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El
Renata
Ministerio de Cultura
Taller de Escritura
de la Biblioteca Departamental del Valle
El cuaderno de Renata / Julio César Londoño, edición y prólogo;
Constanza Lema Botero ... [et al.]. -- Cali: Impresora Feriva,
2009.
190 p.; 24 cm.
ISBN 978-958-44-6159-9
1. Literatura colombiana – Colecciones. 2. Poesía colombiana –
Colecciones. 3. Crónicas – Colecciones. 4. Cuentos colombianos –
Colecciones. 5. Ensayos colombianos – Colecciones. 6. Estilo
Literario - Ensayos, conferencias, etc. 7. Crítica literaria - Ensayos,
conferencias, etc. I. Lema Botero, Constanza. II. Londoño, Julio
César, 1953- , ed.
Co868.6 cd 21 ed.
A1242615
ISBN 978-958-44-6159-9
Ensayos
El significado de nuestro castellano......................................... 14
Constanza Lema Botero
Subjetividad y lenguaje............................................................... 18
Eduardo Botero Nicholls
El sentido de la velocidad........................................................... 39
Piedad Villegas
Círculos y variaciones.................................................................. 45
Iván Olano Duque 7
Cuentos
Nostalgia de campanas............................................................... 52
Rodrigo Escobar Holguín
La Donna........................................................................................ 60
Ana María Gómez
Padre: no registra.......................................................................... 62
Alejandro Liscano
El cuaderno de Renata
Magnetosuicida............................................................................ 66
Alexander Ortega Gribenchenco
El inglés.......................................................................................... 72
Andrea Serna
Malicia indígena........................................................................... 77
Constanza Lema Botero
Un cuento de un cuento.............................................................. 80
Fernando Gallego
Doctor Leguizamón...................................................................... 81
Gladys Franco
Hasta cuándo................................................................................. 82
Gladys Franco
La penúltima carta....................................................................... 86
Gladys Franco
La eternidad.................................................................................. 88
Gabriel Ruiz Arbeláez
Primera comunión........................................................................ 90
Hernando Aldana Velásquez
Monólogo de la Madonna........................................................... 96
Isabel Prado
8
Exterminio..................................................................................... 99
Julián Enríquez
El patrón....................................................................................... 127
Orlando Cajamarca
Crónica
Poesía
Creo............................................................................................... 175
Manuela Botero
Muñeca......................................................................................... 182
Manuela Botero
10
Mercuria....................................................................................... 183
Manuela Botero
Fuego............................................................................................. 185
Sandra Patricia Palacios
¿Se puede enseñar a escribir? Por supuesto que sí, aunque los
escritores se empeñen en hacernos creer que lo suyo es un don
divino, una cualidad marciana, un misterio impenetrable, como la
inteligencia o la telepatía. Cuando se los interroga, responden con
gravedad: “Nadie entiende los misterios de la escritura, y si alguien
los entendiera no podrá enseñarlos, y si alguien lograra enseñarlos
no será comprendido”.
Tampoco digo que sea fácil. Escribir como Dios y la academia
ordenan, seguir al pie de la letra los decálogos de los maestros, le-
vantarse a las cuatro de la mañana y aplicarse durante siete inviernos
al estudio de la preceptiva no garantizan nada.
Las preceptivas y los cánones no garantizan nada porque las
reglas duran muy poco. Los críticos las sacan en limpio después de
estudiar muchas obras exitosas y descubrir en ellas las constantes,
las claves, las argucias, los resortes ocultos de la fascinación. Pero en
cuanto terminan de enunciar sus sabias reglas llega el genio que las
viola de manera magistral y hay que volver a empezar. Además, las
fórmulas y las metáforas se gastan rápido: el primero que comparó
la muerte con el sueño fue ovacionado; al segundo lo chiflaron.
Sí, no hay fórmulas infalibles, nada que garantice la eficacia de
una estructura ni la perduración de un soneto, nadie que pueda
transmitir la genialidad, ni siquiera los genios, pero hay muchas
cosas enseñables: pueden enseñarse, por ejemplo, las normas de la 11
gramática para escribir correctamente, y cómo apartarse de ellas en
ciertos casos para escribir mejor, para librarse del corsé de la corrección
y ganar fluidez. Se puede advertir que en el ensayo son menos graves
los errores intelectuales que los defectos sicológicos (la exhaustividad,
la pedantería, el mal humor). No está de más recordar que el cuento
gira en torno al argumento y la novela en torno a los personajes; es
decir, que “el cuento trata del crimen; y la novela, del criminal”. Que
la frase: “El criminal es el artista y el detective apenas el crítico” es
divertida pero falsa, como la boutade de los Goncourt: “El arte es una
facilidad innata y una dificultad adquirida”. Que el buen poema se
reconoce porque se lo puede mejorar fácilmente. Que si al señor K
lo aterra la página en blanco debe cambiar de oficio; o de papel. Que
las musas existen, por supuesto, pero sólo soplan sobre los aplicados.
El cuaderno de Renata
El significado de nuestro
castellano
Constanza Lema Botero
C
omo todos los países que han sufrido largos procesos de co-
lonización, Colombia padece de un mal llamado “desarraigo
lingüístico”. Así como extrañamos la patria en el exilio, así
extrañamos nuestras lenguas precolombinas, que sí sabían nombrar
los pájaros, los vegetales, los utensilios y los sentimientos autóctonos.
“Lo más humillante de la Conquista –escribe en alguna parte William
Ospina– fue que tuvimos que aprender a cantar y a rezar en la lengua
de los enemigos”. Fue tan evidente el desprecio de los españoles hacia
nuestras lenguas originales que palabras tan hermosas para nuestros
aborígenes como wache que significaba pobre y waricha, princesa,
fueron degradadas en vocablos tan innobles como guache, atarbán;
y guaricha, prostituta.
Si tenemos en cuenta que el lenguaje es la expresión del pensa-
miento, es fácil imaginar la confusión que debió de sufrir el indígena
cuando quiso expresar pensamientos americanos en una lengua ex-
tranjera y traducir sus sentimientos americanos al castellano. O para
decirlo con un poeta africano: “Qué difícil expresar con palabras de
París las ansiedades de un corazón de Senegal”.
Todo para él fue entonces confuso; ya no podía significar como
lo había hecho siempre, cuando lengua, entorno y cultura eran un
14 complemento armónico. Todo fue más difícil para él –trabajar, con-
versar, divertirse, sentir–. Y quizás lo sigue siendo, y por la misma
razón, para nosotros.
¿Qué clase de comunicación desarrollaron nuestros indígenas
durante la Conquista y la Colonia? Es difícil responder con exactitud
pero casi puedo asegurar que fue, en todo caso, precaria, muy inferior
a la comunicación de los tiempos precolombinos, y que estuvo signada
por el odio y la incomprensión. Odio al extranjero e incomprensión
con el vecino.
La representación mental –operación netamente verbal– que el
indígena tenía de la realidad se le volvió muy confusa. Sus necesida-
des e intereses se distorsionaron y le resultó difícil, incluso, conservar
las relaciones interpersonales en términos cordiales. El mantener una
relación biunívoca entre mente y habla fue imposible, y esta es una de
Ensayos
las razones por las cuales la palabra diálogo nos queda grande. Todos
conocemos cuáles son nuestras necesidades y problemas básicos, y
estamos de acuerdo en ello, pero a la hora de discutir las soluciones
nos enfrascamos en discusiones bizantinas. Es como si habláramos
lenguas distintas. O como si aún no supiéramos reflexionar en cas-
tellano. Tal vez tiene razón Antonio Caballero cuando afirma que en
Latinoamérica no ha habido pensadores porque aquí el ruido no nos
deja percibir el sentido.
El trauma lingüístico de la Conquista es evidente y medible en
la literatura americana: por lo menos trescientos años nos llevó a
los americanos producir textos literarios de valía. Las letras esta-
dounidenses “cuajan” en la primera mitad del siglo XIX, con Edgar
Allan Poe y Nataniel Hawthorne. En Colombia tuvimos que esperar
hasta la segunda mitad, cuando Jorge Isaacs y José Asunción Silva
escribieron las primeras páginas de indudable valor literario que se
produjeron en este país
Claro que no podemos achacarles todo a la lingüística y al español.
El cuadro colombiano se complica con otros factores de perturbación:
la exclusión de la participación política y económica de grandes secto-
res de la sociedad; la falta de autonomía de la nación por causa de las
injerencias extranjeras; la falta de credibilidad de nuestros dirigentes;
y los grupos alzados en armas, factores todos que han multiplicado
hasta el delirio nuestros problemas sociales.
Qué hacer en una situación como esta, nos preguntamos todos.
La respuesta es arisca. Pero es indudable que sea cual sea la solución,
la educación en general y el lenguaje en particular tendrán que ser
tenidos en cuenta. No olvidemos que“gracias al lenguaje una persona
ocupa un rol social”(M.A.K Halliday) y que“el lenguaje permite sacar 15
conclusiones sobre la estructura de la sociedad” (William Labov).
Si aceptamos que una de las causas de la fragilidad de nuestra
estructura social estriba en la precariedad de sus canales de comu-
nicación, entonces es pertinente conocer las funciones del lenguaje.
Recordemos cuáles son estas en el criterio de dos destacados lin-
güistas.
Frank Smith y M. Halliday (Revista Lenguaje, Universidad del Valle,
1982) se inscriben en un contexto social y afirman que el lenguaje ex-
presa sentimientos, necesidades y relaciones de causa y efecto, y que
mediante el lenguaje el individuo construye su relación con el otro e,
incluso, su propia identidad. Afirman también que en el lenguaje hay
una“negociación del significado”cuando reconocemos al interlocutor
y queremos comunicarnos con él. Es como crear diferentes formas
El cuaderno de Renata
16
Las dudas de un escritor
en ciernes
Emilio Aljure
S
i fuera fácil escribir con belleza y sustancia ya lo habría he-
cho, y profusamente. Colmaría viejos anhelos que todavía me
apremian y cumpliría de paso los obligantes mandatos de
Julio, mi profesor.
Pero, ¿cómo superar la falta de concordancia entre ideas y pro-
pósitos y entre propósitos y realizaciones? ¿Cómo resolver el divor-
cio entre imágenes e ideas alimentadas por memorias y fraguadas
en el complejo universo electroquímico del cerebro y los procesos
mecánicos propios de la escritura? ¿Cómo si, peor aun, el divorcio
ya existe entre esas imágenes e ideas y la elaboración cerebral de los
programas que permiten plasmarlas en el mundo exterior? ¿Y cómo
dar apropiada cabida a requerimientos del inconsciente sin que se
desborde exageradamente? ¿Y cómo atender al severo censor que he-
mos construido en nuestro interior sin que se frustren el flujo legítimo
de la emoción y los llamados amigables al disfrute del placer?
Y, suponiendo que tengamos la virtud, por supuesto sin mérito
propio alguno, de que todo esté enlazado a la perfección en esa mis-
teriosa cascada cerebro-mente-voluntad-acción, ¿por qué pretender
que esas imágenes o esas ideas resulten atractivas para alguien
distinto de nuestro yo, demasiado generoso consigo mismo? Y si por
fortuna fueran de interés para algunos amables lectores, ¿cómo lograr 17
que se trasmitan con gracia? Y si, por fin, sometidas al rigor de una
introspección severa, uno calificara de bellas ciertas imágenes que
su cerebro construye, o fuertes algunas ideas que concibe, ¿cómo
hacerles justicia en la palabra?
Por supuesto, quedaría el menos ambicioso y poco poético recurso
de llegar a ser narrador de acontecimientos que por lo general ya
todos conocen, o el intérprete de realidades que, inexorablemente,
cada lector potencial padece o disfruta a su manera. No parece su-
ficiente.
Cali, agosto de 2009
El cuaderno de Renata
Subjetividad y lenguaje
S
omos sujetos por estarlo al lenguaje.
Puede considerarse verdad irrefutable que al ser humano,
cuando nace, lo primero que se le ofrece es otro ser humano,
un prójimo. Nacemos en una relación social y estamos condenados
a esta verdad imperativa, tanto como la otra de hecho implicada, la
de que nacemos de otro ser humano.
Verdades irrefutables, ambas producen por lo menos dos reac-
ciones diferentes en quienes las escuchan. Una de ellas es de fastidio
inocultable: “¡Síiii! ¡Y qué!”, como queriendo decir: no perdamos
el tiempo hablando bobadas… Otra reacción muestra el asombro:
“Ajá… ¡Qué bien!”
Debo decir que cuando las escuché por primera vez mi reacción
fue la segunda y creo que se produjo porque por entonces en la Facul-
tad de Medicina se discutía ardientemente acerca de si el ser humano
debía ser tomado como un ser biológico, psicológico o social. Discutir
ardientemente significa que entre quienes participábamos parecía
que se ponía en juego algo más que el prestigio académico. Era como
si de establecer cuál era la verdad se derivaran consecuencias en la
respectiva estima que cada uno tuviera de sí mismo.
Recuerdo haber escuchado por primera vez esa verdad de boca
de un profesor de sociología de la salud que se declaraba enemigo
acérrimo del psicoanálisis, al que consideraba ciencia de la burguesía
18 y de la degeneración sexual. No solamente se trataba de un profesor
que preparaba con seriedad sus clases, sino que además estimulaba,
con la vehemencia del sabio, nuestra participación activa durante el
desarrollo de ellas.“Quien asiste (a clase), tiene 3; quien persiste, tiene
4 y quien insiste, tiene 5”, era su brújula para evaluarnos.
Años después, cuando ya me había orientado por el ejercicio
del psicoanálisis, en plena preparación me encontré con que esa
afirmación la hacía el mismísimo Sigmund Freud, fundador de la
disciplina que nuestro buen profesor de sociología despreciaba
con encono. Y lo que a continuación leí, en el cotejo obligatorio con
otras fuentes del mismo y de otros autores, vendría a justificar las
razones, entonces desconocidas, por las cuales había reaccionado
con asombro, años atrás, frente a la afirmación: el ser humano nace
en una relación social.
Ensayos
No es una paradoja
Uno podría pensar que nacer significaría soltarse de la sujeción a la
madre a través del cordón umbilical, el que debe cortarse y anudarse
a unos cuatro dedos de distancia de lo que será el futuro ombligo
del sujeto. Pero la frase misma revela la aparente paradoja: nos des-
sujetamos para convertimos en sujeto.
No así no más. Pues lo que pasa a sujetarnos ahora no es una cosa
material sino algo diferente: quedamos sujetos a un vínculo social.
Esta sujeción es a otro precio, si cabe la expresión.
Mientras estamos sujetos a la madre a través de cordón y pla-
centa, lo único que hacemos es flotar. Pero, ¿qué digo? ¿Hacemos?
Para conjugar el verbo hacer y cualquier otro verbo es necesario el
pronombre. ¿Somos alguna, cualquiera, de las personas del singular
o del plural (no discriminemos ni gemelos ni mellizos ni hermanos
por la madre pero de padres diferentes que comparten el mismo lago
amniótico)? Lo que flota es lo que se llama feto y debemos agradecer
que en siglos pasados no existieran partidarios de los lenguajes polí-
ticamente correctos porque después de nacidos no nos llamaríamos
bebés sino post-fetos.
En el vínculo social la otra sujeción, nuestra supervivencia, de-
pende absolutamente de quien nos cuida. Tanto de la forma en que
da cuenta de que nos deseó como en los términos en que el cuidador
se relaciona con todo lo que significa hacer parte de la cultura: darnos
un nombre propio, inscribirnos en un lugar de la genealogía, todo
esto y mucho más, a través de la acción repetida de cuidarnos con el
alimento, con el abrigo, con el refresco, con el alivio, con el mimo.
Desprovistos al nacer de un yo propio quedamos a merced del 19
suyo, sujetos a su deseo y a la forma en que transmite el discurso de
la cultura. Si ha apostado a las ventajas de aprender a hablar, a pensar,
a sentir y a actuar en las condiciones puestas por la cultura a la que
pertenece, debemos celebrarlo. Si no, hay que cruzar los dedos…
Por ejemplo, si nos ha tocado en suerte una cuidadora ejemplar-
mente adscrita a la racionalidad y vacunada contra toda fantasía e
imaginación, esa señora (¿esa sujeto?) dirá, amparada en su saber,
que para qué hablarle a un bebé si este no entiende. La verdad no
siempre nos hace libres y lo que ella afirma es una, como se dice,
verdad de a puño. Pero aquí podemos contribuir a la restitución del
prestigio de la imaginación* de esa cuidadora, aparentemente loca,
Envío
A quienes lean este ensayo debo advertirles que fue realizado como
ejercicio en el taller de literatura RENATA, dirigido por Julio César
El cuaderno de Renata
22
Europa ingrata, xenófoba
y homicida
Fernando Gallego
E
l primer exterminio sistemático de una población, la primera
expropiación de un territorio, la primera rapiña del alimento
de un conglomerado humano fue perpetrado por nuestros
antepasados, los mal llamados Cromañones (homo sapiens moderno)
en lo que hoy llamamos Europa, y sus víctimas fueron nuestros
pacifistas abuelos los Neandertales (homo sapiens neardentalensis). La
humanidad había tomado dos rumbos paralelos, que con el tiempo
se fueron diferenciando. Los hombres de Neandertal se afincaron
en la mayor península asiática y durante más de doscientos mil años
supieron enfrentar los terribles fríos de una era especialmente fría,
el último periodo glacial. Se organizaron en clanes y con infinita
paciencia fueron aprendiendo todo lo necesario para asegurar su
supervivencia. La otra rama, salida también de la misma sala-cuna,
África, se fue regando por todo el resto del orbe y llegó temprana-
mente a poblar Asia, Australia y un poco más tardíamente América.
La diversidad ambiental los fue diferenciando. Los que después lla-
maríamos Neandertales eran bajos de estatura, robustos, musculosos
y conservadores; los Cromañones, más altos y esbeltos, hábiles en la
fabricación de armas y en sus técnicas de cacería.
