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IDENTIDAD CULTURAL Y CAPÍTULOS DE HISTORIA DE LA

ANTROPOLOGÍA

Curso de doctorado 2005-2006 Universidad de Oviedo

IDEOLOGÍA Y CONSTRUCCION
DE LA IDENTIDAD CULTURAL EUROPEA

CARLOS LÓPEZ MARBÁN


LA GÉNESIS DE LA UNIÓN EUROPEA. ENTRE EL DISCURSO
VISIONARIO Y LA REALIDAD ECONÓMICA

El 9 de mayo de 1950, Robert Schuman, ministro francés de asuntos exteriores,


presentó una propuesta para crear una Europa organizada y unida, postulándola como
requisito indispensable para el mantenimiento de unas relaciones pacíficas entre los
estados de la Europa geográfica o, al menos, entre los de la Europa Occidental. Esta
declaración se considera el germen de la actual Unión Europea. En un famoso discurso
ante varios líderes europeos, en el Salón del Reloj del Quay d’Orsay, sede del Ministerio
francés de Relaciones Exteriores afirmó: “por encima de las instituciones y en respuesta
a una aspiración profunda de los pueblos, nos encontramos la idea de Europa. Esa idea
descubrirá las bases comunes de nuestra civilización e irá generando un lazo similar al
que tenían las patrias anteriormente.”
El discurso se decía inspirado en las ideas de Jean Monnet, ministro francés
responsable del plan de reconstrucción económica de Francia tras la segunda guerra
mundial (Plan Monnet) e impulsor principal de la CECA (Comunidad Europea del
carbón y el Acero), de cuyo comité supranacional de control (llamado Alta Autoridad)
fue su primer presidente. Este organismo, constituido el 18 de abril de 1951 e integrado
en sus comienzos por Italia, Alemania, Francia y el Benelux, fue el germen del posterior
“mercado común europeo”, verdadero motor de la puesta en marcha de las actuales
estructuras político-económicas de la Europa Unida.
Como se puede apreciar, los intentos de establecer una adecuada organización
económica supranacional fueron llevados a cabo básicamente por las dos principales
potencias económicas de Europa: Francia y Alemania Occidental. La tercera “gran
economía”, el Reino Unido, no se integró en las instituciones europeístas hasta 22 años
después, en 1973, lo que muestra, no tanto el secular aislamiento de la isla británica,
como la natural desconfianza de la única nación beligerante no invadida en la segunda
guerra mundial hacia el pacto con su principal enemigo de las últimas dos grandes
guerras. Desconfianza que también se mostraba “al otro lado del canal”, ya que fue
Francia, bajo la presidencia de Charles de Gaulle, el país que vetó la incorporación del
Reino Unido a la Comunidad Económica Europea, en su primer intento de entrada, bajo
el mandato del líder del partido “tory” Harold McMillan.
Posteriormente, en 1957, nacen la Comunidad Europea de la Energía Atómica
(EURATOM) y la Comunidad Económica Europea, en un intento ya explícito de
generar un ámbito mercantil único para los países participantes. En 1967 se fusionan las
instituciones plurinacionales y se crean comisiones y consejos de ministros únicos, así
como el Parlamento Europeo, que dará paso, en 1979, a las primeras elecciones directas
de los ciudadanos de los estados miembros (hasta entonces los representantes europeos
eran designados por los parlamentos nacionales).
El orden de estos hechos pone de manifiesto algo perfectamente comprensible
pero que muchas veces es convenientemente olvidado: fue el interés económico y
comercial el que primó en la construcción de la Unión Europea y el que sirvió de base
para la construcción de las instituciones de orden político, sin perjuicio de que éstas, una
vez constituidas, ejercieran el correspondiente impulso a todos los niveles. Constatar
esta circunstancia no supone ningún tipo de prejuicio contra la génesis de la Unión,
sino, antes bien, una afirmación del papel fundamental que el comercio tiene en la
formación de relaciones entre naciones. Antes bien, son precisamente los prejuicios
antieconomicistas (que podrían resumirse en la expresión “nada que responda a
intereses económicos puede ser fiable”) los que deben ser atacados, desde el punto de
vista de una correcta explicación lógico-material del desarrollo de cualquier institución
socio-política.
