Está en la página 1de 196

El cuaderno de Renata

El
Renata

Ministerio de Cultura

Taller de Escritura
de la Biblioteca Departamental del Valle
El cuaderno de Renata / Julio César Londoño, edición y prólogo;
Constanza Lema Botero ... [et al.]. -- Cali: Impresora Feriva,
2009.
190 p.; 24 cm.
ISBN 978-958-44-6159-9
1. Literatura colombiana – Colecciones. 2. Poesía colombiana –
Colecciones. 3. Crónicas – Colecciones. 4. Cuentos colombianos –
Colecciones. 5. Ensayos colombianos – Colecciones. 6. Estilo
Literario - Ensayos, conferencias, etc. 7. Crítica literaria - Ensayos,
conferencias, etc. I. Lema Botero, Constanza. II. Londoño, Julio
César, 1953- , ed.
Co868.6 cd 21 ed.
A1242615

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

© Julio César Londoño


© Biblioteca Departamental del Valle
© Ministerio de Cultura
Diciembre de 2009

ISBN 978-958-44-6159-9

Impreso en los talleres gráficos


de Impresora Feriva S.A.
Calle 18 Nº 3-33
PBX 524 9009
www.feriva.com
Cali, Colombia
A
Ernesto Fernández
sintáctico
Contenido
Prólogo.................................................................................................. 11

Ensayos
El significado de nuestro castellano......................................... 14
Constanza Lema Botero

Las dudas de un escritor en ciernes.......................................... 17


Emilio Aljure

Subjetividad y lenguaje............................................................... 18
Eduardo Botero Nicholls

Europa ingrata, xenófoba y homicida....................................... 23


Fernando Gallego

De la lengua y otras cositas........................................................ 30


Isabel Prado

Violencia, performance y teatro................................................. 34


Orlando Cajamarca

El sentido de la velocidad........................................................... 39
Piedad Villegas

Círculos y variaciones.................................................................. 45
Iván Olano Duque 7
Cuentos

Nostalgia de campanas............................................................... 52
Rodrigo Escobar Holguín

A la orilla del olvido..................................................................... 55


Andrés Ceballos Ramírez

La Donna........................................................................................ 60
Ana María Gómez

Padre: no registra.......................................................................... 62
Alejandro Liscano
El cuaderno de Renata

Magnetosuicida............................................................................ 66
Alexander Ortega Gribenchenco

El inglés.......................................................................................... 72
Andrea Serna

Malicia indígena........................................................................... 77
Constanza Lema Botero

Un cuento de un cuento.............................................................. 80
Fernando Gallego

Doctor Leguizamón...................................................................... 81
Gladys Franco

Hasta cuándo................................................................................. 82
Gladys Franco

La penúltima carta....................................................................... 86
Gladys Franco

La eternidad.................................................................................. 88
Gabriel Ruiz Arbeláez

Primera comunión........................................................................ 90
Hernando Aldana Velásquez

Monólogo de la Madonna........................................................... 96
Isabel Prado
8
Exterminio..................................................................................... 99
Julián Enríquez

Una manera de morir................................................................ 104


Jannis Estacio

El monito basurero..................................................................... 107


Jesús David Valencia Ramírez

Encuentro en el samar............................................................... 113


Leonor María Fernández Riva

Treinta y uno................................................................................ 118


Layla Montoya Hammar
Dos gallinas sin cabeza.............................................................. 122
Layla Montoya Hammar

La enemiga interior.................................................................... 125


Leidy Kirley Rivera

El patrón....................................................................................... 127
Orlando Cajamarca

Los cuatreros............................................................................... 130


Sandra Patricia Palacios

Demasiado tarde......................................................................... 131


Sandra Patricia Palacios

Las mujeres de Almifar............................................................. 134


Sandra Patricia Palacios

El borracho y la bailarina sicóloga.......................................... 138


Winston Espejo

Resplandor metálico.................................................................. 144


Ximena Aldana

Crónica

El premio Rómulo Gallegos otorgado a


Cien Años de Soledad.................................................................... 152
Fernando Jaramillo
9
Un poema de leyenda................................................................ 158
Jorge Benalcázar Villacís

La pasión del castellano............................................................ 162


Jorge Benalcázar Villacís

Poesía

El poder de las palabras (Poemas).......................................... 168


Ana María Gómez

Cadáveres flotantes.................................................................... 169


Ana María Gómez
El cuaderno de Renata

Y esperar que la vida te cure las heridas............................... 170


Ana María Gómez

Y fuimos el amor......................................................................... 171


Ana María Gómez

Ciudad ebria................................................................................ 172


Gabriel Ruiz Arbeláez

Nuestra pequeña guerra........................................................... 174


Leonor Fernández Riva

Creo............................................................................................... 175
Manuela Botero

La Cali de los ángeles condenados......................................... 176


Manuela Botero

Confesiones de punta y piel..................................................... 178


Manuela Botero

Recordando a Penélope............................................................. 179


Manuela Botero

Sueños pesados........................................................................... 181


Manuela Botero

Muñeca......................................................................................... 182
Manuela Botero
10
Mercuria....................................................................................... 183
Manuela Botero

Algún día...................................................................................... 184


Sandra Patricia Palacios

Fuego............................................................................................. 185
Sandra Patricia Palacios

Amor imposible.......................................................................... 186


Sandra Patricia Palacios

Los Autores.................................................................................... 187


Prólogo

¿Se puede enseñar a escribir? Por supuesto que sí, aunque los
escritores se empeñen en hacernos creer que lo suyo es un don
divino, una cualidad marciana, un misterio impenetrable, como la
inteligencia o la telepatía. Cuando se los interroga, responden con
gravedad: “Nadie entiende los misterios de la escritura, y si alguien
los entendiera no podrá enseñarlos, y si alguien lograra enseñarlos
no será comprendido”.
Tampoco digo que sea fácil. Escribir como Dios y la academia
ordenan, seguir al pie de la letra los decálogos de los maestros, le-
vantarse a las cuatro de la mañana y aplicarse durante siete inviernos
al estudio de la preceptiva no garantizan nada.
Las preceptivas y los cánones no garantizan nada porque las
reglas duran muy poco. Los críticos las sacan en limpio después de
estudiar muchas obras exitosas y descubrir en ellas las constantes,
las claves, las argucias, los resortes ocultos de la fascinación. Pero en
cuanto terminan de enunciar sus sabias reglas llega el genio que las
viola de manera magistral y hay que volver a empezar. Además, las
fórmulas y las metáforas se gastan rápido: el primero que comparó
la muerte con el sueño fue ovacionado; al segundo lo chiflaron.
Sí, no hay fórmulas infalibles, nada que garantice la eficacia de
una estructura ni la perduración de un soneto, nadie que pueda
transmitir la genialidad, ni siquiera los genios, pero hay muchas
cosas enseñables: pueden enseñarse, por ejemplo, las normas de la 11
gramática para escribir correctamente, y cómo apartarse de ellas en
ciertos casos para escribir mejor, para librarse del corsé de la corrección
y ganar fluidez. Se puede advertir que en el ensayo son menos graves
los errores intelectuales que los defectos sicológicos (la exhaustividad,
la pedantería, el mal humor). No está de más recordar que el cuento
gira en torno al argumento y la novela en torno a los personajes; es
decir, que “el cuento trata del crimen; y la novela, del criminal”. Que
la frase: “El criminal es el artista y el detective apenas el crítico” es
divertida pero falsa, como la boutade de los Goncourt: “El arte es una
facilidad innata y una dificultad adquirida”. Que el buen poema se
reconoce porque se lo puede mejorar fácilmente. Que si al señor K
lo aterra la página en blanco debe cambiar de oficio; o de papel. Que
las musas existen, por supuesto, pero sólo soplan sobre los aplicados.
El cuaderno de Renata

Y que después de Rimbaud no ha nacido ningún genio: todos han


sido hechos a mano.
Me hice todas estas consideraciones cuando me ofrecieron la
dirección del taller de escritura de la Biblioteca Departamental… y
rechacé el ofrecimiento porque, la verdad, la idea de dirigir talleres
no me seduce no tengo vocación de apóstol de las letras y me de-
primen las planas de los aprendices de escritor pero finalmente me
convencieron la directora de la Biblioteca, la inteligente (y buenísima)
Patricia Alaeddine, y el apoyo de Renata, la Red Nacional de Talleres
de Escritura Creativa del Ministerio de Cultura, y empecé a trabajar
el 21 de junio de 2008, día del solsticio de verano, con un grupo que
resultó extraordinario (¿manes del solsticio?).
Es una feliz combinación de adultos que aportan su experiencia
y de jóvenes llenos de talento y entusiasmo. Hay estudiantes de
literatura, humanistas, dramaturgos, periodistas, artistas, hombres
de ciencia. Por eso las sesiones del taller pueden desembocar en
una discusión sobre astrofísica, ética, biología, música, neurología
o cualquier otro asunto. Fue un resultado sorpresivo: sólo aspirába-
mos a ser un taller de escritura y nos encontramos con un centro de
pensamiento estimulante y muy divertido (la risa no está excluida)
con énfasis en literatura.
Esta heterogeneidad del grupo garantiza que los textos que los
estudiantes someten allí al examen de sus condiscípulos resulten
analizados desde muchos ángulos y adquieran una consistencia
notable. De la severidad de la crítica de este grupo no escapa nada,
ni siquiera los escritos del director. ¡Cuánto hemos aprendido todos
en los debates del taller!
12 El volumen que el lector tiene en sus manos es dispar por la
misma disparidad del grupo, y no tiene pretensiones antológicas: es
más bien una especie de memoria del taller. Cada estudiante eligió
de su producción algunos cuentos, ensayos, crónicas o poemas, y con
ellos armamos un libro que aspira a enseñar y a divertir, a intrigar
y a conmover.
Pido a los dioses del verano que algún vestigio de la felicidad con
que fue compuesto alcance al lector.

Julio César Londoño


Ensayos
El cuaderno de Renata

El significado de nuestro
castellano
Constanza Lema Botero

C
omo todos los países que han sufrido largos procesos de co-
lonización, Colombia padece de un mal llamado “desarraigo
lingüístico”. Así como extrañamos la patria en el exilio, así
extrañamos nuestras lenguas precolombinas, que sí sabían nombrar
los pájaros, los vegetales, los utensilios y los sentimientos autóctonos.
“Lo más humillante de la Conquista –escribe en alguna parte William
Ospina– fue que tuvimos que aprender a cantar y a rezar en la lengua
de los enemigos”. Fue tan evidente el desprecio de los españoles hacia
nuestras lenguas originales que palabras tan hermosas para nuestros
aborígenes como wache que significaba pobre y waricha, princesa,
fueron degradadas en vocablos tan innobles como guache, atarbán;
y guaricha, prostituta.
Si tenemos en cuenta que el lenguaje es la expresión del pensa-
miento, es fácil imaginar la confusión que debió de sufrir el indígena
cuando quiso expresar pensamientos americanos en una lengua ex-
tranjera y traducir sus sentimientos americanos al castellano. O para
decirlo con un poeta africano: “Qué difícil expresar con palabras de
París las ansiedades de un corazón de Senegal”.
Todo para él fue entonces confuso; ya no podía significar como
lo había hecho siempre, cuando lengua, entorno y cultura eran un
14 complemento armónico. Todo fue más difícil para él –trabajar, con-
versar, divertirse, sentir–. Y quizás lo sigue siendo, y por la misma
razón, para nosotros.
¿Qué clase de comunicación desarrollaron nuestros indígenas
durante la Conquista y la Colonia? Es difícil responder con exactitud
pero casi puedo asegurar que fue, en todo caso, precaria, muy inferior
a la comunicación de los tiempos precolombinos, y que estuvo signada
por el odio y la incomprensión. Odio al extranjero e incomprensión
con el vecino.
La representación mental –operación netamente verbal– que el
indígena tenía de la realidad se le volvió muy confusa. Sus necesida-
des e intereses se distorsionaron y le resultó difícil, incluso, conservar
las relaciones interpersonales en términos cordiales. El mantener una
relación biunívoca entre mente y habla fue imposible, y esta es una de
Ensayos

las razones por las cuales la palabra diálogo nos queda grande. Todos
conocemos cuáles son nuestras necesidades y problemas básicos, y
estamos de acuerdo en ello, pero a la hora de discutir las soluciones
nos enfrascamos en discusiones bizantinas. Es como si habláramos
lenguas distintas. O como si aún no supiéramos reflexionar en cas-
tellano. Tal vez tiene razón Antonio Caballero cuando afirma que en
Latinoamérica no ha habido pensadores porque aquí el ruido no nos
deja percibir el sentido.
El trauma lingüístico de la Conquista es evidente y medible en
la literatura americana: por lo menos trescientos años nos llevó a
los americanos producir textos literarios de valía. Las letras esta-
dounidenses “cuajan” en la primera mitad del siglo XIX, con Edgar
Allan Poe y Nataniel Hawthorne. En Colombia tuvimos que esperar
hasta la segunda mitad, cuando Jorge Isaacs y José Asunción Silva
escribieron las primeras páginas de indudable valor literario que se
produjeron en este país
Claro que no podemos achacarles todo a la lingüística y al español.
El cuadro colombiano se complica con otros factores de perturbación:
la exclusión de la participación política y económica de grandes secto-
res de la sociedad; la falta de autonomía de la nación por causa de las
injerencias extranjeras; la falta de credibilidad de nuestros dirigentes;
y los grupos alzados en armas, factores todos que han multiplicado
hasta el delirio nuestros problemas sociales.
Qué hacer en una situación como esta, nos preguntamos todos.
La respuesta es arisca. Pero es indudable que sea cual sea la solución,
la educación en general y el lenguaje en particular tendrán que ser
tenidos en cuenta. No olvidemos que“gracias al lenguaje una persona
ocupa un rol social”(M.A.K Halliday) y que“el lenguaje permite sacar 15
conclusiones sobre la estructura de la sociedad” (William Labov).
Si aceptamos que una de las causas de la fragilidad de nuestra
estructura social estriba en la precariedad de sus canales de comu-
nicación, entonces es pertinente conocer las funciones del lenguaje.
Recordemos cuáles son estas en el criterio de dos destacados lin-
güistas.
Frank Smith y M. Halliday (Revista Lenguaje, Universidad del Valle,
1982) se inscriben en un contexto social y afirman que el lenguaje ex-
presa sentimientos, necesidades y relaciones de causa y efecto, y que
mediante el lenguaje el individuo construye su relación con el otro e,
incluso, su propia identidad. Afirman también que en el lenguaje hay
una“negociación del significado”cuando reconocemos al interlocutor
y queremos comunicarnos con él. Es como crear diferentes formas
El cuaderno de Renata

de comunicación según el interlocutor. En cada conversación surgen


diferentes gestos verbales y corporales, timbres de voz, silencios o
pausas, entre otras tantas negociaciones que se van tejiendo en el
habla interactiva.
Y ya que mencionamos lo social, echemos, antes de terminar, una
rápida mirada a nuestra realidad. Por una parte, vivimos una situación
que nos abruma con deprimentes índices económicos, alarmantes
estadísticas de criminalidad y una larga espiral de odios. Por otra,
existe una realidad que nos permite abrigar esperanzas: riqueza de
recursos humanos y naturales, conciencia de la crisis y repudio ge-
neralizado y creciente de la violencia, venga de donde venga.
A la sociedad y a los gobernantes les corresponde hacer lo suyo
para enderezar los índices socio-económicos. A los educadores,
optimizar las funciones del lenguaje; esto debe ser un imperativo
en los currículos de castellano. Quizás entonces podamos unir de
nuevo lenguaje y pensamiento, educar a jóvenes que sepan nombrar
su entorno y sus ideas, hombres y mujeres capaces de construir un
país de verdad, y líderes capaces de imaginar escenarios en donde
quepamos todos.

16
Las dudas de un escritor
en ciernes
Emilio Aljure

S
i fuera fácil escribir con belleza y sustancia ya lo habría he-
cho, y profusamente. Colmaría viejos anhelos que todavía me
apremian y cumpliría de paso los obligantes mandatos de
Julio, mi profesor.
Pero, ¿cómo superar la falta de concordancia entre ideas y pro-
pósitos y entre propósitos y realizaciones? ¿Cómo resolver el divor-
cio entre imágenes e ideas alimentadas por memorias y fraguadas
en el complejo universo electroquímico del cerebro y los procesos
mecánicos propios de la escritura? ¿Cómo si, peor aun, el divorcio
ya existe entre esas imágenes e ideas y la elaboración cerebral de los
programas que permiten plasmarlas en el mundo exterior? ¿Y cómo
dar apropiada cabida a requerimientos del inconsciente sin que se
desborde exageradamente? ¿Y cómo atender al severo censor que he-
mos construido en nuestro interior sin que se frustren el flujo legítimo
de la emoción y los llamados amigables al disfrute del placer?
Y, suponiendo que tengamos la virtud, por supuesto sin mérito
propio alguno, de que todo esté enlazado a la perfección en esa mis-
teriosa cascada cerebro-mente-voluntad-acción, ¿por qué pretender
que esas imágenes o esas ideas resulten atractivas para alguien
distinto de nuestro yo, demasiado generoso consigo mismo? Y si por
fortuna fueran de interés para algunos amables lectores, ¿cómo lograr 17
que se trasmitan con gracia? Y si, por fin, sometidas al rigor de una
introspección severa, uno calificara de bellas ciertas imágenes que
su cerebro construye, o fuertes algunas ideas que concibe, ¿cómo
hacerles justicia en la palabra?
Por supuesto, quedaría el menos ambicioso y poco poético recurso
de llegar a ser narrador de acontecimientos que por lo general ya
todos conocen, o el intérprete de realidades que, inexorablemente,
cada lector potencial padece o disfruta a su manera. No parece su-
ficiente.
Cali, agosto de 2009
El cuaderno de Renata

Subjetividad y lenguaje

Eduardo Botero Nicholls

S
omos sujetos por estarlo al lenguaje.
Puede considerarse verdad irrefutable que al ser humano,
cuando nace, lo primero que se le ofrece es otro ser humano,
un prójimo. Nacemos en una relación social y estamos condenados
a esta verdad imperativa, tanto como la otra de hecho implicada, la
de que nacemos de otro ser humano.
Verdades irrefutables, ambas producen por lo menos dos reac-
ciones diferentes en quienes las escuchan. Una de ellas es de fastidio
inocultable: “¡Síiii! ¡Y qué!”, como queriendo decir: no perdamos
el tiempo hablando bobadas… Otra reacción muestra el asombro:
“Ajá… ¡Qué bien!”
Debo decir que cuando las escuché por primera vez mi reacción
fue la segunda y creo que se produjo porque por entonces en la Facul-
tad de Medicina se discutía ardientemente acerca de si el ser humano
debía ser tomado como un ser biológico, psicológico o social. Discutir
ardientemente significa que entre quienes participábamos parecía
que se ponía en juego algo más que el prestigio académico. Era como
si de establecer cuál era la verdad se derivaran consecuencias en la
respectiva estima que cada uno tuviera de sí mismo.
Recuerdo haber escuchado por primera vez esa verdad de boca
de un profesor de sociología de la salud que se declaraba enemigo
acérrimo del psicoanálisis, al que consideraba ciencia de la burguesía
18 y de la degeneración sexual. No solamente se trataba de un profesor
que preparaba con seriedad sus clases, sino que además estimulaba,
con la vehemencia del sabio, nuestra participación activa durante el
desarrollo de ellas.“Quien asiste (a clase), tiene 3; quien persiste, tiene
4 y quien insiste, tiene 5”, era su brújula para evaluarnos.
Años después, cuando ya me había orientado por el ejercicio
del psicoanálisis, en plena preparación me encontré con que esa
afirmación la hacía el mismísimo Sigmund Freud, fundador de la
disciplina que nuestro buen profesor de sociología despreciaba
con encono. Y lo que a continuación leí, en el cotejo obligatorio con
otras fuentes del mismo y de otros autores, vendría a justificar las
razones, entonces desconocidas, por las cuales había reaccionado
con asombro, años atrás, frente a la afirmación: el ser humano nace
en una relación social.
Ensayos

No es una paradoja
Uno podría pensar que nacer significaría soltarse de la sujeción a la
madre a través del cordón umbilical, el que debe cortarse y anudarse
a unos cuatro dedos de distancia de lo que será el futuro ombligo
del sujeto. Pero la frase misma revela la aparente paradoja: nos des-
sujetamos para convertimos en sujeto.
No así no más. Pues lo que pasa a sujetarnos ahora no es una cosa
material sino algo diferente: quedamos sujetos a un vínculo social.
Esta sujeción es a otro precio, si cabe la expresión.
Mientras estamos sujetos a la madre a través de cordón y pla-
centa, lo único que hacemos es flotar. Pero, ¿qué digo? ¿Hacemos?
Para conjugar el verbo hacer y cualquier otro verbo es necesario el
pronombre. ¿Somos alguna, cualquiera, de las personas del singular
o del plural (no discriminemos ni gemelos ni mellizos ni hermanos
por la madre pero de padres diferentes que comparten el mismo lago
amniótico)? Lo que flota es lo que se llama feto y debemos agradecer
que en siglos pasados no existieran partidarios de los lenguajes polí-
ticamente correctos porque después de nacidos no nos llamaríamos
bebés sino post-fetos.
En el vínculo social la otra sujeción, nuestra supervivencia, de-
pende absolutamente de quien nos cuida. Tanto de la forma en que
da cuenta de que nos deseó como en los términos en que el cuidador
se relaciona con todo lo que significa hacer parte de la cultura: darnos
un nombre propio, inscribirnos en un lugar de la genealogía, todo
esto y mucho más, a través de la acción repetida de cuidarnos con el
alimento, con el abrigo, con el refresco, con el alivio, con el mimo.
Desprovistos al nacer de un yo propio quedamos a merced del 19
suyo, sujetos a su deseo y a la forma en que transmite el discurso de
la cultura. Si ha apostado a las ventajas de aprender a hablar, a pensar,
a sentir y a actuar en las condiciones puestas por la cultura a la que
pertenece, debemos celebrarlo. Si no, hay que cruzar los dedos…
Por ejemplo, si nos ha tocado en suerte una cuidadora ejemplar-
mente adscrita a la racionalidad y vacunada contra toda fantasía e
imaginación, esa señora (¿esa sujeto?) dirá, amparada en su saber,
que para qué hablarle a un bebé si este no entiende. La verdad no
siempre nos hace libres y lo que ella afirma es una, como se dice,
verdad de a puño. Pero aquí podemos contribuir a la restitución del
prestigio de la imaginación* de esa cuidadora, aparentemente loca,

* La loca de la casa, de Teresa de Ávila


El cuaderno de Renata

que habla a su bebé independientemente de que este no entienda


lo que le dice.
El cambio de una sujeción (fetal) por otra (neonatal) nos prepara
para algún día llegar a poseer una realidad mental con la cual poda-
mos pensar, sentir y actuar. No hay, pues, paradoja: todo es asunto de
palabras. En efecto, la palabra sujeto puede ser usada como participio
adjetivado cuando decimos “la cuerda estaba bien sujeta”, “el feto es-
taba bien sujeto a la placenta”. O bien cuando significamos uno de los
términos de la oración: “En la frase ‘Juan ama a Estela’, Juan es el suje-
to”. O bien como asunto: “El sujeto de esta reunión es…” (poco usada,
por cierto). O bien en forma descriptiva con cierto dejo peyorativo: “La
policía capturó a un sujeto que portaba un arma sin salvoconducto”.

Sujetos en un vínculo social


Sujetos al vínculo social, este se nos transmite en forma de lenguaje.
Se trata de lo que los psicoanalistas llamamos el discurso del Otro, y
la mayúscula la empleamos para diferenciarlo de ese “otro” que es el
cuidador, agente de la transmisión dirigida a nosotros de aquel discur-
so del Otro. Todo discurso es una forma de vínculo social, también.
Lo que llegamos a poseer como realidad mental es lo que deja
esa transmisión. De ahí que los psicoanalistas (en verdad, no todos)
sostengan que el inconsciente está estructurado como un lenguaje),
porque por realidad mental se entiende la que Occidente concibe
después del descubrimiento freudiano.
La madre, que es quien más frecuentemente hace las veces de
cuidadora, es la intermediaria entre la cultura y el bebé, a quien asiste
20 valida del modo como ella se inscribe en la cultura, es decir, con su
singular realidad mental, como sujeto. Esto quiere decir que ella cuida
al bebé con la totalidad de su psiquismo: consciente e inconsciente;
yo, ello, superyó…
No se trata solamente de la forma en que cuida sino de cómo
transmite su palabra al niño. El vínculo entre forma de cuidar y
transmisión verbal cumplirá un papel fundamental para que el
bebé llegue a poseer su respectiva realidad mental, su condición
de sujeto.
La forma de cuidar tiene una característica que es esencial: la
repetición del cuidado, hora tras hora, día tras día. La repetición crea
las condiciones para que el infante* empiece él mismo a representarse

* De ‘infans’, sin palabra.


Ensayos

la realidad, lo que se denomina representación de cosa, al poner en


marcha su capacidad sensorial, al principio y principalmente visual
y táctil. Al ser capaz de percibir, la repetición conduce a recordar.
Como la percepción del objeto que cuida se liga a la experiencia de
satisfacción (alimento, abrigo, mimo), el efecto es la memoria de la
experiencia misma ligada a la representación.
Pero el infante también “mama” las palabras que la madre le ofre-
ce. Con las palabras que escucha y mediante un complejo mecanismo
de asociación, las representaciones de cosa pasan a ser convertidas
en representaciones de palabra sin que por ello desaparezcan las
primeras.
A partir del momento en que la representación de palabra co-
mienza a poblar la realidad mental del niño este deja de ser infante
y el proceso lo coloca en condiciones de transformación mediante la
cual de ser exclusivamente hablado por el otro ahora puede hablar
con el otro.
Antes no tenía otra manera de llamar al cuidador que mediante
el llanto. El llanto del niño es una verdadera forma de comunicación
que convoca al cuidador y le exige a este un ejercicio de descifra-
miento que puede compararse con el realizado por Champollion con
los jeroglíficos egipcios. Ahora ya puede llamar al otro con palabras.
Al principio con los fonemas, después con las sílabas, luego con la
repetición de sílabas, más tarde con frases, etc.
Con todo lo que significa acceder a un lenguaje, la satisfacción
que se obtiene jamás será absoluta porque el lenguaje es invención
humana y los humanos, a diferencia de los dioses que no pueden
equivocarse porque, siendo eternos, de hacerlo estarían condenados
a sufrir por toda la eternidad, podemos celebrar la impertinencia 21
del equívoco porque somos mortales y contamos con la posibilidad
de descansar algún día si es que el equívoco nos hizo sufrir hasta la
obsesión.
De esta manera, pues, decimos que el lenguaje es el responsable
de la existencia de nuestra realidad mental, de nuestra subjetividad,
de que podamos asumir una historia de vida en la que indefectible-
mente muchas veces encontraremos el sufrimiento cuando busque-
mos la felicidad, o viceversa. ¿Por qué no?

Envío
A quienes lean este ensayo debo advertirles que fue realizado como
ejercicio en el taller de literatura RENATA, dirigido por Julio César
El cuaderno de Renata

Londoño en la ciudad de Cali. Temas más específicos dentro del sujeto


de este ensayo, sobre todo la forma en la que los psicoanalistas usan
la lingüística y la lógica formal para representar matemáticamente
la realidad del inconsciente estructurado como un lenguaje, no han
sido abordados aquí pues mi intención es la de privilegiar la utilidad
que los conceptos puedan brindar, a través de un ensayo divulgativo,
para propósitos de tipo pedagógico, por ejemplo, los que involucran
a gestantes y a padres adolescentes.
Ahora que la crisis social arrastra también los discursos que
pretenden explicarla (porque las cosas son ellas y lo que se dice de
ellas), me pareció pertinente este tema que me concierne personal
y profesionalmente desde mucho antes de que los discursos sobre
lo social entraran en esta inverecunda crisis de promoción del dios
mercado, el pensamiento políticamente correcto y la proliferación
de esos que Marx denominó “voceadores más chillones”, de quie-
nes dijo eran los únicos en tener éxito cuando lo que campea es “el
mal humor pusilánime en las masas”. Beneficia a estos voceadores
chillones que la importancia conceptual de lo social desaparezca.
Y porque abomino la pusilanimidad, quisiera mantener invicto mi
desprecio para con ellos.
De esto se trata, ni marx ni menos.
Santiago de Cali, junio 4 de 2009

22
Europa ingrata, xenófoba
y homicida
Fernando Gallego

E
l primer exterminio sistemático de una población, la primera
expropiación de un territorio, la primera rapiña del alimento
de un conglomerado humano fue perpetrado por nuestros
antepasados, los mal llamados Cromañones (homo sapiens moderno)
en lo que hoy llamamos Europa, y sus víctimas fueron nuestros
pacifistas abuelos los Neandertales (homo sapiens neardentalensis). La
humanidad había tomado dos rumbos paralelos, que con el tiempo
se fueron diferenciando. Los hombres de Neandertal se afincaron
en la mayor península asiática y durante más de doscientos mil años
supieron enfrentar los terribles fríos de una era especialmente fría,
el último periodo glacial. Se organizaron en clanes y con infinita
paciencia fueron aprendiendo todo lo necesario para asegurar su
supervivencia. La otra rama, salida también de la misma sala-cuna,
África, se fue regando por todo el resto del orbe y llegó temprana-
mente a poblar Asia, Australia y un poco más tardíamente América.
La diversidad ambiental los fue diferenciando. Los que después lla-
maríamos Neandertales eran bajos de estatura, robustos, musculosos
y conservadores; los Cromañones, más altos y esbeltos, hábiles en la
fabricación de armas y en sus técnicas de cacería.
Los Cromañones llegaron hace unos cuarenta mil años a la pe-
nínsula de los Neandertales. El saqueo y exterminio les tomaron más 23
de diez, quizá veinte mil años, pero fueron exhaustivos: no quedó
ningún Neandertal. Quienes alguna vez aseguraron que quizá los
vascos serían el último reducto Neandertal, todavía no conocían las
magias del genoma humano.
Quizá este genocidio esté representado en el mito de Caín y Abel,
pero lo único seguro es que quedó impreso en el alma de los Croma-
ñones: le cogieron gustico al saqueo, a la sangre y a la guerra.
Dejemos a estos nuestros abuelos –me refiero a quienes nos
legaron nuestro componente genético de hombres blancos (ojalá y
fuera bien poco) – y trasladémonos a tiempos históricos.
El imperio romano, el sanguinario imperio de la Pax Romana.
Chuzando técnicamente barrigas se apoderó de toda la cuenca del
Mediterráneo, de las Galias, de las islas británicas y de buena parte de
El cuaderno de Renata

lo que hoy es Europa. Un millón de muertos, un millón de prisioneros


convertidos en esclavos y ochocientas ciudades galas destruidas es
un solo ejemplo de lo que orgullosamente pueden incluir en su hoja
de vida estos europeos de hace dos mil años. En la última retaliación
contra la díscola provincia de Judea, según el historiador Josefo, no
les tembló la mano para dejar dos millones de judíos con el corazón
aquietado. En el exterminio de los cartagineses no dejaron piedra so-
bre piedra, salaron todo el territorio alrededor de la ciudad en varios
estadios a la redonda y no quedó ni quién contara el cuento.
La sangrienta historia de Europa continuará sin interrupciones.
Si bien es cierto que sufrieron las invasiones de los llamados “bárba-
ros” (los griegos llamaron así a todos los pueblos que no hablaban el
griego; era un término peyorativo) casi siempre fueron escalonadas.
Primero las hordas asiáticas caían sobre los pueblos germánicos; estos
se replegaban e invadían a los galos; estos continuaban descendiendo
y los últimos en sufrir las consecuencias eran los pueblos mediterrá-
neos. No se tiene información cierta sobre estas inmensas matanzas
ni hay modo de cuantificarlas. Pero la sangre humana continuaba
fertilizando todo el suelo europeo.
Demos otro salto en el tiempo y ubiquémonos en el año mil cien.
Europa, cansada de derramar su propia sangre, se dejó convencer por
un papa ladino y asesino y se lanzó contra los pueblos del Profeta,
y so pretexto de reconquistar para la cristiandad los lugares santos
regó con sangre cristiana, judía y mayoritariamente musulmana el
Oriente Medio. Me refiero a las cruzadas. De allí salieron con el rabo
entre las patas, pero no escarmentaron.
Una vez regresados los matones francos a su tierra fueron acica-
24 teados por otro papa asesino y su furia se concentró en la más rica y
próspera región de la Europa cristiana. Los pobladores del suroriente
francés, los llamados albigenses o cátaros, fueron acusados de herejía,
sistemática e implacablemente expropiados y exterminados por estos
nuevos soldados de Cristo en lo que se llamó la cruzada contra la
herejía cátara. Cuando cayó la primera fortaleza, Miguel de Montfort
preguntó al obispo: “¿Cómo puedo diferenciar a los cristianos de los
herejes”. La respuesta fue lapidaria: “Mátelos a todos que allá arriba
el Señor sabrá distinguir”.
Más tarde aparece el Santo Oficio, que compitió en la quema de
pobres infelices con los protestantes, durante varios siglos. Algunos
historiadores calculan que los santos padres de la iglesia católica
torturaron y achicharraron en hogueras a unos cinco millones de
personas en quinientos años. Entre ellas figuraron personajes de gran
Ensayos

valía como Giordano Bruno, a quien después de siete años de torturas


lo quemaron en una plaza en Roma. Miguel Servet, quien postuló
la circulación de la sangre antes que nadie, también fue salvado del
fuego eterno por el acariciante fuego de la Inquisición.
La Noche de San Bartolomé es otro lindo ejemplo de celo y piedad
religiosos. Esa noche, arriadas por quién sabe quién –en todo caso
usaba faldones negros–, las turbas católicas salieron plenas de fervor
místico a linchar protestantes, llamados hugonotes, en toda Francia.
Se calcula en diez mil los demonios protestantes destripados en esa
jornada.
Las guerras de entretención de la nobleza europea no han parado
de derramar sangre plebeya en toda su geografía hasta nuestros días.
Los campesinos europeos tuvieron que sufrir todos los oprobios de
esa nobleza salvaje: sus hijas tenían que ofrendar sus encantos en
su primera noche a su señor, quien no dudaba en cobrar el derecho
de pernada o jus prima noctis; y sus hijos tuvieron que poner el pecho
en las infinitas guerras que sus amados señores se inventaron, y los
siervos debieron alimentar el desenfreno “gourmandesco” de la no-
bleza, las patas de cuyos briosos caballos estaban autorizadas para
pisotear los cultivos campesinos en caso de que una presa de caza
cometiera la imprudencia de meterse por allí.
Llegará pronto la conquista de las ricas Américas. Con la cruz y
la espada los esbirros europeos se encargaron en unos pocos siglos
de acabar con las brillantes civilizaciones americanas. Humillaron
como pocas veces se había visto en la historia a estos pobladores
aprovechándose de su inmensa superioridad bélica: caballos, perros
entrenados, corazas de hierro, armas de fuego, brutalidad sin lími-
tes, tácticas y estrategias guerreras enfrentadas a macanas y flechas, 25
lograron con total facilidad sojuzgar a estos pueblos.
Tenemos excelentes crónicas de los hermanos Gonzalo y Her-
nando Pizarro en el Perú, cuyas iras aun resuenan en el valle sagrado
de los incas. Cuando fueron astutamente empujados hacia las selvas
amazónicas en busca del país de la canela llevaron dos mil perros, y al
acabárseles la comida para estos los alimentaron con indios picados
en presencia del contingente enorme de nativos que acompañaban
a los conquistadores.
Luego vino el saqueo del oro y la plata que enriquecieron a la
corrupta Europa y el fondo de los mares: miles de bergantines, cara-
belas, naos cargadas con toneladas de metales preciosos, duermen
hoy en el silencio de las profundidades marinas. Pero la gran mayoría
de estas riquezas que expolió España solo sirvió para alcahuetear
El cuaderno de Renata

la zanganería de los nobles españoles y de otros de sangres no tan


azules. La España de nobles, soldados, taberneros, frailes, alcahuetas,
putas y mendigos haraganeó durante siglos recostada en el saqueo
de las Américas, cuyas riquezas casi todas fueron a parar también
a las arcas de otros bandidos menos ignaros: franceses, ingleses,
holandeses, italianos, que se quedaron con estos tesoros y con ellos
construyeron con esplendidez la Europa que hoy, ya reconstruida,
nos llena de asombro por la magnificencia de sus palacios, iglesias,
monumentos, ciudades.
Los guanches, primitivos habitantes de las islas Canarias, anti-
guamente llamadas Las Afortunadas, fueron eliminados por hábiles
cazadores de hombres. En 1500 llegaron los españoles, y en pocos
años de los guanches solo quedó el relato.
La cacería de seres humanos como si se tratara de animales con-
figuró un gran negocio que enriqueció a portugueses, ingleses y ho-
landeses, quienes organizaron el comercio de esclavos a gran escala,
trayéndolos a América para remplazar a las diezmadas poblaciones
de indios que no resistieron el infernal trabajo en las minas y en los
campos. Para que los capturados no viajaran de balde, instituciona-
lizaron la caza de elefantes y el marfil fue transportado a hombros
de los negros hasta el puerto de embarque, conocido hasta hoy como
Costa de Marfil.
Si a los negros de Norteamérica les fueran cancelados los salarios
no pagados por los ingleses, hoy gringos, a sus antepasados, por su-
puesto que indexados, todo el rico país del Norte sería de ellos.
Igual ocurrió en el valiente Paraguay, donde los reverendos padres
jesuitas esclavizaron en forma jamás conocida hasta entonces a los
26 guaraníes, a quienes no les dejaron ni el reducto de su propia concien-
cia porque hasta allí llegaron con la confesión. Obligaron a trabajar
gratuitamente a hombres, mujeres y niños durante ciento sesenta
años, en granjas y obras públicas, y se les privó hasta de su iniciativa
personal: los jóvenes eran asignados a dedo para aprender los oficios
en que trabajarían por el resto de sus vidas y las parejas las escogían
los santos padres como si se tratara de granjas para la reproducción
humana. Estas misiones terminaron cuando sus reverencias fueron
expulsados de todo el territorio del imperio español.
Una vez seguros y al amparo de sus armamentos, naves y toda
la parafernalia bélica, se lanzaron a la conquista y pillaje de todo
el orbe. Se apoderaron de todos los continentes y organizaron un
sistemático saqueo de los recursos de las que llamaron sus colonias.
La rica India fue convertida en un país paupérrimo en dos siglos de
Ensayos

dominación. África fue expoliada por una pandilla de países euro-


peos que compitieron por quedarse con todos sus ricos territorios.
A Italia, que se quedó a la zaga, sin colonias en el Continente Negro,
la conciencia de este retraso la acicateó, y el prepotente Duce en el
siglo pasado lanzó sus tanques y bombarderos contra Libia primero,
desmoronando con ellos ejércitos armados de alfanjes y escopetas de
fisto; luego, ebrio por este triunfo, fue por Etiopía donde la historia se
repetiría. El pueblo italiano lloró de alegría cuando Benito Mussolini
anunció en la plaza pública que primero Libia y luego Etiopía eran
italianas.
Los europeos solo fueron francos vencedores en batallas contra
pueblos que no tenían armamentos similares: fueron héroes cuando
guerreaban contra ejércitos armados de flechas, macanas y lanzas,
pero cuando a estos héroes los enfrentó un ejército armado de igual
a igual los aplastó ignominiosamente, todo un continente, por un país
y solo la oportuna ayuda de los Estados Unidos permitió que hoy no
hablen todos alemán.
Como si todo esto fuera poco, la gran carnicería humana de los
europeos apenas comenzaba. Las dos guerras mundiales, llevadas
a cabo en menos de cincuenta años, fueron sin duda el ejemplo de
barbarie más grande que el mundo vio: sesenta millones de muertos
y un poco más del doble de heridos, casi todos los países arrasados,
las muestras de crueldad más salvajes jamás presenciadas, las armas
de destrucción masiva más mortíferas; todo fue válido. Cuando el
Führer solicitó verdugos voluntarios para accionar las palancas que
limpiarían el orbe de judíos, los alemanes acudieron masivamente,
pero la gran mayoría no pudo saciar sus ganas: no hubo ni palancas
ni botones que oprimir para todos. Los países que no intervinieron 27
directamente en la Segunda Gran Guerra, como Suiza, lo hicieron
de fachada.
Suiza fue el banco de Alemania, el proveedor de minerales estra-
tégicos y el ladrón del oro de los judíos. Si hubiese sido verdadera-
mente neutral quizá la contabilidad de muertos en esa conflagración
se habría disminuido en diez millones.
España, que le “mamó gallo” al Führer, se había enzarzado en
una contienda civil en la que la crueldad fue el tono común, con un
saldo de un millón de muertos, entre ellos personajes de gran valía
como García Lorca y Miguel Hernández, vilmente asesinados por
órdenes de un tirano que mangoneó el país a sus anchas por más de
cuarenta años y lo dividió en dos bandos que se odiaban a muerte,
aunque necesariamente vencedores y vencidos habrían de compar-
El cuaderno de Renata

tir la misma tierra. La guerra civil dejó sumida a nuestra madrastra


patria en un atraso no solo económico sino intelectual, ético, moral
y social, hasta el punto que todavía en los años setenta se decía en
Europa que África empezaba en los Pirineos.
Ni qué decir de infamias como la de los belgas en el Congo, en
el cual, cuando fueron obligados a retirarse, dejaron una situación
cocinada por ellos y que ha causado más de un millón de muertos
entre las dos etnias principales de la Ruanda de hoy. Infamias que se
han repetido en todo el orbe. Francia casi acaba con las encantadoras
islas del Pacífico Sur, donde cometió toda clase de tropelías contra
sus inocentes y alegres pobladores.
Las vergüenzas de este perverso arrabal del planeta no terminan
ahí. La xenofobia los carcome. Aunque necesitan mano de obra para
oficios que ellos, tan lindos, se niegan a realizar, les hacen imposible
la vida a quienes, empujados por la miseria de sus países, tratan
de meterse en sus predios en busca de un mendrugo. La Italia del
poco ético Berlusconi, al igual que España, ya tiene aprobadas penas
carcelarias para esos parias que se atreven a profanar su territorio.
Y seguramente pronto toda Europa tendrá en su legislación normas
parecidas.
Pero no terminan aún sus hazañas. Al final del siglo pasado
nos tocó presenciar las limpiezas étnicas en todo el territorio de los
Balcanes, un genocidio tras otro a la vista de “la muda, de la absorta
caravana” y sin que se inmutaran las Naciones Unidas; es más, en
algunos casos con su beneplácito, como cuando la “limpieza” fue de
musulmanes.
Inglaterra y Francia se repartieron los territorios del mundo árabe
28 al finalizar la Primera Guerra y con ella la caída del imperio turco;
pero no precisamente por filantropía: ya sabían del inmenso potencial
petrolero de esos países e instauraron en ellos dinastías corruptas
que les entregaron a precios irrisorios su casi único recurso durante
décadas: el petróleo.Y armaron conflictos que todavía no tienen trazas
de resolverse, como la creación del Estado judío en tierras palestinas,
con el único argumento de que el Señor se las había entregado dos
mil quinientos años atrás, por supuesto, refrendado por sus bombar-
deros y sus tanques.
Son tan cínicos e ingratos que se olvidaron, por ejemplo España,
de que toda Latinoamérica abrió sus puertas a los que huyeron de
la matanza franquista, los apoyó y les consiguió trabajos para que
se asentaran aquí con dignidad. Y ni hablar de la inquina que todos,
tal vez con la excepción de la pérfida Inglaterra, albergan contra los
Ensayos

Estados Unidos, sin cuyo concurso muy probablemente Europa hoy


se llamaría Bundesrepublic Deustchland.
No he pretendido ser exhaustivo en este recorrido por la ruta de
las infamias del Viejo Mundo; el inventario total ocuparía miles de
páginas. Solo he querido hacer un rápido paneo de la historia del
continente que se precia de ser el origen y reducto de la civilización;
de los que miran con desprecio a los países que ellos mismos se en-
cargaron de depauperar, los países que les suministran sus recursos
naturales a cambio de espejitos y abalorios. Claro, respetando las
sacrosantas leyes de la oferta y la demanda.

