
con fluidez. Antes, lo que se pretendería operación simbólica
de castración es en verdad pura amputación. De ahí se deduce
que intervenciones prematuras en un chiquito, tales como se­
paraciones abruptas y prolongadas de su madre, no contribu­
yen a su desarrollo estructural. Com o mínimo obligan a des­
viar sus energías libidinales para adaptarse, en vez de inver­
tirlas en su crecimiento com o ser de deseo, a fin de defenderse
de esa situación potcncialmente patógena. Winnicott ha enfa­
tizado muy bien la frecuente formación de disociaciones sin
-dem asía de creatividad com o resultado nada raro.
También es primordial acceder a agujerear el cuerpo del
O troT pe él sacará el bebé los materiales que necesita para
uñiTioirse. Primera respuesta clínicamente válida a la pregun­
ta: ;.de dónde saca si j»nificantes?Los extrae de aquel lugar que
a la vez, dijimos, es el mito familiar, el orden discursivo
familiarTTodo lo hallamos reunido allí, y sólo allí puedé"el«
que se está haciendo sujeto arrancar los elementos indispen­
sables para constituirse.
Sabem os de casas muy particulares en las que un niño no
puede tocar nada; su presencia nodebc introducir alteraciones
— prohibición absolutade un superyóarcaicooperando inter-
subjeti vam ente desde su bunker m ítico y que conm ina a no
agujerear nadaen absoluto— . El cuerpo familiar se presenta
com o una superficie sin fisuras, inextractible. ¿No ocurre lo
mismo acasoen ciertas transmisiones, nose disem ina este im ­
perativo por la enseñanza en general, psicoanálisis incluido?
Cuántas veces quien se acerca para formarse termi na paral iza­
do frente aun discursoextrem adam entearm adoy encerrante,
seductor pero a costa de no dejar pasar al sujeto, que se est re 1la
en una impostada perfección. El resultado— por de más co­
nocido— es que en esas condiciones no hay li bertad de pensa­
miento: imposible jugarcon las ideas, imposiblcarm inarlas.
A lo sumo, esta práctica docente terrorista reditúa — a la ma­
nera de una fotocopiadora— reproductores. El índice más se­
guro para localizar esta perversión lo tenemos cuandoclcstu-
dianteoelcolegarecurrenam cm orizar,a>>saberdccir’’3>. Al­
guna vez ya me he referido a la diferencia entre saber decir y
saber hacer, y es todo un síntoma de la formación que estoy cri­
ticando. adiestraro amaestrar para loprim erosinprepararalen-
señandopara usar los conceptos. Insistamos en que un largo y
fastidiosoditiram bodelm artillononosbrindagran ayudaala
horade clavar un clavo, y esta digresión, a fin decuentas, no lo
es porque se repite el encuentro con un discursoque no se deja
agujerear, romper, trozar por ningún lado; se le debe un respe­
to inmovilizante.
De un niño que respetara un juguete pensaríamos que sufre
una inhibición lúdica, por loque se incapacita para abrirlo.des-
armarlo, torcer su uso; én todo caso, esto pone las cosas en su
lugar: el respeto, si ha de exist ¿reconviene que se dirija a l suje­
to. a su deseo. Para convivir con una teoría y soportarla es im ­
prescindible poder ensuciarla y ultrajarla (en el sentidoeróti-
coque el psicoanalista le da). El ‘respeto’ basadoen la ideali­
zación impide agujerear; suscfectosson inhibitorios.
Que no se trata de una aprox imac ión meramente retóricaen
laque un términocor^ á g u j e r e y c^mpliese un papel decora­
tivo (en vez. loque planteo implica la noiesis. la fabricación.
es decir, lo más profundo, la fabricación de lo más profundo),
lo atestigua el uso tan superficial que se hace de las citas en
psicoanálisis, repitiendo sin pensar, renunciando de antem a­
no a desmenuzar, a entablar una relación verdaderamente
erótica con ese texto, convocado apenas para salir de algún
apuro con el consabido “dice Freud...” Contacto formal y
engañoso, pues hasta que no se diga ‘bueno, qué me importa
lo que dice... ’, hasta no poderlo “escupir” (Freud) llegado el
caso, no hay utilización creativa posible. La sublimación es
metamorfosis y trasposición, no represión, de lo erótico.
Como el mismo Freud lo subraya, la abolición de tocia
agresividad conduce directam ente a la impotencia, al prohi­
birse penetraren el cuerpo del O trooen un cuerpo textual. Sin
agujereamiento no existe salida libidinal posible.
Concluimos, por lo tanto, que la producción de un agujero
nodebe entenderse com o un fenómeno deficitario. A la inver­
sa, constituye una positividad fundamental en lo subjetivo.
Desde el punto de vista psicoanalítico, un agujero es un
órgano en otro nivel que el anatómico, órgano libidinal de un
cuerpo fantasm ático descubierto a través de nuestra práctica
con el cuerpo ‘oficial’ consagrado por la biología y el poder
médico. El concepto de zona erógena, modesto en apariencia,
está entre los más revolucionarios del psicoanálisis, al punto
que el de inconsciente nada sería sin él. Pero ya Lacan señaló
el dibujo en bordes, contornos de un agujero com o lo carac­
terístico de aquélla.
Volvamos ahora al cam poclínico. Una paciente, depresiva
de consideración, viene a sesión con una novedad —después
de haber atravesado un período de abatimiento y dolor muy
agudo, pero también con mucho trabajo en análisis, con lo
cual por primera vez esc atravesamiento tuvo un carácter pro­
ductivo— ; la novedad es que tiene un tapón de cera en el oído
que le impide oír bien, “no de la oreja de escucharlo”, (a mí)
“no de la oreja”, entonces, que sería la más importante según
ella, sino de la oreja que dice que es, por ejemplo, para hablar
por teléfono. Asocia enseguida que no está para nada con
prisa por solucionar esto; al contrario, al disfrutar del tapona­
miento, no se propone correr al médico para que lo disuelva.
¿Qué ocurre? Empieza a darse cuenta que ella ha funcionado
por lo general y desde siempre como la que invariablemente
“pone la oreja”, la que puede ser usada de oreja, donde
cualquiera cuenta incondicionalmente con ella, con esa parte
de ella, siendo así la típica "recibepenas”, aquella que absorbe
“todos los bajones” y nunca va a decir que no. Efectivamente,
discurre, hay algo que jam ás sucede, del orden de un “hoy no
tengo ganas de escucharte” o “estoy en otra cosa”. No hay
fronteras, no hay límite, no hay borde que ella pueda poner en
juego.
Este “zumbido” (Lacan) constante del discurso ajeno de
hecho la ha dañado, le ha impedido la constitución de otro
modo del agujero en su oído. En este punto, varias sesiones van
conjurando una serie de fantasmas en tom o al tapón, relativas
a fabricarse una distancia. No era contingente la referencia al
teléfono, puesto que solía pasarse horas escuchando cuitas y
evacuaciones diversas. Típicamente, esta situación nunca
tenía plazos puestos por ella; se configuraba un mundo sin
tiempo y sin fronteras. Al fin, el tapón vino a ser preámbulo a
una otitis, primera forma de construcción de un agujero dife­
rente, con bordes, regulado por la discriminación yo/no-yo.
El análisis pone de manifiesto que antes no había aquí
órgano libidinal, sino agujero gozado por el Otro. A través de
la enfermedad se inicia otro proceso, y no es un hecho raro que
lo nuevo em erja en el lenguaje de un episodio psicosomátieo.
Este debe entenderse com o primera inscripción del tomar
posesión simbólica de una parte de su cuerpo, tal cual si
habláramos de registrar algo en un libro de Actas, como bien
podría ser una partida de nacimiento; esto que me duele, este
borde doloroso es mío, tengo que ponerle una puerta a este
agujero que, hasta el momento, era un agujero sin puerta,
totalmente desguarnecido y predado por el Otro.
Un prim er episodio consecutivo confirma la implantación
nueva. Es una llamada del hermano para avisarle que había
decidido pasar el fin de semana en su casa. Autoinvitarse era
un hecho natural en el régimen de relaciones vigente, por más
que ella no tuviese ganas, y aunque luego se sintiese encoleri­
zada. Pero he aquí que por primera vez pudo decirle que no, que
viniera unas horas si quería, pero no para quedarse. Es decir,
apareció la puerta, pero sólo después de presentarse en una
manifestación física concreta. El problem a estructural es que
el sujeto incorpore agujeros que funcionen como zonas eró-
genas y no como zonas de destrucción devastadas por el goce
del Otro. Orificios cuya libidinización incluye puertas. Lo c a "
racterísticodel psicótico, y en otra variante, del depresivo, es
que fabrica sobre su cuerpo horadamientos a los que no
consigue poner su nombre, por lo tanto, corre el gran riesgo
de entregarse en calidad de objeto parcial. Y nunca faltan
dioses com o el de Schreber, no sólo el delirio los procura.

En todos los historiales de esta clase encontramos zonas de


indiscriminación a través de los indicios más variados: el
paciente no tiene cuarto propio o en él no tiene cajones
propios; la falta de lugar se significa con abundancia de
recursos. Propongo trazar la diferencia entre agujero produ­
cido y agujero devastado. Cuando Freud descubre la form a­
ción de una zona erógena, r o r ejemplo, a través de la caricia
materna, se tram-desu(agujeit>^rodMCií/o libidinalmente que
dibuja un cier(Qbori&donde^rContece una demasía de placer
para el sujeto. EnTTotro caso, el agujero se lo hacen en una
especie de intrusión agresiva tanto literal cuanto metafórica-
'mente. Recordemos qué frecuente es escuchar en adolescen­
tes o adultos jóvenes con perturbaciones psicóticas la queja
por la cabeza llena de muchas cosas, entre ellas, zumbidos
¡permanentes que no se confunden con clásicos equivalentes
'de ansiedad yaque, observando con atención, constituyen ge-
nuinas alucinaciones auditivas. Intrusión reificada de un en­
jam bre de cosas: mezcolanzas, revoltijos de ideas de la más
diversa procedencia y sobre cuya no pertenencia al sujeto han
insistido Winnicott, Bion y Lacan.
El punto es que el paciente, en realidad, está atiborrado de
discursos que no son suyos y no han sido metabolizados por
él. Respecto de ellos, su estatuto no es muy distinto del de un
grabador, pero cuyas cassettes funcionan, sorda y anárquica­
mente, en entremezclados pedazos de manera que el delirio
representa como una especie de avance subjetivo por el hecho
de implicar una elaboración personal del sujeto; no otro, sino
él lo ha producido, lleva, si no su firma, al menos su sello. En
cambio, en el estado gredelirante, topamos con masas discur­
sivas que lo perforan.
■« En una paciente, esta vivencia de una masa sin solución de
continuidad (no agujereada) se asociaba con los cajones de su
placard, donde su ropa estaba confundida con la de otros: su
hermano, su madre. Su cabeza estaba en igual condición que
esos cajones. Teóricamente, pienso que una situación asi
traduce un déficit en la producción de agujeros con puerta y
tiene muchísimo que ver con la función paterna. lx> que desde
Lacan llamamos metafóricamente “ puerta”, implica el cum­
plimiento de operaciones fundamentales de esa función: en
este sentido, el concepto de forclusión del apellido del padre32
explica problemas concretos, com o que en un psicótico los
agujeros carezcan de puerta, sean vías de entrada por donde los
demás gozan, o más difusamente, algo goza de él, lo usa como
cosa, loque se repite en el plano ideico. Por eso, muchas veces
el paciente prueba toda una serie de métodos físicos para
librarse o curarse. En un caso, el sujeto ponía la cabeza debajo
de la canilla y se daba alternativamente golpes d é agua muy
caliente y luego muy fría hasta donde podía soportar, con la
fantasía de cortar este revoltijo oprimente.

Todos estos materiales y muchísimos más nos llevan a con­


cebir un cuerpo dañado por una mala perforación o por
perforaciones fuera de tiempo que generan situaciones críti­
cas. Más común que las esquizofrenias o las psicosis tempra­
nas es encontrar un niño que debe hacerse cargo de graves
trastornos en la pareja parcntal desde muy temprano (cuando
no se lo engendró con ese propósito). Lo vemos transformado
en sostén y confidente de una conflictiva que pertenece a los
adultos, tarea que por supuesto es incompatible con la consti­
tución de puertas simbólicas. Será un niño “mal castrado”
(Dolto); es, pues, muy extensa la gama de fenómenos clínicos
que iluminan la problemática del agujereamiento: cubre desde
las neurosis a los extremos del autismo, lejos de ceñirse a una
sola formación clínica. Pero se mantienen invariantes dos aser­
tos básicos: en los primeros tiem posde estructuración del nar­
cisismo y hasta tanto haya una integración corporal satisfac­
toria y cierto avance en el uso del lenguaje (es decir, hasta
tanto no sólo se pueda comunicar, sino haya cierta apropia­
ción del lenguaje), el niño no debe ser sometido a perforacio­
nes ni literal ni metafóricamente. En cambio, es también fun­
damental que el cuerpo del Otro sea agujercable, se deje
extraer.

Cuando una madre, como la de la pequeña paciente depre­


siva, cuenta que mientras le daba el pecho no aguantaba la
situación de tanta tensión y malestar que le producía, y enton­
ces, como modo de atravesarla, lo hacía mirando televisión,
nos está ofreciendo la oportunidad de estudiar uno de los
sutiles, aparentemente triviales, comportamientos con que el
Otro primordial se rehúsa al agujereamiento pareciendo que
no. La experiencia que Freud localizara com o m atriz de todo
goce posible ulterior, la experiencia de abrir orificios en la
madre que llamamos amamantamiento, aquí la encontramos
amputada, devastada en su intensidad erótica y en su riqueza
polimórfica, empobrecida en su multiplicidad nutricia.
Por ser una situación de estas características menos espec­
tacular, pero harto más habitual que la de bebés sujetos a
traumatismos fácilmente significadles como graves, vale la
pena examinarla minuciosamente para que la profundidad de
sus implicaciones no pase inadvertida o se subestime. Por de
pronto, observemos que hay una dimensión metafórica rela­
tiva a la perforación de su cuerpo, que la madre aquí niega a
la niña. Comparémosla a una madre que puede dar el pecho
jugando esa situación, libidinizándola, acompañando a la
beba afectivamente. Estos vividos modos de decir se profun­
dizan desde el punto de vista teórico subrayando que allí el
pequeño dispone de un Otro agujereable eróticamente al que
una y otra vez se reencuentra. En cambio, dos de los síntomas
más importantes que la pacientita tenía eran anorexia y una
acentuada retención, tanto de pis com o de caca, pensablc
como una defensa desesperada frente a su propio agujerea­
miento, un intento de tapiar todo boquete por donde algo vital
se le escapaba. Señalaré otro caso muy distinto, salvo en lo
común. Hoy no es nada difícil que en las consultas aparezca un
tipo de padre que rehúya el cuerpo al hijo adolescente, y eluda
ser tomado com o blanco de su rebelión. Es una forma de pa­
ternidad evitativaque superficialmente se califica com o ‘bue­
na’; nada de autoritarismo, ante el hijo se cede en todo, se lo
priva del padre antagonista que un adolescente en determinado
momento necesita mucho: un hombre que no se mueva de su
lugar, que hable con él sin abdicar de su posición. En verdad,
tanta blandura (magistralmente captada por W innicott como
una manera astuta de supervivencia) cumple la misma función
que en otros casos la crueldad: una gelatina puede ser tan im­
probablemente agujereable com o el granito. Al no plantar sus
dichos, este padre deja de ofrecer la oportunidad de enfrentar­
los, criticarlos hasta hacerlos pedazos, transgredirlos, en fin.
Por supuesto, dada esta vía, la posición de padre muerto no se
cumplimenta.
Vemos que el registro del agujereamiento supone varios
momentos críticos a lo largo del desarrollo subjetivo y que,
además, el hecho de que se resuelva satisfactoriamente en un
punto no supone resolución automática en el otro; así, se puede
perfectamente fracasar com o padre de un adolescente después
de haber atravesado otras etapas del desarrollo filial sin mayo­
res sobresaltos.
Una novela de Kundera relata con mucha agudeza lo no
agujereable en la madre del protagonista, un adolescente33.
Digamos que, a diferencia de las que son tachadas de ‘anti­
guas’ por la nueva generación, ésta se va aggiornando al
compás de los espcrables virajes y mutaciones que el hijo
experimenta en lo cultural, adaptándose rápidamente a las
modificaciones en el gusto de él, y compartiendo sus efímeras
adhesiones a tal punto que jam ás él está solo, ni mucho menos
enfrentado a ella. No hay modo de agujerear el manto de esta
compañía agobiante y salir al mundo. Una escena particular­
mente angustiosa lo muestra en una situación de im potenciaen
la que sonríe tontamente hasta que de pronto se da cuenta que
esa sonrisa que tiene pegada a la cara es la sonrisa de su madre.
Lo angustiante es su súbita percepción de que no puede
atravesar esa piel que se le adhiere para colocarse com o
hombre en otra posición. Fragmento muy útil por su conteni­
do clásicamente cdípico y claramente alejado de la psicosis,
pero donde la producción de un determinado agujereamiento
del cuerpo del Otro deviene imposible.
7. LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (I):
MAS ACA DEL JUEGO DEL CARRETEL