La constatación anterior no debe suponer tampoco la defensa de un
reduccionismo economicista, pues en la dinámica europea están jugando factores de
diversa índole: políticos, sociales, religiosos, etc. Pero acentuar el carácter económico y
mercantil de la construcción del espacio político europeo nos sirve como primer
contraste frente a conceptos como los expuestos en el discurso de Schuman, que nos
presentan el desarrollo del ámbito político europeo como la respuesta a una necesidad
previa, a una “aspiración profunda de los pueblos”, a una Idea oculta que anidara en el
corazón de los habitantes de la Europa geográfica y fuera des-cubierta por los
prohombres de la Francia Republicana. Se rechazan estas ideas metafísicas por negar la
existencia previa de Europa como realidad geográfica y política, patente (entre otras
consideraciones) por existir como un espacio de intercambio a todos los niveles, pero
principalmente a nivel económico y comercial.
En esta misma línea, se afirma en el portal de la Unión Europea en Internet 1 que
la ausencia de una auténtica construcción europea fue lo que dio lugar a las grandes
guerras europeas (que ya de inicio, y no sin motivo, son conocidas como primera y
segunda guerras mundiales, lo que nos indica que superan el ámbito geográfico en el
que se las quiere encerrar) cuando lo que habría que afirmar es más bien lo contrario: a
saber, que son las guerras europeas las que dieron lugar precisamente al nacimiento de
las instituciones de las que hablamos, establecidas básicamente como un intento de
generar unas contingencias favorables para el desarrollo económico y comercial de los
países más boyantes del momento, principalmente Francia y Alemania (intento
desarrollado, obviamente, por los grupos más favorecidos de dichos países).
Se insiste de nuevo en que estos argumentos no suponen tanto una crítica
antieconomicista como la constatación de la motivación sobre la que realmente
descansaba la promoción de unas instituciones políticas de corte europeísta. No se
niegan los deseos de paz de la población e incluso la buena voluntad de sus promotores,
pero la política efectivamente realizada no puede explicarse por impulsos o deseos
bienintencionados ni por la capacidad visionaria de quien descubre, por encima de las
instituciones, unas bases comunes de civilización, aunque sólo sea porque ese
descubrimiento sólo podría hacerlo desde su privilegiada pertenencia a aquellas (las
mismas ideas en boca de un carnicero de Pigalle no tendrían la menor trascendencia
política).
Por si quedaran dudas, basta exponer aquí las palabras que pronunció Jean
Monnet en 1943 en Argel, con su patria ocupada por las tropas nazis y en calidad de
presidente del Comité de Coordinación Franco-Británico para la puesta en común de los
recursos aliados:
“No habrá paz en Europa, si los Estados se reconstruyen sobre una base de
soberanía nacional (...) Los países de Europa son demasiado pequeños para asegurar a
sus pueblos la prosperidad y los avances sociales indispensables. Esto supone que los
Estados de Europa se agrupen en una Federación o "entidad europea" que los convierta
en una unidad económica común.”
Sólo sobre unas bases económicas unitarias, que afecten a Europa en su conjunto
(al menos a la Europa de “más acá del telón de acero”) piensa Monnet que puede
asegurarse la prosperidad y el avance social de sus pueblos. Estos postulados, como se
afirma en la página web oficial de la Unión, pretenden superar las teorías de Herder o
Ficthe, que defendían una idea de nación de carácter étnico-cultural; aunque para
defender tal argumento se “salten” el carácter político de las Naciones-Estado, que son
1
http://europa.eu.int
sin embargo las plataformas desde las que necesariamente debe partir todo intento de
unificación europea (parlamentos nacionales, referendos, etc.).
A lo que aspiraban Monnet y otros era, pues, a la superación de la nación étnica
(olvidando la realidad de la nación política) sobre la base de la constitución de una
“supranación” o federación de naciones de carácter principalmente económico,
justificada por la riqueza que dicha “entidad europea” traería a sus pueblos.