29
El cuaderno de Renata

De la lengua y otras cositas


Isabel Prado

H
ablando de nuestra lengua y más precisamente del voseo, tra-
tamiento pronominal muy empleado en el Viejo Caldas y el
Valle del Cauca, entre otras regiones de Colombia y América
Latina, los invito a reflexionar, si no lo han hecho ya, sobre su origen
y los diferentes usos que ha tenido a lo largo de varios siglos.
El voseo español se remonta al tiempo del imperio romano y
tenía un valor social de sumo respeto. Era un vos reverencial, usado
con el emperador y después con otras autoridades políticas, militares
y religiosas y podía referirse a uno o dos interlocutores. Se hacía la
distinción entre el tú para una persona de igual categoría y el vos para
una de mayor prestancia o autoridad.
Con el paso de los siglos este tratamiento se volvió más complejo.
Páez Urdaneta cree ver dos variantes sociolingüísticas, como lo cita
en un artículo Norma Beatriz Carricaburo: la pragmaticidad y el sen-
timentalismo. Por la primera se entiende ¨la intención del hablante
de imponer un acatamiento o solicitar un favor¨ y por la segunda, ¨la
distancia o cercanía afectivas asumidas por una relación entre los
actuantes¨,1 léase interlocutores. Después se agregó otra variante
para este uso: la relación impersonal pero formal que se tenía con
muchos.
Luego este tratamiento siguió modificándose por variables como
los cambios sociales –en la clase alta, los nobles y caballeros; en la clase
30 media, los clérigos y en la clase baja, los labradores y mercaderes–. Si
antes el vos sólo se usaba de abajo arriba, de servidor a señor, ahora
se usaba de arriba abajo para indicar distancia social. Se perdió el
sentido reverencial y se impuso el pragmático o de interés.
En el siglo XV se dan nuevas fórmulas de tratamiento debido
al cambio que se produce en la sociedad española con el fin de la
Reconquista. –No me vayan a preguntar cuál Reconquista, o mejor,
que Rodrigo o Fernando Gallego me asistan, si así lo desean, pero me
imagino que los moros intentaron quedarse en la Península después
de las guerras de expulsión–. Los nobles, sin batallas, se dedicaron al
ocio; la burguesía ascendió y se fortificó; y las ciudades crecieron. El

1
El Castellano en la Historia y en la lengua de hoy. Norma Beatriz Carricaburo.
www.elcastellano.org.
Ensayos

rompimiento del orden anterior se dio junto con una expansión del
vos que llevó a desgastarlo; tanto, que se hizo necesaria una nueva
fórmula de respeto: vuestra merced.
Y es éste el castellano que llega a nuestro continente: pero, mien-
tras en la Península se fue desprestigiando el uso de estas fórmulas,
en nuestros lares el voseo siguió y sigue vigente como fenómeno
lingüístico.
Parafraseando a Rufino José Cuervo y para no hacer de mi asunto
un tema más largo, él explica que la pervivencia del voseo en estas
tierras se da por el abuso que de esta forma hacían los españoles
al hablar con los inferiores y que es ésta una prueba más de cómo
trataban a los indios* y a los criollos.2 Y como la moneda tiene dos
caras –yo no sé de dónde salió este dicho. ¿De China? Porque algu-
nas monedas ni la tienen– Lapesa, un crítico español, considera que
este uso americano responde al abandono de distingos sociales y
de normas lingüísticas del conquistador. Yo creo más en lo segundo
porque tengo entendido que fueron pocos los letrados que pisaron
tierra nueva con Colón. Por el contrario, se dice que la reina Isabel
de Castilla desocupó sus cárceles para que fueran los parias de su
reinado quienes se aventuraran con el genovés. ¿Se imaginan ustedes
a estos señores sintiéndose iguales a los desprevenidos indígenas y
queriendo tratarlos de tú a tú? No. Ellos venían a lo que sabemos:
¨liberados a su suerte¨ en tierras inhóspitas, los que no murieron se
impusieron y dejaron parte de la huella que hoy tenemos.
Con la llegada de los conquistadores los indígenas no sólo se vie-
ron abocados a cambiar sus lenguas, vestidos, religiones y costumbres
en general, sino también a percibir un modo diferente de ser tratados
y de tratar al otro. Lo cierto es que este trato prodigado en la época fue 31
determinante en la formación e integración del español americano y
en consecuencia en las relaciones de rango que ha generado.
Y este es mi punto. Yo no sé de estudios recientes hechos al res-
pecto, aparte de la historia del voseo de la señora Carricaburo en
Venezuela y algunos esbozos de su estrecha relación con distingos
sociales. Parece que en este aspecto todo está por hacer, pero siempre
me ha llamado la atención el uso que le dan los paisas y nosotros, los

*
Tengo entendido que a los habitantes autóctonos de estas tierras no se les debe
llamar indios sino indígenas, para distinguirlos de la gente de India cuyo gentilicio
es indio-a y no hindúes, porque éste es el nombre que se les da a los seguidores
del hinduismo.
2
Apuntuaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (1867-1872). Rufino José Cuervo
El cuaderno de Renata

vallecaucanos. Entre los primeros la camaradería y la confianza se


establecen con un: ¡eh, Ave María, vos!, bien timbrado, y entre los se-
gundos con el ¡mirá, vé! bien desabrido de bugueños y palmiranos.
Hasta aquí el asunto es familiar y pocas veces hosco pero remi-
támonos a estos ejemplos para ver cómo cambia la situación en otras
circunstancias:
Consultorio. Médico a su paciente después de un inaudible saludo
y ni una mirada de su parte: “¿Qué tenés? ¿Venís a abortar?”.
Parqueadero en centro comercial: “¡Señora! Tenemos una pro-
moción muy buena hoy. Te lavamos el carro, te lo enceramos, te lo
aspiramos. Todo por veinticinco mil pesos. ¿Querés?”.
A la entrada de un almacén. “Siga, madrecita. Mi amor, ¿qué se
te ofrece?” ya casi encima de la transeúnte.
Salón de clase. “Teacher: Vos dijiste que al fin no había tarea”.
Podría seguir enumerando los casos en que me he sentido agre-
dida. Es mi problema y voy a tratar de superarlo. Con el doctor me
atreví a decir: “No me gusta que me voseen” y lo mismo he dicho a
mis estudiantes. La respuesta fue la misma: “Estamos en el Valle y
aquí nos tratamos ají, perdón, así”.
Con todo respeto con aquel que no comparta mi sentir, no creo
que esta sea una buena razón. Lo es si es costumbre entre viejos
amigos o en familia, como dije antes, pero no en los casos que cité y
como creo que es sobre educación y buenas maneras de lo que estoy
hablando, no me molesta mucho cómo me tratan en un parqueadero
o en un almacén, pero sí cómo lo hacen algunos profesionales cuyos
estudios les hacen pensar que son mejores y se toman el derecho con
ese vos, de “pordebajear” a quienes ellos consideran no han pasado
32 por su misma facultad.
Además de sentirse superiores por un saber que el otro no tiene,
¿qué tal la agresividad y todo lo que implica por parte de un galeno
suponer que la paciente va a abortar cuando en realidad va por una
caída en moto? ¡El conquistador iletrado se le quedó en pañales! Les
aseguro que una médica no trata de esta manera a sus pacientes sea
cual sea su género, o una ingeniera a los trabajadores de su obra.
De los estudiantes puedo decir a su favor que están en un proceso
de formación (con el cual no se sienten aludidos porque se las saben
todas) y se supone que poco a poco encontrarán ese delgado y fino
hilo que separa su arrogancia o ignorancia del respeto hacia una
persona que es figura de autoridad. En mi opinión, en esta situación
la alternativa es tutear si se está en estratos sociales medios altos o
Ensayos

más, y “ustedear” si se está en estratos medios bajos o menos. Todo


depende de la actitud del estudiante.
Ya en nuestro tiempo tenemos otra variable aparte del estatus
social y la categoría que dan ciertas profesiones: el sexo; y aunque
siguen en boga la pragmaticidad y el sentimentalismo, pareciera que
éste es el que impera a la hora de vosear. En Guatemala, por ejemplo,
suena mal en labios femeninos. O todas se mezclan, como la señora
ama de casa de hace tres o cuatro décadas que trataba de“india zarra-
pastrosa” a la empleada del servicio. Descendiente de conquistador,
¿acaso ignora que entre sus ancestros hubo india violada?
Como decía Cantinflas: “Todos somos iguales pero hay unos más
iguales que otros”. Y para empatar agrego que “el mico sabe a qué
palo trepa”. No quiero filosofar, ni mucho menos, pero todos sabe-
mos, vuelvo a creer yo, que si ciertas reglas se cumplen nos podemos
tratar como queramos. Mientras tanto seguiremos tratando de usted
a nuestro maestro-director; de señor doctor, al doctor Aljure, porque,
como me sopló el compañero Benalcázar, antes de ser doctor hay que
ser señor, y ¡qué señor!; y de tú, porque hemos aprendido a hacerlo,
a la honorable y risueña Leonor y al joven Jesús David que nos lleva
con sus palabras a mundos increíbles.
De un lado pesan los saberes, las prácticas, los cargos y/o los años.
Del otro, pues nos falta mucho pelo para moño.

33
El cuaderno de Renata

Violencia, performance y teatro


Orlando Cajamarca

T
odas las culturas han sido violentas y el cuerpo su objeto
máximo de barbarie desde tiempos prehistóricos: Caín y Abel;
nuestros pueblos originarios; los romanos; los conquistadores
que desmembraban a sus opositores y exhibían sus partes en las pla-
zas públicas como escarmiento; las torturas de Guantánamo, entre
otros. Hoy, por ejemplo, en Colombia los paramilitares descuartizan
con motosierra a los campesinos por su supuesta colaboración con
la guerrilla: el imperio del miedo para consolidar el poder.
La violencia es inherente a la cultura —en eso están de acuerdo
sociólogos, antropólogos, filósofos y sicoanalistas—, y es a través del
cuerpo como se ejerce el poder, sometiéndolo o fragmentándolo, ya
sea física o psíquicamente; de tal suerte que la barbarie y la violencia
no son asunto del pasado, ni formas regresivas de reinstalar mitos o
rituales originarios. No. La violencia se “moderniza” y va siempre a la
vanguardia, o si no que lo digan los comerciantes de la violencia, pues
antes de que se descubra la cura para el sida y para muchas enfer-
medades letales, ellos ya tienen las armas mortales más sofisticadas
y con la más alta tecnología, listas para ser vendidas y usadas.
La puesta en escena actual de ciertas formas de violencia remite
de manera directa a una corriente de teatro de la posguerra europea
denominada teatro pánico, basado en las tesis filosóficas del teatro de
la crueldad del célebre Antonin Artaud, en el onirismo surrealista, en
34 la iconoclasia de las vanguardias artísticas, en el esperpento grotesco
de Valle-Inclán y en la urgencia delirante del arte happening, entre
otros. Este tipo de teatro buscaba, ante todo, generar terror y humor
a través de acciones o actos simultáneos, caóticos, diseñados para
ser impactantes y encauzar las fuerzas destructivas. Se trataba una
vez más de desafiar la estructura aristotélica para exhibir con orgullo
parricida su cabeza como trofeo ante las nuevas generaciones, conser-
vando de alguna manera la acción dramática y algunos vestigios del
relato que no desestabilizaban de manera contundente la fábula.
Las escenificaciones modernas denominadas performances o accio-
nes (término que, debo reconocer, todavía no alcanzo a comprender
del todo en su semántica y operatividad), y que se han tomado con
mucho entusiasmo la escena contemporánea, establecen una hibrida-
ción y resignificación tanto del teatro pánico y sus fuentes como de la
Ensayos

tragedia romana que deviene de la tragedia griega, y a la que los roma-


nos en su afán de espectacularidad le integraron el sacrificio humano
como un ritual bárbaro dentro de la representación, cuando el pasaje
o la escena lo requería, para darle más realismo a la representación;
no se trataba, entonces, en el caso de los romanos, de re-presentar,
ni siquiera de pre-sentar, sino de “sentar”, es decir, de vivenciar la
violencia que el texto enunciaba como trama del argumento.
Muchos performances toman como insumo temático la violencia,
y centran esta violencia sobre el cuerpo y no propiamente como
vehículo de expresión activa, ni siquiera como marioneta, tal como
lo apuntaba Gordon Craig, sino como cuerpo cadáver: el cuerpo
como alegoría de la muerte y de la violencia, pero no de la muerte
en el sentido ambivalente y festivo como en la tradición mexicana,
o en la tradición popular rabelaisiana, como nos la describe Mijail
Bajtin en su riguroso estudio La cultura popular en la Edad Media y el
Renacimiento.1 Al contrario, hay en esta parateatralidad, es decir, en
esta relación escena-público, un sentido de la muerte serio, ceremo-
nioso y doloroso, de alguna manera con un carácter judeo-cristiano,
pues el cuerpo es sometido al sacrificio con un fin ejemplificante y
con una alta dosis de expiación: todo en la lógica escénica del teatro
pánico o de “teatralizacion de los excesos”, como lo llaman algunos
teóricos posmodernos.2
La violencia, entonces, en el performance moderno, ya sea en las
escenas patéticas del cuerpo azotado y marcado como nos lo expone
el performer, escritor, activista y educador Guillermo Gómez Peña
(artista nacido en México y residente en Los Ángeles) en su más re-
ciente performance Mapa-Corpo, el cual, según reza en su programa
impreso, es “una pieza de acupuntura política y brujería poética: los 35
cuerpos desnudos de una mujer y un hombre serán el escenario de
la intervención, bajo la mirada de un chamán travesti”; o la violencia
en el cuerpo como materia sacrificial en la “acción” Fosa, del artista
colombiano radicado en México Álvaro Villalobos, que se hizo enterrar
por dos policías en Ciudad de México.“En un espacio que la memoria
colectiva asocia a sitios de enterramiento de restos corporales, a raíz
de conmociones telúricas y de violencia política, Álvaro se enterró
durante cuatro horas, vestido de blanco como campesino colombia-
no en un día de fiesta, dejando únicamente su cabeza expuesta”.3

1
Barral editores 1974
2
Ileana Diegues, Pasodegato, revista mexicana de teatro, Nº 38 Pág. 60
3
Idem.
El cuaderno de Renata

Abundan en la actualidad performances e instalaciones con carácter


ritual, en los que por medio de signos y símbolos viejos y nuevos
se exhibe sobre el escenario o la locación, con un fin aleccionador e
ilustrativo, la violencia sobre el performer: allí el performer no repre-
senta: su cuerpo mismo es objeto de la violencia; él vive en carne
propia la violencia en un presente hiperrealista, hiperbólico para el
espectador que evidencia la barbarie por medio de la visualización
del cuerpo o de fetiches alusivos a la barbarie y a la violencia en
sus distintas manifestaciones, o en una mezcla de los dos: performer
y/o fragmentos de cuerpos mutilados u objetos, sábanas y puñales
ensangrentados, fotografías, videos, sonidos, coreografías, animales
vivos y muertos, sensaciones olfativas, táctiles, degustaciones… Todo
alusivo a los diversos tipos de violencia: política, racial, sexual, intra-
familiar. En esta “teatralización de la violencia o del exceso”, donde
todo es válido y permitido —como en el teatro pánico—, se desvir-
túan deliberadamente principios básicos de la representación en su
función comunicativa, como son la economía de acción, la creación
de situación por una ausencia del relato, es decir, no hay relación ni
correspondencia con nada, pues aquí todo es válido.
Por otra parte, en estas acciones o performances, su puesta en
escena privilegia lo sincrónico-paradigmático sobre lo diacrónico-
sintagmático (como en la poesía), pues se trata la escena, o la acción,
o la instalación, como una sinécdoque, donde la parte “representa”
el todo y todo lo dispuesto en el escenario opera en un tiempo de
“representación” limitado; donde lo visualizado, olido, tocado, oído
o saboreado actúa —en el sentido de actualidad, de presente— como
un eslabón de una cadena de significantes que constituyen el relato
36 oculto o referenciado y donde el acto o acción performática se nos
brinda como síntoma, es decir, es como el final de una cadena de
significantes; de la misma forma como la fiebre, el vómito y la diarrea
son los síntomas que nos permiten informarnos de que el organismo
está enfermo, mas estos síntomas en sí mismos no constituyen la
enfermedad.
Esta nueva vanguardia toma distancia de la teatralidad clásica y
despoja al actor de su función poética re-presentativa, como nos lo
canta Pessoa en este hermoso verso.
El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
Que hasta finge que es dolor,
El dolor que de veras siente.
Ensayos

Y quienes leen lo que escribe,


Sienten, en el dolor leído,
No los dos que el poeta vive
Sino aquél que no han tenido.
Y así va por su camino,
Distrayendo a la razón,
Ese tren sin real destino
Que se llama corazón.4
El performer vive, “no finge”, es decir, no actúa, no representa
ni presenta; de alguna manera se asienta en sí mismo y en muchos
casos se “sacrifica” ante el público, como el performer que para llamar
la atención sobre la violencia se mutila una falange de sus dedos en
cada evento.
Resulta conveniente, no con el ánimo de descalificar ni de crear
tablas de ponderación entre el teatro y el performance, precisar hasta
dónde existe o no teatralidad cuando se convoca al público a pre-
senciar estos híbridos o mixturas contemporáneas denominados
performances, para que el público pueda orientarse frente a estos
hechos escénicos que sin lugar a dudas se han ganado un espacio
respetable en la escena contemporánea, pero que algunos críticos y
académicos entusiasmados con la novedad y deslumbrados con sus
fulgurancias se empeñan en presentar como la pócima salvadora de
las artes representativas en el nuevo mileno. 
Para el teatro que le apuesta al relato como relación de aconteci-
mientos, a la acción dramática que anuncia el diálogo y los personajes,
y que fabula, la violencia es un insumo temático, un contexto.
La escena teatral latinoamericana y en particular la escena nacio-
37
nal se desarrolla en un contexto de violencia política, que ha servido
y sirve de marco de referencia e insumo temático para los creadores,
para quienes la violencia casi siempre es una ausencia significante,
una presencia ausente de la escena, pero al mismo tiempo el motor
de los personajes que se interrelacionan e interactúan por intereses
contradictorios y generan un tejido de acciones que se manifiestan
en conflictos cotidianos que requieren ser resueltos. El público es
convocado a compartir un acto de comunión, en el que en el escenario
se entregan las claves para que el lector-espectador sea conmovido
por lo visualizado y oído, y también ya en algunos casos olido, to-
cado y degustado, y pueda transformar su realidad tanto individual

4
Fernando Pessoa “El poeta es un fingidor”, poesía completa.
El cuaderno de Renata

como social, según su libre albedrío. Busca esta teatralidad más que
aleccionar, crear espectadores que estén en capacidad de decodificar
en su cotidianidad las causas de la violencia que los intimida, y en-
cuentren con sus iguales la manera de desactivarlas dándole trámite
pacífico a la resolución de sus conflictos, hasta donde el contexto y
las circunstancias políticas —que no dependen del teatro ni de lo
actores— lo permitan. Sin conflicto no hay teatralidad. 
Cuando Lady Macbeth desarrolla su plan macabro que arrastra
sevicia, violencia y mucha sangre, a Shakespeare sólo le basta con
mostrar sus manos ensangrentadas como síntoma y signo de la vio-
lencia que desata esta acción para que el terror y el horror inunden
el imaginario del espectador y éste descifre en el drama la naturaleza
de la violencia que desata la ambición.

38
El sentido de la velocidad
Piedad Villegas
En el museo de Cluny, seis grandes tapices provenientes del castillo de
Boussac han recibido el nombre de “La dama y el unicornio”.
Muestran o ilustran los cinco sentidos.
Un problema, agradable y fácil, se plantea para el sexto tapiz, el único que
ostenta una inscripción. ¿Tenemos cinco sentidos o seis?
Michel Serres - Los cinco sentidos

A
ño 335 antes de Cristo. Atenas, Grecia. Las cenefas con dise-
ños geométricos enmarcan el piso de mosaicos con dibujos
de animales multicolores que jugando se mueven con las
sombras de las columnas que rodean el patio. Desde uno de los co-
rredores está él, mirándolos, absorto. Tiene en su mano un vaso de
arcilla dibujada que acaban de llenarle de agua. Saborea con placer
su frescura. También traen una bandeja de frutas que ponen en una
mesita cubierta con mantel de seda. Cierra los ojos y siente el olor
de las uvas y las olivas, mientras percibe con sus dedos la suavidad
de la seda, que al moverse con la brisa le roza la piel.
En la tranquilidad del patio alcanza a escuchar el rumor del agua
del río afuera y los pasos que se alejan. Apenas ha comenzado la
mañana. Vuelve a abrir los ojos. Aristóteles piensa; acaba de ver, de
saborear, de oler, de tocar y de oír, en un mismo instante. Se levanta
despacio para ir al Lyceo. Sus palabras y los actos humanos girarán
alrededor de los cinco sentidos. 39
Año 1770. Königsberg. Prusia. Los andenes del claustro dibujan
caminos por los que los estudiantes van y vienen. Desde la ventana
de arriba, por momentos, se ven corriendo como pequeños arroyos y
a horas determinadas parecen torrentes de agua que fluyen rápida-
mente. A través de los cristales está él, mirándolos absorto, mientras
juega a hacer aros con el humo de la pipa que acaba de aspirar. En
el estudio lleno de libros y papeles, de pronto se siente saturado por
el olor del tabaco y de la tinta, y abre la ventana. El viento del otoño
azota las cortinas, que cubren su cara con fuerza. Siente la dureza
de la tela pesada. Alcanza a escuchar los murmullos de las voces y
el sonido de los pasos agitados, que afuera caminan por el claustro.
Acaba de comenzar la mañana. Se acomoda el pelo desordenado por
la cortina y sacude la ceniza que cayó en su chaleco. Immanuel pien-
El cuaderno de Renata

sa, acaba de ver, de saborear, de oler, de tocar y de oír, en un mismo


instante. Se dispone para ir a dictar su cátedra de filosofía sobre los
cinco sentidos de Aristóteles.
Año 1904. Dornach, Suiza. Los senderos del bosque dibujan rutas
enmarcadas por piedras y flores silvestres, que en filas se pierden
detrás de los árboles. En el tronco que le sirve de banca, y mirando
hasta donde se diluyen en la distancia los colores, está él, absorto,
concentrado en sus pensamientos sobre los sentidos. Sus manos
juegan a quebrar en pedazos pequeños una hoja seca; los pájaros
cantan en sincronía cada tanto, y mientras trata de armar la melodía
que componen los diferentes trinos lo invade el fuerte olor a tierra.
Arranca una brizna de hierba y se la lleva a la boca; muerde el tallo y
saborea la savia amarga hasta agotarla. El sol ya se oculta y el frío de
la primavera comienza a sentirse. Rudolf se levanta, tira la brizna y se
acomoda el pañuelo alrededor del cuello. Piensa que la vista, el oído,
el tacto, el gusto y el olfato son apenas un bosquejo de la capacidad
sensorial del ser humano y que el calor, la vida, el movimiento, la
palabra, el pensamiento, el yo y el equilibrio son otros siete sentidos
para ser desarrollados. Hoy dormirá este pensamiento; mañana es-
cribirá su conferencia sobre los doce sentidos.
Año 2009. América, África, Europa, Asia u Oceanía. Las luces de los
carros y de los avisos dibujan en la autopista la velocidad que llevan.
Dentro del carro va él, a cien kilómetros por hora. Todo pasa ligero
mientras conduce sentado e inmóvil, con sus manos adormecidas
por estar aferradas al timón. Está absorto, manteniendo su atención
en el carro que va adelante. Ningún pensamiento aparece mientras
conduce. No siente el olor a gasolina y el chicle que lleva en la boca
40 no sabe a nada. El ronroneo de los motores de las motos y los carros
que lo rodean se bloquea en cualquier lugar de su cerebro en el que
esté, de tanto oírlo. Ninguna emisora sintoniza con él. No siente ni
el deseo de llegar. El carro lo lleva, él se deja llevar. Lo único que
percibe es velocidad.
Velocidad, ese rumbo que Aristóteles no percibió aquella mañana
como un sentido, cuando sentado en la tranquilidad de aquel patio
estaba clasificando las capacidades de las cinco experiencias senso-
riales, con las cuales se vibra, para realizar el anhelo humano.
Velocidad, esa misma dirección que no percibió Immanuel Kant
como un sentido cuando miraba pasar a los estudiantes en los corre-
dores del claustro a través de la ventana, y tal vez pensaba que “es en
esos mismos cinco sentidos donde comienza el conocimiento, donde
el alma razona y piensa”.
Ensayos

Tampoco en aquella tarde de primavera Rudolf Steiner percibió


la velocidad como un sentido mientras completaba su teoría de los
doce sentidos.
Hoy, sin percibir esa intuición inteligente llamada sexto sentido
y sin el reflejo de esa sabiduría natural que es el sentido común, los
seres humanos ya no se atreven a saber, diría Kant; ya no se atreven
a explorar los sentidos, tampoco se atreven a inventar nuevos, como
un sentido para la memoria o un sentido para la eternidad, porque
ya la muerte tiene su sentido, como la vida tiene el suyo.
El ser humano, sin atreverse a percibir ya nada más que la muerte
que acecha, cierra las vías de acceso y solo osa descubrir el sinsenti-
do de la velocidad, “la forma de éxtasis que la revolución técnica ha
brindado al hombre”, según Kundera.
La velocidad, ese desplazamiento obligado para el mundo con-
temporáneo, ha sido capaz de hacernos olvidar aquellas ideas del
pasado que se dejaron dormir, como la Bella Durmiente, en el trans-
currir de los siglos.
La secuencia que va de las imágenes que sucedieron en el patio
de mosaicos dibujados, a la autopista con un solo dibujo de líneas
blancas interrumpidas, se perdió, y los siete nuevos sentidos de
Steiner quedaron suspendidos, como quedó suspendida la velocidad
como experiencia sensorial en la polaridad de esa idea fija que son
los cinco sentidos.
Sin embargo, los sentidos se niegan a permanecer dormidos e
insisten en darles giros decisivos a pensamientos de los siglos anterio-
res, en un momento histórico en que Oriente con su espiritualidad y
Occidente con su pensamiento materialista se encuentran, se seducen, 41
y simultáneamente se resisten, pero siempre se asombran, hasta la
obsesión o el rechazo en todos los ámbitos posibles.
El mundo, en una búsqueda individual de sensaciones, pretende
encontrar en la velocidad la sustancia de la propia humanidad; ya
todo se está sirviendo con afán para develarnos rápidamente los mis-
terios del mí mismo. Estudios sobre los sentidos dan una dimensión
de lo que algún día descubrirán que somos por las capacidades que
demostramos. Solo el sentido del tacto tiene el más sorprendente
tratado, escrito por Ashley Montagu.
Por otro lado, los poetas expresan la incertidumbre y la certeza
de sentir: es el ser humano en el límite y en el centro, debatiéndose
desesperado entre polaridades, entre la sal y el dulce, entre la ilumina-
ción y la ceguera, entre el olor a sándalo y el olor a mierda, cuando al
El cuaderno de Renata

mismo tiempo percibe el golpe y la caricia y padece el ruido inevitable


de este mundo mientras escucha sinfonías sin tiempo.
Mientras tanto, los médicos creen curar los desórdenes de los
órganos de los sentidos con gotas, cremas, pastillas e inhaladores
para la nariz, los oídos, los ojos, la piel y las papilas gustativas; los
psicólogos y maestros insisten en evaluar la manera como se percibe
el mundo desde la teoría de los cinco sentidos, “…que son para los
órganos como el alma para el cuerpo…”, según Aristóteles, y que
las revistas en pequeñas reseñas relacionan con ventanas frente a
ese palacio de doce portales, ventanales y entradas que tiene el ser
humano. Ahora con un portal más: el sentido de la velocidad, tal vez
para completar trece sentidos…
“La velocidad es la vejez del mundo”, sentencia Virilio. Converti-
da en una nueva capacidad sensorial, con el sentido de la velocidad
podríamos percibir la forma en que caemos al vacío sin podernos
detener, o la forma en que flotamos sobre una tabla de salvación
para ir sobreviviendo.
Compartimos algunos sentidos físicos y anímicos con las plantas
y los animales, pero con los mismos sentidos ni unas ni otros tienen la
posibilidad de recorrer los caminos que nosotros los seres humanos
alcanzamos con sentidos espirituales.
Con el sentido del tacto sabemos dónde termina y dónde comien-
za el mundo que nos rodea. Se puede vivir sin otros sentidos menos
sin esta frontera, un sentido tan físico y tan básico que si no logra su
verdadero alcance deprime a la planta, al animal y al hombre hasta
convertirlos en formas inertes.
Con el sentido del movimiento podemos desplazarnos hacia los
42 lados, hacia arriba y hacia abajo, hacia delante y hacia atrás, para
descubrir que somos libres y podemos traspasar límites. Es también
tan físico que si no alcanza su potencial nos reduce a la minusvalía.
Con el sentido del equilibrio físicamente tenemos un centro de
gravedad que nos permite estar presentes para nosotros mismos,
además de estar vivos. No fluctuamos perdidos en movimientos
incontrolables.
Con el sentido de la vida hay una confianza básica por mi sola
existencia; es física y real, puedo compartirla con la planta, con la
piedra y con el animal, pues es un hecho que estamos; pero también
puede no desarrollarse nunca y convertirnos en seres desconfiados e
insatisfechos, infelices. Empero, nunca volveremos a estar iguales a la
piedra, a la planta o al animal porque las preguntas tarde o temprano
aparecerán para nosotros.
Ensayos

Dijo Aristóteles: “El alma es al cuerpo como la vista al órgano


visual”. El sentido de la vista es un sentido del cuerpo y del alma,
porque ver es pasar los ojos, que no es lo mismo que mirar, lo cual
es ver más, observar, detallar, ir más allá hasta develar, que no es lo
mismo que desvelar, lo cual es no dejar de ver, ni lo mismo que soñar,
que es ver dormidos.
Del cuerpo y el alma también es el sentido del sabor, de saber; si
no sé muero de hambre, no me alimento. Así es desde el nacimiento,
cuando se saborea la primera gota de leche de ese mundo redondo
donde se recoge conocimiento; de allí aprendo todo sobre el amor y
el desamor, sobre el gusto y la belleza, para aprender a vivir y tam-
bién a morir.
El sentido del olfato, que es más que oler, también es físico y
anímico; es el sentido de reconocer, es seguir un rastro, recoger una
señal para elegir o descartar, es respirar, tomar el impulso que me trae
el mundo en una inhalación para intercambiar, para acoger o no.
El sentido del calor también es físico y anímico, es más que sen-
tirse vivo o sentir la piel; es la vivencia de la luz y la alegría que da
el calor o la de la oscuridad y la soledad que transmite el frío; es la
euforia o la impersonalidad; es la exageración o la parquedad.
Los sentidos espirituales también son físicos y se relacionan con
una necesidad interior que tiene el ser humano de re-ligar con un
mundo presentido e innombrable, no visible, sin embargo percibido
y que traspasa los límites del alma.
Tal vez habrá un día en que se llamen sentidos divinos, cósmicos
o suprasensibles; tal vez…, cuando los humanos elevemos nuestra
condición hasta alcanzar otros poderes o cuando nombrar a Dios sea 43
más sencillo y no un asunto delicado.
El sentido del oído es escuchar, o ir al sentir, porque oír hace
evocar, sufrir y conmover, o ir más allá de lo físico, llegar donde se
abre un espacio interior, que hasta parece hacernos comprender
algo. No hay palabras inventadas aún para nombrarlo, o no oír, que
es estar aturdido o sordo.
El sentido de la palabra es el de la verdad o la mentira, el de
nombrar o callar para formar o deformar el mundo, para confundir o
aclarar. Es el sentido de expresar, de conocer que mientras los verbos
actúan los adjetivos sienten y los sustantivos piensan; juntos palpitan
en el gesto, en el tono y en la voz de cada letra.
El sentido del pensamiento es el sentido de las relaciones entre
todo lo que existe y lo que sucede; resume la actividad humana en
El cuaderno de Renata

la inspiración o en ideas sin brillo que logran reflejar las imágenes


coherentes o disociadas de la vida.
El sentido del yo de los demás es esa capacidad de percibir a los
otros, de leer en mi interior sus características, de reconocerlos, va-
lidarlos, adivinarlos; algo íntimo e intuitivo que se traduce en saber
o no quién es el otro cuando me encuentro con él.
Año 2015. Cualquier lugar del planeta Tierra. El parque está ates-
tado de gente. Desde las vidrieras del spa se alcanza a ver la plaza en
la que se entrelazan puentes de madera y hierro y terrazas donde los
niños corren y juegan a mojarse con los chorros juguetones que brotan
del piso. En las tarimas, cerca de ellos, todos pueden ser saltimban-
quis, músicos, teatreros y espectadores. Los espacios sembrados de
flores donde los viejos pasean por el prado se combinan con espacios
abiertos, con cúmulos de arenilla y piedra, que se ofrecen para que
todos puedan moverse y explorar con sus sentidos.
Sumergido en la piscina de piedra natural está él, absorto, mirán-
dolo todo a través de los cristales. Los olores de la lavanda, la canela y
la mandarina llegan en pequeñas oleadas, marcadas por los sonidos
vibrantes de los móviles de metal y de vidrio ubicados en diferentes
sitios del spa. El agua está tibia y los chorros en las paredes hacen
masajes en sus piernas. Alcanza a ver en las explanadas a los adoles-
centes en corrillos cantando, abrazados, mientras en los puestos de
comidas, sentados en mesas y bancas, jóvenes y adultos comparten
canciones, palabras y vinos.
Piensa que ahora es posible explorar los sentidos hasta “…la
realización final de su capacidad”, como diría Aristóteles, la misma
capacidad sensorial que en otras épocas fue reprimida por ser origen
44 de pecado. Mueve su mirada hacia las personas que como él, desde la
piscina, están percibiendo el mundo afuera y adentro. Sale del agua,
se sirve un té de frutas y se sienta a beberlo en una poltrona frente
al gran ventanal.
El ventanal dibuja un gran cuadro de la ciudad que se mueve al
ritmo del sentido de la velocidad; ese movimiento preciso que en
un instante puede bloquear o expandir todas las experiencias sen-
soriales: fuentes de la creatividad; ese mismo desplazamiento que
puede suceder respirando sin detenerse y también sin respirar, que
puede sobrepasarse hasta el acelere desmedido o hasta la lentitud
desesperante.
Círculos y variaciones
Iván Olano Duque

D
e nuevo el árbol de pomarrosa está repleto de frutos. Nada
evitará que en las noches sea presa de decenas de murciéla-
gos locos por el dulcísimo algodón rosado; nada evitará que
los carros que parquean a lo largo de la calle sean a su vez víctimas
de los esfínteres del enjambre de murciélagos; nada evitará que las
pomarrosas que caen al suelo una vez mordidas sean luego destri-
padas por las llantas de los automóviles, que por esta época del año,
y en un precioso ritual que se repite con ligeras variaciones, tapizan
la calle con una rica mezcla de colores.
Hay en las artes cierta intención por que la obra tenga un sentido,
coherencia y cohesión; basta ver una catedral o un viejo teatro para
notar motivos que se repiten en distintos lugares, en ocasiones au-
mentados de tamaño y en otras reducidos, en ocasiones invertida su
forma o con ligeros ornamentos. Tal vez no haya conciencia inmediata
de cierta simetría, de cierto equilibrio, de pausados patrones que
buscan reaparecer, pero sin duda los ojos sí lo entienden y lo valoran.
¿Por qué? La explicación puede estar en todo ese verdor que se niega
a desaparecer, en las hojas distintas e idénticas de cualquier árbol
o en los nubarrones que adornan las mañanas. La naturaleza no es
más que un número límite pero inconmensurablemente grande de
patrones que se repiten y repiten con un número desde luego infinito
de variaciones. 45
La música, aquel discurso a través del tiempo, o como dice Tho-
mas Mann, aquella mágica combinación entre teología y álgebra,
no es ajena al curso natural de las cosas. Desde siempre la música
ha descubierto en la reiteración una herramienta y un recurso de
vastas proporciones. Un simple motivo se convierte en una sinfonía
conectando sus repeticiones con vanos pretextos, tan solo para que
la idea o el motivo se interne tan hondo en el cerebro a fuerza de
reiteraciones que le sea luego imposible salir. ¿Quién olvida una vez
escuchada la Quinta Sinfonía de Beethoven, el motivo de su primer
movimiento? Los pilares sobre los que se construyen esta y todas
las grandes obras suelen ser de una inconfundible sencillez. Pero la
reiteración no se limita a la idea principal. De antaño se descubrió
el recurso de la repetición de grandes secciones de una melodía, en
El cuaderno de Renata

ocasiones al pie de la letra, consiguiendo con ello que lo que antes


agradó, después conmueva.
Con el pasar del tiempo lo que era un recurso del músico, la
repetición y la variación, convirtiéronse en un género: “Tema con
variaciones” o “Variaciones sobre…” comenzaron a adornar los ana-
queles de la literatura musical. La capacidad para jugar con una idea,
con sus colores y sus ritmos, se volvió una condición ineludible del
gran compositor. En la segunda década del siglo XIX el compositor
Anton Diabelli decidió mandar un vals de su autoría a los cincuen-
ta compositores que consideraba los más grandes de la época. Su
intención era hacer una antología donde cada compositor ofreciese
una variación del vals. Beethoven, reconocido por su capacidad de
desarrollar una idea aun cuando se creyese por completo agotada,
no escribió una, sino treinta y tres variaciones, hoy conocidas como
Variaciones Diabelli, y reconocidas como una importantísima obra
para piano.
Alguien me dijo que el tema con variaciones, esa suerte de eco
que rebota enriquecido, es el mayor exponente en música de la re-
flexión, del pensamiento detenido, dubitativo… del filósofo. ¡Y cuánta
filosofía hay en Brahms y sus ricas variaciones sobre temas de Haydn
y Haendel! ¡Cuánta en Bach y sus variaciones Goldberg, compuestas
para acompañar el insomnio de un conde!
En el Palacio de Invierno de San Petersburgo, antigua residencia
de Catalina la Grande, que hoy hace parte del Ermitage, museo a
orillas del río Neva y cuya colección asciende a más de tres millones
de piezas, cuentan los viajeros, hay un salón inmenso con por lo
menos dos centenas de cuadros de un mismo artista. Las pinturas,
46 retratos de mujeres en su totalidad, son absolutamente distintas. Lo
extraordinario surge cuando a los oídos llega un rumor difuso sobre
las cuatro modelos del artista. Resulta que por motivos difíciles de
precisar, cuatro mujeres fueron retratadas suficientes veces para
llenar uno de los inmensos salones. En los cuadros el artista, cam-
biando el ángulo, la iluminación, el fondo, los vestidos, la disposición
del cabello y un sinnúmero de factores que se prestaban para ser
variados, da la impresión de haber retratado a las doncellas de todo
un pueblo, pero para el ojo minucioso son una perfecta muestra de
variaciones sobre cuatro temas.
Al ver la historia, da la impresión de que nos enfrentamos tam-
bién a un tema con variaciones: la lucha frenética y desenfrenada por
el poder, las alianzas tan fácilmente quebrantables y el ímpetu de
individuos que con su solo esfuerzo movilizan hasta a los dioses; la
Ensayos

rebelión, la conspiración, la guerra, el tratado, la venganza; la ilusión


de años de bonanza y paz; la ilusión de años de bonanza y conflicto;
los ideales y la falta de ellos… parecen el argumento interminable
de una interminable obra de teatro. ¿Acaso en los últimos cien años,
o en los últimos quinientos, o en los últimos dos mil, ha sucedido
algo sustancialmente nuevo?¿Acaso los motores de las proezas y las
desgracias de los pueblos, no presentan rasgos sospechosamente
similares a través del tiempo? ¿No seremos quizás variaciones de los
mismos individuos de hace varios milenios?
Los poetas se arrancan las vestiduras y se desprenden las barbas,
tiran de sus cabellos y se lamentan por lo inevitable que es el tiem-
po, por cómo pasan los días y cada vez se alejan más de aquel café
y esa mirada. Pero también vuelan por los aires vestiduras, barbas y
cabellos de sabios, desesperados con la historia y su afán de seguir
tan similares patrones, de repetir un circulo infinito, o peor aún, una,
ojalá finita, caída en espiral.
En la memoria está con sus interminables ecos lo que, según
Shakespeare, un adivino le gritó a Cayo Julio César días antes de su
asesinato en el senado:
Cuídate de los Idus de Marzo.
Y lo que la noche anterior a su muerte le dijera Calpurnia, su
esposa:
César, jamás di fe a los presagios. Pero,
más allá de lo que hemos visto y oído,
uno de nuestros hombres cuenta
los horrores que ha presenciado la guardia.
Una leona parió en la mitad de la calle
47
y las tumbas abrían sus bocas para escupir muertos.
Feroces guerreros combatían entre las nubes,
dispuestos en filas, escuadrones y todo el orden militar,
lanzando sobre el Capitolio una llovizna de sangre.
El fragor de la lucha tronaba en los aires,
junto a un relinchar de caballos, agónicos lamentos,
y alaridos de fantasmas que destemplaban las calles.
¡Ay, César! Todo esto es tan extraño.
Tengo mucho miedo.
Y el intento a última hora de Artemidoro, el profesor de retórica
por advertir a César de la amenaza latente. Pero éste pasó por alto
todas las señas y advertencias y en los Idus de Marzo del año cuarenta
y cuatro antes de Cristo caería muerto de veintitrés puñaladas.
El cuaderno de Renata

Cayo Casio, mayor artífice del asesinato, y Marco Bruto, cabeza


más visible a los ojos del pueblo, conspiraron so pretexto de evitar
que fuese declarado rey Julio César y se instaurara de nuevo una mo-
narquía en la república. Sin embargo, puede decirse que la mayoría
o todos aquellos que se excusaron en la aparente noble empresa, lo
hicieron en la persecución de cosas muy distintas y desde luego me-
nos elevadas. Y es que los fines nobles parecen no existir sino como
la envoltura que disimula los más ruines fines personales.
De lo común de esta escena en todo el globo y su historia ya habla-
ban, entonces, aún con el cuerpo de César ensangrentado y tibio:
Casio: ¡Cuántas veces los siglos venideros
verán representar nuestra sublime escena
en países y lenguajes aún desconocidos!
Bruto: Cuántas veces no será un espectáculo
ver a César desangrado. Reducido a polvo,
como ahora, a los pies de la estatua de Pompeyo.
Ya Shakespeare, milenio y medio más tarde, sabía que la historia
sería tomada por la traición y la ambición. La mayoría de sus obras son
muestra de ello ¡Cuánto material para tragedias se ha continuado api-
lando con el discurrir del tiempo! La humanidad parece no aprender
y poco parece interesarle. Está obsesionada por recorrer los mismos
caminos de sangre y sufrimiento. Terminaría Salvador Allende su
última transmisión radial por Radio Magallanes, a las nueve y diez
de la mañana del 11 de septiembre de 1973, diciendo:
“Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacri-
ficio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una
48 lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”.
¡Cuán equivocado estabas, Allende! Si lecciones no quedaron, al
menos no para las inmensas mayorías que tienden a celebrar más la
felonía que su contraparte porque, me temo, se identifican más con
el agresor que con el agredido. De repente he dejado los lamentos
y me arrojo a una tesis: La historia no tiene por qué cambiar, está
destinada a repetirse hasta que ella sola, bajo el peso de sus desgra-
cias, se destruya definitivamente. Un tema con variaciones siempre,
ineludiblemente, temprano o tarde, llega a un final.
Si en virtud del tiempo podemos decir que sobre las guerras
antiguas están las nuevas, y sobre las primeras variaciones están las
últimas, podemos también asegurar que cada nueva guerra añade
elementos a las futuras, les añade razones y resentimientos. Algo así
como una guerra dentro de otra: el teatro dentro del teatro.
Ensayos

En la segunda escena del tercer acto de Hamlet, el dubitativo


príncipe pone a prueba a su tío y actual rey para comprobar si fue
él quien asesinó a su padre. Para ello escribe una escena y contrata
actores para su representación. Bastante se ha comentado la situa-
ción en la que actores actúan de actores, y se da una escena dentro
de la escena, con el agravante de que lo representado es la trama de
la obra principal. Claudio, el tío de Hamlet y rey de Dinamarca, se
retira nervioso a sus aposentos, delatándose. Siente el lector que hay
un espejo que refleja otro y descubre así los enigmas del primero.
Siente el lector un círculo eterno de reflejos, que en virtud del tiempo
bien pueden ilustrar la historia.
Borges tiene un cuento en el que un hombre llegado de tierras
extrañas se entrega al sueño día y noche, con el único objetivo de soñar
a otro, detallada, pausada, minuciosamente, y traerlo a la realidad. Su
devoción al sueño es tan grande, que uno no duda en la posibilidad de
su proeza. Se entrega metódicamente, y entre error y error da con un
hombre que sería reconocido por todos como tal, menos por su crea-
dor y por el fuego, que lo despreciaría y no le haría daño; el hombre
parecería y se creería de carne y hueso, pero no dejaría de ser poco
más que un sueño. Llegado a viejo el protagonista y viéndose cercado
por un círculo de fuego, resignado a la inevitable muerte, descubre
con alivio, humillación y terror, que el fuego acaso lo acaricia… que
él también es el sueño de otro hombre.
Borges nos lleva a suponer que ese nuevo hombre que sueña
bien puede ser el sueño de otro, y este el sueño de otro, y el nuevo
un sueño de alguien más… Suponemos entonces que fácilmente so-
mos variaciones.Variaciones superpuestas de un tema antiguamente
49
dado. Que nuestros amores más apasionados no están tan distantes
del de Romeo y Julieta; que nuestras proezas más audaces, nobles y
atrevidas no están tan distantes de las de Don Quijote y Sancho; que
nuestras bajezas y mentiras fácilmente llegan a los extremos de las
del duque de Gloster, después Ricardo III.
Coincidencialmente Cayo Casio, conspirador y uno de los ase-
sinos de Julio César, dice en la voz de Shakespeare en medio de su
última batalla:
Un día como hoy tuve mi primer aliento;
el tiempo ha dado la vuelta
y donde comencé he de terminar;
mi vida cierra el círculo.
El cuaderno de Renata

Casio moriría el día de su cumpleaños después de dar la orden


de que lo matase un esclavo suyo y con su propia espada, por miedo
a caer en las manos del enemigo. Antes de morir exclamaría:
César, te ha vengado
la misma espada que te mató.
Casio es víctima del mismo afán de repetición de la realidad.
Tal vez la metáfora más certera y bella, ilustración de cierta com-
plicidad en las cosas, cierto orden y cierto desorden previamente
pactados, y probablemente de toda la historia de la humanidad, me la
contó una amiga hablando del sueño dentro del sueño, la repetición,
las variaciones y el círculo infinito o la, ojalá finita, caída en espiral:
Había una vez un cuentero que se sentó en la mitad de la nada a
contar el cuento de un cuentero que un día cualquiera se sentó, en la
mitad de la nada, a contar el cuento de un cuentero que un día...