Los Cromañones llegaron hace unos cuarenta mil años a la pe-
nínsula de los Neandertales. El saqueo y exterminio les tomaron más 23
de diez, quizá veinte mil años, pero fueron exhaustivos: no quedó
ningún Neandertal. Quienes alguna vez aseguraron que quizá los
vascos serían el último reducto Neandertal, todavía no conocían las
magias del genoma humano.
Quizá este genocidio esté representado en el mito de Caín y Abel,
pero lo único seguro es que quedó impreso en el alma de los Croma-
ñones: le cogieron gustico al saqueo, a la sangre y a la guerra.
Dejemos a estos nuestros abuelos –me refiero a quienes nos
legaron nuestro componente genético de hombres blancos (ojalá y
fuera bien poco) – y trasladémonos a tiempos históricos.
El imperio romano, el sanguinario imperio de la Pax Romana.
Chuzando técnicamente barrigas se apoderó de toda la cuenca del
Mediterráneo, de las Galias, de las islas británicas y de buena parte de
El cuaderno de Renata
29
El cuaderno de Renata
H
ablando de nuestra lengua y más precisamente del voseo, tra-
tamiento pronominal muy empleado en el Viejo Caldas y el
Valle del Cauca, entre otras regiones de Colombia y América
Latina, los invito a reflexionar, si no lo han hecho ya, sobre su origen
y los diferentes usos que ha tenido a lo largo de varios siglos.
El voseo español se remonta al tiempo del imperio romano y
tenía un valor social de sumo respeto. Era un vos reverencial, usado
con el emperador y después con otras autoridades políticas, militares
y religiosas y podía referirse a uno o dos interlocutores. Se hacía la
distinción entre el tú para una persona de igual categoría y el vos para
una de mayor prestancia o autoridad.
Con el paso de los siglos este tratamiento se volvió más complejo.
Páez Urdaneta cree ver dos variantes sociolingüísticas, como lo cita
en un artículo Norma Beatriz Carricaburo: la pragmaticidad y el sen-
timentalismo. Por la primera se entiende ¨la intención del hablante
de imponer un acatamiento o solicitar un favor¨ y por la segunda, ¨la
distancia o cercanía afectivas asumidas por una relación entre los
actuantes¨,1 léase interlocutores. Después se agregó otra variante
para este uso: la relación impersonal pero formal que se tenía con
muchos.
Luego este tratamiento siguió modificándose por variables como
los cambios sociales –en la clase alta, los nobles y caballeros; en la clase
30 media, los clérigos y en la clase baja, los labradores y mercaderes–. Si
antes el vos sólo se usaba de abajo arriba, de servidor a señor, ahora
se usaba de arriba abajo para indicar distancia social. Se perdió el
sentido reverencial y se impuso el pragmático o de interés.
En el siglo XV se dan nuevas fórmulas de tratamiento debido
al cambio que se produce en la sociedad española con el fin de la
Reconquista. –No me vayan a preguntar cuál Reconquista, o mejor,
que Rodrigo o Fernando Gallego me asistan, si así lo desean, pero me
imagino que los moros intentaron quedarse en la Península después
de las guerras de expulsión–. Los nobles, sin batallas, se dedicaron al
ocio; la burguesía ascendió y se fortificó; y las ciudades crecieron. El
1
El Castellano en la Historia y en la lengua de hoy. Norma Beatriz Carricaburo.
www.elcastellano.org.
Ensayos
rompimiento del orden anterior se dio junto con una expansión del
vos que llevó a desgastarlo; tanto, que se hizo necesaria una nueva
fórmula de respeto: vuestra merced.
Y es éste el castellano que llega a nuestro continente: pero, mien-
tras en la Península se fue desprestigiando el uso de estas fórmulas,
en nuestros lares el voseo siguió y sigue vigente como fenómeno
lingüístico.
Parafraseando a Rufino José Cuervo y para no hacer de mi asunto
un tema más largo, él explica que la pervivencia del voseo en estas
tierras se da por el abuso que de esta forma hacían los españoles
al hablar con los inferiores y que es ésta una prueba más de cómo
trataban a los indios* y a los criollos.2 Y como la moneda tiene dos
caras –yo no sé de dónde salió este dicho. ¿De China? Porque algu-
nas monedas ni la tienen– Lapesa, un crítico español, considera que
este uso americano responde al abandono de distingos sociales y
de normas lingüísticas del conquistador. Yo creo más en lo segundo
porque tengo entendido que fueron pocos los letrados que pisaron
tierra nueva con Colón. Por el contrario, se dice que la reina Isabel
de Castilla desocupó sus cárceles para que fueran los parias de su
reinado quienes se aventuraran con el genovés. ¿Se imaginan ustedes
a estos señores sintiéndose iguales a los desprevenidos indígenas y
queriendo tratarlos de tú a tú? No. Ellos venían a lo que sabemos:
¨liberados a su suerte¨ en tierras inhóspitas, los que no murieron se
impusieron y dejaron parte de la huella que hoy tenemos.
Con la llegada de los conquistadores los indígenas no sólo se vie-
ron abocados a cambiar sus lenguas, vestidos, religiones y costumbres
en general, sino también a percibir un modo diferente de ser tratados
y de tratar al otro. Lo cierto es que este trato prodigado en la época fue 31
determinante en la formación e integración del español americano y
en consecuencia en las relaciones de rango que ha generado.
Y este es mi punto. Yo no sé de estudios recientes hechos al res-
pecto, aparte de la historia del voseo de la señora Carricaburo en
Venezuela y algunos esbozos de su estrecha relación con distingos
sociales. Parece que en este aspecto todo está por hacer, pero siempre
me ha llamado la atención el uso que le dan los paisas y nosotros, los
*
Tengo entendido que a los habitantes autóctonos de estas tierras no se les debe
llamar indios sino indígenas, para distinguirlos de la gente de India cuyo gentilicio
es indio-a y no hindúes, porque éste es el nombre que se les da a los seguidores
del hinduismo.
2
Apuntuaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (1867-1872). Rufino José Cuervo
El cuaderno de Renata
33
El cuaderno de Renata
T
odas las culturas han sido violentas y el cuerpo su objeto
máximo de barbarie desde tiempos prehistóricos: Caín y Abel;
nuestros pueblos originarios; los romanos; los conquistadores
que desmembraban a sus opositores y exhibían sus partes en las pla-
zas públicas como escarmiento; las torturas de Guantánamo, entre
otros. Hoy, por ejemplo, en Colombia los paramilitares descuartizan
con motosierra a los campesinos por su supuesta colaboración con
la guerrilla: el imperio del miedo para consolidar el poder.
La violencia es inherente a la cultura —en eso están de acuerdo
sociólogos, antropólogos, filósofos y sicoanalistas—, y es a través del
cuerpo como se ejerce el poder, sometiéndolo o fragmentándolo, ya
sea física o psíquicamente; de tal suerte que la barbarie y la violencia
no son asunto del pasado, ni formas regresivas de reinstalar mitos o
rituales originarios. No. La violencia se “moderniza” y va siempre a la
vanguardia, o si no que lo digan los comerciantes de la violencia, pues
antes de que se descubra la cura para el sida y para muchas enfer-
medades letales, ellos ya tienen las armas mortales más sofisticadas
y con la más alta tecnología, listas para ser vendidas y usadas.
La puesta en escena actual de ciertas formas de violencia remite
de manera directa a una corriente de teatro de la posguerra europea
denominada teatro pánico, basado en las tesis filosóficas del teatro de
la crueldad del célebre Antonin Artaud, en el onirismo surrealista, en
34 la iconoclasia de las vanguardias artísticas, en el esperpento grotesco
de Valle-Inclán y en la urgencia delirante del arte happening, entre
otros. Este tipo de teatro buscaba, ante todo, generar terror y humor
a través de acciones o actos simultáneos, caóticos, diseñados para
ser impactantes y encauzar las fuerzas destructivas. Se trataba una
vez más de desafiar la estructura aristotélica para exhibir con orgullo
parricida su cabeza como trofeo ante las nuevas generaciones, conser-
vando de alguna manera la acción dramática y algunos vestigios del
relato que no desestabilizaban de manera contundente la fábula.
Las escenificaciones modernas denominadas performances o accio-
nes (término que, debo reconocer, todavía no alcanzo a comprender
del todo en su semántica y operatividad), y que se han tomado con
mucho entusiasmo la escena contemporánea, establecen una hibrida-
ción y resignificación tanto del teatro pánico y sus fuentes como de la
Ensayos
1
Barral editores 1974
2
Ileana Diegues, Pasodegato, revista mexicana de teatro, Nº 38 Pág. 60
3
Idem.
El cuaderno de Renata
4
Fernando Pessoa “El poeta es un fingidor”, poesía completa.
El cuaderno de Renata
como social, según su libre albedrío. Busca esta teatralidad más que
aleccionar, crear espectadores que estén en capacidad de decodificar
en su cotidianidad las causas de la violencia que los intimida, y en-
cuentren con sus iguales la manera de desactivarlas dándole trámite
pacífico a la resolución de sus conflictos, hasta donde el contexto y
las circunstancias políticas —que no dependen del teatro ni de lo
actores— lo permitan. Sin conflicto no hay teatralidad.
Cuando Lady Macbeth desarrolla su plan macabro que arrastra
sevicia, violencia y mucha sangre, a Shakespeare sólo le basta con
mostrar sus manos ensangrentadas como síntoma y signo de la vio-
lencia que desata esta acción para que el terror y el horror inunden
el imaginario del espectador y éste descifre en el drama la naturaleza
de la violencia que desata la ambición.
38
El sentido de la velocidad
Piedad Villegas
En el museo de Cluny, seis grandes tapices provenientes del castillo de
Boussac han recibido el nombre de “La dama y el unicornio”.
Muestran o ilustran los cinco sentidos.
Un problema, agradable y fácil, se plantea para el sexto tapiz, el único que
ostenta una inscripción. ¿Tenemos cinco sentidos o seis?
Michel Serres - Los cinco sentidos
A
ño 335 antes de Cristo. Atenas, Grecia. Las cenefas con dise-
ños geométricos enmarcan el piso de mosaicos con dibujos
de animales multicolores que jugando se mueven con las
sombras de las columnas que rodean el patio. Desde uno de los co-
rredores está él, mirándolos, absorto. Tiene en su mano un vaso de
arcilla dibujada que acaban de llenarle de agua. Saborea con placer
su frescura. También traen una bandeja de frutas que ponen en una
mesita cubierta con mantel de seda. Cierra los ojos y siente el olor
de las uvas y las olivas, mientras percibe con sus dedos la suavidad
de la seda, que al moverse con la brisa le roza la piel.
En la tranquilidad del patio alcanza a escuchar el rumor del agua
del río afuera y los pasos que se alejan. Apenas ha comenzado la
mañana. Vuelve a abrir los ojos. Aristóteles piensa; acaba de ver, de
saborear, de oler, de tocar y de oír, en un mismo instante. Se levanta
despacio para ir al Lyceo. Sus palabras y los actos humanos girarán
alrededor de los cinco sentidos. 39
Año 1770. Königsberg. Prusia. Los andenes del claustro dibujan
caminos por los que los estudiantes van y vienen. Desde la ventana
de arriba, por momentos, se ven corriendo como pequeños arroyos y
a horas determinadas parecen torrentes de agua que fluyen rápida-
mente. A través de los cristales está él, mirándolos absorto, mientras
juega a hacer aros con el humo de la pipa que acaba de aspirar. En
el estudio lleno de libros y papeles, de pronto se siente saturado por
el olor del tabaco y de la tinta, y abre la ventana. El viento del otoño
azota las cortinas, que cubren su cara con fuerza. Siente la dureza
de la tela pesada. Alcanza a escuchar los murmullos de las voces y
el sonido de los pasos agitados, que afuera caminan por el claustro.
Acaba de comenzar la mañana. Se acomoda el pelo desordenado por
la cortina y sacude la ceniza que cayó en su chaleco. Immanuel pien-
El cuaderno de Renata
D
e nuevo el árbol de pomarrosa está repleto de frutos. Nada
evitará que en las noches sea presa de decenas de murciéla-
gos locos por el dulcísimo algodón rosado; nada evitará que
los carros que parquean a lo largo de la calle sean a su vez víctimas
de los esfínteres del enjambre de murciélagos; nada evitará que las
pomarrosas que caen al suelo una vez mordidas sean luego destri-
padas por las llantas de los automóviles, que por esta época del año,
y en un precioso ritual que se repite con ligeras variaciones, tapizan
la calle con una rica mezcla de colores.
Hay en las artes cierta intención por que la obra tenga un sentido,
coherencia y cohesión; basta ver una catedral o un viejo teatro para
notar motivos que se repiten en distintos lugares, en ocasiones au-
mentados de tamaño y en otras reducidos, en ocasiones invertida su
forma o con ligeros ornamentos. Tal vez no haya conciencia inmediata
de cierta simetría, de cierto equilibrio, de pausados patrones que
buscan reaparecer, pero sin duda los ojos sí lo entienden y lo valoran.
¿Por qué? La explicación puede estar en todo ese verdor que se niega
a desaparecer, en las hojas distintas e idénticas de cualquier árbol
o en los nubarrones que adornan las mañanas. La naturaleza no es
más que un número límite pero inconmensurablemente grande de
patrones que se repiten y repiten con un número desde luego infinito
de variaciones. 45
La música, aquel discurso a través del tiempo, o como dice Tho-
mas Mann, aquella mágica combinación entre teología y álgebra,
no es ajena al curso natural de las cosas. Desde siempre la música
ha descubierto en la reiteración una herramienta y un recurso de
vastas proporciones. Un simple motivo se convierte en una sinfonía
conectando sus repeticiones con vanos pretextos, tan solo para que
la idea o el motivo se interne tan hondo en el cerebro a fuerza de
reiteraciones que le sea luego imposible salir. ¿Quién olvida una vez
escuchada la Quinta Sinfonía de Beethoven, el motivo de su primer
movimiento? Los pilares sobre los que se construyen esta y todas
las grandes obras suelen ser de una inconfundible sencillez. Pero la
reiteración no se limita a la idea principal. De antaño se descubrió
el recurso de la repetición de grandes secciones de una melodía, en
El cuaderno de Renata
50
Cuentos
El cuaderno de Renata
Nostalgia de campanas
Rodrigo Escobar Holguín
T
e asombrabas de que no te dejaba vestirte solo, hasta que te
acostumbraste apenas a decir “vísteme”. Quién sabe qué pen-
sarías de mis rarezas, de mis ceremonias con el vino, y ahora,
cuando no tienes de mí sino una dirección electrónica, creo que te
puedo contar. Es el momento de escribirte; está amaneciendo en el
silencio sin campanas de esta ciudad que ya será la mía, y que aún,
después de largos meses, me hace sentir por momentos tan extranjera.
Ya no tengo sino los recuerdos de aquellos años; hubiera querido tener
fotos pero no pude, y si no te escribo todo se me irá olvidando.
Mi mamá nunca me dijo nada de cómo eran las cosas. No sé qué
hubiera pasado si no llega Rodolfo. Lo conocí primero en el colegio:
nos enseñaba religión y filosofía. Era muy tierno conmigo, era delicio-
so. Tenía unos treinta y cinco años, las manos grandes y los ojos claros,
grises, casi azules. Hablaba el español bien, con ese acento que para
mí era música. No sólo religión; él a mí me enseñó todo. Cuando fue
preciso me avisó de lo que me iba a pasar para que no me asustara.
Fue mamá quien se asustó cuando le dije, con la mayor tranquilidad
del mundo, que mi vida fértil había comenzado.
Poco a poco me fue llevando a comprender, a tener conciencia de
mis miembros, de mi piel, de mi cuerpo; a reconciliarme con lo que
iba sintiendo. Por las mañanas él estaba en su despacho atendiendo a
la gente, o en el colegio dando clase, y muchas tardes las tenía libres.
52 De cuando en cuando las aprovechábamos para ir a un recodo del río.
El agua era fresquísima, pero su cuerpo estaba siempre muy tibio.
Jugábamos hasta el atardecer, y llegábamos de vuelta al campamento
ya con los arreboles y un cansancio exquisito. En unas cuantas noches
le enseñé a bailar a nuestro modo, no con ese brinquito aburrido que
se gastan en su tierra. Para mí, al comienzo, él era lo máximo.
Me dijo que, para poder alcanzar los gozos dispuestos por Dios
para nosotros desde la eternidad, habría que pasar ciertos umbrales.
Yo le pedí que me ayudara. No sé si es que no quiero o no puedo
casi darte detalles; lo que más se me ha quedado en la memoria son
aquellos remojos con clara de huevo. Fue durante varios días, en la
alcoba grande de la casa que le habían asignado, cuando, con mucha
paciencia y delicadeza, a mis catorce años, fui entronizada. Me había
dicho que iba a ser doloroso pero no lo fue casi. ¡Me ha tocado oír
Cuentos
M
arina y Evaristo vivían en la primera casa que se veía des-
pués de la curva, los dos solos porque Evaristo era estéril.
La casa era oscura, hecha de barro seco, blanca y con tejas
de zinc; quedaba al pie de la carretera y tenía un patio grande que
se resbalaba con el bosque e iba a dar a la quebrada.
Marina y yo habíamos sido amigas en la escuela, y lo fuimos
también en bachillerato, a pesar de que yo lo estudié en el pueblo y
ella en la vereda.Ya después me fui a Medellín a la universidad y sólo
sabía de ella lo que me decían amigos en común. Me contaron que se
casó con un muchacho de la vereda, que no siguió estudiando y que
tenía una vida más o menos tranquila en una casa en La Primavera.
