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ÍNDICE
Contenido
ÍNDICE ......................................................................................................................................... 1
INTRODUCCIÓN ........................................................................................................................ 2
1. IMPACTO ................................................................................................................................. 7
2. EL DESCANSO DE UN AMIGO .......................................................................................... 12
3. MIRADOR ORIENTAL ......................................................................................................... 16
4. PARQUE DE DIVERSIONES ............................................................................................... 19
5. EL OCASO DE LA FIESTA .................................................................................................. 23
6. LA CHURONA ....................................................................................................................... 30
7. VILLONACO–CERA ............................................................................................................. 34
8. ¡Taxi, taxi…! ........................................................................................................................... 38
9. CIRCUITO BMX .................................................................................................................... 43
10. EEG ....................................................................................................................................... 46
11. LA GUITARRA .................................................................................................................... 50
12. LA BOOM ............................................................................................................................ 54
13. TRICICLO ............................................................................................................................ 58
14. CARROS DE PALO ............................................................................................................. 61
15. CLASES DE INGLÉS .......................................................................................................... 67
16. EN FUGA.............................................................................................................................. 71
17. SALIDA DE LOS COLEGIOS............................................................................................. 76
18. VISITA A LA CAPITAL ...................................................................................................... 80
19. UCEB Y FIRB ...................................................................................................................... 85
20. CHOQUE EN EL LANCER ................................................................................................. 89
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INTRODUCCIÓN
Hace algunos años, cuando estábamos reunidos algunos amigos por motivo del
cumpleaños de uno de ellos, tuve una conversación acerca de la escritura y de lo que se
podía llegar a hacer en el futuro. Muchos de nosotros estábamos en la universidad
descubriendo la profesión que queríamos obtener, otros se dedicaban a trabajar
directamente y el resto hacía ambas cosas a la vez.
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Las historias están relatadas desde mi punto de vista y no necesariamente son
verídicas completamente, sino que me he dado la libertad para desarrollarlas colocando
características de sus personajes, algunos reales y otros fruto de mi imaginación, para
que el relato tome forme y resulte más atractivo.
Hay algo que quisiera contar, y es el porqué del nombre de este libro: los patines
fueron uno de los pocos instrumentos para realizar una actividad deportiva que no pude
controlar. Una vez intenté desarrollarla con patines de cuatro ruedas (no en fila como
los más novedosos y veloces) y no fui apto para el mismo debido a mi deficiente
capacidad de mantenerme en equilibrio. Nunca más probé con estos patines de cuatro
ruedas y tampoco me rendí a la idea de no poder usarlos. Fue así como luego en la
ciudad de Quito, en el Palacio del Hielo ubicado en el Centro Comercial Iñaquito – CCI,
hice uno de mis mejores shows como entretenedor de masas.
En ese tiempo estuve cursando estudios universitarios y una de mis primas iba a
realizar un viaje al extranjero. Con ese motivo hubo la oportunidad de poder
encontrarnos un grupo de familiares y amigos para hacer una despedida para la prima a
punto de disfrutar de sus vacaciones. El lugar de reunión fue la pista de patinaje en
hielo, adonde decidí lanzarme para intentar nuevamente el arte de patinar con unos
botines distintos, ya que con los de ruedas no me fue sencillo aprender. He aquí mi
primer error.
La fricción entre los patines y el hielo es mucho menor que la de las ruedas con
el asfalto y por tanto es más difícil mantener el equilibrio, por cuya razón respeto mucho
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a las personas que realizan piruetas en esta modalidad y los muchos saltos que pueden
lograr.
Como era de esperarse, todos ingresamos a la pista de patinaje que estaba llena
de gente, diría que probablemente unas cincuenta personas entre niños, jóvenes y
adultos que giraban en sentido antihorario en la pista. Muchos de nosotros (los niños y
yo) usábamos los límites de la pista como lugar de apoyo mientras lográbamos
mantener el equilibrio y sentir por milisegundos la sensación de disfrute del patinaje. En
realidad mi impaciencia ganó lugar en esta práctica pues deseaba ir más rápido y eso era
complicado debido a la cantidad de niños en fila alrededor de la baranda.
Fue entonces cuando decidí lanzarme por la pista luego de haber pedido una
clase superavanzada de indicaciones básicas sobre cómo acelerar, comprender la forma
de dar impulso y de la misma manera lograr detenerme. La parte de detenerme me
resultó muy complicada así que decidí experimentar poco a poco para comprender la
técnica y buscar cual era la que mejor se acomodaba a mi ritmo. Uno de mis primos y
un amigo suyo, que maniobraban con habilidad, fueron mis instructores.
Así fue como usé la mayor cantidad de tiempo en la pista con los consejos de
mis instructores en cada uno de mis intentos para poder lograr curvas y no seguir solo
en línea recta. Las veces en que perdí el equilibrio fueron innumerables y debido a la
forma en cómo caía y a mi persistencia por tratar de hacerlo bien la siguiente vez que lo
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intentaba, me convertí en el payaso de la pista para mis tíos que disfrutaban desde el
graderío mientras cada caída resultaba graciosa en aumento.
Las risas estallaban por todo el lugar entre las personas que habían logrado ver
mi acto, y mis instructores con sus caras serias, pensando en que mi ira despertaría por
semejante broma, llegaron a socorrerme. Para sorpresa de ellos, me estaba
desternillando de la risa (y algo también venía por el dolor causado, que no era de
gravedad) pidiéndoles que por favor lo repitiéramos. Sus rostros dibujaron una sonrisa
de complicidad y sin perder más tiempo, me agarraron de los brazos ayudándome a
poner en pie y repetir por muchas ocasiones el aumento de la velocidad y la mediocre
maniobra para detenerme.
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Al finalizar nuestras risas y carcajadas por el patinaje, el comentario por parte de
todos fue unánime: “Daniel, eres pésimo para patinar”, y era muy cierto. Lo bueno es
que después de todo pude disfrutar del deporte logrando ser parte del grupo y de igual
forma poder sacarles unas carcajadas mientras hacía intentos desesperados por aprender
algo del complicado deporte.
Esa fue la única vez que tuve una aventura con patines, el resto de mi vida se ha
venido desarrollando sin ellos.
Espero que las personas que se encuentran a punto de leer las páginas de estas
historias encuentren un momento de relajación y placer al recordar un poco de sus vidas
o, en su defecto, reírse de la mía.
En una ocasión leí este refrán: “Dichoso aquel que puede reírse de sí mismo
pues así nunca tendrá motivos para dejar de hacerlo”, y tiene mucha razón. Espero que
en algún momento lo puedan aplicar y de esa forma nunca dejar de sonreír.
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1. IMPACTO
Recuerdo que en ese tiempo las máquinas eran de una potencia limitada y los
juegos de video de mi generación no se comparan a los equipos de la actualidad. Las
imágenes no tenían tanto detalle ni la forma de los humanos en los diferentes juegos era
de una anatomía coherente, sino que se basaban en formas básicas: diferentes cuadrados
y rectángulos de distintos tamaños en una escala de grises para poder dar una idea, al
muchacho embobado por el juego, de que representa a un ser de otro planeta que va a
eliminar las fuerzas malignas de una galaxia lejana o que debe salvar a una princesa
cautiva por un Visir arrogante como era el argumento de Príncipe de Persia.
Quien tenía facilidad para conseguir estos programas era Andrés, primo de mi
compañero de aula y amigo desde la infancia, Carlos. Ocurre que en las horas
vespertinas luego de regresar del colegio, nos reuníamos para ver el avance tecnológico
de un nuevo juego, obviamente explicado por Andrés, quien era el que tenía mucha más
experiencia que nosotros aún pequeños y novatos en el tema del descubrimiento
computacional. La pasábamos jugando y tratando de vencer al programa con los
obstáculos que eran trazados por su creador, sin considerar los muchos algoritmos
inventados para llegar a realizar una acción: poder saltar las diferentes fosas con
espadas puntiagudas, en las que si uno no tenía el cuidado necesario, perdía una vida.
De la misma forma, se debía tener en claro los diferentes comandos en cada tecla: sacar
la espada y por medio de tres certeras estocadas vencer a los esbirros del dueño del
castillo, quien tenía secuestrada a la princesa. Nunca llegué al final de este juego.
Andrés era quien nos sorprendía con sus habilidades para pasar las diferentes etapas
mientras nosotros disfrutábamos de esa parte desconocida al final de cada sección a la
que no podíamos llegar, mirando sobre sus hombros el brillante monitor.
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Lo único que hacía retirar nuestra atención del monitor era cuando llegaban a la
casa vecina Roberto y Julio, hermano mayor de Carlos y menor a Andrés. Roberto y
Julio eran los típicos amigos inseparables para cualquier aventura. Eran los modelos a
seguir del barrio de Carlos. Siempre se llevaron mucho y eran inseparables compañeros.
Así que en ese día como muchos otros, siempre se preocupaban de estar desarrollando
una actividad que por lo general tenía mucha relación con un vehículo de cuatro ruedas
para poder hacerle algún tipo de arreglo: agregar algún dispositivo novedoso, colocar un
nuevo equipo de sonido con mayor capacidad de potencia y de la misma manera tratar
de que el sonido sea lo más puro, con el interés absoluto de que se pueda escuchar a
diez cuadras a la redonda, de ser posible.
Nunca se imaginaron que mientras más sonido emanaba de las muchas cajas que
construían para poner en la parte trasera de los vehículos, podía llegar a reunirse a más
personas y así disfrutar de la tarde junto a los amigos con sonidos estrambóticos a punto
de reventar los tímpanos. Cuando crecí comprendí un poco, pero también creo que se
desgastaron mis oídos y mis cuerdas vocales, pues intentar escuchar una conversación
dentro del griterío que salía de los parlantes y a la vez tratar de decir algo, era un
esfuerzo grande. Por lo general me escurría de forma silenciosa para bajar el volumen
de estos equipos de sonido que encontraba, sin que sus dueños no lo notaran, si no,
hubiera quedado más sordo de lo que estoy.
Al ver reunidos a las estrellas del barrio con otros compañeros y amigos del
colegio de ellos, inmediatamente descubrimos que debíamos estar presentes como
pequeños vasallos intentando aprender de los conocimientos de los mayores, y mientras
estaban en grupo era la mayor oportunidad de pasar desapercibidos y así no llamar la
atención, porque al ser descubiertos, éramos expulsados del lugar de reunión por ser los
de menor edad y no tener la jerarquía suficiente para estar presentes.
Siempre había bromas y nuevos chistes o algo interesante que aprender para
poder conocer más acerca de cómo manifestarse como el macho alfa entre la gallada o
acerca del misterioso plano femenino, pues nuestras hormonas estaban empezando a
desarrollarse y queríamos conocer cuáles eran los secretos escondidos para poder llegar
hacia una chica sin lograr que esto resulte embarazoso frente al grupo masculino y
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poder así robarle un beso, manteniendo el estatus de referencia frente a ellos y así ser el
interesante del grupo.
Ocurre que una de las grandes estrategias usadas era el poder pavonearse por el
parque de Santo Domingo (nuestro tontódromo por excelencia) manejando el vehículo
prestado por nuestro padre, o tomado sin permiso para dar una vuelta en un intervalo
horario de cuatro a seis de la tarde aproximadamente, hora precisa en que las señoritas
salían a realizar actividades vespertinas con el fin de tener la excusa perfecta para ver a
los pavoneados o sencillamente para poder comprar alguna lámina didáctica para
realizar los trabajos, que por supuesto tomaba horas poder adquirirla, pues había que
tener tiempo para también ellas dar la vuelta por la mencionada plaza, pero en sentido
contrario al giro de los vehículos, única manera de poder ver quién es la persona que
maneja el vehículo y así lograr su objetivo de lucirse.
Sucede que Roberto y Julio estaban con la idea de lograr este ritual vehicular, y
como no podía ser de otra manera nos pegamos a ellos como chicles (goma de mascar
para aquellos que no conozcan esta jerga: Chiclet’s Adams) y por supuesto ellos no
querían que nos coláramos, pues parecería que están de niñeros y eso no se veía bien
frente a las señoritas debido a la influencia de ego en corazones jóvenes y sensiblemente
sujetos a un complejo repentino. Hicimos lo posible por no molestarlos para que dentro
de su magnificencia nos permitieran estar con ellos. Así lo aceptaron nuestros
respetados y a la vez temidos modelos.
El vehículo a usarse era el del padre de Julio: un Mazda 323 hatchback verde
claro, modelo 1980 con capacidad para 5 personas, dentro del cual ingresamos Carlos y
yo en la parte trasera (humillante ubicación para mamíferos que caminan sobre sus dos
miembros inferiores) y el resto se acomodaron de la siguiente forma: el piloto, dos
personas en el asiento del copiloto y cuatro apretados en la parte trasera. Este vehículo
tiene la característica de que no es un modelo de gran tamaño, así que se podrá
comprender la comodidad del caso para dos muchachos de trece años en vías de
crecimiento.
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por los galantes pilotos que estaban circulando, y cuando eso ocurría el piloto
embobado por la belleza de la sonrisa emanada del semblante de la señorita, perdía un
poco su atención y escapaba de golpearse con los autos que lo rodeaban.
Lamentablemente este fue nuestro caso. Por regresar a ver a una chica de atributos
agradables y sonrisa hermosa, se perdió el control del pequeño pedal, cuya función es la
de ingresar gasolina al motor, ocasionando un golpe de defensas entre el Mazda 323 de
1400 centímetros cúbicos y un carro extraño que del susto ya no recuerdo su marca.
En ese instante fue cuando la música del equipo de sonido del automóvil perdió
su volumen y el nerviosismo abrazó a todos sus tripulantes, y como es normal, toda esa
histeria de los novatos copilotos no ayudaba a Julio, pues lo poníamos más nervioso,
mientras el chofer del auto agredido bajaba para ver los daños y con mucho enojo tratar
de que se arregle el agravio. Cuando el mencionado señor llegó a la ventana de nuestro
piloto, que sin lograrlo pedía que nos tranquilicemos, todos opinaban y daban consejos
necesarios de cómo operar en este tipo de casos, ya sea por experiencia propia o por lo
que les había contado algún extraño o familiar en estado etílico, indicando los pasos
detallados para evitar pagar el daño y salir volando del lugar donde se desarrollaron los
hechos.
