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LA TRAGEDIA Y EL HOMBRE DE LA CALLE1


Arthur Miller

En nuestra época, se escriben pocas tragedias. Suele aducirse que la falta de


éstas se debe a la escasez de héroes entre nosotros o también a que al hombre
moderno le han succionado la savia y anulado sus certezas con el escepticismo de la
ciencia y a que un ataque heroico a la vida no puede sustentarse en una actitud de
reserva y circunspección. Por una u otra razón, nos encontramos con frecuencia, o
bien en niveles muy por debajo de la tragedia o bien la tragedia se halla muy por
encima de nosotros. La conclusión inevitable es, por tanto, que la predisposición para
la tragedia es algo arcaico, que corresponde únicamente a los de clase alta, a los reyes
o a los aristócratas y que si este reconocimiento no se hace exactamente con estas
palabras al menos se implica como tal.
Yo creo que el hombre de la calle es tan apto para protagonizar una tragedia en
su sentido más puro como lo eran los reyes. A primera vista, esto resulta obvio a la
luz de la psiquiatría moderna, la cual fundamenta su análisis en diversas teorías
clásicas como, por ejemplo, los complejos de Edipo y Orestes padecidos por
personajes reales pero aplicables a cualquiera en situaciones emocionales similares.
Más sencillo aún, cuando no está en juego el tema del arte trágico jamás
dudamos en atribuir al que está arriba y bien situado los mismos procesos mentales
que a los de abajo. Y, por último, resulta inconcebible que el género humano haya de
aclamar la tragedia por encima de cualquier otra forma escénica, menos aún ser capaz
de entenderla, si la exaltación de la acción trágica fuera en verdad propiedad en
exclusiva de los personajes de alta cuna.
Por regla general, y puede que haya excepciones que yo no conozca, creo que
el sentir trágico surge en nosotros cuando nos encontramos ante un personaje que está
dispuesto a entregar su vida, si ello fuera necesario, para asegurar una cosa: su
sentido de dignidad personal. De Orestes a Hamlet, de Medea a Macbeth, la lucha
subyacente es aquélla en que el individuo intenta ganar una posición "justa" en su
sociedad.
A veces se trata de alguien que ha sido desplazado de ella, a veces de alguien
que busca hacerse un hueco por primera vez pero la herida fatal a partir de la cual se
inicia la espiral inevitable de los hechos es la herida de la indignidad, siendo la fuerza
dominante la de la indignación. En consecuencia, la tragedia es el resultado del
impulso ciego del hombre por evaluarse a sí mismo con justicia.
Si entendemos que el héroe mismo ha iniciado el proceso, la historia nos revela
siempre lo que se ha dado en llamar su "defecto trágico", una debilidad que no es
característica de los personajes de linaje elevado. Tampoco tiene que ser
necesariamente una flaqueza. El defecto o punto flaco del personaje significa poco
—y no tiene por qué— en comparación con su negativa intrínseca a permanecer
pasivo frente a lo que él considera como un desafío a su dignidad, a la imagen que él
tiene de su justa posición: solamente los conformistas, aquéllos que aceptan su parte
1
Este artículo apareció por primera vez en The New York Times el 27 de febrero de 1949, Sec. 2, pp. 1,3, pocos días
después del estreno, el 10 de febrero de 1949, de La muerte de un viajante.
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sin tomar represalias son "perfectos". La mayor parte de nosotros estamos en esta
categoría.
Pero hoy hay gente entre nosotros, y la ha habido siempre, que se rebela en
contra de ese sistema que les degrada y, al rebelarse, todo aquello que habíamos
aceptado por miedo o por falta de sensibilidad o por ignorancia, es aireado y
examinado ante nuestra vista; y de ese ataque violento de un individuo en contra del
cosmos aparentemente estable que nos rodea —de ese examen exhaustivo del entorno
"inmutable"— surge el terror y el miedo que, en la época clásica, se asociaba a la
tragedia.
Más importante aún, nosotros aprendemos de esa exploración exhaustiva sobre
aspectos que no habían sido investigados con anterioridad. Y este proceso está al
alcance del hombre de la calle. En los últimos 30 años, en distintos procesos
revolucionarios en todo el mundo, se ha demostrado una y otra vez esta dinámica
interna de cualquier tragedia.
La insistencia en el rango del héroe trágico, o en la denominada nobleza del
personaje, no es sino un añadido a las formas externas de la tragedia. Si el rango o la
nobleza del personaje fueran indispensables, entonces tendríamos que deducir que los
problemas de los nobles eran los problemas específicos de la tragedia. Pero, con toda
seguridad, el derecho que un monarca tenga de conquistar los reinos de otro ya no
levanta pasiones, ni nuestro concepto de justicia se corresponde con el de los reyes de
los tiempos isabelinos.
No obstante, la particularidad que nos perturba en este tipo de obras se deriva
del miedo subyacente a ser desplazado, se asocia al desastre inherente que supone
hacer pedazos la imagen que de nosotros mismos hemos creado en este mundo. En
estos momentos, este miedo es muy fuerte o quizás más fuerte de lo que ha sido
jamás. De hecho es el hombre de la calle el que mejor conoce este miedo.
