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AVENTURAS SIN PATINES

DANIEL F. AGUIRRE R.

4. PARQUE DE DIVERSIONES

Los juegos mecánicos llegaron a la ciudad en un momento inesperado y hasta se


podría decir increíble por parte de la juventud fanática de diversión basada en el
movimiento desafiante del cuerpo en varias direcciones, relacionado con la fuerza de
gravedad de nuestro planeta. Recuerdo la ubicación de todos esos aparatos de gran tamaño
y algunos de formas extrañas que en el proceso y por no estar en funcionamiento, no sabía
cuál era su desempeño y cuál sería su magnitud para inducir un mareo gracias al vértigo
provocado.

Se ubicaron en los terrenos del Hospital del Seguro al norte del mercado
Mayorista. Cada uno de estos juegos era sorprendente y venían acompañados del riesgo y
la euforia por parte nuestra como adolescentes dispuestos a disfrutar de una tarde en que el
objetivo era esperar a que nuestro cerebro se removiera de las paredes craneales y que
nuestro estómago diera señales de querer escaparse de nuestros cuerpos debido a los
rápidos movimientos provocados.

Recuerdo que el equipo en el que más disfruté de sus propiedades para mover mi
cuerpo en todas formas y así obtener esa sensación de explosión de adrenalina y empezar a
reír como un verdadero paciente de hospital psiquiátrico, fue el famoso zipper. Consiste en
una banda que realiza un movimiento ascendente y descendente siguiendo una línea
elíptica. Esta banda está compuesta de varias cápsulas con capacidad para dos personas con
un eje propio como las sillas de una rueda moscovita. En realidad hasta aquí el juego
resulta algo muy sencillo y no provoca gran emoción, la diferencia radica en que toda la
banda tiene un eje central y por tanto giran todos sus componentes. El éxito del juego es
lograr el mayor número de vueltas en la cápsula donde van los tripulantes, lo que se obtiene
balanceando el cuerpo para encontrar el momento exacto en que la gravedad nos ayude al
llegar a los extremos de la banda y así permanecer girando muchas veces por medio de
inercia hasta lograr el tan anhelado descontrol de nuestro organismo y sentir cómo nuestro
centro de equilibrio pierde todas sus facultades encontrando la satisfacción ofrecida por el
aparato mecánico.

Logré subir seis veces seguidas y según mis amigos sólo una persona en todo el
parque me había rebasado en subir al aparato. Había que tener algo de control con el
estómago, de no ser así, las náuseas provocadas podían ser incontenibles logrando dibujar
un abanico de líquidos de diferente color y fragancia repulsiva a mitad del juego,
salpicando por todas partes gracias a la fuerza centrífuga del equipo. Algo realmente
repugnante. Una característica de este juego era la capacidad para desarrollar la dicción de
sus participantes y sacar a flor de piel todo el diccionario de palabras soeces existentes.
Esto llamaba la atención sobre todo por parte de las señoritas que subían al juego sin saber
a qué se metían en realidad. Era sorprendente escuchar las amenazas de las chicas para con
sus acompañantes por haberlas convencido de subir a tan demoniaco y espantoso aparato.
Eso provocaba risas entre los más jóvenes y vergüenza entre los adultos, peor aún si estos
adultos eran los padres de la señorita en cuestión.

Al atardecer debíamos regresar a nuestras casas y fue en este momento, junto a


mis amigos, cuando ocurrió un problema: como era común en los grupos de muchachos,
siempre había alguien que se consideraba invencible y con capacidad absoluta para ganar
en pelea limpia a cualquier persona que se le enfrentare. Este fue el caso de uno de los
muchachos que trabajaban en el parque cuando al momento de nosotros salir, vomitó de sus
labios palabras con contenido despectivo hacia uno de mis amigos que se había quedado
atrás al momento de partir. Para sorpresa de estos muchachos, mi amigo respondió a la
frase con complejo de inferioridad, balbuceada por ellos. Éramos un grupo de seis
muchachos y ellos aproximadamente una decena. Mi amigo empezó a entablarse a
trompadas con uno de ellos, y como es lógico, por la camaradería entre los integrantes del
parque al darse cuenta de la trifulca, corrieron para defender a su amigo que se encontraba
en la pelea.