No dimos lugar a ese acercamiento temeroso para con nuestros padres ni para
con el señor que esperaba impacientemente. Cuando éste estuvo algo alejado del
vehículo, lo único que se escuchó fue los gritos de: “¡Acelera Flaco!” y salimos muy
rápido del lugar siendo imprudentes con los otros vehículos que circulaban alrededor
ajenos al problema, para lograr escapar y regresar a casa, que resultaría nuestra guarida
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al huir de la intersección de las calles Bernardo Valdivieso y Miguel Riofrío, frente al
Big Mac que fue donde se desarrolló este suceso.
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2. EL DESCANSO DE UN AMIGO
Era una tarde en la ciudad de Loja sin mucho sol y con un clima fresco. El gran
astro estaba por retirarse y el manto nocturno se presentaba con una baja de temperatura
y con las diferentes luces de las calles encendidas.
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La logística más estratégica para este tipo de actividades de colegiales bebedores
de sustancias no permitidas para nuestra edad, se encontraba en el monumento a Don
Zoilo Rodríguez, que en el caso de que pudiera hablar estaría absolutamente enojado (o
muerto de risa) de la cantidad de anécdotas esparcidas en los alrededores de su escultura
y de los restos de amoniaco que ayudaron a crecer el césped circundante gracias a tanto
ebrio poco respetuoso.
Debido a la exageración con las botellas y también a que los bolsillos estaban ya
vacíos y no había qué cosa dejar en prenda para comprar más del fermento
embrutecedor, procedimos a retirarnos a nuestros aposentos a altas horas de la noche
incitando al calendario aproximar un nuevo amanecer. Fue cuando decidimos
despedirnos de Don Zoilo y retirarnos. El problema es que algunos ya con el exceso se
encontraban dormidos, muy acomodados en las chambritas que servían de hermosos y
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fragantes almohadones para poder descansar y esperar a que se disipen los efectos de la
pérdida del equilibrio. Este fue el caso de mi amigo Esteban.
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Nos despedimos entre todos y nos dirigimos a nuestras casas. Cuando me
encontraba llegando me di cuenta de algo: no tenía la instrucción militar necesaria por
parte de nuestro amigo espía para realizar la operación de entrar en mi casa sin ruido y
lograr llegar a mi habitación. Mientras analizaba un plan para lograrlo, la luz del portal
de mi casa se encendió. Fui descubierto por los radares paternales y en mi cabeza
rondaba una idea: misión fracasada.
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3. MIRADOR ORIENTAL
Cuando tenía la edad de quince años era difícil que mi padre me prestara el
vehículo para salir a dar una vuelta por la ciudad; es más, ese derecho estaba
absolutamente reservado y copado por mi hermano, quien ya tenía dieciocho años y por
tanto permiso para conducir. A pesar de que desde hace algunos años conocía los
principios básicos del funcionamiento de una máquina de cuatro tiempos y de las
diferentes velocidades y mecanismos hidráulicos para controlar semejante arma, no me
era permitido usarlo.
Uno de mis amigos, Jorge, tenía un elemento a su favor para poder salir a las
calles con un vehículo. Era una camioneta Ford Ranger XLT 1986 con capacidad de
2800 centímetros cúbicos, color blanca, de propiedad de su padre Alberto, mejor
conocido como Tío Beto. Tío Beto era una persona alegre considerando su edad y le
gustaba conversar mucho. Sé de esto porque muchas veces cuando salíamos con Jorge,
conversaba con él mientras su hijo se acicalaba con tanta prolijidad, lujo de detalles y
pérdida de tiempo, que había espacio para escuchar de tres a cuatro de sus anécdotas de
antaño, que por cierto eran muy graciosas en esos tiempos de poca televisión, inhibidor
práctico de la imaginación y la perspicacia.
Había algo que me llamaba la atención y era la forma en que Jorge piloteaba.
Era algo grosero con el vehículo y le gustaba la velocidad. Por mucho que se le
reclamara, pocas veces hacía caso. Pero esto solo ocurría cuando estaba con apuro por
alguna circunstancia. Por lo general los paseos eran tranquilos y suaves, como debe ser
un paseo.
Ocurre que, en una de estas ocasiones, Jorge llegó hasta mi casa para salir a dar
una vuelta y ver como se estaba adornando el tontódromo en la plaza de Santo
Domingo. Aprovechábamos la oportunidad para ver a las señoritas que estaban por el
sector y, de paso, escuchábamos música previamente grabada en cassettes con mucho
esfuerzo y dedicación, antes de que salgan los discos compactos de mayor facilidad para
copiarlos gracias a la tecnología informática y los diferentes softwares de compactación
digital.
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Al salir de casa pasamos viendo a algunos de los muchachos que componían
nuestro grupo, gallada o jorga, porque era imposible verlos a todos. Si se lo intentaba
era difícil: meter a veinte personas en la parte posterior de una camioneta era
complicado, pero sí lo lográbamos con mucho cuidado e incomodidad para no caer a la
calle, cosa frecuente en las épocas carnavaleras.
Para nuestra sorpresa, los jóvenes no se amedrentaron con esta grosería casi viril
que se quiso interpretar, y descendieron a mayor velocidad hacia nosotros. Nuestro
macho alfa en vez de mostrar todos los pelos y músculos del pecho para enfrentar lo que
había causado, pidió a Jorge que se bajara de la cabina para él ingresar y esconderse.
Mientras ocurría esto, nosotros, los inocentes culpables, nos quedamos en la parte
posterior de la camioneta. Fue cuando los jóvenes llegaron apresuradamente y con
mucha ira. Normal era el caso: fueron insultados sin razón y no tenían por qué sentirse
amedrentados. No dábamos miedo ni algo que se le parezca, en realidad éramos tres
personas y ninguno tenía mucha experiencia como combatiente de kickboxing.
Al llegar estos jóvenes agarraron unas rocas del piso donde había mucho
material básico para una carretera improvista y en el intento fallido de salir a toda
velocidad del mirador, uno de los jóvenes amenazó con romper el parabrisas del
vehículo. Jorge se detuvo y los jóvenes se acercaron sin darnos tiempo a cargarnos de
proyectiles al igual que ellos. Con una liberación de adrenalina extrema, seguida de una
sensación de vacío en nuestros estómagos, esperamos una inminente batalla que estaba
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ganada por parte de los jóvenes con mucha anterioridad debido a la cobardía máxima
demostrada por nuestro compañero al esconderse en la cabina. En el momento de la
espera, que fueron pocos segundos pero que parecían minutos, el joven se acercaba con
las manos llenas de pequeñas rocas, cuidado por su compañero estratégicamente
ubicado desde una posición más alta.
El nerviosismo era tan grande que luego de aquel incidente poco agradable,
palmoteamos el coraje y la fuerza de carácter de nuestro cobarde amigo, haciendo uso
del sarcasmo y de muchas palabras fuertes para minimizar al gran gallina. Por supuesto
que nunca nos dio mucha atención debido a que las vejigas de todos estaban demasiado
llenas, o al menos eso es lo que pensábamos, y necesitábamos evacuar con urgencia en
un acto comunal y con una puntería errática debido al temblor en nuestras manos.
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4. PARQUE DE DIVERSIONES
Se ubicaron en los terrenos del Hospital del Seguro al norte del mercado
Mayorista. Cada uno de estos juegos era sorprendente y venían acompañados del riesgo
y la euforia por parte nuestra como adolescentes dispuestos a disfrutar de una tarde en
que el objetivo era esperar a que nuestro cerebro se removiera de las paredes craneales y
que nuestro estómago diera señales de querer escaparse de nuestros cuerpos debido a los
rápidos movimientos provocados.
Recuerdo que el equipo en el que más disfruté de sus propiedades para mover mi
cuerpo en todas formas y así obtener esa sensación de explosión de adrenalina y
empezar a reír como un verdadero paciente de hospital psiquiátrico, fue el famoso
zipper. Consiste en una banda que realiza un movimiento ascendente y descendente
siguiendo una línea elíptica. Esta banda está compuesta de varias cápsulas con
capacidad para dos personas con un eje propio como las sillas de una rueda moscovita.
En realidad hasta aquí el juego resulta algo muy sencillo y no provoca gran emoción, la
diferencia radica en que toda la banda tiene un eje central y por tanto giran todos sus
componentes. El éxito del juego es lograr el mayor número de vueltas en la cápsula
donde van los tripulantes, lo que se obtiene balanceando el cuerpo para encontrar el
momento exacto en que la gravedad nos ayude al llegar a los extremos de la banda y así
permanecer girando muchas veces por medio de inercia hasta lograr el tan anhelado
descontrol de nuestro organismo y sentir cómo nuestro centro de equilibrio pierde todas
sus facultades encontrando la satisfacción ofrecida por el aparato mecánico.
Logré subir seis veces seguidas y según mis amigos sólo una persona en todo el
parque me había rebasado en subir al aparato. Había que tener algo de control con el
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estómago, de no ser así, las náuseas provocadas podían ser incontenibles logrando
dibujar un abanico de líquidos de diferente color y fragancia repulsiva a mitad del
juego, salpicando por todas partes gracias a la fuerza centrífuga del equipo. Algo
realmente repugnante. Una característica de este juego era la capacidad para desarrollar
la dicción de sus participantes y sacar a flor de piel todo el diccionario de palabras
soeces existentes. Esto llamaba la atención sobre todo por parte de las señoritas que
subían al juego sin saber a qué se metían en realidad. Era sorprendente escuchar las
amenazas de las chicas para con sus acompañantes por haberlas convencido de subir a
tan demoniaco y espantoso aparato. Eso provocaba risas entre los más jóvenes y
vergüenza entre los adultos, peor aún si estos adultos eran los padres de la señorita en
cuestión.
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Aguirre!” No entendí la razón de la orden, pero al darme cuenta, tras de ellos venían
más de diez muchachos con toda la magnitud de su ira para desgarrarnos a golpes, y
sabiendo nuestra inferioridad numérica no hubiera sido una batalla formal, sino una
golpiza campal.
Recuerdo que casi caigo al retomar la ruta de regreso tan pronto escuché la
advertencia que hacían mis amigos de salir todos disparados. Corrimos alrededor de tres
cuadras sin descansar, a toda velocidad, con el corazón en la boca, haciendo tal
despliegue de fortaleza que ni siquiera pensamos en lo que teníamos. En situaciones de
riesgo es cuando se ve la verdadera capacidad de nuestro organismo y ese momento no
era la excepción… ¡no podía ser la excepción!
La idea de nuestra carrera era llegar a la casa más cercana de alguno de los
integrantes del grupo para establecer guarida y de esta forma librarnos de la golpiza. Mi
casa fue la más cercana y, cuál fue la sorpresa, que al llegar a las puertas de ella e
intentar abrirlas debía retirar toda la seguridad que ésta llevaba (ni la cárcel de Alcatraz
tiene tantos seguros como mi casa). Me percaté que mis bolsillos no llevaban las llaves
del pequeño candado negro marca Globe. El susto no se hizo esperar y con la llamada
de atención de mis amigos para que me apresure a abrir la puerta, la mueca de mi cara
fue suficiente respuesta. “¡¿No tienes llaves?!” fue la pregunta de ellos. Todos se
asustaron y empezaron a subir por la reja de mi casa con la esperanza de que estuviera
abierta la puerta interior y así escaparnos. De los seis integrantes, tres subimos la reja y
los otros tres corrieron en distinta dirección.
La puerta interior estaba cerrada, como no podía ser de otra manera cuando más
se
necesita que las cosas salgan bien (Ley de Murphy: “Si algo puede salir mal, saldrá
mal”), así que optamos por silenciar nuestros jadeos y usar a la noche para poder
ocultarnos. Como no había luces encendidas en la parte externa de la casa, se establecía
un rincón al fondo de la parte que funciona como garaje donde se descubría una zona
con mucha sombra que nos serviría en nuestra empresa. Nos sentamos en el piso con las
rodillas dobladas y muy juntos el uno del otro, con los nervios de punta e intentando
hacer silencio. Fue cuando vimos pasar por la calle, corriendo a toda velocidad, a los
muchachos que nos buscaban. Por suerte no nos vieron subir la verja y escondernos, así
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que eso me da la idea de la velocidad a la que lo habremos hecho y la poca
responsabilidad de nuestra parte para no haber salido heridos ya que las rejas tienen sus
protecciones puntiagudas y con ellas pudimos habernos lastimado.
El caso fue que todos estábamos completos aparte de leves raspaduras sin
importancia. Aguardamos alrededor de unos cinco minutos a que las cosas se calmaran
esperando que los muchachos que nos buscaban hayan dejado de hacerlo. Cuando nos
sentimos algo seguros nos acercamos a la reja para verificar si no había moros en la
costa. Salimos de mi casa de la misma manera como entramos: escalando la verja y
saltándola. Empezamos a buscar el destino de nuestros amigos. Ellos habían corrido con
mejor suerte que nosotros. Habían logrado entrar a la casa de un amigo de la vecindad
que los ayudó en el escape. En ese momento nos enterábamos de cómo se había iniciado
todo. Los muchachos que trabajaban en el parque insultaron a mi amigo y éste se había
defendido. Lo único que nos quedaba era disfrutar de las burlas entre nosotros por la
cara de asustados que tuvimos en el momento del escape y también de la facultad
atlética para poder correr rápidamente y así huir del problema inminente.
El parque siguió funcionando una semana más después del incidente, pero
regresar a disfrutar del mismo estaba fuera de contexto. No nos queríamos arriesgar a
ser reconocidos y por tanto golpeados. Así que el modus operandi a seguir en las tardes
después del colegio para la búsqueda de diversión estuvo vinculado con las palancas de
los juegos de video, salidas al tontódromo o pelotas de fútbol, y así tratar de olvidar el
parque de diversiones.
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5. EL OCASO DE LA FIESTA
Recuerdo que una de estas fiestas fue llevada a cabo por unas muy buenas
amigas del colegio “La Inmaculada” en el salón social del Colegio de Abogados de
Loja, frente a la cancha de fútbol del parque Jipiro. Éramos un buen grupo de amigos y
la mayoría de mi gallada estaba invitada a la fiesta debido a que pertenecíamos a la
misma promoción (nosgraduamos en 1997). Nos arreglamos lo mejor que podíamos
hacerlo y para ello se tomaba en consideración la vestimenta con la cual se iba a llegar
para quedar bien presentados ante el resto de invitados. Muchos no se hacían problema
y frecuentaban las fiestas con el mismo atuendo desde que se había alcanzado la
finalización del crecimiento corporal y por un problema de desgarbo e indiferencia
única para así enseñar la rebeldía que se llevaba dentro. En realidad poco funcionaba
esto. Quienes juzgaban esta belleza eran las chicas y cuando había un desgarbado en un
evento formal, simplemente perdía todo su atractivo ganado como rebelde sin causa en
estilo casual. Los diferentes tipos de ternos que componían la vestimenta externa, los
estilos de las camisas, los modelos de las corbatas, el juego de gemelos, los zapatos a la
última moda que hacían juego con el cinturón y la mejor fragancia encontrada, eran los
componentes a conformar el formalismo de un muchacho que luego de darse un baño de
más de una hora, afeitarse los cuatro pelos de la mandíbula y peinarse como el mejor
exponente de estrella hollywoodense debía armar con el mayor de los cuidados para no
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estropear las prendas impecables. Si así era para un hombre, ya me puedo imaginar el
arreglo de una mujer.
