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DANIEL AGUIRRE venturas sin patines

AVENTURAS SIN PATINES

Daniel Fernando Aguirre Reyes.

ÍNDICE

Contenido
ÍNDICE ......................................................................................................................................... 1
INTRODUCCIÓN ........................................................................................................................ 2
1. IMPACTO ................................................................................................................................. 7
2. EL DESCANSO DE UN AMIGO .......................................................................................... 12
3. MIRADOR ORIENTAL ......................................................................................................... 16
4. PARQUE DE DIVERSIONES ............................................................................................... 19
5. EL OCASO DE LA FIESTA .................................................................................................. 23
6. LA CHURONA ....................................................................................................................... 30
7. VILLONACO–CERA ............................................................................................................. 34
8. ¡Taxi, taxi…! ........................................................................................................................... 38
9. CIRCUITO BMX .................................................................................................................... 43
10. EEG ....................................................................................................................................... 46
11. LA GUITARRA .................................................................................................................... 50
12. LA BOOM ............................................................................................................................ 54
13. TRICICLO ............................................................................................................................ 58
14. CARROS DE PALO ............................................................................................................. 61
15. CLASES DE INGLÉS .......................................................................................................... 67
16. EN FUGA.............................................................................................................................. 71
17. SALIDA DE LOS COLEGIOS............................................................................................. 76
18. VISITA A LA CAPITAL ...................................................................................................... 80
19. UCEB Y FIRB ...................................................................................................................... 85
20. CHOQUE EN EL LANCER ................................................................................................. 89

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INTRODUCCIÓN

Hace algunos años, cuando estábamos reunidos algunos amigos por motivo del
cumpleaños de uno de ellos, tuve una conversación acerca de la escritura y de lo que se
podía llegar a hacer en el futuro. Muchos de nosotros estábamos en la universidad
descubriendo la profesión que queríamos obtener, otros se dedicaban a trabajar
directamente y el resto hacía ambas cosas a la vez.

En el ir y venir de las conversaciones y con la llegada frecuente de una copa de


whisky a nuestro poder, los tópicos variaban y los grupos también. La distribución por
lo general se desarrollaba con temáticas relacionadas a economía, política, nimiedades
varias, estupideces frecuentes, indiferencia absoluta y risas (que era en la única
actividad en la que participábamos todos al mismo tiempo).

En un momento de descanso en que usábamos el balcón de la casa donde nos


encontrábamos para fumar un cigarrillo, tuve la oportunidad de conversar con uno de
mis amigos acerca de mi novato ingreso al mundo de las letras. Desde que tuve la edad
de 18 años empecé a desarrollar un hábito de lectura y escritura en donde daba a
conocer mis puntos de vista acerca de motivos varios. Fue así como hubo la oportunidad
en que pude colocar un par de mis ensayos en un bar de la ciudad que ya no existe más.
Mis amigos (no todos) dedicaron atención a esta escritura dando el pie para que algunos
de ellos se interesen en lo que hacía. Fue justamente cuando este amigo, al cual
considero mucho y sigue siendo uno de ellos, de manera muy particular me propuso que
hiciera un conjunto de ensayos en donde se podría rememorar nuestras actividades
juveniles. Recuerdo sonreí por la idea y también por lo complicado que sería hacerlo.
No es sencillo relatar un suceso, y peor aun cuando existen tantos puntos de vista acerca
del mismo. Me dio como plazo para el desarrollo de esta obra hasta que cumpliera la
edad de 30 años.

Hace aproximadamente dos años decidí poner en práctica la idea de escribir un


libro que contenga múltiples anécdotas tanto de mi infancia como de mis años
colegiales. Es cierto que existen muchas historias por contar y que no se encuentran
incluidas en estas páginas, pero he podido desarrollar algunas de ellas de la mejor
manera que he podido para que puedan ser interpretadas.

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Las historias están relatadas desde mi punto de vista y no necesariamente son
verídicas completamente, sino que me he dado la libertad para desarrollarlas colocando
características de sus personajes, algunos reales y otros fruto de mi imaginación, para
que el relato tome forme y resulte más atractivo.

Es cierto que algunas personas se sentirán identificadas en algún momento con


las anécdotas que he relatado, y es una de las ideas principales de este trabajo: lograr
recordar quienes fuimos y las cosas que vivimos en una época distinta a la actual.
Espero que por medio de estas letras las personas con quienes viví y tuvieron pie en
estas historias, se sientan comunicados de alguna manera con los tiempos de antaño
para que dibujen en su memoria los recuerdos de sus vidas y su semblante regale una
sonrisa y, por qué no, una carcajada.

Hay algo que quisiera contar, y es el porqué del nombre de este libro: los patines
fueron uno de los pocos instrumentos para realizar una actividad deportiva que no pude
controlar. Una vez intenté desarrollarla con patines de cuatro ruedas (no en fila como
los más novedosos y veloces) y no fui apto para el mismo debido a mi deficiente
capacidad de mantenerme en equilibrio. Nunca más probé con estos patines de cuatro
ruedas y tampoco me rendí a la idea de no poder usarlos. Fue así como luego en la
ciudad de Quito, en el Palacio del Hielo ubicado en el Centro Comercial Iñaquito – CCI,
hice uno de mis mejores shows como entretenedor de masas.

En ese tiempo estuve cursando estudios universitarios y una de mis primas iba a
realizar un viaje al extranjero. Con ese motivo hubo la oportunidad de poder
encontrarnos un grupo de familiares y amigos para hacer una despedida para la prima a
punto de disfrutar de sus vacaciones. El lugar de reunión fue la pista de patinaje en
hielo, adonde decidí lanzarme para intentar nuevamente el arte de patinar con unos
botines distintos, ya que con los de ruedas no me fue sencillo aprender. He aquí mi
primer error.

La fricción entre los patines y el hielo es mucho menor que la de las ruedas con
el asfalto y por tanto es más difícil mantener el equilibrio, por cuya razón respeto mucho

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a las personas que realizan piruetas en esta modalidad y los muchos saltos que pueden
lograr.

Como era de esperarse, todos ingresamos a la pista de patinaje que estaba llena
de gente, diría que probablemente unas cincuenta personas entre niños, jóvenes y
adultos que giraban en sentido antihorario en la pista. Muchos de nosotros (los niños y
yo) usábamos los límites de la pista como lugar de apoyo mientras lográbamos
mantener el equilibrio y sentir por milisegundos la sensación de disfrute del patinaje. En
realidad mi impaciencia ganó lugar en esta práctica pues deseaba ir más rápido y eso era
complicado debido a la cantidad de niños en fila alrededor de la baranda.

Fue entonces cuando decidí lanzarme por la pista luego de haber pedido una
clase superavanzada de indicaciones básicas sobre cómo acelerar, comprender la forma
de dar impulso y de la misma manera lograr detenerme. La parte de detenerme me
resultó muy complicada así que decidí experimentar poco a poco para comprender la
técnica y buscar cual era la que mejor se acomodaba a mi ritmo. Uno de mis primos y
un amigo suyo, que maniobraban con habilidad, fueron mis instructores.

Me lancé al estrellato en mi pequeña y corta carrera de patinador. De manera


rápida y sin dar espacio a quedarme deslizando sin control por la pista de hielo, me
empujé con todas mis fuerzas hacia el centro de la pista logrando alcanzar una línea
recta en la cual mi velocidad se incrementaba con cada impulso. La sensación fue muy
emocionante y me provocó un sentimiento de alegría infinita. Pero no duró ni tres
segundos, cuando me di cuenta de que no había más pista y necesitaba detenerme. No lo
logré. Descubrí que al llegar a toda velocidad al límite de la pista iba a desbaratarme y
debía frenar usando mis manos y piernas como amortiguadores sobre las paredes
laterales absorbiendo toda la energía cinética acumulada, lo que provocaba un poco de
dolor que lo ubiqué en la categoría de tolerable.

Así fue como usé la mayor cantidad de tiempo en la pista con los consejos de
mis instructores en cada uno de mis intentos para poder lograr curvas y no seguir solo
en línea recta. Las veces en que perdí el equilibrio fueron innumerables y debido a la
forma en cómo caía y a mi persistencia por tratar de hacerlo bien la siguiente vez que lo

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intentaba, me convertí en el payaso de la pista para mis tíos que disfrutaban desde el
graderío mientras cada caída resultaba graciosa en aumento.

Mis primos, al ver que no me preocupaba de mi inutilidad, y viendo que la


sobrellevaba de forma alegre, decidieron darme unas clases avanzadas agarrándome
cada uno de mis brazos y llevándome por toda la pista para hacerme disfrutar, como
ellos, de lo que se sentía saber patinar. En ese momento nació la idea macabra por parte
de mi primo y en complicidad con su ayudante me preguntaron si estaba listo como para
que me soltaran. Al responderles afirmativamente, empezaron a dar vueltas a mayor
velocidad. Se sentía la adrenalina a pasos acelerados en el desarrollo de este deporte
cuando, de repente y sin previo aviso, mis instructores me soltaron a toda velocidad
para ver el desenlace sobre los límites de la pista, estrellándome estrepitosamente.

Las risas estallaban por todo el lugar entre las personas que habían logrado ver
mi acto, y mis instructores con sus caras serias, pensando en que mi ira despertaría por
semejante broma, llegaron a socorrerme. Para sorpresa de ellos, me estaba
desternillando de la risa (y algo también venía por el dolor causado, que no era de
gravedad) pidiéndoles que por favor lo repitiéramos. Sus rostros dibujaron una sonrisa
de complicidad y sin perder más tiempo, me agarraron de los brazos ayudándome a
poner en pie y repetir por muchas ocasiones el aumento de la velocidad y la mediocre
maniobra para detenerme.

Casi al finalizar el tiempo de nuestra estadía en el local, y con menos gente,


empezamos a hacer un tren de personas para patinar formando una larga serpiente
alrededor de la pista. De esta manera hasta los más pequeños podían disfrutar de la
velocidad dibujando diferentes formas sobre el hielo y realizando giros rápidos y
divertidos. De igual forma y en complicidad con mis instructores decidimos realizar
algo para poder reírnos. Lo logramos al ganarnos la confianza de las personas que
componían el largo tren, y en el momento de alcanzar la mayor velocidad, nos
separábamos súbitamente del grupo y, debido a que no había ningún tipo de control, se
desarrollaba un gran choque entre sus componentes, saliendo todos desbaratados y
resbalándonos por todo el lugar. Nadie salió herido, pero eso sí muchos terminamos con
los pantalones mojados debido a la cantidad de veces que estuvimos en contacto con el
frío hielo.

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Al finalizar nuestras risas y carcajadas por el patinaje, el comentario por parte de
todos fue unánime: “Daniel, eres pésimo para patinar”, y era muy cierto. Lo bueno es
que después de todo pude disfrutar del deporte logrando ser parte del grupo y de igual
forma poder sacarles unas carcajadas mientras hacía intentos desesperados por aprender
algo del complicado deporte.

Esa fue la única vez que tuve una aventura con patines, el resto de mi vida se ha
venido desarrollando sin ellos.

Espero que las personas que se encuentran a punto de leer las páginas de estas
historias encuentren un momento de relajación y placer al recordar un poco de sus vidas
o, en su defecto, reírse de la mía.

En una ocasión leí este refrán: “Dichoso aquel que puede reírse de sí mismo
pues así nunca tendrá motivos para dejar de hacerlo”, y tiene mucha razón. Espero que
en algún momento lo puedan aplicar y de esa forma nunca dejar de sonreír.

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1. IMPACTO

Tendría alrededor de trece años. Me encontraba cursando el segundo año de


bachillerato y mi afición por la informática me llevaba a buscar programas nuevos,
sobre todo los relacionados con los juegos de video en las novedosas máquinas. Esto no
era muy celebrado por mis padres ya que pasaba horas metido en un computador
personal tecleando sin parar una masa de botones con el fin de liberar endorfinas por
una acción que no existía y que era contenida en una pantalla de catorce pulgadas.

Recuerdo que en ese tiempo las máquinas eran de una potencia limitada y los
juegos de video de mi generación no se comparan a los equipos de la actualidad. Las
imágenes no tenían tanto detalle ni la forma de los humanos en los diferentes juegos era
de una anatomía coherente, sino que se basaban en formas básicas: diferentes cuadrados
y rectángulos de distintos tamaños en una escala de grises para poder dar una idea, al
muchacho embobado por el juego, de que representa a un ser de otro planeta que va a
eliminar las fuerzas malignas de una galaxia lejana o que debe salvar a una princesa
cautiva por un Visir arrogante como era el argumento de Príncipe de Persia.

Quien tenía facilidad para conseguir estos programas era Andrés, primo de mi
compañero de aula y amigo desde la infancia, Carlos. Ocurre que en las horas
vespertinas luego de regresar del colegio, nos reuníamos para ver el avance tecnológico
de un nuevo juego, obviamente explicado por Andrés, quien era el que tenía mucha más
experiencia que nosotros aún pequeños y novatos en el tema del descubrimiento
computacional. La pasábamos jugando y tratando de vencer al programa con los
obstáculos que eran trazados por su creador, sin considerar los muchos algoritmos
inventados para llegar a realizar una acción: poder saltar las diferentes fosas con
espadas puntiagudas, en las que si uno no tenía el cuidado necesario, perdía una vida.
De la misma forma, se debía tener en claro los diferentes comandos en cada tecla: sacar
la espada y por medio de tres certeras estocadas vencer a los esbirros del dueño del
castillo, quien tenía secuestrada a la princesa. Nunca llegué al final de este juego.
Andrés era quien nos sorprendía con sus habilidades para pasar las diferentes etapas
mientras nosotros disfrutábamos de esa parte desconocida al final de cada sección a la
que no podíamos llegar, mirando sobre sus hombros el brillante monitor.

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Lo único que hacía retirar nuestra atención del monitor era cuando llegaban a la
casa vecina Roberto y Julio, hermano mayor de Carlos y menor a Andrés. Roberto y
Julio eran los típicos amigos inseparables para cualquier aventura. Eran los modelos a
seguir del barrio de Carlos. Siempre se llevaron mucho y eran inseparables compañeros.
Así que en ese día como muchos otros, siempre se preocupaban de estar desarrollando
una actividad que por lo general tenía mucha relación con un vehículo de cuatro ruedas
para poder hacerle algún tipo de arreglo: agregar algún dispositivo novedoso, colocar un
nuevo equipo de sonido con mayor capacidad de potencia y de la misma manera tratar
de que el sonido sea lo más puro, con el interés absoluto de que se pueda escuchar a
diez cuadras a la redonda, de ser posible.

Nunca se imaginaron que mientras más sonido emanaba de las muchas cajas que
construían para poner en la parte trasera de los vehículos, podía llegar a reunirse a más
personas y así disfrutar de la tarde junto a los amigos con sonidos estrambóticos a punto
de reventar los tímpanos. Cuando crecí comprendí un poco, pero también creo que se
desgastaron mis oídos y mis cuerdas vocales, pues intentar escuchar una conversación
dentro del griterío que salía de los parlantes y a la vez tratar de decir algo, era un
esfuerzo grande. Por lo general me escurría de forma silenciosa para bajar el volumen
de estos equipos de sonido que encontraba, sin que sus dueños no lo notaran, si no,
hubiera quedado más sordo de lo que estoy.

Al ver reunidos a las estrellas del barrio con otros compañeros y amigos del
colegio de ellos, inmediatamente descubrimos que debíamos estar presentes como
pequeños vasallos intentando aprender de los conocimientos de los mayores, y mientras
estaban en grupo era la mayor oportunidad de pasar desapercibidos y así no llamar la
atención, porque al ser descubiertos, éramos expulsados del lugar de reunión por ser los
de menor edad y no tener la jerarquía suficiente para estar presentes.

Siempre había bromas y nuevos chistes o algo interesante que aprender para
poder conocer más acerca de cómo manifestarse como el macho alfa entre la gallada o
acerca del misterioso plano femenino, pues nuestras hormonas estaban empezando a
desarrollarse y queríamos conocer cuáles eran los secretos escondidos para poder llegar
hacia una chica sin lograr que esto resulte embarazoso frente al grupo masculino y

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poder así robarle un beso, manteniendo el estatus de referencia frente a ellos y así ser el
interesante del grupo.

Ocurre que una de las grandes estrategias usadas era el poder pavonearse por el
parque de Santo Domingo (nuestro tontódromo por excelencia) manejando el vehículo
prestado por nuestro padre, o tomado sin permiso para dar una vuelta en un intervalo
horario de cuatro a seis de la tarde aproximadamente, hora precisa en que las señoritas
salían a realizar actividades vespertinas con el fin de tener la excusa perfecta para ver a
los pavoneados o sencillamente para poder comprar alguna lámina didáctica para
realizar los trabajos, que por supuesto tomaba horas poder adquirirla, pues había que
tener tiempo para también ellas dar la vuelta por la mencionada plaza, pero en sentido
contrario al giro de los vehículos, única manera de poder ver quién es la persona que
maneja el vehículo y así lograr su objetivo de lucirse.

Sucede que Roberto y Julio estaban con la idea de lograr este ritual vehicular, y
como no podía ser de otra manera nos pegamos a ellos como chicles (goma de mascar
para aquellos que no conozcan esta jerga: Chiclet’s Adams) y por supuesto ellos no
querían que nos coláramos, pues parecería que están de niñeros y eso no se veía bien
frente a las señoritas debido a la influencia de ego en corazones jóvenes y sensiblemente
sujetos a un complejo repentino. Hicimos lo posible por no molestarlos para que dentro
de su magnificencia nos permitieran estar con ellos. Así lo aceptaron nuestros
respetados y a la vez temidos modelos.

El vehículo a usarse era el del padre de Julio: un Mazda 323 hatchback verde
claro, modelo 1980 con capacidad para 5 personas, dentro del cual ingresamos Carlos y
yo en la parte trasera (humillante ubicación para mamíferos que caminan sobre sus dos
miembros inferiores) y el resto se acomodaron de la siguiente forma: el piloto, dos
personas en el asiento del copiloto y cuatro apretados en la parte trasera. Este vehículo
tiene la característica de que no es un modelo de gran tamaño, así que se podrá
comprender la comodidad del caso para dos muchachos de trece años en vías de
crecimiento.

Cuando empezamos nuestro paseo de popularidad por la plaza y luego de dar


algunas vueltas, por lo general ocurría que las señoritas regresaban los saludos hechos

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por los galantes pilotos que estaban circulando, y cuando eso ocurría el piloto
embobado por la belleza de la sonrisa emanada del semblante de la señorita, perdía un
poco su atención y escapaba de golpearse con los autos que lo rodeaban.
Lamentablemente este fue nuestro caso. Por regresar a ver a una chica de atributos
agradables y sonrisa hermosa, se perdió el control del pequeño pedal, cuya función es la
de ingresar gasolina al motor, ocasionando un golpe de defensas entre el Mazda 323 de
1400 centímetros cúbicos y un carro extraño que del susto ya no recuerdo su marca.

En ese instante fue cuando la música del equipo de sonido del automóvil perdió
su volumen y el nerviosismo abrazó a todos sus tripulantes, y como es normal, toda esa
histeria de los novatos copilotos no ayudaba a Julio, pues lo poníamos más nervioso,
mientras el chofer del auto agredido bajaba para ver los daños y con mucho enojo tratar
de que se arregle el agravio. Cuando el mencionado señor llegó a la ventana de nuestro
piloto, que sin lograrlo pedía que nos tranquilicemos, todos opinaban y daban consejos
necesarios de cómo operar en este tipo de casos, ya sea por experiencia propia o por lo
que les había contado algún extraño o familiar en estado etílico, indicando los pasos
detallados para evitar pagar el daño y salir volando del lugar donde se desarrollaron los
hechos.

El señor se encontraba en la ventana conversando con Julio mientras le pedía


que se baje del vehículo (para evitar que huya) y poder arreglar el daño. Fue en ese
momento que todos los tripulantes gritaban que se cuide de no sacar las llaves del
switch para así no apagar el vehículo. Julio logró convencer al señor de que nos
estacionaríamos cerca para poder conversar acerca del incidente. Qué ingenuo el señor
al pensar que todos esos nueve jóvenes, imberbes aún, iban a tratar de afrontar esa falta
para luego ganar el escarmiento y la respectiva llamada de atención al enterarse nuestros
padres por el error cometido.

No dimos lugar a ese acercamiento temeroso para con nuestros padres ni para
con el señor que esperaba impacientemente. Cuando éste estuvo algo alejado del
vehículo, lo único que se escuchó fue los gritos de: “¡Acelera Flaco!” y salimos muy
rápido del lugar siendo imprudentes con los otros vehículos que circulaban alrededor
ajenos al problema, para lograr escapar y regresar a casa, que resultaría nuestra guarida

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al huir de la intersección de las calles Bernardo Valdivieso y Miguel Riofrío, frente al
Big Mac que fue donde se desarrolló este suceso.

Con gran euforia nos retirábamos del lugar mientras confiábamos en la


capacidad del piloto para que, a gran velocidad en el escape, no nos estrellemos en otro
lugar. Cuando llegamos a casa, únicamente quedaron las risas de la anécdota y las
palmas como señal de camaradería en la espalda de Julio indicando una forma de
felicitación (o sarcasmo) frente a la temeraria maniobra realizada. Así fue como
nosotros, los más pequeños del grupo aprendimos qué es lo que se debe hacer cuando
uno tiene un accidente. Nada más irresponsable podía ser aprendido. ¿Pero qué se podía
esperar? Solo éramos unos novatos adolescentes tratando de aprender del mundo por
medio de nuestros vecinos modelos mayores, también jóvenes.

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2. EL DESCANSO DE UN AMIGO

Era una tarde en la ciudad de Loja sin mucho sol y con un clima fresco. El gran
astro estaba por retirarse y el manto nocturno se presentaba con una baja de temperatura
y con las diferentes luces de las calles encendidas.

Como era muy habitual en tiempos de nuestra adolescencia, muchos nos


dedicábamos a pasar la tarde con los amigos, y para esto, por lo general había alguien
con la grandiosa idea de comprar una botella de aguardiente, aguabrava, cantaclaro,
trópico, anisado, general, zhumir o lo que estuviera al alcance del bolsillo del estudiante
para deleitarnos de un trago de alcohol intentando parecer mayores de edad por el
simple hecho de poder adquirirlo.

Luego de haber desarrollado la respectiva vaca (acumulación de dinero por parte


de los presentes) para reunir una cantidad de dinero considerable con la cual adquirir el
codiciado producto, nos remitimos a la licorería del suco (para aquellos que no viven en
Loja, suco es un sinónimo de rubio) en la calle Bolívar y Miguel Riofrío, donde
encontramos las botellas de lo que alcanzara (cantidad era mejor que calidad) con los
respectivos cigarrillos que siempre eran motivo de conflicto por la marca, ya que si era
Marlboro éste era muy fuerte; si era Lark (para algunos más suave) que también era
fuerte; si era Lider que no les gusta; si es Belmont que es muy barato; en fin solo faltaba
llevarles Full Speed para ver si así dejaban de hacerse los sofisticados y obligar a que
cada uno lleve en su bolsillo de la pechera el paquete con lo que quiera abastecerse para
quitarse la vida de manera acelerada.

Entre los participantes, esta tarde infructuosa declinada en aburrimiento, para


empezar la noche con alegría gracias a la compañía y a los efectos del alcohol
(embellecedor de mujeres poco agraciadas e instigador de valor para cobardes sin
remedio que probablemente aún buscan su respaldo en un líquido transparente algo
amargo y de efectos envalentonadores), se desarrollaba de manera lenta y con algunas
carcajadas.

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La logística más estratégica para este tipo de actividades de colegiales bebedores
de sustancias no permitidas para nuestra edad, se encontraba en el monumento a Don
Zoilo Rodríguez, que en el caso de que pudiera hablar estaría absolutamente enojado (o
muerto de risa) de la cantidad de anécdotas esparcidas en los alrededores de su escultura
y de los restos de amoniaco que ayudaron a crecer el césped circundante gracias a tanto
ebrio poco respetuoso.

Por lo general hay mucho césped alrededor de la escultura y en esa época


estaban acumuladas unas chambritas de césped para una construcción vecina, destinadas
a lograr un jardín de características ornamentales perfectas.

