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Lecturas

Vicente Fatone
(1903-1962)

"Yo siempre tengo razón"

"Quien no opina como yo está equivocado". Éste es el convencimiento secreto de todas las personas que
discuten. Y es lógico que así suceda, porque tener una opinión significa creer que se tiene una opinión acertada;
de donde resulta que quienes no tengan la misma opinión tendrán forzosamente una opinión errónea.

El que las propias opiniones sean siempre acertadas se basa en un hecho ya señalado en un pequeño librito de
cincuenta páginas escrito por el señor Descartes. Comienza diciendo, ese librito, que la inteligencia es la cosa
mejor repartida del mundo, pues cada uno está conforme con la que tiene.

Es decir: con la mucha que tiene; a lo cual puede, agregarse que cada uno esta conforme, también, con la poca
que tienen los demás. Gracias a la mucha inteligencia que uno tiene y a la poca que tienen los demás, resulta que
quien siempre está en lo cierto es uno mismo, y quienes siempre se equivocan son los demás.

Como opinar es tener razón, lo terrible es que a uno no lo dejen opinar y le griten: "¡Usted se calla!". Así los
padres le amargan a uno la adolescencia, y de la misma manera se la amargan los profesores de matemáticas
pues en matemáticas resulta que tampoco lo dejan a uno opinar, que es no dejarlo tener razón.

Y lo mismo sucede en la comunidad, cuando uno les grita a todos: "¡Ustedes se callan!", después de lo cual ese
uno puede, justamente, decir: "¡Yo siempre tengo razón!"

En el famoso librito del señor Descartes se aconseja no discutir y conformarse con la generosa dosis de
inteligencia que Dios le ha dado a cada uno, sin regocijarse por la poca que le ha dado a los demás. Pero sería
falso sostener, sin embargo, que las discusiones son inútiles, porque de ellas no surge ninguna verdad.

Surge, por lo menos, la reafirmación de dos verdades: precisamente las que se refieren a la mucha inteligencia de
uno mismo y a la poca ajena. (Con la ventaja de que de esas dos verdades se convencen las dos personas que
discuten).
Como, en definitiva, toda discusión tiende a reafirmar ese convencimiento, no conviene invocar razones que
compliquen una cosa tan sencilla. Las razones se invocan para demostrar la propia inteligencia, pues tener razón
en algo es ser inteligente en la apreciación de ese algo. De ahí que cada uno se resista a aceptar las razones
ajenas, y de ahí, también, que cada uno diga que el otro no quiere entender razones.

El que discute no acepta razones, y hace bien, porque aceptar razones es reconocer que quien está equivocado
es uno mismo y no el otro. Y para llegar a eso no valía la pena discutir. Lo mejor, pues, cuando alguien
desconocedor de la técnica de la discusión, invoca razones, es recurrir al argumento clásico y definitivo y decirle:
"¡A mí no me va a convencer con razones!" (De otra manera, más popular, pero menos sabia: "¿Usted me quiere
trabajar de palabra?").

Un procedimiento eficaz para evitar que la discusión se complique con razones es emitir la propia opinión lo más
oscuramente posible. Es el consejo que hace veintitantos siglos daba el señor Aristóteles, que de estas cosas
entendía una barbaridad: "Es necesario presentar oscuramente la cosa, pues así lo interesante de la discusión
queda en la oscuridad". Si el otro no entiende, tendrá que confesarlo, y confesar que no se entiende algo es
confesar que la inteligencia no le da para tanto. (Con este procedimiento se evita, además, que aprendan gratis
los curiosos atraídos por la discusión).

Lo molesto, en una discusión, es que cuando uno está exponiendo sesudamente sus opiniones, el otro lo
interrumpa para preguntarle: "Me permite, ahora, hablar a mí?" O sea: ¿Me permite opinar? Pero, ¿cómo se lo va
a dejar al otro que opine? ¿Cómo se lo va a dejar que, opinando, se forme el prejuicio de que tiene razón? A
veces, el otro, pasándose de vivo, lo interrumpe a uno para decirle: "¡Yo no opino lo mismo!"

Y con eso cree tener razón, sin darse cuenta de que precisamente porque no opina lo mismo está equivocado. De
ahí que, para abreviar la discusión y demostrarle rápidamente al otro que está equivocado, conviene preguntarle:
"¿Usted no opina lo mismo? Si contesta que sí, reconocerá que quien tiene razón es uno; y si contesta que no,
estará perdido, pues habrá confesado que quien no tiene razón es él. Por eso, quienes saben qué está en juego
en una discusión, si se les pregunta: "¿Usted no opina lo mismo?", contestan evasivos: "Mire, yo francamente... ".

El "francamente" es para despistar. Los que así contestan son los que no tienen interés en ponerse de acuerdo
con nadie. Y, si se mira bien, se verá que en las discusiones nadie puede tener interés de ponerse de acuerdo con
nadie. Si después de discutir dos horas es necesario admitir que se estaba de acuerdo, se produce una doble
decepción, porque cada uno se ve obligado a estar conforme con la mucha inteligencia que al otro le ha tocado en
suerte, que es una manera de no estar conforme con la poca inteligencia que le ha tocado a uno.

Y para llegar a eso, tampoco valía la pena discutir.

Como se ve, una buena discusión es toda una técnica de higiene mental; en las discusiones conviene que hable
uno sólo y que el otro sea quien confiese que no opina lo mismo. En rigor, cuando se discute no interesa decir qué
opina uno mismo ni averiguar qué opina el otro. Lo que interesa es decirle, al otro, que está equivocado, como se
asegura que hacía Unamuno. Unamuno entraba en una reunión y preguntaba: "¿De qué se trata? ¡Porque yo me
opongo!"

Y les demostraba enseguida, sin dejarlos chistar, que todos estaban equivocados. Y si a alguien se le preguntaba
después: "¿Qué dijo Unamuno?", ese alguien contestaba: "¡No sé!" ¡Pero tenía toda la razón del mundo!" Y ahora
algún lector podrá sostener que no, que todo esto es falso, que la técnica de la discusión no es ésa. Pero ese
lector, por el simple hecho de confesar que no opina como nosotros, reconoce, sin quererlo, que está equivocado.

Frater Viator M:. M:., Resp:.Log:. Mediodía en Punto Nº 444 y Triáng:. Mas:. Almafuerte Nº 1022 Valle de Ramos Mejía

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