Cuando me di cuenta de que era mi amigo el que estaba en el conflicto,


regresamos a toda carrera para buscarlo y sacarlo del problema. No avanzamos a llegar
todos al mismo tiempo debido a la cantidad de gente que se encontraba vitoreando la
demostración de belicismo y comportamiento inferior entre mamíferos por intentar
defender su hombría y demostrar su valentía. Aquellos que llegaron primeros empezaron a
defender a mi amigo de los demás participantes del bando opuesto, autoinvitados a la pelea
en una estupenda interpretación de montoneros. Fue en ese momento, y ya a pocos pasos de
llegar, que vi que mis amigos que estaban lanzando puñetazos como descocidos, salieron a
toda carrera hacia mí gritándome: “¡Corre, Aguirre!” No entendí la razón de la orden, pero
al darme cuenta, tras de ellos venían más de diez muchachos con toda la magnitud de su ira
para desgarrarnos a golpes, y sabiendo nuestra inferioridad numérica no hubiera sido una
batalla formal, sino una golpiza campal.

Recuerdo que casi caigo al retomar la ruta de regreso tan pronto escuché la
advertencia que hacían mis amigos de salir todos disparados. Corrimos alrededor de tres
cuadras sin descansar, a toda velocidad, con el corazón en la boca, haciendo tal despliegue
de fortaleza que ni siquiera pensamos en lo que teníamos. En situaciones de riesgo es
cuando se ve la verdadera capacidad de nuestro organismo y ese momento no era la
excepción… ¡no podía ser la excepción!

La idea de nuestra carrera era llegar a la casa más cercana de alguno de los
integrantes del grupo para establecer guarida y de esta forma librarnos de la golpiza. Mi
casa fue la más cercana y, cuál fue la sorpresa, que al llegar a las puertas de ella e intentar
abrirlas debía retirar toda la seguridad que ésta llevaba (ni la cárcel de Alcatraz tiene tantos
seguros como mi casa). Me percaté que mis bolsillos no llevaban las llaves del pequeño
candado negro marca Globe. El susto no se hizo esperar y con la llamada de atención de
mis amigos para que me apresure a abrir la puerta, la mueca de mi cara fue suficiente
respuesta. “¡¿No tienes llaves?!” fue la pregunta de ellos. Todos se asustaron y empezaron a
subir por la reja de mi casa con la esperanza de que estuviera abierta la puerta interior y así
escaparnos. De los seis integrantes, tres subimos la reja y los otros tres corrieron en distinta
dirección.
La puerta interior estaba cerrada, como no podía ser de otra manera cuando más se
necesita que las cosas salgan bien (Ley de Murphy: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”),
así que optamos por silenciar nuestros jadeos y usar a la noche para poder ocultarnos.
Como no había luces encendidas en la parte externa de la casa, se establecía un rincón al
fondo de la parte que funciona como garaje donde se descubría una zona con mucha
sombra que nos serviría en nuestra empresa. Nos sentamos en el piso con las rodillas
dobladas y muy juntos el uno del otro, con los nervios de punta e intentando hacer silencio.
Fue cuando vimos pasar por la calle, corriendo a toda velocidad, a los muchachos que nos
buscaban. Por suerte no nos vieron subir la verja y escondernos, así que eso me da la idea
de la velocidad a la que lo habremos hecho y la poca responsabilidad de nuestra parte para
no haber salido heridos ya que las rejas tienen sus protecciones puntiagudas y con ellas
pudimos habernos lastimado.

El caso fue que todos estábamos completos aparte de leves raspaduras sin
importancia. Aguardamos alrededor de unos cinco minutos a que las cosas se calmaran
esperando que los muchachos que nos buscaban hayan dejado de hacerlo. Cuando nos
sentimos algo seguros nos acercamos a la reja para verificar si no había moros en la costa.
Salimos de mi casa de la misma manera como entramos: escalando la verja y saltándola.
Empezamos a buscar el destino de nuestros amigos. Ellos habían corrido con mejor suerte
que nosotros. Habían logrado entrar a la casa de un amigo de la vecindad que los ayudó en
el escape. En ese momento nos enterábamos de cómo se había iniciado todo. Los
muchachos que trabajaban en el parque insultaron a mi amigo y éste se había defendido. Lo
único que nos quedaba era disfrutar de las burlas entre nosotros por la cara de asustados que
tuvimos en el momento del escape y también de la facultad atlética para poder correr
rápidamente y así huir del problema inminente.

El parque siguió funcionando una semana más después del incidente, pero regresar
a disfrutar del mismo estaba fuera de contexto. No nos queríamos arriesgar a ser
reconocidos y por tanto golpeados. Así que el modus operandi a seguir en las tardes
después del colegio para la búsqueda de diversión estuvo vinculado con las palancas de los
juegos de video, salidas al tontódromo o pelotas de fútbol, y así tratar de olvidar el parque
de diversiones.

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