Cinco días después de los Idus de Septiembre del año 2009

50
Cuentos
El cuaderno de Renata

Nostalgia de campanas
Rodrigo Escobar Holguín

T
e asombrabas de que no te dejaba vestirte solo, hasta que te
acostumbraste apenas a decir “vísteme”. Quién sabe qué pen-
sarías de mis rarezas, de mis ceremonias con  el vino, y ahora,
cuando no tienes de mí sino una dirección electrónica, creo que te
puedo contar. Es el momento de escribirte; está amaneciendo en el
silencio sin campanas de esta ciudad que ya será la mía, y que aún,
después de largos meses, me hace sentir por momentos tan extranjera.
Ya no tengo sino los recuerdos de aquellos años; hubiera querido tener
fotos pero no pude, y si no te escribo todo se me irá olvidando. 
Mi mamá nunca me dijo nada de cómo eran las cosas.  No sé qué
hubiera pasado si no llega Rodolfo. Lo conocí primero en el colegio:
nos enseñaba religión y filosofía. Era muy tierno conmigo, era delicio-
so. Tenía unos treinta y cinco años, las manos grandes y los ojos claros,
grises, casi azules. Hablaba el español bien, con ese acento que para
mí era música. No sólo religión; él a mí me enseñó todo. Cuando fue
preciso me avisó de lo que me iba a pasar para que no me asustara.
Fue mamá quien se asustó cuando le dije, con la mayor tranquilidad
del mundo, que mi vida fértil había comenzado.
Poco a poco me fue llevando a comprender, a tener conciencia de
mis miembros, de mi piel, de mi cuerpo; a reconciliarme con lo que
iba sintiendo. Por las mañanas él estaba en su despacho atendiendo a
la gente, o en el colegio dando clase, y muchas  tardes las tenía libres.
52 De cuando en cuando las aprovechábamos para ir a un recodo del río.
El agua era fresquísima, pero su cuerpo estaba siempre muy tibio.
Jugábamos hasta el atardecer, y llegábamos de vuelta al campamento
ya con los arreboles y un cansancio exquisito. En unas cuantas noches
le enseñé a bailar a nuestro modo, no con ese brinquito aburrido que
se gastan en su tierra. Para mí, al comienzo, él era lo máximo.  
Me dijo que, para poder alcanzar los gozos dispuestos por  Dios
para nosotros desde la eternidad, habría que pasar ciertos umbrales.
Yo le pedí que me ayudara. No sé si es que no quiero o no puedo
casi darte detalles; lo que más se me ha quedado en la memoria son
aquellos remojos con clara de huevo. Fue durante varios días, en la
alcoba grande de la casa que le habían asignado, cuando, con mucha
paciencia y delicadeza, a mis catorce años, fui entronizada. Me había
dicho que iba a ser doloroso pero no lo fue casi. ¡Me ha tocado oír
Cuentos

de vez en cuando unas historias tan terribles, en el colegio y en la


universidad! Fui muy afortunada.  
Y luego, tenía razón: más allá de eso no me imagino qué podrá
ser el paraíso.
Comenzó a enseñarme algunos trucos de su oficio. En especial,
cómo vestirlo. Me propuso que fuera su ayudante. Yo acepté feliz.  
Nos encontrábamos de madrugada, antes del primer repique.
Prendíamos un par de velas y el incensario, pues a esa hora la sacris-
tía era un poco oscura; incluso también de día, pues sólo había una
especie de ventana alta hacia el norte.Y dentro, dos sillas, una banca
con espaldar, un reclinatorio, y una mesa de cedro muy sólida, sin
clavos, muy bien ensamblada. 
A esa hora una monja nos había dejado ya la ropa ceremonial
sobre la banca, y en la mesa, una jarra con agua, un aguamanil y una
gran toalla. Cuando llegaban las fechas propicias yo iniciaba quitando
todo de allí; dejaba apenas la toalla. Nuestra ropa la poníamos con
cuidado en las sillas. Para entonces el incienso se había suavizado
hasta el punto justo. Después de las primeras ternezas venía el mo-
mento cuando me acomodaba de espaldas sobre la mesa, con las
caderas al borde, y él, con sus manos sobre mi cintura, me llegaba
de pie, mientras yo me iba sintiendo quizá no en la gloria celestial
pero sí cerquita, marcándole ritmo con los pies al pecho. Otras veces
me quedaba parada, sintiendo el frío de las baldosas, y me apoyaba
con la cara y los brazos sobre la mesa. Pero entonces no podía sino
sentirlo y oírlo, me quedaba sin  ver esos gestos salvajes que se iban
volviendo más y más demoníacos, hasta que, de súbito, un grito de
su garganta lo transformaba en un ángel cansado y desfalleciente. 
Luego de la culminación, intercambiábamos lugares. Él se queda-
ba boca arriba, sobre la mesa, recuperando el aliento.Y yo allí junto a
53
él, de pie, inclinándome, acariciándolo con mis labios. De cuando en
cuando veía que hubiéramos podido repetir, pero ya no era hora. El
segundo repique nos encontraba descansados. Para mí, esas campa-
nas anunciaban no tanto la proximidad de la misa sino la cabalidad
del rito ya cumplido. Me ponía rápido la ropa –apenas la batica, las
medias y los zapatos, para no perder tiempo–, y comenzaba a vestirlo,
gozando cada prenda. Primero los interiores, siempre blancos,  como
una pantaloneta de algodón suave, con lo que se me antojaba, en el
centro, la ventana amplia para una dama mimada a quien le encantara
recibir dulces serenatas, y al mismo tiempo, el ojal de la ruana de un
campesino fuerte, orgulloso y altanero.
Después las medias. A cada una la recogía en acordeón, le ensarta-
ba la puntera en el pie, y luego se la iba subiendo hasta que quedaba
El cuaderno de Renata

bien puestecita, mejor de lo que lo hubiera hecho su madre cuando


niño. La camisa, con cada botón rezado, asegurado y defendido por
los santos más propicios a ese corazón que había dentro y que todavía
estaba latiendo tan fuerte como este otro. Al cerrar los pantalones
había que extremar los conjuros para asegurar que cuando volvieran
los días buenos su pasión siguiera tan intensa y tan leal como hasta
ahora; los zapatos exhortados a que no lo llevaran por otros caminos
distintos de los míos; entonces pasaba a la banca de las prendas li-
túrgicas y le ponía el alba, y luego, la casulla y la estola. Lo peinaba,
y era cuando yo finalmente me colocaba la sobrepelliz.  
Y al tercer repique salíamos a dar la misa, relajados y tranquilos. 
De vuelta en la sacristía,  tomábamos más vino. Si no había otra
misa enseguida y sentíamos la necesidad, era la ocasión para efectuar
una vez más la ceremonia. Si no, yo me acababa de vestir.  
Lástima: luego me di cuenta de que él no se sentía tan tranquilo.
Llegó un momento en que comenzó a verme como un problema. A
veces se ponía hasta violento. Una vez organizó una kermesse en
cierta empresa y no quiso invitarme, pero yo tenía mis contactos
allí y pude hacerme presente, para su sorpresa y su ira. Me dio una
bofetada, me golpeó el brazo. No sabes lo feo que se ve un moretón
sobre este color dorado páez que disfrutaste tanto. Por eso me vine a
la capital; me conseguí un trabajo y me gradué de lenguas modernas.
Unos años después de mi escapada él regresó a Barcelona.
A veces volvía y siempre me buscaba. Luego me le perdí, hasta
un año largo antes de mi viaje cuando resolví volverlo a ver, ya por la
edad. Nos encontramos en lo que quedaba del campamento. Habían
destruido casi todas las viviendas; sólo estaban en pie la iglesia y la
casa cural. Me reclamó que dónde había dejado mi cinturita. Me dijo,
54 con el pelo blanco y la piel arrugada, que aún gozaba del baile. Por
eso me puse a contactar a los viejos amigos y en pocas horas arma-
mos una fiesta. La terminamos con unas cuantas compinches en la
sacristía. Increíble: la mesa, la banca, las sillas, todo seguía allí.  Le
di mi cámara a Paola para que me tomara fotos, y me puse a loquear
sobre la mesa. Me ponía igual que antes, sólo que ahora vestida, claro.
Él, como un beato que acabaran de ascender a los altares, me miraba
y apenas sonreía. La idiota dejó caer la cámara, que se abrió del todo
sobre el piso. Por eso no puedo mandarte sino texto.
No me gustan las despedidas. Sin avisarles, salí de allí, me fui al
parqueadero y  volví a la ciudad.  
Poco después tú y yo nos conocimos.Ya ves por qué  te fue tan fácil
conseguirme con aquella botella de vino. Allá no me quedaban sino
unos mesecitos; ibas a ser el último de mi vida en Colombia.
A la orilla del olvido
Andrés Ceballos Ramírez

M
arina y Evaristo vivían en la primera casa que se veía des-
pués de la curva, los dos solos porque Evaristo era estéril.
La casa era oscura, hecha de barro seco, blanca y con tejas
de zinc; quedaba al pie de la carretera y tenía un patio grande que
se resbalaba con el bosque e iba a dar a la quebrada.
Marina y yo habíamos sido amigas en la escuela, y lo fuimos
también en bachillerato, a pesar de que yo lo estudié en el pueblo y
ella en la vereda.Ya después me fui a Medellín a la universidad y sólo
sabía de ella lo que me decían amigos en común. Me contaron que se
casó con un muchacho de la vereda, que no siguió estudiando y que
tenía una vida más o menos tranquila en una casa en La Primavera.
Cuando terminé la universidad conseguí un trabajo de reportera
en El Colombiano. Era corresponsal del diario en Marinilla; tenía que
recorrer el pueblo y las veredas en una moto que me dieron para
desplazarme. Era muy difícil encontrar noticias, y cuando el diario
me pedía crónicas o reportajes sufría mucho más, porque la vida
en el campo, vista por mí, que venía de la ciudad más apasionante
y peligrosa que tenía el país, me parecía muy religiosa y solemne
como para encontrar algo que valiera la pena.
Siempre era el mismo recorrido. Iba a la estación de policía a
averiguar casos, daba un par de vueltas por todo el pueblo, después
me iba al Alto de Chocho a hablar con la gente de la vereda, recogía
quejas, pero pocas veces noticias y terminaba siempre en La Primave- 55
ra, donde vivía Marina con su esposo. Disfrutaba mucho de las tardes
con ellos; me invitaban siempre a tomar el algo. Desde que Marina
se dio cuenta de mi trabajo le interesó. Cuando llegaba a su casa me
contaba todas las cosas que pasaban. Siempre estaba más informada
que yo. Tenía talento y poesía en la manera en que me contaba las
noticias. Sabía combinar el arte del chisme con un poco de profundi-
dad, sólo un poco, para que el relato no perdiera su ligera frivolidad
y conservara el sutil hechizo de lo cotidiano. La creía sin duda mejor
periodista que yo, y su manera de contar influyó en mi estilo y en la
forma de percibir la anodina vida del campesino.
La amistad entre Marina y yo recobró fuerzas. Rememorábamos
esos viejos tiempos que eran verdes y que olían a pino. Recuerdo
que un día robamos una caneca azul, la partimos por la mitad a lo
El cuaderno de Renata

largo, y después de salir del colegio íbamos a la manga más lisa, nos
montábamos en la caneca y ella se echaba a rodar a una velocidad
que ahora me estremece; recorriendo de nuevo el lugar no entiendo
cómo nunca fuimos a dar al río.
Yo vivía sola en el cuarto de una vecindad. Muchas veces me
quería sentir extraña entre las gentes del pueblo. Me repugnaban
los borrachos y las cantinas, pero no sé por qué encontraba cierta
familiaridad con todo eso y me era imposible ser del todo indiferente;
no pocas veces me descubría susurrando algún éxito cantinero y me
odiaba. Me he interesado mucho por la manera de vivir de Marina y
Evaristo y a través de ellos he aprendido a disfrutar mi trabajo. Han
salido más noticias y las crónicas me han brotado con una facilidad
inusitada.
Llevaba ya tres años recorriendo Marinilla y sus alrededores. El
diario apreciaba mi trabajo. Me cambió la moto por una camioneta;
con ella me ahorraba mucho más tiempo y podía llegar más tempra-
no donde Marina, a escuchar a Alfonso Ortiz Tirado en la grabadora
que Evaristo ponía a todo volumen.Yo recuerdo a mi padre cantando
unos versitos de una canción de Ortiz Tirado: “Un rayito de sol por la
mañana/… Mi alma que vive errante y soñadora/”, y me familiarizaba
aun más con la nostalgia y los viejos recuerdos.
Evaristo era un cuarentón conservado, de ojos verdes y cejas
pobladas. Trabajaba en su misma casa, tenía un arado grandísimo y
unas cuantas reses; con eso vivían. Se preocupaba por Marina pero su
machismo de paisa arraigado no le permitía demostrárselo. Hubiera
sido buen padre, es cariñoso y tiene una inteligencia extraña. Es un
hombre casi iletrado, pero tiene una sobriedad de pensamientos que
56 envidiaría cualquier matemático, y una labia que envidiaría el más
fértil de los poetas. Es buen conversador.
Un día me llegó una carta de la dirección del diario; me habían
ascendido y tenía que ir a trabajar a Medellín. Me dieron un par de
semanas para empalmar con el nuevo corresponsal y arreglar mis
asuntos. Me sentí triste. Marina y Evaristo lamentaron mucho el
suceso y el resto de días que estuve en el trabajo viví con ellos. La
última noche la pasamos como los viejos tiempos, en el bosque con
una pequeña fogata y contando historias tomando aguardiente.
Fue duro incorporarme al nuevo estilo de vida. Estaba acostum-
brada a los paseos en moto por el oriente antioqueño, a la poesía
de las historias de Marina y a las tardes de historias y recuerdos de
Evaristo. Ahora andaba en un mejor carro, y con tres colaboradores,
pero el ajetreo de la ciudad lo encontraba tedioso y hostil.
Cuentos

Aguanté cuatro años más en el diario, hasta que llegó una noticia
que fue el pretexto para mi renuncia. El reportero había informado
en un escueto artículo que en la vereda La Primavera y de extraña
manera había muerto un hombre a quien se lo había tragado la tierra
por andar buscando una guaca que al parecer había sido enterrada
por sus antepasados. Yo llevaba años ahorrando y esperando una
historia convincente para dar mi salto del periodismo a la literatura,
y veía no sé por qué en esta una buena historia y una buena razón
para regresar a casa de Evaristo y Marina.
Alquilé la misma habitación de la vecindad. Compré una máquina
de escribir. Me instalé, salí, entré al bar menos bajo que encontré y
hablé con unas cuantas personas. Disfruté el regreso. Me descubrí
tarareando una canción de cantina y no me odié.
Al siguiente día por la tarde fui a visitar a Marina y a Evaristo. La
casa estaba más oscura que siempre; las paredes despintadas dejaban
al descubierto el café roído del barro. Desde que la vi una extraña
melancolía me invadió. A medida que me aproximaba el aire era más
pesado. Llegué al portón, llamé y nadie me contestó; como estaba
entreabierto lo empujé y penetré en la casa. A mitad del corredor
que daba a las piezas vi a Marina, derrotada, en una mecedora vieja.
Tardó un poco en notar mi presencia. La observé; tenía sus rizos casi
cenizos, los pómulos chupados y estaba visiblemente más flaca. Alzó
la cabeza; su rostro era pálido y su mirada, profunda. Fijó en mí sus
ojos, y quisiera que nunca lo hubiera hecho: la muerte estaba viva
en ellos. No se me ocurrió decirle nada. Desvié mi mirada de ella y
seguí por el corredor hasta la puerta trasera, la que daba al patio,
me asomé a él y vi un hueco inmenso y a su lado montones de tierra
fresca. Regresé adonde Marina y le pregunté por Evaristo. Me dijo 57
que se había ido, y lo entendí todo.
–¿Cómo fue, Marina?
–No me hablés de eso, Nohemí.
–¿Cómo fue?
–Es duro, Nohemí, es duro.
–Es duro, te entiendo.
–Dime.
–Está bien. Una mañana se despertó Evaristo, ¡maldito sea ese
día!, con la idea, ¡maldita y mil veces maldita idea!, de que en la casa
había una guaca, que un ángel dizque divino le mostró el lugar, que
sólo era cuestión de romper, que tenía claro el dónde, en qué parte de
la casa estaba enterrada.Yo no te voy a negar que le creí. Él estaba tan
convencido. Pensé que podíamos encontrar la guaca y que podíamos
El cuaderno de Renata

comprar con esa platica los cerdos y las reses para poder vivir el resto
de nuestra vieja vida.
“Yo al principio lo ayudaba. Me contagió de sus ganas. Hacíamos
huecos por todos lados. Parece que la razón de los ángeles no fue
precisa y los daños que teníamos pensados se multiplicaron, pero
sabíamos que eso no iba a ser problema si encontrábamos esa plata.
Todo eso lo hacíamos al atardecer cuando él llegaba de trabajar, y lo
disfrutábamos.
“Evaristo se veía cansado y al principio no me preocupó. Se le iba
notando más, pero tampoco me preocupó mucho.Yo también estaba
desesperada por encontrarla y debió de ser por eso que no me daba
cuenta de lo mal que estábamos.
“A medida que el tiempo pasaba, Evaristo se perdía mucho más,
y no se podía controlar; hacía huecos por aquí y por allá, eso sí, con
mucho cuidado, para no quedar enterrado y ser parte del tesoro. La
vida íntima, aunque no tengo por qué contarte, empeoró. A Evaristo
no le servía sino esa puta cabeza y se olvidó poco a poco de mí. Me
preguntás que cómo estaba él; pues ni te imaginás. Ese viejo estaba
muy mal, tenía los ojos hundidos, se puso flaco, jorobado y feo.
“No podía más con mi viejo Evaristo. Cada día me daba más
lástima, pero cada día él estaba más loco con la idea de volverse rico.
Yo, al revés, cada día me desilusionaba más, me sentía triste por estar
perdiendo a mi viejo, ya no creía que hubiera nada debajo de la tierra
más que mierda del pozo que él mismo había hecho antes de que se
le metiera esa idea en la cabeza.
“Una mañana se levantó más animado que nunca; pero yo ya es-
taba decidida, y aunque me daba lástima quitarle la ilusión, lo aterricé
58 con un sermón que duró toda la mañana y que terminó en la cama.
¡Por fin! Ya en el lecho, y después de hacer lo que hicimos, le insistí
que dejara eso ya, que iba a terminar enloqueciendo. Que no, que él
estaba más cuerdo que nunca, que ya estaba cerquita de encontrarlo
y que no iba a arrugarse ahora. Eso me dijo el muy descarado, ¿podés
creer vos? Y se levantó, no sabés con qué fuerza; parece que hacer el
amor le dio fuerzas. ¡Ay, Evaristo! Si no te hubieras puesto a creer en
habladurías de ángeles todavía estuvieras acá conmigo, pobre, pero
todavía estuvieras acá conmigo. Esperate, Nohemí, dejame recordar
la última vez que pude tocar a mi viejo Evaristo.
“Al otro día ni me saludo. Se levantó más temprano que otros
días, se tomó un café claro, se echó la bendición y se metió al hueco,
allá donde no lo podía ver, en ese hueco que desde hacía muchos
días me había ganado la batalla. Él al final de ese hueco veía la luz.
Cuentos

Hubiera querido seguir siendo esa luz, ya no lo era. Yo sé que lo fui,


pero ya no lo era.
“¿Cuándo llegué al límite de mi paciencia? No lo sé. Sé que ese
mismo día me dio lástima, tanta que saqué mi argolla de compro-
miso, ¡una verdadera joya!, carísima, lo único de valor material que
me había dado, y aproveché que había salido a almorzar, me arrimé
al hueco y lancé la argolla, con la firme idea de que al encontrarla,
Evaristo creería que esa era la guaca, o por lo menos se contentaría
con eso, y volvería a mis brazos.
Todo me salió al revés, Nohemí. Él se metió al hueco, y esta vez
para no salir. Al principio se había cuidado mucho, construía muy
bien los soportes. Pero después se relajó. No se siguió cuidando, cons-
truía esos soportes de cualquier manera, cavando frenéticamente. Se
metió, pues, y siguió su tarea. Cuando encontró la argolla, pegó un
grito que movió los soportes.
–¡Eso fue, no fui yo! –fue el grito.Y escuché–: Estoy cerca, Marina,
estoy cerca, ya encontré la primera joya.
El resto no alcanzó a decirlo.
Guayaquil, agosto de 2009

59
El cuaderno de Renata

La Donna
Ana María Gómez

C
“ uando se dio cuenta de que la naturaleza de un hombre
cualquiera saciaría su deseo, sintió compasión. Extraña com-
pasión, que se dirigía a quien fuera que fuese el escogido. Ya
que competía al hombre sucumbir ante las propuestas, sin derecho a
rechazarlas”… Sabía de memoria ese texto de Nélida Piñón; lo repetía
como un sortilegio antes de salir de cacería.
Cuando asecha el amor caminas con pasos inseguros por un
sendero desconocido. El asombro es tu guía. ¿Cuántas veces quisiste
acercarte a él antes de ese deslumbramiento? Sentir el suave calor del
contacto de su mano en tu mano. La maravilla de la anunciación:“Eres
el elegido. Ahora disfruta.” ¿Cuánto tiempo dura esa sensación? Solo
un instante. ¡Al evocarlo en tu mente se despliegan tantos momentos
imaginados, vividos, reales, irreales, soñados!
El suave toque de su dedo rozando apenas tu vello. La sensación
de sonrojo, el deseo disimulado. El adormecimiento de tus labios, el
dulce flujo que empiezas a verter. La fiebre que se desprende de tus
entrañas. Cuando se acercó por primera vez y te miró a la cara, creíste
que su aliento se confundía con el tuyo en muchos abrazos apreta-
dos. El brillo de sus ojos al chocar con el de tus ojos era la sensación
de un orgasmo fugaz. Era como si te entregaras a esa pasión que se
reconocía en la distancia. La primera mirada. Es allí donde tienes la
certeza: si los dos se meten en la cama habrá llamas y gemidos: “Será
60 un placer seguirte, será un placer sentirte cerca”.Y él decía tu nombre
con tono apasionado: Laura, Laura, Laura... Como experta cazadora
–antes de las primeras caricias– sé cuál es el hombre indicado. Tengo
una indecible vocación de deseante. De estar disponible para el azar
del encuentro. Para gozar del placer de la lujuria. Elijo un hombre y
me le aproximo de la manera adecuada: le sonrío, le hablo, lo miro
y lo toco. No tiene opción, estará a mi merced como pieza propicia
para el sacrificio. Allí me detendré, beberé de esas aguas, me dejaré
empapar y luego volaré. Lástima de ti. No puedes negarte. Te domino.
Y si esa extraña sensación de compasión se atraviesa, no le haré caso.
Seguiré adelante. Recuerdo cuando conocí a Paulus, era jueves. El
hombre estaba allí, frente a mí.
No sabía de mis intenciones, no sospechaba siquiera, pero yo
tenía dispuestas mis armas de seducción. Esa mañana al levantarme
Cuentos

me dije: Hoy saldré de cacería. Tomé un baño con hierbas aromáticas


y miel para endulzar el camino. Revisé el periódico y el Internet en
busca de sujetos: festival de cine, congreso de ginecólogos, reunión
de periodistas y también una semana de conciertos. Escogí la reunión.
Los ginecólogos están descartados –ya nada los seduce–. Al cine casi
siempre se va en pareja. El concierto era en la noche. Revisé bien los
nombres, no estuviera entre ellos el de una antigua víctima.
El segundo conferencista era alto, bien formado, edad adecua-
da, buena resistencia en la cama, pensé. En la ronda de preguntas
me miró. ¿Era el brillo esperado? Mi corazón de cazadora estaba a
la expectativa. En la pausa del café se enredó en amena charla con
nuestro mejor periodista gay. Descartado.
Me enfilé hacia el concierto. Había un chelista, Paulus; tocaba al
día siguiente. Era atractivo en las fotografías. No sabía nada de él. Al
llegar al teatro encontré a mi ex novio Ramiro. Un tipo espanta suerte.
Siempre que me topo con él se queda a mi lado para cuidarme el ala.
Me lleva a mi casa y me deja a la puerta sin un solo beso. Es un egoísta,
se asegura de que pase la noche sola. Se acercó con una sonrisa de
su boca que yo adoré, pero que en ese momento no brillaba para mí.
“Hola, Laura, sabía que vendrías. ¿Diriges hoy?”. “No”.
Salí corriendo y entré al auditorio. Busqué un lugar adecuado, dejé
mi agenda y me dirigí al baño. Repasé el maquillaje, guardé los calzo-
nes en mi bolso y me hice un masaje con hierbas aromáticas y aceite
en muslos y nalgas. Salí muy segura: vestía una falda ancha, blusa de
seda, medias de malla, tacones altos y un liguero de encaje.
Vi a Ramiro, lejos. Delante de mi lugar se había sentado un hom-
bre. Le dije con voz exasperada: “Señor, hay ciento treinta y ocho
sillas libres. ¿Por qué se hace justo delante de mí? Me tapa el piano”. 61
Él volteó, sorprendido, y me dijo: “Oh, no la había visto, disculpe.
¿Puedo sentarme a su lado?”. Era Paulus. Lo miré con una ensayada
sonrisa y empecé a repetir en mi cabeza: “Cuando se dio cuenta de
que la naturaleza de un hombre cualquiera saciaría su deseo, sintió
compasión”.
El cuaderno de Renata

Padre: no registra
Alejandro Liscano

F
ajardo todavía no estaba muy seguro. Su vecino y amigo, Oscar,
estaba decidido a hacerlo. Ya el plazo se había agotado y el Pa-
trón los presionaba insistentemente. La vuelta debía hacerse ese
mismo día y aunque no era momento para dudar, Fajardo conservaba
algo de respeto por la vida de los otros. No era temor; era cuestión de
integridad. A ratos parecía absurdo que alguien debiera morir. Por
otro lado, era simple supervivencia. En la naturaleza unos mueren
para que otros vivan.
Aunque Oscar era dos años mayor, Fajardo lo igualaba en físico.
Eran un par de jóvenes flacos, de dieciocho años el primero y dieci-
séis el segundo, con apariencia de mayor edad en sus rostros. Tenían
en común la agilidad y la habilidad especialmente requerida para
actividades al margen de la ley, como muchos del barrio.
En el otro lado de la ciudad estaba Alicia. Una mujer aún joven
pero parecía tener la experiencia de los viejos para desempeñarse en
el oficio de vivir la vida y llevar a los demás a hacer lo mismo. Toma-
ba el café de la mañana en la mesa de costumbre. Era dueña de una
panadería, cuyas mesas invadían el andén. La mujer se encontraba
ensimismada en la lectura. Esta vez no era el periódico; eran hojas
con el doblez característico de las cartas. De vez en cuando se pasaba
la mano por el cabello, quitándolo de en medio y acomodándolo de-
62 trás de la oreja. En ese momento su presencia invadía la panadería,
la cuadra y el mundo. Ocurría lo mismo cuando tomaba pequeños
sorbos de la taza; su belleza se hacía más evidente que nunca. Por
más sutiles que fueran sus movimientos, hacía que la tierra girara en
torno a ella; hacía parar el transcurso de los segundos y el caminar
de los transeúntes.
Héctor, el panadero de cabecera, se encontraba siempre ocupado.
Iba y venía, atendía clientes, recibía mercancía, revisaba las masas en
proceso dentro de los hornos, ayudaba en la registradora, orientaba
a los demás empleados. Hoy, al igual que todos los días desde hacía
dos años, intentaba mantener el control y el buen desarrollo del ser-
vicio y de las ventas, mostrándose como un colaborador altamente
agradecido con la panadería y con Alicia. Por esos días se esforzaba
aun más en su trabajo.
Cuentos

Desde hacía días lo venía persiguiendo el pasado de años atrás.


En ese entonces, para Héctor la pobreza, el alcohol y la droga habían
ido armando circunstancias que ahora lo obligaban a escapar de la
ciudad. Varios negocios truncados por el vicio lo habían endeudado
a un ritmo que no alcanzaba a cubrir. Durante los últimos dos años
había ido abonando a la deuda con el Patrón pero éste se había can-
sado de esperar. Ahora se hacían presentes las amenazas.
La carta que leía Alicia la iba envolviendo en una mezcla de sen-
timientos de satisfacción, de cariño, de alegría, de tristeza, de todo
a la vez. No obstante, en ese momento había algo que la inquietaba
por encima de todo. Tal vez era algo de la carta o tal vez algo en el
ambiente.
La carta decía lo siguiente:
“Doña Alicia,
“Usted ha sido como un ángel para mí. Usted me salvó del vicio
y de la calle. Nunca olvidaré lo bondadosa que usted ha sido con-
migo. Soy consciente de que cuando llegué a los alrededores de la
panadería usted me atendió sin habérselo pedido. Créame que de
todas las puertas que toqué nunca nadie se había portado tan bien.
Yo estaba más cerquita de la muerte que de la vida. Usted hizo que
dejara de sentirme totalmente solo. También estoy muy agradecido
con el centro de rehabilitación, y de no haber sido por su ayuda no
hubiera podido o no hubiera querido ingresar.
Luego el haberme dado trabajo en la panadería. Usted me dio la
entrada para hacerle diligencias y de ahí sí para qué, pero también
me doy mi crédito: yo me entregué al oficio para devolverle algo de
todo lo que usted había hecho por mí y lo sigo haciendo. Quién iba
63
a pensar que yo terminaría siendo panadero y hasta bueno, porque
para qué, que sí.
Las almas tan buenas son muy escasas, doña Alicia, y usted es
una de ellas. Aunque he tratado de hacer bien mi trabajo, no sabré
cómo agradecerle todo lo que ha hecho por mí.
Le escribo todo esto porque me encuentro en una situación que
me hace renunciar a la panadería. No quisiera mezclarla a usted más
en mis problemas. Es sólo que no he terminado de enmendar mi
pasado. Todavía me acorralan unos problemitas y no creo que pueda
permanecer mucho tiempo en un solo sitio.
Yo me voy a tener que ir, doña Alicia. Me duele mucho tener que
alejarme de la panadería y de usted pero no tengo otra salida. No sé
si en dos días o tres pero es ya. Sé que es muy rápido pero créame
que no tengo más alternativa.
El cuaderno de Renata

Le puedo prometer que no voy a recaer en el vicio y que seré una


persona de bien. Bueno, si salgo de todo esto.
Con todo el cariño y agradecimiento del mundo,
Héctor”.
Eran las seis y media de la mañana. A esa hora Alicia prefería
ceder la mesa para dar lugar a los clientes y pasaba a echar una
mano a sus empleados. De cualquier manera, era su presencia lo que
realmente atraía a los clientes, así otros pensaran que era del aroma
que escapaba de los hornos y las mesas los que prácticamente los
enganchaban a su paso por el andén. Tenía que ser mucha la prisa
para que no pararan aunque fuese por un tinto.
Oscar había probado el revólver tres días antes contra un indi-
gente que parecía tener los días contados con los dedos de las manos.
Esa vez nadie se enteró, sólo Oscar, el revólver y el indigente.
La moto estaba bien sincronizada, con gasolina de sobra y todo
listo para hacerle el quite con rapidez a cualquier contratiempo.
Fajardo ya tenía la estampita de la Virgen del Carmen en un bolsillo
de la chaqueta y el revólver en el otro bolsillo. Todas las balas en el
tambor tenían el orificio en el plomo para que este se deshiciera más
rápido y el riesgo de dejar vivo al paciente fuera menor.
La víctima había sido estudiada durante varios días, a partir de
la foto que les había dado el Patrón. El de la foto era un tal Héctor,
un panadero que permanecía en el lugar de trabajo. Esa constante
facilitaba la vuelta.
Todo estaba listo salvo por Fajardo, quien parecía no acabar de
hacerse a la idea. Había algo que no le cuadraba del trabajo. De cual-
quier manera, el asunto ya estaba decidido entre el Patrón y Oscar.
64
No había vuelta atrás.
Seis y cuarenta y cinco de la mañana. Fajardo y Oscar se despla-
zaron hacia la panadería. Observaron desde una distancia prudente
y pararon justo enfrente cuando vieron que Héctor salía al andén a
recibir un pedido de leche. Había dado el papayazo. Era más fácil
hacer blanco afuera, a la luz del sol y sin gente de por medio.
Alicia acababa de subir a su carro; había recordado que no había
dejado llaves para la empleada que la ayudaba en casa. Era cuestión
de ir y volver para la hora pico. Al quitar la emergencia y al mirar
hacia delante vio la moto que se interponía en su camino. Luego vio
cuando uno de los muchachos sacó el arma y la apuntó, pudiendo
ser hacia Héctor o hacia el señor del camión de la leche que estaba
hablando con él.
Cuentos

No lo pensó dos veces. Arrancó y atropelló la moto, aunque no


lo suficientemente fuerte como para que sus ocupantes cayeran.
Al tiempo del impacto con la moto se oyó un primer disparo. Para
entonces todos los ojos de la panadería estaban sobre los sicarios.
Fajardo intentó dos disparos más antes de que Oscar arrancara sin
lograr reponerse del imprevisto.
Alguno de los tiros había dado en el objetivo. Héctor estaba en el
piso y sangraba. Inmediatamente Alicia, haciendo de tripas corazón
y como cumpliendo otro mandato divino, salió del carro y pidió al
señor de la leche que le ayudara a subir a Héctor al carro.
Héctor yacía en el hospital, con pronóstico reservado tras una
intervención quirúrgica para drenar la sangre de uno de sus pul-
mones. Su única acompañante era Alicia, esa mujer quien parecía
más un ángel que un ser humano, una vez más rescatándolo de las
puertas de la muerte.
Oscar y Fajardo pasaban el susto en el parque cercano a sus ca-
sas. El susto era más por el imprevisto y por la posibilidad de haber
truncado la vuelta debido al choque del carro. Pero lo más importante
era que habían salido libres de la zona de peligro. Después de eso era
como estar en otro planeta; nadie sabría que tuvieron algo que ver.
Ahora era cuestión de esperar las noticias y cruzar los dedos para no
tener que rectificar el acto.
Tres días después los muchachos seguían inquietos por saber
qué había sido del paciente, hasta que la madre de Fajardo rompió
la incertidumbre con una inocencia desgarradora:
–Mijo, apareció su papá. Está en el hospital después de un aten-
tado que le hicieron. Dice que quiere conocerlo, que no quiere que
se lo lleve la muerte sin haberlo visto a usted. Él nunca se portó bien, 65
pero ¡qué carajo, mijo!, un último deseo no se le niega a ningún mo-
ribundo. Su papá se llama Héctor, Héctor Fajardo, por si quiere ir a
preguntar por él.
Fajardo salió corriendo para la iglesia. Comenzó a llorar lo que
lloraría por el resto de su vida. De ahí en adelante el mundo se le vino
encima. Se dio cuenta de que tocar fondo era todavía más abajo de lo
que él creía haber vivido antes. Algo le había dicho la intuición, pero
la intuición nunca habla con suficiente claridad. Ya el daño estaba
hecho; ahora quedaría muerto en vida por el resto de sus días; pues
las penas del alma duelen más que los achaques del cuerpo.
De todas maneras, hizo lo que tenía que hacer. Esta vez cogió un
bus para ir al hospital.
El cuaderno de Renata

Magnetosuicida
Alexander Ortega Gribenchenco
A Rodrigo Ray Rosa

B
enito Pérez. Treinta y cinco años. Canillejas. Madrid. Fue todo
lo que pude responder antes que la estilográfica alcanzara su
vida útil y fuera abismada con demencia en la soledad de un
cesto por un guardia que se empeña en tenderme malos tratos, pues
cree que le he jugado una broma al llenar el formato de reclusión.
Pudo parecerle una mofa y no es para menos. Yo lo hubiera pensado
de igual modo, pero aunque se cabree, Benito Pérez es mi nombre
y no falto a la verdad. Mi madre fue una mujer sin complicaciones y
no pensó en dejar de serlo el día de mi bautizo.
Según me explican, estoy implicado en pedofilia. Una falta de
respeto, y de criterio ante todo. No aparece en el expediente única-
mente mi sobrenombre, pero soy el único detenido. Ante ustedes,
y como reza también en el papel que llevó mi firma al ingreso,
rechazo los cargos. Doblo películas porno y no soy mala persona.
Pautas publicitarias y animaciones infantiles también hacen parte
de mi currículum. No es un oficio afable, pero estoy convencido de
no delinquir con ello.
Empecé en el oficio para poder asegurar las cañas con frecuencia.
De momento lo creí pasajero. Un empleo edificante y digno para
tener diecisiete años. Con el tiempo no pude soltar la seguridad que
el curro traía consigo. Nada de lujos, pero ganaba lo suficiente para el
66
piso, la comida, las cañas y los despilfarros mínimos. Más aun, podía
ejercer algo cercano a la libertad empleando mis propios tiempos en
el oficio. Solo debía cumplir con las entregas semanales, y trabajaba
para ello en la habitación en que vivía. Generalmente empleaba las
madrugadas, propicias, como lo leí en una revista del súper, para
cualquier encuentro creativo.
Al principio lo hice con mucha gracia pero poco después me di
cuenta de lo industrial del oficio. Mi emotividad se transformó en
modorra y tedio. Los doblajes desde entonces los hago en el sofá que
sumisamente ha cerciorado el crecimiento de mi culo y la obesidad
que mes a mes he ido capitalizando.
La producción fue siempre industrial. Cinco películas por día.
Sumado a ello los no menos de diez que éramos en la ciudad, hacen
Cuentos

los cálculos fáciles y extravagantes. Sorprendente la cantidad de por-


nografía producida; más impresionante aún la cantidad de pajeros
consumidores que hacían del mío un trabajo estable; gente que se
masturba con avaricia y despilfarro.
Tengo un buen pollón y también problemas de disfunción. Ana,
quien fue compañera de oficio, decía siempre que era una manifes-
tación de lo contradictorio de mi carácter. Los médicos, porque esto
me preocupó un tiempo y los hice parte de mi consulta, hablaban
técnicamente del sistema circulatorio y trataban de explicarme cómo
mi marcada obesidad interfería en la calidad de una buena erección.
Ahora, pasado el tiempo, me entrego a explicaciones más claras. Rayo
la asexualidad. Indiferente como el mear de un perro se me hace
encontrar a Delia –envidia hecha culo– en cuatro. Menos atractivo
poder tener a mano la aplaudida y porno–atlética polla de Mr. Dick-
son. La homosexualidad fue en algún momento duda, y no resultó
nunca certeza. Cualquier combinación sugerida entre uno y otro
mundo, bisexualidad, voyerismo, poligamia, se me hace igualmente
inapetente. Por un tiempo pensé que había tenido suficiente con mi
oficio y de allí el tedio a lo sexual, pero la verdad es que tuve sufi-
ciente desde siempre. ¿Por qué? Bastante con saber que mi conducta
es recurrente, que mi indiferencia es total. Inútil plantear preguntas
mayores. Presumido y vulgar intentar responderlas.
Los variados gustos de la audiencia y las mejores remuneraciones
actorales impidieron alguna relación estable con las mujeres que tem-
poralmente compartieron conmigo el oficio del doblaje. De ninguna
estuve enamorado. Con algunas compartí mayor cercanía. Los con-
tactos establecidos entre los diversos campo de acción –producción,
doblaje, comercialización–, una vez se hacía parte del curro, incitaron 67
a que todas, con excepciones merecidas, accedieran posteriormente a
rodar por el cine porno. Gordas, mujeres que gozaban de mostacho,
madres en edad avanzada, mujeres pseudo–andróginas. Interminable
y mordaz la lista en su conjunto. Cualquier particularidad se prestaba
para ser un fetiche publicitario nato. Inverosímil saber que todo ello
era apetecido. Traficamos con toda la extravagancia que pudo gene-
rarnos ingresos. Pedofilia nunca, por si acaso.
Los niños no me parecen tiernos en modo alguno. Ejercen una
crueldad aplastante, superior a cualquier otra etapa. Son de senti-
mientos desproporcionados y sus burlas para con otros son ácidas.
Su rabia no tiene límites, y si el otro no cae humillado –conocen
muy pronto la humillación; la muerte será una amenaza que vendrá
más adelante, muestra de estupidez intolerante desarrollada en la
El cuaderno de Renata

adultez– solo ocurre porque desconocen cómo hacerlo. Las capaci-


dades no han sido desarrolladas, las estocadas aún les son ajenas.
Sin embargo, cinco o diez años no son insuficientes para arremeter
intuitivamente frente al enemigo con toda la efervescencia del sen-
timiento. Un juguete no compartido, un caramelo más grande, una
cometa que vuela más alto, la pregunta por un padre que falta, por
unos lentes que sobran. Son las capacidades y no las ganas las que no
logran mayores destrozos. Ahora, si hay que enfrentar a un cualquiera
entrado en años, las cosas están más claras, mueven sus ojos, sonríen,
rompen en llanto y con ello desenfundan su licencia a la agresión.
Doblegado en nostalgia, el adulto exhibe su vulnerabilidad y dilata
el blanco en que habrá de agredirlo el infante, como las pupilas que
no hallan luz, ni con ello, entendimiento. No soy padre, y agradezco
a los míos su efímera sexualidad para no procurarme hermanos que
hubieran podido haberme hecho tío. Si algo guarda el arquetipo de
la maldad es la niñez. Pero la pedofilia es un exceso superior, cons-
ciente y calculado que me parece aun más cruel y aberrante que su
conducta. Sería una venganza no permitida para con esos diablos. No
será nunca el sexual un campo en el que llegue a consentir hacerlos
parte. La voz de Pepe Grillo también estuvo a mi cargo. Un intento
por atrapar a esas bestias que no han sabido reconocerme.
Con el tiempo tuve algún criterio del curro. Trabajé para críticos
inútiles, como en cualquier caso –comepingas que no’an tenío nunca
una verga on culo, decía siempre Ana–. Nunca traicioné mis princi-
pios. El dinero, que fue mi inicial motivación, continuó siéndolo siem-
pre. Accedí por ello a escribir parte de sus columnas sin más crédito
que las muchas pesetas y los pocos contactos que podían entregarme.
68 Empleando ambas conocí la Europa citadina en su totalidad. Nunca
reclamé como propio el reconocimiento que en varios festivales es-
tuvieron pavoneando. Carezco en el medio de prestigio alguno.
Nada tan terrible como una película porno doblada. Mi oficio
recibe, también de mi parte, el peor descrédito del que pueda hacerse
merecedor. Del otro lado del mundo un tío se masturba mientras oye
gemir a un gordo que come patatas mientras se rasca una axila. A lo
mejor usted también se ha tomado el miembro en mi voz y tenemos
una conexión superior a la que nos entrega esta historia.
El día que inicié con el trabajo, el viejo que lo ofreció me explicó
que uno entre muchos baluartes que tenía la madre patria era la de
tener el idioma puto por excelencia. A mí en contraparte, en épocas
aun activas, me excitó la jodida concreción de las norteamericanas.
Pussy and Dick, aunque se mencionaran vez tras vez, fueron siem-
Cuentos

pre más sexuales y animales que la ráfaga que arrancaba en coño y


terminaba en pinga.
En ocasiones, para poder conservar el curro tuve que aprender
a hacer todo tipo de voces, hasta femeninas, por supuesto. Increíble
tener que simular al negro que con su pollón empala, y a la asiática
que después de ello habrá de quedar con el culo más rasgado que
los ojos. Ocho fue mi obra maestra. Una orgía nórdica en la que hice
todas las voces. ¡Ópera prima!, fue lo primero que gritó el italiano
que me llamó al recibir el paquete con el doblaje.
En la noche allanaron el lugar en las afueras donde se almace-
naba el material terminado que serviría para las entregas. Algunos
teléfonos y datos habrán tomado. Fotografías. Atiborraron el lugar
con material pedófilo. Ninguna información pudieron haber toma-
do que hubiera logrado implicarme, menos aun conducirlos a mí
directamente. El viejo me entregó. Estaba a punto de morir y no
accedía por estas épocas a encontrar el dinero suficiente; el porno
amateur tomaba auge y el negocio de las cintas iba en declive. Los
maderos le habrán ofrecido el dinero suficiente como parte de sus
fachadas de brillantes capturas y el viejo debió de haberlo pensado
lo necesario para entregarme de inmediato. Imaginé todo, menos
que fuera a hacer parte de su suplicio a los maderos. Realmente creía
en él. Lo había visto mecer en las piernas a su nieta y pensé que eso
significaba algo, como pienso que muchas cosas inútiles nos pueden
exorcizar de otras con mayor peligro. Pensé que de encontrarse en
aprietos, de tener que subsistir en la ilegalidad, otro sería su estilo.
Me habrá elegido por ser el único que carece de familia. Seguro estará
preciándose de ser buena persona. No vendrá de mi parte venganza.
Cuando comiencen las agonías, la seguridad social hará lo propio por 69
tenderle malos tratos.
No es tan sarnoso el encierro como los cargos. Pude estar sopor-
tando épocas de encierro mayor en las interminables jornadas de
doblaje. Tenía contacto con menos personas que con las que aquí,
obligado por causas ajenas, he tenido que soportar, pero no estaba
manchado por el insulto malintencionado de cualquiera que tratara
de acercarse. Al llamado de “pedófilo” siempre quise ir hasta donde
el cabrón y regresar con unos ojos en mis manos.
Ahora sé que fui reconocido por un guardia pajero, idéntico al que
se masturba en los turnos nocturnos mientras vigila nuestro encierro,
de los que se precia de cuidar a su hija –infante aún– mientras mira
la de su compañero con morbo total, y a la que follaría de encontrar
oportunidad. El otro no se quedaría corto en mezclar en una orgía
El cuaderno de Renata

a la esposa y a la madre del compañero de turno anterior al menor


asomo. Sin embargo, aunque todo ello sea tácito en esos rostros
grasientos, se saludan de mano y vierten copas juntos brindándose
amistad. Tales son los sujetos que me tienen recluido, emblemas de
moral y respeto en estos sitios.
Con otros guardo singular simpatía. La totalidad del material
decomisado, con excepción del que emplean para incriminarme, fue
repartido por los maderos que hicieron parte del operativo, por lo cual
buena cantidad fue a parar a mi sitio de reclusión. La exhibición del
material fue motivo de algunos encuentros. Los televisores en la cárcel
turnaban equitativamente el fútbol y la pornografía y se convertían,
junto con las patatas, en el festín de la jornada. Los había devotos de
uno y otro bando, especialistas o no en el tema. La escasa variedad
en la programación no fue motivo nunca de queja; la porno-pelota
fue siempre suficiente para abarcar el alma humana que vagaba
estos sitios. Sólo Martín, guardia distinguido escéptico en su cargo,
entraba en insultos a la hora de la pelota, momento único en el cual
fumaba, lo que le servía como pretexto para alejarse y aplacar los
hijoputazos. Guardaba extrañas costumbres. Le gustaba oír el fútbol
pero no verlo. De chico veía a su padre escuchar la radio.Ya mayorcito,
su padre, para celebrar su décimo cumpleaños, lo llevó a su primer
partido. Cuando fue al estadio le pareció un espectáculo menor el que
se tenía en el campo frente al que siempre había escuchado. Prefirió
conservar el recuerdo.
–¡Vaya papelón, tío! –me gritaba Martín siempre que un doblaje
en mi voz podía sobrevivir al sicópata reproductor de cintas que,
en línea, podía hacer risible la cifra de cualquier asesino en serie.
70 Lo llamaba el magnetosuicida y juraba, además, que el reproductor
estaba preso junto a nosotros por ello.
Las pocas cintas que Martín pudo ver, tras las cuales se acercó
siempre a intentar un diálogo, nos llevaron a profesarnos algo cercano
a la camaradería. Creía en mi inocencia y eso me bastaba. Era madero
y delinquía como todos los demás; eso me alegraba aun más. Era
consciente de todas las fugas que se planeaban y pensaba incluirme
en la próxima. Fue madero y como tal pidió algo a cambio. Vio una
película en su juventud que lo dejó marcado. Un excompañero suyo
de escuela, Alberto, súbdito también de las novicias de Avellaneda,
tuvo a bien montar un video que se especializaba en manejar géneros
audiovisuales extravagantes, entre ellos el suyo: el cine porno–terror.
Especialista en uno de los dos campos, aseguraba que la cosa debía
salirme bastante bien. Decía que no entendía puta madre de otros
Cuentos

idiomas, pero que adoraba la última escena en la que una rubia con
cara demencial andaba con un pito cortado en la mano gritando no
sé qué cosas. Quería saber qué coño gritaba la rubia y que yo hiciera
para él el doblaje. Esto dejaría los favores a mano.
Me contaba mientras trazaba un mapa que envidiaría cualquier
advertido en artes, cómo tomar rumbo al alquiler de donde extraía tan
extraños títulos. La gráfica y el nombre fueron hechos con la estilo-
gráfica negra que firma hoy los préstamos de las cintas. Soy yo quien
ahora dirige El Magnetosuicida. No llevaba este nombre cuando la
dirección que tenía en el papel coincidió con la del lugar; no llevaba
ninguno, por demás, pero no me mostré dubitativo y elegí el nombre
de un zarpazo. Las indicaciones fueron exactas y apropiado el tiempo
en que hice el arribo. Alberto, a quien se lo compré por una suma
ínfima, pensaba, después de haber hecho sus últimos veinte años
entre putas pistoleras y sepultureros, incinerarlo porque argumentaba
que las buenas costumbres se habían tomado a las personas y que
él no podía con eso. Últimamente sólo lo frecuentaban académicos
a quienes les parecía extravagante el lugar, y por ello adecuado para
presumir de gamberros. Los toleró por un tiempo cuando sólo re-
presentaban unos billetes al final de mes, pero que se convirtieran
en su única clientela se le hizo intolerable. Los gamberros de verdad
habían envejecido con él, y presa de hijos y mujer cayeron en las
buenas costumbres; otros fueron sus vicios. Tiempo después supe
que habían sido más los que habían rayado en la locura y habían
tomado por cuenta propia, y no observando ahora en cintas, una
actitud en extremo extravagante frente a la cual seguir alquilando
títulos constituía un oficio menor; estaban, después de ello, para
cosas grandes. Era ésta y no la sartilla de injurias contra las buenas 71
personas la causa por la cual el alquiler había caído en desolación.
Alberto había conseguido algo superior a sus propósitos.
Hoy grabo la última escena: una joya del cine. Es la vez décimo
tercera que repito la frase y creo que esta ha sido digna del pacto
contraído; la fuga fue merecida. En ella, un tipo que para decir las
cosas con propiedad se tiraba siempre de la pinga, sinónimo de que
quería que se le tomara en serio, se folla a una rubia de un modo
salvaje. La rubia, espectacular y egocéntrica, en labor pedagógica,
prepara, mientras el tipo disfruta por vez última su culo, las tijeras
que zigzaguearán aleccionantes al sujeto. Tras cortar el miembro del
carcelero menciona, mientras llueve sangre que tapa la lente de la
cámara y anuncia que el the end de la película ha llegado: ¡¿Este es tu
orgullo?! ¡Pues de qué poco os ufanabais en el mundo!
El cuaderno de Renata