Establecimos entre los amigos llegar a una hora convenida o en el mejor de los
casos llegar juntos. De esta manera no se veía disminuida la hombría nuestra ya que
entrar solo a una fiesta, para la mayoría de mis amigos no era muy cómodo, seguido de
una vergüenza que nunca comprendí. Si te invitaban era para que vayas a una fiesta, no
para que te analice la gente en la puerta de entrada y examine de cuantas velas estás
acompañado y de si esas velas tienen colores o fragancias traídas de algún lugar
extraño. A mí no me importaba esto en lo absoluto. Lo que me agradaba era poder
llegar, que la música se encuentre en su estado más alto y poder bailar frenéticamente
haciendo un despliegue de buena condición física, gran ánimo y euforia por la música.
Por lo general era con mis amigas más allegadas con quienes me descontrolaba usando
movimientos seguidores del ritmo de la música de los 80, que debido a mi exageración
y mi indiferencia para con el resto de invitados, ganaban confianza y en realidad se
divertían sin tener que prestar atención al qué dirán de los demás. Algo muy común en
la sociedad Lojana.
Seis amigas fueron las organizadoras de este evento. Conocía a dos de ellas muy
bien. Eran amigas y compañeras de las clases de inglés que se desarrollaban en las
tardes después del colegio. Al momento de llegar a la fiesta y de encontrar a algunos de
mis amigos esperando en la puerta a más gente del grupo para no tener que entrar solos,
procedimos a ingresar. Dentro, admiramos los arreglos y la disposición del lugar para
realizar el evento principal donde por lo general el padre de alguna de las chicas decía
unas palabras y se sentía orgulloso de que su hija y sus compañeras alcancen este logro
académico, esperando que sea uno de muchos y que no termine en unión marital tan
temprano. Nuestras amigas estaban en la tarima principal colocada para presentarse,
agradecer la asistencia de los invitados y dar inicio al baile esperado. Se encontraban
vestidas todas en el mismo tono, el vestido verdeazulado desplegaba su belleza
multiplicada por las sonrisas que emanaban de sus rostros. Nos acercamos, saludamos
con ellas, las felicitamos y luego empezamos a bailar.
Siempre era normal que alguien estuviera con la predisposición de alcanzar una
relación mayor a una amistad en este tipo de eventos. Resultaba muy emocionante el
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plano en que una pareja vestida formalmente podía dar expresiones de afecto sincero
entre ellos para así disfrutar de una velada romántica muy simpática en compañía del
caballero galante o de la hermosa dama. Ocurre que para poder llegar a esta fase tan
anhelada había que realizar un cortejo inicial. Como era la costumbre y debido a un
problema de género, la mitad de la fiesta (logísticamente hablando) estaba poblada de
hombres y el cincuenta por ciento restante, de mujeres. La separación daba lugar para el
análisis por parte de ambos bandos y de esta manera regalar sonrisas por parte de las
chicas insinuando una invitación para la danza. Cuando había la química necesaria para
la aceptación por parte de una pareja, se presentaba un nuevo problema: la embarazosa
acción por parte del joven galante para cruzar todo el salón solo y sacar a bailar a la
coqueta niña. Como el exceso de valor era algo perdido y extrañamente presente entre
jóvenes novatos, se procedía a la elaboración de un grupo de baile donde los amigos del
galán impaciente lo acompañaban en el cruce del largo salón, se presentaban frente a las
amigas de la sonriente señorita para pedirles permiso, sacarlas a la pista y bailar con la
pareja interesada. De esta forma se ayudaba a que el galán no pase vergüenza por bailar
solo en la pista. Algo a lo que nunca le di valor, y esta indiferencia de mi parte era una
gran cualidad para ser uno de los acompañantes (o el único) del joven galán.
Por lo general en estas fiestas formales existe siempre una dama con un vestido
de exquisitas formas que denotan el físico de su portadora, enseñando más piel de lo
normal y haciendo una llamada efusiva para la presentación de su belleza dejando ver, a
toda la muchachada XY, una piel de delicioso color, de apariencia muy suave y sobre
todo descubierta. Fuimos muchos los que admirábamos esos escotes enviados del cielo,
tratando de parecer indiferentes ante la presencia de una dama tan bella. Muchos se
encontraban boquiabiertos y tratando de elaborar planes para acercarse a la bella
señorita y disfrutar de una pieza de baile en su compañía. Aún recuerdo las poses de
modelos novatos por parte de algunos jóvenes tratando de demostrar su plumaje
colorido para llamar la atención de la señorita. En esos momentos era cuando ella
escrutaba el salón por algunos minutos, hasta escoger entre el gran grupo de interesados,
para que luego de esto, la fiesta vuelva a su cauce natural.
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saludar a ellas, que a pesar de que el novio era amigo nuestro, no daba lugar a que uno
de nosotros (sin intención de separarlos) saque a bailar a su pareja o entable una
conversación amistosa. Lo que ocurría en estos casos era que la pareja disfrutaba de la
fiesta sola, en un sector del salón, mientras que el resto se encontraba bailando y
disfrutando por todo el lugar. Al siguiente día era común escuchar las disculpas por
parte de las amigas por no haber tenido la libertad de poder desempeñarse en la fiesta
como ellas hubieran querido, debido a que sus parejas simplemente no lo soportaban.
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Fiestas sin bar son pocas, y esta no era la excepción. Ahí fue donde llegamos por
lo general en grupos de tres personas para poder abastecernos del elixir que llevaría a
que nuestros cerebros se presenten más alegres, nuestro equilibrio pierda sus facultades
y de esa manera ser los payasos de la fiesta, ya sea por la facilidad para desarrollar
bromas a costillas de algún ingenuo, por el ridículo explícito de algún Don Juan o de un
posible John Travolta revolcándose en la pista.
Era la primera vez que me excedía con los tragos. Cabe resaltar que debido a un
tratamiento en base a carbamacepina para una epilepsia parcial que debe rondar aún por
mi cerebro, no había ingerido alcohol en la adolescencia como era el caso de muchos de
mis compañeros y amigos de mi promoción. Era de esperarse que el líquido ingerido
provoque su efecto empezando a sonreír más de lo normal (eso quiere decir que no paré
de reírme) y percibir el baile más animado. El despliegue de pasos nuevos inventados al
escuchar alguna canción emocionante era progresivo.
Como era la costumbre, los horarios paternales para retornar a nuestros hogares
se encontraban entre la una y dos de la mañana. Hasta ese momento la mayoría de mis
amigos estábamos con un índice de alcoholemia de alrededor de 2.5 g/l y contentísimos
de haber estado en una fiesta tan divertida. En realidad, la pasamos muy bien gracias a
la alegría de la gente, los amigos que nos encontramos, el buen ánimo y la camaradería
de mis amigos. El retorno a nuestros hogares tenía dos salidas: encontrar a alguien con
un vehículo para que nos pueda llevar, aunque sea uno encima de otro por la carencia de
espacios, o esperar rogando a que aparezca un taxi por aquellos lugares y así no tener
que ir caminando a casa con el riesgo de ser asaltado a mitad de camino. Para ventaja,
uno de nuestros amigos estaba en su poderoso vehículo de 2800 centímetros cúbicos: un
verdadero demonio cuando se apretaba todo el acelerador. Así que sabíamos algo
seguro: llegábamos muy rápido a nuestras casas, o nos íbamos a estrellar muy rápido. El
caso es que no se hizo uso de la fuerza bruta. De la manera más tranquila nos retiramos
las ocho personas en un automóvil para cinco, acomodados como pudimos, y
esperanzados en que nadie empiece con los deseos nauseabundos causados por el
movimiento del vehículo. Esa fue la razón para que el piloto vaya despacio. No quería
muestras de ADN ni de una fragancia repulsiva en su bólido infernal, pues era una pieza
muy preciada por él.
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Entre las bromas y carcajadas por parte de todos en la lata de sardinas que nos
encontrábamos, poco a poco se iba haciendo espacio al quedarse cada uno de los amigos
en sus casas dentro de la ruta norte–sur hasta que el dueño del vehículo llegara a la suya.
Fui el número tres en dejar el poderoso vehículo que inclusive con las pocas
curvas que dio para llegar a casa, fue suficiente para que sienta deseos de expulsar todo
lo que tenía en mi estómago. Mis amigos al notar mi cara de descomposición, intentaron
con cortesía retirarme de su proximidad a empellones seguidos de expresiones de afán
por querer bajarme del vehículo. Lo logré sin derramar una gota y, sin inconvenientes
con ellos, me despedí. Como mis amigos notaron que era mi primera vez en estado de
ebriedad esperaron a que ingrese a mi casa para protegerme de cualquier amenaza que
hubiera fuera de ella (o simplemente para reírse de mi destreza disminuida para
caminar). Luego me despedí afectuosamente de mis amigos mientras ellos se burlaban
por mi estado que hasta ese momento era desconocido.
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con cuidado de mi bolsillo derecho del pantalón y lo coloqué a un lado de la jardinera.
Los pasos para desarrollar esta actividad son sencillos: colocar el cuerpo en una
posición inclinada mientras uno se apoya en los brazos para luego por medio del dedo
índice (de cualquier mano, esto es a criterio del interesado) tocar la úvula en el interior
de nuestra boca y de esa manera inducir el espasmo. Mientras me preparé para ello y
dirigía mi dedo índice hacia su objetivo, escuché unos golpes leves en la ventana. Me
levanté de la posición en que me encontraba y cuál fue mi sorpresa al ver a mi madre de
pies en la parte interior de la sala frente a la ventana, con una actitud muy seria,
indicándome que no debía hacer lo que tenía programado y que ingrese inmediatamente
a la casa.
Luego del regaño de mi madre por mi mal estado, logré ingresar al baño por
algunos minutos para liberar mi malestar y posteriormente llegar hasta mi habitación
para descansar.
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6. LA CHURONA
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Alcanzamos el punto alto, y el descenso fue lo más emocionante que pude
disfrutar con mi bicicleta. Aprovechando que no es de compuesto especial (carbono o
grafito) para hacerla más liviana, tenía cierta ventaja sobre el resto, pues tenía mayor
peso y así mayor velocidad. Por supuesto que la advertencia de mi hermano no se hizo
esperar y me dijo que me concentrara mientras lo hacía, ya que un golpe con el asfalto a
esa velocidad tendría consecuencias muy desagradables. Recuerdo no haberle hecho
caso en dos ocasiones y me deslicé con velocidad. Mi hermano me alcanzó ambas veces
arriesgándose él también, ya que para hacerlo debía ir a una velocidad superior a la mía.
Sus expresiones de enojo por no hacerle caso y por mi imprudencia se hicieron notar,
logrando con esto regresar a la realidad antes de aterrizar en el camino y ganarme un
hueso roto como premio.
Retomamos el regreso por la carretera para evitar las espinas, pero había el
problema de que al haber ruido en exceso debido a la cantidad de gente, nos alejamos
poco a poco sin considerar el caso de la necesidad de petición de ayuda que solo podía
hacerse por medio de gritos. Nuestro primo se perdió de nosotros pues avanzó muy
rápido y a mi hermano lo alcancé a ver a unos 200 metros adelante, pero no podía
escucharme cuando lo llamaba. A la altura de una urna que se encuentra a mitad de
camino aproximadamente, me di cuenta de que tenía otra espina en la llanta trasera de
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mi bicicleta, que no la habíamos notado antes, y debido a que nuestro primo tenía las
herramientas y mi hermano los parches, levanté los brazos tratando de que mi hermano
me viera. Esto no se logró. Mi hermano pensó que me había adelantado, así que
haciendo despliegue de su fortaleza física, que era muy superior a la mía, desapareció
muy pronto de mi vista. Por un momento me sentí frustrado y algo asustado por la
situación en que me encontraba. Debido a que el aire de la llanta trasera escapaba de
forma lenta y como tenía la bomba en mi mochila, decidí rellenarla de aire y hacerlo
cada vez hasta que el orificio de la misma se incremente. Logré avanzar unos dos
kilómetros aproximadamente hinchando y pedaleando alternadamente y esperanzado en
que mi hermano al no encontrarme adelante me hubiera esperado. Luego me di cuenta
de que la llanta delantera no quedó bien reparada y tuve el problema de que mis dos
llantas se encontraban ponchadas. En un momento de desesperación pensé en retomar el
camino con las llantas sin aire destruyendo las llantas y el tubo del interior, pero al
darme cuenta de que resultaba muy pesado, avanzando no más de doscientos metros
decidí bajarme y terminar mi recorrido hasta la ciudad a pie. Me encontraba para esto
descendiendo a la ciudad. Ya había pasado el Villonaco, la parte más alta.
Alrededor de las seis de la tarde llegaron a casa mis papás, pero para mi sorpresa
sin el vehículo. Ocurrió que mi hermano, al igual que yo, también me estaba buscando;
había llegado a casa y luego de ello salió con todos a buscarme. Por si fuera poco, en la
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búsqueda del niño perdido, el vehículo sufrió un desperfecto: se torcieron las válvulas
del motor del Chevrolet Gemini modelo 1989, color gris metalizado, aros de magnesio y
dirección hidráulica (el único modelo del Chevrolet Gemini que la tenía), así que al
verme mi padre esperándolo en la puerta de casa, su cara de enojo se suavizó sabiendo
que me encontraba bien, pero con la frustración de una cadena de acontecimientos que
se le presentaron de manera tan gris (como el color del vehículo) en un solo día y con
este orden: primero solo llegó uno de sus hijos, luego fueron a buscar al muchacho
perdido, hubo un aguacero durante la búsqueda infructuosa y se dañó el vehículo.
Así fue como aprendí a tomar una decisión cuando veía todo en mi contra sin
poder pedir ayuda a nadie, pues en realidad nadie podía hacerlo, a pesar de estar
rodeado de 300.000 personas en una carretera solitaria y a la vez atestada de gente.