Cuando terminé la universidad conseguí un trabajo de reportera
en El Colombiano. Era corresponsal del diario en Marinilla; tenía que
recorrer el pueblo y las veredas en una moto que me dieron para
desplazarme. Era muy difícil encontrar noticias, y cuando el diario
me pedía crónicas o reportajes sufría mucho más, porque la vida
en el campo, vista por mí, que venía de la ciudad más apasionante
y peligrosa que tenía el país, me parecía muy religiosa y solemne
como para encontrar algo que valiera la pena.
Siempre era el mismo recorrido. Iba a la estación de policía a
averiguar casos, daba un par de vueltas por todo el pueblo, después
me iba al Alto de Chocho a hablar con la gente de la vereda, recogía
quejas, pero pocas veces noticias y terminaba siempre en La Primave- 55
ra, donde vivía Marina con su esposo. Disfrutaba mucho de las tardes
con ellos; me invitaban siempre a tomar el algo. Desde que Marina
se dio cuenta de mi trabajo le interesó. Cuando llegaba a su casa me
contaba todas las cosas que pasaban. Siempre estaba más informada
que yo. Tenía talento y poesía en la manera en que me contaba las
noticias. Sabía combinar el arte del chisme con un poco de profundi-
dad, sólo un poco, para que el relato no perdiera su ligera frivolidad
y conservara el sutil hechizo de lo cotidiano. La creía sin duda mejor
periodista que yo, y su manera de contar influyó en mi estilo y en la
forma de percibir la anodina vida del campesino.
La amistad entre Marina y yo recobró fuerzas. Rememorábamos
esos viejos tiempos que eran verdes y que olían a pino. Recuerdo
que un día robamos una caneca azul, la partimos por la mitad a lo
El cuaderno de Renata
largo, y después de salir del colegio íbamos a la manga más lisa, nos
montábamos en la caneca y ella se echaba a rodar a una velocidad
que ahora me estremece; recorriendo de nuevo el lugar no entiendo
cómo nunca fuimos a dar al río.
Yo vivía sola en el cuarto de una vecindad. Muchas veces me
quería sentir extraña entre las gentes del pueblo. Me repugnaban
los borrachos y las cantinas, pero no sé por qué encontraba cierta
familiaridad con todo eso y me era imposible ser del todo indiferente;
no pocas veces me descubría susurrando algún éxito cantinero y me
odiaba. Me he interesado mucho por la manera de vivir de Marina y
Evaristo y a través de ellos he aprendido a disfrutar mi trabajo. Han
salido más noticias y las crónicas me han brotado con una facilidad
inusitada.
Llevaba ya tres años recorriendo Marinilla y sus alrededores. El
diario apreciaba mi trabajo. Me cambió la moto por una camioneta;
con ella me ahorraba mucho más tiempo y podía llegar más tempra-
no donde Marina, a escuchar a Alfonso Ortiz Tirado en la grabadora
que Evaristo ponía a todo volumen.Yo recuerdo a mi padre cantando
unos versitos de una canción de Ortiz Tirado: “Un rayito de sol por la
mañana/… Mi alma que vive errante y soñadora/”, y me familiarizaba
aun más con la nostalgia y los viejos recuerdos.
Evaristo era un cuarentón conservado, de ojos verdes y cejas
pobladas. Trabajaba en su misma casa, tenía un arado grandísimo y
unas cuantas reses; con eso vivían. Se preocupaba por Marina pero su
machismo de paisa arraigado no le permitía demostrárselo. Hubiera
sido buen padre, es cariñoso y tiene una inteligencia extraña. Es un
hombre casi iletrado, pero tiene una sobriedad de pensamientos que
56 envidiaría cualquier matemático, y una labia que envidiaría el más
fértil de los poetas. Es buen conversador.
Un día me llegó una carta de la dirección del diario; me habían
ascendido y tenía que ir a trabajar a Medellín. Me dieron un par de
semanas para empalmar con el nuevo corresponsal y arreglar mis
asuntos. Me sentí triste. Marina y Evaristo lamentaron mucho el
suceso y el resto de días que estuve en el trabajo viví con ellos. La
última noche la pasamos como los viejos tiempos, en el bosque con
una pequeña fogata y contando historias tomando aguardiente.
Fue duro incorporarme al nuevo estilo de vida. Estaba acostum-
brada a los paseos en moto por el oriente antioqueño, a la poesía
de las historias de Marina y a las tardes de historias y recuerdos de
Evaristo. Ahora andaba en un mejor carro, y con tres colaboradores,
pero el ajetreo de la ciudad lo encontraba tedioso y hostil.
Cuentos
Aguanté cuatro años más en el diario, hasta que llegó una noticia
que fue el pretexto para mi renuncia. El reportero había informado
en un escueto artículo que en la vereda La Primavera y de extraña
manera había muerto un hombre a quien se lo había tragado la tierra
por andar buscando una guaca que al parecer había sido enterrada
por sus antepasados. Yo llevaba años ahorrando y esperando una
historia convincente para dar mi salto del periodismo a la literatura,
y veía no sé por qué en esta una buena historia y una buena razón
para regresar a casa de Evaristo y Marina.
Alquilé la misma habitación de la vecindad. Compré una máquina
de escribir. Me instalé, salí, entré al bar menos bajo que encontré y
hablé con unas cuantas personas. Disfruté el regreso. Me descubrí
tarareando una canción de cantina y no me odié.
Al siguiente día por la tarde fui a visitar a Marina y a Evaristo. La
casa estaba más oscura que siempre; las paredes despintadas dejaban
al descubierto el café roído del barro. Desde que la vi una extraña
melancolía me invadió. A medida que me aproximaba el aire era más
pesado. Llegué al portón, llamé y nadie me contestó; como estaba
entreabierto lo empujé y penetré en la casa. A mitad del corredor
que daba a las piezas vi a Marina, derrotada, en una mecedora vieja.
Tardó un poco en notar mi presencia. La observé; tenía sus rizos casi
cenizos, los pómulos chupados y estaba visiblemente más flaca. Alzó
la cabeza; su rostro era pálido y su mirada, profunda. Fijó en mí sus
ojos, y quisiera que nunca lo hubiera hecho: la muerte estaba viva
en ellos. No se me ocurrió decirle nada. Desvié mi mirada de ella y
seguí por el corredor hasta la puerta trasera, la que daba al patio,
me asomé a él y vi un hueco inmenso y a su lado montones de tierra
fresca. Regresé adonde Marina y le pregunté por Evaristo. Me dijo 57
que se había ido, y lo entendí todo.
–¿Cómo fue, Marina?
–No me hablés de eso, Nohemí.
–¿Cómo fue?
–Es duro, Nohemí, es duro.
–Es duro, te entiendo.
–Dime.
–Está bien. Una mañana se despertó Evaristo, ¡maldito sea ese
día!, con la idea, ¡maldita y mil veces maldita idea!, de que en la casa
había una guaca, que un ángel dizque divino le mostró el lugar, que
sólo era cuestión de romper, que tenía claro el dónde, en qué parte de
la casa estaba enterrada.Yo no te voy a negar que le creí. Él estaba tan
convencido. Pensé que podíamos encontrar la guaca y que podíamos
El cuaderno de Renata
comprar con esa platica los cerdos y las reses para poder vivir el resto
de nuestra vieja vida.
“Yo al principio lo ayudaba. Me contagió de sus ganas. Hacíamos
huecos por todos lados. Parece que la razón de los ángeles no fue
precisa y los daños que teníamos pensados se multiplicaron, pero
sabíamos que eso no iba a ser problema si encontrábamos esa plata.
Todo eso lo hacíamos al atardecer cuando él llegaba de trabajar, y lo
disfrutábamos.
“Evaristo se veía cansado y al principio no me preocupó. Se le iba
notando más, pero tampoco me preocupó mucho.Yo también estaba
desesperada por encontrarla y debió de ser por eso que no me daba
cuenta de lo mal que estábamos.
“A medida que el tiempo pasaba, Evaristo se perdía mucho más,
y no se podía controlar; hacía huecos por aquí y por allá, eso sí, con
mucho cuidado, para no quedar enterrado y ser parte del tesoro. La
vida íntima, aunque no tengo por qué contarte, empeoró. A Evaristo
no le servía sino esa puta cabeza y se olvidó poco a poco de mí. Me
preguntás que cómo estaba él; pues ni te imaginás. Ese viejo estaba
muy mal, tenía los ojos hundidos, se puso flaco, jorobado y feo.
“No podía más con mi viejo Evaristo. Cada día me daba más
lástima, pero cada día él estaba más loco con la idea de volverse rico.
Yo, al revés, cada día me desilusionaba más, me sentía triste por estar
perdiendo a mi viejo, ya no creía que hubiera nada debajo de la tierra
más que mierda del pozo que él mismo había hecho antes de que se
le metiera esa idea en la cabeza.
“Una mañana se levantó más animado que nunca; pero yo ya es-
taba decidida, y aunque me daba lástima quitarle la ilusión, lo aterricé
58 con un sermón que duró toda la mañana y que terminó en la cama.
¡Por fin! Ya en el lecho, y después de hacer lo que hicimos, le insistí
que dejara eso ya, que iba a terminar enloqueciendo. Que no, que él
estaba más cuerdo que nunca, que ya estaba cerquita de encontrarlo
y que no iba a arrugarse ahora. Eso me dijo el muy descarado, ¿podés
creer vos? Y se levantó, no sabés con qué fuerza; parece que hacer el
amor le dio fuerzas. ¡Ay, Evaristo! Si no te hubieras puesto a creer en
habladurías de ángeles todavía estuvieras acá conmigo, pobre, pero
todavía estuvieras acá conmigo. Esperate, Nohemí, dejame recordar
la última vez que pude tocar a mi viejo Evaristo.
“Al otro día ni me saludo. Se levantó más temprano que otros
días, se tomó un café claro, se echó la bendición y se metió al hueco,
allá donde no lo podía ver, en ese hueco que desde hacía muchos
días me había ganado la batalla. Él al final de ese hueco veía la luz.
Cuentos
59
El cuaderno de Renata
La Donna
Ana María Gómez
C
“ uando se dio cuenta de que la naturaleza de un hombre
cualquiera saciaría su deseo, sintió compasión. Extraña com-
pasión, que se dirigía a quien fuera que fuese el escogido. Ya
que competía al hombre sucumbir ante las propuestas, sin derecho a
rechazarlas”… Sabía de memoria ese texto de Nélida Piñón; lo repetía
como un sortilegio antes de salir de cacería.
Cuando asecha el amor caminas con pasos inseguros por un
sendero desconocido. El asombro es tu guía. ¿Cuántas veces quisiste
acercarte a él antes de ese deslumbramiento? Sentir el suave calor del
contacto de su mano en tu mano. La maravilla de la anunciación:“Eres
el elegido. Ahora disfruta.” ¿Cuánto tiempo dura esa sensación? Solo
un instante. ¡Al evocarlo en tu mente se despliegan tantos momentos
imaginados, vividos, reales, irreales, soñados!
El suave toque de su dedo rozando apenas tu vello. La sensación
de sonrojo, el deseo disimulado. El adormecimiento de tus labios, el
dulce flujo que empiezas a verter. La fiebre que se desprende de tus
entrañas. Cuando se acercó por primera vez y te miró a la cara, creíste
que su aliento se confundía con el tuyo en muchos abrazos apreta-
dos. El brillo de sus ojos al chocar con el de tus ojos era la sensación
de un orgasmo fugaz. Era como si te entregaras a esa pasión que se
reconocía en la distancia. La primera mirada. Es allí donde tienes la
certeza: si los dos se meten en la cama habrá llamas y gemidos: “Será
60 un placer seguirte, será un placer sentirte cerca”.Y él decía tu nombre
con tono apasionado: Laura, Laura, Laura... Como experta cazadora
–antes de las primeras caricias– sé cuál es el hombre indicado. Tengo
una indecible vocación de deseante. De estar disponible para el azar
del encuentro. Para gozar del placer de la lujuria. Elijo un hombre y
me le aproximo de la manera adecuada: le sonrío, le hablo, lo miro
y lo toco. No tiene opción, estará a mi merced como pieza propicia
para el sacrificio. Allí me detendré, beberé de esas aguas, me dejaré
empapar y luego volaré. Lástima de ti. No puedes negarte. Te domino.
Y si esa extraña sensación de compasión se atraviesa, no le haré caso.
Seguiré adelante. Recuerdo cuando conocí a Paulus, era jueves. El
hombre estaba allí, frente a mí.
No sabía de mis intenciones, no sospechaba siquiera, pero yo
tenía dispuestas mis armas de seducción. Esa mañana al levantarme
Cuentos
Padre: no registra
Alejandro Liscano
F
ajardo todavía no estaba muy seguro. Su vecino y amigo, Oscar,
estaba decidido a hacerlo. Ya el plazo se había agotado y el Pa-
trón los presionaba insistentemente. La vuelta debía hacerse ese
mismo día y aunque no era momento para dudar, Fajardo conservaba
algo de respeto por la vida de los otros. No era temor; era cuestión de
integridad. A ratos parecía absurdo que alguien debiera morir. Por
otro lado, era simple supervivencia. En la naturaleza unos mueren
para que otros vivan.
Aunque Oscar era dos años mayor, Fajardo lo igualaba en físico.
Eran un par de jóvenes flacos, de dieciocho años el primero y dieci-
séis el segundo, con apariencia de mayor edad en sus rostros. Tenían
en común la agilidad y la habilidad especialmente requerida para
actividades al margen de la ley, como muchos del barrio.
En el otro lado de la ciudad estaba Alicia. Una mujer aún joven
pero parecía tener la experiencia de los viejos para desempeñarse en
el oficio de vivir la vida y llevar a los demás a hacer lo mismo. Toma-
ba el café de la mañana en la mesa de costumbre. Era dueña de una
panadería, cuyas mesas invadían el andén. La mujer se encontraba
ensimismada en la lectura. Esta vez no era el periódico; eran hojas
con el doblez característico de las cartas. De vez en cuando se pasaba
la mano por el cabello, quitándolo de en medio y acomodándolo de-
62 trás de la oreja. En ese momento su presencia invadía la panadería,
la cuadra y el mundo. Ocurría lo mismo cuando tomaba pequeños
sorbos de la taza; su belleza se hacía más evidente que nunca. Por
más sutiles que fueran sus movimientos, hacía que la tierra girara en
torno a ella; hacía parar el transcurso de los segundos y el caminar
de los transeúntes.
Héctor, el panadero de cabecera, se encontraba siempre ocupado.
Iba y venía, atendía clientes, recibía mercancía, revisaba las masas en
proceso dentro de los hornos, ayudaba en la registradora, orientaba
a los demás empleados. Hoy, al igual que todos los días desde hacía
dos años, intentaba mantener el control y el buen desarrollo del ser-
vicio y de las ventas, mostrándose como un colaborador altamente
agradecido con la panadería y con Alicia. Por esos días se esforzaba
aun más en su trabajo.
Cuentos
Magnetosuicida
Alexander Ortega Gribenchenco
A Rodrigo Ray Rosa
B
enito Pérez. Treinta y cinco años. Canillejas. Madrid. Fue todo
lo que pude responder antes que la estilográfica alcanzara su
vida útil y fuera abismada con demencia en la soledad de un
cesto por un guardia que se empeña en tenderme malos tratos, pues
cree que le he jugado una broma al llenar el formato de reclusión.
Pudo parecerle una mofa y no es para menos. Yo lo hubiera pensado
de igual modo, pero aunque se cabree, Benito Pérez es mi nombre
y no falto a la verdad. Mi madre fue una mujer sin complicaciones y
no pensó en dejar de serlo el día de mi bautizo.
Según me explican, estoy implicado en pedofilia. Una falta de
respeto, y de criterio ante todo. No aparece en el expediente única-
mente mi sobrenombre, pero soy el único detenido. Ante ustedes,
y como reza también en el papel que llevó mi firma al ingreso,
rechazo los cargos. Doblo películas porno y no soy mala persona.
Pautas publicitarias y animaciones infantiles también hacen parte
de mi currículum. No es un oficio afable, pero estoy convencido de
no delinquir con ello.
Empecé en el oficio para poder asegurar las cañas con frecuencia.
De momento lo creí pasajero. Un empleo edificante y digno para
tener diecisiete años. Con el tiempo no pude soltar la seguridad que
el curro traía consigo. Nada de lujos, pero ganaba lo suficiente para el
66
piso, la comida, las cañas y los despilfarros mínimos. Más aun, podía
ejercer algo cercano a la libertad empleando mis propios tiempos en
el oficio. Solo debía cumplir con las entregas semanales, y trabajaba
para ello en la habitación en que vivía. Generalmente empleaba las
madrugadas, propicias, como lo leí en una revista del súper, para
cualquier encuentro creativo.
Al principio lo hice con mucha gracia pero poco después me di
cuenta de lo industrial del oficio. Mi emotividad se transformó en
modorra y tedio. Los doblajes desde entonces los hago en el sofá que
sumisamente ha cerciorado el crecimiento de mi culo y la obesidad
que mes a mes he ido capitalizando.
La producción fue siempre industrial. Cinco películas por día.
Sumado a ello los no menos de diez que éramos en la ciudad, hacen
Cuentos
idiomas, pero que adoraba la última escena en la que una rubia con
cara demencial andaba con un pito cortado en la mano gritando no
sé qué cosas. Quería saber qué coño gritaba la rubia y que yo hiciera
para él el doblaje. Esto dejaría los favores a mano.