En principio, tendremos que renunciar a la idea de encon­


trarlo adscripto a una sola función. En los distintos momentos
de la estructuración subjetiva observaremos variantes, trans­
formaciones, en la función del jugar. Insisto en la importancia
de decir jugar y no j uego, siguiendo la propuesta de Winnicott,
para acentuar el carácter de práctica siunlücante que tiene para
nosotros esta función; en tanto el juego remite al producto de
cierta actividad, a un producto con determinados contenidos,
la actividad en sí debe ser marcada por el verbo en infinitivo,
que indica su carácter de producción.
Para nosotros el concepto de jugar es el hilo conductor del
cual podemos tomarnos para no perdemos en la compleja
problemática de la constitución subjetiva. Partimos de un
descubrimiento: no hay ninguna actividad significativa en el
desarrollo de la simbolización del niño que no pase vertebral-
mente por aquél. No es una catarsis entre otras, no es una
actividad más, no es un divertimento, ni se limita a una
descarga fantasmática compensatoria o a una actividad regu­
lada por las defensas, así com o tampoco se lo puede reducir a
una formación del inconsciente: más allá de estas parcialida­
des, no hay nada significativo en la estructuración de un niño
que no pase por allí, de modo que es el mejor hilo para no
.perderse. Los conceptos más abstractos o genéricos (como el
de deseo y tantos otros) que podamos invocar, bienvenidos
sean, pero, ¿dónde voy a verlos funcionar si es que funcionan,
dónde comprobaré su pertinencia si no en esta práctica por
excelencia? En particular, cada vez uue quiero evaluar el
estado de desarrollo simbólico de un chico, no hay ningún
índice qué "lo brinde-más claramente que el estado de sus
posibilidades e n~cuanto al jugar. No hay ninguna perturba­
ción severa o de cuidado o significativa en la infancia que no
se espeje de alguna manera en el jugar.
Los primeros textos psicoanalíticos sobre esta actividad
concernían a materi ales de corte edípico; un clásico al respec­
to es el caso de Juanito, en donde por vez primera se aplica el
método a la observación de distintas actividades lúdicas (di­
bujos, fantasías), que en ese historial están enfocadas predo­
minantemente a la luz del Complejo de Edipo y de todo lo
concerniente a la fase fálica y al complejo de castración.
Posteriormente. Frcud mismo hizo unaaprchensión más inci­
siva. cuyas consecuencias no parece haber entrevisto. No
ocurrió lo mismo con sus continuadores; en general, no hubo
quien no se ocupara en psicoanálisis de la observación del
fo rt/d a , prácticamente no hay analista importante que no
haya vuelto sobre él a fin de retrabajarlo. Y no ha sido por
cierto un ceremonial escolástico.
Durante mucho tiempo este juego de aparición y desapari­
ción quedó consagrado como siendo también la manifesta­
ción de la actividad lúdica en su originariedad. al tiempo que
función primera asignable al juego, nada menos que poder
sim bolizar una desaparición, una pérdida, dar representa­
ción a la ausencia. En 1985 publiqué un artículo tomando
com o base ciertas ideas desarrolladas por los Lefort en El
nacimiento del Otro e impresiones extraídas de mi propia
experiencia, y llegué a laconclusión de que existen funciones
del jugar más arcaicas, más decisivas, más primordialcsque las
del/¿r//í/fl. En mi opinión, laprácticaclínicaimponelaevidencia
de funciones del jugar anteriores a aquél, funciones que pueden
verse desplegaren su estado más fresco a lo largo del primer año
de vida, relativas a la constitución libidinal del cuerpo'4.
En rigor, no de otra cosa hemos estado hablando, desde la
perspectiva del significante del sujeto, al referirnos a la nece­
sidad de extraer materiales para fabricar el cuerpo, materiales
que deben ser arrancados al cuerpo del Otro. Las prim e­
ras funciones del jugar, tan fundamentales, son ese proceso
mismo. Puede decirse que, a partir del jugar, el chico se
obsequia un cuerpo a sí mismo, apuntalado en el medio. Todo
lo que hace el entorno posibilita u obstruye, acelera o bloquea,
ayuda a la construcción o ayuda a la destrucción de ciertos
procesos del sujeto, pero éste no es un eco o un reflejo pasivo
de ese medio, com o creen las teorías ambientalistas más (o
menos) ingenuas, sino que, apoyado en las modalidades de
aquél (fundamentalmente el mito famil iar, la estructuración de
la pareja paterna, la circulación del deseo), el niño va produ­
ciendo sus diferencias.
Si hay una idea o un prejuicio del cual el psicoanálisis se ha
ido separando muy enérgicamente, ha sido la concepción del
niño com o pasivo en los primeros tiempos de su vida, el
célebre “oral pasivo” (Abraham), una especulación no justifi­
cada por los hechos, ideada por analistas que no atendían niños
y cuando aún no se los atendía. Pero los datos biológicos lo
desmienten, y tanto más los psicoanalíticos. En efecto, la idea
de que el niño es pasivo al mam ar es de por sí absurda en aquel
primer nivel, porque sabemos que al mamar trabaja para
fabricar la leche que toma, mediante la estimulación de las
glándulas mamarias (aunque es curioso que la misma ciencia
que lo descubrió suela contribuir a desalentarlo). En cierta
forma el pequeño se da de com er a sí mismo a través de la
madre. Por otra pane, nada de lo que se ve en psicoanálisis
avala la concepción del infans com o ente pasivo. La creencia
de que el niño sería más activo en la etapa fálica y más pasivo
en la etapa oral, es falsa. Más aun, si hay una etapa en que no
corresponde en absoluto el término pasividad es en los prime­
ros años de la vida e incluso durante la vida prenatal. En todo
caso, el término “pasivo” nos conviene a veces más a los
adultos, pero nunca antes.
Cuando detectamos en un infans algo que realmente pueda
pensarse com o pasividad, es que estamos frente a una pertur­
bación seria, com o puede serlo una depresión grave o un
incipiente proceso autista, a menos que — lo más común— se
trate de una enfermedad orgánica que lo aquieta. En cambio,
si todo está en orden, el niño, a través del jugar, durante el
primer año de vida y apoyado en las funciones, hace lo que
hemos ya señalado. Y nada ni nadie puede reemplazarlo en
esa labor. De la misma manera que uno camina con sus
propias piernas, apoyado en algo (sí, no podría hacerlo en el
aire), necesita un lugar, pero eso no quiere decir que el suelo
camine o done a los miembros la fuerza para realizarlo. Eso
es precisamente lo que Winnicott aísla como el factor de la
espontaneidad, algo que ni la madre ni el padre le dan al bebé.
Si no se lo tiene en cuenta, sucede lo que con muchas
inflexiones actuales basadas en la teoría del significante, que
reducen el sujeto a una marioneta de la estructura concebida
como destinación a priori.
En ocasiones, la clínica nos pone en contacto con versiones
míticas donde al niño se le ha dado todo lo que es, pero claro
que se trata de un fantasma patógeno que circula en esa
familia, merced ai cual se desconoce la actividad inherente a
la posición hijo. En idéntica dirección es lo más correcto
decir, ajustándose mejor a los hechos, que el analista no
analiza al paciente, y si es usual escuchar esa fórmula convie­
ne recordar que su cómoda simplicidad involucra un error:
uno no analiza a ningún paciente, es el paciente quien se
analiza a sí mismo a través del analista, usando de éste,
circuito de la transferencia mediante. La primera y más
común formulación corresponde a una fantasía omnipotente
proyectada o asumida por el terapeuta que remite al analizan­
do a la pasividad receptiva. Tal creencia no es demasiado
peligrosa (si bien a veces plantea resistencias insuperables)
cuando pertenece al paciente, pero sí muy peligrosa en quien
conduce un psicoanálisis.
Existe además otra razón fundamental para nunca en lo
sucesivo confundir la dependencia del infans respecto de los
materiales con que se estructura, con pasividad. Es que los
materiales en sí no son nunca unívocos. El mito fam iliar es
una cosa extremadamente heteróclita, jamás un sistema
armonioso y homogéneo, obediente a la lógica aristotélica. Su
organización es la del collage, donde los elementos están
bastante mal pegados, y así permiten la subsistencia de
muchas contradicciones. De modo que en realidad el mito
familiar no tendría cóm o im poner al niño unadirección unívo­
ca de la que él mismo carece. En conjunción con la espontanei­
dad, esto promueve lo imprevisible. Creo que es tarca urgente
rescatar esta imprevisibilidad, reprimida por cierto estructura-
lismo. En efecto, es una apuesta fácil de ganar predecir que el
niño extraerá materiales del mito familiar, dadoque no tiene—
al menos hasta su adolescencia— alternativa. Pero es una
apuesta segura de perder pretender un conocimiento a priori
sobre cuáles aspectos tomará y cuáles rechazará el pequeño
sujeto de ese gran archivo. ¿Cómo acertar, por ejemplo, en las
identificaciones dominantes? Es por esto que la causalidad en
psicoanálisis nunca es simple. Las funciones no son causa;
plantean, lo que no es poca cosa, condiciones.
No es nada raro en nuestra práctica reconstruir (en el caso
de pacientes adultos), o prácticamente asistir al hecho, cómo
un sujeto inconscientemente es llevado a aferrarse a una figura
o a un personaje colateral en la trama mítica y con el que, a
veces, apenas estuvo en contacto (física o discursivamente).
Este aferramiento, esta investidura espontánea se produce a fin
de obtener algún material con el cual tramitar ciertos procesos.
Esto no implica ideales del yo constituidos; aparece muy
temprano. En psicoanálisis, hay que acostumbrarse a conside­
rar el material del mito preexistente com o un potencial del cual
desconocemos loque será actualizado; si no ocurriera así (si la
espontaneidad no existiese), la fabricación del sujeto se ase­
mejaría a la de un robot, lo cual es el sueño de algunas familias
con elevado potencial psicótico. Tal sueño en particular in­
mortalizó al padre de Schreber, pero hasta en un caso límite la
dimensión de lo imprevisible retorna obligadamente. Los
perfectos robots salieron mal: suicida uno, demenciado el otro.
Las derivaciones patológicas, por cierto, tampoco escapan a la
espontaneidad del inconsciente. Y vale lo mismo para la salud,
para las tentativas de autocuración, que impulsan a buscar
fuera del mito familiar materiales para construir categorías
simbólicas ausentes en él.
Es un episodio común — que a veces se comenta en el
consultorio— que los padres invistan algo y se lo regalen para
que el hijo juegue, y he aquí que el deseo de éste produce un
desplazamiento a otra cosa de escaso valor para ellos, desen­
cuentro que genera decepción. Los padres harán hincapié en
‘lo que gastaron’ para nada, queja que se refiere a un aspecto
económ ico— en términos del psicoanálisis— más fundamen­
tal. Episodio banal, aunque por su misma pequenez pone de
relieve hasta qué extremos la dimensión de lo imprevisible
implicada en la espontaneidad está infiltrada en el corazón de
los lazos intersubjetivos, y sirve de modelo para pensar la
relación del niño con el mito familiar. Si quisiéramos com pa­
rar a éste con un rompecabezas, introduciríamos dos modifi­
caciones: 1) no existe “ la” solución final; cada cual hace su
itinerario y su composición de armado de las piezas; 2) no se
lo podría imaginar en forma adecuada como un dispositivo de
figuras fijas que permite yuxtaponer ésas y sólo ésas; m ejores
concebirlo cinematográficamente, hechode piezas con movi­
lidad interna, ¿xtensibles y mudables. Y si algo en las condi­
ciones previas del juego estorba seriamente, hay que esperar
que el rompecabezas se comporte literalmente com o tal.
Y aun debemos añadir que este proceso inconsciente se
vuelve más complejo, teniendo en cuenta que los padres no
saben lo que ponen; de hecho ponen más o menos de lo que
creen poner, entre otros motivos a causa de su propia sujeción
a la prehistoria, que cuestiona los límites imaginarios del
‘triángulo’ edípico.
Todas estas consideraciones inducen a matizar al máximo
La problemática de la edificación del cuerpo durante el primer
año de vida. No hay que olvidar que el niño, antes de disponer
de manos ya cuenta con ojos y con boca, que son también y en
grado extremo órganos de incorporación; con ellos em pieza
la tarea de arrancar a lo que, para no simplificar, corresponde
agregar la piel35. Hay entonces una actividad múltiplemente
extractiva que empieza mucho antes que las manos — pero es
cierto que se vuelve más notoria una vez que las manos
quedan liberadas por la maduración neurológica— , actividad
que dijimos horadante; “el perverso polimorfo” em pieza por
ser un arrancador, un agujereador nato, práctica con la que
produce cosi 11as, desechos (en apariencia), pequeños objetos.
Cuando aún vacilamos en otorgarle el nombre de sujeto y
cuando sería impropio referirse a un ego, ya el de agujereador
le cabe con toda justeza. Pero hay más: ¿Qué es lo que va
haciendo con esos materiales extraídos? Una observación de
alcance universal constata la regularidad de una secuencia:
extraer-fabricar superficies continuas, extensiones, trazados
sin solución de co n tin u id ad .J^^ acu y id ad iiu c^v iju c pausar
com o jugar primero es una combinación de dos momentos:
aguTerear^liacer superficie! afcuTeréai^haa^ ^ En La
fortaleza vacía, de Bettelheim, el prim erm sto rial clínico
(Laurie) destaca un momento absolutamente fundamental en
cuanto a la posibilidad de cura, momento en que la pequeña
autista, en un paso para dejar de serlo, ¿qué se pone a hacer?
Munida de papel (imposible no recordar la banda de Moebius)
recorta larguísimas tiras delimitando territorios que constitu­
yen ante todo superficies ininterrumpidas, acabando ulterior­
mente por quedarse dentro. La escala de estas extensiones va
en aumento. Y claro que transferencias escalonadas (a la insti­
tución, a ciertas figuras del equipo terapéutico) sostienen el
proceso en su conjunto.
Pero si uno lo quiere ver en situaciones menos dramáticas
q u een lad e un niñoautista, puede vcrificarloen cualquier bebé
de cierta edad que se em badurna con todo entusiasmo y unta
luego cuanto está a su alrededor: toma la papilla, la extiende
formando una película homogénea, momento en que si uno va
a tocar a ese niño que está comiendo lo nota pringoso, época
del niño siempre pegoteado con alguna imprecisa sustancia
mezcla de caramelo, moco, baba, sopa, todo lo que sirva como
materia prima. Ese pegote toma sentido para nosotros, como
no podría tenerlo nunca para la psicología de cuño conductista
o comunicacional, porque sólo el psicoanalista está en condi­
ciones de reconocer lo estructurante de una práctica como la
descripta (justamente por no ser verdaderamente una psicolo­
gía)36, al descubrir en su clínica que en realidad el cuerpo
mismo no es más que un gran pegado, y nada más engañoso
que fascinarnos con su unidad anatómica. La pintura contem ­
poránea, desde Picasso hasta los procedimientos de collage,
nos proporciona un modelo mucho más compatible con nues­
tra experiencia, que no nos pone en contacto con átomos bien
cerrados, sino que por todas panes habla del cuerpo com o un
rejunte, con partes no humanas en él metidas, a veces con
elementos de más, otras con piezas de menos, etc. En ocasio­
nes puede rastrearse en el interés que muchos chicos psicóti-
cos o autistas tienen por las máquinas, por adosarse a una de­
terminada máquina inclusive, y formar con ella una sola agre­
gación. Ocurre que la máquina aparece como ente que ha
logrado resolver el problema de un mínimo de funcionamien­
to unificado para ese niño quien, por su lado, no consiguió
hacer lo mismo vía identificación; de allí que establezca un
circuito identificatorio, restituyendo loque no logró con seres
humanos. Muchos historiales de autismo o de psicosis han re­
gistrado muy bien esta peculiar form a de hacer superficie y
que nos impone de su extraordinaria importancia. Lacan insta
a no desperdiciarla, en su momento, enigmática observación
de Freud sobre el yo en relación con ella. Ya podemos
justificar m ejor esa sentencia después de trabajos como los de
Bettclheim, I-efort y el mismo Lacan, porque desde la estruc­
turación primordial del cuerpo a través del jugar, lo primero
que se construye no es para nada un interior, es decir, un
volumen, sino una película eirb&nda continua.
La problemática de lo /volúm enes en psicoanálisis fue
tratada intensivamente por Klein, quien siempre está intere­
sada en una dialéctica entrW im e riftrd e l cuerpo y lo exterior'
a él, así como en relaciones^fameímáticas confincnTe/ctfñt?~
nido. Por cierto que todo esto tiene firmes soportes clínicos en
la teoría de Klein, pero se diría que equivoca los tiempos: lo
que ella da com o primario no loes. Mucho antes de poder fun­
cionar en ese nivel de volúmenes que su concepiualización
requiere, un niño tiene q ue autoinscribirse bajo la forma de
una superficie, requisito sine qua non para que sea válido
suponer operaciones del tipo de las de dentro/fuera. Estos
términos son inaplicables si no se apuntalan en la anterior
continuidad.
Lo esencial de ésta es su ajenidad de fondo (y no sólo
episódica, fondo pues que permanece) respecto a ese más
conocido par opositivo. La célebre cinta de Moebius es su
referencia exacta. Lo esencial es sólo una cosa: su no solución
de continuidad. Por eso mismo no nos sorprenderá que no se
limite sólo al cuerpo del infans. La banda incluye a la madre y
a otros elementos.
Si esto es así, obliga a reformular muy a fondo el estadio d el
espejo en su concep t ual i zación -ya~cl;ísicn (Lqrnn), a fin de
obtener un acuerdo más profundo con la experiencia clínica
más reciente y de avanzada del psicoanálisis. La fecha relati­
vamente tardía de ese estadio o fase, entre los seTs"y~To§
dieciocho meses, nos lo indica. A los seis meses, un bebé ya
dispone de un montaje de superficies hechas por una diversi­
dad de zonas que, junto a lo visceral, hace figurar algo tan
diferente com o el oído, por ejemplo. Converjo y concuerdo así
con diversos autores (Aulagnier, Sami-Ali, W innicott) en que
el estadio del espejo no es una formación originaria (y no ven­
dría tan mal, parece, recordar que esa hipótesis anda por el
medio siglode edad). El mismo Lacan, más adelante, le añadió
observaciones que suponen anterioridades lógicas. Digamos
que tienen que pasar una importante serie de cosas para que el
niño llegue a ese encuentro con el espejo en condiciones de tal
índole como para que ésteexista para él. De fase inaugural pasa
así— con todos los honores— al coronamiento de un complejo
itinerario.
Ya unos años más tarde se introdujo una modificación al
referirse Lacan a un tiempo en que el bebé accedeal espejo (sin
reconocerse todavía, por lo dem ás) en brazos del O troprim or-
dial. En esta situación se revela dccisivoque la mirada de aquél
(que sí es reconocido) confirme, y así se apuntale en ella, lo que
el pequeño logra poco a ^ ó c o ver. Ysuin hubo que esperar a
1971 para la ^ lic i ta c ió n de WinnicotLsábre un tiempo previo
a los anteriores, cuando directam ente es el O tro — o su rostro—
el espejo y la condición del efectivamente llamado así, primer
paso m u el que la llegada a ése y de éste no se produce. En gran
medida, la escansión entre estas puntuaciones teóricas tuvo
que ver con la represión que por muchos años recayó sobre la
teoría especular de Dolto, de hecho bastante más rica y
multidimensional. Y en otra gran medida por otra represión —
la originaria— que convierte en perdidos para siempre los pri­
meros acontecimientos de la existencia y ayuda a ‘naturalizar’
la noción de varios meses de vida, y tan luego los iniciales, sin
que acaeciese ninguna operación estructurante de importan­
cia. La clínica desconfirma este adultocentrismo, marcando
además cómo la no constitución de las categorías simbólicas
antes/después da un peso enorme a factores que en otro mo­
mento de la existencia serían de poca monta, pero que en aquel
período pueden provocar daños muy severos. Quienes han''
pasado por formas de detención ilegal y concentracionaria
destacan siempre de sus condiciones inaugurales, el haber
sido introducidos compulsivamente en otra dimensión
temporal, donde no cuenta más el mañana: a bolición de las,.
fechas. Ahí se puede volver a tener una reviviscencia (no re­
miniscencia) del funcionamiento de la temporalidad_ETÍmor-
dial. Por supuesto que la clínica con afecciones narcisistas de
cuidado (aun las no psicóticas ni autísticas) nos brinda otro
acceso, cuando un relámpago transierencial permite echar
una ojeada en la extensión abismal que un par de minutos de
mora en atenderlo toma para un paciente.
Otro ángulo para abordar la com pleja constitución y fun-
ción temprana de superficies es una observación bastante
común en el dibujo de niñospsicóticos: me refiero al contorno
‘‘en flecos”. En lugar de hacer un borde firme, ininterrumpido
de la silueta, ésta parece deshilacliarse, con temblorosa con­
sistencia. Indice de gran significación al traer a colacloñ la
destrucción de^ma^npefficic corporal. Un fragmento célebre
de un c a s o 4 c Victor Tausk, al que Frcud dio vueltas sin
terminar de entenderlo en un pasaje de la Metapsicología
(“ Lo inconsciente”): el paciente, un esquizofrénico, estiraba
los calcetines haciendo notar en primer plano una miríada de
porosidades en su trama, que Freud a su tumo pensó corres­
pondían al complejo de castración, sin escapársele — y es lo
esencial y más vivo de su comentario— que un histérico, por
ejemplo, jam ás utilizaría una simbolización así para represen­
tarla. Es que son demasiados agujcrillos, y en una extensión
demasiado vasta. Un neurótico ‘elegiría’ algo como una con­
cavidad o un agujero en particular, suficientemente conspi­
cuo. Es por esta problemática de la superficie arcaica que, in­
variablemente, cualquier historiaí de psicosis, infantil o no, de
autismo o de depresión, una vez alcanzada cierta respuesta
favorable al análisis, ésta se deja traslucir en series de episo­
dios de embadumamiento (concreto o figurado) que incluyen
al terapeuta y al consultorio ¡unto al propio cuerpo. Llegado a
cate-punto, un pequeño paciente inundaba mi corisuItorio con
agua, no tan interesado en divertirse co n c horros discontinuos
— com o otros niños que apelan aeste material— como en tener
una cantidad de agua suficiente para extenderla en una capa
delgada que cubriese absolutamente todo: es un tipo de activi­
dad en laq ue el juego se pone al servicio de curar una herida,
mientras que en los casos más comunes y corrientes no se trata
de eso, sino de intentar una comunicación orientada desidera-
tivamente (mojar=coito, por ejemplo, en muchas enuresis).
Idéntico procedimiento se repite en el discurso verbal
cuando es un paciente que ya habla. Evoco materiales de ad(>
lescentes paranoicos, cuya escritura llama mucho la atención
por la abolición de signos de puntuación. Flujo sin cortes
(apenas con la intensificación de algunas m ayúsculas)de muy
difícil lectura, al no haber puntos aparte ni tipo alguno de
escansión, ni paréntesis, ni guiones; pura apretadura de pala­
bras y palabras, rellenando todos los blancos de la página,
banda restitutiva frente a la amenaza inminente de caos y des­
integración. Es importante, llegado a este punto, escapar a
cierto lugar común (favorecido por la obra de Klein, quien no
lo redujo a esa triste condición) de un estado inicial de frag­
mentación angustiosa, del cual nos salvaríamos casi por m ila­
gro o por la buena letra de la posición depresiva. Parece más
justo decir, siguiendo a Winnicott, que ‘en el principio’ era un
estado de no integración, cercano a la policromía sexual que
proponen los Tres ensayos, sin ser necesario hacer intervenir
ningún pánico a priori, porque hay una diferencia. Ese estado
de no integración se sostiene bien en la medida en que acudan
funciones que aporten la integración fallante, lo cual exime al
bebe de esfuerzos especiales por juntarse; ya existe un lugar,
el cuerpo del Otro que lo dona. En cambio, el pasaje de la no
integración a una desintegración que podría ser caótica y
aniquilante se da cuando hay fallos graves y sostenidos en las
funciones primordiales. A veces recibimos niños que han
debido instrumentar prematuramente sistemas obsesivos na­
cidos al margen del complejo de Edipo durante el segundo año
de vida, y que son índice de problemáticas en realidad muy
graves, debido a que el niño tuvo que arm ar de prisa disposi­
tivos de defensa frente al potencial desintcgrativo implicado
por funciones fracasadas en unificarlo. “Lo que natura non
da. . . ” Salamanca presta como mejor puede, obteniendo así
adaptaciones aparentemente exitosas a un precio muy caro:
pobreza sublimatoria, derrumbe como m ar de fondo, aliena­
ción en ideales exclusivamente tomados en su sesgo norma-
tivizante. Esta seudo objetividad nos devuelve al problema
originario de fabricarse una superficie para ser o parecer.
Otra referencia crucial — que acaso sonaría riesgosa si no
proviniese de autores insospechables de psicologismo ficcio-
nal— para esta tempranísima función del jugar la hallamos en
Tosquelles y Lacan, y puedo por mi parte agregar que mi
experiencia en depresiones graves la ratifica totalmente.
Hablo de las membranas placentarias com o primer objeto
perdido, objeto cuyo desprendimiento al nacer condensan
ciertos discursos al recogerlo en diversas fabulaciones y cre­
encias que ligan la buena o mala fortuna esperable con el efec­
to de ‘cofia’ o con la precedencia de las membranas en salir
del vientre materno. Como siempre, el río del mito suena, lo­
calizando algo subjetivamente significante en este peculiar
objeto que hay que separar de sí para salir a la vida extrauteri­
na. Pero, notemos, su función de envoltura nos pone de nuevo
sobre la pista de lo que hemos detectado com o superficie.
En las depresiones reencontramos inesperadamente y del
modo más concreto esto que podría parecer especulativo, más
literario que literalj i o r m í y ^ i i e j ^
se da el caso de pacientes en quienes
facilitaeíreconocim iento de que están abatidos (niños, inclu­
sive) el hecho de que en sesión, por más calor que haga, no se
quiten el abrigo, hasta acostarse en el diván con el sobretodo
puesto. Búsqueda activa de calor o de una demasía de calor,
que personalmente considero una restitución de la más arcai­
ca envoltura corporal a falta de función de forjarse en un punto
de mayor evolución como la mirada materna37. Pero, más allá
de la patología depresiva, es una nueva verificación clínica que
nos impulsa a valorizar en muy alto grado la categoría de la
continuidad en la estructuración temprana. De un modo más
abarcativo, la reencontramos — con un alcance diferente— en
la práctica del pediatra, cuando se sostiene que el bebé necesita
de ciertas rutinas. Muy probablemente, el especialista ignora
cuánto está diciendo al hacerse cargo de transmitir esta idea y
que lleva a regiones de la subjetividad harto más importantes
que el carácter de medida o consejo ‘práctico’ para la crianza.
En efecto, las rutinas que un bebé necesita suponen ciertas
regularidades y ciertas previsiones para un sujeto en condicio­
nes tales que todo le es imprevisible o peor aun, impensable,
dado que está en un mundo absolutamente nuevo. Las rutinas
son otros tantos nombres de la fabricación de superficies: cabe
al Otro primordial ofrecer por medio de ellas los medios para
armar una cotidianeidad. Y, ¿qué es ésta, si no un sistema de
continuidades unificantes? Su validez se extiende lo menos
hasta la estructuración del fortlda, que posibilita simbolizar la
ausencia (la discontinuidad). Antes de ‘educar’ la formación
de hábitos, forma cuerpo. Vemos cóm o no hay bebé que no se
resista denodada e indignadamente a que se le desprenda
cualquier pegote de la cara. El enojo es universal, pero la
repulsa no es a la limpieza, sino a que lo despojem osíJcjina
parte sustancial de su cuerpo, la que lo cohesiona/
En las antípodas, puede verse en cualquier (lin y e ra ’ ]Á
necesidad de envolverse concienzudamente con diaríÓTc) con
lo que tenga a mano, la predilección por grandes ropones que
le permitan taparse, complementados con la proliferación de
pilosidades: capa sobre capa, en un trabajo de restitución
interminable (trabajo eminentemente cultural pese a sus aires
de marginalidad), a loque a su vez se agregan gran cantidad de
objetos en los bolsillos, figura inmortalizada por Beckett:
Ibasura, sí, pero es con esa basura, con esos desechos heterócli-
tos (olores, voces, pedazos de frases coaguladas en su sentido,
harapos de otrora espléndidas identificaciones, percepciones
fugaces de ínfimas tensiones posturales) que fabricamos nues­
tra corporeidad de seres deseantes. Es nuestro abono, ¿cómo
no entender el llanto airado y la repulsa del pequeño a la mano
que le saca los mocos o le jabona la cabeza? Para su nivel de
simbolización no se trata de ningún pegote extemo, forma
intrínsecamente su unificación en trámite.
Se ha hablado de fenómenos de este orden como que son
posesiones. Pero lo que hay que entender es que no son sólo
posesiones en el sentido yo/no-yo, aunque también llegue un
momento en que esto entre en juego: en un nivel más primi­
tivo no es tanto ‘esto es mío, no es tuyo’, sino ‘con esto es mí:
lo soy’. El verbo tener todavía cuenta poco. Medidas tec-
nocráticas, com o las erradicaciones y procedimientos sanita­
rios compulsivos a fin de ‘m ejorar’ el estatuto social de com u­
nidades marginadas, fundan en el desconocimiento de esta
problemática una licencia para su sadismo más o menos
‘reaccionario*.
La profunda y acendrada ignorancia (ignorancia mucho
más que intelectual, es decir, no remediable con un superávit
informativo) arrastra a interpretaciones racistas y reacciona­
rias de estas respuestas incomprensibles para una perspectiva
psico y socialmente epidérmica: ¿cóm o alguien puede ser tan
mal nacido que rechace elementos de confort nuevos y sobre
todo limpios, anteponiéndoles sus viejas ‘porquerías’? Pero
no se quiere entenderque los sujetos en cuestión no pueden re­
conocerse en su continuidad narcisista (tan trajinada además
por la migración y otras calamidades) en el ‘bienestar’ al que
se les coacciona. Idéntico mecanismo que el que esclarece el
porqué de tantas exigencias de regularidades en la transferen­
cia de ciertos pacientes: por qué una mudanza del consultorio
de su analista desencadena a veces toda una débaele (actua­
ciones incluidas) y hasta la imposibilidad de proseguir el tra­
tamiento. Si me explayo en esta fenomenología ‘de bazar’ es
a propósito, con miras a evitar una trivialización recurrente
donde se reifique el pequeño ejemplo de ‘a los tres meses
untan’, desplegando con holgura una gama verdaderamente
muy rica de acontecimientos verbales y no verbales, de
capilaridades cotidianas, a través de las cuales un sujeto se va
haciendo su cuerpo o lo restituye si lo ha perdido o, si nunca
lo ha alcanzado, a inscribirlo de manera consistente. Además,
tal gama previene de circunscribir la operación de constituir
superficies a un periodo breve y acotado, cuando lo planteo
com o invariante estructural.
Era por buenas razones que Winnicott insistía en el punto de
no tirar indiscriminadamente esos elementos a los que un
pequeño se aferra, aunque suelan oler mal u ofendan visible­
mente la estética familiar. Hay que andar con más cuidado, lo
podemos tirar a él. No sirve pensar en un objeto en el sentido
más cartesiano del término tomado en su contraposición con
una subjetividad: es objeto en todo caso en el psicoanalítico,
objeto paradójico porque bien podemos descubrir que en
realidad es el sujeto mismo en su corporeidad libidinal. Por lo
tanto, su pérdida traumática provoca desde una ruptura narci-
sista hasta una devastación detipopsicótico. La vulnerabilidad
en este punto es asociable a menudo con patología objetiva —
en lo manifiesto— de gravedad en el entorno, en última ins­
tancia ligada a fantasmas paranoicos que discurren por el eje
limpio/sucio. En una familia así, se descarga con gran violen­
cia esa temática delirante sobre el hijo sometido demasiado
pronto a políticas higienistas, cuyo principal efecto es destruir
una y otra vez lo que de superficie el niño ha ido levantando.
Los residuos que se lleva el agua no son sino él mismo en su
subjetivación más espontánea. Nuevamente insisto: estos ro­
deos tienen su razón de ser en la importancia, decisiva clínica­
mente, de mostrar la complejidad de lo que investigamos y
descubrimos, más allá de formulaciones atinentes al primer
año de vida. De hecho, las irrupciones patológicas de una
formulación defectuosa y precaria de superficies es muchas
veces bien tardía. Por otra parte, no es nada difícil localizar
manifestaciones de perturbación temprana al respecto. En los
niños autistas, estamos habituados a encontrar esbozos ampu­
tados, restos de superficies mal formadas, por ejemplo, lo que
psiquiátricamente se llaman estereotipias; vemos allí lo que
quedó de un niño jugando, índice además de que todavía
subsiste algo de un niño, ardiendo débilmente en el fragmento
mutilado de loque sería en otras circunstancias un movimiento
plenamente extendido en el tiempo y en el espacio. De manera
que no es azaroso que acudan figuras topológicas a la mente al
estudiar la formación del narcisismo, del mismo modo que una
niña como Laurie (Bettelheim) produce la impresión curiosa
y anacrónica de “saber” de la banda de Moebius.
Pregnante durante el primer año la actividad de hacer
bandas queda luego resignificada y recubierta por otras es^
tructuras, puesta al servicio de ellas, pasando entonces total-
mente desapercibida. Pero esto no debe en absolutoelítender-
se en el sentidode una desaparición: su subsistencia subterrá­
nea es indispensable a la existencia dol sujeto, casi diríamos
al mantenimiento de la ‘tensión’ que lo hace tal. El recubri­
miento es posible porque ya no es problemática para el niño
la constitución de superficies. No será entonces loque requie­
ra nuestra atención en la consulta por un pequeño neurótico,
en quien nos preocupan muy diferentes cosas. Pero, en prin­
cipio, nadie está a cubierto de que la intensidad regredientede
-una situación vuelva al prim er plano la problemática de hacer
superficie. Al respecto, los testimonios de quienes pasaron
por campos de concentración u otras formas de deteñcíoñsin
derechos legales nos aportan suplementos de prueba. ¿Q u ées
lo prim ero que se organiza en esa coyuntura, cuando"se desea
seguir viviendo, cuando no se han bajado los brazos y p r e ­
gado a la muerte? Nada más y nada menos que una rutina J ts
decir, algún tipo de banda, una superfj5a e ^ r u t i ^ l m m ^ a la
cual puede pasarse a otra cosaTD etam ism a forma, quien sale
de atravesar una enfermedad algo prolongada — lo suficiente
como para introducir una solución de continuidad en su vida
cotidiana— experimenta el goce del convaleciente: reencon­
trarse con sus lugares habituales, paulatinamente con sus
hábitos habituales, con todo loque la enfermedad había roto,
goce cuya delicia señala el reflujo del investimento libidinal
sobre territorios temporariamente desnarcisizados, abando­
nados a lo real. No dura mucho; la superficie recuperada de
lugares yde tiempos vuelve a hundirse en su silencio fiel. Pero
— si ninguna patología lo interfiere— siempre hay un lapso en
el que por sobre todo se privilegia el restablecimiento de la
vieja continuidad en donde el sujeto habita y se reconoce. Lo
que la antigua (aunque-aúi^sobreviviente) psicología estudia­
ba bajo el nombre.de hábito s ta r a nosotros, psicoanalistas, es
parte de una funciórTmucfío más trascendente porque consti­
tuye una retícula de sopones narcisistas en los que toda
subjetividad necesita apuntalarse. Es esencial a esa función
que no se piense en ellos, se hacen otras cosas, tal cual el bebé
no se preocupa por su madre.
Y con esto apunto a su génesis: son los herederos de la
función materna. Arriesgaría decir que toda la cotidianeidad
en su sentido de plataforma, qe apoyo, es heredera d é l a
función materna, y al insistir en esta nominación estoy dicien­
do que la cotidianeidad presupone además un desarrollo sim­
bólico ya muy sofisticado. En familias con un elevado poto»-
cial psicótico es posible observar en la clínica que el sujeto se
encuentre en la imposibilidad absoluta de prever lo que va a
ocurrir: no hay constitución de rutina; mientras que un neuró­
tico suele quejarse de ella y de las impasses que según él
ocasiona a su deseo.
En cambio, tanto en funcionamientos com o en diversos
trastornos narcisistas, la rutina es valorada de otra manera. En
el análisis de una adolescente pudimos descubrir cóm o su
expectativa constante de catástrofe, que era uno de sus sufri­
mientos más acentuados, estaba ligada a un dispositivo fami­
liar donde no había sistem as de rutinas configurados, lo cual
aclaró mucho para ella el carácter flotante, innominable, de
dicha catástrofe, rebelde a organizarse en alguna escena (lo
cual ya implicaría una considerable elaboración imaginaria).
Basados en ello, pudimos analizar luego cóm o repetía este
procedimiento por cuenta propia, por ejemplo, en su estilo
discursivo y en cómo no organizaba nunca su día. Si uno le
hubiera hecho contar en todas las sesiones con precisión cómo
pasó el día anterior, descubriría que ninguno era igual a otro,
porque tomaban forma sobre la marcha. A sí fuimos reconstru­
yendo cóm o dependían de contingencias, de encuentros calle­
jeros; en cierta ocasión uno de éstos la lleva a participar de una
reunión política: en creciente insight experimentó en un
momento dado una vivencia de extrañamiento al darse cuenta
de que la reunión política en la que se hallaba no tenía que ver
con la reunión a la que ella hubiera ido si se ocupase de política.
La moraleja es que, cuando no ha quedado una superficie or­
ganizada, hay que construirla (restitutivamente) día por día y
con lo que se pueda. Igualmente su llegada a sesión se pro­
ducía o no de acuerdo con itinerarios librados al azar.
W innicott llamó nuestra atención sobre la forma intuitiva
—dado que Freud carecía en ese momento de elementos
teóricos para fundamentarlo— , en la que se montó desde los
inicios una rutina de la situación analítica. Contemporánea­
mente, Lacan puso un énfasis crítico particular sobre deriva­
ciones secundarias e indeseables de ella: burocratización
formalista de la terapia, promoción de la rutina al ritual. Pero
lo primario está en otra parte: la cpníimudad es u n jwsgo,
diferencial del tratamiento psicoanalíticQ. Las razones
prácticas que sería obvio invocar ño alcanzan a explicarla;
hay razones más profundas: con sólo la estabilidad en un psi­
coanálisis no alcanza, como no basta con ningún otroelem en-
toconsiderado aisladamente, pero creo que ningún análisis se
puede realizar sin ese elemento: el apuntalamiento en la
continuidad. Para esto no se requiere que el analista se
imposte como ser excepcional: apenas que sea previsible,
“confiable” (Winnicott), así como lo imprevisible debe ser un
elemento fundamental para que su intervención tenga efectos
interpretativos. Esta combinación paradójica de estabilidad,
con sorpresa constituye una de las dificultades de la posición
del analista y, en el corazón mismo de la práctica, suministra
otra prueba de la función primordial que hemos reconocidoen
el origen del jugar.
8. LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (II):
EL ESPACIO DE LAS DISTANCIAS ABOLIDAS

