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Razones para la Alegría

Autor: Martín Descalzo

Capítulo 13: Un vuelco en el corazón

Entre las muchas cartas que recibo hay una que me ha conmovido -y alegrado- especialmente. No es que me
cuente nada novedoso o espectacular. Es simplemente la carta de una mujer que me explica que, a los cincuenta
y un años, sigue enamorada de su marido.

«El es maestro --dice- y yo me siento muy unida a su profesión, pero, sobre todo, a él. Llevamos veintiún años
casados, fuimos ocho años novios y, cuando lo encuentro en la calle, sin esperar verle, aún me da un vuelco el
corazón. Quiero decir, que el amor no muere. Tengo montañas de poemas escritos para él y para lo que nos une.
Y no es rutina, desde luego. Y no lo veo perfecto, ni él a mí. Y no estarnos de acuerdo siempre. Pero, sobre
todo, nos que- remos.»
Ahora siento casi un poco de vergüenza de que esta carta me haya llamado la atención. ¿No debería ser lo
normal todo lo que en ella se cuenta?

Me temo que hoy la fidelidad no esté de moda. Al menos a juzgar por los periódicos y las conversaciones. ¿O
también aquí resultará que -a tenor de esa hipocresía moderna que consiste en hacerse pasar por peor de lo que
uno es- son muchos más los matrimonios fieles que los que presumen de casquivanos? Pero lo grave -me parece-
no es tanto el que los hombres seamos más o menos fieles a nuestras promesas. Lo grave es que muchos hayan
llegado a auto- convencerse, primero, de que es imposible la fidelidad y, después, de que casi es más propio del
hombre el mariposeo.

Pero habría que volver a hablar «con descaro» de la fidelidad.

Un buen amigo mío -y gran teólogo--, Olegario G. de Cardedal, ha titulado uno de sus libros Elogio de la encina,
precisamente porque la encina es el árbol de la fidelidad, un árbol menos aparatoso y brillante que otros
muchos, más duro y adusto, pero en el que parece resumiese el campo entero.

Tal vez mujeres como la de la carta que he copiado --o como mi madre y tantas otras que he conocido-- no
entren en la historia de las mujeres ilustres. Pero yo no cambiaría su fidelidad por todos los brillos del mundo.
Hace días, leyendo a Kierkegaard, tropecé con dos párrafos iluininadores. El primero subrayaba la importancia y
la permanencia de los compromisos de amor y decía que quienes temen dar un «sí» para siempre por temor a
que mañana puedan cambiar de idea y se encuentren encadenados a él, «es evidente que, para ellos, el amor no
es lo supremo, pues de lo contrario estarían contentos de que exista un poder que sea capaz de forzarles a
permanecer en él». He aquí una enorme verdad: quienes temen al amor eterno deben ser sinceros consigo
mismos y reconocer que no es que ellos sean muy inteligentes, sino que su amor es demasiado corto. 0 que su
orgullo es demasiado grande para aceptar el someterse al amor.

El otro párrafo aún era más luminoso. «Basta con mirar a un hombre para saber a ciencia cierta si de verdad ha
estado enamorado.

Expande en torno un aire de transfiguración, una cierta divinización que se perpetúa durante toda su vida. Es
como una concordia establecida entre cosas, que, sin ella, parecerían contradictorias: el que ha estado
´enamorado, al mismo tiempo es más joven y más viejo que de ordinario; es un hombre y, a pesar de todo, un
muchacho, sí, casi un niño; es fuerte y, sin embargo, es débil; hay en él una armonía que rebota en su vida
entera.»

Efectivamente: haber estado, aunque sólo sea una vez, enamorado -de un hombre, de una mujer, de una idea,
de una tarea, de una misión- es lo más rejuvenecedor que existe. Esas gentes a quienes brillan los ojos, que
miran la vida positivamente, que se alimentan de esperanzas, que poseen una misteriosa armonía, que irradian
esa luz que les transfigura, son personas que se atrevieron a creer en el amor y han sido fieles a esa decisión.
Poseen una especie de virginidad e integridad espiritual.

Cuando Miguel Ángel concluyó de tallar su Pieta del Vaticano alguien le preguntó por qué había hecho más joven
a la madre, a María, que a su hijo Jesús. Y Buonarotti respondió que las almas vírgenes son siempre jóvenes. Y
no se refería, es claro, solamente a la virginidad física, sino a esa virginidad interior de quienes se han
entregado enteros a un amar o a una causa.

Hay que elogiar sin rodeos a esas «encinas-mujeres» o a esas «encinas-varones» que se atreven a seguirse
queriendo por encima de los años, que se emocionan aún cuando encuentran por la calle a quienes fueron (y
son) sus novios. Hay que decirles -como Machado decía de las encinas- que ellas «con sus ramas sin color», «con
su tronco cenicientos, «con su humildad que es firmeza» son una de las cosas que sostienen este mundo nuestro,
tan viejo como un don Juan.

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