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7. VILLONACO–CERA
A la edad de 14 años recibí como regalo navideño una bicicleta de montaña que
aún la tengo. Es una primaxi color naranja rojizo con equipo shimano para las 21
velocidades y los frenos en Y, que en ese tiempo ya eran novedosos en comparación a
los típicos frenos en C. Siempre estuve muy al tanto de los nuevos accesorios que
llegaban al comercial Briceño que era donde los encontraba por lo general.
Justamente en ese lugar y luego de algunos años de experiencia en las rutas y por
tanto de las necesidades y los implementos necesarios de una bicicleta, conseguí mi
casco, las gafas, el bolso para herramientas y el juego de tomatodo para poder ubicarlo
en el cuadro de la bicicleta. Así tenía el equipo necesario para poder hidratar mi cuerpo
(que por lo general era media panela triturada con 4 limones y llena hasta el tope de
agua para que con el movimiento se disolviera) y la otra botella servía para poder
comprobar en caso de que hubiera una llanta ponchada, donde se encontraba el hueco, y
de paso poder hacer la limpieza donde se requiriera. El bolso de forma piramidal
ubicado en la parte baja del asiento, cargaba lo siguiente: 2 llaves de 14 y 15 pulgadas
para la llanta trasera (la delantera tiene mariposa) y otra de 10 y 12 pulgadas para el
arreglo de los frenos. Dos tipos de destornilladores (plano y de estrella) de la medida
exacta para los que componen la bicicleta y los parches en frío con la pega necesaria
para el caso de un fortuito puntiagudo. En la parte lateral del tubo que forma la
hipotenusa del triángulo rectángulo del cuadro de la bicicleta, se encuentra ubicado el
dispositivo hinchador de llantas que funciona por medio de bombeo. La parte atractiva
de mi bicicleta, y que la hacía diferente al resto en ese tiempo, era el velocímetro
electrónico que tenía implantado en el manubrio. Este me daba diferentes datos:
velocidad relativa, odómetro, velocidad promedio del viaje y tiempo de recorrido. Así
es que por medio de éste pude comprobar que la mayor velocidad alcanzada en asfalto
fue de 63 km/h (debí haber alcanzado velocidades mayores, pero en esos momentos no
me atrevía a desconcentrarme del camino por ver un número en una pequeña cajita
plástica).
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del viaje era alcanzar el destino en el menor tiempo posible. Por lo general salíamos
hacia el valle de Catamayo o hacia Malacatos, siendo este último más sencillo que el
primero y con un paisaje más atractivo para mi gusto. Así fue como mis amigos fueron
interesándose en esta práctica deportiva, inspirados por las grandes velocidades
alcanzadas en los descensos. También era muy divertido transitar por carreteras con
lodazales amplios y sin asfalto, grandes paisajes y una que otra lluvia de vez en cuando.
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En el recorrido antes de llegar al túnel existe un descenso importante con mucha
grava (partículas rocosas entre 2 y 60 mm aproximadamente). Estas rocas pequeñas
provocaban que con la velocidad a la que descendíamos, tengamos un agarre menor
debido a los saltos y a la fuerza centrífuga. Fue en este terreno donde por el exceso de
velocidad me fui acercando poco a poco a la orilla del camino, dando saltos y sin poder
controlar mi vehículo de equilibrio. Traté de aplicar los frenos y al hacerlo perdía
control. El precipicio se veía muy cerca, así que opté por lanzarme al lado opuesto de
éste y tratar de amortiguar el golpe. Es fantástico como en estos casos de emergencia,
uno puede tomar decisiones (que muchas veces no son las acertadas) para tratar de
salvarse. Ocurrió que al caer todo mi peso fue desviado a la palma de mi mano
izquierda, logrando retirar la poca piel que tiene y creando una herida profunda. Rodé
unas tres o cuatro veces mientras me cubría la cabeza para evitar golpearme con la
bicicleta, mientras ésta se detenía por el arrastre de los pedales con las rocas. Me detuve
bruscamente. Cuál fue mi sorpresa al encontrarme en el dorso de mi cuerpo, una
pequeña rama de faique que me estaba sosteniendo para no caer al fondo de aquel valle
empinado. Estuve muy asustado y me costó unos segundos regresar a la realidad. Tuve
mucha suerte. Empecé a verificar si no tenía nada roto y si encontraba alguna herida
profunda en alguna otra parte de mi cuerpo que no sea la palma de mi mano. Aparte de
unos arañazos vagos, no hubo mayor herida, pero la palma sangraba mucho. Decidí
limpiarla con un poco de agua que tenía en el tomatodo y sacándome la camiseta
procedí a cubrirla para evitar que se infectara.
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airosos donde pudimos disfrutar de nuestra compañía (o al menos reírnos de mi
aparatosa caída). Al siguiente fin de semana nadie quiso salir de paseo en las bicicletas.
Dejamos este tipo de aventuras para un nuevo feriado donde no encontremos alguna
actividad de relativa importancia y sería en ese momento en que esperaríamos el turno
de la siguiente persona que nos deleitaría con una nueva y dramática caída que sería la
causa de emoción en el paseo para tener una nueva anécdota al retornar a casa.
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8. ¡Taxi, taxi…!
Recuerdo hasta las rutas que existían debido a la delimitación del césped con las
flores a un lado, junto a la pared principal de la casa y en el lado opuesto la verja de la
misma. Por el lado izquierdo mirando la casa desde su frente, teníamos el garaje, que
era la zona con más polvo, por tanto, era el lugar ideal para las refinerías y el material
necesario para construcción en nuestros juegos. Por el otro lado teníamos dos aparatos
instalados por sus padres: el sube y baja y el columpio, que por estar adornado de una
hiedra trepadora en la pared posterior, tenía la apariencia de una selva muy grande y por
tanto existían en sus raíces, escondidos entre la tierra, escarabajos que en nuestro afán
por descubrir las cosas y no diferenciar aún el daño que podíamos causar a aquellos
animales, los enfrentábamos unos con otros en una plaza de toros, sin toros, pero con el
mismo fin: disfrutar de cómo dos animales se enfrentan, con la diferencia de que en este
caso, ambos contrincantes eran inconscientes de ello y lo hacían por supervivencia.
Fue así como creciendo poco a poco y con el límite de la verja de la casa,
intuimos que había más aventura fuera de ella. Ganando la confianza de nuestros padres
podíamos salir ya sea a la cancha de la esquina, a alguna de las tres tiendas más
importantes del barrio (Don Mario tenía mayor variedad en cuanto a cosas de mamás, la
señora viejita tenía los helados de naranjilla, y la más cercana los dulces más comunes
que podíamos encontrar) o a la casa vecina por bolos (refresco de diferentes sabores
congelado dentro de una bolsa plástica de diferentes tamaños) que en ese tiempo los
fabricaban ahí. Los bolos era el lugar para reunirnos después de un partido de fútbol,
básquet o baseball que tenían lugar en la cancha de la esquina, a un lado de la casa
principal con forma de castillo, propiedad de quien fuera la dueña de todos esos terrenos
antes de nuestra llegada.
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La cancha en la actualidad se encuentra cerrada por un muro de medio metro de
ladrillo que se alza con malla de acero hasta los dos metros de altura aproximadamente.
En el interior encontramos una cancha de cemento con dos aros opuestos para el
baloncesto y un par de agujeros ubicados en la parte central para ubicar los postes que
sostienen la red de juego de voleibol, práctica desarrollada los fines de semana por los
padres de algunos de los muchachos del barrio. Pero esto no siempre fue así.
Este madero fue el centro de una historia que ocurrió hace muchos años. En las
noches solíamos reunirnos todos los muchachos del barrio. Seríamos aproximadamente
quince adolescentes entre hombres y mujeres. Practicábamos juntos diferentes juegos
donde era apta la participación mixta y en otros momentos nos separábamos y
realizábamos actividades de exclusividad para hombres. Una de estas actividades
consistía en dedicarnos a hacer sufrir y enojar a los profesionales del volante que daban
el servicio de taxi (mis más sinceras disculpas para quienes hayan sido víctimas de
nuestro macabro juego). Usábamos la noche debido a que en la esquina posterior de la
cancha existía el jardín principal de la casa en forma de castillo (actualmente en esa
esquina se encuentra un taller de venta de neumáticos, servicio de alineación y balanceo
para vehículos, junto a la parada Loja Federal del SITU —Sistema Integrado de
Transporte Urbano—) y cercada por un muro de ladrillo de metro y medio
aproximadamente que junto a la vegetación era un gran lugar que servía de escondite,
antes de ser víctimas de los dientes afilados de algún guardián canino que sospechaba
nuestra presencia.
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se decidía quienes iban, se debía aceptar las consecuencias en el caso de un frustrado
plan: gran predisposición a correr como alma endiablada debido a que podría ocurrir
que el chofer del taxi nos agarrara en la broma con posible golpiza incluida. Nos
dirigíamos en parejas (uno se encargaba de hablar con el taxista y la otra persona se
convertía en el hermano y ayudante de la madre para llevar el equipaje; elementos
indispensables de la broma) hacia la esquina de la avenida, donde esperábamos sin
manifestar nerviosismo, al vehículo víctima.
De no ser así, el taxi esperaba junto con la persona que lo había detenido,
mientras su compañero (quien sería el hermano) corría hacia el campana con la
intención de ayudar a su madre con los pesados canastones. Como la carga era muy
grande, el hermano llamaba por mayor ayuda y era cuando quien había detenido al taxi
le pedía que lo espere un momento mientras regresaba con los canastones.
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Como existía esta cancha con algo de vegetación, el jardín de la esquina, el
tronco y los casas de los diferentes compañeros de la broma, teníamos varios lugares
donde podíamos escondernos y disfrutar del enojo del taxista que se daba vueltas por las
cuadras aledañas buscando a los causantes de la broma. El esconderse de las luces del
vehículo que avanzaba despacio buscando a los chiquillos atrevidos nos llenaba de
emoción y de la muy común risa nerviosa por estar agarrándole el pelo al trabajador
nocturno. Al final, el chofer se cansaba de buscarnos e intentaba irse y era en este caso
cuando salíamos a decirle que aún lo esperábamos y que no se vaya, para continuar con
la broma, seguida de una carrera estrepitosa para huir del muy enojado chofer.
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siguiente, gastando risas a costa del taxista y también entre nosotros por nuestras
carreras y sustos.
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9. CIRCUITO BMX
Desde temprana edad tuve una inclinación a la música. Fue así que, en una
Navidad, para mi sorpresa, al regresar a casa de mis padres el 24 de diciembre, luego de
estar en casa de mis abuelos maternos disfrutando de la Navidad en familia, con
ansiedad y mucha emoción veíamos con mi hermano pasar los regalos que habían sido
escondidos en la bodega de la casa (siempre fuimos traviesos y perspicaces para
localizar los escondites escogidos por nuestros padres para mantener en secreto los
presentes).
Mi hermano siempre fue muy bueno para los deportes y lo demostraba con su
desarrollo, pues cada día parecía que crecía más y sus hombros se ensanchaban. Fue un
gran modelo a seguir, ya que era uno de los mejores atletas que tenía el barrio donde
vivíamos y también uno de los primeros con tener una popular BMX. Con el tiempo
casi todos en el barrio teníamos bicicleta. Tuve que esperar al año siguiente para obtener
la mía. Nada era gratis, había que tener buenas calificaciones para poder hacerse
acreedor al regalo. Aprender a montar la bicicleta me resultó más complicado que al
resto. Las clases de manejo se desarrollaban por las tardes, y mis entrenadores e
instructores eran mi primo y mi hermano, quienes por medio de tácticas psicológicas y
yo con constantes caídas, aprendí a retirar mi vista de la rueda delantera para poder
concentrarme en el camino que tenía al frente y así mantener el equilibrio, obteniendo la
codiciada habilidad de sostenerme en dos ruedas.
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Uno de los eventos más importantes en el barrio donde vivíamos era reunir la
mayor cantidad de bicicletas para realizar carreras entre nosotros. Esto ocurría
generalmente en las vacaciones, cuando un gran grupo de muchachos con bicicletas de
varios colores, formas y marcas se hacían presentes para demostrar sus habilidades
físicas en una competencia reñida, interesante y peligrosa a la vez, pues el circuito se
desarrollaba por algunas avenidas principales y debíamos tener cuidado con los
vehículos, lo que era difícil de hacer ya que perder el tiempo frenando para evitar un
accidente daba como resultado la pérdida de la carrera.
El trazado del circuito era de la siguiente forma: alrededor de doce ciclistas nos
arreglábamos de forma transversal en la calle Ambato, entre Latacunga e Ibarra con
vista hacia la calle Ibarra (hacia el Norte). Daban la señal de salida y partíamos
disparados pedaleando con todas nuestras fuerzas para llegar a la calle Ibarra y tomar
hacia la izquierda encontrándonos con la avenida Cuxibamba y seguir su cauce en
dirección sur- norte pasando por el Parque de la Madre (ahora hay una gran pileta),
siguiendo frente a la Zona Militar hasta alcanzar la Terminal Terrestre donde se
encuentra un redondel que lleva un pequeño obelisco tras el monumento de Isidro
Ayora, que era el lugar en donde debíamos dirigirnos hacia la derecha con el mayor de
los cuidados, pues estando cerca de la terminal, existían muchos vehículos.
Seguíamos derecho hasta alcanzar el río, unión del Malacatos y el Zamora, para
tomar nuevamente a mano derecha y continuar en dirección opuesta al flujo del río hasta
llegar a la calle Guayaquil, entre el puente del Valle y la Zona Militar. Tomábamos
nuevamente hacia la derecha, avanzábamos una cuadra y luego ingresábamos hacia la
izquierda tomando la calle paralela a la Gran Colombia en la Ciudadela del Maestro.
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vez. Ahora sería difícil lograr que un grupo de doce ciclistas salgan desaforados en
competencia por una de las avenidas más concurridas de la ciudad.
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10. EEG
Desperté súbitamente. Otra vez el mismo sueño que se repetía noche tras noche.
No sabía qué era lo que ocurría, pero al momento de despertar sentía una ansiedad muy
grande, seguida de la angustia por mi situación y el miedo por lo que había soñado.
Tenía la edad de 9 años aproximadamente y cada vez que sucedían estos episodios mis
padres llegaban a mi cuarto a toda velocidad preguntándome qué ocurría, y yo asustado,
les comentaba lo que había soñado. Nunca supe explicarles de la manera que ellos
hubieran querido, pues el miedo que me embargaba en esos momentos y el despertar en
la oscuridad sin tener a nadie cerca para convertirse en mi bastón, mi único tronco en
alta mar al que apoyarme, lograba que lanzara un grito que nunca logré escucharlo.
