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Existen distintas herramientas de la lengua que nos permiten mantener la conexión de ideas
aportando un sentido u otro a nuestros textos, estos nexos que cohesionan las ideas dentro de
una misma oración se denominan conectores, por otra parte, muchas veces necesitamos
estructurar nuestros textos lo que permite mantener un orden dentro del mismo, a estas
herramientas las denominamos marcadores discursivos.
1.1 CONECTORES
Aditivos o sumativos Además, encima, después, incluso, La película para niños era tan
Agregan información o igualmente, también, del mismo bien hecha que la disfrutaron
elementos. como, ni, tampoco. incluso los adultos.
Contrastativos Pero, sin embargo, en cambio, Bach fue uno de los mayores
ahora bien; sino, por el contrario, compositores de la historia, sin
Oponen o contrastan excepto, no obstante. embargo, nunca fue conocido en
ideas. vida
Causales A causa de ello, por eso, porque, Quedan pocos especímenes a
Indican la causa que puesto que, ya que, dado que, por causa de la contaminación.
origina un fenómeno el hecho de que, en virtud de.
Consecutivos De ahí que, pues, luego, por eso, de La campaña de vacunación
Indica la consecuencia modo que, en consecuencia, así contra la influenza fue exitosa,
que provoca un que, así pues, por (lo) tanto de ahí que hayan bajado las
fenómeno cifras de hospitalizados.
Condicionales Si, siempre que, si, a menos que, con La celebración de los triunfos
Indica la condición que tal de que, en caso de que, a no ser deportivos se podría realizar en
debe darse para que que. la plaza, siempre que respeten
cumpla algo los bienes públicos.
Finales Para que, a fin de que con el Probaron las luces, el audio,
Indica el propósito que propósito de, con el objetivo de repasaron movimientos, con el
se espera cumplir propósito de que la primera
función resultara impecable.
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2. ACTIVIDAD
INSTRUCCIONES:
Pauta de cotejo.
El que las propias opiniones sean siempre acertadas se basa en un hecho ya señalado en un
pequeño librito de cincuenta páginas escrito por el señor Descartes. Comienza diciendo, ese
librito, que la inteligencia es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada uno está conforme con
la que tiene. Es decir: con la mucha que tiene; a lo cual puede, agregarse que cada uno esta
conforme, también, con la poca que tienen los demás. Gracias a la mucha inteligencia que uno
tiene y a la poca que tienen los demás, resulta que quien siempre está en lo cierto es uno mismo, y
quienes siempre se equivocan son los demás.
Como opinar es tener razón, lo terrible es que a uno no lo dejen opinar y le griten: "¡Usted se
calla!". Así los padres le amargan a uno la adolescencia, y de la misma manera se la amargan los
profesores de matemáticas pues en matemáticas resulta que tampoco lo dejan a uno opinar, que
es no dejarlo tener razón. Y lo mismo sucede en la comunidad, cuando uno les grita a todos:
"¡Ustedes se callan!", después de lo cual ese uno puede, justamente, decir: "¡Yo siempre tengo
razón!"
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una cosa tan sencilla. Las razones se invocan para demostrar la propia inteligencia, pues tener
razón en algo es ser inteligente en la apreciación de ese algo. De ahí que cada uno se resista a
aceptar las razones ajenas, y de ahí, también, que cada uno diga que el otro no quiere entender
razones. El que discute no acepta razones, y hace bien, porque aceptar razones es reconocer que
quien está equivocado es uno mismo y no el otro. Y para llegar a eso no valía la pena discutir. Lo
mejor, pues, cuando alguien desconocedor de la técnica de la discusión, invoca razones, es recurrir
al argumento clásico y definitivo y decirle: "¡A mí no me va a convencer con razones!" (De otra
manera, más popular, pero menos sabia: "¿Usted me quiere trabajar de palabra?").
Un procedimiento eficaz para evitar que la discusión se complique con razones es emitir la propia
opinión lo más oscuramente posible. Es el consejo que hace veintitantos siglos daba el señor
Aristóteles, que de estas cosas entendía una barbaridad: "Es necesario presentar oscuramente la
cosa, pues así lo interesante de la discusión queda en la oscuridad". Si el otro no entiende, tendrá
que confesarlo, y confesar que no se entiende algo es confesar que la inteligencia no le da para
tanto. (Con este procedimiento se evita, además, que aprendan gratis los curiosos atraídos por la
discusión).
Lo molesto, en una discusión, es que cuando uno está exponiendo sesudamente sus opiniones, el
otro lo interrumpa para preguntarle: "Me permite, ahora, hablar a mí?" O sea: ¿Me permite
opinar? Pero, ¿cómo se lo va a dejar al otro que opine? ¿Cómo se lo va a dejar que, opinando, se
forme el prejuicio de que tiene razón? A veces, el otro, pasándose de vivo, lo interrumpe a uno
para decirle: "¡Yo no opino lo mismo!" Y con eso cree tener razón, sin darse cuenta de que
precisamente porque no opina lo mismo está equivocado. De ahí que, para abreviar la discusión y
demostrarle rápidamente al otro que está equivocado, conviene preguntarle: "¿Usted no opina lo
mismo? Si contesta que sí, reconocerá que quien tiene razón es uno; y si contesta que no, estará
perdido, pues habrá confesado que quien no tiene razón es él. Por eso, quienes saben qué está en
juego en una discusión, si se les pregunta: "¿Usted no opina lo mismo?", contestan evasivos:
"Mire, yo francamente... ". El "francamente" es para despistar. Los que así contestan son los que
no tienen interés en ponerse de acuerdo con nadie. Y, si se mira bien, se verá que en las
discusiones nadie puede tener interés de ponerse de acuerdo con nadie. Si después de discutir dos
horas es necesario admitir que se estaba de acuerdo, se produce una doble decepción, porque
cada uno se ve obligado a estar conforme con la mucha inteligencia que al otro le ha tocado en
suerte, que es una manera de no estar conforme con la poca inteligencia que le ha tocado a uno. Y
para llegar a eso, tampoco valía la pena discutir.
Como se ve, una buena discusión es toda una técnica de higiene mental; en las discusiones
conviene que hable uno sólo y que el otro sea quien confiese que no opina lo mismo. En rigor,
cuando se discute no interesa decir qué opina uno mismo ni averiguar qué opina el otro. Lo que
interesa es decirle, al otro, que está equivocado, como se asegura que hacía Unamuno. Unamuno
entraba en una reunión y preguntaba: "¿De qué se trata? ¡Porque yo me opongo!" Y les
demostraba enseguida, sin dejarlos chistar, que todos estaban equivocados. Y si a alguien se le
preguntaba después: "¿Qué dijo Unamuno?", ese alguien contestaba: "¡No sé!" ¡Pero tenía toda la
razón del mundo!"
Y ahora algún lector podrá sostener que no, que todo esto es falso, que la técnica de la discusión
no es ésa. Pero ese lector, por el simple hecho de confesar que no opina como nosotros, reconoce,
sin quererlo, que está equivocado.