Me contaba mientras trazaba un mapa que envidiaría cualquier
advertido en artes, cómo tomar rumbo al alquiler de donde extraía tan
extraños títulos. La gráfica y el nombre fueron hechos con la estilo-
gráfica negra que firma hoy los préstamos de las cintas. Soy yo quien
ahora dirige El Magnetosuicida. No llevaba este nombre cuando la
dirección que tenía en el papel coincidió con la del lugar; no llevaba
ninguno, por demás, pero no me mostré dubitativo y elegí el nombre
de un zarpazo. Las indicaciones fueron exactas y apropiado el tiempo
en que hice el arribo. Alberto, a quien se lo compré por una suma
ínfima, pensaba, después de haber hecho sus últimos veinte años
entre putas pistoleras y sepultureros, incinerarlo porque argumentaba
que las buenas costumbres se habían tomado a las personas y que
él no podía con eso. Últimamente sólo lo frecuentaban académicos
a quienes les parecía extravagante el lugar, y por ello adecuado para
presumir de gamberros. Los toleró por un tiempo cuando sólo re-
presentaban unos billetes al final de mes, pero que se convirtieran
en su única clientela se le hizo intolerable. Los gamberros de verdad
habían envejecido con él, y presa de hijos y mujer cayeron en las
buenas costumbres; otros fueron sus vicios. Tiempo después supe
que habían sido más los que habían rayado en la locura y habían
tomado por cuenta propia, y no observando ahora en cintas, una
actitud en extremo extravagante frente a la cual seguir alquilando
títulos constituía un oficio menor; estaban, después de ello, para
cosas grandes. Era ésta y no la sartilla de injurias contra las buenas 71
personas la causa por la cual el alquiler había caído en desolación.
Alberto había conseguido algo superior a sus propósitos.
Hoy grabo la última escena: una joya del cine. Es la vez décimo
tercera que repito la frase y creo que esta ha sido digna del pacto
contraído; la fuga fue merecida. En ella, un tipo que para decir las
cosas con propiedad se tiraba siempre de la pinga, sinónimo de que
quería que se le tomara en serio, se folla a una rubia de un modo
salvaje. La rubia, espectacular y egocéntrica, en labor pedagógica,
prepara, mientras el tipo disfruta por vez última su culo, las tijeras
que zigzaguearán aleccionantes al sujeto. Tras cortar el miembro del
carcelero menciona, mientras llueve sangre que tapa la lente de la
cámara y anuncia que el the end de la película ha llegado: ¡¿Este es tu
orgullo?! ¡Pues de qué poco os ufanabais en el mundo!
El cuaderno de Renata
El inglés
Andrea Serna
E
stábamos sentados tomando nuestras primeras cervezas cuando
él entró. Llevaba un sombrero, un bastón, y un caminado que
me recordaba a los personajes de Dickens. Se sentó cerca de la
entrada del bar, y se quedó mirando por un rato las sillas dispuestas
al frente de la calle mientras turistas, nativos, y vendedores se repar-
tían de un lado a otro en la ciudad amurallada. Mientras tanto, María
seguía bailando junto a mi silla, moviendo sus esplendidas caderas, y
mirándome como siempre lo había hecho con esos ojitos juguetones
que brillaban cada vez que quería atraparme con sus besos.
Habíamos llegado a Cartagena esa mañana a las diez. Veníamos
buscando la publicidad de la ciudad, belleza, historia, y elegancia
por las calles, pero no fue así. Sólo logramos atrapar la realidad: un
calor endemoniado, un olor a basura de mil años, y una ruina pal-
pable por todos lados. Pero María insistía: no podía ser mentira, en
algún lugar estaría la Cartagena soñada. Llegamos entonces al bar de
Celina, Daniel Santos y la Sonora Matancera de los años sesenta, el
único lugar que encontramos al entrar a la ciudad amurallada, me-
dio vacío, con las figuras de los héroes musicales de la salsa que nos
recordaban nuestros mejores momentos de noviazgo. Por entonces
la luna de miel.
El ritmo de los tambores marcaba la cadencia de la noche. Poco
a poco nuevos visitantes se acomodaban en las mesas. Ninguno
72 bailaba. Todos se acompañaban con un par de cervezas. Las mujeres
observaban a María con una envidia notable. Era apenas lógico: una
mujer canela bailando sin parar, descalza sobre la pista, sin permiso
de nadie, sólo dejándose llevar por la autoridad que le mandaba su
cuerpo. Los hombres también la miraban, incluyendo al inglés que
de vez en cuando le lanzaba una mirada inquisidora.
Hombres y mujeres abandonaban el bar, y una nueva pareja
entraba, compartía la música durante quince minutos, nos miraba,
y se lanzaba a la calle. Pero el inglés continuaba allí, sentado frente
a las dos únicas botellas de cerveza que bebió en toda la noche para
acompañarse mientras miraba a María con mayor detenimiento. Co-
menzó a recorrerla con la sensibilidad de un hombre solitario frente a
una mujer soltera. Intentaba llamar la atención de mi querida esposa
pero ella estaba frenética en la pista.
Cuentos
H
ace muchos años, en el mil quinientos veinte aproximada-
mente, en una de las islas de las Antillas menores llamada
Karukera o Isla de las bellas aguas, en el mar Caribe, había
una cultura indígena perteneciente a los arawak con unas caracterís-
ticas muy particulares: no era su raza, ni su tamaño o su color, sino
su comportamiento. Eran tan pacíficos que no parecían humanos. Y
eran felices porque no sabían que la felicidad es arisca.
Lo único que los enfurecía era la injusticia, los atropellos, y los
castigaban con la “pena mayor”, como la llamaban: la indiferencia.
Cuando hablaban eran precisos, sinceros y breves. Tenían pausa,
o medida, y sabían escuchar. Las guerras les producían náuseas y
estupor. Tenían armas pero sólo las utilizaban para cazar. No sacrifi-
caban loros, porque creían que en ellos había semejantes atrapados;
ni hienas, porque su risa los asustaba. Comían pescado, plátano, maíz
y una gran variedad de raíces y verduras.
Si alguien interrumpía una conversación, no esperaba un turno
o tomaba las pertenencias ajenas sin permiso, nadie volvía a dirigir-
le la palabra y le aplicaban la pena mayor. La indiferencia era una
sanción que duraba entre una semana, seis meses o un año, según
el error cometido.
Hubo un indio que pasó casi un año en el vacío de la indiferen-
cia; nadie le hablaba, no lo miraban, era como un chinchorro más. 77
Empezó a secarse como una planta sin agua, hasta que un día murió
de tristeza.
¿De dónde venía la serenidad de los arawak? Nadie lo sabe a
ciencia cierta, pero algunos creen que todo empezó una tarde en
la pradera, cuando el límpido cielo de agosto se reflejaba en el río
Kuagi.
Anuaq, un indio alegre y simpático, llegó con un extraño brebaje.
Dijo que llevaba varios días preparándolo, que era una especie de
licor, porque estaba fermentado; que lo había extraído de un bejuco
que crecía sobre los árboles y algunas piedras. Un día probó una
hoja desprevenidamente y al poco rato sintió una embriaguez leve y
bonita, una sensación diferente, como si estuviera conectado con la
piedra, el pájaro y la flor. Entonces, decidió destilarlo en el alambique
El cuaderno de Renata
Un cuento de un cuento
Fernando Gallego
H
ace tiempo leí, o creí leer, o soñé, o imaginé un cuento cuyo
nombre estaba en francés; creo recordar que se intitulaba:
“Trate de sensaciones”, quizá con una tilde de las que no
tiene mi teclado. Supongo que su hacedor era pluma mayor.
He deseado recuperarlo y lo he buscado infructuosamente en
obras suyas, en sus obras completas; he consultado a sus exégetas y
nada, se esfumó como por encanto. No existe, no fue escrito.
Voy a tratar de reconstruirlo y me perdone el autor esta osadía,
aunque solo logre una mala versión aproximada.
Se había esculpido una fantástica estatua en el más bello y
translúcido mármol de Carrara por un prodigioso artista que a no
dudarlo aunaba la inspiración, la destreza y el arte de Fidias, Mirón
y Praxíteles, de Miguel Ángel y Rodin. Era la perfección, hubiera
matado a Pigmalión.
Embelesado con ella, quiso el Gran Demiurgo hacer algo: Es el
olfato el más descuidado y menos usado de los sentidos por el hombre.
¿Y qué si se lo concedo a esta maravilla?
Un buen día la estatua despertó; era un olor a rosa, sin matices ni
partes, un continuo. Al cabo el olor se esfuma dejando a la estatua
perpleja. Pero se consuela pensando que aun sin el estímulo puede
recordar su dicha. Súbitamente le llega el aroma de un jazmín y
vuelve a quedar arrobada. Diferencia ambos olores, los compara y
le gusta más uno. Se suceden otros y sin querer los ordena según
80 el placer dejado. Ya tiene memoria y comparación, el principio del
pensamiento.
Advierte que el rosa regresa después del vetíver, luego el jazmín.
Empieza a entender que su universo no es fijo, cambia, muta. Así
descubre el tiempo. Pronto se da cuenta de que sus deliciosas sen-
saciones le llegan, que no son ella, ve que no es el todo, que hay un
afuera: está descubriendo el mundo.
En algún momento ansía el aroma de la rosa, y entiende que
debe esperar, que no lo puede obtener de sí. ¿Y qué tal si llegasen
juntos rosa y jazmín?
Así, lentamente, con seguridad, va desarrollando las facultades
del entendimiento y quizá con éstas lleguen las de la voluntad.
Con la sola ayuda de su olfato se va abriendo al universo.
¿Llegará a intuir a su autor material?
¿Hilará que nació con el aroma de la rosa?”
Doctor Leguizamón
Gladys Franco
U
na noche cualquiera. El mantel, impecable; las rosas, amari-
llas; las copas de cristal, el tempranillo en su punto, música
al fondo. Todo dispuesto con gran esmero.
Y así, durante los últimos cincuenta y dos años, la señora Isabel
atendió a su esposo Juan. Esa noche lo esperó en la terraza con su co-
mida preferida: asado de jabalí. Sin saludar se sentó a la mesa. Ella le
puso la servilleta, le sirvió el vino, le trajo la bandeja con la carne y en
ese justo instante, con el cuchillo del asado, le atravesó el corazón.
–Doctor Leguizamón, doctor Leguizamón, ¡defiéndame! ¡DE-
FIÉNDAMEEEE! –fue lo único que alcanzó a decir antes que se la
llevaran a la comisaría.
Días después, ante el jurado y la concurrida audiencia, el doctor
Leguizamón dijo:
“Durante cincuenta y dos años el señor Juan de la Espriella ase-
sinó, uno a uno, todos los proyectos de la señora Isabel: sus posibili-
dades de laborar, de conocer otros países. Asesinó su carisma, su don
de gentes. Asesinó sus dotes artísticas, sus ilusiones. Asesinó su risa,
asesinó su juventud, su figura. Ella… ella sólo lo asesinó una vez”.
Cali, 27 de mayo del 2009
81
El cuaderno de Renata
Hasta cuándo
Gladys Franco
T
odo iba divinamente hasta el maldito día en que llegaron esas
putas cajas. Yo estaba, lo más de relajada, viendo televisión en
el apartamento cuando llamaron de la portería para decir que
don Víctor las había enviado. “Pues que sigan”, qué más podía decir.
Abrí la puerta y comenzaron a entrar cajas y cajas…veintisiete en
total. ¿Y esto qué...? Inmediatamente llamé a Martica al trabajo y le
conté. Y ella, feliz. “Tranquila, mamita, don Víctor se jubiló, tiene que
entregar la oficina y vamos a guardarle unas cositas”. Bien pequeño
el apartamento. La verdad no podía oponerme, al fin y al cabo es él
quien corre con todos los gastos y, además, es el padre de mis nie-
tos. “Mamita, no te preocupes, ésta es una buena señal; si él hubiera
querido se las lleva adonde la bruja de su mujer” .
A los pocos días la señal no se hizo esperar. Cuando llegué del
paseo al morro y entré al apartamento, ¿qué me encontré? Todo el
apartamento invadido de chécheres viejos y a don Víctor apoltronado
en el sofá, con tres maletas a su lado, dieciocho cajas y mil trebejos
más. No había por dónde moverse.
–Y esto qué?
–Desde hoy don Víctor vivirá con nosotros. Estamos felices. Yo
siempre he querido que se ponga al frente de los muchachos.
Y comenzó la pesadilla. El viejo asqueroso se levanta después
82 de las diez. Se queda en pijama hablando por teléfono hasta las dos
o tres de la tarde. A esa hora se viste –por el olorcito dudo que se
bañe–, saluda a los muchachos y baja al parque a conversar con sus
amigos.
Quiere sentirse importante y útil y se hace llamar “asesor tribu-
tario”. Cuando alguien lo llama se da unas ínfulas de gran magnate:
“Déjeme ver la agenda, aquí veo…sí, le puedo atender en…en una
semana, el próximo jueves a las cuatro de la tarde, ¿le parece?”. Y
saber que no tiene nada, nada que hacer.
Lo peor llegó el día en que abrí la boca para decirle a Martica:
¡¿Cómo te aguantas a ese viejo en la cama?!
De una lo sacó, ¡y ah, problema! Yo no iba a ceder mi cuarto por
nada del mundo, y menos a permitir que durmiera conmigo; a duras
penas caben la cama y mi máquina de coser. Tampoco era justo que él
Cuentos
La penúltima carta
Gladys Franco
Hola:
No es fácil escribirte en estos momentos; primero, por el puto
estado en el que me encuentro, y segundo, porque abrir la boca des-
pués de treinta años… no es fácil. Pero es ahora o nunca.
Me estoy muriendo muy despacio; hace seis meses sufrí un ac-
cidente cerebrovascular; quedé con parálisis y de repeso no puedo
hablar, no emito palabras sino gruñidos insoportables hasta para mi
propio oído. Por fortuna, o mejor, por desdicha puedo comprender
todo. Oigo y veo muy bien; escribo con algo de dificultad, sólo con la
mano izquierda. La derecha, como en política, no sirve para nada.
Te escribo por dos cosas. Primero, quiero contarte algo que nunca
te he dicho. Siempre admiraste mi seguridad. Es cierto, siempre la
tuve, pero mucho más desde aquel ya lejano día en que me confiaste
el cofre de tu tía Paulina. ¿Recuerdas que me lo entregaste con la
condición de que lo abriera sin dañar la cerradura, lo desocupara y
lo devolviera a su sitio? Así lo hice y luego te dije que contenía mone-
das y que las había cambiado en el banco. Te alegraste mucho con la
gran cantidad de dinero que te entregué. Era una suma exorbitante,
y saber que era el producto de la venta de una sola moneda. La ven-
dí como oro normal porque no tenía idea de que su pureza era del
noventa por ciento. Pesaba treinta y uno punto uno gramos de oro
casi puro. Y había mil seiscientas ocho monedas de una onza cada
86 una. Sentí, no te lo niego, un tanto de remordimiento por ocultarte
la verdad pero, irónicamente, la inmensa alegría que vi en tu rostro
me ayudó a callar.
“Este cofre pesa más que un bulto de cemento”, decíamos entre
risas. Buen cálculo, eso pesaba. Muy pequeño, pero muy pesado. Y
es que ¿sabes? El oro es de los metales más pesados. Su densidad es
de diecinueve punto tres gramos por centímetro cúbico.
¿Recuerdas el día que murió tu tía? Todavía estaba caliente y
ya tu madre se había puesto a esculcar con mal disimulado frenesí
todos los anaqueles, cajones, cómodas. Tuvo la estupidez de decir, a
manera de explicación, que buscaba un manuscrito de una novela
que les podría dar mucho dinero si se publicaba. Decía que ella le
había ayudado a corregir la sintaxis y que era excelente. Ni siquiera
se molestó en ir al funeral. Ese día su mirada inquisitiva me taladró
Cuentos
87
El cuaderno de Renata
La eternidad
Gabriel Ruiz Arbeláez
Se aceptan todas las apuestas:
Eternidad, infierno, aventura, estupidez…
Juan Carlos Onetti. Balada del ausente.
C
uando se cerró la puerta del horno crematorio, Perla le dijo
a Luzmila:
Ahora sí se nos fue “el Maluco” y comienza para nosotras
la eternidad de la que siempre nos habló.
El día anterior ambas, muy afligidas y llorosas, habían estado
en las vueltas y el papeleo que deja pendientes un muerto que se
las dio de ateo y que nunca se preocupó por ese trance y menos por
lo que había que hacer después. “Los que sigan vivos que arreen”,
repitió en vida.
Luzmila, la viuda, una bella y delicada mujer, había convivido con
Raúl durante los últimos veintiocho años. Perla, la hermana mayor
del muerto, se preciaba de haberlo criado y “casi de haberlo pari-
do”. Ella había sido la primera hija en el matrimonio de sus padres
y por dificultades de pareja entre ellos se convirtió desde muy niña
en madre-padre de sus cuatro hermanos menores. Al muerto, que
había sido el tercero de los hijos, le llevaba casi siete años y siempre
tuvo algo de predilección por él. “Cuando niño fue mono, flaquito,
cariñoso, muy tímido y de mirada tierna y lejana. Nunca supe cuándo
88 cambió”, repetía.
Al funeral asistieron muy pocas personas. Y era de esperar. Bas-
tantes años atrás, los padres y dos hermanos habían muerto. Ahora,
con la muerte de“el Maluco”sólo quedaban Perla y Gustavo, el menor.
Ella estaba por cumplir setenta años y Gustavo, cincuenta y siete.
Muy pocos de los quince tíos y tías quedaban y la relaciones entre
primos fueron muy lejanas. A ningún familiar le avisaron. Fácilmente
se identificó en la misa funeral a Luzmila, Perla, varios cuñados y
cuñadas, unos cuatro amigos de farra y cercanos al muerto, algunos
indigentes alucinados y varias ancianas pedigüeñas de perdones y
de cielo.
Era de esperar. El muerto, al vivir y superar una agitada adoles-
cencia y culminar estudios universitarios ya había desarrollado, en
concepto de “los otros”, una personalidad y un talante de hombre
Cuentos
Primera comunión
C
orpus Dominus Nostrum Iesuchristo Sacramentum…
El sacerdote depositó la hostia en la lengua de Sebastián.
Era su primera comunión. Estaba vestido de gris, camisa
blanca, corbatín. Tenía el pelo muy corto, dos incisivos de menos.
Intentó tragar la hostia pero esta se le pegó al paladar.
“No soy digno de que entres en mi morada”, pensó.