El sueño que se repetía era muy extraño: Sentía la sensación de que era un gran
edificio (específicamente un hospital) en el que cada uno de sus pisos, corredores,
cuartos, quirófanos, salas de espera y hasta el terreno donde se encontraba construido,
eran cada uno de los órganos que componían mi cuerpo, sintiéndome como un espíritu
frente a todo ese lugar de salvación donde lo único que existía en exceso era dolor y
sufrimiento. El lugar se encontraba atestado de gente como si nos encontráramos en
guerra: personas con bata blanca corriendo de un lugar a otro, camillas ocupadas de
gente ensangrentada de muy mal aspecto y otras, llenas de infecciones en diferentes
partes de sus cuerpos, rodaban a toda velocidad por los pasillos de mis brazos para
poder llegar al lugar donde podían darles el tratamiento necesario y así apaciguar el
dolor que sentían, el cual era tan claro que yo mismo lo podía sentir y vivir dentro en mi
corazón.
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El miedo se apoderaba de mí y luego empezaban a danzar lágrimas por mi rostro
dentro de la desesperación en la que me sumergía. Al momento mis padres se
presentaban en mi habitación preguntándome qué ocurría y cuál era la razón para
demostrar tanto miedo. Aún recuerdo la escena: mis padres ingresando y
encontrándome arropado por las cobijas en mi cama, sentado sin poder demostrar nada
y esperando un abrazo de forma inmediata para disipar ese miedo disfrazado de
desesperación que me envolvía. Mi padre llegaba con un vaso de agua y mi madre me
cuidaba en su regazo mientras me decía frases suaves y amorosas al oído indicándome
que todo había pasado y que sólo se trataba de un feo sueño.
Los sueños, debido a que se repetían con frecuencia, fueron los indicadores de
que algo me sucedía. Las inferencias por parte de mis padres para saber cuál era el
detonante los llevó a hacer un análisis de qué es lo que hacía en el día: en la escuela mis
calificaciones eran excelentes y no tenía problemas con nadie como para concluir que
mi pedido de ayuda era por la rama escolar matutina. Por la tarde me dedicaba a
desarrollar mis tareas y luego realizaba actividad física en la cancha que se encontraba
en la esquina de la cuadra donde está la casa de mis padres. Además, no era un niño
problemático ni débil como para que existieran problemas con los amigos del barrio, así
que esa no era la ruta para encontrar la respuesta de lo que ocurría en las noches bajo los
brazos de Morfeo.
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Pienso que mi madre estaba más asustada que yo de la prueba, debido a que me
preguntaba muchas veces si es que me encontraba bien.
Al retirarnos del consultorio del doctor me fui más contento todavía, ya que al
analizar mi reflejo en un espejo cercano vi que mi cabello, gracias a la pega viscosa,
resultaba en un peinado desordenado en extremo que mi madre trataba de aplacar y que
por supuesto yo no dejaba que suceda, dando lugar a un niño con una sonrisa al
extremo, cabello desordenado e hiperactivo, llamando la atención de todas las personas
a mi alrededor y sonrojando el rostro de mi madre por mi inapagable alegría (o locura).
Fue algo muy emocionante. Ver a mi hermano correr de mí no era común ya que
siempre el perseguido era yo. Así que para hacer justicia y con un poco de venganza
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disfruté y me reí por un largo tiempo hasta que mi madre, cansada de escuchar los gritos
de mi hermano (por el pedido de auxilio) y los míos (por asustarlo más), me reprimió
por mi macabra broma y me envió directamente a la ducha para retirar la goma que se
encontraba remanente en mi cabeza.
Después de algunos días, y de haber hecho las paces con mi hermano (ahora el
perseguido era yo por haberlo asustado de tal manera), llegaron los detalles de la
prueba. Me detectaron una epilepsia parcial para lo cual debía tomar una medicación
específica por algún tiempo (Carbamacepina 200 mg presentados en el comercial
Tegretol) y comprender del desorden eléctrico que existía en mi cerebro.
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11. LA GUITARRA
Nuestra ciudad se caracteriza por su afinidad a la música que mezclada con algo
de alcohol le da ese efecto desinhibidor a las personas, logrando florecer los
sentimientos reprimidos que tienen dentro y demostrando cosas que estando sobrios no
podrían decirlas. Es así como ocurre el inicio de un relato amoroso, en el que poco a
poco se van conociendo los detalles del amigo adolorido, que comenta sus penas y sus
dudas, sus motivos y justificaciones para llevarse el mejor papel dentro de la pareja
lastimada y tratar de buscar un apoyo dentro del grupo de amigos presentes quienes
aportaban con sus ideas y conclusiones.
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cuando alcanzaba melodías satisfactorias, ya que para cantar no he tenido la habilidad
necesaria. Fui un músico mediocre pero siempre me ha encantado escuchar una buena
interpretación por los profesionales de tan maravilloso arte.
Marco era muy buen intérprete de la música y le gustaba desarrollar su arte con
nosotros provocando siempre un ambiente propicio entre los que nos encontrábamos
conformando el grupo. En caso de que una canción no llenara el espacio que requería,
Marco lograba hacerlo por medio de algún chiste que se lo tenía guardado cambiando la
ruta de la conversación melancólica y convirtiéndola en risas y carcajadas.
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Luego de haber terminado con los cánticos románticos a la luz de la luna para
todas las señoritas de quienes habían deseado dar este tipo de regalo, el reloj marcaba un
nuevo día y decidí retirarme a casa. Dejé prestando mi guitarra a Marco para que dé
gusto al resto de integrantes con sus canciones mientras seguían disfrutando de la
noche, de las conversaciones repetitivas y del resto de alcohol dispuesto para aclarar la
garganta de todos los restantes. Me despedí de mis amigos a pesar de que ellos no
querían que el grupo se desarme sin considerar lo avanzado de la noche y me dirigí
hacia mi casa a descansar.
Al siguiente día llamé a mis amigos para saber cómo les había ido en la noche
anterior. Marco estaba algo misterioso y renuente conmigo. Me dijo que la guitarra la
había dejado en casa de un familiar suyo y que no me preocupe por ello, que me la
entregaría otro día. Eso ya me dio la idea de que algo había ocurrido. De la mejor
manera logré convencer a Marco que podía contarme lo sucedido y que no había
problema, que lo mejor que podíamos hacer era solucionarlo. Fue cuando accedió a
contarme la verdad de lo ocurrido.
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Al siguiente día Marco regresó con una guitarra de su propiedad, de mejores
características que la usada en batalla. Le agradecí por su gentileza y él me pidió
disculpas por su acción anterior. Recordando junto a él por la acción nocturna, entre
risas le pregunté: “¿Cómo se te ocurrió darle con la guitarra?”, y su respuesta fue muy
singular: “¡Es que se quería escapar!”.
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12. LA BOOM
Hubo un rumor acerca de este bar. No sé si lo hicieron por lograr más ventas y
que la gente lo visite con frecuencia, o si fue hecho para evitar que la gente vaya.
Muchos afirmaron el hecho pero nadie podía confirmarlo. La anécdota se basaba en que
una noche, mientras todos se estaban divirtiendo en el baile, los juegos de luces y la
bebida, apareció un tipo de cualidades llamativas en extremo para las señoritas. A todas
las chicas se les escuchaba en la calle: “¡Dicen que era guapísimo!”, por supuesto, nadie
podía confirmar el hecho, pero como es Loja, el chisme se extiende como epidemia y no
se sabe dónde empieza.
El punto era que el galante muchacho de belleza incomparable para las señoritas,
se encontraba bailando en el centro de la pista. Dada la media noche las luces del lugar
disminuyeron drásticamente, se escucharon sonidos extraños a la música y un olor a
azufre se había apoderado del lugar. Como no podía ser de otra manera, resultaba que el
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guapo muchacho era el mismo demonio. Se supone que había desparecido al instante y
que muchos juraban, lo habían visto. No sé qué tipo de bebidas dieron esa noche en el
bar, o qué clase de alucinógeno llegó a la ciudad. Nadie supo confirmar el hecho y otros
permanecieron callados. Tampoco luego de eso me interesé por averiguar más. Como
ocurre con todo chisme en la ciudad, poco a poco se disipa hasta que desaparece.
Bailamos, bebimos y bailamos más, pues esto era lo que me agradaba antes que
sentarme a beber. Las horas pasaron y nos dieron las dos de la mañana del siguiente día.
Consideramos que era justo retirarnos y procedimos a hacerlo de esa manera. Éramos
dos personas quienes teníamos vehículo esa noche: el de la novia de Pedro y yo, así que
les pedí que me esperen mientras traía el vehículo más cerca hasta que el resto del grupo
saliera del lugar, pues con las copas encima los pies de algunos se vuelven más pesados
y se demoran un poco para salir (ellos afirmaban que eso no era estar ebrio).
Alcancé el vehículo de mi padre a una cuadra del lugar, pero para llegar a la
puerta de La Boom debía dar una vuelta a la manzana. Procedí a hacerlo y fue cuando
en la esquina de la 24 de Mayo y Miguel Riofrío, un grupo de cinco tipos estaban
caminando por medio de la vía (no sé si en un derroche de ego, o simplemente por estar
ebrios) razón por la cual tuve que frenar bruscamente, pues no esperaba encontrarme
con gente en medio de la calle. Se hicieron a un lado y pasé, pero seguidamente
empezaron los insultos por parte de ellos. Paré el vehículo y era uno de los cinco tipos
quien me insultaba (camisa gris y pantalón negro eran sus referencias) y enviaba al
mismísimo infierno (hasta aprendí nuevas malas palabras). Me bajé del vehículo e hice
mi reclamo: “¡Qué te sucede, animal!” (cabe resaltar que en ese tiempo aún no bebía y
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por tanto me encontraba sobrio). Me hizo señas de que me acercara y mientras me
quitaba la chompa y mi reloj, le dije que me encontraba solo, que se acerque él, pues a
su lado había el respaldo de sus amigos y tampoco me iba a exponer a ser golpeado por
un grupo de montoneros. Nada más escuché: “¡¿Te agüevas?!” Fue suficiente. Ingresé al
carro nuevamente y alcancé la puerta de La Boom. Justamente se encontraban en la
puerta dos de mis amigos, el resto se encontraba en el vehículo de la novia de Pedro. Me
estacioné en media calle, abrí la puerta del copiloto y les grité: “¡Bronca, acoliten!” Se
subieron como resortes mis dos amigos: Sergio y Gustavo. Me preguntaron: “¡¿Qué
pasa Aguirre?!” y les comenté lo que había sucedido.
Nunca fui armador de pleitos, pero no me agradan las cosas injustas. Esa vez la
culpa no era mía y el tipo se envalentonó demasiado contra mí, cosa que no dejé pasar
(tampoco es un justificativo para perder la cordura como en esta ocasión). Dimos
rápidamente la vuelta para buscar a los tipos: como era de esperarse ya no estaban en el
lugar donde los dejé, y no había pasado ni un minuto. Paré en las cuatro esquinas y los
vi dirigirse por el Pasaje Sinchona en dirección a la Rocafuerte. Me bajé del carro
inmediatamente y con paso apresurado me dirigí tras ellos diciéndoles que se detengan.
Junto a mí iba Sergio, Gustavo se quedó parqueando el vehículo y asegurándose de
dejarlo debidamente cerrado, para luego seguirnos. En ese momento asomó un señor en
el segundo piso de una casa que dirigiéndose a mí dijo: “¡Tranquilo muchacho, mejor
anda a dormir!” Le dije que esto no era problema suyo y seguí con mi objetivo:
reventarlo al malcriado que me había ofendido.
Casi al finalizar la cuadra y protegido por una mujer (no puede haber persona
más cobarde que alguien escondiéndose tras unas faldas) desapareció corriendo
mientras la chica nos decía: “¡Nadie dijo nada, tranquilícense!” Nos detuvimos por
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respeto a la chica y seguidamente fui con sus amigos para que me digan de quien se
trataba. Nos pidieron disculpas a pesar de que nos llevaban en número. Además mis
amigos estaban a mis espaldas por si ocurría algo inesperado. Me dijeron que no lo
conocían al tipo, pero que sí habían escuchado lo que me había dicho, que lo habían
conocido esa noche y por tanto no sabían quién era.
Hasta ahí llegaron las cosas. Mis amigos me dijeron que ya estaba hecho y que
el tipo había demostrado su cobardía. No valía armar relajo donde no había, y tenían
razón. Dejamos el lugar y nos retiramos.
Pasé dejando a cada uno de mis amigos en sus casas entre bromas y carcajadas
pues era la primera vez que me habían visto enojado por algo. Por supuesto esto dio pie
para que cada vez que se repetía algo parecido, salieran las bromas que eran aceptadas
con gusto. Nunca supe quién fue el tipo, pero estoy seguro de que él si supo quién era
yo. No los he vuelto a ver a esos muchachos desde aquella noche pero espero que les
haya servido de lección no hacerse amigos de cualquier patán que encuentren en la
noche, y peor aun siendo éste el organizador de una trifulca en la que, para colmo, no se
molestó en participar.
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13. TRICICLO
Era una noche de fin de semana y nos encontrábamos en casa con mi familia
realizando diferentes actividades. Recuerdo que mi padre estaba en su consultorio
distraído con su lectura, mi madre corrigiendo exámenes, mi hermano al teléfono
conversando con un amigo, mientras que con mi hermana jugábamos gracias a la alegría
de la física electrostática. ¿Suena raro? En realidad no lo es, y lo explicaré.
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de ambos emocionados por el fenómeno, dando una base fuerte para seguir repitiendo el
evento.
Ocurre que al ser las llantas del triciclo plásticas y el material del piso cerámico
de la casa de mis padres de acabado vítreo especial (mayólica), se produce el
intercambio de electrones entre el piso y las llantas plásticas, ya que el piso está
sobrecargado de electrones libres llevados por nuestros zapatos. Estos electrones libres
del piso hacían contacto con las ruedas y pasaban hacia mi hermana, subiendo poco a
poco acomodándose por todo el vehículo alcanzando a mi pequeña hermana y a sus
lisos y largos cabellos, repeliéndose entre sí y dando la impresión de que se elevaban.
En esa noche en que estaban todos ocupados ocurrió que se fue la energía
eléctrica por toda la zona, quedándonos sin luz. Dejamos nuestras actividades y nos
reunimos en la sala de estar de la casa a esperar por el regreso de la energía y
aprovechando el tiempo para tener una pequeña plática. Fue cuando mi hermana regresó
de una de sus vueltas cargada de electrones y con los cabellos levantados. Como no se
veía mucho debido a que no teníamos ninguna bombilla funcionando, se acercó a mí
tocándome el brazo y se sintió nuevamente ese pellizco producido por lo cargada que
estaba mi hermana (produciendo algo de dolor en mi brazo y por supuesto la carcajada
de mi hermana por haberme sorprendido), y pudimos admirar una pequeña chispa de
color azul, parecida a la llama azul que se puede divisar en las cocinas que funcionan a
gas.