El inglés
Andrea Serna

E
stábamos sentados tomando nuestras primeras cervezas cuando
él entró. Llevaba un sombrero, un bastón, y un caminado que
me recordaba a los personajes de Dickens. Se sentó cerca de la
entrada del bar, y se quedó mirando por un rato las sillas dispuestas
al frente de la calle mientras turistas, nativos, y vendedores se repar-
tían de un lado a otro en la ciudad amurallada. Mientras tanto, María
seguía bailando junto a mi silla, moviendo sus esplendidas caderas, y
mirándome como siempre lo había hecho con esos ojitos juguetones
que brillaban cada vez que quería atraparme con sus besos.
Habíamos llegado a Cartagena esa mañana a las diez. Veníamos
buscando la publicidad de la ciudad, belleza, historia, y elegancia
por las calles, pero no fue así. Sólo logramos atrapar la realidad: un
calor endemoniado, un olor a basura de mil años, y una ruina pal-
pable por todos lados. Pero María insistía: no podía ser mentira, en
algún lugar estaría la Cartagena soñada. Llegamos entonces al bar de
Celina, Daniel Santos y la Sonora Matancera de los años sesenta, el
único lugar que encontramos al entrar a la ciudad amurallada, me-
dio vacío, con las figuras de los héroes musicales de la salsa que nos
recordaban nuestros mejores momentos de noviazgo. Por entonces
la luna de miel.
El ritmo de los tambores marcaba la cadencia de la noche. Poco
a poco nuevos visitantes se acomodaban en las mesas. Ninguno
72 bailaba. Todos se acompañaban con un par de cervezas. Las mujeres
observaban a María con una envidia notable. Era apenas lógico: una
mujer canela bailando sin parar, descalza sobre la pista, sin permiso
de nadie, sólo dejándose llevar por la autoridad que le mandaba su
cuerpo. Los hombres también la miraban, incluyendo al inglés que
de vez en cuando le lanzaba una mirada inquisidora.
Hombres y mujeres abandonaban el bar, y una nueva pareja
entraba, compartía la música durante quince minutos, nos miraba,
y se lanzaba a la calle. Pero el inglés continuaba allí, sentado frente
a las dos únicas botellas de cerveza que bebió en toda la noche para
acompañarse mientras miraba a María con mayor detenimiento. Co-
menzó a recorrerla con la sensibilidad de un hombre solitario frente a
una mujer soltera. Intentaba llamar la atención de mi querida esposa
pero ella estaba frenética en la pista.
Cuentos

De pronto, el mesero se acercó con un nuevo par de cervezas. Le


rectifiqué que no las había pedido. El mesero insistió.
–Son cortesía de la casa.
Al mirar a la izquierda me encontré con la sonrisa del inglés que
levantaba su botella para saludarme.
A los pocos segundos llegaron un paquete de cigarrillos y un par
de mentas. El inglés nuevamente me saludaba. Llamé la atención de
María pero ella no estaba para pequeñeces. Estábamos de vacaciones,
dijo, así que todo podía suceder. Precisamente, le respondí yo, porque
estábamos de vacaciones nada debía estropearlas.
Al poco tiempo el inglés se paró de la mesa y se acomodó en
la nuestra. Llamó al mesero y pidió otro par de cervezas. Él seguía
bebiendo de su segunda botella.
María se sentó junto a nosotros. Sin mayores preámbulos se presen-
tó. No había por qué preocuparse, me diría con la mirada. El inglés le
devolvió el saludo, se paró de la mesa por unos segundos sosteniéndole
la mano y luego le brindó la silla que estaba junto a mí.
La música seguía sonando, y las parejas que unas horas antes
estaban en el bar, habían desaparecido. Impresionado por este detalle
le pregunté al inglés qué pasaba.
–Son parejas de paso –me dijo.
María se echó a reír. Toda la noche había estado especulando
sobre cuántos años llevarían de casados, y de un momento a otro
nos enterábamos de que sólo eran parejas de turismo. Mujeres y
hombres que se acompañan mientras la temporada alta sobrepasa
los límites del amor.
–Yo estoy buscando a una mujer –dijo al fin el inglés con la seque-
dad y la frialdad propias de un habitante de Oxford Street.
73
–¿Y cómo es? –le preguntó María.
–Parecida a usted –le respondió con una mueca que delataba una
incomodidad.
–Quedaron de encontrarse aquí, supongo –dije yo sin un asomo
de cordialidad.
–Me dijeron que estaría acompañada de un hombre moreno,
como usted.
El bar estaba casi vacío. En las sillas que daban a la calle quedaban
pocos hombres. El inglés insistió en la historia de su mujer.
–Tiene los ojos cafés, como ella –dijo, señalando con su tabaco
a María.
–Bueno, en Colombia es posible encontrar a muchas mujeres con
esta cualidad –respondí yo, un poco ya aburrido de la situación.
El cuaderno de Renata

–Sin embargo –me respondió–, no tan vivaces y juguetones. Son


únicos.
María bailaba otra vez. El inglés la contemplaba ahora con mayor
detalle, y detenía su mirada en lugares poco caballerosos.
–¿Hace cuánto la espera? –dije para llamar su atención.
–Todavía la estoy esperando.
–Es una lástima no poder acompañarlo. Nosotros ya casi nos
vamos.
–No es posible.
–¿Cómo que no es posible?
–No pueden.
–No entiendo –le dije.
–Ella –dijo señalando a María– es la mujer que estoy esperando.
Extrañado, sorprendido y molesto, le expliqué que aquello era
imposible. María era mi mujer. Había llegado conmigo de Cartagena
y sin mayores inconvenientes se iría conmigo nuevamente. El inglés
se paró de la mesa, sacó un fajo de billetes y los puso junto a las
botellas de cerveza.
–Este es su pago, por la espera.
Indignado por semejante insulto, le repetí a gritos que mi mujer
no era una cualquiera ni mucho menos una mujer de intercambio
cultural. María detuvo su baile y se paró detrás de mí ya un poco
asustada. El inglés dijo algo en su idioma que no pude comprender,
y luego lo repitió en un vivaz español:
–¡Esta mujer me pertenece y me la llevo!
El inglés agarró de la mano a María y la empujó hasta su lado.
74 De un salto lo agarré de su chaleco, lo tumbé de un golpe, y nueva-
mente María estaba detrás de mí. El mesero se sumó a la algarabía
para pedirnos que nos largáramos del bar. El inglés, recuperado del
golpe, exigió en ambos idiomas que se la entregara, que ya había
pagado por ella, que le pertenecía, que yo había tenido tiempo para
disfrutarla, que lo demás no era problema suyo.
Todavía sin comprender de qué se trataba la situación, jalé a María
hacia la calle para salir corriendo de una buena vez de aquel sitio,
pero el inglés, un hombre alto, macizo y decidido, se nos atravesó y
de un solo golpe logró tumbarme sobre las mesas del bar, y llevarse
a toda prisa a María.
Me levanté enloquecido tomando en mis manos un par de ma-
deras destrozadas para lanzarme contra el inglés que corría con mi
María, pero el dueño del bar y dos policías que llegaron al lugar me
Cuentos

detuvieron con fuerza. El policía me trataba de calmar a punta de


golpes en las piernas.
–Deje al extranjero, colombiano ratero –me decía, sin conocer la
situación.
–¡Pero es mi mujer! ¡María es mi mujer! –respondía yo iracundo
y tratando de soltarme.
–Pues déjala que se vaya, es su decisión… –sentenció el mesero
del bar.
El inglés se había perdido. Como pude logré soltarme del policía
y del dueño del bar y corrí hasta que logré ver a lo lejos al inglés que
tiraba del brazo de María. En un callejón ingresaron a una casa blanca,
vieja, de dos pisos. Cuando llegué, el portero me detuvo al instante.
–¡Ese inglés lleva a mi mujer!– le grité casi a punto de llorar.
El portero me miró detalladamente, y como si mi rostro de horror
le fuera conocido, me dejó seguir, aconsejándome de paso que no
perdiera tiempo, que buscara rápidamente al inglés.
Subí por unas escaleras hasta encontrarme con un viejo corredor
solitario, oscuro y frío. El inglés no se veía por ninguna parte. Tampoco
lograba escuchar la voz de María. Gritaba desesperado pero era como
si en aquella casa no existiera nadie.
Al llegar al fondo del corredor encontré una puerta abierta. Una
luz roja desplazaba la penumbra del lugar. Allí logré ver a un hom-
bre que fumaba y firmaba notas en un cuaderno viejo. Lo tomé de la
camiseta y le pregunté por María. El viejo, sin dudar un momento,
tomó su teléfono y llamó.
–¡Te lo dije! Otra vez el inglés… ¡Llámalo y tráelo hasta aquí!
A los pocos segundos un hombrecito moreno bajaba con María
en su mano, y el inglés detrás de ambos, profiriendo insultos y gri-
75
tos en su lengua nativa. Ansioso por recuperar a mi mujer, me lancé
contra el hombre pequeño hasta quitarla de sus garras. El viejo de
la llamada me miraba con vergüenza, como si esto hiciera parte de
la cotidianidad de la casa.
–Es la misma joda con este gringo. ¡¿Cuándo es que se larga para
su tierra?!
El inglés se le acercó y halándolo de su camiseta levantó el puño
y casi a punto de reventarle las narices le pidió explicaciones sobre
María: una mujer de ojos cafés, ¡ah!, juguetones, ¡ah!, una mujer que
me esperaba en el bar, ¡ah! ¡Maldito colombiano de mala muerte,
maldita tierra de mala muerte!
En medio de los gritos y la furia del inglés logré escuchar a María
susurrarme al oído:
El cuaderno de Renata

–El hombre está perdidamente enamorado…


Sin embargo, no pude decirle nada a mi mujer pues el dueño del
lugar alzó la voz como un trueno que viniera desde el mismísimo
infierno.
–¡Quién te manda a joderte a una colombiana! ¡Quién, quién!
Al recordar nuestra presencia, el viejo, sin perder el tono de su
voz proveniente de las profundidades del horror, nos dijo:
–El maldito se enamoró de una colombiana, ¿pueden creerlo?
En ese momento solo atiné a presionar la mano de María, a sos-
tenerla tan fuerte como me fuera posible para que no se me escapara
jamás.
El inglés rompió en un llanto infantil. El hombre moreno le pasó
una copa y al fin lo sentó junto a él, para tratar de consolarlo.
Muerto de la ira, sin dejar de fumar y tirar el humo por la nariz,
el viejo nos hizo la señal de salir, y nos llevó hasta la puerta de la
casa.
–Es una historia larga y penosa –nos dijo–. Se enamoró de una
colombiana, una mujer así como ella –señaló a María con la punta
de su puro encendido–. Una mujer canela, de ojos juguetones. La
conoció en el bar (el mismo donde estábamos). Era una simple cita,
como cualquiera otra que solicita un extranjero. La muy desgraciada
lo jodió. Lo enamoró, le sacó el billete, y lo dejó. Ahora el tipo la busca.
Lleva dos años en esta misma casa, en la misma habitación, rogándole
al tiempo que le devuelva a la mujer trigueña, ¿pueden creerlo? –nos
repetía el viejo insistente–. Ahora la busca en el mismo bar, y cuando
se encuentra con una mujer que tiene los ojos como ésta –volvió a
señalar a María–, pues se la trae, y junto a ella ¡los maridos detrás
76 con la indignación y la pistola en la mano!
Ya en la puerta del hotel nos pidió que no volviéramos, que pre-
feriblemente no regresáramos a la ciudad amurallada. Imposible,
luego dijo María, allí está la realidad de la ciudad.
Después de aquella lucha entre amores extranjeros y nativos,
decidimos regresarnos al hotel. Caminamos en silencio durante un
largo rato. De vez en cuando nos mirábamos y nos sonreíamos como
cómplices de una aventura dolorosa para otros, pero para nosotros,
simplemente excitante.
Ya en la cama del cuarto de hotel, María por fin habló para decirme
lo que ya Borges en un poema había constatado:
–Al pobre inglés le duele en todo su cuerpo una mujer.
2009
Malicia indígena
Constanza Lema Botero

H
ace muchos años, en el mil quinientos veinte aproximada-
mente, en una de las islas de las Antillas menores llamada
Karukera o Isla de las bellas aguas, en el mar Caribe, había
una cultura indígena perteneciente a los arawak con unas caracterís-
ticas muy particulares: no era su raza, ni su tamaño o su color, sino
su comportamiento. Eran tan pacíficos que no parecían humanos. Y
eran felices porque no sabían que la felicidad es arisca.
Lo único que los enfurecía era la injusticia, los atropellos, y los
castigaban con la “pena mayor”, como la llamaban: la indiferencia.
Cuando hablaban eran precisos, sinceros y breves. Tenían pausa,
o medida, y sabían escuchar. Las guerras les producían náuseas y
estupor. Tenían armas pero sólo las utilizaban para cazar. No sacrifi-
caban loros, porque creían que en ellos había semejantes atrapados;
ni hienas, porque su risa los asustaba. Comían pescado, plátano, maíz
y una gran variedad de raíces y verduras.
Si alguien interrumpía una conversación, no esperaba un turno
o tomaba las pertenencias ajenas sin permiso, nadie volvía a dirigir-
le la palabra y le aplicaban la pena mayor. La indiferencia era una
sanción que duraba entre una semana, seis meses o un año, según
el error cometido.
Hubo un indio que pasó casi un año en el vacío de la indiferen-
cia; nadie le hablaba, no lo miraban, era como un chinchorro más. 77
Empezó a secarse como una planta sin agua, hasta que un día murió
de tristeza.
¿De dónde venía la serenidad de los arawak? Nadie lo sabe a
ciencia cierta, pero algunos creen que todo empezó una tarde en
la pradera, cuando el límpido cielo de agosto se reflejaba en el río
Kuagi.
Anuaq, un indio alegre y simpático, llegó con un extraño brebaje.
Dijo que llevaba varios días preparándolo, que era una especie de
licor, porque estaba fermentado; que lo había extraído de un bejuco
que crecía sobre los árboles y algunas piedras. Un día probó una
hoja desprevenidamente y al poco rato sintió una embriaguez leve y
bonita, una sensación diferente, como si estuviera conectado con la
piedra, el pájaro y la flor. Entonces, decidió destilarlo en el alambique
El cuaderno de Renata

de su abuelo y luego se lo ofreció a todos en medio de una fiesta en


la pradera.
–¿Quieren probarlo? –preguntó.
Nadie contestaba, hasta que la india Zina se animó y los demás
la siguieron, como si necesitaran un líder para hacer una travesura.
En cuestión de media hora entraron en trance: vomitaron y defeca-
ron hasta las tripas; pero nadie culpó a Anuaq, por el contrario, una
vez pasada la tormenta se miraron con una complicidad infinita y
una sensación de alivio se dibujó en sus rostros, el rocío era frescura
silvestre, los sonidos de la naturaleza eran melodías musicales; se
sintieron llenos de amor por todas las cosas, en armonía con el aire
y con el agua, amasados con tierra y fuego, hermanos del jaguar y de
la nigua. En ese instante todos supieron que esa planta sagrada signi-
ficaba equilibrio y sabiduría en su existencia. La llamaron “la planta
sanadora de la madre tierra”. En las siguientes tomas comprobaron
que servía para purgar el cuerpo y alejar enfermedades.
Así pasaron muchos años plenos. Llevaban una vida tranquila
sembrando, cultivando. También pescaban y cazaban. Consumían la
planta sagrada en noches de luna y mantenían un equilibrio envi-
diable con la naturaleza y hasta con las tribus vecinas.
Pero los dioses, se sabe, odian la felicidad de los mortales.
Por ahí andaban hombres blancos, surcando las aguas de los
caribes, brincando de isla en isla en busca de oro. Un día Francisco
de Orellana, quien dejó rastro por las Antillas Mayores y tomó luego
rumbo hacia las Menores, apareció en una de sus expediciones en
Karukera. Maldito sea ese día; todos lo recuerdan con rabia y dolor.
78 Orellana resolvió quedarse a descansar con su expedición y recuperar
fuerzas antes de seguir el viaje. Pero pasaron los días y el hombre no
parecía interesado en marcharse; por el contrario, empezó a averiguar
sobre la isla, descubrió los rituales que hacían cada mes con la toma
del zumo de la ayahuasca; participó dos veces y le fue mal, tuvo fiebre
y convulsiones, parecía que una rata se lo estuviera comiendo por
dentro. Sin embargo, tomó dos veces más y empezó a actuar como un
demente. Era claro que el sujeto no le simpatizaba a la planta.
Orellana envidiaba la paz de los indígenas y su estilo de vida;
estaba convencido de merecer esa tranquilidad, consideraba inaudito
que unos indios con taparrabos vivieran de manera más civilizada
que los españoles, los insultaba constantemente; creía que la magia
no estaba solamente en la planta, que tenían un secreto guardado.
Primero los interrogó por las buenas y después a los golpes. Una
Cuentos

tarde, Anuaq apareció muerto en la misma pradera donde les brindó


a todos el zumo sagrado.
Ese día cambió la historia en Karukera: se esfumaron la armonía
y el respeto, y los indígenas empezaron a actuar como los conquista-
dores. Lapidaban a sus parientes por cualquier diferencia, usaban las
armas para acabar con los invasores, robaban en los predios vecinos
y ultrajaban a los más débiles.
Consternado con la situación, Bechi, el chamán que amaestraba
aves, se escondió en una cueva y ayunó durante tres noches con la
esperanza de que el dios de las águilas lo iluminara. Al cuarto día
fue encontrado por los hombres de Orellana y azotado sin clemen-
cia. Entonces Bechi les dijo que había un lugar prodigioso cerca
de la desembocadura del río Orinoco, a muchos días de camino al
suroccidente, un imperio con montañas de oro y esmeraldas. No le
creyeron, por supuesto, y le propinaron más azotes. Casi moribundo,
Bechi los llevó hasta su choza y les mostró una colección rutilante de
piezas de oro, regalos de amigos de tribus de islas vecinas: poporos,
alfileres, narigueras, pectorales...
Una semana después, el tiempo que les tomó reparar sus naves,
Francisco de Orellana y su grupo partieron hacia el suroccidente;
se internaron en las selvas de lo que hoy es Venezuela, y la selva se
los tragó.
Otras expediciones de españoles codiciosos se perdieron, de-
voradas por los mosquitos, por las fieras y por la jungla; buscando,
unos, los bosques de la canela en el Perú; otros, la fuente de la eterna
juventud en la península de La Florida; otros, la belleza de las ama-
zonas en algún lugar del Brasil; y otros, como Orellana, el espejismo
deslumbrante de El Dorado, que solo existió un momento: el día que 79
brilló, alto y magnífico, en la imaginación ladina del indio Bechi.
El cuaderno de Renata

Un cuento de un cuento
Fernando Gallego

H
ace tiempo leí, o creí leer, o soñé, o imaginé un cuento cuyo
nombre estaba en francés; creo recordar que se intitulaba:
“Trate de sensaciones”, quizá con una tilde de las que no
tiene mi teclado. Supongo que su hacedor era pluma mayor.
He deseado recuperarlo y lo he buscado infructuosamente en
obras suyas, en sus obras completas; he consultado a sus exégetas y
nada, se esfumó como por encanto. No existe, no fue escrito.
Voy a tratar de reconstruirlo y me perdone el autor esta osadía,
aunque solo logre una mala versión aproximada.
Se había esculpido una fantástica estatua en el más bello y
translúcido mármol de Carrara por un prodigioso artista que a no
dudarlo aunaba la inspiración, la destreza y el arte de Fidias, Mirón
y Praxíteles, de Miguel Ángel y Rodin. Era la perfección, hubiera
matado a Pigmalión.
Embelesado con ella, quiso el Gran Demiurgo hacer algo: Es el
olfato el más descuidado y menos usado de los sentidos por el hombre.
¿Y qué si se lo concedo a esta maravilla?
Un buen día la estatua despertó; era un olor a rosa, sin matices ni
partes, un continuo. Al cabo el olor se esfuma dejando a la estatua
perpleja. Pero se consuela pensando que aun sin el estímulo puede
recordar su dicha. Súbitamente le llega el aroma de un jazmín y
vuelve a quedar arrobada. Diferencia ambos olores, los compara y
le gusta más uno. Se suceden otros y sin querer los ordena según
80 el placer dejado. Ya tiene memoria y comparación, el principio del
pensamiento.
Advierte que el rosa regresa después del vetíver, luego el jazmín.
Empieza a entender que su universo no es fijo, cambia, muta. Así
descubre el tiempo. Pronto se da cuenta de que sus deliciosas sen-
saciones le llegan, que no son ella, ve que no es el todo, que hay un
afuera: está descubriendo el mundo.
En algún momento ansía el aroma de la rosa, y entiende que
debe esperar, que no lo puede obtener de sí. ¿Y qué tal si llegasen
juntos rosa y jazmín?
Así, lentamente, con seguridad, va desarrollando las facultades
del entendimiento y quizá con éstas lleguen las de la voluntad.
Con la sola ayuda de su olfato se va abriendo al universo.
¿Llegará a intuir a su autor material?
¿Hilará que nació con el aroma de la rosa?”
Doctor Leguizamón
Gladys Franco

U
na noche cualquiera. El mantel, impecable; las rosas, amari-
llas; las copas de cristal, el tempranillo en su punto, música
al fondo. Todo dispuesto con gran esmero.
Y así, durante los últimos cincuenta y dos años, la señora Isabel
atendió a su esposo Juan. Esa noche lo esperó en la terraza con su co-
mida preferida: asado de jabalí. Sin saludar se sentó a la mesa. Ella le
puso la servilleta, le sirvió el vino, le trajo la bandeja con la carne y en
ese justo instante, con el cuchillo del asado, le atravesó el corazón.
–Doctor Leguizamón, doctor Leguizamón, ¡defiéndame! ¡DE-
FIÉNDAMEEEE! –fue lo único que alcanzó a decir antes que se la
llevaran a la comisaría.
Días después, ante el jurado y la concurrida audiencia, el doctor
Leguizamón dijo:
“Durante cincuenta y dos años el señor Juan de la Espriella ase-
sinó, uno a uno, todos los proyectos de la señora Isabel: sus posibili-
dades de laborar, de conocer otros países. Asesinó su carisma, su don
de gentes. Asesinó sus dotes artísticas, sus ilusiones. Asesinó su risa,
asesinó su juventud, su figura. Ella… ella sólo lo asesinó una vez”.
Cali, 27 de mayo del 2009

81
El cuaderno de Renata

Hasta cuándo
Gladys Franco

T
odo iba divinamente hasta el maldito día en que llegaron esas
putas cajas. Yo estaba, lo más de relajada, viendo televisión en
el apartamento cuando llamaron de la portería para decir que
don Víctor las había enviado. “Pues que sigan”, qué más podía decir.
Abrí la puerta y comenzaron a entrar cajas y cajas…veintisiete en
total. ¿Y esto qué...? Inmediatamente llamé a Martica al trabajo y le
conté. Y ella, feliz. “Tranquila, mamita, don Víctor se jubiló, tiene que
entregar la oficina y vamos a guardarle unas cositas”. Bien pequeño
el apartamento. La verdad no podía oponerme, al fin y al cabo es él
quien corre con todos los gastos y, además, es el padre de mis nie-
tos. “Mamita, no te preocupes, ésta es una buena señal; si él hubiera
querido se las lleva adonde la bruja de su mujer” .
A los pocos días la señal no se hizo esperar. Cuando llegué del
paseo al morro y entré al apartamento, ¿qué me encontré? Todo el
apartamento invadido de chécheres viejos y a don Víctor apoltronado
en el sofá, con tres maletas a su lado, dieciocho cajas y mil trebejos
más. No había por dónde moverse.
–Y esto qué?
–Desde hoy don Víctor vivirá con nosotros. Estamos felices. Yo
siempre he querido que se ponga al frente de los muchachos.
Y comenzó la pesadilla. El viejo asqueroso se levanta después
82 de las diez. Se queda en pijama hablando por teléfono hasta las dos
o tres de la tarde. A esa hora se viste –por el olorcito dudo que se
bañe–, saluda a los muchachos y baja al parque a conversar con sus
amigos.
Quiere sentirse importante y útil y se hace llamar “asesor tribu-
tario”. Cuando alguien lo llama se da unas ínfulas de gran magnate:
“Déjeme ver la agenda, aquí veo…sí, le puedo atender en…en una
semana, el próximo jueves a las cuatro de la tarde, ¿le parece?”. Y
saber que no tiene nada, nada que hacer.
Lo peor llegó el día en que abrí la boca para decirle a Martica:
¡¿Cómo te aguantas a ese viejo en la cama?!
De una lo sacó, ¡y ah, problema! Yo no iba a ceder mi cuarto por
nada del mundo, y menos a permitir que durmiera conmigo; a duras
penas caben la cama y mi máquina de coser. Tampoco era justo que él
Cuentos

durmiera en el sofá. Al final compró un camarote para los muchachos


y se acomodó en el cuarto de ellos.
¡Me da una rabia cuando me preguntan que si es mi marido! ¡Qué
tal! ¡Ni de fundas! Es muy viejo para mí, me lleva más de diez años.
Él es… ¡el marido de mi hija!
***
Cuando le decía a Tita que alguien me caía bien, ella siempre
contestaba: “Vaya viva con él y me cuenta”.
Empecé a trabajar a los diecisiete años. Todavía no había termina-
do mi bachillerato. Mi primer jefe fue don Víctor, también mi primer
amor. Amor a primera vista. Todo ocurrió de manera imprevista. Un
día fui a pedirle permiso para unos exámenes médicos.
–¿Hasta qué hora, señorita Marta?
–Ummm... más o menos hasta las nueve.
–Ah, bueno, a las nueve y cinco me espera en La Nacional.
–¿Cómo así?
La emoción que sentía era tan grande que no fui a ningún labo-
ratorio. Me arreglé lo mejor que pude y a las ocho y media estaba
ya parada en La Nacional. Cinco minutos antes de las nueve llegó
don Víctor y sin dudarlo me llevó al parqueadero. Ese día no volví
a la oficina, pero llegué a mi casa, como de costumbre, a las siete y
cuarto de la noche.
Lo amé con locura, es cierto. A excepción del primer día, todos
nuestros encuentros fueron fugaces. A veces llegábamos antes que
todo el personal y en el cuarto del archivo nos amábamos con pasión.
Nunca nadie nos pilló; nadie sospechó de lo nuestro.
Cuando quedé en embarazo de mi primer hijo mi madre lo supo
antes que yo; no sé cómo, pero así fue.
83
Todos en la oficina me felicitaron cuando les conté que estaba
esperando un bebé; hasta don Víctor vino a felicitarme. Aún recuerdo
su risita.
En ese entonces vivíamos en la casa de la Tita, con mis tíos y mis
primos.
Días antes de nacer Dieguito le monté un show: le dije que me
habían echado de la casa, y claro, él corrió a instalarme en un apar-
tamento. Le dije que mi mamá se venía conmigo; al fin y al cabo soy
única hija y quién mejor que ella para ayudarme a cuidar al bebé.
Después nació Pedrito. Y de nuevo volví a la película: le dije que la
dueña del apartamento era una fregona, que fiscalizaba todo, que
cinco días antes del plazo comenzaba a cobrar, y que ya con dos
chinitos el incremento iba a ser el doble. Resultó. Sacó sus ahorros,
El cuaderno de Renata

se endeudó y compró el apartamento; chiquito pero bien ubicado.


Claro que el viejo cretino lo compró a su nombre, y ahora… no hay
forma de sacarlo.
Él era un hombre acomodado, padre de dos hijas ya casadas; tenía
buenos ingresos tanto de su salario como de algunas propiedades.
Durante muchos años le hablé de lo conveniente que era para los
niños convivir con una figura paterna. Él se hacía el desentendido.
Alegaba que no podía dejar a su mujer después de cuarenta años
de matrimonio y postrada en una silla de ruedas. Pasaron los años.
Dieguito tenía ya diez años y Pedrito, ocho, cuando don Víctor se ju-
biló. Le monté otra película: le dije que me iba para España, que me
habían ofrecido un puestazo en un hotel, y que necesitaba el permiso
de salida de los niños. No le quedó más remedio que conseguirle a la
bruja de su mujer una enfermera y venirse con nosotros.
La felicidad de tenerlo al fin para mí sola no pasó de la primera
noche. Jamás lo había visto en pijama; no tenía idea de que usara caja
de dientes y menos, que roncaba como un león.
***
Mis amigos del parque me dicen que por ningún motivo me
puedo ir de aquí. No sé en qué momento se le metieron los diablos
a Martica. Ella fue la mujer más dulce y cariñosa del mundo.Ya tenía
mis añitos cuando entró a trabajar a mi oficina. Recuerdo que por
ese entonces me encontraba en una depresión total; ya no quería
vivir; no me sentía bien en ninguna parte. Eso fue meses después
del accidente, cuando perdí a mi único hijo varón. Sólo la tristeza
llenaba el gran vacío que su partida me dejó. No le podía comentar
nada a Inés que hasta esos momentos era no solo mi mujer sino mi
84 mejor amiga; el dolor de ella era igual o mayor que el mío. Por eso
me refugié en el trabajo. No tenía con quién compartir mi pena. Y de
pronto… me encuentro con los ojos más brillantes, la risa más ale-
gre y el caminar más cadencioso que hubiese visto hasta entonces.
“Un verdadero sol”. Y así comenzaron las miradas que traspasaban
el alma, la cogidita de mano, los encuentros, hasta el día que le dije:
“Martica, dame un hijo”.
Ella se sentía muy orgullosa de mí. Eso sí, me hizo cambiar el
vestuario por uno más juvenil: reemplazó mis guayaberas por camisas
a cuadros y mis everfit por bluejeans. Ella misma me teñía el pelo,
me arreglaba las uñas.
Dejar a mi mujer no fue fácil. Siempre fui lo más importante en
su vida. Nos llevábamos bien; me prestaba atención, se reía de mis
chistes. Aun después del accidente que la dejó parapléjica, conver-
Cuentos

sábamos hasta altas horas de la noche; al fin y al cabo es una mujer


culta. Su mundo giraba a mi alrededor. Nunca olvidaré su patético
asombro cuando le dije que me iba.
Y asombro y burla les causé también a mis hijos cuando al llegar
a mi nuevo hogar comencé a desempacar mis cosas.
–Papá, ¿de dónde sacaste esta porquería de computador?
–¿Cómo así?
–Ni siquiera se le puede instalar un módem, y ¿qué es esta pan-
talla?
–¡Ja, ja, ja! Pero mirá, ¡qué tal esta grabadora con casetera!
–¿Y qué opinás de estos discos de acetato?
–¡Uy, bacano! Peguémoslos en la pared del cuarto.
–¿Y el resto?
–¡Ay, viejo! Lo que vos querés es montar un museo.
–Pues que lo monte en otro lado. Todo eso no es más que basura.
Más difícil me fue aguantar las burlas por mi carro. “¡Uy! ¿Y esta
carcacha todavía anda?”. Que si me iba para Buenaventura en esa
nave. Que si pagaba doble parqueo. Un día dije ¡no más!, y lo vendí.
Todavía los tengo tramados esperando un carro nuevo de concesio-
nario, pero lo cierto es que ya me gasté esa plata.
No los soporto. Y pensar que antes me sentía tan orgulloso de
ellos, así comentaran que parecían mis nietos. Solía venir todos los
días después del trabajo, y me quedaba hasta las ocho o nueve de
la noche. Les ayudaba con sus tareas; les daba gusto en todos sus
embelecos.
Y ahora parece que solo sirvo de estorbo. Pero de este apartamento
no me voy. Yo lo compré, yo lo amoblé, yo pago todos los gastos: la
remesa, los servicios, la administración, los impuestos; además aquí 85
viven mis hijos y punto. Si me voy, me toca seguir pagando todos los
gastos de este apartamento; los de la casa de mi ex mujer, con enfer-
mera y visitas a la lata de hijas, yernos, nietos y ya casi bisnietos y
además, la mía. La verdad, la verdad, así no hay quién aguante.
Marzo 17 del 2007
El cuaderno de Renata

La penúltima carta
Gladys Franco
Hola:
No es fácil escribirte en estos momentos; primero, por el puto
estado en el que me encuentro, y segundo, porque abrir la boca des-
pués de treinta años… no es fácil. Pero es ahora o nunca.
Me estoy muriendo muy despacio; hace seis meses sufrí un ac-
cidente cerebrovascular; quedé con parálisis y de repeso no puedo
hablar, no emito palabras sino gruñidos insoportables hasta para mi
propio oído. Por fortuna, o mejor, por desdicha puedo comprender
todo. Oigo y veo muy bien; escribo con algo de dificultad, sólo con la
mano izquierda. La derecha, como en política, no sirve para nada.
Te escribo por dos cosas. Primero, quiero contarte algo que nunca
te he dicho. Siempre admiraste mi seguridad. Es cierto, siempre la
tuve, pero mucho más desde aquel ya lejano día en que me confiaste
el cofre de tu tía Paulina. ¿Recuerdas que me lo entregaste con la
condición de que lo abriera sin dañar la cerradura, lo desocupara y
lo devolviera a su sitio? Así lo hice y luego te dije que contenía mone-
das y que las había cambiado en el banco. Te alegraste mucho con la
gran cantidad de dinero que te entregué. Era una suma exorbitante,
y saber que era el producto de la venta de una sola moneda. La ven-
dí como oro normal porque no tenía idea de que su pureza era del
noventa por ciento. Pesaba treinta y uno punto uno gramos de oro
casi puro. Y había mil seiscientas ocho monedas de una onza cada
86 una. Sentí, no te lo niego, un tanto de remordimiento por ocultarte
la verdad pero, irónicamente, la inmensa alegría que vi en tu rostro
me ayudó a callar.
“Este cofre pesa más que un bulto de cemento”, decíamos entre
risas. Buen cálculo, eso pesaba. Muy pequeño, pero muy pesado. Y
es que ¿sabes? El oro es de los metales más pesados. Su densidad es
de diecinueve punto tres gramos por centímetro cúbico.
¿Recuerdas el día que murió tu tía? Todavía estaba caliente y
ya tu madre se había puesto a esculcar con mal disimulado frenesí
todos los anaqueles, cajones, cómodas. Tuvo la estupidez de decir, a
manera de explicación, que buscaba un manuscrito de una novela
que les podría dar mucho dinero si se publicaba. Decía que ella le
había ayudado a corregir la sintaxis y que era excelente. Ni siquiera
se molestó en ir al funeral. Ese día su mirada inquisitiva me taladró
Cuentos

y me siguió taladrando de la misma forma cada vez que nos encon-


trábamos. Tal vez tú para ese entonces ya ni te acordabas del dichoso
cofre; habían pasado cuatro años desde el día en que me lo diste.
Días después del funeral te fuiste a estudiar a la capital. Sólo venías
en los veranos. No me gustaban esos veranos porque al visitarte me
tenía que enfrentar a tu madre; a la atroz mirada de tu madre. Sin
embargo, ella nunca me dijo nada.
Me has expresado que nuestra amistad permanece igual que en
aquellos lejanos años juveniles. Pues bien, ha llegado el momento
de demostrarlo y es el segundo motivo de esta carta.
Ahora, sólo tienes que venir. Con que me des tu mano, basta.
Ayúdame a irme con dignidad. Búscate la forma más sencilla, la me-
nos dolorosa, la más efectiva. La menos sospechosa.Y el cofre, con su
valioso contenido, será tuyo.
Nos vemos pronto.

87
El cuaderno de Renata

La eternidad
Gabriel Ruiz Arbeláez
Se aceptan todas las apuestas:
Eternidad, infierno, aventura, estupidez…
Juan Carlos Onetti. Balada del ausente.

C
uando se cerró la puerta del horno crematorio, Perla le dijo
a Luzmila:
Ahora sí se nos fue “el Maluco” y comienza para nosotras
la eternidad de la que siempre nos habló.
El día anterior ambas, muy afligidas y llorosas, habían estado
en las vueltas y el papeleo que deja pendientes un muerto que se
las dio de ateo y que nunca se preocupó por ese trance y menos por
lo que había que hacer después. “Los que sigan vivos que arreen”,
repitió en vida.
Luzmila, la viuda, una bella y delicada mujer, había convivido con
Raúl durante los últimos veintiocho años. Perla, la hermana mayor
del muerto, se preciaba de haberlo criado y “casi de haberlo pari-
do”. Ella había sido la primera hija en el matrimonio de sus padres
y por dificultades de pareja entre ellos se convirtió desde muy niña
en madre-padre de sus cuatro hermanos menores. Al muerto, que
había sido el tercero de los hijos, le llevaba casi siete años y siempre
tuvo algo de predilección por él. “Cuando niño fue mono, flaquito,
cariñoso, muy tímido y de mirada tierna y lejana. Nunca supe cuándo
88 cambió”, repetía.
Al funeral asistieron muy pocas personas. Y era de esperar. Bas-
tantes años atrás, los padres y dos hermanos habían muerto. Ahora,
con la muerte de“el Maluco”sólo quedaban Perla y Gustavo, el menor.
Ella estaba por cumplir setenta años y Gustavo, cincuenta y siete.
Muy pocos de los quince tíos y tías quedaban y la relaciones entre
primos fueron muy lejanas. A ningún familiar le avisaron. Fácilmente
se identificó en la misa funeral a Luzmila, Perla, varios cuñados y
cuñadas, unos cuatro amigos de farra y cercanos al muerto, algunos
indigentes alucinados y varias ancianas pedigüeñas de perdones y
de cielo.
Era de esperar. El muerto, al vivir y superar una agitada adoles-
cencia y culminar estudios universitarios ya había desarrollado, en
concepto de “los otros”, una personalidad y un talante de hombre
Cuentos

duro, frío, lejano, calculador e insensible. De “autista sentimental”,


lo tildaba su hermana.
Pero la vida es así y no pocas veces rara. Cuando joven, al muerto
se le había aparecido la virgen en la universidad. Y virgen en todo el
sentido de la palabra, y hembra y bella. Luzmila ingresó a estudiar la
misma ingeniería que Raúl había culminado y en cuya facultad ejercía
como destacado y apuesto profesor. Las cosas se dieron y terminaron
“viviendo bajo el mismo techo” y en el mismo lecho.
–”Maluco” y todo, yo lo amé intensamente. En el fondo fue un
hombre cercano y cariñoso –le insistía Luzmila a Perla en la sala del
apartamento en donde había convivido veintiocho años con Raúl.
–Muy, pero muy en el fondo –anotó Perla, pícara y sonriente.
Y la conversación fue larga y nostálgica. Ellas se habían conver-
tido en dos cercanas y confidentes amigas. Brindando, entre risas y
lágrimas, fueron creciendo la noche, las anécdotas, las memorias y
las frases trascendentales.
–Mientras vivamos, “el Maluco” vivirá –dijo Perla.
–Si él hubiera muerto en el accidente que tuvo cuando niño, yo
hubiera sido viuda de nacimiento –murmuró Luzmila, suspirando.
En la mesa de centro, en una pequeña caja, las cenizas. Allí pa-
sarían la noche.
El cansancio, tantas memorias y reflexiones y el licor las fueron
agotando.
Habrá que hacer el intento de dormir. Mañana será otro día y la
vida sigue.
Miraron con ternura la cajita y, sorprendidas, se tomaron de la
mano. Al mismo tiempo habían escuchado:
–Ahí les dejo, pues, la eternidad para que descubran todas mis 89
bondades.
La frase que Raúl, en vida, siempre les había repetido.
Cali, noviembre 2, 2008.
El cuaderno de Renata

Primera comunión

Hernando Aldana Velásquez

C
orpus Dominus Nostrum Iesuchristo Sacramentum…
El sacerdote depositó la hostia en la lengua de Sebastián.
Era su primera comunión. Estaba vestido de gris, camisa
blanca, corbatín. Tenía el pelo muy corto, dos incisivos de menos.
Intentó tragar la hostia pero esta se le pegó al paladar.
“No soy digno de que entres en mi morada”, pensó.
Intentó pasarla con saliva pero tenía la boca seca; le corría un
sudor frío por la espalda. Estaba arrodillado, la cabeza inclinada, los
ojos cerrados. Los abrió, miro hacia los lados, metió el dedo en la boca
y trató de despegar la hostia.
“No soy digno de que entres en mi morada”, seguía pensando y
tratando de despegarla, pero la hostia seguía adherida a la bóveda
del paladar.
Repetía la frase que decía la monja que lo había preparado para
hacer su primera comunión junto con otros niños en el colegio de
las monjas franciscanas.
Por fin pudo despegar la hostia y tragarla con la poca saliva que
había logrado segregar.
Esa mañana lo habían levantado muy temprano; de todas ma-
neras no había dormido. Lo hicieron bañar como Dios manda, lo
estregaron con estropajo, no fuera que se le escapara uno que otro
mapa de mugre en el cuello. Lo frotaron como si fuera parte de un
90 ritual, hasta dejarlo rojo pero limpio.
Ese día iba a estrenar vestido, camisa, zapatos, medias, calzon-
cillos; pero lo mejor, no iba a usar las cargaderas que tanto lo ator-
mentaban.
–No más cargaderas! –y las arrojó al techo.
En cambio, iba a lucir su primera correa.
–La primera correa! –dijo durísimo.
–¡Apúrese! –gritó Ana Rosa al otro lado de la puerta.
Apenas estaba en calzoncillos; contemplaba su vestimenta puesta
en perfecto orden por su madre.
¡Correa! No lo podía creer. Pensaba en todos los malditos de la
escuela que lo atormentaban por desdentado, tuso y de pantalones
cortos y cargaderas.
–¡Le pican los pollos! –le gritaban.
Cuentos

Terminó de vestirse. Ana Rosa le acomodó el corbatín. Se miró


en el espejo; no estaba mal. Lástima el pelo, y este desportillado en
la boca… Luego le puso una cinta con moño en el hombro; Sebastián
la miró de reojo, prefirió no verla en el espejo, le pareció un adorno
de niñas.Y salió con papá, mamá, tías, hermanas para la iglesia, a tan
solo dos cuadras de su casa.
Le habían dicho las monjas, las amigas de mamá y las tías que iba
ser el día más feliz de su vida. Excepto la correa, los pantalones largos
y las botas nuevas, no veía cómo ese día iba a ser el más feliz de su
vida, sobre todo porque en cualquier momento una grieta enorme
debía abrirse debajo de sus pies y tragárselo todo con moño y cirio,
y expiar de una vez por todas el pecado no confesado...
–¿Cuánto hace que no te confiesas?
–Tres meses, padre.
–Dime tus pecados
–Acúsome que soy desobediente.
–¿Qué más?
–Que soy respondón. Les contesto feo a mis padres.
–Debes honrar a tu padre y a tu madre. Ellos saben qué es lo mejor
para tu vida. Debes obedecer sin chistar. ¿Qué más?
–Acúsome, padre, de que he matado torcacitas.
–No lo vuelvas a hacer; ellas son parte de la obra de Dios.
–Sí, padre.
–¿Te tocas?
–No, padre, yo no me toco.
¿–Te tocas allá abajo?
–No, padre, no.
–¿Seguro que no te tocas? 91
–No, padre; no me toco.
–¿Te has tocado con niñas?
–No, padre.
–¿Las has tocado debajo de la falda?
–No, padre.
–¿No me estás mintiendo?
–No, señor.
–Espero que no me hayas mentido. Vas a hacer tu primera comu-
nión y eso sería muy grave a los oídos y a los ojos de Dios. Acuérdate
de que Él todo lo oye y todo lo ve.
–Sí, padre.
–Reza un yopecador, cinco padrenuestros y cinco avemarías. Ve
con Dios.
El cuaderno de Renata

En el momento que abrieron la puerta de la calle para hacer el


recorrido hasta la iglesia, lo volvió a asaltar la imagen pavorosa de
una grieta que se abría bajos sus pies y se lo tragaba ante la mirada
horrorizada de su familia. Era una imagen nítida: se veía cayendo
hasta el fondo, levantar sus brazos suplicando, gritando sin que le
saliera un sonido de su garganta, y cómo se hundía más y más y
cómo se iban haciendo pequeñitos sus padres, igual que se ve alejar
el paisaje desde el vidrio de atrás de un auto. Como en la pesadilla
de anoche.
–No te quedes –Ana Rosa le haló la mano–. ¿Por qué estás cami-
nando así? Pareces borracho.
“¿Qué tal que a Dios le dé por castigarme antes que llegue a
la iglesia, delante de mi familia, de todo el mundo”, pensó y siguió
evadiendo las grietas.
–¿Qué te pasa? ¿No puedes caminar bien?
No dijo nada. Entraron por la puerta grande, por el centro de la
iglesia. Al fondo estaba el altar. Caminó con mucho cuidado, no fuera
a pisar una de las separaciones de las baldosas.
“No creo que Dios me vaya a tragar aquí en la iglesia”. Miró a
los lados y de verdad le pareció imposible que Dios fuera a tomar
venganza en Su propia casa. Sintió un alivio enorme.
Se sentaron en la primera banca y empezó la misa. Monaguillo,
campanas, el sacerdote, bendiciones, sentarse, arrodillarse, ponerse
de pie, otra vez el monaguillo, más campanas, sentarse, levantarse,
arrodillarse. Finalmente terminó la misa.
De regreso a casa recordó la hostia que se resistía a ser tragada,
el frío en la espalda, las preguntas del cura. Recordó todas las veces
92 que había negado el pecado que había perpetrado con Beatriz, su
vecina que vivía a una casa de por medio.
La había conocido tres años atrás; vivía al lado en una casa grande,
llena de piezas sin puerta, dieciséis hermanos, dos espacios grandes
cubiertos, un patio interior, otro gran patio al sol y al agua en donde
ladraba y gruñía un perro lobo detrás de una malla de gallinero.
Era la única casa de la cuadra con biblioteca, la enciclopedia
Universitas, la única casa que tenía un equipo estéreo en todo el
pueblo, un canguro de resorte, giróscopo, mapamundi, un ula-ula.
Solamente en esa casa en toda la cuadra los muchachos y muchachas
se acostaban tarde.
–Claro, por eso son verdes –le decía su madre cuando Sebastián
protestaba porque a las ocho de la noche escuchaba la misma frase:
“Los dientes y a dormir”.
Cuentos

Esas vacaciones él se la pasó en casa de Beatriz, jugando el infinito


Monopolio tirados en el piso con sus hermanas, con sus primas. Les
miraba las pecas, las trenzas, los calzones, los vellos de frailejón en
las mejillas. Estaba alucinado, pero sobre todo con Beatriz. Cuando
las primas se fueron y todos entraron al colegio, solo la veía en las
tardes. Se sentaban en las sillas de lona en la sala, el leía a Supermán y
ella la Pequeña Lulú. Atentos a las revistas, esculcaban los corredores
con el rabillo del ojo.
–Subamos que no hay nadie –dijo Sebastián.
Subían al segundo piso, luego a un cuarto pequeño y oscuro que
conducía al techo por una escalera larga de guadua, debajo de la cual
se quedaron, Sebastián recostado en la pared y Beatriz recostada en
él. Quietos, con la respiración contenida, escuchaban los sonidos
del primer piso, atentos a los pasos sobre las gradas; sólo entonces
él deslizaba las manos debajo de la falda, las metía debajo de los
pantaloncitos de franela y las dejaba sobre el sexo. Eso era todo, no
hacían nada más.
La última vez, después de una semana de encuentros, hicie-
ron el mismo teatro, él en una silla, ella al lado en otra, leyendo
los mismos cuentos, atentos al tráfico de adultos, esperando a que
desaparecieran.
–Subamos ya –dijo Sebastián en voz baja.
–No puedo…
–¿Por qué no?
–Porque no.
–Pero, ¿por qué no puedes subir?
–No puedo.
–¿No puedes? 93
–No.
–¿Por qué no?
–Es que me confesé…
Solo en ese momento entendió qué era eso de la preparación para
hacer la primera comunión; entendió todas las recomendaciones, la
larga lista de pecados y el sexto mandamiento…
Enrolló sus cuentos, los metió en un bolsillo y salió para la casa,
muy asustado. Un día después le llegó el día de la confesión. Con-
fesó todo lo que el cura le preguntó pero negó todo el tiempo que la
hubiera tocado. Ahora debía esperar en qué momento Dios lo iba a
castigar. Quién iba a pensar que en la penumbra del pequeño cuarto,
debajo de la escalera de albañil en casa de ella, el ojo de Dios asomado
por un triángulo lo fuera a ver.
El cuaderno de Renata