Intentó pasarla con saliva pero tenía la boca seca; le corría un
sudor frío por la espalda. Estaba arrodillado, la cabeza inclinada, los
ojos cerrados. Los abrió, miro hacia los lados, metió el dedo en la boca
y trató de despegar la hostia.
“No soy digno de que entres en mi morada”, seguía pensando y
tratando de despegarla, pero la hostia seguía adherida a la bóveda
del paladar.
Repetía la frase que decía la monja que lo había preparado para
hacer su primera comunión junto con otros niños en el colegio de
las monjas franciscanas.
Por fin pudo despegar la hostia y tragarla con la poca saliva que
había logrado segregar.
Esa mañana lo habían levantado muy temprano; de todas ma-
neras no había dormido. Lo hicieron bañar como Dios manda, lo
estregaron con estropajo, no fuera que se le escapara uno que otro
mapa de mugre en el cuello. Lo frotaron como si fuera parte de un
90 ritual, hasta dejarlo rojo pero limpio.
Ese día iba a estrenar vestido, camisa, zapatos, medias, calzon-
cillos; pero lo mejor, no iba a usar las cargaderas que tanto lo ator-
mentaban.
–No más cargaderas! –y las arrojó al techo.
En cambio, iba a lucir su primera correa.
–La primera correa! –dijo durísimo.
–¡Apúrese! –gritó Ana Rosa al otro lado de la puerta.
Apenas estaba en calzoncillos; contemplaba su vestimenta puesta
en perfecto orden por su madre.
¡Correa! No lo podía creer. Pensaba en todos los malditos de la
escuela que lo atormentaban por desdentado, tuso y de pantalones
cortos y cargaderas.
–¡Le pican los pollos! –le gritaban.
Cuentos
Monólogo de la Madonna
Isabel Prado
A
l principio sólo fui una idea. Como lo fue este cuento y todo
lo hasta ahora creado.
No tenía idea de cómo iba a ser. Lo único claro era que
así iba a ser siempre. No iba a tener pasado ni futuro. Sólo un eterno
presente. Nunca iba a ser un bebé, ni una niña, ni una adolescente.
Sólo una joven adulta, quizá hermosa.
Así que sólo nací. Tres años duró este proceso y parece que han
podido ser más. No hubo médico, ni comadrona, ni sangre, ni agua
tibia, ni paños pero fue como un parto. Igual de agotador y sudoroso.
Con mucha contracción del entrecejo, mucha ansiedad, mucha luz,
mucho color y mucho calor.
¿Cabello rubio o negro, lacio u ondulado; tez blanca o trigueña;
nariz aguileña o recta, grande o pequeña; ojos cafés o azules? Fueron
muchos los interrogantes pero no era yo quien decidía. A medida
que nacía, yo ya era.
Los trazos iban y venían como las ideas van y vienen para este
cuento. El bus se detiene, continúa, hace calor y mientras tanto el que
escribe reflexiona: ¿Qué más puede pensar esta mujer atrapada en
un cuadro por siempre?
¡Ah! La sonrisa. Mi sonrisa. Es la más intrigante, la más enigmática.
¡Ha dado tanto de qué hablar! ¿Qué quiso decir mi autor? ¿Qué quise
decir yo? Nada. No fue premeditado. Él nunca respondió y ¡hum...!
96 yo menos. Pero si pudiera…
Parece que muchos se han preguntado si fui real, qué miraba
mientras posaba, a qué me dedicaba.Y yo pienso: ¡Claro que soy real
y no he hecho más que mirar y estar ahí, haciéndome la pendeja!
Primero con el pintor y luego con toda esta gente que se para al frente
de mí como yo si yo fuera y no fuera.
Siento que siempre he estado conectada con él, y lo poco que sé
es por él y a través de él. Supe de muchas de sus otras creaciones,
de sus sinsabores, de sus amores, de sus penurias y tengo muchos
interrogantes con respecto a lo que he visto y oído. Yo estoy de este
lado y siempre he sido feliz, pero ¿será que me he perdido de algo?
Del vidrio para acá mi mundo es estático, no existe el tiempo y
el espacio ha sido siempre el mismo. Del vidrio para allá todo es
movimiento y cambio. A veces siento que me mareo, que me caigo,
Cuentos
pero no, estoy bien aferrada a la madera. Ellos me miran y yo los miro.
No puedo evitar seguirlos con la mirada y este es otro de mis rasgos
que ha sido tema de estudio.“Innovación del pintor para darme más
vida”, concluyeron los expertos y es verdad. En ese interminable
desfile de pocos minutos para observarme y tomar fotos con sofis-
ticados aparatos pues son pocos los que extasiados permanecen, yo
los escudriño, los adivino, los escaneo. A través de mis ojos los toco,
los huelo, los degusto, los oigo, los percibo. Vivo.
La felicidad es una meta, dicen unos. La felicidad es el camino,
dicen otros. Y yo ni camino ni meta.
Si hubiera hecho, si hubiera dicho. Lo haré mañana, se lo diré
después. Y yo ni idea qué es el hubiera, el mañana o el después. Yo
sé de hoy. Aquí y ahora.
Si estudiara, si trabajara, si me casara, si tuviera hijos, si viajara,
si comiera, si me pusiera, si me comprara. ¿Qué es todo esto? Yo ni
estudio, ni trabajo, ni casamiento, ni hijos, ni viajes, ni comida, ni
vestidos, ni compras. Aquí y ahora con el mismo vestido, la misma
actitud, sin aptitud, el mismo peinado, la misma sonrisa, la misma
mirada.
Estoy feliz, estoy triste, estoy enojada, estoy emocionado, estoy
encaprichada, estoy excitada. ¡Uy! Yo nunca estoy.
Tengo calor, tengo frío, tengo casa, tengo carro, tengo amigos,
tengo reloj. Tengo, tengo, tengo. Yo no tengo… Tengo un vestido.
Parece que lo necesitaba. Tengo una cara, una sonrisa, una mirada,
unas manos, unos senos. ¿Piernas? No sé. ¿Será por eso que no me
muevo?
Soy médico, soy ingeniero, soy profesora, soy filósofo, soy gober- 97
nadora, soy cantante. Soy, soy, soy. ¿Y yo qué soy?
Bonjour, Good morning, Buenos días, Guten morgen, Buon giorno,
Bom día, God morgon.Yo no hablo y los entiendo. Entiendo que estoy
creada para comprender más allá de estos signos. En mi mente no
hay palabras. Hay ideas. Yo no sé quién las pone o de dónde vienen,
pero están allí.
Yo, tú, él, ella, nosotros, ustedes, ellos. Y me sigo preguntando
quién es tú, nosotros, ustedes, ellos. Sólo alcanzo a tener la fugaz
idea de que yo soy ella, que él es él, mi creador y que ustedes son
ellos, los que me miran.
Ellos van y vienen. Siempre diferentes. Casi nunca repitentes.
Es un desfile interrumpido por razones ajenas a mí. Sé que la luz
cambia dos veces, de tenue a más tenue. Parece que me hace daño.
El cuaderno de Renata
98
Exterminio
Julián Enríquez
–Entiende, somos el nuevo Ku Klux Klan de América y ahora
la cruzada contra nuestros enemigos se está haciendo usando sus
mismas sucias armas.
–Entiendo… entiendo –farfulló “Denis”, nuevo integrante de la
Organización–. Los blancos, explícame cómo se escogen los blancos.
–Es sencillo –sostuvo“Michael”y abrió un mapa de la ciudad–. Los
círculos rojos indican el lugar exacto donde se halla una mezquita, un
sitio de reunión, un grupo familiar o un restaurante de los invasores.
Todos se erigen como posibles blancos.
–Pero, ¿cómo se hace la escogencia?
–Muy simple: al azar.
–¿Al azar?
–Sí, al azar. Ha sido probada como la mejor estrategia para des-
pistar a la policía. Sin una lógica de eventos previos el sistema de
seguridad está ciego y se hace más difícil para ellos anticipar nuestros
movimientos. –Tomando un marcador empezó a señalar–: ¿Ves esta
flecha negra? Pues bien, corresponde a un atentado ya perpetrado
con éxito; éste, el de la esquina de Bowling Green del nueve de julio;
este otro, en la calle setenta y dos, del veinticinco de septiembre, y
éste en la avenida principal de Chinatown, del primero de diciem-
bre. A cada círculo rojo le corresponde un número; semanas antes
del atentado todos los números han sido sorteados. De esta manera
escogemos el próximo blanco. 99
–¿Y la periodicidad? Dime cuántos días separan un atentado de
otro.
–No nos desgastamos, amigo –observó Michael clavando su mira-
da en los ojos de Denis–. El criterio de temporalidad varía de acuerdo
con la buena o mala memoria de los neoyorquinos.
–Pero, ¿qué clase de criterio es ese? –repuso Denis.
–Se trata de una variable en la que todos y cada uno de los miem-
bros de la Organización tenemos que ver. Depende de los rumores
callejeros y lo que manifieste la gente del común. Cuando están a
punto de olvidarlo, nosotros volamos un nuevo lugar de reunión. Así,
les refrescamos la memoria a los americanos, haciéndoles ver que
los musulmanes y todo lo que hieda a ellos es motivo de desprecio.
El mensaje que impartimos es sumamente claro: existe una Organi-
El cuaderno de Renata
103
El cuaderno de Renata
E
ra un día como hoy. Alberto se preparaba para una nueva jor-
nada de trabajo mientras los rayos del sol se colaban por su
ventana. Alcanzó a percibir una luminosidad especial, aquella
que se forma cuando el astro rey se abre paso por la cordillera, pero
que hoy parecía pronosticar un día inolvidable. Rápidamente esta
percepción se coló en el olvido, pues se necesita de un sexto sentido
que logre fijarla en la conciencia; sentido del cual suelen prescindir
los médicos como Alberto.
Se saludó frente al espejo con la nostalgia que dan los años
perdidos y la soledad ganada. Se preparó como siempre, sin mucho
afán; apartó la corbata verde con puntos plateados, la camisa blanca
y el pantalón negro. Le tomó solo treinta minutos llegar a la morgue
pero duraría allí veinticuatro horas.
Pasó revista de los cadáveres ingresados durante la noche anterior:
uno con herida letal a la altura del estómago por arma blanca duran-
te una riña callejera; otro con cinco impactos de bala en la cabeza y
laceraciones en muñecas y tobillos, encontrado en las afueras de la
ciudad; uno más, de aproximadamente diez años de edad, sin herida
evidente, descubierto en su cuarto cuando su madre llegaba de tra-
bajar; y ocho cuerpos más hallados en una fosa común en cercanías
de la vereda El Rosal.
104 Alberto estudió cuidadosamente cada uno de los cuerpos, trabajo
que le tomó buena parte de la jornada. Pausaba de vez en vez su bis-
turí para tomar café, fumar y tertuliar con sus colegas sobre temas
más amables. O más problemáticos, como la política.
Cerca de las diez de la noche llegó un cuerpo que cautivó la
atención de Alberto. Se trataba de una mujer de tez blanca, estatura
promedio, de aproximadamente veintidós años de edad, cabello
castaño oscuro que bordeaba sus delgados brazos, y unos exquisi-
tos labios de un natural rojo profundo, como si allí se concentrara
la poca sangre que contenía su helado cuerpo, ya que buena parte
de la misma se había vertido sobre su ropa e insinuaba una herida
de bala en el costado derecho. Sin embargo, lo inquietante no era
belleza de aquella mujer, una mezcla entre la exótica e insignificante,
sino la ausencia de la lividez cadavérica propia de los visitantes del
Cuentos
H
abía una vez un monito que recogía basuritas y se llamaba
el Monito Basurero.
Un día buscando entre basurita, como casi siempre hacía,
encontró cinco centavitos relucientes de esplendor.
Contento se fue cantando y arrastrando su carrito de sorpresas.
Pasó por la calle donde los vidrios guardaban cosas con las que so-
ñaba y lo vio: un tambor reluciente como el sol. Pero muy costoso era
ese tambor. Y con cinco centavitos ni a tocarlo se atrevió. Los ojitos
se le aguaron pero valiente aguantó. Se alejó del tamborcillo con su
carro y su ilusión.
El estómago, vacío y destartalado, le sonó como si cincuenta re-
lámpagos le bailaran al compás de su canción. “¿Qué será lo que me
compro para comer?”, preguntó. “¡Golosinas!”Y a la tienda de don
Chacho corriendo se dirigió.
“Hola, monito”, le dijo el tendero que siempre le regalaba lo
poquito que podía. “Te tengo una sorpresita”, y don Chacho de su
vitrina sacó un paquete. “¡Almendritas!”, el monito contento dijo y
don Chacho: “Pues estas para ti son”. “Un momento”, le contestó el
monito y del bolsillo los centavitos sacó. “Estas las pago yo”, le dijo y
el tendero sorprendido se quedó.
Corriendo con su tesoro, el carrito parqueó junto a un árbol muy
tupido y a la cima se trepó. Destapó las almendritas y “a comer se
dijo”, dijo y de una se metió más de cinco a la bocaza y por eso mismo, 107
“¡plop!”, tres almendritas perdió.
Pasaba un chivo algo ido, que sin comer nada estaba desde hacía
unas semanas.“¿What?”, preguntó el chivo en un lenguaje enredado.
“¡Están lloviendo almendritas!”, y en la cabeza sintió los golpes de
los granitos que de una devoró.
Lo vio el monito desde su rama.“¡Oh no!”, le gritó a todo pulmón.
Bajó como rayo loco y ante el chivito plantó su estampa destartalada.
“Esas eran almendritas que le compré a don Chacho con el dinero
que encontré entre basurita”, le dijo al chivo. “Peace and Love”, le
contestó el chivito y el monito no entendió que era esa cosa y le dijo:
“¿Cómo? ¿Pizza y jamón?”Y el chivito se rió. Entonces el monito los
pulmones se llenó de aire y le cantó: “Chivito comió almendrita del
Monito Basurero”. Y el chivito sorprendido de una se disculpó.
El cuaderno de Renata
dera. Lavandera comió tamal. Tamal no era mío. Tamal era tamalera.
Tamalera quemó leña. Leña no era mía. Leña era leñatero. Leñatero
quebró machete. Machete no era mío. Machete era del herrero.
Herrero quemó cachito. Cachito no era mío. Cachito era del chivito.
Chivito comió almendrita del Monito Basurero”.
Al terminar su canción, ¡oh sorpresa!, frente a él, un tambor como
ninguno el tamborero le dio. “Para un monito cantor. Para que cante
por siempre. Para que siempre se acuerde que la tristeza se va si cantas
con corazón”. El monito dio un brincote. La gorra se le cayó. Chocó
las manos con Gori.“¡Muuuuuchas Graaaaaacias!”, exclamó. Salió de
la tienda contento, con el tambor en las manos. De oreja a oreja una
risa. El corazón palpitaba como un segundo tambor.
Recorrió todas las calles. A todas partes miró. Hacia la loma pe-
lada el monito dirigió sus pasos y en el viento, su voz danzante se
oyó: “Tambor no era mío. Tambor era tamborero. Tamborero quebró
tijeras. Tijeras no eran mías. Tijeras eran peluquero. Peluquero cortó
toalla. Toalla no era mía. Toalla era lavandera. Lavandera comió tamal.
Tamal no era mío. Tamal era tamalera. Tamalera quemó leña. Leña
no era mía. Leña era leñatero. Leñatero quebró machete. Machete no
era mío. Machete era del herrero. Herrero quemó cachito. Cachito no
era mío. Cachito era del chivito. Chivito comió almendrita del Monito
Basurerooooo”.
112
Encuentro en el samar
Leonor María Fernández Riva
V
iajero, si al atravesar el Sahara pasas por la aldea de Abu Zaid
detente a escuchar junto al samar y bajo la radiante luz de Al
Nair los subyugadores versos del poeta de las estrellas.
Lentamente, al paso largo y cadencioso de los camellos, la carava-
na emprendió su marcha. Abu Zaid la contempló intensamente hasta
que se convirtió en un manchón oscuro que fue desvaneciéndose
entre las dunas de arena. Entró entonces a su humilde vivienda y
buscó su tesoro. Arrobado, observó el extraño objeto. Esa mañana se
había desprendido de su única pertenencia de valor, pero no sentía
pesadumbre; todo lo contrario, una inmensa alegría desbordaba su
alma.
Abu Zaid as Saruyi experimentó siempre una intensa fascinación
por esos cuerpos celestes que titilaban a lo lejos y que él amaba
desde niño. Compartir con sus hermanos la música de la palabra y
hablarles de esos radiantes habitantes de la noche era la razón de su
vida. El pozo, convertido cada noche en samar, daba cobijo no solo
a su pueblo sino también a muchos visitantes que acudían de otros
poblados a escuchar sus qasida o macaamas, poemas que tenían fama
de trocar en mágicas y bellas las existencias de quienes los oían, por
más grises y ordinarias que fueran sus vidas.
Pero en esta ocasión no fue Abu Zaid quien pobló la noche de
historias y leyendas. Otro fue esta vez el protagonista. Acuclillado 113
junto al fuego y compartiendo los jugosos rottab con el viajero de
ojos azules y poblada barba, Zaid escuchó de sus labios historias
perturbadoras de otros pueblos, de otras culturas.
El extranjero llegado de tierras remotas, alto y espigado, de fac-
ciones bellas y regulares, cabello negro y ojos bondadosos, despertó
entre aquellas gentes sencillas una ingenua pero ardiente curiosidad.
Esa mañana, al llegar la caravana procedente de las costas de Túnez
en el mar Mediterráneo, Marco, que tal era su nombre, fue recibido
por Sulayman, el patriarca de la aldea, con la proverbial hospitalidad
del desierto. Superado el recelo que despertó inicialmente su pre-
sencia, hombres, mujeres y niños le rodearon con una admiración
rayana en la impertinencia. Todos deseaban tocar sus extrañas ropas,
olerle, escucharle.
