Está en la página 1de 128

1

A Modo de Prólogo y Dedicatoria


Este es un libro extraño. Se puede considerar como la biografía de una
persona desconocida; como la vida de un don Nadie, y visto así, podría ser
importante o no, dependiendo de lo que el autor diga y cómo lo narre.
Visto de ese modo, puede ser una novela, o un relato insulso ... Pero
también puede ser la afirmación de una vida conscientemente vivida,
ejemplarizante, o vergonzosa, el lector lo juzgará ... Tuvo su origen en
muchas y amenas conversaciones entre el autor y dos amigos a quienes el
autor aprecia de modo especial: Gabriel Ruiz Arbeláez y María Isabel Casas
Rodríguez, esposos, colegas todos, ingenieros químicos, y conocidos por
más de treinta años. A ellos dedico este libro.

Algunas anécdotas, muchos recuerdos, añoranzas de juventud y


adolescencia, responsabilidades estudiantiles, enfrentamientos con la vida.
Todo lo rememoramos en muchos días, sentados con una taza de café y
unas gotas de Brandy. La memoria de un viejo trabajando. Los viejos
recordamos y necesitamos recordar. Entonces, un día me puse a escribir a
mano, como siempre lo hice, sin detenerme, a vuelapluma, con la avaricia
del segundo, porque lo único que no tenemos los viejos es tiempo. Ellos,
mis amigos fueron llevando al procesador mis notas, y resultó este libro
que, en buena parte, llena mi vida ... . No le pido al lector que sea paciente
ni considerado. ¿Por qué habría de serlo? Quedan tantos libros por leer,
tanto qué estudiar y quedan tantos espectáculos donde los jóvenes pueden
gozar. Por tanto, si estas notas le molestan, lo entristecen o lo ofenden,
abandónelas, que yo ya las viví, y solamente a mí me competen.

Cali, Septiembre de 2000.

Ángel Zapata Ceballos


------
IBNS 96342-5-7. Diseños de portada y diagramación: Oficina de
Comunicaiones, Universidad del Valle, Facultad de ingeniería. Impresión:
Unidad de Artes Gráficas, Facultad de Ingeniería.

Nota (Junio 22, 2009) de Gabriel Ruiz y María Isabel Casas: El texto que
se publica a continuación en tamaño carta no corresponde a la
diagramación del libro (16.5 x 23,5 cms). Es el original del texto que
fuimos llevando al procesador durante 1999 (“Ellos, mis amigos fueron
llevando al procesador mis notas …”) y que luego el autor utilizó para la
publicación del libro, quizás con algunas modificaciones o correcciones
menores. Los errores e incongruencias son nuestras. Por lo pronto es el
único archivo que encontramos en nuestros antiguos disketes de ¾.
I
2
Así, como deslizan las aguas sobre las rocas, al fondo de los ríos, y el aire
acelerado por la luz en sus entrañas, pasa sobre las cosas que embellecen
el mundo, de igual modo la vida de los hombres, va pasando, cumpliendo
su destino. No olvidemos que el hombre es racional y sensitivo.

******

Lentamente, silenciosamente, todos, sin excepción, vamos pasando. Pero


nos queda el consuelo de rememorar... Aquel que armó el escándalo de las
mil bataolas, Príncipe que detuvo los relojes del mundo con su primer
vagido, y el mundo alarmado preguntó, por qué llora el niño, también
pasó. Hoy sus cenizas yacen confundidas con las de otros muertos, y el
mundo, sin clemencia, lo olvidó.

******

Recuérdalo muy bien, porque está en la Historia, - ese vanilocuente relato


que tanto nos divierte -. Lo cuenta con detalles que nos hacen reir: que el
niño no respira, que transpira y babea; que el niño está llorando, que no
come ni caga, y que el mundo sin él, se acabará. Pero el Príncipe hace
muchos años, murió. Lo reemplazó su hijo, que todavía vive entre
nosotros, que sojuzga y expolia, humilla y descabeza a sus semejantes, y
hace poco, dejó estos dominios llevando oro y riquezas para sus hijos, que
también son Príncipes, y así, ad infinitum.

******

No olvidemos que el hombre es racional y sensitivo. Príncipe o carpintero,


negro, blanco o mestizo, chino, indio o germano, todos, dice el refrán,
somos hermanos. Nuestra fraternidad viene de lejos. No quiero hablar de
Eva, que vivió en el Paraíso, un mundo verde, despoblado y anodino. Hablo
del hombre cierto, del hombre universal de carne y huesos, el de átomos
simples y moléculas gigantes, que se reproducen y mueren; y, dicen los
sabios, tienen orbitales enlazantes como alas de mariposas que irradian
energía, generando a la vez, causas y efectos, explicando, como cosa
sencilla, la vida y sus desgracias, las penas y alegrías, revolucionando la
vida, en una fantasía.

******

De todos los humanos, los que más me conmueven son los genealogistas,
despistados ancianos que reburujan papeles buscando los orígenes de
castas y fulanos. Como si se pudiera desentramar las ramas del árbol de la
vida, y decir, vanidoso, aquí empezó la rama de los malos hermanos. Aquí,
la de los mentirosos, traidores, ventajosos. Sobre estas piedras blancas,
construyeron sus casas, por la primera vez, los más virtuosos; y allá, tras
3
esos bosques que incendiara Caín, estuvo el campo abierto donde mató a
Abel. ¡Ah, los genealogistas, armadores de líos!

******

El dolor, las angustias, los malos pensamientos, no los busques atrás, en


otros tiempos, que están aquí y ahora, en tu dueña y señora alma que
llevas en el pecho, esperando la hora de engañar al amigo, traicionar al
vecino, o conseguir fortuna asesinando con tus propias manos. No
intentes seguir todos los hilos que la arrogante Adriadna siguió en el
Laberinto; vive sencillamente, sobre líneas bien rectas, sin investigar si
vienes del Rey o de la esclava, porque ya estás aquí, y tienes que seguir,
hasta que llegue el fin.

******

Los expertos que saben del origen del hombre, nos dicen que se ha
demostrado, tras noches de desvelos y experimentos muy finos, que
venimos del Cosmos, del juego incomprensible de los átomos, de las
fuerzas ínsitas de la materia inerte; que fuerza por espacio nos lleva a la
energía, al trabajo constante; y que la energía, el tiempo y el espacio,
llenan el universo. Sinceramente pido para ellos, aplausos. Así, que
gracias a la razón, se descubrió el origen del hombre universal. Y su
cansancio largo, su dolor por la vida, sus sueños y esperanzas, el amor, la
fragancia de unos labios de mujer, su nostalgia por todo lo que ama: el
arte, la lógica que aplica a todo cuanto mira, construye o dibuja sobre los
grandes lienzos; tal vez, - dicen los sabios - esos son los efectos de no
dormir bien de noche, y de un mal comer. Con esta explicación, nos vamos
todos a leer filosofía, a repasar la historia, a crear fantasías de muñecos
mecánicos, eléctricos o electrónicos, que entretienen a los niños, o a
escribir poesía moderna, esa que no se entiende, porque tiene su origen
allá, en el subconsciente, donde nadie penetra, con razón o sin ella, pues,
según mis estimas, la poesía es como un perfume que se aspira y agrada,
excita y embeleza, y al fin no dice nada.

******

Hoy prefiero los verdes a los azules mares; quiero mirar los tallos
palpitantes de hojas verdes; quiero ver a las aves granando las semillas y
quiero ser muy simple, casi, un hombre lineal.

******

Detesto a los confusos y a todos lo difusos que engañan a la gente,


trastornando la mente con su método inane, desde un diván o desde un
salón con proyecciones, donde vuelan sus frases.

******
4
Quisiera ser humilde como un ojo redondo pintado por un ciego. Adoro los
principios que se anuncian con frases sencillas, y poco a poco vuelan
hacia el cielo infinito.

******

Y, por fin, llegó el día de deciros quién soy: piensa en un hombre viejo;
mediocre si lo quieres; que adora la belleza sin poderla crear, sensible y
mal poeta y un pésimo escritor.

******

Mas hay algo en mi mente que me acompaña: el amor a la vida, respeto


por el hombre, un deseo infinito de comprender el mundo con la justicia,
el amor, el progreso y la gente.

******

Hoy inicio esta historia que, mirada de cerca, a mí sólo me importa.


Hablar, a estas horas de sí mismo, es vanidad y orgullo, dos fallas
universales, pero nadie lo haría por mí, si callo tontamente.

II

Sinceramente, quisiera no ser yo, el que hoy busca entre los bosques del
ayer distante, las huellas que dejara el paso de la vida de un niño,
anónimo, sencillo y vacilante. Pero no existe nadie, sin embargo, sobre la
tierra mía que sepa más que yo de la vida de ese niño. ¡Qué vergüenza!,
¡Hablar, a estas alturas, de sí mismo!
5
******

Nací – me lo dijeron – en un pueblo perdido en el Nordeste antioqueño.


Amalfi, supe que le decían, y le dicen. Era un pueblo de hombres fuertes,
campesinos callados, verdaderos hermanos, mestizos, negros y blancos;
atrevidos Hércules naturales, que labraban la tierra, extensos campos
ancestrales, o eran también mineros de ríos y socavones; flacos éstos,
nervudos, fuertes, un poco desalmados, arriesgados, que citaban el
peligro, y, en las noches del sábado, se gozaban la vida con sus mujeres,
altas, como bambúes oscilantes, batidas por la brisa.

******

Hay que amar a la tierra, para saber de ella sus secretos. Llevar en la
memoria los recuerdos. Saber que eran hombres de carne y huesos
aquellos que gozaban la vida, y que morían de una herida en el cuello con
barbera, de una gripa infecciosa, o de una bala certera al corazón.
Antioquia siempre fue valerosa y corajuda, y no hay que poner barniz en
sus heridas, para arreglar su piel. Lo que ha valido siempre y que será su
orgullo, es su decisión y su carácter. Su voluntad de ser, entre
dificultades, su fuerza creadora; su inventiva; su lucha por la vida sobre
tierras estériles y ariscas, y yo no sé de dónde ni por qué, su anhelo
indeficiente de aprenderlo todo.

******

Nací en la casa de mi abuelo materno. El primer gigante que conocí. Un


gigante de tamaño mediano, fuerte, amoroso y cristiano, Fue el herrero del
pueblo. De su casa – que era un verdadero caserón - , salían los objetos
que en la fragua fabricaba; y de otras dependencias, salían los productos
de la panadería y las velas de sebo, para alumbrar las casas, en aquel
remoto pueblo de días muy brillantes y noches como boca de lobo. Lo
recuerdo muy bien, porque aprendí a dormir bajo los ruidos de martillos y
fierros de la fragua. Allá, conocí desde niño, azadas, barras, herraduras,
bisagras, chapas, fallebas y los famosos chuzos, para buscar entierros.
Esas y muchas otras cosas eran hechas en el viejo caserón.

******

Lo bello, fantasioso y memorable, fueron esas mañanas en que me


despertaban los ruidos de la fragua y que yo, pequeñito, tal vez de unos
tres años, me bajaba despacio y en silencio de la cama donde dormía con
Adán, mi hermano, y tanteando en la oscuridad, pasaba la chambrana que
separaba los cuartos de dormir, de la fábrica de velas, y la panadería,
enrutándome sólo, por entre tantas cosas, a la fragua, que ya iluminaba la
casa, para sentarme, sin que nadie me viera, en un pequeño y semi oculto
rincón, que el abuelo me había arreglado con costales, para que yo
6
pudiera, sin peligro, observar la fragua, sus trabajos, las luces de las
chispas que saltaban de los yunques, y ese ambiente de trabajo, sudor,
esfuerzo y calor, que siempre recuerdo desde mi niñez ... . Vivió mi abuelo
hasta los ochenta y seis años. Cristiano, amoroso, y buen padre. Me
contaron que una noche se persignó, después del rosario, y se quedó
dormido para siempre.

******

En la casa del abuelo, vivió mi madre, Agripina Ceballos, con sus cinco
hijos, hasta mi edad de seis años, cuando mi padre, un minero de río y
socavón que, tras varios años de aventurar por montes y cañadas, se
había aquietado en Segovia, desde donde venía periódicamente a Amalfi, a
la casa de mi abuelo, para irse de nuevo a su trabajo en la mina famosa de
El Silencio. Mi padre, Manuel Antonio Zapata, fue, esencialmente, un
campesino sin tierra que, por carecer de dónde sembrar, se echó a la
aventura de las minas de oro. Nunca consiguió nada, ni dinero, ni oro, ni
tierras, ni ganados, por eso digo, nada!.

******

Los campesinos de la tierra mía, iban libres, escuetos. Un carriel les


cruzaba por los hombros, en los días de fiesta. Camisa blanca, pantalón
ceñido con correa de cuero, y su alma, libre como sus manos, al alto cielo
expuesta. Así recuerdo a mi padre. Seguro en el obrar, lento en el habla,
minero rudo conocido en los hondos socavones. Pero, más lo recuerdo por
sus frases cortadas, incompletas, como si detuviera el pensamiento:
“Somos - me dijo un día, yo diría que casi sin motivo, como al desgaire -
hombres sin esperanzas”, y siguió en su trabajo, que en ese momento era,
cavar un hueco en una tierra dura, para sembrar un árbol. Lo recuerdo
muy bien, vivíamos entonces en el amable pueblo de Yolombó, el pueblo de
la Marquesa de Don Tomás Carrasquilla. Ya nos habíamos mudado de
Amalfi, aunque mi padre seguía trabajando en Segovia. Fue en uno de sus
viajes periódicos, cuando me habló de éso, de la esperanza. El cielo estaba
limpio. Los pájaros volaban y cantaban alegres, ellos, que nunca se
preguntan por lo que serán sus vidas. Solamente mi padre, humilde
campesino minero que murió intoxicado de sílice en sus pulmones, me
habló un día de su vida, mientras sembraba un árbol, de eso, de la
esperanza. ¿A qué esperanza se refería mi padre?. Desde ese domingo
recuerdo el vocablo esperanza. Nunca conocí a fondo el significado del
vocablo que mencionó mi padre. Eran esos tiempos en que los niños
escuchan palabras nuevas, canciones y refranes; los recuerdan muy bien,
pero se olvidan de investigar su significado. Así, va pasando la vida, y
nadie quiere saber más allá de la tersa superficie de las palabras. Los
niños son así, todo lo olvidan, corren como salvajes cervatillos buscando
el alimento y la alegría, hasta que de repente, cuando nadie lo espera,
recuerdan las palabras, las buscan, aprenden su sentido, se sorprenden

7
de haberlas olvidado, y, es posible, que para esa hora, el tiempo haya
pasado.

******

Yolombó fue el cielo de mi infancia, la región preferida de mi despertar a la


vida. Allí pensé en Dios, y en las estrellas hermosas que divisé en el cielo.
Pensé en el tigre pintado, que, decían, recorría las calles empedradas, en
las noches, cuando allí vivía. Que era un tigre feroz, que no agredía y
hacía, en las cálidas noches del verano, el recorrido lento, desde Las
Camelias, hasta el Cementerio. Por eso, a la tal calle, la nombraban la
Calle del Tigre. Era, lo sé por experiencia, un tigre silencioso, que a nadie
despertaba, pero tampoco dormía. Y, la gente creía, que era el alma de un
rey indio, que cuidaba un tesoro, que nadie conocía..

¡Oh Yolombó infinito en mi memoria! Hoy evoco tus sueños y mis sueños.
Allí aprendí a leer. Don Francisco García fue mi maestro. El más amable
maestro de cuantos he tenido. Pequeño. Justo. Inquieto. Jorobado.
Erudito. Amigo de los niños y de las flores. Recuerdo ahora sus camisas
blancas, anchas, largas, con las que disimulaba su joroba, con bolsillos
inmensos en que cabían libros, tizas, lápices de colores, semillas, cuarzos
que recogía en los paseos, visitando las lomas, congostos y quebradas,
para explicarnos luego, que el mundo iba cambiando, y todos le creíamos,
porque así lo veíamos.

Don Francisco García me quitó el sueño desde mi niñez. Siempre, en mi


larga vida, quise escribir sobre él un cuento, un relato, unos versos
sencillos como su vida humilde, pero lo fui postergando, olvidando como lo
hacen los niños. Hoy evoco su nombre y su memoria, recuerdo a su hijito
Jorge, aprendiendo a leer en la misma escuela, en la Escuela Pública de
Yolombó, allá en la Plaza Vieja, donde ambos conversábamos con Carlitos
Ramírez, que murió jesuíta, y fue un sabio.

******

Hay que inclinar la frente y recordar la historia. No hay fantasía igual, ni


ayer, ni hoy, ni siempre, que sustituya el canto que nos llega del alma.
Cuando nos refugiamos, heridos y ofendidos, y la vida parece una selva
tenebrosa, como sin corazón, recordemos la infancia. Todos los odios
mueren cuando nos devolvemos a los años de la infancia. Cuando
rememoramos los cantos infantiles. El niño que se reía en la fila , del
pobre profesor. Los paseos al monte por donde pasa el río. Las piedras
milenarias donde nos asoleábamos. Esas piedras desnudas desde donde
mirábamos el amplio firmamento, los cuervos oteando desde la altura sus
difíciles presas; los juegos infantiles que nos entretenían, los trompos, las
cometas, las canicas, la pelota de trapo, y la niña que nos gustaba tanto,
pero que nos hacía olvidar siempre lo que ibamos a decirle, con tan solo
mirarnos en sus ojos serenos.
8
******

Hoy estoy hablando como si estuviera sólo, en un parque, teniendo al


frente todo mi pasado. Farallones y cimas que recorrí de niño. Los leños
que traía de los bosques, para avivar el fuego de mi casa. El agua de las
fuentes cristalinas, abajo, en las cañadas, y la voz de mi madre, cantarina,
juvenil y alegre, invitándome a todo: a que mirara si la perra de la señora
Tiba, había parido, Sí, porque doña Tiba, le había prometido un cachorrito.
A que le comprara en la tienda de don Emilio un huevo, porque la gallina
colorada que teníamos , ese día, no había querido poner. Así, en cosas
simples, me pasaba las horas. Tenía siete años largos, y en solo cuatro
meses aprendí a leer, con don Francisco. Podía llevar libros prestados de la
biblioteca de la escuela. Era como el premio que nos daban a los que ya
leíamos de corrido. Las Fábulas de Samaniego, eran mi encanto. Todavía
recuerdo algunas: “A casa de un cerrajero entró la serpiente un día ...” etc.
O esta otra: “Llevaba a la cabeza una lechera, su cántaro al mercado ...”
etc.

******

Yo me transporto a veces, con mi memoria, a ese mundo que viví en la


infancia. Veo los farallones, los collados, los caminos reales y las trochas,
que recorrí de niño; y aunque sé que nada de eso existe hoy, todavía las
brujas, el patasola, y el hombre de un solo ojo en la frente, para aterrar a
la gente, en los caminos largos que recorro en mis sueños, me llevan a
seguir la cuesta que desde Las Camelias, me conduce al Cementerio,
donde un ángel blanco, con el índice alzado hasta los labios, me obligaba
al silencio. Mi niñez vive en mí. Soy un viejo que vive de su infancia. Hoy
es un caballero de bronce dispuesto a defenderme, como un ángel
guardian que cuida mis andanzas. Mañana es una niebla de misterio, una
sombra, un recuerdo, que nunca pierde su amor, ni su esperanza.

******

Don Francisco García, mi maestro, nos hacía las clases no tanto en los
salones de la escuela, sino en el patio trasero, donde estaban las eras que
todos cultivamos. Allí, en las mañanas tibias o en las tardes de acero, nos
reunía en círculo, sentados en el prado de espaldas a la escuela,
dejándonos mirar a nuestras anchas, el extenso horizonte. Montañas y
montañas lejanas. Nubes blancas. Perfiles que subían y bajaban, con leves
manchas grises. Él, con su camisa blanca y su voz recia, clara, nos
hablaba del campo, de la luz, de las flores que parecían cultivadas por los
dioses del campo o, sacando de sus bolsillos piedras y minerales de caras
lizas, pulidas, por las lluvias y el viento, nos iniciaba en la geología. Con el
tiempo, interpreté sus clases como algo sencillo, propio y natural.
Empezaba por una hoja, por cascajos, o por la luz que nos caía del cielo.
Él no tenía notas, sino conocimientos. Lecturas, observaciones, silencios,
9
reflexiones, razonamientos simples, y ese como respeto suyo por las
palabras que, casi sin querer escucharlas, las sigo oyendo.

******

En ese tiempo, hablo de Yolombó entre 1927 y 1931, justo el tiempo de mi


escuela primaria, me sentía tan fuerte y seguro que, siendo el menor de
los hijos, mis hermanos como que me respetaban. Me sentía orgulloso
cuando mi madre me nombraba, “mi hombrecito ...”. En los pueblos de
raíz campesina, la niñez de niño contemplado no se conoce. Uno se va
incluyendo en la vida de los mayores, naturalmente, casi sin darse cuenta.
Es como una fuerza ínsita, natural, que se va aumentando a medida que el
niño se va incorporando al ritmo de la vida de los mayores, aumentando
su propia confianza en sus fuerzas, hasta que, de pronto, casi nadie lo
identifica como un niño. Esto forma el carácter de los niños, sean hombres
o mujeres; en los pueblos sucede más corrientemente, en las familias que
dependen de su trabajo para sobrevivir. Un ejemplo de esta situación, me
llega a la memoria. Antes de cumplir los tres años, cuando seguía las
labores de mi abuelo en la fragua, me dí cuenta de que él tenía que probar
un sorbo de agua salada cada cierto tiempo, mientras golpeaba los hierros
a dos manos, alternativamente, en el yunque, pues trabajaba siempre con
un ayudante a quien le conocían como “Salvador antiojitos”. Un día se le
agotó el agua en su totuma. Sin que nadie pensara en mí, corrí hacia la
cocina y le pedí a mi tía Mercedes que me diera agua para el abuelo. Él,
con sus manos gruesas y como hinchadas, me recibió la vasija, tomó un
sorbo y me la devolvió, sin reparar que era yo el que se la ofrecía. Pues
bien, este modo de ser y de vivir, fue típico en Antioquia. Muchos
domingos, el cura desde el púlpito, anunciaba los llamados Convites.
Consistían en ofrecer a alguna persona, familia, o a la misma iglesia, la
ayuda espontánea de la comunidad para iniciar su vivienda o techarla. O
hacer un banqueo para una construcción etc. La verdad es que a la cita
concurrían hombres, niños y mujeres, a preparar frescos o café para
todos, mientras los otros trabajaban. Asistí a muchos convites, moviendo
piedras, llevando maderos con otros niños o pasando tejas a los
techadores, en cadenas de jóvenes. Nos sentíamos útiles, y nunca podré
saber cuánto gané en fuerza y en espíritu, de esas experiencias.

******

No sé si en estos setenta años que hace que salí de Yolombó, su cielo se


haya oscurecido, nublado permanentemente, o por algún fenómeno
cósmico se hayan ocultado las preciosa estrellas que divisé en las noches
de verano, en aquel firmamento que llevo en mi memoria. Horas y horas
pasé mirando en ese cielo transparente, las más bellas constelaciones:
carritos de luceros; coronas, que imaginaba de diamantes; perros, que
parecían saltar sobre nosotros. Juro que vi caer luceros en las noches.

10
“Dios los guía”, decíamos Adán y yo. Pero nunca caían. Se desvanecían en
el azul profundo de la noche.

******

El hecho más notable que bien recuerdo, en el período de mi escuela


primaria, fue el primer centenario de la muerte del Libertador, Simón
Bolívar. Recuerdo que esa efemérides, ocupó todo el año de 1930, en
Yolombó. Aunque el pueblo era de poca extensión en su poblado, sus
campos eran extensos y dilatados; bosques oscuros , en los límites con
Amalfi; ríos caudalosos, montañas y congostos lejanos. No era un pueblo
importante, con una historia que destacara en el departamento. Más bien
era como un paso montañoso hacia los otros pueblos del Nordeste. Sin
embargo, llegó a tener cierto nombre, por haber sido asiento, en la
Colonia, de minas de oro, ricas y abundantes. El prólogo del famoso libro
de don Tomás Carrasquilla, La Marquesa de Yolombó, relata fielmente lo
que fue Yolombó; y el período a que me refiero en estas remembranzas,
corresponden ya, al pueblo próspero de 1920 a 1930, cuando en el proceso
de aproximaciones sucesivas, me fui acercando a Medellín, la capital de
Antioquia.

La conmemoración del primer centenario de la muerte del Libertador,


Simón Bolívar, no sé porqué, se constituyó en una remembranza que
empezó por las escuelas públicas de una manera especial. Tal vez, algún
decreto oficial había obligado a los colegios y escuelas a difundir
profusamente la historia y la vida del Libertador; o quizá Yolombó, que
había sido en el pasado asiento de esclavitud y de explotación por parte de
los representantes del Rey de España, sentía en su memoria, la diferencia
que había entre un pueblo libre que lucha por su progreso, y el largo
período de sometimiento a la Corona. Lo cierto fue que el trabajo lento,
rutinario y despacioso de la escuela, se aceleró de pronto. Un profesor, a
quien recuerdo muy bien, llamado Alejandro Segundo Moreno, quien nos
enseñaba Historia y Geografía, en el cuarto año, apareció de pronto como
el líder del cambio, ofreciendo conferencias especiales sobre la vida y obra
del Libertador, con un énfasis, un entusiasmo, una fe en la libertad, que
yo, un pelado de menos de nueve años, sentí en mi ánimo como si
estuviera siendo sacudido por un temblor de tierra. Empecé a sentir la
libertad. A entender con más sentimientos que comprensión, la suerte y el
destino de los negritos que nos describía don Alejandro, con voz trémula y
emocionada: lo que comían, lo que vestían, su trabajo en las minas y en la
servidumbre. Cómo los trataban y castigaban, azotes, palos en cruz y
muerte. Los relatos de don Alejandro eran tan dramáticos y apasionados,
que nosotros, los niños que escuchábamos sus historias, a fin de
comprender lo que fueron las luchas del Libertador por liberarnos del yugo
español, en ese tiempo, no podían traernos a la mente más que imágenes
elementales. Por su puesto, no llevábamos en la mente las memorias que
llevan los niños modernos de héroes fantásticos, armados con rayos de
muerte, o pistolas automáticas capaces de destruir un ejército. Nuestras
11
mentes eran vírgenes, puras, elementales, que lo más que suscitaba en
nosotros tanta injusticia, era pesar y lástima; y en soledad, llanto. Sí. Lloré
por los negritos antes de ser un hombre. Hice parte, en silencio, de su
dolor inmenso. Un profesor blanco, quemado por el sol de las montañas,
me reveló sus luchas y su destino injusto, sin comprender aún que era mi
propio destino. Bolívar, el héroe, creció en mi alma. Desde entonces, su
nombre, sonoro y armonioso, me acompaña siempre. Fue como si hubiera
visto nacer sobre la propia tierra, la luz indeficiente de toda la libertad del
mundo.

******

El pueblo, Yolombó, una calle larga, central, como un torcido espinazo de


un pez dejado en el lomo de una montaña, con calles laterales donde
estarían las costillas del pez, y barrancos inmensos formando precipicios.
Sin mayor alegría, también , inusitadamente, se sumó a la fiesta, al
regocijo. El alcalde del pueblo dió la orden de que las calles, sobre todo La
Calle del Tigre, la principal, fuera reparada en todo el empedrado que
empezaba en Las Camelias y terminaba en el Cementerio. Yo ví cómo los
presos, felices de ver al mundo a plena luz, vigilados por agentes del orden,
ellos, también uniformados de traje verde oscuro y gorra de visera dura,
con un fusil de la Guerra del Catorce, mohoso y oxidado, atentos y mal
hablados, se ocupaban de ver cómo el preso, el condenado, removía las
piedras falsas, joyero encandilado por la luz, iba haciendo los cambios en
el piso hasta dejar la calle en firme, con piedras nuevas, sin huellas de
pisadas, para que nuevas plantas de tigre, de caballos o de cristianos las
fueran gastando. Y el preso feliz de cumplir con su trabajo. El frente de las
casas., aceras, paredes, puertas y ventanas, fueron también arregladas. El
pueblo, en pocos días, relumbraba. El buen cura Zuluaga hizo pintar de
nuevo el frontispicio de la iglesia, con aquella figura y su parrilla, el santo
San Lorenzo, patético, miedoso, que, según la leyenda, cuando estaba ya
asado, ofreció sus carnes achicharradas a sus verdugos para empezar la
cena. Así era Yolombó en 1930. Como parte real, humana y verdadera.
Como leyenda, pasado de misterios y de brujas, entierros y fantasmas,
voces sin dueños que iban por las calles recordando personas que tal vez
existieron, o fueron siempre allá una leyenda.

******

El esfuerzo mayor, sin precedentes, fue la construcción de la fuente


luminosa. Sobre la plaza inclinada se enderezó el terreno para ubicar la
fuente. El pueblo no había tenido antes una estatua del Libertador. Y
aunque los fondos no alcanzaban para construír la estatua completa, un
busto bien trabajado por algún anónimo escultor, fue ubicado en el centro
de la fuente. Uno podía leer, sobre placa de mármol, la dedicatoria al
Libertador en el pedestal. El día que se descubrió el busto y su leyenda, es
decir, el 17 de Diciembre de 1930, los estudiantes de Yolombó estuvimos
cuatro horas de pie, bajo un sol de acero hirviente, escuchando discursos
12
interminables, con la boca seca, como mojones en un desierto, estáticos,
vigilados por los profesores que por lo menos podían moverse entre las
filas, disimulando su fatiga y cansancio. Se comentó mucho el discurso de
don Alejandro Segundo Moreno, una pieza muy acorde con su
temperamento, en la que incluyó ironías y puyas contra los “imperialistas
del Norte y los agresores del Sur”. Se refería , obviamente, a los peruanos,
que en esos tiempos nos agredían. Fue un día espantoso por el cansancio,
el hambre, la sed y los discursos. Cuando escuchamos la orden de
dispersarnos, eran las tres de la tarde. Un viento tardío sopló entonces
sobre la plaza. Era viento de lluvia. Esas torrenciales lluvias que se
precipitaban sin aviso en el pueblo. Todos corrimos buscando las casas, y
esa tarde llovió sin compasión. Incólume, el Libertador soportó el
aguacero, firme, sereno, como lo había hecho en sus más gloriosos
momentos.

******

En Diciembre de 1931, sin ningún tropiezo, terminé mi escuela primaria.


Tenía diez años de edad. ¿Cómo era yo entonces? Quiero ser
absolutamente honesto. Era un muchacho callado y triste. Ni siquiera la
alegría que manifestó y expresó mi madre, ni la de mis hermanos, por
haber terminado mi escuela primaria, que, en el pueblo, fue siempre una
victoria, lograron traerme a una realidad distinta a la de mi profunda
soledad. Sé, que en el amplio mundo, y en todas las épocas, por muy
distintas causas, ha habido muchos niños tristes , a todas las edades.
Pero esto ni disminuye ni aumenta mi memoria. Sencillamente, yo fui un
niño triste a la edad de diez años. Sin embargo, tuve padres y hermanos
cariñosos.. Vivía en un pueblo en paz. Mi vida ordinaria era sencilla, muy
humilde, pero amable. Entonces, ¿cuál era la causa de mi tristeza? Voy a
referir, sin dramatismo, la causa de la soledad que por muchos años
perturbó mi vida.

En 1928, cursaba el segundo año de la escuela primaria. Sabía leer y


escribir. Nadie sabe por qué, desde esa época, tuve por la lectura un amor
especial. Me encantaban los cuentos y relatos de esos libros pequeños, de
letras grandes y dibujos en blanco y negro, de la colección Araluz que me
prestaban en la escuela con el compromiso solemne de devolverlos dos
días después. Eran historias cortas de la vida de grandes hombres:
Alejandro Magno. Julio César. Napoleón. Bolívar, y relatos de proezas de
éllos y de otros héroes. Muchas tardes, cuando no estaba ocupado en los
oficios que me imponía mi madre, pasaba horas enteras, debajo de un
limonero, que había en el pequeño patio de la casa, o en mi cuarto,
leyendo sin descanso esos relatos. Pero, algunas tardes, jugaba pelota con
mi hermano afuera, en el frente de la casa. Jugabamos con una pelota de
tenis, de las que nos traía como regalo mi padre , de Segovia. Allá los
ingleses – que jugaban al tenis – se las regalaban a él cuando ya casi no
rebotaban sobre el piso, y nuestro padre sabía que todavía servían para
que nosotros jugáramos al fútbol. Sucedió, que en ese tiempo, estaban
13
concluyendo los trabajos de la carretera que unía a Yolombó , con la
Estación Sofía, del Ferrocarril de Antioquia, y varias volquetas , desde las
seis de la mañana hasta las siete de la noche, recorrían el pueblo,
transportando obreros, herramientas y materiales, para las obras que se
hacían a lo largo de la vía. Una tarde – y siempre he pensado desde
entonces, que el destino de los hombres tiene mucho de azar -, estabamos
Adán y yo, arrojándonos, en la acera de la casa, la pequeña pelota de
tenis, demostrándonos la habilidad para atraparla, cuando,
intespentivamente, frenó a medias una volqueta que llevaba palas y
barretones frente a la casa. Sin percibir el peligro, ni nadie tener la culpa,
una pala metálica, afilada por el roce con las arenas de la carretera, vino
hacia mí, golpeándome en la cara en el lado derecho. Sentí que me había
herido sólo cuando Adán gritó y salió confundido a llamar a mi madre.
Cuando ví la sangre manchándome la camisa, sentí pánico. Corrí a la
casa. Sin hablarle a nadie ni responder a mis hermanos que entre llantos
me preguntaban no sé qué, llegué hasta la cocina, recogí ceniza caliente
del lado del fogón y me la puse en el rostro, sobre la herida. Era la forma
que teníamos por costumbre de detener la sangre. A poco, toqué una
montaña de ceniza tibia sobre la cara, y cesó la hemorragia. Me sentí más
tranquilo. Ahora sí, les conté a mis hermanos lo que había sucedido. Nadie
tuvo la culpa, les dije. Pero mi madre, confundida, nada podía hacer. De
pronto me trajo una camisa limpia y me pidió que fuéramos a donde el
médico. Cuando ella decía, hay que hacer esto, eso se hacía de inmediato.
El doctor Duque era, digamos, el médico de la familia: alto, blanco,
robusto y muy serio. Me limpió el rostro con agua y descubrió la herida. Él
que tendría cincuenta años, miró la herida y se estremeció. ¡Qué pesar!
Exclamó. Desinfectó la herida. La miró varias veces. Palpó con sus dedos
mis muelas, que estaban parcialmente cortadas y le preguntó a mi madre
si ya había mudado los dientes. Ella dijo que no. Sin más palabras,
empezó a coserme, sin anestesia, y creo que sin mayores cuidados. Porque
al volver a mi casa, y mirarme en el espejo, vi sobre la cara como un
alacrán negro que se estuviera subiendo por el lado derecho de mi cara.
Esa noche todos lloramos y nadie quiso comer.

Mi padre vino de Segovia ocho días después. Había ya deshinchado y


estaba bien. Don Francisco García, mi maestro, había venido a verme, con
su esposa y Jorge, su único hijo. Me trajeron de regalo un libro de
Pensamientos, llamado El Carácter, de Samuel Smiles, libro de la
biblioteca personal de mi maestro, que me lo obsequió con una dedicatoria
que aún recuerdo,

Para Angel de Dios Zapata Ceballos,


para que lo lea siempre, en la buena
y en la mala fortuna.
Francisco García.

******
14
A principios de 1932, mi padre volvió a Yolombó con una idea nueva y un
poco extraña. Pasó varios días pensativo. Recorrió las calles del pueblo
varias veces. Visitó a un familiar suyo, Abigail Atehortúa, un electricista
empírico que manejaba la planta eléctrica del pueblo, teniendo con él
largas conversaciones, tanto en la Estación generadora de la energía del
pueblo como en nuestra casa. Muy poco atendíamos nosotros a esas
conversaciones, porque tanto mis hermanas como Adán y yo, nos
pasabamos el tiempo entretenidos, éllas, en las cosas de la casa, y
nosotros jugando pelota en el rumbón de Las Camelias, o recorriendo
mangones y caminos, cazando pájaros con cauchera. Pero una tarde, nos
encontramos todos reunidos en la salita de la casa. Entonces vimos que mi
padre primero, y luego Agripina, se nos unieron como si ya lo hubieran
acordado todo, y nos sorprendieron con esta observación:

– En estos pueblos, es como si no hubiera qué hacer. Amanece el día, y


todos despertamos. Anochece, y todos nos dormimos. En el día luchamos
por vivir. Pero nada cambia.

A nosotros, sus hijos, no nos extrañó que así nos hablara Agripina,
nuestra madre. Estábamos, como se dice, acostumbrados a que nos
hablara de ese modo. Alguna vez, lo recuerdo, dije que a ella le gustaba,
hacer “consideraciones”. Así nombraba a lo que filosóficamente , llamamos
hoy, reflexiones.

– El porvenir aquí, en Yolombó, continuó, no le promete nada a nadie. Aquí


Toño no tiene trabajo. Ustedes, ya hicieron la escuela. Y yo, no me
quisiera morir sobre estas faldas.

Empezó a llorar. Mi padre fue el primero en acercarse a consolarla. Se


querían mucho. Pero mi padre era silencioso y como tímido frente a élla,
mientras que Agripina era espontánea, audaz, arriesgada, emprendedora,
y en el fondo, sentimental. Todos la consolamos y, poco a poco, volvió la
calma. Entonces mi padre continuó:

– Lo que Agripina les quiere decir – nos dijo – es que hemos resuelto que
nos traslademos a Bello. Allá podemos pagar un arrendamiento, como
aquí. Yo le sigo girando todos los meses a Agripina, y tal vez, en Bello,
que es un pueblo industrial, ustedes puedan conseguir trabajo.

No dijo nada más. No porque no hubiera más que decir, sino porque él fue
de muy pocas palabras, y como que se le acababan las suyas muy pronto.

Nosotros sabíamos que aquello no era una consulta, sino una decisión. Y
sabíamos también, que la última decisión era de Agripina.

******

15
Mi madre, tan bella en ése tiempo, como lo es ahora en mi memoria. De
pequeña estatura, blanca, de ojos vivos, más o menos oscuros, y sus
cabellos largos que le daban hasta para hacerse una moña de un color gris
plata. Era la jefe única del hogar. Hizo una vida larga, de carácter amable
y órdenes sin vacilaciones. Al terminar el aviso de mi padre, Agripina,
como para ayudarnos a aceptar la propuesta, exclamó, ¡ahora a preparar
el viaje muchachos! Quedamos anonadados.

Creo que en ese momento, cada uno de nosotros tuvo pensamientos


distintos. Adán, que era muy parecido a mi padre, pensó que quizás podría
llegar a trabajar en algunas de las fábricas que, decían, había en Bello. Por
eso le pareció que todo estaba bien, pues, en Yolombó, nada tenía que
hacer. Josefina, la hermana mayor, que ya lavaba las ropas, las tendía y
planchaba, le ayudaba a Agripina en la cocina y era como la segunda
persona de la casa, pensó que todo estaba bien, mientras ella tuviera la
dirección y la guía de Agripina, a quien, sin nadie exigírselo, había
prometido servirle de ese modo hasta la muerte. Así lo hizo. Sigue - en los
últimos años de su vida – haciéndolo. Yo, que soy el menor, y que aún vivo
para contarlo, me pregunto ¿cómo un ser humano, inteligente, bueno por
naturaleza, puede aceptar servirle a los demás, a sus hermanos y a sus
padres, sin solicitar nada, sin esperar nada, por solo amor, viendo nacer
los días y llegar las noches, bajo lluvias y soles, solamente viviendo para
que otros vivan, decidan su existencia, cambien caminos, obtengan
bienestar o fracasen en sus proyectos, mientras ella, esa persona, sigue
viviendo, haciendo lo mismo, hasta que las enfermedades la venzan y, al
final de sus días, apenas uno o dos amigos, le digan, gracias Jóse, o
gracias Josefina.

Uno puede pensar en las lechugas. En el agua que bebe. En el sol que
derrama sus esencias. En la tibieza de la voz. En cómo son los seres
mejores de la tierra. En de qué están hechas las frutas que perfuman y
alimentan y aroman el silencio. Pienso en tu ser pequeño, sosegado,
tranquilo. Flor, fruto, árbol perfumado mucho más lejos de ambición
extraña, sin embargo vives alegre, calladita y tímida. Pienso en ti, Josefina.

Eva, mi otra hermana, ha sido siempre un poco como yo. Divisó las
montañas, los riscos, y también los albures de la profundidad. Presintió
los peligros, previó la soledad y se contuvo. Ambicionó por años alcanzar
una cima. Bajó su rostro y me dijo: “Sigue, tal vez sea tu mundo” , y yo
seguí.

16
III

Bello, me dijeron en Yolombó, es un pueblo más o menos plano, extenso,


abierto, con industrias y fábricas. En medio día – me dijeron – el
Ferrocarril lo lleva sin ningún retardo. Ansiosos, mis hermanos y yo,
guiados por nuestros padres, esperamos el tren en la Estación Sofía. Había
visto el tren sólo en fotografías. De pronto llegó. Me pareció inmensa y
monstruosa la máquina. Resoplaba. Echaba humo. Me pareció que
respiraba, y atrás, los carros llenos de gente. Me encantaría poder
describir lo que sentí. Una emoción extraña y nueva. Mi respiración se
detuvo. Quise refugiarme en algún lugar, porque pensé que era mi última
hora. Pero en los niños puede más la esperanza que la muerte. Estaba
ansioso, quería saber lo que seguía. Mi primer viaje en tren. Observé los
paisajes y reconocí que eran los mismos bosquesillos, los mismos
arbustos, la misma geografía que me era familiar. Divisé los rieles,
paralelos, como eternos, dejando la Estación, internándose en los bosques.
Me subí a un carro y busqué con mis hermanos una ventana que me
dejara ver el paisaje, siempre igual y nuevo a la vez.

Hoy puedo hablar de lo que significó esa mañana en mi vida, ese cambio,
no lo pensé ni reflexioné en esos momentos en que iniciaba un viaje al que
nunca retorné. Es decir, hoy puedo hablar de todo lo que se derivó de esa
decisión que fue mía y de mis padres, no puedo, ni siquiera recordar con
nitidez, mis sensaciones – y menos mis pensamientos, si los hubo – de lo
que pude haber pensado en aquellos hermosos recuerdos de mi primer
viaje en tren. Todo era nuevo. Como fantástico. Ver los “arbolitos pasar”,
los riachuelos y quebradas, los puentes como plateados que se
anunciaban a la distancia, los bosques, las llanuras extensas con ganados
sombreándose debajo de los árboles, y la luz del sol dorando las montañas
17
onduladas donde las casas de campo iban pasando, quedándose en el
pasado, como mi propia vida. Sí. Porque fue una hermosa vida la que
dejaba al pasar, signos, que hoy los recuerdo con infinito cariño. No
cesábamos de mirar el paisaje. De pronto, un pájaro, creo que fue un
sinsonte, resultó penetrando por la ventanilla de mi madre, desorientado,
buscó protección en la falda de su vestido, deteniéndose asustado; yo lo
cogí sin vacilar, reteniéndolo entre mis manos. Mis hermanos se lanzaron
a mirarlo. Temblaba. Aleteaba. Miraba con ojos desorientados hacia todas
partes. Que lo soltáramos por la ventana, ordenó mi madre. Pero nosotros
seguíamos acariciándolo, queríamos hacer el viaje con él. Es pecado
retener a un pájaro, nos recalcó con autoridad. Pensé dejarlo volar. Mis
hermanos se opusieron. Se había aquietado. No le agradaban las caricias,
pero ya no parecía agitado. Lo observé con cuidado y cariño. Gris, cenizo,
el pico oscuro. Le silbé al oído, pero ni yo sabía imitar su canto ni él
parecía escucharme. Estaba tan embelesado con él que ni siquiera sentí
cuando se me escapó de las manos. Voló a la ventana y desapareció sobre
los inmensos campos abiertos que cruzaba el tren en ese momento. Sentí
pena. Como arrepentimiento. No por haberlo perdido sino por haberlo
retenido por tanto rato. ¿A dónde iría? Todo aquel mundo era suyo, pero,
talvez no volvería a encontrar su nido.

La libertad se lleva en el alma, indefinible, como toda esencia; no la forman


las rejas, la oscuridad, ni el hambre, es una sensación ilimitada que nos
deja vivir, que nos deja soñar, pensar, amar la vida sin fronteras, y cuando
la perdemos, a veces sin saber lo que ella es, nos sentimos vacíos y sin
alma.

******

En Bello comenzó mi adolescencia. Mi fardo eran recuerdos de una


infancia feliz. Un niño campesino, risueño, espontáneo, de buena voluntad
para todo, que, sin pensarlo mucho, conservaba la fé en Dios y en mis
padres. De mi hogar aprendí a ser un niño bueno. Así llegué a Bello. Sin
odios. Sin malicia. Creyendo y practicando un espíritu limpio y siempre
ilusionado.

******

La casa que mi padre había arrendado estaba sobre la calle de la Estación,


la entrada al pueblo para los que llegaban por el Ferrocarril de Antioquia.
Estaba en una esquina, a más de ocho cuadras de la Estación. Pequeña.
Con luz eléctrica y agua abundante. Nos sentimos bien. Pronto, entre
todos, organizamos el poco mobiliario que había transportado el tren. Mi
madre y Josefina, le dieron muy pronto orden a la casa. La primera noche
en el pueblo, nos pareció insoportable por los ruidos que se escuchaban
cerca y lejos de la casa. Pronto supimos que muchos ruidos provenían de
la fábrica de textiles del “hato”, llamada Fabricato, ubicada a pocas
cuadras de nuestra casa; otros, ruidos de trenes, como moviéndose en la
18
noche, venían del Taller del Ferrocarril de Antioquia, un edificio inmenso
donde reparaban todo el equipo del Ferrocarril, que se extendía muy cerca
de la Estación de Bello. Pero, mucha gente trasnochaba. Se escuchaban
canciones hasta altas horas de la noche. Pasaban multitudes de obreros
por el frente de la casas, yendo y viniendo de la fábrica de textiles y del
Taller del Ferrocarril. La esquina de nuestra casa parecía un sitio de citas.
Se veían grupos de gentes hablando, riendo a carcajadas, discutiendo
cosas del trabajo, prolongándose esos bochinches hasta altas horas de la
noche.