Sebastián y toda la familia llegaron caminando desde la iglesia


hasta la casa; siguieron hasta el patio cubierto, donde habían dispues-
to su mamá y las tías una mesa larguísima con un mantel blanco. Al
fondo, presidiendo la mesa, estaba el tío cura. A Sebastián lo sentaron
en la otra punta, cosa que le pareció una desproporción. ¡Con seme-
jante pecado a cuestas! El tío rezó algo y desayunaron café en leche,
pan y carne en rollo. Repitió y logró por un rato largo olvidarse del
castigo que le esperaba.
Al final el tío dijo unas palabras, luego se le acercó. Se sintió
pésimo; pensó que iba a repetir el interrogatorio del otro cura. Solo
le dijo palabras afectuosas, le puso la mano en la cabeza y se fue al
patio a fumar Pielroja, con sus hermanos.
No lo dejaron cambiarse el vestido ni quitarse el corbatín; así
almorzó y luego, como todos los adultos, se recostó a la hora de la
siesta y se durmió.
Despertó sobresaltado; alguien tocaba durísimo en la puerta. En
la cama de al lado su tío había dejado de roncar. Miraba el techo. Le
parecía que hablaba solo, por el movimiento de los labios, pero no
emitía ningún sonido. En ese momento volvieron sus temores.
–Tío, ¿qué horas son?
–Van a ser las tres.
–¿Falta mucho?
–Quince minutos.
Finalmente se fueron levantando todos. Ana Rosa le mojó la
cabeza, lo peinó.
–¿Contento, mijo?
–Sí, mamá.
94 –Pues no parece…
Luego llegó el tío Miguel desde Pereira con las primas, Fueron lle-
gando todos los tíos, todos los primos y poco a poco todos los amigos.
La cama se fue llenando de regalos. Repartieron las sorpresas. Unos
monaguillos llenos de dulces sirvieron el helado. Partió el ponqué y
brindaron con vino dulce.
–Tío, ¿qué horas son?
–Las tres y cuarenta y cinco.
Llegaron más invitados. Los regalos seguían aumentando.
–Mijo, abra los regalos.
–Sí, ya voy.
Entró al cuarto; sobre la cama, la montaña de regalos seguía
subiendo. Entró por una puerta y salió por la otra: los tres cuartos
se comunicaban por puertas interiores. Salió al zaguán y caminó en
Cuentos

medio de gente y saludos; finalmente llegó hasta el patio de atrás y


se sentó al lado del gallinero.
–Dios me va a castigar… pero, ¿a qué hora?
–¡Sebastián!, mijo, venga que llegó Alvarito.
–A mí qué…
–¿Cómo?
–Nada, ya voy.
Nunca se habían caído bien, pero las familias eran amigas. Llegó
con la hermana menor y un regalo, que llevó a la cama. La montaña
seguía creciendo.
–Tío, ¿qué horas tiene?
–¡Carajo con esa preguntadera de la hora! ¿Por qué mejor no
abre los regalos?
–Sí, tío, ya voy.
Se escabulló en medio de la gente y el barullo de los muchachos.
Llegó de nuevo al patio y se sentó en el mismo lugar fuera de la vista
de todos.
“Dios me va a castigar… pero, ¿a qué hora? Le voy a dar plazo
hasta las seis. Si a esa hora no me ha hecho nada, abro los regalos”.
Ese solo pensamiento fue un alivio. Respiró profundo. Lo invadió
una sensación de frescura que no había sentido en todo el día. Se
reunió con los amigos, repitió helado y ponqué, se rió con los ami-
gos; con las niñas se tapaba la boca, le atormentaban esos dientes
de menos.
Al final de la tarde la luz se hizo amarilla, rosada, gris. Finalmente,
con los últimos invitados oscureció. Alguien prendió las luces de la
casa. Sebastián se sentó al lado del tío, le subió la manga de la camisa,
miró el reloj. 95
–¡Las seis!
–Le voy a dar quince minutos más…
–¿A quién le vas a dar quince minutos?
–A nadie, tío, a nadie.
Cali, 2 de abril del año 2009
El cuaderno de Renata

Monólogo de la Madonna
Isabel Prado

A
l principio sólo fui una idea. Como lo fue este cuento y todo
lo hasta ahora creado.
No tenía idea de cómo iba a ser. Lo único claro era que
así iba a ser siempre. No iba a tener pasado ni futuro. Sólo un eterno
presente. Nunca iba a ser un bebé, ni una niña, ni una adolescente.
Sólo una joven adulta, quizá hermosa.
Así que sólo nací. Tres años duró este proceso y parece que han
podido ser más. No hubo médico, ni comadrona, ni sangre, ni agua
tibia, ni paños pero fue como un parto. Igual de agotador y sudoroso.
Con mucha contracción del entrecejo, mucha ansiedad, mucha luz,
mucho color y mucho calor.
¿Cabello rubio o negro, lacio u ondulado; tez blanca o trigueña;
nariz aguileña o recta, grande o pequeña; ojos cafés o azules? Fueron
muchos los interrogantes pero no era yo quien decidía. A medida
que nacía, yo ya era.
Los trazos iban y venían como las ideas van y vienen para este
cuento. El bus se detiene, continúa, hace calor y mientras tanto el que
escribe reflexiona: ¿Qué más puede pensar esta mujer atrapada en
un cuadro por siempre?
¡Ah! La sonrisa. Mi sonrisa. Es la más intrigante, la más enigmática.
¡Ha dado tanto de qué hablar! ¿Qué quiso decir mi autor? ¿Qué quise
decir yo? Nada. No fue premeditado. Él nunca respondió y ¡hum...!
96 yo menos. Pero si pudiera…
Parece que muchos se han preguntado si fui real, qué miraba
mientras posaba, a qué me dedicaba.Y yo pienso: ¡Claro que soy real
y no he hecho más que mirar y estar ahí, haciéndome la pendeja!
Primero con el pintor y luego con toda esta gente que se para al frente
de mí como yo si yo fuera y no fuera.
Siento que siempre he estado conectada con él, y lo poco que sé
es por él y a través de él. Supe de muchas de sus otras creaciones,
de sus sinsabores, de sus amores, de sus penurias y tengo muchos
interrogantes con respecto a lo que he visto y oído. Yo estoy de este
lado y siempre he sido feliz, pero ¿será que me he perdido de algo?
Del vidrio para acá mi mundo es estático, no existe el tiempo y
el espacio ha sido siempre el mismo. Del vidrio para allá todo es
movimiento y cambio. A veces siento que me mareo, que me caigo,
Cuentos

pero no, estoy bien aferrada a la madera. Ellos me miran y yo los miro.
No puedo evitar seguirlos con la mirada y este es otro de mis rasgos
que ha sido tema de estudio.“Innovación del pintor para darme más
vida”, concluyeron los expertos y es verdad. En ese interminable
desfile de pocos minutos para observarme y tomar fotos con sofis-
ticados aparatos pues son pocos los que extasiados permanecen, yo
los escudriño, los adivino, los escaneo. A través de mis ojos los toco,
los huelo, los degusto, los oigo, los percibo. Vivo.
La felicidad es una meta, dicen unos. La felicidad es el camino,
dicen otros. Y yo ni camino ni meta.
Si hubiera hecho, si hubiera dicho. Lo haré mañana, se lo diré
después. Y yo ni idea qué es el hubiera, el mañana o el después. Yo
sé de hoy. Aquí y ahora.
Si estudiara, si trabajara, si me casara, si tuviera hijos, si viajara,
si comiera, si me pusiera, si me comprara. ¿Qué es todo esto? Yo ni
estudio, ni trabajo, ni casamiento, ni hijos, ni viajes, ni comida, ni
vestidos, ni compras. Aquí y ahora con el mismo vestido, la misma
actitud, sin aptitud, el mismo peinado, la misma sonrisa, la misma
mirada.
Estoy feliz, estoy triste, estoy enojada, estoy emocionado, estoy
encaprichada, estoy excitada. ¡Uy! Yo nunca estoy.
Tengo calor, tengo frío, tengo casa, tengo carro, tengo amigos,
tengo reloj. Tengo, tengo, tengo. Yo no tengo… Tengo un vestido.
Parece que lo necesitaba. Tengo una cara, una sonrisa, una mirada,
unas manos, unos senos. ¿Piernas? No sé. ¿Será por eso que no me
muevo?
Soy médico, soy ingeniero, soy profesora, soy filósofo, soy gober- 97
nadora, soy cantante. Soy, soy, soy. ¿Y yo qué soy?
Bonjour, Good morning, Buenos días, Guten morgen, Buon giorno,
Bom día, God morgon.Yo no hablo y los entiendo. Entiendo que estoy
creada para comprender más allá de estos signos. En mi mente no
hay palabras. Hay ideas. Yo no sé quién las pone o de dónde vienen,
pero están allí.
Yo, tú, él, ella, nosotros, ustedes, ellos. Y me sigo preguntando
quién es tú, nosotros, ustedes, ellos. Sólo alcanzo a tener la fugaz
idea de que yo soy ella, que él es él, mi creador y que ustedes son
ellos, los que me miran.
Ellos van y vienen. Siempre diferentes. Casi nunca repitentes.
Es un desfile interrumpido por razones ajenas a mí. Sé que la luz
cambia dos veces, de tenue a más tenue. Parece que me hace daño.
El cuaderno de Renata

Me cuidan, me observan, me estudian, muchos me admiran y muchos


otros me aprecian.
Me han reproducido millones de veces, pero no tengo ecos de
estas clonaciones. Me siento única pero, según mi creador, inacabada.
Él hubiera podido retocar por allí o poner más color por allá. Por eso
tengo la sensación de que de todos los tiempos el más tenaz de com-
prender es el hubiera. Cuando se dice hubiera ya no hay posibilidad
de nada, sólo una mezcla de rabia, desazón e impotencia.
Quien escribe la conoció personalmente hace quince años: peque-
ña, menuda y al mismo tiempo grande e imponente. Ella, la siempre
bella, la indiferente, la observadora, lleva varios siglos ahí: inmutable,
impenetrable, imperturbable, muda, sonriente, sola.
Ella es un símbolo más de lo que debemos no ser para llegar a
ser: observadores sonrientes del mundo que nos rodea, aparente-
mente inmutables e imperturbables pero con almas profundamente
conscientes. Solos, a pesar de estar con, porque como en toda duali-
dad, hay paradoja. Para conocernos debemos estar en relación con
los otros y experimentar con ellos lo que no somos; ser conscientes
de nuestra pequeñez e insignificancia para conocer luego nuestra
grandeza e importancia.
Conocer, experimentar, entender, comprender, ser. Parece que es
la ecuación perfecta, piensa la joven-vieja mientras me sonríe.

98
Exterminio
Julián Enríquez
–Entiende, somos el nuevo Ku Klux Klan de América y ahora
la cruzada contra nuestros enemigos se está haciendo usando sus
mismas sucias armas.
–Entiendo… entiendo –farfulló “Denis”, nuevo integrante de la
Organización–. Los blancos, explícame cómo se escogen los blancos.
–Es sencillo –sostuvo“Michael”y abrió un mapa de la ciudad–. Los
círculos rojos indican el lugar exacto donde se halla una mezquita, un
sitio de reunión, un grupo familiar o un restaurante de los invasores.
Todos se erigen como posibles blancos.
–Pero, ¿cómo se hace la escogencia?
–Muy simple: al azar.
–¿Al azar?
–Sí, al azar. Ha sido probada como la mejor estrategia para des-
pistar a la policía. Sin una lógica de eventos previos el sistema de
seguridad está ciego y se hace más difícil para ellos anticipar nuestros
movimientos. –Tomando un marcador empezó a señalar–: ¿Ves esta
flecha negra? Pues bien, corresponde a un atentado ya perpetrado
con éxito; éste, el de la esquina de Bowling Green del nueve de julio;
este otro, en la calle setenta y dos, del veinticinco de septiembre, y
éste en la avenida principal de Chinatown, del primero de diciem-
bre. A cada círculo rojo le corresponde un número; semanas antes
del atentado todos los números han sido sorteados. De esta manera
escogemos el próximo blanco. 99
–¿Y la periodicidad? Dime cuántos días separan un atentado de
otro.
–No nos desgastamos, amigo –observó Michael clavando su mira-
da en los ojos de Denis–. El criterio de temporalidad varía de acuerdo
con la buena o mala memoria de los neoyorquinos.
–Pero, ¿qué clase de criterio es ese? –repuso Denis.
–Se trata de una variable en la que todos y cada uno de los miem-
bros de la Organización tenemos que ver. Depende de los rumores
callejeros y lo que manifieste la gente del común. Cuando están a
punto de olvidarlo, nosotros volamos un nuevo lugar de reunión. Así,
les refrescamos la memoria a los americanos, haciéndoles ver que
los musulmanes y todo lo que hieda a ellos es motivo de desprecio.
El mensaje que impartimos es sumamente claro: existe una Organi-
El cuaderno de Renata

zación conformada después del once de septiembre que vela por la


seguridad de la nación, hasta que no haya un solo hombre, mujer o
niño que se postre en dirección a la Meca, al menos no desde suelo
americano.
–Pero, ¿por qué Mohamed Alí? Si él fue un deportista que hizo
ondear la bandera de los Estados Unidos por los cuadriláteros del
mundo.
–Mohamed Alí es musulmán y eso nos basta.
–Pero, es ¡Mohamed Alí, por Dios!
–Exacto, uno de los símbolos ya islamizados de esa religión de
fanáticos. Él lo ha dicho: primero es musulmán antes que americano.
Tenemos la grabación en la que lo dijo.
En ese momento alguien abre la puerta y los saluda. Se trata de
“Bob”, el hombre que contactó a Denis y lo invitó a las reuniones
informativas. Denis recuerda la primera:“Cómo estar preparado para
un ataque terrorista”. Luego de esa primera reunión vinieron más. En
vista del creciente interés y compromiso de Denis, la Organización
decidió invitarlo a formar parte del equipo.
–Bob, amigo, dinos. ¿Conseguiste averiguarlo? –preguntó Mi-
chael.
–Claro que sí. Mohamed Alí se hospedará en el Sheratton el
próximo fin de semana. El aceptó venir a Nueva York a un homenaje
que las viejas glorias del boxeo neoyorquino piensan tributarle.
–¿Cuándo y dónde será el operativo? –preguntó Denis, que se
mostraba sorprendido de la velocidad con la que la Organización
definía sus blancos y la precisión para ejecutarlos.
–Se hará el próximo sábado –respondió Bob y señalando el mapa
100 agregó–: más o menos a las nueve horas saldrá del hotel y lo recoge-
rá una limosina, justo aquí. Mohamed Alí se sentará prácticamente
encima de una bomba con temporizador que hemos ubicado bajo el
asiento del auto. ¿Entendido?
–Perfecto –dijo el otro, entusiasta.
Luego los dos hombres miraron al mismo tiempo a Denis, pero
fue Michael el que se lo dijo:
–Y serás tú quien llame al teléfono celular conectado a la bomba
y haga volar al traidor. De esta manera serás un miembro más de la
Organización, oficialmente reconocido como uno de los nuestros.
Denis se mostraba absorto. Sabía que sólo había una forma de
estar adentro y era cumpliendo a cabalidad las tareas encomendadas.
Estaba consciente de que infiltrar una organización terrorista com-
portaba grandes riesgos. Pensó en Mohamed Alí y recordó cuando
Cuentos

niño cómo su padre lo llevó un día a ver a “el Divino”; su resistencia


a los golpes y su infatigable obsesión por agotar a los rivales antes de
irse encima de ellos y noquearlos hacían que brillaran de emoción
sus ojos.
–¿No creen ustedes, señores –les dijo, saliendo de su ensimis-
mamiento–, que es demasiada responsabilidad para alguien como
yo que acaba de llegar?
–De ninguna manera –respondió Bob–. Nos probarás a nosotros
de qué material estás hecho.
Michael también intervino:
–La Organización es una pirámide que está dividida por módulos
de poder. El ascenso a cada módulo se hace a través de filtros. Ningún
módulo se abre si la nueva célula no es capaz de pasar los filtros. Los
filtros son las pruebas que ustedes deben superar; también el segui-
miento que nosotros mismos les hacemos. Por ejemplo: sabemos que
tú vives en Waverly Place, solo y trabajas como corredor de bolsa en
West Broadway, entre otras informaciones. Estamos al tanto de que
los fines de semana sales con Anny Smith, compañera de trabajo, y
los domingos van juntos a trotar a Central Park.
Denis sabía que el hombre estaba describiendo la vida fachada
que llevaba, que incluía a su compañera la agente Emily Perry, de la
CIA. Ahora lo que le preocupaba era la obligación de ser él, el res-
ponsable de activar la bomba y asesinar a la vieja gloria deportiva.
–¿Saben? –confesó Denis–. De niño mi padre me llevaba a ver al
Hombre Maravilla. Era increíble verlo burlarse de los contrincantes,
sacarlos de quicio y, con un jab recto al mentón, mandarlos a la lona…
Sugar Ray Leonard, Bam-Bam Thompson, Larry Holmes, ¡no eran
nada al lado del campeón! 101
–¿Lo harás o no? –ripostó Bob.
Denis empezó a hacer pases de boxeo en el centro de la vieja
bodega.
–Así se movía –les decía, desplazaba los pies en movimientos
rápidos como alas de colibrí, emulando a su ídolo–. Lo haré, lo haré,
por supuesto que lo haré.
Se veía agitado. Se trataba de un hombre de buena contextura
física y sus movimientos eran recios como los de un verdadero depor-
tista. Bob y Michael, más reposados y de mayor edad, sabían que con
él adentro ganaba la Organización, pues en ocasiones los operativos,
por muy bien planeados que fueran, requerían de una mente ágil y
un par de rápidos movimientos.
Michael volvió a intervenir:
El cuaderno de Renata

–Al convertirse al Islam –sentenció– ipso facto renunció a Occi-


dente. Ya ves lo que ocurrió en Afganistán cuando uno de nuestros
soldados arrojó una granada contra su propio ejército, en cabeza de
un comando que a esa hora se protegía del ardiente sol del desierto
departiendo bajo una tienda de campaña. Cuando terminó la inves-
tigación se percataron de que el maldito era musulmán y hasta se
había hecho cambiar de nombre. ¿Te das cuenta?
–Pero Alí ya es un hombre viejo –repuso Denis–. Tiene el mal de
Parkinson. ¿A quién va a hacerle daño?
–No te fíes, amigo –dijo Bob–. La ralea musulmana puede
aprovechar la notoriedad pública de Mohamed Alí; cuando va a la
Casa Blanca, por ejemplo, obligarlo a que pida una audiencia con
el Presidente e intentar matarlo. –Hizo una pausa en la que pareció
reflexionar–. Para eso estamos nosotros, ¿entiendes?
Michael retomó el hilo de la conversación que llevaba Bob,
agregando otros pormenores que sirvieran para sustentar las ase-
veraciones.
–Ni siquiera si pasaran todas las pruebas de que se trata de ge-
nuinos americanos, yo confiaría. Los malditos son como robots y no
se sabe en qué momento sus mentes son activadas y, aprovechando
que viven entre nosotros, en nuestros barrios, revueltos entre nuestros
vecinos, empiezan a matarnos a todos sólo por el hecho de ser occi-
dentales y ofender a su rabioso Dios. En este momento son la plaga
de la humanidad; con ellos la palabra clave es AMENAZA y hay que
saber detectarla a tiempo, de lo contrario nuestra cultura, nuestra
libertad, nosotros mismos seremos aniquilados. ¿Comprendes? Son
hierba mala, un cáncer que no hay que dejar enquistar en el suelo
102 saludable de la nación.
Tres días después Denis, o el agente Glover MacKenzie, recibiría
el visto bueno de la Central de Inteligencia para hacer parte del ope-
rativo. Quienes llevaban el caso consideraban que era la única manera
de que las puertas se le abrieran al agente y poder así desvertebrar
la Organización que, en lo que iba corrido del año, había cometido
no menos de una veintena de atentados contra grupos familiares,
mezquitas e intereses musulmanes en todo el Estado.
Sin embargo, el sábado, día del atentado, en el momento crucial,
con el teléfono celular en la mano, Denis se echó para atrás y decidió
no efectuar la llamada. Todo lo contrario, cruzó apresurado la calle
frente al hotel Sheratton justo cuando Mohamed Alí salía del hotel
y la limosina lo estaba esperando; corrió a gran velocidad con el fin
Cuentos

de advertir a la vieja gloria deportiva del asesinato que se planeaba


en su contra.
Pero no alcanzó a hacerlo, no se lo permitieron. El piquete de gori-
las que custodiaba la humanidad enferma de Mohamed Alí defendió
al ex deportista de un presunto atacante y liquidó de tres balazos a
Denis o, lo que es lo mismo, al agente Mackenzie.
Mohamed Alí fue llevado de vuelta al hotel y la bomba fue ha-
llada en el auto por la policía. De alguna forma, aquel hombre había
logrado salvar la vida de su ídolo.
Un año después, sin embargo, Mohamed Alí pediría una audien-
cia con el señor Presidente y, estando en ella, de manera inexplicable,
temblándole la mano a causa del mal de Parkinson, sacaría una pistola
del bolsillo de su saco y dispararía contra el mandatario, hiriéndolo
mortalmente.
Ahora, Alí es un ídolo que se pudre en la prisión de Guantánamo
en Cuba, un hombre disminuido en el pasillo de los condenados a
muerte; desde allí, empero, sigue hincándose hacia la Meca, con-
vencido de sus creencias; un ex boxeador odiado por los suyos pero
secretamente venerado por los musulmanes de todo el mundo.

103
El cuaderno de Renata

Una manera de morir


Jannis Estacio

E
ra un día como hoy. Alberto se preparaba para una nueva jor-
nada de trabajo mientras los rayos del sol se colaban por su
ventana. Alcanzó a percibir una luminosidad especial, aquella
que se forma cuando el astro rey se abre paso por la cordillera, pero
que hoy parecía pronosticar un día inolvidable. Rápidamente esta
percepción se coló en el olvido, pues se necesita de un sexto sentido
que logre fijarla en la conciencia; sentido del cual suelen prescindir
los médicos como Alberto.
Se saludó frente al espejo con la nostalgia que dan los años
perdidos y la soledad ganada. Se preparó como siempre, sin mucho
afán; apartó la corbata verde con puntos plateados, la camisa blanca
y el pantalón negro. Le tomó solo treinta minutos llegar a la morgue
pero duraría allí veinticuatro horas.
Pasó revista de los cadáveres ingresados durante la noche anterior:
uno con herida letal a la altura del estómago por arma blanca duran-
te una riña callejera; otro con cinco impactos de bala en la cabeza y
laceraciones en muñecas y tobillos, encontrado en las afueras de la
ciudad; uno más, de aproximadamente diez años de edad, sin herida
evidente, descubierto en su cuarto cuando su madre llegaba de tra-
bajar; y ocho cuerpos más hallados en una fosa común en cercanías
de la vereda El Rosal.
104 Alberto estudió cuidadosamente cada uno de los cuerpos, trabajo
que le tomó buena parte de la jornada. Pausaba de vez en vez su bis-
turí para tomar café, fumar y tertuliar con sus colegas sobre temas
más amables. O más problemáticos, como la política.
Cerca de las diez de la noche llegó un cuerpo que cautivó la
atención de Alberto. Se trataba de una mujer de tez blanca, estatura
promedio, de aproximadamente veintidós años de edad, cabello
castaño oscuro que bordeaba sus delgados brazos, y unos exquisi-
tos labios de un natural rojo profundo, como si allí se concentrara
la poca sangre que contenía su helado cuerpo, ya que buena parte
de la misma se había vertido sobre su ropa e insinuaba una herida
de bala en el costado derecho. Sin embargo, lo inquietante no era
belleza de aquella mujer, una mezcla entre la exótica e insignificante,
sino la ausencia de la lividez cadavérica propia de los visitantes del
Cuentos

lugar, como si se encontrara presa de una influencia hipnótica que


la hubiera sumido en tal estado.
Llevaba un vestido de lino con violetas grabadas en un sutil relieve
que descendía hasta la mitad de la pierna e insinuaba la esbelta silueta
que escondía tan humilde traje. No había sido identificada aún, no
poseía documentos o un teléfono móvil en el que pudiera verificarse
un registro de contactos; pero la imagen de su cuerpo sumido en un
profundo letargo sobre la fría plancha de la morgue daba la licencia
de llamarla Ofelia o Julieta.
Fue hallada en el parque de la Quinta con Cincuenta y Dos al atar-
decer. La policía tuvo conocimiento del hecho gracias a una anciana
que circulaba por el sector mientras un hombre alto y corpulento le
disparaba a la joven y le arrancaba bruscamente lo que al parecer era
un collar. Según la anciana, la joven no opuso resistencia y su cuerpo
cayó vencido ante el fulminante disparo. Se logró un retrato hablado
del delincuente con el fin de distribuirlo en las estaciones de policía
de la ciudad; retrato que sólo alcanzó la estrechez de un archivador
de la oficina de “casos en proceso”.
Sólo eso se sabía de ella.
Fue hundiendo su bisturí a lo largo del torso y, como si este mar-
cara un camino, fluyó un hilo de sangre. Buscó la bala pero en su lugar
se topó con un fenómeno atípico, más que atípico… inconcebible:
dentro de los órganos de la mujer encontró diminutos elementos
semejantes a palabras; algunas estaban sueltas, otras parecían confor-
mar frases enteras, como si las ideas hubieran migrado de la cabeza
al resto del cuerpo.
Alberto retrocedió, pero un extraño impulso lo hizo regresar. No
fue fácil comprender lo que significaban las palabras porque iban de 105
un lado a otro, chocaban entre sí, se mezclaban, parecían disolverse
y formar distintas configuraciones.
A punto de ser eliminados, en los intestinos se podía leer titulares
de prensa en diversos colores que informaban de muertes, nacimien-
tos incontrolables, robos, mentiras presidenciales y dominaciones
políticas; números que se multiplicaban sin cesar y se deslizaban
por una línea en descenso, moda, sudor y lágrimas. En el hígado se
concentraban los reclamos de Otelo y las intrigas de Iago; la perse-
verancia de Ulises y la fiel espera de Penélope; la ciega osadía de
Dédalo y su hijo; la culpa engendrada en el destino de Edipo y la
desobediencia de Antígona. A su lado, el estómago aún reservaba
toda clase de insultos, los mayúsculos “no” de las leyes humanas y
divinas y cláusulas contractuales.
El cuaderno de Renata

Un persistente ruido le hizo desviar la mirada un poco más arriba;


parecía proceder de los pulmones. El golpeteo de notas musicales en
complicidad con el aire evocaba imágenes sonoras, como un contra-
punto de melodías, entre las que Alberto solo alcanzó a reconocer algo
de rock sinfónico, tango, jazz, salsa, pop y una voz con la potencia de
un soprano y la distancia de quien ha partido al otro mundo.
Por un momento lo inquietó saber qué encontraría en la matriz.
Sólo pudo reconocer algunos signos de interrogación y fórmulas
con X, Y y Z. Nada más. Tal vez esperaba hallar la huella del dedo de
Dios o un mapa que señalara el camino al placer, pero ni lo uno ni lo
otro. Un poco decepcionado, subió al corazón y en cada una de sus
cámaras se topó con frases cortas de santos versos, tácticas miradas,
deseosos silencios y paganos deseos en los que se fundían la noche
y el día. Ascendió a la garganta para revisar la tráquea, donde en-
contró incrustado un papel con forma cilíndrica que probablemente
obstaculizó el paso del aire. Lo sacó con sus pinzas y lo desdobló
cuidadosamente para que el húmedo papel no se rasgara. Palabras
más, palabras menos, decía:
“Estas serán las últimas palabras que leerás de mi puño, y espero
que tengan la misma fuerza y precisión de mi voluntad. Gracias por
tu compañía durante estos tres años; por enseñarme de la vida y
llevarme de la mano por esta caída libre del amor. Gracias porque
tu ciega mirada me señaló la piedra con la que tropecé, el charco con
el que me mojé y la espina que hirió mi mano. Gracias porque tu
atenta sordera me devolvió el eco de mis palabras y la mágica noche
del silencio. Pero llegó la hora de que mi alma no sea más el cedazo
que aún preserva tus desechos, mientras intenta depurar lo mejor
de ti para divinizarlo. No fue fácil tomar esta decisión, y sé que será
106 mucho peor asumirla porque duele deshacerse de la comodidad de
la costumbre que se le va adhiriendo al amor con el paso de los años,
como el hongo que se apodera de la vid y echa a perder el vino. Pero
de allí viene la fuerza; del hastío que produce descubrir que se vive
con un recuerdo, con un oasis prometido en el desierto mientras uno
se muere de sed camino a él. Me detengo en el camino a esperar el
paso de los mercaderes. Adiós”.
Y firmaba: “Tu indescifrable, Eva María”. Alberto guardó el papel
en una bolsa sellable y la puso al lado de la bala que había encontra-
do entre las dos últimas costillas del lado derecho, y que no alcanzó
a lastimar ningún órgano vital. Algo turbado, terminó de hacer la
autopsia, organizó el cuerpo y diligenció el formulario pertinente.
Cuando llegó al décimo punto del documento, “causa de deceso”,
escribió en el pequeño rectángulo: asfixia.
El monito basurero
Jesús David Valencia Ramírez

H
abía una vez un monito que recogía basuritas y se llamaba
el Monito Basurero.
Un día buscando entre basurita, como casi siempre hacía,
encontró cinco centavitos relucientes de esplendor.
Contento se fue cantando y arrastrando su carrito de sorpresas.
Pasó por la calle donde los vidrios guardaban cosas con las que so-
ñaba y lo vio: un tambor reluciente como el sol. Pero muy costoso era
ese tambor. Y con cinco centavitos ni a tocarlo se atrevió. Los ojitos
se le aguaron pero valiente aguantó. Se alejó del tamborcillo con su
carro y su ilusión.
El estómago, vacío y destartalado, le sonó como si cincuenta re-
lámpagos le bailaran al compás de su canción. “¿Qué será lo que me
compro para comer?”, preguntó. “¡Golosinas!”Y a la tienda de don
Chacho corriendo se dirigió.
“Hola, monito”, le dijo el tendero que siempre le regalaba lo
poquito que podía. “Te tengo una sorpresita”, y don Chacho de su
vitrina sacó un paquete. “¡Almendritas!”, el monito contento dijo y
don Chacho: “Pues estas para ti son”. “Un momento”, le contestó el
monito y del bolsillo los centavitos sacó. “Estas las pago yo”, le dijo y
el tendero sorprendido se quedó.
Corriendo con su tesoro, el carrito parqueó junto a un árbol muy
tupido y a la cima se trepó. Destapó las almendritas y “a comer se
dijo”, dijo y de una se metió más de cinco a la bocaza y por eso mismo, 107
“¡plop!”, tres almendritas perdió.
Pasaba un chivo algo ido, que sin comer nada estaba desde hacía
unas semanas.“¿What?”, preguntó el chivo en un lenguaje enredado.
“¡Están lloviendo almendritas!”, y en la cabeza sintió los golpes de
los granitos que de una devoró.
Lo vio el monito desde su rama.“¡Oh no!”, le gritó a todo pulmón.
Bajó como rayo loco y ante el chivito plantó su estampa destartalada.
“Esas eran almendritas que le compré a don Chacho con el dinero
que encontré entre basurita”, le dijo al chivo. “Peace and Love”, le
contestó el chivito y el monito no entendió que era esa cosa y le dijo:
“¿Cómo? ¿Pizza y jamón?”Y el chivito se rió. Entonces el monito los
pulmones se llenó de aire y le cantó: “Chivito comió almendrita del
Monito Basurero”. Y el chivito sorprendido de una se disculpó.
El cuaderno de Renata

“Solo tengo esto que darte”, dijo el chivo y un cachito se arrancó.


El monito extrañado el cachito recibió.Y el chivito muy orondo se fue
cantando y bailando una canción de amor.
Sin saber qué hacer con un cacho de chivito, el monito se pasó
todo el día meditando. “¿Y esto qué? ¿Para qué diantres me sirve un
cachito de chivito?”Y la noche lo alcanzó. Por fortuna los golpes del
martillo escuchó. “¡El herrero!”, y a su casa corriendo se dirigió.
Rino, el herrero, con músculos poderosos y un alegre vozarrón,
lo saludó. “Monito, ¿cómo anda todo?” “Marchando”, le contestó.
“Señor herrero, quisiera me hiciera usted un favor. Este cacho de
chivito, guárdemelo esta noche. El carrito tengo lleno y si lo llevo
en las manos no puedo subir la loma”. “Todo bien”, dijo el herrero.
“Hasta mañana, pequeño. Que sueñes con pasteles de limón”.“Y con
un tambor de plata”, el monito pensó y entre brincos se perdió entre
la noche estrellada.
Al otro día, temprano, antes de trabajar, el monito al herrero fue
a visitar. “Buenos días”, le dijo al verle la espalda. “Monito”, dijo el
herrero. “Lo siento mucho, monito soy un tonto”. “¿Qué pasó?”, pre-
guntó el monito, preocupado.“El cachito, snif, del chivito, snif. Anoche
en la fragua estaba acabando un encarguillo.Y por sonso y distraído,
con las nalgas empujé el cachito al fuego”.“¡Válgame!”, dijo el mono
y la canción continuó: “Cachito no era mío. Cachito era del chivito.
Chivito comió almendrita del Monito Basurero”.
Y el herrero, arrepentido, en su grande corazón encontró una
solución. “Solo tengo mi trabajo”, le dijo. “Te regalo esto a cambio de
tu cachito. No es mucho pero al menos vale lo suyo para quien lo sepa
usar”. Un machete puntiagudo el herrero al fin sacó. Se lo regaló al
108 monito quien, sin más, lo recibió.
“¿Y esto? ¿Qué hago con esto?”, pensó el monito y la noche le llegó
junto al bosque de los Momos. “¡Zambomba, ya anocheció!”
Los golpes del hacha le llegaron desde lejos y hacia allá se dirigió.
El castor, un leñatero con dientes como diamante y cola de nadador, lo
vio llegar y le dijo: “Monito. Qué sorpresa”. Intercambiaron saludos,
la merienda compartieron (un delicioso salmón). El pájaro carpintero,
ayudante del castor, el café trajo caliente y bebieron y cantaron y la
luna les salió.
“Señor leñatero”, dijo el monito. “Este machete filoso el herrero
me cedió. Larga es la historia. Otro día se la cuento”. “Muy bonito”,
le dijo el castor al ver la herramienta. “Guárdelo, por favor”, pidió el
monito a su amigo. “Esta noche a mi tía tengo que visitar. Si me ve
llegar con esto del susto desmayará”. “Tranquilo muchacho”, dijo el
Cuentos

castor.“Te lo guardo hasta que vengas. No hay problema”.Y las manos


estrecharon y luego “¡Bien!”, las chocaron. El monito y su carrito por
la trocha se perdieron entre algún callejón del centro de la ciudad.
Amaneció en la ladera. El monito con su carro al bosque se diri-
gió. El leñatero, apenado, con la cara colorada le dijo con voz cortada:
“Monito, ¡ay qué pesar! Anoche por acabar un encargo del ingenio
me puse a cortar un árbol, más duro que mi papá. Usé tu machete
y ¡puaf!, se quebró contra un gran nudo que no alcancé a evitar”. El
monito se rascó los pelos de la cabeza. Miró fijo al leñatero y cantando
con presteza relató: “Machete no era mío. Machete era del herrero.
Herrero quemó cachito. Cachito no era mío. Cachito era del chivito.
Chivito comió almendrita del Monito Basurero”.
“¡Ay, monito! Pues mira, esto es todo lo que tengo”, le dijo el castor
y sacó algo de una manta más bien rota. “Esta es leña de primera”.
“Gracias”, dijo el monito. Puso la leña en el carro y del bosque se alejó
sin saber muy bien qué hacer con la leña de primera.
Llegó la noche y Monito, cansado de arrastrar leña, olió algo
delicioso y la fuerza le volvió. Se encontró a la tamalera, una señora
hipopótama, con sus gafas de coral haciéndose un buen tamal.“Hola,
monito”, le dijo. “¿Se te antoja un tamalito para el día terminar?” El
monito se comió su tamal en dos bocados. “Despacio”, dijo doña
Hipo, “que tamal en dos bocados resulta más peligroso que un ja-
guar bien enfadado”. “Doña Anita”, dijo el mono, “¿podría hacerme
un favor?” “Pues depende. Si me pides que te baile un merengón,
paso”. “Nada de eso. Necesito que me guarde esta leña, nada más.
Tengo que trabajar esta noche en el comercio”. Doña Anita asintió
y la leña le guardó.
Al otro día el monito por su leña regresó. Doña Anita, apenada, 109
con pesar lo recibió. “Monito, anoche llegó un señor a pedirme cien
tamales. Leña no me quedaba, la plata necesitaba y a tu leña le di
mano”. El monito se rió y de una le cantó: “Leña no era mía. Leña de
era leñatero. Leñatero quebró machete. Machete no era mío. Machete
era del herrero. Herrero quemó cachito. Cachito no era mío. Cachito
era del chivito. Chivito comió almendrita del Monito Basurero”.
Doña Anita, apenadita, le preparó un gran tamal. El monito bien
contento se fue corriendo y silbando, para llevar la delicia a casa de
su mamá.
En camino a la ladera un susto lo recibió. Tres macacos más bien
feos le salieron a paseo. Al tamal habían olido y el monito, nada bobo,
robarlo no les dejó. Corrió, gritó y arañó, hasta que escapó de ellos y a
una casa vecina se metió sin más.“¡Monito!”, le dijo una voz señorial,
El cuaderno de Renata

“¿qué pasó?”“Pues que esos mensos mi tamal quieren robar”, dijo


el mono y señaló a los macacos que afuera sus monerías hacían. La
lavandera, elefanta de corazón generoso y genio más bien rabioso,
les salió al encuentro. “Mensos. Si a alguien van a robar, inténtenlo
y ¡ya verán!” Con la trompa resopló. Las orejas estiró. Los macacos,
asustados, salieron despabilados.
“Doña Gloria, muchas gracias”, dijo el monito. “Esta vaina, este
tamal, por favor, guárdelo hasta mañana. Bien temprano lo recojo”.
“Pues claro, ni más faltaba”, dijo la señora Gloria. “Vaya con cuida-
do, mijo, y si lo molestan más, me llama para azotarles las nalgas a
esos piojosos”. “De una, señora Gloria”. Un besito le dio el mono
y doña Gloria un abrazo. Se escabulló por si acaso los macacos lo
esperaban.
Al otro día volvió a recoger su tamal. La lavandera entre mantas
no se dejaba mirar. “¿Qué pasó?”, preguntó el mono. “Una desgracia
terrible”, le dijo la lavandera y las mantas se quitó. De la trompa le
colgaba un pedazo de tamal. “Monito, toda la noche el olor me ator-
mentó. ¡Es que olía delicioso! La barriga me sonaba como motor de
tractor. Desvelada, no aguanté. Al tamal yo devoré”. El monito, car-
cajeado, le cantó: “Tamal no era mío. Tamal era de tamalera. Tamalera
quemó leña. Leña no era mía. Leña era de leñatero. Leñatero quebró
machete. Machete no era mío. Machete era del herrero. Herrero
quemó cachito. Cachito no era mío. Chachito era del chivito. Chivito
comió almendrita del Monito Basurero”.
La lavandera, sonriente por la canción escuchada, le regaló una
toalla. El monito, agradecido, la recibió y un besito a la lavandera le
110 dio. Aunque sin saber qué hacer porque bañarse seguido no era de
su querer. Entre basurita el día se le escapó de las manos. Cayó la
noche y en un barrio del centro de la ciudad, con la toalla aun sin
poderla usar, se encontró. “¿Y ahora?”“¡Rechanfle!”, escuchó a una
voz exclamar. Era el barbero que ansioso salía de su local. “¿Y ahora
en dónde encontrar una toalla para el trabajo acabar?”
El monito se acercó.“¿Necesita una toalla?”, al barbero preguntó.
“Hola, monito. Un gran cliente tengo ahora en el local. Un león harto
peludo que le dio por afeitar una barba de treinta años. Pero toallas
no tengo. Menos plata pa’ comprar”, dijo el barbero angustiado, un
suricato de anteojos. “Pues da la casualidad que aquí tengo una.
Nuevecita, pa’ estrenar”, dijo el monito y el otro, el barbero suricato,
le dijo: “¿Podrías prestármela esta noche? La melena del león me va a
hacer trasnochar”.“Tome”, dijo el monito.“Muchas gracias, amiguito.
Cuentos

Mañana te la devuelvo bien lavada y limpiecita”. “Con tal que no


tenga pelos…”, dijo monito y entre sombras se perdió.
Al otro día volvió al negocio del barbero. Al suricato extenuado
en el local encontró. “Monito”, le dijo, “la desgracia anoche me cogió
desprevenido”. “¿Qué hizo?”, preguntó el mono. “¿Acaso usted al
león una oreja le cortó?”“¡Cómo crees!” El suricato de una se santi-
guó. “No estaría aquí enterito. Lo que pasa es que al final, cuando la
melena estaba a punto de terminar, descaché. Fue a tu toalla a la que
al final corté”. El monito sonrió y la canción continuó: “Toalla no era
mía. Toalla era lavandera. Lavandera comió tamal. Tamal no era mío.
Tamal era tamalera. Tamalera quemó leña. Leña no era mía. Leña era
leñatero. Leñatero quebró machete. Machete no era mío. Machete era
del herrero. Herrero quemó cachito. Cachito no era mío. Cachito era
del chivito. Chivito comió almendrita del Monito Basurero”.
El barbero, contagiado de la risa del monito, una tijera sacó. “Te
la regalo. Ha cortado los cabellos de un señor emperador”. El monito
recibió las tijeras relucientes. Se despidió del barbero y a la calle se
lanzó.
El día se fue volando. El monito siguió andando hasta que un
rumor oyó. Era el golpe contundente de un tambor. Entre un par
de rascacielos se internó. Una tienda de tambores, escondida entre
hormigón. Una figura pesada, un gorila más bien viejo, tocaba con
maestría un tambor todo curtido. “Hola”, dijo al monito. “¿Qué es
eso?”, le preguntó el monito sorprendido al ver cueros y maderas
unidos por la pasión. “Esta es la tienda del Gori, se fabrica el mejor
son. ¿Quieres probar?”, lo invitó el Gori y un gran tambor le puso
enfrente. “Pues claro. Si cantar es mi pasión”. Tocaron y bailaron y
cantaron y la noche los coreó. El monito se quedó dormidito en un 111
rincón. “Un tambor…”, entre sueños murmuraba.
“Si pudiera fabricarle un tambor bien especial. Pero tijeras no
tengo”, dijo Gori. En el bolsillo del mono algo resplandeció. “¡Tije-
ras!”. El tamborero despacio al monito se acercó. Sin hacer el menor
ruido las tijeras le sacó.
Al otro día el monito de un salto se despertó. “Me quedé bien
dormidote. Mi mamá debe de estar bastante bien preocupada”. Vio
al Gori en un rincón. “Señor Gori, muchas gracias. Ahora me tengo
que ir. Algún día vuelvo y paso para tocar”. Se llevó las manos a los
bolsillos. “Mis tijeras, ¿dónde están?” El Gori le dio un vistazo y le
dijo: “¡Ay, monito! Tus tijeras se partieron ante un cuero muy tozudo”.
El Monito lo miró y de una le cantó: “Tijeras no eran mía. Tijeras eran
peluquero. Peluquero cortó toalla. Toalla no era mía. Toalla era lavan-
El cuaderno de Renata

dera. Lavandera comió tamal. Tamal no era mío. Tamal era tamalera.
Tamalera quemó leña. Leña no era mía. Leña era leñatero. Leñatero
quebró machete. Machete no era mío. Machete era del herrero.
Herrero quemó cachito. Cachito no era mío. Cachito era del chivito.
Chivito comió almendrita del Monito Basurero”.
Al terminar su canción, ¡oh sorpresa!, frente a él, un tambor como
ninguno el tamborero le dio. “Para un monito cantor. Para que cante
por siempre. Para que siempre se acuerde que la tristeza se va si cantas
con corazón”. El monito dio un brincote. La gorra se le cayó. Chocó
las manos con Gori.“¡Muuuuuchas Graaaaaacias!”, exclamó. Salió de
la tienda contento, con el tambor en las manos. De oreja a oreja una
risa. El corazón palpitaba como un segundo tambor.
Recorrió todas las calles. A todas partes miró. Hacia la loma pe-
lada el monito dirigió sus pasos y en el viento, su voz danzante se
oyó: “Tambor no era mío. Tambor era tamborero. Tamborero quebró
tijeras. Tijeras no eran mías. Tijeras eran peluquero. Peluquero cortó
toalla. Toalla no era mía. Toalla era lavandera. Lavandera comió tamal.
Tamal no era mío. Tamal era tamalera. Tamalera quemó leña. Leña
no era mía. Leña era leñatero. Leñatero quebró machete. Machete no
era mío. Machete era del herrero. Herrero quemó cachito. Cachito no
era mío. Cachito era del chivito. Chivito comió almendrita del Monito
Basurerooooo”.