Dentro de la algarabía, los ruidos emitidos por el súper equipo de sonido de la


camioneta de Monóculo (apodo que llevaba uno de nuestros amigos debido a que, por
su ceguera, intentaba agudizar su vista cerrando un ojo de la cara) que se encontraba con
nosotros, acompañaban a las conversaciones varias que se desataban gracias a que con
cada nueva copa del agraciado fermento, se desenredaban las ataduras de la prudencia y
de las malas palabras.

Con un exceso de confianza terminaba la camaradería, donde cada uno habla de


la amistad y del cariño que siente por el vecino más cercano al que pueda dar un abrazo,
ya que si empieza a caminar en la búsqueda de otro, es probable que se desbarate por el
exceso de bebida y la pérdida del equilibrio. Apoyados unos en otros y algunos hasta
con lágrimas en los ojos por sus expresiones de afecto ante sus compañeros y amigos,
junto a sonrisas, estrechones de manos, palmadas exageradas en los hombros y espaldas,
y miradas vidriosas tratando de ser penetrantes entre algunos, la noche nos invitaba a
retirarnos.

Debido a la exageración con las botellas y también a que los bolsillos estaban ya
vacíos y no había qué cosa dejar en prenda para comprar más del fermento
embrutecedor, procedimos a retirarnos a nuestros aposentos a altas horas de la noche
incitando al calendario aproximar un nuevo amanecer. Fue cuando decidimos
despedirnos de Don Zoilo y retirarnos. El problema es que algunos ya con el exceso se
encontraban dormidos, muy acomodados en las chambritas que servían de hermosos y

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fragantes almohadones para poder descansar y esperar a que se disipen los efectos de la
pérdida del equilibrio. Este fue el caso de mi amigo Esteban.

Como todos estábamos embrutecidos y no podíamos con el durmiente para


poder cargarlo y subirlo en la pick up de Monóculo, decidimos dejarlo por un momento
solo con Morfeo mientras regresábamos de dejar a los amigos que habitaban en la parte
sur de la ciudad para luego encaminarnos hacia el norte. No faltó la locuaz participación
de payasos y bromistas con el pretexto de que nuestro amigo se quedaba descubierto y
había que camuflarlo. Fue entonces cuando como buenos obreros empezamos a
acumular chambritas alrededor del cuerpo durmiente de Esteban hasta dejarlo
completamente cubierto y por tanto invisible ante los posibles agresores que podrían
intentar dejarlo sin sus pertenencias (que en realidad no existían, pues de haber sido el
caso, hubieran terminado como prendas). Pasaron alrededor de veinte minutos cuando
retornamos al encuentro de nuestro amigo espía camuflado entre la verde vegetación,
preocupándonos de ver si aún respiraba y si no le faltaba nada, lo que fue positivo y
vitoreado por todos. No he visto mayor plano de humor negro e indiferencia para con un
amigo.

Luego de ello decidimos ir a dejar al espía en su base de operaciones, pero con el


latente miedo de que podrían salir sus padres y por tanto deberíamos aguantar la refriega
por parte de ellos. Esa fue la razón para haberlo dejado que descansara un poco. Poder
levantarlo luego para que opere solo. Nos equivocamos. No se despertaba por nada. Así
que cual saco lo cargamos en hombros y lo colocamos en la parte trasera de la
camioneta para, en calidad de bulto, ir a dejarlo en sus aposentos.

Recorrimos la ciudad y gracias al frío existente por la ausencia de chambritas,


nuestro amigo se despertó intentando acurrucarse. Aprovechamos la situación para
informarle en dónde se encontraba, cómo se llamaba, quién era y a dónde nos
dirigíamos. Consciente de su nueva misión, nuestro espía se puso sobrio y algo nervioso
preparándose psicológicamente para su nuevo desempeño: llegar a casa sin hacer ruido,
no ser percibido por los radares paternales y lograr acostarse en el menor tiempo
posible. No sé si lo logró con éxito. Siempre me quedó esa duda.

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Nos despedimos entre todos y nos dirigimos a nuestras casas. Cuando me
encontraba llegando me di cuenta de algo: no tenía la instrucción militar necesaria por
parte de nuestro amigo espía para realizar la operación de entrar en mi casa sin ruido y
lograr llegar a mi habitación. Mientras analizaba un plan para lograrlo, la luz del portal
de mi casa se encendió. Fui descubierto por los radares paternales y en mi cabeza
rondaba una idea: misión fracasada.

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3. MIRADOR ORIENTAL

Cuando tenía la edad de quince años era difícil que mi padre me prestara el
vehículo para salir a dar una vuelta por la ciudad; es más, ese derecho estaba
absolutamente reservado y copado por mi hermano, quien ya tenía dieciocho años y por
tanto permiso para conducir. A pesar de que desde hace algunos años conocía los
principios básicos del funcionamiento de una máquina de cuatro tiempos y de las
diferentes velocidades y mecanismos hidráulicos para controlar semejante arma, no me
era permitido usarlo.

Uno de mis amigos, Jorge, tenía un elemento a su favor para poder salir a las
calles con un vehículo. Era una camioneta Ford Ranger XLT 1986 con capacidad de
2800 centímetros cúbicos, color blanca, de propiedad de su padre Alberto, mejor
conocido como Tío Beto. Tío Beto era una persona alegre considerando su edad y le
gustaba conversar mucho. Sé de esto porque muchas veces cuando salíamos con Jorge,
conversaba con él mientras su hijo se acicalaba con tanta prolijidad, lujo de detalles y
pérdida de tiempo, que había espacio para escuchar de tres a cuatro de sus anécdotas de
antaño, que por cierto eran muy graciosas en esos tiempos de poca televisión, inhibidor
práctico de la imaginación y la perspicacia.

Había algo que me llamaba la atención y era la forma en que Jorge piloteaba.
Era algo grosero con el vehículo y le gustaba la velocidad. Por mucho que se le
reclamara, pocas veces hacía caso. Pero esto solo ocurría cuando estaba con apuro por
alguna circunstancia. Por lo general los paseos eran tranquilos y suaves, como debe ser
un paseo.

Ocurre que, en una de estas ocasiones, Jorge llegó hasta mi casa para salir a dar
una vuelta y ver como se estaba adornando el tontódromo en la plaza de Santo
Domingo. Aprovechábamos la oportunidad para ver a las señoritas que estaban por el
sector y, de paso, escuchábamos música previamente grabada en cassettes con mucho
esfuerzo y dedicación, antes de que salgan los discos compactos de mayor facilidad para
copiarlos gracias a la tecnología informática y los diferentes softwares de compactación
digital.

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Al salir de casa pasamos viendo a algunos de los muchachos que componían
nuestro grupo, gallada o jorga, porque era imposible verlos a todos. Si se lo intentaba
era difícil: meter a veinte personas en la parte posterior de una camioneta era
complicado, pero sí lo lográbamos con mucho cuidado e incomodidad para no caer a la
calle, cosa frecuente en las épocas carnavaleras.

Al encontrarnos con el resto de muchachos, fuimos a dar el paseo por la ciudad y


llegamos a un mirador ubicado en la parte oriental de la ciudad. En esos tiempos le
llamábamos mirador porque se podía ver un poco de la ciudad, específicamente la parte
baja de la ciudadela Zamora y no había construcciones en el lugar, lo que daba facilidad
para reunirse entre más gente y tocar algún instrumento musical sin molestar con
demasiada vehemencia a los vecinos de la parte inferior del barrio.

Ocurrió que al estar en este mirador descendían de la ladera dos jóvenes no


identificados como amigos nuestros y mucho mayores a nosotros. Fue cuando uno de
nosotros les gritó algo poco formal y soez tratando de entablar una actitud arrogante
para con ellos y de líder bárbaro sin músculos entre nosotros.

Para nuestra sorpresa, los jóvenes no se amedrentaron con esta grosería casi viril
que se quiso interpretar, y descendieron a mayor velocidad hacia nosotros. Nuestro
macho alfa en vez de mostrar todos los pelos y músculos del pecho para enfrentar lo que
había causado, pidió a Jorge que se bajara de la cabina para él ingresar y esconderse.
Mientras ocurría esto, nosotros, los inocentes culpables, nos quedamos en la parte
posterior de la camioneta. Fue cuando los jóvenes llegaron apresuradamente y con
mucha ira. Normal era el caso: fueron insultados sin razón y no tenían por qué sentirse
amedrentados. No dábamos miedo ni algo que se le parezca, en realidad éramos tres
personas y ninguno tenía mucha experiencia como combatiente de kickboxing.

Al llegar estos jóvenes agarraron unas rocas del piso donde había mucho
material básico para una carretera improvista y en el intento fallido de salir a toda
velocidad del mirador, uno de los jóvenes amenazó con romper el parabrisas del
vehículo. Jorge se detuvo y los jóvenes se acercaron sin darnos tiempo a cargarnos de
proyectiles al igual que ellos. Con una liberación de adrenalina extrema, seguida de una
sensación de vacío en nuestros estómagos, esperamos una inminente batalla que estaba

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ganada por parte de los jóvenes con mucha anterioridad debido a la cobardía máxima
demostrada por nuestro compañero al esconderse en la cabina. En el momento de la
espera, que fueron pocos segundos pero que parecían minutos, el joven se acercaba con
las manos llenas de pequeñas rocas, cuidado por su compañero estratégicamente
ubicado desde una posición más alta.

Al acercarse a la parte posterior de la camioneta nos vio la cara a todos y luego,


nos preguntó: “¿¡Quién fue el machito que gritó!?” Por supuesto nadie dijo nada y
cuando volvió a preguntar no lo hizo a todos sino directamente a uno de nosotros que
estaba más cerca de él y por tanto con capacidad de infligir daño y lastimar en mayor
proporción que al resto. Ahí fue cuando le dijo: “¡Vos, sé quién eres. Dime quién fue!”.
Al escuchar esta plática bilateral pensé que mi amigo en realidad conocía al joven.
Nunca nos percatamos de la estrategia psicológica para poder obtener la verdad del
caso. El joven viendo nuestra capacidad de combate disminuida totalmente por medio
de la arrebatadora llegada con rocas en sus manos, soltó los proyectiles y con una
amenaza nos dejó ir. Nos dijo que no regresáramos más por ahí. Como buenos
estudiantes y sin hacer caso de la advertencia, agradecimos educadamente como se nos
ha enseñado en nuestras casas y golpeábamos el vidrio posterior de la cabina para que
avanzara de inmediato el vehículo y así desaparecer literalmente del lugar en donde
estábamos.

El nerviosismo era tan grande que luego de aquel incidente poco agradable,
palmoteamos el coraje y la fuerza de carácter de nuestro cobarde amigo, haciendo uso
del sarcasmo y de muchas palabras fuertes para minimizar al gran gallina. Por supuesto
que nunca nos dio mucha atención debido a que las vejigas de todos estaban demasiado
llenas, o al menos eso es lo que pensábamos, y necesitábamos evacuar con urgencia en
un acto comunal y con una puntería errática debido al temblor en nuestras manos.

El lugar poco después empezó a urbanizarse. Nunca regresamos después de


aquella advertencia a menos que nuestro cobarde amigo no se encontrara con nosotros,
ya que sabíamos lo que era capaz de provocar.

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4. PARQUE DE DIVERSIONES

Los juegos mecánicos llegaron a la ciudad en un momento inesperado y hasta se


podría decir increíble por parte de la juventud fanática de diversión basada en el
movimiento desafiante del cuerpo en varias direcciones, relacionado con la fuerza de
gravedad de nuestro planeta. Recuerdo la ubicación de todos esos aparatos de gran
tamaño y algunos de formas extrañas que en el proceso y por no estar en
funcionamiento, no sabía cuál era su desempeño y cuál sería su magnitud para inducir
un mareo gracias al vértigo provocado.

Se ubicaron en los terrenos del Hospital del Seguro al norte del mercado
Mayorista. Cada uno de estos juegos era sorprendente y venían acompañados del riesgo
y la euforia por parte nuestra como adolescentes dispuestos a disfrutar de una tarde en
que el objetivo era esperar a que nuestro cerebro se removiera de las paredes craneales y
que nuestro estómago diera señales de querer escaparse de nuestros cuerpos debido a los
rápidos movimientos provocados.

Recuerdo que el equipo en el que más disfruté de sus propiedades para mover mi
cuerpo en todas formas y así obtener esa sensación de explosión de adrenalina y
empezar a reír como un verdadero paciente de hospital psiquiátrico, fue el famoso
zipper. Consiste en una banda que realiza un movimiento ascendente y descendente
siguiendo una línea elíptica. Esta banda está compuesta de varias cápsulas con
capacidad para dos personas con un eje propio como las sillas de una rueda moscovita.
En realidad hasta aquí el juego resulta algo muy sencillo y no provoca gran emoción, la
diferencia radica en que toda la banda tiene un eje central y por tanto giran todos sus
componentes. El éxito del juego es lograr el mayor número de vueltas en la cápsula
donde van los tripulantes, lo que se obtiene balanceando el cuerpo para encontrar el
momento exacto en que la gravedad nos ayude al llegar a los extremos de la banda y así
permanecer girando muchas veces por medio de inercia hasta lograr el tan anhelado
descontrol de nuestro organismo y sentir cómo nuestro centro de equilibrio pierde todas
sus facultades encontrando la satisfacción ofrecida por el aparato mecánico.

Logré subir seis veces seguidas y según mis amigos sólo una persona en todo el
parque me había rebasado en subir al aparato. Había que tener algo de control con el

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estómago, de no ser así, las náuseas provocadas podían ser incontenibles logrando
dibujar un abanico de líquidos de diferente color y fragancia repulsiva a mitad del
juego, salpicando por todas partes gracias a la fuerza centrífuga del equipo. Algo
realmente repugnante. Una característica de este juego era la capacidad para desarrollar
la dicción de sus participantes y sacar a flor de piel todo el diccionario de palabras
soeces existentes. Esto llamaba la atención sobre todo por parte de las señoritas que
subían al juego sin saber a qué se metían en realidad. Era sorprendente escuchar las
amenazas de las chicas para con sus acompañantes por haberlas convencido de subir a
tan demoniaco y espantoso aparato. Eso provocaba risas entre los más jóvenes y
vergüenza entre los adultos, peor aún si estos adultos eran los padres de la señorita en
cuestión.

Al atardecer debíamos regresar a nuestras casas y fue en este momento, junto a


mis amigos, cuando ocurrió un problema: como era común en los grupos de muchachos,
siempre había alguien que se consideraba invencible y con capacidad absoluta para
ganar en pelea limpia a cualquier persona que se le enfrentare. Este fue el caso de uno
de los muchachos que trabajaban en el parque cuando al momento de nosotros salir,
vomitó de sus labios palabras con contenido despectivo hacia uno de mis amigos que se
había quedado atrás al momento de partir. Para sorpresa de estos muchachos, mi amigo
respondió a la frase con complejo de inferioridad, balbuceada por ellos. Éramos un
grupo de seis muchachos y ellos aproximadamente una decena. Mi amigo empezó a
entablarse a trompadas con uno de ellos, y como es lógico, por la camaradería entre los
integrantes del parque al darse cuenta de la trifulca, corrieron para defender a su amigo
que se encontraba en la pelea.

Cuando me di cuenta de que era mi amigo el que estaba en el conflicto,


regresamos a toda carrera para buscarlo y sacarlo del problema. No avanzamos a llegar
todos al mismo tiempo debido a la cantidad de gente que se encontraba vitoreando la
demostración de belicismo y comportamiento inferior entre mamíferos por intentar
defender su hombría y demostrar su valentía. Aquellos que llegaron primeros
empezaron a defender a mi amigo de los demás participantes del bando opuesto,
autoinvitados a la pelea en una estupenda interpretación de montoneros. Fue en ese
momento, y ya a pocos pasos de llegar, que vi que mis amigos que estaban lanzando
puñetazos como descocidos, salieron a toda carrera hacia mí gritándome: “¡Corre,

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Aguirre!” No entendí la razón de la orden, pero al darme cuenta, tras de ellos venían
más de diez muchachos con toda la magnitud de su ira para desgarrarnos a golpes, y
sabiendo nuestra inferioridad numérica no hubiera sido una batalla formal, sino una
golpiza campal.

Recuerdo que casi caigo al retomar la ruta de regreso tan pronto escuché la
advertencia que hacían mis amigos de salir todos disparados. Corrimos alrededor de tres
cuadras sin descansar, a toda velocidad, con el corazón en la boca, haciendo tal
despliegue de fortaleza que ni siquiera pensamos en lo que teníamos. En situaciones de
riesgo es cuando se ve la verdadera capacidad de nuestro organismo y ese momento no
era la excepción… ¡no podía ser la excepción!

La idea de nuestra carrera era llegar a la casa más cercana de alguno de los
integrantes del grupo para establecer guarida y de esta forma librarnos de la golpiza. Mi
casa fue la más cercana y, cuál fue la sorpresa, que al llegar a las puertas de ella e
intentar abrirlas debía retirar toda la seguridad que ésta llevaba (ni la cárcel de Alcatraz
tiene tantos seguros como mi casa). Me percaté que mis bolsillos no llevaban las llaves
del pequeño candado negro marca Globe. El susto no se hizo esperar y con la llamada
de atención de mis amigos para que me apresure a abrir la puerta, la mueca de mi cara
fue suficiente respuesta. “¡¿No tienes llaves?!” fue la pregunta de ellos. Todos se
asustaron y empezaron a subir por la reja de mi casa con la esperanza de que estuviera
abierta la puerta interior y así escaparnos. De los seis integrantes, tres subimos la reja y
los otros tres corrieron en distinta dirección.

La puerta interior estaba cerrada, como no podía ser de otra manera cuando más
se
necesita que las cosas salgan bien (Ley de Murphy: “Si algo puede salir mal, saldrá
mal”), así que optamos por silenciar nuestros jadeos y usar a la noche para poder
ocultarnos. Como no había luces encendidas en la parte externa de la casa, se establecía
un rincón al fondo de la parte que funciona como garaje donde se descubría una zona
con mucha sombra que nos serviría en nuestra empresa. Nos sentamos en el piso con las
rodillas dobladas y muy juntos el uno del otro, con los nervios de punta e intentando
hacer silencio. Fue cuando vimos pasar por la calle, corriendo a toda velocidad, a los
muchachos que nos buscaban. Por suerte no nos vieron subir la verja y escondernos, así

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que eso me da la idea de la velocidad a la que lo habremos hecho y la poca
responsabilidad de nuestra parte para no haber salido heridos ya que las rejas tienen sus
protecciones puntiagudas y con ellas pudimos habernos lastimado.

El caso fue que todos estábamos completos aparte de leves raspaduras sin
importancia. Aguardamos alrededor de unos cinco minutos a que las cosas se calmaran
esperando que los muchachos que nos buscaban hayan dejado de hacerlo. Cuando nos
sentimos algo seguros nos acercamos a la reja para verificar si no había moros en la
costa. Salimos de mi casa de la misma manera como entramos: escalando la verja y
saltándola. Empezamos a buscar el destino de nuestros amigos. Ellos habían corrido con
mejor suerte que nosotros. Habían logrado entrar a la casa de un amigo de la vecindad
que los ayudó en el escape. En ese momento nos enterábamos de cómo se había iniciado
todo. Los muchachos que trabajaban en el parque insultaron a mi amigo y éste se había
defendido. Lo único que nos quedaba era disfrutar de las burlas entre nosotros por la
cara de asustados que tuvimos en el momento del escape y también de la facultad
atlética para poder correr rápidamente y así huir del problema inminente.

El parque siguió funcionando una semana más después del incidente, pero
regresar a disfrutar del mismo estaba fuera de contexto. No nos queríamos arriesgar a
ser reconocidos y por tanto golpeados. Así que el modus operandi a seguir en las tardes
después del colegio para la búsqueda de diversión estuvo vinculado con las palancas de
los juegos de video, salidas al tontódromo o pelotas de fútbol, y así tratar de olvidar el
parque de diversiones.

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5. EL OCASO DE LA FIESTA

Cursaba el sexto curso de colegio. Junto a mis amigos nos encontrábamos en la


finalización de nuestra carrera como bachilleres y por tanto era el momento indicado
para realizar los festejos en razón de este logro académico. Las fiestas de graduación
eran las más esperadas por todos desde que estábamos en tercer curso de colegio. Era
espectacular para nosotros y nos llamaba mucho la atención debido a que en aquellas
fiestas se podía admirar a muchos de nuestros amigos mayores que eran una especie de
modelos a seguir y lo más importante, y no por eso en segundo lugar, poder ver a las
muchachas más bonitas de los diferentes colegios cuando eran invitadas a esas fiestas,
despampanantes con sus vestidos, sus peinados, la forma en que las pinturas hacían
verdaderos milagros en sus semblantes (y, en otras, estragos) para la evocación de la
belleza, y así llamar la atención a un grupo de muchachos con sus hormonas al nivel de
verdaderos neandertales.

Recuerdo que una de estas fiestas fue llevada a cabo por unas muy buenas
amigas del colegio “La Inmaculada” en el salón social del Colegio de Abogados de
Loja, frente a la cancha de fútbol del parque Jipiro. Éramos un buen grupo de amigos y
la mayoría de mi gallada estaba invitada a la fiesta debido a que pertenecíamos a la
misma promoción (nosgraduamos en 1997). Nos arreglamos lo mejor que podíamos
hacerlo y para ello se tomaba en consideración la vestimenta con la cual se iba a llegar
para quedar bien presentados ante el resto de invitados. Muchos no se hacían problema
y frecuentaban las fiestas con el mismo atuendo desde que se había alcanzado la
finalización del crecimiento corporal y por un problema de desgarbo e indiferencia
única para así enseñar la rebeldía que se llevaba dentro. En realidad poco funcionaba
esto. Quienes juzgaban esta belleza eran las chicas y cuando había un desgarbado en un
evento formal, simplemente perdía todo su atractivo ganado como rebelde sin causa en
estilo casual. Los diferentes tipos de ternos que componían la vestimenta externa, los
estilos de las camisas, los modelos de las corbatas, el juego de gemelos, los zapatos a la
última moda que hacían juego con el cinturón y la mejor fragancia encontrada, eran los
componentes a conformar el formalismo de un muchacho que luego de darse un baño de
más de una hora, afeitarse los cuatro pelos de la mandíbula y peinarse como el mejor
exponente de estrella hollywoodense debía armar con el mayor de los cuidados para no

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estropear las prendas impecables. Si así era para un hombre, ya me puedo imaginar el
arreglo de una mujer.

Establecimos entre los amigos llegar a una hora convenida o en el mejor de los
casos llegar juntos. De esta manera no se veía disminuida la hombría nuestra ya que
entrar solo a una fiesta, para la mayoría de mis amigos no era muy cómodo, seguido de
una vergüenza que nunca comprendí. Si te invitaban era para que vayas a una fiesta, no
para que te analice la gente en la puerta de entrada y examine de cuantas velas estás
acompañado y de si esas velas tienen colores o fragancias traídas de algún lugar
extraño. A mí no me importaba esto en lo absoluto. Lo que me agradaba era poder
llegar, que la música se encuentre en su estado más alto y poder bailar frenéticamente
haciendo un despliegue de buena condición física, gran ánimo y euforia por la música.
Por lo general era con mis amigas más allegadas con quienes me descontrolaba usando
movimientos seguidores del ritmo de la música de los 80, que debido a mi exageración
y mi indiferencia para con el resto de invitados, ganaban confianza y en realidad se
divertían sin tener que prestar atención al qué dirán de los demás. Algo muy común en
la sociedad Lojana.

Seis amigas fueron las organizadoras de este evento. Conocía a dos de ellas muy
bien. Eran amigas y compañeras de las clases de inglés que se desarrollaban en las
tardes después del colegio. Al momento de llegar a la fiesta y de encontrar a algunos de
mis amigos esperando en la puerta a más gente del grupo para no tener que entrar solos,
procedimos a ingresar. Dentro, admiramos los arreglos y la disposición del lugar para
realizar el evento principal donde por lo general el padre de alguna de las chicas decía
unas palabras y se sentía orgulloso de que su hija y sus compañeras alcancen este logro
académico, esperando que sea uno de muchos y que no termine en unión marital tan
temprano. Nuestras amigas estaban en la tarima principal colocada para presentarse,
agradecer la asistencia de los invitados y dar inicio al baile esperado. Se encontraban
vestidas todas en el mismo tono, el vestido verdeazulado desplegaba su belleza
multiplicada por las sonrisas que emanaban de sus rostros. Nos acercamos, saludamos
con ellas, las felicitamos y luego empezamos a bailar.

