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AVENTURAS SIN PATINES

DANIEL F. AGUIRRE R.

3. MIRADOR ORIENTAL

Cuando tenía la edad de quince años era difícil que mi padre me prestara el
vehículo para salir a dar una vuelta por la ciudad; es más, ese derecho estaba absolutamente
reservado y copado por mi hermano, quien ya tenía dieciocho años y por tanto permiso para
conducir. A pesar de que desde hace algunos años conocía los principios básicos del
funcionamiento de una máquina de cuatro tiempos y de las diferentes velocidades y
mecanismos hidráulicos para controlar semejante arma, no me era permitido usarlo.

Uno de mis amigos, Jorge, tenía un elemento a su favor para poder salir a las calles
con un vehículo. Era una camioneta Ford Ranger XLT 1986 con capacidad de 2800
centímetros cúbicos color blanca de propiedad de su padre Alberto, mejor conocido como
Tío Beto. Tío Beto era una persona alegre considerando su edad y le gustaba conversar
mucho. Sé de esto porque muchas veces cuando salíamos con Jorge, conversaba con él
mientras su hijo se acicalaba con tanta prolijidad, lujo de detalles y pérdida de tiempo, que
había espacio para escuchar de tres a cuatro de sus anécdotas de antaño, que por cierto eran
muy graciosas en esos tiempos de poca televisión, inhibidor práctico de la imaginación y la
perspicacia.

Había algo que me llamaba la atención y era la forma en que Jorge piloteaba. Era
algo grosero con el vehículo y le gustaba la velocidad. Por mucho que se le reclamara,
pocas veces hacía caso. Pero esto solo ocurría cuando estaba con apuro por alguna
circunstancia. Por lo general los paseos eran tranquilos y suaves, como debe ser un paseo.

Ocurre que, en una de estas ocasiones, Jorge llegó hasta mi casa para salir a dar
una vuelta y ver como se estaba adornando el tontódromo en la plaza de Santo Domingo.
Aprovechábamos la oportunidad para ver a las señoritas que estaban por el sector y, de
paso, escuchábamos música previamente grabada en cassettes con mucho esfuerzo y
dedicación, antes de que salgan los discos compactos de mayor facilidad para copiarlos
gracias a la tecnología informática y los diferentes softwares de compactación digital.

Al salir de casa pasamos viendo a algunos de los muchachos que componían


nuestro grupo, gallada o jorga, porque era imposible verlos a todos. Si se lo intentaba era
difícil: meter a veinte personas en la parte posterior de una camioneta era complicado, pero
sí lo lográbamos con mucho cuidado e incomodidad para no caer a la calle, cosa frecuente
en las épocas carnavaleras.

Al encontrarnos con el resto de muchachos, fuimos a dar el paseo por la ciudad y


llegamos a un mirador ubicado en la parte oriental de la ciudad. En esos tiempos le
llamábamos mirador porque se podía ver un poco de la ciudad, específicamente la parte
baja de la ciudadela Zamora y no había construcciones en el lugar, lo que daba facilidad
para reunirse entre más gente y tocar algún instrumento musical sin molestar con
demasiada vehemencia a los vecinos de la parte inferior del barrio.

Ocurrió que al estar en este mirador descendían de la ladera dos jóvenes no


identificados como amigos nuestros y mucho mayores a nosotros. Fue cuando uno de
nosotros les gritó algo poco formal y soez tratando de entablar una actitud arrogante para
con ellos y de líder bárbaro sin músculos entre nosotros.

Para nuestra sorpresa, los jóvenes no se amedrentaron con esta grosería casi viril
que se quiso interpretar, y descendieron a mayor velocidad hacia nosotros. Nuestro macho
alfa en vez de mostrar todos los pelos y músculos del pecho para enfrentar lo que había
causado, pidió a Jorge que se bajara de la cabina para él ingresar y esconderse. Mientras
ocurría esto, nosotros, los inocentes culpables, nos quedamos en la parte posterior de la
camioneta. Fue cuando los jóvenes llegaron apresuradamente y con mucha ira. Normal era
el caso: fueron insultados sin razón y no tenían por qué sentirse amedrentados. No dábamos
miedo ni algo que se le parezca, en realidad éramos tres personas y ninguno tenía mucha
experiencia como combatiente de kickboxing.

Al llegar estos jóvenes agarraron unas rocas del piso donde había mucho material
básico para una carretera improvista y en el intento fallido de salir a toda velocidad del
mirador, uno de los jóvenes amenazó con romper el parabrisas del vehículo. Jorge se
detuvo y los jóvenes se acercaron sin darnos tiempo a cargarnos de proyectiles al igual que
ellos. Con una liberación de adrenalina extrema, seguida de una sensación de vacío en
nuestros estómagos, esperamos una inminente batalla que estaba ganada por parte de los
jóvenes con mucha anterioridad debido a la cobardía máxima demostrada por nuestro
compañero al esconderse en la cabina. En el momento de la espera, que fueron pocos
segundos pero que parecían minutos, el joven se acercaba con las manos llenas de pequeñas
rocas, cuidado por su compañero estratégicamente ubicado desde una posición más alta.

Al acercarse a la parte posterior de la camioneta nos vio la cara a todos y luego nos
preguntó: “¿¡Quién fue el machito que gritó!?” Por supuesto nadie dijo nada y cuando
volvió a preguntar no lo hizo a todos sino directamente a uno de nosotros que estaba más
cerca de él y por tanto con capacidad de infligir daño y lastimar en mayor proporción que al
resto. Ahí fue cuando le dijo: “¡Vos, sé quién eres. Dime quién fue!”. Al escuchar esta
plática bilateral pensé que mi amigo en realidad conocía al joven. Nunca nos percatamos de
la estrategia psicológica para poder obtener la verdad del caso. El joven viendo nuestra
capacidad de combate disminuida totalmente por medio de la arrebatadora llegada con
rocas en sus manos, soltó los proyectiles y con una amenaza nos dejó ir. Nos dijo que no
regresáramos más por ahí. Como buenos estudiantes y sin hacer caso de la advertencia,
agradecimos educadamente como se nos ha enseñado en nuestras casas y golpeábamos el
vidrio posterior de la cabina para que avanzara de inmediato el vehículo y así desaparecer
literalmente del lugar en donde estábamos.

El nerviosismo era tan grande que luego de aquel incidente poco agradable,
palmoteamos el coraje y la fuerza de carácter de nuestro cobarde amigo, haciendo uso del
sarcasmo y de muchas palabras fuertes para minimizar al gran gallina. Por supuesto que
nunca nos dio mucha atención debido a que las vejigas de todos estaban demasiado llenas,
o al menos eso es lo que pensábamos, y necesitábamos evacuar con urgencia en un acto
comunal y con una puntería errática debido al temblor en nuestras manos.

El lugar poco después empezó a urbanizarse. Nunca regresamos después de


aquella advertencia a menos que nuestro cobarde amigo no se encontrara con nosotros, ya
que sabíamos lo que era capaz de provocar.

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