Debido a lo llamativo del accidente y de ver que se producía una luz que antes
no nos habíamos percatado que existía, decidimos experimentar más. Mi madre ya tenía
algunas velas encendidas para poder tener algo de luz. Le iluminamos el camino a la
novata piloto del veloz triciclo y le pedimos que dé más vueltas, que se cargue
nuevamente para admirar esta interesante luz azul. Mientras se daban las vueltas y con
la poca cantidad de luz, la imagen era algo macabra: una niña a toda velocidad en un
triciclo, en la oscuridad, con una sonrisa muy grande y con los cabellos levantados.
Seguro que si alguien no sabía de qué se trataba hubiera pensado que estaba poseída por
algún demonio. Pero luego de verle la cara a mi pequeña hermana y ver la alegría que la
abrazaba y la felicidad que emanaba, seguro cambiarían de idea y buscarían alguna
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explicación científica, pues era imposible creer que niña tan linda y alegre podría tener
un demonio dentro.
Así fue como llegó nuevamente cargada, pero ahora todos poníamos mucha
atención a lo que iba a pasar para determinar el color de la luz. El tránsito del flujo de
electrones ahora se dirigía al índice de mi padre, quien se encontraba en el centro de la
sala de estar junto a mi hermana con su sonrisa iluminándolo todo, pues era centro de
atención para tan interesante fenómeno. Al acercarse los dedos, nos percatamos de que
la chispa se creaba antes de que se unan los índices. Es decir nunca llegaban a tocarse,
sino que la carga se expresaba con anterioridad. Repetimos el experimento muchas
veces hasta que todos pudimos sentir y vivir en la oscuridad como se presentaba la
pequeña luz azul.
Luego de unos minutos la energía eléctrica regresó a nuestro sector y las luces se
encendieron. Se terminó en ese momento el juego con el fenómeno físico, y contentos
de haber descubierto algo nuevo, hicimos caso al llamado de nuestra madre para
dirigirnos a la cocina, pues la comida estaba servida en nuestra mesa esperando por
nosotros.
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14. CARROS DE PALO
Mi padre era muy afín a la carpintería y siempre fue muy hábil (lo sigue siendo)
para poder arreglar cualquier cosa que se presentaba con medidas de auxilio (mi madre
era por lo general quien encontraba las fallas) y encargarse el fin de semana de la
reparación necesaria (cirugía de fin de semana para el doctor) donde el ayudante era
cualquiera de sus hijos que se encontraba más cerca, y por supuesto así aprendí un poco
más de todo conociendo el uso de las herramientas y el fin para el cual fueron
fabricadas.
Cuando era muy pequeño quien ayudaba en estas artes manuales era mi hermano
mayor, pero como todo niño metido y curioso, siempre me encontraba con ellos siendo
parte de una cadena jerárquica para hacer mandados, donde mi padre pedía a mi
hermano alguna herramienta, y él me encomendaba la misión a mí (en caso de que ya
conocía la herramienta que estaban solicitando).
Era divertido ver a mi padre con las tablas, el martillo, los serruchos, del que
había tantas clases en uno muy simpático que venía con múltiples hojas y con un solo
mango, para lo cual se lo debía armar, cómo si se cargara un arma y se dispusiera a
batallar (compréndanme, era un niño, y eso era a lo que se me asemejaba antes de saber
su uso: ¡gracias televisión!), el flexómetro, la escuadra, lápices, clavos, tachuelas,
tornillos (no olviden los tripa de pato), en fin, un mundo de cosas nuevas que me
emocionaban en extremo. Ver el fruto de lo que se construía dejaba una sensación de
satisfacción muy grande y mucho aserrín en el piso.
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Así fue como empecé a revisar la colección de libros de mi padre llamada
BRICOLAGE donde habían muchas cosas para construirlas uno mismo. Algunos de
estos proyectos eran para niños como yo, entusiasmados por encontrar algo que mitigue
esas ganas locas de construir algo con madera, papel y algo de cuerda (como hacer
nudos marineros, así aprendí a hacer el nudo del ahorcado).
Los primeros carros de palo que vimos eran toscos y grandes, con ruedas de
madera y ejes de hierro que lo hacían muy pesado. Además tenían un volante metálico
que lo hacía más fácil de maniobrar pero también desgastaba al motor por el peso del
vehículo. De esta manera mi padre se puso al frente de la empresa de fabricar un carro
de palo para nosotros pero de características distintas para tener más velocidad y no
frustrarnos en la primera empujada del vehículo.
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Lo primero que buscamos para ello fueron ruedas ya fabricadas, es decir que no
sean de madera para evitar fricción y alcanzar más velocidad y menos peso. Así que
estuvimos de retorno en nuestro gran laboratorio (la bodega) para poder encontrar lo
que necesitáramos. La búsqueda dio el fruto esperado: un viejo triciclo de color rojo y
grande tenía un par de ruedas de un diámetro de 20 cm que servirían para las ruedas
traseras del coche y otro par de ruedas de un triciclo de mi propiedad que sacrificamos
(era el triciclo de la pantera rosa, según recuerdo) para tomar sus dos llantas posteriores
que tenían unos 15 cm de diámetro y con una separación entre ellas de 40 cm
aproximadamente, las cuales formarían parte de la dirección del vehículo.
Aún no comprendía cómo era la construcción del volante, pues no veía el gran
círculo que íbamos a manipular con nuestras manos para dirigir al vehículo. En ese
momento fue cuando mi padre me explicó lo que quería hacer: una gran tabla sería el
cuerpo del carro. En la parte trasera aseguraríamos un eje de hierro que iría dentro de la
guía de un trozo de madera donde se unirían las llantas traseras. Esto tendría un ancho
de 50 cm aproximadamente. En la parte delantera de la tabla se recortaría el ancho de la
tabla, formando un cuello, pues la dirección tenía una distancia entre las llantas de 40
cm (las llantas de mi triciclo) y este recorte en la tabla serviría para que al momento de
girar la dirección las llantas no se golpearan con la misma tabla que servía de cuerpo,
además de un orificio para ingresar el eje de la dirección. Es decir, el carro tenía su
parte delantera más fina que la trasera, dándole más estabilidad y fortaleza.
Realizada la obra y luego de haberle dado los toques con pintura de color café,
hicimos las pruebas necesarias con mi hermano para determinar la resistencia y
aprender a dirigirlo. Resultó que estaba muy bien hecho y que se podía alcanzar
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velocidades altas, ya que los ejes se encontraban engrasados y la fricción era mínima,
por tanto llegó a ser uno de los vehículos más rápidos del barrio por ser tan liviano y a
su vez óptimo en los descensos, pues a falta de peso, todos nos subíamos en el mismo, y
alcanzábamos grandes velocidades. Todo estaba en el eje de las llantas. Esto dio pie
para que en los barrios vecinos se construyan nuevos carros optimizados en su
construcción (gracias a la iniciativa de mi padre).
Y entonces llegó la noticia de que iban a hacer una carrera de carros de palo en
el barrio vecino. Nos inscribimos con nuestro bólido para la competencia junto con
Guillermo, amigo del barrio quien estuvo de acuerdo con mi idea de participar. Cuando
supimos que el recorrido era extenso nos empezamos a desanimar un poco, ya que
empujar un carro agachado es muy cansado y molestoso. A mi padre se le ocurrió que
se podía empujar con la ayuda de una palanca para trasmitir la fuerza. Entonces se
construyó una pequeña pieza de madera en la parte trasera del carro, en forma de cuña
para que pudiera ingresar la palanca y que no se saliera de su eje, haciendo más sencillo
empujar el vehículo ya que no tendríamos que agacharnos.
Debido a este arreglo de último minuto, nos inscribimos casi al momento en que
iba a iniciar la carrera y ahí fue donde la cosa empezó a tomar color de hormiga. Vimos
que los demás participantes nos superaban en tamaño y músculos. El organizador de la
carrera no nos dio muchas esperanzas y hasta parecía que no quería dejarnos ingresar a
la carrera, pero consintió en el hecho y nos pintó el número del vehículo en la parte
delantera: el número 2 con pintura blanca sobre un fondo café. Conscientes de que era
una prueba de resistencia física y considerando que en el circuito no había descensos
que nos podían ayudar, pues nuestro vehículo era el más liviano, decidimos lanzarnos
con todo y dar lo mejor de nuestra corta experiencia. Primero iría yo al volante y en el
momento en que Guillermo se cansara, cambiaríamos posiciones.
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iba tratando de tomar el lado izquierdo de la calle, posición estratégica para ganar
ventaja en la primera curva y con la alegría de salir primeros por ser el vehículo más
liviano y manteniendo la punta por 100 metros aproximadamente. Nos dimos cuenta de
que más que una carrera donde se necesitara pericia para alcanzar dominio y facilidad
de movimiento en las curvas, necesitábamos de fuerza bruta en exceso, más de lo que
habíamos pensado cuando nos inscribimos, y eso nos faltaba. Intercambiamos lugares y
empecé a empujar a Guillermo como desesperado, momento en que fuimos rebasados
por el primero de nuestros contrincantes.
Y tenía razón. Nos cambiamos nuevamente y empujé lo más que pude. Nos
rebasaron los últimos dos vehículos y llegamos en penúltimo lugar cansados al extremo,
con las gargantas secas y frustrados por el resultado. Encontramos a nuestros amigos
que nos apoyaban dándonos palmadas en la espalda apoyándonos y diciéndonos: “¡Peor
es llegar últimos!”.
Mi padre llegó con un par de helados para los concursantes tratando de aplacar
nuestra decepción y mi hermano encargándose del vehículo del cual no queríamos saber
más nada.
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involucrado en una batalla en la cual sabíamos era muy difícil ganarla, pero la fuerza y
el coraje necesario para haber dado ese paso fue lo que me dejó una gran lección.
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15. CLASES DE INGLÉS
Una tarde, mi primo que vivía en la casa vecina llegó con una nueva idea para la
actividad vespertina: llegar al instituto de inglés (donde eran profesoras nuestras
madres) para ver chicas. Al principio la idea me llenó de miedo, pues la idea de
simpatizar con chicas nunca fue mi fuerte y además era tímido. Así que sin esperar
respuesta mi primo dijo: “Ponte un pantalón y vamos”. Esto no quiere decir que en las
tardes pasaba desnudo, sino que siempre estaba con una bermuda (tenía cuatro
diferentes estilos distribuidos en colores rojo, celeste, verde y azul con diferentes
combinaciones). Hice caso al optimismo de mi primo y salimos con dirección al
instituto de inglés.
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encontraba en cursos superiores con otros compañeros y conocidos míos, que después
de un tiempo llegarían a ser parte del grupo, jorga, gueto o gallada, el cual formaríamos
posteriormente.
Era muy entretenido estar en clase con mujeres. En el colegio donde estudiaba
también existían mujeres, pero eran tan pocas que en realidad no se les prestaba mayor
atención. Al menos en mi paralelo desde primero hasta cuarto curso solo había una
mujer, luego los dos últimos años tuvimos una nueva compañera, pero seguían siendo
dos mujeres entre un grupo de cincuenta aproximadamente, que en algunas ocasiones se
convertían en patanes, pues había momentos en que no las respetaban, pero siempre
había alguien que hacía la llamada de atención, sea amigo o no. No me gustaba que se
aprovechen de ellas ni que las traten mal. En algunas oportunidades fui una de esas
personas que debió llamar la atención a algunos de mis compañeros evitando que se
propasen.
Estar en los cursos de inglés resultaba divertido y a la vez educativo. Conocí así
a un grupo de buenas amigas que estudiaban en La Inmaculada con quienes llegamos a
terminar todos los cursos del instituto, hasta cuando éste cambió de ubicación y terminó
siendo en el segundo piso de la casa de mis padres. También hubo otro grupo de amigas
del colegio Las Marianas que justamente eran amigas de una prima mía con quienes
llevábamos una relación envidiable. Aún estamos en contacto con estas amigas, es más,
algunas de ellas son actualmente esposas de algunos de mis amigos.
La parte interesante de esta rutina diaria que incluía inglés, parque y gimnasio,
era que siempre podíamos estar en contacto con nuestros amigos, amigas, compañeras y
compañeros. Después de disfrutar de la clase de inglés, que iniciaba por lo general a las
tres de la tarde y terminaba a las 4:15, nos dirigíamos hacia el parque que era lugar de
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encuentro para todos los adolescentes y por tanto era denominado el tontódromo. La
idea era poder encontrarse con amigos y amigas en este lugar.
Por lo general los días lunes era poco probable encontrar a alguna chica dando
una vuelta simplemente por gusto. Lo que ocurría era que buscaban alguna lámina
educativa en las librerías del centro de la ciudad, un cuaderno nuevo o algún libro
necesario para clases, y de paso, se daban una vuelta por el parque si es que el grupo de
señoritas era superior a uno. En caso de ser inferior no tenía sentido, pues no había con
quien comentar de la situación. La cantidad de gente en el parque (y me refiero a
cantidad de adolescentes) aumentaba según se acercaba el día viernes. Creo que con
Pedro pudimos hacer un muy buen análisis estadístico pues casi vivíamos en el parque
antes de entrar al gimnasio. En ocasiones en las que no había nada (o nadie) que llamara
nuestra atención ingresábamos inmediatamente a realizar nuestras rutinas de ejercicios o
en caso de que no tuviéramos tiempo por alguna tarea inconclusa (así fue por algún
tiempo con las láminas de dibujo técnico).
Era común ver mucha gente los días viernes en la tarde. En realidad era lo mejor
que se podía hacer en ese día pues era un desfile de señoritas por el parque caminando
en sentido contrario al de los vehículos que circunvalaban la cuadra del parque,
logrando con esta estrategia milenaria ver a los jóvenes en sus vehículos (generalmente
de propiedad de sus padres) mostrándose como verdaderos pavos reales para así ganarse
la sonrisa de alguna señorita y por tanto entablar un misterio de risitas y sonrojamientos
que indicaban que la pareja se gustaba. El resto es otra historia.