El cuaderno de Renata
Treinta y uno
Layla Montoya Hammar
T
reinta y uno de diciembre. Bogotá. Dos de la mañana. Estoy en
casa de un tío y acabo de darle el primer mordisco a mi tajada
de pavo con salsa de ciruelas. El bocado, más grande de lo que
la etiqueta recomienda, me deja un poco atorada. Decido saltarme
otra regla más y sin terminar de pasar el resto de la comida, deslizo
champaña por mi garganta. Feo pero efectivo. No me atranqué.
Suena el timbre. Es un amigo que ha venido a recogerme. Iremos
a otro sitio a recibir el año juntos. El problema es que se adelantó
media hora y sin ese tiempo no podré terminar de comer. Y tengo
mucha hambre. Le pido que coma conmigo pero me dice que acaba
de hacerlo. Yo sigo mirando el plato que sostengo sobre mis piernas.
El tipo me gusta bastante, no sólo es guapo sino que además baila
muy bien, y esta noche promete ser larga. Información suficiente
para que mi cerebro decida poner una sonrisa en mi rostro. Salgo
disparada a lavarme los dientes.
Luego de despedirnos de mis tíos, primos, abuela, amigos y demás
ciudadanos presentes, salimos al carro. Cierro la puerta y me dice,
con el ceño fruncido, que mi papá lo saludó seco, que hasta hizo un
gesto con la boca. Antes se había demorado, le digo yo tratando de
aligerar el ambiente; él es así, no le parés bolas. Mi amigo no quiere
que le aligeren nada, es evidente que está molesto y quiere hacérmelo
sentir. Trato por todos los medios de hacerle ver que es una bobada,
118 algo sin importancia, pero él sigue muy serio con sus ojos fijos en la
calle; ahora es él quien está haciendo un gesto con su boca.
Llegamos a la casa de un amigo suyo, en donde otros primos, tíos
y amigos de alguien más están festejando. No hay abuela. Tal vez por
eso la música suena tan fuerte. Me dice que aquí sólo estaremos un
minuto, que este sitio es sólo el punto de encuentro para salir todos,
en varios carros, a rumbear. El minuto se convierte en media hora y
yo me empiezo a desesperar. El ambiente no es agradable, la música
es sólo un elemento distractor que trata de esconder, sin éxito, que
esta reunión es muy aburrida.
Alejandro –así se llama mi amigo– decide que es mejor no
manejar, al fin y al cabo la meta de la noche es llegar al amanecer
prendidos y felices, no multados y sin pase. A la mayoría le parece
bien y decidimos irnos en varios taxis. Él y yo no cruzamos una sola
Cuentos
121
El cuaderno de Renata
E
stoy sentada en un apacible café del norte de la ciudad. El día
está nublado, la temperatura no debe superar los trece grados
centígrados y son las diez de la mañana. Suena Artie Shaw con
Out of Nowhere. Este tipo de música, el de las Big Bands, siempre ha
logrado conmoverme, y en este día, un tanto gris por dentro y por
fuera de mi piel, tiempla algunas de mis fibras en su justa medida.
Sostengo mi taza de café con ambas manos –procuro con ello suplir
la ausencia de una chaqueta más gruesa–, pero la combinación de
ambas cosas, café caliente y chaqueta mediocre, logra calentarme.
Podría decir que este es uno de aquellos raros momentos en los
cuales siento que todo es perfecto, que no necesito ni deseo nada
más para ser feliz; soy simple y ordinariamente feliz. Miro hacia el
frente y veo bruma en la calle, la gente pasa caminando rápido y con
los brazos cruzados, el frío del viento cala hasta lo más hondo. Me
gusta que este lugar no tenga paredes a su alrededor, está al aire
libre, sólo hay unos cuantos parasoles (o paralluvias, en este caso)
cubriendo a los clientes de una potencial descarga del gris y pesado
cielo que flota ahora mismo sobre la ciudad. Me gusta el frío, y como
vivo en una ciudad de clima cálido aprovecho cada vez que puedo
para exponerme al viento helado de la agridulce Bogotá.
Llega a mi mesa una nueva taza de café, pero esta vez viene
acompañada con un apellido: irlandés, que la hace más caliente que
122 el trópico mismo. Trato de disfrutar de la música que sigue en la
misma línea; esta vez escucho la voz de Louis Armstrong, pero algo
se interpone entre su ronca voz y mi deleite de sus bajos guturales.
Busco con la mirada el origen del disturbio. Logro enfocarlo.
Se trata de dos mujeres entradas en años; hablan duro, casi gritan.
Hablan de Bangladesh, de Laos, y una de ellas dice: interesantísimo
todo eso, es muy interesante, sí, mucho, interesantísimo. Llevan dos
platos a su mesa y piden un pan en particular. La mesera dice que
en el momento no lo tienen y la mujer del saco verde alza la voz en
un nuevo y más estridente nivel: ¿por qué no lo tienen?, mientras
manotea agresivamente; ¿qué pasa que no lo tienen? La mesera,
desconcertada por una reacción tan desproporcionada sólo atina a
decir: Lo siento, señora, pero en el momento puedo ofrecerle…, la
flamante comensal la interrumpe chillando: ¿Pero sí lo elaboran o
Cuentos
no? La amable mesera se deshace ante sus ojos intentando dar con
una respuesta que logre calmar al par de fieras que tiene enfrente.
Todo es inútil.
Sí, señora, sí lo elaboramos, continúa la joven, pero en este mo-
mento no lo tenemos. La mujer vuelve a refunfuñar algo y la mesera
se retira. La otra gallina, igual de arrogante que su compañera, grita
desde la mesa: ¡Tráigame pan, señora, pan! “Señora”, dice la gallina
de la sudadera blanca, y se lo dice a la jovencita que la atiende y que
no supera los veinte años; mientras que a ella le resulta imposible
ocultar sus arrugas a pesar del botox, artificio que pretende momificar
su cara más allá de lo estéticamente razonable. En este punto, y ante
tales manifestaciones, uno no puede evitar sentir vergüenza ajena por
estos especímenes, que además pretenden hacerse notar a como dé
lugar, comportamiento este muy semejante al que tienen los amantes
del dinero fácil y a quienes con toda seguridad estas distinguidas
señoras critican en sus reuniones del Country Club.
La música ha desaparecido; las gallinas con su cacaraquear la
han hecho desaparecer por completo. No más Glenn, no más Artie ni
Louis, sólo un parloteo constante, ruidoso; insoportable: Estos tenis no
te los conocía. ¿Son nuevos? Estos no los compraste aquí, ¿verdad?
El volumen es francamente detestable, y el tono de sorpresa im-
postado lo hace aun más difícil de padecer. Me pongo las gafas –soy
miope–, quiero verlas bien. Se levantan, van a la caja a pagar, miro
sus vestimentas. Es claro que vienen del gimnasio: la de verde tiene
las piernas como fósforos y una mochila que con toda seguridad
pertenece a una de sus hijas, posiblemente a Sofi, que ha viajado
muchísimo y desde muy jovencita por todo el mundo. Su acompa-
ñante, no la de Sofi que en este momento debe estar en Laos o en 123
Bangladesh, sino la de su madre, tiene una sudadera blanca que deja
ver múltiples hoyuelos de celulitis, la cual tiene bien colonizadas sus
nalgas. Al verlas así, en un momento en el cual van sin maquillaje,
con ropas sencillas y sin hablar –por un instante guardaron silencio
mientras verificaban la cuenta– se hace aun más patético y ficticio
su comportamiento desproporcionado para un mediodía. Pero, claro,
es que las fachadas no conocen de horarios, sólo de oportunidades
para mostrar ruidosamente todo lo infinitamente vacías y ridículas
que son sus vidas.
Se alejan.Vuelve la música. Pero el embrujo se ha perdido. Son las
doce y el sol alumbra tímidamente entre un mar de nubes blancas.
Se fueron la bruma, el frío, el misterio de una mañana perfecta. Es
bien sabido que la felicidad dura sólo un instante, y yo tuve mi por-
El cuaderno de Renata
124
La enemiga interior
Leidy Kirley Rivera
E
se viernes llegué a casa luego del colegio. Había sido un día
interminable. Estaba cansada pero mi cuerpo pedía diversión
después de una semana extenuante. Recordé que esa noche
tenía una fiesta en la casa de Sofía, no era mi gran amiga, sólo una
vecina extrovertida. Agotada, me lancé sobre la cama a descansar y
me dormí.
Desperté sin necesidad de despertador. Pensé en la blusa roja.
Eran casi las ocho de la noche cuando terminé de arreglarme.
Cuando sonó el timbre pensé que era mamá, fui a abrir pero
no, era Carlitos ¿Qué hacés aquí? Vengo por vos, ¿no vamos a ir a la
fiesta?
Carlitos era un amigo de la infancia pero de un tiempo para acá
apenas nos veíamos. Esperamos juntos frente al televisor. Al rato llegó
mamá, me acomodó un mechón y me dio un beso. ¿Estoy bonita?,
le pregunté a Carlos cuando salimos. Pues sí, contestó con un punto
de displicencia.
La fiesta estaba buenísima. Hervía. Sofía nos recibió. Bailé rico.
No me perdí ni una.
Yo jamás bebía. En cuanto me ofrecían una copa, escuchaba la
retahíla de mamá, una vocecita que me decía mucho cuidado mija,
mucho cuidado, pero qué va, el escándalo de la fiesta ahogó la vo-
cecita, endeble como yo. Bailé con todos. Vibraba llena de energía y 125
todos los pasos me salían perfectos. La música se me metía por los
poros y me ponía eléctrica.
Sofía me ofreció un trago, lo rechacé, ella insistió, lo recibí y me
lo tomé de un sorbo, a lo cowboy. Dos minutos después me sentí
mareada, a punto de desvanecerme, la vista se me nubló como si
estuvieran tirando humo en la pista, apenas distinguía siluetas de
mujeres bailando en cámara lenta, una voz me hablaba, camine
subamos, mamita, era una voz conocida pero no la podía identificar,
mi cerebro definitivamente no funcionaba bien, quise decirle que sí,
que subiéramos pero tenía la lengua pesada.
El caso fue que me dejé llevar. Algo dentro de mí se dejó llevar.
Mi pie tropezó con el primer escalón.Venga mamita, suba, y subimos,
llegamos al rellano, subimos el segundo tramo, caminamos unos
El cuaderno de Renata
J
oel entró aparatosamente, como si le hubieran dado un buen
empellón, y a duras penas logró frenar frente a la única mesa
ocupada. Eran las diez y treinta de la mañana. Afuera el sol hacía
hervir el aire. Adentro del restaurante la atmósfera era espesa y los
rayos que se filtraban entre las rendijas del techo de palmiche ponían
un toque dramático en la escena. El Patrón lo mira de reojo mientras
sopla una pequeña avispa que se ha posado en el dorso de su mano.
La avispa vuela hasta la cara de Joel, que la retira con violencia y trata
de aplastarla con el pie.
–Dejala, cabrón –lo recrimina con autoridad–. Delante de mí no
volvás a hacer eso. Quién te creés para quitarle la vida a una indefensa
avispa que lo único que hace es polinizar los campos.
–Sentate, m’hijo.
–Gracias, Patrón.
–¿Qué querés oír?
–Lo que usted quiera, Patrón.
–No, decidí vos. Vos sos mi invitado.
–Una salsita entonces, Patrón.
–¡Qué salsa ni qué hijueputa! ¿A qué viniste: a bailar o a comer?
¡Mesero! Póngale un bambuco a este marica… esa sí es música de la
patria, mijo. ¡Qué salsa ni qué hijueputa!
El ambiente se ha puesto tenso y frío como el lomo de un cuchillo. No vuela 127
una mosca. El mesero está alerta. Joel permanece inmóvil como un soldado
en formación.
–¿Qué mal te hizo la indefensa avispa?
–Casi lo pica, Patrón.
–La próxima vez no la tocás. Delante de mí no se mata ni una
avispa sin mi consentimiento. ¿Entendido?
–Sí, Patrón… pensé…
–Aquí el único que piensa soy yo… ¿entendido?
–Sí, Patrón. Estoy a sus órdenes, Patrón, y firme como fierro.
–Sí, ya lo sé, m’hijo. ¿Qué querés comer?
–Lo mismo que usted, Patrón.
– ¿De esto querés comer?… No sea marica, si esto es comida de
enfermo, comida para diabético. Mandate una bandeja paisa. ¡Ca-
El cuaderno de Renata
marero!, servile a este güevón una bandeja paisa con doble porción
de chicharrón.
–¡Eso! Eso era justamente lo que quería.
–¿Y cómo está tu mamá?
El Patrón disuelve dos tabletas efervescentes en un vaso de agua y toma
tragos haciendo muecas de acidez.
–Ya la sacamos del hospital… gracias a su ayuda, Patrón… que
mi Dios le pague.
–No endeudés tanto al pobre Chucho que hartas deudas le vas a
tener que pagar el día de tu juicio final.
El Patrón toma un palillo de madera y lo manipula entre sus
dientes. Joel come sin levantar la vista. El camarero lo observa de reojo
mientras arregla la mesa vecina. Hay en el ambiente un silencio de
miércoles y el camarero presiente lo peor.
–¿Y tu hermanita ya cumplió los quince, cierto?
–Sí, señor –responde Joel con la boca repleta de comida.
–Quince añitos... un “boccato di cardinali”.
–Es una niña todavía, Patrón.
–Debe de estar linda la cagona...
Joel come con voracidad sin levantar la cabeza del plato. El Patrón hace
un gesto y la puerta de ingreso es cerrada desde afuera.
–Llevás bastantes días sin probar bocado, ¿cierto, m’hijo?
–Sí, Patrón.
–Por marica.
–Sí, Patrón, por marica; es que uno a veces es un pendejo y se
deja mangonear. Pero de ahora en adelante cuente conmigo que no
le vuelvo a fallar, Patroncito.
128 –Dejá de hablar güevonadas y comé.
Joel come mientras observa por encima de sus cejas al Patrón que se corta
las uñas con una pequeña tijera, mientras da vueltas en su boca al fino palillo
de madera.
–Ya verá usted, Patrón, cómo de ahora en adelante...
–No hables más güevonadas y seguí comiendo… Camarero, dale
otra bandeja con triple porción de chicharrón, que este marica lo que
tiene es hambre.
–No quiero más, Patrón, ya estoy lleno.
–Coma, m’hijo, coma.
El Patrón acomoda su silla frente a la de Joel y le da comida como a un
bebé.
–Eso, así, m’hijo, así está mejor.
Cuentos
Joel come con dificultad, tiene los ojos brotados e inyectados de sangre El
camarero sube el volumen de la música.
–Está rico, Patrón…, muy rico.
–Camarero, traele a este marica una taza de mazamorra con
panela.
Joel trata de vomitar e intenta pararse. El Patrón lo detiene.
–No quiero más.
El Patrón le abre la boca con la cuchara y le empuja con violencia
la comida.
–Coma, m’hijo, coma.
Joel vomita sobre la mesa. Entran dos hombres corpulentos y lo
sacan a empujones.
–No olviden darle su porción de postre para que se vaya llenito
y contentico.
–Como ordene, Patrón –responden en coro los dos hombres.
–¡Camarero! Subile el volumen a esa maricada.
Aunque el camarero le pone todo el volumen al equipo, alcanzan a escu-
charse los estampidos de varios disparos en el exterior.
– ¿Desea algo más el Patrón…?
–Silencio, sólo quiero silencio.
El camarero silencia el aparato. El Patrón se levanta, se acomoda el som-
brero y sale.
129
El cuaderno de Renata
Los cuatreros
Sandra Patricia Palacios
L
os cuatreros, así llamaba mi abuelo a los mismos hombres que
quemaron la casa, decía José Antonio Burgos.
Solo recuerdo los gritos de las mujeres.“¡Corran, corran!”,
decía Matilda,“¡Corran, corran!”, decía Gertrudis y entre tanto fuego
y tanto grito, en un abrir y cerrar de ojos todos estábamos en el monte,
acuscambados y aterrados viendo cómo nuestra casita se pulverizaba,
nuestra huerta ardía en llamas y los perros aullaban con un lamento
que era igual a nuestro dolor. De tal forma fuimos dejando nuestras
vidas atrás, igual que en tanto correr olvidamos al abuelo, cuyo único
grito esa noche era. ¡Llegaron los cuatreros!
130
Demasiado tarde
Sandra Patricia Palacios
E
lla estaba segura de que nunca lo olvidaría, a pesar de que Yei-
son parecía haber dejado atrás la historia y haber continuado
la vida sin ella, cuando de pronto sonó su teléfono después de
un mes de silencio.
Catalina lo escuchó decir con la voz entrecortada y triste lo que
tantas veces había presentido:
–Hola, mi amor; te llamo desde la cárcel.
Catalina dejó caer sus lágrimas sin poder contenerse y pudo re-
cordar la forma en que él había llegado a su vida, para demostrarle
que no solo en los cuentos y en las novelas pasan cosas que rompen
los límites, las reglas y toda la coherencia. Catalina ya nunca sería
la misma después de haber encontrado sus ojos. Nunca volvería a
ver la vida igual, pues aunque en su casa había aprendido que las
diferencias entre las personas eran solo cuestiones externas, la vida
le había demostrado lo contrario. Cada noche al mirar las estrellas
pensaba en sus corazones: estaban tan cerca que casi podían tocar-
se, pero en la realidad sus vidas eran tan lejanas que jamás podrían
estar juntos.
Catalina y Yeison eran conscientes de lo irracional que era todo
esto, pero como el amor no mide, ni cuestiona, ni planea, solo llega y
deja huella, así como en un juego de azar se cruzaron sus vidas para
hacerlos reír y llorar hasta lo más profundo de las entrañas.