Empecé a tener miedo a la noche. El pueblo me parecía más tranquilo de


día que de noche. Recordaba mucho a Yolombó. Sus hermosas noches
tranquilas, cuando me contaban mis amiguitos los cuentos del tigre que
recorría silencioso la ruta desde las Camelias hasta el cementerio. Ese
tigre feroz que a nadie despertaba ni agredía ....

En muy pocos días, mis padres, y nosotros, sus hijos, comprendimos que
habíamos cambiado de vida. Esos días, y noches, silenciosos de Yolombó,
habían cambiado por días y noches ruidosos, como agitados, revueltos,
mal hablados; mi madre decía que las calles de Bello eran pecadoras.
Porque se veían, por cualquier parte, gentes ebrias, mujeres abrazadas a
hombres que no podían moverse de la embriaguez. Cantinas ruidosas,
donde los tangos y las milongas, cantadas en el sonsonete argentino, no
permitían ni dormir, ni conversar, ni rezar siquiera el rosario nocturno.

Después de que mi padre volvió a Segovia, repitiendo, a la inversa, esa


ruta que nos había traído hasta Bello: Bello – Sofía – Yolombó – Amalfi –
Segovia. Mi madre volvió, - si es que lo había dejado -, al gobierno de la
casa. Cariñosa, precisa, rigurosa, pensando en todos, menos en ella
misma. Un día, nos propuso que Adán, debía estudiar en el colegio del
doctor Molina. Había averiguado por un colegio privado que ofrecía
estudios después de la escuela primaria, dirigido por el profesor Molina,
un maestro de prestigio. A mí, me recomendó que repitiera el quinto año
de primaria en la escuela pública de Bello. Y, finalmente, matriculó a Eva,
en una escuela de Mecanografía que funcionaba en el pueblo.

******

Josefina era la única que conocía sin vacilar cuáles eran sus oficios en el
futuro. Ella misma reconoció, en el mismo solar de la casa, un pequeño
espacio bien iluminado, plano y cubierto de yerbas salvajes. En ese lugar
se propuso sembrar una pequeña huerta de plantas aromáticas, y al
mismo tiempo, un diminuto jardín. Ayudada por una barra corta y un
azadón, que rodaban y estorbaban en la casa, herencia seguramente del
abuelo, ella sóla, acondicionó el espacio de unos tres por tres metros,
delimitando las eras con piedras recogidas en la calle. Este jardín, fue el
primer sueño realizado por Josefina, a quien todos le hemos dicho Jóse. Yo
digo que ella obtuvo de su trabajo los frutos más tempranos de su
19
esfuerzo. Hoy recuerdo las flores cultivadas allí. Rosas blancas y rojas.
Claveles encarnados. Violetas diminutas derramadas de tiestos y ollas
desorejadas. Bebí tizanas deliciosas de yerbabuena, manzanilla y una
pizca de limoncillo, bendiciendo, de paso, los ocultos y graciosos regalos de
la tierra.

Aprendí de las manos de mi hermana, que con amor, las plantas


reverdecen, que las flores aroman y embellecen, trayendo alegría a la
mañana. Ella aprendió, que con constancia fuerte, la estéril tierra revienta
la semilla, si agua abundante alcanza sus orillas. Y si no, la cosa ya es de
suerte. La vida de mi hermana Josefina, tan humana, tan simple, tan
sencilla, pasó siempre entre tiestos y colores. Unos días comparte
clavellinas, otros, una tizana de manzanilla, pero lo que me apena es
saber que la acosan los dolores.

******

Antes de meterme a repetir el quinto año de primaria, según la sentencia


de mi madre, tuve casi tres meses libres para adaptarme al ritmo de la
vida de Bello que, por lo que veíamos todos, era revuelta, ruidosa, agitada
y como con otros propósitos de la que habíamos vivido en el lejano
Yolombó. Es curioso, pero recuerdo esos días en mi vida, como una
transición, un cambio inmenso, respecto de la vida bucólica de mi lejano
pueblo. Como ni Adán ni yo, teníamos amigos, íbamos juntos a todas
partes. Un día nos arriesgamos a visitar el Parque Principal del pueblo.
Conocimos la iglesia, que estaba terminada; pero atravesando el extenso
Parque Municipal, observamos otra iglesia, casi terminada también,
aunque las torres estaban apenas a medio construir. Todos nos pareció
grande, imponente, las calles empedradas, amplias y muchas tiendas y
almacenes en el marco del parque. De pronto se nos acercó un muchacho
negro, espigado, sonriendo como si nos conociera, y nos dijo, sin más ni
más: Ah, ustedes son los que se pasaron al lado de mi patrón –. Nos dijo,
inesperadamente. Adán que era más tímido que yo, y compensaba su
defecto con algo de agresividad, se puso delante de mí, preguntándole a su
vez, en tono molesto: A ver, qué quiere ... . No, nada, respondió el
muchacho, como corrido, como apenado, y dijo: Yo que los quería saludar,
y se marchó despacio, creo que sinceramente apenado.

Se llamaba Jesús Londoño, supe después que le decían Chucho, y cuando


le conté a mi madre que Chucho era el ayudante de Don Jesús Laverde, el
dueño del depósito de maderas que funcionaba a dos casas de la nuestra,
mi madre, que, - Dios la tenga en el Cielo - , no quería a los negros, me
respondió: no se junte con ese muchacho. ¿Por qué mamá?. No me gusta y
punto. Respondió.

Fue uno de mis mejores amigos de mi adolescencia. Lo recuerdo con


cariño y que Dios, también, lo tenga en el Cielo.

20
******

En Antioquia se usaba, en esos tiempos, que cuando una familia se


pasaba a vivir a un vecindario, las otras familias que residían allí, pasados
pocos días, iban a hacerles una visita de cortesía. Se conocían las señoras,
comunicándose y enterándose de quiénes eran los nuevos vecinos, y de allí
partían, muchas veces, nuevas amistades. Creo que mucha de esta
costumbre, se ha perdido ... . Pero una noche, llegó a la casa una señora
blanca, de mediana estatura, acompañada por un niño como de la misma
edad de Adán y dos niñas, un poco parecidas a Josefina y Eva. Se le
presentó la señora a mi madre, y todos siguieron a la salita de recibo. Era
típico. Nosotros rodeamos a Agripina, y los niños de la señora visitante,
que se sentó primero, estuvo rodeada por sus niños. Supimos, esa noche,
que la señora se llamaba Teresa Vergara, que sus hijas eran Gabriela y
Alicia, que el niño llamaba Hernán, y que era la familia de Don Jesús
Laverde, el hijo del propietario del aserrío y agencia de maderas, de allí
cerca a nuestra casa. Para mí, con el tiempo, esa noche, fue la más
memorable, de todas las vividas en Bello, hasta que tuve la edad de
veintitrés años, cuando dejamos a Bello para irnos a vivir a Medellín.

Esa noche las dos señoras hablaron amistosamente hasta, por lo menos,
las once de la noche. Mi madre me dijo, muchos años después, que el
secreto de toda buena conversación, era permitirle a la otra persona que
hablara también. La conversación es buena, dijo, porque escuchamos y
nos escuchan. Por eso, esa noche, hasta que me venció el sueño, supe que
la señora Teresa era de Cisneros, que su esposo, Don Jesús, era hijo único
de Don José, el dueño de la empresa. Que tenían bosques en Puerto
Berrío, de donde traían las maderas. Y que Hernán, era el mayor. Que la
niña rubia, Gabriela, estaba en quinto año de primaria en el colegio de las
Hermanas de la Caridad, y que Alicia, la menor, apenas estaba en tercer
año. Estuve tentado a preguntarle a la señora por lo que hacía Hernán,
pero en esas circunstancias, los niños no tenían derecho de intervenir en
la conversación de los mayores. Después supe que había concluído la
primaria, como yo, pero que su padre lo necesitaba en la empresa.

Esa noche, doña Teresa habló, por un momento, de Chucho, el negro del
aserrío. Contó que era de Puerto Berrío. Hijo de un obrero de los aserríos;
que era servicial, honrado, trabajador y muy amable. Que cuando lo
necesitara, podía llamarlo para que la sirviera en cualquier trabajo. Yo
estuve atento a todo eso, mirando a Adán, mientras la señora hablaba. Mi
madre me miró a los ojos mientras Teresa hablaba.

Después de pocos días, volví a ver a las hermanitas Laverde, viniendo del
colegio. La menor, Alicia, que era muy blanca, de pelo negro y como
repollita, como decían los muchachos; me saludó con un gesto de su
mano, pero la mayor, Gabriela, apenas me miró, y sonrió al pasar.

21
Era el final del año de 1932. Apenas tenía once años largos. Pero algo me
empezó a suceder. Hasta esos días, había vivido indiferente, olvidado, de
que llevaba una cicatriz en el lado derecho de la mejilla. De pronto, sin que
nadie me lo recordara, empecé a sentir como un fastidio por esa sola
circunstancia. No porque sintiera dolor físico por esa señal, sino porque a
menudo la recordaba. Me inquietaba. Sin otro motivo, me miraba en el
espejo. Miraba frecuentemente, en silencio, los rostros de otros muchacho
de mi misma edad, y empecé a notar que las personas, me miraban el
rostro con curiosidad, así no comentaran nada. Empecé a ver que casi
todos los muchachos de mi edad no tenían cicatrices: blancos, trigueños,
morenos y, el negro Chucho, tenía la tez liza y tersa, y como reía a menudo
con dientes blancos, parejos y bien cuidados, sentía a veces, como
admiración por su risa. Yo tenía también dentadura blanca y pareja, la
cual me ayudaba, a veces, a disimular la cicatriz, mostrando los dientes
como sin motivo. Buscaba a menudo el espejo, con el pretexto de peinarme
el cabello, que era negro y algo ondulado, pero, realmente, era para volver
a detallar la cicatriz, que me empezó a parecer realmente horrible. En
varias ocasiones, al mirarme al espejo, sentí como pesar de mí mismo ... .
Quise hablar con mi madre sobre la preocupación que sentía. Un día, lejos
de mis hermanos, le pregunté, - como si el asunto para mí fuera
secundario -, si no habría una crema para aplicarme en esa cicatriz. Ella,
que nunca se precipitó para dar una respuesta, y parecía comprender el
significado de todas las preguntas, me miró primero a los ojos. Levantó la
cabeza, como para mirar hacia las montañas, pero pronto volvió a
observarme. ¿Está preocupado por “eso”, Gelito?. Me preguntó. Me decía
Gelito, en algunas ocasiones. Si, mamá, le respondí, como destrozado por
dentro. Entonces vino hacia mí. Pasó su brazo sobre mis hombros y con su
mano derecha acarició mi rostro con cariño ... . Yo no sé Angel, si habrá
alguna crema que borre esa cicatriz. Es posible que la manteca de cacao,
la suavice. Que la crema de concha nácar, la borre un poco. Pero la única
crema que existe para esas situaciones – me dijo – es la que todos
podemos aplicar, es la del carácter. Acuérdese de ese libro que le obsequió
don Francisco García, su maestro. Vuelva a leerlo. Entiéndalo. “El carácter
es nuestra propia voluntad, guiando nuestros propósitos”. Si Usted se
propone no pensar en esa cicatriz y obrar siempre como un hombre, esa
seña se le borra por siempre.

Estaba enrojecida. Me pareció que iba a darme una bofetada. Se contuvo.


Me miró profundamente a los ojos, y agregó:
-Vé uno a hombres que les falta un brazo, una pierna, o quedan inhábiles
en un accidente, o pierden un ojo, y usted, un muchacho fuerte,
inteligente, que ama el estudio, viene a preocuparse ahora por esa
insignificancia - . Yo no creo que es insignificante, Mamá, le dije.
Entonces, mirándome a los ojos me respondió: Tiene que usar bastón o
muletas? Tiene que girar la cabeza porque no oye bien? ¿Cuál sentido le
falta? ... Corre, oye, salta, habla, grita, es fuerte, es inteligente ... ¿Porqué
me atormenta, hijo? Se puso a llorar ... . Y yo, todavía, me pregunto,

22
recordando esa escena, ¿ por qué lloró mi madre? La verdad es que a más
de setenta años de haber sufrido ese accidente, todavía hablo de él.

******

El negro Chucho, mandadero de don Jesús Laverde, fue mi amigo, mi


confidente, instructor de varios deportes, alcahuete de mis primeros
amores, ingenioso, perspicaz, solapado, y , sin embargo, sincero, buen
amigo y honrado, en el sentido de que jamás se apropió de cosa ajena, a
pesar de ser analfabeto.

Una tarde, Chucho vino a mi casa, a invitarme a ver, por primera vez, un
partido de fútbol del equipo Olímpico de Bello. Mi madre lo recibió con
amabilidad. Había, élla, despejado sus prejuicios, y le dijo que esperara
por un momento, en la puerta, que me iba a llamar. Salí de la casa con la
aquiescencia de mi madre. Me llevó a la cancha de Fabricato, que era, en
verdad, un campo de fútbol encerrado por rejas de alambre, pero con
graderías cómodas, de libre acceso. Me sentí emocionado. Por primera vez,
en mi vida, pude observar el juego de balón, en forma reglamentaria y
ordenada. Por mis juegos de pelota, sabía más o menos, cómo se
practicaba el juego. Esa tarde ví, por primera vez, a jugadores que
ocuparían en mi memoria, el mayor espacio de mis buenos recuerdos: ví,
al largo Berrío, el muchacho que, con dos compañeros, Rosenberg
Echavarría y el “trueno” Echeverry, formaban el medio campo del
Olímpico. Conocí al viejo Alvarez, un talabartero que era famoso como
centro delantero: calmado, técnico, veloz, sin precipitarse, que metió el
primer gol entre los aplausos de un público que cantaba
espontáneamente, las mejores jugadas. Pero, en el equipo contrario,
conocí también al doctor Villegas, un líder del equipo contrario, quien me
deslumbró por su fuerza y velocidad, que empató el partido hacia el
segundo tiempo. Este, era el capitán del club Fabricato, y gozaba de una
fama, de un prestigio como ningún otro jugador. Más tarde supe que era
ingeniero, que hablaba inglés, y que era uno de los directivos de Fabricato.

Volví a mi casa como a las siete de la noche, con Chucho. El fué el que me
dió los nombres de los jugadores, me explicó la técnica del juego, me
comentó cosas de varios de los jugadores y, al llegar, me dijo que era
amigo de Rosenberg Echavarría, que vivía por allí cerca. Fué una tarde
inolvidable que me introdujo en un deporte que bien, o mal jugado por mí,
durante cerca de cuarenta años, me dió resistencia física, amor al deporte,
seguridad en mis decisiones, honradez en todas mis jugadas,
personalidad, a la vez arriesgada y respetuosa, y, como una clara visión
del mundo moderno. Casi, casi, diría que me obligó a dejar el campesino
que traía, para llegar a ser, sin ningún complejo, el muchacho que alcanzó
a ser también ingeniero.

******

23
Mi amistad con Rosenberg Echavarría nació pocos días después. Era un
muchacho alto, espigado, fuerte, blanco, amable y muy decidido. Vivía,
efectivamente a pocas cuadras de mi casa. Su familia, creo que había
venido de Carolina, un pueblo cercano a la represa de Guadalupe que, en
esos días, se mencionaba mucho. Nuestra amistad duró hasta después de
que terminé mi carrera de ingeniero químico, en la Universidad de
Antioquia; luego lo perdí de vista. Ignoro si aún vive. Asistí a sus
entrenamientos con el Olímpico; cabeceaba muy bien el balón. Me enseñó
a pegarle a la pelota con ambos pies. Cómo debía golpear la pelota con los
bordes de los zapatos, sin elevarla y cómo rematar con fuerza. Practicando
y practicando, alcancé a lograr el dominio del balón. Toda un escuela.

******

Pero no quería dedicarme a jugar fútbol. Era mi deporte, mi “goma”, como


decíamos. Sin embargo, entré a la escuela pública de Bello, a repetir, con
gusto, el quinto año de primaria. ¿Para qué? Ciertamente, no lo sabía.
Uno, de muchacho, va cumpliendo etapas, como inconscientemente.
Juega, se alimenta, estudia, se concentra, se distrae, hace amigos, los
olvida, empieza a gustarle las muchachas, cree enamorarse, pasan, se
mete en cuanto cree que lo llevará a la felicidad; cambia de un día para
otro y, si ningún vicio o mala costumbre lo atrapa, va pasando la vida,
hasta que sale a donde menos lo había pensado.

Rosenberg, era ayudante de una carpintería. Allí lo encontraba, muchas


veces, al salir de la escuela, cepillando tablas, serruchándolas,
ajustándolas, clavando piezas, sudando, abstraído en su trabajo. Nos
íbamos juntos al parque. Tomábamos fresco, charlábamos. Nos reíamos y,
una tarde, se puso a enseñarme a jugar ajedrez. Es el juego de los Reyes,
me dijo. Me esforcé por aprender los nombres de las fichas, cómo se
movían, cómo se le daba mate al contrario … . Me encantó. El, que ya
sabía manejar el torno de madera en el taller, me regaló mi primer ajedrez,
sencillo, rústico, pero se lo agradecí toda la vida. Me regaló el tablero, pintó
con el lápiz negro de los carpinteros los escaques negros, dejando del color
de la madera los blancos.

Mi madre se alegró mucho con ese regalo. Como era despierta, siempre
entusiasta, y como con tiempo para todo, pronto aprendió a jugar,
acompañándome a jugar partidas varias tardes. No sé si lo hacía por
estimularme, o era que, en verdad, le agradaba. Ninguno de mis hermanos
se animó a aprender a jugar ajedrez.

Rosenberg era mayor que yo, por lo menos, en cuatro años, y creo que
entonces me tenía un cariño como de hermano mayor. Con él y con
Chucho, fuimos por primera vez a los campos de Niquía. Era una amplia,
azulina y hermosa llanura que se extendía hacia el Noroccidente de Bello,
que pertenecía a la Estación de Machado, del Ferrocarril, y a Bello. Eran
los campos que visitaban los domingos la gente de Bello, porque tenía
24
arboledas, pequeños arroyos, y desde allí, volvíamos al pueblo, saltando
polines hasta la Estación del Ferrocarril en Bello. Era tan simple la vida,
tan tranquila y pacífica en esas soledades, que hoy al recordarla, me
parece que Antioquia, en todos sus rincones, era como un Edén.

******

No pienso que en la escuela hubiera perdido el tiempo. Pero no guardo de


ese año, 1933, grandes recuerdos, solamente que jugué mucho fútbol,
practiqué el juego de ajedrez, hasta poder jugarle a Rosenberg, mano a
mano, partidas que varias veces le gané. Además, conocí, casi sin
proponérmelo, varios jóvenes, mayores que yo, que eran obreros del
Ferrocarril de Antioquia en el taller de mecánica. Pienso ahora, que siendo
un muchacho, un “pelado” como se decía, era algo “metido con los
grandes”. Quiero decir, que era curioso, me gustaba ver las cosas de cerca,
conocer los oficios que hacían los mayores, y sin molestar, me permitían
que mirara las locomotoras que reparaban en el taller, visité la fundición,
donde muchas veces recordé a mi abuelo, el herrero.

******

Conocí a dos personajes, de quienes guardo recuerdos. Uno se llamaba


don Miguel Upegui, era el jefe del taller del Ferrocarril de Antioquia. De
mediana estatura, blanco, rosado, tendría cincuenta años. Simpático.
Chistoso. Amable. Respetado por todos los obreros. Ignoro si tuvo estudios
especiales, pero conocía todos los oficios del taller. Lo conocí una tarde
cuando entré a una de las cantinas donde se reunían los obreros a tomar
cerveza, después de la jornada, y yo entré allí a tomarme una “Carta Roja”,
que era mi gaseosa preferida ... . Todos bebían cerveza a “pico de botella”.
Hablaban, se reían, gozaban con chistes que yo no entendía. Uno, le pidió
a don Miguel, que le contara el cuento del ingeniero sueco que había
venido, tiempo atrás, a instalar el Torno Revolver al taller. Yo no sabía de
qué estaban hablando, pero me quedé a oír el cuento.

¡Ah! Exclamó don Miguel. Ese cuento, dijo, es delicioso. Por más de un
mes, estuve esperando al sueco que vendría a instalar el Torno. Yo
esperaba que fuera un viejo, talvez jubilado, experto en esas máquinas. Y
una mañana, muy temprano, llegó hasta mi oficina un muchacho, de
veinte años , si mucho: alto, blanco, de ojos azules, serio. Me saludó sin
quitarse el sombrero, que era una pavita blanca, adornada con una gran
pluma amarilla y roja, de puro papagallo ... . Me dijo que él era el ingeniero
que iba a instalar el torno. Yo era el jefe de los torneros, y habíamos
esperado su llegada, porque ninguno en el Taller, sabía, ni conocía, esa
máquina. Hablaba castellano perfecto, con acento español ... . Aterrado le
pregunté si era él el ingeniero sueco. Sí, me respondió, sin inmutarse. Pero
usted habla muy bien el castellano, le dije. Lo aprendí en España, donde
hice otros montajes hace tiempo. No salía de mi asombro. Vestía un traje
de paño gris delgado. Camisa blanca finísima, y zapatillas grises.
25
Reconociendo que era un hombre serio, activo y como de afán, lo llevé al
lugar donde teníamos el torno desembalado y listo para instalar. Sin
preguntar nada abrió una como gaveta que conocía bien, extrajo unos
planos que allí había, planos muy bien dibujados, con leyendas en ingles y
en sueco. Los extendió y miró, como identificando partes y piezas del
torno. Rompió una cubierta de papel impermeable que protegía el tablero
de los controles eléctricos de la máquina y me preguntó , dónde había una
toma eléctrica. Vió que el torno no estaba anclado y me dijo: Yo voy a
ensayarlo aquí, pero ustedes lo instalan donde les convenga. Introdujo el
cable de la corriente eléctrica en la toma, y antes de encender la máquina
me preguntó, es de ciento diez voltios, ¿verdad?. Pidió un pedazo de bronce
y tras acomodarlo en la máquina, puso en rotación la pieza.. No sabía qué
hacer, ni qué decir. Me pareció que estaba soñando. Un muchacho, talvez
menor de 22 años, sin quitarse siquiera el saco, tenía el dominio de esa
máquina, como si le estuviera dando cuerda a su reloj. ¿A qué distancia
estaban nuestros mecánicos, de ése joven?. Comprendí claramente lo que
era nuestro atrazo ... . los obreros se rieron, pero yo tampoco entendí por
qué.

Entre los obreros de Fabricato y del Taller del ferrocarril, existía una sutil
pero cierta rivalidad. Aunque muchos eran amigos y hasta se
embriagaban juntos, los ferroviarios se sentían o se creían superiores
ganaban, en general, más dinero, hacían trabajos como de más hombría;
se conseguían las muchachas de la textilera, más bonitas; y formaban
como una casta superior. Pero había en esos tiempos, en Fabricato, un
técnico italiano que todos nombraban como el Señor Barboto. Era un
hombre más bien alto, grueso, moreno, y feo. Era – decían – experto en
toda la ciencia textil: Conocía todos los tipos de telares, hasta sus
mínimos detalles. Sabía de colorantes, de apresto, de diseño de telas,
pero, además, de motores de combustión interna, incluyendo las
máquinas Diesel. Decían que era graduado de una universidad italiana, y
le encantaban el aguardiente y los tangos.

Muchos sábados, en la noche, se veía al Señor Barboto escuchando


música o cantando canciones de despecho argentinas, en las tiendas y
cantinas que se extendían a lo largo de la calle donde nosotros vivíamos.

Chucho, el mandadero de don Jesús Laverde y yo, muchas veces, nos


reuníamos para ir a oírlo cantar, reírse a carcajadas, contar historias de
su trabajo, o burlarse de los mecánicos del taller del ferrocarril, porque lo
único que sabían, decía, era hacer fuerza.

Un día, ya al atardecer, creo que era un sábado, vimos, Chucho y yo, que
el Señor Barboto, con un amigo, entraba a una tienda cercana a nuestras
casas. Parecían borrachos. Hablaban. El señor Barboto, agitando las
manos, y el otro, cruzándole por los hombros su brazo, caminaban con
pasos vacilantes. Nos acercamos a la tienda sin mirarlos, pero
26
escuchándolos. Hablaban como contradiciéndose. Barboto decía algo
sobre la forma como trabajaban los motores Diesel: habló de la potencia
que tenían. De la velocidad que podían imprimirle a un carro. Del tipo de
combustible que consumía, y, de pronto, agitó la cabeza, como negando
algo... No sé – dijo – carajo. “libros, que se pueden escribir con lo que yo
no sé de esos malditos motores”, y se quedo dormido sobre la mesa.
Nunca he podido olvidar esa frase del Señor Barboto.

Nuestra vida, la vida de mi hogar, la de mi madre, a quien seguía viendo


animosa y despierta, luchando con sus cuatro hijos, en esa casita pequeña
y ruidosa, recibiendo de Segovia mensualmente, cumplidamente, un giro,
que le anunciaba un viejito mensajero de la oficina de telégrafo al que
nosotros llamábamos “el desbaratado”, porque era casi inhábil, y tenía que
hacer esfuerzos inmensos para llegar hasta la casa, y al que nosotros no
nos le acercábamos porque olía a gallinazo; esa vida nuestra, a principios
de 1.934, tornó a ser muy difícil, casi insoportable. Pienso ahora en una
mujer con cuatro hijos, entre trece y dieciséis años. Sin trabajo ni oficio
definidos. Gastando ropa, calzado, comida y hasta un poco en educación,
pagando alquiler y aunque todo era de la calidad más inferior, la única
fuente para esos gastos era un giro de un salario que, desde Segovia, nos
alegraba a todos, cuando el desbaratado lo anunciaba.

A veces veía a mi madre mesándose los cabellos en silencio, ocultando su


rostro, que sabía estaba húmedo por el llanto, pero que ella nos ocultaba,
distrayéndonos con alguna conversación que alejaba provisionalmente,
nuestra preocupación....me decidí contarle a Rosenberg Echavarría
nuestra situación. El era un muchacho tan pobre como nosotros, pero
esperaba que me dijera alguna cosa que yo pudiera hacer, y que en algo
nos ayudara. Se lo dije un atardecer, mientras jugábamos una partida de
ajedréz, en una tienda. Así como se concentraba en las jugadas más
decisivas en nuestras partidas, levantó una pieza. La retuvo en el aire por
largo rato, sin mirarme y, de pronto, habló my despacio, mientras
depositaba la pieza en un escaque. No me dio mate. Pero me dijo que en
la “fabrica de Arriba”, otra textilera antigüa, fundada varios años antes
que Fabricato, estaban recibiendo muchachos para trabajar. ¿Qué hay
que saber?- le pregunté. Nada – me dijo – allá te entrenan.

Sentí en el alma una alegría infinita. Seguimos jugando la partida, pero yo


perdí la concentración. Perdí el juego. Volví a mi casa y se lo conté a
Agripina. Rosenberg me dijo, además, que debía hablar con don Alberto
Olarte quien era el administrador de la textilera.

Mi edad, pasaba medio año de los trece. Había terminado mi escuela


primaria, en exceso. Leía muy bien, y por nada, abandonaba la
costumbre, aunque debo reconocer que mi único libro, fuera de mis
cuadernos de la escuela, se llamaba “El Carácter” de Samuel Smiles, el
que a menudo abría en cualquier página y leía un pensamiento: “Las
corrientes que mueven las ruedas del mundo, nacen en lugares solitarios”
27
(Emerson)...No teníamos radio, aunque a veces, en la calle, escuchaba
noticias. Pero esos últimos tiempos, habían sido para mí de muchos
conocimientos: Conocía al pueblo perfectamente. Visité, con otros
amigos, la choza donde nació don Marco Fidel Suárez. Recuerdo que me
conmovió hasta casi hacerme llorar, la humildad de su casa. Recorrí sus
paredes – eso de recorrer, es una exageración, porque dado su mínimo
tamaño, con sólo girar en el centro, se terminaba el recorrido de la choza -.
Sobre esa minúsculas paredes, pude leer pensamientos sentidos y
hermosos. Recuerdo: “Si me lanzó la vida contra tu carro un día; mi ser,
ante tu genio, siente un amor profundo. Aquí donde fulgura de tu alma
Epifanía, traigo la voz de un pueblo, quisiera la de un mundo”. (Guillermo
Valencia).

Aunque sabía apenas un poco del expresidente Marco Fidel Suárez, y me


había leído, no recuerdo dónde, unos pocos poemas del Maestro Guillermo
Valencia, tengo memoria del respeto que sentía por Suárez y, desde
entonces, admiraba la poesía... pero, también sabía jugar fútbol con
decisión y agresividad; hacer compras; conversar con las personas
mayores con respeto; obedecer; conocía bien el taller del Ferrocarril donde
tenía muchos conocidos; había estado en uno de los salones de telares de
Fabricato escuchando los ruidos sincrónicos de las máquinas; ascendí un
día con Chucho, por una montaña interminable, hasta la carretera que iba
para San Pedro; chapoteaba el agua en los charcos de la quebrada “La
García”, que era, en su descenso a Bello, clara y limpia. Había
transportado sobre mis hombros, maletas y equipajes de viajeros que
llegaban al pueblo por tren, por unos pocos centavos que me servían para
tomar frescos; y, algo que me encantaba hacer, era subir los lunes a un
sitio que llamaban “El Calvario”, donde rezaba, recibía el viento vespertino
que barría la montaña, mientras la vista se perdía en el horizonte ya
nublado.

Fueron éstos los conocimientos que tuve para decirle a mi madre, que,
como ya era un hombre, ella merecía que yo la ayudara trabajando en la
fábrica de Arriba. No puedo decir ahora que se alegró o se entristeció. Me
dijo: y porqué no Adán? Porque él esta aprendiendo a tocar tiple y lira, le
respondí. En efecto, Adán tuvo un oído natural, tan fino, que con pocas
horas de practicar en un instrumento, estaba tocando piezas completas de
música popular, acompañándose con una voz grave y muy sonora que
admiraban las personas. El, sin ayuda de Agripina, se había matriculado
en la escuela del maestro Mesa, quien formó a los serenateros del pueblo.
Mi madre alzó las cejas en un gesto muy suyo, apretó los labios y se
marchó, sin decirme ni sí, ni no.

Un día después me marché sólo hacia la fábrica de Arriba. Estaba situada


al otro extremo del pueblo. Iba vestido como siempre lo hacía: Una
camisa blanca de manga corta, de una clase barata que vendían en un
almacén de retazos cerca de la entrada de Fabricato, y unos pantalones
cortos , grises, de dril de Coltejer. Mis medias eran altas, azules claras y
28
botas negras, peladas, de jugar con ellas fútbol...No sería la primera vez
que me enfrentaba a una persona respetable con mi humilde vestido...Me
recibió el Señor Olarte, muy bien. Era un hombre joven, blanco y con una
barba bien afeitada y casi azulina.

Me escuchó con atención , preguntó de dónde era, y, sin más vacilaciones,


me pidió que pasara a otra oficina, en la cual, vi a una muchacha rubia,
de rostro muy bello, quien tras pedirme algunos datos, me envió ante un
hombre viejo, alto, desgarbado, boquisucio y muy desatento. Con él fui a
una salón amplio, oscurecido por las pelusas de algodón que flotaban de
unas máquinas grandes, pero sencillas, que iban envolviendo las telas de
un rollo en otro, mientras un muchacho, sentado frente a la tela
extendida, revisaba el tejido, rayando, con un lápiz de color, las fallas que
se hubieran producido en el telar. A estos trabajadores les decían
revisores. Me pagaban dos pesos por día. El trabajo en sí era muy fácil; lo
duro era permanecer dos jornadas de cuatro horas, sentado en una banca,
mirando pasar, rollo tras rollo, de una misma tela, sin dormirse, atento,
levantándose del asiento a dejar una marca en cada falla, sin hablar, sin
mirar a otra parte y a veces con sed y hambre.

La vida en mi casa, cambió completamente. Mi salario semanal, era un


poco más de diez pesos porque no pagaban ni el sábado ni el domingo.

En cambio, debía levantarme todos los cinco días de trabajo, a las cuatro
de la mañana. Bañarme y desayunar en media hora, salir trotando desde
mi casa a la fábrica y estar en la puerta de la fábrica a las cinco y cuarenta
minutos que, extrañamente era la hora en que sonaba la sirena por
primera vez, llamando a los obreros. Pero yo estaba empezando esa edad
en que la voluntad coincide con la fuerza física. Todo eso lo hice
religiosamente durante ocho meses de trabajo. Aunque yo le llevaba a mi
madre, como un presente, los viernes en la tarde, todo mi salario, a fin de
que no pasara tantas dificultades; ella, desde las primeras semanas, me
ayudó a abrir una cuenta de ahorros, en la Casa del Obrero, una
Institución que estimulaba el ahorro entre muchos trabajadores. Aunque
tenía derecho a retirar centavos de tal cuenta, cuando lo quisiera. Llegué
a pasar semanas sin retirar ni el precio de un helado de paleta, y valían a
dos centavos si eran de leche... Mi vida en la fábrica transcurría
normalmente. Un muchacho, tal vez de mi edad, a quien llamaban El
Chapin, porque tenía un pie, como en una bola, pero que así corría, hacía
mandados, jugaba pelota y era servicial como si hubiera nacido para eso,
se comprometió a llevarme el almuerzo todos los días, desde mi casa a la
fábrica por unos pocos centavos... Almorzábamos a las doce en un patio
que era, también, cancha de basquesbol. Allí íbamos llegando, lanosos,
empolvados, sudorosos, a reposar en los andenes del campo; muchos
obreros realmente cansados; pero los revisores, aprovechábamos para
soplarnos la nariz, sacudirnos las pelusas de algodón, escupir
discretamente las motas que seguían en la garganta, y sobre todo, a

29
simular un sueño corto, transitorio, que nos subía de todo el cuerpo a la
cabeza, como deshaciendo el cansancio.

El muchacho que me traía el almuerzo, siempre estuvo allí. No sé porque


su saludo era sacudirme el cabello y reír de ver salir las pavezas de
algogodón. Nos sentábamos en un rincón, me desarmaba él mismo el
portacomidas, mostrándome siempre la sopa espesa de guineo y de
arracacha, con cilantro, olorosa a las yerbas que cultivaba Josefina. El
seco, carne en salsa y tajadas de papa cocida, un poco de arroz y plátano
verde frito y machacado. La sobremesa era jugo de alguna fruta. Debo
reconocer que Josefina me variaba un poco estas recetas, pero que todas,
me encantaban. Al muchacho le gustaba por igual y muchas veces,
compartíamos el almuerzo, aunque él, por natural buena educación, casi
siempre se iba, dejándome sólo.

Un día, lo recuerdo muy bien, vino a sentarse cerca de mí, precisamente


esa hermosa niña a la que había visto, y me había atendido el mismo día
en que llegué a pedir trabajo en la fábrica. Era una niña, un poco más
espigada que yo, aunque ese día, a causa de mi miedo, la ví como toda una
Señorita, y entonces, no tuve sino admiración secreta por su rostro. Con
calma la miré, saludándola con una simple sonrisa, y en silencio. Me
fascinaron sus ojos grises sobre su piel blanca, me parecieron tristes,
aunque nadie podría sentirse triste perteneciendo a un ser tan admirable,
pero curiosamente, ninguno de los muchachos que la veían, parecían
ocuparse de ella. Era la más bella del campo. Todos la veían, la
saludaban y seguían. Era la primera vez que así, sin ninguna razón, me
prendaba de una mujer sin conocerla, sin saberle tan siquiera su nombre,
pero así me sucedió... Días después, me dijeron que era de San Pedro, el
pueblo, en el que había estado con Chucho. Que se llamaba Rosa Elena
Gómez y, lo más definitivo, que era la novia de uno de los directores de la
fábrica. Hasta allí llegaron mis sueños, y nunca, supe más de su vida.

Como soy un narrador viejo que rememora historias de tiempos pasados,


recuerdo, sin esfuerzo, el poema de César Vallejo, el poeta peruano:

“Idilio Muerto”

“Qué estará haciendo esta hora


mi andina y dulce Rita de junco y capulí;
ahora que me asfixia Bizancio,
y que dormita la sangre, como flojo
cogñac, dentro de mí.

Dónde estarán sus manos que en actitud contrita


Planchaban en las tardes blancuras por venir,
Ahora, en esta lluvia que me quita
Las ganas de vivir.

30
Qué será de su falda de franela; de sus
Afanes; de su andar;
De su sabor a cañas de mayo del lugar.

Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje,


Y al fin dirá temblando “Qué frío hay... Jesús”!
Y llorará en las tejas un pájaro salvaje”

Más o menos, así es la memoria que guardo de esa niña hermosa, a la que
admiré desde lejos, día tras día, durante muchos días. La dejé sin
despedirme; un sueño, una nube, una ilusión, que tuvo la virtud inefable
de despertarme, silenciosamente, al amor.

******

En la Semana Santa de 1.934, mi padre vino a pasarla con nosotros.


Todos estábamos bien de salud y animados, contentos, y mi madre había
recuperado su ánimo y hasta pudimos comprar vestidos nuevos, zapatos,
y para Adán y yo, compramos en Medellín, sendos pares de botas Rey-Sol,
que habían sido mi sueño por mucho tiempo. Eran unas botas negras,
suaves y poderosas, de mucha fama entre los muchachos. Pero me
recomendaron que no jugara fútbol con ellas. A Adán eso no lo afectaba,
porque nunca fue aficionado por ese juego. En cambio de unos zapatos
propios para futbol, que yo me compré; con espinilleras y medias gruesas,
de esas que no tenían pie, propiamente, sino que consistían en un tubo
con una banda elástica que abrazaba el empeine y uno debía usar medias
ordinarias para protegerse, él compró una dulzaina, alemana; y mientras
aprendió a soplarla y tocar canciones conocidas, nos sometió al más cruel
martirio. Finalmente, identificó la escala musical y los tonos,
ofreciéndonos pequeños conciertos, que nos deleitaron. Un día intenté
soplar la dulzaina, buscando un sonido armónico, y verifiqué de manera
irrecusable que nunca tendría acierto para encontrar un tono. Todo se me
volvía ruido, escándalo y desconcierto. Hoy no soy mejor.

Mi padre permaneció casi diez días con nosotros. Hablamos de mi trabajo


en la fábrica, de lo que hacía, y hasta de lo que me pagaban. Me preguntó
si me gustaba el trabajo. Le respondí que no había aprendido nada en los
tres meses que llevaba trabajando. Le expliqué en qué consistía el oficio
de Revisor, diciéndole francamente que seguía allí, solamente porque
Agripina sufría mucho con tanta pobreza. Guardó silencio. El guardaba
mucho silencio y, a lo largo de mi vida, nunca he sabido si lo mejor es
hablar, pero mi padre fue siempre un hombre de grandes silencios.
Agripina, en cambio, pensaba y hablaba; se emocionaba y lloraba; se
mesaba los cabellos, ordenaba, exigía, suplicaba y volvía a llorar. Mi
madre fue una fuente de pasión y de vida. Justa, amable, sencilla,
irascible, tierna, sin preferir a ninguno de sus hijos, nos guió y educó a
todos.

31
Cuando mi padre volvió a Segovia, a esa mina de El Silencio, que le costó
la vida, mi madre, una mañana, sin decírselo a nadie visitó al padre López.
Era su confesor, tanto de sus pecados como de sus angustias. Ella ni por
un solo momento, había aceptado que yo, el menor, el hijo por quien tal
vez, sin decirlo, sentía pesar por haber sufrido ese accidente, siguiera
trabajando. Por eso, visitó al padre López, párroco de Bello y compañero
ocasional del Padre Roberto Jaramillo, un sabio que vivió en Bello. El le
aconsejó que pensara seriamente en matricularme en el Liceo Antioqueño,
para que, más bien, yo llegara a ser un hombre educado y no un obrero
ignorante. Los consejos de un sacerdote eran, para el pueblo antioqueño,
en ese tiempo, casi una orden perentoria. Le advirtió además, que el Liceo
Antioqueño, era un colegio gratuito... Mi madre volvió a la casa,
guardándose la noticia hasta el fin de semana.

******

El primer concilio de familia sobre el asunto, sucedió al sábado siguiente.


Nos autorizó, a los hijos, a que nos reuniéramos en la salita de la casa,
donde nos estaba terminantemente prohibido entrar con los zapatos
sucios, que era el estado natural de nuestros zapatos. En mi presencia,
ella, como reprimiendo la palpitación de la dicha que la embargaba, nos
dio la noticia con detalles, y acordamos que yo trabajaría en la fábrica
solamente hasta el final de septiembre, a fin de que tuviera el tiempo
suficiente para repasar mis estudios de primaria, y pudiera entrar al Liceo
a comienzos de 1.935, cuando tendría casi quince años.... Recuerdo que
todos nos alegramos por igual con la noticia. Eva, Jóse y Adán, me
felicitaron como si me hubiera ganado un premio. Pero el lunes, en la
fábrica, mientras veía correr la cinta de tela en medio de ese pelusero, con
tacos de algodón en las narices, dizque para protegerme de las partículas
más finas que a veces me hacían estornudar, pensé, que por qué había
aceptado tan fácilmente el que fuera yo, y no Adán, el que entrara al Liceo,
siendo que él había sido tan buen estudiante, y apenas tenía dieciséis
años.

Esa misma tarde, se lo comuniqué a Agripina. Ella me miró a los ojos. Se


puso seria, que, en ella, era una señal de que empezaba a pensar. De
pronto, me dijo: dígaselo Usted, Gelo, que tal vez a Usted le haga caso.
Ese muchacho es tan raro, que de pronto quiere él también estudiar.
Ahora anda con el embeleco de entrar de ayudante en el juzgado
municipal, pues, casi sin nosotros saberlo, aprendió mecanografía y como
que lo necesitan. Exactamente así sucedió. En pocos días lo vi´galopando
sobre una vieja máquina Remignton, y como a los quince días, se le
apareció a Agripina con un salario de veinticinco pesos. Todos nos
alegramos, pero él, sin hacer aspavientos, se fue esa noche a tocar lira con
sus amigos, al taller de su maestro de música. Así fue siempre Adán.
Como viviendo las horas, con sentido del deber, pero sin entusiasmo. Ni
comunicaba, ni exageraba ninguna alegría. Un poco como ausente. Lo
único que lo atraía era la música... Siempre he pensado que por causa de
32
nuestra ignorancia, desinformación, falta de amistades verdaderamente
valiosas y bien educadas, nunca tuvimos oportunidad de orientar a Adán,
y terminó siendo un hombre decente, pero como gris y ausente.

******

Por ignorancia. Por falta de información. Por ese aislamiento que


produce en las personas ignorantes el ritmo de la sociedad moderna, nos
sucedió algo increíble. Dejamos, para el mes de enero, de 1.935, la hora
de averiguar, en el Liceo, la fecha de entrada al primer año de
bachillerato. Yo había repasado mis materias de primaria, desde
septiembre de 1.934, y me sentí listo para reanudar mis estudios dizque
en enero del año siguiente... Cada vez que recuerdo esta situación , siento
vergüenza. Pues el Liceo antioqueño, resultó que no era de mi propiedad,
ni recibía alumnos cuando yo quería, y por eso me dijeron que ya no había
cupo. La entrada era solamente anual, y cuando me presenté, me
informaron que desde septiembre se habían cerrado las adminsiones.
Debo confesar, paladinamente, que sentí una tristeza casi infinita. Lloré

Me sentí culpable, pensé en olvidarme de todo y volver a la fábrica,


hundiéndome en ese desgraciado trabajo, para siempre.

******

Todos mis amigos, desde mis hermanos, hasta los de la calle, aquellos que
por mi propia espontaneidad habían sabido de mi fracaso, quisieron
consolarme. Pero yo no tenía consuelo..... He pensado muchas veces en
esa situación. En qué fue ciertamente lo que la ocasionó.... Pero, de igual
modo, he pensado también en lo que fue mi reacción a élla. He creído que
mi reacción, marcó, desde esa época, lo que había de ser mi reacción
personal ante otras situaciones del mismo género que viviría en el futuro...
Quiero decir, con franqueza, -y lo he repetido muchas veces-, que nunca
me he considerado una persona inteligente, de esas que ven al vuelo las
cosas, que son imaginativas y, como dicen los muchachos “vuelan
rasante”. No. siempre desconfié de lo que entendía a primera oída. Me
tuve que repetir, en mis propias palabras, lo que escuchaba, molí los
conceptos y nociones hasta hacerlos míos, y solamente después, intenté
decir algo. Creo que éste, no es el comportamiento de una persona que
confía en su inteligencia, sino, más bien, el de una persona tímida y
desconfiada... Esta fue mi reacción:

Me fui sólo a buscar a un amigo que vivía algo lejos de mi casa. Se llamó
Raúl Muñoz Tobón ( q.e.p.d.). Estaba cursando el segundo año de
medicina, en la Universidad de Antioquia. Me parecía una persona tan
sería, amable, educada y tranquila, no obstante ser un muchacho un poco
mayor que yo, que de todos mis amigos, siempre lo consideré como el más
distinguido. Era un sábado. Lo saqué de su casa y me fuí con él
contándole lo que me había pasado: que había perdido, por mi estupidez,
33
la entrada al Liceo Antioqueño, por no saber cuándo se cerraban las
admisiones. El me miró a los ojos, y seguramente por mi tono, comprendió
que estaba muy triste. No me dijo: eso no vale nada..., tampoco me dijo: te
jodiste... ni que me dedicara al fútbol, porque sabía que me gustaba...no,
lo que me dijo fue que sentía mucho pesar. Que él también era bachiller
del Liceo, y que lo que debía hacer, era dedicarme ese año a estudiar por
mi propia cuenta, las materias más difíciles del Liceo, porque ese colegio,
era muy duro... Quiero decir ahora, que ese día, empecé a ser, en pocas
palabras, un autodidacta. Llevé, ese mismo día a mi casa, un arrume de
cuadernos y libros que él me prestó. Eran sus libros y cuadernos de su
bachillerato, que los conservaba ordenados por años de estudio, con la
intención de que los estudiara, a fin de que empezara a saber de qué se
trataban los estudios en el Liceo. De modo que, de un momento a otro,
resulté sabiendo, por anticipado, lo que había de estudiar en los siguientes
seis años.