112
Encuentro en el samar
Leonor María Fernández Riva

V
iajero, si al atravesar el Sahara pasas por la aldea de Abu Zaid
detente a escuchar junto al samar y bajo la radiante luz de Al
Nair los subyugadores versos del poeta de las estrellas.
Lentamente, al paso largo y cadencioso de los camellos, la carava-
na emprendió su marcha. Abu Zaid la contempló intensamente hasta
que se convirtió en un manchón oscuro que fue desvaneciéndose
entre las dunas de arena. Entró entonces a su humilde vivienda y
buscó su tesoro. Arrobado, observó el extraño objeto. Esa mañana se
había desprendido de su única pertenencia de valor, pero no sentía
pesadumbre; todo lo contrario, una inmensa alegría desbordaba su
alma.
Abu Zaid as Saruyi experimentó siempre una intensa fascinación
por esos cuerpos celestes que titilaban a lo lejos y que él amaba
desde niño. Compartir con sus hermanos la música de la palabra y
hablarles de esos radiantes habitantes de la noche era la razón de su
vida. El pozo, convertido cada noche en samar, daba cobijo no solo
a su pueblo sino también a muchos visitantes que acudían de otros
poblados a escuchar sus qasida o macaamas, poemas que tenían fama
de trocar en mágicas y bellas las existencias de quienes los oían, por
más grises y ordinarias que fueran sus vidas.
Pero en esta ocasión no fue Abu Zaid quien pobló la noche de
historias y leyendas. Otro fue esta vez el protagonista. Acuclillado 113
junto al fuego y compartiendo los jugosos rottab con el viajero de
ojos azules y poblada barba, Zaid escuchó de sus labios historias
perturbadoras de otros pueblos, de otras culturas.
El extranjero llegado de tierras remotas, alto y espigado, de fac-
ciones bellas y regulares, cabello negro y ojos bondadosos, despertó
entre aquellas gentes sencillas una ingenua pero ardiente curiosidad.
Esa mañana, al llegar la caravana procedente de las costas de Túnez
en el mar Mediterráneo, Marco, que tal era su nombre, fue recibido
por Sulayman, el patriarca de la aldea, con la proverbial hospitalidad
del desierto. Superado el recelo que despertó inicialmente su pre-
sencia, hombres, mujeres y niños le rodearon con una admiración
rayana en la impertinencia. Todos deseaban tocar sus extrañas ropas,
olerle, escucharle.
El cuaderno de Renata

Marco les dejó hacer con gran condescendencia. Y esa noche,


una noche radiante de luna llena, la aldea toda se reunió en el samar
alrededor de la fogata que amortiguaba el intenso frío en que se había
convertido el ardiente calor del mediodía.
En el dialecto bereber de los tuareg y con una entonación pro-
funda y musical, Marco fue narrando historias fascinantes de su país,
un lugar muy lejano, de verdes montañas, ríos caudalosos y lluvias
constantes. Con un dejo de nostalgia describió la ciudad que lo vio
nacer, construida sobre el agua, donde pintorescos botes hacían las
veces de camellos para dirigirse de un lugar a otro y donde habitaban
seres como él, de barba tupida y ojos claros, y mujeres hermosas,
cuyos rostros podían observarse sin velos aun a la luz del día. Habló
de leyendas y aventuras surgidas en el laberinto enmarañado de
sus calles, y se emocionó al describir los grandes barcos anclados en
sus muelles repletos con mercancías asombrosas traídas de las más
remotas regiones de la Tierra.
La incredulidad y la fascinación colmaban los corazones. Pero al
paso de las horas el cansancio fue venciendo a aquellos pastores acos-
tumbrados a recogerse con la llegada de las tinieblas y despertarse con
los primeros rayos del sol. Los párpados empezaron a entrecerrarse.
Poco a poco, fueron retirándose a sus tiendas. Al lado de la fogata, ya
casi en ascuas, quedaron solamente Marco y Abu Zaid.
Desde el primer momento surgió entre estos dos hombres tan
diferentes y distantes una corriente de simpatía. La luna llena, en
todo su esplendor, dibujaba en la arena y en las hojas de las palme-
ras visos iridiscentes. Era la hora de la reflexión, de la confidencia.
114 Durante unos momentos guardaron silencio.
Luego, aquel hombre joven de origen lejano abrió su corazón al
bardo del desierto y le habló con pasión de sus anhelos, de su ansia
por conocer otras civilizaciones, por internarse más y más en el mar
y llegar hasta donde nadie había llegado; de descubrir otros mun-
dos misteriosos e ignotos, poblados por hombres y mujeres de ojos
rasgados; lugares prodigiosos que presentía y que ya había visto en
medio de sus sueños. Hablaba con vehemencia, con la determinación
de quien está seguro de que se cumplirá lo que anhela. Y oyéndole,
Abu Zaid confirmó algo que siempre había sospechado: el mundo
no eran solo esas dunas de arena que rodeaban su aldea, ni los oasis
cercanos, ni las palmeras enhiestas como doncellas, y ni siquiera las
grandes ciudades a las que había viajado con su padre cuando niño;
existían otras realidades lejanas y sorprendentes.
Cuentos

Marco calló, y sus ojos se detuvieron pensativos en las chispas


que todavía brotaban de la casi extinguida fogata.
Abu Zaid tomó entonces la palabra y describió con inmensa ter-
nura la maravilla que representaba para los amazig, los hombres libres
del desierto, el néctar encerrado en los rottab, los dátiles que extraían
la dulzura de la arena para convertirla en ambrosía para su pueblo;
de un elíxir llamado café, bebida oscura y prodigiosa que desperta-
ba los sentidos y tornaba claros los enigmas y los más complicados
números; de los briosos caballos que su pueblo cuidaba como a su
propia vida y a los que los amazig destinaban preciosas eras de tierra
fértil; del milagro constante de los oasis y los pozos inextinguibles del
desierto… del amor por su joven esposa, de la muerte y de su poder
infinito de ausencia; de su soledad… y del inenarrable consuelo que
había deparado a su vida la contemplación de las estrellas. Sí. Abu
Zaid compartió con el viajero la ansiedad indescriptible que lo em-
bargaba en las noches por observar el infinito y viajar con la mirada
y con la imaginación hasta esos mundos lejanos y titilantes. Y así,
de manera fortuita, Marco supo que los dos compartían la misma
fascinación, el mismo embrujo por la bóveda celeste. Compararon
los nombres que cada uno daba a las constelaciones y descubrieron
llenos de gozo que lo que para Marco era El brazo derecho de Cefeo
era para Abu Zaid El Draa El Imm; El Camello, Al Fanik; El Cabrito,
ElYedi, Casiopea, Aldermarin; La Liebre, Ameb…
Emocionado cual un niño, Abu Zaid señalaba una a una en el
cielo los astros que tan bien conocía. En determinado momento y sin
pronunciar palabra, Marco se levantó y se acercó hasta el pequeño
baúl en el que guardaba sus pocas pertenencias, lo abrió y ante la
sorpresa de Zaid extrajo un objeto de bronce de forma circular.
115
–Observa este instrumento –le dijo, entregándoselo con una
sonrisa.
Un tanto indeciso, Abu Zaid lo tomó entre sus manos y reparó,
curioso, en el complicado entramado de piezas en su superficie. Marco
lo contemplaba divertido.
–Lo que tienes en tus manos es un astrolabio –le explicó–. Su
nombre significa “buscador de estrellas” y se usa para localizar la
posición y altitud de los astros. Un mecanismo para medir el cielo.
Me lo obsequió el prior de un convento de mi ciudad, agradecido
por la narración que le hice durante varios días de mis aventuras en
lo que ellos llaman la Tierra Santa. Pero no quiero cansarte con esa
historia ni tampoco engañarte; éste no es un invento de mi civiliza-
ción sino de la tuya.
El cuaderno de Renata

Enseguida, Marco se acomodó junto a Zaid y se dispuso a ense-


ñarle el complejo mecanismo. Primero fue nombrándole las diferentes
piezas: el tímpano, la madre, la araña, la eclíptica, la esfera armillar,
la esfera celeste, el ángulo horario sideral… Luego, pacientemente,
fue adiestrándolo en su manejo.
Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Abu Zaid descu-
brió que con aquel artefacto prodigioso podía localizar la medida
de altitud de una estrella sobre el horizonte y que sin modificar la
posición de la “araña” podía leer su acimut verdadero como también
el de cualquier astro que se encontrara en ese momento sobre la línea
del horizonte… Y Zaid no pudo ya desprenderse en toda la velada
de aquel portento.
La brisa helada de la madrugada hizo estremecer a los dos
hombres. Hacía rato ya que el fuego se había apagado. En el hogar
solo quedaban pavesas. Como saliendo de un embrujo volvieron a
la realidad. Dentro de poco la aurora, con su meridiana claridad, bo-
rraría los mapas celestiales. Abu Zaid se levantó para dar las buenas
noches a su amigo.
–Discúlpame. No me di cuenta del paso de las horas. Masa el nur
(que tu noche esté llena de luz) –le dijo, agradecido, a Marco exten-
diéndole el astrolabio. Y añadió desolado–: Mañana te irás.
Marco, el comerciante de mil caminos, diestro en el arte de
conocer el corazón y los deseos de sus semejantes, percibió en ese
instante la insondable tristeza de aquel hombre del desierto cuya
única felicidad consistía en observar el firmamento. En un impulso
irreprimible apretó el curioso instrumento entre las manos de Abu
Zaid diciéndole con una sonrisa:
116 –Quiero que lo conserves. Creo que las estrellas están más cerca
de ti que de mí y que a ti te llega más su luz. –Y viendo que Abu
Zaid oponía resistencia, añadió–: No te preocupes, podré reponerlo
en mi nuevo destino. Ese es el motivo de este viaje. Masa el nur para
ti, querido amigo.
Presos de una profunda emoción, se abrazaron en silencio. Horas
más tarde, antes de que la caravana reemprendiera su marcha, los
dos amigos se encontraron y se desearon buena suerte. Abu Zaid as
Saruyi abrazó con gran afecto al que ya consideraba un hermano.
–Assalam alikum, que la paz de Alá sea contigo –dijo el amazig,
tomando la mano de Marco entre sus dos manos y colocando en ella
el anj de marfil y esmeraldas, precioso amuleto egipcio en forma de
cruz ansada, obsequio de un beduino misterioso que alguna vez
escuchó sus poesías. Y agregó con voz solemne–: Que la gloria y la
Cuentos

inmortalidad sean tus compañeras, Marco. No te desprendas nunca


de este amuleto. Quien me lo dio me aseguró que el que lo porte hará
realidad sus sueños y alcanzará la gloria y la inmortalidad.
–Assalam alikum, hermano. No dejes de contemplar las estrellas;
aunque la tierra nos separe, el cielo nos unirá.
No volverían a encontrarse. Marco continuaría su periplo a través
del desierto visitando pueblos perdidos en el mapa hasta llegar a la
costa de Libia en el Mediterráneo. Era un comerciante, pero sobre todo
un marino, y su alma navegaba ya por mares ignotos hacia mundos
lejanos y sorprendentes. Nunca regresaría al Sahara. Pero ni él ni Abu
Zaid olvidarían jamás ese encuentro fugaz junto al samar.
Pasaron los años. La vida para el pastor del desierto continuó casi
inmutable entre ese océano infinito de arena y ese otro, no menos
infinito, poblado de estrellas que nunca se cansó de contemplar. En-
vejeció, y sus versos cual dulcísimos rottab se convirtieron para todos
quienes le oían en ambrosía para el alma.
Cuentan que al momento de su muerte una gran sonrisa iluminó
su cara. Abu Zaid parecía percibir algo que nadie más podía ver. Con
voz apenas inteligible se le oyó murmurar: “Masa el nur, querido ami-
go”. De acuerdo con sus deseos fue enterrado junto a ese entrañable
objeto de bronce que lo acompañó cada noche en el samar a lo largo
de su existencia.
Lo que sucedió luego es difícil de explicar. ¿Fue solo la imagina-
ción de ese pueblo nómada enseñado a contemplar cada atardecer el
firmamento o realmente aconteció? Lo cierto es que al día siguiente
del fallecimiento de Abu Zaid una nueva estrella iluminó las noches
del desierto. Una estrella que desde entonces se conoce con el nom-
bre de Al Nair, La Brillante. A partir de ese momento, Abu Zaid, el 117
poeta de las estrellas, se convirtió para los amazig en una de sus más
entrañables leyendas.
Cali, agosto 2009
El cuaderno de Renata

Treinta y uno
Layla Montoya Hammar

T
reinta y uno de diciembre. Bogotá. Dos de la mañana. Estoy en
casa de un tío y acabo de darle el primer mordisco a mi tajada
de pavo con salsa de ciruelas. El bocado, más grande de lo que
la etiqueta recomienda, me deja un poco atorada. Decido saltarme
otra regla más y sin terminar de pasar el resto de la comida, deslizo
champaña por mi garganta. Feo pero efectivo. No me atranqué.
Suena el timbre. Es un amigo que ha venido a recogerme. Iremos
a otro sitio a recibir el año juntos. El problema es que se adelantó
media hora y sin ese tiempo no podré terminar de comer. Y tengo
mucha hambre. Le pido que coma conmigo pero me dice que acaba
de hacerlo. Yo sigo mirando el plato que sostengo sobre mis piernas.
El tipo me gusta bastante, no sólo es guapo sino que además baila
muy bien, y esta noche promete ser larga. Información suficiente
para que mi cerebro decida poner una sonrisa en mi rostro. Salgo
disparada a lavarme los dientes.
Luego de despedirnos de mis tíos, primos, abuela, amigos y demás
ciudadanos presentes, salimos al carro. Cierro la puerta y me dice,
con el ceño fruncido, que mi papá lo saludó seco, que hasta hizo un
gesto con la boca. Antes se había demorado, le digo yo tratando de
aligerar el ambiente; él es así, no le parés bolas. Mi amigo no quiere
que le aligeren nada, es evidente que está molesto y quiere hacérmelo
sentir. Trato por todos los medios de hacerle ver que es una bobada,
118 algo sin importancia, pero él sigue muy serio con sus ojos fijos en la
calle; ahora es él quien está haciendo un gesto con su boca.
Llegamos a la casa de un amigo suyo, en donde otros primos, tíos
y amigos de alguien más están festejando. No hay abuela. Tal vez por
eso la música suena tan fuerte. Me dice que aquí sólo estaremos un
minuto, que este sitio es sólo el punto de encuentro para salir todos,
en varios carros, a rumbear. El minuto se convierte en media hora y
yo me empiezo a desesperar. El ambiente no es agradable, la música
es sólo un elemento distractor que trata de esconder, sin éxito, que
esta reunión es muy aburrida.
Alejandro –así se llama mi amigo– decide que es mejor no
manejar, al fin y al cabo la meta de la noche es llegar al amanecer
prendidos y felices, no multados y sin pase. A la mayoría le parece
bien y decidimos irnos en varios taxis. Él y yo no cruzamos una sola
Cuentos

palabra en todo el trayecto. Él se comporta distante; presumo que


sigue molesto por la mueca de mi padre; yo me estoy impacientando
con la situación. Además, sigo con hambre.
Llegamos al sitio. Es un local ubicado en la zona T. No le veo nada
especial; es una pared negra con dos tipos de igual color y el doble
de mi tamaño restringiendo la entrada. Hay una cola infinita. No soy
el tipo de persona que hace fila para entrar a un restaurante o a un
bar. Para hacer fila están los bancos y las entidades públicas. Pero soy
minoría y debo adaptarme a los deseos del grupo.
Mi amigo se dirige a uno de los custodios, le menciona un par de
nombres y por arte de magia la barra se abre. Si hay algo que detesto
más que hacer fila, es precisamente no hacerla cuando otras personas
la están haciendo. Comunico mi pensamiento y recibo miradas y
comentarios irónicos de los amigos de mi amigo, que a estas alturas,
es evidente, nunca serán mis amigos.
Traspaso la puerta. Reguetón. Pagamos el cover. Hacemos otra
fila, esta vez para entregar mi cartera y mi chaqueta; a cambio recibo
un rectángulo plástico con un número. Caminamos con dificultad;
llegamos a donde se supone que deberíamos llegar. Estamos parados
en medio de un garaje lleno de gente en donde me reciben con un
empujón aquí y otro allá. Más reguetón. Alejo empieza a moverse al
ritmo de la música. Yo me quedo quieta. No me gusta el reguetón.
Primero me mira con extrañeza; luego, al ver que sigo sin moverme,
también se queda quieto. Ahora somos dos personas estáticas en
medio de una muchedumbre que se mueve frenética. La cosa no
pinta bien.
Miro hacia arriba y veo que el segundo piso está casi vacío. Mejor 119
todavía: veo asientos. Le digo a mi amigo que quiero subir; él también
mira y ve a dos de nuestros acompañantes cómodamente sentados.
Les hace señas; ellos nos informan por dónde tenemos que subir.
Antes de pisar el primer escalón notamos que tenemos que pasar por
otra barra en donde un sujeto idéntico a los que están cuidando afuera
nos dice que esta es la zona VIP. Por eso mismo, le dice Alejandro, y
agrega dos palabras que no alcanzo a escuchar. La barra se abre.
Tengo que confesar que a estas alturas me imaginaba que la peor
parte de la noche había pasado, así que me dije a mí misma: qué im-
porta si no puedo bailar, al fin y al cabo unas noches atrás bailamos
salsa y merengue; soy flexible, ratifiqué para convencerme; puedo
tolerar esta dosis concentrada de reguetón. ¡Es primero de enero,
hay que empezar el año contenta!
El cuaderno de Renata

Mientras yo hacía todas estas conjeturas, Alejo, que siempre ha


tenido los ojos inquietos, estaba concentrado en los movimientos que
una reguetonera hacía enfrente de su nariz. La cosa no fue casual,
una miradita furtiva no se le niega a nadie. Pero no, el asunto era más
complejo. Ella, instalada a pocos centímetros de la cara de Alejandro
–hay que recordar que él y yo estábamos sentados–, hacía todo tipo
de contorsiones mientras sostenía la mirada fija en mi ilustre amigo,
todo ello acompañado de una sonrisita controlada que parecía ha-
berse quedado congelada en su horrible boca. Y él, que es como es,
compartía con igual entusiasmo la actitud de esta mujer.
Tal vez sea necesario mencionar en este punto que últimamente
me he propuesto ser más tolerante, ya saben, tener más control sobre
las propias emociones, vivir más zen, dejar que los demás sean como
son, etc., etc. Con todo esto en mente respiré profundo, miré a mi
amigo, lo cual es siempre un placer –ya mencioné que es realmente
guapo– y traté de entablar una conversación. Él, que es todo un ca-
ballero, se tomó dos segundo para responderme –tampoco me iba a
dejar con la palabra en la boca– y acto seguido giró su cabeza para
seguir moviendo sus ojos al ritmo del reguetón.
Suficiente es suficiente, me dije, no hay espiritualidad ni autocon-
trol que valgan en una situación como esta, y me despedí tranquila
pero decididamente de Alejandro. Cogí mi ficha plástica, la cambié
por mi chaqueta y mi cartera, y salí a la calle a buscar un taxi. Nadie
vino detrás de mí.
Sentada en el carro, mientras el taxista tomaba el rumbo hacia mi
apartamento, me puse a pensar en lo extrañas que a veces resultan
120 las cosas. Unos días atrás él y yo la habíamos pasado realmente bien,
veníamos viéndonos con frecuencia y sin importar el plan parecía
que siempre nos divertíamos; yo hasta había dejado de comer, lite-
ralmente, para verlo esa noche, para que ahora, de un momento a
otro, todo se viniera abajo sin mayores explicaciones.
Hice un esfuerzo y analicé toda la película desde el inicio: estuve
toda la noche con mucha hambre, lo cual redujo desde el comien-
zo mi nivel de tolerancia; la mueca de mi padre al saludar a Alejo,
mueca que derivó en malestar para mi amigo, malestar que a su vez
nos llevó a un silencio incómodo a los dos. Con el silencio vino el
aburrimiento, a este le sumamos que no pudimos bailar por causa
de la pésima música; los inquietos ojos de Alejandro buscando di-
versión, para finalmente aterrizar directo en las fauces de la intensa
bailarina reguetonera.
Cuentos

De repente, capté la esencia de todo lo que había ocurrido. No


fueron el hambre asesina, que me acompañó todo el tiempo, la mue-
ca, el malestar, el silencio, el aburrimiento, el reguetón, los ojos con
hambre ni el hambre hecho mujer. No. Nada de eso. Fue intervención
celestial. En ese taxi, sola y en la madrugada del primer día del año,
entendí que sólo se había hecho realidad mi deseo, aquel que había
pedido en la misa del día anterior, treinta y uno de diciembre, en el
cual se oyó: “Señor, aleja de mí las malas compañías”, sin saber que
con semejante petición estaba renunciando a la persona que habría
podido darme el mejor de los momentos para iniciar el 2009, así fuera
una mala compañía en todo lo demás.

121
El cuaderno de Renata

Dos gallinas sin cabeza


Layla Montoya Hammar

E
stoy sentada en un apacible café del norte de la ciudad. El día
está nublado, la temperatura no debe superar los trece grados
centígrados y son las diez de la mañana. Suena Artie Shaw con
Out of Nowhere. Este tipo de música, el de las Big Bands, siempre ha
logrado conmoverme, y en este día, un tanto gris por dentro y por
fuera de mi piel, tiempla algunas de mis fibras en su justa medida.
Sostengo mi taza de café con ambas manos –procuro con ello suplir
la ausencia de una chaqueta más gruesa–, pero la combinación de
ambas cosas, café caliente y chaqueta mediocre, logra calentarme.
Podría decir que este es uno de aquellos raros momentos en los
cuales siento que todo es perfecto, que no necesito ni deseo nada
más para ser feliz; soy simple y ordinariamente feliz. Miro hacia el
frente y veo bruma en la calle, la gente pasa caminando rápido y con
los brazos cruzados, el frío del viento cala hasta lo más hondo. Me
gusta que este lugar no tenga paredes a su alrededor, está al aire
libre, sólo hay unos cuantos parasoles (o paralluvias, en este caso)
cubriendo a los clientes de una potencial descarga del gris y pesado
cielo que flota ahora mismo sobre la ciudad. Me gusta el frío, y como
vivo en una ciudad de clima cálido aprovecho cada vez que puedo
para exponerme al viento helado de la agridulce Bogotá.
Llega a mi mesa una nueva taza de café, pero esta vez viene
acompañada con un apellido: irlandés, que la hace más caliente que
122 el trópico mismo. Trato de disfrutar de la música que sigue en la
misma línea; esta vez escucho la voz de Louis Armstrong, pero algo
se interpone entre su ronca voz y mi deleite de sus bajos guturales.
Busco con la mirada el origen del disturbio. Logro enfocarlo.
Se trata de dos mujeres entradas en años; hablan duro, casi gritan.
Hablan de Bangladesh, de Laos, y una de ellas dice: interesantísimo
todo eso, es muy interesante, sí, mucho, interesantísimo. Llevan dos
platos a su mesa y piden un pan en particular. La mesera dice que
en el momento no lo tienen y la mujer del saco verde alza la voz en
un nuevo y más estridente nivel: ¿por qué no lo tienen?, mientras
manotea agresivamente; ¿qué pasa que no lo tienen? La mesera,
desconcertada por una reacción tan desproporcionada sólo atina a
decir: Lo siento, señora, pero en el momento puedo ofrecerle…, la
flamante comensal la interrumpe chillando: ¿Pero sí lo elaboran o
Cuentos

no? La amable mesera se deshace ante sus ojos intentando dar con
una respuesta que logre calmar al par de fieras que tiene enfrente.
Todo es inútil.
Sí, señora, sí lo elaboramos, continúa la joven, pero en este mo-
mento no lo tenemos. La mujer vuelve a refunfuñar algo y la mesera
se retira. La otra gallina, igual de arrogante que su compañera, grita
desde la mesa: ¡Tráigame pan, señora, pan! “Señora”, dice la gallina
de la sudadera blanca, y se lo dice a la jovencita que la atiende y que
no supera los veinte años; mientras que a ella le resulta imposible
ocultar sus arrugas a pesar del botox, artificio que pretende momificar
su cara más allá de lo estéticamente razonable. En este punto, y ante
tales manifestaciones, uno no puede evitar sentir vergüenza ajena por
estos especímenes, que además pretenden hacerse notar a como dé
lugar, comportamiento este muy semejante al que tienen los amantes
del dinero fácil y a quienes con toda seguridad estas distinguidas
señoras critican en sus reuniones del Country Club.
La música ha desaparecido; las gallinas con su cacaraquear la
han hecho desaparecer por completo. No más Glenn, no más Artie ni
Louis, sólo un parloteo constante, ruidoso; insoportable: Estos tenis no
te los conocía. ¿Son nuevos? Estos no los compraste aquí, ¿verdad?
El volumen es francamente detestable, y el tono de sorpresa im-
postado lo hace aun más difícil de padecer. Me pongo las gafas –soy
miope–, quiero verlas bien. Se levantan, van a la caja a pagar, miro
sus vestimentas. Es claro que vienen del gimnasio: la de verde tiene
las piernas como fósforos y una mochila que con toda seguridad
pertenece a una de sus hijas, posiblemente a Sofi, que ha viajado
muchísimo y desde muy jovencita por todo el mundo. Su acompa-
ñante, no la de Sofi que en este momento debe estar en Laos o en 123
Bangladesh, sino la de su madre, tiene una sudadera blanca que deja
ver múltiples hoyuelos de celulitis, la cual tiene bien colonizadas sus
nalgas. Al verlas así, en un momento en el cual van sin maquillaje,
con ropas sencillas y sin hablar –por un instante guardaron silencio
mientras verificaban la cuenta– se hace aun más patético y ficticio
su comportamiento desproporcionado para un mediodía. Pero, claro,
es que las fachadas no conocen de horarios, sólo de oportunidades
para mostrar ruidosamente todo lo infinitamente vacías y ridículas
que son sus vidas.
Se alejan.Vuelve la música. Pero el embrujo se ha perdido. Son las
doce y el sol alumbra tímidamente entre un mar de nubes blancas.
Se fueron la bruma, el frío, el misterio de una mañana perfecta. Es
bien sabido que la felicidad dura sólo un instante, y yo tuve mi por-
El cuaderno de Renata

ción de ella durante el tiempo suficiente para darme cuenta de que


la perfección existe sólo por breves momentos. Pago la cuenta y me
levanto. Dirijo la mirada al cielo y veo que puedo caminar de regreso
a casa. Shaw, Miller, Armstrong y compañía seguirán tocando en mi
cabeza. Supongo que esa es una de las ventajas que tiene el no ser
una gallina, al menos no una sin cabeza.

124
La enemiga interior
Leidy Kirley Rivera

E
se viernes llegué a casa luego del colegio. Había sido un día
interminable. Estaba cansada pero mi cuerpo pedía diversión
después de una semana extenuante. Recordé que esa noche
tenía una fiesta en la casa de Sofía, no era mi gran amiga, sólo una
vecina extrovertida. Agotada, me lancé sobre la cama a descansar y
me dormí.
Desperté sin necesidad de despertador. Pensé en la blusa roja.
Eran casi las ocho de la noche cuando terminé de arreglarme.
Cuando sonó el timbre pensé que era mamá, fui a abrir pero
no, era Carlitos ¿Qué hacés aquí? Vengo por vos, ¿no vamos a ir a la
fiesta?
Carlitos era un amigo de la infancia pero de un tiempo para acá
apenas nos veíamos. Esperamos juntos frente al televisor. Al rato llegó
mamá, me acomodó un mechón y me dio un beso. ¿Estoy bonita?,
le pregunté a Carlos cuando salimos. Pues sí, contestó con un punto
de displicencia.
La fiesta estaba buenísima. Hervía. Sofía nos recibió. Bailé rico.
No me perdí ni una.
Yo jamás bebía. En cuanto me ofrecían una copa, escuchaba la
retahíla de mamá, una vocecita que me decía mucho cuidado mija,
mucho cuidado, pero qué va, el escándalo de la fiesta ahogó la vo-
cecita, endeble como yo. Bailé con todos. Vibraba llena de energía y 125
todos los pasos me salían perfectos. La música se me metía por los
poros y me ponía eléctrica.
Sofía me ofreció un trago, lo rechacé, ella insistió, lo recibí y me
lo tomé de un sorbo, a lo cowboy. Dos minutos después me sentí
mareada, a punto de desvanecerme, la vista se me nubló como si
estuvieran tirando humo en la pista, apenas distinguía siluetas de
mujeres bailando en cámara lenta, una voz me hablaba, camine
subamos, mamita, era una voz conocida pero no la podía identificar,
mi cerebro definitivamente no funcionaba bien, quise decirle que sí,
que subiéramos pero tenía la lengua pesada.
El caso fue que me dejé llevar. Algo dentro de mí se dejó llevar.
Mi pie tropezó con el primer escalón.Venga mamita, suba, y subimos,
llegamos al rellano, subimos el segundo tramo, caminamos unos
El cuaderno de Renata

pasos, entramos a una habitación y me tiraron sobre una cama. El


mundo me daba vueltas.
Una mano temblorosa empezó a acariciarme los muslos y el abdo-
men con delicadeza, luego desabrochó mi pantalón, ya sin temblores.
Yo no sabía si estaba en una fiesta o en una pesadilla.
Luego de sacarme los pantalones despacio, y los calzones, las
manos se impacientaron, me arrancaron la blusa de un zarpazo y los
botones salieron volando. Adiós blusa roja. Con otro tirón voló mi
top. Allí estaba yo, semidesnuda, inerme y turuleta. Lo único que se
me ocurrió fue llorar. Hasta eso me costó trabajo.Y no sirvió de nada:
el tipo empezó a frotar su pelvis contra la mía y a besarme frenético.
Sentí asco y ganas de morirme. De morirme, no de matarlo: ¡con qué
alientos!
¿Quién era ese extraño que se creía con derechos sobre mi cuerpo?
¿Un verdugo, un sátiro, un falo ebrio?
Luego se desvistió y me penetró con fuerza, abalanzándose sobre
mí con todo su peso, con todo su deseo, arremetiendo lascivo una y
otra vez, y otra vez y otra vez. Un dolor agudo me corrió de la cabeza
a los pies y me erizó.
Marcelita... decía, Marcelita, mamita, rica. ¡Entonces reconocí su
voz, era Carlitos, la mosquita muerta de Carlitos!
Aún faltaba lo peor: mi cuerpo reaccionó. Yo sentía odio y asco
¡pero mi cuerpo la estaba pasando bien! Quién sabe desde qué
momento, a lo mejor desde la escalera. El tipo jadeaba, mamita rica,
mamita rica. Lo odié a él y a mi cuerpo, me odié por no poder contro-
126 lar esa sensación, por no poder evitar la excitación que me encendía.
Mi pelvis se levantó, mis piernas se abrieron y lo odié a él y esa que
gozaba con mi ultraje, que se despernancaba y gemía sin vergüenza,
sin importarle mi rabia.
Él y la muy perra se estaban divirtiendo de lo lindo conmigo.
Desde ese momento luché no solo contra él, sino contra mi cuerpo.
Estoy segura de que la otra se lamentó cuando todo acabó.
Al día siguiente mi mamá pregunto cómo me había ido. No supe
qué contestar. Me provocó decirle: mi cuerpo estuvo en el cielo, yo
en el infierno.
Pero callé. Marcelita calló. Se sentía infeliz y sucia.
Más o menos, respondí sentándome a la mesa.
El patrón
Orlando Cajamarca

J
oel entró aparatosamente, como si le hubieran dado un buen
empellón, y a duras penas logró frenar frente a la única mesa
ocupada. Eran las diez y treinta de la mañana. Afuera el sol hacía
hervir el aire. Adentro del restaurante la atmósfera era espesa y los
rayos que se filtraban entre las rendijas del techo de palmiche ponían
un toque dramático en la escena. El Patrón lo mira de reojo mientras
sopla una pequeña avispa que se ha posado en el dorso de su mano.
La avispa vuela hasta la cara de Joel, que la retira con violencia y trata
de aplastarla con el pie. 
–Dejala, cabrón –lo recrimina con autoridad–. Delante de mí no
volvás a hacer eso. Quién te creés para quitarle la vida a una indefensa
avispa que lo único que hace es polinizar los campos.
–Sentate, m’hijo.
–Gracias, Patrón.
–¿Qué querés oír?
–Lo que usted quiera, Patrón.
–No, decidí vos. Vos sos mi invitado.
–Una salsita entonces, Patrón.
–¡Qué salsa ni qué hijueputa! ¿A qué viniste: a bailar o a comer?
¡Mesero! Póngale un bambuco a este marica… esa sí es música de la
patria, mijo. ¡Qué salsa ni qué hijueputa!
El ambiente se ha puesto tenso y frío como el lomo de un cuchillo. No vuela 127
una mosca. El mesero está alerta. Joel permanece inmóvil como un soldado
en formación. 
–¿Qué mal te hizo la indefensa avispa?
–Casi lo pica, Patrón.
–La próxima vez no la tocás. Delante de mí no se mata ni una
avispa sin mi consentimiento. ¿Entendido?
–Sí, Patrón… pensé…
–Aquí el único que piensa soy yo… ¿entendido?
–Sí, Patrón. Estoy a sus órdenes, Patrón, y firme como fierro.
–Sí, ya lo sé, m’hijo. ¿Qué querés comer?
–Lo mismo que usted, Patrón.
– ¿De esto querés comer?… No sea marica, si esto es comida de
enfermo, comida para diabético. Mandate una bandeja paisa. ¡Ca-
El cuaderno de Renata

marero!, servile a este güevón una bandeja paisa con doble porción
de chicharrón.
–¡Eso! Eso era justamente lo que quería.
–¿Y cómo está tu mamá?
El Patrón disuelve dos tabletas efervescentes en un vaso de agua y toma
tragos haciendo muecas de acidez.  
–Ya la sacamos del hospital…  gracias a su ayuda, Patrón… que
mi Dios le pague.
–No endeudés tanto al pobre Chucho que hartas deudas le vas a
tener que pagar el día de tu juicio final.  
El Patrón toma un palillo de madera y lo manipula entre  sus
dientes. Joel come sin levantar la vista. El camarero lo observa de reojo
mientras arregla la mesa vecina. Hay en el ambiente un silencio de
miércoles   y el camarero presiente lo peor.
–¿Y tu hermanita ya cumplió los quince, cierto?
–Sí, señor –responde Joel con la boca repleta de comida.
–Quince añitos... un “boccato di cardinali”.
–Es una niña todavía, Patrón.
–Debe de estar linda la cagona...
Joel come con voracidad sin levantar la cabeza del plato. El Patrón hace
un gesto y la puerta de ingreso es cerrada desde afuera.  
–Llevás bastantes días sin probar bocado, ¿cierto, m’hijo?
–Sí, Patrón.
–Por marica.
–Sí, Patrón, por marica; es que uno a veces es un pendejo y se
deja mangonear. Pero de ahora en adelante cuente conmigo que no
le vuelvo a fallar, Patroncito.
128 –Dejá de hablar güevonadas y comé. 
Joel come mientras observa por encima de sus cejas al Patrón que se corta
las uñas con una pequeña tijera, mientras da vueltas en su boca al fino palillo
de madera. 
–Ya verá usted, Patrón, cómo de ahora en adelante...
–No hables más güevonadas y seguí comiendo… Camarero, dale
otra bandeja con triple porción de chicharrón, que este marica lo que
tiene es hambre.
–No quiero más, Patrón, ya estoy lleno.
–Coma, m’hijo, coma.
El Patrón acomoda su silla frente a la de Joel y le da comida como a un
bebé. 
–Eso, así, m’hijo, así está mejor.
Cuentos

Joel come con dificultad, tiene los ojos brotados e inyectados de sangre El
camarero sube el volumen de la música. 
–Está rico, Patrón…, muy rico.
–Camarero, traele a este marica una taza de mazamorra con
panela.
Joel trata de vomitar e intenta pararse. El  Patrón lo detiene.
–No quiero más.
El Patrón le abre la boca con la cuchara y le empuja con violencia
la comida.
–Coma, m’hijo, coma.
Joel vomita sobre la mesa. Entran dos hombres corpulentos y lo
sacan a empujones. 
–No olviden darle su porción de postre para que se vaya llenito
y contentico.
–Como ordene, Patrón –responden en coro los dos hombres.
–¡Camarero! Subile el volumen a esa maricada. 
Aunque el camarero le pone todo el volumen al equipo, alcanzan a escu-
charse los estampidos de varios disparos en el exterior. 
– ¿Desea algo más el Patrón…?
–Silencio, sólo quiero silencio. 
El camarero silencia el aparato. El Patrón se levanta, se acomoda el som-
brero y sale.

129
El cuaderno de Renata

Los cuatreros
Sandra Patricia Palacios

L
os cuatreros, así llamaba mi abuelo a los mismos hombres que
quemaron la casa, decía José Antonio Burgos.
Solo recuerdo los gritos de las mujeres.“¡Corran, corran!”,
decía Matilda,“¡Corran, corran!”, decía Gertrudis y entre tanto fuego
y tanto grito, en un abrir y cerrar de ojos todos estábamos en el monte,
acuscambados y aterrados viendo cómo nuestra casita se pulverizaba,
nuestra huerta ardía en llamas y los perros aullaban con un lamento
que era igual a nuestro dolor. De tal forma fuimos dejando nuestras
vidas atrás, igual que en tanto correr olvidamos al abuelo, cuyo único
grito esa noche era. ¡Llegaron los cuatreros!

130
Demasiado tarde
Sandra Patricia Palacios

E
lla estaba segura de que nunca lo olvidaría, a pesar de que Yei-
son parecía haber dejado atrás la historia y haber continuado
la vida sin ella, cuando de pronto sonó su teléfono después de
un mes de silencio.
Catalina lo escuchó decir con la voz entrecortada y triste lo que
tantas veces había presentido:
–Hola, mi amor; te llamo desde la cárcel.
Catalina dejó caer sus lágrimas sin poder contenerse y pudo re-
cordar la forma en que él había llegado a su vida, para demostrarle
que no solo en los cuentos y en las novelas pasan cosas que rompen
los límites, las reglas y toda la coherencia. Catalina ya nunca sería
la misma después de haber encontrado sus ojos. Nunca volvería a
ver la vida igual, pues aunque en su casa había aprendido que las
diferencias entre las personas eran solo cuestiones externas, la vida
le había demostrado lo contrario. Cada noche al mirar las estrellas
pensaba en sus corazones: estaban tan cerca que casi podían tocar-
se, pero en la realidad sus vidas eran tan lejanas que jamás podrían
estar juntos.
Catalina y Yeison eran conscientes de lo irracional que era todo
esto, pero como el amor no mide, ni cuestiona, ni planea, solo llega y
deja huella, así como en un juego de azar se cruzaron sus vidas para
hacerlos reír y llorar hasta lo más profundo de las entrañas.
Yeison tenía escasos veinticuatro años y unos ojos que reflejaban 131
la bondad de su alma. La vida había sido dura para él, siempre asu-
miéndolo todo solo, siempre abriéndose camino entre las escasas
posibilidades que le permitía su condición social. No podía borrar de
su pasado los días y las noches interminables en que había tenido que
esperar, a veces con hambre, a veces con frío y con mucha tristeza en
su corazón desde los trece años, para poder entregar los encargos con
la droga que le proporcionaba su tío y así poder ganarse unos pesos
para comprarse una camisa y un pantalón nuevos que su madre no
podía comprarle.
Pero en los últimos años todo había cambiado desde que estaba
trabajando en el día como mensajero en una compañía y en la noche
estudiando en la universidad. “Soñaba con ser alguien en la vida”,
como él mismo lo decía. Para él ser alguien en la vida era tener una
El cuaderno de Renata

profesión y trabajar en algo honrado que le permitiera suplir las ne-


cesidades de su casa. Para él eso significaba no enterarse nunca más
cuando alguien en la organización de su tío fallaba y debían elimi-
narlo, o cuando había que callar a algún sapo para poder continuar
en el negocio. Para él significaba vida y no muerte.
En cambio, Catalina lo había tenido todo en la vida, nunca había
pasado necesidades, era una mujer honesta y trabajadora. Se había
graduado con honores de la mejor universidad del país como abogada
y había viajado a Europa a especializarse. A diferencia de la inmensa
soledad en que Yeison vivía, ella siempre tenía a su lado a su esposo,
sus tres hijas y el resto de su familia que nunca le habían fallado.
Catalina lo había conocido una tarde de agosto en el consultorio
jurídico de la universidad.
Desde que lo vio, a pesar de que ella le doblaba la edad, sus ojos
se clavaron en su alma y su historia en su corazón. Desde ese día
todos los miércoles puntualmente acudía a resolver sus dudas sobre
la forma en que él podría comprobar que la casa de su abuela nunca
había sido vendida a ese hombre que decía tener la escrituras.
Ella le tomó mucho cariño, y él había encontrado refugio en cada
palabra de esa mujer.
Así fue como muchos meses después, dejando a un lado sus
diferencias, sus dudas, todos los prejuicios y con mucha locura en
el corazón, hicieron el amor desenfrenadamente y vieron el cielo
y las estrellas y después cuando tuvieron que separarse tocaron el
infierno también.
Se amaron con locura sin dejar de lado sus vidas y hablaron mu-
cho de lo malo que era todo esto y hablaron mucho del amor que se
132 tenían. Así pasó un año durante el cual se vieron cuando pudieron y
se amaron sin límites. Unieron sus almas y sus corazones y también
muchas veces sus cuerpos.
Solo podían ofrecerse momentos de felicidad, pues a ella siempre
la esperaban en su casa. A Catalina le sobraba todo el amor que a él
le faltaba. Él le ofrecía locura, juventud y las historias de un mundo
tan diferente al suyo que ella ni siquiera alcanzaba a imaginar.
No sirvieron de nada las súplicas de Catalina cuando Yeison le
contó que había comprado un arma para defenderse pues su barrio
se ponía cada vez más peligroso y él no podía permitir que nada malo
le sucediera a su abuela, que era lo único que tenía en el mundo. De
nada sirvió su llanto, hasta que su presentimiento se cumplió.
Por eso el día en que él tuvo que disparar su arma para defen-
derse del hombre que quería robarle el encargo de droga del tío que
Cuentos

entregaría para pagar el último semestre de su carrera pensó en ella


antes de disparar, pero se hizo demasiado tarde y por eso con el co-
razón destrozado pero con la certeza de que ella nunca lo olvidaría,
escuchó a Catalina responder a esa llamada:
“Lo siento. Te lo advertí, te amo pero tengo mi vida y debo con-
tinuar. Nunca más sabrás de mí, es demasiado tarde para los dos,
simplemente es demasiado tarde”.

133
El cuaderno de Renata

Las mujeres de Almifar


Sandra Patricia Palacios

A
quel martes de mayo, día de la Virgen, tendida en su cama
en medio de bolsitas rojas, Clara supo que la magia existía
y que la vida florecía sobre la tierra a pesar de todos los do-
lores que había en su alma y de aquellos temores que cada noche la
habían perseguido.
Se levantó temprano, y antes de irse a la ducha abrió la ventana
de par en par para que la luz penetrara en todos los rincones de su
cuarto y alumbrara ese triste y lúgubre lugar en que vivía su pro-
funda soledad.
Se vistió, como de costumbre, con su blusa de seda roja y escote
profundo y se puso su falda negra, la más corta y apretada, con la
cual pretendía incitar el deseo de sus clientes. Pero en realidad se
veía como un esqueleto con harapos colgados sobre su escuálida
figura. Su cuerpo desgarbado, consumido por los sufrimientos y el
trasnocho, podía elevarse con tan solo una brisa leve.
Tenía una belleza angelical. A pesar de la rudeza de su expresión,
en medio del maquillaje grotesco se adivinaba una niña perdida y su
mirada melancólica no lograba ocultar la infinita bondad que había
en su alma.
Clara llevaba ya nueve años ejerciendo este oficio que llenaba
tanto su alma de soledad. Contaba escasos veinte años, pero su
aspecto era el de una mujer mayor, que escondía bajo el labial rojo
134 y los ojos oscurecidos por las sombras la inocencia perdida hacía
muchos años ya.
Su madre la había iniciado en este oficio a los once años, el día
en que Clara había terminado su primera menstruación. Esta había
sido su sentencia:
“Clara, alístate, acicálate, ponte la blusa que te regaló la madrina
Tita el día de Navidad, que llegó la hora de que te hagas mujer y
empieces a ayudarme”.
Ella, con su sonrisa tierna y el alma inocente, se arregló y se peinó
con mucho esmero. Después miró desprevenidamente cómo en sus
pechos comenzaban a insinuarse unos botoncitos rosados que traían
el anuncio de su adolescencia y que ella procuraba esconder bajo
su blusa, pues se sonrojaba de solo pensar que alguien los pudiera
notar.
Cuentos

En eso tocaron a la puerta.


–Doña, ¿me tiene lista a la niña?
–Sí, ya va. Clara, apúrate.
Ella salió sonriente pensando en lo importante que sería ese día.
Ya se convertiría en mujer y podría ayudar a su madre, sin imaginar
siquiera que cambiaría los juegos con sus cuatro hermanos por años
de sacrificio y clientes cada hora.
–¡Mamá, la bendición! –gritó Clara.
–Dios te lleve con bien –contestó su madre, y le hizo la señal de la
cruz desde lejos, bendiciéndola como en aquellos días en que todavía
la mandaba a la escuela.
Clara se fue con Pedro, aquel señor gordo, barrigón y lleno de
granos de cuya boca salía un brillo especial al sonreír y mostrar su
diente de oro.
Al regresar había perdido la alegría en sus ojos. Triste, llorando
y muy adolorida le preguntó a su madre:
–¿Por qué don Pedro me llevó a su casa, me quitó la ropa y me tocó
tanto hasta hacerme llorar? ¿Por qué me dijo que no me preocupara,
que tú ya lo sabías todo?
Adriana, su madre, le contestó:
–Te dije que hoy te volverías grande y empezarías a ayudarme a
conseguir la comida de tus hermanos. Así que debes ser fuerte. Deja
de lloriquear porque de ahora en adelante harás lo mismo con muchos
hombres y ya no tendremos que pasar más necesidades.
En su corazón, la madre de Clara no sentía el más mínimo re-
mordimiento. Los cien mil pesos que le había pagado don Pedro
por la virginidad de la niña la ayudaban a salir de algunas deudas;
además, siempre había pensado que Clara tenía en gran parte la 135
culpa de todo.
De no haber sido porque ella nació cuando Adriana apenas tenía
quince años, no habría tenido que irse a vivir con Estiven, y no habría
quedado embarazada cuatro veces más de él, en medio de tantas
borracheras cuando llegaba a pegarle en la madrugada.
Ella lo había soportado todo para sobrevivir con sus hijos. En
este momento ya ni siquiera recordaba cuál había nacido primero,
ni cuántos años tenía cada uno; al fin y al cabo solo habían llegado
varones después de Clara.
Adriana se pasaba los días lavando ropa, haciendo de comer y
esperando la hora en que llegara Estiven, rezando para que esta vez
no quisiera tocarla, pidiendo que no gritara tan fuerte y se durmiera
rápido. Suplicándole a Dios con todas sus fuerzas que se lo llevara
El cuaderno de Renata

pronto, y fue por esos días cuando una vecina le contó lo de la bolsita
roja.
Un tiempo después llegaron unos hombres tocando fuertemen-
te a la puerta, con la noticia de que a Estiven lo habían matado de
una puñalada certera. Al oír esto Adriana dejó caer de sus ojos dos
lágrimas que, más que tristeza, expresaban que todo el sufrimiento
había llegado a su fin.
Como muchas mujeres en la ciudad de Almifar, llevaba varios
meses guardando en la bolsita roja que le había mandado el mucha-
cho cada peso que le sobraba, cada devuelta de la tienda, con una
constancia y una tenacidad inquebrantables.
Cuando pensó que ya tenía lo suficiente le pidió a Clara que fuera
a la casa verde de la otra cuadra y preguntara por Walter, un mucha-
cho un poco mayor que ella que había cumplido ya trece años, y le
entregara la bolsita roja con todas las monedas que tenía adentro.
Cuando Clara tocó le respondieron:
–Ya voy, ya voy; es que estaba dormido.
–¿Walter? –inquirió ella.
–Ajá. Diga a ver.
–Que aquí le manda mi mamá Adriana, que usted ya sabe para
qué es.
–Bueno –contesto él.
Clara sólo se fijó en sus ojos negros, y estiró la mano para entre-
garle la bolsita roja.
Todo pasó muy rápido en esos días: la noticia de la muerte de
su padre, la recolecta entre los vecinos para el cajón, el entierro y
el hambre de nuevo, mordiéndoles las entrañas sin tener siquiera
136 derecho a llorar.
Por eso la alegría y la sonrisa volvieron a ocupar el lugar que ha-
bían perdido hacía mucho tiempo ya, cuando ese martes de mayo, día
de la Virgen, Clara hizo entrar a su cliente más fiel a su guarida. Él era
un joven de ojos negros, que llevaba solicitando sus servicios varios
años. Siempre la hacía desnudarse al entrar, y le contaba historias
de mujeres que ella pensaba que eran inventos o sueños, a lo que él
solía contestar que todas vivían en la ciudad de Almifar.
Cuando se cansaba de hablar, le leía cuentos, y escribía en un
cuaderno viejo todo lo que ella le preguntaba o le respondía, y a las
once salía con mucha prisa, le pagaba la tarifa acordada y le pedía
que se vistiera de nuevo sin siquiera rozar su cuerpo.
El último día que Clara tuvo que trabajar, ese martes de mayo,
día de la Virgen, el muchacho de los ojos negros le pidió que se des-
Cuentos

nudara despacio. Le contó otra historia: una historia diferente, una


que tenía que ver con ella, una en la que le pedía que se fuera con él,
una historia en la que le prometía que nunca la iba a tocar.
Después de esto, descargó sobre su cama un morral con muchas
bolsitas rojas, llenas de monedas, bolsitas que escondían historias
de muchas mujeres que le habían pedido su ayuda en la ciudad de
Almifar.