Pero debemos seguir adelante con nuestros descubrim ien­


tos sobre funciones del jugar mucho más tempranas y fundan­
tes que el célebre fortída, ligadas a la edificación del cuerpo
propio. Memos ya logrado establecer una primera donde se
trata, en definitiva, del trazado y la inscripción de una super­
ficie sin volumen y sin solución de continuidad: o com o dicen
los Letort: su flejjK jg jin im ü e r ^ s .
Hlay que agregar aún lo siguiente, matiz decisivo para que
la observación no nos lleve a engaño. Cuando vemos a un
chico, por ejemplo, em badurnando con papilla el sitio donde
come, no hay que pensar que está efectuando una intervención
sobre un objeto del mundo externo; lo nuevo que aporta el
psicoanálisis es la comprensión, la revelación, diría yo (pues
introduce una iluminación diferente en todo un campo de
hechos), de que en realidad trabaja como albañil de su propio
cuerpo. Es erróneo imaginar una separación, que todavía está
lejos de constituirse, del orden de cuerpo/espacio, cuerpo/no
cuerpo, etc.; todo lo contrario, en ese tiempo luego remoto el
espacio es el cuerpo, cuerpo y espacio coinciden sin desdobla­
miento. Por lo tanto, toda operación que el niño efectúa sobre
lo que un conductistaconsideraría un objeto externo, involucra
su ser más íntimo, vale decir corpóreo. La oposición interno/
externo en este nivel de desarrollo es una ilusión que el
observador adulto proyecta en la situación. Por eso la observa­
ción “ pura” sin la introducción de ciertas categorías del psico­
análisis indefectiblemente nos engaña. Sin contar con que,
además, la investigación clínica nos entrega pruebas concre­
tas de la ecuación (formulada explícitamente porS am i-A lino
hace muchos años) cuerpo=espacio.
En efecto, los relatos que en sesión nos llegan de las
vivencias correspondientes a estados de intoxicación con
alcohol o con drogas, repiten incansablemente, a través de sus
variaciones imaginarias, un motivo conductor: la abolición
(sería inexacto decir la pérdida) de los límites corporales. I .os
relatos nos hablan de un cuerpo que se ensancha fusionándose
al espacio circundante, hasta hacer coincidir los límites de
ambos.
La famosa ‘supresión de inhibiciones’ atribuida a ese
estado3* tiene que ver con tal abolición, con el levantamien­
to de la separación (que habitualmente creemos tan irreversi­
ble) yo/no-yo. Estos materiales clínicos hacen desaparecer lo
aparentemente enigmático de la ecuación mencionada. Debe
subrayarse muy especialmente, entonces, que para un niño
muy pequeño no hay ninguna operacíon sobre el espacio que
no sea una operación sobre su cuerpo. La idea de modifica­
ción aloplástica es totalnjem eioa^Iicable aquí.
• De otra manera, yrflanto indirect*N> más sinuosa, reencon­
tramos la cuestión b i Melanie K leinjen numerosos pasajes
repite que determimfch»-f>roceso-eftíc sucede en el mundo
interno sucede siempre simultáneamente en el mundo exter­
no. Es una forma desmañada de decirlo, porque si sacara las
consecuencias de su aseveración no podría sino concluir que
la oposición está de más, es una categoría que no funciona.
Este singular régimen de especialidad lo conocemos com o
la forma de especialidad inconsciente narcisista originaria
por excelencia, conceptualmente enriquecida bajo el nombre
deespaciode inclusiones recíprocas (Sami-Ali), especialidad
donde ninguna de las polaridades que luego van organizando
la vida del psiquismo están vigentes (yo/no-yo, sujeto/objeto,
externo/interno); ninguna está constituida. Espacialidad tam ­
bién bidimensional, pues está claro que para la constitución
de polaridades se necesita un espesor, la dimensión tridimen­
sional. Aplastado el espacio en una bidimensión, los dos
puntos de cualquier polaridad coinciden.
La banda de Moebius viene justamente a proporcionar una
ilustración conceptual de este espacio, al causar la inflexión de
su curvatura la desaparición de la oposición entre la cara
externa y la cara interna. Adrede acuñé la expresión “ilustra­
ción conceptual”, pues me parece más cercana al espíritu con
que Lacan la introduce, algo más que un recurso.visual
entretenido. Más seriamente, retorna el viejo esfuerzo analíti­
co para romper con la noción tenaz de un espacio que origina­
riamente naciese interno y externo. La adquisición de lo in­
terno/externo se hace por un proceso de simbolización bastan­
te trabajoso. Debería bastamos con registrar todas las luchas
que los niños libran por sus propiedades y por delimitarlas de
las propiedades ajenas. Cuando al respecto se dice que el niño
no poseería ‘sentido de la propiedad’, se incurre en una sim­
plificación asaz burda, pues más adecuado sería observar que
no se posee a s í mismo, demasiado incrustado en el cuerpo del
Otro como está. Además, este espacio de inclusiones recí­
procas es simultáneamente tiempo de inclusiones recíprocas
en la medida en que enfrentamos un orden en donde las
categorías del tipo pasado/futuro, por ejemplo, no han empe­
zado a funcionar. Tampoco es cierto que haya un perpetuo
presente; ésa es otra formulación defectuosa y excesivamente
influida por el proceso secundario. Acaso la mejor manera de
representar este régimen temporal es tomando el gerundio
habitual en inglés (como en playing, de Winnicott) que supone
algo que está continuamente siendo, un sucediendo.
Tras esta nueva ampliación podemos ya presentar la segun­
da función del jugar concerniente al scpnnrin momento en la
Estructuración delcuerpo. Si respetamos una secuencia tem­
poral que también nos permitirá ir de lo más sencillo a lo más
complicado, diremos que el segundo tipo de actividad a la que
se puede ver a un bebé entregado — no mucho tiempo después
su arranque del de la formación de superficies, produciéndose
así un encabalgamiento parcial— involucra una serie de jue­
gos de relación continente/contenido; por ejem pío/se podrá
observar en esta época al niño intentando agarrar la cafféracfc
la madre, sacarcosas de allí, o descubrir el interior de una caja,
^ x traeTcIcmentos v de volverlos?todo fleTmaTnanera msTsten-
te, absorta y repetida3y. Dicho esto, inmediatamente hay que
proceder a una salvedad: nos equivocaríamos, y mucho, si
pensásemos que supone (como primero se pensó), contenido
interno diferenciado del continente ‘externo’. Nuevamente
sirve aquí apelar al auxilio del concepto de inclusiones re­
cíprocas, dado que la relación entre contenido y continente
que descubrimos es totalmente reversible. Del mismo modo
que coloca un objeto dentro de otro, puede recolocar esos ele­
m entos a la inversa; la afirmación preconscicnte de que el
continente debe ser más grande que el contenido no tiene
validez en este nivel arcaico. Dentro del esquema de inclusio­
nes recíprocas cabe perfectamente concebir que el contenido
que es más pequeño que el continente pueda, sin embargo,
albergarlo a su vez. Es lo que el psicoanálisis se acostumbró
a reconocer en los fantasmas de devoración; por ejemplo, la
incorporación del cuerpo materno por parte del bebé que a la
vez funciona incluido en aquél. Aquí no rige que “el pez
grande se come al chico”, ya que el chico se puede com er al
grande también. Con lo cual deducimos que la relación
pequeño/grande no está planteada de la forma en que luego la
solemos encontrar.
En otros términos, la espacialidad prosigue bidimensional.
El siguiente juego ofrece una muestra explícita y es lo
suficientemente típico. Lo hace un chico de siete años, al que
su inconsciente lo retrotrae a una^structuración que ya no es
en él la dominante. De acuerdo con la escena, estamos ambos
en el interior de una nave espacial que el paciente llama,
echando mano de su cultura televisiva, “la nave madriza” .
Pero he aquí que, simultáneamente, él es una especie de
sunerrobot galáctico que devora la nave en cuvo vientre e s-
taba refugiado. La reversibilidad, tanto espacial como tem po­
ral, de las relaciones de continente/contenido —cuyo lazo es
de ambigüedad y no de oposición— , permite que la fantasía
proceda con toda naturalidad a esta clase de operaciones, que
se hallan en la base de lo que denominamos omnipotencia en
el imaginario infantil. Pero son muchos y muy importantes los
procesos psíquicos que llevan este sello específico de la
segunda función del jugar en el coito: toda vez que se alcance
un punto de real intensidad erótica, no es subjetivamente
decidible quién está dentro de quién (amén de que sería deci­
didamente contraproducente intentar resolver esta paradoja).
En muchos juegos que traen los niños a sesión, la equipara­
ción de lo pequeño y lo grande funda esas escenas en que el
sujeto derrota fácilmente a un contrincante gigantesco. A
postenori, esto sufre la infiltración de lo edípico y se asemeja
al mito de David y Goliat; pero, en realidad, en los niveles más
arcaicos se trata de otra cosa, pues las relaciones chico/grande
no significan nada demasiado consistente. Esto mismo se re-
pite en fenómenos que luego, en procesos psicóticos, pueden
tener una enorme intensificación como, por ejemplo, las fan­
tasías de ser succionado por el inodoro, donde nuevamente
extrañamos una discriminación, esta vez entre parte y todo, o
las vivencias esquizofrénicas en tomo a ser devorado por la
comida que se ingiere, muy directamente relacionadas con
cjertas anorexias psicóticas.
Estas leyes del funcionamiento psíquico más temprano y
más radicalmente inconsciente, previo a la separación diferen­
cial respecto del cuerpo del Otro primordial, hacen ver lo
erróneo de tantas versiones psicológicas simplistas, donde la
madre sena el continente y el niño el contenido. Incluso en el
embarazo no es nada raro constatar fantasmas reveladores de
que la cuestión es mucho más compleja, cuando una mu,ier nos
relata que para ella el feto que lleva adentro se la traga, locuál
suscita un montante de angustia que empuja al aborto, cuando
no a abonos a repetición, o por lo menos ocasiona una fuerte
ambivalencia hacia esa criatura en formación que no le deja
hacer nada, que ocupa todo su ser. La literatura ha inmortali­
zado esos espacios laberínticos sin salida (no hay otro lugar)
donde acaba uno por perderse sin remedio a falta de distincio­
nes como extemo/interno que, lejos de oponerse organizada­
mente, se intercambian recíprocamente.
Desde el punto de vista teórico debemos poner todo esto en
relación con loque llamo la segunda paradoja de W innicott, y
que reza más o menos asi: para poder separarse hay que estar
mnv unido, muy en tusión. es la fusión lo que permite (la con­
dición de) la separación y no al contrario. Laclínica abunda en
testimonios de los efectos negativos de la separación prema­
tura entre yo y no-yo que fuerza a categorizar esa diferencia
de algún modo. Esto altera la espontaneidad del pequeño
sujeto, y lo orienta compulsivamente a adaptarse al deseo del
Otro (por ejemplo, el de abreviar todo lo posible la fusión ori­
ginaria) que no es lo mismo que un genuino desarrollo
simbólico. A la vez, la diferencia que el pequeño se ve llevado
a jeconocer es tan abrumadora, que favorece la inscripción de
vivencias de impotencia y de vacío. Hay que pensar que la
dependencia del bebé es tan extrema y polimorfa — al no
agotarse en la atención de sus requerimientos biológicos—
que la única forma de soportarla es que no sea requerido a
tomar conciencia de ella hasta no haber logrado cierto
mínimo de autonomía. La función estructurante de la om nipo­
tencia temprana es justam ente en tanto protege al infans de
percatarse tan precozmente de que es O tro el que lo sostiene
y que ese O tro podría desaparecer, lo cual, si genera crisis de
angustia cuando cerca del año em pieza a reconocerlo, se
tornaría decididamente aniquilante a los pocos meses de vida.
De ahí la insuficiencia de una concepción exclusivamente
defensiva y psicopatológica de esa omnipotencia.
En términos más asimilables al funcionamiento adulto,
digamos que no soportaríamos nuestra existencia de ser
constantemente arrojados — y en un volumen amplificado
com o por un altoparlante— a tener presente que en cualquier
momento podemos morir, a no olvidar nunca la absoluta
contingencia de nuestra vida, su indefensión radical. Desde
ese punto de vista, decir ‘hasta m añana’ pone en juego la
misma omnipotencia que hemos rastreado en la vida fan-
tasmática del niño bajo formas más notorias y coloridas.
Tener presente la delicadeza y la importancia estructurante
de estos procesos fundados en el espacio de inclusiones
recíprocas, nos previene contra un excesivo hincapié que a
veces se hace en psicoanálisis en la discriminación tomada
com o valor. En este sentido, escuchamos descripciones clíni­
cas donde un sujeto vive en un estado de indiscriminación,
siguiéndose que lo deseable sería a través de un psicoanálisis
llevarlo a una inequívoca diferenciación yo/no-yo, etc. La
promoción unilateral de ideas así, sin preocupaciones de
contexto, pone peligrosamente nuestra práctica al servicio de
una ideología de la discriminación, que no atiende situaciones
en las que el paciente viene dañado en la medida en que se le
impuso una separación muy temprana, a través de una serie de
circunstancias y características de funciones maternas fallidas,
y donde una terapia centrada en la discriminación no hace más
que reforzar la repetición, iatrogenizando, cuando en realidad
un cam ino analítico mucho más plausible sería dar las condi­
ciones para que el sujeto hiciese una regresión en transferencia
a una posición fusional y, en todo caso, saliera de ella espontá­
neamente, no por vía y obra de una conducción del tratamiento
que en el fondo tiende a valorizar únicamente lo adaptativo.
Por obra y gracia de ese orden paradójico característico del
inconsciente, la segunda función del jugar pone de manifiesto,
en un espacio bidimensional, cierta dimensión de volumen,
contradicción que no hay más remedio que aceptar. En un
espacio plano donde aún no se ha producido lo diferencial del
espesor, se acusa inesperadamente un modo extraño del volu­
men, volumen reversible, que tan pronto surge como se desva­
nece, donde sin transición se pasa del continente con conteni­
dos a la desaparición del continente tragado, engullido por
ellos. Esta pendulación esencial causa confusiones. Desde esta
perspectiva se recuperan de una forma más entendiblc muchas
formulaciones y muchas descripciones vinculada^áTla ferio--
-¿«enología de las fantasías infantiles que inventahcLMclanie
Klcin^ftabemos del rechazo que suscitó y de las reservas-qtte-
aüTTpcrduran, aunque cualquier analista de niños las redescu­
bre. La dificultad central parece ser que ella las categorizaba
mediante un lenguaje demasiado tradicional para el objeto
entre manos, contra cuyas paradojas choca, algo así como si
uno de esos cuentos laberínticos de Borges se narrara en el
estilo minucioso, cotidiano y racionalista de Balzac. Por de
pronto, ésta es una de las propiedades del espacio que ella
redescubrió, que en un régimen bidimensional el volumen
com o rasgo del cuerpo del sujeto y del Otro primordial es algo
que a cada instante se insinúa sólo para deshacerse como un
edificio de arena.
Cuando esta segunda función no puede desplegarse por
causa de imposición de la diferenciación, el niño nuevamente
resulta agujereado; así lo encontramos a través de diversos
fantasmas psicóticos, acribillado, perforado de un modo
irremediable muchas veces. La obra de los Lefort nos ha
vuelto especialmente sensibles a este punto. Que esa irrever-
sibilidad resulte limitada a vivencia subjetivadel paciente que
la sufre o quede confirmada por el tratamiento analítico, es
cosa sólo contestable caso por caso, entre otros factores por
depender tanto del momento en que el análisis interviene en
la situación. En patología temprana los períodos críticos son
mucho más definitorios. Como lo sabe en términos prácticos
cualquier terapeuta, no es lo mismo tom ar un paciente que ha
atravesado varios brotes, varias internaciones, varios infruc­
tuosos tratamientos, que hacerlo antes de que todo esto se pro­
duzca, de manera que ninguna respuesta unívoca es válida.
Pero también debemos precavernos del error de homologar
‘frágil’ — término que conviene a lo expuesto del bebé como
a lo que teje el factor temporal en las perturbaciones tem pra­
nas— con ‘incurable’, equivocación proveniente de un es­
quematismo psicopatológico harto com ún, según el cual las
neurosis son lo más leve, idea cuya fundamentación no va
mucho más allá de un prejuicio.
Hay mucho que objetaren este esquema. Por ejemplo, no
faltan testimonios sobre perturbaciones psicóticas o narcisis-
tas de gravedad que se han curado solas en el curso de la vida
de la gente, ‘solas’ en el sentido de carentes de toda ayuda
especializada, cura apoyada en circunstancias de la existen­
cia, en imprevistos (para la compulsión de repetición) de tipo
histórico que ‘dieron vuelta’ una predestinación mítica me­
diante la irrupción del acontecimiento. Por lo mismo, la
fragilidad juega en ese caso com o factor de ayuda al implicar
una permeabilidad al medio que en cam bio sería vano esperar
en las formaciones neuróticas. Entonces, el eje gravedad/
levedad, intersectado por el de curabilidad/incurabilidad es
insuficiente por sí solo. Olvida que una de las cosas más
incurables de este mundo es una neurosis largamente (o
precozmente) cronificada: no matará, pero no tiene ninguna
posibilidad de remisión espontánea y se muestra inaccesible a
las influencias de la vida, mientras que un paciente, cuyo
equilibrio narcisista es mucho más precario formalmente,
tiene en esa labilidad una ocasión de cambio, siempre que se
dé un encuentro favorable en el plano objetal (en el plano
relacional pero sobre todo en el del Otro como lugar). El nivel
del acontecimiento en el plano transferencial tiene un peso
desconocido en las neurosis graves, donde prima la actualiza­
ción de lo preexistente.
Me he detenido y extendido en este punto porque conside­
ro fundamental oponerse a la correlación apresurada que esta­
blece una proporcionalidad, donde la neurosis es a la curabi-
lidad com o la psicosis a lo inmodificable, a lo que no tiene
remedio. Esta proposición es demasiado rectilínea. Igualmen­
te, creo que debemos rechazar el hacer de la neurosis un ideal
(por ejemplo, un ideal terapéutico deseable com o meta en el
tratamiento de las psicosis), olvidar que se trata de una patolo­
gía y que un sujeto puede quedar absolutamente imposibili­
tado de hacer nada libidinalmente productivo en su vida a
causa de una severa neurosis, y confundir lo difundido, loque
es común con la dimensión problemática y suplementaria de lo
saludable.
Acostumbrémonos a pensar y soportar mejor la diferencia:
la neurosis tiene su propio eje y la psicosis^U uyo. Levedad y
gravedad son internas a cada campo, independencia que no
significa encasillamiento clasificatorio (demasiado frecuente
en el estructuralismo contemporáneo) ni excluir sus interac­
ciones y sus reglas de transformación que permiten desde la
coexistencia de ambas en una subjetividad, hasta el pasaje que
alguien realice de la una a la otra. Lo único excluible es la
simplificación que he analizado.
Teniendo a la vista estas dificultades he optado con el tiem­
po por hacer un uso muy parco de la referencia a las estructuras,
que suelen convocarse hoy a cada momento y para todo.
Prefiero, siguiendo a Nasio, hablar deform aciones clínicas?
considerablemente más flexibles, toda vezque la acepción que
ha ganado terreno en psicoanálisis (en lo que a estructura
concierne) nos coloca en un corsé metodológico que impide
pensar muchas cosas, contra la tendencia contemporánea en
la ciencia que valoriza la transformación energética y conser­
va aquél, pero no sin relativizarlo. En cambio, el concepto de
formaciones es un término más libre de compromisos meta-
físicos y permite, sobre todo, pensar en la heterogeneidad,
pensar la combinación de aspectos neuróticos y psicóticos en
un mismo paciente, y superar a la vez cierta relación lineal
preestructural, pero sin excesivas fidelidades al principio de
identidad que, de un modo desconcertante, gravó la introduc­
ción del análisis estructural en el psicoanálisis. El concepto de
formaciones — más afín al escaso entusiasmo de Freud por las
tradiciones psiquiátricas a las que era ajeno—40 posibilita
sostener a un tiempo la diferencia que hace a neurosis y
psicosis tener cada una su propio desarrollo y el hecho de su
entrecruzamiento, sea efectivo sea una latencia en la subjeti­
vidad, lo cual nos ahorra esa deshistorización que conviene a
la estructura en una nueva entelequia.
Pensar así diversifica problemas, ayuda a reconocerlos
mejor. Por ejemplo, la neurosis tiene su propia gravedad, la
psicosis tiene la suya, y no se confunden la una con la otra,
pero por otra pane su coexistencia ambigua en un mismo caso
nos enseña que también hay caminos que llevan de una a otra,
caminos que no coinciden con los de la gravedad que, en su
propio campo, cada una exhiba. El diagnóstico diferencial en
transferencia — única forma psicoanalíticamente válida—
conoce estas arduas polimorfías, que lo tornan a menudo tan
inseguro, por grande que sea la pasión por estructurar. En el
mejor de los casos, tenemos con él un mapa móvil donde se
configuran y desconfiguran las estabilizaciones. Retengamos
este modelo posible, más cinematográfico que el del cuadro,
al cual, al decir estnictura, seguimos (disimuladamente)
demasiado atados. Pero estamos en la época del cine hace ya
mucho tiempo; podríamos incorporarlo. El inconsciente se
aviene bien a la práctica del montaje, mientras que el cuadro
(la toma) no es ninguna unidad en sí. A la vez que ser más
justos con la variedad de las producciones psíquicas, proceder
así nos ahorra el inútil esfuerzo de hipostasiar por decreto, a
priori, tres estructuras, para a continuación empezar a inven­
tar términos, ‘prepsicosis’, ‘locura’, etc., a fin de acomodarse
a la fastidiosa realidad de que el material con que nos medimos
es ajeno a nuestros deseos de sistematizar, el material es
rebelde, se resiste, el inconsciente se resiste a la estructura­
ción, el inconsciente es siempre lo que subsiste tras una estruc­
turación teórica. La aporía del nuevo formalismo en psicoaná­
lisis es que apuesta a estructurarlo todo, pero com o el costo de
estructurarlo todo es la desaparición del inconsciente y la
carencia de objeto a estructurar, hubo que ‘abrir’ lo que
previamente se había clausurado, e introducir lo real en una
versión ad hoc, demasiado tarde para modificar por dentro la
situación. Poresose ha llegado a una extraña convivencia entre
una taxinomia maquillada por los tics estructuralistas y el
cultivo de una moderna forma de acting ota a cargo del
terapeuta: las intervenciones en lo real, que terminan por abolir
el campo de significaciones a fuerza de cono circuitos.
Retornemos a la singularconformación continente conteni­
do a la que nos hemos dedicado. También en el cam po trans-
fcrencial se repite un destino de ella que no es el mejor 4I,
cuando el analista impone demasiado que es él quien da al pa­
ciente la interpretación, imposición otra vez prematura favo­
recida por el esquematismo psicológico dar/recibir (que la
teoría de la comunicación emplea hasta el cansancio, sin ad­
venir lo que tiene de lugar común). La consecuencia es que el
paciente se constituye en permanentemente agujereado. Es el
analista quien lo ‘llena’ con sus palabras; el paciente no crea,
no participa en la producción de las interpretaciones; el proce­
so entero queda muy alejado del analítico fundado en un espa­
cio transicional, donde no se sabe bien ni interesa de quién es
la interpretación; se puede decir aproximativamente que se ar­
mó entre los dos pero no reconoce unívocamente un autor.
Si se estructura una situación transferencial en donde el
analista se polariza como el autor y continente, y el paciente
como el receptor y el contenido, permanentemente agujerea­
do por otra parte, triunfa la repetición de una pauta temprana
en la estructuración continente contenido caracterizada por
cierto daño en su necesaria reversibilidad.
Una circunstancia excepcional nos fuerza a volver al estu­
dio de aspectos de la función parental que permiten, sostienen
o interfieren en esta segunda inflexión del jugar. Varios ana­
listas han tenido la ocasión de caracterizar a través de su
trabajo con niños, un tipo de función materna descrita com o
errática, con un alto grado de imprevisibilidad, función m a­
terna errática que, para empezar, ya provoca problemas en la
construcción de superficies, al especificarla el no estar allí
donde (y cuando) se la busca. Varios autores han coincidido
en señalar que este comportamiento inconsistente de la fun­
ción es por lo demás más patógeno, en lo que hace al menos al
narcisismo temprano, que una movilidad más continua pero
menos errática, estilo de la intervención del Otro que trae sus
perjuicios, pero al menos más pronosticable. En el contexto
de la errancia, el chico se ve coaccionado a adaptarse a una
diferenciación prematura entre él y el cuerpo materno; pasa
dem asiado pronto por experiencias de agujereamicnto, en la
medida en que no existe fluida reversibilidad de continente a
contenido. Reconstruimos condiciones así en la historia in­
fantil de muchos adolescentes drogadictos: éste es el aguje-
reamiento que luego se intenta colm ar con la droga en busca
de restituir cierto bienestar siempre frágil y perdido desde el
comienzo. Tengamos en cuenta que, en psicoanálisis, ‘bien­
estar' es algo cualitativamente otro que una sensación pla­
centera: decir ‘bienestar’ es significar un bien ocupar (en el
sentido de la Besetzung) poder instalarse en un lugar a partir
del cual construirse subjetivamente, poder mantener una po­
sición dentro de ciertos sitios libidinales simbólicamente
determinados.
La clínica psicoanalítica, a través del trabajo en sus nuevos
territorios, evidencia que la diferencia yo/no-yo forzada de
modo prematuro — al ritmo de la función en vez de alcanzada
espontáneamente ajustándose al ritmo de los procesos psí­
quicos del niño— , obtura y complica el desarrollo. Es muy
común en nuestra práctica cotidiana (y esto vale también para
pacientes adultos) tropezar con patologías que se podrían
llamar es decir, especificadas porel adherir­
se desesperadamente a algo y/o a alguien, modalidades que
en muchas ocasiones definen un tipo de existencia. Lacompul-
sividad y la angustia de caída es lo más notorio en tales
patologías, por lo demás en absoluto siempre groseras y
espectaculares, pues se dan también en muy sutiles equilibrios.
Un ejemplo trivial es cierta interferencia en el jugar ligada al
estar pendiente de aquel a quien el niño está com o colgado, lo
que bloquea seriamente la espontaneidad o por lo menos
reduce su alcance. El análisis demuestra que muchos de estos
sujetos vivieron la imposición de la diferencia cuando ésta era
aún insoportable. El conceptode “alteraciones del yo” (Freud)
se ha visto muy enriquecido en sus contenidos y en su denota­
ción por el relevamicnto minucioso de éstas y otras problem á­
ticas que no encajan cómodamente en la santísima trinidad
estructuralista.
La pregunta por lo soportable, por lo que se tolera sin
alteración patológica es muy importante en la clínica con
niños y adolescentes. Sabemos que el trabajo histórico de la
simbolización siempre debe considerarse sobre la base de un
fondo de angustia, trátese de inscribir la diferencia sexual,
constituir la separación del yo/no-yo, o tom ar las primeras
disjanrins.il la madre. Pero hay esenciales variacio­
nes. Melanie K lem jnsistió con mucha energía en la cuestión
'del quantum de angustia soportable para el psiquismo tempra­
no (de acuerdo con un complejo interjuego entre las series
complementarias) y en el peligro consiguiente de operaciones
defensivas que a la postre resultan pcijudiciales. Al fin y al
cabo eso tra paradoja: las defensas 110 sólo protegen: traspues-
to cierto margen son iatrogénicas, y el estudio que la misma
Klein hizo sobre las disociaciones excesivas conserva todo su
interés.
Esta referencia tiene un alcance general, se extiende a
cualquiera de las crisis en el desarrollo de la estructuración
subjetiva cada vez que se debe levantar algún mojón. Invaria­
blemente, el factor temporal interviene dando por resultado
que cuando la simbolización se fuerza inoportunamente, el
coeficiente de angustia es tan grande que aquélla se alcanza, sí,
pero a un costo muy alto, mensurable en escisiones, en forma­
ciones de reacción de inusitada rigidez y violencia. La delica­
deza, marca de fábrica de los procesos más arcaicos, es un
factor tanto más problemático cuanto que no nos es posible
poner fechas genéricas; son fechas propias, secretos de cada
subjetividad. Pero desde ya es posible pensar en secuencias:
cuando no está estabilizada una estructura precedente, dar el
siguiente paso eleva más allá de lo aconsejable ese monto de
angustia mencionado. Si alguien no logró hacer una superfi­
cie lo suficientemente continua, ¿cómo y con qué emprenderá
una diferenciación radical del cuerpo materno que amenaza
desintegrarlo?
Es por eso mismo que el jugar representa una función tan
esencial, en el ejercicio de la cual el niño se va curando por sí
solo respecto de una serie de puntos potencialmente traumá­
ticos. A llí donde las fracturas, las interferencias del mito fa­
miliar dislocan las simbolizaciones incipientes atacando el
proceso del jugar, el sujeto ya no dispone de ese su único
recurso de asimilación, gravedad que supone un impedimen­
to a tal extremo que se enuncia en una relación directamente
proporcional: a mayor deterioro patológico, mayor es tam­
bién la imposibilidad en el juego: el caso límite es el autismo
donde la función se anula y se defomia casi por completo.
A lo largo del proceso de estructuración y en la medida de
ella, el jugar se va resigniücíuido, lo que debemos recordar
para no interpretar mecánicamente situaciones lúdicas sobre
la base de lo que ‘vem os’, es decir, sobre la base de un reduc-
cionismo conduetista del significado que aísla secuencias jjel.
contexto que las esclarecería. Por ejemplo, la fabricación de
continuidades en'superficie pasa luego a ser material de la
angustia de castración; el daño al cuerpo en banda se transfor­
ma en injuria imaginaria en el nivel fálico, básicamente refe­
rida a los genitales. Por su parte, la relación de indiscrimina-
ción continente contenido se puede convertir en otro tiempo
soporte de la fantasmática edípica bajo el imperativo deseante
de recibir un hijo del padre. Por todo esto, tanto más esencial
es que no se produzcan interferencias de importancia que
también obstaculizarían el trabajo futuro de la resignifica­
ción.
La comprensión de estos procesos nos da una pauta mucho
más valiosa en la dirección de la cura, que el afán de poner al
paciente bajo un cartel que lo nomine como de una estructura
u otra. En el fragor de la clínica, una excesiva memoria de tal
rotulación, una sobreestimación de su utilidad, nos perjudica
en la tarea. Desde posiciones teóricas muy diferentes, Bion y
Nasio advirtieron sobre el riesgo, para el pensamiento en
psicoanálisis, de quedar dependientes de conceptos en el fondo
demasiado macroscópicos, que a veces conforman unidades
que más bien debemos problematizar. El culto al principio de
identidad que subtiende clandestinamente estos procedimien­
tos (el paciente X ‘es’ psicótico) no es ciertamente el aliado
mejor para quien conduce un psicoanálisis. El método que
hacemos nuestro se procesa de modo más fecundo apartándose
de nominaciones globales y masivas (que en todo caso, como
la síntesis, habría que dejar para después del final). A prehen­
der, por ejemplo, si el niño al que asistimos tiene o no cuerpo,
si éste está sólo parcialmente separado, si está implantado en
una demasía de falización del cual no puede salir, es mucho
más operativo que discurrir por los monótonos carriles de
neurosis, perversión, psicosis, especialmente cuando hay poco
tiempo, como en el trabajo institucional, donde el analista se ve
presionado y debe evitar que la vocación nosológica de todo
sujeto devenga un primer acto de iatrogenia.
Trazado el rodeo de estas salvedades, se puede decir que la
referencia psicopatológica es muy importante, siempre y
cuando se reconozca la poca importancia que tiene; sin sus
categorizaciones faltaría cierto mapa y por eso el psicoanálisis
no pudo desprenderse por entero de los encuadramientos
psiquiátricos. El psicoanálisis fue mucho más permeable con
la psiquiatría que la psiquiatría con el psicoanálisis. Se pueden
encontrar psiquiatras intransigentes con el psicoanálisis, pero
es más difícil encontrar un analista realmente intransigente con
la psiquiatría. Sin ciertas categorizaciones nos perderíamos o
no podríamos teorizar; nos perderíamos en una serie de prácti­
cas caseras, de artesanías de momento, pero no hay que dar por
esas categorizaciones más de lo que valen. Nuestro nivel de
teorización más valioso, en cuanto sistema de abstracciones
específicas, está constituido por lo metapsicológico — inven­
ción totalmente analítica— y no por la pslcopatología que se
mantiene en un plano intermedio, codificación de rafees m í­
ticas, vía de pasaje de ordenamientos tradicionales, cuyo ver­
dadero nivel es más técnico que científico (en el sentido en
que, por ejemplo, existe un cuerpo técnico de procedimientos
culinarios cuyo grado de formalización, aun cuando implique
regularidades y hasta exactitudes, no está en un pie de igual­
dad con las leyes de la física o de la genética).
Es parte de nuestra ética el deber de recordar que hay cosas
más peligrosas que la inexactitud: una de ellas es la apariencia
de exactitud, la exactitud simulada. ThcodorReik ya lo había
dirimido. Es inútil esperar del estructuralismo psicopatológi-
co al uso (cuando no psicopatologista) que haga algo más que
dar un ropaje formal a lo ya averiguado por la clínica. La pro­
ducción de conocimiento sólo la puede concretar la reflexión
metapsicológica en psicoanálisis.
9. LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (III):
LA DESAPARICION SIMBOLIZADA

La segunda función del jugar conduce a la formación dgjin


tubo, tubo caracterizado por una relación de continente a
contenido, en cuyas particularidades nos hemos detenido a fin
de dejar en claro cómo no coincide con la tradicional delim i­
tación imaginaria interno/externo. El efecto de entubamienjo
se pone de manifiesto en infinitos juegos dé inclusiones de
unos objetos en otros, modalidad del agujero descubierta por
el psicoanálisis y fundamental en la construcción del cuerpo.
Simultáneamente localizamos una actividad primordial de
horadamiento y de extracción practicada sobre el cuerpo del
Otro (por lo tanto, del mito familiar) por parte del pequeño
sujeto, praxis en cuya originariedad se forma la pulsión; Ja
pulsión está estrechamente enlazada a esa actividad de arran-
camiento. Nuevamente tenemos que referim os a la importan­
cia de releer cop'ffíucha ateñcuSlwm este contexto todos los
descubrimicntíí^dc Melanie Klein, qye fundamentalmente se
centran en este pequeño ser txfirm rdeando, agujereando,
cavando, sacando del cuerpo materno.
No nos hemos pronunciado aún en todo este decurso por
cuál vacilación terminológica nos inclinaremos a la hora de
ubicar estas tempranísimas funciones del jugar en relación con
el concepto de narcisismo y sus necesarias diferenciaciones
internas. Prefiero reservar la designación de primario para
todas aquellas actividades que conducen a la protounificación
corporal, dejando a uno y otro lado de él una dimensión de ori­
ginariedad y el narcisismo secundario. Reúno en éste lo acos­
tumbrado: operaciones de reflujo desde lo objetal que ya
suponen un lugar (no corporal) al cual se puede retornar. En
cuanto al narcisismo originario (el narcisismo primario abso­
luto de Freud) se trata de una referencia indispensable en la
medida, me parece, en que nombra la pulsión de vida en su
registro límite de lo simbólico, cualifica lo constitucional,
localiza la tendencia inherente a la materia viva de crecer y
desenvolverse. Explícita así futuras relaciones de apuntala­
miento y su vigencia clínica se justifica cada vez que el
pronóstico o el desenlace de un tratamiento manifiestan su
dependencia en última instancia, pero radical, del deseo de
vivir. Todos estos subaspectos a su vez exigen noconfundirle.
en su conjunto, con el complejo de Edipo, que se apoya y
realiza sus propias transformaciones del narcisismo, particu­
larmente del secundario.
Efectuada la remisión, tercera función, tercer viraje: su
punto de partida o su plataforma de arranque lo da encontrar
el cuerpo en un estado de relativa continuidad como superfi­
cie y además entubado a través de ciertas relaciones oscilato­
rias continente contenido, que insinúan el pasaie al volumen,
aunque de una sorprendente rebatibilidad: todos estos logros
son frutode un intenso trabajo subjetivo durante el prim er año
de vida y, de plasmarse consistentemente, dejan al infans
bastante a cubierto de destrucciones autísticas, depresivas o
psicóticas.
Cuando decimos superficie sin discontinuidades graves
podemos recurrir también a lo que nos enseñan las enferm e­
dades psicosomáticas, en las que aquélla queda comprometi­
da tempranamente y algún órgano sufre agujereamiento. Vale
recordarlo porque éste se manifiesta en muchas patologías
formalmente no psicóticas. El concepto (o la modificación)
de forclusiones locales, forjado en los últimos años, es otra
alternativa convergente con la nuestra.
La tercera función del iuear (oue hasta hace poco fue
considerada com o primera)42 aparece generalmente en el
último cuarto del prim er año: conviene señalarlo porque, por
supuesto, com o todos los fenómenos, tiene un período de
aparición más o m enos fluctuante, y luego uno de despliegue
en el que se da una serie de repeticiones, impasses, saltos hacia
adelante, destinos, según esa función se consolide o no. Pero
es importante conocer aproximadamente, pese a aquella flota­
ción, su tiempo esperable de emergencia, ya que nos brinda un
criterio precioso de evaluación clínica: cuando nos traen un
niño de cierta edad tengo derecho a suponer que se han
cumplido en él determinadas funciones dentro de cienos lími­
tes. Si no las encuentro realizadas (o de un modo asaz inestable
y precario) debo aplicar mi escucha en ese punto específico
para descubrir qué sucede; por tal causa, no nos es indiferente
la cuestión del tiempo de aparición de una operación simbólica
que debem os separar nítidamente del tiempo de repetición
necesario a su consolidación.
La forma más sencilla y segura de detección de esta tercera
función del ju g ares a través de juegos de escondite, pequeñas
prácticas de aparición y desaparición, muy típicas por j o
dem ^Ty^eduplicaH as por~él adulto Son el principio mPun
largo cam ino que desemboca en juegos más complejos, regla­
dos inclusive, en los que el goce en ocultarse se mantiene
esencial. Merece insistirse sobre lo significativo del viraje: la
desaparición que hasta ese momento no provocaba ningún
placer o bien causaba angustia, pasa ahora a ser un aconteci­
miento libidinal, el niño ‘se mata de risa’ y reclama la repe­
tición.
En torno a esta operación simbólica se despliega una
multiplicidad de jugares que conviene inventariar: por ejem­
plo, “ dejar caer cosas”(Winnicott), primero soltándolas, más
adelante, cuando ya se alcanzó un cierto dominio de la motri-
cidad por un lado y de este tipo de simbolización por el otro,
el placer de arrojarlas con fuerza se vuelve preeminente. Por
una parte, este juego está ligado al destete, cuando la red de
compulsiones sociales (médicas, laborales, etc.) no lo interfie­
re en demasía. Sabemos desde Winnicott que “destete” desig­
na un proceso complejísimo, irreductible al hecho anecdótico
de dejar de mamar. Por otra parte, este mero dejar de mam aren
un sinfín de ocasiones poco y nada tiene que ver con la
operación simbólica efectiva, porque se produce en esos casos
— por mandamientos de origen mítico o ‘científico* (véase el
cronometraje pediátrico sobre el lazo boca-pezón)— en tiem­
pos del desarrollo tales que no puede tener ninguna significa­
ción psíquica útil para la estructuración del sujeto.
La célebre definición de W innicott del destete com o “dejar
caer cosas” es muy sapiente en su sencillez y amplitud. Su
principal mérito es poner el asunto sobre sus pies: es el niño
quien se desteta, cuando encuentra el mínimo necesario de
colaboración por el lado de la función; contra los clichés
míticos que lo imaginan sólo deseando la fusión, espontánea­
mente la va haciendo a un costado de m odo imperceptible: es
un acontecimiento muy poco dramático si nadie lo interfiere;
sucede finalmente en techas que pueden estar cerca de los dos
años, el año y medio o el añ o ... depende del niño y de una serie
de situaciones. Es muy raro verlo actualmente com o proceso
en lo fundamental ritmado por las iniciativas y los emprendi-
m ientosdel pequeño; lo usual es encontrarlo tan manipulado
por la industria, la medicina, la psicología en sus formas de di­
vulgación que han logrado conjuntamente un sistema de in­
tromisiones tan patógeno, que no e s ajeno probablemente a
ciertos violentos retornos de la oralidad propios de nuestra
época, modulados com o adicciones.
En esas condiciones que dem asiado a menudo nuestra
práctica cultural vuelve ‘ideales’, el dejar caer cosas jugando
—jugando el desinvestimento, el olvido en su modalidad más
saludable— se vincula a lo que Freud llamaba “represión
originaria” (sin agotarla en sus instancias).
El otro gran avance en esta concepción no conductista del
destete es no centrarlo exclusivamente en el acontecimiento
oral, pues es mucho más que eso, cubre toda una serie de
aspectos en la vida del sujeto. Tan legítimo como en su
circunscripción primera es localizarlo también en los juegos
de ‘taparse’ ya mencionados, que tematizan una desaparición
ahora gozada y el desprendimiento trascendental de la mirada
del O tro y de su ligadura fuerte con el ser: soy mirado, existo.
Lo escópico es así tan decisivo en la operación jugada del
destete como la oralidad clásicamente establecida, al punto
que hoy en el psicoanálisis para todo lo que hace al primer
tiempo del narcisismo ‘seres ser m irado’, ‘soy mirado, luego
existo*; la mirada tiene tanta importancia com o lo oral que se
priorizó más en psicoanálisis. Hoy ya no es del todo correcto
el concepto de una primera etapa oral. Parecería más exacto
referirse, en todo caso, a un tiempo de la constitución desig-
nable como(§ral vjsuafiftie hace mayor justicia al intrinca­
m iento pulsional. Existe entonces también un destetarse de la
mirada materna: esos momentos fugaces, escenas que en lo
fáctico duran segundos, cuando un chico se deja caer o deja
caer la mirada que lo sostiene, escapa y reaparece con el goce
duplicado del escondite y del reencuentro. Trátase aquí de un
verdadero fenómeno de destete porque se está produciendo
una separación fundamental yo/no-yo, partición simbólica,
escisión básica de laque depende toda la proliferación imagi­
naria sobre lo externo y lo interno. Triple desprendimiento,
podríamos decir; ruedan por el suelo la mirada, el seno... y el
sujeto mismo.
Esta nueva adquisición, la capacidad de desaparecer, se
vuelve decisiva para la cuestión de que haya algo real: algo es
real sólo a partir de que demuestra y hace valer la posibilidad
efectiva de su desaparición, tanto desde el lado del sujeto
com o del objeto. El niño cobra conciencia de este flamante y
extraño poder que va independizando su consistencia de la
presencia concreta del Otro primordial; pero asim ismo aquél
adquiere la cualidad de lo condicional4'. La investigación
analítica ya ha demostrado abundantemente la articulación
esencial entre este nuevo orden de cosas y un mucho más
elevado montante de angustia respecto del hecho de que los
estados fusiónales eran ilusorios o al menos finitos... hay un
marcado aum entoen la sensibilización al potencial de ausen­
cia que ahora late en cada encuentro, clínicamente objetiva-
ble en lo explosivo de las manifestaciones de angustia en el
pequeño cuando, en las postrimerías del primer año de vida,
em pieza a franquear este reposicionamicnto con respecto a
cóm o lo encontrábamos unos pocos meses atrás. Pero por otra
parte también y por primera vez, se constituye un par oposi-
tivo presencia/ausencia antes inexistente: cuando alguien
desaparecía no estaba incluida la posibilidad de su retorno.
En cambio, cuando aún no se dan al menos los albores de
esta categoría, toda separación que se le im ponga al sujeto no
tiene ningún efecto positivo o productivo sobre su aparato
psíquico. Sólo causa daño o, como mínimo, plantea exigen­
cias de trabajo prácticamente imposibles de tram itar sin alte­
raciones del yo44, al nivel del primitivo yo corporal inclusive.
Varios autores han señalado, como Lefort y Tosquelles, la
incidencia de tempranos abandonos en el desencadenamiento
de meningitis u otras enfermedades infecciosas graves, sin
contar las secuelas depresivas, con frecuencia de no desdeña­
ble importancia. Treinta años después pude verificar en un
paciente la repetición crónica de pequeñas — a veces apenas
perceptibles— diarreas que eran en realidad todo un testimo­
nio de una gran diarrea de lactante que duró dos meses y puso
en peligro su vida, consecutiva a la partida de la madre para
un largo viaje. Reformulándolo, antes de que exista la catego­
ría presente/ausente, el hecho de la separación no puede
simbolizarse, y por ende va a retom arcom oreal en bruto, bajo
la forma de destrucción corporal o alguna otra suerte de
agujereamiento patológico.