Mi madre agradeció ese gesto de Raúl, a quien también conocía. Me vio


optimista. Como recuperado. Me ofreció una mesita y un taburete viejo,
forrado en cuero de res, peludo y fuerte, y yo me dediqué a ordenar lo
mejor posible, los cuadernos y los libros.... Había allí libros de la colección
de G.M. Bruño Geometría , Algebra, una Geografía de Colombia del doctor
Arbeláez, una Química General de M. Puig. Las físicas de Ziegler y
Glostin y muchos cuadernos. Observé que la letra de Raúl era clara,
ordenada, limpia y bien puntuada... Me sentí feliz. Siempre he pensado
que yo empecé mi bachillerato en 1.935, aunque sin profesores que me
miraran, ni siquiera supieran mi nombre. Pero eso no me importó.

IV
El año de mil novecientos treinta y cinco, al que llamo, el de mi falso
bachillerato fue realmente el período más bello de mi adolescencia. Muy
pronto mi madre, comprobando el empeño con que yo quería beberme esos
extraños saberes que traían tantos libros, me recomendó, con su modo de
hablar, que según lo hemos visto, eran recomendaciones amables,
mezcladas con órdenes terminantes, que no me engolosinara con tanta
cosa, ni abandonara a mis amigos, ni abandonara el fútbol, que trotara y
caminara, porque lo muchachos quietos, se anquilosan y mariquean… .
Por eso, sin andar pregonando por todas partes lo que me había sucedido,
volví a los entrenamientos de fútbol que el viejo Alvarez nos ofrecía a un
grupo de muchachos en la cancha de Fabricato, donde también iba a
entrenar con sus amigos, el Doctor Villegas, quien era como un motor en
ese campo.

34
Ejercicios gimnástiscos. Tróte hasta echar la hiel por la pista de la cancha.
Toques de pelota, hasta aprender a llevarla a la mayor velocidad sin
perderla en el encuentro con un contrario. Cómo parar la pelota sin
pisarla, de un sólo toque, sin dejarla rebotar. Era lo mas difícil, etc.

A esa misma cancha y al grupo del maestro Alvarez, asistían también


muchachos que se venían a pié desde el barrio Sevilla de Medellín. Entre
ellos, conocí y fuí gran amigo, a Esaú Rendón; al gran “cuchara” cuyo
nombre nunca supe, pero que era el más inteligente y hábil regateador que
haya conocido. Mejor dicho, uno no sabía dónde estaba el balón cuando lo
llevaba “cuchara”. Rendón, en cambio era la elegancia, la limpieza para
jugar, la sabiduría con el balón y uno lo veía venir y de pronto no sabía
cuándo había pasado. Más tarde, cuando vino a Colombia el Maestro
Adolfo Pedernera, y lo ví jugando en Medellín, recordé a Esaú Rendón, y al
verlo jugar, me dije: así jugaba Esaú. Los entrenamientos de los sábados,
derivaron en conversaciones serias que condujeron a la fundación de un
equipo de muchachos, menores de dieciocho años, destinado a ganarle al
Olímpíco, a cualquier precio. Se llamó El Unión. Tuve el honor de hacer
parte de él. Recuerdo a Carlos Marín, un muchacho que hacía su
bachillerato en el Liceo y cuando pateaba el balón, hendía los aires como
un obús. Se le recordaba porque mató a un perro que intentó morderlo, de
una patada en la cabeza del furioso animal. Esaú Rendón, Rosenberg
Echavarría, Guillermo y Gustavo Palacio del Valle y el autor de estas
notas, que jugó de medio derecho, hicimos parte del equipo. Varios otros
genios de los piés nos acompañaron, cuyos nombres olvido hoy, sesenta y
cuatro años después. Por supuesto, jugamos muchos partidos con el
Olímpica, ganando unos y perdiendo otros, pero en mi memoria es una
bella historia …

******

El día que cumplió quince años Gabriela Laverde, la hija mayor de la


señora Teresa Vergara, la esposa del maderero Don Jesús Laverde, fuí
invitado a la cena. Recuérdese que vivía casi al frente de mi casa. Yo, que
jamás había estado sometido a un suplicio como ese, por recomendación
de mi madre, le compré de regalo de cumpleaños, en el almacén de la
Iglesia, un pequeño rosario, o camándula, como le decían en Antioquia. Un
arreglo de perlitas falsas en una cadena dorada y un pequeño crucifijo. Yo,
que esencialmente era un pequeño mataperros, me presenté bien peinado,
con mi mejor vestido, zapatos embetunados y cachucha de malevo, que se
empezaba a usar.

Aunque entre las dos familias había crecido una buena amistad, nosotros,
los Zapata Ceballos, muy de acuerdo con el concepto de mi madre sobre la
sociabilidad, que se reducía a la pauta, “ellos allá y nosotros aquí, y todos
tan felices”, apenas practicábamos los saludos atentos, respetuosos y
cordiales, pero nada más. De modo que nos pareció un poco raro que en
35
lugar invitar a mi hermana Eva, por ejemplo, a la fiesta, resultara siendo
yo el invitado. Claro, sin pensar en Adán, que era un poco agrio. Lo cierto
fué que como a las ocho de la noche, cuando empezaba la reunión, alguien
me empujó a que pasara la calle y me aproximara a la casa de mi amiguito
Hernán Laverde que, lo recuerdo muy bien, era para mí el único bien
conocido. Entré a una sala amplia, adornada con rosas rojas y festones de
telas brillantes, donde habían construido una como silla de reina que
ocupaba Gabrielita, recibiendo las felicitaciones de algunas personas.
Había oído decir ya: “a la tierra que fueres, haz lo que vieres”, por eso
avancé hacia donde estaba la niña, le dí la mano, pero ella, discretamente,
me haló, arrimándome y ofreciéndome su mejilla para que la besara. Fué
en ese momento cuando percibí lo que estaba haciendo: no me había
quitado la cachucha de la cabeza, y por poco le saqué un ojo a la niña con
la visera de la cachucha, que era dura, de cartón y forrada en el mismo
paño de cuadros estrambóticos. Me apresuré a tirar la prenda al suelo,
completamente azarado. La cachucha fué a dar a los piés de una señora.
Ella la recogió y nadie supo dónde la puso. Todos nos reímos, pero yo más,
porque era el mas nervioso. Pero la fiesta apenas empezaba.

Me pidieron que me sentara al lado de Gabriela. Lo hice en mi estupor.


Nunca había hecho ese papel, como de novio inconsciente, y recuerdo que
no cesaba de sonreir por todo, como si me hubieran contratado para eso.
Recuerdo sí, que la niña era y estaba hermosa: rubia natural con sus
cabellos de oro que le caían sobre los hombros. Su vestido era azul tenue,
largo, con unas como cadenitas doradas en los puños, y usaba una loción
agradabilísima. Pero yo no tenía nada qué decirle, apenas sonreirle, y creo
que ambos sufríamos, sin saber porqué. De pronto la miré al pecho, y
comprendí, en mi estólido embelesamiento, que ya era una mujer, y muy
hermosa.

Don Jesús, el padre de Gabriela, su hermana Alicia, y la madre, no


cesaban de mirarnos, y yo creo que seguía en Babia, porque escuché la
música de un vals, cuando ya Don Jesús, el hombre de las maderas, que
estoy seguro que jamás había bailado esa pieza, sacó a bailar a su hija en
un salón al lado del comedor, donde nos habíamos distribuido. La música
venía de una pequeña victrola que en un rincón operaba Hernán, el
hermano de Gabriela. Hubo aplausos, risas, felicitaciones y Teresa, la
madre, me dijo que sacara a Gabriela para la siguiente pieza. Yo no tenía
– ni tengo aún – idea de bailar. Pero en uno de esos arrebatos juveniles, le
pedí a Hernán que me pusiera un pasodoble que, no sé dónde, se me
ocurrió que podía bailarlo. Por supuesto que nos aplaudieron, pero creo
que por lástima. Aquello fué el complemento. Me acordé de un dicho de mi
madre: “untado un dedo, untada toda la mano”; y me dió por bailar lo que
pusieran. Nos animamos con las copas de vino blanco que mandó servir
doña Teresa. Yo me le acerqué más a Gabriela – le decían todos Gabrielita
– pero he detestado los diminutivos desde entonces. Le cogí una de sus
manos con el propósito de curiosear el anillo de oro que le habían dado
sus padres. En ese tiempo, en Antioquia, tomarle la mano a una
36
muchacha, era casi un compromiso. Ella no me rechazó. Con el afán de
mostrarme su anillo más de cerca, me llevó su mano hasta mi cara y, creo
que los dos, tuvimos la intención de rosarnos las mejillas. El amor nos
nacía lentamente y del modo más natural. Siempre que la veía en la casa,
me parecía hermosa. Esa noche la empecé a ver más bella que nunca. Me
fijé bien en sus ojos y me pareció que eran grises y más bien tristes. Era
blanca, rosada, un tris apenas más alta que yo. Las mujeres asumen su
forma definitiva más temprano que los hombres, y para mí, entonces, era
una hermosa mujer.

Siguió la comida, la cena. No podía traerse a la ocasión el dicho de que en


casa de herrero, cuchillo de palo. Porque la mesa era de más de cuatro
metros, de madera pulida, oscura de natural, pues, por algo Don Jesús, el
padre, era el proveedor de las maderas más finas. Así que creo que para
esa ceremonia, habían hecho fabricar una mesa casi tan larga como la que
dibujó Da’Vinci para la última cena.

Comí muy poco. Me colocaron al lado de Gabriela, ella estaba radiante. Al


fin de la fiesta, las gentes empezaron a abandonar la casa entre saludos y
despedidas, agradecidos. Gabriela me sacó hasta la puerta y me indujo a
que le diera un beso de despedida. Salté la calle y me planté al frente de mi
casa. Le hice una señal de despedida con la mano y entré, sin mi
cachucha.

******

Volví a mis cuadernos. Tenía novia, pero ni yo lo creía. Leía los cuadernos
de Raul, de un modo especial. Por el título del cuaderno, o porque él
específicamente los titulaba, conocía la materia o el tema de que trataba el
cuaderno. Así que si leía, por ejemplo la Historia de Grecia, entonces yo,
con toda la ignorancia que me asistía, intentaba llevar mi cabeza hasta
Grecia. Allí me detenía dizque a pensar en lo que sería esa historia, para
luego empezar a leer despacio, - siempre he leido despacio – lo que me
fueran a contar de esa hostoria. Así leí muchos temas. Cuando
encontraba alguna palabra que no comprendía, la subrayaba con mi lápiz.
Fueron tantas las palabras que no entendía, que terminé pidiéndole a
Agripina que me comprara un diccionario, pues sabía con seguridad, que
en el diccionario se encuentran las palabras. Pero no hubo forma. No sé
por qué, y me quedé con mayor ignorancia de la que tenía antes de leer
aquellos escritos. Eso me llevó a que cuando empecé de verdad mi
bachillerato, creo que era el único estudiante de primer año que pasaba
horas en la Biblioteca General de la Universidad de Antioquia consultando
diccionarios.

Leí muchos libros y cuadernos de los que me prestó Raúl Muñoz Tobón,
aunque no respondo por lo que entonces aprendí. Lo que sí recuerdo
claramente, fué que las notas y libros de ciencias me fascinaron. Ya había
sentido mucho cariño por las lecciones de ciencias naturales que me había
37
dado mi maestro Francisco García, allá en Yolombó, en mi prehistoria
educativa. Lo cierto es que durante ese año de mil novecientos treinta y
cinco, administré, a mi modo, mi noviazgo entre hipotético y real que tuve
con Gabriela. Nunca tuve juicio, ni voluntad, para visitarla diariamente,
teniéndola allí tan cerca. Pero cuando por azar nos veíamos, charlábamos,
nos reíamos, hasta que un día - infortunado para ambos – la ví charlando
muy animada con un muchacho a quien llamaban “Muñosito”, trabajador
de Fabricato. Era un muchacho creo que mayor que yo. Blanco, bien
parecido, de cejas muy negras y expresión noble. Me propuse espiarlos y lo
verifiqué, varias veces, ví que ella salía a la puerta de su casa a conversar
con él. Parece que alguien le dijo que yo también era novio de ella. Por eso,
un día que salía de mi casa, me estaba esperando Muñosito en la esquina.
Parecía venir de la fábrica y me saludó, serio pero respetuoso.
Ingenuamente pero con decisión, me preguntó directamente si era cierto
que yo era el novio de Gabriela … . Nunca, en mi ya larga vida, me ha
gustado hablar con falsedad. Por eso, sin vacilar, le dije que ella, Gabriela,
era una amiga mía y de mi familia, pero que yo no tenía novia. El me
creyó, indudablemente. ¿Entonces puedo arreglar con ella? – me preguntó,
ingenuamente. Por supuesto, le respondí. A los pocos días, los ví juntos, y,
sinceramente, me sentí como liberado.

A finales de Septiembre de mil novecientos treinta y cinco hice mi primer


viaje al Liceo. Me inscribieron, y a principios de noviembre me colocaron
en la lista de los futuros estudiantes de primer año. Decir que ese día sentí
una alegría inmensa, ahora, no tiene ningún significado. Fuí a hablar con
Raúl Muñoz y me felicitó. Le conté también a Rosenberg Echavarría, y
cuando le conté la misma noticia a Guillermo Palacio del Valle (q.e.p.d.) me
contó que su hermano Luis Carlos también entraría en enero al Liceo.
Guillermo ya estaba en tercer año del mismo colegio y fué nuestro guía
para Luis Carlos y yo..

La familia Palacio Del Valle, en Bello, entre los años mil novecientos treinta
a mil novecientos cuarenta fué muy apreciada en el pueblo. Don
Nacianceno Palacio fué una persona muy respetada, por sus honorabilidad
y respetabilidad, y porque estaba vinculado a la administración y gobierno
del Ferrocarril de Antioquia… Su familia fué numerosa, y algunos de sus
hijos, hombres y mujeres, estudiaron en el Liceo Antioqueño y en el
famoso colegio llamado Central Femenino, las damas. Ahora recuerdo a la
niña menor, Gilma, y a Josefina, que se graduó en el Central Femenino.
Entre los hombres, Hernando, Guillermo, Luis Carlos y Gustavo, médico
de la U de A… Cuando cierro los ojos y traigo a mi memoria los nombres,
las personas y las circunstancias, que me rodearon en esos años de mi
adolescencia en Bello, me pregunto por la parte de nuestra existencia que
formaron el curso de esos años. Todos más o menos pobres, pero con
tantos motivos para seguir viviendo con el corazón abierto a los sueños del
futuro.

******
38
Espero no traicionar la memoria de Gabriela Laverde , si digo que en el
primer año que estuve estudiando en el Liceo Antioqueño, apenas me dí
cuenta de que existía. El estudio, me absorbió. El fútbol me comprometió y
a Rosenberg Echavarría, le dió, precisamente en la vacaciones de Julio,
por organizar, entre los muchachos aficionados a jugar ajedrez, que
éramos muchos, un campeonato, en el que, la primera figura y como
invitado especial, surgió un jugador local, - estudiante eterno de derecho
en la Universidad de Antioquia - , a quien todos le decían, el doctor Villa:
borrachín, hablador y comunista. El pregonaba que era comunista, y
cuando uno le preguntaba, qué es ser comunista, doctor?. Sin sacarse el
cigarrillo de la boca, solamente moviéndolo hacia un lado, respondía: “la
verraquera, mijo” La … ve…rraquera”. Y yo, en ese tiempo, me quedé sin
saber lo que eran el comunismo, y la verraquera.

El campeonato se jugaba en un sitio del parque al que le decían “La


Terraza”. Era una especie de segundo piso sobre el local de la heladería,
muy cerca del atrio de la segunda iglesia, de la que ya hice mención. Allí,
por una escalera, podían llevar de la heladería, los consumos que se
solicitaban. Como el ambiente era al aire libre, y el dueño del negocio era
un viejo liberal, a la Terraza llevaban aguardiente, cigarrillos, cerveza y
refrescos; así que alrededor de los jugadores, y ellos mismos, formaban las
algarabías más ruidosas, con aplausos, gritos, palabrotas y saltos, de los
más emocionados, cuando algún jugador desconocido, le ganaba una
partida al Negro Villa, como también le decían al doctor Hernán Villa, el
invitado. A mí me encantaba este espectáculo. Se volvió costumbre hacer
en Julio ese campeonato. De la Terraza bajaban, ya muy tarde la noche,
al doctor Villa borracho. Muerto de la risa. Citando no sé cuántos nombres
rusos de campeones mundiales de ajedrez, según él, y gritándole vivas a
Lenin … . El negro Villa, caminaba siempre por el parque, con su cigarrillo
encendido en la boca. Forrado en un saco de paño grasiento y un tomo de
una obra de derecho, generalmente el segundo tomo de un Código Civil, la
materia que lo había detenido en la Facultad y lo detuvo por varios años.
Litigaba. Creo que ante los juzgados de Medellín, y en las elecciones
políticas del pueblo, lo ví varias veces repartiendo puñetazos en las mesas
de votación ….

******

Hernán Laverde sabía que nunca había sido yo novio de su hermana


Gabriela, pues desde nuestros frecuentes encuentros y charlas con
Chucho, el mandadero de su padre, sabíamos que Gabriela andaba muy
enamorada de Muñosito, el muchacho obrero de Fabricato, a quien
muchas tardes encontrábamos en la esquina de mi casa, mirando hacia la
casa de Hernán. Reitero que era un muchacho serio, de buena presencia,
tímido, pero como pobre de palabra. A menudo también, veíamos Hernán
y yo, cuando ellos partían juntos fuera de la casa de Gabriela, como con
destino del parque principal del pueblo. Hernán me miraba, alzándose de
39
hombros … . Una tarde Hernán me dijo como en reserva: Gabriela se va de
monja. ¿De qué? Le pregunté. Si, de monja, me respondió. Después me
dijo: esas monjas del colegio la convencieron de que puede hacer un
internado aquí en Colombia y que después, ellas la ayudarían para que se
vaya a Francia a estudiar para Madre Superiora… . Me quedé frío -. Y ella
quiere? Como que sí – me respondió sin más -. A mí me dijeron – le dije –
en serio, que se iban a casar. -¡Que va!. Ese pelagatos no tiene ni un
centavo.

Me dolió en el alma la noticia. Gabriela era una de las muchachas más


bellas del pueblo. Sentí, no sé porqué, que algo se me derrumbaba en el
cuerpo.

Pasaron los días. Por más que quería ver a Gabriela, no podía. Sentía
pesar y remordimiento, pero, en plata blanca, yo, ¿qué podía hacer?. Se lo
conté a mi madre. Le importó muy poco. Pero preguntó como sin quererlo:
- ¿Y esa pechoncita no dizque se iba a casar? No sé, le respondí. Luego
volvió a preguntar - ¿A Usted le importa?. No tanto, le dije, haciéndome el
fuerte. Mejor, respondió. Pero a mí sí me importaba. Era como el signo que
tenía de mi precoz hombría, porque sabía que a Rosenberg le encantaba y
Esaú Rendón, que algún domingo me vió con ella mirando un partido de
fútbol en la cancha de Fabricato, me picó el ojo y me hizo señas con sus
manos en el pecho como cogiendo cocos …

Supe que se marchó, con Teresa su madre y con una monja que las
acompañaba. Primero, a un internado de Medellín, hasta que pasados creo
que dos meses, Teresa misma me contó que haría el primer internado en
Barranquilla. No se despidió de mí … . No recuerdo cuando escribí este
soneto:

Gabriela, novia de mi adolescencia,


toda amor y pasión, hoy añoranza;
colegiala de sueños y esperanza,
que te fuiste de mí, por ir a Francia.

Me contaron después, y no lo dudes,


que tan sólo llegaste a Barranquilla
a ocupar Oratorio y fiel celdilla,
y acabaste cantando entre laúdes.

Fuiste rubia y hermosa cual ninguna,


con bellos ojos, que recuerdo tristes,
sobre un rostro de mármol refulgente.

Fracasé con tu amor. Es mi laguna.


Me aventé contra todo, lanza en ristre,
buscándome otro amor, menos urgente.

40
******

No soy capaz de describir ahora, la felicidad que me produjo el saber la


noticia de que había aprobado el primer año de mi bachillerato en el Liceo.
Normalmente no soy persona de aspavientos, de saltos o expresiones
demasiados visibles de alegría. Todo se me va para adentro, penetrándome
las fibras más íntimas, como saturando mi cerebro y mi alma. He notado
que toda felicidad verdadera, me produce, paradójicamente, nuevos
propósitos. Nunca he celebrado nada con vino. Sino con nuevas ideas y
deseo de iniciar otra vez los nuevos propósitos. En esto creo que me
distingo, desde joven, de muchos de mis amigos. Cuando en Noviembre
conocí las notas definitivas, antes de empezar las vacaciones largas, se me
ocurrió hacer, sólo, el ejercicio de recapitular, para mí, lo que había
aprendido en ese duro año: Recibí las primera lecciones de francés, de los
labios de un raro profesor llamado Hans Miller, un hombre viejo, casi
paralizado del lado izquierdo, brazo y pierna, quien con por mas señas, era
ruso y, decían, que había estado preso en Siberia. Yo nunca supe, por falta
de referencias, si hablaba bien el francés, pero nos enseñó algunos verbos,
a conjugarlos, y yo lo recuerdo arrastrando su pierna como Frankestein a
lo largo del salón. Recuerdo a don Eduardo Zuluaga, un profesor blanco,
alto, grueso, de pausado hablar, que me recordó a don Francisco García,
porque llevaba en los bolsillos de su saco también minerales y nos los
describía. Fué el maestro de Ciencias Naturales. El profesor de aritmética
fué el primer profesor analítico que tuve. No seguía ningún texto, pero sí
nos advertía que no siguiéramos el texto de Bruño y que él prefería al del
señor Rueda. El profesor de Castellano fué un señor robusto, serio y
parsimonioso, de apellido Ríos, después supe que le decían “rellena”. A
parte de darnos muchas reglas de Gramática, nos insistió mucho en la
puntuación y en la Ortografía, una de las cosas más difíciles que he
aprendido, a medias, en la vida. Pero tuvimos en ese primer año a un
profesor especial, se llamó Bernardo Arbeláez. Por adelantado digo que me
encantaba. Teóricamente, era profesor de Historia y Geografía de
Colombia, juntas. Hoy creo que era profesor de una materia que llamaría,
Vida. Blanco, enérgico, serio y a la vez simpático, pulcro en el vestir, culto
en el hablar, rojo el rostro como un pizco, normalmente paciente, aunque
a veces arrugaba el rostro, apretaba los labios y respondía con énfasis … .
Hablaba de todo. Desde donde quedaba y cómo era el macizo Colombiano,
hasta por qué las putas de Guayaquil, ese barrios que los estudiantes de
Bello, Copacabana, Girardota y Barbosa atravesábamos en grupo todas las
mañanas, buscando el Liceo Antioqueño, tenían que sufrir, como sufrían.
A Don Bernardo le decían “el loco Arbeláez”, pero, para mí, fué como el
faro, luz, que mostraba cómo era el Liceo entre mil novecientos treinta y
cinco y mil novecientos cuarenta y cinco. Cómo se debía formar un
muchacho para que fuera él, primero que todo; amara los conocimientos,
tuviera sentido humano, respeto por la gente, sus creencias, derechos y
deberes, y que si con esta formación, el muchacho aún se perdía, era
porque en verdad el diablo habitaba en el mundo.

41
El Liceo Antioqueño tenía desde el primer año, la rara virtud de mostrarle
a los alumnos lo que él era, y la calidad de la enseñanza que impartía. Allí
nada se ocultaba. Muchos muchachos hacían el primer año allí, y se
desaparecían. No imagino qué informe darían a sus padres, porque
muchas veces uno se los encontraba estudiando en el colegio de San José,
o en el San Ignacio, que quedaba entonces en seguida del Liceo. Sin
embargo, aquellos muchachos que continuamos en el Liceo hasta
hacernos bachiller, gozamos, toda la vida, el haber recibido una educación
completa, autónoma y liberal, en el mejor sentido.

******
En esos tiempos, Medellín era una ciudad pequeña. Tal vez no alcanzaba a
los cien mil habitantes. La vida era barata a causa de que nadie tenía
dinero. Un almuerzo de sopa y seco, con masamorra pintada de leche y
dulce raspado, que bien podía ser el almuerzo de un muchacho del pueblo,
no alcanzaba a valer los diez centavos. Y este era el dinero que, con gran
sacrificio, me daba Agripina diariamente, para que pasara el día en
Medellín, antes de volver a tomar el tren en Cisneros (Guayaquil) para
volver a la casa. Todavía tenía que hacer las tareas, leer varias lecciones de
materias tan raras como Apologética (texto del padre Nicolás Marín
Negueruela). Ejercicios de Aritmética y uno que otro mapa de ríos y
regiones. Estudiaba solo. En el mismo rinconcito donde leí los cuadernos
de Raúl Muñoz Tobón y en el mismo taburete. Muchas cosas las había
abandonado, menos el fútbol en los sábados y el ajedrez con Rosenberg las
noches del viernes y del domingo. Aprendí a acostarme siempre a las once
de la noche, fuera cual fuere el número de lecciones. Por eso me esforcé
por no distraerme, y creo que aprendí a concentrarme tanto, que a veces,
como que no sabía dónde estaba. Si nó fuera petulancia decirlo, creo que
esta disciplina, este método, como que me fué dejando un margen de
tiempo libre en mi vida, por eso, cuando en los años superiores del
bachillerato me aficioné a la lectura hasta llegar a leerme dos o tres libros
por semana, sin que me perjudicara en el estudio, comprendí el efecto de
lo que es la disciplina. No recuerdo exactamente el año en que sucedió el
incidente que voy a relatar: Un ministro de educación emitió un decreto
que obligaba a los maestros de bachillerato, a presentar un exámen de
conocimiento de sus especialidades, ante delegados del ministerio. (Ah, ya
lo recuerdo, fué el ministro Castro Martínez.) Y yo, un estudiante de
pueblo de los primeros años de bachillerato, más ignorante que Caín de
las consecuencias que tendría matar a Abel, resulté haciendo parte de una
manifestación de profesores y estudiantes, que encabezaban los profesores
del Liceo, mis profesores. Hicimos unos grandes y largos rodeos por el
centro de Medellín, por lo que hoy es la Playa; pasamos por el frente del
famoso café La Bastilla, conocí – quiero decir que ví con mis propios ojos –
a un señor calvo y bien vestido, al que un compañero me identificó como al
Maestro Tomás Carrasquilla, que salió del café a ver a los revoltosos, que
protestaban por no querer hacer un exámen de conocimientos generales….
No sé porqué, la frente amplia y el rostro noble de Don Tomás, me
impactaron mucho más que todo el revoltillo de ese día … . Una quebrada
42
hedionda con perros muertos y gallinazos hambrientos, bajaba descubierta
por la playa, y sentí ese ambiente como algo inaudito y vergonzoso.
Sucedió que el profesor Don Bernardo Arbeláez, en señal de protesta por la
que muchos profesores consideraron un irrespeto al profesorado,
renunció a su trabajo en el Liceo, y como era hombre fuerte, vigoroso,
aceptó el trabajo que le ofrecieron en la cobertura de la quebrada, y lo ví,
con mis propios ojos, rompiendo rocas con almádana, a las once del día,
en el fondo de ese canal fétido, que por tantos años avergonzó a Medellín.

******

A esta altura de mi relato, quisiera recabar sobre dos aspectos


relacionados con el principio de mi educación, sin la menor vanidad o
petulancia, más bien como un ejemplo cierto y fácilmente verificable
históricamente, uno: la calidad de la educación. El otro, es una simple
apreciación personal sobre lo que podríamos llamar, “el espíritu del Liceo
Antioqueño”, en los tiempos que estoy describiendo. Espíritu que he
compartido muchas veces con amigos contemporáneos, que describo
públicamente ahora por primera vez, pensando en que quizás tuviera
algún efecto en la marcha de la educación secundaria actual, mutatis
mutandis.

Empiezo por referir, lo que significó para los estudiantes Antioqueños que
vivíamos en estos tiempos en el cañón del Río Medellín, en el período que
describo. Hablo de muchos estudiantes de Barbosa, Girardota,
Copacabana y Bello, que debíamos levantarnos entre las tres y las cinco
de la mañana, lloviera o nó, a fin de tomar el tren que nos llevaría, todos
los días de estudio, desde nuestros pueblos de origen hasta la Estación
Central de Guayaquil. No quiero invocar ni fatigar; quiero hablar
solamente de la voluntad, la constancia, la responsabilidad implícita en la
acción diaria, durante seis años que dura el bachillerato, de este esfuerzo.
Conocí algunos médicos, abogados e ingenieros, que además hicieron el
mismo esfuerzo durante su bachillerato y sus carreras. Es decir, unos
doce años en este trajín, una sexta parte de su vida … .

Ahora bien, como estas notas quieren y pretenden ser, una especie de
inventario, tanto de personas que desde distintas posiciones y con
diferentes acciones contribuyeron a la completación de mi formación,
también parece importante detenernos a sopesar las acciones que me
llevaron al estado final. Buenos o malos actos desarrollados a lo largo de
un recorrido, son siempre causas visibles del éxito o fracaso de nuestras
acciones. Pensemos por un momento en un general que se vé enfrentado a
dar una batalla. Son cada uno de sus actos y decisiones previas a la
batalla, donde residen las verdaderas causas de su éxito final o de su
fracaso. El triunfo, o el fracaso, no son, en general, resultados de acciones
momentáneas, son, digámoslo así, una especie de consecuencia resultante
de una larga cadena. Si fallamos en alguno de los pasos, es casi seguro
que no lo podemos atribuir al azar, como la verdadera causa. Por ejemplo,
43
en el largo período de los seis años de estudio en el bachillerato, pensemos
en cuántas ocasiones tenemos de hacer mal las cosas, aunque muchos
terminen con un inútil diploma de bachiller. Yo diría ahora que entre
tantos factores, destacan: (a) El entusiasmo, como la componente más
comprensiva de todo esfuerzo. (b) La fé en el propósito. (c) Las cualidades
personales estimuladas, comprendidas y practicadas. (d) Los factores de
azar, inteligentemente sorteados. Para mí, un bachiller mediocre, es un
individuo que no aprendió, en seis años de estudio después de la primaria,
a expresar su pensamiento con claridad. Ni puede ordenar sus ideas por
escrito. Ni sabe hacerse preguntas y habilitarse las soluciones, sobre un
problema. Ni sabe mirar ni estimar cualitativa y cuantitativamente, un
problema. No distingue ni el significado ni el valor de la ciencia. No tiene
confianza en lo que aprendió. Ni comprende nada sobre la sociedad en que
vive. Ese señor, va, mediocremente, cumpliendo etapas, sin ningún éxito
hasta que muere.

Nadie puede afirmar, por otra parte, que todos los bachilleres de un
colegio, cualesquiera que sean sus calidades, cumplen con la misma
estructura intelectual. Ninguna institución obra como un torno revólver
automático y computarizado, para que todos los tornillos que produce,
sean idénticos. Tratándose de seres humanos, todos es “variable y
ondulante”, como dijo Montaigne. Pero una buena educación – en balance
- , produce hombres buenos, en promedio. Creo que el Liceo Antioqueño,
entre 1935 y 1945, produjo esa clase de personas. Sobre este aspecto,
deseo decir una pocas palabras.

Ese factor que coloqué hace poco, como la motivación, o entusiasmo, es lo


que en este momento quiero destacar del Liceo Antioqueño.

Tal vez tuve que esperar más de setenta años, para apreciar, destacar y
reconocer, paladinamente, del Liceo Antioqueño, la fé, la confianza que nos
inspiró en nuestros estudios. Fué quizás este rasgo el que nos llevó a
levantarnos, al primer timbre de un despertador, a las cuatro de la
mañana, durante seis años; a meternos a un chorro de agua fría; a apurar
un magro desayuno, precipitadamente; a correr poniéndome la camisa,
por una calle muchas veces embarrada; a alcanzar el tren que,
cumplidamente, entraba a la Estación de Bello entre las cinco y diez
minutos y cinco y veinte, para partir, de noche, a meterse al último tramo
de su recorrido. A llegar a la estación Cisneros, casi sin habernos
saludado; partíamos cargando nuestros libros, cuadernos, mapas,
modelos, aparatosamente por la carrera San Juan, sin querer mirar,
aunque mirando, las putas amanecidas en las cantinas, gritándonos
barbaridades, mientras buscábamos las callejuelas que más rápidamente
nos llevaran a la plaza de San Ignacio, donde se alzaba, imponente,
silencioso, el edificio del Liceo, para recibir a las seis, la primera clase.

Allá, en algún salón oculto de cualquiera de los cien salones, que ya


estaban abiertos, en los cinco pisos del Liceo, había un profesor. Siempre
44
un profesor esperando a sus alumnos, que podía ser el de Aritmética,
como el profesor Vargas. O de Castellano, como el profesor Ríos. O de
Filosofía, que bien podía ser el Doctor Julio César Arroyabe, silbando
pacientemente la Quinta Sinfonía de Beethoven, pues era un gran pianista
y filósofo. O bien, podía ser el Ingeniero Alfredo Restrepo, que desde
temprano, estaba pensando en los orbitales del amoníaco y especulaba si
la molécula era plana o como un trípode abierto. Era Ingeniero de Minas,
buen matemático, fisicoquímico, irónico, gracioso y profesor de química
general. Fué el responsable directo de que el autor de estas notas, llegara a
ser Ingeniero Químico.

El hecho de que a las seis de la mañana estuvieran abiertos los salones del
Liceo, y que hubiera en todos los salones algún profesor esperando a sus
discípulos; que todos creyeran que su materia era la más importante; que
nos dijera el profesor de Historia que ningún hombre culto puede vivir sin
conocer el pasado, y que el futuro se gesta en el presente, pero tiene sus
raíces en el pasado; que existieran todas esas personas, con el mismo
entuasiasmo, con la misma motivación, que todas actuaran como si cada
uno fuera el Director, o el dueño del Liceo; con ese sentido de pertenencia
de la Institución, sentido de Comunidad, siendo laicos de distintas
filosofías, pero hermanos en el mismo propósito: educar a la gente del
pueblo. Negros, indígenas, blancos de las mejores familias de Sonsón, de
Rionegro, de la Ciudad de Antioquia, o de los pueblos más pobres y
atrasados que, sin ayuda, sin influencias, con sólo llegarse hasta la
Dirección y mostrar que el muchacho había demostrado tener aptitudes
para estudiar, ya podía entrar a ser un miembro del Liceo. Era como si allá
en el interior del Liceo, la orden hubiera sido: Eduquen. Eduquen. Que
algo queda; parafraseando a Voltaire que dijo: Calumnia, que algo queda.

******

Alguna causa debía tener la transformación de la educación secundaria


que se propagaba en Colombia, cuando se recuerda también lo que estaba
sucediendo en el Liceo Celedón de Santa Marta, en el Colegio Santa
Librada de Cali, en el Simón Rodríguez de Ibagué y en varios colegios de
Bogotá. Pues bien, los grandes hechos sociales no suceden por azar.
Nuestro país vivía, en el período que delimité hace poco (1935-1945), la
única y mayor revolución social que vivimos en el siglo XX. Y, sin que el
autor de estas notas, escritas a vuela pluma, tuviera culpa ni
responsabilidad en ese feliz cambio, por puro azar, su educación, su
formación profesional, cayó en ese período. Creo sinceramente que soy un
hijo oscuro, desconocido y por alguna razón mediocre, comparado con
muchos de mis contemporáneos. No obstante, puedo y quiero ahora
recordar ese lapso.

En 1930, sucedió el ascenso al poder nacional del Doctor Enrique Olaya


Herrera. Bajo su Presidencia de la República, se inició el cambio. Fué el
cambio del régimen conservador por el liberal. Al Presidente Olaya Herrera
45
siguió la Presidencia del Doctor Alfonso López Pumarejo (1934-1938): otra
filosofía. Otra concepción. Otro modo de ver, pensar, imaginar y analizar la
historia: el Presente y el Futuro de Colombia. El habló “de la revolución en
marcha”. Y él hizo la única revolución que se ha hecho en Colombia.

El autor de estas memorias no ha sido ni un historiador de lo social, ni un


político, ni un filósofo, ni nada que valga la pena. Alguna vez escribió, para
él mismo este esbozo:

Yo soy un hombre simple, sin gracia ni elegancia, que dice lo que piensa sin
poderlo evitar. He ganado mi pan creo que honradamente, dando lecciones
duras en la Universidad. A veces pienso, sólo, que soy un ser inútil; pero
algo me consuela, leer prosa inmortal, o un poema de esos que siempre
dejan huella, o adorar unos ojos que viven en mi alma por una eternidad.
¡Oh la belleza inmensa de la vida tranquila!. De esa vida que tiene sabor de
soledad, si la nostalgia grita, me hundo en la tristeza, pero sólo yo mismo
vuelvo a resucitar. Me siento un hombre tímido, mediocre si lo quiere, que
adora la belleza sin poderla crear, y he visto a mis amigos sacrificar su
historia, detrás de esa ironía de la prosperidad.

******

Así me he sentido siempre. Y, sin embargo, toda mi vida he sido un


admirador, un devoto de la inteligencia de los demás. No soy, y nunca he
tenido fama de inteligente. En mi bachillerato eran más las explicaciones
que pedía que lo que aportaba a los otros. Recuerdo ahora a Naudid
Arango. Fué mi amigo. Lo conocí en el cuarto año de bachillerato: negro,
dientón, feo, pero seguro de sí mismo. Cada vez que lo veía, me recordaba
a mi amigo Chucho, el paje de los Laverde en Bello. Naudid era inteligente;
lo queríamos todos porque teniendo una de las inteligencias más claras del
Liceo, le ayudaba a todos en el estudio. Era el único que escribía con
pluma fuente. Usaba un estilográfico Sterbrook de acero y los rasgos de su
letra eran como una plana de caligrafía modelo. En Algebra y en
Geometría, fué uno de los mejores. Todo lo veía claro; muchas veces le
solicité explicaciones, que él me daba por escrito, teniendo que estudiarlas
y desentrañarlas con tanto trabajo, que, sinceramente, no hacían sino
aumentar mi admiración. En cuarto año leía y traducía el Francés y el
Inglés con la mayor facilidad, y cuando el profesor de Geometría, Luis
Carlos Veláquez Brando, que había estudiado en Francia, publicó un texto
de Literatura Francesa, consistente en resúmenes de libros clásicos, él se
ofreció a traducirlo al español, lo que hizo reír al profesor… Un día, me
tocó hacer un exámen de Geometría con el Doctor Velásquez. Trabajé los
problemas al lado de Naudid. Resolví tres de los cinco ejercicios y me varé.
Naudid me pasó uno de los puntos más difíciles en un papelito. Lo copié.
Cuando el profesor devolvió calificados los exámenes, me felicitó en público
por haber resuelto, con originalidad, precisamente ése punto que Naudid
me había pasado. No resistí y públicamente le expliqué al profesor la
verdadera situación. El profesor me conservó la nota dizque por mi
46
honradez. A Naudid, le subió su nota por haber hecho el problema, y a
todos, nos ajustó un discurso sobre la honradez personal memorable.

Así era el Liceo.

******

Mi profesor de una materia llamada “Anatomía, Fisiología e Higiene”, fué


el médico Gabriel Vélez V. Llegó a nuestro grupo, precedido de la fama de
hombre serio, diputado a la Asamblea Departamental. De estatura
mediana, muy blanco, gafas de marco dorado y vestido casi siempre de
terno gris. Como la población estudiantil del Liceo era tan grande, en casi
todas las materias había hasta tres profesores. A veces era posible escoger,
pero en la mayoría de los casos, a uno le “tocaba” con un fulano. El doctor
Vélez V. tenía fama de serio, tal vez un poco agrio, pero decían que era
erudito, y como allá les ponían a todos los maestros apodos, a éste le
pusieron “el Doctor Higiene”. La razón fué ésta: su materia se ofrecía entre
tercero y cuarto años de bachillerato, que por el promedio de las edades de
los alumnos en esos tiempos, correspondía a muchachos entre trece y
quince años. Es decir, plena adolescencia. El período de la sexualidad más
alboratada. Entonces, el profesor Vélez V., aprovechaba sus clases para
presentar sus doctrinas, - porque no eran simples clases, sino
exposiciones -, sobre el sexo, la salud, la higiene, el comportamiento, la
importancia del respeto a la mujer, la belleza de los amores puros, el
infierno de las enfermedades venéreas, Dante, Shakespeare, Fausto y
Margarita, para terminar con un libro del Doctor Jung llamado “Los tipos
Psicológicos” en el cual nos mostraba las clases de tipos que hay en el
mundo: los que no pueden ver a una mujer, porque se encabritan. Los que
a toda hora andan con la pieza enarbolada; los que aparentan ser fríos y
se están fundiendo; los que aman a las mujeres porque son como son:
bellas, interesadas, frías, detestables, en fin. La verdad era la siguiente:
nadie se podía reír de las exposiciones del profesor, porque perdía la
materia. Nadie podía celebrar, - solamente con sonrisas discretas -, los
chistes y, finalmente, todos debían consultar en la Biblioteca General, una
vez por semana, siquiera, la revista “Sexus”, que venía en intercambio de
Méjico – según se decía. Pero, lo más importante del mundo era la Higiene.
Fué en ese curso, por casualidad, donde conocí a Fabio Gómez Pizzano.
Como este muchacho tuvo tanto significado en mi vida, hasta su muerte,
cuando ya vivía yo en Cali, quiero dedicarle, tal vez, mi más sentido
recuerdo.

******

Fabio asistía muchas veces a las lecciones del Doctor Vélez V. Faltaba
también mucho a las otras clases. Había recibido espontáneamente de un
amigo, la noticia de que Fabio Gómez era un estudiante muy inteligente
del cuarto año. Mi carácter de persona tímida, desde mi niñez, aunque con
mis amigos fuera chistoso y espontáneo, me inhibía para que de buenas a
47
primeras, resultara hablándole y como presentándome a otra persona
desconocida… El Liceo era muy grande. Había muchachos famosos por
varias cualidades: buenos en matemáticas, buenos en los juegos de pelota,
en los patios; buenos en dibujo, hasta el punto que varios sábados, fuí
convocado a recorrer exposiciones de dibujos hechos a lápiz por alumnos,
desde tercero hasta sexto año, etc. Y nó por eso, anduve yo buscándolos
para felicitarlos o hacerme amigo de ellos, sin más ni más. Nunca, sin
embargo, me he sentido orgulloso, ni me he creído superior a nadie.
Simplemente, tímido.

Fabio me habló una mañana que coincidimos en la puerta de entrada al


salón donde estaba a punto de empezar su clase el Doctor Vélez V. Me
pareció como que lo esperaba a él, no a mí obviamente. Tanto que lo
saludó cuando Fabio buscaba su asiento. Ese día, el Doctor Vélez empezó
diciéndonos que hay un tema, una relación importante entre el amor y el
sexo, pero que no son la misma cosa… Era discípulo en el grupo, un
muchacho que en mis tiempos, era famoso en el Liceo. Se llamó Alfonso
Fernández. Lo había escuchado ya haciendo chistes en el corredor. Creo
que fué en términos generales un chistoso a quien le celebraban mucho
sus ocurrencias. Ese día, cuando el Doctor Vélez V. enunció que existía
una diferencia entre el amor y el sexo, el primero que lo interrumpió fué
Fernández: -¡Claro” – dijo en voz alta, para que lo escucháramos todos – “el
sexo puede matar y el amor apenas enferma”. La risa y los aplausos contra
los asientos no se hicieron esperar.

El Doctor Vélez V., un político avisado, un intelectual, un profesor de


muchos años, apenas se sonrió. Esperó a que pasara la perturbación, con
rostro impasible, y cuando se hizo silencio, respondió: - ya ven – nos dijo,
- Fernández tiene la idea. Y para decirlo en tan pocas palabras, me parece
muy inteligente. Hasta Fernández se paralizó cuando escuchó que el
profesor, en público, lo llamó inteligente. Ese estratégico y político artificio,
permitió que el profesor pudiera desenvolver su tema… Las exposiciones
del Doctor Vélez V., eran de alta cultura, así las juzgamos siempre. Se
viajaba por el Arte, teniendo apenas las más elementales nociones de arte.
Se viajaba por la Psicología, apenas teniendo la definición de esta ciencia.
Inducían a pensar. Y la conclusión práctica de ellas era que debemos
cuidar nuestra salud y amar a la mujer por lo que ella significa en el
mundo.

******

Fabio Gómez Pizzano fué hijo único del Doctor Pedro Rafael Gómez.
Abogado, primero de la Universidad de Antioquia y luego especializado en
Europa: Holanda, París, Roma. Del campo penal, pasó a la psicología y de
allí, a la filosofía, a la angustia, para terminar en la soledad. Tal vez, el
signo y símbolo de este largo viaje, lo representó su hijo Fabio, quien fué
mi compañero en el Liceo, amigo entrañable y de tantos otros que lo
quisimos sinceramente, con esa clase de cariño formado por
48
compañerismo, comprensión, consideración, deseo de ofrecer ayuda, y , en
mi caso, en una inconmesurable admiración por su inteligencia, por su
capacidad de análisis, por su lucha casi desesperada por aprenderlo todo,
hasta llegar al límite de la angustia, de la ansiedad, y finalmente, de la
locura en que se fué hundiendo hasta su muerte… A los pocos días de
haber conocido la noticia de la muerte de Fabio, en Cali, pensando en su
vida, hice una traslación mental y escribí unos versos que reflejan,
parcialmente mi dolor:

Cuando apenas tenía doce años, sabía más que todos nosotros. Llevaba, en
pequeñas libretas, apuntes y dibujos que en un mirar le recordaban todo.
Sobre astros sabía la mecánica y por donde seguían en el espacio azul. De
la tierra, rocas y minerales y plantas que podían cambiar la voluntad. Y en
las noches muy claras nombraba constelaciones o cantaba entre dientes
sus propias canciones hasta que elnloqueció. Caminaba despacio, mirando
con dulzura, y botando las frutas sin morderlas, Leyendo en los libros cosas
que no decían. ¡Oh mi amigo de infancia que te escapaste un día hacia
lejanos puertos, hacia río y mares que no están en los mapas! Y una tarde
te hallaron, cubierta tu hermosa frente de pájaros salvajes.

