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Este documento presenta una introducción al libro "La ilusión de no ser" de Gallende sobre psicofármacos y salud mental. Argumenta que la psiquiatría positivista considera los trastornos como enfermedades cerebrales y busca suprimir los síntomas a través de medicamentos, ignorando el conflicto subjetivo que expresan. También critica cómo la industria farmacéutica promueve una cultura de medicalización del malestar a través de estrategias de mercadeo. Finalmente, analiza los fundamentos de la psiqu
Este documento presenta una introducción al libro "La ilusión de no ser" de Gallende sobre psicofármacos y salud mental. Argumenta que la psiquiatría positivista considera los trastornos como enfermedades cerebrales y busca suprimir los síntomas a través de medicamentos, ignorando el conflicto subjetivo que expresan. También critica cómo la industria farmacéutica promueve una cultura de medicalización del malestar a través de estrategias de mercadeo. Finalmente, analiza los fundamentos de la psiqu
Este documento presenta una introducción al libro "La ilusión de no ser" de Gallende sobre psicofármacos y salud mental. Argumenta que la psiquiatría positivista considera los trastornos como enfermedades cerebrales y busca suprimir los síntomas a través de medicamentos, ignorando el conflicto subjetivo que expresan. También critica cómo la industria farmacéutica promueve una cultura de medicalización del malestar a través de estrategias de mercadeo. Finalmente, analiza los fundamentos de la psiqu
La consideración del trastorno como enfermedad por parte de la psiquiatría
positivista prescinde del sujeto, ignora el conflicto que expresa el síntoma, ya que éste sería sólo signo de un trastorno en sus equilibrios cerebrales, y se propone suprimirlo a través del medio artificial del medicamento.
El psicofármaco actúa aliviando, silenciando los afectos que acompañan al
conflicto y expresan el malestar del sujeto, pero es también jugar a favor del síntoma y su permanencia, en la medida que impide al sujeto actuar con conciencia sobre las contradicciones entre sus deseos o de su realidad. De este modo el sujeto se entrega al saber y poder del especialista, abandonando así todo esfuerzo por volver inteligible su malestar y hacer frente a las contradicciones de su propia vida.
El psicofármaco constituye un ofrecimiento de desubjetivar el conflicto, eliminar
el malestar de la vida, inmanente a todo sujeto, atribuyéndole su presencia a causas externas a él y por tanto lo exime de cualquier responsabilidad a la hora de comprenderlo o tratarlo. De ahí el nombre del libro “la ilusión de no ser”, es decir, la ilusión de suspender la condición subjetiva.
El medicamento como “solución” se ha instalado por el encuentro que se ha
producido entre nuevos rasgos culturales y la oferta de la solución del mercado para los síntomas del malestar que producen. A favor de la velocidad de la existencia, la inmediatez de toda experiencia, la primacía de la imagen y la sensación sobre el pensamiento y la palabra, que desembocan en la figura del “consumidor”, se está configurando una nueva relación entre las pasiones y la razón, que consiste justamente en anularla y con ello suprimir la dimensión ética de la existencia y el comportamiento del hombre. Mediante este “logro” del mercado y la emergencia del consumidor, surge una oferta de fármacos que intervienen como solución a los síntomas que tales rasgos culturales generan.
Todo este encuentro entre el deseo operatorio de rapidez y eficacia sobre la
vida emocional y los fármacos, ha sido impulsado por complejas estrategias de mercado para producir esta cultura y potenciar tal rasgo.
La difusión de las investigaciones de las neurociencias se presenta bajo una
forma convincente, a saber, se explicita como un conocimiento acerca del funcionamiento de las redes neuronales, los mecanismos biológicos de la transmisión entre neuronas, vinculado a determinado malestar subjetivo (memoria, hiperactividad, la obsesión, el deseo sexual, etc.) y se argumenta que se descubrió una nueva molécula capaz de solucionar tales malestares actuando sobre los mecanismos cerebrales. Siempre se alude a una sustancia o neurotransmisor que sobra o que falta y surge allí la cura que devuelve el equilibrio, inhibiendo al neurotransmisor, bloqueando ciertos receptos o estimulando otros. La primera falla ética en relación a esto es presentar al fármaco como capaz de actuar sobre el cerebro como si se tratara de un conocimiento causal del origen del trastorno. Aproximadamente el 80% de la investigación es realizada por los mismos laboratorios o es financiada por ellos a través de universidades y centro privados. Son además la principal fuente bibliográfica en las revistas y libros especializados que consultan los psiquiatras.