Por el contrario, esbozada la nueva operación simbólica


(insistoen esta presentación procesual porqueel uso indiscri­
minado, sin contrapesos ni mediaciones, de cierta inflexión
del estructuralismo ha redundado en la pérdida de sensibili­
dad clínica a las fluctuaciones de la duración; al hecho pon-
derablede que un niño, antes que en la rigidez binaria vive por
largo tiempo en el plano del todavía no, pero ya sí), la angus­
tia lentamente vira hacia su utilización posible como señal,
una de cuyas primeras aplicaciones es su apronte a los
menores indicios de que el Otro se dispone a partir. Forma
parte de este tránsito, de esta profunda modificación subjeti­
va, que la nueva simbolización de la separación sólo se
sostiene por períodos limitados; si se olvida esta temporarie-
dad luego es inexplicable, por ejemplo, que las vacaciones de
un analista desaten en determinados pacientes respuestas tan
destructivas para el tratamiento y para sí mismos, llegando a
destituir para siempre la viabilidad del psicoanálisis. Sencilla
pero desgraciadamente, estas vacaciones ocurrieron antes de
que estuvieran algo elaboradas en transferencia antiguas situa­
ciones de agujereamiento.
El primer fenómeno regularmente destacable de esta época
o de este tiem po lógico fue reconocido y bautizado por René
Spitz com o angustia del octavo mes, exteriorizable ante el
extraño. Sobre ella, Sami-Ali nos enseñó que, más que loque
la descripción connota (que limitaría al psicoanálisis demasia­
do a lo observacional), esta angustia es un índice de que se está
inscribiendo por vez primera algo como extraño a la madre. En
efecto, un bebé pasa de brazo en brazo sin inmutarse mayor­
mente por la diñriencia: para él todos los brazos son los de la
madre. May aquí una confusión a evitar. Dado que la relación
del padre con el infans puede ser muy activa desde el comienzo
de la vida siempre que el padre así lo quiera, un bebé lo
reconoce muy pronto, de hecho casi tan pronto (si excluimos
ciertos canales corporales) com o a su madre, y da señales
inequívocas a los pocos meses de diferenciar muy bien entre
uno y otro en tanto personas. Pero esto nada quita al punto de
que, en lo que concierne a las categorías simbólicas que se
están manejando, todos son madre; todo es madre. El padre no
escapa a este englobamiento. El viraje de la función paterna a
delimitar un Otro de aquélla es algo que todavía no se ha
constituido, lo cual en absoluto resta importancia a la presen­
cia deseante activa del padre.
La escritura psíquica del extraño, la mutación que experi­
menta el mismo al que poco antes sonreía y que ahora le
provoca llanto, configura otro trazo fundamental en la opera­
ción destete, forma pane de su esencia. Es una escritura que
requiere una lectura cuidadosa para no pasar por alto su
multiplicidad de matices. Dice algo del tenor de “ si no todo es
madre, si hay elementos no madre, al menos uno, basta con
uno, yo no soy ella tampoco y ella no es yo”, conclusión que
de rebote genera adherencias ansiosamente reactivas como
para desmentirla: la fusión ha perdido ingenuidad. Un solo
extraño es suficiente para introducir el derrumbe en el conjun­
to ‘todo m adre’, que así pierde de un único golpe su vigencia
y su validez universal. De ahí la agudeza de la crisis, la reso­
nancia de la conmoción, que no responde al extraño como
eventualidad em pírica (si así fuera, como observa acertada­
mente Sami-Ali, bastaría la presencia de la madre para cal­
marlo, mientras que en lugar de eso, ese extraño al chico le
sigue molestando igual), sino que es el índice de la magnitud
del trabajo de simbolización que ha emprendido. De ahí que
psicoan a líricamente saludemos como auspiciosos los desa­
rrollos de angustia característicos.
Si la observación del fort/da se volvió privilegiada y d e­
mostró tan generoso potencial de riqueza para recom pensar la
reflexión es por la nitidez, no ajena a la precisión clínica de
Freud, desu carácter céntrico, que permite remitir a ella tantos
fenómenos cotidianos y así ordenarlos, afinando la penetra­
ción en sus matices. El examen detenido de este proceso
muestra que invariablemente en primera instancia el niño
pone el acento en el arrojar; la dialéctica presencia/ausencia
no es neutra en su establecimiento: valoriza e\fo rt que es pre­
cisamente lo nuevo, lo que incluso el mismo Freud ya pudo
notar. Lo acentuado del goce recae sobre este mom ento de la
operación. Un modo alternativo de replantear el problema
completo y dilucidar mejor tales inflexiones privilegiadas es
por la vía que abre la siguiente pregunta: ¿A qué dificultacT
lógica tiene el chico que enfrentarse en d eterminado monien~
to y que con su jugar intenta resolver?
' Caifcrpuiiiui'ifllCoen laesiruciuíación subjetiva es suscep­
tible de esta aproximación. Así, ya Lévi-Strauss señaló como
dificultad específicamente edípica adm itir que un ser provie­
ne de dos diferentes, de la conjunción de esa diferencia. Aquí
el enigma es notoriamente diverso; la pregunta a la que el
pequeño necesita dar curso a través de múltiples jugares es:
“¿Cómo puede existir algo en calidad de ausente? ¿Cómo
puede tener estatuto de existencia algo que no se otorga como
visible? ¿Cómo se puede ir a buscar lo que no está?” Un
paciente con un atascamiento grave en toda esta zona de
simbolización hablaba de un curioso comportamiento (para
él, sintomático) con el teléfono: simplemente le era imposible
usarlo, lo que le creaba una larga serie de complicaciones en
su vida cotidiana, sobre todo en su trabajo: si algo dependía de
su llamado, en ese mismo punto instantáneamente se detenía
todo, no ocurriendo así si lo llamaban a él. Lo que el análisis
acabó por descubrir fue que, en última instancia, para el
paciente, en un estrato muy oculto, cuando alguien no estaba
ahí, lisa y llanamente dejaba de existir: por lo tanto, le resultaba
imposible recurrir al telefono por propia iniciativa. Nunca era
una iniciativa espontánea, pensable.
En efecto, ese acto trivial de hablar por teléfono significa
que ya se cuenta con un fort/da lo bastante estabilizado, lo cual
posibilita realizar algo sin que la mirada lo soporte. Previo a su
emergencia tal cosa es imposible, y es por eso que muchos
pacientes traen la cuestión de que cuando no están en sesión no
pueden pensar algo d e la sesión, no me refiero a fenómenos de
resistencia neurótica puntual y fluctuante, aquí la dificultad es
sostenida e indiferente al estado de la transferencia. De la
misma forma escuchamos cóm o alguien piensa en sus cosas
únicamente en sesión, atada su misma posibilidad de pensar al
espacio físico del consultorio, no entonces algo que pueda
llevarse al salir. Bien diferente de aquellos casos donde en cada
sesión nos encontramos con que el trabajo del análisis prosi­
guió en el ínterin por su cuenta... es decir, por cuenta del in­
consciente. Niños bastante pequeños ya se bifurcan en ambas
direcciones, lo mismo, por supuesto, que los adolescentes.
O tro tipo de fenómeno lúdico fácilmente reconocible por su
proliferación en el segundo año de vida y en el que la operación
del fo n /d a se popéenteramchíle en juego, nos conduce al
descubrimiento dfeja puerta^en particular en su función de
cierre (así com o e T U m ^ ^ r Ü n a en la manipulación del
carretel). Es interesan te o b síiv ar que en tiempos de la form a­
ción del tubo, cuando el niño encuentra cosas tales com o la
cartera de su madre como continente de extracción, o bien el
interior de un placard al cual se acercó gateando, la puerta es
ahí simplemente el borde de un entubamiento sin verdadera
exterioridad; no tiene ninguna otra importancia y carece de
relieve psíquico, pues no ha sido investida. Con esos mismos
materiales durante el segundo año lo que sucede es algo
enteramente distinto: una dedicación incansable a cerrar cuan­
ta puerta encuentre, desapareciendo así o haciendo desapare­
cer al Otro o a lo que fuere. De un modo más sutil, esto mismo
se repite al descubrir el vidrio: fascinado, el pequeño va
tomando nota de una característica esencial en éste, la de que
a su través algo se ve pero no se puede tocar, propiedad que
abre un jugar a agarrar la nada, jugar a manotear a otro, por
ejemplo, chocar con ese vidrio pero no como una torpeza sino
a propósito, acompañando la secuencia con intenso placer.
Hay aquí otra forma de desaparición que en apariencia no pasa
por la mirada pero que en realidad sí pasa por ella, pues
debemos tener en cuenta que la mirada de los primeros
tiempos del narcisism oes una mirada táctil,es una miradaque
toca, no es una mirada en el sentido de percibir aquello que
está allá más o menos lejos, sino que es eminentemente
fusional. Ahora, en cambio, se pone en acción otra índole de
lo escópico y lo que se desprende por el camino es lo táctil,
desaparición que produce la demasía de placer inherente a
este jugar.
Tcxla esta compleja gama de fenómenos es susceptible de
ser reagrupada bajo el nombre de denegación originaria o
protodenegación, si consideramos que acompaña, preludia o
es coextensiva a laüpaácjón en el lenguaje verbal del no. Bn
el segundo añ ad e vida también se hace sentir la irrupción del
jugar con el n(^d el jugar al noj dina incluso del jugar a ser no,
respondiendo eTm ño a toda solicitación del Otro,
aunque luego toma lo que se le ofrece. Este tiempo de jugar
a no querer, es decisivo en la constitución subjetiva desde el
texto freudiano de 1925, trascendental al realizar la articula­
ción teórica entre la formulación denegatoria y lo pulsional,
plasmada en el par opositivo “ lo trago/lo escupo”. Claro que
la elección del lenguaje oral no debe sobre valorarse: lo veo/
no lo veo, lo veo/dejo de verlo, lo toco/ya no lo puedo tocar,
me acerco/me alejo, y, como éstas, infinidad de modulaciones
son igualmente valederas para categorizar esta operación,
mucho más abarcativa que la oralidad como tal, ya que
envuelve todos los planos del desanollo de la simbolización
del sujeto. La práctica clínica nos impone de su peso cada vez
que asistimos a un niño ya mayor pero que sigue con fallas en
la adquisición de la operación, por así decirlo, a medio
constituir. Invariable, toda una etapa del tratamiento, la más
decisiva, se consagran» a jugaren la transferencia la aparición/
desaparición, por ejemplo, proponiendo el niño juegos de
escondite y/o, si el espacio físico lo permite, mandando al
analista a otro sitio, a otra habitación mientras él se queda
trabajando en la primera. O tra alternativa común es encerrar-
se largos ratos en el baño, a veces hablándose a distancia con
el analista, o aun fabricando un teléfono. Lo curativo y lo
constitutivo confluyen en todos estos emprendimientos.45
El estudio de los fallos, desmayos o abiertos fracasos en la
fabricación del fort/da debe efectuarse con sumo cuidado, sin
perder detalleJiU kuiL iitrfiagiw ento permite mayores escla-
recimientosatín niño de siete añ o s^ ronezándose con su analis­
ta a las puertas aei edificio oonde éste atiende, adelanta el
inicio de la sesión proponiendo una carrera: aquél subirá por el
ascensor y él por la escalera. Revestido con el aspecto de la
competición, el contexto del tratamiento lleva a pensar que lo
que realmente importa al niño, a loque intenta forzarcl acceso,
es a la separación del cuerpo del Otro en posición primordial.
Pero su propósito se malogra a poco andar, porque cada vez
que la luz en los pasillos se apaga automáticamente, se asusta
y llama; flaquea allí la posibilidad de que para él algo siga
existiendo aunque no lo vea, lo que se manifiesta como
reacción fóbica a la oscuridad. Luego, una vez en el consulto­
rio, se encierra en el baño, lo que ya mencionamos como
actividad típica de los chicos que están jugando al fort/da en
una fase de su análisis, trabajo de restitución que emerge
espontáneamente si no median obstrucciones transferenciales.
Desde allí muchos pacientes suelen hacer alarde de los secre­
tos que tienen y de lo excluido, lo solo, lo afuera que dejan al
analista; nada menos que la dimensión de lo público/privado,
que va de la mano del control de esfínteres, se juega en ese
descubrimiento del baño como espacio cerrable. Instalado este
niño ahí, ¿qué ocurre ahora? He aquí que han cortado el agua
en el edificio, al cortarse el agua no se puede limpiar, m ejor di­
cho: ante todo no puede apretar el botón, no puede despedir le­
jos la caca, cosa que provoca tal emergencia de angustia que
fuerza la entrada del analista, pues el chico ha comenzado a gri­
tar que está toda la caca ahí en un verdadero paroxismo de
pánico.
Cabe retornar sobre el hecho de que la crisis se desenc.uk-
na al no haber agua para lanzar fo rt sus heces, lo que parece
presentíficar en lo real su imposibilidad de arrojar. Aquello
inexpulsable, aquello que no puede pasar a la categoría de
ausente, se vuelve extremadamente persecutorio, pero
además el niño grita también que él mism o está lleno de caca,
desde que no dispuso de agua para lavarse como acostumbra.
El desenlace es adherirse al cuerpo del analista (como,
rítmicamente, lo hacía durante la carrera anterior) al no que­
darle recurso suplementario alguno. El acceso de angustia
viene a confesar la impotencia para avanzar en la simboliza­
ción de un lugar desprendido de la ligadura concreta al objeto,
un lugar que subsista cuando esté oscuro, por ejemplo. Esta
inermidad en que el sujeto se estanca yace en el entretejido de
otros motivos de consulta, y con marcada frecuencia. Escasa­
mente aparatosa a veces, a poco que el medio familiar concu­
rra en su caractcropatización, sus consecuencias son de cuida­
do al obstruir procesos de separación yo/no-yo decisivos para
que el niño ingrese a una posición más matizada en su depen­
dencia originaria. A sí puede no tanto soportar, cuanto crear
distancia, hacer espacio tridimensional en el acto mismo de
arrojar, puestoque aquél no lo preexistesinoquees inventado
y descubierto a través de prácticas como la de lanzar lejos o
la de cerrar una puerta o la de esconderse, formas varias de la
ausencia.
Por otra parte, no basta constatar la tridimensionalidad, los
alcances van más hondo: trátase de un espacio ya resuelta­
mente exterior al cuerpo materno, una modificación sustan­
cial con respecto al espacio primordial de inclusiones recípro­
cas desde que no se vive ahora en el cuerpo del Otro, o por lo
menos ya no se vive sólo en él, en cam bio emerge la alternan­
cia, la escansión entre el aquí y el allá. Es revolucionario,
Freud mismo alcanzó a señalarlo, cuando el chico, consolida­
do en sus nuevas operaciones, disfruta de ignorar ostensible­
mente el retorno de la madre del que se lo suponía pendiente:
en lugar del abrazo alegre o ansioso he aquí la más evidente
y subrayada indiferencia. En la transferencia esto se repite: el
niño responde, por ejemplo, a separaciones prolongadas o a
algún espaciamicnto irregular entre sesión y sesión con un
comportamiento que prolonga la ausencia. Punto delicado en
el que por sobre todo el analista debe cuidarse de actuar la
intromisión, de imponer un ‘aquí estoy’ y obligar al paciente
a reconocer su presencia, lo que arruinaría — al menos de
momento— el esfuerzo por hacerse un espacio propio, gober­
nado por referentes más afines al proceso secundario: lejos/
cerca, antes/después, arriba/abajo, derecha/izquierda, etc. A
proposito de este último par, no pocos trastornos narcisistas de
sintomatología psicomotriz remiten para su tratamiento y cura
a este punto de fijación en un desarrollo defectuoso del fortida.
Son chicos cuyas operaciones del tipo constituir pares
como derecha/izquierda o revés/derecho no se han realizado o
se han realizado en forma demasiado precaria, demasiado
tambaleante, lo que retorna en sus trastornos: es característico
el verse siempre desde el punto de vista del otro, por lo cual
nunca pueden corregir su movimiento, invenirlo; entonces, si
el semejante enfrente mueve su mano derecha, ellos no respon­
den con la propia sino con la izquierda, literal izando la imagen
al no rectificar el movimiento pasándolo por su propio cuerpo,
que permanece escasamente diferenciado o con una elevada
propensión a lo fusional. Digamos que no han arrojado su ser
lejos, fort.
Acaso en mayor proporción numérica en instituciones
hospitalarias que en consultorios privados, nos consultan por
infinidad de pequeñas conductas coloreadas con un matiz
ambiguo, y que llevan a preguntarse si hay algo orgánico en
juego. Lo que seguro hay (con o sin organicidad) es un
trastorno narcisista en este nivel, es decir, un insuficiente o
defectuoso despliegue de la denegación originaria; entonces,
todas las operaciones superiores que requieren que la diferen­
ciación yo/no-yo funcione con fluidez vacilan; el chico sigue
fijado a un estadio simbólico fusional, no sabe en lo esencial
existir sino en adherencia, pegándose a lo visual, a lo concreto.
En la consulta con los padres de estos niños siempre se
comprueba que sin otros no pueden estar; el jugar solos, en
particular, no se sostiene. Son niños a menudo descritos como
muy buenos y muy cariñosos pero que exigen de los demás
estar ‘ahí’ todo el tiempo. Nunca parecen cansarse de la plena
presencia, nunca parece pesarles.
En un caso ya evocado donde se agudizaba al extremo esta
patología, un recuerdo característico era que no soportaba
cuando niño ju g ar a las escondidas. El juego de las escondidas
es una entronización ya formalmente institucionalizada del
goce en la desaparición, sin el cual el juego no encuentra su
gracia, pero en su situación, si no lo descubrían de inmediato,
una irrefrenable ansiedad lo empujaba a hacerse ver. Por la
misma razón, en su adolescencia y adultez no soportaba una
relación sexual con las luces apagadas. Condición irrenuncia-
ble era ver, pero no en tanto condición erótica para estimular
el deseo; en él se trataba de localizarse porque en la oscuridad
se perdía. No es que le gustara la contemplación del cuerpo
femenino, sino que el mismo debía mantenerse visible para
que no lo arrasara la angustia innombrable.
El relativo fracaso en lograr el fo rtid a inevitablemente
complica toda la problemática edípica del niño. Si no puede
franquear la denegación originaria, todo en aquélla queda
empastado por un pegoteo fusional, dando por resultado ma­
nifestaciones seudo edípicas. En la transferencia podemos
diferenciar muy bien entre el niño que quiere seducir y el que
necesita entretener. Entrando al consultorio un pequeño me
dice, con cierto m atiz de coquetería: “ Me corte el pelo, ¿no te
diste cuenta?” El deseo de ser visto com o lindo es lo que prima
aquí, continuando cuando, al encontrar en el pizarrón un
dibujo hecho porotrochicoexclam a: “es feo,está mal hecho”,
lo borra y se pone a hacer algo de él comentando, “esto sí
q u e ...” etc., etc. El propósito inconsciente de estas formula­
ciones es ser fálicamente privilegiado en el deseo del Otro,
seduciéndome con su apariencia o con sus hermosos dibujos.
Es muy distinto en cam bio el que está pendiente de entretener
al analista, haciéndolo todo con la mirada en el rostro de éste,
preguntando a cada rato (abiertamente o no) qué se desea que
él realice, algo así com o si suplicara ‘no dejes de mirarme, por
favor, porque me caigo en un vacío’, mientras que la seduc­
ción del prim ero requiere, por el contrario, de cierto efecto de
distancio, a fin de montar la’ escena com o tal. Preciso es
subrayarlo: el apresto edípico requiere una dimensión de
perspectiva. El segundo niño apenas si puede tom aren consi­
deración el gustar: necesita entretenerse en el sentido estricta­
mente narcisístico de necesidad. Su preocupación responde a
leyes más arcaicas.
En las depresiones es un punto de la mayor importancia esta
posición respecto del Otro; una cosa es decir que el deseo se
juega a, por ejemplo, arrancarle la mirada al Otro, como
popularmente lo consagra una frase del estilo de ‘se le van los
ojos tras e lla ’, designando con mucho rigor una operación
pulsional en el orden del mirar/ser mirado. Cosa por completo
diferente es, no el deseo de arrancar una mirada, sino la
demanda apremiante de que el Otro lo sostenga con ella para
que no sobrevenga angustia de aniquilación.
Cuando el niño está en plena elaboración de los jugares fo rt/
da, lo encontramos también en una situación crítica de am bi­
valencia ai respecto, claramente reconocible en la alternancia
entre momentos, a lo mejor muy breves pero siempre signifi­
cativos, en los cuales desaparece en un sentido metafórico,
desaparece en su jugar a solas, unos pocos pero preciosos
minutos (medirlo sólo en minutos sería tan equivocado como
pasar por alto el hecho de si hay algunos minutos así), tiempo
en que se olvidó de abrocharse al Otro primordial y momentos
de vivos estallidos de angustia relativos a su desaparecer o a
que desaparezca la madre, sobre todo esto último. En este caso
sí el orden de los factores altera el producto, porque si ella se
va y él se queda, el niño puede tener un ataque de llanto, pero
si en cam bio lo llevan a la plaza a él primero y es el Otro quien
permanece en la casa, comprobamos que el chico se marcha de
lo más contento, resultando el orden de la secuencia decisivo
por la trascendencia de la cuestión en juego, nada menos que
relativizar el peso de la mirada en tanto función. No puede
extrañamos que el atravesamiento de la negación originaria
sea un tiempo de agudización de la ambivalencia, desde el
oscilar el niño entre conductas amorosas y agresivas a, sobre
todo, pasar de la angustia más violenta ante la separación, al
gozar de ella acabadamente.
Otro aspecto de envergadura que la clínica nos ha enseña­
do concierne a la magnitud de la resignificación sobre el
material anterior, una falla importante a nivel de la construc­
ción de la superficie continua, falla que pudo haber pasado
inadvertida hasta el mom ento, sQ Tiiiam é s t ^ a P j ^
segundo a n o je viflaen toda sudm icnsión. Cualquierclcstruc-
ción p ro d u cid aen la superficie corporal va a perjudicar
sobremanera la operación de fort/da, sencillamente porque
separación quedará implicada com o sinónimo de destruc­
ción, destrucción de sí mismo por ejemplo, destrucción de su
propio cuerpo.
Ocurre que para que se cum pla con éxito lo que se tramita
en esta multiplicidad de juegos que se despliegan com o
función fortlda o negación originaria, es absolutamente nece­
sario simbolizar la diferencia entre separar y destruir del
modo más rotundo, ya que en el momento mismo en que di­
ferenciación se homologa a destrucción, toda separación, aun
mínima, es imposible, obligando al niño a fusionarse deses­
peradamente para evitar el caos. Considerem os esta consulta:
es un niño de dos años que tiene grandes rabietas en las que
se tira al suelo con gran escándalo. Son fenómenos propios de
este momento que forman parte del proceso de desprendi­
miento corporal; entonces abundan los violentos estallidos
que implican también la profunda conmoción del mundo
donde se vivía, ya que hace falta el ejercicio de considerable
agresividad para que la separación del cuerpo materno sea
posible. En principio, habida cuenta de todo esto, la consulta
parece muy banal y la atención analítica se dirige a las
características del discurso de los padres antes que hacia el
niño en sí mismo. A sí noto que la madre demanda por un niño
que sea quieto, no desordene nada, guarde silencio. Pero,
¿existen esos chicos? No, salvo cuando están enfermos. Cabe
la hipótesis de una marcada ambivalencia al crecimiento del
hijo que el padre a su turno redobla.
Siguiendo esta pista encuentro que este niño oscila entre
adquisiciones y retrocesos de un modo llamativo; por ejem­
plo, comía solo, pero ahora su madre le da de comer en la boca;
hay una complicidad entre ellos sin contrapeso de interven­
ciones verdaderamente terciantes, esto es, distintas. Otro ín­
dice: ya se bajaba solo el pantaloncito para sentarse espontá­
neam ente en la pelela, ahora en cambio quiere que la madre lo
alce para orinar y le tenga el miembro, cosa que es aceptada.
Este es un caso en el que se puede ver status nascendi cóm o se
está perturbando desde sus orígenes una función, cómo aque­
llo que se estaba despegando y desplegando del cuerpo mater­
no se vuelve a unir; recogemos indicios de que el pequeño ya
ha percibido el nuevo em barazo de su madre; ésta nos informa
que el análisis de laboratorio dio resultado positivo, pero los
psicoanalistas sabemos que los niños muy pequeños tienen
m edios de detectar estos hechos antes que nadie, y que respon­
den con cam bios bastante agudos e inmediatos.
Por otro lado, el pequeño está inmerso en el revoltijo de una
crisis porque no encuentra función paterna que lo sostenga en
sus procesos. Hay una escena clave: se hallan en la casa la
madre y la abuela por un lado, el padre y el tío por otro; estos
últimos se encierran a ver por televisión un partido de fútbol,
dejando al niño con las mujeres. Pero él quiere ir a toda costa
a la pieza de los hombres y son ellos, aparentemente para estar
más tranquilos, los que le cierran la puerta. El niño reacciona
en ese m om ento con un acceso de cólera y de angustia tan
.íayúsculoque los alarma. Este episodio, com o otros de la vida
cotidiana, es rico en resonancias simbólicas para el psicoaná­
lisis: la pieza de los hombres, el lugar de las mujeres, un
pequeño sujeto pugnando por pasar de un sitio al otro, una
puerta que lo disyunta de su meta, devolviéndolo a un espacio
en el que no tiene otra alternativa que fusionarse, razón por la
cual responde con una rabieta.
La situación relatada expone una de las tantas variantes en
donde la intervención analítica, desasida del plano médico-
psicológico del consejo, puede desarticular impasses y anuda­
m ientos potencialmente patógenos. Una de las primeras cosas
que para ello hay que hacer es no com plementar la demanda de
los padres, ansiosos de traer al hijo apresuradamente y delegar
en él algo del orden de la enfermedad. En mi opinión, no ver
al chico al menos durante bastante tiempo, para no dar lugar a
su rotulación com o ‘el* paciente, es indispensable para la
eficacia... y para la ética. En cambio se ha de trabajar en
entrevistas con los padres sin apuro en ponerle al asunto un
nombre, sea el de “ tratamiento” u otro cualquiera. A lo mejor,
bien posible es que de este trabajo salga un tratamiento,
aunque no siempre el que se descontaba. Por ejemplo, uno de
los padres decide analizarse, o bien resulta que unas pocas en­
trevistas son todo loque se requiere. Retomando este caso en
su particularidad, la indagación analítica desplazó el planteo
inicial a otro terreno: el de la prehistoria, donde aparecía el
padre como hijo no reconocido por su propio progenitor.
Trátase de esa clase de hallazgos que, en el curso de nuestra
labor, resignifican bajo una luz diferente una consulta que en
principio respondía a otras cuestiones, haciendo aconsejable
dar la prioridad al trabajo con los padres. Vamos así replan­
teando diversos aspectos. Han forzado un poco al pequeño
con respecto al control de esfínteres, han acelerado el tiempo,
por lo que a los dos años el niño ya parecía haberlo adquirido.
¿Por qué ahora dicen una cosa y están haciendo otra? En no
pocas ocasiones, con este trabajo es suficiente porque lo
diferencial de la intervención analítica y del espacio de
escucha que abre a los padres produce una reestructuración
del campo, siempre y cuando no haya patología grave y
cronificada comprometida. Una reestructuración del campo,
por ejemplo, puede consistirenqueel padre deje de reduplicar
lo que hacía la madre, o que deje de librarlo exclusivamente
a ella, en resumidas cuentas, que logre ocupar con algo de
plenitud y algo de consistencia su posición en la estructura­
ción del hijo. Con lo que apuntamos que el establecimiento
equilibrado de lo que hemos llamado denegación originaria
no es para nada ajeno a la función paterna.
10. LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (IV):
PEQUEÑOS COMIENZOS DE GRANDES PATOLOGIAS

Subsiste, en lo que al fort/da concierne, un aspecto funda­


mental sobre el cual es buena y válida la insistencia, la
repetición, a fin de que la complejidad de las funciones de esta
operación quede esclarecida: es que al tirar el carretel el niño
crea un espacio míe antes no cxiMia. No es uue el objeto se ve
arrojado afuera, sino que al arrojar el objeto se produce un
afuera; despuéslT ^ podriln arrojar cosas a ese afuera, pero
hay un acto inaugural a localizar teóricamente y que es la
fabricación de ese afuera46. Este aparatito que el pequeño se
inventa tiene antes que otra cosa esa función, y le permite
simbolizar loque antes era para él impensable: la partida de la
madre. No tenia modo de concebirlo salvo como desaparición
peligrosa e insoportable; a partir de la producción de este
espacio inaugura una manera de pensarlo, se vuelve imagina-
rizable, representable y, por lo tanto, da curso a una regulación
diferente de la angustia, lo que es otro fruto absolutamente
capital.
Esta no es la menor hazaña del fort/da cifrado en pequeñas
prácticas: tirar menudencias, improvisar juegos de escondite.
Hasta esc momento, el m odode la angustia era muchísimo más
destructivo e inmanejable, porque una cosa es la ansiedad
enclavada en una estructuración psíquica, donde lo que se va
no tiene cómo retornar, y se desvanece en una eternidad de
sufrimientos, y otra bien distinta es un irse abrochado en una
dialéctica de la reaparición que reordena totalmente la tempo­
ralidad. El tipo de angustia aue solemos llamar Dsicótica está
juiítdojiLespaciojicÍDclusiflaesj££íprocas, que no reconoce
níiíl^p«r fuera de él, cuya representación acorde es la que
A ulagniejconceptualiza pif fn^pjnrn, subrayando ella
lalrnposíbilid ad de principio de esta representación para
inscribir algo en términos que no sean los de una fusión sin
distancia entre sus componentes*7.
El marasmo del infans desprovisto de función materna y
otros deterioros tempranos constituyen casos límites pero de
existencia empírica no tan rara, que nos advierte a qué se ex­
pone un infans cuando se dan fallas de grueso relieve en la
función; también la muerte misma nos impone de cuánto está
en juego, algunas veces. A sí sea por un lapso muy reducido,
un pequeño em pieza su autosostenim ientocuandodisponc de
cierto quantum de capacidad para fabricar ¡magos. Fabricar
jmaüos quiere decir que cuando el O tro se va, no se vaTo^opa^
ra éí, en especial no se le va su a je r p o T ^
gos que le ayuden a ^ sp e ra r Es irrcmediable: cuancfó no
dispone aún déesrférecurso, la ausencia del Otro equivale a su
destrucción, sobre todo en los primerísimos tiempos de su
vida posnatal, porque no cuenta con los tipos de defensa que
más tarde se instrumentan, llámense disociación, identifíca-
ción proyectiva, repudio, etc. Está expuesto por la-lanío a lo
que desde W innicott conocemos comdclepresión nsicótiowes
decir, la pérdida no acotada al objeto, sino puro agujero en lo
corporal. -------------------------
La manifestación clínica embrionaria más fácil de obser­
var de lo que, de no discontinuarse, constituye el punto de
arranque de la depresión psicótica o agujcrcamiento, la en­
contramos en cualquier bebé presa de un llanto angustioso.
Huelga recordar el carácter masivo de esta respuesta primor­
dial: el bebé se hace a ello; cuando no se acude a tiempo, lo
regular son enfermedades muy graves de los primeros meses:
diarreas crónica^ y pertinace^, meningitis, o bien, incluso.,
una vulnerabilidad extrem aa lajflfe£cío?LEl pequeño respon­
de con el cuerpo, no tiene otroinSirrimento a su alcance. Por
eso el psicoanálisis enfatiza la gran importancia de toda fabri­
cación de intermediarios, Mamémoslos o bjeto sjcmsicionales
o pequeños a . Una vez que empieza a disponer de ellos, queda
liberado de recurrirá lo somático en sus modalidades más con­
cretas o más reificables.
Este accionar del agujereamiento más precoz y más patóge­
no es el que encontramos en algunos historiales en donde en el
primer año de vida tiene lugar una llamativa seguidilla de
enfermedades; por ejemplo, nos enteramos que dos o tres
veces el sujeto estuvo al borde de la muerte. Este material nos
indica (unido a testimonios en la patología presente o vigente)
que el niño en cuestión fue atacado muy tempranamente en sus
procesos mismos de constitución del aparato psíquico, y se vio
compelido a improvisar una repfieióivtti el único nivel posible
que ya hemos expuesto. El(marasmojps una respuesta asaz
extrema en esta dirección, pero tamt)i?n las depresiones ana-
clíticas (y su continuación) para no hablar de lo obvio: la
respuesta autista48.,
' Comparemos, en cambio, el caso de un pequeño que tiene
con qué revertir una situación displaciente o aun potencial-
mente destructiva para él, por ejemplo, inviniéndola e infli­
giéndosela imaginariamente a alguien, así sea uno de sus
muñecos. Esto ha sido primeramente conceptualizado como
identificación con el agresor, de la cual lo más trascendental es
esedar vuelta un acontecimiento y viraralhaceractivo el sufrir
pasivo original. La distancia al bebé ya es inconmensurable,
por muy ‘prim itivos’ que parezcan los mecanismos que se
ponen enjuego, y el témiino “desamparo” de tan antiguocuño
en psicoanálisis, debiéramos conectarlo a este estado de cosas
más a menudo: ser carente *de imagos, que com ienza a
desprender pequeños objetos del cuerpo materno. Más allá de
lo transitorio de una afección com o las descritas, el peligro
njayor del agujereamiento corporal es dejar fijada una matriz
ae repetición. Por ejemplo, en la consulta nos enteramos de una
larga lista de enfermedades padecidas por el niño durante sus
primeros años, distinta, en su composición, de las típicas
infantiles; afecciones realmente serias, bronquitis de magnitud
o cuadros de infecciones virósicas, entre las que no son tan
habituales daños tales com o úlcera, diversos procesos reu­
máticos, en síntesis, toda una dirección y una propensión
psicosomática generan un patrón sumamente negativo para el
bebe, puesto que no puede responder al conflicto sino vol­
viendo su cuerpo enfermo, mientras la vida o el psicoanálisis
no le ayuden a fabricar otros medios y, sobre todo, otro
territorio para ventilar sus trastornos y sus crisis.
Al reconsiderar globalmente la situación, podemos decir
que la operación de denegación originaria capitaliza a su
favor (es decir, a favor del sujeto en desarrollo) toda esa
asombrosa extensión, diseminada en un delta de innúmeros
brazos, de actividad extractiva a laque se entrega el lactante
apenas tiene manos: pellizca, tironea, pretende meterlas en
los orificios nasales, en la boca, en los ojos, arranca cuanto
puede, se ensaña con el pelo, manotea anicojo& araña. frota,
sin olvidar que hay otra actividad extraefíva más^femprana y
aun menos visible, que esparadójicameRte la mirada; mnibién
é sta arranca, incorpora incesantemente (y~SntTsÍTfdos vale
señalar4t^trrt5Tno)^ lis lo que en lo sustancial descubrió muy
bie<£Melanie Kíeity el chico horada, perfora el cuerpo mater­
no, se mete en él para extraer. Toda esa actividad aparece muy
bien en los historiales kleinianos, la fascinación por el conti­
nente materno del cual no cesa de arrancar partícúTas7m*ües
bien, a la larga, con este m atm aTse cuenta y a él sé recurre
para fabricar sus propias imagos, operación en la que el f o n /
da es instancia de viraje decisiva. A partir de su desarrollo,
medianamente el niño puede ir disponiendo poco a poco de la
capacidad simbólica de autosustentarse; así es cuando lo
sorprendemos en fenómenos espontáneos observables alre­
dedor de los dos años: de pronto, inopinadamente, separarse
unos momentos del adulto o ir a jugar solo un ratito, o estar
con alguien por ahí, alguien que está apoyando la situación
pero sin conexión dircírtícoíriL Foresto rmsmo, la patología
ligada a lfi>rf/(/q£s d(£ppiQteo. jEÍcíucoTen lugar d elab n car
sus propias imagos y coll Klms esa nueva espacialidad fuera
del cuerpo materno, sólo atina a existirintentando refusitanar-
se continuamente al Otro, anexarse a ^T^AsfTTTo^uceoe
únicamente que perm anezca adherido, sino que todas las
derivaciones patológicas posibles permanecen adheridas a lo
corporal en un estatuto de reificación de su concrctud.
Es también un hecho clínicamente frecuente e interesante
el planteado por situaciones manifiestamente inversas, en las
cuales el niño se vincula fácilmente a cualquiera, y se muestra
centrífugo en exceso y desapegado desde bastante pequeño.
Como aquella inversión podría denunciarlo o hacerlo sospe­
char, el punto de estructura es exactamente el mismo; no se ha
construido verdaderamente el fortlda. ni siquiera se ha simbo­
lizado el extraño en tanto tal, simplemente la situación de
adherencia, de anexión al cuerpo del Otro está disim ulada en
lo fenoménico porque se reparte entre muchos. Multiplicidad
engañosa: todos son madre, lo familiar campea por doquier.
La complicación en este caso deriva de los beneficios
secundarios que acarrea: el niño, por lo general, es muy
querido socialmente, establece relaciones con rapidez y faci­
lidad. Esta adaptación tan aceitada, tan aconflictiva, tan despo­
jada de ambivalencia y angustiave nmascara tjmdamentalmer)-
te la absolutcun cjjiK tcid a^ ara^starjo lo . Es el típico niño o
¡jidoTe^emequehanf^ ek íia quelefatíe n todos los amigos.
Entonces lo veremos ansioso (y por demás) o sumergido en el
aburrimiento, cuando no en la franca depresión. La temática
que se despliega es la de ‘no saber qué hacer’, reveladora de la
compulsividad que escondía esa ‘buena’ socialización, no
orientada genuinamente por la espontaneidad deseante, sino
para eludir el vacío del déficit en la producción de imagos. Una
adolescente v in ó lP n rin5nsuTTírpo?gÍuTl^^ el
último año de su secundario, resultándole más que próBTémá-
tico el estudiar sola, siempre debía hacerlo acompañada. En su
caso era notorio lo indiscriminado de esta condición: con tal de
no estar sin nadie, podía llegar a reunirse con cualquiera.
Digamos que sus pretensiones se reducían al máximo: em pe­
zaba buscando amigas o amigos, pero si nada lograba, el único
requisito que quedaba en pie era el de que fuese un semejante.
En mi opinión, he aquí un montaje característico que en ciertas
ocasiones, en particulares condiciones y contingencias (en
este punto, la dimensión económica es fundamental, por
ejemplo, en lo que concierne a la intensidad de la angustia)
puede muy bien dar lugar al desarrollo de una adicción. Pienso
que ésta necesita ser replanteada sobre una base más am plia y
teóricamente más pródiga que la que ofrece una apelación
superficial a lo 'socioeconóm ico’. A fuer de indicación, abre
un camino valorarla como una de las formas posibles de
intento elaborativo o restitutivode tempranos apuiereamien-
tos que tornan inalcanzable el fa ñ id a . Por ejemplo, es cósa
regular descubrir en líb a s e de las formaciones de un adicto,
un potencial depresivo de magnitud estrepitosa. Por eso mis­
mo creo que debem os referimos a la adicción no sólo en el
sentido toxicológico, porque hay adicciones que no son nom­
bradas o catalogadas como tales tan sólo porque no tienen esa
complicación secundaria e intensilicadora de la droga. Para
dar un ejemplo com ún,Ja adicción a la televisión, que se nota
en muchos sujetos va desde niños. Tuve la suerte de analizar
a fondo una situación así, lo que me permitió investigar el
punto. Justamente la carencia radical de imagos propias
parece estar en la raíz de lo atrapante que el mirar televisión
se vuelve no tan pocas veces. A falla del recurso generativo de
sus propias ¡magos — ese recurso del que tanto abusa un
neurótico cuando vive sumido en sus sueños diurnos, pero
que también inaugura sublimaciones como escribir algo en la
adolescencia o en el niño al hacer un dibujo o jugar— el sujeto
se(ase)lesespe rudamente de esas imágenes restituí ivas.
D fcuestión se agrava o se complica al generarse un círculo
vicioso, porque la televisión no ofrece genuino apoyo a una
m ejor estructuración simbólica. A diferencia d elju g ar^ n o
avuda a fabricar las propias i^ a g o s T p o T e s ^
razones más clínicas que ideológicas), la exposición tempra­
na de un niño pequeño a ella es negativa y debe evitarse. Un
niñode doso tres anos está desprendiendo un espacíoclejuego
para él, esta descubriendo la imaginarización de algo de él
com o dimensión de intimidad: poco a poco descubre que
nadie puede ver sus pensamientos, que él no es transparente49.
En el espacio de inclusiones recíprocas, el chico supone
que lo que él piensa lo saben inmediatamente sus padres y no
sólo lo saben sino que lo ven. El es y existe en una transparen­
cia. Ax&rtirde los dos años, va dt^ubriendoquenoe¿_asL I
aparición de la mentira es porellounaconquista simbólica, ya
que puede mentir porque no es transparente. Algunas perso­
nas nos dicen que ellas no pueden mentir, pero no se trata de
una ética que las lleve a determinados pactos, fundados en
ciertas relaciones de alianza, sino porque no conciben no ser
transparentes, es una seudovirtud sin mérito alguno.
Debemos además tener en cuenta que en todo lp que estoy
considerando hav gradaciones^ matices significativos, desele
ufí fort/da constituido pero tambaleante, que fácilmente un
conflicto hace renguear, hasta la ausencia radical de toda
forma de negación. Para hacer justicia a las variaciones de esta
gama es necesario manejarse con más cuidado respecto del uso
desaprensivo y esquemático de la oposición binaria neurosis/
psicosis. En la clínica psicoanalítica, las oposiciones binarias
suelen ser también oposiciones sumarias. Entonces, si en
principio parece cierto que las neurosis disponen de formacio­
nes como sueños, fantasías, o sea formaciones que implican
una cierta separación del sujeto, no hay que olvidar que, por
ejemplo, una operación queda comprometida retroactivamen­
te, y entonces un fracaso rotundoen sobrepasar el complejo de
Edipo afecta, por regresión y resignificación, a adquisiciones
simbólicas anteriores. Por esc camino, m fo rt/d a q a c ya estaba
establecido puede volver a ser puesto en discusión.
En el análisis de muchas mujeres adultas, como también de
adolescentes (y alguna que otra vez, más en sum ís nascendi,
trabajando con niñas), llegamos a la conclusión de que, si en
el mom ento de producirse en la paciente el viraje al padre
—esa apelación, ese llamado a su presencia que está en la
médula del Edipo— éste no concurre, falta a la cita bloqueando
la salida, a menos que encuentre alguna sustitución rápida, el
abuelo, el tío o algún otro personaje, la niña queda en el aire,
con la libido desencadenada en vano. Puede suceder, valga el
caso, que se trate de un padre fóbico que quiere a su hija pero
a la distancia, que es muy evasivo y que, además, sufre
particulares interdicciones incestuosas con respecto a la niña.
El resultado es un profundo y eventualmente traumático des­
encuentro que hace retroceder a la pequeña nuevamente hacia
su madre, porque lo que no puede hacer es quedarse sin dirigir
su am or hacia algún lugar; retom ará entonces a aquélla, car­
gada de decepción. Para ocultarla, debe hacer una transforma­
ción en lo contrario, demostrándole entonces un apego sobre-
dimensionado, base de toda una proliferación de fenómenos
en el campo dual (o mejor dicho, dualizado) que recuerdan y
retrotraen a la situación pre-fortlda%cuando primaba la adhe­
rencia corporal, acrecentada y enrarecida por la dependencia
del deseo materno, de la palabra materna, etc. A esto se llega
regresivamente por un cieno fracaso de la situación edípica,
no es una verdadera falla del fortlda, es unfo rt/d a trastornado
por regresión, pero el punto de crisis no es el fortlda, es el
Edipo que lo resignifea. Con tiempo de análisis, y un poco de
buena suerte (esto es, de transferencia positiva), la paciente
llega a recordar, a desenterrar, retom a; de lo reprimido, un
olvidado período de intensa búsqueda del padre, cuando todo
lo que nos contaba al principio hablaba de una larga y
uniforme vinculación a la madre; el análisis consiguió recu­
perar un período oculto tras una dolorosa y mortificante
decepción, lugar de lo^jwetrf-pcuicipio parecía limitarse a una
peripecia en la denigración originaria nunca atravesada.
En el caso de (¡a adolescente, iu y a fobia a la soledad
analizábamos, en cam brar-sH tíen de la situación edípica
heterosexual subsistían débiles muñones, las condiciones de
su conformación narcisista eran más complicadas. Se trataba
de una melliza además, lo que el tratamiento a la larga
descubrió como un factor muy importante en su demanda
compulsiva de presencia. Sustitutos permanentes durante su
adolescencia de una hermana melliza a la cual se igualaba,
pasaban más o menos desapercibidos bajo los modos corrien­
tes de la amistad íntima e inseparable.
Estos indicios son los de una complicación mayor, no la
única pero tampoco nada raro de encontrar- Consiste en que
aparentemente se ha podido efectuar la operación delfortlda,
per o ü n análisis masUetemdo localiza en él una infraestruc -
tura débil, del orden de una condición precaria. Entonces,
cuando el viraje edípico hacia el padre se consuma y se
consume en no encontrarlo disponible, la regresión inevitable
hacia lo primordial materno aprovecha además la falla que y a
había en el fort/da y resulta una formación mixta, en donde lo
propiamente neurótico se sinergiza con un punto frágil de
claudicación narcisista que obliga al analista a abrir un segun­
do frente. A ello hay que agregar que la relativa claridad del
esquema empalidece ante la embrollada complejidad del caso
clínico, donde nada es tan binario, donde sobran las ambigüe­
dades y los matices cambiantes y sorpresivos. Pero podemos
afirmar que el interjuego entre los conflictos no resueltos en el
nivel edípico y el grado de consolidación del fort/da es muy
variable, tanto como sus desenlaces.
Siempre que hacemos un esquema teórico o psicopatológi-
co no podemos evitar una cierta simplificación. Ya exponien­
do un caso practicamos muchos rcduccionismos propios de la
elaboración secundaria50, infligiendo aquí y allá al material
toda suerte de escansiones perfectamente convencionales, que
sin duda tienen una función positiva, pedagógica inclusive, o
resultan de la estructura del lenguaje. Escom o las batallas, uno
las veen una película o en ciertos relatos y entiende todo, como
en un partido armoniosamente jugado. Por el contrario, las
descripciones y vivencias de quienes han participado en ellas
nos hablan de algo infernal donde nadie entiende nada, algo
absolutamente distinto de esa visión de conjunto en la que es
sencillo distinguir a los buenos luchando contra los malos. En
un tratamiento ocurre lo mismo; es un conglomerado de
hechos abigarrados que aun la exposición más matizada no
evita atemperar. Lo que no deberíamos olvidar a la hora de la
pasión por estructurar.
Es loqueocurre cuando se filma una película; es notorio que
si en ella se reprodujeran puntualmente los movimientos
cotidianos, el cine como arte y como industria se habría ido a
pique hace rato. El fluir del tiempo vital con respecto al tiempo
cinematográfico se hace insoportable, ni aun los directores
más célebres por su morosidad conforman su esti lo a ese ritmo.
Una sola hora de la existencia real constituye un objeto esté­
tico imposible. El montaje, enfrentado a esta complejidad irre-
producible y atiborrante, tiene que hacer una nueva contextura,
producir simplificaciones, cones en la materia concreta, trazar
a grandes rasgos bordes que delimitan situaciones postulán­
dolas com o significantes, lo cual la escritura teórica opera a su
vez sobre la textura clínica, puntuando cosas tales com o una
falla originaria de simbolización en el fort/da a nivel de una
operación nunca efectuada o deficitariam ente'efectuada31.
Que no hay verdadera diferenciación del O tro primordial,
que en el fondo se está viviendo siempre en un espacio que es
el cuerpo de la madre, es de lo más corriente que se mantenga
disimulado por la adaptación social. Clínicamente, tal condi­
ción estructural se descubre taponada por un fluido irse
encajando del sujeto en carriles prefijados: de la casa a la
escuela, de la escuela al trabajo, del trabajo al casam iento, de
alguno de estos lugares a la muerte, en fin. No hay que esperar
siempre, por lo tanto, sintomatología espectacular. El trabajo
preconsciente de normalización regulada por los ideales del
yo muchas veces lo cubre todo, si no es por una crisis
coyuntural que viene a romper la calm a de la adaptación, y da
pie a distinguir una falla a ese nivel constitutivo y aun algo
más que una falla: un retorno a la situación del fo rt/d a por
dificultades en salir de la situación edípica.
Si bien en principio acordaríamos en que el segundo caso
— al tratarse de una operación constituida, ya que se recon-
flictúa regresiva o retroactivamente— merece un pronóstico
más favorable, son numerosas las condiciones de incertidum-
bre que relativizan esta aseveración. Todo analista sabe en
carne propia que una neurosis adaptada o cronificadaes reacia
al máximo a una transformación. Y en cambio muchos niños
desorganizados por trastornos narcisistas no psicóticos res­
ponden con bastante rapidez al análisis cuando éste trata de
producir una operación de fort/da que no se había constituido,
o no del todo. El criterio de leve o grave en términos psicopa-
tológicos y su correlación positiva con el éxito y el fracaso en
la cura es verosímil en los papeles pero tambaleante en la
práctica. Conviene no precipitarse entonces a consideracio­
nes globales y mejor delimitar regiones cuya integración en
'una* psicopatología es problemática, cada una de las cuales
presenta sus propias zonas de incurabilidad.
Pero aún nos falta desarrollar la otra dirección que desde
fo n ! da se alcanza y se vislumbra: la del no y, tras él, la función
toda de la palabra, del nombrar ahora activamente lomado a
su cargo por el pequeño sujeto.
11. LAS TESIS SOBRE EL JUGAR (V):
TRANSICION AL1DADES