Hasta que un día ocurrió el desastre: tras haber pasado un viernes increíble con
probablemente toda la muchachada de la ciudad de Loja (parecía que todo el mundo
hubiera conversado y concretado en ir ese viernes al parque Santo Domingo) donde la
cantidad de gente fue inmensa y los grupos de amigos se encontraban dispersos por
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todos lados del parque, salió la noticia en el periódico local junto a una lista de personas
que se encontraban en el parque donde indicaba por parte de las monjas del colegio que
queda al frente del parque, que las muchachas que asistían se subían a los vehículos de
los chicos y que luego se iban a quien sabe dónde. Ahí fue la muerte del tontódromo tal
como lo conocíamos.
A nuestras amigas que asistían a La Inmaculada les preguntamos qué era lo que
había sucedido y cuáles eran las proporciones del desastre. Ellas nos comentaban que si
por parte de las educadoras del plantel encontraban a alguna de sus alumnas caminando
en el parque por las tardes, tendrían problemas con la nota de conducta (y peor aún si
llevaban el uniforme del colegio). Esa fue la noticia que mutiló las expectativas de todos
los viernes vespertinos, dando la herida mortal para que empiece a agonizar el
tontódromo de nuestro tiempo y empezando a nacer el nuevo que luego estaría ubicado
en la prolongación de la calle 24 de Mayo en dirección a la UTPL (Universidad Técnica
Particular de Loja) en la Ciudadela Zamora, o mejor conocida como La Pileta.
Muchos se harán la pregunta de por qué le llaman así (al menos los más
jóvenes), si en la plazoleta de la Ciudadela Zamora no se encuentra ninguna pileta. Pues
bien, el caso es que sí hubo una en el mismo lugar donde se encuentra el busto a Don
Segundo Cueva Celi la cual primero se encontró en la plaza de San Francisco y ahora se
encuentra en el parque de San Sebastián.
Este fue el resultado del cambio para las personas de mi edad (leva del ’79)
donde los encuentros con los amigos ya no se desarrollaban en el parque Santo
Domingo teniendo como testigo a Don Manuel Carrión Pinzano sino que pasó de manos
a uno nuevo: Don Segundo Cueva Celi. La cuestión es que estos tres personajes (digo
tres porque también lo incluyo a Don Zoilo Rodríguez) han sido quienes podrían contar
maravillas y vergüenzas de muchas personas de mi edad y de otras mucho mayores a mí
(seguro el lector tiene alguna sonrisa comprometedora en este momento). No sé en la
actualidad cuál es el lugar donde los adolescentes se reúnen, pero de seguro no será
nunca igual a lo que nosotros vivimos en el tontódromo original.
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16. EN FUGA
Era la tarde de un día martes, sin sol ni brisa y aburrido como nunca. Me
encontraba en casa sin tareas pendientes del colegio ni de la casa. Me entretuve con la
televisión por unos minutos hasta que sonó el teléfono de mi casa. Era Julián, que se
encontraba igual de aburrido que yo, y por tanto decidimos desperdiciar nuestro tiempo
libre en alguna actividad menos fútil. Iba a pedir prestado el vehículo de su padre para
salir a dar una vuelta por la ciudad, y sobre todo por nuestro gran imán: el ahora
legendario tontódromo.
Preparé algunos discos que había grabado hace poco (cambiamos ya de la vieja
tecnología cassettera a la del disco compacto) para escuchar algunos temas de mi agrado
(que por lo general no era la música de moda) y evitar que Julián me aturda con su
música novedosa y estridente, que mientras más volumen entregaba, para él era lo mejor
(nunca comprendí ese placer por tratar de destruir los tímpanos). Lo difícil en esos casos
era comunicarse y no había poder humano que lograra que Julián bajara el volumen de
su equipo de sonido, así que se optaba por mover la cabeza al ritmo de la música y
disfrutar lo poco que se podía (si no puedes contra ellos, ¡únete!).
Armados con la música (de Julián y mía), el vehículo y las ganas de matar el
aburrimiento, partimos hacia la casa de Esteban. Al llegar, nos arreglamos lo mejor que
pudimos en la cabina del vehículo (pues era una camioneta) colocándolo a Esteban en el
centro con la excusa de que era el más delgado de los tres, sin darle oportunidad de que
alcance la ventana del copiloto, segunda posición privilegiada (luego de la del piloto).
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existiera alguna señorita dando una caminata desinteresada por el parque acompañada
de sus fieles amigas. Los pitasos (bocina o claxon) de los vehículos que nos seguían,
nos sacaban del trance momentáneo en que nos encontrábamos: nuestras miradas
disparadas en todas direcciones esperando encontrar un fugaz cruce con alguna de las
simpáticas señoritas (conocidas o no) que caminaban a paso lento y perezoso por el
parque. Volvíamos a la realidad quitándonos las sonrisas de las caras y reclamándole a
Julián en voz alta: “¡Muévete hombre!… ¿no ves que hay gente apurada?”. De esta
manera se llamaba la atención de las señoritas y se daba a entender que debido a ellas el
tránsito se detenía momentáneamente. Vieja y no muy eficaz artimaña.
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rostro de Julián no podía ser más grande, dejando ver sus facultades de malabarista para
que la saliva no se le escapara de la boca.
Antes de dirigirnos hacia la casa de la señorita, dimos algunas vueltas más por el
parque. Con Esteban íbamos muy cómodos en la parte trasera de la camioneta, ubicados
en las esquinas posteriores de la misma, teniendo una visibilidad de 360° y la brisa
fresca contra el rostro. Además no teníamos que preocuparnos del rumbo del vehículo.
Disfrutábamos del paseo y quien nos dirigía era Julián, que estaba muy entretenido en la
conversación con la dama, así que nos olvidamos del tema.
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sentimos el golpe y vimos como el chofer del taxi se detuvo a unos veinte metros
aproximadamente para dejar a todos sus tripulantes.
Era clara la acción a seguir: el chofer reclamaría por el agravio, pero no dimos
oportunidad que esto ocurra. El grito de Esteban nos sacó del trance en que nos
encontrábamos (Julián, la dama, el taxista y yo) por lo que había ocurrido: “¡Acelera
Julián, que nos sigue!” No nos dio tiempo de pensar y hacer las cosas de la manera
correcta que era la de conversar con el chofer del taxi para arreglar el incidente. En
lugar de eso empezó la huida. Julián aceleró el vehículo como si nos estuvieran
persiguiendo todas las fuerzas de Al Qaeda. Esteban no paraba de reírse, mientras se
aferraba al vehículo y el resto de tripulantes hicimos lo mismo.
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vuelvo a manejar!” Con Esteban tratábamos de aguantarnos la risa para apoyar a nuestro
amigo que se encontraba nervioso por lo que había ocurrido.
Por algunos días Julián cumplió con su promesa de no volver a manejar. Siendo
viernes en la tarde, día clave para dar una vuelta por el parque Santo Domingo y ver a la
muchachada desplegada por la cuadra, estando en mi casa y el reloj marcando las cuatro
de la tarde, escuché unos pitidos seguido del típico silbido que teníamos como código
para reconocernos: era Julián nuevamente en la camioneta, con una sonrisa de oreja a
oreja, armado con todos sus discos de música y una promesa rota olvidada en el pasado.
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17. SALIDA DE LOS COLEGIOS
Aquellos que hemos tenido el privilegio de pasar por las filas del Patrón
Bernardo disfrutábamos de un ambiente educativo diferente al del resto de colegios,
debido a que teníamos siempre las puertas abiertas y por tanto existía la libertad de
entrar y salir del colegio a cualquier hora. Muchos pensarán que debido a esto el nivel
educativo era bajo, pero cometen un error al confundir responsabilidad con nivel
académico.
Cada uno de nosotros como estudiantes tenía la potestad de retirarse del colegio
en la hora del recreo (10:15) para dedicarse a cualquier actividad que no sea estudiar, o
sencillamente quedarse en clases hasta el horario de salida luego del medio día (13:00).
Esto no ocurría en los otros colegios con el resto de mis amigos. Para ellos salirse del
colegio era considerado un acto vandálico y una muestra de rebeldía contra los docentes
del lugar.
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Y eso ya era una historia diferente, ya que haber desafiado a los padres por
haberse retirado del establecimiento, no era recibido con piñata, regalos y serpentinas.
Pero eso sí, uno automáticamente se convertía en el bombo de la fiesta gracias a la
reprimenda que seguro llegaría.
En algunas ocasiones, que era recibido con mucha alegría por parte del
estudiantado, ocurría que no había clases regulares en el día, sino únicamente hasta el
recreo (es decir cuatro horas de clase) y luego de ello éramos libres de regresar a
nuestras casas.
Era así como desde las 10:15 en la mañana, empezábamos el descenso desde el
colegio hacia el centro de la ciudad para empezar un paseo que duraría dos horas con
cuarenta y cinco minutos, que sería aprovechado en diversas actividades: una era ir a los
lugares donde había mesas de billar, para jugar con la regla: el que pierde, paga, siendo
un imán muy fuerte para algunos compañeros que no resistían la tentación de quedarse
jugando por horas (como ocurría en algunos casos) olvidándose de la hora y llegando a
casa a altas horas de la tarde aún con el uniforme puesto. Otra actividad era hacer un
recorrido por las delicias culinarias del centro, frecuentando las conocidas papas del
Soda Bar (con doble salsa de ser posible) y un fresco de tamarindo, o las jugosas guatas
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de Piscis. El único problema luego de esto era tener que masticar todos los chicles,
gomas o caramelos, de preferencia Halls de envoltura negra (caramelo en base a
eucalipto y menta, fuertemente refrescante) para evitar el fétido aliento, ya que de no ser
así el cortejo a la salida del colegio se convertiría en ataque y homicidio premeditado.
Luis se agarraba la pierna izquierda con una expresión de dolor intensa. Vimos
que su rótula presionaba su pantalón de color beige dejándonos ver que no estaba nada
bien. Palpando suavemente nos dimos cuenta que se había desviado de su posición
normal hacia la izquierda. Ricardo fue el primero en acudir en su ayuda arrodillándose y
colocando la pierna entre las suyas. Luis solo decía: “¡Enderézala… Enderézala!” Le
dije a Ricardo que lo haga de una vez y rápidamente, pues mientras más se demoraba, el
dolor sería más intenso para Luis. Ricardo no lo pensó dos veces diciendo: “¡Aguanta
Luis, a la cuenta de tres: uno… dos… y… tres!” En ese instante enderezó la rótula de
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Luis, dejándola en su posición normal. La expresión de Luis cambió. No era de tanto
dolor como lo fue hace instantes. Lo ayudamos a subir en la cabina de la camioneta y lo
llevamos a su casa.
Al siguiente día vimos llegar Luis con una rodillera rígida de color azul con
orificio a la altura de la rótula, obsequio de su traumatólogo. Era la primera vez que veía
una rodillera tan grande. Se extendía desde la mitad de su muslo hasta la mitad de su
pierna y se ajustaba con unos retenedores negros. Con esto tuvo que andar algún tiempo
hasta rehabilitarse del accidente. Aún recuerdo a Luis caminando lentamente a pasos
alargados con su rodillera azul. Debido a su tamaño y a la posición rígida de su pierna,
daba un aire de Frankenstein al caminar, con la diferencia de que éste era mi amigo, no
era europeo y llevaba uniforme del Patrón Bernardo.
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18. VISITA A LA CAPITAL
Llegamos a la ciudad de Quito. La casa donde nos hospedamos fue donde la tía
de mi padre, lugar donde él vivió mientras realizaba sus estudios universitarios y con
quienes luego entablaría mayor relación, debido a que dos años de mi vida realicé
estudios universitarios en esta ciudad. También teníamos al hermano de mi padre que
vivía en la capital en ese entonces y por tanto nos remitimos haciendo la respectiva
visita donde pude conocer a mis primos que me llevaban algunos años: 7 el primero, 5
el segundo y 3 la tercera.
Como era el más pequeño de todos (y también el más inquieto) luego de pasar
una tarde en la casa de mi tío mientras mi padre se ponía al día con su hermano
conversando de cómo estaban las cosas en su ciudad natal y de paso un poco de charla
política (que en esos tiempos me resultaba de lo más aburrido, pues no entendía una
palabra de lo que conversaban) me fue cambiando el genio poco a poco hasta llegar a
alcanzar el grado de insoportable.
Mi primo (el segundo de ellos, que fue siempre con el que tuve mayor afinidad)
con el afán de sacarme de mi estado de irascibilidad y estupidez desmedida por causa
del aburrimiento, tuvo la idea de llevarme al centro comercial El Bosque, con la
intención de disfrutar de los juegos mecánicos que existían en ese tiempo en aquel
lugar. Mi padre aprobó la idea y nos dirigimos hacia el patio de juegos del centro
comercial. Era la primera vez que veía un centro comercial y me llamó mucho la
atención la distribución de la obra y lo grande que resultaba para mí en comparación a
las modestas estructuras arquitectónicas que se encontraban en mi memoria.
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Alcanzamos el patio de juegos y lo primero que logró enmarcarse en mi cerebro
fue la pista de carros chocones que me parecía inmensa. Con el tiempo descubrí que no
es tan grande como resultó ser en mi primera impresión. La emoción fue intensa
logrando disparar una cantidad enorme de catecolaminas a todo mi cuerpo empezando a
correr por todos lados y haciendo piruetas, seguidas de saltos y de gritos de alegría (por
algo me llamaban loco desde niño), mientras mi padre averiguaba cuáles eran los
requisitos para poder subir, debido a mi corta edad. Como era de esperarse no tenía la
edad suficiente pero en un regateo poco esperado de mi parte para que mi padre lo
desarrolle (o sería por el gran relajo que hubiera provocado de no haber conseguido
subir a uno de estos vehículos) logré ingresar al juego.
La sonrisa en mi cara duró muy poco debido a que en un segundo después sentí
un golpe en la parte trasera del vehículo, y cómo había olvidado las reglas enseñadas
por mi primo para el cuidado que debía tener en el mismo, casi me desbarato y caigo del
vehículo; logrando detenerme, mi rostro golpeó con el volante provocándome una
pequeña herida dentro de mi boca, y saboreando el denso líquido rojo que empezaba a
fluir lentamente.
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Por supuesto que no hice notar este pequeño accidente, si no mi padre me sacaba
del juego y por tanto la diversión terminaba y encima de todo no podía desarrollar ese
sentimiento nuevo en mi interior por poder desquitarme de mi primo, quien no paraba
de reírse, pues fue el espectador principal de la causa de mi furia. Intenté seguirlo lo
mejor que pude por toda el área del juego, sin considerar (y por eso no se debe operar
con ira) que existían más vehículos funcionando, siendo en ese momento víctima de
más ataques por parte de los infantes capitalinos y retirándome de mi ruta y objetivo
principal que era golpear a mi primo, el cual seguía riéndose (ahora a carcajada viva)
por ver como mi plan caía a pedazos.
