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Plebe, prostitución y conducta

sexual en Lima del Siglo XVIII


Apuntes sobre la sexualidad en Lima borbónica
Richard Chuhue Huamán*
“...Que ves la plaza abundante, de carnes, de vivanderas
De verduras, de primores, y de frutas en todo tiempo…
Que ves muchas mulatas, destinadas al comercio
Las unas al de la carne, Las otras al de lo mesmo.
Que ves indias pescadoras, pescando mucho dinero
Pues a veces pescan más, que la pesca que trajeron…”
(Esteban Terralla y Landa. Lima por dentro y por fuera. 1797)

Introducción
Desde nuestra infancia se nos ha enseñado a tratar la sexualidad como un
tema vedado. Hablar del tema hasta el día de hoy sigue siendo un asunto es-
pinoso, del cual como integrantes de este sistema social no podemos escapar.
En sociedades como la peruana, hondamente patriarcales y altamente do-
minadas por una sexualidad retenida, muda e hipócrita (Foucault 1985) es
difícil reunir testimonios que nos acerquen a la historia de manifestaciones
sociales tales como la prostitución. El ordenamiento que aplicó la moderni-
dad se exteriorizó en ese silencio cómplice e hizo que no se hallasen registros
bibliográficos específicos acerca del tema para el caso peruano hasta ya co-
menzado el siglo XX (Dávalos y Lisson 1900) Aunque uno de nuestros más
representativos historiadores opinó con anterioridad que puede existir un
texto perdido sobre esta problemática para la época virreinal, pero escrito en
la época republicana (Macera 1977). Sin embargo estos indicios no nos ayu-
daban en gran medida a resolver los interrogantes sobre el comercio sexual
en la Lima Borbónica. Es decir ¿por qué siendo Lima la capital del imperio
español de ultramar en América no encontramos datos sobre un fenóme-
no que afectó grandemente a otras ciudades del orbe en el mismo espacio
temporal? ¿Por qué los pocos datos conocidos hasta hoy aluden solamente a
las clases populares –la plebe– como productora y consumidora de esta pro-
blemática? ¿Es que acaso las clases acomodadas de Lima no fueron afectas
a este flagelo social? ¿Fueron las meretrices solamente las mulatas empobre-
cidas o las negras sensuales que denunciaban las autoridades coloniales? En
las siguientes páginas intentaremos establecer algunas respuestas acerca de
estos ítems. Obviamente este artículo no pretende cubrir todo el espectro de
la prostitución colonial en Lima, pues nos vemos limitados por la carencia
de fuentes, pero lo que si nos permitimos hacer es dar algunos alcances con
respecto a este fenómeno considerando las particulares circunstancias del
hallazgo de algunos documentos que describiremos a continuación.
* Historiador por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima-Perú. Agradezco las
recomendaciones y apoyo de colegas como Sandro Covarrubias Llerena, Antonio Coello
Rodríguez y el Dr. Efraín Trelles Aréstegui con quien sostuviéramos una charla sobre el tema
para el programa El Perú y sus raíces que se transmite en Radio Programas del Perú (RPP).
C oloquio de L ima