Un estudio mínimamente minucioso de las funciones del


jugar no puede detenerse en los umbrales de la adolescencia,
como si ésta no le concerniera. Si esto suele ocurrir es debido
probablemente a la excesiva ligazón que se ha hecho entre
jugar y juguetes, lo que hizo lo suyo para que la función del
jugar en la adolescencia quedase marginada. Para no incurrir
en la misma equivocación, por de pronto hay dos órdenes de
cuestiones que es preciso eonsidcrar._La primera es ouc la
c ris is de la pubertad golpea con sus repercusiones todos y

É
)lutamente cada uno de los niveles previos de la eslm clu-
án subjetiva, retomándolos, dislocándolos, en otro n iv e la
altura de aguas del desarrollo simbólico. No hay adquisi­
ción que no deba replantearse.
Esto implica que todas las funciones dcl.jyga.Lse v u e lv ^ a
desplegar y srin .1 nm*v:i>¿ exi^nr.ins Hi- trnhnjn. con
presclndencia de cuestiones psicopatológicas de fondo. En
segundo lugar, hay un cambio radical en los materiales mismos
que se utilizan a lo largo de los momentos de la subjetivación
que hemos ido puntuando. De hecho, esto no cesó nunca de
ocurrir, desde el bebé que jugaba con las propias panes de su
cuerpo y las del Otro, hasta aquel pequeño que lo hacía con una
puerta, o el niño volcado a las personificaciones con soldaditos
u otros objetos, o bien al dibujo y al modelado. Pero en tiempos
de la adolescencia se da un salto de especial magnitud.
Ilumina de un modo diferente el com plejo panorama de la
adolescencia ver cómo se replantean todos los puntos de
estructuración que hasta ahora suponíamos más o menos con­
solidados. Veamos, por ejemplo, qué ocurre en relación con
la primera función del jugar, o sea la problemática de arm ar
superficies, habida cuenta de la profunda crisis en la especu-
íandad. Hasta ese mom ento el espejo funcionaba como pro-
mesa, como anticipo de una cierta unificación lejos aún de la
experiencia efectiva del propio sujeto. A partir de la metamor­
fosis de la pubertad, esta función del espejo se desarticula y se
subvierte; lo que de él retom a no sirve ya como realización
adelantada de unificación individuante52; más bien, por el
contrario, acentúa e intensifica el desfasaje, la desarmonía, la
falta inclusive. De allí que lo habitual sea que el vínculo del
adolescente con el espejo, en el sentido más concreto, se
manifieste com o un vínculo intrínsecamente conflictivo:
aquél devuelve una especie de niño a medias, perdido, disyun-
to también del ‘ser grande’, cuando no directamente un des­
conocido.
No le devuelve por tanto ninguna promesa de fusión al
ideal ni de estabilización. Pero entonces no es nada extraño
q ue las funciones más elementales que se debatieron en el
jugar para darse cuerpo se reactualicen con virulencia. La
necesidad narcisística irrenunciable e írremplazable de con-,
tinuidad ininterrumpida es retomada, com o ya hemos dicho,
en otro nivel. ¿A través de qué, ahora, generar nuevas super­
ficies? Por cierto, sólo en casos de patología muy grave se
apelaría a los mismos materiales que otrora. Pero lo corriente
es que la adherencia al cuerpo materno en absoluto retom g
como tal. En cam biol gs d e jg m ás regular que nuevas bandas
se fabriquen en relación con nuevas personíficacioneso
encamaciones del yo ideal o al grupo de pertenencia (grupo de
pares) tomado en su conjunto: barras, bandas, diversos fenó­
menos y modos de conglomeración, de nucleamiento, cuya
descripción sociológica o conduchsta no dejTentrever su
honda penetración en la reimplantación corporal, en lo más
íntimo de la subjetividad. No pretendo agotar en esto la
función de tales agrupamientos (la incansable insistencia del
reduccionismo fuerza a aclararlo), sino apuntar a cómo — en
el nivel mismo de lo que Dolto caracteriza como imagen de
base- apuntan a re-establecer■cierta continuidad perdida. Por
eso mismo, la relación del adolescente consu grupo no es una
relación que pueda entenderse por el lado de externo/interno;
es m is, la relación de él con su grupo sólo se ilustra acabada­
mente usando de nuevo He ln h a i^ a de Moebius. reconstitu-
yéndosc un espacio de inclusiones recíprocas.
Otro modo muy distinto^de restablecer aquella antigua
superficie se puede encontrar clínicamente en ciertas formas
de masturbación, donde no sólo está en juego lo sexual, stricto
se/isu, también el (jarse cuerpo, buscando reunificarse en el
placer genital com o eje para reunir la dispersión.
Tampoco es cosa rara (ni debe psicopatologizarse) el retor­
no pasajero de práctic as más arcaicas en cuanto a formación de
superficies; por ejemplo, períodos_de suciedad que a veces al
^adulto le cuesta tolerar, o adhesiones a ciertas ropas que se
llevan puestas indefinidamente: significativo es quc^sevuel-
van uniformes (toda la polisemia del término merecelíBrarse
en su resonancia). Comportamientos habituales del niño pe­
queño, olvidados ya, parecen reinstalarse, y con contenidos no
demasiado dispares. Pero siempre como verdaderas restitucio­
nes de una superficie rota.
También el fort/da entendido como operación constituyen­
te experimenta un agudo replanteo sobre nuevas bases. En
particular, el registro del par familiar/extrafamiliar es comple-
tamente resignificado. Para el adolescente se trata Jeflysy pa­
decer, pero no sólo en relación con la familia como entidad
concreta o literalmente concebida, sino respecto de todas las
categorías familiares que organizaban su vida en lo simbólico,
sus núcleos de identidad, de reconocimiento habitual. Así, un
paciente de diecisiete años había bautizado “ hacer facha” a un
variado recorrido que había emprendido, donde sucesivamen­
te (y sin indebidas preocupaciones por la coherencia
ideológica)53 se lo encontraba formando parte de un grupo
pacifista cristiano, de una secta supuestamente oriental, de una
pequeña banda pro nazi interesada en la marihuana y en
cometer o fantasear pequeños delitos, etc. Lo importante era
que en cada una de estas ocasiones él transformaba m asiva­
mente sus índices de reconocimiento narcisista: forma de
vestir, corte del pelo, etc. Lo que con el tiempo ambos fuimos
develando es que ello había tomado para él —entre otras
cosas— el significado de jugar a las escondidas, pasando por
tantas modas,7opas, “fachas \ discursos, consignas, horarios,
prácticas; se constituían en equivalente de jucpos de aparición
y dcsaparicióíT Claroque^él pacícrftc no sabía qué era lo que
de suyo tenía que aparecer: lo único siem pre claro era que lo
hacía bien lejos de los modelos de identificación familiar.
Digamos que el factor com ún a todo este itinerario tan hete-
róclito era que ninguno de esos sitios donde por un tiempo
habitaba eran lugares demasiado congruentes con las tradi­
ciones mítico-históricas que le concernían. Entonces fue
posible entender todas estas manifestaciones, como jugar en
su sentido más estricto y exacto. Aquí conviene detenerse un
poco porque, incluso desde el psicoanálisis, ha sido bastante
fácil equivocarse y hablar con excesiva ligereza de actuacio­
nes o acting-out en la adolescencia (que por supuesto también
y mucho se dan), tendiendo insensiblemente a caracterizar
todo de esta forma, o bien ha salteado el factor histórico,
otorgándole a ciertas manifestaciones la misma significación
que podría asignárseles varios años después. Se extravía así la
consideración teórica, sin com prender hasta qué punto cuán­
to en el adolescente tiene em inentemente estatuto lúdico:
jugar a la política, por ejemplo, o incluso a la delincuencia o
a la adicción, lo cual exige un difícil diagnóstico diferencial
(valga el caso, respecto de una verdadera impulsión). Así
com o un niño en el consultorio narra con dibujos o juguetes
su vida imaginaria, con todas sus alternativas, el adolescente
lo hace extrayendo, arrancando semas y mitemas de los
yacimientos ideológicos del adulto. Esto es lo que sí com ­
prendió Erikson, con su idea de la “ moratoria psicosocial”,
injustamente olvidada, siendo una conceptualización tan
conectada a la de latericia; más allá de un período histórico,
un rasgo esencial de la sexualidad (de la subjetividad) huma­
na: levantar estructuras de diferición. Por otra parte, decir
“moratoria” remite, en lenguaje temporal, a la necesidad
lógica de espacio transicional. Todas las cosas que parecen
poblar el espacio de la vida del adulto (trabajo, política.
decisiones y elecciones) las toma la adolescencia y las vuelca
en el suyo, lo cual produce una mutación en ellas, sutilmente
penetradas en tanto jugares por el proceso primario. Muchos
equívocos y desconciertos se originan en esto. Por ejemplo, al
verlas posiciones ideológicas del adulto, muy otras de aquellas
con las que jugó, y en las que el que ahora se sorprende había
creído al pie de la letra, inadvertido de su carácter figurado o
de puesta en escena.
Cuando por los más diversos factores esta transicionalidad
no tiene lugar, tropezamos con fenómenos del orden del falso
self: alienación en la demanda social o en el deseo del Otro,
precipitación de decisiones que aplastan el jugar reemplazán­
dolo por trabajo puramente adaptativo. Huida hacia la adul­
tez... o invasión patógena de las exigencias de ésta en tanto
ananké. En el trabajo clínico, ciertas supuestas ‘elecciones*
vocacionales o de pareja — o de lo que sea, pero precozmente
asentadas se revelan como verdaderos actings-oui (pues és­