Si me preguntan ahora, cuál de los personajes reales o ficticios que he


conocido, me ha conmovido más; sobre un telón blanco escribiría estos
nombres: Jesús de Nazaret. Sócrates. Hamlet y Gandhi, entre los
personajes históricos. Conmover, es un verbo diciente y compresivo de
nuestro idioma. El diccionario lo define a su vez por perturbar, inquietar,
alterar; lo que nos perturba, altera o inquieta es porque nos conmueve, eso
fué lo que nos produjo la breve vida de Fabio. De modo que, allá en mi
fuero interno, lejos de cualquier comentario, sobre mi propio telón blanco,
escribo desde su muerte, Fabio.

******

Mi amistad con Fabio se fué enriqueciendo a medida que el tiempo


transcurría. No porque anduviéramos juntos por los salones de clase, ni
tampoco porque compartíeramos todas las materias de nuestro cuarto
año. Ni tampoco porque yo acudiera a todo momento a consultarle dudas,
sino porque en mi interior, como que me parecía una persona más madura
que yo. Como si me llevara varios años de estudio, aunque estaba seguro
que era yo quien le llevaba uno o dos años de edad. Pero era amable. Yo
reía a carcajadas por cualquier insignificancia, el era naturalmente serio
pero atento, y si la ocasión exigía manifestación de la risa, la suya apenas
se insinuaba con los ojos y los labios. Como no era amigo de iniciar
charlas sin ningún contenido, puedo decir que fué la primera persona que
conocí que no distraía su tiempo, ni hablando superficialidades ni contaba
películas, ni repetía sus propias aventuras, que nunca se las escuché, casi
nada de eso lo soportaba. Pero de pronto, resultaba interesado en conocer,
por ejemplo cuál era el contenido de alguna asignatura de los años
superiores. En ese tiempo se ofrecía en el Liceo, en el quinto año, una
49
materia que nombraban Cosmografía General. Un día lo encontré
conversando con el profesor Simón Pabón, un ingeniero civil de la Escuela
Nacional de Minas, que ofrecía ese curso a los alumnos del Liceo. El
profesor Pabón lo era también de Algebra. Era bastante moreno, le decían
el Negro Pabón, pero era amable, aunque muy exigente en sus cursos.
Fabio le preguntaba, en el momento de mi llegada, por algo que después
me explicó, como las leyes de Kepler. Yo los oí hablar, en silencio y sin
entender nada. Tal vez, como la Virgen escuchaba a Jesús explicando
pasajes de la Historia Sagrada en la Sinagoga.

Desde ese día empecé a pensar que Fabio no era un estudiante común. A
menudo me miraba a los ojos y me repetía alguna frase que se parecía a
las frases que componían el libro que me obsequió Don Francisco García,
El Carácter. Y, poco a poco, fui entendiendo que había leído muchos
libros... Sin un propósito definido, quiero decir que sin que hiciera
cálculos para mi conveniencia, sin pensarlo siquiera,
espontáneamente, le conté un día, quién era yo. Dónde había nacido.
Quiénes eran mis padres. Dónde vivíamos y le manifesté, también, cómo
estaba de contento en el Liceo. Me escuchó con atención. Como era su
costumbre y temperamento. Me preguntó por mi pueblo, y cuando supo
que mi padre era un minero de socavón, inclino su cabeza y, como
volviendo de un mundo distante, me miro y me dijo: - Bueno. Ya estas
aquí y hay que seguir...

Fabio vivía por la Plaza de Bóston, en Medellín. Allí residía con su madre y
alguna tía. El matrimonio estaba disuelto y su padre, un intelectual a
quien nunca conocí, creo que llevaba otra vida fuera del hogar... Escribía
mucho. Sus libros eran mirados con recelo por la comunidad
medellinense: “ Libertad Humana y Estados Morbosos del Espíritu”... “El
alma, A la luz de la Psicología”, etc. Ignoro si Fabio leyó esos libros. Yo
diría que él vivió su propio infierno, para ocuparse mucho del que vivía su
padre...

Un día se me ocurrió invitarlo a mi casa, en Bello, para que conociera a


mi madre. Aceptó con gusto. Por supuesto, yo le había hablado mucho de
él a Agripina y ella me autorizó la invitación.

Fabio era un muchacho blanco, sanguíneo, como ligeramente


congestionado, de cabellos negros un poco ondulados que le caían sobre la
frente. Hablaba despacio, tímido, pero siempre atento y mostró interés en
las pequeñas y fértiles eras que cultivaba Josefina en el solar de la casa.
Aunque no conocía su casa, sentí un poco de vergüenza al llevarlo a la
mía, tan pobre y como desamparada... Abrazó a Agripina, la besó en la
mejilla, y como ambos eran pequeños, se confundieron en un breve abrazo
que me llenó de felicidad. Bebió de buen grado, un vaso de leche que mi
madre le ofreció, sin saber élla que era el alimento que más le gustaba.
Miró el rincón donde yo estudiaba y pronto me pidió que fuéramos al
centro del pueblo, pues hacía tiempo que no visitaba a Bello.
50
Bello no era en Antioquia famoso solamente por sus fábricas de textiles, ni
tampoco por los grandes talleres del Ferrocarril que, en 1939, (no tengo
esa fecha muy presente) constituían la mayor empresa de Antioquia; lo
era también porque allí estaba el lugar de nacimiento del gran gramático,
expresidente de la República, don Marco Fidel Suárez, y porque tenía las
llanuras más bellas, - los llanos de Niquía -, a donde iban las gentes de
Medellín, como en busca de un descanso, un solaz, un abandono, a pasar
horas y horas mirando ese cielo azul, ese río Medellín que serpenteaba
limpio por sus laderas y a disfrutar del clima primaveral y de la paz que
emanaba de las montañas y colinas de su contorno.

Ya en el parque, Fabio recordó que en Bello estaba viviendo un sacerdote


que le conocía y a quien admiraba mucho. Me dijo que se llamaba Roberto
Jaramillo Arango. Es un sabio, me dijo. Es un gran poeta. Traductor de
poetas latinos. Naturalista, botánico, y un hombre excepcional. ¿ Tú lo
conoces? – Me preguntó. Le respondí que lo había visto, pero que él no
sabía quién era yo. Bueno – me respondió -. Es un poco distraído. ¿Sábes
dónde vive? – Supongo que en la Casa Cural, le respondí -. Vamos allá...
Vivía, efectivamente, en un amplio apartamento de la Casa Cural.

Nunca en mi vida, salvo la biblioteca general de la Universidad de


Antioquia, había visto un cúmulo de libros, ordenados unos en anaqueles,
estanterías y mesas, y otros arrumados en el piso, como los que ví esa
mañana en el apartamento del padre Roberto, como lo nombraban. Me
sentí anonadado, aniquilado por esa ingente cantidad de libros. El padre
Roberto estaba sentado frente a una mesa inmensa, no sé con cuántos
libros abiertos, pluma en mano, escribiendo, en silencio absoluto, y
nuestra visita le sorprendió, creo que con disgusto. Sin embargo, al
reconocer a Fabio, quien avanzó, con confianza, a saludarlo, mudó el
gesto, abrió desmesuradamente sus ojos detrás de sus lentes y lo abrazó
con cariño... Yo, un mataperros de la calle, futbolista, charlador de las
esquinas y conocido, no tanto porque estudiaba en el Liceo Antioqueño,
sino por mis risotadas que se escuchaban desde lejos, me sentí mínimo, y
habría querido se invisible. Pero estaba allí. Cuando Fabio me presentó al
Padre, diciéndole que era su compañero y amigo, y que lo había invitado a
pasar el sábado en el pueblo, entonces me miró por primera vez,
extendiéndome su mano blanca, regordeta, oliendo a cáscara de limón... El
Padre era de regular estatura. Blanco, calvo, rosado, ligeramente inclinado
hacia delante. Vestía sotana negra opaca y, en varios años, nunca le ví ni
siquiera sonreír... ( Escribiendo hoy, esta escena, se me vino a la memoria
el verso de Federico García Lorca): “Me porté como quien soy”, como un
tímido legítimo, le regalé una sonrisa amplia, y no tuve qué decirle...

******
Lo que hablaron esa mañana el padre Roberto y Fabio, no es exagerado
decir, marcó mi vida para siempre. Lo que empecé a buscar desde ese
51
sábado, tras padecer la conversación entre ellos, Roberto y Fabio, fue lo
que he llamado, el ideal de mi vida. ¿Por qué?. Porque ese día empecé a
comprender que, a los dieciocho años, cursando el cuarto año de
bachillerato en un colegio famoso, no sabía nada. No entendía, nada. No
recordaba nada. Ni sabía hablar. Ni sabía pensar, ni reflexionar, ni
siquiera escuchar con atención. ¿Qué era entonces?. Nada. Sí. Hoy creo
que ese día nací a algo que aún no descifro qué es... La charla entre el
Padre Jaramillo y Fabio Gómez, no aparece en ningún libro, ni famoso ni
anónimo. Fueron dos horas de intercambio sobre las más peregrinas
materias. Materias que hoy recuerdo que para mí, eran como ver una
estampida de veloces conejos en un prado alto. Siempre miraba moverse la
espiga cuando ya había pasado el conejo. Quiero decir que los temas,
apenas me daba cuenta de que existían. Los autores que se citaban,
apenas por casualidad en, pocos casos, los había oído nombrar; los libros
que se citaban, nunca creí que existían, y las reflexiones que se
escuchaban, las dudas que se planteaban, los elogios y las ironías que se
manejaban, eran el producto de la capacidad intelectual, del número de
lecturas que ambos habían manejado, del número de campos que habían
trajinado, etc.

Sufrí, me reconocí ínfimo, humillado, insignificante. Paradójicamente, hoy


también me siento así, pero no me duele tanto, ¿por qué?. Porque sin
hacer ningún juramento sobre la tumba de nadie, me prometí que iba a
leer cuánto más pudiera; que iba a aprender a pensar. Por su puesto, no
podría recordar todos los temas de que ellos trataron, pero sí escuché por
primera vez nombres que nunca he olvidado: Miguel de Unamuno, Antonio
Machado. Azorín. San Juan de la Cruz y Santa Teresa. De pronto, se oía el
nombre de un autor francés, reconociéndolo por la forma como lo
pronunciaba Fabio: Montaigne. Bergson. Pascal. Y yo, entonces, ni
siquiera se me ocurría preguntar quiénes eran esas personas.
Inconscientemente comprendía que habría sido para mi vergüenza,
demostrar de ese modo mi ignorancia... Al despedirme del Padre, le di las
gracias, no por la lección que había recibido, sino por una tajada de
papaya riquísima que nos ofreció durante la charla.

Mi admiración y reconocimiento por Fabio se duplicaron ese día. Sin


haberme sentido nunca una persona servil, sentía que mi agradecimiento
por Fabio crecía. Ahora pienso en lo que sentiría un bufón de alguna corte
Renacentista, cuando el Príncipe le ofrecía la primera lección de espada,
para que aprendiera a defenderse. Pues pienso ahora, que la primera
lección que ese día recibí – lección que me orientó en la vida -, ha sido
desde entonces, mi mejor arma en los combates de la vida... Tener una
cultura mediana, siquiera un barniz de información sobre el mundo,
sobre la vida, sin necesidad de presumir sabiduría, pero con esa capacidad
de tener opinión, conceptos y algunas referencias sobre el amplio espectro
que constituye el saber humano, es, como diríamos hoy, un elemento para
la supervivencia. Esto parece importante pensarlo y contrastarlo con el
mismo espíritu de la educación. Hoy, más que nunca, se acentúa la
52
diferencia entre formación intelectual y conocimientos científicos acerca de
las cosas. Siempre he creído que los saberes concretos, las habilidades,
por ejemplo, para vadear en el mundo moderno, y la inteligencia para vivir,
comprender y tener opinión del desenvolvimiento del mundo, van por vías
distintas. Cuando recuerdo ese papel ridículo que jugué en presencia del
diálogo entre el padre Jaramillo y Fabio; yo, escuchando nombres
desconocidos para mí; conceptos, juicios y opiniones que nada me decían,
y yo ahí plantado como un Buda de mármol, bien pude ser entonces un
experto en motores Diesel, un diseñador de dibujos de telas, o un experto
en química orgánica. El mismo papel habrían desempeñado en esa
situación. Entonces, es como si la incultura general aislara lo mismo que
la ignorancia total que yo padecía. Entonces, la consecuencia de esta
lección que me proporcionó el destino, fue la decisión que tomé de salir de
mi ignorancia, prometiéndome desde ese día adquirir, por medio de la
lectura, ese barniz de que hablo.

Empecé a leer febrilmente, pero, también, desordenadamente. Hasta ese


momento, mi educación era de materias aisladas, desconectadas, como sin
vínculos con la realidad y menos con esa especie de Unidad Cosmológica
que Fabio me explicó algunos días más tarde. Él me inició en una especie
de pensamiento faústico. Muchas noches, sólo en mi rincón de estudio,
tuve miedo. La unidad del Cosmos me aterraba. Aún así,
desordenadamente, empecé a apreciar diferencias, a distinguir, digámoslo
así, entre los mismos profesores que iba conociendo. Como si un sentido
crítico fuera surgiendo simultáneamente con la adquisición de mis pocos
conocimientos. Llegué a ser odioso para varios profesores, porque me
parecían rutinarios, mediocres y algunos petulantes, sin tener en qué
fundamentar su orgullo.

******
Llegó el quinto año de bachillerato. Era temido en el Liceo porque
empezaban la Química General, la Física, el Castellano de Bello, la Teoría
del Conocimiento y la Lógica. Había también materias como Literatura
Universal, Cosmografía, el último año de Literatura Francesa, etc. Algo,
muy profundo, estaba cambiando en mi. No era porque mis compañeros
fueran mas altos y casi todos más fuertes que yo. Desde hacia tiempo
sabía que sería un hombre de baja estatura, aunque de complexión fuerte.
Lo que percibía eran las profundas diferencias que existían entre nosotros.
En el grupo de Química, por ejemplo, recuerdo mucho a Esteban Rico:
inteligente, irónico, agudo, que parecía que no sabía, pero sabía mucho. A
Nelson Estrada, serio, callado, atento a las explicaciones y más bien
retraído. A Hernando Santamaría, amable siempre, simpático desde su
inmensa altura. A Gustavo Cadavid Benítez, amable, ordenado, inteligente
y siempre como sistemático. A Hernando Cadavid, metódico, organizado,
ansioso de conocimientos, etc. Todos eran mis amigos, y lo siguen siendo.
Yo recuerdo a muchos más... Pero el mayor hallazgo que hice en ese curso,
fue el conocimiento que tuve del profesor. Se llamaba Alfredo Restrepo.
53
Ingeniero Civil de la Escuela Nacional de Minas. Flaco, blanco, de estatura
regular, serio, irónico, lo conocí mordiendo la punta de un pañuelo blanco
y mirando como sin fijar completamente la mirada. Uno de sus ojos era
mas blanco que el otro, y todos le decían, en secreto, el bizco Restrepo.
Fue la persona que más influyó en mi decisión de estudiar Química;
aunque en mis tiempos de bachiller, en Antioquia, no existía la carrera de
Química pura, y terminé estudiando Ingeniería Química.

Alfredo Restrepo influyó sobre mi vida, de forma notable. En alguna parte


de estas memorias dije ya que, inconscientemente, me gustaban las
ciencias naturales; y la aparición del profesor Restrepo definió en mí esa
vocación natural. Su método de enseñar, era el de enseñarnos a pensar, a
inquirir, a dudar, como si todo pudiera ser cierto, si éramos capaces de
juntar pruebas científicas de ello. Me fascinó su método. Don Francisco
García, en mi escuela primaria, se aproximaba al mismo método. Pero el
Doctor Restrepo, - una especie de brujo en el Liceo, que atemorizaba a los
flojos -, tenía mayores elementos científicos para poder practicar el
método. Él me enseñó que la ciencia reúne muchas cualidades propias:
honradez, precisión, intenso trabajo, constancia, orden, voluntad, análisis,
memoria etc. De modo que cuando terminé mi curso de química general,
una sola cosa sabía, que estudiaría ciencias.

Pero Alfredo Restrepo, no fue para mí solamente un profesor; fue para mí y


para todos, un verdadero amigo. Maestro incomparable en su clase.
Consejero afortunado en nuestras dudas y conflictos personales;
orientador de vocaciones; crítico juicioso de los problemas educativos y de
la sociedad; y un hombre con un sentido de pertenencia al Liceo, que hizo
en ese Colegio una obra inolvidable. Fue también, el primer decano y
fundador de la Facultad de Ingeniería Química de la Universidad de
Antioquia, acompañado por un grupo pequeño de sus alumnos del Liceo
que le seguimos en esa aventura.

******
Mi profesor de Castellano de Bello fue Don Alfonso Mora Naranjo. Un
maestro del idioma castellano y de la cultura universal. Humanista.
Director, en mis tiempos y por muchos años, de la revista Universidad de
Antioquia, que sigue siendo honra de la Institución. En esos tiempos, la
revista convocaba a los más preclaros escritores de Colombia, y de
Antioquia particularmente. Dinámico, simpático, inteligente, agudo, con el
mejor sentido del humor, pero exigente en su cátedra, hasta el punto que
tal materia, se constituyó en uno de los mayores obstáculos para obtener
el “Cartón de Bachiller”.

Un día le preguntó intempestivamente a Esteban Rico: Repítame, por favor


la últimas palabras del Libertador Simón Bolívar. Esteban, que estaba
descuidado y no esperaba tal pregunta, se precipitó a responder: - Si mi
muerte contribuyera a que cesaran los partidos y se consolidara la unión,
54
yo bajaría tranquilo al sepulcro...” Si Bolívar hubiera dicho éso, no habría
dicho nada” – le respondió Don Alfonso. Hubo risas. Esteban, al
comprender su error, también se rió... Después supimos que ése, era un
ejemplo clásico del mal uso del pasado condicional. Que lo usaba en cada
uno de sus cursos y que por la rutina de las clases, no escapaban ni los
profesores mejor dotados.

Cuando Fabio Botero Gómez, un aventajado estudiante del Liceo, por estos
tiempos, fue invitado por la Rectoría, ( que creo estaba en las manos del
doctor Ricardo Uribe Escobar) para que hablara o leyera un discurso suyo,
en la conmemoración de la muerte del doctor José Félix de Restrepo, Fabio
Botero sometió su discurso al análisis de don Alfonso (esto me lo contaron
a mí) y don Alfonso no solamente elogió el discurso, sino que se lo hizo
publicar en la revista. Así era don Alfonso Mora Naranjo, un avisado
descubridor de ingenios.

******
Mi profesor de Física general fue Don Pablo Emilio Echeverri. Simpático,
culto, esforzado como profesor, amable como persona, didáctico y capaz de
hacerle cobrar a su materia interés, suprimièndole todo terrorismo a un
estudio de sí, difícil. Al nivel de los dos últimos años, casi todos los
profesores se comportaban con nosotros como verdaderos amigos. Era un
gusto hablar con ellos. Con don Pablo Emilio se podía hablar de todo,
desde las muchachas bonitas que todos los días pasaban a estudiar al
Central Femenino, arriba del Liceo, hasta de los pocos experimentos que
dicen hizo Newton para llegar a su concepción del mundo. Don Pablo tenía
una cierta tendencia hacia la Física Matemática. Es decir, un gusto, que lo
expresaba de diversas formas, por las concepciones teóricas, un poco
alejado del doctor Alfredo Restrepo, quien, teniendo también excelente
formación matemática, abogaba por el experimento como algo esencial en
la ciencia. Reconozco que ambos profesores me influyeron cada uno por su
lado. Me parece que en ese tiempo tenía yo una decidida vocación por la
ciencia. Con don Pablo tuve ocasión de comentar uno de los primero libros
de divulgación científica que me leí, “ Esquema del Universo”, creo que de
un autor Duncan, que con “La incógnita del hombre”, del doctor Carrel,
constituyeron los libros iniciales que estimularon mi incipiente visión
fáustica del mundo. Acerca de esa visión, que he perseguido por muchos
años, quiero decir dos palabras.

******
La visión que tienen las personas del mundo en que vivimos, sea muy
amplia, rica y productiva, o sea sin mayor profundidad, se adquiere desde
el bachillerato. Simplemente, hay personas que estimulan esta visión, o no
lo hacen. Pero es de la educación secundaria desde donde arranca esta
tendencia. Muchas veces, a causa de la unidad o no, que exista en los

55
planes de estudio, y por las tendencias propias de los profesores, se
incrementa o se pierde la visión del mundo. Si un profesor de Física, por
ejemplo, en algún aspecto de su curso, se detiene con gusto a mostrar la
importancia de una ley, la aplicación que encuentra en la Química o en la
Biología, está contribuyendo a la extensión de su materia, y a la utilidad
universal de esa ley. De esta actitud, no solamente resulta la importancia
de lo que él enseña, sino que contribuye absolutamente, a integrar el
mundo. Lo mismo se puede afirmar de los principios de la Química y de la
Biología. Por otra parte, si el profesor de Historia o de Filosofía, es capaz
de relacionar, mediante una cita oportuna, su ciencia con el idioma, el
arte, la poesía etc. también está contribuyendo a que el mundo de sus
alumnos no se cierre en un compartimento aislado, ayudando así, al
alumno, para que no crea que todo esta terminado en cada principio. La
visión fáustica que nació en el pasado, tiende, a causa de esa especie de
miopía de muchos profesores modernos, a hacer del mundo una bolsa de
canicas, en vez de un solo universo. Por eso hablamos de una visión
universal. Es extraño que en un mundo que los economistas actuales
llaman globalizado, en la educación persistan las visiones parciales. Que
haya temor de integrar los conocimientos. A este respecto tengo una
anécdota personal... En mi deseo de llevar esta visión del mundo a la
Universidad, hace más de treinta años formé con un grupo de colegas que
compartían estos propósitos, un seminario que se empeñó en ofrecer, a los
alumnos de primer año de Universidad, un curso que nombramos de
“Ciencia Integrada”. Preparamos conferencias y nos lanzamos a ofrecerlo.
Entonces algunos alumnos, esa franja que recibe el nombre de
“Revolucionaria”, vetó el curso, por reaccionario, dijeron. Pero esta
experiencia es posible que hoy resulte de avanzada.

La especialización, la visión recortada de los conocimientos, la creencia de


que el adelanto de las ciencias y las técnicas tendrán siempre el efecto de
recortar nuestra visión del mundo, siempre han sido anticulturales.
Cuando recientemente supe que el Doctor Hoffmann, premio Nóbel de
química, asiste a congresos de arte y poesía, y que él mismo escribe
poesía, la publica y la difunde, pensé que el mundo todavía puede
salvarse.

******
Hasta ahora, pues, he mencionado algunas de las personas que influyeron
en mi formación: Fabio Gómez, con su singular ejemplo de lo que es un
joven precoz, capaz de dejar en menos de treinta años un ejemplo como el
suyo. Él me llevó a la lectura y el pensamiento. Me mostró autores que
dejaron huellas imborrables en mi vida. Por él empecé a leer a don Miguel
de Unamuno, su prosa, sus novelas, su teatro (“Nada menos que todo un
hombre”), su poesía interior y sus ensayos magistrales.

Antonio Machado, el poeta más importante de España, según el filósofo


Julián Marías. Azorín, el escritor de lo amable y lo sencillo, dueño de un
56
estilo inimitable. San Juan de la Cruz, el poeta místico más profundo de la
lengua castellana. Y a Pascal, el de la Ciencia y los Pensamientos. A
Montaigne, el creador del ensayo como género literario y a Goethe, a
Shakespeare, a Dante, y desde esas cumbres mirar todo lo que hubo atrás
y a lo propio, colombiano. Esa visión del mundo, se la debo casi integra, a
Fabio Gómez Pizzano (q.e.p.d.).

Al doctor Alfredo Restrepo le debo mi iniciación en la ciencia rigurosa. Pero


también algo que, a falta de un nombre más adecuado, llamo “visión
global” de la ciencia misma. Restrepo no era un químico analítico, en el
sentido clásico, aunque sabía mucho de análisis. Tampoco era un químico
orgánico, de enlaces, funciones, mecanismos. Era más bien, un
fisicoquímico. El primero que conocí y, de su mano y con su ejemplo,
llegué a ser lo mismo: un fisicoquímico.
De don Pablo Emilio Echeverri aprendí cosas que no están en los libros:
caballerosidad, respeto, educación, buenas maneras y
complementariamente, las leyes fundamentales de la Física.
De don Alfonso Mora Naranjo, respeto y admiración por el idioma
castellano, así haya llegado a ser yo, un escritor mediano. Pero esto no fue
su culpa.

******
Fue en mi quinto año de bachillerato, cuando descubrí que el mundo no
era solamente el ambiente pequeño y familiar que me rodeaba. La radio,
los periódicos, los comentarios, los círculos de los profesores y
compañeros, de pronto, me mostraron lo que estaba pasando en otros
meridianos. Y yo, alelado, escuchando las voces de mi pequeño mundo.
París, la que aquí llamaban, “la capital del mundo”, temblaba de pavor
ante las fuerzas Nazis. Roma le mostraba a la gente, los presumidos
batallones de los “camisas negras”. Polonia ya mostraba los destrozos de
las fuerzas de Hitler; y España, la adolorida España, había pasado apenas
el crimen de Güernica. Pero el Liceo Antioqueño, apenas se reía mirando
los arrestos de un profesor empolvado que marchaba, con un grupo
pequeño de seguidores suyos, con sus camisas negras, por los patios del
colegio. Era apenas el símbolo y la muestra de lo que era el Liceo en su
interior. El Liceo era, entonces, un muestrario de todas las ideologías. Allá,
podían existir las corrientes ideológicas más diversas: Liberales Lopistas
que defendían a capa y espada, la “revolución en marcha”; conservadores
de la línea más reaccionaria, seguidores a ultranza de Monseñor Builes
quien, hacia poco, había prohibido que las mujeres, usaran en público,
pantalones largos como los de los hombres. -¿Por qué?- Preguntó en la
Asamblea de Antioquia un diputado liberal. - “Porque las mujeres vestidas
así, se ven como masculinas”- respondió el diputado conservador... – Yo no
sé si éso será cierto, honorable diputado. Lo que sí sé, “es que se ven más
culonas... y eso está bien”. Pero si estas cosas eran motivos de discusión
en un cuerpo colegiado como la Asamblea de Antioquia, en el Liceo las
discusiones se hacían sobre las ideologías en conflicto: Nacismo,
57
Comunismo y Democracia. Todo el ambiente del Colegio se saturó de estas
ideas. Muchos estudiantes leían, todavía sin haber cursado las lecciones
de filosofía, libros divulgativos de Marx, de Hegel, de Lenin; de
propagandistas del Comunismo. Pero también se leía a Jaques Maritain, a
Nicolás Verdaieff, había estudiantes que llevaban un periódico llamado “El
obrero Católico”, dedicado a guiar a los obreros frente al sindicalismo de
orientación Marxista, y muchos también, como el que estas notas escribe,
que viviendo en mi propio espíritu una especie de cambio sustancial en mi
comportamiento, en mis hábitos de lectura, en mi formación intelectual,
miré con indiferencia toda esta revolución; me refugié en la lectura intensa
de don Miguel de Unamuno, me amparé en él, dejando pasar esa fiebre
que abrazaba a tantos amigos. Sin haber sido nunca un reaccionario,
confieso paladinamente, que me gustó desde temprano la democracia del
Lopismo, de la “revolución en marcha”; me identifiqué, por muchos años,
con la filosofía trágica de Unamuno, y, poco a poco, me fuí aproximando a
una visión científica racional, del mundo que nos rodea. ¿Por qué?.

Cuando, varios años después de haber pasado mi bachillerato y mi carrera


de ingeniero químico, me puse a pensar en lo que había sido mi estudio y
mis escasas realizaciones, y, reflexionando un poco, me dí a mí mismo la
explicación de por qué comprendí y admiré tanto, la “revolución en
marcha”. Ciertamente, de todos sus programas, éste el de la educación,
fue para mí, el más notable... El que yo, un pobre hijo de un minero que
vivió su vida abandonado en los socavones de las montañas, ganando con
sus manos un pan que apenas mitigaba el hambre suya y la de su familia,
pudiera, en pocos años, ostentar un hijo graduado, con su limpio titulo de
ingeniero, trabajando ya para una Universidad, viviendo una vida decente
y civilizada, me llevó a ratificar mi admiración por la obra del doctor López
Pumarejo y la de su equipo, por una parte; y por la otra, la de hacerme el
propósito en toda ocasión para insistir en que la educación pública,
sostenida por el Estado, es el programa más noble, humano e inteligente,
que un gobierno puede hacer.

Casi nadie cree hoy, cuando con gusto lo refiero, que yo estudié
gratuitamente, desde mi escuela primaria hasta graduarme de ingeniero.
Mis únicos gastos se redujeron a los textos de estudio, que fueron, en el
bachillerato, libros usados, comprados a bajo precio al viejo Arcilita en el
Liceo, y después, algunos libros nuevos. La educación gratuita para el
pueblo, tal vez fue la primera pieza de ese mecanismo que se robaron los
que le sustrajeron al Estado su “rumbo de gobierno”; quiero decir, que al
mutilar el espíritu de la “Revolución en marcha”, tal vez aniquilamos
todos, la posibilidad de redimir a Colombia. El encarecimiento de la
educación, el volver el saber un privilegio; esa especie de Mixti Fori en que
cayó la educación, tan llena de etapas y sofisticaciones, llegando hoy a
hacerse inalcanzable para los niños, que siguen siendo niños, dispuestos
siempre a recibir el pan y el abecedario. Pero sigamos...

58
No sé de dónde saqué energías para en ese quinto año de bachillerato
hacer lo que hice. El equipo de fútbol del Liceo, al que pertenecía, para
disputar el campeonato intercolegiado de ese año, contrató a un
entrenador extranjero. Era un viejo que unos días nos decía que era
Austríaco y otros Holandés. Se llamaba Leo, de apellido impronunciable, al
que nosotros por abreviar, le pusimos el apellido más familiar que se nos
ocurrió. Lo nombrábamos, Leo Chesterfied. Y él estuvo feliz.

Nos entrenaba en la cancha de Miraflores, arriba del Liceo. Era flaco, alto,
desgarbado, mal hablado, como si hubiera aprendido el castellano en un
muelle. Nos nombraba por apodos que él mismo se inventaba. A mí me
llama el “señor pelo”, porque usaba el pelo largo. Pero era un experto en
los pases cortos y el dominio del balón. “Pará el balón hiputa”, nos gritaba.
Y nosotros no podíamos obedecerle de la risa... Pero ganamos ese año el
campeonato. El Liceo nos dió de premio, un paseo en bus a la ciudad de
Antioquia. La señera, la colonial y hermosa ciudad de Antioquia. Esa
noche, después del partido con los muchachos del Colegio, a quienes
goleamos, nos ofrecieron un banquete. Recuerdo a muchos de mis amigos,
verdaderas estrellas del fútbol: Saúl Peláez, una gloria deportiva del Liceo,
de Antioquia y de Colombia: futbolista. Basquetbolista. Nadador. Atleta. Y
un caballero para no olvidarlo nunca. Gabriel Álvarez: Un maestro del
toque y la racionalidad en el juego, quien más tarde sería un médico
brillante, además de cantor de música americana, de grata recordación.
Carlos Marín Hernández, ése que hacía silbar el balón cuando lo
impulsaba con uno u otro pié. Más tarde agrónomo y distinguido
entomólogo. Jorge Jurado Rave, el parsimonioso, preciso en el juego, y
gracioso, irónico y siempre frotándose la nariz y sonriendo
mefistofélicamente después de un chiste, y yo, a quien todos me dijeron en
el comedor que no tocara un huevo duro adornado con ramitas que
trajeron en el centro de la bandeja de la ensalada, para que se lo comiera
de un bocado Jurado, a quien le quedó más cerca.

Ese año también, me correspondió organizar el campeonato de ajedrez en


Bello. Le gané mi primera partida al doctor Villa. Y esa noche descendió
borracho de la terraza, como a las once de la noche y me dijo: “Zapata,
usted está jodido si prefiere a un viejos cascarrabias como Unamuno, al
maestro del mundo que es Marx. Duerma bien, si puede”. Se marchó
trastabillando para su casa.

******
En 1941, al final del año, leí por primera vez, los “Veinte Poemas de Amor
y una Canción desesperada”, de Pablo Neruda. Me sacudieron como a todo
el mundo. Jorge Montoya Toro, campañero del Liceo y colaborador de El
Colombiano, el mejor periódico Antioqueño en ese tiempo, en su
suplemento literario, comentaba, por boca de distintos escritores, el libro
de Neruda. Jorge Montoya mismo era entonces un poeta conocido: pulido,
fino, armonioso, enamorado y amante de la belleza. Pero el libro de Neruda
59
debió sacudirlo. Como lo hizo conmigo, y con Otto Morales Benítez que ya
figuraba en las páginas de El Colombiano. De Bogotá llegaba el periódico
Sábado, que dirigía el doctor Juan Lozano y Lozano, que devorábamos los
“intelectuales” del Liceo como pan caliente: Hedy Torres, Jorge Montoya,
Fabio Botero Gómez, Mario Franco Ruiz, un estudiante alto, rubio, vestido
de corte inglés, amable, simpático, quien cuando supo que a mí me
gustaba mucho una niña que pasaba por las mañanas frente al Liceo, y
que era pequeña como yo, me dijo: “Yo no sé qué se puede esperar de la
unión de dos moneditas de oro”. Así, con humor y alegría, de pronto, me
fuí metiendo en ese mundo de la literatura, de la novela, de los ensayos de
Otto Morales, de los poemas de Edgar Poe Restrepo, asesinado vilmente; el
poeta de “Yohar, la niña del verso”, quien, una tarde, mientras en su clase
de literatura Colombiana, exponiendo la emoción de un pintor que copiaba
el cuerpo de una hermosa modelo, la fue desapareciendo con cada rasgo
que lograba robarle; emocionado hasta el límite, volcó la mesa desde donde
hablaba, aporreando a varios alumnos que, boquiabiertos, no sintieron el
golpe. Edgar, sin inmutarse, se caló su pava blanca, y abandonó la sala...
Edgar era alto, bien parecido, serio, imponente, una joya sacrificada.

Fabio Gómez no se metía en todas esas danzas; seguramente las


comprendía perfectamente, pero tal vez, en esos días, se pasaba leyendo
ya, en alemán, alguna obra de Oskar Hertwig, el biólogo alemán que lo iba
llevando, como hipnotisado, al mundo de la célula, que fue el que más
estudió en esos tiempos.

Una tarde, me encontré en Bello, con el padre Roberto Jaramillo Arango.


No sé por qué me distinguió con su saludo y me autorizó a que siguiera a
su biblioteca. Todo me impresionó como la primera vez que lo había
visitado, pero yo era otro. Me alegró su invitación. Le dije que me habían
encantado sus Monografías botánicas que venía escribiendo en la Revista
Universidad de Antioquia, lo dije sinceramente; agregándole que tenían
ese toque de erudición, excelente gusto literario, y la ironía que lo
caracterizaba. Se quedó mirándome. Como si no pudiera creer que en solo
dos años, hubiera salido de esa timidez y segura ignorancia que me había
observado seguramente, el día en que me conoció. Cuando supo que
estaba cursando el sexto año, me felicitó. ¿Con quién estás cursando
filosofía?. Me preguntó de pronto. Con el doctor Julio César Arroyabe le
respondí. ¡Ah! Exclamó, agregando: Ahora está en discusión con otro
filósofo. Pueda ser que salga bien – agregó-. Es muy buen expositor, le
dije. – Y es hombre culto, ameno, y toca piano muy bien... Lo sabía todo.
Yo sabía que él era profesor de Literatura Colombiana, pero yo había
preferido, para el mismo curso, a Edgar Poe Restrepo, que por esos días
estaba terminado su carrera de Derecho en al Universidad de Antioquia y
quería mucho al Liceo. Ese día el padre Jaramillo estuvo acariciando entre
sus manos un limón maduro, al que le arrancaba cascaritas con las uñas,
llevándoselas a la boca con mucha discreción. Como la poesía era uno de
sus campos, hablamos de Pablo Neruda. Me dijo, con esa franqueza suya,
que la “Oda a Federico García”, del poeta, no le gustaba. Eso de... “si
60
pudiera morirme de miedo en una casa sola. Si pudiera sacarme los ojos y
comérmelos, lo haría por tu voz de naranjo enlutado, y por tu poesía que
sale dando gritos”. Cito de memoria, como él lo hizo. ¿Qué es eso? – Me
preguntó-. ¿Cree qué eso sea poesía?, me preguntó. A mí, a un mudo que
había aprendido a hablar de tantas cosas en apenas dos años. Yo mismo
me sentí orgulloso. De estar con él, de que me confiara sus pensamientos y
opiniones, de que hubiera olvidado tan pronto mí torpeza, ignorancia e
indecisión, que había mostrado hacía tan corto tiempo. Como yo también
he sentido desde esos tiempos mis dudas sobre si esa poesía corresponde
en verdad a un esfuerzo de la inteligencia, o a una facilidad idiomática que
casi inconscientemente nos viene a la voz, entonces le dije al padre que yo
también prefería, la “Casada Infiel”. Apenas me esbozó una sonrisa. Sabía
ya, y muy bien lo sé hoy, que el padre Roberto era un poeta de corte
clásico. Traductor de poetas latinos del Latín directamente, y no dándoles
vuelta por el Francés, que abundan tantos entre nosotros.

Un personaje amable y muy admirado en el Liceo durante mi bachillerato,


fue el doctor Julio César García. Fue director por varios años del Colegio,
pero su sabor estaba en las conversaciones informales sobre los temas
cotidianos, a los que él les agregaba las notas históricas, las anécdotas, y
ese castellano suyo que, un poco como el Maestro Azorín, lo adornaba con
voquibles, como llamaba el doctor López de Mesa, a las palabras que
marcaban hitos en el lenguaje. El doctor García fue mi profesor de Historia
de Colombia. Fue autor de un libro que llegó a ser famoso en el Liceo y
aunque para algunos estudiantes era fatigoso por los detalles y el gran
número de fechas sobre nuestra historia, gracias a su rigor, llegó a ser un
texto de consulta, sobre todo después de que surgiera la nueva historia,
más interpretativa que descriptiva, que después del año 1950 se impuso
en el País, gracias a los pensadores e historiadores sociólogos que
surgieron en la Universidad Nacional de Bogotá, bajo el estímulo y
ejemplo principalmente del doctor Jaime Jaramillo Uribe. El doctor García
nos jugaba maturrangas que después, nos hacían reír. En un once de
Noviembre, todos ingenuamente, preparamos para uno de sus exámenes
que sin importar que fuera día de fiesta nacional, le debíamos presentar.
Nos prevenimos estudiando exhaustivamente la historia de la
Independencia de Cartagena. Preguntándonos, más bien, la Batalla de
Boyacá. Pero siempre lo consideramos un verdadero maestro.

******

Desde antes de presentar los últimos exámenes finales del sexto año, por
iniciativa, creo de Pablo Cárdenas Pérez, del gran deportista del Liceo, Saúl
Peláez y el doctor Julio César Arroyabe, se empezó a promover la idea de
hacer, a pié, una excursión, que, saliendo de Medellín, fuéramos a Pereira,
Cali, Popayán (donde conoceríamos al Maestro Guillermo Valencia, para
muchos de nosotros, el mayor de los poetas Colombianos). Cruzaríamos la
cordillera Occidental por el temible Páramo de las Delicias, caeríamos por
la Plata, a Ibagué, buscaríamos la manera de llegar a Puerto Berrío, en
61
Antioquia, y de allí, en el tren, llegaríamos a Medellín. Era como una
excursión tipo conquistador. Invitaron a los muchachos reconocidos como
deportistas, gente sana y con verraquera. En menos de cuatro días
estuvimos comprometidos a llevarle la cuota al comité organizador...
Entre Adán, Eva y Agrípina, me dieron la cuota, cuya cuantía no recuerdo.
El Ejército de Medellín, nos prestó morrales de campaña para que cada
excursionista, llevara sus cosas al hombro. El ejército lo hizo, porque casi
todos lo muchachos inscritos, habíamos sido entrenados por varios
instructores de ellos, quienes en un programa de conseguir la Libreta
Militar que, autorizado por el Ministro de Guerra, cumplíamos en la
Brigada... Me aparecí un día, en mí casa, con un morral de lona gruesa,
atorado de correas, para que allí acomodara todo lo que podía caber.

Acomodé todo lo que creí necesario para el viaje. Excepto un segundo par
de botas, así hubieran sido rotas. Un día, a las seis de la mañana, más de
quince estudiantes, cargando los morrales militares, partimos del patio del
Liceo, con rumbo a La Pintada. Aunque no nos llovió, las llamadas
carreteras, eran un verdadero calvario. De los buses que nos pasaban
entre gritos, confundiéndonos con el ejército, nos gritaban bestialidades.
Pablo Cárdenas, Saúl Peláez, el doctor Julio César Arroyabe y otros que no
recuerdo, nos servían de guías. Yo iba con Luis Carlos Palacios, entre la
tropa... Llegamos a Pereira en un día. Nos alojamos en algún Colegio cuyo
nombre no recuerdo. Pereira era un pueblo grande de campesinos activos,
blancos, alegres, expresivos y acogedores. Las gentes nos llenaron los
morrales de comida que nos duró hasta Cali. Lo que uno veía a lo largo de
ésas vías estrechas, por donde apenas cabían un bus de línea y nosotros
teníamos que orillar, para darle paso, eran casas de campo hermosas,
lejos de la vía; y cultivos de café y plátano y a veces, jardines florecidos...
En un día y medio llegamos a Cali. El Valle del Cauca siempre ha sido
hermoso. Para nosotros, antioqueños, que nos tocó en el reparto de las
tierras, plana apenas la palma de la mano, el paisaje del Valle, con sus
ríos azules, sus llanuras de esperanza, ésos guaduales poblados de garzas
blancas y rosadas, saltando sobre los verdes prados; las casas solariegas,
los ganados pastando en lontananza, todo, hasta el tibio aire y sus vientos,
nos cautivaron. En Cali nos alojamos en el Colegio de Santa Librada. La
ciudad era entonces pequeña, de construcciones un poco apeñuscadas,
calles estrechas y todavía ni siquiera tenía una Universidad. Lo más bello
del Valle eran sus campos. Nos decidimos por irnos a conocer el puerto de
Buenaventura. Queríamos todos conocer el Océano Pacífico. “¡Qué calor.
Qué horror. Qué hedor!”. Como dizque exclamó un pastuso, cuando fue al
puerto en luna de miel... En un barco destartalado y lento nos fuimos
hasta La Bocana. Un arrimo al mar, de playas pantanosas, lodosas y
sucias. Allí, por poco me ahogo. Conversando con Hernando Santamaría,
uno de mis amigos más queridos, nos fuimos lentamente acercando al
mar. Hablábamos. De pronto, me hundí en el agua. Como nunca aprendí a
nadar, chapucié en lo profundo. Hernando me sacó halándome del cabello.
Y yo, muerto de miedo, le dí gracias a Dios, a la estatura considerable de
Hernando, y a mi abundante cabello...
62
Recuérdese que el entrenador de fútbol, Leo Chesterfield me decía “señor
pelo”.

Seguimos hacia Popayán, la ciudad señora del Silencio y la Paz. Limpia,


con olor a historia. Lo primero que hicimos fue buscar la residencia del
Maestro Guillermo Valencia. Nos recibió con una calidad humana que creo
que todos la recordaremos siempre. Alguien le dijo que ese viaje nuestro lo
habíamos realizado casi exclusivamente, para conocerlo. Nos quiso abrazar
a todos. Estaba ya muy enfermo. Desde su silla y bastante débil, nos
preguntó por Antioquia. Expresó, de varias formas, el amor que sentía por
nuestro Departamento. Me pareció que sentía una admiración especial,
por el General José María Córdova. “Fue un león” – nos dijo... Cuando le
dijimos que pensábamos trasmontar la cordillera por el “Páramo de las
Delicias”, se alarmó. “No, por favor”- Nos reiteró. “¿Con cuáles ayudas?.
¿Saben de qué están hablando?. Ese paso es espantoso. Si ustedes me lo
permiten, yo puedo pedirle al Gobernador que les preste ayuda”. Le
agradecimos su interés. Le dimos todos la mano y le prometimos que
íbamos a discutirlo entre nosotros... No sabíamos que le estábamos dando
el último adiós, a uno de los hombres más grandes de nuestro siglo. Murió
en 1943.