Nociones sobre la prostitución peruana


Hablar de prostitución en el Perú del siglo XVIII es adentrarnos en las entrañas
más sórdidas de la sociedad colonial limeña y específicamente dentro de aquel
espectro social que se denominaba “plebe”1. Si bien es cierto existe un estudio
pionero que nos ayuda a ubicarnos dentro de la misma, este reflejó una visión
parcial e incompleta de la clase baja (Flores Galindo 1984), estableciendo re-
laciones tensas y de conflicto permanente entre los sectores negro e indígena
de la capital peruana, azuzados por la población hispana para mantenerlos bajo
control. Otros trabajos complementarían luego la perspectiva que tenemos so-
bre nuestros antepasados limenses. Uno de ellos propone la relación usual y
continua entre afroamericanos y la población aborigen, a través del análisis
de los matrimonios en la iglesia de indígenas de Lima: Santa Ana (Cosamalon
1996). Sin embargo ninguno de estos dos estudios dedicó un ítem especial a la
prostitución, tal vez debido a la ausencia de fuentes. No obstante el hecho de
que no existan referencias frecuentes en los documentos no significa que no
haya existido el problema, más aun estando probado que era ejercida y regulada
desde la Metrópoli. Lo que podemos apreciar, en todo caso, es que hubo una
intención, inconciente o directa, de mantener este tema soterrado, sin más ma-
nifestaciones que las que los habitantes limeños de esa época podían encontrar
en un paseo habitual por las calles de la tres veces coronada villa.
Es conocido por las investigaciones previas de los etnohistoriadores, que
en el espacio andino no existió la prostitución en su concepto actual (Juan
José Vega 1993); no obstante, se sabe acerca de ciertas mujeres a disposición
de los oficiales del Estado inca (denominadas pampayrunas), aunque recalca-
mos, estas no configuraban la idea de prostitución moderna que tenemos hoy.
La prostitución pues, y sus iniciales expresiones en Perú, la apreciamos en las
crónicas que describen los primarios encuentros de mujeres indígenas con es-
pañoles, quienes las raptaron, violaron y en muchas oportunidades abusaron de
ellas y las convirtieron en esclavas sexuales. Así, por ejemplo, cronistas como
Fray Bartolomé de las Casas, Fray Calixto Túpac Inca, Guamán Poma de Ayala,
Juan de Betanzos, Cristóbal de Molina y el padre Pablo José de Arriaga descri-
bieron algunas escenas acerca de esta realidad (Sara Beatriz Guardia 2004), en
la cual los conquistadores hispanos creyeron tener acceso ilimitado a todas las
mujeres sin importarles su condición de solteras o casadas, viudas o doncellas y
las forzaron a satisfacer sus necesidades sexuales, convirtiéndolas de esta forma
en sus barraganas, amantes, sirvientas y prostitutas. Las que se negaban a los
avances sexuales no deseados de los hispanos eran torturadas y asesinadas. En
algunas regiones de América las mujeres fueron vendidas en prostitución o
intercambiadas en juegos de cartas, pasando por encima de las leyes que las
protegían (Socolow 2000). En ese sentido el drama de la conquista y el choque

1 “Plebe” es un término que se solía usar en la época colonial para referirse a los estratos bajos
de la sociedad. Agrupaba tanto a la gente más miserable de la ciudad como a los que traba-
jaban en oficios manuales que les ocupaban pocas horas, producto de lo cual tenían mucho
tiempo libre dedicado al ocio. En el siglo XVIII no es difícil encontrar manifestaciones con
respecto a este grupo social con epítetos descalificadores como “gente vil de la plebe” o “des-
carriada plebe”.

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cultural que ella significó, adquiriría una dimensión particular y trágica para las
mujeres peruanas.

Sin embargo en estos iniciales días también se embarcaron hacia el Nue-


vo Mundo mujeres españolas, quienes formaron familia con los primeros con-
quistadores afincados en las recién fundadas ciudades. Pero esto no significó
que prostitutas europeas no llegaran a América. A pesar de la facilidad con
la que los españoles podían acceder a dar rienda suelta a su sexualidad, estos
recurrieron también a los servicios de prostitutas como una forma de compartir
momentos de relax con alguien de su misma cultura y costumbres. Así un autor
refiere cómo en enero de 1575 las autoridades del Perú se habían quejado de la
llegada de un número demasiado grande de prostitutas, que hacían peligrar la
necesaria armonía conyugal de las familias de la colonia (Baudot 1981).

A su vez, las libertades que adquirían las limeñas a través de su caracte-


rístico traje de la saya y el manto originó que en España fuera prohibida esta
vestimenta, pero así como la prostitución fue permitida en América lo mismo
habría de suceder con las tapadas. Los virreyes a pesar de haber intentado aca-
bar con ellas y el pernicioso ejemplo del que algunas hacían gala, se vieron
imposibilitados de hacerlo por la moda generalizada de esta vestimenta entre la
población femenina colonial. Así por ejemplo Juan de Mendoza y Luna, Mar-
ques de Montesclaros, decía en su Memoria de Gobierno de 1614, que intentó
erradicarlas, mas viendo que dichas mujeres no le hacían caso ni a sus propios
esposos era difícil para él poder con tantas. Por la misma razón su antecesor el
virrey don Luis Velasco y Castilla y Mendoza tuvo la intención de “fundar un
recogimiento donde las distraídas pudiesen estar detenidas y encerradas”2, lo cual no
se pudo concretar pues el citado virrey dispuso ello casi al final de su gobierno
y su sucesor el virrey Gaspar de Zúñiga y Acevedo, Conde de Monterrey, tuvo
tan corta vida que no pudo culminar dicha obra.

