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ANTROPOLOGÍA
IDEOLOGÍA Y CONSTRUCCION
DE LA IDENTIDAD CULTURAL EUROPEA
por otra parte, se buscarán características comunes a todas las culturas europeas (que
se expondrán la mayor parte de las veces de modo yuxtapuesto, como una lista de
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Aunque no ha tardado en aparecer una letra ad-hoc de Peter Roland: “Europa está unida y unida
permanece; una en su diversidad. Contribuyendo a la paz del mundo. En una gran patria de todos.” Se
traiciona así el espíritu universalista que movía a Schiller: “¡Alegría, hermosa chispa celestial, de Elíseo
la hija engendrada! [ ] Todos los hombres se unen fraternalmente donde tus blandas alas se han posado.
¡Multitudes, fundíos en cariñoso abrazo! ¡Sea este beso para el mundo todo!”.
rasgos) de modo que pueda establecerse sobre ellas una identidad compartida. Se
apelará ahora a argumentos de “autoridad intelectual”, que se ofrecen mediante la
discusión en revistas especializadas o en artículos de reflexión política, sociológica
o filosófica.
Se puede pensar que entre culturas tan diversas sólo pueden establecerse puntos
de semejanza si se utiliza como punto de contraste una cultura ajena, de un
“tamaño” similar (USA, el Islam). No otra cosa es lo que hace Huntington cuando
afirma que “Europa termina donde empieza la Cristiandad oriental ortodoxa y el
Islam”.4 Europa, desde este punto de vista, sólo podría afirmarse frente a la cultura
árabe, lo que parece no resultar muy aceptable desde los parámetros axiológicos en
los que se mueven las actuales sociedades occidentales (tolerancia hacia lo diferente,
relativismo cultural, etc.)
Sin embargo, cuando intentan ofrecerse alternativas a estos posicionamientos
frentistas, descubrimos que en gran medida pecan de lo mismo que afirman criticar.
Así, por ejemplo, en la web ya reseñada de la UE se defiende la necesidad de “una
identidad que no se construya frente al otro”, para lo cual se ofrecen como factores
comunes y característicos de los pueblos europeos los siguientes: la idea de crisis, la
capacidad de crítica interna, la revisión de sus instituciones y el diálogo razonable.
Ideas que se resumen en términos tales como: apertura, dinamicidad, evolución. Se
cita a un sociólogo francés, Henry Mondrasse, que afirma literalmente: “existe una
identidad cultural común que podría servir de base para una unidad política. Esta
identidad estaría basada en la idea individualista, la idea de nación desarrollada en
los últimos siglos, una cierta forma de combinar ciencia y tecnología en el desarrollo
capitalista, y una cierta idea de democracia representativa y parlamentaria”. Todo un
conjunto de variopintas características que, sin dejar de ser verdaderas, se ofrecen de
modo yuxtapuesto, como si fueran independientes entre sí, sin entender que están
necesariamente conectadas y son fruto precisamente de la dinámica histórica de
Europa, realizada durante siglos tanto en las luchas intestinas entre las naciones (y
las religiones cristianas) como en la lucha contra el enemigo común extraeuropeo.
Lo que se debe notar es que son precisamente estas características las que definen al
mundo occidental frente al islámico, por lo que la intención de ofrecer a partir de
ellas una identidad exenta, no enfrentada a otras, fracasa irremediablemente.
Bien diferentes parecen ser las ideas de Jürgen Habermas, citadas como
alternativa en la misma página, en las que propone “simplemente” renunciar a
cualquier tipo de identidad (que él identifica con la identidad étnica) y ser leales a
los principios constitucionales sobre los que descansan los derechos y libertades,
auque de nuevo se olvida que esos principios son propios de ciertos estados, los
Estados-Nación europeos ya referidos, y no se dan en la misma medida en otras
esferas culturales, por lo que un posicionamiento de este tipo ya es de algún modo
una identificación más o menos explícita con los valores propios y un
posicionamiento frente a los ajenos (“frente al otro”).
Un ejemplo práctico de esta presentación “en paralelo” de unas características
comunes es la promoción anual de ciudades de diversos países como capitales
culturales de Europa, ofreciéndolas como “acabados productos de la cultura
europea”, resumen paradigmático de “apertura, dinamicidad y evolución”. No se
niega, por supuesto, la “diversidad de la cultura europea” que esas ciudades
representan, pero se recalca “la fuente común de la que emana gran parte de ella”.
