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Razones para el amor

Autor: Martín Descalzo

Capítulo 19: La sombra de Bucéfalo

p align=justify>Supongo que todos ustedes conocen bien la historia de Bucéfalo, el famoso caballo que
sólo Alejandro Magno era capaz de montar. Cuentan las leyendas que todos los palafreneros eran
incapaces de mantenerse a su grupa más allá de pocos segundos. El animal caracoleaba, se encabritaba,
daba en el suelo con los huesos de todos sus jinetes.

Sólo Alejandro supo observarlo con atención y descubrir el secreto del caballo: al montarlo lo puso de
cara al sol y lo espoleó decididamente. Luego controló los corcoveos del caballo, sin dejarle apartarse un
ápice de la dirección del sol, hasta que el animal, cansado, se dejó dominar enteramente. ¿Cuál era el
secreto que sólo Alejandro había descubierto?, Que aquel animal se asustaba de su propia sombra.

Bastaba con no dejarle verla, bastaba con enfilar sus ojos, tiesos, hacia el sol para que el animal se
olvidase de sus miedos.

Pienso que el mundo está lleno de gente como Bucéfalo: encadenados al miedo de su propio pasado,
incapaces de trotar hacia el futuro, porque les espantan los recuerdos que no les dejan ser lo que son.

Me asombra encontrar a tantísimos cristianos que confunden el arrepentimiento con la morbosidad, que
viven revolviendo los excrementos de su alma con el palito de la memoria y que se creen que con ello
hacen un homenaje a Dios.

El arrepentimiento en el Evangelio es algo infinitamente más sencillo: un giro de página y un comenzar


una nueva andadura; no un pasarse la vida restregando ante Dios unos gritos de piedad por algo que Dios
olvida en el primer instante en que alguien le dice: lo siento.

Y en la vida sucede lo mismo. Hay gente que porque un día tuvo una avería en el coche de su vida se pasa
todo el resto de ella examinando su motor, pero sin volver nunca jamás a montarse en él. Y el coche,
claro, sigue parado.
Como un día cometieron un error, parecen sentirse obligados a seguirlo cometiendo «per saecula
saeculorum». Confunden el arrepentimiento con la obstinación en el «mea culpa», como si en el fondo
fueran a conseguir más perdón cuantas más veces lo pidieran.

Pero no hay que vivir mirando las sombras y menos asustándose de ellas. Lo que cuenta es enfilar nuestra
mirada cara al sol, cara a nuestro deber, a nuestra tarea de mañana. Y no apartar de ahí un céntimo nuestra
vista. Pero hay avaros de sus malas acciones, que cuentan y recuentan como las monedas de los
prestamistas.

Me gustaría decir esto sobre todo a la gente joven. Tropezar alguna vez es parte del oficio. Tener un
fracaso es algo inevitable. Un amigo mío dice que -tal y como están las cosas- ya es bastante suerte que te
salga bien una de cada cuatro aventuras que se emprenden. Lo grave es cuando uno se asusta de esos
fracasos. Cuando concluye que el potro de la vida es imposible de dominar. Y lo que pasa es que hay que
mantenerlo siempre, siempre, tercamente, de cara al ideal.

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