En Popayán compramos esa misma tarde ruanas de lana, de esas tejidas


por los indios: gruesas, burdas, pero que nos protegían mucho... Al día
siguiente temprano, iniciamos el ascenso por un camino imposible hacía el
Páramo. Espantoso todo. Al llegar a la meseta, empezamos a ver
esqueletos de caballos o de burros, muertos de pié, paralizados por el frío.
Una brisa helada y un viento silbante, nos acompañó desde el inicio.
Varios, y yo entre ellos, empezamos a sentirnos asfixiados. Me hicieron
masticar panela en troncos y alguien dijo que traía coraMina, que me
ayudó mucho aplicada debajo de la lengua. No recuerdo, creo que unas
tres horas tardamos en recorrer la meseta y empezar el descenso hacia el
pueblo de La Plata... A la entrada del pueblo, vimos una pequeña casa–
restaurante donde conseguimos agua panela caliente y frijoles con arepa.
Estábamos helados y muertos de hambre. Nos sirvieron en un mesón.
Todos nos lanzamos sobre la comida. Un muchacho, que nunca había sido
amigo mío, llamado Antonio J. Cano, se me acercó y me dijo, sin más ni
más: “ Así que el cari cortado se estaba muriendo en el Páramo?”. Yo tenía
mi plato de comida en mis manos. Probablemente cuando miró mi rostro,
comprendió mi ira y, temeroso de que yo lo agrediera, con el dorso de su
mano me tiró sobre la ropa, la comida. Pero se quedó allí. Era, y todavía
debe ser, espero, más alto que yo. Sin quitarme la ruana le lancé un
puñetazo feroz, ciego de ira... Me sentí - como el título de la famosa
novela de Fiedor Dostoyesvky, “Humillado y Ofendido”. Con tan mala
suerte para él, que mi golpe le reventó las narices. El mismo se alarmó. La
sangre le brotaba escandalosamente. No reaccionó, y, poco a poco, a mí se
me pasó la furia, pero nunca más llegamos a ser amigos... Continuamos el
viaje hacia Ibagué. Nos alojamos en el Colegio Simón Rodríguez. Allí nos
acogieron en las residencias de algunos alumnos que estaban en
63
vacaciones. Yo, que llevaba a esas alturas los zapatos destrozados, los
cambié por unos menos viejos que encontré en algún armario... De allí
buscamos la ruta a Puerto Berrío y regresamos a Medellín.

******

Una tarde de Noviembre de 1942, sintiéndome ya libre de todas mis


obligaciones con el Liceo, mientras volvía a Bello en trén, volví a pensar si
debía estudiar Derecho, en la Universidad de Antioquia, en donde podía
ser aceptado por haber obtenido un promedio de notas, de todo mi
bachillerato, mayor a tres puntos siete, lo cual, por reglamento de la
Universidad, me daba derecho de estudiar en cualquiera de la Facultades,
(Medicina, Derecho, Odontología); o si me preparaba para presentar el
exámen de “Menos Uno”, que exigía la Escuela Nacional de Minas donde,
si aprobaba el exámen, tampoco tenía que pagar matrícula. Tenía plazo
hasta la segunda semana de Enero de 1943, para resolver este dilema. De
motu propio había decidido que no me gustaban Agronomía, ni Medicina,
ni Odontología. Pensé que podía consultar a tres personas: a Agrípina, mi
madre. Al padre Jaramillo, en segundo lugar, y al doctor Alfredo Restrepo.
Hice las consultas en ése mismo orden.

******

De mi madre había recibido los consejos más sabios de mi vida. Sabía


perfectamente que era una mujer ignorante, pero con un alma muy
grande. Ahora sé, que para guiar a una persona, no se requieren los
conocimientos que dan la ciencia o la cultura; que bastan las honestas
intenciones del corazón. Ése, como premonitorio espíritu de los buenos;
ése querer que todo salga bien. He aprendido que obrando con buenas
intenciones, casi todo lo humano que decimos, nos sirve a todos. Se vive
del silencio y de la reflexión. La razón nos ayuda mucho, pero, por eso
digo, que el hombre es racional y sensitivo, y si la ciencia viene de la pura
razón, nunca debemos dejar que siga sola. Llevemos siempre en alto los
sentimientos, ellos, aunque no tengan, ni gocen por sí solos del aura de la
ciencia, viven contigo, también son tus guías, y piensa, cómo sería el
mundo si los hombres quisieran ser más buenos... Lo que me dijo mi
madre cuando la consulté sobre lo que debía estudiar, lo resumo: Que sea
lo que quieras. Lo que te llene siempre el corazón. Pero apréndelo bien.
Que te sirva y le sirva a los otros. No pienses que llegarás a ser rico. Mira a
tu padre, viendo toda la vida el oro cerca, y nosotros, todos los días con
necesidades. Si tu padre hubiera sido un ladrón, tal vez seríamos ricos, y
yo me habría muerto de tristeza.

******

Cuando hablé con el padre Roberto, consultándole sobre lo que debía


estudiar, me respondió, como asustado, “Creí que ya estabas decidido a
ser abogado. Es, creo yo, la profesión que más espacios abre en la
64
dirección de las humanidades. Y a tí te gustan las humanidades,
¿Verdad?”. Guardé silencio. Al poco rato le dije, casi como en confesión, y
con vergüenza, que me gustaba todo. Esbozó una sonrisa casi
imperceptible, diciéndome inmediatamente: “los jóvenes, ahora, deben
pensar seriamente en la ciencia y la tecnología. Ya se metieron en el
mundo y nadie las hará salir. La química, la física, la biología, son las
ciencias del futuro, y las ingenierías, por supuesto. ¿Cómo te va en
matemática?, - me preguntó.– Creo que bien.- Entonces, ciencias, claro.-
Aquí tenemos varios ingenieros poetas – me comentó, agregando – León de
Greiff ¿No es ingeniero? – Sí padre – le respondí.- Bueno, ahí tienes un
ejemplo. Entre trago y trago escribe muy bien”... Ésto fue, en síntesis, lo
que me aconsejó el Padre Roberto cuando le pedí ayuda para definir mi
vocación.
******

Al doctor Alfredo Restrepo, le encontré en su laboratorio del Liceo, a


principios de Diciembre. Estaba, en su escritorio, leyendo un tomo en
inglés, de una enciclopedia de Química de un tal Mellor.– “Creí que
estabas en una finca, a las orillas del Cauca, montando a caballo y
gozando de estos soles”, me dijo. Me reí. – Usted sabe, le dije, que no tengo
ni finca ni caballos. Me contento con los soles de Niquía, en Bello. – Lo sé,
Zapata. Me gusta verte. ¿A qué viniste?. Vengo a consultarle algo muy
importante para mí. No quiero llegar tarde a la matrícula, cuando decida
estudiar alguna carrera y me encuentre con que ya no hay cupo, como me
sucedió antes de empezar el bachillerato... Pero, en vez de ponerme a
contarle mi historia, le dije lo que me habían aconsejado mi madre y el
padre Roberto, a quien conocía. Me escuchó con atención, mirándome con
esa mirada que parecía con objetivo móvil, y, con especial tono en su voz,
me dijo: Bien. Lo que te voy a contar, es algo secreto todavía. “En la última
sesión del Consejo Directivo de la Universidad, el viernes pasado, se
aprobó una proposición, en la que yo intervine, para fundar en la de
Antioquia, una Escuela de Química en este año de 1943. La proposición
fue aprobada por el Consejo Superior, y se nombró, una comisión, de la
que formo parte, para que se someta al señor Gobernador, doctor Pedro
Claver Aguirre. Si él la aprueba, para Febrero o a más tardar, en Marzo,
tenemos una escuela, para que muchachos como tú, puedan estudiar la
verdadera química”... Yo me sentí encantado. De modo, agregó, que es
bueno que no te decidas todavía por escoger una carrera”.

Volví a mi casa, a Bello, le conté a Agrípina la noticia. Ella se alegró. Pero


después me preguntó, como si élla entendiera de educación, ¿Pero no será
muy arriesgado inventar una escuela de química?.

65
V

La ingenua observación de Agrípina, acerca de lo arriesgado que le parecía


la decisión de fundar una escuela de química, tenía ese fondo de intuición
que las mujeres tienen sobre casi todas las cosas. Es ese factor de
precaución que debe ser considerado, tenido en cuenta siempre, pero es
también el elemento que en la historia de los pueblos y de los individuos,
ha diferenciado el carácter de los que avanzan en la vida, en cualquier
aspecto. El carácter del pueblo antioqueño, históricamente, es el de pasar
el Rubicón. Si el niño teme mojarse sus pies, no logra siquiera librarse de
sus propios orines. Todos nuestro actos, son decisiones, y todo tiene
riesgos. La diferencia entre las personas está en la capacidad de evaluar
los peligros, preveer, intuir, medir en la mente lo que puede suceder y,
finalmente, arriesgarse o no. Todos los estudios previos no revelan el
camino de la realidad y por eso, en toda decisión se está corriendo uno o
muchos riesgos.

En la primera semana del mes de Marzo, de 1943, en el patio central de


una casa grande y vieja, cercana al Liceo, un puñado de muchachos, todos
bachilleres, unos pocos del Liceo, y varios de otros departamentos de
Colombia, estuvimos escuchando una amena exposición de Alfredo
Restrepo, sobre la nueva Escuela de Química que la Universidad de
Antioquia iniciaba ese día. No puedo dar los nombres de los que ese día,
sentados en sillas escolares traídas del Liceo, veíamos a Restrepo
pasearse por el corredor, vestido de saco y corbata, mordiendo la punta de
un pañuelo blanco apretado en su mano derecha, de vez en cuando, y
mirando como sin mirar al grupo, emocionado, nervioso por primera vez,
haciendo una síntesis de las ramas de la química. De la importancia de
esa ciencia. El sol entibiecía, pero aún no perturbaba el patio, y nosotros,
atentos, siguiendo con los ojos sus movimientos, escuchando de sus labios
principios científicos por primera vez, como la ley de la conservación del
momento angular, en una charla que nosotros no podíamos distinguir si
estaba hablando de física o de química. Lo que pude comprenderle ese día,
en resúmen, era que la ciencia era una sola. Que las divisiones que
hacíamos eran arbitrarias o de facilitación de comprensión. Que la biología
se apoyaba en la física y en la química y que debíamos tener avisada la
atención, porque el mundo era un todo... Ese discurso me fascinó. Me
llevó, otra vez, al mundo fáustico que me había mostrado Fabio Gómez en
sus charlas, que me transportaban y, casi sin quererlo, me producían
temor... Pero en esa charla, nos contó también, que él había sido
encargado de la dirección de la Escuela. Que había hecho contratos con
profesores del mayor prestigio. Nos mencionó, entre los que recuerdo, al
doctor Antonio Villa Carrasquilla, famoso ingeniero de la Escuela Nacional
de Minas; al doctor Jorge Mejía (el Peludo Mejía), terror de los estudiantes
de la misma Facultad de Minas. Nos habló del doctor Pablo Emilio
66
Echeverri, etc. Pero también nos presentó a la señorita Carolina Córdoba,
una muchacha alta, blanca, un poco narizona, joven, y dueña de unas
piernas hermosísimas, que nos habían entretenido durante la larga
exposición suya, pues élla la escuchó toda, sentada en una silla al lado de
la puerta de la oficina que sería su despacho como secretaria.

Habían organizado además, un salón amplio con estantería metálica y una


pocas mesas y sillas, como biblioteca. Lo primero que hicimos los que
estuvimos allí, fue mirar los libros que habían colocado en la estantería.
Libros nuevos, muchos, la mayoría viejos, traídos probablemente de las
bibliotecas particulares de algunos de los profesores, y del propio doctor
Restrepo: Físicas en inglés y francés. Una enciclopedia de química de
varios volúmenes de Mellor. Una edición nueva de la Enciclopedia Ullman,
traducida al castellano de la edición Alemana. Muchas químicas generales.
Varias orgánicas, y varias fisicoquímicas en inglés, etc. Confieso que no
cabía de la felicidad. Me quedé el resto de la mañana curioseando los
libros, sin entender, claro, ni un ápice, pero como viendo allí, todo lo que
había antes deseado encontrar... Esa noche, en mi casa, en el rinconcito
donde había preparado mis lecciones, mirando los pocos textos viejos que
había podido acumular durante mi secundaria, sin tampoco jurar por los
nombres de Petrarca ni de Boccaccio, de quienes leí más tarde tuvieron las
más completas bibliotecas personales de su tiempo, me propuse conseguir
una biblioteca propia que me permitiera tener qué leer, en mis sueños de
cultura; y empecé, desde esos tempranos años de mi educación, a guardar
libros, los libros propios que iba consiguiendo.

******

Dos cátedras llenaron con creces mi tiempo y mis deseos de aprender


ciencias en el primer año de Facultad: fueron los cursos de química
general con el doctor Restrepo, y el curso de matemáticas del profesor
Antonio Villa Carrasquilla. El profesor de matemática, declaró como
objetivo, desde las primeras clases, dizque hacernos un repaso de las
matemáticas de la secundaria. Pero en verdad, fue una excursión por el
álgebra, la geometría, nociones de geometría analítica, teoría de
deterMinantes, nociones de matrices etc.etc. Todo sazonado, con ejercicios
de casa hasta la saturación. Literalmente, no nos quedaba tiempo sino
para leer esa pobre literatura que, entonces traían los libros de
matemáticas, y resolver problemas mecánicamente en el día y soñarlos en
la noche. En ese tiempo, la matemática no era demostrativa, analítica, sino
mecánica, como si uno, al ir por la calle, esperara que lo asaltaran
ejercicios mecánicos de esos de sustitución, que tiene soluciones sin
necesidad de pensar. El análisis, la generalización, la identificación con
una teoría general matemática, la demostración de teoremas, la diferencia
entre teorías generales y la axiomática, etc., no aparecía entonces en ésas
matemáticas de ingeniería. De modo que la verdadera demostración
analítica que distingue el pensamiento de los científicos no se percibía.

67
Muchos estudiantes, naturalmente inteligentes, se hundieron en ese mar
de casos particulares...

La Química general tuvo otro espíritu y otra orientación. No obstante que


por su naturaleza, debía ser más empírica. El profesor Restrepo aspiraba a
que comprendiéramos que la química es como un cuerpo más unitario.
Para comunicar esta idea, tomaba como eje de todo, la reacción química.
Nos indujo a pensar que las reacciones se dan, en todas partes, entre
sustancias aparentemente puras e impuras, pero que en realidad, la
reacción en sí, se dá es entre sustancias puras. Es, nos decía, como si por
una calle marchan negros, blancos, indios, mestizos, todos mezclados,
pero, si las condiciones de temperatura, presión, y reactividad, estado
físico, etc., son favorables para que dos blancos, o dos negros, se
encuentren y reaccionen, la reacción sucede, cualesquiera que sean las
condiciones o la presencia de los otros... Con ésta especie de “principio”,
procedía entonces ha hablarnos de las reacciones propiamente, etc.

Las clases de Alfredo Restrepo eran famosas por su lógica, claridad,


precisión y universalidad. Al lado de estas dos materias química y
matemáticas, hubo “charlas” de un profesor llamado Emilio Jaramillo,
médico, periodista, diputado eterno de la Asamblea de Antioquia, dirigente
del partido Liberal, hombre influyente en el Departamento, y quien, más
tarde, seria el suegro del Doctor Jorge Eliécer Gaitán, jefe del Liberalismo,
asesinado el 9 de Abril de 1948, cuya muerte inició el deterioro, aún
irreparable, de Colombia.

El profesor Jaramillo era, cuando lo conocí, un hombre delgado, menudito,


vivaracho, gracioso, para calificarlo con adjetivos antioqueños. Amable y
simpático a más no poder. Nos ofreció a ese primer grupo de alumnos
fundadores de la Escuela de Química, una materia que hoy podríamos
llamar “Historia de la Química”, pero que para él fue una excelente
oportunidad de mostrarnos cuánta era su cultura, su información sobre
Colombia, América y el mundo. Nos dejó sentir su amor al periodismo. Nos
exaltó su ideología Liberal pura. Nos motivó para querer y trabajar por
Colombia, y nos destacó figuras inmortales de la Ciencia Química que a él
le fascinaban.. Paracelso, Lavoisier, Pasteur, etc. Él me distinguía del
grupo por mis risotadas por sus chistes. Un día, hablándonos de Röngen,
el que descubrió los rayos X, nos contó ésta anécdota: “Por ahí, en 1925,
me dió por traer a Medellín la primera máquina de rayos X, para tomar
radiografías de pulmones. Era un equipo muy grande, complicado y difícil
de operar. Además, los técnicos, como que eran gentes de poca confianza y
me dejaron la máquina a medio ensayar. Con un colega nos pusimos a
ensayarla. Trajimos dos enfermitas de un hospital. Metimos a la primera a
una especie de cabina, cerramos la puerta y bajamos la palanca que
electrizaba la máquina. La viejita chilló y la vimos desmayarse. Mi colega
dijo: “traigan otra vieja, que ésta no aguantó”. Nosotros, con esa crueldad
de la juventud, nos toteamos de la risa, pero él se puso serio.

68
En ese primer año, invitaron también, al eminente profesor de bioquímica
de la Facultad de Medicina, el Doctor Jesús Peláez Botero, a que nos diera
un curso introductorio de Bioquímica del metabolismo. Era un Señor
trigueño, pálido, serio, elegante, vestía casi siempre de terno azul oscuro, y
nos trataba con tanto respeto, que obligaba nuestro respeto también. Se
sentaba en su silla. Aunque llevaba siempre un texto grueso, nunca lo
abría. Se frotaba la frente frecuentemente, como si sufriera dolor de
cabeza, y empezaba a exponer sus ideas. Era claro en sus conceptos, pero
nosotros no entendíamos nada. Porque su curso era, y estaba orientado, a
muchachos de medicina, que sabían biología, fisiología, química orgánica
de azucares y como era obvio que nosotros, apenas bachilleres, de éso, de
la dextrorotación, apenas medio comprendíamos el término, el curso, lo
ganaron algunos, y a los otros nos lo regalaron.

******
Al término de ése año de 1943, la mayoría de los alumnos del primer año
de Química, llevaban perdido el año. El grupo inicial era de 45 alumnos, y
aparte de unos pocos que ya habían desertado, los otros, unos pocos,
esperaron al año siguiente para intentar las habilitaciones. Era natural.
Muchos alumnos habían llegado tarde a la Escuela, eran muchachos sin
una vocación definida. Habían aprovechando la oportunidad de iniciar una
carrera en cualquier Facultad de la Universidad que les diera ésa
oportunidad. Pero, ni les gustaba la química, ni tenían gusto por la
matemática; eran de otras ciudades y sabían que vinculándose a la
Universidad de Antioquia podían aspirar a otras carreras, etc. Así que
cuando el año terminó, apenas doce o quince queríamos seguir. El resto,
se confundió en ese mundo de los jóvenes donde nunca los volví a ver.

******

En esos días, el mundo entero tronaba con la Segunda Guerra Mundial.


Las noticias de la guerra, que se conocían en Colombia, provenían de
agencias de noticias americanas, es decir, de los Estados Unidos. Se
sabían cosas de Europa, pero se filtraban noticias desastrosas también.
Los nazis se habían tomado, literalmente, a toda Europa, excepto, claro
está, a Inglaterra, que luchaba hasta con los dientes, por la libertad, en un
esfuerzo que nos conmovía a todos. Churchil era nuestro héroe; pero no
faltaban entre los muchachos gentes que deseaban que Hitler triunfara.
Era inevitable. Los radios en las casas se habían multiplicado. Hasta en mi
casa, en Bello, habíamos comprado un radio por cuotas, y escuchábamos
los primeros noticieros de la Voz de Antioquia, en los que se exaltaban los
triunfos de los Ingleses. El General de Gaulle ya se oía mencionar en el
mundo, luchando por la libertad de Francia que estaba dominada por
Hitler. Todo ello me perturbaba pero nada me impedía continuar con mis
estudios y mis lecturas. En esas vacaciones de mi primer año de estudios
profesionales, leí, con toda mi atención un libro completo, que compré,
baratísimo, de alguna editorial medio pirata, llamado Fausto, de Goethe.
Era una traducción del alemán y me introdujo en un mundo que he
69
admirado toda la vida: los sueños, los ideales, el espíritu inmortal, siempre
ansioso, siempre inquieto, reconociendo que existe más allá de las
miserias del mundo, un ideal que nos transporta y nos alivia de los
sufrimientos de la vida... Ese libro, poético, aunque estuviera escrito en
prosa, me llenó de seguridad y optimismo. Mas tarde, cuando tuve dinero
suficiente, lo cambie por una edición mejor que conservo.

******

Pero también, en ésas vacaciones, jugué mis últimos partidos de fútbol


con el Unión, el equipo de mis amores; por lo que significó para mí en mi
adolescencia, por mis amigos, Rosemberg, Carlos Marín, Esaú Rendón,
Guillermo Palacio, Gustavo y Luis Carlos. Y para que no se me vaya a
olvidar, aunque apenas ocasionalmente la recuerdo, una amiga, María
Ester Guerra, (pero élla con nadie peleaba...) Fue Chucho, el paje del señor
Laverde, quien me indicó dónde vivía, una tarde de un sábado, en que
hablábamos y yo la había visto pasar por el parque de Bello. Tenia un
cuerpo hermoso y se vestía con trajes ordinarios, pero hechos a su media y
gusto por su madre, que cosía en su casa y había sido obrera de Fabricato.
Vivía en un barrio de obreros llamado Prado. Tendría, cuando la conocí,
durante mi primer año de universidad, dieciséis años. Le ayudaba a su
madre en su modistería, y tenía un bello cuerpo, delgada, elegante y
espigada. La quise mucho, durante mi transitorio amor. En verdad, no me
importó que fuera hija natural. Me importaban sus ojos, de un verde azul,
como sulfato de cobre disuelto en agua. Me importaban mucho sus labios
y sus dientes preciosos. Su simpatía, el cariño desinteresado que me
demostraba, y la piel de su rostro, como canela roja, que me fascinaba...
Fue la primera mujer a quien besé en sus labios, con ansiosa emoción. Me
decía casi siempre Gelito, y a ella le contaba casi todo lo que me sucedía y
mis sueños de llegar a saber muchas cosas. Me escuchaba un poco como
alelada, me acarició el rostro muchas veces, me quiso como sin hacerse
muchas esperanzas sobre mí. Mi madre llegó a conocerla. La observaba
mucho, sin rechazarla, pero como segura de que yo no me equivocaría en
la resolución de un problema tan fácil...

En esas mismas vacaciones, volvió mi padre de Segovia. Lo vi muy flaco y


delgado, aunque así era, ciertamente; pero lo vi distinto. Se alegró de que
hubiera aprobado el primer año de la Escuela de Química. No sé de dónde
sacó, que le gustaba la química... Después supe que el oro en El Silencio,
lo obtenían por un proceso que le decían Cianuración, y que le
nombraban, “la química del proceso”... Mi madre le preguntó, a él que
venía literalmente del fondo de la tierra, si sería muy costoso el que
nosotros, todos, nos fuéramos a vivir a Medellín. Adán, estaba desde
hacía casi un año trabajando en un depósito de materiales. Seguía
tocando sus instrumentos de cuerda en los fines de semana, pero casi
todo el tiempo estaba en Medellín. José, seguía ayudándole a Agripina. Eva
era – desde hacía dos años – maestra rural en Bello, en una montaña en
los límites con San Pedro, donde pasaba, con otra maestra, períodos hasta
70
de dos semanas. De Quique, el otro hijo, el mayor, que desde nuestro viaje
a Yolombó, había sido retenido por los abuelos, los padres de Agripina.
Ahora estaba en Bello. Todo lo que había aprendido fue la zapatería, de
obra y de remiendo. Vivía en un pequeño taller – apartamento en la calle
que conducía a Fabricato. Independiente. Sólo, o con cualquier mujer,
lleno de trabajo, porque era el zapatero de los obreros que entraban y
salían de la fábrica: todero, pintaba avisos para tiendas, con leyendas y
figuras, pero todas las figuras que hacía eran de perfil, con bigotes, sin
bigotes, calvos, peludos, blancos, negros, pero, viéndolos bien, eran el
mismo diseño del rostro. Colores estrambóticos. Yo vi algún tablero de
ésos que llevan los camiones de carretera atrás, con leyendas y paisajes
dibujados por mi hermano mayor, firmados por él, en mayúscula FZC (que
traduce, Francisco Zapata Ceballos), pero a él, le dijeron Quique.

******

Mi madre tuvo hasta su muerte, la misma memoria que yo muestro en


este escrito. Murió, a los 86 años, con la misma memoria. Nunca olvidó ni
uno sólo de los detalles que tubo que vivir, por parte de su propia madre
doña Filomena Ríos de Ceballos, cuando la obligó a que le dejara su hijo
mayor, Quique, cuando nos veníamos para Yolombó. Fue un capricho. Un
enamoramiento de abuela. Ella, que firmaba Ríos y Palacio, que era
blanca, elegante, imponente, orgullosa, y, a pesar de su piedad, mal
hablada, parece que dijo, que su primer nieto, Francisco, -Quique-, era
mas de los Ríos que de los Zapatas. Porque el niño nació muy blanco, de
ojos azules, nariz alta y rasgos que no parecían heredados del bueno de
Manuel Antonio Zapata. Por eso la abuela se dio en el trabajo de criarlo.
Así lo hizo. Y le resultó orgulloso. Caprichoso. Autónomo. Despectivo con
sus hermanos y sus padres, y por eso, Agripina se lo dejó a la abuela,
imponiendo élla su voluntad, por sobre el abuelo Manuel Antonio Ceballos,
el herrero.

Por éso, cuando Quique apareció en Bello, y casi toda la familia Ceballos
Ríos se había extinguido en Amalfi, quedando apenas, una hija natural del
hijo mayor de los abuelos, es decir, el último de los hermanos, de Agripina,
Toño Ceballos; mi madre ni se alegró ni se conmovió, simplemente, le abrió
un espacio, mientras se instalaba a trabajar en Bello... (Ven ustedes,
porque detesto a los genealogistas?)

******

Una noche de la primera semana de 1944, Chucho llegó a nuestra casa,


orientando un camión que llevaría nuestros enseres a una casita situada
entre Medellín y el pueblo de Robledo. La casita estaba al borde de la
carretera, haciendo parte de un barrio de no más de veinte casas, con
paradero de buses, y desde el cual podía uno viajar en bus hasta el pueblo
de Robledo, o seguir hacia el centro de Medellín. Ni siquiera recuerdo el
nombre de ese barriecito. Pero la casa, aunque no tenía solar, porque
71
estaba sobre un banqueo hecho por el corte vertical de un barranco, tenía
suficientes comodidades. Buena agua, buena luz y varios cuartos amplios
y bien embaldosados... Estábamos allí, porque le había explicado a mi
familia, que la escuela de química, que había funcionado en una casa
grande cerca del Liceo Antioqueño, sería trasladada a un hermoso edificio
que quedaba más arriba, sobre casi la misma carretera, en un edificio que
formaba todo un campus, arborizado, con jardines, una lujosa
construcción en concreto y ladrillo, exactamente frente a la famosa
Escuela Nacional de Minas, separado de ésta, la más famosa escuela de
ingeniería de Colombia, por el ancho de la carretera que, precisamente allí,
tomaba la ruta de la vía al pueblo de San Cristóbal. Una región de veraneo
y cultivo de flores.

Así que, de la noche a la mañana, nos cambiamos de vivienda, a un lugar


silencioso, tranquilo, donde yo podía continuar mis estudios en la Escuela,
que me quedaba a diez minutos de mi casa, a pie. Lo más curioso es que
no sentí pesar por dejar a Bello, un pueblo que me había dado tanto. Así
he sido siempre, un poco ingrato. Pero es que pareciera que vivo hacia el
futuro... Sin embargo, ahora que recuerdo estas cosas, pienso, si no fuí
absolutamente egoísta al proponerle a mi familia el cambio de residencia,
buscando mi propia conveniencia. ¿ A quién, distinto de mí mismo, le
convenía vivir en ese barrio, al borde de la carretera, lejos de la iglesia,
lejos del mercado, lejos del trabajo de Adán y de Eva, sin ningún recurso a
la mano? Hoy comprendo claramente que la mayoría de las decisiones
equivocadas que tomamos en la vida, obedecen a intereses egoístas.
Sufrimos mucho con esta decisión. Gané tiempo, para mis propósitos. Pero
todas las personas que me rodeaban se perjudicaron. Me empezaron a
hacer falta los amigos de Bello. Desde el negro Chucho, hasta la niña de
los ojos verdes. Le robaba tiempo a mis estudios del segundo año de
carrera, para leer autores rusos que me traían fascinado: Fedor
Dostoyevsky, Nicolai Gogol, León Tostoi, Antón Chejov. En ese año me
empezó, sin guía ni consejo de nadie, una fiebre por la lectura que me
atacó, sin que me haya podido destruir, porque, al parecer, es la mejor y
más rica fuente de vida. Mi forma de leer, desde esos tempranos tiempos y
todavía hoy, es muy singular: como lo que he buscado es la belleza, la
originalidad, la fantasía, la poesía, el arte puro, sin importarmen para
nada las ideologías, el triunfo o el desastre de principios sociales o
políticos; leyendo a Dostoyevsky, palpando su pasión por el juego, o sus
introspecciones acerca del crimen, por ejemplo, me embelesaban la trama,
la creación, el lenguaje psicológico, los sentimientos vapuleados, el dolor,
pero sin ponerme a especular en los significados políticos, sociales,
religiosos, o de cualquier índole que intente o puedan sacarme de este raro
gusto por leer así. Por eso, nunca pude entender los “análisis literarios”
que hicieron tantos intelectuales de las misma obras literarias que yo
había leído. He detestado los llamados “significados ocultos” que
descubren ciertos críticos al leer un libro. Procuro leer libros de significado
explícito. No importa que el libro valla claramente contra mis creencias, si
tiene una forma de escribir bella, lírica, humana; si su idioma es
72
admirable, si es creativo, etc. Todo lo admiro: Que me cambie
interiormente, que me destruya lo que creo, éso es otra cosa. En este
sentido, seré eternamente Unamuniano. Por eso, después de haber
recorrido un camino tan largo en mi formación intelectual, me preguntan
ahora ¿cómo es que usted, con tantos principios científicos en la cabeza,
cree aún en Dios?... ¡Vaya usted a saberlo! – le respondo -, y sigo viviendo
como soy.

******

Durante el segundo año de mis estudios en química, ahora, bien


instalados en la Escuela de Robledo, sucedieron cambios tan importantes
en mi vida, que todavía me admiro de que los halla superado. Mis
matemáticas me enriquecieron mucho, con el estudio más ordenado y
sistemático de los temas clásicos, - con su método mecánico y empírico
que se practicaba -, pero aprendí geometría analítica, calculo diferencial e
integral, un poco de cálculo vectorial y recibí el primer curso de física con
del Doctor Jorge Mejía, quien siendo profesor de la Escuela de Minas,
bajaba a pie hasta nuestra escuela, con otros profesores, el Doctor Antonio
Durán, el Doctor Villa Carrasquilla quien ya nos conocía, el Doctor
Alejandro Delgado, el geólogo Trujillo, etc, etc., pues ese maravilloso
vecindario de la famosa Escuela de Minas, con nuestra incipiente Escuela,
fue, en términos sinceros, un verdadero milagro... Digo que la ayuda que le
brindó la Escuela de Minas a la de Química de La universidad de
Antioquia, nunca podrá ser agradecida en su forma adecuada por la
Universidad de Antioquia y por nosotros, los egresados de química de las
primeras promociones.

La Escuela Nacional de Minas, era, entonces, la madre de la ingeniería en


Antioquia. No digo que solamente de la enseñanza, digo, explícitamente, de
su práctica, en todos los grandes proyectos de la ciudad; en el desarrollo
físico de su área urbana, de sus vías, en sus aeropuertos, en su
electrificación, en su organización. A muchos amigos les he expresado
desde hace muchos años, que el desarrollo, progreso, disciplina de los
grandes proyectos de Antioquia, es la obra de sus ingenieros, de sus
médicos y de sus abogados. A Antioquia la configuraron y la llevaron a la
ruta del progreso, los hombres de la Universidad de Antioquia y de la
Escuela Nacional de minas... Sobre la Escuela Nacional de Minas se han
escrito obras preciosas, por ejemplo, la del sociólogo Alberto Mayor Mora,
llamada “Etica, Trabajo y Productividad en Antioquia” y también, los
múltiples trabajos, excelentes y científicos, del Doctor Gabriel Poveda
Ramos, cuyo prestigio es nacional desde hace años. Pero yo quiero dejar
en estas notas tan personales, sentimentales y precarias, mi
reconocimiento personal a la escuela de minas, como quien le mete al
bolsillo distraídamente a un amigo, una pequeña tarjeta, donde escribe,
gracias.

******
73
Cuando avanzaba el segundo año, y todos disfrutábamos de ese ambiente
de estudio que nos cautivaba, vino la noticia de que el Doctor Alfredo
Restrepo, nuestro flamante director, había renunciado a su cargo y que el
nuevo director sería el Doctor Antonio Durán, de quien sabíamos que era
profesor de química en la Escuela de Minas. Él ofrecía también Química
General, y como yo había aprobado bien ésa materia con Restrepo, no tuve
después la oportunidad de ser su discípulo. Algunos muchachos amigos
míos que estudiaban en la Escuela de Minas, me decían que era muy
exigente, pero también olvidadizo, que tenía días, en que el calcio tenía,
unas veces dos valencias y otros días, una. ¡Así que inventó el ion
calcioso!. Pero, por lo que a mí toca, siempre me trató con amabilidad y
simpatía. Era un hombre trigueño, más bien grueso, activo, sencillo y
buen organizador. Fue el director de la escuela por varios años y cuando
yo me separé de élla, siendo profesor, aún era su Decano. Al Doctor
Restrepo lo perdí de vista cuando aceptó ser director de una fábrica de
cemento, en el Brasil, y apenas, ocasionalmente, volví a verlo.

******

Durante el segundo año de la Escuela de Química, el Consejo Directivo de


la Universidad decretó que desde esa fecha (1944), se llamaría Facultad de
ingeniería química. Y como el grupo de los fundadores se había reducido
por las causas ya esbozadas, se abrió admisión para nuevos alumnos.
Entró un grupo de jóvenes muy bien seleccionados. Recuerdo a Hernán
Gómez, Hernán González, Manuel D. Mier, Alfredo Bacci, y, - lo digo sin
mucha seguridad – Fabio Gómez, quien había ensayado estudios de
Bacteriología en Bogotá y regresó, algo desanimado, de nuevo, a la
Universidad de Antioquia. Lo cierto fue que Fabio solicitó habilitar las
materias de química, matemáticas y otras, a fin de igualarse con nosotros
en el segundo año. Presentó sus exámenes. Los aprobó. Empezó a asistir a
los cursos normales y volvimos todos a asistir al espectáculo de su
prodigiosa inteligencia.

Un día, un día en mi memoria, infortunado, tras una discusión con otro


compañero, vi que Fabio perdía de una vez, su juicio y su orden mental...
Se apartó del grupo. Llevó sus manos a la cabeza, enrojecido,
congestionado y absolutamente ido del lugar donde estaba. No era
agresivo. Nunca lo fue. Quería irse del lugar. De pronto, se quiso refugiar
en una silla, y se calló al piso. Quisimos auxiliarlo. Trajimos agua. La
bebió. Se calmo. Ofreció disculpas y se marcho hacia la carretera, en
busca de transporte para su casa. Quedamos, los que sabíamos quien era,
desolados... Así empezó su desequilibrio que, pasados los días, le fue
diagnosticado por un especialista, como una esquizofrenia. Lo internaron
en un sanatorio. Sufrió hasta lo indecible, mejoraba, decaía, una veces me
reconocía y otras pasaba a mi lado, indiferente. Yo estaba ya trabajando en
Cali como profesor de la Universidad del Valle, cuando me dieron la noticia
de que había muerto... Como un sencillo homenaje a su memoria, no
74
volveré a mencionar su nombre en estas notas, aunque su recuerdo me
acompañará siempre.

******

En ese año de 1944, la universidad se aprestó a conseguir profesores


propios para los cursos de la profesión propiamente. El profesor Aycardo
Orozco, un experto en química analítica inició la química cualitativa y
cuantitativa. Era un hombre joven, agrónomo, experto en suelos, pero
bien informado en el análisis químico en general. Inició el diseño,
construcción y dotación de los laboratorios, tanto de su área, como de la
Química Orgánica. Dinámico, recursivo, simpático, con una gran vocación
de profesor. Con la ayuda del Doctor Duran, en menos de seis meses
lograron dotar de los elementos fundamentales, los laboratorios: mesas
adecuadas, instalaciones eléctricas, de gas, agua, campanas extractoras
de gases etc. La facultad asumió desde entonces el aspecto de una
verdadera facultad de química. En este trabajo, la Escuela de Minas jugó
un papel fundamental. En las clases teóricas, el Doctor Orozco se
exasperaba un poco... Un día, sacó al tablero, a uno de los alumnos que se
perfilaba como de una inteligencia excepcional. Hablo de Rafael Giraldo.
Un muchacho sereno, calmado, como displicente, pero de una capacidad
de análisis, reconocida por todos. Le dictó un ejercicio numérico de
química analítica. Giraldo, sin sacar su mano izquierda del bolsillo del
pantalón, copió los datos. Los empezó a examinar, despacio, lentamente, el
profesor se exasperó. Pero hombre, le dijo, póngale ánimo, y saque la mano
del bolsillo que me molesta mucho... Giraldo levantó la cabeza despacio,
miró al profesor y calmadamente, le respondió: Doctor, yo no pienso con
las manos sino con la cabeza. Además “búsquese problemas berracos, que
éste es una pendejada”. Se puso a resolver el problema, explicándolo a
todos... El profesor y todos, nos reímos.

Perdóneme Rafita, le dijo el profesor, todavía riéndose. Perdóneme usted,


profesor, respondió Rafael, a quien, en realidad le decíamos todos así,
Rafita.

Otro profesor que llegó ese año también, fue el químico Raúl Gualteros.
Era realmente doctorado de la Universidad de Lobaina, en síntesis
orgánica. Alto, con la cabeza ligeramente inclinada y un tic nervioso
consistente en llevarse a cada momento el índice de la mano derecha
extendido, a la parte posterior del cuello, como si le estuviera picando
siempre una avispa. Nos atormentó con las reacciones de Grignard, hasta
que nos supieron a cacho. Escribía con una bonita letra en el tablero.
Dibujaba muy bien los hexágonos del benceno, y golpeaba el tablero con
su índice extendido, el mismo que se llevaba al cuello, recalcando las
condiciones de la reacción o los catalizadores usados. Serio con los
estudiantes, imponía con su sola presencia respeto y disciplina, pero era
atento, respondiendo con gusto a las preguntas.

75
Creo que fue hacia el final del año, cuando llegó a la Facultad, el Doctor
Luis Pérez Medina. De mediana estatura, más bien pequeño.
Elegantemente vestido. Pálido. Bien afeitado. Serio. Doctor de la
Universidad alemana de Gotinga. Allá recibió su Doktor con K, en síntesis
orgánica. Pasó a los Estado Unidos de Norte América, a la Universidad de
Wisconsin, y también recibió allí, su PhD. Una autoridad en química
orgánica. Huilense, pero ya sin acento. Culto, amable, de un don de gentes
que nos fascinó, y sus clases, un modelo de órden, claridad, amenidad, de
un humor incomparable. Fué el primer investigador en química que
tuvimos en la Facultad. Al Doctor Pérez Medina le tocó ver las olimpiadas
mundiales de 1936 en Alemania, y nos contó que la delegación
Colombiana, que él fue a saludar, “eran unos negritos flacos, que no
ganaron ni una medalla. En lugar de enviar a unos mocetones bien
plantados, altos, así no hubieran, tampoco, ganado ningún trofeo”.
Seguíamos, claro esta, en la Segunda Guerra Mundial. El nunca dió signos
de ser Nazista, pero como “el que entre la miel anda, algo se le pega”, como
dice el refrán, debió sufrir el impacto de la propaganda y de los desfiles de
los jóvenes alemanes, ellos sí altos, rubios y engreídos, quienes, a su vez,
fueron avergonzados ante el mundo por el negro J. Owens, de EE UU.
¡Cosas de los tiempos!... El doctor Pérez fue uno de mis primeros socios,
en una compañía de fabricación de gelatina comestible que tuve el honor
de promover, en mi primera aventura industrial, unos cuatro años
después de haberme graduado de ingeniero químico. “Fábrica Nacional de
Gelatina” se llamó: “Fanagel”.

Pero también nos contó que, cuando ya estaba terminando su carrera de


Química en Alemania, un profesor los llevó a una fábrica de
medicamentos. Que al entrar, los hacían pronunciar una frase especial,
por un micrófono, y si el experto de adentro notaba que el visitante era
extranjero, cualquiera que fuera su país de origen, guardias especiales le
impedían el acceso. Que él había sido autorizado a entrar a la fábrica. Así
era pues, de perfecto su Alemán. Pero que otro día, en otra fábrica,
después de ser autorizado para continuar la visita, un guardia preguntó, al
verlo entre el grupo de alemanes: “y ése paliducho, pequeño, ¿es también
alemán?.

Para nosotros, estudiantes principiantes, en una pequeña Facultad de


Química que apenas se iniciaba, en 1944, hace más o menos 60 años; en
una ciudad que no alcanzaba los 300.000 habitantes; en un país
subdesarrollado de América Latina, estas historias, estos relatos hechos
por una especie de Marco Polo, - para nosotros -, que tan amablemente
respondía a nuestra ingenua curiosidad, nos deslumbraban.
Imaginábamos, cómo serían esas ciudades de que nos hablaba, esos
edificios que la guerra destruía, esos pueblos en éxodo, y esas armas
diabólicas, conque, según escribió Heminguay en su vieja novela “Al otro
lado del Río...”, las señoras de los generales creían, en sus tardes de te,
acabarían con todas las guerras en un segundo”. El Doctor Pérez Medina
para nosotros, empezó a ser una especie de Mago, y, en el folclor paisa, un
76
hombre verdaderamente “ayudado”... No nos defraudó. Fue
verdaderamente un maestro de grata recordación para todos. Elevó el nivel
y el nombre de la Facultad. Quienes siguieron su especialización, gozan
hoy de prestigio.

******

Aunque por el año de 1944, la Facultad Nacional de Minas era un modelo


de Escuela de Ingeniería en Colombia, y otro tanto se puede decir de las
Facultades de Derecho y de Medicina de la Universidad de Antioquia, lo
cierto es que nuestra Escuela o Facultad de Química era, todavía, un
ensayo sin ninguna definición de carácter profesional... Estudiábamos sus
alumnos cursos de química, como porque de química era el nombre que
llevábamos. Estudiábamos matemáticas y física, por que también
llevábamos el nombre de ingenieros, pero, sinceramente, vista a la
distancia, era como una hechura confeccionada al gusto de los ingenieros
civiles, de las intuiciones algo caprichosas de Alfredo Restrepo, y, en
síntesis, sin una filosofía profesional clara...

******

La persona que centró la Facultad, esa persona que le dijo: ésto es


Ingeniería Química. Ésto, es Química pura. Esto, Química industrial
clásica, etc. Dándonos filosofía, quiero decir, lenguaje, objeto, derroteros,
perfiles intelectuales, asignaturas apropiadas, y un espíritu de
competencia que nos colocó en la primera línea de la ingeniería química en
Colombia, fue, afortunadamente, un profesor Chileno, formado como
ingeniero químico en los EE UU. Con título de PhD en tal ingeniería, un
hombre como iluminado, como electrizado, activo, nervioso, ejecutivo,
honesto, riguroso, y, para mí, el primer apóstol de mi profesión que conocí.
El amor, el orgullo y el profundo sentido de pertenencia que toda mi vida
profesional he mostrado hacia mí profesión, sin desviaciones hacia la
administración industrial, ni hacia la economía industrial, ni a hacia las
ciencias o tecnologías de cualquiera otra índole, sino presentando
sencillamente mi modesto título de ingeniero químico, de la Universidad de
Antioquia, se lo debo todo al Doctor Guido Horquera, de quien hace rato
estoy hablando. El profesor Horquera fue un hombre de regular estatura,
blanco, de frente amplia, vocalización clara y enfática, ordenado como un
buen diccionario, hábil para calcular, que no presumió nunca otros
conocimientos que los de su profesión, que fueron muy profundos. Nos
ofreció, él sólo, pues no había otro profesor entre los muy capacitados
químicos que habían llegado, otro siquiera que conociera su campo. Así
que se propuso enseñarnos los fundamentos de la ingeniería química a
través de materias para nosotros nuevas: Balances de materia y de
energía, los fundamentos de las Operaciones Unitarias, que entonces era
el corazón de la profesión; elementos de termodinámica industrial y
rudimentos de diseño de quipos... Serio. Exigente, respetuoso en el trato y
trabajador hasta el límite de la resistencia humana. Diseñó un papel
77
especial, que hizo timbrar, parte, cuadriculado y parte en blanco, en el que
debíamos entregarle, todos los lunes los problemas de sus materias
(cuatro o cinco problemas) por semana, cuya calificación hacía parte de la
nota mensual. De modo que su trabajo consistía, no solamente en las
exposiciones de clase, con varios ejemplos, sino también en la calificación
de los trabajos de los alumnos, que entregaba llenos de correcciones a
mediados de cada semana. Al terminar el segundo semestre de trabajar al
ritmo descrito, solicitó un ayudante. Estaba agotado. El Doctor Durán le
pidió que abriera un concurso entre los estudiantes que le habíamos
ganado sus cursos. Pero era autoritario. Escogió, obviando el concurso, al
autor de estas memorias. Con él trabajé en el oficio de corrector de los
trabajos de casa, de los siguientes alumnos, hasta su retiro de la
Universidad a mediados de 1946. Volvió a los EE UU de Norteamérica,
pero ya había sembrado muchos árboles en un campo que, para su gloria
y memoria, resultó fertilísimo.

******

El recuerdo del trabajo y labor del Doctor Horquera, me ha inspirado


siempre. En la vida, la dedicación al desarrollo honrado de un propósito,
silenciosamente, calladamente, deja en la comunidad muchos mayores
efectos, para el bien de todos, que el exhibicionismo, la auto propaganda, y
esa vanidosa promoción que, generalmente, resulta transitoria y olvidable,
cuando no es el camino más fácil de hallar, por muchos medios, la
destrucción del primer objetivo propuesto. Sé que esta inferencia puede
parecer, y es, en efecto, moralista. Pero el frecuente abuso de los modernos
métodos de comunicación, la fotografía diaria de la primera página de los
diarios y de las revistas, de personas que, al término de su actividad, no
pueden mostrar sino eso, viene haciendo de nuestra comunidad nacional,
un país carente de propósitos serios.