137
El cuaderno de Renata

El borracho y la bailarina
sicóloga

Winston Espejo

S
entada en la barra, apenas iluminada por la suave luz del bar,
daba la impresión de no escuchar la música; más bien era
como si la música le brotara de sí, o saliera de su vientre; po-
siblemente le sacudía el dorso y terminaba en un suave movimiento
de hombros desnudos, un movimiento sensual y perfecto, armónico
y demencial, para recordarnos que estaba ahí, que su presencia era
omnisciente y que todos estábamos obligados, gracias a Dios, a res-
pirar su mismo aire.
La observé el tiempo que me fue posible. Y sin saber cómo ni
por qué, temiendo que mi cadencia no fuera la suya y que mis pies
arruinaran el embrujo de la brillante noche, me atreví a invitarla a la
pista. Allí mis pasos fueron como… ¡ah, pero por Dios! ¿A quién le
importan mis pasos? ¡Ni siquiera a mí mismo!
A la semana siguiente la busqué. Le pregunté al portero del bar
y afuera, en la entrada, al hombre de los dulces: “Disculpe, ¿usted
ha visto a…? (describí el rostro y el cuerpo, la falda corta, abierta a
un lado, las medias veladas, el polvo de oro sobre las mejillas y los
muslos, hasta que debí fastidiar a estos hombres que respondieron
estar hastiados de ver mujeres de esa clase).Viene con un tipo, mezcla
138 ángel-arlequín, mezcla simio-títere, no es joven ni viejo, baila bien,
aparenta ser buena persona, amable, dicharachero, es su pareja en
la pista, creo…”
Y en los momentos que terminaba la indagatoria volví a experi-
mentar el alegre trastorno de aquella noche al asirle la mano –¡al dia-
blo el sincronismo! La frase de la mezcla ángel-arlequín: “el hombre
que no sabe bailar es como un trompo guardado en un armario” –; las
clases de baile que prometí tomar. Al diablo el mundo si se baila con
la criatura más hermosa y sensual del universo, me dije, entre tantos
conceptos precedidos por su nombre, al día siguiente. Había pensado
tanto en ella que me sentía como un adolescente. ¡No, ni siquiera!
¡Como un púber ante la expectativa de ver el cuerpo femenino por
primera vez! Y mi pubertad, lejana más de cuarenta años, debió de
haberse reído de mí.
Cuentos

Bailamos una pieza.Yo lanzaba mis pies a todos los lados; ella, ¡una
virtuosa!, sonreía en medio de las intermitentes luces que definían
la pista, como mandan los cánones a una bailarina “. ¿Y qué hace?”,
le pregunté cuando no sabía qué preguntar; en realidad quería de-
cirle: “Usted, bella, ¿dónde estaba todo este tiempo?” Y un pequeño
monstruo emergía de mí y le asía la cintura, y juntos inventábamos
nuestra propia melodía.“¿Cuál tiempo? ¿De qué habla? ¿Puede pro-
fundizar más?” “Entienda”, le increpo en silencio, “que las palabras
salen torpes cuando una mujer logra turbarlo a uno”.
En realidad ella, a mi primera pregunta, cuando yo pensaba que
su respuesta sería lóbrega, y que pertenecía por completo a la vida
bohemia, de algún modo conectada a un gángster, contestó, seca y
con la mirada firme en mis pusilánimes ojos: “Soy sicóloga”.
¡Ah! Están en todas partes, brotan del piso, pensé.Y continuamos
con dos o tres frases de rutina hasta que la magia de esa pieza termi-
nó. La doctora, como sugirió que debía decirle, volvió a su trono, en
la barra, y en la penumbra un rayo de luz le iluminaba los hombros
y nos permitía, a todos los concupiscentes del bar, ver su sonrisa
electrizante.
Esa es la última imagen que conservo.
***
Ahora ningún fantoche sabe de su paradero, apenas balbucean
displicentes, sin dejar de lado la tristeza que los acompaña y disimulan
bien coreando la música de moda: “En el bar que está al frente, tal
vez”; o “quizá en el de al lado”. Voy ansioso. Al pie mío camina uno
que siempre está atento a mis comportamientos. Ríe cada vez que
meto la pata. Sólo que su risa es silenciosa, y además ayuda a que la
pata se hunda toda, hasta la ingle, y el barro de ese hoyo misterioso 139
en que me hundo, hecho a mi medida, se adhiere a la piel como una
sanguijuela, y me absorbe como tal, hasta inducirme a un sopor que
en vez de evitar, agradezco. Entonces noto que me gusta más ese
problema llamado bailarina.
***
Anoche fue diferente, tuve un sueño. Estábamos juntos en su
auto, un pequeñín al que ha bautizado como Katty, Kittie, Kotex…
no recuerdo… y ella, sin decir nada, sin tomar mi consentimiento, se
lanza a mis labios resecos que pronto entran a la contienda de sus
labios ansiosos. Mientras parece que nos cercenáramos las lenguas,
recuerdo la voz del hombre que a veces me acompaña: dice que es
fastidioso ponerle un nombre al auto y, encima, uno tan ridículo. O
sea que me baño en un mar de ridiculez, interpreto que quiere decir.
El cuaderno de Renata

Remata que es un mal síntoma y que debo alejarme pronto. “Sí”, le


respondo. Y más pronto de lo que él se imagina, lo golpeo y lo tiro al
suelo para que aprenda a no meterse en asuntos que no le incumben.
Ella, como si pudiera introducirse en mis películas, grita que soy su
héroe. Al instante, empezamos a volar por encima de la ciudad que
nos ignora. Apenas nos advierten unos transeúntes que pasan, y cu-
riosos, atisban por los vidrios cerrados y oscuros del pequeñín. Sólo
nos ve un celador con lentes infrarrojos, un ex combatiente de Corea,
fanfarronea él, que se divierte y excita con lo que viene después de
nuestra contienda de labios: ella abre las piernas y por debajo de su
falda y adentro de su pubis, al igual que los transeúntes, atisbo cierta
intimidad que se desborda en dulces gritos y se contiene con insípidos
raciocinios. Hasta que cansados de aquel juego, nuestras piernas se
turnan para sobresalir por las ventanas de Katty, Kittie, Kotex…que
se estremece y se desvencija.
Despierto tirado en mi auto, con la bragueta perpleja y una pas-
tosidad que me fastidia. Serán las tres de la mañana, me digo, pues
a esta hora la gente sale de los bares. Y pasan alegres, pasan tristes,
pero sobre todo pasan bulliciosos y con ganas de pelear. Yo compro
las peleas cuando las fiestas acaban. O a veces cuando empiezan. Y
he vencido a más de mil fantoches. Pero ahora me siento cansado,
luzco viejo, con unas ojeras marcadas y el rostro inflado, como si se
me fuera a explotar. Me percato de ello cuando miro, por el espejo
retrovisor, a dos que pasan: se ofenden con fintas de micos penden-
cieros, se amenazan y sus patadas, por infortuna, rompen el aire, a
nadie más. Mi mano, cansina, sostiene una botella de brandy. Reviso
cuánto queda: con tristeza descubro que faltan uno o dos tragos. Y
140 decido tomarme el contenido de un sólo envión.Y decido que es mejor
estrellar la maldita botella vacía contra el pavimento.Y decido que mi
vida, ante la falta de licor, vale menos que esos pedazos de cristal…
Al cabo de hacerlo, golpean una de las ventanas. Es el hombre
mezcla ángel-arlequín. Pregunta, igual que yo, y una multitud, por
ella. Su cara luce distorsionada, como si un fuerte viento le hubiera
quitado de su lugar la nariz, los ojos y la boca. Él trata de ponerlos
donde deben estar, pero como lo domina la ebriedad y es un torpe,
los deja ligeramente corridos. A él no le importa. A mí sí. Le increpo.
Estalla en carcajadas. De tal modo y con tanto cinismo, que un fuerte
deseo de estrangularlo me subyuga. Antes pensaba que mis manos
sólo existían para trabajar y mimar, antes me enorgullecía de ellas y
de mis obras, de mi paz y mi alegría, ahora pienso en cuánto he vivi-
do equivocado: ¡un océano! ¡Una montaña! ¡El universo! ¡No sé! Mis
Cuentos

manos le rodean su cuello y ¡lo estrangulo! Su cara se torna violácea,


la saliva es un abundante río que se desborda por las comisuras de sus
labios. Pero soy yo el que me asfixio, ¡ay!, soy yo el que me muero.
***
Soy un borracho, dicen. Pero yo digo que no. Y también digo que
la gente es feliz cuando tiene algo que decir de los demás. Si no,
nuestras vidas terminarían más vacías de lo que suelen terminar.
Y nuestras lenguas se atrofiarían y la sangre ya no circularía como
debe circular. Por eso, para sentirnos vivos, medio mundo habla del
otro medio mundo. Así que sonrío y termino perdonando a los que
dicen cosas terribles de mí. Por estos días hay uno empeñado en decir
que soy un caso insalvable, pues adquirí el vicio desde que tengo
uso de razón. Y aprovecha para fanfarronear que tuvo uso de razón
antes que muchos. ¡Pero si yo olvidé cuando tuve uso de razón! Es
más, no me interesa. Hace poco, hablando con un perro sabio, me
demostré a mí mismo que el uso de la razón no es mayor cosa. Él,
claro, demostró su acuerdo conmigo al poner su pata en mi mano y
lamerme la cara. No todos los perros son sabios. A algunos lo único
que les importa son sus huesos; a otros, deslumbrar una perra, tener
un árbol de ancha copa, tronco grueso y hojas amables que les rocen
el lomo cuando caen, todo con el único fin de fanfarronear, pues su
felicidad depende de cuánto los admiren y lisonjeen; hay quienes
miran a la luna y esperan, inmutables, que ésta caiga para ensegui-
da despedazarla. En cambio los perros sabios se reconocen por su
rítmico andar, casi danzante, la mirada perdida y una vasija con licor
pendiendo del pescuezo. No hablan de filosofía porque está lejos de
su entendimiento. Sí hablan de la vida, de la perra vida que les tocó
con todas sus miserias y bonanzas. Mencionan las veces que han vi- 141
sitado las estrellas y de cuando han descendido al infierno, alardean
de sus aventuras en inhóspitos parajes y de las oscuras noches de
alas postizas que inesperadas, como pestañas a los ojos de ciertas
damas, se adhieren a sus costados para volar junto a las aves ¡Y qué
poco creen en los demás! Sólo creen en el licor que los espera y se
les filtra en las venas, acaso en una hembra que les siga la cuerda
en el asunto de tomar y bailar, y, cuando es necesario, en las fatales
mordeduras que les propinan a sus contrincantes.
Pero… ¡ay! Casi nunca veo a los perros sabios. Se atraviesan una
o dos veces al año en mi camino. Llegan por todos lados, tosen con la
obstinación de quien, como todo bohemio que se respete, expone su
pecho desnudo a cada aurora, y bailan, sin importarles la cadencia o
la ridiculez, hasta la más aburrida de las danzas. Lo malo es que en
El cuaderno de Renata

cuestión de segundos vuelven a escabullirse. Me dejan vacío y triste,


con muchas preguntas sin resolver. Y por más que les ladre y baile
como ellos, no voltean a mirarme.
***
“¡Buenos días!”, dice con una sonrisa que me recuerda las alas
de los perros sabios. “¿Qué tenemos para hoy?”
¡Es ella! ¡La reconocería en el averno o el paraíso! Lleva un vestido
sastre y no está tan pintarrajeada como en la pista de baile. Se sienta al
frente mío. Su actitud es indiferente cuando saca una libreta de notas
y empieza a escribir lo que le digo. Arranco, aturdido, con una sarta
de palabras inconexas y a jurarle que no volveré a tomar. Comienzo
a justificarme en mi pasado infantil, le echo la culpa a mi madre, a mi
padre y a las hormigas rojas. Las negras, le digo entre sollozos, esas
no son del diablo. Y pueden caminar por mi cuerpo dormido sin pi-
carme, apenas haciéndome las mismas cosquillas que las hojas de los
árboles, cuando caen, hacen sobre los lomos de los perros. Le cuento
que ellos –padre y madre– también se embriagaban y se agredían al
punto de descuidarme, y que una vez, cuando las rojas me picaron,
el licor, ¡Gran Licor!, fue mi único alivio.
Ella calla. Sólo sabe callar, y yo, incapaz de hacerlo –hablo de-
masiado y me reviento en incoherencias– le pido que vuelva y baile.
Silencio. Y ante la crueldad de sus labios cerrados, sucia técnica
aprendida en la universidad para hacerme hablar, me desbordo en
letanías de mi pasado con minucias, en las posibles causas de mi
alcoholismo, apoyado, desde luego, en una frase suya: “El origen del
mal habita en usted, señor, debe esforzarse”. Pero cuando se me acaba
el repertorio, y ni una palabra es capaz de aflorar, sonrío ladino, y al
142 igual que los perros no sabios con su amo, meneo la cola y le insisto:
“Baile, por favor”.
“Soy su sicóloga”, responde con una leve amargura; “no su bai-
larina. Desconozco de dónde ha sacado tamaña idea, señor, pero si
nos ayuda, está bien, puede usted quedarse con ella, recrearse con
ella, vivir por ella...”
A mí nada me importa su lacónico estilo para tratar a hombres
como yo. A mí poco me importan su conocimiento ni sus frases pre-
fabricadas; me gusta mi embriaguez y ese cuerpo de sinuosas curvas
contoneándose al compás de la música. Disfruto su rostro maduro y
felino, las formas de meretriz pulcra y refinada, eso, sin mencionar
su piel cobriza. Atrás de su escritorio, apenas bañado por la luz mor-
tecina del lugar, advierto al ángel-arlequín con una sonrisa amplia,
tan amplia como la equivocación de mi vida, exhortándome a bailar.
Cuentos

¡Vamos!, parece decir. ¡No se quede ahí acostado!Y reitera entre dien-
tes su frase amañada que le permite vivir bailando: “El hombre que
no sabe bailar es como un trompo guardado en un armario”. “¡Sí!”,
le contesto, mientras que ella, impetuosa y por primera vez turbada,
pregunta: “¿Con quién habla, ah?” Decido ignorarla. Decido que el
pequeño monstruo que vive conmigo emerja, la tome de la cintura,
e inicie, deslizando nuestros pies, como en un piso enjabonado, un
vals, un vals eterno que bailaremos hasta desfallecer.
Ella, en su papel de sicóloga, me trata como si yo aún continuara
recostado en el maloliente diván de su frío consultorio cuyas paredes
están a punto de caerse por la cantidad de pergaminos y reconoci-
mientos. Seca, supongo que con su firme mirada clavada en mis ojos
cerrados, dice: “Eso, señor, deje volar su imaginación”.
Y yo, por fin feliz y sonriente, bailo, bailo hasta inducirme en un
sopor que en vez de evitar, agradezco…

143
El cuaderno de Renata

Resplandor metálico
Ximena Aldana

A
costada de cara a la pared, Teresa mira la oscuridad con los
ojos muy abiertos y escucha ronquidos, cuerpos acomodán-
dose y uno que otro paso que hace crujir la madera de la
edificación. Aunque no está cómoda, permanece quieta por temor
de incomodar a Segundo, que duerme a su lado. Llegaron al lugar
al final de la tarde y ambos estuvieron de acuerdo en hacerse pasar
por un matrimonio con la esperanza de despistar a alguno de los que
atacaron el convento en caso de estar entre los huéspedes. Comieron
evitando cruzar conversación con los demás visitantes y luego fueron
acomodados en un jergón de donde emergía el rastro de sudores
trasnochados. Segundo le cedió la cobija y sólo se quitó la camisa y
las botas para acostarse, mientras Teresa quedó en camisón.
A pesar de llevar casi una semana de caminata, nunca habían
estado tan cerca el uno del otro y Segundo estaba algo perturbado
con la idea de limitar el espacio de su protegida y dificultarle el sueño,
aunque a lo largo del viaje entendió que la monja apenas dormía por
cortos periodos que terminaban en un despertar sobresaltado. En el
pequeño campamento que instalaba en las noches, se quedaba des-
pierto escuchando la tortuosa tribulación de la mujer y componiendo
noche a noche el tormento que había sufrido durante los tres días que
duró el asalto. Segundo, cuya finca era la más cercana, había pasado
los mismos tres días escondido en el monte observando impotente
144 cómo los bandoleros saquearon y quemaron su casa y destazaron
a sangre fría su vaca; y los vio dirigirse al convento de donde casi
inmediatamente se escucharon los alaridos de la monjas. Animales
y mujeres fueron asesinados. Teresa logró esconderse en la capilla,
con la suerte de que a pesar de su ferocidad y sevicia, los asesinos
no se atrevieron a acercarse al altar. Mucho después de abandonar
la casona donde las monjas habían montado la escuelita y la botica
y prestaban atención médica, la gente llegó al lugar ahora oscuro,
apestoso a muerte y de pisos resbalosos de sangre, para sepultar
a las hermanitas. Fue entonces cuando encontraron a Teresa, con
grandes pelones en la cabeza causados por ella misma quien, para
distraerse del horror de afuera y de los gritos de su propia mente, se
arrancó los cabellos a puñados. Muchas de las heridas que se infligió
fueron tan graves que el pelo simplemente no volvería a crecer, por
Cuentos

lo que las mujeres le afeitaron la cabeza. A Teresa le tomó semanas


volver a hablar.
–Tengo que ir a la capital –dijo con la mirada en el vacío, suave-
mente pero con la decisión que le habían conocido en los días en
que enseñaba a leer a niños y adultos. El trajín de la cocina de los
hermanos Bedoya se interrumpió.
–¿Cómo así, hermanita? –le preguntó la menor, especialmente las-
timada al ver a su antigua profesora pálida, calva y en los huesos.
–Tengo que contar esto a la provincial –Teresa miró por primera
vez a todos los ojos que la miraban–.Yo los vi, yo sé quiénes son, quién
los mandó, tengo que contar lo que pasó.
Julio, quien llegó minutos después cuando una de sus hermanas
lo alcanzó en el arado para contarle que la hermanita Teresa había
hablado pero que había perdido la razón, se sentó frente a ella,
entrelazando las manos sobre la superficie de la mesa, pulida por
generaciones de ásperas manos campesinas.
–Hermana, usté tiene que saber mejor que nosotros que irse
ahora es muy peligroso. Ellos andan por aquí, no sabemos cuándo
vuelvan.
–Por eso tengo que irme. Cuando sepan que quedó una monja
viva van a buscarme para acabar conmigo y con los que me cuidan.
Sin argumentos, Julio echó el torso hacia atrás. Esa noche los
tres hermanos Bedoya tomaban café y sopesaban las implicaciones
del viaje. Los acompañaba Segundo, su cuñado, quien seguía siendo
parte de la familia no obstante la muerte de su mujer y su hijo en el
parto tres años atrás. En realidad no les tomó mucho tiempo; había
consenso en el sentido de que la hermana Teresa no se quedara más
tiempo en la casa. Les preocupaba su seguridad durante el viaje, pues 145
también estaban de acuerdo en que ella no debía usar los caminos
comunes.
–Yo la llevo –dijo Segundo mientras miraba el fondo de su taza.
Los Bedoya miraron el pelo entrecano y las manos toscas de ese
cuñado recio al que parecían no hacerle mella las tristezas de su vida,
la pérdida de su familia y ahora último, de su casa y sus animales.
Sin decir más, todos entendieron que este hombre no tenía nada
qué perder.
Partieron una madrugada dos días después. Llevaron consigo
sendos petates y provisiones que acomodaron sobre la mula cerrera
de Segundo, que se salvó de los machetes asesinos por su costumbre
de echarse al monte. A lo largo del viaje, rememoraba Segundo ahora
en el jergón, hablaron poco, cada uno sumido en sus pensamientos,
El cuaderno de Renata

pero unidos por la incertidumbre. En la tercera jornada de la cami-


nata se encontraron un río, donde Segundo cuidó de que la monja
pudiese asearse con aceptable tranquilidad, sentado en una piedra
totalmente a espaldas del charco. Desde el agua, la mujer le hablaba
de tanto en tanto para indicar que seguía allí y estaba bien, a lo que
Segundo le respondía levantando la mano. Pasado un rato, ella estaba
de pie a su lado.
–¿No se baña? Podemos hacer lo mismo: yo me quedo aquí, me
habla y le contesto.
Durante el resto del viaje no se toparon con sorpresas ni malas ni
agradables, pero el temor caminaba con ellos, de manera que mirar
hacia todas direcciones fue un movimiento tan frecuente como sus
pasos. Aquella tarde vieron desde lejos la casa y Segundo miró com-
pasivo a la religiosa, que había dormido en el suelo durante todo el
trayecto. La idea de una cama y comida caliente la tentaba pero tam-
bién la asustaba la idea de ser vista, de tener que hablar con otros.
–No hablamos. Usté es mi mujer y yo soy un marido celoso.
Se miraron y lentamente Teresa sonrió. El hospedaje no resultó
como se lo había imaginado Teresa, pero la idea de dormir en una
cama compensaba lo demás. Durante la comida no se atrevió a mi-
rar nada por fuera de su plato y dejó que Segundo hablara por los
dos, de forma que los demás alojados vieron en ellos un matrimonio
normal.
Acostada de cara a la pared, Teresa mira la oscuridad con los ojos
muy abiertos mientras escucha ronquidos, cuerpos acomodándose y
uno que otro paso que hace crujir la madera de la edificación. Aunque
no está cómoda, permanece quieta por temor de molestar a Segundo,
146 que duerme a su lado. La incomodidad no es tanto física como de verse
por primera vez junto a un hombre cuya respiración acompasada le
indica que si no está dormido, por lo menos está tranquilo. Durante
el viaje Teresa aceptó agradecida el silencio de su acompañante y su
solidaridad que la arropaba como agua caliente. Sabía que muchas
veces él estaba despierto cuidando su sueño atormentado e intermi-
tente y la asaltó el pensamiento de que él la estuviese observando
en ese preciso momento. Aguzó el oído para escuchar mejor, pero la
penumbra sólo le devolvió el ritmo parsimonioso de la respiración
de su guardián y los latidos acelerados de su propio corazón.
En un esfuerzo por sosegarse, Teresa recuerda el semblante fuerte
y callado de Segundo y se imaginaba el mismo viaje junto a otro, Julio,
que también pudo haberla guiado por donde la guió Segundo, pero en
seguida se dice que el viaje tal vez hubiese sido menos tranquilo.Y sin
Cuentos

proponérselo recuerda también la espalda ancha del hombre sentado


en la roca, que respondía a su conversación con monosílabos.
La conciencia de estar junto a un hombre, de su propio cuerpo,
de su piel, del contacto de la simple tela del camisón, se abría camino
en sus pensamientos como el agua entre las rocas, hasta que el eco
de un llamado desconocido, nacido de una profundidad que se había
clausurado sin ser conocida ni consultada, resonó bajo su esternón
con tal fuerza que su cuerpo se contrajo en un espasmo sin dolor que
le desocupó los pulmones, dejándola rígida y acurrucada como los
niños. Al tomar una bocanada de aire perfumado de cuero y madera
en el que creyó reconocer el olor de Segundo, la certeza de la mirada
del hombre tendido a su lado la recorrió erizándole la piel, desde la
parte posterior de sus rodillas, muslos, nalgas y espalda hasta llegar
a su nuca, obligándola a estirarse más allá de lo que sus huesos le
permitían; y a punto de obedecer el impulso de correr lejos, dos manos
atenazaron sus hombros al tiempo que una boca caliente se pegaba
contra su nuca descubierta. Teresa sintió centímetro a centímetro el
torso desnudo de Segundo en su espalda, su aliento en su cuello y
sus manos ásperas a lo largo de sus brazos. Abandonada al ímpetu
de ese abrazo, la mujer echó la cabeza hacia atrás para facilitar ser
rodeada con mayor presión a la altura de sus riñones. Se quedaron
quietos, salvo un pulso atropellado que Teresa no podía identificar
si era el de Segundo o el suyo.
Las manos de Teresa recorrieron su propio regazo, hasta topar con
las otras manos, con las que se entrelazaron. En el silencio de aquel
abrazo todo parecía suspendido en el aire: el viento, la respiración
de los demás huéspedes, el resplandor de la luna que penetraba las
pequeñas fisuras del techo y creaba un cielo de estrellas alargadas. 147
Las manos de Segundo empezaron a moverse como si hubiesen es-
cuchado el grito profundo y callado que había doblado a Teresa sobre
sí misma. También en el silencio de ese abrazo recordó sus votos, la
razón por la que estaban allí.Y el miedo viejo que había amordazado
la determinación de la mujer para ser relegada a la maestra, volvió
con todos sus reproches y advertencias, empeñado en callar del todo
ese llamado al que Segundo había acudido con la misma fuerza que
amansaba bestias. Ella se zafó del abrazo y tomando la delgada cobija
cubrió a Segundo desde su cabeza hasta las rodillas y rodeó el cuerpo
del hombre en un abrazo de enredadera acercando su boca a la de
él; y apenas separados por la sábana, se respiraron.
Te respiro. Te llevo lo más adentro que me da la vida. Tu aliento,
tu olor, tu nombre, todo son una misma cosa, una oscuridad que todo
El cuaderno de Renata

se lo traga y me devora para mi condena y mi dicha. Al otro lado de


esta tela, muralla inútil, está la felicidad y estás tú respirándome;
mientras escucho el aire abriéndose paso dentro de ti quiero ser aire
también, penetrarte y dentro tuyo ser sangre, carne, tendones y pen-
samientos; quedarme ahí por siempre, ver la luz a través del cristal
ámbar de tus ojos, hacer de tus venas mis caminos, de tu ombligo mi
refugio y de tu pelo hilo para tejer mantas infinitas mientras espero tu
llegada, cubrirte con ellas y darte el consuelo que nos falta, espantar
este dolor que nos sobra.
Un frío en su espalda la arrancó sin aviso del abrazo y se irguió
despacio, acaballada sobre la pelvis de Segundo; lentamente, el hom-
bre descubrió su cara para mirarla y posó las palmas sobre los muslos
pálidos y magros. En un esfuerzo por imaginarlos, cerró los ojos, pero
la memoria imponiéndose a la imaginación le mostraba un rostro
pálido salpicado de gotas en las que se reflejaba el sol anaranjado de
la tarde. Lleno y rendido por el peso de la mujer sobre él, abrió los
ojos y la contempló mientras ella miraba la noche que brillaba en su
cara con un resplandor metálico.
Completaron el viaje en silencio, pero en lugar del miedo, aban-
donado en la casa de los viajeros, caminaba con ellos el tigre herido
que resuella antes de saltar sobre el enemigo que no lo supo matar.
Fueron recibidos en la casa cural donde pudieron comer y de
donde se llevaron a la hermana Teresa al despacho del alcalde. Más
tarde, un policía se acercó para entregarle a Segundo una suma en
reconocimiento por la escolta a la monja. Esperaban la llegada de la
superiora provincial para un día de esa semana, pero Segundo no
sacaba en claro cuándo, ni la conclusión de todo aquello. Con el dinero
148 en la mano, decidió buscarse un trago y jugar una partida de billar;
pasó la tarde solo en la mesa de la cantina hasta la noche, cuando
una joven copera le pidió un trago y la dejó sentarse sin mirarla. Jugó
una partida más y la copera se acercó otro poco, buscando cerrar
negocio, lo que logró sin inconvenientes. En el cuartucho atrás del
café, Segundo acaricia sin apego la cabellera de su compañía y por
primera vez en horas piensa en el perfil pelado de Teresa. Le intrigó
el destino de aquella mujer tan valiente como frágil. Sonríe para sí
mismo como si la estuviera mirando y ella le devolviera la sonrisa
con los ojitos hundidos pero llenos de vida, como ese día cuando
encontraron el río. Parpadeó dos veces como cuando de golpe ve
lo que había pasado inadvertido: ya no había convento, Teresa no
volvería a la vereda. Pensó en la gente que ya no tendría quién le
enseñara en la que fue hace tiempo la casona en la que durante el día
Cuentos

retumbó “eme con a MA”, y sin entender por qué se acordó de él y se


vio solo y viejo, sentado en una casa remendada, pero supo que esa
casa jamás se remendaría si no estaba Teresa para llenarla de flores
y niños a quienes enseñarles canciones de vaquitas, soles y sílabas.
Supo que la vereda y su casa serían ganadas por algo más helado y
escalofriante que los asesinos y era no saber para qué se vino a este
mundo, porque súbitamente no entendió el mundo sin ella.
La lluvia había dejado su olor a tierra fresca y el lodo hacía pe-
sados los pasos de Segundo, que pudo correr mejor una vez en el
pavimento; corría por las calles del pueblo en dirección a la casa cural
que al llegar avistó al otro lado del parque, lo mismo que un carro.
Corrió cuanto le dieron las piernas mientras veía salir por el frente
a varias personas entre las que distinguió la figura de una monja a
quien el hábito le colgaba sobre hombros y omoplatos, lo que con-
virtió el corazón de Segundo en un papel que se arrugó en un gesto.
Su carrera no le impidió verla abordar el carro que arrancó hacia las
afueras del pueblo. Su carrera culminó en la mitad de la calle frente
a la casa cural donde, mientras jadeaba, miró la calle que brillaba,
con resplandor metálico.

149
Crónica
El cuaderno de Renata

El premio Rómulo Gallegos


otorgado a Cien Años de Soledad

Fernando Jaramillo

E
l 2 de agosto de 1967 Simón Alberto Consalvi, presidente del
Instituto Nacional de la Culturización y las Artes (Inciba), de
Venezuela, fue al aeropuerto de Maiquetía a recibir a Mario
Vargas Llosa y le informó que el avión en que venía Gabriel García
Márquez llegaría poco después. El escritor peruano se quedó allí
hasta que aterrizó el avión.
Así, tras años de amistad epistolar, se estrecharon la mano por
primera vez.
Alguien que presenció la escena comentó: “El uno parece un
mosquetero y el otro un jugador de billar”.
Luego se fueron juntos a Caracas a recibir el premio Rómulo
Gallegos para Vargas Llosa por La casa verde.
García Márquez salió de su innata timidez y ante los delegados
del Congreso Internacional de Escritores pronunció un discurso en
el que contó “Cómo empecé a escribir”.
Fiel al espíritu zumbón y burletero con que había asistido a la cita
de su amigo, respondió a un periodista la pregunta sobre su opinión
de Rómulo Gallegos como escritor:“En Canaima hay una descripción
de un gallo, que está muy bien...”.
152 El mismo Vargas Llosa escribiría más tarde que les contestaba a
los periodistas con la cara de palo de su tía Petra, que sus novelas las
escribía su mujer, pero que él las firmaba porque eran muy malas y
Mercedes no quería cargar con la responsabilidad.
Luego cada uno de los dos se fue a su propia casa. Vargas es-
cribió una biografía de García Márquez en un libro de seiscientas
sesenta y siete páginas que lleva por título García Márquez, historia de
un deicidio.
En 1972, los venezolanos ya tenían claro a quién entregar la
segunda versión del premio Rómulo Gallegos. El libro de moda, el
libro del cual se hablaba alrededor del mundo, el libro que ya había
sido traducido al inglés y se vendía en las librerías del mundo “como
salchichas”, Cien años de soledad, fue galardonado y su autor invitado a
recibir el premio en Caracas, acompañado de toda su familia.
Crónica

El Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos fue creado


en Venezuela con la finalidad de perpetuar y honrar la obra del emi-
nente novelista venezolano y estimular la actividad creadora de los
escritores de habla castellana.
El premio en metálico, además de medalla de oro y diploma, era de
cien mil bolívares, equivalentes a veintidós mil doscientos veintitrés
dólares de la época. En ese tiempo se entregaba cada cinco años.
Antes de su llegada, la prensa caraqueña se hacía lenguas respecto
de la asistencia de García Márquez al evento. Hicieron toda suerte
de conjeturas: Que no viene. Que sí viene pero primero va a ver a su
amigo Álvaro Cepeda que está grave en un hospital de Nueva York.
Que sería el colmo que le recibiera un premio a la burguesía. Que
sí lo recibe porque veintidós mil dólares no son para dejar por ahí
botados. Que ha dicho mil veces que no acepta premios en plata. Que
qué va a venir si está más inflado con lo de Cien años... Pero cómo no
va a venir si los jurados son sus amigos, entre ellos Vargas Llosa.
Pero sí llegó y lo primero que le pasó fue que el equipaje se le
extravió.
García Márquez con su inefable camisa Truman, pantalones
“botatubo”, de moda en la época y abarcas ‘trespuntás’, de las que
usan los campesinos de su tierra, asistió al almuerzo que le daban sus
amigos intelectuales de Venezuela. En la mesa estaban Vargas Llosa,
José Vicente Rangel, actual canciller de Venezuela; Teodoro Petkoff, hoy
en la oposición al gobierno de su país; Carlos Augusto León, en ese
momento candidato a la presidencia de Venezuela; el crítico Ángel
Rama y el embajador de Colombia, Héctor Charry Samper.
Los rumores de la prensa se intensificaron cuando García Már-
quez dio sus primeras declaraciones: 153
–¿Qué vas a hacer con los cien mil “bolos” del premio?
–Voy a comprar un yate –contestó.
En las revistas de la cadena Capriles, tradicionales opositores
de Colombia y los colombianos, lloraban por la fuga de divisas que
constituía el premio.
Para el evento llegó de Barranquilla don Gabriel Eligio, padre del
homenajeado, que se montó en un bus durante casi veinticuatro horas
para llegar hasta Caracas. Eligio Gabriel, su hermano, estuvo presente
en el acto con su esposa y su hijo Esteban García Garzón.
Ahora estaban juntos los tres: Gabriel Eligio, el padre; Eligio
Gabriel, el hijo menor, y Gabriel José, el hijo mayor. La prensa los
entrevistaba a todos al tiempo. Un periodista le preguntó al padre
lo que pensaba de la influencia de Balzac en la obra de su hijo. “Qué
El cuaderno de Renata

Balzac, qué influencias, ni qué carajo... Quien le enseñó a Gabito a


escribir fui yo”, repetía.
Entre las novelas que concursaron estaba Tres tristes tigres, de
Guillermo Cabrera Infante, de Cuba y Cuando quiero llorar no lloro, de
Miguel Otero Silva, de Venezuela.
Fallo tan repartido y con tantos elementos en juego no podía
dirimirse así no más. Afloraron los celos, las envidias y los egos las-
timados. Ese ego que se les lastima tan fácil a los intelectuales. Desde
este premio, Cabrera Infante se declara enemigo irreconciliable de
García Márquez y repite que la ascensión al cielo de Remedios la
bella es como ver a Mary Poppins en las mismas.
Al acto de premiación llegó García Márquez con una hora de re-
traso. La maleta había aparecido y el escritor cambió su indumentaria.
Ahora andaba de guayabera con rutilantes arabescos en el frente, otro
pantalón, pero las mismas abarcas ‘trespuntás’ del día anterior. Eran
las once de la mañana del 4 de agosto de 1972.
Cuando atravesó el proscenio en compañía de Vargas Llosa, el
desconcierto de los venezolanos era tal que decían a su paso: “Para
estos actos se inventó la corbata”; y “las corbatas” (sinecuras), dijo
otro que no estaba de acuerdo con la entrega del premio.
Después de los infaltables, interminables y sesudos discursos de
rigor pronunciados por todos los integrantes de la mesa de honor,
le tocó el turno a García Márquez que dio oración a la siguiente
pieza:
Ahora que estamos solos, entre amigos, quisiera solicitar
la complicidad de ustedes para que me ayuden a sobrellevar el
recuerdo de esta tarde, la primera de mi vida en que he venido
154 de cuerpo presente y en pleno uso de mis facultades a hacer
al mismo tiempo dos cosas que me había prometido no hacer
jamás: recibir un premio y decir un discurso. Siempre he creído,
en contra de otros criterios muy respetables, que los escritores
no estamos en el mundo para ser coronados; siempre he creído,
y muchos de ustedes lo saben, que todo homenaje público es
un principio de embalsamamiento. Siempre he creído, en fin,
que los escritores no lo somos por nuestros propios méritos,
sino por la desgracia de que no podemos ser otra cosa y que
nuestro trabajo solitario no debe merecernos más recompensas
ni más privilegios, que los que merece el zapatero por hacer sus
zapatos. Sin embargo, no crean que vengo a disculparme por
haber venido, ni que trato de menospreciar la distinción que
hoy se me hace bajo el nombre propicio de un hombre grande
Crónica

e inolvidable de las letras de América. Al contrario, he venido


a regocijarme en espectáculo público por haber conocido un
motivo que agrieta mis principios y amordaza mis escrúpulos.
Estoy aquí, amigos, sencillamente por mi antiguo y empecinado
afecto hacia esta tierra en que una vez fui joven, indocumentado
y feliz, como un acto de cariño y solidaridad con mis amigos de
Venezuela, amigos generosos, cojonudos y mamadores de gallo
hasta la muerte. Por ellos he venido, es decir, por ustedes.
Silencio total en la platea con aquello de“cojonudos y mamadores
de gallo”. En el siguiente segundo, estallido de aplausos y carcajadas.
García Márquez había logrado su cometido.
Su padre inflaba las solapas del vestido azul que otro de sus hijos
había logrado de botín el nueve de abril en Bogotá. “Igual a Pedro
Mata, corto y conciso”, decía.
Acto seguido pasó al estrado en donde Alfredo Tarre Murzi en
su condición de presidente del Inciba, le entregó un diploma y el
cheque de cien mil bolívares. El diploma lo arrojó por encima del
hombro y al cheque lo besó y se lo entregó a Pompeyo Márquez,
secretario del MAS.
La prensa venezolana, fascinada con las declaraciones irreve-
rentes del escritor colombiano, y por el desparpajo inusual con que
acudió a la cita con el premio, no acató a manifestar su rechazo por
el gesto despectivo de arrojar el diploma por encima del hombro.
García Márquez entregó el premio al MAS, como cumplimiento
de una apuesta que había hecho con Teodoro Petkoff un año antes
en Naiguatá. El pacto decía que si el premio le era concedido, Gar-
cía Márquez le haría entrega del cheque al movimiento político que
155
dirigía Petkoff. Al respecto García Márquez expuso:
Les prometí a los dirigentes del MAS que si ganaba el pre-
mio les entregaría el dinero. Ellos nunca me lo exigieron y si
me lo hubieran pedido no lo hubiera regalado. Este fue un acto
pensado y meditado mucho tiempo y en vista de que ya entre-
gué el dinero he aceptado la invitación del presidente Caldera
a almorzar a pesar de nuestras ideas políticas. Por eso reitero:
lo que estoy haciendo es un acto político aunque creo que en
Venezuela es muy difícil una revolución, porque es en este país
latinoamericano donde el imperialismo tiene más qué perder.
“Empero, lo escrito por el habitante de Aracataca fue quizás lo
más revolucionario que pasó por estas tierras. Al menos, sin disparar
un solo tiro”, apuntó el periódico caraqueño El Nacional.
El cuaderno de Renata

En el almuerzo Caldera le agradeció el haber dejado los bolívares


en Venezuela y el escritor respondido: “A Venezuela pertenecen”.
El partido comunista del vecino país se regodeó con el hecho y
por intermedio del mamerto mayor dijo que había sido una “forma
muy hábil del gobierno para ayudar al MAS”.
La vocería de la iglesia católica la tomó el obispo de Caracas para
hacer un enérgico rechazo de la entrega del premio por parte del
Inciba a los fondos de los “revolucionarios comunistas que quieren
desestabilizar a Venezuela”.
José Vicente Rangel, simpatizante del MAS, que sabía de la apues-
ta y tiene un carácter similar al de García Márquez como andar sin
corbata y hablar sin diplomacias, alcanzó a decir: “No hay escritor de
la talla de García Márquez. Además, tengo que decirlo agradecido,
cien mil veces agradecido”.
Entonces García Márquez salió a la calle y le cayeron los perio-
distas y sus grabadoras. Les dio una entrevista llena de “mamaderas
de gallo” del más clásico y puro estilo caribe colombiano.
–¿Qué va a hacer con los derechos para televisión de Cien años
de soledad?
–Comprarme otro yate.
–¿Cuál es su modisto?
–Alejandro Obregón.
–¿Cuál es su arma preferida?
–Los cuernos.
–¿Cuál es la palabra más bella del castellano?
–Cuarzo.
–¿Cuál es su color preferido?
156 –El miércoles.
–¿A qué atribuye el éxito de Cien años de soledad?
–A que se vende mucho.
–¿Cuánta plata le ha producido la novela?
–Me ha producido más miedo que plata.
–¿Por qué no vive en Colombia?
–Porque temo profanar su nombre santo.
–Es vox populi que se ha vuelto inflado, petulante y antipático.
–Yo he sido inflado, petulante y antipático desde chiquito. Lo que pasa es
que antes los lagartos no se daban cuenta porque no me paraban bolas.
–¿Qué opina de Asturias?
–Que es la región más bella de España.
–¿Qué va a hacer con la plata del Nobel? (premonición anticipada
diez años. N del E.)
Crónica

–Voy a comprarme otro yate.


–¿Por qué le chocan tanto los “cachacos”?
–Es que no puedo soportar sus malos modales.
–¿Cuál es el mejor escritor colombiano?
–Andrés Landeros.
–¿Hasta cuándo va a seguir mamando gallo con El otoño del pa-
triarca?
–Uno no le mama gallo a quien quiere sino a quien puede.
–¿Considera que Estados Unidos es el país más socialista del
mundo?
–Sí, pero después de las cuatro de la tarde.
–¿Qué es el boom latinoamericano?
–No me haga preguntas que me quiten la oportunidad de darle respuestas
ingeniosas.
–¿Por qué no se vincula más a los colombianos y a su país?
–Todo lo que hago es pensando en ustedes, pendejo.
Al día siguiente de recibir el premio Rómulo Gallegos, Gabriel
García Márquez entró, como un cliente más, en un banco del centro
caraqueño, para hacer efectivo el cheque de cien mil bolívares. Le
fue entregado, luego de los trámites de rigor, en billetes de cien y
quinientos bolívares.
“Hice registrar la serie y los números de los billetes por si las
moscas…”, dijo.
Luego se marchó. Así sin más. El escándalo quedaba bien con-
figurado.
Cali, 2008
Bibliografía 157
Cromos
El Tiempo
El Espectador
El Nacional de Caracas
El Universal de México
www.institutonacionalparalaculturizacionylasartes
El cuaderno de Renata

Un poema de leyenda
Jorge Benalcázar Villacís

F
ue una mañana al comienzo de los años setenta. Mi vuelo hacia
Cali había sido aplazado hasta la noche de aquel día, y la con-
dena de permanecer en el horno que hacía las veces de sala de
espera en el destartalado aeropuerto Ernesto Cortizos de Barranquilla
se convertía en una pesadilla insufrible; decidí entonces enfrentar ese
contratiempo en un sitio amable. No fue necesario pensarlo; siempre
he creído que el parque zoológico, las catedrales y las bibliotecas son
los mejores sitios para sustraerse del bullicio canceroso de las ciuda-
des, y ésta no podía ser la excepción en la denominada“Puerta de Oro
de Colombia”. Ese día especialmente un sol implacable calcinaba sus
arenas y las fachadas de las antiguas casonas construidas al mejor
estilo Art Déco, aquellas en cuyos salones se vivieron inolvidables
tertulias y donde Amira De La Rosa y Meira Delmar se desleían en
música y poesía.
Frente a la jaula de la marimonda albina, el espécimen más visi-
tado del parque, conocí a José Miguel Racedo, quien con ademanes
quería llamar la atención del primate, mientras su acompañante,
un joven con apariencia de estudiante aplicado, lo inquiría, en la
jerigonza propia de la mayoría de los costeños, sobre un tema que
llamó mi atención:
–¡Eeche, viejo José! Si Gabo hubiera hecho poemas, ya se habrían
publicado, o al menos serían conocidos.
158 A lo que respondió José Miguel:
–¡Nohombe, qué va! ¿Quién te asegura que todo lo dicho o pen-
sado por el maestro ha sido publicado? Además, qué tú sabes si es
parte de su intimidá.
Pasaron unos instantes antes de que se percataran de mi entro-
metida mirada. Fue cuando el supuesto estudiante me miró y sin dar
tiempo a reacción alguna me lanzó una pregunta a quemarropa:
–Oye tú, ¿sabes si Gabo escribió poemas?
Y antes de siquiera pronunciar una sílaba, José Miguel replicó:
–Panohablamá, un día te presento a mi amigo Lucho Consuegra,
que sabe más que todos juntos sobre Gabito.
–¿Te sabes alguno de esos poemas? –le pregunté, y tajante res-
pondió:
–No, pero recuerdo su belleza y sentimiento.
Crónica

Un viento huracanado, de esos que los barranquilleros llaman


brisas, me arrancó algunos de los papeles que sostenía, momento que
aproveché para despedirme con un movimiento de manos, mientras
a mis espaldas esos personajes sin duda seguirían enfrascados en
una discusión sin fin.
Grande fue mi sorpresa al enterarme de la posible existencia de
dichas composiciones sin publicación ni reconocimientos conocidos,
seguramente escritas bajo la complicidad de un seudónimo, o des-
echadas púdicamente en un cesto cuando aún la gloria y la fama no
habían enfrentado cara a cara al autor.
Pasaron muchos meses desde aquel encuentro. Una tarde, ro-
bándole una víctima más al hirviente abrazo de la Arenosa, entré al
sitio de moda por aquellos días, el Bar de Kike, donde se preciaban
de servir la cerveza más fría de todo el litoral Caribe, y mostraban
ufanados la ostentosa decoración del sitio, el inicio de una época que
en un futuro cercano llenaría de nuevos ricos, ordinariez, crímenes y
corrupción a nuestra querida y terrible Colombia.
En una de las mesas se encontraba José Miguel, y al reconocernos
me dijo con euforia:
–¡Oye, cachaco! Ven te presento a Lucho, el de los poemas.
Ese día conocí a Luis Eduardo, el médico, ex-alcalde, cantautor
de boleros y fiel depositario en su memoria de la para mí desco-
nocida obra poética de nuestro escritor y exquisito manejador del
castellano.
La oportunidad de satisfacer mi curiosidad y dudas al respecto
se presentaba sin haberla programado. Cambié de mesa e inme-
diatamente fui recibido como un viejo conocido, un invitado más 159
de la fiesta que en ese momento se desarrollaba; porque si hay algo
ponderable en los barranquilleros es el atributo de la camaradería
y la informalidad con que tratan a un desconocido y lo hacen sentir
parte de su familia.
–De modo que tú eres uno de los que le prende velas a nuestro
bardo pero desconoces sus cantos juveniles –me dijo, mientras colo-
caba en mis manos un vaso con fino scotch.
Presentí entonces que esa iba a ser una entrañable amistad, que
luego y por muchos meses se encargó de hacer amable mi estadía en
esa desconcertante ciudad y compañera de largas y literarias cami-
natas por la playas de Neguanje, aquel rincón paradisíaco del Parque
Nacional Tayrona, que desde tiempo atrás había convertido en mi
segundo hogar y que un día les regalé a él y a su amada Rosario.
El cuaderno de Renata

Fueron necesarias unas cuantas copas antes de verlo poseído


por las Musas y la tierna mirada de Rosario, quien consecuente con
el momento exigió al barman silenciar al Alejo Durán que copaba
el ambiente. Lucho, su amado juglar e inspirador de sus artes, era
ahora el dueño de la palabra, quien levantando el vaso declamó con
impostada voz:
Al pasar me saluda y tras el viento
que da el aliento de su voz temprana,
en la cuadrada luz de mi ventana
no se empaña el cristal sino el aliento.