Capítulo 1: Fundamentos de la psiquiatría y razón moderna
En este capítulo el autor señala que el problema de la psiquiatría es que crea
imaginarios sociales específicos que se articulan con los comportamientos prácticos de las personas, de ahí que toda crítica a dicha disciplina debe dirigirse tanto a sus fundamentos teóricos, a su relación con la práctica, observando contradicciones, coherencias, usos del poder disciplinario, como a cuestionar la función social de la disciplina, sus formas de aceptación y el reconocimiento de la sociedad. Es lo que Bourdieu llamó “una teoría del efecto de teoría”.
La psiquiatría surge en el seno de la “razón moderna”, la cual le otorga los
modos intelectuales de pensar y el marco práctico en base al cual se desarrollan acciones de control y dominación sobre todo/s aquello/s que no estaban capturados en sus principios. Su afán de construir un saber en torno a la enfermedad mental se ha agotado en meras descripciones del comportamiento anormal, de clasificaciones que se confunden con un saber acerca de la etiología del trastorno, que terminan por ocultar las prácticas reales así como el poder disciplinario que las orienta.
La razón moderna aplicada desde sus orígenes a la locura, mostró su
incapacidad para abordarla desde un conocimiento racional, y se evidenció como un repertorio de imágenes ficticias. De ahí que Galende tome a Foucault, quién planteaba que las representaciones de la psiquiatría son en sí nebulosas y abstractas de la locura y que sus teorías, si así puede llamárselas, no son sino imágenes o alegorías, que no constituyen en sí razonamientos o técnicas aplicadas de manera efectiva en la construcción de conocimientos o paradigmas que habiliten a una demostración convincente.
El autor continúa señalando que en psiquiatría, el objetivo de la reflexión
racional es hacer consciente la naturaleza de los fenómenos y sus causas, pero que en los hechos se agota en hacer observaciones, interpretaciones y descripciones de los fenómenos de la conducta, de los síntomas, como si fueran la expresión de una naturaleza enferma. Es decir, se confunde la realidad, los comportamientos humanos, con el procedimiento de identificar y clasificar. De este modo, se crea un lenguaje especial, un esquema con apariencia de racional que impone nombres a la conducta anormal, estableciendo un código de disciplinamiento para la totalidad de la conducta humana, a saber, que todo hecho podrá percibirse, nombrarse, valorarse y clasificarse en base a dicho lenguaje. Lo anterior determina que el lenguaje común queda impregnado por el lenguaje psiquiátrico, lo cual da cuenta de cómo la psiquiatría ha impuesto sus significados, valores y modos de pensar sobre el campo social. Incluso ha ido más allá llegando a establecerse como una estructura ontológica dura y persistente, puesto que su “razón” en doscientos años logró, aunque no de modo absoluto, ser la norma disciplinaria natural de la mente y del comportamiento normal o anormal (“enfermedad natural”). Entender la enfermedad como natural priva al sujeto de su palabra, ella ya no dice nada dentro de la razón, debido a la alteración “natural” de su pensamiento y obrar, y clausura además toda posibilidad de crítica o deconstrucción de su saber y sus supuestos. Esta ingenuidad según la cual el concepto daría cuenta de la naturaleza, que el concepto “descubre” y no construye la realidad, hace que la psiquiatría sostenga que el trastorno mental está “desde siempre allí”, en la naturaleza del sustrato cerebral y que el “progreso” del conocimiento es lo que lo va descubriendo, instaurando sus propias lógicas inmanentes a una naturaleza preexistente. De este modo la psiquiatría ignora que cada época y cultura construyen sus significados, valores y sentidos de la conducta, del pensamiento normal y sus desviaciones, generando así una ilusión de atemporalidad histórica y de universalidad (absolutismo ontológico)
A continuación el autor señala que una vez establecida la anormalidad como
enfermedad y los parámetros para su “tratamiento”, ya no se trata de comprenderlo en tanto ser humano en su experiencia de vida, sino de “curarlo”, disciplinando su conducta, normalizando su pensamiento para que retorne a la razón.
Párrafos más adelante Galende señala que la medicina ha recibido enormes
aportes de la física y la biología para cimentar sus conocimientos y avances, pero que no puede decirse lo mismo de la psiquiatría, puesto que, salvo por lo aportes de la psicofarmacología, no ha logrado beneficio alguno de su pretensión de ser una ciencia médica.
Bajo el subtítulo El poder del positivismo en la actual medicalización del
malestar psíquico examina no tanto la utilidad de los psicofármacos sino el funcionamiento social real que la industria farmacéutica ejerce actualmente en el campo de la salud mental. Describe tres procesos a este respecto: 1) la industria invierte enormes recursos económicos en la investigación neurobiológica y genética; 2) bajo el slogan “la década del cerebro”, la industria desarrolla una política amplia de difusión, que se dirige a crear y fortalecer el mercado para sus productos. Tales objetivos van en dos direcciones: a) a través de medios masivos de comunicación se anuncian nuevos descubrimientos “científicos” sobre los malestares del ser humano y que la “ciencia está tras ellos” para eliminarlos, b) otra política de propaganda se dirige al sector profesional (quién vende estos productos): libros, revistas y publicaciones científicas, congresos que la industria misma financia. 3) nueva asociación industria farmacéutica-corporaciones de especialistas. Todas estas acciones confluyen para potenciar la medicalización, generando la ilusión de que existe un remedio adecuado para eliminar cada malestar, sin necesidad de reflexionar acerca de sus motivos.