LA PERSPECTIVA ECONÓMICA COMO IDEOLOGÍA

No vamos a entrar aquí en lo absurdo de la defensa de una Idea pura de Europa


de carácter económico, como si ésta pudiera “superar” (o desligarse de) la Idea de
Nación preexistente; como si esta perspectiva que se pretendiera básica, no
superestructural (por expresarlo en términos marxistas) no se llevara a cabo
precisamente a través de las naciones previamente constituidas. Gustavo Bueno lo
expresa del siguiente modo en un artículo publicado en el periódico Diario 16 (15 y 16
de noviembre de 1992):
“La Economía es Economía política; una siderurgia es una siderurgia instalada
en una nación, que afecta a sus intereses; por consiguiente, serán los mismos
planteamientos económicos los que nos obliguen a recaer en la perspectiva de la nación,
y tanto, por lo menos, como los planteamientos nacionales nos obligarán a recaer en la
perspectiva económica”.
De modo que (continúa Bueno en su artículo) la perspectiva estrictamente
económica que movió a los defensores de la Europa Unida, podría estar actuando a
modo de coartada ideológica, como idea útil frente a las iniciales reticencias de algunos
estados para dejar atrás los “nacionalismos estrechos”. Ahora bien, el propio término
“nacionalismo estrecho” presupone un nacionalismo “más ancho”, lo que parece
implicar no tanto la superación del nacionalismo como la generación de uno de nuevo
cuño, en el que la soberanía de las “viejas naciones”, de carácter étnico, desapareciera
bajo el manto integrador de las nuevas entidades europeas. El problema es que dichas
naciones no son sólo étnicas, sino políticas o “canónicas” (las Naciones-Estado)
constituidas precisamente sobre una base territorial y de soberanía de sus propias
instituciones, lo que generará todo tipo de recelos hacia la superestructura europea,
percibida en ocasiones como un enorme artificio político y burocrático que se alimenta
en gran parte de su propio funcionamiento.
Desde este punto de vista pueden entenderse los choques entre los países
miembros, en defensa de sus propios intereses (cuotas de mercado, de poder político),
que han llevado a describir la política europea como de “encaje de bolillos”: una pugna
constante entre la defensa de la soberanías nacionales y la imprescindible cesión de ésta
en aras de la construcción supranacional. También pueden explicarse bajo esta luz las
reticencias históricas de países como Dinamarca, Noruega o el Reino Unido, o las más
recientes expresadas en el resultado de los referendos de Francia o los Países Bajos
(aunque éste, como el español, no vinculante). Incluso desde aquí puede explicarse la
simpatía política de los nacionalismos “más estrechos” (los de las “nacionalidades” o
regiones) a la Idea de la Europa Unida, percibida como una plataforma lejana y poco
estricta (al menos, por el momento) donde hallar apoyo y hacer fuerza frente al Estado-
Nación, verdadero “yugo” que impide su “liberación”.
Lo cierto es que esta nueva nación europea, económica y mercantil (a la que
algunos denominan peyorativamente la Europa de los mercaderes, como si la historia
europea no fuera, en gran medida, la de un constante intercambio comercial) es la que
se postula como avance frente a los desastres europeos del siglo, que se ofrecen como
consecuencia de la ausencia de unas estructuras político-jurídicas adecuadas para
garantizar un espacio común de intercambio comercial (de mercancías, pero también de
personas, fuerzas de trabajo, arte, armas, cultura). Esta nueva Europa comienza como
una regulación aduanera, una zona comercial con características propias, una
Comunidad Económica, pero su alcance trasciende, como no podía ser de otro modo, el
ámbito económico “puro” y exige para su funcionamiento las estructuras político-
legales correspondientes, que intersectarán a su vez con los intereses particulares de
cada Nación-Estado, que verán en las nuevas estructuras tanto una servicialidad como
un obstáculo, por usar expresiones de Ortega.

