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AVENTURAS SIN PATINES

DANIEL F. AGUIRRE R.

1. IMPACTO

Tendría alrededor de trece años. Me encontraba cursando el segundo año de


bachillerato y mi afición por la informática me llevaba a buscar programas nuevos, sobre
todo los relacionados con los juegos de video en las novedosas máquinas. Esto no era muy
celebrado por mis padres ya que pasaba horas metido en un computador personal tecleando
sin parar una masa de botones con el fin de liberar endorfinas por una acción que no existía
y que era contenida en una pantalla de catorce pulgadas.

Recuerdo que en ese tiempo las máquinas eran de una potencia limitada y los
juegos de video de mi generación no se comparan a los equipos de la actualidad. Las
imágenes no tenían tanto detalle ni la forma de los humanos en los diferentes juegos era de
una anatomía coherente, sino que se basaban en formas básicas: diferentes cuadrados y
rectángulos de distintos tamaños en una escala de grises para poder dar una idea, al
muchacho embobado por el juego, de que representa a un ser de otro planeta que va a
eliminar las fuerzas malignas de una galaxia lejana o que debe salvar a una princesa cautiva
por un Visir arrogante como era el argumento de Príncipe de Persia.

Quien tenía facilidad para conseguir estos programas era Andrés, primo de mi
compañero de aula y amigo desde la infancia, Carlos. Ocurre que en las horas vespertinas
luego de regresar del colegio, nos reuníamos para ver el avance tecnológico de un nuevo
juego, obviamente explicado por Andrés, quien era el que tenía mucha más experiencia que
nosotros aún pequeños y novatos en el tema del descubrimiento computacional. La
pasábamos jugando y tratando de vencer al programa con los obstáculos que eran trazados
por su creador, sin considerar los muchos algoritmos inventados para llegar a realizar una
acción: poder saltar las diferentes fosas con espadas puntiagudas, en las que si uno no tenía
el cuidado necesario, perdía una vida. De la misma forma, se debía tener en claro los
diferentes comandos en cada tecla: sacar la espada y por medio de tres certeras estocadas
vencer a los esbirros del dueño del castillo, quien tenía secuestrada a la princesa. Nunca
llegué al final de este juego. Andrés era quien nos sorprendía con sus habilidades para pasar
las diferentes etapas mientras nosotros disfrutábamos de esa parte desconocida al final de
cada sección a la que no podíamos llegar, mirando sobre sus hombros el brillante monitor.

Lo único que hacía retirar nuestra atención del monitor era cuando llegaban a la
casa vecina Roberto y Julio, hermano mayor de Carlos y menor a Andrés. Roberto y Julio
eran los típicos amigos inseparables para cualquier aventura. Eran los modelos a seguir del
barrio de Carlos. Siempre se llevaron mucho y eran inseparables compañeros. Así que en
ese día como muchos otros, siempre se preocupaban de estar desarrollando una actividad
que por lo general tenía mucha relación con un vehículo de cuatro ruedas para poder
hacerle algún tipo de arreglo: agregar algún dispositivo novedoso, colocar un nuevo equipo
de sonido con mayor capacidad de potencia y de la misma manera tratar de que el sonido
sea lo más puro, con el interés absoluto de que se pueda escuchar a diez cuadras a la
redonda, de ser posible.

Nunca se imaginaron que mientras más sonido emanaba de las muchas cajas que
construían para poner en la parte trasera de los vehículos, podía llegar a reunirse a más
personas y así disfrutar de la tarde junto a los amigos con sonidos estrambóticos a punto de
reventar los tímpanos. Cuando crecí comprendí un poco, pero también creo que se
desgastaron mis oídos y mis cuerdas vocales, pues intentar escuchar una conversación
dentro del griterío que salía de los parlantes y a la vez tratar de decir algo, era un esfuerzo
grande. Por lo general me escurría de forma silenciosa para bajar el volumen de estos
equipos de sonido que encontraba, sin que sus dueños no lo notaran, si no, hubiera quedado
más sordo de lo que estoy.

Al ver reunidos a los estrellas del barrio con otros compañeros y amigos del
colegio de ellos, inmediatamente descubrimos que debíamos estar presentes como
pequeños vasallos intentando aprender de los conocimientos de los mayores, y mientras
estaban en grupo era la mayor oportunidad de pasar desapercibidos y así no llamar la
atención, porque al ser descubiertos, éramos expulsados del lugar de reunión por ser los de
menor edad y no tener la jerarquía suficiente para estar presentes.

Siempre había bromas y nuevos chistes o algo interesante que aprender para poder
conocer más acerca de cómo manifestarse como el macho alfa entre la gallada o acerca del
misterioso plano femenino, pues nuestras hormonas estaban empezando a desarrollarse y
queríamos conocer cuáles eran los secretos escondidos para poder llegar hacia una chica sin
lograr que esto resulte embarazoso frente al grupo masculino y poder así robarle un beso,
manteniendo el estatus de referencia frente a ellos y así ser el interesante del grupo.