Capítulo 2: Construir la disciplina.
Allí el autor plantea que la fundación de la psiquiatría como especialidad dentro
de la medicina se consuma no con Pinel sino con Esquirol, considerado “el padre de la psiquiatría”, en torno a un triple gesto:
1) con Esquirol se logra que la universidad reconozca oficialmente a la psiquiatría
como una disciplina. A partir de ahí la psiquiatría vive una doble vida: pretende ser una disciplina basada en el lenguaje médico pero oculta que sus prácticas constituyen un código moral de disciplinamiento, que dio lugar a los más irracionales procedimientos en el trato asilar de los enfermos. 2) Lograr un nuevo ordenamiento jurídico para la anormalidad psíquica, la llamada “Ley Esquirol”, sancionada en 1838, en ella se delega en el médico funciones judiciales, como la privación de la libertad sin necesidad de acusación, sin proceso ni posibilidad de defensa y con sentencia sin relación con lo sucedido socialmente. El certificado de alienación es condición suficiente para hacer efectiva la sentencia 3) Se crea la primera red de servicios de internación en Francia, creando un hospital psiquiátrico por cada departamento de Francia (más de cincuenta hospitales)
El triple gesto otorga al médico alienista un poder prácticamente absoluto sobre la
vida y los cuerpos de los considerados, llamados desde ahí “enfermos mentales”.
Galende continúa su exposición planteando la función performativa que tiene
la psiquiatría, en tanto que accionar que genera procesos de subjetivación, es decir, la institución disciplinaria es eficaz a la hora de producir ciertos tipos de subjetividad. Un ejemplo claro es el valor performativo de los diagnósticos psiquiátricos, pronunciados por un especialista reconocido y legitimado por el estado, cuya acción se afirma en parte en la autoridad del propio profesional, muchas veces en función de desestimar la palabra del paciente, quién debe ceder su lugar al nombre diagnóstico para asumir su “conciencia de enfermedad”. Es así que lo nombres diagnósticos que se le adjudican a las formas de sufrimiento y las valoraciones que en sus interpretaciones se incluyen, producen los significados bajo los cuales, tanto los profesionales como el imaginario social, conciben y reconocen bajo esa forma la anormalidad.
El autor continúa señalando que el valor performativo de la psiquiatría, es decir,
la capacidad y eficacia de nombrar y construir la realidad de eso que enuncia: la enfermedad, no está en función de su discurso sino en la relación de éste con la autoridad de la institución. De este modo la función social del performativo posee un sentido más amplio que el lingüístico, es decir, no se trata sólo de las palabras que construyen como enfermedad la realidad del padecimiento mental, sino que en el hacer psiquiátrico, ya sea diagnóstico, internación, prescripción o tratamiento, y en la autoridad recibida por la institución, se consuma el poder simbólico de la psiquiatría, así como también su (re)producción social, sin la cual esta disciplina no puede perpetuar su existencia y efectos.
Posteriormente Galende aborda el lugar de la autoridad en la práctica
psiquiátrica. Señala que lo específico del discurso de autoridad profesional del psiquiatra radica en el hecho de que no es necesario que el sentido de su acto sea comprendido, puesto que en la mayoría de los casos el paciente no comprende, sin que por ello se resista a la acción del profesional Lo primordial es entonces que quién ejerce la acción sea alguien reconocido como designado para desempeñar tal función, pero no está allí sólo a título personal, sino que su autoridad proviene del hecho de ser representante, depositario del poder social de la disciplina a la que pertenece. Por tanto no se trata solamente de la atribución de un “supuesto saber” lo cual desencadena la transferencia, sino que se trata en todo caso de una “transferencia social” sobre la propia institución disciplinaria.
Luego explica de donde proviene la eficacia que los actos institucionales
producen y señala que se trata de lograr que los especialistas crean profundamente en su propia existencia real, es decir se sientan “naturalmente” especialistas. Mediante dicha apropiación institucional en sí mismos, es que pueden desconocer todo el proceso institucional que los ha consagrado, ignorando las ilusiones, incoherencias, la falta de relación entre ese acto y el saber, y la creatividad personal. Tal desconocimiento no es ajeno al de concebir la enfermedad como una “realidad objetiva”.