El verdadero significado de la obra del profesor Guido Horquera, no se


encuentra en recortes de prensa. Reside y se multiplica, en la conciencia
de sus discípulos y en la de los discípulos de sus discípulos, así, los
jóvenes que hoy profundizan en los secretos de la ingeniería química en
nuestro país, no hayan oído jamás el nombre de Guido Horquera.

******

Por el mismo tiempo que estoy recordando, vino a la Facultad de ingeniería


química de la Universidad de Antioquia, un ingeniero Alemán llamado,
Kurt Karner, Austriaco, joven, vigoroso, culto, hombre sencillo y adaptable,
como si fuera la pura antítesis de esa imagen que, durante la Segunda
Guerra Mundial, el mundo entero se había formado de la juventud
alemana. El Doctor Karner aún vive. Fue mi maestro en alguna rama de la
ingeniería química, (concretamente, en fenómenos de absorción y
adsorción). Es experto, con formación alemana, en casi todas las áreas de
ésta ingeniería. Rápidamente formó su hogar con una distinguida dama
78
Antioqueña, y su descendencia comparte su vida, como él, en Colombia y
en EE UU. A parte de sus profundos conocimientos en su profesión, Kurt
es un políglota; un día, todavía en la Universidad, confidencialmente, me
dijo: “si a mí me preguntaran, en definitiva, ¿ qué es lo que usted mejor
conoce, Kurt?. “Respondería en voz baja, Inglés”. A un pequeño grupo de
sus alumnos nos ofreció, gratuitamente, lecciones de Alemán, porque para
él, tal idioma era indispensable para la Química.

El Doctor Karner fue el complemento del profesor Horquera en la


estructuración, filosofía y desarrollo de la ingeniería química en nuestra
Universidad... Continuó la obra de Horquera, agregándole sus propias
cualidades de universalidad, rigor y cultura.

******

Por varias circunstancias presentadas en nuestra Facultad, como fueron,


la ausencia temporal del Doctor Jorge Mejía, el más aclamado profesor de
Física, cálculo, mecánica y resistencia de materiales, que entonces eran
cursos de nuestro PLAN de estudios; y el incremento casi exponencial de
alumnos en los años inferiores, y, además, el retiro del Doctor Horquera,
hacia 1946, el Decano, Doctor Antonio Durán tuvo que apelar a profesores
jóvenes para algunas materias. Tuve el honor de ser llamado por el Decano
y el Consejo de Facultad, para atender, como instructor, a varias
cátedras, aún sin completar mis estudios: física general, en primer lugar.
Beneficio de minerales, por otra. ¡Cosas de las circunstancias!. Este curso
le pertenecía por derecho propio, al PhD., Hernán Garcés González, un
brillante ingeniero de minas que había regresado de los EE UU,
especializado en tal campo y que nos había dictado ese curso, como otra
de las inapreciables colaboraciones de la Escuela de minas con nuestro
aún no corregido programa... No sé, si por ser yo el hijo de un minero, que
determinó en mí un amor grande por las piedras de la Tierra, o porque
había entendido y estudiado con gusto las lecciones ofrecidas por el Doctor
Garcés, o porque comprendí que un país rico en rocas y minerales, los
procesos de su beneficio eran (y son) muy importantes, me fue ofrecido y
acepté seguir el programa general que el mismo profesor Garcés había
diseñado. No sería la última vez que en mi larga vida de profesor, me vería
abocado a cumplir compromisos similares. La verdad fue que en esos
lejanos años, tuve que conseguir y leer libros que aún conservo, sobre un
tema que sigue pareciéndome hermoso y útil... Pero hay más. En su
esfuerzo por conducir ése, ahora grande y pesado tren de la Facultad, el
Doctor Durán me encargó también, de un curso sui géneris, propio de esos
tiempos, llamado, Nomografía y Cálculo gráfico. No era ésta, una materia
difícil, pero sí muy útil. Comprendía el manejo de datos empíricos de
ingeniería, obtenidos por experimentación, o análisis teórico de ecuaciones
ya existentes. El manejo de tales datos comprendía: construcción de
ecuaciones y gráficos de los datos. Construcción de Nomogramas, y
obtener inferencias lógicas de tal información. En esos tiempos, los
estudiantes de ingeniería trabajábamos con las famosas Reglas de Cálculo,
79
(aún conservo la mía, Dúplex Log-log, como un recuerdo). El progresivo
desarrollo de los medios mecánicos, eléctricos y electrónicos de cálculo,
hicieron obsoletos, no solamente la querida Regla de Cálculo, sino,
también, la dicha materia, que, en mi juventud, me agradó tanto. No
obstante tantas responsabilidades personales con mi Facultad, logré
terminar mis estudios reglamentarios para optar al título de Ingeniero
Químico en 1947, con otros diez excelentes amigos y colegas. Claro, al
terminar mis estudios, quedé engarzado con mis responsabilidades con la
Facultad. El Doctor Durán había aprobado mi nombramiento como
profesor de la Facultad, y en el curso de cinco años justos de trabajo duro,
puedo decir, que había adquirido una formación como ingeniero químico,
aceptable.

VI
Aunque mi vida personal y familiar había mejorado un poco, no solamente
a causa de mi corto salario como instructor en la Facultad, sino también
porque mi hermana Eva, había logrado conseguir un modesto puesto en el
Municipio de Medellín, como secretaria en alguna de las dependencias de
las Empresas Públicas Municipales; Adán, seguía trabajando en alguna
pequeña empresa de carácter comercial y seguía, para su gusto solamente,
tocando su lira, su guitarra y soplando su dulzina. Jóse y mi madre, al
frente del hogar. Nos habíamos cambiado de casa. Hacia 1948 vivíamos en
un lejano barrio de nombre San Javier, en La América, un barrio popular
de Medellín. Allí tenía mi alcoba independiente, que por razones de mi
oficio e indeficiente afición a la lectura, fui llenando de libros.

Trabajaba en la Facultad de ingeniería como instructor de Física y


Fisicoquímica, solamente. Esta última materia, había corrido con mala
suerte desde el primer curso, que se ofreció en el tercer año de la carrera.
Tuvo varios profesores que yo recuerde: Un muchacho, Master de los EE
UU., precisamente del Instituto Tecnológico de Massachussets, quien la
ofreció a mi grupo. Era hábil para resolver problemas, pero mal expositor
de los temas. Pronto dejó la Facultad para dedicarse a la industria.
Apareció también un científico ruso, llamado Alxis de Yakimac, contratado
por la Universidad, también en EE UU. Pronto los alumnos percibieron
que apenas sabía saludar en castellano. Por lo demás, no comprendía ni
mu, como se dice. Alto, blanco como una porcelana blanca, serio,
orgulloso o tímido, o quizás, sin nada que decir en el idioma de Cervantes.
Adoptó el método de poner a los alumnos a explicar determinados
capítulos de un libro de Fisicoquímica en inglés, de un profesor de apellido
Millard. En ese tiempo, un texto muy apreciado. Pero existían varios
80
problemas para el desarrollo de su método. En primer lugar, muchos de
los alumnos no eran capaces de leer un texto en inglés; segundo, tampoco
existían entonces textos de Fisicoquímica traducidos al Español; y, por
último, nuestros estudiantes, en general, siguen la línea de la menor
resistencia, y un curso en el que ellos sean los únicos responsables de su
aprendizaje, lo abandonan irremediablemente. Fue lo que le sucedió al
Doctor Yakimac. Se contaban de sus clases, anécdotas deliciosas. Que
algún estudiante pasó al tablero a exponer un capítulo de Termoquímica.
Dijo cuatro frases del tema, enfatizando los términos, mientras escribía
varias ecuaciones químicas. Luego, se puso a contarles a los compañeros
un cuento verde. Todos los compañeros se rieron, y el Doctor Yakimac, por
primera vez, se levantó de su asiento. Felicitó al alumno. Lo abrazó, y de
ahí en adelante, el alumno fue el héroe del grupo. A los pocos meses, el
profesor ruso dejo la Universidad. De modo que antes de iniciarse el curso
de Fisicoquímica, el Decano me pidió que, por favor, sacara de ese
atolladero a la Facultad, encargándome de la Fisicoquímica y la Física
solamente.

******

Tuve para prepararme, las vacaciones largas entre 1947 y 1948. Cuando,
en Febrero de 1948, entré al salón de clases a ofrecer mi primer curso de
la susodicha materia, había estudiado ya, en tres libros los principios de
élla. Había estudiado en el famoso libro del profesor Samuel Glasstone,
llamado, Text-Book of Physical Chemistry, casi todo el programa. Me había
detenido a trabajar por muchos días y noches, los problemas propuestos
por el Doctor Millard en su libro respectivo. Y conocía ya bien el texto que
se había impuesto en la facultad, de Prutton y Maron, fundamental
Physical Chemistry. Creo, honestamente, que el curso fue aceptable para
mis alumnos. Así empezó mi verdadera carrera de profesor, que ejercí
durante cerca de cuarenta y dos años.

******

Muchas veces me he preguntado, qué es ser profesor. No es la primera vez


que me formulo esta pregunta. En su respuesta me ha parecido
importante diferenciar entre las cualidades de las personas que llegan a
ser profesores y las funciones que tiene éste oficio. Quiero consignar aquí
lo que he pensado sobre ambos aspectos:

En primer lugar y desde el punto de vista de la persona, creo que un


profesor es alguien a quien le gusta enseñar lo que sabe. Pero para ello,
debe poseer ciertas aptitudes personales, que lo califican para el oficio.
Pienso en: claridad y fluidez en la expresión oral. Ni persona precipitada en
el discurso, ni tan lenta, que no encuentre las palabras. Persona que no
lleve las pausas hasta el silencio prolongado y deje al auditorio en
suspenso. Ni apabulle al auditorio con palabras, como con el fin de
confundirlos. Que sea bien hablado. Recursivo en el lenguaje. Con sentido
81
de fino humor, de preferencia, y capaz, por lo menos de sonreír con ánimo,
ante las situaciones que verdaderamente lo merezcan. Es clásico el cuento
del tartamudo a quien no le dieron el puesto de locutor porque tenía sus pies
planos. Esos profesores que hablan como desafiando al auditorio, o mirando
a los alumnos como con ira, los tuve, y me parecen detestables. Aquel que
no permite que lo interrumpan, así sea con preguntas elementales, no es un
buen profesor, claro, si no es una burla reiterada... El orden, la disciplina,
jamás se consiguen con gritos. La exposición de cualquier materia ante un
auditorio, debería ser siempre un diálogo ameno. Una especie de
comunicación con ideas, capaz de estimular la inteligencia en ambos
sentidos.

Respecto del oficio mismo, he pensado, que toda materia o asignatura, de


un Plan de Estudios, es, por su propia inclusión en el plan, importante. Si
no lo es, serán los profesores y los alumnos, los que llegan a la conclusión
de que debe cambiarse. Ahora bien. La diversidad de los conocimientos, es
lo que fundamenta las especializaciones, y éstas se escogen, de acuerdo
con las aptitudes individuales. Por ejemplo, todos los ingenieros
estudiamos física, pero no todos dedican su vida a aprender física. Un
alumno de ingeniería química, estudia termodinámica, transferencia de
calor etc., pero por circunstancias particulares, o por aptitudes, dedica su
vida al estudio, investigación, o práctica de los procesos químicos, que
también pertenece a su plan de estudios. Entonces, el profesor, procede
así precisamente. Le gusta una materia, un campo, y en él quiere
desenvolver sus aptitudes. El autor de estas notas, desde que recibió por
primera vez las lecciones iniciales de la fisicoquímica, y tuvo luego, por las
circunstancias ya esbozadas, la oportunidad de enseñar esa materia, le
pareció fascinante, y en ella se quedó, explorando sus campos por toda su
vida útil. Las personas que me conocen, saben que no alcance un nivel de
altura universal en la fisicoquímica, pero nunca, tampoco, me consideré,
ni mis alumnos me consideraron una nulidad en mis cátedras; salvo, claro
esta, a aquellas personas a quienes les fui antipático, que
afortunadamente, no fueron muchas. Antes de ocuparme de exponer las
cualidades generales del oficio de enseñar, quisiera explicar brevemente,
por qué dedique mi vida universitaria principalmente, a la fisicoquímica.

******

La fisicoquímica es una ciencia universal. Una especie de micro cosmos.


Es una exposición sistemática y ordenada, de las principales propiedades
físicas y químicas de la materia. En el fondo, participa de esa cualidad
fáustica del mundo, y tal vez en éste aspecto, me cautivó desde mi primer
curso. Después comprendí que era, en síntesis, como el ABC de las
ciencias. Nació como un resùmen de los adelantos de la química, y de la
física a fines del siglo XIX, y fue creada por el Doctor Wilhelm Ostwald,
una de las cabezas visibles de la ciencia alemana de su tiempo.
Concretamente expone, con mayor o menor detalle el desarrollo de la
estructura del átomo y los mecanismos de la formación de las moléculas.
82
Los estados de agregación de la materia: teoría y conocimientos del estado
gaseoso, lo poco que se sabe del estado líquido y la formación y estructura
de los sólidos. Analiza las reacciones químicas en toda su extensión, desde
las causas termodinámicas de éllas, pasando por la velocidad a que
suceden, y los mecanismos electrónicos de la formación de nuevos
compuestos, etc. Se ocupa de los estados disueltos de las sustancias
iónicas y no iónicas; los coloides etc. Si se profundiza en los pormenores
de estos procesos, lo que se percibe es como la filosofía de la ciencia de la
materia y ésto, para un verdadero científico, es lo que apasiona de la
fisicoquímica.

******

¿Cómo exponer ante estudiantes primerizos el programa anterior?


tomando la fisicoquímica como un buen ejemplo del método general de
exposición, se pueden hacer algunas observaciones: (a) La noticia histórica
del origen y desarrollo de la ciencia es conveniente. (b) El énfasis en la
matemática necesaria para comprender los temas, es muy conveniente. (c)
Destacar la posición y relaciones de la materia en el conjunto de los
conocimientos, es útil. (d) Destacar su utilidad en todo sentido, ayuda. La
claridad, precisión, la búsqueda de ejemplos motivantes. La resolución de
problemas no obvios. Resaltar los campos más importantes donde la
fisicoquímica entra etc., todo esto ayuda a la comprensión y motivación del
alumno.

******

El desarrollo de mis cursos en la facultad, pues, era, normal. Pero, el


nueve de Abril de 1948, a la una y media de la tarde, se escuchó la noticia
de que el Doctor Jorge Eliécer Gaitán había sido asesinado en Bogotá.
Nunca fui un político. Pero dentro de mi silencio, jamás he sido indiferente
a la suerte de Colombia. Descendí de la secretaría de la Facultad, en el
segundo piso, precipitadamente al primero, sin mis libros, como un loco,
buscando el transporte a Medellín. Recuerdo, como si fuera hoy, que en mi
carrera topé con un profesor auxiliar, joven de Minas, a quien apenas le
había hablado alguna vez y le comunique angustiado la noticia. Me miró
un poco despectivamente y me dijo: “cálmate. Ahora el presidente Ospina
Pérez apacigua toda protesta”. Siguió sin inmutarse, ascendiendo la cuesta
que lo llevaba a su Facultad, la de Minas. Nunca supe la ideología de ese
ingeniero, pero hoy me parece verlo, tranquilo, de traje gris... Llegué a mi
casa después de observar el caos que se había formado en las calles de la
ciudad. Por recomendación explícita de mi madre, permanecí en mi casa
escuchando las noticias de Bogotá, que contaban la reacción del pueblo
por el crimen. Ante todos los peligros que amenazaban, la Universidad
decretó cese de actividades hasta nueva orden y yo me refugié a leer en mi
casa.

83
En esos días recibí la respuesta a una carta que había escrito, como por
no dejar, a un anunciador de El Tiempo, en el que solicitaban, de un cierto
ingenio azucarero, a un ingeniero químico joven. En verdad, todavía no me
había decidido absolutamente, a ser, por toda la vida, un profesor
universitario. Fue sobre esa base que antes del nueve de Abril había
respondido al aviso. La fecha de la respuesta que recibí, también era
anterior al día de la tragedia. Me pagaban una entrevista en Bogotá, con
un señor de nombre Ramón Muñoz Toledo, y daban en la carta la
dirección de la oficina –Gerencia del Ingenio Central San Antonio. Puse un
telegrama al señor en mención diciéndole que viajaría a Bogotá a la
entrevista inmediatamente se calmaran los ánimos en la capital. Tuve que
leer en mi casa, por cerca de veinte días. Una mañana viajé en Scadta, la
compañía de aviación, a la capital, que en verdad, no la conocía. Había
visto en los periódicos y revistas, fotografías de ciudades Europeas
bombardeadas durante la guerra, pero tales fotografías, fuera porque
estaban situadas en otros países o porque nunca las había conocido, me
impresionaban, pero nunca me llevaron al paroxismo. Tampoco había visto
antes a Bogotá, pero al llegar a ver el espectáculo de sus calles y edificios
destruidos, casas todavía humeantes, gentes aterradas como yo, algunas
llorando; niños mugrientos reburujando los escombros, y aquel
espectáculo de desolación y miseria, me detuve en una esquina y lloré en
público, sin importarme nadie en absoluto.

Había llegado el día anterior a una pensión que me habían recomendado, y


por temor, resolví que esperaría al día siguiente para buscar la dirección.
Un señor a quien le pregunté dónde quedaba la dirección que le mostré,
me orientó a las oficinas. Me recibió el mismo señor Muñoz Toledo: alto,
muy alto. Elegantemente vestido. Atento. Me hizo seguir a su despacho y
me felicitó por mi decisión y valentía. “Así son los Antioqueños, señor
Zapata, por eso están donde están”. Yo apenas había visto en Medellín, a
algún Bogotano. Y éste era uno legítimo. Hablamos, me preguntó si era de
Medellín. Le dije de dónde era y, después de ponernos de acuerdo en todo,
me pidió que volviera al otro día para que conociera el Ingenio... Al día
siguiente llegué a su oficina antes de las nueve con mi maleta, que
contenía todos mis haberes: dos pantalones, dos camisas, dos vestidos
interiores, medias, crema de dientes y tres pañuelos. Por eso la podía
llevar debajo del brazo... El ingenio estaba situado antes del pueblo de
Viotá. Adentro de la carretera. Por lo que vi era una fábrica vieja, con un
pequeño grupo de casas bien cuidadas, un restaurante grande y varios
patios. A su alrededor, cultivos y cultivos de caña sobre lomas y campos
que me parecieron secos y estériles. Me presento inmediatamente que
llegamos a un Señor de mediana estatura, atento, llamado Ramón
Escobar, era el jefe de producción del ingenio, y al señor Ángel María
Rodríguez, administrador del ingenio. Este era alto, también simpático y
expresivo. Después del almuerzo, me llevaron a ver las casas del ingenio,
en una de las cuales estaba la que yo ocuparía con alguien a quien
llamaban el gringo. Se despidieron, deseándome muchos éxitos en mi
trabajo que, hasta ese momento, no sabía cuál sería... Acomodé mis cuatro
84
trapos en una pieza desocupada y me tiré en una cama limpia, amplia y
bien tendida. Me quede dormido. Serían las cinco de la tarde cuando me
despertaron las pisadas de un muchacho que, además de unas botas
empantanadas, llevaba puestos unos zamarros de cuero carmelita... Me
saludó, inclinándose para darme la mano, pues no tuve tiempo de
levantarme. Rodó una silla vieja hasta el borde de la cama y me dijo que
era el jefe de los campos de cultivos. Que era Suizo, que había aprendido el
cuidado y cultivo de la caña en el Brasil. Hablaba aceptablemente el
castellano aunque con algunos errores de pronunciación. Era rubio, de
estatura regular, rojo como un camarón y cuando le dije que yo era
ingeniero químico y antioqueño, me comentó: Un verraco, pues –
echándose a reír... Se llamaba Felipe Dunnan, llevaba apenas seis meses
en el ingenio, y había trabajado antes en el Tolima. Esa noche, antes de ir
al comedor, me preguntó inesperadamente si le enseñaría cálculo, porque
tenía muchos deseos de aprender cálculo. En el comedor no hablamos de
otra cosa, sino de cálculo. Le dije que no tenía conmigo ni un solo libro, y
tampoco de cálculo. Pero, al volver a la casa, me llevó a su cuarto, que
estaba al otro lado del mío, separados por zaguán. Allí me mostró varios
libros en Francés y otros en Inglés, mostrándome un grueso libro de
cálculo en Francés. Le dije que con mucho gusto le podía dar clases de
cálculo, pero una vez que supiera lo que iba hacer en el ingenio. Análisis,
me dijo. Ahí tienen el manual de Spencer, que es la guía. Yo no ni había
oído mencionar el tal manual... Recordé algo que en verdad me venía
atormentando. Era cómo avisar a mi madre en Medellín, que yo estaba
instalado en el ingenio. Llámala desde aquí, me dijo. Y esa misma noche,
hablé con Agripina en Medellín, explicándole todo. La casa de la América
tenía teléfono, cosa que ninguna de las anteriores tenía. Desde el corredor
de la casa, hablamos esa noche, Felipe y yo, como hasta las doce de la
noche.

Me contó que por dos años fue guardia de frontera, motorizado, vigilando
una parte de una carretera entre Suiza y Francia. Que le podía dar a un
blanco móvil a ochenta metros y que en 1946 había viajado al Brasil... Fue
Felipe Dunnan el que me indujo a fumar en pipa por primera vez. Me
regaló una pipa en perfecto estado, pequeña, recta y elegante que había
sido de su abuelo, y me obsequió las primeras cargas. De esas fechas data
mi vicio de fumar en Pipa.

******

La zafra en el ingenio duró apenas cinco meses. Luego que terminó, se


iniciaron la limpieza, reparación y ajuste de los equipos, en los que
colaboré de muchas formas. Felipe dedicó su tiempo a acondicionar los
campos, para la nueva cosecha y teníamos tiempo de viajar a caballo a
Tocaima, hacer concursos de tiro, fumar pipa, tomar algunas cervezas, dar
clases de geometría analítica y principios de cálculo diferencial e integral, y
yo, ir de pronto a Bogotá a comprar libros para leerlos en las largas noches
de desvelo y pensamientos acerca de si esperaría la nueva zafra, o si
85
volvería a Medellín. Don Ramón Muñoz me invitó un día a que lo
acompañara a la fábrica de Cementos Apulo, y para que yo conociera la
fábrica de Eternit, a la que él estaba asociado. Pero ni el buen ambiente
que tenía el ingenio, ni varios estímulos que me ofrecieron, pudieron
detener mi propósito de dejar el ingenio. Así que aproximadamente en el
mes de Marzo de 1949, renuncié y partí para Medellín… Desde mi casa le
escribí a un gran amigo mío, colega y gran Señor, Manuel Toro Ochoa,
cuya dirección tenía, y él me orientó hacia la industria Indurrayón, en
Barranquilla, a donde fui a parar, a hacer turnos, al borde del río
Magdalena, a temperatura de 38ºC y una humedad relativa de 80%.
Quiero decir que el infierno estaba allí cerca. Uno intentaba tomar la sopa
del almuerzo y nunca terminaba, porque los chorros de sudor volvían a
llenar el plato. Duré unos cinco meses allí. Aprendí el proceso de Rayón
Viscosa, con el que se producían esas telas brillantes que usaban las
putas. El trato que los ingleses nos daban a los técnicos Colombianos, era
igual al que recibe un perro sarnoso en un matrimonio de ricos. Nunca he
podido olvidar a un Tal Señor Chaco, administrador Colombiano, quien
hizo llenar la copa de unos quince ingenieros y químicos colombianos,
quienes, un día, me encomendaron a mí para que escribiera una carta de
renuncia colectiva, dirigida al Señor Chaco precisamente. Pasado unos
días nos mandó llamar. Dijo sentir mucho que nosotros no le hubiéramos
informado de tantos motivos de disgusto como manifestábamos en la
comunicación. Dijo que los Directivos de la Empresa aceptaban nuestra
renuncia. Pero agregó, que nos pedía el favor, a mí y a otro colega, que nos
quedáramos para hablar con él… Yo me presenté primero a su despacho.
Me dijo que él lamentaba mucho el que hubiera firmado esa carta tan
injusta. Le respondí que yo mismo la había redactado. Que tenía ejemplos
de actitudes todavía más canallas, con pruebas, que no las había escrito
en la carta, y le dije que él estaba cohonestando hechos vergonzosos en
esa industria. Puso el lamento en el cielo. Yo lo dejé hablando. Al día
siguiente viajé a Medellín. Era, creo, el mes de Noviembre de 1949… Como
era ya final del año, resolví ponerme a leer, Guerra y Paz, de Tolstoi, y,
hundido en ese mar de belleza histórico-literario, termine el año.
XXXX

A principios de Febrero, llamó a mi casa, una señorita, secretaria de la


Decanatura de la Facultad de ingeniería química. Dijo que el doctor Durán
quería hablar conmigo. Estábamos en 1950. Esperé hasta el miércoles en
la mañana y me presenté al Decano. Me ofreció sin mucho preámbulo el
curso de Fisicoquímica otra vez, diciéndome que se alegraba de que
estuviera de vuelta. Acepté, volviendo a completar mi tiempo completo con
el curso de Física. Pero Rafael Giraldo y yo, habíamos estado conversando
acerca de una idea que un agente vendedor, de apellido Restrepo, nos
había sugerido. Era la de explorar la posibilidad técnica de fabricar
colapiscis en placas, para confitería y cápsulas farmacéuticas. Nos
pusimos a ensayar la fabricación, en un garaje que arrendamos;
diseñamos la fábrica más primitiva y económica posible: un tanque de
envejecimiento de “Cachetes” de piel que no ofreció el gerente de
86
Curtimbres de Itagui. Un auto clave de hierro calentado con vapor. Un
secador de túnel con ventilador y radiador. Un quemador de azufre para
deodorizar la solución de gelatina y un trabajador, que fue el alma de todo.
Las primeras películas de gelatina, sin olor, ni sabor, secas, las ofreció
Restrepo en varias salsamentarías donde vendían las extranjeras. Se
vendieron como pan caliente.

Rafaél era entonces, el alma de unos laboratorios farmacéuticos que él


estaba resucitando. Por eso no podía sino dedicar poco tiempo al proyecto.
Al ofrecer el mismo el producto fabricado por nosotros, a los laboratorios
farmacéuticos llamados Geresco, a su gerente le interesó el producto, y le
pidió al vendedor que le consiguiera una entrevista con los fabricantes. El
gerente, fundador y copropietario de Geresco, era el doctor Joaquín
Escobar Alvarez. Doctorado en Farmacia de Bélgica, profesor, y Decano de
la facultad de farmacia del a U. De A. Un señor a quien había visto alguna
vez. Un señor que me llevaba a mí, en estatura, cuarenta centímetros de
ventaja. Es decir que medía dos metros. Y, como él me contara más tarde:
que un limosnero llegó a su casa pidiéndole una ropita. Alguien de la casa
le obsequió un saco ya abandonado por el doctor Escobar. Se ajustó el
limosnero el saco a su cuerpo, y exclamó: “¡he, avemaría doctor, con este
saco para que calzones”! Era un hombre bueno, amable, simpático, bien
educado, emprendedor y de una familia de pioneros industriales. Es una
de las personas a quien recuerdo con más admiración.

Aunque todos nos alegramos con la noticia llevada por el vendedor


Restrepo, Rafael Giraldo (Rafita), me expreso que él de ningún modo podía
continuar en la promoción del proyecto, a causa de sus compromisos
adquiridos con la empresa a que servía. Me autorizó, pues, a que yo sólo
continuara con la idea. Abreviando: de mis entrevistas con el doctor
Escobar Alvarez, surgió una industria de gelatina, la primera, creo, que
nacía en Colombia. Se nombró FANAGEL, fábrica nacional de gelatina. Se
construyó edificio propio. Se importaron equipos de Alemania y de los EE.
UU. se produjo, con toda la técnica, Gelatina comestible y fue un éxito,
hasta que en 1954, se autorizó la importación del mismo producto, de
Argentina y México y hubo que venderla, a unos fabricantes de
detergentes, todo el montaje, sencillamente, porque no se pudo competir
con el mercado externo.

XXXX

Mis cursos en la facultad marcharon, hasta 1955, muy bien. Pero hacia el
fin de este año, una tarde, llegó a mi casa, (vivíamos entonces en la carrera
Popayán, arriba de la facultad de Medicina de la Universidad de
Antioquía), el ingeniero químico Gabriel Poveda Ramos, preguntado por
mí. Yo estaba en la facultad, y él quedó de volver más tarde. Volvió.
Conversamos. Yo no lo conocía y creo que él tampoco a mí. Me habló de la
Universidad del Valle, en Cali. La Univalle había iniciado labores, hacía en
ése momento, diez años. Pero, a pesar de su juventud, el doctor Poveda se
87
había vinculado a esa Universidad con un entusiasmo, con una fé, que me
los comunicó casi inmediatamente. Yo sentía a la vez, por la Universidad
de Antioquia, un amor, casi infinito. Lo que ella me había dado a lo largo
del bachillerato, lo que me había inculcado, lo que había aprendido en la
Facultad de ingeniería química; el orgullo que sentía por ser un egresado
suyo. Después recordé que todo lo había conseguido gratuitamente, allí,
donde lo único que me pidieron fue atención y esfuerzo mental para
aprender, y estar ahora, vinculado con éxito a ella, desde cátedras que me
honraban, y de las que nadie me estaba desplazando, ni solicitándome que
las abandonara; digo que, al escucharle a Poveda su oferta de que me
fuera a trabajar al Valle en los mismos cursos que estaba ofreciendo en la
U de A, me puso a pensar seriamente. Por supuesto, el doctor Poveda me
demostró, en ese amable diálogo que sostuvimos, que era mucho más
inteligente que yo, al lograr convencerme de mi traslado, a pesar de mi
“sentimental” resistencia. En efecto, algo como esto, me dijo: “La
Universidad de Antioquia, ciertamente, no necesita tanto de sus egresados,
por brillantes que sean, como sí los necesita otra Universidad que apenas
se inicia, en una región que, tardíamente, esta urgida por desarrollar su
educación profesional, como el Valle del Cauca. Usted, allá, será siempre
más importante que aquí. En Antioquia hay muchos hombres de
inteligencia y voluntad, en cambio el Valle, es apenas, como dijo el Poeta
Porfirio Barba Jacob, “un solar con obispo”. Nos reímos. Nos tomamos un
Whisky que le ofrecí; me contó, con ese ánimo y espíritu que comunican
más que las palabras, lo que estaba haciendo en Cali. Me habló de un
Departamento de Física y Matemáticas que estaba bregando a organizar.
Yo le dije, que como estábamos en Noviembre, le pedía plazo hasta Enero
de 1956, para responder su oferta… Nos despedímos. Me dijo a cuánto
dinero de mi salario, podía aspirar, y se marchó.

XXXX

Le comuniqué todo a Agripina y a mis hermanos. Jóse, que ha sido


siempre la más espontánea para expresar sus sentimientos, se puso triste.
Por supuesto, el salario que me ofrecían, no era sino un poco más alto del
que obtenía en la U. De A. por mis clases. Porque el salario de los
profesores y maestros en Colombia, siempre ha sido magro…Pero aún yo
no tenía decidido irme de Medellín. Al terminar mis cursos en Noviembre,
tomé la decisión de irme de vacaciones, sólo, a San Andrés, ése lugar que
había soñado siempre conocer. Era Presidente de la República, el General
Gustavo Rojas Pinilla. Había llegado al poder, en 1953, como consecuencia
de los odios partidistas que habían desatado la violencia más cruel,
irracional y absurda, que padecía gran parte del país, y que, según los
analistas de estos asuntos, tuvo su principio con el asesinato del líder
liberal Jorge Eliecer Gaitan…En 1948, Colombia había perdido su rumbo.
El país hervía, como hasta hoy, de odios, de luchas ideológicas; y el
ascenso del General Rojas al poder, no fue sino un interludio que trajo
algún apaciguamiento por corto tiempo. Pero este grave asunto, cuyas
consecuencias todavía no sabemos cuáles serán, es mejor dejarlo a todos
88
aquellos que creen poderlo resolver. Lo cierto fue que tomé un avión a
principios de diciembre y viajé a Cartagena. Allí, tomé un avión Catalina,
cargado de pasajeros, bultos y gallinas, con destino a la hermosa isla de
San Andrés.

San Andrés era entonces un verdadero paraíso, su paisaje, su cielo y su


mar, me dejaron atónito por su belleza. Nunca habría creído que Colombia
fuera la dueña de un tesoro así. Palmeras, arena blanca y el mar
policromado y tranquilo, hasta apenas escucharse aleteos de pájaros
marinos y el murmullo incesante de olas calmas. Mi primer traspiés en la
isla, lo sentí cuando me di cuenta de que había perdido, probablemente al
dejar la canoa que ayudó a dejar el hidroavión, mi cámara de fotografía. A
mis consultas, me dijo un nativo que averiguara en la Inspección de
policía. Él mismo me llevó al lugar. Me dijeron que si en verdad la cámara
se había quedado en la canoa, la llevarían allí por la tarde. Esperé ansioso.
A las seis de la tarde volví, y con solo decir la marca de la cámara, me la
devolvieron. Esto me confirmó lo que me habían dicho en Cartagena, que
los nativos de San Andrés eran honradísimos. Un hombre dueño de un
amplio restaurante techado con hojas de palma y amoblado con grandes
mesones, me facilitó una choza cercana al mar. Comí en su restaurante la
primera cena, compuesta de platos fuertes de alimentos del mar,
deliciosamente preparados. Yo, que apenas había comido, en toda mi
vida, los alimentos más ordinarios de la rústica comida antioqueña, me
atraqué de aquella comida formidable por no sé cuántas variedades de
especies marinas, de distintos sabores. Sólo, en la cabecera de un mesón
medio iluminado por una tea humeante que ardía amarrada a uno de los
estantillos de madera redonda que sostenía el techo de la construcción,
mirando la noche inmensa que me rodeaba; oyendo el murmullo del mar a
pocos metros; mirando pasar luces extrañas por caminos imaginarios
entre las palmeras; sin propósito definido, sin pensamientos, mientras
varias mujeres negras, de cuerpos hermosos, intentaban hablarme en un
idioma que entendía como un Castellano mezclado con Ingles, tuve la
sensación de que me había perdido. De que ese no era mi país. De pronto,
vi llegar al lugar a tres jóvenes, conversando animadamente entre ellos.
Descansé. No sabía quiénes eran. Me saludaron cortésmente y, habiendo
otros mesones libres, me preguntaron si podían acompañarme en la
misma mesa. Eran muchachos blancos, como de mi edad. Vestían camisas
de mangas largas de color gris claro y pantalones claros, también. Lo que
extrañé fueron sus botas. Altas, como pantaneras…Se presentaron. El
único nombre que hoy recuerdo, por circunstancias que voy a referir, fue
el de Leonidas López. Delgado, de regular estatura, blanco, amable;
reconoció mi acento antioqueño y fue el primero en querer saber el por qué
estaba allí. Eran las ocho de la noche. Una brisa pertinaz había empezado
a soplar del lado del mar. Penetraba en el restaurante, barría las cosas
livianas, hizo sonar un arbolito de campanitas de barro que había en un
rincón, con la armonía de una música deliciosamente agradable… El clima
del lugar cambió. Al escuchar el acento bogotano de dos de los
muchachos, a quienes las mujeres que nos atendían trataban con especial
89
deferencia, volví en mí. Yo acepté beber un agua mineral, intentando
aplacar la revolución que sentía en mis tripas, por haberme excedido en
apurar aquellos alimentos del mar que, milagrosamente, no me
intoxicaron. Ellos bebieron con sus comidas cerveza fría… Todos me
felicitaron al saber que yo era profesor de ciencias en la Universidad de
Antioquia, y supe que los tres, eran ingenieros civiles, dos de Bogotá y
López de Popayán. Yo no súpe lo que me comí. Ví sí, que dos de éllos,
devoraron, rasparon y esculcaron con ansiedad, sendas langostas
gigantes, que por poco no terminan de consumir.

Ellos estaban en San Andrés, haciendo los primeros estudios topográficos


del aeropuerto de la isla. Habitaban también, tres cabañas cercanas a la
mía. Al salir afuera, del restaurante, sentí que me iba a llevar el viento. Lo
que vi en medio de esa tremenda oscuridad, fue solamente el mar, que se
sentía a la distancia, iluminado en su superficie por los reflejos ondulados
de su propia fosforescencia. Las palmeras, que traqueteaban por la furia
del viento. Y los cocuyos, que ensayaban su zig-zag, por entre las palmas.
El cielo estaba oscuro, y como barrido por nubes viajeras. Sentí miedo.
Ansiedad. Pensé refugiarme en mi cabaña, que identifique allí cerca,
porque tal vez un rayo había derribado cerca de ella, una palmera que se
atravesaba a su costado. Creo que los ingenieros deseaban hacer lo
mismo. Pero, de pronto, Leonidas López propuso que fuéramos a su
cabaña a tomarnos un Whisky. Aceptamos. Caminamos en silencio sobre
la arena siguiendo a Leonidas que nos iba guiando adelante, y comprendí
que la suya, era precisamente la cabaña que seguía de la mía. Esos
refugios permanecían con las puertas abiertas en la isla. De modo que
Leonidas empujó el ala de la puerta apenas ajustada y presionó, en sus
manos un encendedor de cigarrillos que, al segundo intento, iluminó un
poco el amplio cuarto donde nos encontrábamos. Se dirigió a un rincón y
con su encendedor, prendió una gran tea que estaba allí; que no
solamente iluminaba muy bien el cuarto, sino que enviaba los humos
hacia fuera de la choza, movidos por el viento. Rodamos unos asientos de
mimbre, y nos encontramos de pronto, en el ambiente más agradable que
pueda imaginarse. Leonidas se movió hacia una mesa donde tenía varios
libros. Cogió úno. Lo llevó a su asiento y luego nos ofreció un trago de
Whisky. Él mismo nos lo sirvió generosamente en unos vasos altos, de una
botella que sacó de una especie de alacena. Al primer sorbo que tomamos,
me preguntó, mostrándome el libro: ¿Conoces este libro? –leí el título del
libro que me mostraba a menos de ochenta centímetros de distancia de su
silla. Leí: Carlos Castro Saavedra. “Despierta jóven América”. Sí, le
respondí, y le comenté, sin petulancia, y en el tono menos sensacional,
que, por pedido expreso del profesor Alfonso Mora Naranjo, había escrito
un pequeño comentario sobre ése libro, en la Revista Universidad de
Antioquia en el año pasado (1954), - ¿tu? -. Me preguntó.- sí, yo, - le dije.
Leonidas se levantó de su asiento. Me abrazó emocionado. Miró a sus
colegas como expresando su admiración o desconcierto, y en esa noche
nació una de mis grandes amistades, sin habernos visto antes.

90
Les conté que era amigo de Carlos Castro Saavedra. Que nos reuníamos en
el café La Bastilla a menudo. Que le había leído casi todos sus libros, y
que de todos, el que más me gustaba, se llamaba Fusiles y Luceros. Los
amigos de Leonidas no salían de su asombro. Esa noche, hasta más allá
de las doce leímos los poemas de Carlos y, por una noche, unimos el mar,
la poesía, y la violencia que había causado esos versos de fuego y pasión
del poeta. Con Leonidas me veía casi todos los días por las tardes, a su
regreso del trabajo. Charlábamos, y cuando supe que estaba yo pensando
en aceptar la oferta de la Universidad del Valle, me animó a que la
aceptara. Pero cuando verificó que a mí no me gustaba el trago, no
obstante que en la isla abundaba, barato, y de distintas marcas y orígenes,
creo que se desanimó un poco. En verdad, nunca he podido vivir sin un
propósito, y comprendí que no podría estar por muchos días en ese
Paraíso donde abundaban las bebidas, se tenían las comidas más
exquisitas y baratas, podía gozar del mar más maravilloso, los nativos eran
cultos, amables y respetuosos, no se escuchaban las noticias de lo
horrendos asesinatos que se sucedían en el continente, no tenía las
obligaciones que me imponía el trabajo en la Universidad y había
muchachas sencillas y cariñosas, que, sin ninguna promesa, accedían a
hacer pequeños favores con una naturalidad que me hacían pensar si en
verdad, aquel lejano lugar, no era, ciertamente, un Paraíso. Pero me
aburrí. Tal vez fuera la única persona que se aburría en el Paraíso… Pensé
mucho, por mi propia cuenta, en lo que podría ser mi vida en Cali. No
conocía propiamente la ciudad.

Los últimos dos días de mi estancia en San Andrés, los pasé casi todas las
horas en el mar y en la choza. Allí tomé la decisión de aceptarle la
propuesta al doctor Poveda. Siempre lo llamé así, aunque yo tenía ya cerca
de treinta y cuatro años y él tendría unos veinticinco. Pero mi respeto
emanaba de su prudencia, el respeto con que me trataba, su reconocida
agudeza intelectual y, por supuesto, de mi carácter tímido o acomplejado,
que había llevado de mi hogar.

XXXX

Por esos tiempos, yo había cometido la torpeza de enamorarme de una


muchacha en Medellín, cuyo nombre no quiero escribir en estas notas. No
porque nadie lo supiera, sino porque aún la respeto y guardo en mi
memoria. No sé si ella me pudo querer, o si todas fueron ilusiones mías. La
verdad es que mi decisión de viajar a Cali en Enero de 1956, coincidió con
una rabieta mía y la ruptura con ésa amistad, que lamenté por algún
tiempo. Como a los ocho días de haber viajado a Cali, un amigo muy
íntimo que sabía de mi viaje y de mi nostalgia, de quien no me despedí, me
escribió una carta, noble como todas las suyas, en la cual me reclamaba,
en su estilo siempre gracioso y humorístico, el que no nos hubiéramos
podido despedir y, como un paliativo, me recordó, copiándolo con su puño
y letra, el hermoso apartado IV, de Rondeles, del Maestro León de Greiff:

91
“Pues si el amor huyó, pues si el amor se fue…
dejemos el amor y vamos con la pena,
y abracemos la vida con ansiedad serena,
y lloremos un poco por lo que tanto fue…
Pues si el amor huyó, pues si el amor se fue…
¡Dejemos el amor y vamos con la pena…
Vayamos al Nirvana o al reino de Thulé,
y entre brumas de opio y aromas de café,
abracemos la vida con ansiedad serena!
Y lloremos un poco por lo que tanto fue…
por el amor sencillo, por la amada tan buena,
por la amada tan buena, de manos de azucena…
Corazón mentiroso ¡si siempre la amaré!”

VII

Entre los años de 1950 y 1955, tuve un grupo de amigos inolvidables.


Varios llegaron a ser famosos por la categoría de los puestos que
alcanzaron, pero que, en ese período, apenas eran, casi todos, brillantes
estudiantes o muy jóvenes profesionales. Estoy pensando en: Alberto
Bernal Restrepo, alumno mío en la Facultad de ingeniería Química, quien
fue Gerente de Cementos Boyacá. Guillermo Hincapié Orosco, que fue
alcalde de Medellín. Jaime Betancur, hermano del Presidente de la
República entre 1982 y 1986, Belisario Bentacur, quien, como su
hermano, es un respetable Jurista y Consejero de Estado. El ingeniero
Javier Ramírez Soto, ejecutivo en su campo y profesor universitario. Carlos
Jiménez Gómez, quien fue Procurador General de la República,
precisamente durante la Presidencia del doctor Belisario Betancur, etc.

Pero, aparte de esta amistad con notables, igualmente recuerdo con


mucho cariño a Raúl y Hernán Echeverri, de la patrulla de la América, a
Jaime Duque, un caballero de la América también, a quien me parece ver
con sus gafas de armadura negra y grandes lentes, que él limpiaba con
una elegancia casi ritual. A Darío y Ramiro Sierra estudiantes aún. De
pronto, nos encontrábamos reunidos en el café La Bastilla, saboreando un
tinto y hablando de nuestras respectivas profesiones, o de nuestros oficios,
o de literatura. Muchas veces se sumaban al grupo Eddy Torres, o Carlos
Castro Saavedra, o Estanislao Zuleta o el abogado Luis López de Mesa, no
el maestro de los años de la Presidencia de López Pumarejo, sino un
abogado flaco y pelirrojo, intelectual también, y muy agradable; quien,
estando un día reunidos, escuchó en la calle, gritos y carreras; se levantó
curioso y miró lo que sucedía, y al volver a la mesa nos contó: un pobre
muchacho que se hurtó un pastel en una repostería, y es tan infame la
gente, que se lo quitaron. “¡Francamente, en esta ciudad, ya no se puede
trabajar”!

Un domingo, como a las diez de la mañana, estábamos varios de éstos


amigos, en La Bastilla, cuando un vendedor de periódicos anunció desde
92
la puerta: La revista “Life”, con el último libro en Español de Hemingway,
lea en un solo número, “El viejo y el Mar”… Recuerdo apenas a Carlos
Jiménez y a Javier Ramírez Soto. Yo fui a comprarle la revista al voceador.
Como ellos sabían que a mí me encantaba leer, me pidieron que leyera el
relato y por la tarde lo comentábamos. Así lo hice. En unas tres horas, de
la tarde, leí la novela, y me estremeció. En la tarde volví al café y los
encontré. ¿Qué tal el libro? – Me preguntaron. Para un premio Nobel – les
respondí. - ¿Que?. Sí. Seguramente Hemingway se lo gana este año – Puro
entusiasmo de este químico – me respondieron. En seguida les dije: Es un
símbolo del poder del hombre, de la resistencia, tenacidad y valor del
hombre. Cómo debemos luchar contra la adversidad para obtener
cualquier victoria. Léanlo. Les hará mucho bien. Y nos despedimos. Ese
año le concedieron el Nobel a Hemingway.

Como es casi seguro que por el objeto y contenido de estas notas, no


tendré ocasión de volver a mencionar a varios de los amigos que acabo de
recordar, quiero copiar ahora unos desabridos versos que les dedique a
tres de éllos, escritos en una de mis nostálgicas “tardes poéticas” y que
publiqué en un pequeño librito de circulación cerrada en la Universidad
del Valle hace poco. Comprendo que fue una avilantéz, y les ofrezco
disculpas. Dice así:

Tener un canto hermoso

Para Javier Ramírez Soto,


Alberto Bernal Restrepo y
Manuel Toro Ochoa,
Amigos de juventud

Tener un canto hermoso para dejarle al mundo,


una canción sencilla, un verso de alabanza
para la luz, el aire, los mares y las flores,
los ríos turbulentos y los lagos en calma.