Ocurre que una de las grandes estrategias usadas era el poder pavonearse por el
parque de Santo Domingo (nuestro tontódromo por excelencia) manejando el vehículo
prestado por nuestro padre, o tomado sin permiso para dar una vuelta en un intervalo
horario de cuatro a seis de la tarde aproximadamente, hora precisa en que las señoritas
salían a realizar actividades vespertinas con el fin de tener la excusa perfecta para ver a los
pavoneados o sencillamente para poder comprar alguna lámina didáctica para realizar los
trabajos, que por supuesto tomaba horas poder adquirirla, pues había que tener tiempo para
también ellas dar la vuelta por la mencionada plaza, pero en sentido contrario al giro de los
vehículos, única manera de poder ver quién es la persona que maneja el vehículo y así
lograr su objetivo de lucirse.

Sucede que Roberto y Julio estaban con la idea de lograr este ritual vehicular, y
como no podía ser de otra manera nos pegamos a ellos como chicles (goma de mascar para
aquellos que no conozcan esta jerga: Chiclet’s Adams) y por supuesto ellos no querían que
nos coláramos, pues parecería que están de niñeros y eso no se veía bien frente a las
señoritas debido a la influencia de ego en corazones jóvenes y sensiblemente sujetos a un
complejo repentino. Hicimos lo posible por no molestarlos para que dentro de su
magnificencia nos permitieran estar con ellos. Así lo aceptaron nuestros respetados y a la
vez temidos modelos.
El vehículo a usarse era el del padre de Julio: un Mazda 323 hatchback verde
claro, modelo 1980 con capacidad para 5 personas, dentro del cual ingresamos Carlos y yo
en la parte trasera (humillante ubicación para mamíferos que caminan sobre sus dos
miembros inferiores) y el resto se acomodaron de la siguiente forma: el piloto, dos personas
en el asiento del copiloto y cuatro apretados en la parte trasera. Este vehículo tiene la
característica de que no es un modelo de gran tamaño, así que se podrá comprender la
comodidad del caso para dos muchachos de trece años en vías de crecimiento.

Cuando empezamos nuestro paseo de popularidad por la plaza y luego de dar


algunas vueltas, por lo general ocurría que las señoritas regresaban los saludos hechos por
los galantes pilotos que estaban circulando, y cuando eso ocurría el piloto embobado por la
belleza de la sonrisa emanada del semblante de la señorita, perdía un poco su atención y
escapaba de golpearse con los autos que lo rodeaban. Lamentablemente este fue nuestro
caso. Por regresar a ver a una chica de atributos agradables y sonrisa hermosa, se perdió el
control del pequeño pedal, cuya función es la de ingresar gasolina al motor, ocasionando un
golpe de defensas entre el Mazda 323 de 1400 centímetros cúbicos y un carro extraño que
del susto ya no recuerdo su marca.

En ese instante fue cuando la música del equipo de sonido del automóvil perdió su
volumen y el nerviosismo abrazó a todos sus tripulantes, y como es normal, toda esa
histeria de los novatos copilotos no ayudaban a Julio, pues lo poníamos más nervioso,
mientras el chofer del auto agredido bajaba para ver los daños y con mucho enojo tratar de
que se arregle el agravio. Cuando el mencionado señor llegó a la ventana de nuestro piloto,
que sin lograrlo pedía que nos tranquilicemos, todos opinaban y daban consejos necesarios
de cómo operar en este tipo de casos, ya sea por experiencia propia o por lo que les había
contado algún extraño o familiar en estado etílico, indicando los pasos detallados para
evitar pagar el daño y salir volando del lugar donde se desarrollaron los hechos.

El señor se encontraba en la ventana conversando con Julio mientras le pedía que


se baje del vehículo (para evitar que huya) y poder arreglar el daño. Fue en ese momento
que todos los tripulantes gritaban que se cuide de no sacar las llaves del switch para así no
apagar el vehículo. Julio logró convencer al señor de que nos estacionaríamos cerca para
poder conversar acerca del incidente. Qué ingenuo el señor al pensar que todos esos nueve
jóvenes, imberbes aún, iban a tratar de afrontar esa falta para luego ganar el escarmiento y
la respectiva llamada de atención al enterarse nuestros padres por el error cometido.

No dimos lugar a ese acercamiento temeroso para con nuestros padres ni para con
el señor que esperaba impacientemente. Cuando éste estuvo algo alejado del vehículo, lo
único que se escuchó fue los gritos de: “¡Acelera Flaco!” y salimos muy rápido del lugar
siendo imprudentes con los otros vehículos que circulaban alrededor ajenos al problema,
para lograr escapar y regresar a casa, que resultaría nuestra guarida al huir de la
intersección de las calles Bernardo Valdivieso y Miguel Riofrío, frente al Big Mac que fue
donde se desarrolló este suceso.

Con gran euforia nos retirábamos del lugar mientras confiábamos en la capacidad
del piloto para que, a gran velocidad en el escape, no nos estrellemos en otro lugar. Cuando
llegamos a casa, únicamente quedaron las risas de la anécdota y las palmas como señal de
camaradería en la espalda de Julio indicando una forma de felicitación (o sarcasmo) frente a
la temeraria maniobra realizada. Así fue como nosotros, los más pequeños del grupo
aprendimos qué es lo que se debe hacer cuando uno tiene un accidente. Nada más
irresponsable podía ser aprendido. ¿Pero qué se podía esperar? Solo éramos unos novatos
adolescentes tratando de aprender del mundo por medio de nuestros vecinos modelos
mayores, también jóvenes.

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