CONSTRUCCIÓN DE UNA IDENTIDAD CULTURAL EUROPEA

La cuestión es que este nuevo espacio de regulación económico-política parece


pedir como corolario lógico la Idea de una Identidad cultural común de Europa. El
espacio económico ha de complementarse con el “espacio cultural europeo”
(complementario, en tanto la cultura es también mercancía y negocio). Cuando otros
flujos comerciales ya han sido regulados, le llega el turno a los objetos de la cultura. En
la página oficial de Internet de la Unión Europea se recoge: “si bien la voluntad de
realizar acciones culturales a escala europea se manifestó ya en el decenio de los
setenta, no fue hasta 1991, con el Tratado de Maastricht y su artículo 151, cuando la
cultura ocupó oficialmente un lugar en la construcción europea. En ese contexto, la
Unión Europea debe contribuir al «florecimiento de las culturas de los Estados
miembros, dentro del respeto de su diversidad nacional y regional, poniendo de relieve
al mismo tiempo el patrimonio cultural común»”. El mismo Jean Monnet, que nos
hablaba en el año 1943 de la necesaria unidad económica, es el que afirma mucho
después, al final de su vida:
“Si tuviera que volver a empezar la construcción europea, comenzaría por la
cultura.”2
Pero debe hacerse notar que no se trata simplemente de un concepto de carácter
mercantil, ni tampoco estético (la guinda embellecedora, aunque comestible, del pastel
europeo) sino que se ofrece en gran medida a modo de recubrimiento ideológico, como
justificación de la realidad de las propias instituciones europeas.
En efecto, la Idea de Cultura está tan arraigada en el funcionamiento colectivo,
resulta tan lenitiva a todos los niveles y en todos los grupos sociales, que no resulta
extraño que una vez en funcionamiento el entramado institucional europeo, puestos en
marcha el mercado y la moneda común y establecido el espacio de Schengen, se eche en
falta la adecuada justificación cultural, tanto para intentar salvar el desapego que las
megaestructuras europeas generan en el ciudadano de “a pie”, como a modo de coartada
ideológica frente a quienes acusan a la Unión de ser un mero espacio mercantil (como si
éste no tuviera ya suficiente justificación en la necesidad de las naciones de regular el
comercio internacional para su propio crecimiento y para el mantenimiento del nivel de
vida de sus habitantes, entre ellos los propios críticos del sistema de mercado).
El problema estriba en que Europa, en caso de tener algo que pueda llamarse
Identidad Cultural, no tendría una, sino varias; a saber, aquellas que puedan aportar las
Naciones-Estado que la constituyen. Si cada de una de estas culturas resulta ser
diferente de las demás, mal podrá hablarse de identidad cultural europea común, salvo
que convenientemente se realicen dos tipos de operaciones (no necesariamente
excluyentes entre sí) dirigidas a su construcción:
2
Jean Monnet, Memorias. Ed. Siglo XXI. Madrid (1985 )
 por un lado, se tratará, bien de postular nuevos materiales culturales ad-hoc, bien de
ofrecer algunos antiguos, propios de las diversas naciones europeas y sus
interrelaciones, recubriéndolos de una nueva luz que los haga aparecer como
europeístas desde siempre, formando parte (incluso sin saberlo) de toda una
pretendida tradición histórica que nos encaminaba hacia la Europa Unida. Estos
materiales se ofrecen desde las instituciones europeas y los distintos gobiernos
afines, con la esperanza de que sean adoptados y asumidos por los ciudadanos de los
estados miembros, aunque no puede decirse que los resultados de esta política
cultural hayan triunfado, dando lugar a una “conciencia común de la cultura
europea”.
Como nuevos materiales se puede hablar, por ejemplo, de la amplia oferta de
becas universitarias de intercambio de estudiantes (Erasmus), las cátedras de
estudios europeos a las que pueden aspirar todo tipo de universidades (cátedras Jean
Monnet), los premios europeístas (Carlomagno), etc.
Pero quizá lo más llamativo de esta política sea la re-presentación “europeísta”
de ciertos hechos que, sin dejar de producirse en el continente, distaban mucho en su
ejercicio de tener ninguna finalidad paneuropea, consciente o inconsciente. Baste
citar el uso que se hace del Camino de Santiago, como ejemplo de convivencia entre
habitantes de los diferentes pueblos europeos, obviando, eso sí, que esa convivencia
era posible antes por una común base cristiana que por la pretendida pertenencia a
una cultura ya europeísta sin saberlo (de hecho, el camino jacobeo se ofrece ahora a
nivel comercial, desnudándolo de todo valor religioso y presentándolo como una
culta y laica ruta turística).
Del mismo modo se podría hablar del Himno Europeo, para el que se adoptó la
música del último movimiento de la 9ª Sinfonía de Beethoven, en concreto un
fragmento en que se pone música a la “Oda a la alegría”, de Friedrich von Schiller.
Pero la letra del poema, que habla de la visión idealista de Schiller sobre el género
humano (y no sólo Europa) como una gran hermandad, no se utiliza en el himno,
que sólo recoge la versión musical que realizó Herbert von Karajan de la obra. En la
web oficial se dice: “sin palabras, en el lenguaje universal de la música, este himno
expresa los ideales de libertad, de paz y de solidaridad que representa Europa”. Se
da así una imagen europeísta de obras que en ningún momento aspiraban a serlo, a
la vez que se “expresan” los valores europeos “sin palabras”, suponemos que en aras
de un consenso absoluto.3
Se trata, en suma, de tergiversar (o al menos, presentar sesgadamente) hechos
relevantes del pasado de Europa para mostrar la irreversible marcha histórica hacia
el actual proyecto de la Unión. O bien de establecer, simplemente, mecanismos que
fomenten la aparición de una cultura que responda a la Nueva Europa.