Todo lo que en el alma deja huella profunda:


la mujer, la niñez, el dolor que no cesa,
el amor transparente hacia todo lo bello,
tu nombre en la distancia que ilumina mi frente.

Haber visto la vida cruzar por todas partes,


sentir que somos parte de todo el Universo;
ser hombre entre los hombres un día y otro día
y recordar la lucha contra los elementos.

Hombres de manos duras, fuertes, encallecidas

93
de levantar las piedras y de trazar caminos,
ser una fuerza viva que derriba montañas
y ser dulce, amoroso, para engendrar la vida.

No descansar un día de buscar la belleza,


desde la humilde planta que en el suelo revienta
hasta la estrella inmensa, millonaria en el cielo,
con su luz, su potencia, de horno eterno sin pausa.

Extender este canto a las manos de un niño


que descubre distancias jugando con sus dedos,
que ríe y amenaza con su llanto intranquilo
y retorna a la dicha con el calor del seno.

Amar desde el origen al hombre en su pujanza,


desde la cueva oscura donde labró las piedras,
pasar por los entornos de sus filosofías
hasta abordar las naves que exploran las distancias.

Viajar en un navío que puede detenerse


a contemplar estrellas, jardines, nubes blancas,
o a mirar a los hombres en su tenaz empeño
y acompañarlos siempre sin temor ni arrogancia.

Vivir, vivir la vida, el amor, la nostalgia


y ver en cada fruto la bendición del alba,
sobre la tierra toda abrazar la locura
que nos lleva al abismo o a la dulce esperanza.

XXXX

Uno de los primeros días del mes de Enero de 1956, viajamos a Cali, en
automóvil, Hernán Echeverri, Ramiro Sierra y yo, en aceptación a la
invitación que el doctor Gabriel Poveda me había hecho de vincularme
como profesor al Departamento de Física y Matemáticas, que apenas se
iniciaba en la naciente Universidad del Valle del Cauca. Univalle tenía ya
diez años fundada. Conocía por propia experiencia, las vicisitudes de la
aventura que en Colombia significan estas empresas que se empeñan en la
creación de Cultura, máxime que el Valle del Cauca había empezado tarde
y partiendo de una reconocida base agrícola, rica, pero bastante ajena a
los problemas de la educación y de la cultura superior. Esta característica
- circunstancial por lo demás – fue uno de los acicates que me llevaron a
pensar, que mi pequeña participación en el desenvolvimiento de su
Universidad, podía ser apreciada por la Comunidad. Tal fue la verdadera
razón de mi viaje. Venía yo de una Universidad vieja, histórica, que había
demostrando en muchos años de trabajo continuo, lo que la educación de
sus gentes significa en el progreso y desarrollo de una comunidad.
Reiterando, la Universidad de Antioquia y la Facultad Nacional de Minas,
94
con el tiempo, fueron las responsables de ese reconocido liderazgo que
Antioquia tenía en el País… A eso viajaba yo, esa mañana de Enero,
optimista, orgulloso de llegar a ser partícipe de un desarrollo similar al de
Antioquia, trabajando en Univalle.

Muchos antioqueños habían colaborado en el desarrollo del Valle del


Cauca. El ingeniero de la Facultad de Minas de Medellín, Juan de Dios
Higuita, había sido el eje del desarrollo del Taller de Chipichape del
Ferrocarril. La fábrica de cementos del Valle, era obra de los antioqueños;
y la incipiente Facultad de Medicina de Univalle, recibía en ese momento la
colaboración de muchos médicos de la Uniantioquia. La presencia del
juvenil ingeniero químico de la Universidad Pontificia Bolivariana de
Medellín, Gabriel Poveda Ramos, ¿No era la continuación de esa
colaboración, de esa ayuda que he mencionado?

XXX

Al llegar a la ciudad de Palmira y orientarnos a Cali, percibimos que el día


anterior, probablemente, se había inaugurado la carretera pavimentada
que unía a Palmira con Cali. Aún se veían muestras de lo que había sido
esa inauguración. Pero nosotros veníamos muy cansados para detenernos
a curiosear las colas de la fiesta. Así que nos dirigimos, gracias a los
conocimientos de Hernán Echeverri, a un hotel llamado Hotel María
Victoria, en el centro, a una cuadra larga del Parque Caicedo. Allí nos
instalamos provisionalmente y como era temprano aún, nos fuimos a
recorrer las calles más cercanas. En un café nos tomamos varias cervezas.
Hernán Echeverri que era un trotamundo y conocía a Cali, poco a poco
nos fue llevando hacia la Estación del Ferrocarril. Por allá conocía
estaderos de su agrado. De paso, y ya un poco mariados por las cervezas,
nos mostró los frescos que adornan las paredes de la Estación, en la parte
interior. Me parecieron preciosos. “Son la obra – nos dijo – de un artista de
Cali -, “Tejadita” le dicen”… Ramiro, que era el que más había sido
afectado por las cervezas, levantó los ojos, observó esa multitud de
personajes históricos que se observan en el fresco, bajo los ojos y me
preguntó: ¿No habrá entre tanta gente, un conocido de nosotros?. – El
escándalo de nuestras risotadas levantó de sus asientos a los pocos que
esperaban el tren.

XXX

Me instalé a vivir en el Hotel María Victoria, era limpio, cómodo, central y


cercano al sitio donde, me dijeron, funcionaba la Universidad. Sus
propietarios eran una pareja de gentes atentas, comunicativas y amables.
Así que dos días después de mi llegada, salí con destino al antiguo Colegio
de Santa Librada, una mole de edificación colonial, enjalbegada, de dos
plantas, de arcos sucesivos que, con la luz, dibujaban sus proyecciones
sobre los muros, como un convento del siglo XVII.
95
Yo no era un jóven. Tenía 35 años. Había vivido ya, una buena parte de mi
vida. Había leído mucho; en ése momento, había tenido amores
elementales y transitorios; puesto a muchas pruebas mi fe en el Dios del
Calvario; y, sinceramente me había enamorado de la muchacha a que hice
mención. Mi experiencia probada como profesor de Física y Fisicoquímica
fue la razón de que en esa mañana, estuviera subiendo las gradas del
famoso Colegio de Santa Librada, para presentarme ante el Decano de la
Facultad de Ingeniería Química, a posesionarme del cargo de profesor de
tales materias. ¡Ah! y me gustaba mucho leer libros de literatura y escribir
versos, - nunca me importó que fueran malos, si se comparaban con los de
Antonio Machado o León Degreiff -. Había aprendido ya, que la inteligencia
de cada persona, es la suya propia, que podemos hacer, por semejanza, lo
que los otros hacen o han hecho; que la creatividad cabe, en la mente
original principalmente y, cuando no se nos dá originalidad, nos queda el
consuelo de servir de difusores de la cultura, que es también un oficio
digno. Por este sencillo razonamiento, nunca he pensado como un genio
original, creativo, ni ingenioso. He escrito muchas cosas que no
trascienden, pero he sido generoso con el talento ajeno… Mi posesión duró
menos de diez minutos, juré servirle a la Universidad con honradez y
dedicación y, ese día, gasté la mañana visitando los salones de clase, que
me parecieron estrechos, mal dotados y algunos daban con sus ventanas a
la calle, por donde las vendedoras de frutas de la calle, podían
intercambiar tajadas de piña o de papaya con los estudiantes que, dándole
la espalda al profesor que estaba exponiendo su clase, atendía más bien a
la mujer que les entregaba la fruta. Comían frutas en plena clase.
Hablaban entre ellos, como si no existiera el profesor. Bostezaban. Se
cortaban las uñas con una ruidosa guillotina que hacía saltar los pedazos
de uña por el salón. Estoy diciendo que me pareció todo, que todo me
pareció un irrespeto y una vergüenza…Ese día también, conocí al Señor
Rector de la Universidad. Habló del doctor Mario Carvajal. Me saludó con
cariño y respeto. Hizo no recuerdo qué elogio de Antioquia y de su
Universidad. Me deseó éxito en mi trabajo y, el ingeniero químico
Hernando Arellano Angel, decano de la Facultad de Ingeniería Química, me
presentó a don Tulio Ramírez, un señor de tez morena, de las más
correctas maneras en el trato y modales, quien, supe después, había sido
uno de los gestores del proyecto de creación de la Universidad… Volví al
hotel como a las seis de la tarde. Estaba preocupado. La disciplina de los
alumnos me pareció un desastre. Faltaban modales, respeto por el
profesor, atención por las clases; era como si no les importara nada, y esas
condiciones físicas de los salones, parecían contribuir a mi desasosiego.
“Lo que mal empieza mal termina”, recordé que repetía Agripina. Sentí que
había cometido un craso error, cambiando mi trabajo en la U de Antioquia,
por este trabajo, en una ciudad cuya temperatura en ése Enero, me
pareció insoportable.

Esa noche, en la cena, compartí la mesa con dos jóvenes que me acogieron
con especial simpatía. Eran antioqueños también. Hablo del doctor Alberto
96
Fernández Cadavid y Alonso Restrepo, quienes no vivían en el Hotel, pero
cenaban esa noche allí. Supe que ambos eran Abogados de la U. de A.
Fernández era asesor del Municipio de Cali en la ejecución del primer
Estatuto de Valorización Municipal. Restrepo también ejercía la abogacía.
Eran graciosos, simpáticos “dicharacheros”, sobre todo el doctor
Fernández, pero a la vez, muy centrado y atildado al hablar de su
profesión; y después supe, que fue el autor del primer Estatuto de
Valorización de Cali… Su charla, hecha de espontaneidad, humor y
simpatía, me encantaron, hasta el punto de que en los días siguientes, yo
los esperaba para hacer la cena, con éllos en el Hotel… Gabriel Poveda
regresó de uno de sus viajes, creo que de Manizález, donde tenía su novia,
y, desde nuestra primera entrevista, empezó a ser ése, como “paño de
lagrimas” – como decía mi madre -, de todas mis preocupaciones.
Hablamos de orden, de disciplina de los estudiantes, del respeto al
profesor y a la Cátedra, de formación y de Cultura. Estuvo de acuerdo
conmigo. Me habló de profesores sin autoridad propia. Gentes que
compensaban su falta de carácter, como una falsa amistad y permisividad
que destruía el orden, por una falsa camaradería… Con esa charla entre
Poveda y yo, iniciamos una tertulia interminable que duró casi todo el
tiempo de muchos meses en la Universidad del Valle, y que para mí, fue
como un nuevo principio de mi trabajo de profesor.

XXX

Sabía que no estaba en una Universidad antigua, con tradición y


disciplina. Sabía que la disciplina la lleva el profesor y es su deber
imponerla en su cátedra. Sabía, también, que el respeto del alumno lo
produce más la autoridad del profesor, que las tendencias naturales del
alumno al desorden. Y que esa autoridad profesoral, proviene de la
confianza que se le dé al muchacho, por los conocimientos que éste
encuentra en el maestro. Muy pronto comprendí que el respeto con que los
estudiantes trataban, se comportaban y actuaban, se deriva del saber y
trato del profesor. Esto fue como una orden para mí. Estudiar mejor mis
lecciones. Ampliar el campo de mis conocimientos. Leer nuevos y más
avanzados libros, crearme un universo científico que contuviera como una
parte mínima, los cursos que estaba obligado a enseñar. De modo que de
todo esto derivé un programa de estudio que ocupaba mis sábados y
domingos, con una fiebre, un énfasis y concentración, que todo mi tiempo
se volvió insuficiente, para alcanzar a leer los textos que consultaba y
adquiría de mi propiedad, como si yo hubiera nacido para estudiar
solamente física y Fisicoquímica. Pero este programa me llevó a estudiar
más Química General, más inorgánica, más termodinámica, más
electroquímica y todos aquellos espacios de la ciencia Clásica que tenían
relación con las materias que estaba obligado a exponer. De éste modo,
orienté mi trabajo en la Universidad, olvidando, por ese tiempo, que las
incomodidades del local, podían ser causantes de un eventual fracaso de
mi trabajo.

97
XXX

Sucedió, hacia fines del 1956, un incidente que afectó mi trabajo en


Univalle. Todavía estábamos en el Santa Librada, pero pasó que algunos
estudiantes de la Universidad, organizaron una manifestación y protesta
contra el Gobierno Central, en memoria de varios actos violentos del
Gobierno del General Rojas Pinilla, que habían sido ejecutados en la Plaza
de Toros de Bogotá, y en los cuales varios estudiantes habían sido
asesinados. Ellos, lo único que solicitaban, era colocar una placa
recordatoria de la fecha y con los nombres de los estudiantes sacrificados.
Desde las primeras horas, algunos de los estudiantes llevaron la placa
recordatoria a la Universidad. Hubo revuelo y comentarios entre los
profesores. El decano de ingeniería química se apersonó de la oposición al
acto y propósito de los estudiantes. Mostró temor a las posibles
represalias oficiales. El profesorado se dividió. Yo sostuve y alegué el
derecho que los estudiantes tenían de hacer la manifestación. El decano
me enfrentó. Dijo que, “era el Rector quien había dado la orden de no
permitir la manifestación” – Esta es la hora en que yo no he podido saber a
ciencia cierta, si fue el Rector, o fue el decano quien se oponía. La verdad
fue que yo sostuve el derecho que los estudiantes tenían. El decano,
furioso, me dijo que “quien en ésta institución no acata las órdenes del
Rector, debe irse de élla”… lo pensé por diez minutos, más o menos, fuera
del salón donde estábamos reunidos, y sin discutirlo más, le dicté a la
Secretaria de la Facultad, mi renuncia irrevocable de mi cargo, y se la
entregué personalmente al Decano. Hubo explicaciones. Solicitudes de
varios colegas de que no me fuera, pero para mí, un alumno de la
Universidad de Antioquia, un egresado del Liceo Antioqueño y un hombre
confesamente liberal, me pareció demasiado cobarde la actitud del Decano.
No del Rector, porque a él no lo vi ese día, y como le tenía admiración por
todo cuanto él era: por su inteligencia, por su cultura y señorío, opté por
escribirle una carta de despedida, en la cual le manifesté que me había
invadido una nostalgia de mi hogar y de mi tierra, que me habían obligado
a regresar a Medellín. Su carta de respuesta, días después, es una joya
que conservo. Él era el doctor Mario Carvajal.

XXX

El año de 1957 lo pasé todo en Medellín. Y allí habría continuado si varios


hechos no se me hubieran cruzado. El primer hecho que yo mismo me
inventé, fue el de asociarme de palabra con un amigo que recientemente se
había graduado en la Facultad de ingeniería química de la U. de A., y de
quien había sido profesor de Fisicoquímica antes de mi viaje a Cali. Hablo
del ingeniero Gustavo Aguirre Mejía, quien, creo que hacía muy poco, se
había casado con una dama preciosa de Armenia, en Caldas, llamada Olga
Arias, Gustavo y yo, con un contrato de palabra y muy poco dinero, nos
embarcamos en el proyecto de fabricar óxidos rojos y amarillos de hierro, a
partir de soluciones de sulfato de hierro, producido por nosotros de
chatarra de hierro, y destinados, principalmente, al uso en pinturas
98
anticorrosivas y pigmentos para baldosería. El proyecto progresó a tal
velocidad, gracias a nuestro trabajo casi de día y de noche, que, a los tres
meses, ofrecimos óxidos rojos a los baldoseros de Medellín a un precio mas
bajo que el producto extranjero. Seguimos mejorando el proceso y el
producto. La señora Olga Arias de Aguirre, se incorporó con tanto
entusiasmo al proyecto que, gracias a sus comidas que nos llevaba al
local, en altas horas de la noche, viajando sóla en su automóvil, para que
nosotros no desfalleciéramos, pudimos sobrevivir. Hoy la recuerdo como
nuestra socia principal en ése negocio. Brevemente, un colega de apellido
Villegas, se enamoró del montaje y de la idea, se lo vendimos hacia el fin
del año sin pérdidas para nosotros, precisamente al producirse el segundo
episodio de 1957.

Sucedió que hacia Octubre de 1957 hubo en Medellín un Congreso de


Rectores de Universidades, auspiciado por la U de A. El Rector de la
Universidad de Antioquia se excusó de asistir a una sesión y delegó en su
lugar, al doctor Antonio Duran, quién seguía siendo del decano de la
facultad de Ingeniería Química. Don Mario Carvajal, que asistía por la U.
del Valle, le preguntó, en alguna ocasión, si yo aún estaba vinculado a la
Facultad de Ingeniería Química de la U. de A. El doctor Durán le informó
que no. El doctor Carvajal expresó su deseo de hablar conmigo… Ese
mismo día la secretaria de la Facultad llamó a mi casa, y quedé de buscar
al doctor Carvajal para hablar con él. Así fue como acordamos mi retorno a
la U. del Valle. La fábrica de pigmentos prosperó, y creo que aún funciona.

XXX

A principios de 1958, antes de volver a Cali, conocí a una niña que, un año
más tarde sería mi esposa. Hablo de Margarita Luján. Su dulzura, su
belleza y discreción, colmaron en pocos meses mi sueño de tener una
esposa digna… Siempre he recordado, al vivir a su lado, durante más de
cuarenta años, el principio del hermoso poema del español don José María
Gabriel y Galán: “Yo aprendí en el hogar, en qué se funda la dicha más
perfecta. Y para hacerla mía quise yo ser como mi padre era, y busqué una
mujer como mi madre, entre las hijas de mi hidalga tierra” etc. Me casé en
Medellín con Margarita Luján. Sin ostentación. Sin lujo. Sin fiesta ni
amigos. Los dos y dos testigos. Digo hoy, que la vida nos ha dado todo lo
que ella ofrece: felicidad, penas, pesares, alegrías, temores, ansiedades,
enfermedades, todo. Y, como escribió Porfirio Barba Jacob, nuestro amado
poeta: “Y nadie ha sido más feliz que yo”. Un día, pensando en nuestra
vida, le escribí a Margarita, estos sencillos versos:

A Margarita

Hace tanto tiempo yo ví tu sonrisa


una noche de bruna.
99
Alumbraste entonces mi paso tranquilo
como luz del cielo en un tibio enero.
Entonces tú eras delgadita y tímida,
apenas hablabas de cosas sencillas
y tu vida era una primavera
abierta en corolas.

Empecé a quererte casi sin quererlo.


Esa noche tuve por pocos instantes
tus manos hermosas, como se retiene
con ternura y miedo una joya pura
frágil en los dedos.

Nos amamos siempre con dulce ternura.


Llegaron los besos, como llega el alba
temprano a los lagos.

Hoy eres mi esposa. Juntos hemos sido


a las penas fuertes, a las dichas, breves.
Los hijos nos dieron un poco de calma
un poco de llanto lleno de temores,
pero vamos juntos a pesar del tiempo
que lo cambia todo.

Compartimos el día agitado y su tarde agria y,


sin vanidades, te juro, amor mío,
que aún tu belleza calma mis pesares.

Desde los primeros días de nuestro matrimonio, pensé mucho en lo que


había sido la vida de mis padres: sin casa propia. Viajando de pueblo en
pueblo, buscando siempre una casita alquilada. Viendo, con mucha
tristeza, a mi hermana Josefina llevando en su regazo los tiestos de sus
begonias florecidas para protegerlas en los cambios de vivienda. El tiempo,
para mí, había cambiado un poco, gracias a que había podido estudiar.
Guardaba con “honrada” avaricia, unos pocos dineros producto de mis
pequeñas industrias en Medellín. Los usé comprando un lote de 300
metros cuadrados, en la urbanización Tequendama, que, en 1960, era
apenas, un mangón promisorio. Vino mi primer hijo: nació Angela María,
nuestra primogénita. Luego vino el varón, Luis Gonzalo; el último fruto de
esa cosecha amable de nuestra vida, fue Luz Elena. Decir que nuestros
hijos pequeños son los más bellos, es, en mi lenguaje, como una axioma
de sentido común. Ellos serán siempre la esencia del amor. Como a mí me
gustó siempre perder unos minutos en escribir malos versos, he aquí los
que entonces escribí: mis hijos, son tus hijos, Margarita. Los dos, en un
combate de caricias, de besos, de emociones, de alegrías, coronamos por
fin, lo que queríamos. Ver, en los ojos bellos de los hijos, tus bellos ojos
para siempre abiertos; Ver tu risa, en la forma de su risa; y ver copiada en
su sangre nuestra sangre. La sangre de mis luchas, aún no terminadas.
100
Porque tú y yo, Señora, mi dulce esposa, mientras el cielo quiera, sobre
mil caminos de espinas viajaremos, y verás, orgullosa, que mi sangre y tu
sangre, generaran las rosas de esos largos caminos.
XXX

Los muros de mi casa crecieron un poco más veloces que mis niños. Así
que cuando el Arquitecto Ivan Muñoz en 1961, me convidó a visitar la casa
en obra negra, pude hacerlo con mi familia. Llevando Margarita en sus
brazos a la niña Luz Elena. En 1962 nos pasamos a la casa terminada.
Alegría. Alegría. Solamente alegría… Y mi trabajo? Qué había de mi trabajo
en la Universidad?.

La Universidad se había trasladado toda a San Fernando. Ingeniería y


Ciencias ocupaban un edificio cedido por el Municipio, que había sido
construido para Sanidad Municipal. Ahora, en lugar de consultas médicas
y prácticas de inyectología, se escuchaban exposiciones de física y
matemáticas. Arquitectura, una de las Facultades que, dentro de su
pobreza, se estaba abriendo camino, gracias a los sueños de sus
profesores, conscientes siempre de que la luz, el aire, los volúmenes, la
imaginación y la creatividad son sus verdaderos elementos de trabajo,
empezaba a subirse por la montaña, como para mejor apreciar, en
perspectiva, cómo iba y hacia donde se proyectaba, la juvenil Universidad.
Porque en 1958 la Universidad apenas tenía trece años de fundada. Edad
de adolescente.

Una amigo mío Jorge Jurado Rave, razonador y sensitivo, el mismo que me
había recordado el poema Rondeles de León Degreiff, y a quién siempre le
falle, ni me despedí de él cuando me vine para Cali en 1956, ni le avisé de
mi matrimonio en 1959, me escribió, no obstante, una hermosa carta en la
que me dijo: “Aunque bien sabía que tu boda no sería como “la de
Camacho”, y siempre anónimo como te gusta ser…etc. Te envió de
presente, un precioso Quijote de Granito negro, pues él, y nadie más,
representa tu vida.

XXX

Entre 1958 y 1970, la Universidad del Valle, fue mi objeto, mi sueño y mi


vida. Nunca podré decir que fui el único hombre que soñó con ella. Sé,
absolutamente, que el mismo sueño lo compartían profesores y directivas.
Entonces, más correcto sería escribir, que la Universidad del Valle fue en
este período, el sueño más audaz y más soñado de todo un pueblo:
Médicos, especialistas de amplio espectro, ejecutivos, administradores,
arquitectos de dilatada perspectiva, profesores de todas las ciudades de
Colombia, físicos, químicos, biólogos, literatos, filósofos, matemáticos,
ingenieros y, caminando por esas lomas amables del viejo San Fernando,
la exquisita figura de una hermosa mujer: Doña Sofy Arboleda de Vergara,
sonriente, enseñándole a todos arte y color, y al fondo, poesía.

101
XXX

Era don Mario Carvajal, como le gustaba que le dijeran, el Rector de la


Universidad. Él, que fue un poeta, filósofo, educador y profundo Cristiano,
dirigía esta orquesta con singular tersura, como dándole a cada cual la
oportunidad de que su voz se oyera en el coro, con justicia, amor y
equidad. Don Mario era el alma de la Universidad. Ante él llegaban los que
necesitaban ayuda para todo cuanto se presentaba en la marcha de la
institución. Su ayudante y colaborador fue primero, el ingeniero químico
de la Universidad Bolivariana de Medellín, Hernando Arellano Angel.
Después lo fue, también, el doctor en Filosofía, Oscar Gerardo Ramos.
Fue, pues, bajo la dirección de don Mario, hasta que vino su relevo por el
médico Alfonso Ocampo Londoño, la persona que orientó, en ese período
grandioso, a la Universidad.

XXX

Lo que se hizo en ese período, no es fácil ni es posible relatarlo de manera


completa, justa y verdadera. Con el tiempo, ésta será historia amable de la
Universidad. No eran edificios bellos ni sombreados los que las gentes
ocupaban. Unos pocos eran nuevos, hechos con otros fines, otros eran
herencias de antiguas construcciones, reparadas rápidamente,
acondicionadas, con salones incómodos, a fin de recibir el alud de
estudiantes, impetuosos que querían saber cómo se aprenden las ciencias
del mundo físico y las del espíritu... Todo, en ese tiempo, hervía de
entusiasmo. Todo el mundo creía que el suyo, era el trabajo más
importante. A esto, se le llamó siempre mística, amor, pertenencia. Para
mí, y para muchos otros profesores, de 1958 a 1970, los trabajadores, los
empleados, los profesores, los directivos y todos los que pusimos un
granito de arena en las obras de la Universidad, sentimos hoy, ya viejos,
que ayudamos a construir la Universidad.

XXX

¿Qué fue lo que se hizo en esas lomas de San Fernando?

Digamos cosas generales: La Facultad de Medicina, desde muy temprano,


gracias a la larga tradición de la medicina en el país, tuvo la oportunidad
de desarrollar un programa nuevo, distinto y único, que, preservando lo
mejor de su antiguo pasado, introdujo, de forma sistemática, los elementos
que la llevarían hacia una medicina científica, analítica e investigativa. En
efecto. Fueron los médicos, desde los más variados campos, especialistas
de las ciencias básicas, pero también clínicos, internistas, cirujanos, etc.,
quienes asumieron el papel de ser formadores de los métodos de
enseñanza y de las prácticas médicas, haciendo, del Hospital Evaristo
García, el centro donde proyectaron todos sus saberes nuevos, ganados en
universidades famosas y hospitales de prestigio internacional. Ellos, todos
se involucraron en el cambio de nuestra medicina. Y muchos alumnos, les
102
aprendieron sus métodos, convirtiendo, en pocos años, una medicina
antigua, en la que hoy se disfruta en Cali: científica, instrumental y
moderna.

Para mí, como profesor de ciencias básicas: física, química general,


Fisicoquímica y algunas otras, como el análisis instrumental, etc. El
período dicho fue mi escuela de formación científica; Como se especializa
la peonza, sin abandonar su puesto: Girando, girando. Era ya un hombre
de 37 años; con justificada razón, a nadie se le ocurrió proponerme que
hiciera una especialización en otra parte; en ese tiempo, en el que
abundaban las ofertas para que los profesionales jóvenes, de cualquier
color u origen, graduado en esta o aquella universidad se fuera al exterior,
a aprender más ciencias o ingenierías, o humanidades o idiomas, en fin, lo
que él quisiera, porque las fundaciones extranjeras, estaban empeñadas
en hacer de la Universidad del Valle, un centro internacional de Ciencias y
Tecnología, rodaban las ofertas. Solamente que yo, no recibí ninguna. Lo
pensé muchas veces, era cuestión de edad. Nunca sentí ni envidias ni
reclamos. Simplemente, vi partir a mis alumnos y volver Másteres,
Especialistas, doctores de Europa, muchos PHD, de los EE.UU. etc. Y me
encontraron allí, en el mismo sitio, girando, porque era la misma, aunque
más vieja, peonza.

XXX

En ese período mejoré mis matemáticas. Estudie física y química más


atrasadas. Aprendí haciendo, técnicas como la cromatografía de papel y
columna. Me aficioné a la electroquímica de uso analítico y leí mucho en
libros especializados, los fundamentos de la mecánica cuántica. Nunca me
sentí un químico moderno, pero sentí que había progresado mucho
respecto de ese ingeniero químico que había tenido la audacia de enseñar
las más elementales nociones de física y fisicoquímica, en la Universidad
de Antioquia. Me ayudaron los textos que algunos de los doctores que
fueron retornando del exterior a nuestra Universidad, habían usado en sus
carreras.

Ayudé un poco, a establecer la facultad de ciencias en Univalle. Fueron las


revistas, los Journals, los textos avanzados y las invaluables ayudas de
profesores, como Gabriel Poveda, Antonio Vélez, Ramiro Tobón, Fernando
Correa y tantos otros, quienes, mientras estuvieron sirviéndole a la
Universidad, me enseñaron muchas cosas, cuando los consulté. Lo poco
que aprendí sobre investigación, lo aprendí por mí mismo... En 1958,
Ramiro Tobón hizo, bajo mi dirección, su Tesis de grado para la Facultad
de ingeniería química de la Universidad de Antioquia sobre un tema de
química analítica que yo venía estudiando: La polarografía. Su tesis, fue
aprobada y elogiada en la Universidad de Antioquia. Fue, como si
dijéramos, la primera muestra de que algo había comprendido de ese
obstuso tema.

103
Con el doctor Antonio Vélez Montoya, estuve muy vinculado en una
amistad sincera, de admiración mía por su inteligencia matemática;
admiré y sigo admirando, su disciplina, dedicación, y profundos
conocimientos de la matemática moderna. Un día o mejor, una noche,
mientras yo leía a uno de mis escritores favoritos, León Tolstoi tuvimos
una memorable discusión. En esos tiempos, Vélez no les daba
importancia, a los autores que yo leía. Era, en esos tiempos repito, una
admirador casi fanático de Euler, de Fermat, y de tantos otros
matemáticos de la historia. Me regañó, por consiguiente, porque a mí me
gustaban mucho Shakespeare, Tolstoi y otros de mis ídolos. –“No pierda su
tiempo, Zapata – me dijo – leyendo cuentos de esa gente”... Yo, que estaba
ya muy viejo comparado con él que era un joven que adoraba a sus genios
– le respondí: Usted, no sabe lo que dice. ¿Por qué no hace el ensayo de
leer, por ejemplo, “Julio Cesar”, de Shakespeare? -, “¡Qué vale ese señor al
lado de Newton!” – me respondió, molesto.

Antonio Vélez, como el profesor Poveda dejaron la Univalle a mediados de


la década del 70. Seguimos siendo los amigos que fuimos en Cali. Otro día,
más tarde, que nos volvimos a ver, lo encontré igual de jóven, pero me dijo,
serio: “Zapata, usted tenía razón... Y él” aleph” de Borges y la poesía de
Machado (Antonio) también me fascinan”... Y todos tan contentos. Hoy,
Antonio Vélez es una autoridad en la ciencia de la evolución del hombre.

XXX

El doctor Alfonso Ocampo Londoño fue primero, decano de estudios en


este período. Como tal, lo trate por primera vez. Asistí a varios comités
sobre asuntos académicos, en representación de la Facultad de ingeniería
química; de la cual, es bueno y pertinente decirlo, nunca fui decano en
propiedad, pues, solamente estuve encargado durante el año de 1961 de la
decanatura. Tanto es así, que en el libro de “Historia de la Universidad del
Valle”, escrito por doña Elva Ortiz un poco más tarde, se describe como sin
decano la facultad en 1961 y mi nombre no aparece ni siquiera como
encargado. Es obvio. El asunto era como de óptica, pues, en ese tiempo, la
señora y yo, ni siquiera nos veíamos. A pocos años de llegar el doctor
Ocampo a la decanatura, fue promovido a la Rectoría en propiedad. Así
que en 1968, el doctor Ocampo era el Rector de Univalle. Su personalidad,
sus relaciones con la Comunidad Universitaria y su tradición en la
Universidad, habiendo sido uno de los impulsores y promotores de la
Facultad de Salud donde fue profesor, jefe del departamento de cirugía, y
cabeza visible de ese grupo de científicos, además de haber sido Ministro
de Educación Nacional durante la Presidencia del doctor Alberto Lleras
Camargo, hacían de él, un hombre idóneo para el cargo que, por varios
años, ocupó don Mario Carvajal...

Como simple y raso profesor, se me ocurrió un día, hacer una exposición,


en uno de los Comites que presidía el doctor Ocampo, acerca de la
necesidad que percibía en los estudiantes, de que ellos tuvieran una visión
104
más general y armónica de las ciencias. Que éllos pudieran integrar, en un
conjunto, sus ciencias particulares, para que no tomaran sus nociones
científicas como temas aislados, sino que consideraran la Ciencia como un
todo. Evitando, por ejemplo, que un alumno no se formara la idea de que
la matemática nada tenía qué hacer en la biología. Mi alegato fue bien
recibido. Se me nombró el coordinador del grupo de profesores de ciencias
básicas que yo quisiera escoger, para preparar un curso, con base en esos
principios. Solicité la ayuda entonces de profesores de la calidad de los
doctores Luis María Borrero, el fisiólogo más destacado de la Facultad de
Medicina; al profesor y jefe del departamento de Matemáticas, Víctor Ariza
Prada; del profesor, físico, Javier Marín; del ingeniero Químico, graduado
de la Universidad Pontificia Bolivariana, Edgar Martina, profesor de
Química; del profesor Aníbal Patiño, ecólogo del departamento de Biología;
y de la doctora Ilse Schultz del área de la filosofía.

¿Qué buscábamos concretamente? ¿Qué hicimos? ¿Cuáles fueron los


resultados?

Al curso lo denominamos, “Ciencia Integrada”. Programamos e hicimos


Seminarios (en Silvia y en Calima) destinados a discutir el espíritu, la
orientación, los ejemplos en nuestros respectivos campos, de esa idea
fáustica de enseñar las Ciencias con el hombre adentro. De tales
Seminarios, salimos dispuestos a consultar, inventar, trabajar las
exposiciones, sobre: Uno, el Método Científico de Investigación – Por el
doctor Luis María Borrero. Dos, la filosofía y la Historia – por la doctora
Ilse Schultz. Tres, la Unidad de la Naturaleza, vista desde la Ecología –
profesor Anibal Patiño, etc. etc.

Al cabo de un semestre entregamos estos materiales para su difusión. El


curso se inició en el primer semestre de 1970... Pero tantas cosas graves
estaban ya sucediendo en Univalle que el curso, en síntesis, fracasó.
Posteriormente, el único material de este ensayo que se aprovechó, fue la
publicación del precioso libro sobre el “Método de Investigación” del doctor
Luis María Borrero, de su trabajo invaluable en esa ocasión.

XXX

Antes de continuar por esta línea de remembranzas personales, de mi vida


y de mi trabajo, séame permitido volver a mi hogar, a mi familia, a ese
ambiente que me acompañó hasta 1956, cuando dejé mi hogar paterno
para, tres años después, formar el mío con Margarita Lujan hasta hoy y
hasta mi muerte. He dicho en varios lugares que soy unamuniano, que a
mí también me ha acompañado el, “Sentimiento Trágico de la Vida”, pero
que no he cedido a ninguna tentación y he vivido mi vida como ella se ha
presentado.

Un día de 1961, se presentó, inesperadamente, mi padre a mi casa. Mi


esposa, que apenas lo conocía en fotografías, no lo reconoció. Flaco,
105
pálido, tímido, me miró el rostro, como para estar seguro de que era yo; me
dijo, con voz apenas audible que le diera una cama para descansar, que
estaba rendido y enfermo. Fue mi niñez, mi adolescencia y toda mi vida, lo
que vi en sus ojos negros y profundos... Cuando se recuperó un poco, le
pedí que me acompañará donde un médico que me conocía, llevándolo al
hospital departamental Evaristo García, donde un médico joven, elegante y
amable, lo examinó. Le dio una receta de inyecciones que desde ese día se
empezó a aplicar. Yo no le pregunté al doctor por la salud de mi padre.
Sabía de qué se estaba muriendo. Una silicosis pulmonar antigua,
agravada por su soledad y su tristeza. El médico no me cobró, sabía que yo
era profesor de la Universidad, y él, el más grande internista, maestro de
maestros en su ciencia: el doctor Jorge Araujo Grau, me deseó suerte.

Mi padre mejoró un poco. Lo llevé a Medellín. Allí murió en 1964, al lado


de su Agripina y sus hijas, quienes, apenas se reponían de la muerte de
Adán.

XXX

Quiero copiar aquí, un poema sencillo que le dediqué a mi padre, quiero


decir, a su memoria.

A mi Padre
Negros, secos, profundos,
así eran los ojos de mi Padre

No espero tu retorno, meteoro en el cielo de la noche.


Como un ardid, como una estratagema, fuiste en mi vida.
Tus luces ardientes queman hoy mis recuerdos.
Como fuiste en el profundo pozo donde yace la lucha
fui yo en mi vida después de tu partida.
Ejemplo de soledad soportada entre golpes y heridas,
sin otra luz ni guía, sin otra ayuda que tu pensar
fuiste urdiendo mi destino.

Hoy vienes hacia mí con cada amanecer, con cada sol,


Siento tu piel morena, tus brazos poderosos,
y esa sonrisa tuya apenas insinuada.
Lo que adoro en tí son tus silencios.
Un poco de nostalgia por el dolor que ebulle y efervece.
Algo de tus palabras sin solemnidades.
Voz de duro viajero,
caminante sin afanes que guió mis pasos.
Amigo, compañero sereno,
indiferente a los golpes más crueles.
106
Un ser así, distante,
un hombre y nada más, una noche de calma ya pasada.
Hablábamos, y apenas respondías;
Eran de un fondo oscuro tus pesares.
A veces me decías palabras separadas:
“Sí. No sé. El tiempo dice todo”.
Aún recibo lecciones de tus labios callados.

XXX

Pero el mundo de Agripina, mi madre, se había ya empezado a


desmoronar. Sin protestar. Sin renegar, porque “el que reniega invoca al
demonio,” como ella nos decía. Vio, de un día para otro irse a Adán de su
lado, Adán seguía tocando sus instrumentos de cuerda, cantando para sus
amigos, trabajando por cualquier salario en una empresa sin importancia,
ayudando a las necesidades del hogar cuando podía, y enamorado, ahora,
de la música culta... Sucedió que una noche de Marzo de 1961, llegó a la
casa con el programa de un concierto de violines que iban a ofrecer en el
teatro Junín de Medellín, esa noche, a las 9 p.m. se arregló temprano – me
contó – Eva. Se puso un vestido azul, de sacro cruzado que lo vestía muy
bien. Tampoco era muy alto, se conservaba flaco, “limado”, decía Agripina,
y la sopa le caía muy bien… Yo lo recordaba mucho. Siempre fue mi
compañero mientras fuimos niños en Yolombó y también en Bello.
Recuerdo que el día que le conté que ya había terminado mi carrera de
ingeniero, aunque no hicimos ni la menor fiesta en la casa, él fue a la
librería de Jaime Navarro, en Boyacá, Librería América, donde sabía que
compraba libros y allí me compró, de regalo, el “Diccionario de la Lengua
Española”, en la décima Séptima Edición. 1947. Aún conservo esa edición
y la uso, “a pesar del tiempo, que lo cambia todo”.

A la salida del Concierto, cerca de las doce de la noche, cogió la carrera


Bolívar, buscando nuestra casa en la calle Popayán. En algún lugar lo
atracaron, dándole muerte a varillazos, lo llevaron a la montaña y al otro
día, Eva lo reconoció en la morgue. Ahora que rememoro esta tragedia,
recuerdo la primera de las Coplas que don Jorge Manrique escribió, a la
muerte de su padre:
“Este mundo, es el camino para el otro,
que es morada sin pesar.
Más cumple tener buen tino,
Para andar esta jornada, sin errar”

XXX

Durante la Decanatura de Estudios del doctor Alfonso Ocampo Londoño,


aparte de su liderazgo en el proyecto, desarrollo y construcción de la
Ciudad Universitario de Meléndez, cuyo producto terminado está a la vista,
ganadora del Premio Nacional de Arquitectura, dos Facultades de singular
importancia fueron creadas, cuyos frutos son invaluables: me refiero a la
107
Facultad de Ciencias (Matemáticas, Física, Química y Biología). División de
Ciencias se llamó en la primera nomenclatura. Y, la no menos importante:
Facultad de Ingeniería Sanitaria… Nadie pretende decir ahora, que fue el
doctor Ocampo el gestor único y privilegiado de éstas y otras reformas. No.
El doctor Ocampo es un ejecutivo, y médico de profesión. Lo que quiero
indicar es que bajo su dirección, múltiples grupos de expertos crearon esos
centros de estudio. Siempre he creído que Napoleón, que creó La Escuela
Politécnica de París, donde Fourier enseñó las leyes de la Conducción del
Calor, no era capaz de comprender esas leyes.

La capacidad para tomar decisiones, correctas o incorrectas, no está


relacionada con el saber concreto. El doctor Ocampo fue acusado en 1970
de tomar una mala decisión y de no querer corregirla. ¿Por qué? ¿Por
orgullo, por vanidad, por prepotencia?. La verdad fue que le causó el retiro
de la Rectoría y ocasionó una crisis total en Univalle.

XXXX

Antes de ofrecer Mi alegatosobre este asunto, desde la crisis de la


Universidad del Valle de 1970, quiero reiterar algunos datos que pueden
ayudar tanto a los lectores como a mí: El autor de estas notas es un
hombre de casi ochenta años. Fue profesor de la Universidad por casi
cuarenta años. Nunca fue ni director de Sección, ni jefe de Departamento,
ni Decano de ninguna Facultad, ni, obviamente, directivo universitario de
ninguna categoría. Fui, lo que suele llamarse, un soldado raso. Así quise
serlo, y, como decía Agripina, punto.

El modelo de Universidad que encontré en 1958, después de mi ausencia


del año 1957, me fue revelando rasgos muy acentuados de una
universidad fuertemente influenciada por la cultura de los Estados Unidos
de Norteamérica: las ayudas conocidas de las Fundaciones filantrópicas
americanas. El idioma predominante en los textos, revistas, y personas
vinculadas como profesores visitantes en varios campos; ese ir y venir de
Misiones extranjeras, - americanos sobre todo -, hicieron pensar, a los
menos prevenidos, que se estaba configurando un enclave de los Estados
Unidos, en Cali. Yo, que ya me venía formando como un universitario, con
un barniz, delgado, si se quiere, de cultura universal, pero fiel a mis
valores tradicionales: al idioma Castellano, el de Unamuno y Antonio
Machado. Mi fe inconmovible en el Dios del Calvario. Mi creencia profunda
en la honradez y en el derecho de las otras personas a opinar, a
controvertir las ideas con respeto y cultura, a mostrar, en fin, que llevaba
en mí un hombre racional y sensitivo, como desde hacía muchos años me
había definido a mí mismo, hice grandes esfuerzos para no abandonar la
Universidad del Valle. ¿Cuáles fueron las razones de que, en ese período
de que vengo hablando, la Universidad perdiera a Gabriel Poveda, a
Antonio Vélez, a Narses Barona, al profesor español José Antonio Viedma,
etc?. No voy a especular. Pudo ser que a todos y simultáneamente, les
resultara trabajos mejor remunerados en otras ciudades. Muy raro, porque
108
en la Univalle, rodaban entre muchas personas, los dólares. Tantos, que
un grupo de eminentes ciudadanos de la Comunidad, para facilitar el flujo
y consumo de esos fondos provenientes de las Fundaciones extranjeras,
para la Universidad, se reunieron un día, en alguna parte fuera de los
modestos edificios de San Fernando, y fundaron en un dos por tres, la
“Fundación para la Educación Superior, Fes”. Y cuentan las crónicas
habladas y locales, que esos señores se felicitaron a sí mismos, con tanta
efusión, como la que describió el periodista Juan Lozano y Lozano, cuando
el General Rojas Pinilla, se apoderó del poder, en 1953, por otras causas
más respetables. Fes empezó aliviando, con pequeños obsequios, a los
siempre mal pagados profesores rasos. Así como el marido borracho, le
compraba galleticas a su enfurecida mujer que lo esperaba los sábados,
para calmarla. “Calma Tigre”, llamaban a esas galleticas… Entre los
profesores rasos circulaba la anécdota de que uno de ellos preguntó: ¿Qué
es la Fes?, y el otro respondió: “es creer en lo que no hemos visto, porque
ésta primita nos lo ha revelado”…

Las fundaciones sin ánimo de lucro en Colombia, han sido, muchas veces,
fuentes de inmoralidad, pues si por delante muestran la limosna o ayuda,
por la espalda afilan las garras del león.

XXX

Vivíamos, pues, entonces, el auge de la cultura americana, ésa de la que


dijo Chesterton, que con la paciencia de un pescador con vara, produciría
un Shakespeare algún día. Pero traían dólares y había que adaptarlos al
humilde Castellano, mediante el artificio de Fes, una especie de escuela de
políglotas. Siempre me he preguntado por qué los dólares se tienen que
limpiar, ¿será que siempre traen un podo de injusticia?.

Había becas de estudio a todo. Bastaba con que los candidatos fueran
muchachos sanos, que no portarán gérmenes del hambre de los trópicos.
Era suficiente. Hubo muchos viajeros lerdos, estúpidos, pero que hablaban
fluidamente el americano. Eso era lo esencial. Lo había dicho Juan Luis
Vives, en tiempos muy remotos.

XXX

En las primeras manifestaciones de los estudiantes, en la huelga


estudiantil que presidió la crisis, que fueron rudas, agresivas e
irresponsables, como casi todas las de los estudiantes; y, enterado por fin
el Gobierno Central de lo que sucedía en la U. del Valle; y cuando supo
que el profesorado de la Universidad estaba dividido en dos bandos de
difícil conciliación, pidió la intervención de la Universidad Nacional para
buscar la concertación. Vinieron dos profesores. Hubo diálogos con líderes
de ambos bandos. Algunos profesores del lado opuesto al del doctor
Ocampo Londoño, me pidieron que les expusiera a los delegados de la UN,
la razón de nuestra solicitud al Rector, de una sencilla rectificación a su
109
decisión en el Consejo Superior de hacer un nombramiento, porque ni el
método usado ni el candidato escogido, satisfacía al profesorado de la
Facultad en conflicto… Expuse ante los señores de U.N. algunas de las
razones de nuestro grupo.