tos no deben limitarse a actos antisociales). La severa dificul­


tad o la severidad de la interferencia para ju g ares la precondi-
ción mctapsicológica del acting.
El siguiente material es ejemplar para pensar esta articula­
ción: tras un tiempo de análisis, una paciente, aún lejos de los
veinte años, arriba a la posibilidad de un encuentro efectivo
con su edad, vale decir, arriba a la posibilidad de asumirse
como adolescente (pues no lo concebimos en psicoanálisis
como un período que se cumpla automáticamente). Hasta
entonces se había mantenido, represión mediante, alejada de
atravesar esa experiencia en sus mil matices libidinales y
narcisísticos. Pues bien, justo entonces, en ese mismo momen­
to, ella precipitó un par de decisiones que el tratamiento no
alcanzó a evitar pero pudo comprobar su carácter de acting-
out, y que dejaban cancelada la emergencia de una auténtica
adolescencia en su vida. Se da así por terminado algo que
estaba a punto de empezar, colocándose imaginariamente ya
en posición de adulta, también de cuerda, de “ realista”. Supri­
mía violentamente por este medio el enfrentamiento angus­
tiante con la des-identificación, con el des-ser que para ella
significaba la pérdida de sus referencias familiares en una
pluralidad de territorios, por ejemplo, no reconociendo ele­
mentos perversos polimorfos ‘extraños’ en su vida sexual.
El caso nos instruye acerca de con qué regularidad allí
donde se puede jugar con algo no hace falta que se actúe, y
viceversa. El acting-out por sí mismo nos indica un fracaso en
la esfera del jugar. Por parte del analista, su falta de com pren­
sión da generalmente como resultado un largo malentendido
apoyado en una perspectiva más adultocéntrica. Entonces, se
trabajará sobre la base de la supuesta inconsecuencia o versa­
tilidad del paciente, com o si se tratase de una falencia en su
deseo, demandándole inconscientemente el adulto que no es,
cuando lo que en verdad está en cuestión y en conflicto es su
posibilidad de tomar y dejar, de ir y venir (para mantenerse en
el plano del fort/da por ahora), análogamente a cóm o en un
niño vemos la apasionada adhesión a un juguete que con el
tiempo cae. Lo que hay que realmente advertir es que no se
trata de una comparación ilustrativa sino, estrictamente, de
una variación, para expresarlo en código musical. Lo que
engaña es que el adolescente no lo lleva a cabo en un espacio
aparte, fácilmente visualizableen su condición de “com o si”:
lo hace en el espacio mismo de la realidad social cotidiana,
subterráneamente transformado en el espacio transicional
primitivo54.
Lo mismo ocurre en el campo de la transferencia: en
adolescentes no tan tempranos, de diecisiete años en adelante,
el análisis se puede parecer mucho al del adulto, incluso
porque por lo general no hay obstáculos al uso del diván; los
aspectos más formales y visuales ligados al ‘análisis con
niños' han desaparecido. Esta asimilación al analista le puede
costar, si no se va con cuidado, una serie de malentendidos,
especialmente si le hace olvidaro u e a lo la rg o dc laadolesccn-
cia no deja de haber una búsqueda incondicional Incesante,
de reunificación bajo algún significante y, por lolanto, en al­
gún momento eso va a oponer cantidad de resistencia al aná­
lisis, del mismo tipo, pero acrecentada, que la que W innicott
descubrió en la latencia. En efecto, la contradicción entre los
objetivos de desarrollo del proceso secundario propio del la­
tente y los objetivos que el psicoanálisis le (y se) propone se
radicaliza durante la adolescencia tardía. Cuando el paciente
está organizando incluso su sintomatología de un modo más o
menos estabilizado y desde el punto de vista de cierto acuer­
do con la realidad social compartida, llega un momento en que
el convite que le hace el análisis al des-ser, a desestructurarse,
resulta incompatible y difícil de soportar. Por lo que es tan fre­
cuente que el final del tratamiento irrumpa a través de un
ácting-out que trae una interrupción brusca, más o menos ra­
cionalizada, pero fundamentalmente ligada a las resistencias
del analista. Este no se percató de lo que estaba en juego, se
dejó engañar por las apariencias de estar analizando a un
adulto. En determinadas ocasiones, se puede ver a un paciente
que se trató en la adolescencia, que en determinado momento
no toleró proseguir, precisamente cuando se aproximaba a esa
desestructuración transitoria y que retoma cuando consigue
estabilizarse en algunas posiciones de su existencia en la
comunidad: trabajo, asentamiento heterosexual, etc.
Esto nos acerca a lo más específico en la función del jugar
durante este tiempo de la constitución subjetiva. Dijimos por
una parte que se vuelven a plantear viejas funciones en nuevos
niveles, pero hay también algo diferencial en aquélla, aprchen-
sible en el itinerario de identificaciones que hemos destacado.
Lo más importante en mi concepto es volver materia de juego
algo que de otro modo q uedaría inevitablemente inscripto en
la dim ensión de significante delsupervó. sobre Todo pdrnúé~ño~
cesan las múltiples (Temandas^eTC?!!^, presionando para que
normalice su posición se x u a I y t a n tasfo tras cosas que hacen a
su ubicación y rendimiento social. Si el sujeto no consigue
metabolizar estas demandas y transformarlas en algo propio a
través del jugar, queda atrapado en lo que funciona como
mandamiento superyoico de adaptación al ideal, conminado a
gozar, com o dice Lacan, entregado en suma aúna exi stcncia en
la que ya no tal ocual deseo, sino su desear mismo es rechazado
y desconocido55.
Sólo si consigue (y aquí es el punto donde de fracasar la
praxis lúdica puede sustituirla el acting-out) transformar eso
que viene desde el Otro como significante del superyó en
material de juego, material para construir su difiriendo — que
es tanto como decir su subjetividad, su deseancia— aguje­
reando, extrayendo, aceptando, dejando caer, aquello que
venía en el modo de la violencia de la imposición deviene,
transfigurado, significante del sujeto, o sea que lo representa
a él y no meramente a lo que lo ordena, en todos los sentidos
de la palabra. Con esto rozamos otra dimensión de la función
del jugaren la adolescencia, también algo que hemos tratado
poco en psicoanálisis y es, sin embargo, de tanta importancia'
(como que retoma cuando el proceso falló haciendo síntoma
en el adulto): lograLiiu c el trabajo, cualguisiajsea, pueda.
investixse^qmcjjijegQ; función capital entonces para derrum ­
bar por anticipado la dicotomía jugar/trabajar, que hace
estragos en la existencia del adulto.
Efectivamente, en muchos discursos de ‘los grandes’ se
escucha contraponer el dichoso (por despreocupado) jugar de
los chicos al ‘serio’ trabajo posterior, plagado de desdichas ya
desde lo mítico. Después de haber podido analizarlo m inucio­
samente en varios tratamientos, he llegado a la conclusión de
que una tarea de incomparable envergadura en la adolescen­
cia, regada de consecuencias del más diverso signo según sus
resultados.es lograr que aquello que se convierta en su traba­
jo para él se mantenga en su inconsciente radicalmente ligado
al jugaren toda su fuerza desiderativa, pues si se ve separado
de eüa el trabajo acarreará, en más o menos, alienación y em ­
pobrecimiento al sujeto. Por supuesto, esto conlleva arduos
problemas, inabordables aquí, pues el cam po social es cual­
quier cosa menos una materia neutra y dócil. Para empezar, no
todas las actividades se prestan de la misma manera ni ho­
mogéneamente para esa transformación que es tan necesario
que se opere. Digamos que hay materias más resistentes a la
infiltración inconsciente por lo lúdico56. Seria una ideologi-
zación en extremo equivocada de tan compleja cuestión
hacerla depender unívocamente de factores subjetivos indivi­
duales, existiendo incluso form acioi^s míticas desparram a­
das en el campo social que cualifican positiva o negativamen­
te el potencial creativo de tal o cual práctica. Ello sin contar
aquellas, por lo general ejecutadas en silencio, que directa­
mente necesitan y explotan potenciales paranoicos o esquizo­
frénicos, en donde la posibilidad de jugar se reduce a cero.
Pero si abandonamos tales extremos (bien remunerados,
por lo demás, según parece) de hecho se despliega toda una
vasta gama de actividades, cuya transformación en lo funda­
mental depende del sujeto, bien en una práctica em inentemen­
te a cargo del superyó y de lo crasamente adaptativo de la
normalidad más represiva o bien en producción auténticamen­
te sublimatoria que tratamos de categorizar en el registro de la
salud, como concepto diferente del de la normalidad. En lo
fáctico, es fácil experimentar esa diferencia entre un maestro
y otro, entre un psicoanalista y otro, entre otros casos57.
Sea lo que fuere, el caso es que instancias muy decisivas
para el desenlace, para los destinos de este proceso, se definen
en la adolescencia, no pocas veces de un modo que a la postre
ya no sufrirá alteraciones de importancia. Al clínico le consta
con qué frecuencia el destino que prevalece impone la escisión
entre jugar y trabajar; el primero queda del lado de lo infantil,
librado a los sueños diurnos o al “fantaseo’' (Winnicott)
improductivo. En cuanto al otro, privado de las raíces libidina-
les, se conforma al funcionar al servicio del superyó, dando
lugar a coeficientes de insatisfacción que el paciente adulto
trae al análisis, ora com o fracaso rotundo, éxito relativo y
escaso goce, ora como ‘triunfo’ en una perspectiva adaptacio-
nista a ultranza, que no repara en costos del orden del fa ls o s //.
Lo único que aquí triunfa sin cortapisa alguna corresponde al
significante del superyó. En los casos más favorables, la
función de esa miríada de juegos desplegados en el campo
social permite que — una vez de a poco y otra a saltos—
determinadas actividades del adolescente se estabilicen a la
par que pasa a ellas la savia del jugar. Los puntos en que este
pasaje no se produce preparan futuros síntomas e inhibiciones.
Quisiera detenerme en la idea — que me parece crucial— de no
buscar esto siempre ‘en grande’. A fin de cuentas el analista
encuentra muchas más pequeñas manifestaciones de aquéllos,
imperceptibles las más de las veces al sentido común o a una
teorización ajena al deseo inconsciente, pero cuya sumatoria
reticular resulta en efectos no espectaculares y sí muy signifi­
cativos: atemperaciones diversas del placer de vivir y de la
dolorosa alegría de crear. Converge con esto algo habitual de
hallar en la vida erótica: cuántas veces escuchamos la queja
por esa pulsionalidad que era idealizadamente más libre o más
rica o diversificada, antes de que se estabilizara en una
elección de objeto. A llí hubo algo del jugar que se perdió en
el camino hacia la vida sexual adulta formalizada en un
vínculo de pareja, y entonces, en lugar del incremento que se
esperaba acontece lo contrario, cierto quantum de deslibidi-
nización, una verdadera devaluación de lo erótico. Todo el
orden del polimorfismo perverso queda reprim ido bajo un
significante superyoico de la genitalidadque arrastra al sujeto
lejos de la sexualidad como juego. He aquí entonces el coito
como ‘trabajo’, rendimiento, cum plim iento... pero no del
deseo.
También en este caso el psicoanálisis comprueba que el
adolescente, angustiado ante el rebrote polimorfo, incapaz de
soportar su ambigüedad, apurado por reunificarse bajo una
bandera significante socialmente viable, reprim e sin quererlo
el potencial de juego para normalizarse sin estorbos. Así, el
pasaje de la vida sexual del “segundodespertar” a la del adulto
nos confirma p*r su cuenta la trascendencia de las funciones
del jugar en la adolescencia.
Digamos que el jugar con las identidades sexuales y con la
pluralidad de los dispositivos pulsionales es una de las tareas
que en este tiempo de la estructuración subjetiva recibe una
decisiva intensificación. Esto explica ciertos chascos por pre­
cipitarse a diagnosticar perversiones en los años que siguen a
la pubertad, dando a un episodio homosexual o de otro tipo un
cariz patológico que está lejos de tener. El analista (o quien
fuere) no ha advertido que tales sucesos o fantasías tenían que
ver con un itinerario lúdico, con una búsqueda de significan­
tes del sujeto en lo atinente a la vida erótica y no de lo que
imprudentemente se ha psicopatologizado.
Lo mismo en términos generales cabe decir de hj&^idic^io-
nefc. Ciertamente, eiLÍa_adolescencia.constituyen una pro*
flem ática de suma gravedad, sobre todo en grandes nuclea-
mientos urbanos. Pero no todo adolescente que en un momen­
to dado atraviesa una fase en que recurre al alcohol o a otra
droga está destinado a estabilizarse como adicto. Se trata de un
terreno especialmente resbaladizo porel peso de lo contingen­
te en cuanto al objeto de la adicción: en efecto, en muchas
situaciones en que el sujeto está en el filo de la navaja, la clase
de droga y su incidencia biológica vuélvense decisorias. Por
ejemplo, vemos pacientes que, en pro de hacer superficie con
un grupo de pares (o para ayudarse en las ansiedades hom ose­
xuales que éste les despierta) se aficionan a beber; tiempo
después esa afición desaparece sin dejar rastros, pero otro
género de intoxicación lo hubiera hecho mucho más difícil o
imposible. No hay por qué subestimar la gravitación de estas
contingencias, y el psicoanálisis menos que nadie, siendo
com o es un método para estudiar cómo lo accidental se
convierte en estructurante y en estructural.
La marcha de algunos tratamientos nos alecciona sobre la
necesidad, inmanente a la posición analítica, de abstenerse en
relación con la prisa por referir el material clínico a parámetros
psicopatológicos tan tranquilizadores com o falsarios. Por
ejemplo, uno de estos adolescentes ‘alcohólicos’ cambia brus­
camente de rumbo y de rubro: con un nuevo amigo planea
ahora robar cubiertas de automóviles. ¿Paso de la adicción a la
psicopatía? Tanto más fecundo y resolutorio fue el análisis
exhaustivo de su atracción inconsciente por la marginalidad.
Si aquella idea no se materializó, había en cambio toda una
historia de pequeños hunos y actos antisociales desde la
latencia inclusive, pero que nunca alcanzaron magnitud y
nodalidad com o para nombrar al paciente en base a ellos. En
todo caso eran fenómenos ambiguos, nada raros, entre el
acting-out y el jugar, para encuadrarlos totalmente en el
primero faltaba que realmente revistieran para él ese carácter
compulsivo que no deja al sujeto otra alternativa, la imposibi­
lidad de detenerlo. Y para ubicarlos sin resto en el segundo
echábamos de menos la estabilización cabal de una zona de
juego. Se trata de un criterio bien fundamentable para deslin­
dar cuándo estam os ante una práctica lúdica y cuándo ésta, si
existe, se sintomatiza mudándose en otra cosa, como en los
casos en que un juego se transforma en ritual obsesivo o
fetichista y se compulsiviza, crispando en formaciones rígidas
la espontaneidad que tendríamos derecho a suponer. Es ésta
una interferencia, una interceptación del proceso más saluda­
ble que, por el contrario, exhibe esa cualidad de “ser llevado
a término”58.
El terreno mism o de la formación de muchos futuros
analistas en la Facultad de Psicología proporciona otro campo
privilegiado para examinar y reflexionar sobre esta cuestión.
En efecto, también aquí encontramos una diferencia sustan­
cial entre quien puede jugar con las identidades teóricas que
circulan a lo largo de laenseñanza, y así hacer “com o si” fuese
lacaniano, kleiniano o cualquier otra cosa, mientras que en
otras ocasiones vemos lamentablemente un prematuro cierre
de la cuestión, donde tales nominaciones no se sostienen en lo
lúdico y se constituyen en significantes del superyó, situación
en que el sujeto es abrochado y conm inado a localizar su
posición ‘en serio’ muy prematuramente, sin la oportunidad
de realizar un itinerario que no significa otra cosa que la
apertura de un espacio donde la deseancia puede respirar.
En un artículo de no mucho tiempo atrás59 sostuve la tesis
de que la posibilidad potencial de una cierta formación psico-
analítica en el grado (o sea, con estudiantes aún adolescentes
al comenzar) era justamente no coagular identidades teóricas,
estimular la dimensión lúdica del trabajo intelectual y descu­
brir el psicoanálisis jugando, para lo cual remarcaba también
la necesidad de defender una enseñanza pluralista y, sobre
todo, una transmisión apuntalada en él. Es decir, todo aquello
que las instituciones psicoanalíticas en general desalientan y
que tantas y tantas veces nos aflige cuando analizamos o su­
pervisamos a colegas: síntomas o rasgos ya egosintónicos de
esclerosamiento precoz del pensamiento, que inmediatamen­
te nos avisan de un proceso de juego detenido, disociado,
cuando no en franca involución. En este sentido, considero
que la frecuente demanda de identificación precoz, de adqui­
sición precoz de identidad por parte del docente comporta un
serio fallo a la ética del psicoanálisis. La abstención de educar
en su connotación más inseparable de una normalización
represiva y patógena debería extenderse con todo rigor al
campo de la formación de los analistas. Quizás deberíamos
subrayar mejor lo iatrogénico de dicha demanda, su ridículo
fundamental, comparable al de una nena que, cuando se halla
jugando con sus muñecas, se le exigiera que mantuviese sos­
tenidamente las veinticuatro horas del día la responsabilidad
formal de ser madre. Lo que no es un ejemplo literario más o
menos feliz, porque así sucede en algunas familias cuando a
una nena, por ser la mayor y por defecciones en la función
parental, se le impone concretamente convertirse en la madre
de sus hermanos, posición que engendra toda una patología
subterránea, asunción en falso de un sitio a expensas de lo que
reivindicaría com o derecho a jugar.
Por todo esto, en mi opinión, el docente analista debería
abstenerse cuidadosamente de estim ular y valorizar la adhe­
sión más que a una línea, al principio mismo de ponerse en ella
como un ideal a alcanzar60. Menos aun debiera com plementar
especularmente tal demanda, que no deja regularmente de
formularse, porque no es que el estudiante sea una víctima
esclavizada; en el ám bito subjetivo sabemos de la existencia de
activos deseos de que eso ocurra, articulados y responsables de
una formidable apelación a que una línea se haga cargo de
nuestra vida intelectual; pero en todo caso desde la posición
psicoanalítica, desde su ética, tenemos derecho a exigir la no
respuesta y la crítica, el desmontaje de tal llamado.
A mi entender, al psicoanálisis le ha faltado hasta ahora (y
eso hace síntomas en el tratamiento de adolescentes) encarar
más a fondo y con sus herramientas la categoría del trabajar,
como si perteneciese por derecho a otras disciplinas y no
pudiera agregar otra cosa que simbolizaciones que plantean
equivalencias, por lo general tratadas en forma sumaria y
pintoresquista (típicamente, significaciones ‘sexuales’). O
bien salir del paso con una referencia — cuya nuclearidad se
inefectiviza por el nivel abstracto en el que se mantiene el
discurso teórico— a la sublimación61. Ahora bien, psicoanalí-
ticamente hablando hay sólo una manera, y sólo una, de tom ar
el toro por las astas: ligar la categoría mítico-histórica del
trabajo al deseo, o al desear mejor aun, com o eje de la
producción subjetiva. Todo el trayecto que venimos abriendo
desemboca en el punto en que ahora estamos, por poco que el
movimiento de la teorización no se restrinja. Nuestra primera
operación consistió en cómo el orden y el campo íntegro del
jugar infantil está originariamente (y no a causa de una
articulación secundaria) atravesado por el deseo inconscien­
te, al igual que si éste estuviese entubado en columna verte­
bral de aquél al tiempo que metastcisiciclo hasta en sus capita­
lidades más recónditas. Nos alejamos así al máximo de cómo
el fenómeno lúdico fue concebido en las psicologías de tipo
evolutivo; me refiero a pensarlo en términos de actividad
preparatoria para la vida adulta, actividad por ende em inente­
mente adaptativa y completamente al margen o com pleta­
mente marginante de la problemática dcsiderativa. Nos sirvió
de apuntalamiento un hecho clínico fundamental: si se quiere
conocer acerca del deseo de un niño, lo conseguiremos a
través de sorprender sus jugares. No existe vía más segura. La
referencia, por ejemplo, a su escolaridad, a su aprendizaje en
sentido general, aun al más exitoso, es sustancialmente inse­
gura, porque ahí puede estaren germen la escisión patogéni­
ca trabajo/juego que tantas veces domina el decursode laexis-
tencia humana. Pero aun en el terreno de lo que describimos
al decir“este chico está jugando’*, la detección de la presencia
o ausencia de la espontaneidad es imprescindible al diagnós­
tico diferencial, pues el niño bien puede estar haciendo los
gestos del jugar — incluso en nuestro consultorio— y en
realidad aplicarse a llevar las demandas que descifra o supone
en el adulto.
En ese caso, hará todos los movimientos del que juega
com o alguien puede hacer todos los movimientos del amor,
pero eso no quiere decir que haya sujeto jugante allí; no ha de
ser tampoco la presencia de juguetes lo que dé garantías.
Repitámoslo (ya que tanto se lo olvida): el único criterio
válido para decir que algo pertenece al t&Sstrolúcfico e s
descubrir lili í circulación líH d jñ á F T B S p te gue. y no sólo
deseo familiar que toma al sujeto de bjanco. Este es un punto
muy importante, porque la división dísocíativa e irreductible
juego/trabajo se encuentra en muchos casos preparada y
como preanunciada en ciertos empobrecimientos que suelen
perfilarse y constituirse durante la latencia, cada vez que el
aprendizaje todo (o sea nada menos que el desarrollo del
proceso secundario) queda capturado bajo el régimen de una
actividad sólo adaptativa comandada por el superyó al servicio
del deseo del Otro. Cuando así ocurre, la actividad escolar —
por ejemplo— no se ve penetrada, no es intrincada al jugar, el
niño podrá tener “ buenas notas” (y muchas veces ni siquiera
eso, porque de hecho no escasean ‘problemas de aprendizaje’
motivados en que el niño no consigue investirlo, lo cual suele
agravarse aun en el adolescente que sigue la escuela secunda­
ria), pero en nada remedian la disyunción que una vez plantea­
da tiende a crecer y a propagarse por toda la esfera cognitiva
y por toda la praxis del trabajo. Antes de que un adolescente
demande análisis por cuestiones ligadas a lo ‘vocacional’, nos
acostumbramos a recibir consultas por fracasos o serios fallos
en el aprender, cuya raíz es esa prematura dicotomización que
tratamos de cercar y mojonar teóricamente. Es mucho más fe­
cundo, en mi opinión, insistir en esta dirección que limitarse a
denostar prejuiciosamente los mass-media, culpándolos de
todo.
La epistemofilia, la curiosidad intelectual, el deseo de
saber, el espíritu de investigación, nada de esto tiene sentido si
no es transformación del jugar. El adulto que experimenta con
variables de laboratorio no debe pensarse en mera analogía al
pequeño con sus ‘chiches’, e idéntico vínculo liga éste a
prácticas muy distintas del trabajo intelectual.
Vale detenerse en un comentario o, mejor dicho, en una
consigna característica del período escolar: ‘con esto no se
juega’; ‘ahora no estamos jugando’. Es una puntuación ya de
por sí iatrogénica: el recreo es ‘para jugar’, y además se lo
concibe como.una válvula de escape (me estoy refiriendo, por
supuesto, a hechos comunes: el plano de las declaraciones es
distinto, claro está) con mero valor de descarga. La hora
escolar, en cambio, no es para jugar; de un modo tan rudimen­
tario se asienta la primera sacralización del trabajo. En los
márgenes de esta burocratización, pese a todo, algunos docen­
tes logran que un poquito al menos de lo del jugar entre en la
hora de clase, y no es casual que el latente o el adolescente, por
lo general, los reconozca espontánea y rápidamente. Son aque-
líos que provocan una experiencia de aprendizaje y el saldo
de una marca que no es la del superyó, pero sí confirmatoria
de loque estoy desarrollando: para hacerlo tienenque socavar
la disyunción entre tiempo para jugar y tiempo para el trabajo
escolar.
La disyunción no sólo es estructural; también (para peor)
es histórica. En efecto, recordemos que el pequeño lo adquirió
todo jugando (si verdaderamente es una adquisición subjetiva
y no un amaestramiento)65: comer, cepillarse los dientes, ves­
tirse; habilidades a su vez apuntaladas en una sólida fijación
del ser al cuerpo que la práctica lúdica conquistó. No hay, por
tanto, razones de deseo para cambiar de rumbo ni para variar
el procedimiento. Si se esgrimen, pues, argumentos, serán los
del superyó.
Considero entonces que una de las tareas más decisivas que
especifican desde el punto de vista psicoanalítico lo que
llamamos adolescencia, es la transformación de lo que es el
jugar com o práctica significante en lo que conocemos con el
nombre de trabajo; por eso mismo, el corolario de esta hipóte­
sis es que si dicha tarea queda sin realizar o gravemente fallida
en la adolescencia, se compromete todo lo que va a ser del
orden de ese modo específico de la sublimación que es el
trabajo más allá de aquel período, partiendo del adulto joven
que hereda la falla.
Me parece más fértil analizar esta hipótesis mediante un
material, justamente el primero que me puso sobre la pista de
las articulaciones que procuro fundamentar. No se trataba de
un preconcepto que yo tuviera sobre las relaciones entre jugar
y trabajar; las particularidades de un caso me llevaron a ciertas
conclusiones a posteriori. Era un muchacho que empezó
tratamiento a los dieciséis años, lo dejó enseguida, y lo retomó
un ano después, ahora por mucho tiempo. Como de costumtiitfí
seleccione aquellos trozos que mejor perfilan la problemática
en cuestión, dejando de lado en lo posible otros aspectos. Al
mismo tiempo, he procurado evitar una falsa síntesis, para lo
cual preferí respetar el orden real en que dichos fragmentos
aparecieron en el curso del análisis, sin someterlos a una
excesiva elaboración secundaria.
El tratamiento se inició por exclusiva iniciativa del pacien­
te, quien convenció al padre para que se lo pagara. En principio
no traía otro motivo que una angustia crónica y difusa, pero
muy intensa, que de algún modo parecía ligada a cierta
producción de actuaciones para librarse de ella: pequeños
robos y vandalismos figuraban en esa serie, así como — para
la época en que vino a verme— fumar bastante asiduamente
marihuana. Incluso estaba a punto de dar un paso más allá y
complicarse en cadenas de distribución.
Era muy inactivo en todas las dem ás cosas, incluyendo
particularmente la vida sexual en sus manifestaciones direc­
tas reducidas casi por completo a la masturbación: tenía eso
sí una especie de trabajo (primer elemento que conviene
recortar) a las órdenes de su padre, ayudas más o menos oca­
sionales, lo que en Buenos Aires se dice ‘changas’, no en
forma demasiado regular.
Con el tiempo vimos que había aspectos de interés allí (él
fue convirtiendo el asunto en tema): en primer lugar, el padre
hacía un trabajo de tipo intelectual, y lo convocaba exclusiva­
mente para tareas a realizar con el cuerpo, sin ninguna clase
de inclusión en el otro aspecto, en el nivel en el que el mu­
chacho hubiese podido hacerlo. De manera que no se daba la
oportunidad de un enriquecimiento por ese lado. Sólo tenía
que usar de su fuerza física, ser un ‘changador’ del padre,
como concluyó por nombrarse él mismo.
El segundo punto que conviene marcar es que el padre no
le pagaba en forma regular y previamente convenida, sino con
un ritmo errático y teñido de familiaridad, o sea que desde su
intervención no se inscribía, no se introducía la categoría
simbólica de trabajo, sea cual fuere el contenido de esa
categoría.
El tercer punto muy importante, más de fondo quizás, es
que este trabajo del padre fue revelando poco a poco lo que
podríamos cualificar un matiz delirante. En principio, parecía
atenerse a parámetros científicos ya fuertemente consolida­
dos y estandarizados y seguir el método experimental. Pero
resultaba que toda esta sintagmática y paradigmática estaba al
servicio de una idea o d e un objetivo inocultablemente mesiá-
nico (si bien de un modo sutil), recordando un poco el ejem plo
que da Freud de aquel que se esmera en probar con el método
científico que ei centro de la tierra está constituido por merme­
lada.
De todas maneras, lo que primero surgió como posible de
ser analizado era el hecho de aquella disociación entre ‘m ente’
y ‘cuerpo’, para ponerlo en lenguaje corriente. Disociación y
distribución en laque él se sentía con el aspecto no valorizado,
no marcado fálicamente.
Este aspecto llamó mi atención en función de una insinua­
ción de deterioro en el paciente de loque serían sublimaciones,
no sólo porque, por ejemplo, arrastrase sin gloria su termina­
ción de la escuela secundaria. Más significativo o más preocu­
pante era verlo demasiado absorbido por actividades autoeró-
ticas donde se podía descubrir cierto grado de regresión de una
sublimación a sus fuentes pulsionales. Esto también resultó
'felacionado con la forma compulsiva en que se daba en él la
M asturbación, claramente no al servicio del placer, sino co mo
proiéccIónrBarrcra o parapeto contra una angustia muy pene-
^ w S e ’yHítícil de soportar!"
'S h a secuencia en que esta regresión se constata merece
transcribirse. El muchacho era muy dado a bromas que solían
rozar el vandalismo y había tomado a su vecina del piso de
abajo com o víctima prefcrencial. Esta mujer tenía un gran
patio al que él accedía desde su balcón; entonces dedicaba
largos ratos a tirar anilinas de diversos colores, cosa que
cuando su vecina (muy dada a la limpieza, al parecer) baldea­
ba, se teñía todo ese extenso rectángulo de un mar de verdes,
azules, rojos, pequeño océano multicolor. Pero lo verdadera­
mente interesante fue el siguiente paso: abandonó las anilinas
y las reemplazó por su propia caca, que acumulaba en un balde
y luego arrojaba. Todo desembocó finalmente en una denuncia
policial. Da qué pensar este pasaje de los colores a la materia
fecal, que ya en las viejas teorizaciones psicoanalíticas se
colocaba com o primer horizonte pulsional de lo que luego
serán ese tipo de sublimaciones. Transformando una idea de
M are use (idea que es útil conservar, sirve a mantener una
tensión diferencial entre la sublinKuáérry-ttéapuitión lisa y
llana) es lícito llamar a este proceso desublimación^
Otra característica que aparecitterhlesfráinE ^iiom pos del
tratamiento era la aparente ausencia o silenciamiento de l<>
que reunimos bajo el concepto de ideal del yo, sobre todo I*
falta de horizonte, del 'serásVde fantasías prospectivas o pro
yectos, de efectos de anticipación respecto de alguna cosa, en'
fm, de futuro: el ideal del yo es inentendible en psicoanálisis;
sin considerar la dimensión del futuro, la lleva en su esencia
y en el paciente la echábamos de menos (él tomó conciencia
de ello en análisis). En cambio, lo encontramos con una
hipertrofia del yo ideal, de lo que contrariam ente se sitúa en
lo que y a es, presentificación pura. Por ejemplo, pasaba,
mucho tiempo coleccionando determinados afiches, posters^
etc., y luego quedábase contemplándolos fascinado, loque el
análisis descubrió como movimiento de fusión imaginaria.
Acabó por comprar una guitarra eléctrica, en apariencia para
seguir los pasos de una figura del rock que admiraba, pero
bien pronto se puso en evidencia que no se trataba de aprender
a tocar, en referencia a cierto ideal: en realidad, aprender fue
totalmente imposible, la guitarra pronto fue abandonada. La
operación enjueg o era la del yo ideal: él ya era su ídolo. Se
apoderaba del otro a través de la mirada, luego al pretender
tocar. La fnistración de no encontrar en sus dedos la maestría
era un golpe insuperable y no remontable, al darse las cosas
en el plano de la identificación primaria y no en el de las iden­
tificaciones secundarias “en cascada” (Lacan) por el efecto
estructurante del ideal del yo. La deficiencia en este registro
cerraba al muchacho la posibilidad de encarar cualquier cosa
que implicase un ponerse a trabajar, un proceso. Había aban­
donado así ya muchas actividades, invariablemente com en­
zadas con ese mismo rapto harto fugaz.
En este punto se produce un primer efecto del análisis en
el sentido de que, después del primer intento abortado de
comenzarlo, una vez que lo reinicia, casi un año más tarde, es
capaz de sostenerlo. Es decir que, por un efecto ligado al
orden de la transferencia, la primera actividad sublimatoria
que en su adolescencia logró hacer m archar adelante, remon­
tando la corriente de la desublimación que se insinuaba, es el
análisis mismo. *
Entre tanto, nuevos hechos van dando cuenta de la disocia­
ción apuntada: termina finalmente el secundario y se anota (sin
gran convicción) en una carrera universitaria de las llamadas
menores. Fue bastante claro que así repetía, y a la vez variaba
un poco, la disociación entre trabajo físico e intelectual plan­
teada en su relación con el padre. Era una típica transacción no
seguir una carrera mayor, tal como aquél la tenía, pero tampo­
co lisa y llanamente noestudiar. Pero una transacción no es una
elección, y no podía causar extrañeza verlo con escaso entu­
siasmo y sin una meta clara.
Transcurrida una buena parte del período inicial del análi­
sis, ya sobrepasados los diecisiete años, el material empezó a
incluir malestar con respecto a su total dependencia económi­
ca, acentuada por las características erráticas e imprevisibles
de los pagos que el padre le hacía (en verdad, esto mismo
dificultaba inscribirlos com o tales). Surgida la inquietud por
tener un verdadero trabajo, se puso en marcha una fase de
despliegue, un recorrido por lo que me tienta llamar ‘simula­
cros’ de trabajar, apuntalada en parte en lo que en Buenos
Aires se conocen com o ‘curros’: por ejemplo, daba muy a me­
nudo con lugares donde le prometían significativas sumas de
dinero sin experiencia previa y sin referencia alguna. Le decían
cosas del estilo de “acá necesitamos gerentes jóvenes” (sic).
Lo importante es que invariablemente el paciente lo acogía en
un primer momento con credulidad y hasta con euforia; pronto
me di cuenta que dominaba la rencgación: en un nivel él per­
cibía que algo no encajaba en lo que se le estaba ofreciendo,
pero no obstante, prevaleciendo su escisión, lo aceptaba como
bueno.
No ganó di ñero, por supuesto, pero en el largo recorrido que
inició, llegamos al primer descubrimiento trascendente de su
análisis (también para la reflexión teórica, por lo que a m í
respecta). El conocía la palabra “trabajo” y la manejaba en el
registro preconsciente más superficial, ‘pegada con alfileres’
com o se dice, en términos más que nada intelectuales; per se,
en cambio, la categoría simbólica de trabajo no se hallaba
inscripta en serio para él, no existía en el marco de las
investiduras que deben entrar en juego para que se produjese
cualquier asunción subjetiva de lo que fuere.
El balance de esos primeros tiempos del tratamiento arroja
entonces este saldo: noexistenciadcl trabajaren tanto catego­
ría simbólica; expulsado o en todo caso ausente de su circuito
de representaciones, lo que retoma en lo real del simulacro, de
un objeto trabajo en la figura del simulacro64; una acentuada
disociación entre una dimensión corporal y otra intelectual;
una actividad de jugar que tiende a diluirse progresivamente
en actings, en dirección a la tendencia antisocial, y además a
perder su contenido sublimatorio y regresar a sus fuentes
pulsionales; por lo anterior, no encontramos ninguna circula­
ción del orden lúdico al orden del trabajo, no hay flujo ni
transformación de libido que permita nuevas adquisiciones
subjetivas.
Fue algo muy costoso de procesar para el paciente: cada
vez que decía “voy a trabajar” era una mentira, era “ un deli­
rio” como a la larga empezó a advertir y a decir, en cuyo d e­
sarrollo caminaba horas y horas por las calles, tratando de
vender objetos totalmente improbables y, por otra pane, sin
ninguna disposición a hacerlo; todo asunto se volvía una
especie de deambulación hiperrealista. Que lo llamara “deli­
rio” no dejaba de tomar particular interés, pues tendía un
puente significante con las investigaciones de su padre: era él
y no yo el que había señalado el carácter delirante que ellas
nunca dejaban de tener. Añadiré que conviene tomar el
término al pie de la letra, es decir, como una actividad resti-
tutiva de una dimensión faltante, relleno de una categoría sim ­
bólica de la que el sujeto carece; para seguir la propuesta de
Nasio, una flagrante muestra de forclusión local.
Cuando pudo medianamente analizar todo esto, fue des­
plegándose una serie de imagos que implicaban diversos
fragmentos de ideales, asaz heteróclitos: uno era la im apodcl
‘linyera’ que formaba parte dcl mito fáirníiür vía un lejano
aritepasaddTqütTsrBien no era exactamente un ‘linyera’ se
aproximaba lo suficiente a ese tipo de personaje, y reveló estar
eñ la raíz de la gran atracción que sobre el paciente ejercía
siempre todo lo que llevase sello de marginal, de lurnpen.
Succionante Tom ó era, esta imago (cuyo desbroce ITevói
tantas sesiones) tenía también una contracara atemorizante.
una dimensión siniestra y destructiva: es que en definitiva im­
pregnaba su vida con un presagio de fracaso y de inercia.
Además, fue asociando su fijación a esta imago con su incapa­
cidad (muy marcada a la sazón) de trabajar en grupos, de
integrarse creativamente a ellos, jugando o estudiando. En esta
dirección analizó poco a poco su fracaso en los deportes que
exigiesen juntarse con otros. Dio cuenta que, cuando intentaba
jugar al fútbol o al basquetbol no lo hacía en verdad para nadie.
El punto no residía en ser bueno o m alo— en ambos casos esto
es interior a un equipo— , su posición era distinta. En el orden
de esa^desublimaciótyque habíamos notado en incremento, el
iba a lo T arg írd em íp an id o en hemorragia de las referencias
simbólicas. Una cancha no es un potrero cualquiera; implica
un cierto trazado y las posiciones que cada jugador ocupa en
ella no son ni mucho menos posiciones sólo físicas, sino loca­
lizaciones simbólicas respecto de lasfeglas, que diferencian al
defensor del atacante, etc. Sin esto, terminaba perdido en lo
real, corriendo sin objetivo alguno en un espacio ya sin marcas
viales, sin señalizaciones, donde no funcionaban las oposicio­
nes atrás/adelante, a la izquierda/a la derecha, zonas del equipo
contrario/zonas del propio equipo, que organizan culturalmen­
te un ámbito ‘físico*.
Lo único posible de hacer en grupo eran actuaciones del tipo
de los pequeños hunos ya narrados, y que asociaba a disipar
una angustia en com ún, o algo del género de la depresión tensa,
que impulsaba a la imperiosa necesidad (en el estricto sentido
narcisistadel término) a buscaren el acting-out alguna forma
de salida.
Conviene reparar en que la imago del linyera es no sólo
desocializada, sino también una fracasada en lo locante a
sublimación, no porque el linyera no trabaje desde el punto de
vista convencional de lo que una sociedad demanda. Más
concluyente que eso, es que no genera una alternativa creado­
ra que más allá de lo normativo usual revele de un modo u otro
su validez. Su dcsocialización es interna, no sólo exterior. Es
la cara visible de lo que propuse denom inar como pérdida de
sublimación, disgregación de su andadura.
Algunos rasgos en esta imago del linyera conducían nueva­
mente al padreen cuanto a la calidad delirante que coloreaba
su trabajo; tenía com o uno de sus principales efectos la
marginalidad. Era imposible figurárselo, por ejemplo, en un
equipo de investigación. El padre pertenecía formalmente a
una institución, pero ocupaba allí posiciones que bordeaban
hasta lo delictivo, no por factores económicos, antes bien
poajue no parecía poder convivir con regulaciones y normas.
Cuando lentamente empezó a inscribir su no inscripción
del trabajo emergió otra im agode inocultable interés que, en
justicia, podemos llamar imago del terrateniente, y que tam-
bicn conducía a otro segm entodel mito familiar: no se trataba
ni mucho menos de una familia de terratenientes, pero es
cierto que había un pasado un poco mejor y bastante más
desahogado en esa familia; unas módicas hectáreas en el
interior del país quedaban como resto. Lo que a continuación
se asoció a ellas fue lo que sobre ellas pesaba: por algún
motivo tenían la peculiaridad de no servir para nada, si eran
un resto se literal izaba como resto muerto, puro emblema
nostálgico de un pasado mejor, muy idealizado porel paciente
y por otros miembros de su familia. Parecía imposible hacer
algo con ellas, ya que el abuelo y el padre atestiguaban de un
fracaso al respecto, pues intentaron en vano en su momento
transformarlas en algo que redituara, no sólo económicamen­
te, sino en muchos otros sentidos, porejem plo, en el cam po de
la sublimación. Quedó claro para el muchacho que no existía
ningún impedimento concreto, pero fatalmente, cuando cada
tanto alguien volvía a la carga se enredaba en una especie de
inercia del tejido familiar, porque había unas cuantas perso­
nas que tenían que ver con esas propiedades y al final eso se­
guía resto muerto allí; al mismo tiempo, se mantenía una in­
tensa idealización del vivir de rentas (en realidad nadie en la
familia lo hacía), com o estatuto deseable al máximo y vincu­
lado a hombres activos en el pasado, generadores de riqueza.
Llegamos juntos a concluir lo siguiente: los verdaderos
hombres, los viriles y vitales, los hombres que emprendían
cosas, estaban confinados en un pasado de varias generacio­
nes atrás65. Su estatuto muy poco tenía que ver con el ideal del
yo, sino a la inversa, era un ideal metido en el pasado con el
que la única relación posible era de veneración y nostalgia. En
comparación con aquellos antepasados, estos hombres de
ahora, los de las últimas generaciones, eran fracasados en
mayor o menor medida y, en todo caso rezaba el mito, lo poco
que pudieran hacer era siempre al margen de aquellos restos
reducidos a la pura dimensión del significante.
En la penosa, inacabable elaboración de este material en­
contramos una resonancia filofeudal, una suerte de ensueño
aristocrático descontextualizado, pero que en esta familia ope­
raba bien concretamente com o denegación de asignar algún
valor libidinal al trabajar. Característicamente, cuando el pa­
ciente por fin empezó a hacerlo y se incorporó a una cuadrilla
de pintores, durante mucho tiempo lo ocultó a su familia racio­
nalizándolo en que le avergonzaba un poco ese tipo de acti­
vidad.
Pronto pude demostrarle que en realidad el punto no era ése
(junto al padre no hacía cosas ‘m ejores’ o menos manuales),
sino que el trabajar mismo aparecía com o una categoría de­
nigrada; el verdadero ideal era poder vivir sin hacerlo, lo cual
era en lo que él, a su manera y con poca fortuna, había
perseverado bastante tiempo.
El análisis de todos estos aspectos provocó, después de
cuatro años, una serie de efectos que se fueron escalonando.
Por lo pronto, recuperó primero su actividad de jugar, la
recuperó del deterioro en que se iba sumiendo al empezar el
análisis, abandonó luegoespontáneam ente las actuaciones que
venían reemplazando a aquél y, en cambio, se reinstaló de otra
forma en el deporte, con un tono placentero inédito hasta
entonces, claro que haciendo una torsión: encaró ahora prácti­
cas individuales y competitivas con otros hombres, enfrenta­
mientos duales pero tercerizados por reglas. Una dedicación
seria y sostenida a entrenarse, un auténtico proceso de apren­
dizaje, fue el prim er índice de una incipiente capacidad para la
derivación del jugar a través de actividades hegemonizadas
por las leyes del pensamiento preconsciente. Otra modifica­
ción notable en este nuevo curso de su vida fue superar su
torpeza motriz, que en el pasado solía acarrearle el enojo de sus
compañeros de equipo, ya que chocaba constantemente con
ellos tanto com o con los rivales, no porque se propusiese un
juego brusco, sino porque al perder las referencias simbólicas
se quedaba sin lugar propio y se encimaba constantemente a
los otros com o una defectuosa e inconsciente tentativa de
conseguirlo allí, en el cuerpo concreto del semejante, sin
importar que — reglas mediante— éste fuese aliado o rival.
No habrá tampoco de asombramos que el análisis descu­
briera un trabajo que s í le había encomendado el padre y que
él sin saberlo cum plía concienzudamente, trabajo que impli­
caba dimensiones de misión y de reenvío muy difíciles de
remontar para un hijo. Sus padres estaban separados y vivía
con su madre, nada fuera de lo común en estos casos, hasta
que, repeticiones mediante, fue tomando form a una consigna
implícita, las más de las veces, formidable en su poder de
diseminación. Todo ocurría como si el padre, autor material
de la separación, dejase al hijo en pago por liberarse de su
mujer, éste era el contenido latente de que desde entonces
(cuando él cum plía ya los catorce años) am bos viviesen solos.
Aquí se insertaba la consigna en cuestión, que había llegado
inclusive a asom ar explícitamente en los labios del padre:
“vos tenés que cuidarla”.
La madre aparecía con una patología histérica abigarrada
y seria que descargaba masivamente sobre el muchacho; esta
significación inconsciente de ‘trabajo’ — en la cual un padre
reenvía a la situación edípica, y se inviene la función paterna
en cuanto al corte con lo materno primordial— de hecho
trababa e impedía toda otra significación más socializada de
la categoría. El ya trabajaba, trabajaba de hijo que cuida a su
madre, cosa de la que acabó por darse cuenta más allá de la
superficie espectacularmente ocupada por las peleas que
tenían. Este trabajo lo cumplía a pie juntillas, con la mayor de
las responsabilidades y no debía resultar ajeno a las inhibicio­
nes y falta de deseo que poblaban sus acercamientos hetero­
sexuales.
Este era también el único trabajo autorizado a realizar en
términos del discurso familiar. El padre seguía sosteniendo
económicamente en forma total a la madre, sin que eso se
cuestionara, sin que fuese tomado com o algo transitorio, aun
cuando la madre tuviese un título universitario usado menos
que a medias. En esta disposición de factores, los pagos que el
padre le hacía, esos flujos de di ñero de ritmo caprichoso y errá­
tico, correspondían a su misión ju n ta a la madre y a ninguna
otra cosa. Tal era el verdadero sentido de las ‘changas’.
A la sazón resignificamos anteriores protestas porque cuan­
do había que hacer algo, “la parte sucia”, el padre se la
encomendaba a él. La parte sucia era lo incestuoso, la perse ve-
ración en lo edípico, el cargar con la madre. La falta de coraje
del padre para separarse realmente de su m ujer había determ i­
nado un pacto perverso entre ambos, según el cual el hijo era
entregado a cambio, chantajeado por permanentes amenazas
de suicidio o dramatizadas por su progen itora.
Los efectos del descubrimiento y la elaboración de todas
estas cuestiones había de ser múltiple y diseminado en el
tiempo, por lo que creo importante no descuidaren la masa de
hechos un acontecimiento subjetivo verdaderamente esencial:
el análisis era el primerísimo trabajo que hacía en provecho de
sí mismo y tenía que sostenerlo él, ya que yo no tomaba su
lugar. A la larga este factor, en general poco aparente, suponía
un potencial transformador más profundo y envolvente que la
desaparición o remodelación de síntomas.
Una de sus consecuencias, probablemente, es que en la
transferencia empezó a ocurrir otra cosa, algo que incluso
provocó una interrupción del análisis en un momento dado.
Durante todo este transcurso el padre seguía pagándole el
tratamiento, sólo que con el mismo estilo de imprevisibilidad
que era su sello en relación con el dinero, por lo que regular­
mente se atrasaba en los pagos. Esto em pezó a molestar al
muchacho, a sentir su palabra involucrada en la cuestión. Por
entonces yo lo consideraba com o una de las reglas del juego
que provisoriamente no había más remedio que aceptar para
que la terapia fuera posible, de manera que me abstenía de
presionar. Fue pues espontáneo que el paciente se incluyese
como responsable en loque pasaba. Apañe-de su apone de una
corriente de culpabilidad (que a la postre tiene sobre todo una
función resistencial), lo subjetivamente valioso de esto reside
en el apresto para defender aquello que deseaba, llevarlo a
pelear sus lugares. Sobre todo, hizo que a los tropezones
avanzase en reposicionarse respecto del trabajar.
El que fuera un paso importante no lo libraría, por cieno,
de la repetición. Por influencia de un am igo se incorporó a una
cuadrilla de pintores, esperando aprender el oficio sobre la
marcha. Era un grupo con características muy particulares:
casi nadie, salvo el patrón, sabía efectivamente pintar. En
segundo lugar, eran casi todos adolescentes. La tercera pecu­
liaridad eran los rasgos de personalidad del que los dirigía,
que lo emparentaba a su padre en algunas cosas.
Por tanto, lo difiriencial tardó en hacerse notar. En un
principio parecíamos reencontrar la inconsistencia de cons-
tumbre: él iba y no sabía qué hacer allí, dónde colocarse, qué
nombre ponerle a eso; poco a poco se fue configurando una de
esas situaciones “delirantes” cuyo sentido era la puesta en
escena de elementos de tipo perverso y aun psicótico, espe­
cialmente durante una época en que pintaban casas vacías,
cuyos dueños sólo venían a verificar el trabajo cada tanto.
En estos casos, una vez instalada la cuadrilla, insensible­
mente la actividad ‘oficial’ que los convocaba se iba desdibu­
jando y desplazando: fumaban marihuana, se emborracha­
ban, se contaban fantasías no exentas de aspectos homosexua­
les que a él en panicular lo angustiaban mucho. Por su pane,
dio con un ignorado componente fetichista: excitarse y mas-
turbarse a la vista de ropa interior de mujer que buscaba en
esas casas. Entre el insiglu y las defensas maníacas él contaba
cómo, a la llegada del propietario, éste se iba “deformando”
al constatar la dilación que sufría el trabajo. De hecho, no era
lo único que se “deformaba”, los potenciales sublimatorios
habían caído por el camino.
Periódicamente, alguno de los miembros del grupo ya no
soponaba más y se marchaba, intensificando la sensación de
catástrofe final. Y sin em bargo no fue así. Cuando todo lo
anterior forzaba a concluir en un nuevo extravío del mucha­
cho en un espacio confusionante por sus carencias simbólicas,
inesperadamente (la confianza en los efectos del tratamiento
estaba bastante tironeada por tanta repetitividad) empezó a
tom ar distancia, incluso a poder reírse de la situación de otra
manera, con ojos más críticos y más lúdicos a la vez. Se puso
en marcha un proceso en dirección inversa, donde lo perverso
y lo delirante se transforma en jugar y se produce un resto:
aprende en serio (jugando) el oficio, estrictamente por añadi­
dura. Con esto se sorprendió a sí mismo, no estaba en sus
cálculos, había entrado al grupo como a una actividad “de
paso”, sin saldo alguno. En su lugar, de buenas a primeras se
descubrió poseedor de una cierta técnica que le daba un medio
de vida concreto y sobre todo propio.
Otra diferencia importante: si el patrón recordaba aspectos
familiares del padre, en un punto decisivo diverge, le enseña
algo, le transmite significantes de un oficio. Entre ambas
figuras, el trabajo de lo transferencial da la medida de su diferir
al par que tiende un puente.
A través de su nueva actividad fue restituyendo y diriamos
incluso reparando su capacidad de jugar con ese plus para él
que era la primera vez que se producía: aprendizaje de algoque
lo ayudaba a convertirse en adulto. Estimo que doblegar la
represión fue determinante para estos logros, ya que todo lo
que se le venía encima de perverso, de psicótico inclusive (uno
de sus compañeros era un muchacho esquizofrénico que había
estado internado e imprimía mucho de su tónica al grupo), lo
hubiera compelido a fugarse de la situación de no estar en
tratamiento. Huir era un recurso generosamente usado cuando
lo reprimido amenazaba con su pujanza. Creo que devino
esencial que todo lo apuntado se pudiese analizaren el momen­
to que sucedía, sesión tras sesión, después de una jom ada
prolongada de seudopintura, y sin reprimir el despliegue algo
surrealista de los hechos, transformándolos en material.
El desenlace fue que abandonó el grupo y se puso a trabajar
solo, pues aquí también advino la soledad como condición para
soportar una tarea. Surgieron dificultades nuevas para anali­
zar, dificultades que formaban parte principalísima en la
dificultosa inscripción del trabajar como categoría simbólica:
en especial, hacerla conexión entre su tarea en un lugar y loque
le pagaran por ella. Tal relación de causa a efecto en modo
alguno era algo sabido. Todo lo contrario. Sólo existía un
simulacro preconsciente (‘memorizado’ por su socialización.
diríamos). Tanto la im ago del linyera com o la del terratenien­
te se oponían, reforzándose mutuamente, com o para que una
ligazón, en apariencia tan inmediata, tan simple, del orden de
‘hice este trabajo, luego me pagan por é l’ pudiera establecer­
se; por supuesto, esto se trasuntó en otras tantas contratacio­
nes ambiguas en lo tocante al dinero y dejaría “cicatrices”
(Freud) en el psiquismo del paciente. Reparemos en que ni el
señor feudal ni el vagabundo lo reciben jam ás a causa de su
actividad: por cam inos muy distintos, el dinero supone en lo
que a ellos respecta una cesión del trabajo del otro.
En el registro imagin;irio, el dinero era una maravilla que
aparecía (o se desvanecía) con la mayor facilidad, y durante
mucho tiempo fue incapaz de asociar ganarlo, fuera poco o
mucho, con esfuerzo suyo. Un acto sintomático de esta con­
dición era olvidarse de acordar el aspecto económico, y
ponerse a trabajar con eso en suspenso, no dicho, a costa por
supuesto de verse perjudicado y abusado en más de una oca­
sión. No se trataba de un acto fallido puntual (como el que a
veces marca el primer hecho de trabajo adulto en la vida de un
sujeto); se daba regularmente, la conexión se le caía una y otra
vez. No hemos de considerarla entonces una inscripción mo­
mentáneamente reprimida sino una “ forclusión local” (Na-
sio), una inscripción en negativo. Arduidad tras arduidad, el
análisis no las desalojó fácilmente. La presión repetitiva no
daba respiro. Cuando ya pasados los veinte años egresó de la
universidad, trasladó a su flamante carrera posible la disocia­
ción que habíamos encontrado proveniente de su relación con
lo paterno y que escindía lo físico de lo intelectual. Siguió
trabajando com o pintor y el título quedó a un lado. Lo
susceptible de análisis era no el conseguir usarlo en el plano
de la realidad, cuestión que hace intervenir otras variables,
sino prioritariamente la imposibilidad de armar una fantasía
desiderativaen torno a su título que demostrase al ideal del yo
en funcionamiento.
Algo de la imago del linyera retom ó entonces y se infiltró
en su oficio de pintor, así lo fantaseó al llegar un día — como
muchos otros— vestido con ropa vieja, manchado, desaliña­
do, de trabajar. Pero era también la suciedad puesta en como
se lo miraba desde la instancia anónima o transubjetiva del
mito familiar, a causa de estar, pese a todo, en una actividad
productiva. La resolución (¿definitiva?) de esta escisión, de
esta doble vida entre su oficio y su título profesional no llegaría
sino mucho más tarde, a posteriori de la terminación formal del
análisis, cuando el paciente rondaba ya los treinta años. La
problemática del trabajo sobrevivió a s í— con atenuaciones y
metamorfosis im ponan tes— a nuestra relación efectiva, si
bien un par de visitas a mi consultorio escandidas en el tiempo
me demostraron que algo del impulso interior del análisis
seguía aún discurriendo a través de los días.
Lo interesante para las articulaciones que venimos persi­
guiendo del jugar al trabajares que su profesión, tardíamente
asumida y siempre con ecos desvalorizantes en relación con
las mayores insignias fálicas de la del padre, fue verdadera­
mente incorporada al cam po de la sublimación una vez que
‘accidentalmente’ la vinculóa la recuperación de adolescentes
drogadictos, delincuentes, marginales, o sea, con los que años
antes constituyera un peligroso polo de atracción para él. Allí
pudo por vez primera ponerla a jugar, sólo allí, retroactiva­
mente, haberla estudiado cobró sentido.
Con el tiempo llegamos a pensar (y éste fue uno de los temas
de nuestra última entrevista) que su arribo a un trabajo profe­
sional no se cumplió sin una condición previa estructuralmente
indispensable para estabilizar una posición adulta más o m e­
nos satisfactoria en lo que hace a sí mismo: me refiero— a su
tumo— a lidiar con ese territorio — pequeño en sí mismo, in­
sondable como nudo de sobredeterminaciones— donde esta­
ba depositado lo más inercial y an ti productivo del mito
fam iliar66, es decir, aquella herencia inutilizable. El se esforzó
por insertarse en este ámbito impenetrable e inamovible: trans­
formar en trabajo la fantasía del terrateniente; por cierto que,
com o el padre y el abuelo, no lo logró; se estrelló contra sus
propias limitaciones, pero más aun contra los significantes del
superyó allí enclavados desde largo tiempo atrás, pero fue algo
que él tuvo que poner en juego para sentirse más libre de esa
carga hereditaria y tuvo el efecto positivo de separarlo de la
dura roca de ese pasado demasiado presente. Aprendió a
reconocérm enos renegatoriamente y andarse con más cuida­
do del deseo de fracaso y destrucción que un mito puede al­
bergar, aprendió que ese fracaso no era él. La denegación
originaria, como la hemos llamado, entró en funciones.
Loque hasta aquí he desarrolladocreoque permite, y sobre
bases fundamentalmente clínicas, diferenciar con mayor ri­
gor que el que hemos tenido los psicoanalistas, y sin necesi­
dad de incurrir en declamaciones ideológicas en última ins­
tancia demasiado abstractas para servir de ayuda a nadie,
entre el trabajar en el registro de la adaptación social —
registro sobre el que también opera el analista, le guste o no,
y aun las más de las veces excesivamente— regulada por Jas
identificaciones derivadas del ideal del yo y ¿por qué no?
(¿cóm oevitarlo?)del yo ideal y otro orden que se le intersecta.
que se intrinca con él a veces en el límite de lo indiscernible,
pero que de derecho es otra instancia. Lo esencial de ésta es
que en mayor o menor grado las formaciones de deseo
largamente desplegadas y desarrolladas en el cam po del jugar
infantil y adolescente pasan, ceden gran parte de su fuerza y
de su poder intrínseco al trabajar como actividad central en la
existencia adulta, otorgándole así una base pulsional decisi­
va, y que la supremacía visible del proceso secundario en el
diseño de los “ proyectos anticipatorios’’ (Aulagnier) y en la
realización técnica del trabajo no deben escabullimos. Sin
esta base el trabajar o no puede constituirse o se scudocons-
tituye como una fachada acaso socialmcnte muy redituable
pero subjetivamente vacía de significación.
Sin ir a los casos más graves, muchas particiones ‘natura­
les’ sancionadas por la cultura portan en su núcleo el síntoma
de una mutación fallida, desde los ensueños diurnos com o
casi único testim oniodel jugaren muchos adultos neuróticos,
hasta la semana ‘para trabajar’ y el fin de semana para
‘divertirse’ que escande la existencia de multitud de seres
humanos.
Digamos finalmente que respecto al necesario y saludable
desenvolvimiento y primacía del proceso secundario allí
“donde ello era” (y en relación al cual el jugar del niño da un
primer e importante envión)67, este análisis prodigó material,
permitiendo estudiar, sobre todo, cómo el surgimiento de una
verdadera actividad de trabajo ayuda a la organización y a la
reorganización de secuencias de tiempo con principio y fin.
Antes de eso, el análisis mismo le parecía al muchacho un
antiproceso infinito, donde estaba detenido en una especie de
mar inmóvil, donde cada sesión era y sería igual a la anterior
y nunca iríamos a ninguna parte. Sólo mucho después de
consolidar su posibilidad de trabajar, le fue imaginarizable la
idea de final, de duración limitada, de variación en el tiempo;
y el ámbito donde esto se ventiló originalmente fue justamen­
te el de su oficio, rompiendo con la época de la instalación
indefinida en una casa, poniéndose plazos a sí mismo y
uniendo esto al deseo de juntarse más rápido con el dinero que
le pagaban.
Debemos anticipamos a un posible malentendido depen­
diente de una perspectiva psicogenética un poco elemental.
También en este sentido el material del caso que vengo
exponiendo fue de gran ayuda. En efecto, durante el análisis
fue posible reconstruir el funcionamiento del jugar en la
infancia y en la niñez del paciente, e inferir que su desarrollo
lúdico se había desplegado en mejores condiciones que su |
capacidad ulterior para trabajar o para estudiar. Concluimos
(claro que no con la experiencia de este solo historial) que una
condición del jugar realizada en la niñez no necesariamente
implica un pasaje exitoso al otro orden considerado. Para
decirlo en términos abarcativos, podemos encontrar casos
donde el juego se ha desarrollado satisfactoriamente pero el
punto de fracaso reside precisamente en esa transformación,
en ese viraje que haría falta para investir el cam po del trabajo.
Iniciamos todo esto con una proposición teórica mínima,
que es bueno recordar: un quantum significativodel orden del
descoque se manifiesta o se despliega en la actividad del jugar
debe pasar a la actividad que a grandes rasgos llamamos
trabajar si es que ese quehacer ha de tomarse realmente propio
del sujeto. No hay excepción posible a esta ley. Si poco o nada
del orden del deseo inviste el trabajar, el resultado no será
alguien que no trabaje (o no necesariamente); muy bien puede
ser que trabaje en demasía, pero este éxito adaptativo es un
fracaso del sujeto. Allí donde calla el deseo, donde se acaba
el jugar, el sujeto está perdido. Esa es la proposición teórica
más sencillamente formulada de la cual partí, algo debe pasar
en el sentido de desplazamiento libidinal o de sublimación,
pasar de un campo a otro, y el momento, el tiempo en que algo
debe pasar, es justam ente una de las cosas más cruciales que
especifican a la adolescencia más allá de consideraciones
puramente biológicas y cronológicas.
Como analistas podemos ver, en el material de adolescen-
tesode adultos jóvenes, que a la par d e una dem anda de análisis
desencadenada por conflictos sexuales tropezamos insistente­
mente con demandas de análisis que giran en torno a una
infelicidad, a un malestar, en el orden del trabajar. De manera
que es un campo de mayúscula trascendencia que no siempre
es recogida por nuestra reflexión teórica, demasiado absorbi­
da, me parece, por el aspecto más obvio de la “metamorfosis
de la pubertad”, o bien requerida por otro tipo de sintomatolo-
gía.
No hace falta quitarle importancia a todos esos fenómenos
para dar el lugar que su frecuencia merece a las consultas que,
típicamente, reconocen com o factor desencadenante la termi­
nación del secundario, y por algo más que una conmoción
‘em ocional’, un duelo, etc. No pocas veces esas consultas, en
manos de psicólogos, se rotulan como ‘vocacionales’, dada la
repetición de decires como ‘no sé qué hacer’, ‘no sé para qué
lado agarrar’, ‘no sé qué carrera seguir’. Para el psicoanálisis,
invocar tal noción es totalmente insuficiente c ineficaz, toda
vez que existe una cuestión de posicionamiento sexual (en el
amplio pero exacto matiz psicoanalítico del término) de ese
sujeto, en el que las imagos familiares masculinas y femeninas
de que dispone en cuanto a los ideales y las sublimaciones son
las que están en el basamento de ese ‘no sé qué hacer’.
En esta específica transformación del jugar al trabajo, hay
toda una multitud de conflictos, de tensiones, desencuentros,
bloqueos. Por ejemplo, una ‘solución’ muy frecuente es la que
examinamos en el capítulo anterior, solución que se limitó a
una disociación: reprim ir el jugar y realizar una adaptación
bajo la égida de los significantes del superyó, alienando su
trabajar en la dem anda social com o único factor de peso.
Otra conclusión que el caso perm itió extraer es una alta
correlación positiva entre la relación posición hijo/posición
padre (abreviando en exceso, ya que la materna también debe
incluirse aquí) y el par juego/trabajo. O sea, que las vacilacio­
nes y fracasos en el pasaje que investigamos se ligan a los
variables desfallecimientos para alcanzar una posición que ya
no es la posición hijo.
Esto se hizo muy evidente en el material del paciente a tra­
vés de múltiples elementos de los cuales citaré algunos com o
muestra. El primero concierne a una frase del padre del m u­
chacho que dio pie a muchos análisis. Restituiré su contexto.
Cuando había adelantado considerablemente en hacer del
pintar un verdadero trabajo, sucedió que un día el padre le
pidió que pintase una de sus habitaciones. El caso es que las
paredes de ese cuarto se hallaban notoriamente impregnadas
de humedad, por lo que el paciente le dijo entonces que
primero había que solucionar ese problema, de lo contrario
pintar sería inútil. Fue entonces que el padre produjo esta
frase: ‘‘no importa, hacelo igual”.
Para el análisis fue un acontecimiento rico en consecuen­
cias. L ociertoesqueel paciente llegó a sesión con una especie
de punto de locura alrededor de lo que había escuchado; eso
“lo rayaba” en términos de él, era un dicho “rayante” , desor­
ganizador.
Por una parte aislamos algo del orden de la renegación; ‘ya
sé que esto no va a servir, pero aun así lo hago com o si
sirviese’, lo cual implica para el paciente un punto loco. El no
sabía porqué esa frase lo ponía tan loco, pero era una frase que
lo empujaba a un vacío, a un abismo, lo angustiaba, al mismo
tiempo le desencadenaría una especie de cólera difusa pero
impotente, porque no pudo replicarle nada, quedó reducido a
un silencio inexplicable, por más que el más elemental senti­
do común daba mucho para contestar.
El efecto principal de esa renegación era la descalificación
de lo que él pudiese hacer, o más radicalmente todavía, era
quitar todo sentido a su actividad. Concientizarlo así le movió
a asociar, desreprimiendo antecedentes de esa frase en m últi­
ples ocasiones; no era la primera vez que el padre pronunciaba
algo semejante, de modo acaso menos grosero se perfilaba en
el pasado. El mecanismo se mantenía invariante: ‘algo no sirve
pero se hace igual’, ‘pero entonces lo que se realiza carece de
toda significación’.
En definitiva, el que queda descolocado absolutamente con
esa frase es él, pero el punto que descubrimos es que no era
simplemente una frase disparatada sino un mandamiento. Por
ejemplo, pudimos resignificar la época aquella en que tomaba
trabajos que no eran tales, fraudes disfrazados con ofrecimien­
tos sin asidero, promesas escritas con humo. En realidad, en él
funcionaba esa actitud de “ no importa, hacelo igual”, reprodu­
cía la misma renegación.
El muchacho llegó más lejos aun, porque reconstruyó que
esas famosas investigaciones, o sea el trabajo mismo del padre,
siempre desembocando en punto muerto por su coeficiente
sutilmente delirante, obedecían a la misma frase rectora, a la
misma conminación a naufragar en el sinsentido. Vale decir,
descubrió la posición de hijo activa en su padre.
La única forma que él había encontrado durante mucho
tiempo de sustraerse a ese “no importa, hacelo igual”, había
sido justamente marginarse del trabajo, manteniéndose en un
plano de p u ro ju eg o o d e puro acting. A sí com o tempranamen­
te el psicoanálisis descubrió la disociación, vigente en muchos
sujetos, entre el orden del deseo y el orden del amor, podemos
reconocer y conceptualizar aquí una disyunción de parecido
alcance y composición entre el campo primitivo del jugar y el
secundariamente constituido del trabajar. El “no importa,
hacelo igual” tomaba un cariz de gran destructividad: bajo su
máscara inocente y absurda, hasta divertida, privaba al sujeto
de la dimensión de sentido que especifica una genuina acción.
Durante varios años el muchacho se había parapetado en
recusar “ideológicamente” la significación de todo lo que
connotase adultez para él, com o algo objetable o que no le
interesaba. Ahora pudo darse cuenta de que, en realidad, no es
que tales cosas no tuvieran sentido a sus ojos, sino que no lo
tenían para dicha frase, que se elevaba así a la categoría de ésas
que hacen historia, de ésas que hacen mito en una estructura
familiar.
Varios años más tarde, en aquella última visita, tuvimos
oportunidad de analizar brevemente las complejidades de su
pasaje a una posición paterna. Acababa de nacer su primer
hijo y me contó de un fulgurante momento psicóticoem ergido
en la ocasión, y del cual salió espontáneamente. Pasó así: el
nacimiento se costeaba a través de la obra social de su mujer,
quien a su vez pertenecía a ella por el trabajo de su padre; al
llegar la hora de anotar al bebé mi ya ex paciente se encontró
con que, por obra y gracia burocrática, lo habían inscrito con
el apellido del abuelo. Ante esta sorpresa, se quedó absoluta­
mente demudado, impotente para rectificar el error.
Le costó mucho reconstruir en la entrevista lo que había
pasado; sólo podía hablar de mudez, de alejamiento, de vacío
y de una “angustia sin nombre” (Winnicott), indecible. Deja
el lugar, vuelve al cuarto donde está la esposa y le cuenta lo
ocurrido, esperando de ella que la situación se resignifique.
Tuvo que hacerlo así, porque lo que él señalaba es que había
creído que la inscripción errónea era la verdadera, eso era lo
m ás “ loco” , com o él decía. Por un breve rato, desde el
mostrador hasta que desandó el camino por los pasillos de la
m aternidad, c i e r t o que él no era el padre de su hijo.
Conjuntamente había creído que el recién nacido era un
hijo que la mujer había tenido con su propio padre. A sí las
cosas, llegó a la habitación que ocupaban y la interrogó,
esperando que ella arreglase la situación: “es hijo mío, ¿no es
cierto?” La esposa, por demás sorprendida y descolocada, le
contestó en el único sentido posible. Sólo entonces, a partir de
esta intervención externa, él pudo recuperar el habla y su
posición, volver y aclarar el error. O sea, hubo un momento en
el cual para él la cuestión de su paternidad, de su posición
masculina, se cae por una especie de agujero negro, el mismo
agujero negro que a lo largo de tantos años había devorado su
posibilidad de tener y sostener un trabajo que deseara.
Unas cuantas décadas de trabajo del psicoanálisis en fron­
teras ampliadas autoriza a dar por confirmada una hipótesis'1
que conviene insistir en formular y que la práctica siempre
verifica: cuando se da una perturbación muy severa — no un
conflicto neurótico a secas— que realmente vuelve imposible
por los medios ordinarios de la vida ese pasaje del jugar al
trabajar, nunca encontraremos que las razones de tal im posibi­
lidad radiquen exclusivamente en el cam po de los procesos del
sujeto. En todos esos casos interviene, y fuertemente, algo de
su prehistoria o del mito familiar, algo que hace a las caracte­
rísticas de las funciones parentales. Por lo tanto, una problem á­
tica de magnitud, en este punto excede en mucho lo que se
acotaría como la sola dimensión fantasmática del sujeto.
Forzosamente, el material lleva hacia la prehistoria, a cosas
que ocurrieron o que se dijeron o que se ordenaron de acuerdo
con un mito intrincado a la trama histórica, mucho antes de que
el paciente estuviera vivo.
En este punto, y a su propia manera, el psicoanálisis conver­
ge con algunas nociones de la teoría de la comunicación,
incluso con algunos de sus hallazgos, nada más que enrique­
ciéndolos com o sólo la introducción del inconsciente puede
hacerlo. Por ejemplo, para mantenerse cerca del material que
estamos d esarro llan ii^ref^ n cep to de doble ligazón o doble
vínculo, acuñado pfrr BatcsonV Lo oue desde nuestra perspec­
tiva cabe añadir es qiie^oifisCal sujeto en un espacio sin salida,
de estructura muy arcaica, donde no hay fuera de él. “ No
importa, hacelo igual", es una de las frases de ese tipo, que
hemos visto acorralan a un adolescente en una espacialidad
donde aún no funciona el par interno/externo. Como lo he
‘dicho en otras ocasiones, esto se lee com o un significante del
Otro en postura de superyó: ‘hagas loque hagas, no escaparás
a mi férula, no saldrás de mi dominio, de mi territorio*.
Por la época en que atendía a este paciente, yo leía loque era
una pr:u‘tir:i ftiMnrliir:i p v ^ n l ^ i i v » p US0 a puiltO p o r IOS
tiempos d<yta*Segunda Guerra MundiaÍNv que consistía en lo
siguiente: al detenido se le dejaba llevar adelante una cierta
tarea, por ejemplo, sembrar algo, cuidar su crecimiento, etc.,
pero cuando lo cultivado estaba a punto de fructificar, lo
destruían. Una intervención así, repetida sistemáticamente,
tiene un efecto profundamente deteriorante y depresógeno,
reduce a cero la viabilidad de una actividad con sentido
susceptible de modificar la realidad. Ahora bien, un efecto poi
entero equivalente al de esta política concentracionaria habían
ejercido sobre mi paciente frases y otro género de intervencio­
nes del tipo de “no importa, hacelo igual”.
Por lo antes expuesto debemos cuidarnos de no hacer del
concepto de deseo inconsciente un comodín que nos sirva
indiferenciadamente cada vez que así lo requiramos (de un
modo análogo a los servicios que en el pasado prestaba la
noción de instinto en muchas psicologías). Porejem plo, cuan­
do para dar cuenta de cualquier cosa, buena o mala, que le
ocurre a un paciente se invoca ‘su deseo’ al modo de
verdadero deus ex machina. En un historial como el que
vertimos trabajando, tal esquema no funciona y es clínica­
mente ineficaz. El último episodio expuesto ofrece una oca­
sión de puntuarlo. Sería inexacto, y muy inexacto, postular un
no deseo de hijo; por el contrario, el había deseado ardiente­
mente tenerlo y se había comprometido intensamente en tal¡
sentido. Lo que allí irrumpió no corresponde ni pertenece al
orden de la ambivalencia, como en otros casos, sino a una
invasión masiva y brutal de un mandato que retoma desde lo
prehistórico. Más que un ‘no quiero’, es un ‘no debes’, ‘no
podrás’, lo que resuelve el enigma de su reacción.
Por eso mismo una de las partes más fructíferas del análisis
del paciente fue cuando pudo reconocer, lentamente, cuánta
demanda de fracaso provenía desde el superyó familiar para
con un hijo varón. Y daba la casualidad de que él era, de su
generación, el hijo varón mayor. Todos sus primos eran
menores, razón para que el peso de aquel mandato le fuera
especialmente abrumador.
O tro aspecto teórico de mucha gravitación y sobre el cual
es clínicamente decisivo que el analista se interrogue, nos
devuelve al concepto de cuerpo imaginado y a la necesidad de
continuar profundizando en sus resortes internos. Mi hipóte­
sis es que es fundamental detectar hasta dónde alcanza,
dónde se detiene y hasta se agota el cuerpo imaginado que se
forjó para un determinado hijo. Por ejemplo, vemos en
muchos análisis que de hecho había cuerpo imaginado que lo
sostuviese al sujeto, pero no más allá de su entrada en la
pubertad; esto es, había para el niño, pero ya no para el
adolescente.
Trátase de casos cuyo análisis pormenorizado nos impone
la convicción de que el cuerpo imaginado no aporta nada en
el terreno de los ideales que necesita un adolescente; no va más
allá de la latencia. Este es un punto importantísimo, porque hay
una diferencia, clínicamente muy clara, entre lo apuntado y la
posición de un adolescente, como tantas veces el analista la
encuentra, que tiene que entrar en conflicto con el ideal
familiar — conflicto entre lo que él debería ser como ado­
lescente y com o adulto, y sus propios y confusos deseos— .
Sabemos que el resultado es un desencuentro en el que se dan
todas las combinaciones posibles desde el acatamiento hasta la
rebeldía total, desde la adaptación pasiva, hasta la adaptación
del ideal familiar al deseo del sujeto, que se las arregla para
moldear aquél a su propia manera. En toda esta gama de casos,
el adolescente sí dispone de una estructura de ideal en forma
de cuerpo imaginado que le ofrece la familia y con la que
llegado el caso se enfrenta.
Desde el punto de vista clínico, todo esto es radicalmente
distinto de las consecuencias que tiene para un adolescente
aquella otra disposición de elementos donde se halla ante un
vacío porque el mito familiar no le ha imaginado nada que sirva
al desarrollo del ideal del yo, ni siquiera para rechazarlo.
Observemos que cuando alguien dice (como lo dice muchas
veces un paciente adolescente): ‘bueno, esto es lo que quieren
ellos para mí, no lo que quiero yo para m í’, el que así habla se
está midiendo con el duro hecho de que existe algo del deseo
libidinal del Otro que obliga a tomar partido.
Uno de los criterios clínicos más relevantes e inconfundi­
bles de la otra situación — con mucho, la más difícil— es, a
partir de los sucesos de la pubertad, el creciente estancamiento
en el lugar no sólo de hijo, también de niño y la consiguiente
y progresiva dificultad para generar apoyos transicionales que
le abran camino al sujeto hasta una posición paterna; si el
análisis avanza lo suficiente, siempre articula esto a que desde
el dispositivo familiar se significa constantemente al adoles­
cente en posición niño, sin poder donarle un cuerpo imaginado
de púber y pospúber... ni de verdaderamente adulto. Debemos
esperar, com o es usual, toda clase de intensidades de matiz al
respecto. Por ejemplo, en el caso expuesto el paciente tenía por
lo menos la posibilidad — desde el ángulo del cuerpo imagina­
do— de identificarse al padre y, mal que bien, dedicar su vida
a cierto género de “ transa” (según su expresión) con la
dimensión de sinsentido; no nos parecerá lo mejor, pero con
todo, existía esa instancia como ideal, mientras en cambio
vemos casos donde eso está mucho más radicalmente vacío y
abolido de lo simbólico. A guisa de adelanto para un inventa­
rio posible digamos que, por una pane, la clínica nos enfrenta
a materiales donde lo subrayable es la ausencia literal de todo
proyecto anticipatorio, ni tan siquiera en el orden de la
fantasía (sobre todo no). En el polo opuesto — y dando lugar
a problemáticas y a sintomatologías muy diferentes— se sitúa
el conflicto, de destinos inciertos, entre una apuesta deseante
en divergencia de los anudamientos del ideal más consolida­
dos míticamente y la presión del proyecto anticipatorio con­
tenido en el cuerpo imaginado. Entre medio, se despliegan
múltiples variantes.6*
En el primer polo, el más grave con independencia de la
sintomatología que seexplicite, se advierte que el adolescente
en cuestión vive al día, sobrevive digamos. Ni siquiera en el
registro del sueño diurno se constata algo del orden del
‘serás’, o del ‘seré’, o del ‘quisiera ser’, ni al modo ingenuo
pero decisivo, en que por ejemplo un chico dice: ‘cuando sea
grande voy a ser bom bero’, lo cual nos hace sonreír pero
ciertamente implica un registro de ideal en plena acción.
Estructuralmente, lo que llamamos ‘grave’ es que la parte
esencial de aquella frase, la que en serio cuenta ‘cuando sea
grande seré’ no está escrita en el cuerpo imaginado, lo que
plantea en qué condiciones puede llegar a escribirla el sujeto.
Y son significantes (del sujeto) indispensables.
Además, el mismo deseo tan común en el niño (pero tan
común si no hay patología grave) de ser grande, es ya por sí
mismo proyecto anticipatorio. No siempre se repara (salvo
que el caso revista las características más ‘escandalosas* de
un autismo desembozado, etc., etc.) hasta qué punto puede
faltar. Otro adolescente, algo menor, nos da una muestra
impactante. La materia prima de las imagos está compuesta
en él por un esquizofrénico a cargo de la representación de
hombre adulto. Un esquizofrénico cronificado, abúlico, que
ni siquiera delira ni ofrece algún otro indicio de producción. Y,
por otra parle, por un tío obeso pasivizado en el núcleo
femenino familiar, que hace un trabajo perfectamente insigni­
ficante y cuya única actividad libidinal parece ser comer a
destajo69.
No hay padre, en el sentido de que el padre real ha desapa­
recido de su vida hace años y sin sustitutos alternativos. No hay
nada en la familia que articule un ‘serás’. Existe en estructura­
ciones así una forclusión del ideal del yo, no hay categoría; por
lo tanto, el futuro tampoco existe, de suene que el paciente vive
en un permanente “soy”. En este estado encontramos a mucliós
adolescentes. Las adicciones, por ejemplo, no son por cieno
ajenas a esta tópica intrasubjetiva mutilada. El mismo double
bind que evocábamos remite a una temporalidad de puro
presente; no puede haber futuro allí, pues de haberlo constitui­
ría una dimensión de salida, lo cual evidentemente arruinaría
la doble ligazón. En el “ no im pona, hacelo igual” todo trabajo
de temporalización histórica se excluye a priori.
Sentamos pues esta afirmación: clínica y teóricamente tiene
extrema importancia detectar la presencia o ausencia de for­
mación de la categoría ideal del yo; en cada caso y no sólo en
el sujeto considerado separadamente sino también en el nivel
del mito familiar.
Pienso que, a esta altura del desarrollo teórico del psicoaná­
lisis y a esta altura también del momento que atravesamos (por
ejemplo, en tanto profesionales e intelectuales de un país
latinoamericano), se hace necesario una visión panorámica del
conjunto de cuestiones suscitadas por el registro del ideal. De
lo contrario, caemos en aseveraciones unilaterales, como
siempre que no se puede “soportar la paradoja”. En efecto, por
una parte cualquier analista o psicoterapeuta escucha muy a
menudo efectos y confrontaciones de un sujeto con ciertos
ideales, respecto de los cuales se despliega toda una serie de
respuestas: represión del deseo, inhibición, ambivalencia,
síntomas de algún tipo, sumisión, transformación exitosa del
mandato, etc. Estamos por eso acostumbrados a las más
multiformes peripecias de donde es legítimo concluir que el
exceso de ideal mata, cuando no literalmente al menos mata las
posibilidades desiderativas significantes del sujeto, sobre
todo si, por ejemplo, el adolescente tiene entronizada a alguna
figura familiar com o yo ideal, realización misma d éla perfec­
ción narcisista.
En esa medida, tal entronización impotentiza al sujeto, y
gran parte del éxito, de la oportunidad del análisis, consiste en
liberarlodeeseaplastam ientocondicionado por ideales deve­
nidos objetivamente significantes del superyó. Ese es un
orden de cosas indiscutibles. Pero existe otro, y que dem ues­
tra en los hechos provocar consecuencias marcadamente más
destructivas, toda vez que no se constituye (o sólo en forma
violentamente frágil) instancia del ideal.
Pero entonces tenemos que considerar la categoría misma
del ideal en su coeficiente de ambigüedad, por cuanto oscila
entre aplastar a un sujeto con sus características y estimularlo
libidinalmente en su autoconstrucción.
Más precisamente, la dimensión de estím ulo pasa por eso
que Freud localizó como apertura hacia el futuro, ‘no hoy,
pero luego serás’, ‘no lo hagas hoy así, hacerlo mejor m añana’
(frase que transforma el sonado ‘no importa, hacelo igual’).
La misma célebre formulación: “donde Ello era. Yo debo
llegara advenir’, implica que ese advenim iento es un adveni­
miento siempre remitido a un futuro por lo dem ás asintótico,
pues nunca se adviene del todo y tal es la m ejor condición para
fabricar significantes del sujeto hasta (después de) morir70.
Esta asintoticidad constituye un eje, pues adquiere — y
muy temprano— una función de provocación sobre el deseo
del sujeto. O sea que el orden del ideal se mueve en un registro
dúplice y es demasiado unilateral decir: ‘abajo los ideales, los
ideales aplastan*, porque en realidad descubrimos que hay
algo peor que su peso y es su ausencia, su desaparición o su
no instauración.
Es aleccionador estudiar lo que ya sucede en el nivel de una
comunidad cualquiera. Lévi-Strauss,en sus M itológicas, uno
de los aspectos más tristes o siniestros que pone de manifiesto
es cóm o aparece de pronto en un cam po de fuerzas mítico de
una comunidad que se está extinguiendo, por el impacto de la
colonización, la hemorragia del ideal en el grupo, cómo allí
aquél empieza a languidecer, y su muerte anticipa la de los
demás. Mientras que, en cambio, cuando estaban firmes esos
ideales todo el mundo podía incluso maldecirlos. (El ideal en
pane está para que se lo maldiga, al menos en Occidente)71.
En las psicosis adolescentes, gracias a Lacan hemos descu­
bierto, análogamente, que el punto de desencadenamiento, el
punto de brote es el punto donde, por primera vez, en la
existencia de ese sujeto se pone de manifiesto que allí no hay
nada del orden del ideal que lo sostenga; lo únicoque encuentra
para él allí son deseos mortíferos, destructividad suelta que
anda en su busca. Por eso mismo el delirio o formaciones
delirantes que le son equivalentes acuden a restituir, por vías
maníacas o paranoicamente, eso que hace vacío succionante
*en el ideal. Pero haya o no delirios, la categoría de agujero en
el ideal implica regularmente patologías muy severas.
Creo válida una formulación en términos de ley: todo yo ¡de
al no transformable, o sea coagulado como tal, llegada la a-
liolescencia deviene automáticamente un significante del su
peryó. Exactamente muta de significante del sujeto a la posi­
ción antagónica, pasando así de representarlo a él y, de un
modo u otro, servirle a sus procesos desiderativos, a mutilarlo
en mayor o menor medida.
Reconsideremos un material ya expuesto páginas atrás,
aquel de la paciente que en determinado momento de su
adolescencia y de su análisis, vira a una posición de rechazo y
hasta de furor agresivo hacia todo lo que giraba en torno al
significante “ muñeca”. Claro que éste es un nombre (en) clave
de su yo ideal; es el término que la ha estructurado como falo
de la madre desde su más temprana infancia y de la familia en
su conjunto, más allá de aquélla.
Se trata, notemos, de una situación sumamente habitual
cuando analizamos adolescentes, en quienes un significante
que en absoluto tuvo efectos predominantemente nocivos ni
mucho menos destructivos pasa ahora, operado el pasaje
puberal, a sí provocarlos. Es un significante que deja de servir
a la realización libidinal del que lo pona.
Por eso para esta paciente, cuando avanza la adolescencia y
aquél no puede transformarse en otra cosa, el término muñeca
empieza a actuar más y más como significante del superyó y
detiene toda producción deseante propia. En particular, todo
lo de ella como posible mujer, en la esfera sexual o en
cualquier otra que de ella derive o a ella se articule.
Es por esta razón que podemos muchas veces definir a la
adolescencia com o el tiempo en que se pone de relieve por
primera vez en la vida un efecto represor, paralizante o
destructivo, propio de un significante del superyó provenien­
te, originario, de la arcaica formación del yo ideal. Y aun
conviene añadir que se trata además del significante del
superyó en el sentido más arcaico de esta su bes truc tura, no en
la dirección de la castración simbólica; antes bien, mandato
en su forma más pura, sojuzgamiento de todo aquello que
signifique al sujeto, puro ‘no serás’, en fin, en la medida en
que para el paciente se convierte lo que se opone radical e
incondicionalmcnte a todo cambio. Si nos atenemos a com o
lo plantean los Lefort, se limita a decir ‘éste es tu sitio, de acá
no podés salir’, haciéndonos recordar las variantes más cerra­
das y formalistas del estructuralismo, aquellas que forcluyen
de rafz la dimensión histórica. jTan cierto es que uno no
encuentra sino los aliados de los que es inconscientemente
merecedor! Pero no necesitamos caer en tales unilateralida-
des para no subestimar su poder, si hemos de considerarlo
como el representante más cabal en el psiquismo de la ya no
tan inasible (ni tan silenciosa) pulsión de muerte. En efecto,
aunque sea un gran progreso que el paciente logre por fin
reconocer este régimen del significante, el resultado final es
impredeciblc. Lo expresa muy bien el sueño de angustia de
una mujer joven, en el que se veía una estatua y, además, a su
alrededor, enormes bloques de piedra. La angustia remitió
durante la sesión a que era como si estuviese frente a su doble
ideal. Asocia la estatua consigo misma y con determinados
quistes en el útero que había tenido, los quistes inscriptos al
modo de petrificaciones instaladas en su cuerpo. La angustia
nos enseña que esa estatua es la coagulación en que ella se
halla fijada, todo lo contrario a la dimensión del ‘será’,
‘seguirás’, ‘pasarás’ que conscientemente reclama.
La instancia del yo ideal, cuando tuerce al régimen de los
significantes del superyó, por ende intransformable en ideal
del yo, se define por la consigna del “ no pasarás”, y no hay
palabra que se pueda proferir que sirva para pasar. Vale decir,
no hay corte factible sin un minucioso y difícil desmontaje del
funcionamiento de la instancia en sí misma: hay que hacerla
saltar en pedazos o disgregarse.
Tan complejo y sujeto a torsiones histórico-cstructuralcs es
este asunto que es indispensable volver cada tanto al recorrido
de la instancia del ideal (sobre todo, la del yo ideal) en
suficiente perspectiva, pues lo sincrónico por sí solo nos
conduce muy fácilmente a delimitaciones arbitrarias o parcia­
les. Ponqué, retornando al punto de partida, no cabe duda de
que es una inmensa, invalorable fortuna que el pequeño cuente
con alguien que le diga ‘mi bebé’; de nadie haber para
investirlo bajo este nombre querría decir nada menos que falta
cuerpo imaginado que protouniñque allí al infans. De modo
que necesariamente ‘mi bebé* deviene una formación ideal,
que así ocurra es una cuestión de vida o muerte para el recién
nacido, y sabemos bien que literalmente hablando el yo ideal,
pues, no es una cosa opinable: es una constitución indispensa­
ble a la vida.
Varios años más tarde (no pocos ‘trastornos neuróticos’, por
ejemplo, en la latencia lo implican) pero sobre todo con el
arribo de ^ad o lescen cia, ese significante ‘mi bebé* si sigue
en pie tal cual,es inercia inconvertible. Vale la pena pensarque