Siempre era normal que alguien estuviera con la predisposición de alcanzar una
relación mayor a una amistad en este tipo de eventos. Resultaba muy emocionante el

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plano en que una pareja vestida formalmente podía dar expresiones de afecto sincero
entre ellos para así disfrutar de una velada romántica muy simpática en compañía del
caballero galante o de la hermosa dama. Ocurre que para poder llegar a esta fase tan
anhelada había que realizar un cortejo inicial. Como era la costumbre y debido a un
problema de género, la mitad de la fiesta (logísticamente hablando) estaba poblada de
hombres y el cincuenta por ciento restante, de mujeres. La separación daba lugar para el
análisis por parte de ambos bandos y de esta manera regalar sonrisas por parte de las
chicas insinuando una invitación para la danza. Cuando había la química necesaria para
la aceptación por parte de una pareja, se presentaba un nuevo problema: la embarazosa
acción por parte del joven galante para cruzar todo el salón solo y sacar a bailar a la
coqueta niña. Como el exceso de valor era algo perdido y extrañamente presente entre
jóvenes novatos, se procedía a la elaboración de un grupo de baile donde los amigos del
galán impaciente lo acompañaban en el cruce del largo salón, se presentaban frente a las
amigas de la sonriente señorita para pedirles permiso, sacarlas a la pista y bailar con la
pareja interesada. De esta forma se ayudaba a que el galán no pase vergüenza por bailar
solo en la pista. Algo a lo que nunca le di valor, y esta indiferencia de mi parte era una
gran cualidad para ser uno de los acompañantes (o el único) del joven galán.

Por lo general en estas fiestas formales existe siempre una dama con un vestido
de exquisitas formas que denotan el físico de su portadora, enseñando más piel de lo
normal y haciendo una llamada efusiva para la presentación de su belleza dejando ver, a
toda la muchachada XY, una piel de delicioso color, de apariencia muy suave y sobre
todo descubierta. Fuimos muchos los que admirábamos esos escotes enviados del cielo,
tratando de parecer indiferentes ante la presencia de una dama tan bella. Muchos se
encontraban boquiabiertos y tratando de elaborar planes para acercarse a la bella
señorita y disfrutar de una pieza de baile en su compañía. Aún recuerdo las poses de
modelos novatos por parte de algunos jóvenes tratando de demostrar su plumaje
colorido para llamar la atención de la señorita. En esos momentos era cuando ella
escrutaba el salón por algunos minutos, hasta escoger entre el gran grupo de interesados,
para que luego de esto, la fiesta vuelva a su cauce natural.

Algo común en estas fiestas era encontrar a las amigas acompañadas de su


celoso enamorado, gracias al cual no se sentían a gusto en la fiesta debido a que no
podían bailar ni ver a nadie más que a su pareja. Esto nos limitaba mucho al llegar a

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saludar a ellas, que a pesar de que el novio era amigo nuestro, no daba lugar a que uno
de nosotros (sin intención de separarlos) saque a bailar a su pareja o entable una
conversación amistosa. Lo que ocurría en estos casos era que la pareja disfrutaba de la
fiesta sola, en un sector del salón, mientras que el resto se encontraba bailando y
disfrutando por todo el lugar. Al siguiente día era común escuchar las disculpas por
parte de las amigas por no haber tenido la libertad de poder desempeñarse en la fiesta
como ellas hubieran querido, debido a que sus parejas simplemente no lo soportaban.

También hay que poner en consideración a aquellas personas no correspondidas


y que eran muy insistentes en el plano de conquistar a su media naranja. Por lo general
esto se desarrollaba en una cadena de mensajes provenientes del joven o señorita
interesados, para que, por medio de la amiga, del primo, de la hermana o de cualquier
persona que podía servir de nexo, se establezca el interés y por tanto se despierte la
atracción. Muchas veces esta era la mejor forma de poder reunir a dos novatos que no
sabían cómo expresar sus sentimientos y en varios casos funcionó a la perfección.
Algunas de las parejas que recuerdo se encuentran juntas aún y en otros casos ocurría
que uno de los dos, por lo generar la señorita, no sabía cómo safarse de la persona que la
estaba cortejando y era cuando se veían las diferentes expresiones de ayuda: los ojos
saltones, elevación de cejas descontrolada, movimientos bucales exagerados carentes de
sonido y llamado por medio mímico. Por supuesto que esto debía desarrollarse sin que
el interesado se dé cuenta de ello, de ser así, la vergüenza de la señorita por rechazarlo
era muy grande, aunque a veces indiferente. Así era como pedían ayuda para escaparse
bailando con el salvador amigo (que lo fui en muchas ocasiones por la persistencia de
mis amigas) y de esa forma algo cortés poder indicar al joven sonriente que se había
perdido el interés.

El despliegue del baile, luego de que la mayoría perdiera el miedo de lanzarse a


la pista y disfrutar de la fiesta, era seguido por muchas coreografías para elaborar una
danza grupal en la que participaban todos los invitados debido al contagioso ritmo y la
animosidad de la gente. Esto se podía lograr por parte del manejador musical colocando
el muy conocido Meneaito seguido de la Macarena. Era en ese momento cuando
estallaba la fiesta y todo el mundo seguía los pasos (y los que no, lo aprendían en ese
momento) para disfrutar de los diferentes saltos, las extensiones de brazos y piernas, las
subidas y bajadas de nuestras caderas y las vueltas en grupo por todo el salón.

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Fiestas sin bar son pocas, y esta no era la excepción. Ahí fue donde llegamos por
lo general en grupos de tres personas para poder abastecernos del elixir que llevaría a
que nuestros cerebros se presenten más alegres, nuestro equilibrio pierda sus facultades
y de esa manera ser los payasos de la fiesta, ya sea por la facilidad para desarrollar
bromas a costillas de algún ingenuo, por el ridículo explícito de algún Don Juan o de un
posible John Travolta revolcándose en la pista.

Era la primera vez que me excedía con los tragos. Cabe resaltar que debido a un
tratamiento en base a carbamacepina para una epilepsia parcial que debe rondar aún por
mi cerebro, no había ingerido alcohol en la adolescencia como era el caso de muchos de
mis compañeros y amigos de mi promoción. Era de esperarse que el líquido ingerido
provoque su efecto empezando a sonreír más de lo normal (eso quiere decir que no paré
de reírme) y percibir el baile más animado. El despliegue de pasos nuevos inventados al
escuchar alguna canción emocionante era progresivo.

Como era la costumbre, los horarios paternales para retornar a nuestros hogares
se encontraban entre la una y dos de la mañana. Hasta ese momento la mayoría de mis
amigos estábamos con un índice de alcoholemia de alrededor de 2.5 g/l y contentísimos
de haber estado en una fiesta tan divertida. En realidad, la pasamos muy bien gracias a
la alegría de la gente, los amigos que nos encontramos, el buen ánimo y la camaradería
de mis amigos. El retorno a nuestros hogares tenía dos salidas: encontrar a alguien con
un vehículo para que nos pueda llevar, aunque sea uno encima de otro por la carencia de
espacios, o esperar rogando a que aparezca un taxi por aquellos lugares y así no tener
que ir caminando a casa con el riesgo de ser asaltado a mitad de camino. Para ventaja,
uno de nuestros amigos estaba en su poderoso vehículo de 2800 centímetros cúbicos: un
verdadero demonio cuando se apretaba todo el acelerador. Así que sabíamos algo
seguro: llegábamos muy rápido a nuestras casas, o nos íbamos a estrellar muy rápido. El
caso es que no se hizo uso de la fuerza bruta. De la manera más tranquila nos retiramos
las ocho personas en un automóvil para cinco, acomodados como pudimos, y
esperanzados en que nadie empiece con los deseos nauseabundos causados por el
movimiento del vehículo. Esa fue la razón para que el piloto vaya despacio. No quería
muestras de ADN ni de una fragancia repulsiva en su bólido infernal, pues era una pieza
muy preciada por él.

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Entre las bromas y carcajadas por parte de todos en la lata de sardinas que nos
encontrábamos, poco a poco se iba haciendo espacio al quedarse cada uno de los amigos
en sus casas dentro de la ruta norte–sur hasta que el dueño del vehículo llegara a la suya.

Fui el número tres en dejar el poderoso vehículo que inclusive con las pocas
curvas que dio para llegar a casa, fue suficiente para que sienta deseos de expulsar todo
lo que tenía en mi estómago. Mis amigos al notar mi cara de descomposición, intentaron
con cortesía retirarme de su proximidad a empellones seguidos de expresiones de afán
por querer bajarme del vehículo. Lo logré sin derramar una gota y, sin inconvenientes
con ellos, me despedí. Como mis amigos notaron que era mi primera vez en estado de
ebriedad esperaron a que ingrese a mi casa para protegerme de cualquier amenaza que
hubiera fuera de ella (o simplemente para reírse de mi destreza disminuida para
caminar). Luego me despedí afectuosamente de mis amigos mientras ellos se burlaban
por mi estado que hasta ese momento era desconocido.

Se retiraron y quedé solo en el garaje de mi casa con un dilema moral: me


encontraba ebrio y no sabía cómo ingresar a casa sin que mis padres se dieran cuenta de
ello y de la misma forma poder salir de ese malestar que sentía por el exceso de alcohol.
Luego de hacer previa consulta a mi cerebro para que por medio de la lógica resuelva
esta encrucijada, recibí la respuesta mientras intentaba controlar mis piernas que se
flexionaban sin que yo las hubiese comandado. Mi cerebro decidió que lo primero era
intentar solucionar el malestar, pues esto no lo dejaba pensar para encontrar la respuesta
más práctica al otro problema.

La parte exterior de mi casa consta de un jardín junto al cual se encuentran las


grandes ventanas de la parte frontal que corresponden a la sala. Cuando estuve frente a
la jardinera, me encontraba listo para autoinducir la expulsión del líquido causante de
mi malestar. En realidad, para ello tuve que hacer uso de mis facultades psicológicas
para concentrarme en tan asqueroso acto. Lo pensé muchas veces y consulté en
repetidas ocasiones si mi cerebro tendría otra solución. La respuesta fue negativa y de
forma imperativa me empujaba a realizarlo. Así que me acomodé de la mejor manera
frente a la jardinera, retiré mi saco que me incomodaba y que no quería ensuciarlo, y
también la corbata para que no me sirva de servilleta. Acomodé mi pañuelo sacándolo

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con cuidado de mi bolsillo derecho del pantalón y lo coloqué a un lado de la jardinera.
Los pasos para desarrollar esta actividad son sencillos: colocar el cuerpo en una
posición inclinada mientras uno se apoya en los brazos para luego por medio del dedo
índice (de cualquier mano, esto es a criterio del interesado) tocar la úvula en el interior
de nuestra boca y de esa manera inducir el espasmo. Mientras me preparé para ello y
dirigía mi dedo índice hacia su objetivo, escuché unos golpes leves en la ventana. Me
levanté de la posición en que me encontraba y cuál fue mi sorpresa al ver a mi madre de
pies en la parte interior de la sala frente a la ventana, con una actitud muy seria,
indicándome que no debía hacer lo que tenía programado y que ingrese inmediatamente
a la casa.

Luego del regaño de mi madre por mi mal estado, logré ingresar al baño por
algunos minutos para liberar mi malestar y posteriormente llegar hasta mi habitación
para descansar.

Al siguiente día me levanté con un malestar multiplicado: los estragos causados


por la bebida en la noche anterior y la vergüenza con mis padres por el número de circo
protagonizado al llegar a mi casa. Nunca supe cuál fue el resultado con el resto de mis
amigos, pero espero que hayan corrido mejor suerte que yo.

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6. LA CHURONA

Existe en la provincia de Loja la romería de Nuestra Señora de El Cisne,


comúnmente conocida como La Churona. La caminata empieza el 17 de agosto para
arribar a la ciudad de Loja el 20 de agosto. El recorrido comprende 72 km y las personas
que lo realizan suman alrededor de las 300.000.

Aprovechando este evento, mi hermano y un primo, adeptos al ciclismo,


decidieron hacer el viaje hacia Catamayo para luego, al siguiente día, realizar el retorno
y disfrutar del recorrido en nuestras bicicletas. En ese tiempo tenía la edad de 15 años y
fui invitado por mi hermano y mi primo, de 18 y 23 años respectivamente, para hacer el
viaje.

Lo planificamos para salir temprano en la mañana, con todo el equipo necesario


y siguiendo las órdenes de mi primo, quien era la persona con más experiencia, seguido
jerárquicamente por mi hermano, y así tener los cuidados necesarios para evitar
accidentarme, pues era la primera vez que hacía un viaje en bicicleta a una distancia
mayor de 20 km. Nos preparamos y nos dividimos lo indispensable para llevar en caso
necesario: mi primo, las llaves necesarias para hacer el arreglo de una posible
ponchadura; mi hermano los parches, y yo una bomba para inflar llantas, que
funcionaba con un pedal. Acomodamos las bebidas en los respectivos tomatodo y nos
dispusimos a salir (cabe resaltar que en este tiempo lo único que tenía era mi bicicleta;
no contaba con herramientas ni tomatodo de emergencia, ni de odómetro electrónico y
tampoco de la prevención necesaria por caso de emergencia).

Al salir temprano en la mañana, nuestra disposición en fila india, encabezada por


mi primo, se desarrolló sin contratiempos y con dos o tres paradas antes de alcanzar el
punto más alto para empezar el descenso. Lo que hacíamos cuando parábamos a
descansar era recostarnos en las orillas de la carretera con los pies elevados en relación
al pecho, así evitábamos un poco que se nos hincharan los pies por el ejercicio. Luego
de realizar esta actividad menos de cinco minutos y con un límite de tres paradas y no
más, seguimos nuestro recorrido.

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Alcanzamos el punto alto, y el descenso fue lo más emocionante que pude
disfrutar con mi bicicleta. Aprovechando que no es de compuesto especial (carbono o
grafito) para hacerla más liviana, tenía cierta ventaja sobre el resto, pues tenía mayor
peso y así mayor velocidad. Por supuesto que la advertencia de mi hermano no se hizo
esperar y me dijo que me concentrara mientras lo hacía, ya que un golpe con el asfalto a
esa velocidad tendría consecuencias muy desagradables. Recuerdo no haberle hecho
caso en dos ocasiones y me deslicé con velocidad. Mi hermano me alcanzó ambas veces
arriesgándose él también, ya que para hacerlo debía ir a una velocidad superior a la mía.
Sus expresiones de enojo por no hacerle caso y por mi imprudencia se hicieron notar,
logrando con esto regresar a la realidad antes de aterrizar en el camino y ganarme un
hueso roto como premio.

Al alcanzar la ciudad de Catamayo, descansamos de nuestro recorrido para


prepararnos al retorno del siguiente día. Debido a la cantidad de gente que existe en este
evento, se nos dificultaba un poco la travesía volviéndose lenta y algo tediosa, ya que
debíamos esquivar a la gente en la carretera evitándonos alcanzar velocidad. En ese
momento a nuestro primo se le ocurrió la idea de evitar a la gente avanzando por la
parte lateral del camino, que no es asfaltada y no estaba ocupada por la gente. Este atajo
nos duró poco debido a que no consideramos la presencia de grandes y fuertes espinas
provenientes de los faiques (Acacia macracantha) que existen en la zona. Mi llanta
delantera se hizo ganadora de una de estas espinas logrando una baja. Arreglamos la
llanta y nuestro problema nació en que no podíamos comprobar si el parche estaba bien
colocado debido a que no teníamos ese tomatodo de repuesto con agua para hacer la
comprobación necesaria. La arreglamos lo mejor que pudimos y quedó bien después de
todo (eso era lo que pensábamos). Logramos continuar con nuestro camino de regreso
pues en esto habíamos demorado alrededor de tres cuartos de hora.

Retomamos el regreso por la carretera para evitar las espinas, pero había el
problema de que al haber ruido en exceso debido a la cantidad de gente, nos alejamos
poco a poco sin considerar el caso de la necesidad de petición de ayuda que solo podía
hacerse por medio de gritos. Nuestro primo se perdió de nosotros pues avanzó muy
rápido y a mi hermano lo alcancé a ver a unos 200 metros adelante, pero no podía
escucharme cuando lo llamaba. A la altura de una urna que se encuentra a mitad de
camino aproximadamente, me di cuenta de que tenía otra espina en la llanta trasera de

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mi bicicleta, que no la habíamos notado antes, y debido a que nuestro primo tenía las
herramientas y mi hermano los parches, levanté los brazos tratando de que mi hermano
me viera. Esto no se logró. Mi hermano pensó que me había adelantado, así que
haciendo despliegue de su fortaleza física, que era muy superior a la mía, desapareció
muy pronto de mi vista. Por un momento me sentí frustrado y algo asustado por la
situación en que me encontraba. Debido a que el aire de la llanta trasera escapaba de
forma lenta y como tenía la bomba en mi mochila, decidí rellenarla de aire y hacerlo
cada vez hasta que el orificio de la misma se incremente. Logré avanzar unos dos
kilómetros aproximadamente hinchando y pedaleando alternadamente y esperanzado en
que mi hermano al no encontrarme adelante me hubiera esperado. Luego me di cuenta
de que la llanta delantera no quedó bien reparada y tuve el problema de que mis dos
llantas se encontraban ponchadas. En un momento de desesperación pensé en retomar el
camino con las llantas sin aire destruyendo las llantas y el tubo del interior, pero al
darme cuenta de que resultaba muy pesado, avanzando no más de doscientos metros
decidí bajarme y terminar mi recorrido hasta la ciudad a pie. Me encontraba para esto
descendiendo a la ciudad. Ya había pasado el Villonaco, la parte más alta.

Al llegar a la ciudad y luego de tres horas aproximadamente de llevar mi


bicicleta a cuestas con sus llantas ponchadas, sin agua y cansado con la esperanza de
llegar a casa y darme un baño para luego descansar, empezaron a caer unas pequeñas
gotas del cielo, que luego variaron en tamaño hasta convertirse en un aguacero. Eran las
5:15 de la tarde cuando logré llegar a casa y me encontré con la sorpresa de que no
había nadie y de que no tenía llaves, pues éstas las tenía mi hermano. En ese tiempo no
existían los teléfonos celulares así que no podía avisar a mis padres y a mi hermano que
me encontraba bien y que estaba esperándolos en casa. Me cubrí lo mejor que pude de
la lluvia hasta esperar que llegara alguien. Me gustó percibir el olor del vapor de lluvia
luego de un día soleado con un gran aguacero. Escuchar la lluvia precipitándose contra
el asfalto es una de las cosas más pacificadoras y tranquilizadoras para mi oído, algo
que aprendí del mayor de los hermanos de mi padre en una tarde lluviosa en Malacatos.

Alrededor de las seis de la tarde llegaron a casa mis papás, pero para mi sorpresa
sin el vehículo. Ocurrió que mi hermano, al igual que yo, también me estaba buscando;
había llegado a casa y luego de ello salió con todos a buscarme. Por si fuera poco, en la

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búsqueda del niño perdido, el vehículo sufrió un desperfecto: se torcieron las válvulas
del motor del Chevrolet Gemini modelo 1989, color gris metalizado, aros de magnesio y
dirección hidráulica (el único modelo del Chevrolet Gemini que la tenía), así que al
verme mi padre esperándolo en la puerta de casa, su cara de enojo se suavizó sabiendo
que me encontraba bien, pero con la frustración de una cadena de acontecimientos que
se le presentaron de manera tan gris (como el color del vehículo) en un solo día y con
este orden: primero solo llegó uno de sus hijos, luego fueron a buscar al muchacho
perdido, hubo un aguacero durante la búsqueda infructuosa y se dañó el vehículo.

En la noche cuando nos sentamos a la mesa a comer algo luego de todo lo


acontecido, me enteré de los detalles en cuanto al desentendimiento con mi hermano
para poder alcanzarnos. Él no había interpretado cuando le levanté la mano pidiéndole
ayuda a la distancia, simplemente porque no me vio, y pensando que estaba más
adelante, aceleró su búsqueda. Ahora es necesario explicar el porqué de su acción: no es
que no tuviera cuidado con su hermano menor, sino que me dio la confianza para hacer
ese viaje de regreso solo, pues antes de salir de la ciudad de Catamayo le dije que sí
podía hacerlo y que no esté pendiente de mí tanto tiempo, como bien lo hizo en el viaje
de ida. Fue a petición mía que lo hizo y le agradezco por ello.

Así fue como aprendí a tomar una decisión cuando veía todo en mi contra sin
poder pedir ayuda a nadie, pues en realidad nadie podía hacerlo, a pesar de estar
rodeado de 300.000 personas en una carretera solitaria y a la vez atestada de gente.

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7. VILLONACO–CERA

A la edad de 14 años recibí como regalo navideño una bicicleta de montaña que
aún la tengo. Es una primaxi color naranja rojizo con equipo shimano para las 21
velocidades y los frenos en Y, que en ese tiempo ya eran novedosos en comparación a
los típicos frenos en C. Siempre estuve muy al tanto de los nuevos accesorios que
llegaban al comercial Briceño que era donde los encontraba por lo general.

Justamente en ese lugar y luego de algunos años de experiencia en las rutas y por
tanto de las necesidades y los implementos necesarios de una bicicleta, conseguí mi
casco, las gafas, el bolso para herramientas y el juego de tomatodo para poder ubicarlo
en el cuadro de la bicicleta. Así tenía el equipo necesario para poder hidratar mi cuerpo
(que por lo general era media panela triturada con 4 limones y llena hasta el tope de
agua para que con el movimiento se disolviera) y la otra botella servía para poder
comprobar en caso de que hubiera una llanta ponchada, donde se encontraba el hueco, y
de paso poder hacer la limpieza donde se requiriera. El bolso de forma piramidal
ubicado en la parte baja del asiento, cargaba lo siguiente: 2 llaves de 14 y 15 pulgadas
para la llanta trasera (la delantera tiene mariposa) y otra de 10 y 12 pulgadas para el
arreglo de los frenos. Dos tipos de destornilladores (plano y de estrella) de la medida
exacta para los que componen la bicicleta y los parches en frío con la pega necesaria
para el caso de un fortuito puntiagudo. En la parte lateral del tubo que forma la
hipotenusa del triángulo rectángulo del cuadro de la bicicleta, se encuentra ubicado el
dispositivo hinchador de llantas que funciona por medio de bombeo. La parte atractiva
de mi bicicleta, y que la hacía diferente al resto en ese tiempo, era el velocímetro
electrónico que tenía implantado en el manubrio. Este me daba diferentes datos:
velocidad relativa, odómetro, velocidad promedio del viaje y tiempo de recorrido. Así
es que por medio de éste pude comprobar que la mayor velocidad alcanzada en asfalto
fue de 63 km/h (debí haber alcanzado velocidades mayores, pero en esos momentos no
me atrevía a desconcentrarme del camino por ver un número en una pequeña cajita
plástica).

Era frecuente salir en bicicletas acompañado de mi hermano y de un primo para


hacer viajes serios y de resistencia física. Me refiero a serios ya que con ellos el objetivo

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del viaje era alcanzar el destino en el menor tiempo posible. Por lo general salíamos
hacia el valle de Catamayo o hacia Malacatos, siendo este último más sencillo que el
primero y con un paisaje más atractivo para mi gusto. Así fue como mis amigos fueron
interesándose en esta práctica deportiva, inspirados por las grandes velocidades
alcanzadas en los descensos. También era muy divertido transitar por carreteras con
lodazales amplios y sin asfalto, grandes paisajes y una que otra lluvia de vez en cuando.