Yeison tenía escasos veinticuatro años y unos ojos que reflejaban 131
la bondad de su alma. La vida había sido dura para él, siempre asu-
miéndolo todo solo, siempre abriéndose camino entre las escasas
posibilidades que le permitía su condición social. No podía borrar de
su pasado los días y las noches interminables en que había tenido que
esperar, a veces con hambre, a veces con frío y con mucha tristeza en
su corazón desde los trece años, para poder entregar los encargos con
la droga que le proporcionaba su tío y así poder ganarse unos pesos
para comprarse una camisa y un pantalón nuevos que su madre no
podía comprarle.
Pero en los últimos años todo había cambiado desde que estaba
trabajando en el día como mensajero en una compañía y en la noche
estudiando en la universidad. “Soñaba con ser alguien en la vida”,
como él mismo lo decía. Para él ser alguien en la vida era tener una
El cuaderno de Renata
133
El cuaderno de Renata
A
quel martes de mayo, día de la Virgen, tendida en su cama
en medio de bolsitas rojas, Clara supo que la magia existía
y que la vida florecía sobre la tierra a pesar de todos los do-
lores que había en su alma y de aquellos temores que cada noche la
habían perseguido.
Se levantó temprano, y antes de irse a la ducha abrió la ventana
de par en par para que la luz penetrara en todos los rincones de su
cuarto y alumbrara ese triste y lúgubre lugar en que vivía su pro-
funda soledad.
Se vistió, como de costumbre, con su blusa de seda roja y escote
profundo y se puso su falda negra, la más corta y apretada, con la
cual pretendía incitar el deseo de sus clientes. Pero en realidad se
veía como un esqueleto con harapos colgados sobre su escuálida
figura. Su cuerpo desgarbado, consumido por los sufrimientos y el
trasnocho, podía elevarse con tan solo una brisa leve.
Tenía una belleza angelical. A pesar de la rudeza de su expresión,
en medio del maquillaje grotesco se adivinaba una niña perdida y su
mirada melancólica no lograba ocultar la infinita bondad que había
en su alma.
Clara llevaba ya nueve años ejerciendo este oficio que llenaba
tanto su alma de soledad. Contaba escasos veinte años, pero su
aspecto era el de una mujer mayor, que escondía bajo el labial rojo
134 y los ojos oscurecidos por las sombras la inocencia perdida hacía
muchos años ya.
Su madre la había iniciado en este oficio a los once años, el día
en que Clara había terminado su primera menstruación. Esta había
sido su sentencia:
“Clara, alístate, acicálate, ponte la blusa que te regaló la madrina
Tita el día de Navidad, que llegó la hora de que te hagas mujer y
empieces a ayudarme”.
Ella, con su sonrisa tierna y el alma inocente, se arregló y se peinó
con mucho esmero. Después miró desprevenidamente cómo en sus
pechos comenzaban a insinuarse unos botoncitos rosados que traían
el anuncio de su adolescencia y que ella procuraba esconder bajo
su blusa, pues se sonrojaba de solo pensar que alguien los pudiera
notar.
Cuentos
pronto, y fue por esos días cuando una vecina le contó lo de la bolsita
roja.
Un tiempo después llegaron unos hombres tocando fuertemen-
te a la puerta, con la noticia de que a Estiven lo habían matado de
una puñalada certera. Al oír esto Adriana dejó caer de sus ojos dos
lágrimas que, más que tristeza, expresaban que todo el sufrimiento
había llegado a su fin.
Como muchas mujeres en la ciudad de Almifar, llevaba varios
meses guardando en la bolsita roja que le había mandado el mucha-
cho cada peso que le sobraba, cada devuelta de la tienda, con una
constancia y una tenacidad inquebrantables.
Cuando pensó que ya tenía lo suficiente le pidió a Clara que fuera
a la casa verde de la otra cuadra y preguntara por Walter, un mucha-
cho un poco mayor que ella que había cumplido ya trece años, y le
entregara la bolsita roja con todas las monedas que tenía adentro.
Cuando Clara tocó le respondieron:
–Ya voy, ya voy; es que estaba dormido.
–¿Walter? –inquirió ella.
–Ajá. Diga a ver.
–Que aquí le manda mi mamá Adriana, que usted ya sabe para
qué es.
–Bueno –contesto él.
Clara sólo se fijó en sus ojos negros, y estiró la mano para entre-
garle la bolsita roja.
Todo pasó muy rápido en esos días: la noticia de la muerte de
su padre, la recolecta entre los vecinos para el cajón, el entierro y
el hambre de nuevo, mordiéndoles las entrañas sin tener siquiera
136 derecho a llorar.
Por eso la alegría y la sonrisa volvieron a ocupar el lugar que ha-
bían perdido hacía mucho tiempo ya, cuando ese martes de mayo, día
de la Virgen, Clara hizo entrar a su cliente más fiel a su guarida. Él era
un joven de ojos negros, que llevaba solicitando sus servicios varios
años. Siempre la hacía desnudarse al entrar, y le contaba historias
de mujeres que ella pensaba que eran inventos o sueños, a lo que él
solía contestar que todas vivían en la ciudad de Almifar.
Cuando se cansaba de hablar, le leía cuentos, y escribía en un
cuaderno viejo todo lo que ella le preguntaba o le respondía, y a las
once salía con mucha prisa, le pagaba la tarifa acordada y le pedía
que se vistiera de nuevo sin siquiera rozar su cuerpo.
El último día que Clara tuvo que trabajar, ese martes de mayo,
día de la Virgen, el muchacho de los ojos negros le pidió que se des-
Cuentos
137
El cuaderno de Renata
El borracho y la bailarina
sicóloga
Winston Espejo
S
entada en la barra, apenas iluminada por la suave luz del bar,
daba la impresión de no escuchar la música; más bien era
como si la música le brotara de sí, o saliera de su vientre; po-
siblemente le sacudía el dorso y terminaba en un suave movimiento
de hombros desnudos, un movimiento sensual y perfecto, armónico
y demencial, para recordarnos que estaba ahí, que su presencia era
omnisciente y que todos estábamos obligados, gracias a Dios, a res-
pirar su mismo aire.
La observé el tiempo que me fue posible. Y sin saber cómo ni
por qué, temiendo que mi cadencia no fuera la suya y que mis pies
arruinaran el embrujo de la brillante noche, me atreví a invitarla a la
pista. Allí mis pasos fueron como… ¡ah, pero por Dios! ¿A quién le
importan mis pasos? ¡Ni siquiera a mí mismo!
A la semana siguiente la busqué. Le pregunté al portero del bar
y afuera, en la entrada, al hombre de los dulces: “Disculpe, ¿usted
ha visto a…? (describí el rostro y el cuerpo, la falda corta, abierta a
un lado, las medias veladas, el polvo de oro sobre las mejillas y los
muslos, hasta que debí fastidiar a estos hombres que respondieron
estar hastiados de ver mujeres de esa clase).Viene con un tipo, mezcla
138 ángel-arlequín, mezcla simio-títere, no es joven ni viejo, baila bien,
aparenta ser buena persona, amable, dicharachero, es su pareja en
la pista, creo…”
Y en los momentos que terminaba la indagatoria volví a experi-
mentar el alegre trastorno de aquella noche al asirle la mano –¡al dia-
blo el sincronismo! La frase de la mezcla ángel-arlequín: “el hombre
que no sabe bailar es como un trompo guardado en un armario” –; las
clases de baile que prometí tomar. Al diablo el mundo si se baila con
la criatura más hermosa y sensual del universo, me dije, entre tantos
conceptos precedidos por su nombre, al día siguiente. Había pensado
tanto en ella que me sentía como un adolescente. ¡No, ni siquiera!
¡Como un púber ante la expectativa de ver el cuerpo femenino por
primera vez! Y mi pubertad, lejana más de cuarenta años, debió de
haberse reído de mí.
Cuentos
Bailamos una pieza.Yo lanzaba mis pies a todos los lados; ella, ¡una
virtuosa!, sonreía en medio de las intermitentes luces que definían
la pista, como mandan los cánones a una bailarina “. ¿Y qué hace?”,
le pregunté cuando no sabía qué preguntar; en realidad quería de-
cirle: “Usted, bella, ¿dónde estaba todo este tiempo?” Y un pequeño
monstruo emergía de mí y le asía la cintura, y juntos inventábamos
nuestra propia melodía.“¿Cuál tiempo? ¿De qué habla? ¿Puede pro-
fundizar más?” “Entienda”, le increpo en silencio, “que las palabras
salen torpes cuando una mujer logra turbarlo a uno”.
En realidad ella, a mi primera pregunta, cuando yo pensaba que
su respuesta sería lóbrega, y que pertenecía por completo a la vida
bohemia, de algún modo conectada a un gángster, contestó, seca y
con la mirada firme en mis pusilánimes ojos: “Soy sicóloga”.
¡Ah! Están en todas partes, brotan del piso, pensé.Y continuamos
con dos o tres frases de rutina hasta que la magia de esa pieza termi-
nó. La doctora, como sugirió que debía decirle, volvió a su trono, en
la barra, y en la penumbra un rayo de luz le iluminaba los hombros
y nos permitía, a todos los concupiscentes del bar, ver su sonrisa
electrizante.
Esa es la última imagen que conservo.
***
Ahora ningún fantoche sabe de su paradero, apenas balbucean
displicentes, sin dejar de lado la tristeza que los acompaña y disimulan
bien coreando la música de moda: “En el bar que está al frente, tal
vez”; o “quizá en el de al lado”. Voy ansioso. Al pie mío camina uno
que siempre está atento a mis comportamientos. Ríe cada vez que
meto la pata. Sólo que su risa es silenciosa, y además ayuda a que la
pata se hunda toda, hasta la ingle, y el barro de ese hoyo misterioso 139
en que me hundo, hecho a mi medida, se adhiere a la piel como una
sanguijuela, y me absorbe como tal, hasta inducirme a un sopor que
en vez de evitar, agradezco. Entonces noto que me gusta más ese
problema llamado bailarina.
***
Anoche fue diferente, tuve un sueño. Estábamos juntos en su
auto, un pequeñín al que ha bautizado como Katty, Kittie, Kotex…
no recuerdo… y ella, sin decir nada, sin tomar mi consentimiento, se
lanza a mis labios resecos que pronto entran a la contienda de sus
labios ansiosos. Mientras parece que nos cercenáramos las lenguas,
recuerdo la voz del hombre que a veces me acompaña: dice que es
fastidioso ponerle un nombre al auto y, encima, uno tan ridículo. O
sea que me baño en un mar de ridiculez, interpreto que quiere decir.
El cuaderno de Renata
¡Vamos!, parece decir. ¡No se quede ahí acostado!Y reitera entre dien-
tes su frase amañada que le permite vivir bailando: “El hombre que
no sabe bailar es como un trompo guardado en un armario”. “¡Sí!”,
le contesto, mientras que ella, impetuosa y por primera vez turbada,
pregunta: “¿Con quién habla, ah?” Decido ignorarla. Decido que el
pequeño monstruo que vive conmigo emerja, la tome de la cintura,
e inicie, deslizando nuestros pies, como en un piso enjabonado, un
vals, un vals eterno que bailaremos hasta desfallecer.
Ella, en su papel de sicóloga, me trata como si yo aún continuara
recostado en el maloliente diván de su frío consultorio cuyas paredes
están a punto de caerse por la cantidad de pergaminos y reconoci-
mientos. Seca, supongo que con su firme mirada clavada en mis ojos
cerrados, dice: “Eso, señor, deje volar su imaginación”.
Y yo, por fin feliz y sonriente, bailo, bailo hasta inducirme en un
sopor que en vez de evitar, agradezco…
143
El cuaderno de Renata
Resplandor metálico
Ximena Aldana
A
costada de cara a la pared, Teresa mira la oscuridad con los
ojos muy abiertos y escucha ronquidos, cuerpos acomodán-
dose y uno que otro paso que hace crujir la madera de la
edificación. Aunque no está cómoda, permanece quieta por temor
de incomodar a Segundo, que duerme a su lado. Llegaron al lugar
al final de la tarde y ambos estuvieron de acuerdo en hacerse pasar
por un matrimonio con la esperanza de despistar a alguno de los que
atacaron el convento en caso de estar entre los huéspedes. Comieron
evitando cruzar conversación con los demás visitantes y luego fueron
acomodados en un jergón de donde emergía el rastro de sudores
trasnochados. Segundo le cedió la cobija y sólo se quitó la camisa y
las botas para acostarse, mientras Teresa quedó en camisón.
A pesar de llevar casi una semana de caminata, nunca habían
estado tan cerca el uno del otro y Segundo estaba algo perturbado
con la idea de limitar el espacio de su protegida y dificultarle el sueño,
aunque a lo largo del viaje entendió que la monja apenas dormía por
cortos periodos que terminaban en un despertar sobresaltado. En el
pequeño campamento que instalaba en las noches, se quedaba des-
pierto escuchando la tortuosa tribulación de la mujer y componiendo
noche a noche el tormento que había sufrido durante los tres días que
duró el asalto. Segundo, cuya finca era la más cercana, había pasado
los mismos tres días escondido en el monte observando impotente
144 cómo los bandoleros saquearon y quemaron su casa y destazaron
a sangre fría su vaca; y los vio dirigirse al convento de donde casi
inmediatamente se escucharon los alaridos de la monjas. Animales
y mujeres fueron asesinados. Teresa logró esconderse en la capilla,
con la suerte de que a pesar de su ferocidad y sevicia, los asesinos
no se atrevieron a acercarse al altar. Mucho después de abandonar
la casona donde las monjas habían montado la escuelita y la botica
y prestaban atención médica, la gente llegó al lugar ahora oscuro,
apestoso a muerte y de pisos resbalosos de sangre, para sepultar
a las hermanitas. Fue entonces cuando encontraron a Teresa, con
grandes pelones en la cabeza causados por ella misma quien, para
distraerse del horror de afuera y de los gritos de su propia mente, se
arrancó los cabellos a puñados. Muchas de las heridas que se infligió
fueron tan graves que el pelo simplemente no volvería a crecer, por
Cuentos
149
Crónica
El cuaderno de Renata
Fernando Jaramillo
E
l 2 de agosto de 1967 Simón Alberto Consalvi, presidente del
Instituto Nacional de la Culturización y las Artes (Inciba), de
Venezuela, fue al aeropuerto de Maiquetía a recibir a Mario
Vargas Llosa y le informó que el avión en que venía Gabriel García
Márquez llegaría poco después. El escritor peruano se quedó allí
hasta que aterrizó el avión.
Así, tras años de amistad epistolar, se estrecharon la mano por
primera vez.
Alguien que presenció la escena comentó: “El uno parece un
mosquetero y el otro un jugador de billar”.
Luego se fueron juntos a Caracas a recibir el premio Rómulo
Gallegos para Vargas Llosa por La casa verde.
García Márquez salió de su innata timidez y ante los delegados
del Congreso Internacional de Escritores pronunció un discurso en
el que contó “Cómo empecé a escribir”.
Fiel al espíritu zumbón y burletero con que había asistido a la cita
de su amigo, respondió a un periodista la pregunta sobre su opinión
de Rómulo Gallegos como escritor:“En Canaima hay una descripción
de un gallo, que está muy bien...”.
152 El mismo Vargas Llosa escribiría más tarde que les contestaba a
los periodistas con la cara de palo de su tía Petra, que sus novelas las
escribía su mujer, pero que él las firmaba porque eran muy malas y
Mercedes no quería cargar con la responsabilidad.
Luego cada uno de los dos se fue a su propia casa. Vargas es-
cribió una biografía de García Márquez en un libro de seiscientas
sesenta y siete páginas que lleva por título García Márquez, historia de
un deicidio.
En 1972, los venezolanos ya tenían claro a quién entregar la
segunda versión del premio Rómulo Gallegos. El libro de moda, el
libro del cual se hablaba alrededor del mundo, el libro que ya había
sido traducido al inglés y se vendía en las librerías del mundo “como
salchichas”, Cien años de soledad, fue galardonado y su autor invitado a
recibir el premio en Caracas, acompañado de toda su familia.
Crónica
Un poema de leyenda
Jorge Benalcázar Villacís
F
ue una mañana al comienzo de los años setenta. Mi vuelo hacia
Cali había sido aplazado hasta la noche de aquel día, y la con-
dena de permanecer en el horno que hacía las veces de sala de
espera en el destartalado aeropuerto Ernesto Cortizos de Barranquilla
se convertía en una pesadilla insufrible; decidí entonces enfrentar ese
contratiempo en un sitio amable. No fue necesario pensarlo; siempre
he creído que el parque zoológico, las catedrales y las bibliotecas son
los mejores sitios para sustraerse del bullicio canceroso de las ciuda-
des, y ésta no podía ser la excepción en la denominada“Puerta de Oro
de Colombia”. Ese día especialmente un sol implacable calcinaba sus
arenas y las fachadas de las antiguas casonas construidas al mejor
estilo Art Déco, aquellas en cuyos salones se vivieron inolvidables
tertulias y donde Amira De La Rosa y Meira Delmar se desleían en
música y poesía.
Frente a la jaula de la marimonda albina, el espécimen más visi-
tado del parque, conocí a José Miguel Racedo, quien con ademanes
quería llamar la atención del primate, mientras su acompañante,
un joven con apariencia de estudiante aplicado, lo inquiría, en la
jerigonza propia de la mayoría de los costeños, sobre un tema que
llamó mi atención:
–¡Eeche, viejo José! Si Gabo hubiera hecho poemas, ya se habrían
publicado, o al menos serían conocidos.
158 A lo que respondió José Miguel:
–¡Nohombe, qué va! ¿Quién te asegura que todo lo dicho o pen-
sado por el maestro ha sido publicado? Además, qué tú sabes si es
parte de su intimidá.
Pasaron unos instantes antes de que se percataran de mi entro-
metida mirada. Fue cuando el supuesto estudiante me miró y sin dar
tiempo a reacción alguna me lanzó una pregunta a quemarropa:
–Oye tú, ¿sabes si Gabo escribió poemas?