Si es verdad que la tragedia es el resultado del impulso ciego del hombre por
evaluarse a sí mismo con justicia, entonces su destrucción en el intento demuestra
que existe algún error o maldad en lo que le rodea. Y ésta es precisamente la lección
y el ejemplo de la tragedia. El descubrimiento de una norma moral, sobre cuyo
conocimiento trata la tragedia, no es un hallazgo de tipo abstracto o metafísico.
La opción trágica es una circunstancia en nuestra vida, circunstancia en la que
la personalidad humana es capaz de florecer y desarrollarse. La equivocación está en
pensar que se puede suprimir al hombre, desnaturalizar el flujo de su amor e instinto
creativo. La tragedia ilumina, y así debe ser, pues apunta con el dedo del héroe al
enemigo de la libertad del ser humano. La sed de libertad es la característica de la
tragedia que engrandece. La exploración revolucionaria sobre la estabilidad de lo que
nos rodea es lo que aterroriza. El hombre de la calle no queda, en ningún caso,
excluido de tales pensamientos o proezas.
Visto de esta forma, la escasez de tragedia en nuestros escenarios puede ser
parcialmente explicada por el viraje que se ha producido en la literatura moderna
hacia una visión de la vida puramente psiquiátrica o sociológica. Si todas nuestras
miserias e iniquidades nacen y se desarrollan dentro de nuestra mente, entonces toda
acción, y cómo no la acción heroica, es obviamente imposible.
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Y si es exclusivamente la sociedad la responsable de los agobios de
nuestras vidas, entonces el protagonista será necesariamente tan puro y perfecto que
nos veremos forzados a negarle su validez como personaje. La tragedia no puede
derivarse de ninguno de estos enfoques por la simple razón de que ninguno representa
un concepto equilibrado de la vida. Ante todo, la tragedia exige que el dramaturgo
tenga un respeto exquisito a la relación causa/efecto.
No hay tragedia, por tanto, cuando el autor no se atreve a poner en duda
absolutamente todo, cuando contempla cualquier institución, hábito o costumbre
como algo eterno, inmutable o inevitable. Bajo la óptica trágica, la única estrella fija
es la necesidad del hombre de realizarse a sí mismo al completo y todo aquello que
constriña y debilite su naturaleza se convierte en objeto de disputa e investigación. Lo
cual no quiere decir que la tragedia haya de predicar la revolución.
Los griegos podían explorar hasta el origen divino de sus costumbres y bajar
después a tierra para confirmar la rectitud de sus leyes. Y Job podía enfrentarse al
Dios iracundo exigiendo sus derechos para terminar sometiéndose. Pero en estos
momentos todo está en el aire, nada se acepta; y en ese tensar y fragmentar el
cosmos, en la misma acción de llevarlo a cabo, el personaje gana en "dimensión",
consigue la estatura trágica que, de forma tan falaz, ha sido atribuida por nuestras
mentes a los nobles o a los de alta cuna. Hasta el más común de los mortales puede
conseguir esa estatura en la medida en que esté dispuesto a jugárselo todo en la
prueba, a dar la batalla para asegurarse el lugar que le corresponde en su mundo.
Existe una concepción errónea con respecto a la tragedia, con la que me he
topado en una reseña tras otra y en muchas conversaciones con escritores y lectores.
Se trata de la idea de que la tragedia está por necesidad asociada al pesimismo.
Incluso el diccionario define escuetamente la palabra diciendo que se trata de una
historia con un final triste o desdichado. Esta impresión está tan sólidamente
arraigada que tengo mis dudas al reivindicar que, en verdad, la tragedia implica más
optimismo en su autor que la comedia y que el resultado final ha de ser el
fortalecimiento de opiniones más optimistas por parte del espectador con respecto al
animal humano.
Así pues, si partimos del supuesto de que el héroe trágico debe, en esencia,
estar resuelto a reclamar su total merecimiento como figura dramática y si esta lucha
ha de ser total y sin reservas, entonces se demuestra automáticamente la voluntad
indestructible del hombre por conseguir su humanidad.
La posibilidad de victoria debe existir en la tragedia. Cuando impera el
patetismo, cuando la melancolía finalmente se impone, el personaje ha bregado una
batalla que, en ningún caso, habría podido ganar. El sentimiento patético se adquiere
cuando el protagonista, en virtud de su corto ingenio, su insensibilidad o la sensación
que produce, se muestra incapaz de presentar batalla a una fuerza muy superior.
El sentimiento patético, en verdad, es el mejor cultivo para el pesimista. Pero la
tragedia requiere un delicado equilibrio entre lo posible y lo imposible. Y resulta
curioso, aunque edificante, que las obras que más veneramos, siglo tras siglo, sean las
tragedias. En ellas, y en ellas solas, yace la creencia —optimista, si se quiere— en la
perfectibilidad del ser humano.
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Creo que ya iba siendo hora de que nosotros, que no tenemos reyes,
hiciéramos honor a nuestra historia y trazáramos la senda hasta el único sitio al que
puede conducirnos en estos momentos: hasta el corazón y el espíritu del hombre de la
calle.

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