Como nunca trascendió al público lo que en ésa reunión se analizó, quiero


consignarlas aquí, sucintamente:

Hablé de la Universidad que queríamos. Hablé de la importancia de que


nuestra cultura siguiera siendo la que hasta ése momento habíamos
tenido. Que nos convenía mucho la ciencia y la técnica, pero sin sacrificar
nuestros valores por unos pocos dólares. Hablé de la obra que habían
realizado en Antioquia, Facultades como la Nacional de Minas, la de
Medicina y la Facultad de derecho, por el Departamento y el País, sin
necesidad de vender su alma. (Uno de los delegados era ingeniero y el otro,
humanista). Tal fue la esencia de mi intervención. Lo que significó en Cali,
es bien conocido.

XXXX

Pero lo que siguió en la Universidad del Valle sí quiero comentarlo… Todo


los profesores y estudiantes que intervinimos contra el doctor Ocampo, sin
una sola excepción, fuimos llamados “Comunistas”. Muchos de los
profesores, fueron expulsados de la Universidad. También unos pocos
estudiantes. El vendaval creció. Los líderes del antiguo régimen llenaron la
prensa local de vejámenes contra las gentes que quedamos en la
Institución. Admirables y amables profesores, arruinaron sus brillantes
carreras por apoyar el saliente líder, que sencillamente, se había
equivocado en una decisión.

Algunos de los estudiantes que intervinieron en el movimiento y quedaron


en la Universidad, asumieron una actitud triunfalista que fue la que con
mayor acerbía destruyó, por varios años, el orden, la disciplina y la
organización de la Universidad. Ellos, con otras no declaradas intenciones,
le dieron, en el fondo, respaldo a lo que se llamó “el Ocampismo”, que
consistió solamente en dar respaldo irrestricto al doctor Ocampo, sino en
contribuir a demostrar cuánta falta hacía el líder, al atentar contra el
orden de la Universidad, que no era del líder, sino de la formación, que
desde antes de él se ofrecía. En otros términos. Los estudiantes que
inventaron los vetos, contra cursos y profesores, que acusaron por
sospechas ideológicas a eminentes profesores, le hicieron el peor daño a la
Universidad. Contribuyeron a su deterioro; coincidiendo así, con las voces
de los que hablaban mal de la Universidad, a fuera.

XXXX

Los estudiantes que querían continuar con sus estudios, así como los
profesores que permanecimos en la Universidad, con el mismo espíritu de
110
enseñar, de seguir trabajando en nuestros proyectos de investigación y de
estudio, sufrimos todos los vejámenes que unas agresivas pandillas de
gentes compuestas por estudiantes y algunos profesores, dizque de
formación Marxista. Ellos se encargaron de demostrar muchas cosas:
primero, que la Universidad del Valle, como la Entidad que era, a éllos no
les importaba. Segundo, que sus estudios mismos, eran simples pretextos
para poder impulsar la Revolución de traían de afuera. Tercero, que para
éllos, la presencia y destino del líder, era secundaria, y que lo que se les
presentara en tales circunstancias, era la ocasión, la oportunidad, de ser
ellos los precursores de la esperada revolución. Por supuesto hubo en la
Universidad varios infartos al corazón, de profesores. Una pena. Un dolor
indescriptible. Apóstoles de la ciencia y la cultura. Maestros incomparables
que sufrieron en su propio cuerpo fisuras irreparables. El hombre es
racional y sensitivo, y no hay que poner barniz en sus heridas para cubrir
su angustia.

XXXX

Yo no sé cuántas experiencias vitales les dejaron a los protagonistas


principales, los hechos sucintamente descritos hasta aquí, de la crisis de
la Universidad del Valle en 1970. Para mí, que fui un participante
secundario, que real y verdaderamente, en lo personal, no fui afectado
mayormente, aparte de algunas ofensas que en poco me afectaron, obtuve
sí, algunas experiencias útiles, no por mí, sino por lo que pude observar: la
autoridad, si no está asistida por la humildad, la destruye siempre la
soberbia. El elogio desmedido y servil, es el peor enemigo de toda
autoridad. Todo hombre necesita, requiere, que cuando obra bien y con
justicia y sabiduría, le sean reconocidas sus labores. Y todo hombre
necesita, requiere, que jueces justos digan cuándo esta obrando mal. Más
o menos ésta filosofía, la había yo aprendido de memoria, en mi primer
libro de lectura que me regaló mi maestro don Francisco García, allá, en
mi lejano pueblo Yolombó, hace casi 60 años. Es lo que nos enseña, el
libro El Carácter, de Samuel Smiles.

XXX

Antes de continuar con mi vida académica, que prosiguió hasta 1990,


cuando me pensioné. Quiero recordar hechos muy variados de mi vida
familiar y personal, que me afectaron seriamente.
La felicidad de mi hogar, establecido ya en mi casa propia del barrio
Tequendama, se afectó cruelmente por una dolencia de Margarita, que se
prolongó por más de cinco años. Fue como una visita larga de los cuervos
más negros y asquerosos. Ellos, los cuervos, no preguntaron si
disfrutamos de la felicidad o la desgracia. Ellos vuelan sin rumbo ni
destino; se detienen aquí, donde apenas la dicha se insinúa, o se van a las
guerras, a destrozar soldados inocentes. Se posan sobre al menos en los
ricos palacios, y matan las princesas, entristeciendo al mundo con su
sordo graznido. O van al hospital, o al hospicio, sacando a los niñitos, para
111
jugar con ellos, el juego de la muerte. Los cuervos son así, todos los hemos
visto…

Fueron años de dolor, de angustia, de blancos hospitales, de rezos, de


plegarias, medicamentos, cirugías y siempre los ojos puestos, en el Dios
del Calvario. Lo recuerdo muy bien, y aún saltan mis lágrimas: el día y en
la misma hora, en que Neil Armontrong tocaba con sus botas fantásticas el
suelo de la luna, las gentes hacían saltos de alegría, y yo, estaba al borde
del lecho, en la Clínica del Rosario en Medellín, esperando la muerte de
Margarita; que, sin perder la calma, oraba, pidiéndole al Cielo, por su
vida… Y el milagro se dio. En ése día, una cirugía feliz salvó su vida. Y
Armontrong caminó, un poco vacilante, sobre el suelo lunar… Después y
gracias a la técnica, nosotros reunidos frente a Margarita, radiante, con
sus hijos mirándola más a ella que a la televisión, vimos, ansiosos, el
milagro de Armontrong, en otro día.

XXXX

Pero los cuervos son insaciables. En 1972, mi familia en Medellín. o mejor


dicho, lo que de ella quedaba, Agripina y sus dos hijas, fueron avisadas de
la muerte de Quíque, el primogénito de Agripina; el que se crió con los
abuelos en Amalfi, el que abandonó a las tías viejas cuando murió la
abuela Filomena Ríos, quien lo había sacado del hogar de Agripina, para
quedárselo, dizque porque fue muy bello cuando niño. Quíque, mi
hermano, fue un artesano con ínfulas de artista y fracasado. Retratista.
Pintor de paisajes locales. Zapatero de nuevo y de remonte. Carpintero
ordinario. Hablador. Enamorado de las rancheras mejicanas y, para
terminar, bebedor y vagabundo. Cuando llegó a Bello, por primera vez,
Agripina nos pidió que no l visitáramos. Instaló un taller en la vía para
Fabricato y allí se ubicó con sus mesas de Zapatería, banco de carpintería,
maderas para marcos de madera etc. Ahora, había muerto en la casa de
una hija natural de Antonio Ceballos, es decir, una sobrina de Agripina.
Eva, mi hermana, que siempre ha sido fuerte. Callada. Seria. Como
apretando los dientes y mirando el mundo; como lista a denunciar en
dónde se equivoca, le regaló una tumba en el cementerio de San Pedro, en
Medellín. Él, Quijote, murió sin amor, porque nunca en su vida sintió
amor. Las voces, los recuerdos del mundo de Agripina se redujeron tanto,
que la pequeña casa donde vivió hasta su fin, parecía la morada del
silencio. De ese año, en adelante, le sentí como un desgano, como un
silencio puro, agazapado en el alma. “Yo me voy a morir muy pronto”
decía. Y era la voz de mi madre, pero como cascada, golpeada por los años
y las penas; con sus cabellos casi blancos y sus ojos sin brillo, llevando,
entre los labios, un tabaco delgado y apagado pues, parecía, que era el
sabor amargo, lo que la consolaba.

XXX
VIII

112
Cuando repaso mentalmente cuántas cosas útiles para mi trabajo, para la
Univalle, para mis hijos y familia etc., hice en la década de 1960 al 1970,
me admiro de cómo es de larga la vida, ciertamente, cuando uno se aplica
a vivirla, con fe y entusiasmo. En ése período profundicé, por mi propia
cuenta en la teoría de la investigación científica. Leí y releí, libros como,
“An Introduction of Scientífic Research” del E. Brght Wilson, Jr.; el clásico
libro de Norman Robert Cambell, “Founddations of science”. The
philosophy of theor and experimente, etc. En ellos comprendí – creo yo -,
los fundamentos de la investigación científica. Adoptamos el método que
practicaban los profesores de la Facultad de Medicina, en el cual
analizaban artículos clásicos de investigación, y también artículos
recientes, publicados en los Journals, ellos en sus campos, pero nosotros,
en nuestros campos: Journal of physical Chemistry, J. Of Chemical
Education, etc. Así, nos fuimos aproximando a ese mundo maravilloso de
la Investigación científica y tecnológica.

Una cosa, es la teoría, respecto del Método de investigación. Pero otra,


muy diferente, es la práctica, éstos es, asumir la resolución de un
problema de investigación, por sencillo que sea. Fue, en ese tiempo,
cuando decidí ensayar la cromatografía de papel, en una y en dos
direcciones. La cromatografía de Columna y la de placa delgada, que ya
empezaba a desplazar a la primera. El primer problema que me planteé,
fue el de conocer, cuántos aminoácidos esenciales, tiene la proteína del
Chontaduro, ese fruto popular que se consumía en abundancia en el Valle
del Cauca. Consulté, en ese tiempo, al doctor Antonio Calás, bioquímico
español, quien vino a colaborar con la sección de Bioquímica de la facultad
de Medicina. Conversé en Medellín, con el doctor Luis Pérez Medina, PhD.,
quien había sido mi profesor en la U. de A., y hasta lo invité para que nos
ofreciera una conferencia, sobre el uso del Espectómetro Infrarrojo, en la
dilucidación de estructuras moleculares. Él, amablemente, vino a Cali y
nos ofreció tal conferencia, etc. Éste estudio, me llevó, casi sin tener aún
un propósito definido, a orientarme hacia los Productos Naturales.
Participaron en el trabajo varios estudiantes de la Escuela de Tecnología
Química, que había sido creada, por el profesor, ingeniero químicao,
Narses Barona Montes de Oca, quien era como un motor del
Departamento de Química. Entre los estudiantes que participaron,
recuerdo, con especial cariño y admiración, a la señorita Teresita Sellarés
y a Dévora de la Cuesta, quienes hicieron sus primeras prácticas de
laboratorio en el programa. De éstos estudiantes, resultó, finalmente, un
artículo publicado más tarde en la revista americana Economic Botany,
gracias a la ayuda invaluable de los sabios de América, el doctor Víctor
Manuel Patiño, naturalista, conocido en el mundo entero. Su amistad, su
ayuda, su entusiasmo por estos estudios, son el ejemplo más vivo que llevo
en el corazón. Esta experiencia y el ejemplo del doctor Pérez Medina, quien
trabajó en el Campo de las Solanáccas, me mostraron la posibilidad de
creer en el Valle, un centro de investigación en Productos Naturales. Para
ello, invité a científicos como el doctor Alvaro Alegría PhD., de la
Universidad de Harvar en EE.UU., al doctor Carlos Corredor, Ph.D. de la
113
Universidad de Durham, en EE.UU., al doctor Vicente Piazuelo,
bioquímico español, al servicio de la Sección de Bioquímica del U. del
Valle. etc. Así fue como entré a la investigación.

XXX

Pero en mi campo, propiamente, el de la Fisicoquímica, empezamos


también a practicar el método que le habíamos aprendido a los Médicos, es
decir, el análisis, discusión y búsqueda del meollo de los artículos
publicados en los Jounales correspondientes. Adoptamos el método,
también aprendido de los profesores de Medicina, de hacer exposiciones
entre nosotros sobre artículos, clásicos o modernos de temas científicos.
Recuerdo ahora, una charla que dicté en un salón de ingeniería eléctrica,
sobre el uso de la teoría de grupos en la revelación de propiedades de
algunas moléculas, con la sola caracterización del grupo a que pertenece.
Recuerdo, también, las efusivas felicitaciones que me prodigó el doctor
Espíritu Santo Botero, por esa charla, etc.

XXX

Entre 1963 y 1967 viajé a dos seminarios cortos al exterior. Uno, a


Norteamérica, a la Universidad de North Carolina, Chapel Hill, a fin de
escuchar algunas conferencias sobre estructura molecular y uso del
espectrómetro de Resonancia Magnética nuclear en la identificación de
protones en las moléculas. Tuve en esa ocasión la oportunidad de hablar y
conocer el joven profesor Charles N. Reilley, un maestro de la
electroquímica analítica, de quién había leído algunos de sus artículos. En
el otro viaje, que lo hice en compañía del doctor Rodrigo Paredes, uno de
nuestros profesores de Química orgánica más admirados en nuestro
Departamento, fue a la ciudad de México, a la U. Nacional, Torre de
Ciencias, donde recibimos exposiciones sobre espectroscopía Molecular
aplicada a Productos Naturales, etc.

XXXX

Gracias a la ayuda de la Fundación Rockefeller, que aceptó ayudarnos


trayendo de Norte América una misión científica encabezada por el doctor
Francis T. Bonner, jefe del Departamento de Química de la Universidad del
Estado de New York, en Long Island, puedo decir que, con ésta sola ayuda,
nuestro modesto Departamento de Química, se orientó, halló su centro,
descubriendo su verdadero objeto y propósito, (así como nuestra Facultad
de ingeniería química en Medellín, había encontrado su verdadero objeto y
propósito, en las manos del doctor Guido Horguera, como ya lo narré). El
doctor Bonner fue para nosotros, una guía, un amigo, el más sincero
colaborador de nuestro entusiasta pero aún no definido propósito. Él nos
conoció personalmente. Comprendió lo que estábamos intentando hacer,
nos dio pautas, nos recomendó equipos sencillos que debíamos conseguir.
Nos habló acerca de las líneas que podían impulsar. Nos abrió las puertas
114
de su famosa Universidad, donde podíamos enviar a estudiar a nuestros
más promisorios jóvenes en el área que más necesitábamos, etc. El doctor
Bonner fue para nosotros, un amigo, un consejero, un compañero de
trabajo. Y ahora, mientras recuerdo con infinito cariño su amistad, su
espíritu sencillo, su simpatía y comprensión, me detengo a pensar en
cuanto puede hacer, e hizo para nosotros, (unos hombres apenas iniciados
en éstas biles de la educación científica), un maestro de arte, sencillo,
amable, comprensivo de nuestra real situación. El doctor Francisco T.
Bonner, repito, impulsó, centró, puso el rumbo apropiado a todos nuestros
esfuerzos, voluntariosos pero aun no bien orientados.

Cómo me agrada expresar, a mi modo, este profundo agradecimiento por


la labor desinteresada que desarrolló entre nosotros, el doctor Bonner.
Supimos más tarde que él es un miembro de una casta clásica de
educadores científicos en su país. Lo que se hereda no se hurta, decíamos
en Castellano. Bonner hablaba el Castellano, cuando su interlocutor era
lento y torpe para hacerlo en ingles, como fue siempre mi caso, pero lo
hacía, obviamente con mayor seguridad, cuando su oyente hablaba el
ingles con fluidez, como nuestros colegas Edgar Martina y Rodrigo
Paredes. Pero todos le comprendíamos. Porque en todas las situaciones de
la vida, el lenguaje universal, lo traduce la amistad, el calor humano, esa
combinación de inteligencia y sensibilidad, sobre la cual tantas veces me
he referido en estas memorias… No hay que hacerme caso cuando digo
que los Estados Unidos no han producido un Shakespeare todavía. Sé que
no solamente éllos, sino el resto del mundo; en ése aspecto, seguimos
pescando con vara. Shakespeare no hay sino una. Pero lo que sí afirmo, es
que la mayoría de los hombres americanos son gente de buenos
sentimientos, y que hombres como Francis T. Bonner, está en ese grupo
de, “gentes buenas que caminan, y van aromando la tierra”, como dijo
Machado.

XXX

Gracias, pues, al doctor Bonner, la Fundación Rockefeller nos aprobó una


lista de equipos para estudios de química, que incluyó, espectrofotómetros
para la luz visible, ultravioleta e infrarroja. Equipos para cromatrografía
líquida y gaseosa. Potenciómetros de varias clases, etc. Y recuerdo muy
bien que con el jóven profesor Francisco Gensinifosi, ingeniero químico de
Univalle, pudimos construir el primer gran laboratorio que denominamos
pomposamente Laboratorio de Análisis Instrumental, que fue la
admiración de don Mario Carvajal cuando lo vió, haciendo el comentario
de que aquello era como una sección de Cabo Cañaveral. Con éste apoyo,
continuamos pensando en la fundación de la Facultad de Ciencias. (1964)

El doctor Bonner apoyó la idea de que el profesor Walter Correa Cadavid,


ingeniero químico de U de A, quien se había vinculado al departamento de
química, fuera a la Universidad de New York, en Long Island, para obtener
su doctorado, donde en efecto, realizó su PhD en Química Orgánica, quien
115
volvió al profesorado y un poco más tarde a la decanatura de la División de
Ciencias. Por su parte, el ingeniero Francisco Gensinifosi, viajó a la
Universidad de Conell, donde obtuvo el PhD, en Ingeniería Química y
también volvió al profesorado de Univalle.

XXX

Observación; Quiero dejar en estas notas, escritas de mi puño y letra, que


la afirmación que difundieron muchas personas desde la Facultad de
Medicina, hacia 1972, de que Angel Zapata fue uno de los causantes de la
salida de Cali de las Fundaciones de apoyo a la Universidad del Valle, es
una pobre calumnia, producto de la ignorancia y de la mala fé. Durante
toda mi vida profesional, que fue académica esencialmente, fui un simple
ingeniero químico, absolutamente honrado: no tuve interés sino en los
conocimientos. Ni en el poder, ni en las influencias, ni el dinero, etc. ¿
Cómo podría yo propiciar, querer, desear, la salida de las fundaciones,
cuando había conocido tan bien sus ánimos de ayudarnos? Lo que
combatí, y combatiría de nuevo, fue esa rebatiña que por los dólares se
armó en la Universidad por el espíritu mezquino de mercaderes de la
educación, que hoy posan de Prohombres.

XXXX

Después de 1970, la Universidad del Valle, fue dirigida por varias personas
durante el largo periodo de su crisis. El suceso del doctor Alfonso Ocampo
Londoño, fue un joven economista del Valle, sacado de sus asuntos de
Bogota, donde residía, y a quien le correspondió obedecer las disposiciones
de las autoridades del Departamento del Valle, para sancionar a aquellos
profesores y estudiantes que fueron señalados por las autoridades como
los responsables de la huelga y movimientos que dieron el traste con la
Rectoría del doctor Ocampo y sus consecuencias. Mirando, el doctor Hugo
Restrepo, el Rector encargado de quien estoy hablando, la galería de
retratos de Rectores que adorna la sala de sesiones del Consejo
Académico, de la Universidad, me dijo un día: “Y saber que yo no alcancé
en mi rectoría, ni siquiera el honor de una acuarela”. El doctor Restrepo,
cumplió fielmente las encomiendas recibidas que hizo Mutis por el foro. La
Rectoría del doctor Alberto León Betancourt, si fue en propiedad. El doctor
Alberto León fue un ingeniero civil de la Universidad Nacional de Bogotá .
PHD de los EE.UU. Una autoridad en sistemas. Había sido servidor de la
Univalle como Decano de la Facultad de la Ingeniería. Autor de varios
libros y de muchos estudios sobre temas de su campo. Hombre amable,
accesible, enamorado de la educación y de la academia, simpático y buena
vida, sin nunca olvidarse de sus altas disciplinas científicas y matemáticas
y, especialmente, de la computación: el introdujo la computación a la
Universidad y, en ese campo, se movía como pez en el agua. Nombro como
Decano de Estudios de la Universidad, al Doctor Francisco Gensini Fosi,
ya mencionado en estas notas. El doctor Gensini había recibido su PHD en
la Universidad Cornell de EE.UU, con las mayores distinciones... Dentro
116
de lo que permitían hacer los estudiantes de izquierda que se habían
propuesto deformar la Universidad y prepararla para la Revolución, la
administración de los doctores León Betancourt – Gensini Fosi, fue, el
primer intento serio por rescatar la Universidad de esa jauría que se había
apoderado de ella.

XXXX

Mi trabajo en el departamento de química en esos años, se redujo a ofrecer


mis clases de Fisicoquímica para los químicos puros y a veces, para los
ingenieros químicos, ofrecer cursos de Análisis Instrumental los químicos;
dar cursos de química general e investigar: Unas veces en productos
naturales, otras, en el estudio y experiencias en solución iónicas; y
también inicié un estudio acerca del aprovechamiento de la Tierra
diatomica, aprovechándolos depósitos de este material que existen al norte
del Valle del Cauca. Los estudiantes, unos pedían trabajar conmigo; otros
me vejaban por reaccionario.

XXXX

Avanzada ya la década del setenta, empezaron a regresar varios de mis


alumnos que habían concluido sus estudios en el exterior: doctores,
Masters, PHD; algunos con muchos deseos de vincularse al departamento
de química, con sus especialidades en Química Orgánica, Fisicoquímica,
analítica, etc. Algunos me reconocieron como el profesor que siempre
había conocido, otros, no se si aprovechando la crisis, hicieron brotar sus
fastidios y dieron comienzo a una campaña de descrédito y disminución de
mi trabajo, dizque porque el departamento, no debía estar dominado por
ingenieros químicos. Así empezaron la campaña contra el doctor Edgar
Martina, profesor de Química inorgánica; contra mi, porque en tantos años
nunca había hecho nada en el campo de la fisicoquímica; contra la doctora
Nelly de Palacios, la mas clásica educadora de la química analítica del
departamento de química, la profesora que los inicio en esos temas etc...
Ninguna de nosotros había pregonado nunca, que era autoridad en su
campo. Estábamos ansiosos de que ellos regresaran a asumir las clases
mas avanzadas en el departamento. Pero ellos, directa o indirectamente, lo
que esperaban era nuestra salida de la Universidad.

Lo pensé mucho. Como en todo mi tiempo de servicio nunca había pedido


un año sabático, al que tenia pleno derecho, me puse a pensar en lo que
haría en ese año. Mire hacia mis papeles y me encontré con cientos de
notas sobre mi materia, que habían sido la base de mis cursos de
fisicoquímica. Pensé, que el camino que nos lleva al cielo, siempre será el
que va al cielo, cualesquiera que sean los obstáculos que se puedan
encontrar. Porque, por otro camino no saldría a ninguna parte.

Pensé también, que alejándome del departamento durante un año, mis


buenos discípulos no iban a olvidarse de mí completamente, pero quizás,
117
ellos, también hallarían sus propios caminos, en la investigación, por
ejemplo, en la que estaban mejor preparados que yo, y habiendo en todos
los campos de la ciencia tanto espacio para trabajar, ellos los
aprovecharían y no tendrían que insistir en expulsar a sus viejos amigos
profesores. Con estas ideas prepare un plan de trabajo para pedir un año
sabático para escribir un manual de fisicoquímica general, porque, pensé,
que muchos estudiantes agradecerían este esfuerzo, por razón de que casi
todos sufrían con los textos de esa materia, siempre en ingles,
principalmente. Así procedí. El doctor Gensini aprobó el plan y me ayudo
con el Consejo Directivo que fuera aprobado. De modo que, en veinte días,
estuve preparando mis notas, mis textos, revistas y hasta libros de
divulgación, para dar comienzo al trabajo. Trabaje sin descanso y a los 2
meses, fui con mis primeros manuscritos hasta la secretaria del
departamento de química. Doña Cecilia de Lañas, quien lleno a maquina, a
doble espacio y copiando los dibujos que le suministre, de los primeros
capítulos, iniciando así el trabajo que se prolongaría por ocho meses.
Fueron treinta y tres capítulos en total, escritos por doña Cecilia, a
maquina común, de las viejas, y ella, con una voluntad y un cariño, como
debemos hacer todas las cosas en la vida, reproduciendo mis dibujos lo
mejor posible, usando la de la ordinaria para las diferenciales y una
especie de gancho hecho manualmente para las diferenciales parciales, y
usando integrales y sumatorias dibujadas a mano, así, en un esfuerzo que
a mi me parecía como la invención del simbolismo matemático, doña
Cecilia logro terminar de copiar el libro. Los treinta y tres capítulos fueron
organizados en tres volúmenes cuyos títulos quiero copiar:
Primer Tomo: Teoría Cinética – Termodinámica Fundamental
Segundo Tomo: Principios de Teoría Atómica y Molecular.
Tercer Tomo: Soluciones – Equilibrio – Electroquímica – Cinética –
Coloides.

A maquina, fueron mil doscientas sesenta paginas. Recuerdo que me


esforcé de tal manera que al terminar el libro ya no podía dormir. Me iba
de la casa, a cualquier hora de la noche, a dar vueltas, despacio en mi
automóvil, como esperando que una brizna del sueño de los que
descansaban placidamente, me alcanzara a mi, en la soledad de la noche.
No me enferme. Con tres días de voluntario descanso en mi casa,
charlando con mis hijos y mi mujer, volvería a ser el mismo.

XXXX

De ninguna persona recibí felicitaciones, excepto de mi esposa Margarita y


de mis hijos, quienes, como milagrosamente, habían recuperado a su
padre, que, sin ellos saberlo, andaba volando sobre los orbitales
moleculares. Muchos profesores pedían su año sabático para escribir un
libro. Al cabo del plazo, tenían tres o cuatro capítulos que al volver a su
trabajo normal, olvidaban completamente. Para estar seguro de que yo no
haría lo mismo, el Decano de estudios me solicito que periódicamente le
pasara un informe sobre mis progresos. Así lo hice, religiosamente.
118
Por sugerencia del Jefe del Departamento, me presente ante el Jefe de
Publicaciones de la Universidad, para ver si el quería comprometerse con
al edición – así fuera económica – del libro. Lo vio. Reunió su Comité de
Publicaciones, y en pocos días me informaron que la imprenta de la
Universidad, no estaba en condiciones de editar el libro. Yo le creí, porque
en 1976, la imprenta no tenia medios para embarcarse en la publicación
de un libro complejo, lleno de ecuaciones matemáticas, diagramas, curvas,
tablas de propiedades de la materia, y, por sobre todo, no había voluntad
para abocar ese trabajo. Además, ni yo, ni la Universidad, tenían medios
económicos para entrar en la aventura de editar un texto de tan limitado
uso.

De todos modos y o había cumplido con mi compromiso antes las


directivas de la Institución.

XXXX

Volvía mis clases normales. Había pensado que ese año de duro trabajo
mío, a favor de los estudiantes, quizás, había demostrado cuánto quería yo
mi trabajo. Pero sucedió que mis jóvenes enemigos no habían cambiado
nada. Ni ellos, en ese período, habían propuesto nuevas iniciativas, ni los
cursos eran mejores que los que yo había ofrecido. Ni había mejorado las
prácticas de laboratorios, en cambio, continuaban haciendo lo mismo: una
rutina y hablando mal de todos los ingenieros químicos que, por las
circunstancias, habíamos iniciado y desarrollado el departamento.
Encontré que el doctor Edgar Mutina, el profesor que había iniciado la
enseñanza de la química inorgánica estructural, se había pensionado,
abandonando el departamento sin pena ni gloria, y con una ridícula
pensión. La doctora Nelly de Palacios, la persona que le había enseñado
química analítica a todos los químicos e ingenieros químicos, no se había
retirado, pero llevaba una vida aislada, refugiada en su oficina,
cumpliendo, resignadamente, con sus clases... Pensé en la mística, la
dedicación tenaz y animosa, no era suficiente en el departamento, para
convencer a los sabios graduados en el exterior de que nuestro trabajo era
honesto. Resolví pensionarme. Lo hice a principio de 1977. Me sentí libre,
con ánimos, y, como en otras ocasiones, me puse a pensar en lo que podía
hacer. Volví a pensar en la pequeña industria.

Del libro de Fisicoquímica, con la ayuda de la señora Cecilia de Lañas, y la


pequeña imprenta que le servia al departamento, hicimos, casi con las
uñas, una edición barata del libro, no mas doscientos ejemplares por tomo
y lo pusimos a la venta, aparte de los que regalamos. Algunos estudiantes
los compraron. Uno o dos profesores de la materia, lo usaron y el resto,
fueron pasto de ratones y de animales papivivoros, en los estantes. En mi
pequeña biblioteca personal, conservo un ejemplar completo de mi trabajo
de un año, hecho con destelar y esfuerzos. Uno de mis tantos sueños
académicos.
119
XXXX

El doctor Alberto León Betancourt se retiro de la Rectoría en 1974 y lo


sustituyo, con mucha aceptación por quienes lo conocían, el doctor Alvaro
Escobar Navia; un abogado economista que había sido Secretario de
Hacienda y de Gobierno, de la Administración departamental del Gobierno
del doctor Marino Rengifo Salcedo, el gobernador que había sorteado la
crisis de 1970. El doctor Alvaro Escobar Navia era entonces hombre joven,
de mucha personalidad comprometido con la inteligencia en múltiples
aspectos. Yo apenas lo había conocido casi accidentalmente en una
reunión de profesores con el Gobernador Rengifo, en la Gobernación,
precisamente en esos agrios días en que le estábamos pidiendo al Rector
de la Universidad que rectificara su decisión....Volví a verlo en la
Universidad, cuando èl estaba desarrollando las actividades mas
decididas, justas, equilibradas, por retraer espíritu universitario a las
aulas...Con el doctor Escobar Navia, la Universidad recupero gran parte de
su orden y disciplina. Creo que fue espíritu equitativo, no permisivo, sino
de justicia, equilibrio, buen tino y su cultura universal, que la distinguió
tanto de otras personas. Con èl, se podía hablar, con igual entusiasmo, de
los problemas disciplinarios de la Universidad, de los problemas sociales
de Cali y del Departamento, lo mismo que de filosofía, socialismo y hasta
de nuestros problemas de ciencias naturales... este respecto, puedo
contar una anécdota que viví, durante el año de 1976, antes de retirarme
de la Universidad.

XXXX

Unos pocos profesores de nuestro departamento, que seguíamos soñando


con los Productos Naturales, entre ellos, que recuerdo, el doctor Arnoldo
Ramírez, el doctor Jesús Larrahondo, el doctor Fabio Zuluaga actualmente
Decano de la Facultad de Ciencias de Univalle, etc., le solicitamos al
Rector Escobar Navia, que nos ofreciera el discurso inaugural, de un
seminario sobre Productos Naturales que habíamos organizado en
Univalle, y para el cual, el Rector, no solamente nos ayudo mucho en su
financiación, sino que acepto, gustoso, inauguran el seminario. Lo hizo
con una pieza oratoria preciosa, sobre la importancia de tales estudios. Yo
lo escuche sentado al lado del doctor Jorge Domínguez, uno de los genios
del los P.N. que había llegado de México, y quien fue el alma de ese
Seminario....En un momento de la exposición del Rector, me pregunto,
discretamente “¿Es un naturalista, este jóven?”. Le respondí, orgulloso,
que era un abogado. “Vaya, vaya, me respondió,” y siguió, admirado,
escuchando la exposición. Así fue el doctor Escobar Navia: hombre culto,
de saberes universales, y, una de las personas mas sentidas por toda la
sociedad caleña, cuando murió al poco tiempo, victima de complicaciones
de su salud... Mis alumnos, que organizaron logísticamente el Seminario,
entre quienes recuerdo a Cecilia Madriñan, Amparo Granada, y otros,
volvía verlas en las honras fúnebres del Rector, cuando asistíamos a sus
120
exequias y yo, que ya estaba jubilado, asistí a ellos y todo accidentado y
malo de salud.

XXXX

El Ultimo acto a que asistí con Escobar Navia fue una noche en la que me
ofreció un pequeño premio que me había sido concedido por un jurado que
califico algunos trabajos de investigación, que habíamos presentado a un
concurso auspiciado por la compañía, Expreso Palmira, con motivo de sus
veinticinco años de actividades. El premio, esa noche, lo ofrecieron los
doctores Escobar Navia, como Rector. El doctor Emilio Aljure, como
Presidente del Jurado califacador, el representante de la empresa y el
Decano de la Facultad de Ciencias, doctor Jairo Alvarez, PHD. Esa noche,
como siempre, hablamos de la Universidad, de mi investigación, que fue
una serie de experimentos sobre la tierra diatomáceas del norte del Valle
del Cauca, su uso e importancia y el doctor Escobar, me ofreció el titulo de
Profesor Honorario. El doctor Escobar Navia murió, en 1978.

XXXX

Desde que me retire de la Universidad, en 1976, acorde con el doctor


Walter Correa Cadavid PHD; y el doctor Francisco Gensini Fosi PHD,
instalar una pequeña fabrica de Caolín lavado y clasificado, para varias
empresas industriales del Valle del Cauca. Para ello, compramos una
tierra en un sitio llamado “El Paso de la Bolsa” situado casi en los limites
geográficos del Valle y el Departamento del Cauca. Habíamos conocido y
ensayado el Caolín, (una tierra blanca, existente en Santander de
Quilichao, un pueblo del Departamento del Cauca. Este material,
purificado, blanqueado y clasificado, tiene aplicación en pinturas, refuerzo
de plástico, industria de papel etc. Instalamos una pequeña fabrica, y
usaríamos el método llamado, “Clasificación en húmedo,” en unos
sencillos equipos diseñados en su mayor parte por el doctor Gensini, quien
ha sido toda su vida activa, un ingeniero químico experto en diseño,
calculo y construcción de equipos de ingeniería química; aparte o
complementario, a su alta formación académica. En menos año y medio
estuvimos procesando el material, y vendiéndolo a varias empresas. En el
año de 1978 sufrí un accidente de trabajo que me costo hospitalización por
mas de dos meses. Fue, durante ese periodo, cuando se agravo la salud
del doctor Escobar Navia y su desaparición coincidió con mi convalecencia.
Por eso, asistí a sus exequias, vendado el cuerpo y apoyado en Margarita y
un amigo. Pero no fue mi caída accidental la que trajo a la empresa varias
viscitudes: el doctor Gensini – el hombre que me salvo la vida en el
accidente -, volvió a vincularse a sus cátedras en la Universidad, después
de ser el colaborador principal en los proyectos industriales y que el doctor
Alberto León Betancourt venia impulsando desde la Presidencia General
121
del Banco Popular. El doctor Correa había aceptado un puesto en el
Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT) en Cali, y yo me quede
luchando con la empresa (Genzaco), como llamamos a nuestra pequeña
sociedad del Caolín.. Acordamos vender el montaje. Los precios del Caolín,
eran bajos. Nuestra capacidad de producción, baja y nuestra posibilidad
de incrementarla remota. Así que en 1980 vendimos la fabrica con
relativamente pocas perdidas respecto al capital invertido.

Estaba yo pensando en cual otra quijotada me embarcaba, cuando me


encontré con el doctor Guillermo Valencia, Decano de la Facultad de
Ingeniería de Univalle, me pidió que volviera a la cátedra, el, que había
sido mi discípulo en la Facultad de Ingeniería Sanitaria y sabia que, por
encima de todo, yo era un profesor. Renuncie a la pensión de jubilación, y
entré, en 1980, al Departamento de Procesos Químicos y Biológicos, como
profesor de ingeniería.

XXXX

Entre al Departamento de Procesos Químicos y Biológicos, con el encargo


de ofrecer clases de una materia llamada Introducción a los Procesos
Químicos, y darle impulso a las investigaciones.... Pero, en 1981, recibí la
noticia de mi casa en Medellín, de que había muerto Agripina, mi madre.
Viaje a sus exequias. Llevaba el alma revuelta, pensando en su vida y en
mi vida. Era ya un hombre de sesenta años. Acepte el golpe inexorable con
el apoyo de mis hijos y de mi esposa, a quien ella adoraba. Mi hija, Angela
Maria Zapata, estaba terminando su carrera de Matemáticas en Univalle;
Luz Elena, empezando su carrera de Trabajadora Social, en la misma
Universidad, y Luis Gonzalo, reponiéndose de una crisis nerviosa que lo
atormento por varios años. Me resigne a mi suerte y volví a mi trabajo,
triste, pero con las mismas fuerzas que siempre me habían acompañado.
Un día en una tarde de nostalgia, recordando la humilde vida de Agripina,
su soledad continua entre sus voces que eran de angustia callada y
resignada. Viendo pasar las nubes bajo el cielo, mirando en silencio el
paso de los días sin nunca cambiar nada, le escribí estos versos que nunca
he publicado:

Madre: ¿Qué voces de sacuden en tus largos silencios?. ¿Háblas con Dios?
¿Reniegas de la vida? Tu me enseñaste que todos los que reniegan,
invocan al demonio. No creo que lo hagas. Tu rosario nocturno, tus
plegarias, las oraciones que hablan por nuestro pueblo, pobre,
abandonado y triste, no pueden ser reniegos: son voces de esperanza.
Descansa en paz Madre, deja que el cielo todo te penetre, que la vida es
así, como tu vida: deberes, trabajos interminables, débiles ilusiones, y
dolor incansable. Algún día, Madre yo estaré a tu lado. Hablaremos de
todo lo hermoso de la vida: del amor, de las flores, de tus ojos alegres con
que me despertabas, de la esperanza, cierta, de que aún te quiero, y
sabrás que te quise, a pesar de las horas que estuve separado.
Recuérdame, Madre y vive siempre en mi...
122
A mi Madre

Pequeñita, risueña y
agorera era mi Madre

Ahora que te llevo en mi memoria


coronada de luces, siento tu voz
enérgica y sonora.
Un río de palabras hermosas y risueñas
escuchaba al despertar:
Por la escuela, por tu padre, por mí;
deja ese lecho y báñate tan siquiera la cara.
Hoy tu nombre y tu acción, dulce energía,
van trazando sin voces mi camino.
Ahora eres canción, beso y violeta
ahora ya caminas sobre nubes
despertando con voces los luceros,
y yo sigo en la tierra errando solo.
Un mar de sueños tuve en mi recuerdo,
era una roca altiva que veía pasar
sin importarme la cuenta del reloj.
Los años me llegaban y se iban,
sin presentir que en este día
tu nombre llenaría de pena mi memoria.

XXXX

La Universidad que encontré, en el ochenta, me pareció distinta, había


otra vez fe y esperanza. No se percibían los odios. Había optimismo.
Confianza en el futuro. Muchos deseos de cambiar. ¿Hacia donde? El
ritmo del trabajo era normal. Mística. Entusiasmo. Cambios
generacionales. Madurez. Nuevos desarrollos. Progresos tecnológicos
innegables. Aunque de computadores, en las comunicaciones, aunque es
verdad, se percibían las carencias de muchos medios físicos por el
agotamiento de recursos. Había pasado el auge de la abundancia que
invadió a la Universidad en el largo periodo de las ayudas exteriores.
Ahora, éramos los mismos pobres, pero mucho habíamos ganado. Libertad
de elegir, entre tantos caminos. Ingeniería había elegido la investigación, y
por esa razón, me solicito que hiciera una sola clase, Introducción a los
procesos Químicos, y todo mi otro tiempo, lo dedicara a impulsar la
investigación, con los jóvenes de tesis en Ingeniería química; con
ayudantes en proyectos personales, a toda hora, porque el propósito era
como un plan compulsivo.

Durante esos diez años, hice, en verdad, muchas cosas. Ayude a realizar,
con colegas tan eficientes y bien preparados como el doctor Jaime
123
Jaramillo, un adelantado ingeniero químico de la Universidad Industrial de
Santander; con el doctor Alfonso Manrique, ingeniero químico de Univalle
y Master de los EE.UU., además de especialista de la Universidad de
Holanda; con el profesor doctor Oscar Vergara, un clásico maestro de la
ingeniería química de Univalle, y con la tecnóloga química de Univalle,
señora Gloria Lasso de Fernández, etc. desarrollamos más de quince
investigaciones, con alumnos de Ingeniería química, cuyos resultados
adornan mi biblioteca personal, sirviendo, a su vez, de modelos para
posteriores investigaciones y trabajos básicos, con posibles desarrollos
industriales. Fue un trabajo intenso. Cada tesis terminada, cada grado
obtenido por los alumnos, era como un paso delante de todo nuestro
esfuerzo. Solicitamos ayudas a Colciencias y ellos apoyaron muchos de los
proyectos. Ello nos permitió conseguir equipos más modernos. Dotar mejor
nuestro laboratorio de Procesos. Y doña Gloria Lasso, parecía no poder con
la carga de proyectos, en sus ayudas con los instrumentos: cromatografía
de gases. Espectrometría de Infrarrojo, visible y ultra violeta.
Cromatografías de Columna. Potenciometría. Tratamientos térmicos.
Espectometría de absorción atómica, centrifugación, etc. Fueron diez años
en que trabajamos como enamorados de todas las cosas.

XXXX

Pero al lado de lo anterior, un profesor, doctor de la Universidad de París,


matemático e historiador de la Ciencia, nos propuso a un grupo de
profesores, admiradores y amigos de la Historia de la Ciencia, que
instituyéramos un seminario de Historia y un poco, filosofía de la ciencia.
Estoy hablando del doctor Luis Carlos Arboleda. Acudimos a su cita,
profesores de casi todas las áreas del conocimiento. En mi interior, y
recordando la imagen de mi entrañable amigo de mí adolescencia, Fabio
Gómez Pizzano, sin nombrarlo, entré al grupo, casi con la pasión
entusiasmo, de mi lejana juventud. Quiero recordar aquí esos nombres:

Dr. Luis Carlos Arboleda... Historia y enseñanza de las matemáticas.

Dr. Armando Espinosa Baquero: Geólogo de Ginebra, Director de


Ingeominas.

Dr. Alvaro Perea: Físico de la U. Del Valle.

Dr. Simón Reif Acherman: Ingeniero Químico.

Dr. Pedro Rovetto: Médico Cirujano. Patólogo.

Dr. Ramiro Tobón R.: Físico.

Dr. Alfonso Claret Zambrano: Licenciado en Educación.

Dr. Angel Zapata C.: Ingeniero Químico.


124
Ocasionalmente, tuvimos en el grupo otros profesores. Pero el núcleo
matriz estuvo formado por los profesores mencionados. Lo que siguió fue
un atropellado, emocionado ejercicio de análisis, clasificación, selección de
temas, de historia clásica y moderna. Fue como un despertar a la cultura.
Un impulso ordenado por conocer de dónde nos había llegado tanta pasión
por las matemáticas, la física clásica y la moderna. Cuándo creció tanto
cariño y comprensión por los hombres que inventaron la Astronomía,
mirando hacia el cielo. Cómo se empezaron a conocer los líquidos y los
gases. Cómo fueron los procesos evolutivos del mundo que lograron
mostrarnos el origen natural de las especies, etc. De tantos estudios,
lecturas, pensamientos, resultaron cursos, programas, libros, artículos, y
yo, diría, que un renacimiento en la Universidad por la Cultura. Sí. Esa
cultura fáustica con la que había soñado en mi adolescencia. La que metió
en mi alma Fabio Gómez Pizzano.

Mi cultura general, la misma literatura que me había absorbido, me sirvió,


- quién lo creyera – para acceder a ese mundo. De tanta disciplina,
estudio, consultas, resultó un libro de conferencias que nos auspició el
Icfes: Historia General de las Ciencias, escrito en artículos, más o menos
organizados, del cual, el Icfes, hizo una edición, hoy agotada. Por mi parte,
escribí, organicé e intenté una buena edición, de un pequeño libro, que
casi sin razón, me rechazó la imprenta de la Universidad, - exactamente
como había hecho con mi trabajo de fisicoquímica -, este libro lo nombré,
de la Intuición al Pensamiento Abstracto, en el que pretendo mostrar, ése
proceso mental de la evolución, del empirismo al racionalismo, a través y
por medio de la exposición de biografías cortas, de los grandes creadores
de la ciencia. Al final, la Facultad de ingeniería de Univalle, en plena crisis
económica de la Institución, en 1998, pudo publicar una modesta edición
del libro... Ellos mismos, tuvieron la amabilidad de publicarme un
pequeño libro con muchos de mis versos, pues los versos, hacen parte de
mi vida desde mi juventud.

XXX

Pero, en 1984, sufrí un principio de infarto al corazón. Acudí a mi médico


de confianza, el doctor Jorge Arango Grau, y con su ayuda y la Clínica
Chaio de Bogotá, logré salir del tropiezo. Mi agradecimiento por su trabajo
al Doctor Araujo no es mensurable. En menos de tres meses volví a mi
trabajo intenso, continuo, haciendo apenas el régimen normal de
conservación, hoy, con un alumno suyo, el doctor José Raúl Tello, sigo
viviendo.

XXX

En este momento, (Octubre 21 de 1999), cumplo casi diez años de


haberme pensionado. Durante esa nueva década que me ha sido
125
concedida de vida, he intentado sobrevivir con mi esposa y un hijo,
desarrollando actividades muy variadas, como: Conferencias sobre
metodología e historia de la Ciencia, como contratista, en la Universidad
del Valle (Facultad de Educación); Como asesor e iniciador de una granja
hidropónica etc.

A menudo, ahora en mi vejez, recuerdo y me repito la última estrofa del


inmortal poema de don Antonio Machado, Retrato:

“Y cuando llegue el día del último viaje,


y esté al zarpar la nave que nunca ha de tornar,
me encontrareis a bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar”.

Cali, Octubre 1999

A. Zapata C.

126
Contracarátula del libro

127
.
ANGEL ZAPATA CEBALLOS (Junio 1921- 19 de Junio 2009)
Fotografía (Abril 2007): María Isabel Casas de NTC …

128

También podría gustarte