Y antes de siquiera pronunciar una sílaba, José Miguel replicó:
–Panohablamá, un día te presento a mi amigo Lucho Consuegra,
que sabe más que todos juntos sobre Gabito.
–¿Te sabes alguno de esos poemas? –le pregunté, y tajante res-
pondió:
–No, pero recuerdo su belleza y sentimiento.
Crónica
161
El cuaderno de Renata
U
na réplica de la pieza más famosa del Museo del Oro de Bogo-
tá, la balsa Muisca, arte precolombino en filigrana, simulaba
navegar alrededor del poporo Quimbaya, cuyas inexplicables
esferas relumbraban con destellos dorados bajo los neones de la
impenetrable y no menos delicada vitrina, que el Museo Nacional
de Tokio le había asignado en su salón principal, con motivo de la
Muestra de Arte Americano.
Fue al acercarse a contemplar esas joyas únicas de la orfebrería
indígena, cuando Guillermo y Saeki-San cruzaron desprevenidas
miradas.
Ella ocupaba un cargo en el museo, él era un joven abogado
buscando caminos en el difícil arte de las relaciones diplomáticas,
quien representaba a Colombia, un país que escoraba peligrosamente
al inicio de una época marcada por la corrupción, el narcotráfico, la
impunidad y el crimen.
Guillermo intentaba deshacer los entuertos en que se había visto
involucrada injustamente su embajada al haber sido permeadas las
valijas diplomáticas por la yakuza japonesa, la hermana oriental de
nuestros carteles del delito.
Solamente se requirió una mirada más para concluir que era
necesario encontrar un pretexto para buscar explicar esa sensación
mezcla de timidez y alegría que luego los invadió. Cruzaron las pri-
162 meras palabras en el inglés precario y formal de ella. Él se extendió
en referencias y explicaciones a los presentes acerca de la costumbre
de nuestros ancestros en el milenario ritual de mambear coca y sobre
el uso de ese recipiente para guardar sustancias de uso reservado a
las más altas dignidades.
Ella, con lo poco o nada que podía entender, alucinaba con tan
extrañas costumbres y no lograba diferenciar si el encanto provenía
del tono de su voz o de la forma tan especial como Guillermo traducía
literalmente sus eufóricas referencias, haciendo de ese inglés una
canción para sus sentidos.
Envuelta en su fino kimono escuchaba absorta las historias y le-
yendas. Poco a poco, y en medio de las inmensas lagunas que dejaba la
traducción, fue lavando esa primera impresión que se había formado
de esos seres primitivos al verlos representados en los afiches alusivos
Crónica
166
Poesía
El cuaderno de Renata
Cadáveres flotantes
Ana María Gómez
Nadamos hacia el vacío.
Vamos a la deriva
flotamos por el río
somos cadáveres perdidos
no sabemos nada
solo los peces nos ayudan
los gallinazos nos cobijan.
Nuestras almas
condenadas a vagar por el infinito mar.
¿Quién consolará a nuestras amantes?
Sábado, noviembre 29, 2008
169
El cuaderno de Renata
170
Poesía
Y fuimos el amor
Ana María Gómez
I. Y le dije: Ven a mi lado, apóyate en mi hombro, deja
que acaricie tu cabeza y te ponga ungüentos olorosos
a maderas y azahares para que tu cuerpo descanse de
sus dolores. Llevé entonces velas y flores de frangipán
y ungí su cuerpo y lo acaricié despacio, con dulzura,
quedito, quedito, hasta que durmió en mis brazos por
tres noches y tres días. Lo alimentaba con leche de cabra
y pan ácimo, pescado ahumado y tomates con albahaca.
Todo igual, todo distinto. Habló a mi corazón y me contó
sus penas, apoyó su cabeza en la almohada y luego ya
descansado y en paz me tomó en sus brazos y fuimos el
amor y los sueños y volamos en carros de fuego al cielo
y bajamos al infierno tantas veces con angustia y busca-
mos el secreto de las amapolas y los nidos de las arañas
y las golondrinas e inventamos palabras para nosotros
y reímos y cantamos y fuimos uno y dos y tres y seis y
siete y cuatro por doce y soñamos despiertos y vivimos
dormidos. Fuimos libres y amantes y dos y todos.
II. Pensando mejor, fue así: Existíamos tú y yo. Tu
mirada con su luz abrió mi entendimiento y me dio la
fuerza para avanzar entre espinas y abrojos hasta llegar
a tu orilla renovada y llena de esperanzas. Fue tu mano
la que me dio de comer y de beber y fueron mis palabras 171
las que salieron de mi pecho para sanar mis heridas y
me hiciste descansar en tu almohada. Después de la
transformación me diste tu amor como una ofrenda de
sedas y flores rojas.
Transcurrimos por una senda de luz y de calma,
transformamos los sueños en besos y el temor en sosiego.
Y fuimos el amor y los sueños y la vida. Y fuimos libres
y amantes y dos y todos.
Escrito un martes de abril del año de gracia
de 1352 en Coímbra
El cuaderno de Renata
Ciudad ebria
Gabriel Ruiz Arbeláez
A José Saramago
Jorge Isaacs,
Ricardo Nieto,
Carlos Villafañe,
Antonio Llanos y
Octavio Gamboa,
173
El cuaderno de Renata
Creo
Manuela Botero
Incluso cuando pensás estar despierto
ellos aún no se han ido
Siguen ahí esperando un movimiento
o algo que pruebe que seguís con vida
Es una casa un vaso una mesa
pero no es tu casa ni tu vaso ni tu mesa
Has comprendido por fin que como todos sos efímero
Y esos ojos que te apuntan como gatillos te han hecho el
espectáculo del día
Y reclamás
reclamás que no sos un objeto
Que los días aunque arañando tu cara han pasado para
hacerte no tan feliz
pero sí real.
Aquí estás conmigo
y mañana quizás le regale un beso a una de tus letras
pues hoy y apenas puedo con el mareo matutino ese que
nos prepara para un día sin sorpresas con el mismo ma-
lestar con la misma monotonía pero ¿sabés?
Creo tan purísimamente en lo vacío que estás detrás de
tus gafas
Creo tan purísimamente en el dolor que te cubrís con los
sacos
Creo tan purísimamente en lo absurdo
En lo vano 175
En lo mundano
En vos
Te fusilan el corazón
y no corrés…
Te mastican el alma
y seguís aullándole a tu luna
Incluso cuando nuestra soledad es casi sideral
siempre me ha servido estar cerca de vos para no sentir
el frío
de esta inmensa y cruel galaxia
177
El cuaderno de Renata
Recordando a Penélope
Manuela Botero
Quizás sí tenías razón, amor, y yo era quien estaba en-
ferma, imbécil… llena de miedos que no tenían sentido
y la verdad es que me sumergí en ese río que nos separó
en orillas distintas y no me importa, y no me importa
perderte.
Mis acciones son crueles y no me importa rasgar la
desnudez de esos sentimientos que me susurrabas.
Han pasado dos años… y nadie sabe dónde estoy. Mi
intención no es resucitar en tu cabeza sino explicarte que
no fue cierto lo que Shal y Louis te dijeron, nunca lloré
por ti, nunca dije que te amaba; es más, huí, rodé y corrí
lejos de tu cariño, lejos de tu amor deforme y viscoso
que se me quería pegar por todo el cuerpo.
Sé que cuando escuchaste los tacones de Shal y los
labios de Louis decirte mis supuestas verdades algo se
te salió del pecho y del pulso normal… pero, Amaretto,
yo sí te quise y te quiero y a veces se me escapa una
risita que pego en el tubo y la música se va, y la humi-
llación desaparece, el chiflido se disuelve y las gotitas
de sudor se vuelven pálidas, el tiempo se enloquece
y simplemente olvido que soy exótica y el bar que se
está cayendo sobre mí me grita que soy una puta. Lo sé,
Amaretto, cómo podría olvidar la vez que nos encendi- 179
mos en cualquier cuarto; mientras yo temblaba tú me
rozabas con cariño, sin ninguna obligación sentimental,
solo puro deseo crudo.
Ya tantos entraron y se deslizan con rapidez que
mirando el espejo agrietado del techo pienso uno, tres,
cinco, siete años de más mala suerte.
Puede que no me haya importado perderte… pero
siempre voy a recordar que después de fingirte amante
me destruyeras el ego diciendo que nunca me acostara
con otro cualquiera, que eso solo demostraba lo fácil que
era… Amaretto, nunca fui virgen; desde el instante en
que acepté tus intenciones sabiéndote ajeno y el primero
en mí, cerré los oídos para dejarte mudo articulando
El cuaderno de Renata
180
Poesía
Sueños pesados
Manuela Botero
Todos sabían que estaba ahí, escondida, con temor.
Detrás de tantas ganas de salir solo se ocultaba la irre-
mediable sensación de dolor y obsesión.
Como siempre la reunión se desarrolló por encima
de ella, de ese secretito a voces que todos conocían.
Las horas se elevaban en un ritual mágico y quieta
y silenciosa esperaba con una raya de luz en su rostro,
sollozando, apretando los ojitos, ocultando de vez en
cuando su cara en las rodillas para hacerse invisible y
camuflarse en el tapiz.
Idos los invitados se descubre su escondite, una
mano familiar le toma el pelo, la arrastra mientras sus
gemidos quedan regados en el piso, la lleva a la habita-
ción con sus ojos aún apretados y los gritos heridos en el
suelo; la misma mano le roza la cara, le suelta el pelo.
Sus ojos, por fin abiertos, se penetran en los de él.
Su vida es un constante ir y venir, esconderse y gritar
sin nadie que la oyera, con todos sumidos en un coma
tan voluntario, tan lleno de resignación y asco pero
siempre envuelto en la fascinación de lo prohibido, de
lo mezquino, de lo atroz.
Mientras recupera sus sueños regados por el cuarto
él fuma un cigarrillo y una leve sonrisa en su rostro le 181
recuerda que aún es su padre.
El cuaderno de Renata
Muñeca
Manuela Botero
Podríamos mentirnos en cada letra
Habría sido mejor
que enfrentar de cara la verdad
Hoy estamos estallados contra aquel cristal
pero tú, tú nunca sales perjudicado
sales sonriendo y sabiendo que el calor te sobra
Y yo pálida y fría me desangro perdiendo el control
renunciando a mi posibilidad de ser mujer de ser real
solo por no perjudicarte
Me acaricio con suavidad los restos de piel que me
dejaste
y me descubro ajena
Este cuerpo ya no es mío
este cuerpo ya ni es cuerpo
es un instrumento de placer
que puede ser amado o abandonado,
Soy tan culpable por haberte dejado entrar
soy tan culpable por no dejar que unos piecesitos me
curaran las heridas…
No digo nada prefiero cerrarme la posibilidad de hablar
Soy tu muñeca
y tu muñeca acaba de abortar.
182
Poesía
Mercuria
Manuela Botero
Hay cosas que no cambian
como el sonido de su voz
Ya no sufre ya no ama
tiene triturado el corazón.
Ya Cali cobija sus tejas
con un manto que sumerge en los infiernos
Quedan solo rastros de polvo y espinas
en los que Mercuria aterriza sin prisa
Tiene las piernas casi invisibles
no existe entre las multitudes de ciegos
y se pregunta si de tanto mirar el suelo
alguna rosa petunia o maleza la pudiera atravesar
Y así criar en su vientre algo más
que vísceras hartas de palpitar
Y aunque Mercuria ya ni habla
no sé bien si lo que dijo fue un insulto o un alivio
en todo caso sonó sideral
Es un pedazo del espacio que se absorbe y se traga
finalmente puede o no explotar…
Y Mercuria quiere explotar
sembrarse en el suelo, derramar vida
crear belleza universo
para sentirse más mortal. 183
El cuaderno de Renata
Algún día
Sandra Patricia Palacios
Algún día cuando el sol y la luna tuvieran otro lugar...
El sol saliera al anochecer y la luna al amanecer…
Cuando el tiempo no existiera… y fuéramos otros...
Y fuéramos solo tú y yo…
Algún día cuando entrara en tu corazón y esculcara tu
alma,
Y descubriera que al menos dejaré una huella.
184
Poesía
Fuego
Sandra Patricia Palacios
Me acerco y te siento, me rozas, te rozo, te beso, tus labios
me proporcionan los más dulces besos que me hacen
humedecer. Sigues susurrando mi nombre mientras tus
manos me recorren gentiles y apasionadas, mis pechos
se erizan, tus ojos me escudriñan el alma y me buscan
con sed.
Veo la lujuria en tu mirada, me recorres lentamente
con tus labios, hay estrellas, fluyen volcanes, puedo tocar
la luna cuando siento casi con dolor cómo penetras mi
cuerpo y me haces estallar en un gemido interminable
de placer.
185
El cuaderno de Renata
Amor imposible
Sandra Patricia Palacios
Pedirle al cielo que te olvide,
Invocar a Dios para que me ayude,
Retroceder el tiempo y olvidar tu nombre.
Nada será suficiente.
Nada permitirá borrarte.
Nadie hará que deje de amarte.
Nada permitirá que estemos juntos.
Este amor imposible flotará en el tiempo.
Tu vida y la mía seguirán su camino
Y el ángel que nos acompaña
Cantará a nuestro oído
Y seremos uno
Más allá de todo.
186
Los autores
El cuaderno de Renata
Alejandro Liscano
(Cali, Colombia 1971)
Psicólogo (Clark University, MA, USA), especializado en mercadeo
(ICESI, Cali) y en gestión publicitaria (Universidad Complutense de
Madrid, España); dedicado a la investigación de mercados; docente
universitario en áreas de psicología del consumidor.
Caleño hasta el tuétano (por la ciudad, no por el equipo). Cami-
nante ecológico y buzo; queriendo ver y aprender lo que más pueda
de la naturaleza antes de que acabemos con el planeta.
Lector desordenado pero constante. Desde hace un par de años,
particular interés por las novelas de autores colombianos contempo-
188 ráneos. Columnista de la revista“Colombia SÍ”, encargado de reseñas
literarias. Ganador por “doble U” del segundo puesto en el concurso
de poesía de la Universidad San Buenaventura (Cali, 2002).
Andrea Serna
Autodidacta, estudiosa de la literatura y del periodismo literario. Ha
desarrollado proyectos de emprendimiento y de innovación tecno-
lógica, lo que le ha permitido dedicarse a la docencia universitaria,
y participar en proyectos de educación y tecnología con algunas
universidades de la región.
Emilio Aljure
Nacido en Cali (1933). Casado con la psicóloga Sixta Paz. Abogado
de la UNal de Colombia, Médico de Univalle, Ph.D (Neurofisiología)
de Columbia University. Profesor universitario por decenas de años
(Ciencias Fisiológicas, Facultad de Salud, Univalle). Ex Rector de la
Universidad Nacional de Colombia y de Universidad del Valle (1)
(1998-1999). Ex Congresista (Lista Galanista), exdirector del ICFES 189
(Virgilio Barco), Ex consejero Presidencial de Derechos Humanos
(Virgilio Barco). Miembro fundador del Consejo Nacional de Acredi-
tación de la Educación Superior. Lector apasionado de literatura. He
tratado de escribir decentemente textos que atañen a mi oficio: clases,
seminarios, artículos para revistas científicas especializadas. Envidio
(buenamente) a quienes lo hacen literariamente, es decir, con arte, y
trato de aprender de ellos. Tengo la ilusión de que todavía no es tarde,
pese a la inexorable aproximación al final de la trayectoria.
E-mail: emiljure@cable.net.co
Fernando Gallego
Ingeniero sanitario de la Universidad del Valle, promoción 1970. Buen
lector, mal escribidor y pésimo perdedor.
Fernando Jaramillo
Para entregar un producto digno de mis suscriptores en el blog que
manejo sobre noticias de Gabriel García Márquez, (http//memora-
biliaggm.blogspot.com) asisto al Taller de Escritura para tratar de
escribir menos mal de como lo hago. Tengo por orgullo el Diplomado
que me otorgó la Universidad Tecnológica de Bolivar en Conocimiento
Vital del Caribe, que es un grado en García Márquez. Quien llegue a
estas líneas está invitado a darle un vistazo a ese blog:
Isabel Prado
Nací en Buga, Valle del Cauca, en junio 27 de 1960. Estudié Lenguas
Modernas y Literatura en la Universidad del Valle. Me encanta leer
y después de muchos años siento la curiosidad por saber si tengo el
talento para contar historias cortas con algo de humor y mucho de
profundidad o viceversa.
Julián Enríquez
1973, Cali. Autor inédito sin palmarés.“Exterminio” se presenta como
un texto de actualidad (en relación con el 9/11). A partir de una si-
tuación hipotética, algo humorística, se pretende poner de presente 191
el fundamentalismo por un lado y la cacería de brujas por el otro.
Santiago de Cali, (1973).
Jannis Estacio
Hace dos años recibí un diploma de la Universidad del Valle que decía
“Psicóloga”; pero desde entonces la vida me ha mostrado que no es
mucho lo que sé. He tenido un impulsivo deseo por aprender sobre
las manifestaciones de la conducta humana de una manera distinta
a la propuesta por los manuales y los “humanistas”. Respeto y amo el
psicoanálisis, tal vez por eso me dedico entonces a leer cuanta novela
se me atraviesa; también me gusta el teatro -leerlo, verlo y una vez
intenté practicarlo-. Soy apasionada al cine independiente, a uno que
otro género musical y me deleito con las artes plásticas. Aunque no
El cuaderno de Renata
Winston Espejo
Ingeniero Químico de profesión, intentando escribir por esperanza
y tozudez. O tal vez por desesperanza e inquina. Nacido en Cali.
Con dos colecciones inéditas de cuentos, una de malos poemas, y
una novela, apenas leída por un ocioso, de la cual aún no sabe si
debe arrepentirse. Fue finalista en dos concursos de cuento: Palabras
Autónomas 2006 y Concurso Bonaventuriano 2008. Goza de un gran
reconocimiento por parte de su madre.