Es tempranera como la mañana,


cabe en lo inverosímil como un cuento
y mientras cruza el hilo del momento
vierte su sangre blanca la mañana.

Si se viste de azul y va a la escuela


nadie imagina si camina o vuela.
Porque es como la brisa, tan liviana,

que en la mañana azul no se precisa


cuál de las tres que pasa es la brisa,
cuál es la niña y cuál es la mañana.

Una lágrima corrió por la mejilla de Rosario, como si esos versos,


seguramente escuchados muchas veces, hubieran sido inspirados
por y para ella.
160 El auditorio gritó al unísono ¡bis! Y mientras un Lucho radiante
repetía el poema, afuera la noche llegaba lenta, arropada con las
nubes heridas por los últimos rayos de un sol implacable que se
resistía a caer.
Después vinieron los comentarios al margen: Que si su autoría
estaba confirmada y cuál la edad cuando lo compuso. Lucho afirmó
con un dejo de autoridad incuestionable que fue escrito por el aquel
entonces aprendiz de escritor, cuando enamorado hasta los tuétanos
de una colegiala vecina fue arrastrado sin defensa alguna a cometer
poemas de amor. Rosario, socarronamente y una vez repuesta del
impacto producido por el poema, insinuó que fue escrito por encar-
go para un desconocido y del cual obtuvo los primeros centavos por
derechos de autor. Otro de los presentes, más osado y conocedor de
intimidades costeñas, aseguró que por esos años ya el autor intuía
Crónica

a Mercedes, la que sería su acicate, inspiradora y cómplice incondi-


cional años después.
Pasaron unos cuantos años desde ese día. Una madrugada de 1982,
de aquellas en que la lectura me llevaba de la mano por otros mun-
dos, el timbre del teléfono interrumpió; descolgué con curiosidad…
y una voz peculiar, tan lejana y querida, me transportó a esa tarde de
poesía, descubrimientos y sentimientos encontrados:
–“¡Ajá compañero y amigo! Te llamo para contarte que el poeta se
nos volvió Nobel. Estamos celebrando y queríamos hacerte partícipe
de este evento y nuestra alegría.
Luego de un corto silencio se escuchó el chocar de copas, gritos
de euforia y al fondo el lamento de un acordeón desperezándose en
el amanecer.
La verdad sobre este poema y su autor se mimetizaba en ese
tiempo entre la leyenda y la fantasía. Mas no importa. En la prosa de
nuestro Nobel se camuflan delicadamente, sin tiempo y sin tapujos
la magia, la realidad, la poesía y la ternura.
Sept./2008

161
El cuaderno de Renata

La pasión del castellano


Jorge Benalcázar Villacís

U
na réplica de la pieza más famosa del Museo del Oro de Bogo-
tá, la balsa Muisca, arte precolombino en filigrana, simulaba
navegar alrededor del poporo Quimbaya, cuyas inexplicables
esferas relumbraban con destellos dorados bajo los neones de la
impenetrable y no menos delicada vitrina, que el Museo Nacional
de Tokio le había asignado en su salón principal, con motivo de la
Muestra de Arte Americano.
Fue al acercarse a contemplar esas joyas únicas de la orfebrería
indígena, cuando Guillermo y Saeki-San cruzaron desprevenidas
miradas.
Ella ocupaba un cargo en el museo, él era un joven abogado
buscando caminos en el difícil arte de las relaciones diplomáticas,
quien representaba a Colombia, un país que escoraba peligrosamente
al inicio de una época marcada por la corrupción, el narcotráfico, la
impunidad y el crimen.
Guillermo intentaba deshacer los entuertos en que se había visto
involucrada injustamente su embajada al haber sido permeadas las
valijas diplomáticas por la yakuza japonesa, la hermana oriental de
nuestros carteles del delito.
Solamente se requirió una mirada más para concluir que era
necesario encontrar un pretexto para buscar explicar esa sensación
mezcla de timidez y alegría que luego los invadió. Cruzaron las pri-
162 meras palabras en el inglés precario y formal de ella. Él se extendió
en referencias y explicaciones a los presentes acerca de la costumbre
de nuestros ancestros en el milenario ritual de mambear coca y sobre
el uso de ese recipiente para guardar sustancias de uso reservado a
las más altas dignidades.
Ella, con lo poco o nada que podía entender, alucinaba con tan
extrañas costumbres y no lograba diferenciar si el encanto provenía
del tono de su voz o de la forma tan especial como Guillermo traducía
literalmente sus eufóricas referencias, haciendo de ese inglés una
canción para sus sentidos.
Envuelta en su fino kimono escuchaba absorta las historias y le-
yendas. Poco a poco, y en medio de las inmensas lagunas que dejaba la
traducción, fue lavando esa primera impresión que se había formado
de esos seres primitivos al verlos representados en los afiches alusivos
Crónica

a la exposición, desnudos y adornados con plumas multicolores. No


pudo menos que admirar su maestría en el manejo de los metales,
su técnica de la cera perdida y su calidad artística.
Las palabras que Guillermo, en impecable castellano, tenía que
dirigir a sus coterráneos en la exposición, la terminaron de encan-
tar. Nunca antes había escuchado un lenguaje más dulce y rico en
sonidos. Tanta fue la seducción que nuestra lengua y Guillermo le
causaron, que indujeron en ella el irrefrenable deseo de aprenderla.
Con no poco sonrojo, cierta picardía oriental y muchos ademanes,
le propuso ser la más aplicada de las alumnas, si él accedía a ser su
profesor de castellano.
La disculpa buscada tomó forma, y luego de unas cuantas tazas
de té ella aprendía, cual niña de materno avanzado, a conjugar irre-
gularmente los regulares; de los artículos definidos y por definir;
sobre los táctiles substantivos y empalagosos adjetivos. Los sufijos,
preposiciones, adverbios y prefijos la llevaron a un estado de total
indefensión lingüística, ante lo cual el improvisado maestro decidió
buscar herramientas en la lengua japonesa que le ayudaran en tan
ardua tarea, hasta comprender finalmente que ese canturreo monóto-
no era el resultado de un compromiso entre la lengua escrita antigua
y la lengua hablada moderna. La escrita que ha sido representada
con la ayuda de caracteres chinos tomados para su pronunciación
aproximada y simplificados posteriormente en forma de signos que
llevaron a dos silabarios.
Al poco tiempo Guillermo aceptó su incapacidad de establecer el
más mínimo paralelo entre ambas lenguas para hacerle comprender
a Saeki las bases del castellano, y fue así como decidió adoptar el
método utilizado por sus progenitores con La Alegría de Leer, aquel 163
lejano y amoroso libro que le enseñó a ligar vocales y consonantes
asignándoles un sonido, lo que para ella significó modificar la ana-
tomía de su laringe y retemplar sus cuerdas vocales.
Pero algo que la hizo adquirir confianza en su aprendizaje fue
el darse cuenta de que las palabras se pronunciaban tal y como se
escribían; lo que le recordó algo que había escuchado decir acerca
del sánscrito, idioma donde la palabra es esencia.
La delicada rigidez y exigencias del profesor contrastaban con la
dedicación y los relativos avances de Saeki en el aprendizaje de un
idioma que nunca siquiera intuyó la llevaría a conocer las bondades
y terribles contrastes de esa Colombia ignota.
Meses después,“Guillo”, como aprendió a llamarlo por limitacio-
nes fonéticas y una creciente amistad, terminó su gestión en Japón
El cuaderno de Renata

y regresó a Colombia. Tal evento lo forzó a terminar las clases con su


aventajada alumna y a realizar y aceptar prematuramente el sueño
de ser maestro de leyes en su Universidad. Siempre pensó, frente a la
supina y“exquisita” ignorancia de algunos de sus mediocres profeso-
res, que esa honrosa posición llegaría para él cuando la sabiduría que
dan los años y el pulcro ejercicio profesional hubieran enriquecido
su haber como jurista y que sumado al concepto escuchado en boca
de sus prematuramente adinerados y despectivos colegas cuando de
justicia se discutía.
–Por favor, respetado y benemérito doctor Guillermo; entienda
que la justicia no existe, solamente la interpretación de las leyes –le
causaron náuseas profesionales suficientes para encontrar en la
academia una forma de sentirse más ético e impoluto.
La calurosa despedida fue en el primitivo y limitado castellano
que ella se permitió lucir, tras la rasgada sonrisa de sus ojos y un no
disimulado dejo de teatrera solvencia en el manejo de la que sería su
nueva lengua. Se prometieron, sin juramentos, continuar las clases
epistolarmente, mientras él traspasaba la puerta de inmigración y las
manos de ella se cerraban apretando el aire tratando de retenerlo.
El tráfico de cartas con que se vio congestionada la ruta polar a
Oriente enriqueció el léxico y la sintaxis del castellano de Saeki. Al
poco tiempo los tecnicismos fueron cediendo ante el surgimiento
de rotundas y untuosas frases, de poemas y alusiones afectivas que
él escribía. Pero el recuerdo de un frustrado amor y los mundos de
distancia que los separaban le parecían a ella grandes razones para
negar sus afectos, y él creyó entender que el SÍ y el NO eran adverbios
inexistentes en japonés, y que solamente existía su incertidumbre.
164 El monte Fuji resplandecía tras los ventanales del tren bala. Sae-
ki abrió la carta que había recibido pocos minutos antes de viajar a
Osaka, sitio de su nueva residencia. Las primeras palabras la excitaron,
las siguientes la llevaron a un estado de dulce irresponsabilidad, y sin
pensarlo dos veces tomó la firme decisión de terminar el aprendizaje
del castellano en Colombia, uno de los países que se precia y tiene
la fama de ser su mejor cultor, y darle un chance de recuperación a
su maltratado amor. Días después una nueva carta la impulsó a re-
servar tiquete sin regreso. La debilidad frente a esas palabras que le
proponían empezar una nueva vida en América la llevó un día al frío
altiplano bogotano. La alegría hecha hombre esperaba por ella.
Lo que vino después fue la historia de una relación simbiótica y
respetuosa como se podría intuir de algo que se inició con tal finura
y delicadeza.
Crónica

Cada día el español de Saeki se alimentaba con las enseñanzas


que le brindaba su nuevo entorno. Aprendió a entender la más ligera
de las inflexiones. Los modismos, latinajos y sinónimos eran moti-
vo de su estudio. Corregía con sobrada autoridad al que se atrevía
a maltratar el que para ella se convirtió en el más preciado de sus
bienes, el castellano, esa lengua profunda e infinita, su nueva forma
de sentir, esa que le daba una palabra a cada uno de sus estados de
ánimo, para sus angustias y tristezas, para su alegría, para su nostalgia
de los cerezos en flor; la que le cambió el sabor al insípido “pop corn”
cuando supo que en castellano se les llamaba “crispetas”; la que le
permitió vivir y disfrutar del eterno verde primaveral que vivía al
lado de Guillo; la más preciada de sus fantasías y la más real de las
personalidades que con su dignidad le dio a Colombia ejemplo de
desprendimiento y entrega por los valores de una vida sin tacha, una
vida que se le entregó hasta llevarla a los confines del placer literario
con que aprendió a hablar y amar en tan bella lengua.
Un tiempo después, el largo brazo de la mafia con la complicidad
de un gobierno pusilánime y corrupto se cerró en el cuello de Guillo.
Saeki se vio así sin su maestro y sin su hombre. Su lengua y su vida
la abandonaron dejándola vacía rumiando su ira y su tristeza en una
fría noche de aquella Bogotá que un día fue su ideal de destino. El
Gobierno al poco tiempo se desentendió del caso, la maltrató mientras
buscaba acceder a sus derechos, y no hizo nada al ver malograda
una de las existencias más valiosas, la de uno de los hombres más
brillantes y cristalinos de su generación, una vida sacrificada en la
búsqueda de una patria mejor, esa de la cual se sentía orgulloso cuan-
do la conoció, la que ella adoptó como suya y que le serviría como
ejemplo de lucha para sobreponerse de tan dura prueba. 165
Regresó solitaria a sus ancestros para ser profesora de castellano
en el Instituto Hispanojaponés de Cultura. Al atravesar la puerta de
su apartamento en Osaka, pleno de ausencias y recuerdos, su interior
se conmovió al encontrar entre el menaje la caja con algunas de sus
más valiosas pertenencias: una réplica en bronce de aquel poporo
histórico, un sobre que contenía algunas cartas de Guillermo; el
pequeño Larousse que él le había regalado al inicio de sus clases
y unos cuantos acetatos fósiles con la música de juventud de su
maestro, que él había arrumado pero nunca olvidado en un rincón
inexplorado de sus anaqueles.
Desprevenidamente colocó, en el ya anticuado tornamesa, uno
de esos acetatos de treinta y tres tercios. La aguja siseó sobre el con-
servado disco y el corazón le dio un vuelco cuando letra por letra
El cuaderno de Renata

escuchó musicalizada una de las cartas de Guillo, aquella que le


había devuelto la fe en sí misma y el deseo de estudiar una lengua a
su lado: “Sin un amor la vida no se llama vida, sin un amor el alma
muere derrotada”. Luego su alma se desarrugó de alegría al escuchar
esas contundentes palabras que le dieron el empujón definitivo para
dejar atrás su patria, su familia, su cultura y hacer una vida feliz en
ese lejano país al lado de un hombre maravilloso y de paso evitar
su suicidio cuando le decía: “Sin ti, no podré vivir jamás…, sin ti es
inútil vivir”.
La asaltaron entonces unas ganas inmensas de reír cuando com-
prendió luego de muchos años, que Guillermo, su razón de existir,
la más preciada de sus memorias, la había enamorado y llevado a
conocer una lengua en detalle tomando prestadas y haciendo suyas
como tantos enamorados en un amanecer de serenata, las letras de
“Los grandes éxitos del trío Los Panchos”.
Marzo de 2009

166
Poesía
El cuaderno de Renata

El poder de las palabras


Poemas

Ana María Gómez


Mientras me duchaba esta mañana pensaba en que te-
nemos una relación bastante profunda con las palabras,
es una relación supersticiosa, como dice William Ospina.
Las palabras crean, destruyen, convocan, suceden. Las
palabras dichas o escritas tienen poder. Un poder tan
grande como el de una carta de amor.
Una tarde, en Cali, nos reunimos a escribir textos.
Cada cual escribía un texto diferente de tema libre, a su
propio amaño. Al final lo leeríamos. Había mucho sol
esa tarde, pero en cada texto llovía de diferentes mane-
ras: en el primero solo unas gotitas, en el segundo una
lluvia tibia, en el tercero iba aumentando la lluvia, en
el mío caía un aguacero tan terrible que dejó sin luz un
museo. Antes de terminar de leerlos hubo tanta lluvia
que debimos parar las lecturas porque el agua entró en
la biblioteca, rompió una teja y tuvimos que correr las
mesas y los asientos. Esto sucedió en la Biblioteca La
María y así nos dimos cuenta -una vez más- del poder
de las palabras.
Escribiré las palabras protegiendo tu nombre y mi
168 nombre con un círculo de azúcar, yerbas aromáticas y
flores para que no nos toquen: olvido, despedida, partida,
pesadilla, accidente, ruptura, pelea, desprecio, insulto,
engaño, mentira, falsedad, burla, avaricia, egoísmo, des-
calificación, codicia. Las palabras que pueden tocarnos
son: sentido, confianza, pensamiento, corazón, tristeza,
angustia, desesperación, extrañeza, nostalgia, sueño,
hambre, duda, generosidad, largueza, ternura, y no so-
bran los besos y los abrazos ni la tibieza.
¿Qué palabras quieres que nos toquen?
¿De qué palabras quieres protegernos?
Jueves 7 de mayo de 2009
Poesía

Cadáveres flotantes
Ana María Gómez
Nadamos hacia el vacío.
Vamos a la deriva
flotamos por el río
somos cadáveres perdidos
no sabemos nada
solo los peces nos ayudan
los gallinazos nos cobijan.
Nuestras almas
condenadas a vagar por el infinito mar.
¿Quién consolará a nuestras amantes?
Sábado, noviembre 29, 2008

169
El cuaderno de Renata

Y esperar que la vida


te cure las heridas
Ana María Gómez
De los rituales que hacemos las mujeres para conjurar
las tristezas por nuestros amantes desaparecidos.
Y esperar que la vida te cure las heridas. Idear ri-
tuales y coger las flores amarillas y encender las velas
y juntar los ramitos de romero y los de yerbabuena y
creer en la luna y hacer los tres círculos alrededor de
tu nombre junto a su nombre y pensar que la miel y el
agua lograrán el milagro y saber que todo es inútil y
que para un corazón roto no bastan remiendos de otros
amores porque yo misma no estoy, ni estoy aquí ni en el
otro lugar. Y que saberlo no te ayuda nada. Y que tienes
que sonreír y decir hola y la vida continúa y te levantas
para mirar si el sol salió esta mañana o si hay nubes para
asegurarte de que estás viva de nuevo y que tienes que
decirte: debo seguir, aguantar el viaje por hoy. Y pensar
y decir hoy no me dolerá y tomar gotas de flores “rosa de
la templanza” para que no me duela, para que no sienta,
para que me calme el dolor por esta media hora.

170
Poesía

Y fuimos el amor
Ana María Gómez
I. Y le dije: Ven a mi lado, apóyate en mi hombro, deja
que acaricie tu cabeza y te ponga ungüentos olorosos
a maderas y azahares para que tu cuerpo descanse de
sus dolores. Llevé entonces velas y flores de frangipán
y ungí su cuerpo y lo acaricié despacio, con dulzura,
quedito, quedito, hasta que durmió en mis brazos por
tres noches y tres días. Lo alimentaba con leche de cabra
y pan ácimo, pescado ahumado y tomates con albahaca.
Todo igual, todo distinto. Habló a mi corazón y me contó
sus penas, apoyó su cabeza en la almohada y luego ya
descansado y en paz me tomó en sus brazos y fuimos el
amor y los sueños y volamos en carros de fuego al cielo
y bajamos al infierno tantas veces con angustia y busca-
mos el secreto de las amapolas y los nidos de las arañas
y las golondrinas e inventamos palabras para nosotros
y reímos y cantamos y fuimos uno y dos y tres y seis y
siete y cuatro por doce y soñamos despiertos y vivimos
dormidos. Fuimos libres y amantes y dos y todos.
II. Pensando mejor, fue así: Existíamos tú y yo. Tu
mirada con su luz abrió mi entendimiento y me dio la
fuerza para avanzar entre espinas y abrojos hasta llegar
a tu orilla renovada y llena de esperanzas. Fue tu mano
la que me dio de comer y de beber y fueron mis palabras 171
las que salieron de mi pecho para sanar mis heridas y
me hiciste descansar en tu almohada. Después de la
transformación me diste tu amor como una ofrenda de
sedas y flores rojas.
Transcurrimos por una senda de luz y de calma,
transformamos los sueños en besos y el temor en sosiego.
Y fuimos el amor y los sueños y la vida. Y fuimos libres
y amantes y dos y todos.
Escrito un martes de abril del año de gracia
de 1352 en Coímbra
El cuaderno de Renata

Ciudad ebria
Gabriel Ruiz Arbeláez
A José Saramago

Cali…, “… un sueño atravesado por un río…”


Eduardo Carranza
Sus siete ríos se secan.
Su temperatura sube…

Hoy, millones deambulamos en sus calles y visitamos


sus esquinas.

Rojo, amarillo y verde dan el ritmo.


Aparentemente en la ciudad no se ha iniciado aún,
en un semáforo, la “ceguera blanca”.

De cuerpo entero, en su parque,


a los cinco silenciosos y mutilados poetas

Jorge Isaacs,
Ricardo Nieto,
Carlos Villafañe,
Antonio Llanos y
Octavio Gamboa,

172 vecinos inmóviles de La Ermita,


del puente Ortiz y del río que fue,
acompañados por una placa
con el poema de Carranza,
no los ven los transeúntes
y ya casi nadie los recita …

Hoy iremos, todos, con camisa negra,


a oír a Juanes
–con su guitarra y su “camisa negra”–
y llenaremos el estadio…
Poesía

Mañana, alucinados y febriles,


caminaremos por una de sus múltiples “cavernas”
y otro día cercano
por las calles de esta ciudad ebria,
nos llevarán – sin vida –,
a uno de sus siete poblados y florecidos cementerios.

173
El cuaderno de Renata

Nuestra pequeña guerra


Leonor Fernández Riva
Nuestra pequeña guerra es solo eso.
Una pequeña guerra de un atrasado y pequeño pueblo
tercermundista.
Que mata, hiere y desplaza solo a pequeños seres ter-
cermundistas.
Aunque todos los días mueran y hieran muchos
No es esta una gran guerra
como esas otras guerras que merecen protestas en el
mundo,
Asambleas Extraordinarias de la ONU, Juntas de Man-
datarios, Pedidos de Sanción…
No tienen nuestros muertos espacios en CNN, ni en la
RAI ni en FRANCETV.
Y sin embargo, es ésta y no otra guerra, nuestra guerra.
El agresor no es grande, es solo otro pequeño
y aun más atrasado ente tercermundista
Que ilusamente piensa que matando e hiriendo a sus
hermanos
Podrá vencer un día, estatuir el caos y erigir un sombrío
reinado de terror.
No tenemos que ver en las pantallas los muertos de
otras guerras
174 Nuestra pequeña guerra copa todo y no nos deja espacio
para ver otros muertos
Ni oír otros clamores.
Y es que, aunque para otros sea tal vez difícil de creer,
aquí, en este pequeño y atrasado país tercermundista,
sabemos más que en muchos pueblos desarrollados
cómo hacer una guerra, matarnos entre hermanos
destruir el futuro y conjugar el verbo
¡exterminar!
Poesía

Creo
Manuela Botero
Incluso cuando pensás estar despierto
ellos aún no se han ido
Siguen ahí esperando un movimiento
o algo que pruebe que seguís con vida
Es una casa un vaso una mesa
pero no es tu casa ni tu vaso ni tu mesa
Has comprendido por fin que como todos sos efímero
Y esos ojos que te apuntan como gatillos te han hecho el
espectáculo del día
Y reclamás
reclamás que no sos un objeto
Que los días aunque arañando tu cara han pasado para
hacerte no tan feliz
pero sí real.
Aquí estás conmigo
y mañana quizás le regale un beso a una de tus letras
pues hoy y apenas puedo con el mareo matutino ese que
nos prepara para un día sin sorpresas con el mismo ma-
lestar con la misma monotonía pero ¿sabés?
Creo tan purísimamente en lo vacío que estás detrás de
tus gafas
Creo tan purísimamente en el dolor que te cubrís con los
sacos
Creo tan purísimamente en lo absurdo
En lo vano 175
En lo mundano
En vos

Te fusilan el corazón
y no corrés…
Te mastican el alma
y seguís aullándole a tu luna
Incluso cuando nuestra soledad es casi sideral
siempre me ha servido estar cerca de vos para no sentir
el frío
de esta inmensa y cruel galaxia

Y que sigan usando nuestros corazones como explosivos…


Allá ellos mientras tanto no te alejés demasiado.
El cuaderno de Renata

La Cali de los ángeles


condenados
Manuela Botero
Repites tanto que soy un ángel que me provoca des-
nudarme y mostrarte mi frágil y humana piel. Dices
entre humo que no es cuestión de piel y con el cigarro
te señalas el pecho cubierto de telita azul.
Te veo un momento con ojos llenos de sarcasmo y
dolor mientras recuerdo muda las veces que traté de
volar y las alas, estas, tus malditas alas me amarraron
a esta Cali vacía, la Cali de los Ángeles condenados, la
misma que prohíbe mirar a un solo lado antes de cruzar
la Quinta, la Cali que exige vista adelante, atrás y una
periférica mientras caminamos ya casi galopando con
las manitos sudadas por estos malditos treinta y nueve
grados y agarrando con cobardía disfrazada de fuerza
los cuatro pesos que tenemos en los bolsillos.
Es un paraíso que golpea con puños de acero y seda,
que seduce con sus calles lunares y sujetos sin fortuna
a carros sin motor y a Ángeles destruidos por su propio
dios.
Sí, este es el paraíso cielo… y no quiero tener alas,
arráncamelas a mordiscos y bebe las plumas que te lle-
varán al cielo que te digo.
176 Quizás ahí sentadito y espectador de mis movimien-
tos no te das cuenta de que las únicas alas que quiero y
cuido son las de mi cabeza, que solo necesitan alimen-
tarse del dolor cotidiano, del sexo ocasional de la viejita
cara de pasitas, de los domingos que le rezan a un cristo
que prefiere estar colgado antes de bajar y brindarles
auxilio. No de agua bendita ni de la esencia fantástica
e inocente de los niños que cada día van perdiendo un
poco más de curiosidad de vida… de niñez.
Cielo…yo busco un paraíso… cielo, yo busco un sitio
de piel y no me importa si prefieres quedarte sentado
imaginando cielos que no existen…
Poesía

Cielo, yo busco un poco de ayer, nada de hoy y espa-


cios en blanco de un mañana que no puedo prometer.
Cielo, yo te busco a ti…
Y si para hacerlo debo desabotonarme la blusa y
apuñalarme el pecho lo haré, porque no hay paraíso
sin besos... Porque este ángel que tanto admiras quiere
eso…hacerte tragar las palabras y sin alas escapar un
rato caminando.
¿Y no crees que si fuera un ángel las alas no me ha-
brían impedido ver el asfalto a tres centímetros desde
un cuarto piso?

177
El cuaderno de Renata

Confesiones de punta y piel


Manuela Botero
Son tiempos difíciles y eso que no te he dicho cómo que-
man las noches en las que sueñas con cómo hacer que
tu sudor se vuelva aguja y te inyecte ese veneno que has
decidido botar en calurosas gotitas de color cristal…
Es vergonzoso, es casi patético tenerte enfrente y
simplemente no poder sacarme de los bolsillos las tije-
ras que he guardado toda la mañana pese a mi pánico
estúpido hacia ellas y enterrártelas justo en las costillas
…En cambio te apuñalo con mi practicada sonrisa que
solo pretende inspirarte… y es solo para que veas más
allá de los rasguños de mis pantorrillas y de los ojos vi-
driosos que quedan como evidencia después de llorarle
a grito herido a una perfecta extraña, que me quiere y
me entiende.
NO ES QUE ESTÉ ENAMORADA, NI MUCHO
MENOS QUE QUIERA DEJAR COMO PARÁSITO DE
MIS ENTRAÑAS, es que precisamente esas tijeras a
las que tanto pánico les tengo están enterradas en un
rincón tan oscuro y tan profundo que ni yo soy capaz de
desenterrarlas y mucho menos tú.
Solo alcanzo a decirte que esperaba que después
de desangrarme fueras mi paraíso pero solo compren-
178 dí que mientras siga viva no encontraré nada más que
infierno.
Poesía

Recordando a Penélope
Manuela Botero
Quizás sí tenías razón, amor, y yo era quien estaba en-
ferma, imbécil… llena de miedos que no tenían sentido
y la verdad es que me sumergí en ese río que nos separó
en orillas distintas y no me importa, y no me importa
perderte.
Mis acciones son crueles y no me importa rasgar la
desnudez de esos sentimientos que me susurrabas.
Han pasado dos años… y nadie sabe dónde estoy. Mi
intención no es resucitar en tu cabeza sino explicarte que
no fue cierto lo que Shal y Louis te dijeron, nunca lloré
por ti, nunca dije que te amaba; es más, huí, rodé y corrí
lejos de tu cariño, lejos de tu amor deforme y viscoso
que se me quería pegar por todo el cuerpo.
Sé que cuando escuchaste los tacones de Shal y los
labios de Louis decirte mis supuestas verdades algo se
te salió del pecho y del pulso normal… pero, Amaretto,
yo sí te quise y te quiero y a veces se me escapa una
risita que pego en el tubo y la música se va, y la humi-
llación desaparece, el chiflido se disuelve y las gotitas
de sudor se vuelven pálidas, el tiempo se enloquece
y simplemente olvido que soy exótica y el bar que se
está cayendo sobre mí me grita que soy una puta. Lo sé,
Amaretto, cómo podría olvidar la vez que nos encendi- 179
mos en cualquier cuarto; mientras yo temblaba tú me
rozabas con cariño, sin ninguna obligación sentimental,
solo puro deseo crudo.
Ya tantos entraron y se deslizan con rapidez que
mirando el espejo agrietado del techo pienso uno, tres,
cinco, siete años de más mala suerte.
Puede que no me haya importado perderte… pero
siempre voy a recordar que después de fingirte amante
me destruyeras el ego diciendo que nunca me acostara
con otro cualquiera, que eso solo demostraba lo fácil que
era… Amaretto, nunca fui virgen; desde el instante en
que acepté tus intenciones sabiéndote ajeno y el primero
en mí, cerré los oídos para dejarte mudo articulando
El cuaderno de Renata

mentiras que nunca escuché… que soy especial, dijiste…


que esto es casi igual al cielo, dije… Mentiras con olor
a óxido y neón.
Amar… estoy estancada en el mismo bar, y aquí soy
realmente especial para borrachos y tristes como noso-
tros, amor, como tú y como yo amplificados y pegados
a una silla que ya no gira y que les deja saborear un
poquito de carne dulce.
Cambio de nombre todos los días… pero es muy
temprano y no me siento de ninguna forma todavía, así
que dejaré que tú solo desempolves de la memoria mis
letras y expresiones para que finalmente no me leas con
los ojos sino con tu desgastado corazón
31/10/1969
…Amaretto cerró la carta y taciturno releyó con la
mano en busca de entender lo que para sus ojos era
imposible mostrarle… y otro tequila incendió su gar-
ganta.

180
Poesía

Sueños pesados
Manuela Botero
Todos sabían que estaba ahí, escondida, con temor.
Detrás de tantas ganas de salir solo se ocultaba la irre-
mediable sensación de dolor y obsesión.
Como siempre la reunión se desarrolló por encima
de ella, de ese secretito a voces que todos conocían.
Las horas se elevaban en un ritual mágico y quieta
y silenciosa esperaba con una raya de luz en su rostro,
sollozando, apretando los ojitos, ocultando de vez en
cuando su cara en las rodillas para hacerse invisible y
camuflarse en el tapiz.
Idos los invitados se descubre su escondite, una
mano familiar le toma el pelo, la arrastra mientras sus
gemidos quedan regados en el piso, la lleva a la habita-
ción con sus ojos aún apretados y los gritos heridos en el
suelo; la misma mano le roza la cara, le suelta el pelo.
Sus ojos, por fin abiertos, se penetran en los de él.
Su vida es un constante ir y venir, esconderse y gritar
sin nadie que la oyera, con todos sumidos en un coma
tan voluntario, tan lleno de resignación y asco pero
siempre envuelto en la fascinación de lo prohibido, de
lo mezquino, de lo atroz.
Mientras recupera sus sueños regados por el cuarto
él fuma un cigarrillo y una leve sonrisa en su rostro le 181
recuerda que aún es su padre.
El cuaderno de Renata

Muñeca
Manuela Botero
Podríamos mentirnos en cada letra
Habría sido mejor
que enfrentar de cara la verdad
Hoy estamos estallados contra aquel cristal
pero tú, tú nunca sales perjudicado
sales sonriendo y sabiendo que el calor te sobra
Y yo pálida y fría me desangro perdiendo el control
renunciando a mi posibilidad de ser mujer de ser real
solo por no perjudicarte
Me acaricio con suavidad los restos de piel que me
dejaste
y me descubro ajena
Este cuerpo ya no es mío
este cuerpo ya ni es cuerpo
es un instrumento de placer
que puede ser amado o abandonado,
Soy tan culpable por haberte dejado entrar
soy tan culpable por no dejar que unos piecesitos me
curaran las heridas…
No digo nada prefiero cerrarme la posibilidad de hablar
Soy tu muñeca
y tu muñeca acaba de abortar.
182
Poesía

Mercuria
Manuela Botero
Hay cosas que no cambian
como el sonido de su voz
Ya no sufre ya no ama
tiene triturado el corazón.
Ya Cali cobija sus tejas
con un manto que sumerge en los infiernos
Quedan solo rastros de polvo y espinas
en los que Mercuria aterriza sin prisa
Tiene las piernas casi invisibles
no existe entre las multitudes de ciegos
y se pregunta si de tanto mirar el suelo
alguna rosa petunia o maleza la pudiera atravesar
Y así criar en su vientre algo más
que vísceras hartas de palpitar
Y aunque Mercuria ya ni habla
no sé bien si lo que dijo fue un insulto o un alivio
en todo caso sonó sideral
Es un pedazo del espacio que se absorbe y se traga
finalmente puede o no explotar…
Y Mercuria quiere explotar
sembrarse en el suelo, derramar vida
crear belleza universo
para sentirse más mortal. 183
El cuaderno de Renata

Algún día
Sandra Patricia Palacios
Algún día cuando el sol y la luna tuvieran otro lugar...
El sol saliera al anochecer y la luna al amanecer…
Cuando el tiempo no existiera… y fuéramos otros...
Y fuéramos solo tú y yo…
Algún día cuando entrara en tu corazón y esculcara tu
alma,
Y descubriera que al menos dejaré una huella.

Algún día en que solo hubiera hoy sin ayer, ni mañana,


Sin preguntas, sin respuestas, sin porqués.
Algún día en que los sueños pudieran volar...
Ese día dejaría de ser yo, para fundirme contigo,
Y me gustaría estar en aquel lejano lugar.

184
Poesía

Fuego
Sandra Patricia Palacios
Me acerco y te siento, me rozas, te rozo, te beso, tus labios
me proporcionan los más dulces besos que me hacen
humedecer. Sigues susurrando mi nombre mientras tus
manos me recorren gentiles y apasionadas, mis pechos
se erizan, tus ojos me escudriñan el alma y me buscan
con sed.
Veo la lujuria en tu mirada, me recorres lentamente
con tus labios, hay estrellas, fluyen volcanes, puedo tocar
la luna cuando siento casi con dolor cómo penetras mi
cuerpo y me haces estallar en un gemido interminable
de placer.

185
El cuaderno de Renata

Amor imposible
Sandra Patricia Palacios
Pedirle al cielo que te olvide,
Invocar a Dios para que me ayude,
Retroceder el tiempo y olvidar tu nombre.
Nada será suficiente.
Nada permitirá borrarte.
Nadie hará que deje de amarte.
Nada permitirá que estemos juntos.
Este amor imposible flotará en el tiempo.
Tu vida y la mía seguirán su camino
Y el ángel que nos acompaña
Cantará a nuestro oído
Y seremos uno
Más allá de todo.

186
Los autores
El cuaderno de Renata

Andrés Ceballos Ramírez


Marinilla, Antioquia, 13 de octubre de 1990. Vivió su niñez en Mari-
nilla, a sus 10 años se traslada a Cali donde termina su bachillerato.
Ahora se encuentra en Guayaquil, Ecuador, iniciando sus estudios
universitarios.

Ana María Gómez.


Soy Ana María, y Penélope, pero también soy Analuna, Maryluna,
Alucinada, Aluna o cualquier otro nombre que me invento para expli-
car esta cantidad de mujeres que habitan en mí. Desde Cali tejo una
colcha de sueños con recuerdos, letras y palabras. Lectora: mi hábitat
ideal es una biblioteca. Escribana: corrección de estilo, edición textos
y similares. La poesía es mi modo de comunicación. Gestora cultural y
representante de poetas y escritores. Buena parte de mis textos están
publicados en http://paginadeanamariagomez.blogspot.com

Alejandro Liscano
(Cali, Colombia 1971)
Psicólogo (Clark University, MA, USA), especializado en mercadeo
(ICESI, Cali) y en gestión publicitaria (Universidad Complutense de
Madrid, España); dedicado a la investigación de mercados; docente
universitario en áreas de psicología del consumidor.
Caleño hasta el tuétano (por la ciudad, no por el equipo). Cami-
nante ecológico y buzo; queriendo ver y aprender lo que más pueda
de la naturaleza antes de que acabemos con el planeta.
Lector desordenado pero constante. Desde hace un par de años,
particular interés por las novelas de autores colombianos contempo-
188 ráneos. Columnista de la revista“Colombia SÍ”, encargado de reseñas
literarias. Ganador por “doble U” del segundo puesto en el concurso
de poesía de la Universidad San Buenaventura (Cali, 2002).

Alexander Ortega Gribenchenco


Estudiante universitario de último semestre de Física en la Universi-
dad del Valle. Ha incursionado sin destreza ni disciplina alguna en to-
das las ramas de las artes, de las cuales ha sido despedido en tiempos
tan precoces que intuye, podrá postular por ello a un Guinnes Record.
Actualmente presume de lector, y, vulgarmente, de escritor.
Radicado en Chile. Está estudiando una maestría y llevando
adelante dos tesis.
Los autores

Andrea Serna
Autodidacta, estudiosa de la literatura y del periodismo literario. Ha
desarrollado proyectos de emprendimiento y de innovación tecno-
lógica, lo que le ha permitido dedicarse a la docencia universitaria,
y participar en proyectos de educación y tecnología con algunas
universidades de la región.

Constanza Lema Botero


Mi nombre completo es María Constanza Lema Botero, valluna de
Palmira con ascendencia paisa: mis padres son de Santa Rosa de
Cabal, un pueblo de Caldas.
Soy licenciada en Lenguas Modernas de la Universidad del Valle,
estudié una maestría en educación en la Universidad Javeriana, inglés
en el Georgia Institute of Technology (Georgia, Atlanta) y he trabajado
como profesora de esta lengua en algunos colegios y universidades.
Desde hace diez años soy profesora del Instituto de Idiomas de la
Universidad Santiago de Cali, institución para la que he escrito dos
libros de estudio.
Me gusta escribir cuentos, ensayos y crónicas, género con el que
me gané una mención en el concurso de la Cámara de Comercio de
Palmira en 2003.

Emilio Aljure
Nacido en Cali (1933). Casado con la psicóloga Sixta Paz. Abogado
de la UNal de Colombia, Médico de Univalle, Ph.D (Neurofisiología)
de Columbia University. Profesor universitario por decenas de años
(Ciencias Fisiológicas, Facultad de Salud, Univalle). Ex Rector de la
Universidad Nacional de Colombia y de Universidad del Valle (1)
(1998-1999). Ex Congresista (Lista Galanista), exdirector del ICFES 189
(Virgilio Barco), Ex consejero Presidencial de Derechos Humanos
(Virgilio Barco). Miembro fundador del Consejo Nacional de Acredi-
tación de la Educación Superior. Lector apasionado de literatura. He
tratado de escribir decentemente textos que atañen a mi oficio: clases,
seminarios, artículos para revistas científicas especializadas. Envidio
(buenamente) a quienes lo hacen literariamente, es decir, con arte, y
trato de aprender de ellos. Tengo la ilusión de que todavía no es tarde,
pese a la inexorable aproximación al final de la trayectoria.
E-mail: emiljure@cable.net.co

Eduardo Botero Nicholls


Médico Psicoanalista. Profesor Universitario. Co-editor de la revista
“Pensamiento y Psicoanálisis” que se edita en la ciudad de Pereira.
El cuaderno de Renata

Fernando Gallego
Ingeniero sanitario de la Universidad del Valle, promoción 1970. Buen
lector, mal escribidor y pésimo perdedor.

Fernando Jaramillo
Para entregar un producto digno de mis suscriptores en el blog que
manejo sobre noticias de Gabriel García Márquez, (http//memora-
biliaggm.blogspot.com) asisto al Taller de Escritura para tratar de
escribir menos mal de como lo hago. Tengo por orgullo el Diplomado
que me otorgó la Universidad Tecnológica de Bolivar en Conocimiento
Vital del Caribe, que es un grado en García Márquez. Quien llegue a
estas líneas está invitado a darle un vistazo a ese blog:

Gladys Franco Sánchez


Ingeniera Civil de la Universidad del Valle con máster en Adminis-
tración de Empresas. Funcionaria de la CVC y de EMCALI. En la
actualidad está vinculada al mercado de bienes raíces.

Gabriel Ruiz Arbeláez


Pereira (Viejo Caldas) 1.942. Reside en Cali desde 1948. Allí realizó sus
estudios. Ingeniero Químico y Magíster en Administración Industrial
de la Universidad del Valle. Exprofesor de esta Institución. Su activi-
dad profesional la realizó principalmente en el área de la Ingeniería
Económica y las Finanzas. Gestor y director del blog NTC… Nos
Topamos Con … ( http://ntcblog.blogspot.com/ ) y de otros derivados.
Desde principios del siglo XXI aspirante a la alquimia de la Poesía.
Algunos de sus poemas se han publicado en revistas y libros editados
190 en Cali. E-mail: ntcgra@gmail.com

Hernando Aldana Velásquez


Nací en Cartago Valle, a orillas de Río La Vieja, pero no lo vuelvo
a hacer, la próxima vez lo haré en cualquiera de nuestros puertos,
no importa que sea Buenaventura a orillas de la Mar Pacífica que
garantiza una vista permanente a la curvatura de la tierra y el
arribo de barcos y ultramarinos que enriquezcan el paladar y la
imaginería. Fotógrafo desde la tierna edad de los catorce hasta la
madura fecha. Historiador sin título de la U del Valle. Publicista de
artículos innecesarios, hasta campañas cívicas que contribuyan a
que los autos y motos viajen por andenes y calles y que los peatones
vuelen. Como debe ser.
Los autores

Iván Olano Duque


Nació en Bogotá pero vive en Cali. Más joven que viejo, comparte
un apartaestudio con su gata y estudia música en la Universidad del
Valle.

Isabel Prado
Nací en Buga, Valle del Cauca, en junio 27 de 1960. Estudié Lenguas
Modernas y Literatura en la Universidad del Valle. Me encanta leer
y después de muchos años siento la curiosidad por saber si tengo el
talento para contar historias cortas con algo de humor y mucho de
profundidad o viceversa.

Jesús David Valencia Ramírez


Licenciado en Arte Dramático de la Universidad del Valle, tesis lau-
reada año 2008. Premio Andrés Bello año 2000. Se desempeña como
escritor, fotógrafo y actor en su ciudad natal, Santiago de Cali. Artí-
culos publicados: David Mamet, Creador desde la Ciudad de los Vientos,
Revista EntreArtes 2009, Facultad de Artes Integradas, Universidad
del Valle.

Jorge Benalcázar Villacís


Ingeniero Electricista (Universidad del Valle 1970), lector, melómano,
buzo, cocinero aficionado y aprendiz de escritor.

Julián Enríquez
1973, Cali. Autor inédito sin palmarés.“Exterminio” se presenta como
un texto de actualidad (en relación con el 9/11). A partir de una si-
tuación hipotética, algo humorística, se pretende poner de presente 191
el fundamentalismo por un lado y la cacería de brujas por el otro.
Santiago de Cali, (1973).

Jannis Estacio
Hace dos años recibí un diploma de la Universidad del Valle que decía
“Psicóloga”; pero desde entonces la vida me ha mostrado que no es
mucho lo que sé. He tenido un impulsivo deseo por aprender sobre
las manifestaciones de la conducta humana de una manera distinta
a la propuesta por los manuales y los “humanistas”. Respeto y amo el
psicoanálisis, tal vez por eso me dedico entonces a leer cuanta novela
se me atraviesa; también me gusta el teatro -leerlo, verlo y una vez
intenté practicarlo-. Soy apasionada al cine independiente, a uno que
otro género musical y me deleito con las artes plásticas. Aunque no
El cuaderno de Renata

manejo la gramática, sintaxis y demás, escribir se me ha convertido


en una necesidad y quiero hacerlo de la mejor manera.

Leonor María Fernández Riva


Caleña; mayor de edad. Poeta por sentimiento y periodista por
ejercicio y vocación. Correctora de estilo y asesora de redacción de
varias publicaciones caleñas. Autora de los libros Cristal, El Legado
de Toña, El Coraje de un hombre. Creadora y directora del Almanaque
Imprescindible de Leonor, publicación anual con el sello nostálgico de
las revistas de antaño. almaleonor@gmail.com http://www.almana-
queleonor.blogspot.com/

Layla Montoya Hammar


Comunicadora Social-Periodista de la Pontificia Universidad Javeriana
de Bogotá. Actualmente es miembro del Taller RENATA dirigido por
el escritor Julio César Londoño en la ciudad de Cali.

Leidy Kirley Rivera


Nací el 5 de agosto de 1992 en la esplendorosa ciudad de Cali. Bachiller
del Colegio “Santa Cecilia”. Me inicié en las letras para comprender
mejor la admiración que me suscitan algunas mujeres que viven
como a la deriva. Fui finalista del concurso Vive tu cuento, escríbelo, de
la Biblioteca Departamental, Cali, 2009.

Manuela Botero Castro


Cali, 10 de octubre de 1993, estudiante de 10º grado en el Colegio
Berchmans.
192 Piedad Villegas
Nació en Cali, Colombia. Estudió, trabajó y enseñó publicidad, y
alcanzó a estudiar dos años de artes plásticas. Actualmente trabaja
como profesora de arte para niños, diseña talleres creativos para
embarazadas y padres de familia, y dicta cursos de estimulación sen-
sorial y masaje infantil, pues también estudió masaje terapéutico. Ha
recurrido a la escritura y a la ilustración para desarrollar los talleres,
especialmente los de niños, y escribe cuentos infantiles.

Rodrigo Escobar Holguin


Poeta, ensayista y traductor colombiano. Arquitecto (Universidad
del Valle) y magíster en planeamiento regional y urbano (Univer-
sidad de Edimburgo). Nacido en Florida, Valle del Cauca, en 1945.
Obtuvo su primer premio en poesía en un concurso entre alumnos
Los autores

de la Universidad del Valle en 1965. En 1984 ganó el primer premio


del Concurso Nacional de Poesía del Departamento Administrativo
del Servicio Civil, y en 1987 el premio nacional de poesía de la Casa
de la Cultura de Montería. Ha traducido a poetas bengalíes, chinos,
japoneses, húngaros. Hasta 2008 ha publicado dos libros de poesía
propia: “Obrador de versos” (1991), “Ocaso en Copán” (2002), y dos
de traducciones: “El reverso de la luz: cuatro poetas húngaros”(1999)
y “Para el corazón que no duda – breve antología del Haiku japonés”
(2005) además de ensayos en revistas. Vive en Cali.

Sandra Patricia Palacios


Mujer, madre y aprendiz de escritora. Odontóloga de la Universidad
Javeriana, especialista en estética dental de la Universidad de Nue-
va York y en administración de empresas de la Universidad ICESI.
Dedicada a su centro de estética dental SonrisaSana. Soñadora sin
tregua a la que le gusta jugar con las palabras para plasmar los sen-
timientos de su alma.

Winston Espejo
Ingeniero Químico de profesión, intentando escribir por esperanza
y tozudez. O tal vez por desesperanza e inquina. Nacido en Cali.
Con dos colecciones inéditas de cuentos, una de malos poemas, y
una novela, apenas leída por un ocioso, de la cual aún no sabe si
debe arrepentirse. Fue finalista en dos concursos de cuento: Palabras
Autónomas 2006 y Concurso Bonaventuriano 2008. Goza de un gran
reconocimiento por parte de su madre.

Ximena Aldana 193


Clínica de los Remedios Cali, 1970. Patología: complejo de Peter
Pan. Hija, amiga, apneísta, nadadora, buzo, gatófila, comunicadora
y aspirante a escritora, que sueña abrir alguna vez en la vida un
refugio para perros, gatos y niños abandonados. Se destacó desde
muy joven como declamadora, mérito que impidió la echaran del
colegio de monjas.

También podría gustarte