 por otra parte, se buscarán características comunes a todas las culturas europeas (que
se expondrán la mayor parte de las veces de modo yuxtapuesto, como una lista de

3
Aunque no ha tardado en aparecer una letra ad-hoc de Peter Roland: “Europa está unida y unida
permanece; una en su diversidad. Contribuyendo a la paz del mundo. En una gran patria de todos.” Se
traiciona así el espíritu universalista que movía a Schiller: “¡Alegría, hermosa chispa celestial, de Elíseo
la hija engendrada! [ ] Todos los hombres se unen fraternalmente donde tus blandas alas se han posado.
¡Multitudes, fundíos en cariñoso abrazo! ¡Sea este beso para el mundo todo!”.
rasgos) de modo que pueda establecerse sobre ellas una identidad compartida. Se
apelará ahora a argumentos de “autoridad intelectual”, que se ofrecen mediante la
discusión en revistas especializadas o en artículos de reflexión política, sociológica
o filosófica.
Se puede pensar que entre culturas tan diversas sólo pueden establecerse puntos
de semejanza si se utiliza como punto de contraste una cultura ajena, de un
“tamaño” similar (USA, el Islam). No otra cosa es lo que hace Huntington cuando
afirma que “Europa termina donde empieza la Cristiandad oriental ortodoxa y el
Islam”.4 Europa, desde este punto de vista, sólo podría afirmarse frente a la cultura
árabe, lo que parece no resultar muy aceptable desde los parámetros axiológicos en
los que se mueven las actuales sociedades occidentales (tolerancia hacia lo diferente,
relativismo cultural, etc.)
Sin embargo, cuando intentan ofrecerse alternativas a estos posicionamientos
frentistas, descubrimos que en gran medida pecan de lo mismo que afirman criticar.
Así, por ejemplo, en la web ya reseñada de la UE se defiende la necesidad de “una
identidad que no se construya frente al otro”, para lo cual se ofrecen como factores
comunes y característicos de los pueblos europeos los siguientes: la idea de crisis, la
capacidad de crítica interna, la revisión de sus instituciones y el diálogo razonable.
Ideas que se resumen en términos tales como: apertura, dinamicidad, evolución. Se
cita a un sociólogo francés, Henry Mondrasse, que afirma literalmente: “existe una
identidad cultural común que podría servir de base para una unidad política. Esta
identidad estaría basada en la idea individualista, la idea de nación desarrollada en
los últimos siglos, una cierta forma de combinar ciencia y tecnología en el desarrollo
capitalista, y una cierta idea de democracia representativa y parlamentaria”. Todo un
conjunto de variopintas características que, sin dejar de ser verdaderas, se ofrecen de
modo yuxtapuesto, como si fueran independientes entre sí, sin entender que están
necesariamente conectadas y son fruto precisamente de la dinámica histórica de
Europa, realizada durante siglos tanto en las luchas intestinas entre las naciones (y
las religiones cristianas) como en la lucha contra el enemigo común extraeuropeo.
Lo que se debe notar es que son precisamente estas características las que definen al
mundo occidental frente al islámico, por lo que la intención de ofrecer a partir de
ellas una identidad exenta, no enfrentada a otras, fracasa irremediablemente.
Bien diferentes parecen ser las ideas de Jürgen Habermas, citadas como
alternativa en la misma página, en las que propone “simplemente” renunciar a
cualquier tipo de identidad (que él identifica con la identidad étnica) y ser leales a
los principios constitucionales sobre los que descansan los derechos y libertades,
auque de nuevo se olvida que esos principios son propios de ciertos estados, los
Estados-Nación europeos ya referidos, y no se dan en la misma medida en otras
esferas culturales, por lo que un posicionamiento de este tipo ya es de algún modo
una identificación más o menos explícita con los valores propios y un
posicionamiento frente a los ajenos (“frente al otro”).
Un ejemplo práctico de esta presentación “en paralelo” de unas características
comunes es la promoción anual de ciudades de diversos países como capitales
culturales de Europa, ofreciéndolas como “acabados productos de la cultura
europea”, resumen paradigmático de “apertura, dinamicidad y evolución”. No se
niega, por supuesto, la “diversidad de la cultura europea” que esas ciudades
representan, pero se recalca “la fuente común de la que emana gran parte de ella”.
Pero esa fuente común se recoge de modo difuso como la de la tradición grecolatina,
reflejando sólo los aspectos que interesan según los actuales valores occidentales (la
4
El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial. Ed. Paidós. Barcelona (1997).
crítica, el diálogo, etc.) y obviando el resto (las guerras, el enfrentamiento con el
Islam, etc.). Cómo si la “apertura” de esas ciudades no supusiera su clausura previa
y recurrente frente a múltiples enemigos (entre ellos, otras ciudades “aperturistas”),
como si su “dinamicidad” no incluyera todo tipo de escaramuzas bélicas o su
“evolución” no fuera polémica, enfrentándose para su adaptación a los tiempos al
crecimiento de otras ciudades.
En la misma línea, tampoco se dirá que la fuente común europea a la que se hace
referencia está constituida, en gran medida, por la tradición cristiana, como si
afirmarlo supusiera chocar con la defensa de una postura materialista y atea (o
simplemente agnóstica y laica) cuando en realidad se trata tan sólo de constatar la
verdad efectiva de un acontecer histórico, sin cuyo reconocimiento la supuesta
identidad cultural europea nace amputada (de hecho, tal reconocimiento no se
produce en el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa).