En un fin de semana de mucho sol, a la edad de 17 años aproximadamente, un


grupo de seis amigos decidimos ir a Catamayo por la vía Villonaco – Cera. Esta ruta
tiene una ventaja importante: a mitad del camino se encuentra un túnel de
aproximadamente 100 metros de longitud, unos 4 metros de altura y unos 6 metros de
ancho (no recuerdo las dimensiones exactas, espero no equivocarme por mucho) hecho
a pico y pala por los indígenas de la zona hace mucho tiempo atrás. Poder admirar esta
obra arquitectónica antigua es muy interesante y luego de saber que fue hecha con las
manos en un trabajo forzado, es realmente impresionante.

Cuando emocionado escuché a mis amigos que íbamos a hacer el viaje, mi


euforia duró poco. Pensé que saldríamos de nuestras casas hasta nuestro destino que era
la ruta Villonaco – Cera pedaleando. La idea de mis amigos era mucho más sencilla que
la del despliegue físico que yo me estaba imaginando. En realidad, ellos esperaban ser
alcanzados por algún vehículo y luego realizar el descenso. Nada más fácil y divertido.
Llegamos en una camioneta donde se encontraban todas las bicicletas. Llevé mi cámara
de fotos para poder tener un recuerdo con mis amigos de este viaje, y los seis
integrantes nos dispusimos al descenso. En el primer kilómetro recorrido ya hubo
problemas. A uno de mis amigos se le ponchó una llanta y justo en ese momento es
cuando pensaron que iban a hacer sin tener como arreglarlo. Por suerte mi bicicleta
equipada completamente (ellos no lo sabían) nos sacó del aprieto. Nos demoramos
aproximadamente treinta minutos en resolverlo y retomamos el viaje. Encontramos un
río donde procedimos a disfrutarlo. El día ya no se encontraba soleado como se
esperaba sin embargo nos deshicimos de nuestras prendas y aprovechamos las heladas
aguas. Después de hacer un despliegue de rudeza masculina y de habernos medido los
músculos del brazo, consideramos la hora y seguimos con nuestro trayecto. Era la
última parada pues de no ser así llegaríamos en la noche.

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En el recorrido antes de llegar al túnel existe un descenso importante con mucha
grava (partículas rocosas entre 2 y 60 mm aproximadamente). Estas rocas pequeñas
provocaban que con la velocidad a la que descendíamos, tengamos un agarre menor
debido a los saltos y a la fuerza centrífuga. Fue en este terreno donde por el exceso de
velocidad me fui acercando poco a poco a la orilla del camino, dando saltos y sin poder
controlar mi vehículo de equilibrio. Traté de aplicar los frenos y al hacerlo perdía
control. El precipicio se veía muy cerca, así que opté por lanzarme al lado opuesto de
éste y tratar de amortiguar el golpe. Es fantástico como en estos casos de emergencia,
uno puede tomar decisiones (que muchas veces no son las acertadas) para tratar de
salvarse. Ocurrió que al caer todo mi peso fue desviado a la palma de mi mano
izquierda, logrando retirar la poca piel que tiene y creando una herida profunda. Rodé
unas tres o cuatro veces mientras me cubría la cabeza para evitar golpearme con la
bicicleta, mientras ésta se detenía por el arrastre de los pedales con las rocas. Me detuve
bruscamente. Cuál fue mi sorpresa al encontrarme en el dorso de mi cuerpo, una
pequeña rama de faique que me estaba sosteniendo para no caer al fondo de aquel valle
empinado. Estuve muy asustado y me costó unos segundos regresar a la realidad. Tuve
mucha suerte. Empecé a verificar si no tenía nada roto y si encontraba alguna herida
profunda en alguna otra parte de mi cuerpo que no sea la palma de mi mano. Aparte de
unos arañazos vagos, no hubo mayor herida, pero la palma sangraba mucho. Decidí
limpiarla con un poco de agua que tenía en el tomatodo y sacándome la camiseta
procedí a cubrirla para evitar que se infectara.

Esta herida me molestó en todo el camino debido a que es donde apoyaba mi


cuerpo en el manubrio. Llegamos al túnel y lo apreciamos con emoción. Hicimos un
despliegue de fotos que aún están en mi poder, y que cuando las veo sonrío recordando
este paseo. Después de tres horas de recorrido llegamos a la ciudad de Catamayo. Nos
remitimos directamente al mercado principal y llenamos nuestros estómagos con dos
suculentos platos de arvejas con guineo. Nada más delicioso para calmar nuestra
hambre por el ejercicio realizado.

Luego de descansar un poco y de algunas gaseosas heladas, decidimos regresar.


Tomamos el primer transporte que encontramos en el que nos dejaran subir las
bicicletas a la cima del camión y así entablar el retorno. Muchos cansados, quemados
por el sol, adoloridos, pero contentos de la hazaña. Fue uno de esos fines de semana

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airosos donde pudimos disfrutar de nuestra compañía (o al menos reírnos de mi
aparatosa caída). Al siguiente fin de semana nadie quiso salir de paseo en las bicicletas.
Dejamos este tipo de aventuras para un nuevo feriado donde no encontremos alguna
actividad de relativa importancia y sería en ese momento en que esperaríamos el turno
de la siguiente persona que nos deleitaría con una nueva y dramática caída que sería la
causa de emoción en el paseo para tener una nueva anécdota al retornar a casa.

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8. ¡Taxi, taxi…!

Desde muy pequeños, a la edad de aproximadamente seis años, nos reuníamos


con mi primo que vivía junto a mi casa para jugar a lo que se nos viniera a la mente,
como era crear ciudades con el polvo y los tallos de las plantas del jardín, inventando
grandes aventuras de safari haciendo honor al verdor magnificado de la vegetación
existente.

Recuerdo hasta las rutas que existían debido a la delimitación del césped con las
flores a un lado, junto a la pared principal de la casa y en el lado opuesto la verja de la
misma. Por el lado izquierdo mirando la casa desde su frente, teníamos el garaje, que
era la zona con más polvo, por tanto, era el lugar ideal para las refinerías y el material
necesario para construcción en nuestros juegos. Por el otro lado teníamos dos aparatos
instalados por sus padres: el sube y baja y el columpio, que por estar adornado de una
hiedra trepadora en la pared posterior, tenía la apariencia de una selva muy grande y por
tanto existían en sus raíces, escondidos entre la tierra, escarabajos que en nuestro afán
por descubrir las cosas y no diferenciar aún el daño que podíamos causar a aquellos
animales, los enfrentábamos unos con otros en una plaza de toros, sin toros, pero con el
mismo fin: disfrutar de cómo dos animales se enfrentan, con la diferencia de que en este
caso, ambos contrincantes eran inconscientes de ello y lo hacían por supervivencia.

Fue así como creciendo poco a poco y con el límite de la verja de la casa,
intuimos que había más aventura fuera de ella. Ganando la confianza de nuestros padres
podíamos salir ya sea a la cancha de la esquina, a alguna de las tres tiendas más
importantes del barrio (Don Mario tenía mayor variedad en cuanto a cosas de mamás, la
señora viejita tenía los helados de naranjilla, y la más cercana los dulces más comunes
que podíamos encontrar) o a la casa vecina por bolos (refresco de diferentes sabores
congelado dentro de una bolsa plástica de diferentes tamaños) que en ese tiempo los
fabricaban ahí. Los bolos era el lugar para reunirnos después de un partido de fútbol,
básquet o baseball que tenían lugar en la cancha de la esquina, a un lado de la casa
principal con forma de castillo, propiedad de quien fuera la dueña de todos esos terrenos
antes de nuestra llegada.

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La cancha en la actualidad se encuentra cerrada por un muro de medio metro de
ladrillo que se alza con malla de acero hasta los dos metros de altura aproximadamente.
En el interior encontramos una cancha de cemento con dos aros opuestos para el
baloncesto y un par de agujeros ubicados en la parte central para ubicar los postes que
sostienen la red de juego de voleibol, práctica desarrollada los fines de semana por los
padres de algunos de los muchachos del barrio. Pero esto no siempre fue así.

Antes, la cancha era de césped y a un lado existía un gran árbol de capulí en el


cual nos subíamos como avanzábamos en tiempo de cosecha para llenar nuestros
estómagos de la deliciosa fruta dulce. En la parte lateral de la cancha se encontraba algo
de vegetación junto a un tronco de unos seis metros de largo aproximadamente que
servía de respaldo para el descanso cuando no nos encontrábamos en el campo de juego.
No sé cuál fue el destino de ese madero, pero ya no se encuentra allí.

Este madero fue el centro de una historia que ocurrió hace muchos años. En las
noches solíamos reunirnos todos los muchachos del barrio. Seríamos aproximadamente
quince adolescentes entre hombres y mujeres. Practicábamos juntos diferentes juegos
donde era apta la participación mixta y en otros momentos nos separábamos y
realizábamos actividades de exclusividad para hombres. Una de estas actividades
consistía en dedicarnos a hacer sufrir y enojar a los profesionales del volante que daban
el servicio de taxi (mis más sinceras disculpas para quienes hayan sido víctimas de
nuestro macabro juego). Usábamos la noche debido a que en la esquina posterior de la
cancha existía el jardín principal de la casa en forma de castillo (actualmente en esa
esquina se encuentra un taller de venta de neumáticos, servicio de alineación y balanceo
para vehículos, junto a la parada Loja Federal del SITU —Sistema Integrado de
Transporte Urbano—) y cercada por un muro de ladrillo de metro y medio
aproximadamente que junto a la vegetación era un gran lugar que servía de escondite,
antes de ser víctimas de los dientes afilados de algún guardián canino que sospechaba
nuestra presencia.

La macabra broma se realizaba de la siguiente forma: nos reuníamos en una de


las esquinas que no daba a la avenida principal, a planear quienes serían los encargados
de hacer detener el taxi. No debíamos ser muchos, debido a que, en tal caso, viendo una
cantidad excesiva de pasajeros, el chofer no se detenía, y peor aun siendo niños. Cuando

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se decidía quienes iban, se debía aceptar las consecuencias en el caso de un frustrado
plan: gran predisposición a correr como alma endiablada debido a que podría ocurrir
que el chofer del taxi nos agarrara en la broma con posible golpiza incluida. Nos
dirigíamos en parejas (uno se encargaba de hablar con el taxista y la otra persona se
convertía en el hermano y ayudante de la madre para llevar el equipaje; elementos
indispensables de la broma) hacia la esquina de la avenida, donde esperábamos sin
manifestar nerviosismo, al vehículo víctima.

En la otra esquina alguien servía de campana para avisar al resto de la


muchachada que el taxi era parte de la broma y por tanto huir para que nadie sea
capturado y disciplinado por parte de la víctima. Cuando se detenía el taxi, la idea para
retenerlo era pedirle que espere en la esquina mientras el campana hacía de madre
sufrida en poder de pesados canastones (canastas tejidas usando delgadas tiras de caña)
con el fin de llevarlos a un destino lejano, siendo una gran oportunidad de trabajo para
el chofer del taxi. Se le pedía que espere: si el taxista por hacerlo mejor trataba de
ingresar a la calle donde nos encontrábamos, el campana decía: “Dice mi mamá que ya
no, que se va a demorar, que muchas gracias” sacando el brazo desde la otra esquina y
por tanto quien había parado al taxi, le explicaba que su madre le indicaba que se
demoraría, disculpándose por la molestia causada y agradeciendo por sus servicios.

De no ser así, el taxi esperaba junto con la persona que lo había detenido,
mientras su compañero (quien sería el hermano) corría hacia el campana con la
intención de ayudar a su madre con los pesados canastones. Como la carga era muy
grande, el hermano llamaba por mayor ayuda y era cuando quien había detenido al taxi
le pedía que lo espere un momento mientras regresaba con los canastones.

En ese momento empezaba la broma: el taxista esperaba colmado de paciencia y


perdiéndola poco a poco, mientras desde la mitad de la calle se le sacaba la mano
haciéndole ademanes indicándole que espere. Así lo hacíamos hasta que el taxista se
enojaba y hacía dos cosas: o se iba enojado por la pérdida de tiempo, o se daba cuenta
de que le estábamos tomando el pelo. Era ahí donde corría la adrenalina por nuestra
sangre y la aventura tenía como base no dejarse atrapar por la posible golpiza o hablada
del chofer. Por supuesto era poco común que se fueran enojados y lo que ocurría era que
nos buscaban mientras se mantenían cargados de ira.

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Como existía esta cancha con algo de vegetación, el jardín de la esquina, el
tronco y los casas de los diferentes compañeros de la broma, teníamos varios lugares
donde podíamos escondernos y disfrutar del enojo del taxista que se daba vueltas por las
cuadras aledañas buscando a los causantes de la broma. El esconderse de las luces del
vehículo que avanzaba despacio buscando a los chiquillos atrevidos nos llenaba de
emoción y de la muy común risa nerviosa por estar agarrándole el pelo al trabajador
nocturno. Al final, el chofer se cansaba de buscarnos e intentaba irse y era en este caso
cuando salíamos a decirle que aún lo esperábamos y que no se vaya, para continuar con
la broma, seguida de una carrera estrepitosa para huir del muy enojado chofer.

Pocos se mantenían persiguiéndonos y la mayoría se retiraba. Pero fue el caso de


que, en cierta ocasión, uno de ellos se mantuvo hasta el final y muy enojado nos
persiguió con vehemencia. Vaya a saber cuánto corrimos esa noche por escaparnos del
taxista y encontrar un escondite seguro, puesto que, si nos quedábamos en el jardín
cercado, los perros salían, cambiando de victimario. Así que ese era un escondite
momentáneo. Luego de ello también cabe considerar que las puertas de nuestras casas
no podían ser vistas por el chofer, ya que de ser así reclamaría a nuestros padres y la
disciplinada que nos esperaba por parte de ellos era peor. Por tanto, omitido ese
escondite, a menos que no participemos de la broma. Luego de haber corrido algunas
cuadras tratando de evadir al chofer, nos quedaba la cancha con el madero como última
alternativa que fue donde en esta ocasión nos escondimos tres amigos tratando de
hacernos más pequeños e intentando apaciguar nuestros jadeos. Uno de ellos estaba
muy nervioso y pensaba que nos iban a agarrar hablando en voz cada vez más alta y
moviéndose sin cesar, cuando en ese momento salió el zarpazo del tercero indicando:
“¡Cállate, que nos va a escuchar!” Recuerdo me reí por lo eficaz del golpe. Guardamos
silencio mientras el taxista bajó del vehículo para buscarnos, pero como el lugar no
tenía suficiente luz, se retiró.

Cuando el vehículo se retiró, esperamos durante algunos minutos, por si


regresaba. Después salimos con cautela de nuestro escondite verificando que el taxista
se había ido definitivamente. Confiados y victoriosos por no haber sido sorprendidos en
nuestra macabra empresa nos reunimos nuevamente saliendo de nuestros escondites
para disfrutar del éxito de nuestra pesada broma, esperando optimistas por una

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siguiente, gastando risas a costa del taxista y también entre nosotros por nuestras
carreras y sustos.

Luego de lo ocurrido me percaté de que no era complicado que el chofer nos


hubiera visto en nuestro escondite. Pienso que el taxista se dio cuenta de todo y también
consideró otro factor que nosotros, al ser pequeños e ingenuos no lo habíamos tomado
en consideración: podía ser un asalto donde nosotros niños podíamos haber sido usados
como carnada para atraer al taxista y ser desfalcado. Creo que esa fue la razón de que el
chofer se haya retirado.

De no ser así, pienso que probablemente de haberse acercado a nuestro


escondite, hasta ahora hubiéramos estado marcados por la ira del chofer y el gran susto
de habernos encontrado en nuestro escape frustrado por la pesada broma realizada.

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9. CIRCUITO BMX

Desde temprana edad tuve una inclinación a la música. Fue así que, en una
Navidad, para mi sorpresa, al regresar a casa de mis padres el 24 de diciembre, luego de
estar en casa de mis abuelos maternos disfrutando de la Navidad en familia, con
ansiedad y mucha emoción veíamos con mi hermano pasar los regalos que habían sido
escondidos en la bodega de la casa (siempre fuimos traviesos y perspicaces para
localizar los escondites escogidos por nuestros padres para mantener en secreto los
presentes).

Frente a la puerta del cuarto de mi hermano, mientras esperábamos sobre la


cama con nuestras pijamas, listos para dormir, escuchamos el sonido característico de
una catalina rodando siendo el anunciador de una bicicleta BMX color negro con aros
dorados, el primero de los presentes que pudimos inferir, pues para este año no
estábamos muy seguros de cuáles serían los regalos para cada uno.

La bicicleta era para mi hermano y para mi sorpresa me encontré con un órgano


electrónico YAMAHA (el modelo más grande entre los tres modelos que existían en esa
marca) que tenía modalidades para ritmos, velocidades y doce tipos de sonidos, desde
clarinetes, flautas y acordeones hasta piano, que era el sonido que yo buscaba.

Mi hermano siempre fue muy bueno para los deportes y lo demostraba con su
desarrollo, pues cada día parecía que crecía más y sus hombros se ensanchaban. Fue un
gran modelo a seguir, ya que era uno de los mejores atletas que tenía el barrio donde
vivíamos y también uno de los primeros con tener una popular BMX. Con el tiempo
casi todos en el barrio teníamos bicicleta. Tuve que esperar al año siguiente para obtener
la mía. Nada era gratis, había que tener buenas calificaciones para poder hacerse
acreedor al regalo. Aprender a montar la bicicleta me resultó más complicado que al
resto. Las clases de manejo se desarrollaban por las tardes, y mis entrenadores e
instructores eran mi primo y mi hermano, quienes por medio de tácticas psicológicas y
yo con constantes caídas, aprendí a retirar mi vista de la rueda delantera para poder
concentrarme en el camino que tenía al frente y así mantener el equilibrio, obteniendo la
codiciada habilidad de sostenerme en dos ruedas.

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Uno de los eventos más importantes en el barrio donde vivíamos era reunir la
mayor cantidad de bicicletas para realizar carreras entre nosotros. Esto ocurría
generalmente en las vacaciones, cuando un gran grupo de muchachos con bicicletas de
varios colores, formas y marcas se hacían presentes para demostrar sus habilidades
físicas en una competencia reñida, interesante y peligrosa a la vez, pues el circuito se
desarrollaba por algunas avenidas principales y debíamos tener cuidado con los
vehículos, lo que era difícil de hacer ya que perder el tiempo frenando para evitar un
accidente daba como resultado la pérdida de la carrera.

El trazado del circuito era de la siguiente forma: alrededor de doce ciclistas nos
arreglábamos de forma transversal en la calle Ambato, entre Latacunga e Ibarra con
vista hacia la calle Ibarra (hacia el Norte). Daban la señal de salida y partíamos
disparados pedaleando con todas nuestras fuerzas para llegar a la calle Ibarra y tomar
hacia la izquierda encontrándonos con la avenida Cuxibamba y seguir su cauce en
dirección sur- norte pasando por el Parque de la Madre (ahora hay una gran pileta),
siguiendo frente a la Zona Militar hasta alcanzar la Terminal Terrestre donde se
encuentra un redondel que lleva un pequeño obelisco tras el monumento de Isidro
Ayora, que era el lugar en donde debíamos dirigirnos hacia la derecha con el mayor de
los cuidados, pues estando cerca de la terminal, existían muchos vehículos.

Seguíamos derecho hasta alcanzar el río, unión del Malacatos y el Zamora, para
tomar nuevamente a mano derecha y continuar en dirección opuesta al flujo del río hasta
llegar a la calle Guayaquil, entre el puente del Valle y la Zona Militar. Tomábamos
nuevamente hacia la derecha, avanzábamos una cuadra y luego ingresábamos hacia la
izquierda tomando la calle paralela a la Gran Colombia en la Ciudadela del Maestro.

El último tramo era encontrar nuevamente la calle Ibarra girando hacia la


derecha y posteriormente luego de dos cuadras girábamos hacia la izquierda retornando
a la calle Ambato, donde a media cuadra se encontraba el podio deseado por los doce
ciclistas y con ello el reconocimiento de todos nuestros amigos.

Teníamos edades entre los 12 y 15 años, y en esos tiempos no existía tal


cantidad de vehículos como en la actualidad, razón por la cual competíamos todos a la

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vez. Ahora sería difícil lograr que un grupo de doce ciclistas salgan desaforados en
competencia por una de las avenidas más concurridas de la ciudad.

Durante la carrera, más de la mitad de los participantes nos separábamos del


grupo alfa debido a diferencias de velocidad. Era entonces cuando se subdividía la
competencia. A los mayores y más fuertes no los tomábamos en consideración y
competíamos entre los menores, en cuyo grupo no existían pocos ganadores, sino que
era un resultado muy al azar. Por lo general ocurría que uno caía por los suelos debido a
una mala maniobra por ganar tiempo o por evitar un accidente de mayor importancia.
Mucho polvo y algo de sangre era el resultado del coraje entregado para estas
competencias.

Mi hermano era el favorito en estas competencias. Siempre llegaba a la meta ya


sea de la mano de Guillermo o Sebastián. En un tiempo competían también con nosotros
algunos amigos de la Ciudadela San Rafael, donde quien alcanzaba a competir con mi
hermano era Jorge dándose lugar a un podio disputado por cuatro muchachos. Eran
carreras muy emocionantes y aún las recuerdo.

Me llenaba de orgullo poder divisar, cuando aparecían en la esquina, a los


competidores venir pedaleando con todas sus fuerzas: los semblantes endurecidos y las
gotas de sudor resbalando por los rostros mientras daban su último esfuerzo, los últimos
40 metros para la bandera a cuadros, esperando que quien lo hiciera primero fuera mi
hermano, mi ejemplo y mi sangre disputándose el primer lugar en una competencia
ganándonos el reconocimiento y respeto del grupo, la alegría de sentirnos vivos y la
camaradería entre amigos disfrutando de una tarde más de vacaciones escolares.

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10. EEG

Desperté súbitamente. Otra vez el mismo sueño que se repetía noche tras noche.
No sabía qué era lo que ocurría, pero al momento de despertar sentía una ansiedad muy
grande, seguida de la angustia por mi situación y el miedo por lo que había soñado.
Tenía la edad de 9 años aproximadamente y cada vez que sucedían estos episodios mis
padres llegaban a mi cuarto a toda velocidad preguntándome qué ocurría, y yo asustado,
les comentaba lo que había soñado. Nunca supe explicarles de la manera que ellos
hubieran querido, pues el miedo que me embargaba en esos momentos y el despertar en
la oscuridad sin tener a nadie cerca para convertirse en mi bastón, mi único tronco en
alta mar al que apoyarme, lograba que lanzara un grito que nunca logré escucharlo.

El sueño que se repetía era muy extraño: Sentía la sensación de que era un gran
edificio (específicamente un hospital) en el que cada uno de sus pisos, corredores,
cuartos, quirófanos, salas de espera y hasta el terreno donde se encontraba construido,
eran cada uno de los órganos que componían mi cuerpo, sintiéndome como un espíritu
frente a todo ese lugar de salvación donde lo único que existía en exceso era dolor y
sufrimiento. El lugar se encontraba atestado de gente como si nos encontráramos en
guerra: personas con bata blanca corriendo de un lugar a otro, camillas ocupadas de
gente ensangrentada de muy mal aspecto y otras, llenas de infecciones en diferentes
partes de sus cuerpos, rodaban a toda velocidad por los pasillos de mis brazos para
poder llegar al lugar donde podían darles el tratamiento necesario y así apaciguar el
dolor que sentían, el cual era tan claro que yo mismo lo podía sentir y vivir dentro en mi
corazón.

Era una sensación muy fuerte y de proporciones inmensas. Trataba de controlar


todo lo que ocurría en mi interior para apaciguar el dolor, pero llegaba a extremos en
que no podía hacer nada más, no sabía cómo obrar y mi cuerpo se petrificaba (o al
menos eso era lo que sentía en sueños) y mis músculos se tensaban, llegando a vivir una
impotencia y frustración tan grande por no poder soportar el peso de esa enorme
responsabilidad, siendo el momento en que invocaba ayuda por medio de un fuerte
grito, sudor en todo mi cuerpo y envuelto por la oscuridad.