Pero esa fuente común se recoge de modo difuso como la de la tradición grecolatina,
reflejando sólo los aspectos que interesan según los actuales valores occidentales (la
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El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial. Ed. Paidós. Barcelona (1997).
crítica, el diálogo, etc.) y obviando el resto (las guerras, el enfrentamiento con el
Islam, etc.). Cómo si la “apertura” de esas ciudades no supusiera su clausura previa
y recurrente frente a múltiples enemigos (entre ellos, otras ciudades “aperturistas”),
como si su “dinamicidad” no incluyera todo tipo de escaramuzas bélicas o su
“evolución” no fuera polémica, enfrentándose para su adaptación a los tiempos al
crecimiento de otras ciudades.
En la misma línea, tampoco se dirá que la fuente común europea a la que se hace
referencia está constituida, en gran medida, por la tradición cristiana, como si
afirmarlo supusiera chocar con la defensa de una postura materialista y atea (o
simplemente agnóstica y laica) cuando en realidad se trata tan sólo de constatar la
verdad efectiva de un acontecer histórico, sin cuyo reconocimiento la supuesta
identidad cultural europea nace amputada (de hecho, tal reconocimiento no se
produce en el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa).
No parece posible, pues, ofrecer una identidad cultural europea (si es que tal
expresión no es un mero “flatus vocis”) sin mixtificaciones o intentos de generarla “ad-
hoc”, sin tener en cuenta la realidad histórica efectiva de los pueblos que la han
habitado: su dinámica de luchas internas o contra enemigos comunes; su constitución
como naciones étnicas y canónicas, no de modo armónico sino polémico (unas frente a
otras); su religiosidad específica (que lo es frente a otras grandes religiones, pues la
misma religiosidad europea es fruto de conflictos interreligiosos); su pasado, en
definitiva.
Si se puede hablar de “cultura europea” será entendiendo ésta como un sistema,
que sólo se mantiene como un conjunto de rasgos enfrentados entre sí, formando un
todo cuyas partes son atributivas, sin perjuicio de que algunos componentes de esa
totalidad puedan reproducirse (distributivamente) en otros sistemas. Pero la idea de
sistema supone la negación de una sustancia cultural, una esencia (“unum per se”) que
se mantenga incólume, quizá oculta en los corazones (como una “aspiración profunda
de los pueblos”) y que haya que rescatar de los peligros de una Europa Desunida. No
hay una cultura europea unida en la diversidad (como una yuxtaposición de las culturas
de cada nación) sino que la cultura europea es la diversidad misma de sus especies
culturales: sus lenguas, sus distintas costumbres, sus folklores, etc. Diversidad que sólo
podrá ser “idéntica” en tanto se enfrenten algunos de sus componentes a los de otros
conjuntos de naciones paramétricamente equiparables (costumbres americanas, lenguas
árabes, religión judía, etc.). El resto es una pantalla ideológica, un intento de utilizar la
historia, proyectando unos determinados valores del presente sobre los acontecimientos
del pasado, con la intención de asegurar la vigencia de las estructuras europeas en el
futuro.
La utilización ideológica de la Idea de Identidad Cultural Europea (aunque se
postule como “identidad en la diversidad”) consiste básicamente en reclamar el material
cultural europeo como sustancial (convenientemente aligerado de todo aquello que se
oponga a los valores de las democracias contemporáneas de mercado), a la vez que
ofrecer las instituciones europeas como el modo de mantener ese material a lo largo del
tiempo. Su utilidad es asimismo sencilla: ocultar el proyecto de constituir una nación a
escala europea, disfrazar un nacionalismo continental que busca garantizar el
funcionamiento de la economía de mercado de los países europeos en un espacio
económico propio, frente a los espacios e influencias de otras potencias (los Estados
Unidos de América, el Creciente Asiático, China, los países árabes productores de
petróleo).
No ha de resultar extraño que se postule y aliente un proyecto de este tipo (sólo
desde una ingenuidad schilleriana puede alguien sorprenderse de la lucha de las
naciones por el espacio económico) pero no deja de ser llamativo que para ello tenga
que utilizarse al apóstol Santiago, la Plaza Mayor de Salamanca o la Novena Sinfonía
de Beethoven.