No parece posible, pues, ofrecer una identidad cultural europea (si es que tal
expresión no es un mero “flatus vocis”) sin mixtificaciones o intentos de generarla “ad-
hoc”, sin tener en cuenta la realidad histórica efectiva de los pueblos que la han
habitado: su dinámica de luchas internas o contra enemigos comunes; su constitución
como naciones étnicas y canónicas, no de modo armónico sino polémico (unas frente a
otras); su religiosidad específica (que lo es frente a otras grandes religiones, pues la
misma religiosidad europea es fruto de conflictos interreligiosos); su pasado, en
definitiva.
Si se puede hablar de “cultura europea” será entendiendo ésta como un sistema,
que sólo se mantiene como un conjunto de rasgos enfrentados entre sí, formando un
todo cuyas partes son atributivas, sin perjuicio de que algunos componentes de esa
totalidad puedan reproducirse (distributivamente) en otros sistemas. Pero la idea de
sistema supone la negación de una sustancia cultural, una esencia (“unum per se”) que
se mantenga incólume, quizá oculta en los corazones (como una “aspiración profunda
de los pueblos”) y que haya que rescatar de los peligros de una Europa Desunida. No
hay una cultura europea unida en la diversidad (como una yuxtaposición de las culturas
de cada nación) sino que la cultura europea es la diversidad misma de sus especies
culturales: sus lenguas, sus distintas costumbres, sus folklores, etc. Diversidad que sólo
podrá ser “idéntica” en tanto se enfrenten algunos de sus componentes a los de otros
conjuntos de naciones paramétricamente equiparables (costumbres americanas, lenguas
árabes, religión judía, etc.). El resto es una pantalla ideológica, un intento de utilizar la
historia, proyectando unos determinados valores del presente sobre los acontecimientos
del pasado, con la intención de asegurar la vigencia de las estructuras europeas en el
futuro.
La utilización ideológica de la Idea de Identidad Cultural Europea (aunque se
postule como “identidad en la diversidad”) consiste básicamente en reclamar el material
cultural europeo como sustancial (convenientemente aligerado de todo aquello que se
oponga a los valores de las democracias contemporáneas de mercado), a la vez que
ofrecer las instituciones europeas como el modo de mantener ese material a lo largo del
tiempo. Su utilidad es asimismo sencilla: ocultar el proyecto de constituir una nación a
escala europea, disfrazar un nacionalismo continental que busca garantizar el
funcionamiento de la economía de mercado de los países europeos en un espacio
económico propio, frente a los espacios e influencias de otras potencias (los Estados
Unidos de América, el Creciente Asiático, China, los países árabes productores de
petróleo).
No ha de resultar extraño que se postule y aliente un proyecto de este tipo (sólo
desde una ingenuidad schilleriana puede alguien sorprenderse de la lucha de las
naciones por el espacio económico) pero no deja de ser llamativo que para ello tenga
que utilizarse al apóstol Santiago, la Plaza Mayor de Salamanca o la Novena Sinfonía
de Beethoven.

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