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El miedo se apoderaba de mí y luego empezaban a danzar lágrimas por mi rostro
dentro de la desesperación en la que me sumergía. Al momento mis padres se
presentaban en mi habitación preguntándome qué ocurría y cuál era la razón para
demostrar tanto miedo. Aún recuerdo la escena: mis padres ingresando y
encontrándome arropado por las cobijas en mi cama, sentado sin poder demostrar nada
y esperando un abrazo de forma inmediata para disipar ese miedo disfrazado de
desesperación que me envolvía. Mi padre llegaba con un vaso de agua y mi madre me
cuidaba en su regazo mientras me decía frases suaves y amorosas al oído indicándome
que todo había pasado y que sólo se trataba de un feo sueño.

Los sueños, debido a que se repetían con frecuencia, fueron los indicadores de
que algo me sucedía. Las inferencias por parte de mis padres para saber cuál era el
detonante los llevó a hacer un análisis de qué es lo que hacía en el día: en la escuela mis
calificaciones eran excelentes y no tenía problemas con nadie como para concluir que
mi pedido de ayuda era por la rama escolar matutina. Por la tarde me dedicaba a
desarrollar mis tareas y luego realizaba actividad física en la cancha que se encontraba
en la esquina de la cuadra donde está la casa de mis padres. Además, no era un niño
problemático ni débil como para que existieran problemas con los amigos del barrio, así
que esa no era la ruta para encontrar la respuesta de lo que ocurría en las noches bajo los
brazos de Morfeo.

La solución llegó cuando regresé a casa temprano luego de jugar un partido de


fútbol con mis amigos en el barrio. Mi madre me dijo que teníamos que salir y que
íbamos por un examen para saber lo que me pasaba. Justamente llegamos a la Clínica
San Agustín para llevar a cabo el examen conocido como EEG (Electro Encefalograma)
con el cual se mediría la actividad eléctrica de mi cerebro y así descubrir si estaba o no
loco (la respuesta la dejo en duda para que el lector la decida).

La prueba resultó de lo más interesante: ubicaron muchos cables con sus


respectivos transductores en mi cabeza que se adherían a mi cuero cabelludo por medio
de una pega viscosa y su otro extremo se conectaba a una máquina con muchas agujas
térmicas que dibujaban en un papel sensible al calor demostrando cómo mis ondas
cerebrales disparaban diagramas sobre su lienzo mientras el director de la prueba me
hacía algunas preguntas que, para ser sincero, no recuerdo con qué se relacionaban.

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Pienso que mi madre estaba más asustada que yo de la prueba, debido a que me
preguntaba muchas veces si es que me encontraba bien.

Fue divertido encontrarme acostado respondiendo preguntas y viendo como mi


cerebro se comunicaba conmigo en un lenguaje inentendible para mí al momento
(diagrama de frecuencias de ondas alfa, beta, theta y delta) siendo descritas por el
médico al mando y con la sapiencia de tan moderno lenguaje. Al final de la prueba, la
sonrisa dejó mi semblante debido a que me tenían que desconectar y por tanto la
diversión del nuevo juego llegaba a su fin.

Al retirarnos del consultorio del doctor me fui más contento todavía, ya que al
analizar mi reflejo en un espejo cercano vi que mi cabello, gracias a la pega viscosa,
resultaba en un peinado desordenado en extremo que mi madre trataba de aplacar y que
por supuesto yo no dejaba que suceda, dando lugar a un niño con una sonrisa al
extremo, cabello desordenado e hiperactivo, llamando la atención de todas las personas
a mi alrededor y sonrojando el rostro de mi madre por mi inapagable alegría (o locura).

Logramos regresar a casa y como sabía que tenía un aspecto diabólico, mi


primera idea fue mortificar a mi hermano mayor con mi nuevo look. Esperé con
impaciencia a que mi madre abriera la puerta de la casa, comportándome de manera
muy normal y esperando el momento justo para entrar disparado en busca de mi
hermano profiriendo gritos y moviendo mi cabeza a ritmo acelerado. No fallé en mi
empresa. Encontré a mi hermano, quien escuchó mis gritos y me miró, mientras a toda
velocidad me dirigía hacia él para abrazarlo y darle una muestra de mi aprecio.

La imagen a continuación fue el resultado: su cara poco a poco empezó a perder


la sangre que le daba su color natural para volverse pálida, replegando sus párpados y
mostrándome sus grandes ojos, algo de miedo por no saber en qué me había convertido
y empezando a correr a toda velocidad en dirección contraria para escaparse de su
hermano poseído que lo perseguía por toda la casa y así poder darle una muestra de
cariño por medio del tan esperado abrazo de mi parte.

Fue algo muy emocionante. Ver a mi hermano correr de mí no era común ya que
siempre el perseguido era yo. Así que para hacer justicia y con un poco de venganza

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disfruté y me reí por un largo tiempo hasta que mi madre, cansada de escuchar los gritos
de mi hermano (por el pedido de auxilio) y los míos (por asustarlo más), me reprimió
por mi macabra broma y me envió directamente a la ducha para retirar la goma que se
encontraba remanente en mi cabeza.

Después de algunos días, y de haber hecho las paces con mi hermano (ahora el
perseguido era yo por haberlo asustado de tal manera), llegaron los detalles de la
prueba. Me detectaron una epilepsia parcial para lo cual debía tomar una medicación
específica por algún tiempo (Carbamacepina 200 mg presentados en el comercial
Tegretol) y comprender del desorden eléctrico que existía en mi cerebro.

Con el tiempo los sueños recurrentes desaparecieron, pero lo que no desapareció


de mi cabeza es el recuerdo de ver el rostro de mi hermano y la única vez que ha
escapado de mí, todo asustado y amedrentado por su pequeño y desquiciado hermano
menor. Aún se dispara una sonrisa en mi rostro al evocar tal situación.

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11. LA GUITARRA

En nuestra adolescencia era común reunirnos en grupos luego de la mañana


colegial para conversar y hacernos bromas. La hora más común era en la noche
alrededor de las ocho, y aquellos que tenían enamorada o se encontraban en cortejo con
alguna señorita, no se reportaban al grupo sino que simplemente no asistían, lo que daba
como resultado que en algunas ocasiones el grupo disminuía tanto, llegando a
congregarse un grupo de 4 o 5 personas (de un total de 21 amigos).

En estas reuniones, luego de conversar acerca de las novedades del día, el


chisme de la noche y en nuestra ansiedad de poder sentirnos más adultos, a alguien se le
ocurría la gran idea de comprar una botella de alcohol, o también llamada tochita. Las
excusas para adquirir alcohol eran muchas, y quienes se oponían quedaban tildados de
aguafiestas por no acolitar a sus panas a beber un trago del aturdidor líquido.

Nuestra ciudad se caracteriza por su afinidad a la música que mezclada con algo
de alcohol le da ese efecto desinhibidor a las personas, logrando florecer los
sentimientos reprimidos que tienen dentro y demostrando cosas que estando sobrios no
podrían decirlas. Es así como ocurre el inicio de un relato amoroso, en el que poco a
poco se van conociendo los detalles del amigo adolorido, que comenta sus penas y sus
dudas, sus motivos y justificaciones para llevarse el mejor papel dentro de la pareja
lastimada y tratar de buscar un apoyo dentro del grupo de amigos presentes quienes
aportaban con sus ideas y conclusiones.

En los momentos cuando se anunciaba el silencio dentro de la charla, se daba a


conocer el trovador del grupo, quien provisto de una guitarra, entonaba una canción
acorde al momento para lograr la euforia del grupo o simplemente para caer en la
melancolía y deleitarse con la melodía triste. El instrumento usado esa noche por
Marco, el trovador del grupo, era una modesta guitarra de mi propiedad la cual por más
que yo intentaba entonarla, no daba buenos resultados. Hubo un tiempo en que estuve
muy emocionado por aprender a tocar el instrumento. Fue cuando un tío mío escuchó
acerca de mi anhelo y en uno de sus viajes desde el norte del país me trajo una guitarra.
Fue el empujón que necesitaba para aprender las notas musicales y los diferentes ritmos
que se podían aplicar. Nunca fui muy bueno en el arte pero me entretenía y emocionaba

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cuando alcanzaba melodías satisfactorias, ya que para cantar no he tenido la habilidad
necesaria. Fui un músico mediocre pero siempre me ha encantado escuchar una buena
interpretación por los profesionales de tan maravilloso arte.

Marco era muy buen intérprete de la música y le gustaba desarrollar su arte con
nosotros provocando siempre un ambiente propicio entre los que nos encontrábamos
conformando el grupo. En caso de que una canción no llenara el espacio que requería,
Marco lograba hacerlo por medio de algún chiste que se lo tenía guardado cambiando la
ruta de la conversación melancólica y convirtiéndola en risas y carcajadas.

Las horas pasaban y la cantidad de alcohol en el torrente sanguíneo aumentaba


logrando resultados en la mayoría de los presentes (yo no bebía, pues mi epilepsia
parcial no lo permitía). Era esos momentos cuando llegaban los integrantes que habían
realizado visita a sus novias y ensanchaban el grupo de amigos alimentándolo de
anécdotas y buena vibra. Algunos se encontraban separados en grupos conversando
acerca de un novedoso evento social, otros de política y el resto enfrascado en los
planos del amor y la amistad. Era común ver por lo general a dos amigos abrazados y
expresándose afecto magnánimo, a veces hasta con lágrimas, disculpándose por algún
error cometido entre ellos en el pasado, o por una falta de atención para con el amigo en
cuestión. También existía el grupo de los que no les importaba nada y que disfrutaban
del momento con toda su energía, algo admirable, pues eran muy buenos para llevar la
nota humorística a todos y así sonreír debido a la espontaneidad de estos divertidos
personajes.

Y mientras más entraba la noche y las copas de alcohol (que no se terminaba, y


si lo hacía, aparecía llena gracias a uno de los presentes) los sentimientos se inclinaban
hacia las señoritas causantes del inicio de la velada y motivo principal de la reunión.
Armados con guitarra y cantante en mano, era momento de remitirse hacia las casas de
las diferentes señoritas (novias de los atrasados integrantes que hicieron su visita hace
pocas horas) para dedicar una serenata como muestra de su afecto. Era así como
realizábamos un itinerario para realizar una distribución geográfica de las casas de las
homenajeadas, empezando por lo general desde el sur de la ciudad ya que en el norte
vivíamos el cantante y el dueño de la guitarra, quienes éramos los últimos en abandonar
el barco hasta que el regalo musical sea entregado a la mayoría de las damas.

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Luego de haber terminado con los cánticos románticos a la luz de la luna para
todas las señoritas de quienes habían deseado dar este tipo de regalo, el reloj marcaba un
nuevo día y decidí retirarme a casa. Dejé prestando mi guitarra a Marco para que dé
gusto al resto de integrantes con sus canciones mientras seguían disfrutando de la
noche, de las conversaciones repetitivas y del resto de alcohol dispuesto para aclarar la
garganta de todos los restantes. Me despedí de mis amigos a pesar de que ellos no
querían que el grupo se desarme sin considerar lo avanzado de la noche y me dirigí
hacia mi casa a descansar.

Al siguiente día llamé a mis amigos para saber cómo les había ido en la noche
anterior. Marco estaba algo misterioso y renuente conmigo. Me dijo que la guitarra la
había dejado en casa de un familiar suyo y que no me preocupe por ello, que me la
entregaría otro día. Eso ya me dio la idea de que algo había ocurrido. De la mejor
manera logré convencer a Marco que podía contarme lo sucedido y que no había
problema, que lo mejor que podíamos hacer era solucionarlo. Fue cuando accedió a
contarme la verdad de lo ocurrido.

En la noche anterior, luego de que me había retirado, se habían encontrado con


un grupo de muchachos desconocidos. Debido a la cantidad de alcohol que levantaba el
ego de ambos grupos, empezaron a lanzarse insultos de un bando al otro hasta llegar a
una situación incontrolable donde se desató una fuerte pelea entre mis amigos y el grupo
ajeno. Marco, en su desesperación por ver cómo a otro de nuestros amigos lo golpeaban,
usó la única arma que tenía a mano: la guitarra de Aguirre (así la llamaban). Fue así
como el instrumento, para lo cual no fue creado, vio su deceso en una acción que nada
tenía que ver con fabricar melodías, sino con infligir algo de dolor. Esta acción había
sido la llamada para que el grupo ajeno se retirara disparado pues nadie sabía cuál era la
magnitud del dolor de sentir una guitarra al reventarse en la cabeza, ni de la locura
naciente por parte de su autor. Los tipos habían salido disparados y Marco los
ahuyentaba con la roseta de la guitarra (único remanente junto a los trastes y cuerdas
rotas) para que no regresen. Ahí había terminado la noche y todas habían retornado a
sus casas sin heridas mayores.

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Al siguiente día Marco regresó con una guitarra de su propiedad, de mejores
características que la usada en batalla. Le agradecí por su gentileza y él me pidió
disculpas por su acción anterior. Recordando junto a él por la acción nocturna, entre
risas le pregunté: “¿Cómo se te ocurrió darle con la guitarra?”, y su respuesta fue muy
singular: “¡Es que se quería escapar!”.

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12. LA BOOM

Era un sábado en la noche de mi ciudad. Cerca de Riscomar (Rocafuerte y 24 de


Mayo) quedaba la discoteca La Boom que en ese tiempo era la novedad de la ciudad y
por tanto el lugar de encuentro para todo el mundo. Con nuestros amigos habíamos
quedado en encontrarnos en este lugar para darle vida a la noche y fue así como llegada
la noche, pedí el vehículo de mi padre para salir de parranda, fiesta y relajo. Para ello
pasé viendo a uno de mis amigos que vivía cerca de casa, no sin antes haberle advertido
telefónicamente que si me hacía esperar más de lo normal (lo que era común para él,
pues se demoraba horas en su preparación para estar conforme con su vestimenta, su
peinado y el aroma usado) me iría solo y dejaría que alcance nuestro objetivo nocturno
en taxi.

En realidad nunca lo dejé a pesar de la espera. Teníamos un código para ello:


siempre que llegaba a su casa en el vehículo de mi padre, una secuencia rápida de
pitidos era el detonante para admirar su silueta a través de la ventana de su habitación,
cómo se apresuraba y desesperaba por salir (lo que me divertía mucho), ya que si se
demoraba demasiado (5 minutos era el hipotético límite) partiría sin él, de esa manera le
serviría de escarmiento y sería puntual en el futuro (nunca funcionó). Como era de
esperarse, bajó cual bólido y luego de ello nos dirigimos hacia el objetivo: La Boom.

Hubo un rumor acerca de este bar. No sé si lo hicieron por lograr más ventas y
que la gente lo visite con frecuencia, o si fue hecho para evitar que la gente vaya.
Muchos afirmaron el hecho pero nadie podía confirmarlo. La anécdota se basaba en que
una noche, mientras todos se estaban divirtiendo en el baile, los juegos de luces y la
bebida, apareció un tipo de cualidades llamativas en extremo para las señoritas. A todas
las chicas se les escuchaba en la calle: “¡Dicen que era guapísimo!”, por supuesto, nadie
podía confirmar el hecho, pero como es Loja, el chisme se extiende como epidemia y no
se sabe dónde empieza.

El punto era que el galante muchacho de belleza incomparable para las señoritas,
se encontraba bailando en el centro de la pista. Dada la media noche las luces del lugar
disminuyeron drásticamente, se escucharon sonidos extraños a la música y un olor a
azufre se había apoderado del lugar. Como no podía ser de otra manera, resultaba que el

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guapo muchacho era el mismo demonio. Se supone que había desparecido al instante y
que muchos juraban, lo habían visto. No sé qué tipo de bebidas dieron esa noche en el
bar, o qué clase de alucinógeno llegó a la ciudad. Nadie supo confirmar el hecho y otros
permanecieron callados. Tampoco luego de eso me interesé por averiguar más. Como
ocurre con todo chisme en la ciudad, poco a poco se disipa hasta que desaparece.

Cuando llegamos al bar esperamos a que todos los integrantes (o al menos la


mayoría) de nuestro grupo arribaran para conversar acerca de cómo se estaba
encendiendo la noche y ver la probabilidad de buscar diversión en otra discoteca de la
ciudad. Al encontrarnos la mayoría decidimos ingresar e instalar la fiesta en esta
discoteca. Las demás opciones quedaron desechadas, pues en esta había más gente, y
cómo es normal en un adolescente (ahora no le encuentro sentido) mientras más gente
hay y más incómodo uno se encuentra dentro de la lata de sardinas en que llega a
convertirse el lugar, la fiesta es increíble (es impresionante cómo en la adolescencia
nuestros receptores de la realidad se atrofian).

Bailamos, bebimos y bailamos más, pues esto era lo que me agradaba antes que
sentarme a beber. Las horas pasaron y nos dieron las dos de la mañana del siguiente día.
Consideramos que era justo retirarnos y procedimos a hacerlo de esa manera. Éramos
dos personas quienes teníamos vehículo esa noche: el de la novia de Pedro y yo, así que
les pedí que me esperen mientras traía el vehículo más cerca hasta que el resto del grupo
saliera del lugar, pues con las copas encima los pies de algunos se vuelven más pesados
y se demoran un poco para salir (ellos afirmaban que eso no era estar ebrio).

Alcancé el vehículo de mi padre a una cuadra del lugar, pero para llegar a la
puerta de La Boom debía dar una vuelta a la manzana. Procedí a hacerlo y fue cuando
en la esquina de la 24 de Mayo y Miguel Riofrío, un grupo de cinco tipos estaban
caminando por medio de la vía (no sé si en un derroche de ego, o simplemente por estar
ebrios) razón por la cual tuve que frenar bruscamente, pues no esperaba encontrarme
con gente en medio de la calle. Se hicieron a un lado y pasé, pero seguidamente
empezaron los insultos por parte de ellos. Paré el vehículo y era uno de los cinco tipos
quien me insultaba (camisa gris y pantalón negro eran sus referencias) y enviaba al
mismísimo infierno (hasta aprendí nuevas malas palabras). Me bajé del vehículo e hice
mi reclamo: “¡Qué te sucede, animal!” (cabe resaltar que en ese tiempo aún no bebía y

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por tanto me encontraba sobrio). Me hizo señas de que me acercara y mientras me
quitaba la chompa y mi reloj, le dije que me encontraba solo, que se acerque él, pues a
su lado había el respaldo de sus amigos y tampoco me iba a exponer a ser golpeado por
un grupo de montoneros. Nada más escuché: “¡¿Te agüevas?!” Fue suficiente. Ingresé al
carro nuevamente y alcancé la puerta de La Boom. Justamente se encontraban en la
puerta dos de mis amigos, el resto se encontraba en el vehículo de la novia de Pedro. Me
estacioné en media calle, abrí la puerta del copiloto y les grité: “¡Bronca, acoliten!” Se
subieron como resortes mis dos amigos: Sergio y Gustavo. Me preguntaron: “¡¿Qué
pasa Aguirre?!” y les comenté lo que había sucedido.

Nunca fui armador de pleitos, pero no me agradan las cosas injustas. Esa vez la
culpa no era mía y el tipo se envalentonó demasiado contra mí, cosa que no dejé pasar
(tampoco es un justificativo para perder la cordura como en esta ocasión). Dimos
rápidamente la vuelta para buscar a los tipos: como era de esperarse ya no estaban en el
lugar donde los dejé, y no había pasado ni un minuto. Paré en las cuatro esquinas y los
vi dirigirse por el Pasaje Sinchona en dirección a la Rocafuerte. Me bajé del carro
inmediatamente y con paso apresurado me dirigí tras ellos diciéndoles que se detengan.
Junto a mí iba Sergio, Gustavo se quedó parqueando el vehículo y asegurándose de
dejarlo debidamente cerrado, para luego seguirnos. En ese momento asomó un señor en
el segundo piso de una casa que dirigiéndose a mí dijo: “¡Tranquilo muchacho, mejor
anda a dormir!” Le dije que esto no era problema suyo y seguí con mi objetivo:
reventarlo al malcriado que me había ofendido.

Mientras caminaba junto a Sergio vimos a los muchachos: eran menores a


nosotros con unos dos años y a algunos los conocía pues eran compañeros o conocidos
de un primo menor a mí. Nos preparamos con Sergio, pues nunca hay que confiarse de
la edad, en cualquier momento podían atacarnos, así que directamente le pregunté al
muchacho que más me veía: “¡¿Quién fue?!” “¡¿Dónde está el malcriado que me
insultó?!” El muchacho al parecer me reconoció, y me dijo que lo disculpe, que él no
había sido y se hizo a un lado. No me quiso decir el nombre de su amigo.

Casi al finalizar la cuadra y protegido por una mujer (no puede haber persona
más cobarde que alguien escondiéndose tras unas faldas) desapareció corriendo
mientras la chica nos decía: “¡Nadie dijo nada, tranquilícense!” Nos detuvimos por

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respeto a la chica y seguidamente fui con sus amigos para que me digan de quien se
trataba. Nos pidieron disculpas a pesar de que nos llevaban en número. Además mis
amigos estaban a mis espaldas por si ocurría algo inesperado. Me dijeron que no lo
conocían al tipo, pero que sí habían escuchado lo que me había dicho, que lo habían
conocido esa noche y por tanto no sabían quién era.

Hasta ahí llegaron las cosas. Mis amigos me dijeron que ya estaba hecho y que
el tipo había demostrado su cobardía. No valía armar relajo donde no había, y tenían
razón. Dejamos el lugar y nos retiramos.

Pasé dejando a cada uno de mis amigos en sus casas entre bromas y carcajadas
pues era la primera vez que me habían visto enojado por algo. Por supuesto esto dio pie
para que cada vez que se repetía algo parecido, salieran las bromas que eran aceptadas
con gusto. Nunca supe quién fue el tipo, pero estoy seguro de que él si supo quién era
yo. No los he vuelto a ver a esos muchachos desde aquella noche pero espero que les
haya servido de lección no hacerse amigos de cualquier patán que encuentren en la
noche, y peor aun siendo éste el organizador de una trifulca en la que, para colmo, no se
molestó en participar.

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13. TRICICLO

Era una noche de fin de semana y nos encontrábamos en casa con mi familia
realizando diferentes actividades. Recuerdo que mi padre estaba en su consultorio
distraído con su lectura, mi madre corrigiendo exámenes, mi hermano al teléfono
conversando con un amigo, mientras que con mi hermana jugábamos gracias a la alegría
de la física electrostática. ¿Suena raro? En realidad no lo es, y lo explicaré.

Muchos de nosotros hemos tenido una experiencia poco agradable al bajarnos de


algún vehículo o en nuestras casas. Ocurre que en algunas ocasiones al tocar una pieza
metálica recibimos una descarga eléctrica, y sentimos ese chispazo en nuestros dedos
que no sabemos por qué se produce. Bueno, a esto se le conoce como carga
electrostática y al momento de hacer contacto con una pieza metálica logramos una
descarga hacia tierra, es decir, creamos una diferencia de potencial entre la carga
electrostática llevada en nuestro cuerpo y la carga de la pieza metálica que por lo
general es cero, o simplemente diferente de la nuestra (al haber diferencia de potencial,
hay chispazo). La carga electrostática se produce cuando ciertos materiales se frotan
entre sí como lana, plástico, alfombras, suelas de zapatos, etc., reubicando los electrones
de la superficie de uno de estos materiales y ubicándolos en la superficie del otro
material.

Mi hermana tenía la edad aproximada de cinco años y tenía un triciclo de color


blanco con ruedas rojas, muy bonito y llamativo. Las ruedas eran de plástico y el
esqueleto del triciclo, metálico. La forma de disfrutar de este juego se realizaba de la
siguiente forma: ella se subía en su triciclo y daba vueltas por la casa. En ese momento
y poco a poco con las vueltas que daba se producía el fenómeno: unos pocos de sus
cabellos que eran largos y le llegaban hasta la mitad de su espalda, empezaban a cobrar
vida y se levantaban sobre su cabeza. Era muy gracioso poder verla dando vueltas en su
triciclo con los cabellos sostenidos por el aire (en ese tiempo no tenía idea de la energía
electrostática) hasta que al ver que no se levantaban más cabellos, se cuadraba al frente
mío y uníamos nuestros dedos índices (como en la película ET). De esta unión de los
dedos salía una chispa y una pequeña corriente recorría el dedo, produciendo unas
cosquillas emocionantes con un ligero dolor similar a un pellizco, carcajadas por parte

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de ambos emocionados por el fenómeno, dando una base fuerte para seguir repitiendo el
evento.