Seguí acelerando para poderme salir del centro del lugar ya que era blanco de
demasiados ataques y decidí cambiar mi estrategia de ataque y conquista, a defensa y
retirada. Logré golpear a algunos de los demás carros, lo que era festejado con una
carcajada agresiva de mi parte y empezando a disfrutar de la sensación de nerviosismo e
impotencia que abrazaba a quienes éramos golpeados.
No sé exactamente lo que duró el juego, pero para mí fue muy poco tiempo. Lo
disfruté como nunca y descargué toda mi energía mientras pude soltando carcajadas en
cada éxito obtenido en el juego y comprendiendo más acerca de las cualidades de
pilotaje necesarias para evadir al resto de participantes. Luego de haber pasado por
algunas tiendas del centro comercial y de haber consumido algo de la comida chatarra
que se encuentra en estos lugares, nos retiramos a casa. Recuerdo que me fui algo triste
esperando poder regresar pronto y disfrutar nuevamente de juegos de esta naturaleza
que no los encontraba en mi ciudad.
Antes de regresar a Loja fuimos nuevamente a este centro comercial, pero esta
vez solo mi padre y yo. La idea era adquirir algunos presentes para llevárselos a mi
madre y mis hermanos en casa. Recorrimos todo el centro comercial buscando nuestro
objetivo y fue justo el momento en que me encontré con un juego que me llamó mucho
la atención y del cual me quedé prendado: era una motocicleta de carreras con su piloto,
de unos 30 cm de longitud con luces y formas muy llamativas. Cuando le pedí a mi
padre que por favor lo adquiriera me dijo que no había razón para ello, pues mi
comportamiento no había sido del todo comprensivo en este viaje. Como era de
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esperarse mi actitud cambió a causa de mi capricho. Mi papá me agarró de la mano
debido a que no me quería mover de la vitrina donde se encontraba la motocicleta y
seguimos caminando. Mi temperamento molesto (o de hígado volteado como dice mi
madre) lo llevé por el resto de la búsqueda no sin antes haber hecho un análisis de
dónde se encontraba la tienda, hogar de la motocicleta que deseaba. Según mis cálculos
estaba en el segundo piso, antes de las escaleras mecánicas.
Mi padre me había hecho llamar por el altoparlante del lugar esperando que
escuchara mi nombre, cosa que pasé por desapercibido y había estado dando vueltas por
todo el lugar a toda carrera en búsqueda del rebelde y malcriado niño. Cuando encontré
a mi padre lo único que recuerdo fue su abrazo fuerte seguido del mío ajustado a su
camisa, de la cual no me quería desprender. Recuerdo me reprendió de manera justa
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llamándome la atención por lo que había acabado de hacer. En ese momento para mí no
importaba si recibía una grande y merecida paliza por el susto provocado. Por mi parte
hubiera sido bien aceptada y no lo hubiera visto de mala manera. Pero para mi sorpresa
no ocurrió como lo tenía imaginado. Me preguntó que hacia dónde me había dirigido, y
le respondí que en busca de la motocicleta que quería, pero que no lo logré,
perdiéndome en el intento. Me dijo que no vuelva a hacer una cosa de esa magnitud,
pues podía pasar que me perdiera y no por unos minutos, sino por largo tiempo.
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19. UCEB Y FIRB
En nuestro colegio existía un evento importante todos los años: era la elección
del consejo estudiantil. Existían dos movimientos: el FIRB–Frente de Izquierda
Revolucionario Bernardino y el UCEB–Unión Combativa Estudiantil Bernardina, o
también llamados chinos y cabezones, respectivamente. El sobrenombre de chinos y
cabezones proviene de los usados por los partidos políticos de izquierda: el Movimiento
Popular Democrático (MPD) era la expresión del Partido Comunista Marxista Leninista
o también conocidos como chinos y el Frente Amplio de Izquierda (FADI) que era el
rostro electoral del Partido Comunista Ecuatoriano de la línea de Moscú y La Habana,
también llamados cabezones. Ninguna de estas dos ramas definía al Partido Socialista
Ecuatoriano.
Lo interesante de las dos listas era la forma como se llevaba a cabo el apoyo por
parte del estudiantado a cada uno de los bandos. Por mi parte siempre pertenecí al grupo
de los cabezones pero no fui un intensivista dentro de la parte política como tampoco
organizador de marchas ni militante extremista, sin embargo estaba bien definido por el
apoyo al UCEB y para evitar que me traten de convencer los del bando contrario,
algunas veces llevaba alrededor del brazo (cuando me acordaba de llevarlo) un
distintivo que lo aseveraba.
Cuando daba la hora del recreo, luego de comer las dos empanadas de queso en
el bar de Marco con el refresco gaseoso Gallito, veíamos como se conglomeraban las
dos listas en lados opuestos saltando y elevando cánticos de apoyo a sus movimientos.
La parte interna del colegio donde se encuentran desde tercer hasta sexto curso (al
menos en mi tiempo), el rectorado y la biblioteca, tiene forma rectangular y en su parte
central dos espacios grandes en donde se encuentran cuatro canchas de baloncesto (dos
en cada espacio). Dividiendo el rectángulo en dos partes, separando las canchas de
baloncesto, existe un pasillo en la parte inferior y un puente en la superior que une los
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dos extremos más largos del rectángulo. Si consideramos la ubicación del rectorado y la
biblioteca al Norte, en la parte Este del rectángulo se encuentra un graderío en cuya
parte superior existe una meseta de unos tres metros de ancho, que separa las gradas y el
pasillo que da a las aulas. Es en esta meseta donde ambas lides se ubicaban separadas
por el pasillo superior o puente, con sus banderas y dando saltos cantando diferentes
himnos:
También existían algunos himnos que eran compartidos por ambos bandos:
“A la U, a la C, a la E y a la B
El UCEB, el UCEB,
El UCEB ganará, GANARÁ
¡Viva el UCEB!”
“A la F, a la I, a la R y a la B
El FIRB, el FIRB,
El FIRB ganará, GANARÁ
¡Viva el FIRB!”
En ese momento era cuando los dos grupos empezaban a saltar más fuerte
dándose apoyo y levantando las banderas para que flameen. El siguiente paso era
acercarse al grupo contrario en una sola masa, sólida y compuesta de la única materia
prima necesaria: estudiantes.
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Mientras poco a poco se iban acercando, los grupos llegaban a chocar entre ellos
empujándose unos a otros con la intención de convertir su fuerza política en física, y el
grupo que salía vencedor por desarticular al grupo haciendo perder el equilibrio o
empujándolo por el graderío, llevaba la victoria del momento.
Esto también ayudaba a que los estudiantes más jóvenes escojan a quien apoyar.
Uno como estudiante muchas veces no le daba mayor atención a las ideas políticas, sino
al grupo que tenía a los estudiantes más belicosos y grandes peleadores dentro de sus
bandos. Por supuesto dentro de estas pequeñas batallas que se daban en empujones,
siempre se encontraba algún resentido o belicoso por parte de cualquiera de los bandos,
dando lugar a un puñete perdido (o entregado con toda la intención por parte del
emisario en cuestión) que alguien se lo tenía que aguantar, dándose como resultado un
enredo de patadas, puñetes, trompones, escupitajos, palazos y empujones, terminando
en una gran pelea callejera en medio del patio.
En una ocasión que había resultado en una pelea en el patio, salieron un grupo
de estudiantes (no eran más de una docena) por el puente vitoreando entre saltos y con
bandera en mano el siguiente himno:
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Existían otros himnos diferentes que nacían de alguna canción conocida
cambiando algunas palabras, siendo más groseras, directas y soeces. En realidad el
mejor lugar para aprender nuevas frases amedrentadores y cargadas de contenido
vulgar, era esperar a que se desordenen los grupos enfrentados hasta que empezaba la
pelea. En ese momento se escuchaban algunas frases muy comunes y otras con mucha
imaginación que más que lograr infundir temor en el adversario, provocaban risa.
No habíamos ganado desde hace mucho tiempo, así que fue motivo de mucha
alegría y satisfacción por parte nuestra. Mientras me encontraba con alumnos mayores a
mí, salió a relucir una historia desagradable y cobarde: en años anteriores ocurrió que al
igual que nosotros en ese tiempo, solo cosechaban derrotas, llegando el momento del
triunfo en manos del compañero Víctor Carrión. En la noche de festejo por la victoria
del UCEB, un personaje desconocido arremetió a balazos contra el flamante presidente,
apagando una vida de experiencia muy corta y enseñándome la realidad de la vida
dentro de la política.
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20. CHOQUE EN EL LANCER
En ese tiempo no me había ganado el permiso por parte de mi padre para poder
acceder al vehículo y llevar la responsabilidad de manejarlo por la ciudad. Tenía 14
años y por tanto no podía acceder al permiso de conducir. Mi hermano a pesar de no
tener la mayoría de edad sí podía pedir prestado cualquiera de los dos vehículos para
recorrer la ciudad, sobre todo en las noches.
Así que la forma para acceder a manejar el vehículo sin tutela y absolutamente
solo, era pedírselo a mi hermano evitando que mi padre se enterara de ello. En una
ocasión en que mi hermano se encontraba en el LANCER de mi padre haciendo una
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visita a su novia, y como el auto se encontraba parqueado sin hacer uso de sus
facultades sino únicamente sirviendo como símbolo de tener acceso al codiciado
vehículo, busqué por todos los medios y con una serie de ruegos hacia mi hermano, que
me lo prestara para dar una vuelta por la ciudad, que no duraría mucho tiempo. Fue
difícil que mi hermano cediera a mi capricho ya que yo como novato no tenía la
experiencia suficiente (pero si no era de esta forma, ¿cómo iba a ganar experiencia?...
¿esperar a tener 18 años?... ¡ni a bala!) aunque él sabía cómo manejaba debido a que era
mi instructor. Al final y sin palabras, mi hermano se llevó las manos al bolsillo de su
chaqueta sacando a relucir las llaves del vehículo y dejándolas caer en mis manos. Lo
único que me dijo y de forma muy seria fue: “Volverás pronto y tendrás cuidado”.
Salí disparado hacia el vehículo para ingresar en él. Abrí las puertas para que
puedan subir mis amigos que me estaban esperando sin mucho optimismo y asombrados
de que había obtenido éxito en mi empresa. Dentro del vehículo traté de calmar la
euforia imperante y empecé a recordar las clases de mi hermano: fijar el asiento para
alcanzar los pedales, fijar el retrovisor y todos los espejos que me ayuden a ver la parte
posterior, verificar en qué velocidad se encuentra el vehículo, introducir la llave en el
switch y embragar antes de dar ignición. El auto empezó a moverse y esto fue vitoreado
por mis amigos. Estábamos sobre ruedas y con un destino incierto, que no me interesaba
en lo más mínimo, pues lo importante era estar conduciendo.
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reírse cómo si le hubieran pagado para tal acto. Tenía razón. Un error tan absurdo
cometido justo en el momento en que terminaba el paseo. Nos olvidamos de mi primo.
Tenía un problema mucho más serio que solucionar en ese momento como era llevarle
el vehículo a mi hermano con un faro roto.
No podía decirle (de poder podía, pero no debía) a mi hermano que era el
culpable de aquel siniestro, así que inventé una historia para ello: el vehículo estaba
estacionado fuera de la casa de Hugo, un amigo que vivía en la Ciudadela Zamora, y
mientras estábamos dentro de su casa, escuchamos el golpe, salimos a toda velocidad y
pudimos ver al culpable en huida dentro de una camioneta MAZDA color concho de
vino. Esa fue la historia que me serviría para no absorber la ira de mi hermano por el
accidente, ya que a él le tocaba afrontar algo similar por parte de mi padre. Luego de
que nos pasara la risa nerviosa con mis amigos, y de haberse aprendido la lección
evitando que no se escapara ningún detalle, decidimos llevar a cabo el plan.
A la mañana siguiente mi madre salió como todas las mañanas a la escuela sin
percatarse del golpe, debido a que éste era del lado derecho, ángulo poco visible en el
garaje de la casa a menos que se le ponga absoluta atención. La primera parte de nuestro
plan estaba realizada. Lo siguiente era olvidarse de todo y luego a la hora del almuerzo
que regresábamos del colegio, hacernos los sorprendidos por la noticia.
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Efectivamente, al llegar a casa a la hora del almuerzo, mi madre nos contó la
novedad. Había algo que le parecía extraño y era que al ver el faro destruido, no
encontró los restos del mismo en el piso. Casi me da un infarto. Dentro de mí pensaba:
“¡Nos descubrieron!... ¡Estamos fregados!”
En ese momento, mi hermano que vio mi cara de reo a punto de confesar, dijo:
“¡Pero claro, mamá!, eso hacen para tratar de despistarla”. Los segundos se hacían más
largos (algo físicamente imposible, lo que quería decir que mi ansiedad aumentaba)
mientras mi madre analizaba lo que mi hermano había dicho. No le pareció muy
razonable, pero después de todo tampoco le dio mayor atención. Volví a respirar luego
de ello.
Mientras nos encontrábamos en la mesa, mi padre dijo que iba a revisar el golpe
para hacer un análisis de cuáles eran los verdaderos daños. Salimos al garaje los tres: mi
papá, mi hermano y yo. Mientras mi papá se encontraba de cuclillas revisando el faro
destruido, dijo: “Parece que ha sido un carro de color verde”. Mi hermano en ese
momento me clavó una mirada tan pesada que no podía moverme del susto: más rápido
cae el mentiroso que el ladrón y en ese momento mi hermano me había descubierto.
En una parte de la carrocería del vehículo había rastros de pintura verde (el poste
de la propaganda de Jamil Mahauad) y esto no concordaba con mi versión de la
camioneta concho de vino. Mi hermano me hizo una seña de que conversaríamos
después mientras mi padre concluyó que no hay nada más que hacer que comprar un
nuevo faro.
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Después de algún tiempo (algunos años) mientras nos encontrábamos en la
sobremesa, les conté a mis padres acerca del suceso junto a mi hermano quien aportó
con los detalles faltantes. Mis padres nos reclamaron por ello debido a que la forma en
que habíamos obrado no era la correcta (la única culpa de mi hermano fue haber sido mi
cómplice), pero eran ya tantos los años que habían pasado, que al final todo terminó en
risas y en la aseveración de mi madre por haber tenido razón al haberle parecido muy
extraño que una persona deje limpiando un accidente de esa naturaleza luego de
cometerlo.
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