En esos casos pasa que a tin sujeto le Heve varios años de


análisis dejar de ser "mi bebé”, y transformarlo verbigracia en
deseqf /ÉMtfAun 'mi bebé” , con lo q u e — camino transitable, no
el único— se produce el vuelco hacia esta difiriencia, el ideal
del yo. Si es un verdadero vuelco y no un rebote especular (la
sola observación no basta para establecerlo), el sujeto, corrido
a padre o madre, nuevamente ha reiniciado su producción
significante: padre o madre de ‘mi bebé’ o de ‘mi trabajo’ o de
‘mi lugar’, los contenidos son como siempre lo más contin­
gente.
Recordemos además que ‘mi bebé’ no debe resonar siempre
en una connotación tierna. La madre mencionada antes, cuan­
do se refiere a esos “segundos varones que siempre van
presos" no está hablando de otra cosa que de ‘mi bebé’. El
“siem pre” destaca su magnífica y terrible destructividad.
¿Cóm o advenir a una posición de trabajo a partir de su son
oracular?
Aún es oportuno usar del espacio que queda para conside­
rar con mayor detenim ientootra mutación. H em ossentadoen
un texto anterior la tesis, que conlleva dimensiones de descu­
brimiento a través del trabajo clínico, de que el modelo más
adecuado para teorizar sobre el jugar del niño es la actividad
del bricolage, de la cual el capítulo inicial del pensamiento
salvaje sigue ofreciendo la descripción más soberbia en su
esplendor. En realidad, hicimos un poco más: plantear una
identidad ónticaentre ambas praxis, resolviéndolas así en una
sola.
El chico (se) hace bricoleur porque su jugar pone en acción
un largo trabajo de escritura inconsciente, fundamentalmen­
te gobernado por las leyes de los procesos primario y origina­
rio. Para llevarla a buen puerto se toman los materiales que
sean y de donde se pueda, siendo principio supremo del
bricolage que “todo puede servir” (Strauss). Un chico lo hace
espontánea y cotidianamente cuando toma un palito o cual­
quier desecho, pide cosas que los grandes despreciarían y con
ellas inventa una serie de escenificaciones, metamorfoseán-
dolo, por ejemplo, en un animal oen un objeto nuevo. Cuando
se trata de armar su cuerpo o de poner en escena deseos
inconscientes, efectivam ente todo puede servir- Poreso mis­
mo vemos cóm o a un pequeño en análisis le viene bien cual­
quier material que se de je por ahí en el consultorio: plast ilina,
irapos,colores.ctc..ynoeM nsólitoquc transforme enjuguete
aquello que no le está destinado: ceniceros, adornos, lo que
fuere.‘i E r4todo puede servir” es mucho más que una expresión
feliz para describir un estado de cosas: constituye una formu­
lación teórica de la transformación de lo accidental, de lo
contingente en necesario y estructural, dado que el sujeto
compone su yo corporal, sus sitios, sus objetos con este
género de materiales72.
Diríase que la espontaneidad inconsciente funciona como
una varita mágica; nada de lo que toca ni lugar por donde pasa
sigue igual. Idéntico proceso afecta al lenguaje verbal (uno de
los seudopodios, y en lugar muy destacado, del jugar): laleos,
musicalidades ricamente ambiguas, más adelante fantasías
que simulan relatos vividos y relatos vividos organizados
como fantasías, ‘m entiras’ (entre las manifestaciones más
importantes de subjetivarsc com o ya no más transparente al
Otro)73.
Para que todo este magma heteroclítico de significantes en
potencia se transforme en algo del orden del trabajar, el
conjunto debe sufrir un pasaje que exige del redimensiona-
miento del proceso secundario. A partir de él, no todo sirve de
la misma manera; hay cosas que deben caer en el jugar infantil
para que el trabajo advenga; hay una inflexión que tiene que
ver con este viraje, en la que mucho de lo que estaba en juego
como puro proceso primario se articula en el otro y a su través,
proyecto que exhibe un tipodifirientede racionalidad. Nueva­
mente, un caso nos ayudará a esclarecerlo.
Una adolescente, de quince años, había empezado a estudiar
cerámica, pintura, bellas artes en general. De atenerse a los
dibujos y modelados que en ocasiones hacía en sesión, la
conclusión era la de un talento potencial bastante por encima
del promedio. No obstante, empieza a irle mal, y hasta se
desalienta rápidamente. ¿Qué ha ocurrido? El análisis descu­
bre que hay una transformación que ella no hace: cuando se
trataba sólo de un juego, mandaba ella, nadie más ponía las
reglas, aparte de cumplir un deseo familiar, puesto que nadie
en la casa tenía ese tipo de dones y todos estaban fascinados por
las habilidades y el encanto de la niña.
Al empezar a estudiar, en cambio, tiene que hacer desfilar
todas estas cualidades por un cierto código y aceptar entrar en
contacto con procedimientos y saberes ya instituidos. Resulta
que ella se coloca en la posición de pretender innovar en un
campo, sin atravesar primero la fase de adquisición del manejo
de aquello que se propondría modificar.
Pero he aquí que — por motivos que ahora es innecesario
detallar— en este punto ella no logra acceder a esa conversión.
Tiende así a que todas sus reales potencialidades se estanquen
exclusivamente al serviciodel principio del placer, sin articu­
larse en un registro donde el deseo no deja de estar presente
en lo esencial, pero integrado en un circuito más largo, secun-
darizado. El desenlace es ratificarse en la omnipotencia más
que en la capacidad: ella ya lo sabe; al menos sabe que lo suyo
le ha bastado para instituirse en el falo de su familia, por lo
tanto se obstruye el aprender a hacer nada de otra forma. Se
trata, por cierto, de una vicisitud muy habitual como punto de
resistencia en el lento giro por el cual buena pane del jugar
adviene trabajar. Se trata también de un conflicto superable en
principio, pero no sin una “exigencia de trabajo” a fin de que
la primacía del proceso primario ceda paso a cierta relativa
primacía del proceso secundario (primacía no significa repre­
sión).
Al jugar le bastaba con un código privado, el niño no
necesita ser entendido por toda una comunidad social; incluso
el juego tiene, en ese sentido, un carácter secreto homólogo al
del sueño, y por eso debe ser descifrado.
Llevarlo al plano del trabajar, implica, en cambio, ponerlo
en un circuito comunicable más amplio y con otras reglas;
éste es un primer y esencial punto de transformación. Aún
queda pendiente otra cuestión. A veces las vicisitudes perte­
necen a un orden distinto, donde el sujeto más bien se tiene
que m edir con un exceso de ideal, en relación con este pasaje
del jugar al trabajar.
Volvamos aun sobre otro material parcialmente ya expues­
to: un adolescente que consulta tras una escolaridad brillante
y tras haber sido siempre el hijo que se esperaba en una familia
donde se aprecia el trabajo bien realizado y, más todavía, en
lo concerniente a los ideales masculinos, hacerlo así remite a
una especie de código de honor.
Existe una tradición familiar que abarca a numerosos
miembros varones desde un bisabuelo en adelante, donde
todos ocupan lugar destacado en determinado oficio, tradi­
ción en la que, además, esa familia ha ganado cierto prestigio
sólido, no sólo en el orden económico sino en cuanto a la ética.
En fin, el muchacho recibe del padre y de sus tíos un nombre
valorizado.
Otro detalle de interés es que el trabajo lo hacían juntos,
asociación que se renovaba de una a otra generación, lo que él
a su tumo había comenzado a hacer cuando vino a verme, más
de un año atrás. Su elección parecía pues caso cerrado, defini­
tiva. Por supuesto, era más que evidente el beneplácito familiar
porque así fuera, pero correlativamente, no se había registrado
ninguna coacción explícita sobre él (ni nada apareció que
autorizase a interpretar la existencia de una implícita externa
al paciente).
Todo marchaba con fluidez, hasta que, bastante súbitamen­
te, irrumpen actuaciones: a horcajadas de una intensa angustia
flotante, difusa, según él relata, empieza a no poder continuar
en lo que está haciendo, a no cumplir lo que se esperaba de él;
en síntesis, a fallar, y, particularmente en su imaginario, a
fallarle al padre, lo que siente como algo muy culpabilizante (la
prosecución del tratamiento confirmó que todo esto era de su
exclusiva cosecha, ya que su padre toleró muy bien las fases
que siguieron, y en lo fundamental lo respetó).
Por la época en que consulta agudiza aun más la situación
un delirio depresivo que básicamente consistía en acusarse de
ser alcohólico, lo cuaJ no tenía asidero alguno en la realidad.
Pero él estaba totalmente convencido sin distancia critica con­
servada a la sazón, y sólo contuvo un poco su angustia y su
sentimiento de culpabilidad ingresando a Alcohólicos Anóni­
mos.
No iniciamos una terapia formal porque no me pareció el
momento más propicio; opté por apostar a la idea de una crisis
vital y de acompañarla con instrumentos analíticos que a la
alternativa de psicopatologizar la situación. Convinimos en
celebrar entrevistas con cierta irregularidad, dejando a su
iniciativa acortar el lapso entre ellas, pues yo pensaba que esa
crisis necesitaba estallar y desplegarse, y que lo más importan­
te era no interferir. Tuve muy en cuenta para mi decisión su
demanda de que yo lo normalizara prontamente (lo que dela­
taba su propia psicopatologización de lo que le pasaba), algo
del orden de: ‘soy la oveja descarriada, vuélvame al ruedo’.
Por ese entonces vino a verme su padre; el muchacho,
además, no se costeaba el tratamiento. El padre no entendía
mucho de lo que sucedía, pero dejó bien en claro que lo quería
a su hijo y no pensaba cuestionario, trasuntó poder esperar sin
hostigamientos, si bien no conseguían el tono para dialogar
entre sí, por el momento al menos.
Hubo de hecho un solo acontecimiento significativo du­
rante este trabajo que hicimos juntos: no se sabe bien por qué
empezó a investigar, a preguntar por su nombre de pila,
inquiriendo debido a qué lo llevaba, a qué orígenes e historias
remitía.
Investigó primero a su alrededor, y fue una sorpresa ente­
rarse de que el padre no quería hablar del asunto y esto quedó
como irrevocable. Tuvo que seguir buscando un poco más
lejos, hasta que finalmente se enteró de que su nombre había
sido llevado por un hermano de su bisabuelo paterno, un
personaje silenciado en el campo del discurso familiar. Pesa­
ba una fuerte exclusión sobre él, no tanto como para sacarlo
del archivo pero sí para que en su interior se lo hiciese a un
lado, se lo aislara enérgicamente. La historia o el mito
narraban que su antepasado y tocayo fue expulsado a causa de
ser jugador, bebedor pasado de la raya, y por una relación me­
tafóricamente susceptible de ser llamada incestuosa. D iga-,
mos que parecía transgredir todas las puntuaciones del código
familiar.
Lo curioso era también que nadie sabía bien por qué ese
nombre había reaparecido con el nacimiento del paciente.
Aparentemente, al ponérselo nadie recordó a quién pertene­
ciera antaño.
La revelación de esta historia extraviada iluminó en algo la
situación. En lo inmediato, el muchacho se dio cuenta que de
ahí emanaba la acusación de alcoholismo. Más o menos
bruscamente, la fase delirante se cortó y el material (mono-
corde al principio) sufrió un manifiesto desplazamiento al
deseo de hacer algo distinto de la tradición, de emprender
nuevos caminos.
Decidió entonces interrumpir la terapia, pero a los pocos
meses regresó por algún tiempo, esta vez tomando más
sesiones. Desfilaron una colección de trabajos posibles, algu­
nos brevemente concretados, otros solo fantaseados, todo en
mezcla inestable, pero con un factor en común: mantenerse
muy alejado de la tradición familiar.
Después de ese recorrido, un día reencuentra su deseo de
retomar el camino de aquella tradición, pero sería muy erróneo
suponerlo en la línea del hijo pródigo que retorna al redil y a
hacer lo mismo que los demás. El material es rico en signos de
difiricncia (y la escansión temporal no le es ajena). Ha cumpli­
do entretanto veinte años, la angustia ha caído, él dice que no
sabe bien para qué hizo ese recorrido, pero lo tuvo que hacer;
eso es lo que alcanza a articular, y acepta mi señalamiento de
que necesitó probar que podía hacerotra cosa para que le fuera
dado elegir la tradición.
Aquí es donde se introduce la cuestión del ideal. Puede pen­
sarse que es uno de esos casos en que el ideal del yo amenaza
devenir aplastante o conminatorio. En síntesis, él trata de jugar
con otro mazo de significantes que el que se le supondría. Su
recorrido, que en principio toma esa vía seudopatológica y más
tarde el de jugar a ser las más variadas figuras de lo cultural, se
justifica en la gran crisis desatada ante la inminencia del pasa­
je del jugar al trabajar. La excesiva cercanía de un ideal de
elevadas exigencias y que a la vez rechazaba su nombre
amenazaba con que el vuelco se diese, presidido por signifi­
cantes de puro mandamiento. El circuito que inventó tuvo el
mérito — entre otras cosas— de impedir una prematura inte­
rrupción del proceso adolescente en pro de un falso self, y
permitirle armar un espacio transicional donde se pudiera
jugar a trabajar. La recuperación de un fragmento histórico
ligado a su nominación (en sí misma y más allá de él, retorno
de lo reprimido) hizo de puente para que los significantes del
sujeto tomaran el lugar en que estaban instalándose los del
superyó.
Todo este movimiento, que pudo hacer espontáneamente y
con una mínima ayuda, devolvióle la posibilidad de conectar
creativamente el juego (que inconscientemente se había ligado
a la imago del tío descarriado e inapto para sublimar) al trabajo
adulto. De paso desmitificaba un ideal: el oficio familiar ya no
era la única cosa digna de encarar en la vida, alternativa
exclusiva a la perversión y a la adicción. Es así como había
llegado a consultar: o se era el ideal o se era la encamación
repulsiva de todo lo patológico, el destinado por excelencia a
la segregación. Al fisurar esta disposición de los significan­
tes, el ideal se humanizará progresivamente en tanto ideal del
yo, tomando distancia de la estatuaria característica del yo
ideal, intimidatoria al máximo para el paciente. Significativa­
mente, hubo todo un reacomodamiento sexual paralelo, lo
que no es de extrañar: desde el momento en que él automáti­
camente (este solo térm ino basta para intuir la presencia de los
significantes del superyó) ingresaba en la tradición familiar,
también automáticamente ingresaba en la tradición sexual fa­
miliar.
Cuando consultó estaba en esa posición, com o él posterior­
mente decía, en la que “ya sabía” todo lo q ue le iba a pasar, su
vida ya estaba organizada de una vez para siempre, horror de
orden adeseante en que sólo queda morirse como único
desborde. Por suerte, él intercaló algo, que fue su desobedien­
cia, lo que se repitió en el terreno de la sexualidad. Esta doble
convergencia logró romper el desarrollo de un falso s e l/ antes
que una prematura formalización de su vida la significara
quizás para siempre com o mera adaptación al deseo del Otros*
La categoría del fort/da puede ser invocada aquí con toda
pertinencia, porque él em prendió en verdad una serie de
juegos de arrojar y volver a traer las tradiciones familiares
dominantes, incluyendo el coqueteo con dejarse perder de
ellas. No cabe duda que practicaba el escondite inconsciente­
mente, desapareciendo detrás de distintos personajes sociales
de trabajo, con los cuales se identificaba transitoria o transi-
cionalmente sin fijarse a ninguno, sin coagularse en ninguno.
Fabricó así su propio rito de iniciación y, por eso al volver lo
hizo en calidad de hombre que trabaja, sustituto del niño que
obedece.
No quisiera concluir sin subrayar el carácter siempre
parcial de una sustitución como la que dejamos planteada.
Hay que teneren cuenta que, al margen de una ficción utópica,
el jugar no puede mudarse en trabajar sin resto. Suponerlo
equivaldría además a olvidar la dim ensión de conflicto,
ineliminable desde el punto de vista del psicoanálisis. Al
mismo tiempo que la transformación y la metamorfosis, hay
que saber reconocer clínicamente la coexistencia, la bascula-
ción fluctuante e, incluso, las diferentes embestidas de la
represión a lo largo de la existencia (y muy en particular,
durante la adolescencia, sobre todo en su fase de consolida­
ción), factores todos ellos que afectan al vínculo entre estas dos
grandes praxis que hemos tratado de estudiar: la del juego y la
del trabajo.
Por lo demás, si seguimos atinadamente el hilo de nuestra
investigación, es razonable inferir que no son los significantes
del sujeto los que tienden a eliminar la dimensión del conflic­
to, inherente a los grandesemprendimientos de unificación (en
una integración nunca homogeneizada), característicos de las
pulsiones que sostienen, incesantemente y todo lo asintótica-
mente que se quiera, la existencia humana.
1. Parafraseando , “donde la prchisioria era, el sujeto debe advenir".
2. Subrayo el sentido fuerte de “creencia" aquí y en otros lugares del
texto: creencia arraigada en matrices inconscientes. Consúltcscal respec­
to de Hugo Bleichmar, Angustia y fantasma. Adolraf, Madrid. 1986.
3. Modelo digo, y no ejemplo, en tanto apunta a un profundo isomor-
fismo entre la red vial, con sus motivos característicos (trayecto, encruci­
jada, desvío, distribuidor, atascamiento, cruce) y el concepto de incons­
ciente en el psicoanálisis. Véase al respecto de Jacqucs Derrida ,La tarje­
ta postal, Siglo XXI, México, 1987.
4. Flexibilidad, se ve, vale como término puramente descriptivo, y es
un abuso frecuente hacerle simular la conceptualidad. El referente teórico
y metapsicológico preciso es la noción de difiriendo, tal como la ha
establecido Derrida y com o más o menos fue introducida en el psicoaná­
lisis (sin citar la fuente, sin reconocimiento de deuda) por Jacqucs Lacan.
5. Advertiremos más adelante la insuficiencia de un termino como
‘rodea’, estando el pequeño sujeto en banda al Otro primordial. Para no
apurar el paso, respeto el ritmo acordado de la escritura con las instancias
del acercamiento fenoménico.
6. Además, ciertos aspectos del mito son responsables de que en su
momento la pareja fantasmatizara el advenimiento del hijo como solu­
ción. La sola coyuntura histórica de una reconciliación, por ejemplo, no
responde por tal voto.
7. Por una convención demasiado aceptada (de hecho, estrecha el
campo de la investigación) acostumbramos referimos y a contar sólo las
dos primeras.
8. El subrayado pone de relieve un aspecto crucial: cierta tradición o
cierta inhibición hacía que en ese punto el psicoanalista resignara sus
armas y entregase el territorio a psicologismos y sociologismos superfi­
ciales y conductistas.
9. Formulación no sólo más prudente sino m ásjustacon los hechos que
la oposición excesivamente usada neurosis/psicosis. Véase, por ejemplo,
los capítulos sobre trastornos narcisistas no psicóücoscn Ricardo Rodulfo
(comp.), Pagar de más, Buenos Aires, Nueva Visión, 1987.
10. Persoaalmente prefiero este término (‘‘composición") al de “cade­
na". Con sus resonancias musicales, históricas, etc., se aleja decididamen­
te de la lincalidad que el otro, en cambio, conserva.
11. Insistiría en la trascendencia teórica de un concepto como el de
encuentro, que no debe asimilarse a un giro casual o sólo retórico del
discurso. De hecho, rcmite al capital “hallazgo de objeto”, su primera
articulación en la historia del psicoanálisis.
12. Consigna que Lévi-Strauss define como la del bricoleur. Véase E l
pensamiento salvaje, México, FCE, cap. 1,1962.
13. Deliberadamente introduzco aquí la referencia a “confecciones”
aludiendo a un término acuñado por m í para caracterizar cierta clase de
escritores psicoanalíticos, en oposición latente al 'a medida’ de un escrito,
a ¡a medida de una experiencia clínica de la concepiualización, en lugar de
lim itado a citarla en busca de una pertenencia narcisística. Véase Se quema
la comida (Confecciones en psicoanálisis), Ricardo Rodulfo. Ed. Biblio­
teca Frcudiana de Rosario, 1980.
14. Obviamente, el contenido de éste u otro ‘¡ano’ no tiene ninguna
importancia específica y, las más de Lis veces, ningún rigor preciso. La
única precisión en juego es la de un falso shifter.
15. Lacan ha caracterizado este proceso de entropía negativa de la
concepiualización en psicoanálisis como un vaciamiento del significado,
subsistiendo al cabo de la operación el significante como lo único que se
conserva, en un uso ritual izado del concepto originario. Precisamente, el
“retomo a Freud" tenía que ver con desandar esle trayecto. Véase Escritos,
tomo I, Ed. Siglo XXI, México, 1970.
16. Sobreesté problema,consúltese Balint, M .,Lafalta básica, Buenos
Aires, Paidós, 1982.
17. Es pertinente consultar la significación de este term ¡no en Foucaull,
M., La arqueología del saber, Ed. Siglo XXI, México, 1970.
18. Si digo exactamente ‘prendido’ es por los juegos polisémicos que
permite, y que en cambio desaparecerían en el más pulido ‘encendida’.
‘Prendida’ al cuerpecilo del infans, por ejemplo.
19. No perdamos este cómo, que introduce el estatuto ficcional.
20. Esioy proponiendo una ampliación del concepto de hallazgo,
originariamente circunscripto al objeto. Pero el hallazgo de lugar es
lógicamente previo (cronológicamente pueden ser casi simultáneos).
21. Los adolescentes y el proceso, Ed. Centro de Publicaciones,
Facultad de Psicología, UBA, Buenos Aires, 1984.
22. Contra Rank, Freud tuvo la firmeza analítica de advertir que no se
debe sobrcvalorar el hecho del nacimiento, cuyo impacto fascina. Es de
importancia tomar nota aquí de un típico rasgo de la cieniificidad como
posición subjetiva: contradecir la evidencia en su aspecto más arrollador.
Freud procede en esle punto exactamente como Galileo cuando sostiene
que lodos los cuerpos caen a la misma velocidad, en abierta oposición a la
experiencia. Véase al respecto Freud.S., Inhibición, síntom a y angustia,
y Koyre. Alexandre. Estudios g a l ¡léanos, Ed. Siglo XXI. México, 1974.
23. Véase Pankow, Giselle. E structurafam iliar y psicosis, Ed. Paidós,
1979. El apelativo de "ley" es mío, no de la autora, pero no lo formulo así
por retórica. Si se aliene uno sencillamente al texto de Pankow se impone
c! carácterde ley de la importante correlación que a un tiempodescubre y
enuncia.
24. Todas las reverberaciones en torno a diferir deben ser reconduci-
das a Jacques Derrida. Véase particularmente La tarjeta postal, Ed. Siglo
XXI, México. 1987.
25. En idéntica negación del niño com o acontecim iento incurren,
involuntariamente, las posturas estructuralistas de máxima, donde el ser
que nace se reduce a desencadenar lo preexistente y a ocupar un casille­
ro en el mito familiar sin alterarlo, a través de los que Derrida llama
"trabajo histórico de la diferencia".
26. Corresponde a Bettelheim el mérito de haber enfatizado, a propósi­
to del aulismo. no solamente la existencia llccional de este particular
estatutodcldcseo.sinoadcmássusrefcrentesclínicos.absolutamente concre­
tos y diferenciabas. Véase U i fortaleza vacía. Ed. Laia. Barcelona. 1981.
27. Diciéndoloasí, me suscriboaunaampliación del concepto, nuclear
para el psicoanálisis, de conflicto.
28. Primer historial de Lafortaleza vacía, ob. cit.
29. Véase Alicia LoGiudice, El caso A na (Ed. Centro de Publicacio­
nes, Facultad de Psicología. UBA) y "Los ausentes días de Ana", en el
libro colectivo P agar de m ás, ob. cit.
30. Como en el casoque se acepte— loque personalmente he h e c h o -
la rcformulación del concepto propuesto por la desaparecida I'ran^oise
Dolto. Véase en particular La imagen inconsciente d el cuerpo. Paidós.
Barcelona, 1986.
31. La expresión es del malogrado Américo Vallejo. Por otra parte,
debo a Kuis Homstein el nombrar exactamente esta patología de la trans­
misión en términos de ataque a la"l ibertad de pensamiento". Rescatar esta
noción es un paso fundamental en dirección a no volver a perder de vista
(¿cuántas van ya?) una función histórica esencial del psicoanálisis y una
de sus misiones como práctica en la cultura. Y no solamente porque un
medio sin libertad de pensamiento vuelve imposible nuestra disciplina;
también, y sobre todo, porquccl objetivo de estudiare intervenir sobre las
determinaciones inconscientes es enriquecer y ampliar cuantitativa y
cualitativamente lacsferade la libertad humana, de lacual. laque concier-
neal pensamiento constituye uno de sus valores más centrales. Sugieroal
respecto Rosolato, C¡., “El psicoanálisis idealoducto", Rev. Trabajo del
Psicoanálisis (N° 8) y Rodulfo, R., "Mitopolíticas III: Yo d e se o .. . tú
deseas... lodos deseamos a Schrcbcr padre (línea y posición en psicoaná­
lisis)”, A ctualidad Psicológica, julio. 1987.
32. En un icxio anterior propusimos con Marisa Rodulfo esta mayor
exactitud conceptual. Véase Rodulfo, M. y R.: Clínica psicoanalílica en
niños y adolescentes. Una introducción, Ed. Lugar, Buenos Aires, 1986.
33. Kundera, M.: La vida está en otra parte, Seix Barral, Barcelona,
1987.
34. Véase Rodulfo, R., “ La clínica psicoanalftica y los alcances subje­
tivos de la metafísica occidental”, Gaceta Psicológica, abril, 1985.
35. Véase Anzicu, D., Elyo-piel , Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1988.
36. La psicología nace en el campo de la escisión metafísica psychel
soma; el psicoanálisis, de una subversión de tal dicotomía (de la que no ha
dejado, por supuesto, de sufrir efectos). Aun cuando la psicología ‘moder­
nice* su objeto: la conducta, por ejemplo, o las relaciones familiares,
aquella filiación no se traspone. El psicoanálisis, por el contrario, si dice
algo nuevo, es del cuerpo.
37. Para mayor desarrollo de esta idea, consúltese mi artículo, “La
clínica del rostro y el ataque depresivo". Actualidad Psicológica , agosto.
1984.
38. Formulación ingenua, pues implica creerle a la manía, que, bajo el
manto de una aparente ‘libertad’ instiniual. pasa de contrabando las inhi­
biciones más profundas y decisivas.
39. La referencia a lo absorto no es casual, y merece en otro momento
mayores desarrollos; en el niño pequeño como en el adolescente es índice
de operaciones de constitución o de inscripción, operaciones de ‘primera
vez’, debiéndose diferenciar del estado conocido como de concentración
de la atención, que implica una distancia, una diferencia cnirc sujeto y
objeto de aquélla. En cambio, el niño absorto es en lo que está sumido.
Véase para una conceplualización clínica, Bcttclhcim, B., La fortaleza
vacía, Ed. Laia, Barcelona, 1981.
40. En contraste con el curioso entusiasmoque esa tradición — hasia en
sus documentaciones más obsoletas— despierta actualmente en círculos
como los ligados a Miller. Habría que evaluar hasta qué punto la falta de
experiencia clínica (y sobre lodo de experiencia clínica como paciente en
análisis) no constituye un punto cruciaí de esta fascinación, pues es en el
nivel de esa experiencia que la psiquiatría se loma enseguida decepcionan­
te.
41. Obsérvese que, no por descuido, está auscnic aquí la barra de
oposición (/). Sería un error ponerla, antes de que el fort/da como nuevo
paso construya la tridimensionalidad.
42. Nuestro libro Clínica psicoanalftica en niños y adolescentes— Una
introducción apareció en 1986.
43. Cabría aun agregar que el mismo desarrollo (y la emergencia) de la
función conscienie parece clínicamente ligado a la dialéctica de la apari­
ción/desaparición. Obviamente, es éste un punto de vista que merece un
tratamiento extendido.
44. Subrayo aquí la continuidad con lo que Freud empezó a despuntar
en “Análisis icrminablc c interminable".
45. Para un ejemplo particularmente desarrollado remito al texto del
historial de Gustavo, escrito por Marisa Rodulfo en el volumen Pagar de
más, ob. cit.
46. La insistencia en el termino ‘fabricar’ o ‘fabricación’ no es
meramente estilística. Se trata de conceptual i zxir la actividad psíquica
tomando en serio el concepto freudiano de trabajo y debida distancia del
retomo de la tendencia a pasivizar al sujeto, vía ciertos usos del estructu-
ralisino en relación con la primacía del significante, por cierto no los
únicos posibles. Consúltese también Dcleuze, G. y Guattari, F.: E l
AntiEdipo, Ed. Seix-Barral, Barcelona, 1974.
47. Véase en particular el capítulo 11de ¿ a violencia de la interpreta­
ción . Ed. Amorrortu. Otra referencia teórica importante la hallamos en
Frangoise Dolto, específicamente en el concepto más importante de su
producción ligado a descubrimientos clínicos concretos: la imagen in­
consciente del cuerpo. En efecto, esta imago se construye en lo esencial
más acá del trazo individuante yo/no-yo. Véase su libro (con el mismo
título), Ed. Paidós, ob. cit.
48. Señalo que solemos pasar por alto, al hacer la descripción — más
bien espectacular— de la depresión anací ítica, tal como b aislara Spitz en
los años 1950, los matices más coordinados y las múltiples inflexiones y
metamorfosis en los que una depresión así de temprana (y muchas veces,
subclínica) se continúa y se perpetúa, incluso en la existencia posterior de
un sujeto.
49. Es para pensar si el concepto de intimidad, tomado en la contrapo­
sición público/privado, no reemplaza con ventajas al de i nterioridad, tanto
más desgastado.
50. No olvidemos la articulación esencial que Frcud hace entre la
claridad de una narración y el montante de elaboración secundaria
responsable de ella.
51. Al respecto conviene valorar los cortes que Fran^oisc Dolto
conceptualiza o reconceptuali/a como castraciones: y no me refiero sólo
al valor teórico que demuestran, sino muy particularmente n/mí>í/í> en que
los escribe: preservando el valor de acontecimiento significante sin que
eso dañe, por abuso de esquematismo ‘cstructuralisia’, la captación de los
delicados e impalpables ¡y prolongados! matices históricos, a través de
cuyos pliegues aquél expresa su acabamiento. .
52. Sobre este punto de la individuación como función y efecto de la
espccularidad remito a Dolto. Véase la sección titulada "El espejo", en La
imagen inconsciente del cuerpo, ob. cit.
53. Esta coherencia, ligada a una cierta unificación lograda, en todo
caso, al final del proceso secundario, en la identidad de pensamiento.
resultaría a todas luces insuficiente aquí como restitución de superficie,
tendiéndose a formaciones que la encaran por el costado de la identidad
de percepción, operante en el verse parte indisoluble de un grupo fusio­
na!.
54. Siguiendo a Winnicott, aquella espacialidad social sufre una regre­
sión, ya que es para el adulto una continuación metamoríoseada (y
enriquecida) del antiguo espacio potencial.
55. En un trabajo reciente (“De las fobias universales a la función
universal de la fobia”, Revista de la Escuela de Psicoterapia, N° 15,1988),
fundamenté la necesidad (y la utilidad) de la diferenciación conceptual
entre deseo y desear. Puede encontrarse también un desarrollo al respecto
en mi Seminario sobre fobias universales, dictado en el segundo cuatrimes­
tre de 1987 (Facultad de Psicología, UBA), publicado por el Centro de
Estudiantes de Psicología y jwr Ed. Tekné.
56. Si insisto en la dimensión inconsciente de la articulación del jugar
al trabajar, es para que la que expongo no se confunda con la temática
preconscientc de la ‘vocación’ ni con algo que bastara una intencionalidad
pedagógica para obtenerlo. Las condiciones de la ligazón remiten a lazos
más profundos y sólo pueden ser abordadas por el psicoanálisis.
57. No deberíamos olvidar la relativa rareza de la sublimación (al
menos, a esta altura de la evolución de la especie) señalada por Freud como
uno de los rasgos semánticos de este concepto. Hoy en día y desde hace
tiempo se la reparte a diestra y siniestra asignándole su presencia a
cualquier actividad socializada. Pero esto es borrar la diferencia irreducti­
ble entre idealización (y el proceso todo de moldeamientopor los ideales)
y sublimación. Tal indistinción vuelvelucgo imposible deslindar entre nor­
malidad y salud. Por este camino el psicoanálisis abdica de sus responsa­
bilidades, sea por adecuar sus objetivos a los más conformistas de las ins­
tituciones, sea por el (aparentemente) muy opuesto de autodcclararse al
margen de lodo problema de articulación entre la cura y el campo de la
realidad social.
58. Winnicott, “La observación de niños en una situación fija”, en
Escritos de pediatría y psicoanálisis, Ed. Laia. Esta característica acción
llevada a su término (acción que para el caso bien puede ser una fantasía),
sin interferencias que no sean las contingentes de la realidad exterior, me
parece esencial para fundar un concepto psicoanalítico de salud, no sólo en
el plano clínico más inmediato sino incluso en el mciapsicológico. Convie­
ne recordar al respecto el caso particular (pero no excepcional) de colabo­
ración entre los sistemas Inc. y Prcc., considerado y desarrollado por Freud
ya desde la interpretación de los sueños.
59. “Sobre la transmisión del psicoanálisis en la Universidad”, Psyché,
abril, 1988.
60. Para el caso pueden servir de antecedente las prevenciones explici-
tadas por Freud respecto del paciente que viene dispuesto a convenirse o
a militar como “partidario” del psicoanálisis.
61. Hay que exceptuar algunos pasajes de Lacan, como el tratamiento
del par valor de goce/valor de cambio en La lógica del fantasma. Entre
nosotros, hay una grata alternativa: el reciente libro de Luis Homsicin
(Cura psicoanalltica y sublimación, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires,
1988)que, lejos de conformarse a una canónica rutinaria de la sublimación,
avanza en su problemática y examina por dentro este concepto. Vicio
usual ha sido tratarlo como mero ‘título’, a la vez átomo impenetrable.
62. Meiapsicológicamenteesto implica la intrincación deciertopoten­
cial destructivo subordinado pero no disucllo (o sea, puede recuperar la
difidencia) a la pulsionalidad erótica. Bajo la hegemonía o el cuasi
monopolio de la dirección negativa (pulsión de muerte), el jugar como tal
no tiene cabida, pero no conviene, me parece, concebirlo como jugar sino
en tanto desligar. El prefijo “a” retrotrae a una conceplualización pre-
psicoanal ítica de la ausencia, y aquí hay que hacer justicia a Klein, quien
hizo más que nadie |X)r anudar la fenomenología clínica a la pulsión de
muerte. Sus rcconstrucciones y transcripciones clínicas de fantasmas de
‘pura’ destructividad nos abren un camino para imaginari/.ar lo que puede
ser en la práctica un desjuego.
63. Véanse las notables consideraciones de Bettelheim (ob. ciL) al
respecto, a propósito de la formación de hábitos (anales.cn particular) en
los niños autistas.
64. Los textos de Baudrillard nos proporcionan aquí una valiosísima
ayuda; ajenos en sí a la clínica, su más que minuciosa indagación en la
fenomenología y composición del simulacro resulta, sin embargo, una
ayuda inapreciable por los criterios de reconocimiento que nos brinda,
totalmente extrapolabas a nuestro campo.
65. La familia compartía con las de estirpe el tener el hilo de su
genealogía bastante extendido en el tiempo, facilitado por una larga
permanencia en una ciudad del interior relativamente reducida en número
de habitantes, pero bastante antigua para nuestro país.
66. Lo de antiproductivo no debe pasarse demasiado a la ligera: apunta
(mucho más que si se hablara en términos de “falta de”) al componente
pulsional de muerte en el corazón del dispositivo mítico.
67. Valórese, por ejemplo, cómo las secuencias de un juego como el
del fortlda van aportando a la formación de las categorías de cspacialidad
y temporalidad específicas del proceso secundario, y no solamente al
ritmar cíclico de repetición difcrición propio del inconsciente.
68. Como se ve, me ha preocupado cierta tendencia ‘cronologista’ a
dejar el concepto de cuerpo imaginado como un artefacto ‘sólo para
bebés', que luego se desvanecería en el olvido, como el chupete o las
barras con móviles. Tal prejuicio estorba el crecimiento y la diversifica*
ción hacia adentro de este concepto tan importante en la clínica con niños
y adolescentes, pero en absoluto carente de vigencia en el análisis de
adultos.
69. Para más detalles sobre este caso remito a Pagar de más, “La pro­
blemática de cortes y superficies en la adolescencia”, de mi firma.
70. Cada vez que un texto, una obra, demuestra poder continuar
funcionando en ese régimen.
71. El punto es importante y delicado, sobre todo porque una de las
funciones históricas del psicoanálisis sin equívocos ni reparos le es asig­
nada por Frcud ya en La interpretación de los sueños, a través de los
“sueños romanos”; es justamente la crítica, en ciertas instancias hasta el
punto del desmontaje total, de los ideales culturales. Pero es grave confun­
dir esto —que se mantiene fundamentalmente en el plano del contenido y
en todo caso en el plano de la relación de fuerzas entre ideal y sublimación
desde el punto de vista económico— , con una desconsirucción de la ins­
tancia en sí m isma, lo que de hecho, además de mucha i nútil confusión muy
apta para épaterlebourgeois, genera un ideal de cinismo (ideal que hay que
diferenciar dcalgo tan distinto como la posición del humor), que sólo es útil
para claudicar del deseo y de su ética, para quienes el fascismo nunca da
igual. Puede, en principio, ayudar a poner las cosas en su punto la visión de
conjunto un tanto mítica en su andadura, pero con asidero clínico, que
Frcud introduce en sus textos tardíos bajo la forma de una contienda entre
Eros y la pulsión de muerte.
72. Clínica con niños... etc., etc.
73. En el capítulo titulado “El bricoleur de sí mismo" de R. y M.
Rodulfo, Clínica psicoanalítica en niños y adolescentes, Ed. Lugar, Bue­
nos Aires, 1986, se encontrará una primera exposición de estas ideas,
mucho más sumaria en lo que respecta a la adolescencia. También allí
prometo un desarrollo más minucioso para más adelante y que ahora
encaro.

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