Ocurre que al ser las llantas del triciclo plásticas y el material del piso cerámico
de la casa de mis padres de acabado vítreo especial (mayólica), se produce el
intercambio de electrones entre el piso y las llantas plásticas, ya que el piso está
sobrecargado de electrones libres llevados por nuestros zapatos. Estos electrones libres
del piso hacían contacto con las ruedas y pasaban hacia mi hermana, subiendo poco a
poco acomodándose por todo el vehículo alcanzando a mi pequeña hermana y a sus
lisos y largos cabellos, repeliéndose entre sí y dando la impresión de que se elevaban.

En esa noche en que estaban todos ocupados ocurrió que se fue la energía
eléctrica por toda la zona, quedándonos sin luz. Dejamos nuestras actividades y nos
reunimos en la sala de estar de la casa a esperar por el regreso de la energía y
aprovechando el tiempo para tener una pequeña plática. Fue cuando mi hermana regresó
de una de sus vueltas cargada de electrones y con los cabellos levantados. Como no se
veía mucho debido a que no teníamos ninguna bombilla funcionando, se acercó a mí
tocándome el brazo y se sintió nuevamente ese pellizco producido por lo cargada que
estaba mi hermana (produciendo algo de dolor en mi brazo y por supuesto la carcajada
de mi hermana por haberme sorprendido), y pudimos admirar una pequeña chispa de
color azul, parecida a la llama azul que se puede divisar en las cocinas que funcionan a
gas.

Debido a lo llamativo del accidente y de ver que se producía una luz que antes
no nos habíamos percatado que existía, decidimos experimentar más. Mi madre ya tenía
algunas velas encendidas para poder tener algo de luz. Le iluminamos el camino a la
novata piloto del veloz triciclo y le pedimos que dé más vueltas, que se cargue
nuevamente para admirar esta interesante luz azul. Mientras se daban las vueltas y con
la poca cantidad de luz, la imagen era algo macabra: una niña a toda velocidad en un
triciclo, en la oscuridad, con una sonrisa muy grande y con los cabellos levantados.
Seguro que si alguien no sabía de qué se trataba hubiera pensado que estaba poseída por
algún demonio. Pero luego de verle la cara a mi pequeña hermana y ver la alegría que la
abrazaba y la felicidad que emanaba, seguro cambiarían de idea y buscarían alguna

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explicación científica, pues era imposible creer que niña tan linda y alegre podría tener
un demonio dentro.

Así fue como llegó nuevamente cargada, pero ahora todos poníamos mucha
atención a lo que iba a pasar para determinar el color de la luz. El tránsito del flujo de
electrones ahora se dirigía al índice de mi padre, quien se encontraba en el centro de la
sala de estar junto a mi hermana con su sonrisa iluminándolo todo, pues era centro de
atención para tan interesante fenómeno. Al acercarse los dedos, nos percatamos de que
la chispa se creaba antes de que se unan los índices. Es decir nunca llegaban a tocarse,
sino que la carga se expresaba con anterioridad. Repetimos el experimento muchas
veces hasta que todos pudimos sentir y vivir en la oscuridad como se presentaba la
pequeña luz azul.

Luego de unos minutos la energía eléctrica regresó a nuestro sector y las luces se
encendieron. Se terminó en ese momento el juego con el fenómeno físico, y contentos
de haber descubierto algo nuevo, hicimos caso al llamado de nuestra madre para
dirigirnos a la cocina, pues la comida estaba servida en nuestra mesa esperando por
nosotros.

Seguimos disfrutando de la energía electrostática hasta que mi hermana dejó de


usar su tan preciado triciclo, sin embargo tener en mente la imagen de cuando salía
disparada por toda la casa con sus cabellos elevándose poco a poco, con una sonrisa
gigante en su semblante y una carcajada sonora muy contagiosa (todavía la tiene) que
nos hacía reír a todos, nos recuerda que estamos vivos y felices de poder compartir
pequeños grandes momentos como una familia sólida y muy unida.

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14. CARROS DE PALO

En la parte trasera de la casa de mis padres se encuentra la bodega, lugar


increíble que era el destino final para cualquier cosa que dejaba de funcionar o que
funcionaba a medias: tubos, retazos de madera, tuercas y tornillos, herramientas de todo
tipo, martillos y serruchos, pintura de agua y esmaltes, periódicos y pequeñas tablas de
parquet que sobraron de la colocación en las habitaciones de la casa. Era soñado en mi
niñez disfrutar de esta habitación llena de mil cosas por descubrir y construir. Fue uno
de los lugares donde más disfruté de mi infancia.

Mi padre era muy afín a la carpintería y siempre fue muy hábil (lo sigue siendo)
para poder arreglar cualquier cosa que se presentaba con medidas de auxilio (mi madre
era por lo general quien encontraba las fallas) y encargarse el fin de semana de la
reparación necesaria (cirugía de fin de semana para el doctor) donde el ayudante era
cualquiera de sus hijos que se encontraba más cerca, y por supuesto así aprendí un poco
más de todo conociendo el uso de las herramientas y el fin para el cual fueron
fabricadas.

Cuando era muy pequeño quien ayudaba en estas artes manuales era mi hermano
mayor, pero como todo niño metido y curioso, siempre me encontraba con ellos siendo
parte de una cadena jerárquica para hacer mandados, donde mi padre pedía a mi
hermano alguna herramienta, y él me encomendaba la misión a mí (en caso de que ya
conocía la herramienta que estaban solicitando).

Era divertido ver a mi padre con las tablas, el martillo, los serruchos, del que
había tantas clases en uno muy simpático que venía con múltiples hojas y con un solo
mango, para lo cual se lo debía armar, cómo si se cargara un arma y se dispusiera a
batallar (compréndanme, era un niño, y eso era a lo que se me asemejaba antes de saber
su uso: ¡gracias televisión!), el flexómetro, la escuadra, lápices, clavos, tachuelas,
tornillos (no olviden los tripa de pato), en fin, un mundo de cosas nuevas que me
emocionaban en extremo. Ver el fruto de lo que se construía dejaba una sensación de
satisfacción muy grande y mucho aserrín en el piso.

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Así fue como empecé a revisar la colección de libros de mi padre llamada
BRICOLAGE donde habían muchas cosas para construirlas uno mismo. Algunos de
estos proyectos eran para niños como yo, entusiasmados por encontrar algo que mitigue
esas ganas locas de construir algo con madera, papel y algo de cuerda (como hacer
nudos marineros, así aprendí a hacer el nudo del ahorcado).

Buscando en el libro pude encontrar algunos proyectos donde se podía construir


hidroplanos, cruces, pozos y algunos tipos de barcos, usando como materia prima las
pinzas de madera usadas para tender la ropa. Así es. Las mismas pinzas para la ropa,
pero debían ser las de madera, las plásticas no servían. Se desarmaban las pinzas
retirando el resorte metálico dejándolas en una sola pieza. Luego se seguían los
diferentes bocetos indicados en el libro y se aseguraban las piezas con cola blanca.
Luego de que este trabajo quedaba finalizado le daba unos retoques con pintura (usaba
esmalte, pintura con plomo, de la cual ahora protegen tanto a los niños, y a mí no me
pasó nada, ¿o sí?). Fue una época en que descubrí mis técnicas de carpintero no
necesariamente para fabricar algo sino para aprender a serruchar la madera, clavar, lijar,
atornillar, pintar, el uso de las diferentes brochas y después de todo el gran desorden,
aprender a dejar todo como se encontró: ordenado, limpio y en su lugar.

En una de estas ocasiones descubrimos la existencia de los carros de palo:


vehículos de velocidad, emoción infinita, ejercicio para quien servía de motor, habilidad
para el volante por parte del conductor y de mucho dolor para el novato piloto que no
sabía cómo controlarlo logrando como resultado una muy común raspadura que era
símbolo e insignia (los militares tienen sus barras y estrellas, nosotros teníamos
moretones y raspaduras) de ser una persona experimentada en el tema.

Los primeros carros de palo que vimos eran toscos y grandes, con ruedas de
madera y ejes de hierro que lo hacían muy pesado. Además tenían un volante metálico
que lo hacía más fácil de maniobrar pero también desgastaba al motor por el peso del
vehículo. De esta manera mi padre se puso al frente de la empresa de fabricar un carro
de palo para nosotros pero de características distintas para tener más velocidad y no
frustrarnos en la primera empujada del vehículo.

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Lo primero que buscamos para ello fueron ruedas ya fabricadas, es decir que no
sean de madera para evitar fricción y alcanzar más velocidad y menos peso. Así que
estuvimos de retorno en nuestro gran laboratorio (la bodega) para poder encontrar lo
que necesitáramos. La búsqueda dio el fruto esperado: un viejo triciclo de color rojo y
grande tenía un par de ruedas de un diámetro de 20 cm que servirían para las ruedas
traseras del coche y otro par de ruedas de un triciclo de mi propiedad que sacrificamos
(era el triciclo de la pantera rosa, según recuerdo) para tomar sus dos llantas posteriores
que tenían unos 15 cm de diámetro y con una separación entre ellas de 40 cm
aproximadamente, las cuales formarían parte de la dirección del vehículo.

Aún no comprendía cómo era la construcción del volante, pues no veía el gran
círculo que íbamos a manipular con nuestras manos para dirigir al vehículo. En ese
momento fue cuando mi padre me explicó lo que quería hacer: una gran tabla sería el
cuerpo del carro. En la parte trasera aseguraríamos un eje de hierro que iría dentro de la
guía de un trozo de madera donde se unirían las llantas traseras. Esto tendría un ancho
de 50 cm aproximadamente. En la parte delantera de la tabla se recortaría el ancho de la
tabla, formando un cuello, pues la dirección tenía una distancia entre las llantas de 40
cm (las llantas de mi triciclo) y este recorte en la tabla serviría para que al momento de
girar la dirección las llantas no se golpearan con la misma tabla que servía de cuerpo,
además de un orificio para ingresar el eje de la dirección. Es decir, el carro tenía su
parte delantera más fina que la trasera, dándole más estabilidad y fortaleza.

La dirección estaba construida de manera que el eje de las ruedas se encontraba


dentro de la guía de una carcasa de madera que tenía un tornillo grande en el centro de
forma perpendicular, el cual se insertaba en el orificio del extremo delgado del cuello de
la tabla central, y se lo hacía girar por una extensión de madera, es decir que para
dominar el vehículo no se tenía un volante como todo el mundo lo estará imaginando (el
volante común de un automóvil), sino que éste se encontraba en la parte inferior del
vehículo. Se trataba de un trozo de madera que se encontraba transversal bajo el asiento
y que funcionaba desplazándolo en la dirección opuesta hacia donde se quería ir.

Realizada la obra y luego de haberle dado los toques con pintura de color café,
hicimos las pruebas necesarias con mi hermano para determinar la resistencia y
aprender a dirigirlo. Resultó que estaba muy bien hecho y que se podía alcanzar

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velocidades altas, ya que los ejes se encontraban engrasados y la fricción era mínima,
por tanto llegó a ser uno de los vehículos más rápidos del barrio por ser tan liviano y a
su vez óptimo en los descensos, pues a falta de peso, todos nos subíamos en el mismo, y
alcanzábamos grandes velocidades. Todo estaba en el eje de las llantas. Esto dio pie
para que en los barrios vecinos se construyan nuevos carros optimizados en su
construcción (gracias a la iniciativa de mi padre).

Y entonces llegó la noticia de que iban a hacer una carrera de carros de palo en
el barrio vecino. Nos inscribimos con nuestro bólido para la competencia junto con
Guillermo, amigo del barrio quien estuvo de acuerdo con mi idea de participar. Cuando
supimos que el recorrido era extenso nos empezamos a desanimar un poco, ya que
empujar un carro agachado es muy cansado y molestoso. A mi padre se le ocurrió que
se podía empujar con la ayuda de una palanca para trasmitir la fuerza. Entonces se
construyó una pequeña pieza de madera en la parte trasera del carro, en forma de cuña
para que pudiera ingresar la palanca y que no se saliera de su eje, haciendo más sencillo
empujar el vehículo ya que no tendríamos que agacharnos.

Debido a este arreglo de último minuto, nos inscribimos casi al momento en que
iba a iniciar la carrera y ahí fue donde la cosa empezó a tomar color de hormiga. Vimos
que los demás participantes nos superaban en tamaño y músculos. El organizador de la
carrera no nos dio muchas esperanzas y hasta parecía que no quería dejarnos ingresar a
la carrera, pero consintió en el hecho y nos pintó el número del vehículo en la parte
delantera: el número 2 con pintura blanca sobre un fondo café. Conscientes de que era
una prueba de resistencia física y considerando que en el circuito no había descensos
que nos podían ayudar, pues nuestro vehículo era el más liviano, decidimos lanzarnos
con todo y dar lo mejor de nuestra corta experiencia. Primero iría yo al volante y en el
momento en que Guillermo se cansara, cambiaríamos posiciones.

Se anunció la partida y salimos alrededor de ocho equipos en esta competencia


en un circuito que consistía en dar dos vueltas a la manzana empezando en la Gran
Colombia avanzando hasta la Tulcán tomar la mano izquierda y bajar por la calle
paralela a la Gran Colombia (Santo Domingo) hasta llegar a la Ibarra tomar nuevamente
la mano izquierda y alcanzar otra vez la Gran Colombia. “En sus marcas... Listos...
¡Fuera!” fue el grito del organizador y salimos como alma que nos lleva el diablo. Yo

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iba tratando de tomar el lado izquierdo de la calle, posición estratégica para ganar
ventaja en la primera curva y con la alegría de salir primeros por ser el vehículo más
liviano y manteniendo la punta por 100 metros aproximadamente. Nos dimos cuenta de
que más que una carrera donde se necesitara pericia para alcanzar dominio y facilidad
de movimiento en las curvas, necesitábamos de fuerza bruta en exceso, más de lo que
habíamos pensado cuando nos inscribimos, y eso nos faltaba. Intercambiamos lugares y
empecé a empujar a Guillermo como desesperado, momento en que fuimos rebasados
por el primero de nuestros contrincantes.

En el transcurso de tiempo en el que yo era el motor, nos rebasaron dos


vehículos más. Estábamos en cuarto lugar, que no era tan malo después de todo, pero
solo era la primera vuelta y nos faltaba toda una vuelta más. Cambiamos nuevamente de
posición y nos rebasó el quinto vehículo. El sentimiento de desesperación en nuestros
rostros se hacía evidente seguido de las palabras de aliento: “¡Dale Guillermo, ya
llegamos!” y él me daba su respuesta: “¡Carajo, ya no avanzo!”

Y tenía razón. Nos cambiamos nuevamente y empujé lo más que pude. Nos
rebasaron los últimos dos vehículos y llegamos en penúltimo lugar cansados al extremo,
con las gargantas secas y frustrados por el resultado. Encontramos a nuestros amigos
que nos apoyaban dándonos palmadas en la espalda apoyándonos y diciéndonos: “¡Peor
es llegar últimos!”.

Mi padre llegó con un par de helados para los concursantes tratando de aplacar
nuestra decepción y mi hermano encargándose del vehículo del cual no queríamos saber
más nada.

Luego de la carrera mis amigos se divirtieron en la cancha con el vehículo,


usando ahora la nueva herramienta que era la palanca colocada por mi padre para evitar
empujar agachados. Fue una buena ayuda, de no ser así seguramente hubiéramos
llegado últimos.

Aún recuerdo las palabras de mi padre cuando me explicaba que lo importante


no era ganar, y que además nosotros habíamos escogido competir con gente mayor a
nosotros y por tanto con ventaja muscular. Estaba orgulloso de nosotros por habernos

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involucrado en una batalla en la cual sabíamos era muy difícil ganarla, pero la fuerza y
el coraje necesario para haber dado ese paso fue lo que me dejó una gran lección.

Luego de haberlo comprendido, con Guillermo estuvimos muy contentos del


resultado obtenido ya que fuimos los más pequeños en esa competencia y con ello
estaba demostrado que no era fácil acobardarnos a pesar de nuestra desventaja. Además
estábamos preparados para una siguiente carrera que ya sabíamos cómo enfrentarla y, lo
mejor de todo, olvidarnos de nuestro ego en competencia dando lo mejor de nosotros,
saber perder, saber ganar, pero sobre todo, saber jugar limpio.

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15. CLASES DE INGLÉS

Hasta la edad de 14 años mi desempeño diario se desarrollaba de la siguiente


forma: en la mañana asistía al colegio, al regresar a casa realizaba las tareas pendientes
y salía a divertirme con los amigos del barrio en la cancha, ya sea con un partido de
fútbol, básquet o baseball. Todo dependía de cómo estaba el día, de la cantidad de
muchachos presentes para el deporte (debido a la dificultad de las tareas) y de los
implementos deportivos necesarios.

Una tarde, mi primo que vivía en la casa vecina llegó con una nueva idea para la
actividad vespertina: llegar al instituto de inglés (donde eran profesoras nuestras
madres) para ver chicas. Al principio la idea me llenó de miedo, pues la idea de
simpatizar con chicas nunca fue mi fuerte y además era tímido. Así que sin esperar
respuesta mi primo dijo: “Ponte un pantalón y vamos”. Esto no quiere decir que en las
tardes pasaba desnudo, sino que siempre estaba con una bermuda (tenía cuatro
diferentes estilos distribuidos en colores rojo, celeste, verde y azul con diferentes
combinaciones). Hice caso al optimismo de mi primo y salimos con dirección al
instituto de inglés.

El instituto de inglés Loja quedaba ubicado en la esquina de la calle Azuay y 18


de noviembre, en el segundo piso de una casa perteneciente al Dr. Moisés Burneo.
Cuando llegamos al lugar me di cuenta de que era de ambiente mixto y por tanto había
facilidad de tener compañía femenina agradable. Mi primo tenía más experiencia en este
campo, pues él había estado ya en cursos previamente. Su hermana mayor también
estudiaba en este instituto pero a mi hermano la idea de aprender el idioma extranjero
no le pareció llamativa. Fue así que descubrí una nueva forma de hacer amigos y de
paso aprender el idioma inglés británico. En ese tiempo, era temporada de matrículas,
así que era un momento excelente para ver a las futuras alumnas (por tanto compañeras)
que ingresarían. No tuve que pensarlo mucho, inmediatamente le dije a mi madre que
quería ingresar para aprender el idioma, pero obviamente la verdadera razón era tener
más contacto con las mujeres.

Para mi sorpresa en nuestro grupo de veinte alumnos también se encontraba


Pedro, mi amigo y compañero desde la escuela y también en el colegio. Mi primo se

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encontraba en cursos superiores con otros compañeros y conocidos míos, que después
de un tiempo llegarían a ser parte del grupo, jorga, gueto o gallada, el cual formaríamos
posteriormente.

Era muy entretenido estar en clase con mujeres. En el colegio donde estudiaba
también existían mujeres, pero eran tan pocas que en realidad no se les prestaba mayor
atención. Al menos en mi paralelo desde primero hasta cuarto curso solo había una
mujer, luego los dos últimos años tuvimos una nueva compañera, pero seguían siendo
dos mujeres entre un grupo de cincuenta aproximadamente, que en algunas ocasiones se
convertían en patanes, pues había momentos en que no las respetaban, pero siempre
había alguien que hacía la llamada de atención, sea amigo o no. No me gustaba que se
aprovechen de ellas ni que las traten mal. En algunas oportunidades fui una de esas
personas que debió llamar la atención a algunos de mis compañeros evitando que se
propasen.

Estar en los cursos de inglés resultaba divertido y a la vez educativo. Conocí así
a un grupo de buenas amigas que estudiaban en La Inmaculada con quienes llegamos a
terminar todos los cursos del instituto, hasta cuando éste cambió de ubicación y terminó
siendo en el segundo piso de la casa de mis padres. También hubo otro grupo de amigas
del colegio Las Marianas que justamente eran amigas de una prima mía con quienes
llevábamos una relación envidiable. Aún estamos en contacto con estas amigas, es más,
algunas de ellas son actualmente esposas de algunos de mis amigos.

Junto a Pedro decidimos ingresar al gimnasio para realizar algo de ejercicio y


formar nuestros cuerpos. Él era una persona delgada y a mí me sobraban unos kilos, así
que siempre después de las clases de inglés recorríamos la ciudad hasta el parque de
Santo Domingo (también conocido como Parque de la Federación) donde
permanecíamos alrededor de una hora para, luego dadas las cinco de la tarde, dirigirnos
al gimnasio a desarrollar la rutina del día y así tener una mejor figura.

La parte interesante de esta rutina diaria que incluía inglés, parque y gimnasio,
era que siempre podíamos estar en contacto con nuestros amigos, amigas, compañeras y
compañeros. Después de disfrutar de la clase de inglés, que iniciaba por lo general a las
tres de la tarde y terminaba a las 4:15, nos dirigíamos hacia el parque que era lugar de

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encuentro para todos los adolescentes y por tanto era denominado el tontódromo. La
idea era poder encontrarse con amigos y amigas en este lugar.

En un tiempo hubo un lugar donde se vendían hamburguesas y papas fritas,


llamado: Mcdonals (no es que se encuentre mal escrito, sino que la cadena Mc Donald’s
es un franquicia de comida rápida mucho más grande, fuerte y lucrativa que la que
teníamos en el parque). En este lugar era donde nos reuníamos a esperar a que pasen las
horas y ver quien se asomaba por el parque.

Por lo general los días lunes era poco probable encontrar a alguna chica dando
una vuelta simplemente por gusto. Lo que ocurría era que buscaban alguna lámina
educativa en las librerías del centro de la ciudad, un cuaderno nuevo o algún libro
necesario para clases, y de paso, se daban una vuelta por el parque si es que el grupo de
señoritas era superior a uno. En caso de ser inferior no tenía sentido, pues no había con
quien comentar de la situación. La cantidad de gente en el parque (y me refiero a
cantidad de adolescentes) aumentaba según se acercaba el día viernes. Creo que con
Pedro pudimos hacer un muy buen análisis estadístico pues casi vivíamos en el parque
antes de entrar al gimnasio. En ocasiones en las que no había nada (o nadie) que llamara
nuestra atención ingresábamos inmediatamente a realizar nuestras rutinas de ejercicios o
en caso de que no tuviéramos tiempo por alguna tarea inconclusa (así fue por algún
tiempo con las láminas de dibujo técnico).

Era común ver mucha gente los días viernes en la tarde. En realidad era lo mejor
que se podía hacer en ese día pues era un desfile de señoritas por el parque caminando
en sentido contrario al de los vehículos que circunvalaban la cuadra del parque,
logrando con esta estrategia milenaria ver a los jóvenes en sus vehículos (generalmente
de propiedad de sus padres) mostrándose como verdaderos pavos reales para así ganarse
la sonrisa de alguna señorita y por tanto entablar un misterio de risitas y sonrojamientos
que indicaban que la pareja se gustaba. El resto es otra historia.

Hasta que un día ocurrió el desastre: tras haber pasado un viernes increíble con
probablemente toda la muchachada de la ciudad de Loja (parecía que todo el mundo
hubiera conversado y concretado en ir ese viernes al parque Santo Domingo) donde la
cantidad de gente fue inmensa y los grupos de amigos se encontraban dispersos por

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todos lados del parque, salió la noticia en el periódico local junto a una lista de personas
que se encontraban en el parque donde indicaba por parte de las monjas del colegio que
queda al frente del parque, que las muchachas que asistían se subían a los vehículos de
los chicos y que luego se iban a quien sabe dónde. Ahí fue la muerte del tontódromo tal
como lo conocíamos.

A nuestras amigas que asistían a La Inmaculada les preguntamos qué era lo que
había sucedido y cuáles eran las proporciones del desastre. Ellas nos comentaban que si
por parte de las educadoras del plantel encontraban a alguna de sus alumnas caminando
en el parque por las tardes, tendrían problemas con la nota de conducta (y peor aún si
llevaban el uniforme del colegio). Esa fue la noticia que mutiló las expectativas de todos
los viernes vespertinos, dando la herida mortal para que empiece a agonizar el
tontódromo de nuestro tiempo y empezando a nacer el nuevo que luego estaría ubicado
en la prolongación de la calle 24 de Mayo en dirección a la UTPL (Universidad Técnica
Particular de Loja) en la Ciudadela Zamora, o mejor conocida como La Pileta.

Muchos se harán la pregunta de por qué le llaman así (al menos los más
jóvenes), si en la plazoleta de la Ciudadela Zamora no se encuentra ninguna pileta. Pues
bien, el caso es que sí hubo una en el mismo lugar donde se encuentra el busto a Don
Segundo Cueva Celi la cual primero se encontró en la plaza de San Francisco y ahora se
encuentra en el parque de San Sebastián.

Este fue el resultado del cambio para las personas de mi edad (leva del ’79)
donde los encuentros con los amigos ya no se desarrollaban en el parque Santo
Domingo teniendo como testigo a Don Manuel Carrión Pinzano sino que pasó de manos
a uno nuevo: Don Segundo Cueva Celi. La cuestión es que estos tres personajes (digo
tres porque también lo incluyo a Don Zoilo Rodríguez) han sido quienes podrían contar
maravillas y vergüenzas de muchas personas de mi edad y de otras mucho mayores a mí
(seguro el lector tiene alguna sonrisa comprometedora en este momento). No sé en la
actualidad cuál es el lugar donde los adolescentes se reúnen, pero de seguro no será
nunca igual a lo que nosotros vivimos en el tontódromo original.

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16. EN FUGA

Era la tarde de un día martes, sin sol ni brisa y aburrido como nunca. Me
encontraba en casa sin tareas pendientes del colegio ni de la casa. Me entretuve con la
televisión por unos minutos hasta que sonó el teléfono de mi casa. Era Julián, que se
encontraba igual de aburrido que yo, y por tanto decidimos desperdiciar nuestro tiempo
libre en alguna actividad menos fútil. Iba a pedir prestado el vehículo de su padre para
salir a dar una vuelta por la ciudad, y sobre todo por nuestro gran imán: el ahora
legendario tontódromo.

En aproximadamente cuarto de hora pasaba por mi casa, así que en el transcurso


de ese tiempo llamé a Esteban para preguntarle qué iba a hacer en la tarde. Como era de
esperarse también estaba libre y no tenía nada programado, por lo que le dije que luego
de que Julián pasara recogiéndome por mi casa, pasaríamos por la suya.

Preparé algunos discos que había grabado hace poco (cambiamos ya de la vieja
tecnología cassettera a la del disco compacto) para escuchar algunos temas de mi agrado
(que por lo general no era la música de moda) y evitar que Julián me aturda con su
música novedosa y estridente, que mientras más volumen entregaba, para él era lo mejor
(nunca comprendí ese placer por tratar de destruir los tímpanos). Lo difícil en esos casos
era comunicarse y no había poder humano que lograra que Julián bajara el volumen de
su equipo de sonido, así que se optaba por mover la cabeza al ritmo de la música y
disfrutar lo poco que se podía (si no puedes contra ellos, ¡únete!).

Armados con la música (de Julián y mía), el vehículo y las ganas de matar el
aburrimiento, partimos hacia la casa de Esteban. Al llegar, nos arreglamos lo mejor que
pudimos en la cabina del vehículo (pues era una camioneta) colocándolo a Esteban en el
centro con la excusa de que era el más delgado de los tres, sin darle oportunidad de que
alcance la ventana del copiloto, segunda posición privilegiada (luego de la del piloto).

El recorrido iba de la siguiente forma: alcanzábamos la 24 de Mayo para


ingresar al parque Santo Domingo por la Rocafuerte, tomando la Bolívar, luego la
Miguel Riofrío, descendiendo por la Bernardo Valdivieso y repitiendo el circuito. Esto
lo hacíamos lo más lento que podíamos (20 km/h) con la idea de no perder detalle por si

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existiera alguna señorita dando una caminata desinteresada por el parque acompañada
de sus fieles amigas. Los pitasos (bocina o claxon) de los vehículos que nos seguían,
nos sacaban del trance momentáneo en que nos encontrábamos: nuestras miradas
disparadas en todas direcciones esperando encontrar un fugaz cruce con alguna de las
simpáticas señoritas (conocidas o no) que caminaban a paso lento y perezoso por el
parque. Volvíamos a la realidad quitándonos las sonrisas de las caras y reclamándole a
Julián en voz alta: “¡Muévete hombre!… ¿no ves que hay gente apurada?”. De esta
manera se llamaba la atención de las señoritas y se daba a entender que debido a ellas el
tránsito se detenía momentáneamente. Vieja y no muy eficaz artimaña.

No faltaba el guapo (o hecho el guapo) y relajado adolescente que hacía su


entrada al tontódromo sentado (o casi acostado) en el vehículo, con el respaldar del
asiento inclinado al límite para poder maniobrar, con gesto indiferente, música a todo
volumen, lentes obscuros (sobre todo cuando no era un día soleado) el codo saliendo
por la ventana y de ser posible un cigarrillo, disparando miradas mortales a las niñas
demostrando su pedantería a flor de piel. Nunca me gustó esa forma de llegar a las
mujeres, aunque a pesar de todo, con algunas chicas superficiales funcionaba. Por otro
lado era un camino corto y rápido para ser tildado de pesado, filático (dícese de la
caballería de malas costumbres) y sobrado.

Haciendo nuestro recorrido y para sorpresa nuestra (sobre todo de Julián)


apareció un grupo de señoritas, en el cual se encontraba la que le gustaba a Julián. No
faltó la coquetería de nuestro piloto en tomar pose de relajado (como el comentado en el
párrafo anterior), parecer totalmente desinteresado en ella y acercarse lentamente a la
acera por donde iba caminando. Saludó de una manera muy educada (omitiendo el
ahuyentador: ¡Hola preciosa!, frase de absoluta propiedad de otro personaje, con
resultados negativos al abordar a una dama) y le preguntó qué es lo que se encontraba
haciendo y si podía ayudarla de alguna manera.

Esto sucedía mientras ella se encontraba caminando, por tanto nosotros en el


vehículo rodábamos muy despacio, dando lugar a una fila de carros apilados y pitando
con vehemencia por algo de velocidad. Para alegría de Julián, hubo reciprocidad por
parte de la señorita aceptando su ayuda para que la dejara en su casa. La sonrisa en el

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rostro de Julián no podía ser más grande, dejando ver sus facultades de malabarista para
que la saliva no se le escapara de la boca.

Literalmente fuimos empujados de la cabina para hacer espacio a la señorita y


remitirnos a la parte trasera del vehículo (cuarto y último lugar de privilegio de la
camioneta). Por supuesto para esta acción hubo que frenar el vehículo en seco,
terminando de interrumpir el tránsito y en espera de que la señorita se despida de sus
amigas para luego subir a nuestro medio de transporte. Debidamente saludé a nuestra
amiga y esperando a que se acomodara en el asiento del copiloto, cerré la puerta,
completando mi papel de subordinado de Julián (actitud agradecida por él en una
mirada de complicidad) y lanzándome al balde de la camioneta.

Antes de dirigirnos hacia la casa de la señorita, dimos algunas vueltas más por el
parque. Con Esteban íbamos muy cómodos en la parte trasera de la camioneta, ubicados
en las esquinas posteriores de la misma, teniendo una visibilidad de 360° y la brisa
fresca contra el rostro. Además no teníamos que preocuparnos del rumbo del vehículo.
Disfrutábamos del paseo y quien nos dirigía era Julián, que estaba muy entretenido en la
conversación con la dama, así que nos olvidamos del tema.

Para desgracia de todos (y me refiero también al vehículo) hubo mucha atención


por parte de Julián a la dama. Una pequeña falla en su concentración dio lugar a un
pequeño accidente: nos dirigíamos por la calle José Félix de Valdivieso en dirección
Este–Oeste hacia la avenida Manuel Agustín Aguirre. Nos encontrábamos en una calle
secundaria y por tanto debíamos parar en cada boca calle, cosa que fue realizada con
calificación sobresaliente por parte de Julián.

La parte donde perdió el año rotundamente sin oportunidad de dar un examen


supletorio, fue hacia donde dirigió la mirada para percatarse si venía o no un vehículo
por la calle Bolívar que era la principal. La calle Bolívar tiene dirección Norte–Sur.
Julián regresó a ver hacia el sur, y como no vio vehículo que viniera hacia él, partió sin
problemas. Justo en ese momento pasó un taxi ruta al cual alcanzamos a golpear en su
parte posterior izquierda. El golpe no logró desviar de su ruta al taxi, pero sí produjo
una abolladura en su carrocería. Nosotros, que nos encontrábamos en la parte posterior,

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sentimos el golpe y vimos como el chofer del taxi se detuvo a unos veinte metros
aproximadamente para dejar a todos sus tripulantes.

Era clara la acción a seguir: el chofer reclamaría por el agravio, pero no dimos
oportunidad que esto ocurra. El grito de Esteban nos sacó del trance en que nos
encontrábamos (Julián, la dama, el taxista y yo) por lo que había ocurrido: “¡Acelera
Julián, que nos sigue!” No nos dio tiempo de pensar y hacer las cosas de la manera
correcta que era la de conversar con el chofer del taxi para arreglar el incidente. En
lugar de eso empezó la huida. Julián aceleró el vehículo como si nos estuvieran
persiguiendo todas las fuerzas de Al Qaeda. Esteban no paraba de reírse, mientras se
aferraba al vehículo y el resto de tripulantes hicimos lo mismo.

Debido a que con Esteban íbamos en la parte trasera, éramos quienes le


avisábamos a Julián acerca de la distancia a la que se encontraba nuestro perseguidor.
En realidad al taxista lo perdimos al llegar a la avenida, pero como resultaba divertida la
persecución (una actitud irresponsable de nuestra parte y peor aun encontrándonos en la
parte posterior de una camioneta) y en una mirada de complicidad con Esteban,
empezamos a gritarle a Julián con todas las fuerzas que teníamos: “¡Más rápido, que nos
alcanza!” Y mientras Julián hacía milagros por no estrellarse, nosotros en la parte
trasera íbamos descosiéndonos de la risa por los nervios de nuestros amigos en la cabina
y por la emoción de la fuga.

En el momento en que veíamos el peligro muy cerca, apaciguamos a Julián


indicándole que no había problema para que reduzca la velocidad, que habíamos
perdido a nuestro perseguidor y que todo se debía a sus facultades de piloto
experimentado. Julián era un manojo de nervios, así que decidimos ir a dejar a la dama
en su casa como fue prometido, llevándose con ella un pequeño susto dándole algo de
emoción a su día.

Luego de dejar a la señorita regresamos directamente a la casa de Julián para


esconder el vehículo por si lo estuviera buscando el agredido taxista. Julián en su ira por
la disconformidad con su pequeño error, empezó a disiparla por medio de golpes contra
unas plantas que se encontraban cerca de él, golpeándolas y arrojando las llaves del
vehículo al piso diciendo una y otra vez: “¡Nunca más vuelvo a manejar… Nunca más

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vuelvo a manejar!” Con Esteban tratábamos de aguantarnos la risa para apoyar a nuestro
amigo que se encontraba nervioso por lo que había ocurrido.

Revisamos el vehículo y éste no tenía más que un poco de pintura amarilla en su


defensa, algo que se podía eliminar de manera sencilla con un líquido diluyente. Luego
de que Julián se tranquilizó por completo, nos despedimos de él y con Esteban nos
dirigimos hacia nuestras casas recordando la anécdota y analizando el tamaño de nuestra
irresponsabilidad por no haber medido la magnitud del peligro potencial que podíamos
haber causado. Gracias a Dios no ocurrió una desgracia mayor.

Por algunos días Julián cumplió con su promesa de no volver a manejar. Siendo
viernes en la tarde, día clave para dar una vuelta por el parque Santo Domingo y ver a la
muchachada desplegada por la cuadra, estando en mi casa y el reloj marcando las cuatro
de la tarde, escuché unos pitidos seguido del típico silbido que teníamos como código
para reconocernos: era Julián nuevamente en la camioneta, con una sonrisa de oreja a
oreja, armado con todos sus discos de música y una promesa rota olvidada en el pasado.

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17. SALIDA DE LOS COLEGIOS

En nuestros años colegiales, el grupo constituido por 21 personajes estaba


disperso entre algunos colegios de la ciudad: el Colegio Experimental Bernardo
Valdivieso también conocido como Patrón Bernardo, el Instituto Técnico Superior
Daniel Álvarez Burneo comúnmente conocido como El Técnico, el Colegio La
Dolorosa\ y el Colegio Eugenio Espejo.

Aquellos que hemos tenido el privilegio de pasar por las filas del Patrón
Bernardo disfrutábamos de un ambiente educativo diferente al del resto de colegios,
debido a que teníamos siempre las puertas abiertas y por tanto existía la libertad de
entrar y salir del colegio a cualquier hora. Muchos pensarán que debido a esto el nivel
educativo era bajo, pero cometen un error al confundir responsabilidad con nivel
académico.

Cada uno de nosotros como estudiantes tenía la potestad de retirarse del colegio
en la hora del recreo (10:15) para dedicarse a cualquier actividad que no sea estudiar, o
sencillamente quedarse en clases hasta el horario de salida luego del medio día (13:00).
Esto no ocurría en los otros colegios con el resto de mis amigos. Para ellos salirse del
colegio era considerado un acto vandálico y una muestra de rebeldía contra los docentes
del lugar.

Así fue como conocimos la primera lección de responsabilidad: “si asistes al


colegio, que sea para estudiar, de no ser así, retírate y no molestes al resto”. Por tanto si
había un día de esos en que las clases tenían un carácter de somnolencia y el gusano de
la vagancia había ingresado en el organismo del desafortunado (o afortunado)
estudiante, simplemente agarraba su mochila con sus cuatro trastes y se retiraba del
colegio, caminando, sin tener que trazar ningún plan complicado o de sobornar a algún
guardián o portero del establecimiento. El problema se daba cuando los profesores al
detectar la inasistencia del individuo, llenaban la bitácora del paralelo (el gran libro rojo
con los datos de lo que se hacía todos los días en clases, y de las faltas cometidas por los
alumnos: llamadas de atención, atrasos o irrespeto al docente) y por medio del inspector
de curso, la noticia llegaba a oídos de los padres del rebelde estudiante.

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Y eso ya era una historia diferente, ya que haber desafiado a los padres por
haberse retirado del establecimiento, no era recibido con piñata, regalos y serpentinas.
Pero eso sí, uno automáticamente se convertía en el bombo de la fiesta gracias a la
reprimenda que seguro llegaría.

Es cierto que el ambiente en nuestro colegio no disfrutaba de absoluta


regularidad en los días de clases, debido a que siempre estaba presente cuando había
algún desacuerdo con el gobierno dentro del plano político–educativo. Era cuando los
dirigentes estudiantiles organizaban una movilización, con el debido permiso de las
autoridades del colegio (y a veces sin permiso de nadie), para hacer un reclamo pacífico
(que en algunas ocasiones era acompañado de un belicismo exagerado) en el parque
central de la ciudad, donde se encuentra el monumento a nuestro ilustre benefactor, y
establecer la inconformidad a la gobernación de la ciudad.

En algunas ocasiones, que era recibido con mucha alegría por parte del
estudiantado, ocurría que no había clases regulares en el día, sino únicamente hasta el
recreo (es decir cuatro horas de clase) y luego de ello éramos libres de regresar a
nuestras casas.

Con mis amigos omitíamos el regreso a las casas, y matábamos el tiempo de la


manera que podíamos con la finalidad de alcanzar la hora de salida de los colegios
femeninos, ocasión que daba lugar al cortejo por parte de nosotros hacia las señoritas
solicitando acompañarlas a casa, de llevarles la maleta (o bolso) o la muy común
máquina de escribir (a las estudiantes de mecanografía).

Era así como desde las 10:15 en la mañana, empezábamos el descenso desde el
colegio hacia el centro de la ciudad para empezar un paseo que duraría dos horas con
cuarenta y cinco minutos, que sería aprovechado en diversas actividades: una era ir a los
lugares donde había mesas de billar, para jugar con la regla: el que pierde, paga, siendo
un imán muy fuerte para algunos compañeros que no resistían la tentación de quedarse
jugando por horas (como ocurría en algunos casos) olvidándose de la hora y llegando a
casa a altas horas de la tarde aún con el uniforme puesto. Otra actividad era hacer un
recorrido por las delicias culinarias del centro, frecuentando las conocidas papas del
Soda Bar (con doble salsa de ser posible) y un fresco de tamarindo, o las jugosas guatas

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de Piscis. El único problema luego de esto era tener que masticar todos los chicles,
gomas o caramelos, de preferencia Halls de envoltura negra (caramelo en base a
eucalipto y menta, fuertemente refrescante) para evitar el fétido aliento, ya que de no ser
así el cortejo a la salida del colegio se convertiría en ataque y homicidio premeditado.

Esto ocurría cuando la señorita a quien íbamos a cortejar estudiaba en los


colegios femeninos que se encuentran en el centro de la ciudad. En una ocasión, gracias
a que uno de nuestros amigos sacó el vehículo de su padre, una poderosa Ford F150
modelo 1993, decidimos hacer una visita al Colegio Eugenio Espejo que queda muy
lejos del centro de la ciudad.

Cuando llegamos al colegio la cantidad de carros que había para un parqueadero


tan pequeño era excesiva, así que nos estacionamos donde avanzamos y luego nos
acercamos a pie a todo el conglomerado estudiantil de uniforme color verde para
encontrar a algunos amigos y sus correspondientes compañeras de aula. No duramos
más de diez minutos en el lugar. Todo el mundo se retiraba para sus casas y decidimos
hacer lo mismo. Nos embarcamos en la parte trasera de la camioneta y en el momento
en que Luis, uno de nuestros amigos más altos y robustos del grupo (haciendo alarde de
su magnitud) levantó la pierna para subirse a la parte trasera, desapareció de nuestra
vista alcanzando el piso a gran velocidad. Ricardo, Enrique, Pedro, Leonardo y yo nos
empezamos a desternillar de la risa por la aparatosa caída de Luis, que para suerte de él,
no fue vista por la mayoría de la gente, o la vergüenza lo hubiera perseguido por mucho
tiempo. Mientras la anécdota era disfrutada por todos nosotros, nos dimos cuenta de que
Luis no se levantaba y fue justamente cuando las caras de todos cambiaron de alegría a
preocupación.

Luis se agarraba la pierna izquierda con una expresión de dolor intensa. Vimos
que su rótula presionaba su pantalón de color beige dejándonos ver que no estaba nada
bien. Palpando suavemente nos dimos cuenta que se había desviado de su posición
normal hacia la izquierda. Ricardo fue el primero en acudir en su ayuda arrodillándose y
colocando la pierna entre las suyas. Luis solo decía: “¡Enderézala… Enderézala!” Le
dije a Ricardo que lo haga de una vez y rápidamente, pues mientras más se demoraba, el
dolor sería más intenso para Luis. Ricardo no lo pensó dos veces diciendo: “¡Aguanta
Luis, a la cuenta de tres: uno… dos… y… tres!” En ese instante enderezó la rótula de

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Luis, dejándola en su posición normal. La expresión de Luis cambió. No era de tanto
dolor como lo fue hace instantes. Lo ayudamos a subir en la cabina de la camioneta y lo
llevamos a su casa.

Al siguiente día vimos llegar Luis con una rodillera rígida de color azul con
orificio a la altura de la rótula, obsequio de su traumatólogo. Era la primera vez que veía
una rodillera tan grande. Se extendía desde la mitad de su muslo hasta la mitad de su
pierna y se ajustaba con unos retenedores negros. Con esto tuvo que andar algún tiempo
hasta rehabilitarse del accidente. Aún recuerdo a Luis caminando lentamente a pasos
alargados con su rodillera azul. Debido a su tamaño y a la posición rígida de su pierna,
daba un aire de Frankenstein al caminar, con la diferencia de que éste era mi amigo, no
era europeo y llevaba uniforme del Patrón Bernardo.

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18. VISITA A LA CAPITAL

A la edad de seis años aproximadamente tuvo lugar mi primera salida fuera de la


ciudad de Loja. Mi padre tenía que hacer un viaje a la ciudad capital y, como en
ocasiones anteriores hubo oportunidad de que lo acompañara mi hermano mayor, ahora,
debido a que no empezaban las clases y por tanto no tenía responsabilidades
académicas, mi padre pudo llevarme con él. Uno de los requisitos para que mi padre me
llevara fue el de comprender las reglas necesarias como portarme bien en todo momento
y no hacer berrinche por cualquier capricho al cual me encuentre sometido. Como era
de esperarse fracasé en mi empresa.

Llegamos a la ciudad de Quito. La casa donde nos hospedamos fue donde la tía
de mi padre, lugar donde él vivió mientras realizaba sus estudios universitarios y con
quienes luego entablaría mayor relación, debido a que dos años de mi vida realicé
estudios universitarios en esta ciudad. También teníamos al hermano de mi padre que
vivía en la capital en ese entonces y por tanto nos remitimos haciendo la respectiva
visita donde pude conocer a mis primos que me llevaban algunos años: 7 el primero, 5
el segundo y 3 la tercera.

Como era el más pequeño de todos (y también el más inquieto) luego de pasar
una tarde en la casa de mi tío mientras mi padre se ponía al día con su hermano
conversando de cómo estaban las cosas en su ciudad natal y de paso un poco de charla
política (que en esos tiempos me resultaba de lo más aburrido, pues no entendía una
palabra de lo que conversaban) me fue cambiando el genio poco a poco hasta llegar a
alcanzar el grado de insoportable.

Mi primo (el segundo de ellos, que fue siempre con el que tuve mayor afinidad)
con el afán de sacarme de mi estado de irascibilidad y estupidez desmedida por causa
del aburrimiento, tuvo la idea de llevarme al centro comercial El Bosque, con la
intención de disfrutar de los juegos mecánicos que existían en ese tiempo en aquel
lugar. Mi padre aprobó la idea y nos dirigimos hacia el patio de juegos del centro
comercial. Era la primera vez que veía un centro comercial y me llamó mucho la
atención la distribución de la obra y lo grande que resultaba para mí en comparación a
las modestas estructuras arquitectónicas que se encontraban en mi memoria.

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Alcanzamos el patio de juegos y lo primero que logró enmarcarse en mi cerebro
fue la pista de carros chocones que me parecía inmensa. Con el tiempo descubrí que no
es tan grande como resultó ser en mi primera impresión. La emoción fue intensa
logrando disparar una cantidad enorme de catecolaminas a todo mi cuerpo empezando a
correr por todos lados y haciendo piruetas, seguidas de saltos y de gritos de alegría (por
algo me llamaban loco desde niño), mientras mi padre averiguaba cuáles eran los
requisitos para poder subir, debido a mi corta edad. Como era de esperarse no tenía la
edad suficiente pero en un regateo poco esperado de mi parte para que mi padre lo
desarrolle (o sería por el gran relajo que hubiera provocado de no haber conseguido
subir a uno de estos vehículos) logré ingresar al juego.

Mi primo, dentro de la pista, me explicó el funcionamiento de los dos pedales


indicándome el acelerador y el freno, y la seguridad para sentarme bien dentro del
vehículo que me quedaba algo grande, en el cual casi tenía que conducir de pie y medio
sentado. Sonó el timbre que dio inicio al juego y por tanto el ingreso de electricidad a
los largos tubos ubicados en la parte trasera de los carros que llegaban hasta una malla
metálica gigante que cubría toda la pista.

Los carros empezaron a moverse y la emoción en mi rostro no tenía


comparación: estar al mando de un vehículo mucho más grande que un triciclo,
sintiéndome en una jerarquía mayor por tener acceso a semejante máquina, me hacía la
persona más dichosa en ese momento. La sonrisa por parte de mi padre que me miraba
decía mucho de mi expresión como pequeño demonio habiendo conseguido lo que se
proponía: los ojos casi saltándose del rostro, una sonrisa de oreja a oreja y el
movimiento del volante del vehículo de izquierda a derecha sin rumbo fijo y con patrón
desordenado.

La sonrisa en mi cara duró muy poco debido a que en un segundo después sentí
un golpe en la parte trasera del vehículo, y cómo había olvidado las reglas enseñadas
por mi primo para el cuidado que debía tener en el mismo, casi me desbarato y caigo del
vehículo; logrando detenerme, mi rostro golpeó con el volante provocándome una
pequeña herida dentro de mi boca, y saboreando el denso líquido rojo que empezaba a
fluir lentamente.

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Por supuesto que no hice notar este pequeño accidente, si no mi padre me sacaba
del juego y por tanto la diversión terminaba y encima de todo no podía desarrollar ese
sentimiento nuevo en mi interior por poder desquitarme de mi primo, quien no paraba
de reírse, pues fue el espectador principal de la causa de mi furia. Intenté seguirlo lo
mejor que pude por toda el área del juego, sin considerar (y por eso no se debe operar
con ira) que existían más vehículos funcionando, siendo en ese momento víctima de
más ataques por parte de los infantes capitalinos y retirándome de mi ruta y objetivo
principal que era golpear a mi primo, el cual seguía riéndose (ahora a carcajada viva)
por ver como mi plan caía a pedazos.

Seguí acelerando para poderme salir del centro del lugar ya que era blanco de
demasiados ataques y decidí cambiar mi estrategia de ataque y conquista, a defensa y
retirada. Logré golpear a algunos de los demás carros, lo que era festejado con una
carcajada agresiva de mi parte y empezando a disfrutar de la sensación de nerviosismo e
impotencia que abrazaba a quienes éramos golpeados.

No sé exactamente lo que duró el juego, pero para mí fue muy poco tiempo. Lo
disfruté como nunca y descargué toda mi energía mientras pude soltando carcajadas en
cada éxito obtenido en el juego y comprendiendo más acerca de las cualidades de
pilotaje necesarias para evadir al resto de participantes. Luego de haber pasado por
algunas tiendas del centro comercial y de haber consumido algo de la comida chatarra
que se encuentra en estos lugares, nos retiramos a casa. Recuerdo que me fui algo triste
esperando poder regresar pronto y disfrutar nuevamente de juegos de esta naturaleza
que no los encontraba en mi ciudad.

Antes de regresar a Loja fuimos nuevamente a este centro comercial, pero esta
vez solo mi padre y yo. La idea era adquirir algunos presentes para llevárselos a mi
madre y mis hermanos en casa. Recorrimos todo el centro comercial buscando nuestro
objetivo y fue justo el momento en que me encontré con un juego que me llamó mucho
la atención y del cual me quedé prendado: era una motocicleta de carreras con su piloto,
de unos 30 cm de longitud con luces y formas muy llamativas. Cuando le pedí a mi
padre que por favor lo adquiriera me dijo que no había razón para ello, pues mi
comportamiento no había sido del todo comprensivo en este viaje. Como era de

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esperarse mi actitud cambió a causa de mi capricho. Mi papá me agarró de la mano
debido a que no me quería mover de la vitrina donde se encontraba la motocicleta y
seguimos caminando. Mi temperamento molesto (o de hígado volteado como dice mi
madre) lo llevé por el resto de la búsqueda no sin antes haber hecho un análisis de
dónde se encontraba la tienda, hogar de la motocicleta que deseaba. Según mis cálculos
estaba en el segundo piso, antes de las escaleras mecánicas.

En un momento de descuido de mi padre, cuando estábamos ya fuera del centro


comercial, listos para tomar un taxi y regresar a casa, me solté velozmente de su brazo y
empecé a correr como loco hacia la tienda abrazada de la motocicleta. No me di cuenta
si mi padre me siguió o no, lo único que hice fue llegar a las escaleras mecánicas, subí
apresuradamente y busqué la tienda. Para mi sorpresa no encontré nada parecido a
juguetes en ninguna de las vitrinas cerca de la escalera mecánica. Me equivoqué en la
ubicación de la tienda y por tanto me encontraba perdido. La sensación de miedo me
abordó en ese momento empezando a buscar a mi padre, quien sabiendo hacia donde me
dirigía había ganado terreno llegando a la tienda en un acto frustrado, pues no me
encontró en mi destino programado.

Inmediatamente lo que hice dentro de mi desesperación y no poder encontrar a


mi padre, fue tratar de recordar los mismos pasos que habíamos hecho juntos, pero lo
único que recordaba era bajar por las escaleras mecánicas y encontrar la salida. Gracias
a Dios la primera escalera eléctrica descendente que encontré me llevó a la puerta en la
cual me había escapado de mi padre.

Cuál fue mi sorpresa al no encontrar a absolutamente nadie en aquel lugar,


dando inicio a esa sensación de presión dentro del pecho que acompaña siempre antes
de desarmarse uno por llorar. En ese preciso instante pude ver como se abría la puerta
del Supermaxi distinguiendo a mi padre que salía disparado en dirección hacia mí.

Mi padre me había hecho llamar por el altoparlante del lugar esperando que
escuchara mi nombre, cosa que pasé por desapercibido y había estado dando vueltas por
todo el lugar a toda carrera en búsqueda del rebelde y malcriado niño. Cuando encontré
a mi padre lo único que recuerdo fue su abrazo fuerte seguido del mío ajustado a su
camisa, de la cual no me quería desprender. Recuerdo me reprendió de manera justa

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llamándome la atención por lo que había acabado de hacer. En ese momento para mí no
importaba si recibía una grande y merecida paliza por el susto provocado. Por mi parte
hubiera sido bien aceptada y no lo hubiera visto de mala manera. Pero para mi sorpresa
no ocurrió como lo tenía imaginado. Me preguntó que hacia dónde me había dirigido, y
le respondí que en busca de la motocicleta que quería, pero que no lo logré,
perdiéndome en el intento. Me dijo que no vuelva a hacer una cosa de esa magnitud,
pues podía pasar que me perdiera y no por unos minutos, sino por largo tiempo.

La sensación fue espantosa. Nunca más en mi vida volví a abandonar a mis


padres en un lugar público. La lección fue aprendida: acatar la orden de mis padres (o
persona que esté a mi cargo) en cualquier circunstancia que se presentara a pesar de que
no esté de acuerdo con ella, y desarrollarla de la mejor manera posible. Al final siempre
ocurre que lo hacen por el bienestar de uno mismo, lo que tuve oportunidad de avalar
mientras seguía creciendo y dándome cuenta de los muchos errores cometidos.

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19. UCEB Y FIRB

En nuestro colegio existía un evento importante todos los años: era la elección
del consejo estudiantil. Existían dos movimientos: el FIRB–Frente de Izquierda
Revolucionario Bernardino y el UCEB–Unión Combativa Estudiantil Bernardina, o
también llamados chinos y cabezones, respectivamente. El sobrenombre de chinos y
cabezones proviene de los usados por los partidos políticos de izquierda: el Movimiento
Popular Democrático (MPD) era la expresión del Partido Comunista Marxista Leninista
o también conocidos como chinos y el Frente Amplio de Izquierda (FADI) que era el
rostro electoral del Partido Comunista Ecuatoriano de la línea de Moscú y La Habana,
también llamados cabezones. Ninguna de estas dos ramas definía al Partido Socialista
Ecuatoriano.

Era común en la época de elecciones ver a personas universitarias (grupos


pequeños) en las afueras del colegio. Ellos eran quienes influían en los pensamientos y
discursos de nuestros compañeros candidatos pues tenían más experiencia en el campo
de la política (o politiquería) en sus universidades.

Lo interesante de las dos listas era la forma como se llevaba a cabo el apoyo por
parte del estudiantado a cada uno de los bandos. Por mi parte siempre pertenecí al grupo
de los cabezones pero no fui un intensivista dentro de la parte política como tampoco
organizador de marchas ni militante extremista, sin embargo estaba bien definido por el
apoyo al UCEB y para evitar que me traten de convencer los del bando contrario,
algunas veces llevaba alrededor del brazo (cuando me acordaba de llevarlo) un
distintivo que lo aseveraba.

Cuando daba la hora del recreo, luego de comer las dos empanadas de queso en
el bar de Marco con el refresco gaseoso Gallito, veíamos como se conglomeraban las
dos listas en lados opuestos saltando y elevando cánticos de apoyo a sus movimientos.
La parte interna del colegio donde se encuentran desde tercer hasta sexto curso (al
menos en mi tiempo), el rectorado y la biblioteca, tiene forma rectangular y en su parte
central dos espacios grandes en donde se encuentran cuatro canchas de baloncesto (dos
en cada espacio). Dividiendo el rectángulo en dos partes, separando las canchas de
baloncesto, existe un pasillo en la parte inferior y un puente en la superior que une los

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dos extremos más largos del rectángulo. Si consideramos la ubicación del rectorado y la
biblioteca al Norte, en la parte Este del rectángulo se encuentra un graderío en cuya
parte superior existe una meseta de unos tres metros de ancho, que separa las gradas y el
pasillo que da a las aulas. Es en esta meseta donde ambas lides se ubicaban separadas
por el pasillo superior o puente, con sus banderas y dando saltos cantando diferentes
himnos:

“UCEB, UCEB, UCEB


Ñeque, ñeque, ñeque
UCEB, UCEB, UCEB
Ñeque, ñeque, ñeque
Vamos UCEB, carajo
el UCEB no se agüeva, carajo
Vamos UCEB carajo,
el UCEB no se agüeva carajo”

También existían algunos himnos que eran compartidos por ambos bandos:

“A la U, a la C, a la E y a la B
El UCEB, el UCEB,
El UCEB ganará, GANARÁ
¡Viva el UCEB!”

“A la F, a la I, a la R y a la B
El FIRB, el FIRB,
El FIRB ganará, GANARÁ
¡Viva el FIRB!”

En ese momento era cuando los dos grupos empezaban a saltar más fuerte
dándose apoyo y levantando las banderas para que flameen. El siguiente paso era
acercarse al grupo contrario en una sola masa, sólida y compuesta de la única materia
prima necesaria: estudiantes.

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Mientras poco a poco se iban acercando, los grupos llegaban a chocar entre ellos
empujándose unos a otros con la intención de convertir su fuerza política en física, y el
grupo que salía vencedor por desarticular al grupo haciendo perder el equilibrio o
empujándolo por el graderío, llevaba la victoria del momento.

Esto también ayudaba a que los estudiantes más jóvenes escojan a quien apoyar.
Uno como estudiante muchas veces no le daba mayor atención a las ideas políticas, sino
al grupo que tenía a los estudiantes más belicosos y grandes peleadores dentro de sus
bandos. Por supuesto dentro de estas pequeñas batallas que se daban en empujones,
siempre se encontraba algún resentido o belicoso por parte de cualquiera de los bandos,
dando lugar a un puñete perdido (o entregado con toda la intención por parte del
emisario en cuestión) que alguien se lo tenía que aguantar, dándose como resultado un
enredo de patadas, puñetes, trompones, escupitajos, palazos y empujones, terminando
en una gran pelea callejera en medio del patio.

En una ocasión que había resultado en una pelea en el patio, salieron un grupo
de estudiantes (no eran más de una docena) por el puente vitoreando entre saltos y con
bandera en mano el siguiente himno:

“Ni chinos ni cabezones


Son la solución:
ROMPECOCOS
ROMPECOCOS
ROMPECOCOS”

Era un grupo de muchachos dentro de los cuales también se encontraba mi


hermano mayor, que no les importaba en lo más mínimo la idea política del colegio,
sino que hacían mofa de ello y todos disfrutábamos del momento ya que hacían teatro
en el puente para que los pudiéramos ver, demostrando peleas fingidas entre ellos dando
una idea de lo que era no poder llegar a un acuerdo, ni siquiera en un grupo tan pequeño
como el que ellos tenían. Luego terminaba la fingida pelea por quien sería el candidato a
presidente (y por tanto comandante del movimiento) y se instalaban nuevamente en
formación, saltando y cantando su himno. Esto lo repetían mientras cruzaban el puente
y luego la payasada terminaba.

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Existían otros himnos diferentes que nacían de alguna canción conocida
cambiando algunas palabras, siendo más groseras, directas y soeces. En realidad el
mejor lugar para aprender nuevas frases amedrentadores y cargadas de contenido
vulgar, era esperar a que se desordenen los grupos enfrentados hasta que empezaba la
pelea. En ese momento se escuchaban algunas frases muy comunes y otras con mucha
imaginación que más que lograr infundir temor en el adversario, provocaban risa.

Así se desarrollaba toda la semana mientras el estudiantado escogía a quien daría


su apoyo. Llegadas las elecciones solo restaba esperar el conteo. La ventaja de estas
elecciones es que eran reales y los conteos daban a conocer la verdad. No había
papeletas en exceso ni corrupción por parte de los simpatizantes, aunque no dudo de que
alguien alguna vez lo haya intentado. Fue lo más puro y lo más cercano a una verdadera
democracia. Recuerdo que en el tiempo desde que ingresé al colegio, los usuales
ganadores eran los del FIRB, pero en los últimos dos años, la victoria fue del UCEB.

No habíamos ganado desde hace mucho tiempo, así que fue motivo de mucha
alegría y satisfacción por parte nuestra. Mientras me encontraba con alumnos mayores a
mí, salió a relucir una historia desagradable y cobarde: en años anteriores ocurrió que al
igual que nosotros en ese tiempo, solo cosechaban derrotas, llegando el momento del
triunfo en manos del compañero Víctor Carrión. En la noche de festejo por la victoria
del UCEB, un personaje desconocido arremetió a balazos contra el flamante presidente,
apagando una vida de experiencia muy corta y enseñándome la realidad de la vida
dentro de la política.

No conozco un acto tan despreciable y cobarde como lo es no respetar la vida de


una persona, la democracia y la decisión de un electorado. Considerando obviamente
que esta democracia es verídica y no manipulada por personas a las que no les importa
la ética ni el desarrollo para el cual fueron escogidos los diferentes representantes.

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20. CHOQUE EN EL LANCER

Desde tierna edad siempre fue un factor emocionante dentro de mi vida el


funcionamiento de los vehículos. Llegar a manejar uno de ellos era algo que necesitaba
de paciencia y perseverancia para poder ganarse la confianza de mi padre y así obtener
el permiso de sentarse frente al volante para, luego de estar debidamente instruido
acerca de los mandos necesarios, poder conducirlo.

Empecé mi aprendizaje de forma lenta y larga. Lo primero que aprendí a hacer


fue cómo funciona el sistema de encendido. Para esto en casa de mi padre existían dos
vehículos: un jeep FORD FUERTE año 1980 de 2300 cm3 y doble transmisión, color
negro y azul eléctrico (originalmente fue crema con líneas de color café), y un auto
MITSUBISHI LANCER de 1984 con un cilindraje de 1400 cm3, color blanco hueso. Al
único vehículo que podía acercarme al inicio fue al jeep. En éste mi hermano me enseñó
a conducir (con mucha paciencia de su parte) con la premisa de que aprendiendo a
conducir un vehículo más grande y fuerte (en ese tiempo aún no existían los sistemas
hidráulicos que ayudaran a que las cosas sean más fáciles) se haría más sencillo
conducir uno pequeño.

Luego de algunos meses de práctica, donde encontrar los momentos en que mi


hermano me apoyara para hacerlo era complicado teniendo que esperar una ocasión en
que no se encuentre ocupado y con mucha predisposición para la aburrida tarea de
maestro, logré manejar el gran vehículo con las bases suficientes para no cometer algún
accidente.

En ese tiempo no me había ganado el permiso por parte de mi padre para poder
acceder al vehículo y llevar la responsabilidad de manejarlo por la ciudad. Tenía 14
años y por tanto no podía acceder al permiso de conducir. Mi hermano a pesar de no
tener la mayoría de edad sí podía pedir prestado cualquiera de los dos vehículos para
recorrer la ciudad, sobre todo en las noches.

Así que la forma para acceder a manejar el vehículo sin tutela y absolutamente
solo, era pedírselo a mi hermano evitando que mi padre se enterara de ello. En una
ocasión en que mi hermano se encontraba en el LANCER de mi padre haciendo una

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visita a su novia, y como el auto se encontraba parqueado sin hacer uso de sus
facultades sino únicamente sirviendo como símbolo de tener acceso al codiciado
vehículo, busqué por todos los medios y con una serie de ruegos hacia mi hermano, que
me lo prestara para dar una vuelta por la ciudad, que no duraría mucho tiempo. Fue
difícil que mi hermano cediera a mi capricho ya que yo como novato no tenía la
experiencia suficiente (pero si no era de esta forma, ¿cómo iba a ganar experiencia?...
¿esperar a tener 18 años?... ¡ni a bala!) aunque él sabía cómo manejaba debido a que era
mi instructor. Al final y sin palabras, mi hermano se llevó las manos al bolsillo de su
chaqueta sacando a relucir las llaves del vehículo y dejándolas caer en mis manos. Lo
único que me dijo y de forma muy seria fue: “Volverás pronto y tendrás cuidado”.

Salí disparado hacia el vehículo para ingresar en él. Abrí las puertas para que
puedan subir mis amigos que me estaban esperando sin mucho optimismo y asombrados
de que había obtenido éxito en mi empresa. Dentro del vehículo traté de calmar la
euforia imperante y empecé a recordar las clases de mi hermano: fijar el asiento para
alcanzar los pedales, fijar el retrovisor y todos los espejos que me ayuden a ver la parte
posterior, verificar en qué velocidad se encuentra el vehículo, introducir la llave en el
switch y embragar antes de dar ignición. El auto empezó a moverse y esto fue vitoreado
por mis amigos. Estábamos sobre ruedas y con un destino incierto, que no me interesaba
en lo más mínimo, pues lo importante era estar conduciendo.

A uno de mis amigos se le ocurrió que podíamos ir a verlo a mi primo que se


encontraba en casa de mi abuela en el centro de la ciudad, en la calle 10 de agosto entre
Olmedo y Juan José Peña. Llegamos sin problema y no encontramos lugar para
estacionarnos frente a la casa de la abuela. Di una vuelta a la manzana y encontré un
lugar libre en la 10 de agosto. Fue aquí donde vino el problema: estacionarse. No era
muy bueno en esto, pero la práctica ayuda, así que procedí a hacerlo de frente. Cabe
considerar que justo en esta calle, los postes de alumbrado eléctrico se encuentran junto
a las veredas y no sobre ellas. Esto fue lo que pasé por alto y perdiendo la concentración
(que hasta el momento iba bastante bien) golpeé el faro delantero derecho contra el
poste (pintado de verde hasta la mitad por la campaña de la Democracia Popular, actual
Democracia Cristiana) destruyéndolo casi en su totalidad. El único comentario que pude
dar en ese momento fue: “¡¿Qué, me dí?!” Víctor que era el amigo que se encontraba de
copiloto mío, al ver mi expresión de asustado y lo absurdo de mi pregunta, empezó a

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reírse cómo si le hubieran pagado para tal acto. Tenía razón. Un error tan absurdo
cometido justo en el momento en que terminaba el paseo. Nos olvidamos de mi primo.
Tenía un problema mucho más serio que solucionar en ese momento como era llevarle
el vehículo a mi hermano con un faro roto.

No podía decirle (de poder podía, pero no debía) a mi hermano que era el
culpable de aquel siniestro, así que inventé una historia para ello: el vehículo estaba
estacionado fuera de la casa de Hugo, un amigo que vivía en la Ciudadela Zamora, y
mientras estábamos dentro de su casa, escuchamos el golpe, salimos a toda velocidad y
pudimos ver al culpable en huida dentro de una camioneta MAZDA color concho de
vino. Esa fue la historia que me serviría para no absorber la ira de mi hermano por el
accidente, ya que a él le tocaba afrontar algo similar por parte de mi padre. Luego de
que nos pasara la risa nerviosa con mis amigos, y de haberse aprendido la lección
evitando que no se escapara ningún detalle, decidimos llevar a cabo el plan.

Llegar donde estaba mi hermano, ya tenía ambiente de ultratumba. Mi hermano


al verme llegar vio en mi cara que algo estaba mal. Le conté la historia que había
inventado mientras mi hermano revisaba los daños en la oscura noche (si me hubiera
visto a la cara seguramente habría descubierto mi mentira). En ese momento las cosas se
ponían feas para mi hermano, pues tampoco quería cargar con la culpa por su
irresponsabilidad al prestarme el vehículo, para enfrentar a mi padre. Por tanto
decidimos echarle toda la culpa a mi madre dentro de la siguiente historia (en esa noche
mi imaginación trabajó muy duro): debido a que mi madre usaba el carro en la mañana
para ir a dar clases en el Liceo de Loja, que para ese tiempo funcionaba en la Ciudadela
La Paz, y como el vehículo permanecía estacionado toda la mañana, era fácil y creíble
que el accidente hubiera ocurrido ahí. Con mi hermano optamos por llevar a cabo este
macabro plan, para así evitar meternos en problemas.

A la mañana siguiente mi madre salió como todas las mañanas a la escuela sin
percatarse del golpe, debido a que éste era del lado derecho, ángulo poco visible en el
garaje de la casa a menos que se le ponga absoluta atención. La primera parte de nuestro
plan estaba realizada. Lo siguiente era olvidarse de todo y luego a la hora del almuerzo
que regresábamos del colegio, hacernos los sorprendidos por la noticia.

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Efectivamente, al llegar a casa a la hora del almuerzo, mi madre nos contó la
novedad. Había algo que le parecía extraño y era que al ver el faro destruido, no
encontró los restos del mismo en el piso. Casi me da un infarto. Dentro de mí pensaba:
“¡Nos descubrieron!... ¡Estamos fregados!”

En ese momento, mi hermano que vio mi cara de reo a punto de confesar, dijo:
“¡Pero claro, mamá!, eso hacen para tratar de despistarla”. Los segundos se hacían más
largos (algo físicamente imposible, lo que quería decir que mi ansiedad aumentaba)
mientras mi madre analizaba lo que mi hermano había dicho. No le pareció muy
razonable, pero después de todo tampoco le dio mayor atención. Volví a respirar luego
de ello.

Mientras nos encontrábamos en la mesa, mi padre dijo que iba a revisar el golpe
para hacer un análisis de cuáles eran los verdaderos daños. Salimos al garaje los tres: mi
papá, mi hermano y yo. Mientras mi papá se encontraba de cuclillas revisando el faro
destruido, dijo: “Parece que ha sido un carro de color verde”. Mi hermano en ese
momento me clavó una mirada tan pesada que no podía moverme del susto: más rápido
cae el mentiroso que el ladrón y en ese momento mi hermano me había descubierto.

En una parte de la carrocería del vehículo había rastros de pintura verde (el poste
de la propaganda de Jamil Mahauad) y esto no concordaba con mi versión de la
camioneta concho de vino. Mi hermano me hizo una seña de que conversaríamos
después mientras mi padre concluyó que no hay nada más que hacer que comprar un
nuevo faro.

Luego de haber sabido la decisión de mi padre acerca del caso, y que mi


hermano haya salido incólume de la mentira que fabricamos, me agarró de los hombros
(fuera del radar paternal que en este caso no nos servía a ninguno de los dos) y me sacó
toda la verdad bajo amenaza de sacarme el aire si no lo hacía. Confesé mi acto y le
expliqué mis razones. Mi hermano me comprendió, pero me dijo que esa mentira lo
único que lograba era que él desconfiara de mí. Por tanto me hizo caer en cuenta de mi
error y le pedí disculpas por ello. Aprendí que siempre hay que ser responsables con las
actos que uno realiza, a pesar de que la responsabilidad por ello sea muy grande y la
pena, pesada.

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Después de algún tiempo (algunos años) mientras nos encontrábamos en la
sobremesa, les conté a mis padres acerca del suceso junto a mi hermano quien aportó
con los detalles faltantes. Mis padres nos reclamaron por ello debido a que la forma en
que habíamos obrado no era la correcta (la única culpa de mi hermano fue haber sido mi
cómplice), pero eran ya tantos los años que habían pasado, que al final todo terminó en
risas y en la aseveración de mi madre por haber tenido razón al haberle parecido muy
extraño que una persona deje limpiando un accidente de esa naturaleza luego de
cometerlo.

Mi madre siempre tuvo un sexto sentido para cuando estábamos en problemas, y


en esa ocasión no se equivocó. Es más, lo sigue teniendo, y con el paso del tiempo
funciona mejor.

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