Melchor de Liñán y Cisneros, virrey del Perú entre 1678 y 1681, en su re-
cuento de gobierno entregado a su sucesor el Duque de la Palata, le recomienda
poner mucho empeño en “remediar los escándalos y pecados públicos que suelen
ocasionar algunas mujeres de licenciosa y desenvuelta vida, especialmente mulatas de
que abunda esta ciudad”. Añade que las soluciones que dieron sus antecesores
para castigar este hecho fueron la cárcel y en ocasiones el destierro, pero que
fue contraproducente pues al parecer dichas mujeres no moderaron su con-
ducta en prisión, donde solían compartir los mismos ambientes que los presos
varones. Para ello precisa que su idea fue construir un espacio especial en el
segundo piso de la Cárcel de Corte donde se les pusiera a trabajar “distribuyén-
doles costura y otras tareas para el servicio de los hospitales”, pues pensaba que de
esta forma se podía mantenerlas alejadas de su oficio y “por lo menos todo aquel
tiempo de la prisión se evitarían muchos pecados que ejecutaron sueltas”3.

2 Memoria de los Virreyes que han gobernado el Perú durante el tiempo del coloniaje español. Tomo
Primero, Felipe Bailly (Editor) Lima, 1859: p. 36.
3 Ídem: 294-295

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Sin embargo, unos años antes ya se había hecho un esfuerzo por contener a
ciertas “mujeres públicas”. Fue el sacerdote jesuita Francisco del Castillo, quien en
1668, movido por sentimientos propios de su catolicismo, propuso al virrey Pedro
Fernández de Castro, Conde de Lemos, un proyecto para la fundación de una casa
de recogidas, lo que consideraba un esfuerzo que, debía hacerse para lograr la salva-
ción de las almas de aquellas mujeres que arrastradas por la pobreza, se prostituían.
Cabe agregar que el padre Castillo solía predicar en El Baratillo, área ubicada en la
zona de “Abajo el Puente”, lugar habitual de reunión de la plebe limeña, rodeado de
chinganas y pulperías, donde se refugiaba gran parte de la población delincuencial
de la ciudad. La casa de recogimiento obtuvo la aprobación real en 30 de septiembre
de 1670 y se pasó a llamar Beaterio de las Amparadas de la Purísima Concepción4.
En 1690 el virrey Don Melchor Portocarrero, Conde de la Monclova, ordenó que el
beaterio incorpore la recolección forzosa de “mujeres escandalosas”, las mismas que
fueron depositadas en una cárcel dentro de dicha institución (Martín 1983).

Años más tarde, ya en la segunda mitad del siglo XVIII, un sacerdote de la


orden mercedaria y que coincidentemente llevaba el mismo nombre del fundador
del Beaterio de las Amparadas, nos dejó en sus escritos un variopinto cuadro
acerca de la prostitución colonial. Fray Francisco del Castillo Andraca y Tamayo,
conocido también como “El ciego de la Merced”, fue un mordaz crítico de la
sociedad colonial y un ácido fustigador del meretricio, cuestión que está muy pre-
sente en su poesía satírica; así, en el romance “Conversación de unas negras en
las calles de los borricos”, nos refiere la presencia de las prostitutas en los mismos
portales de la Plaza Mayor de Lima: “Allí es donde a todas horas / a Venus se sacrifica
/ por medio de sus infames / inmundas sacerdotisas. / Estas son aquellas furias / más
que las parcas malditas, / portaleras, que por tales / de todos son conocidas.” (Vargas
Ugarte 1948). A su vez, corroborando lo expuesto por el viajero Jorge Juan unos
años antes5 acerca de las enfermedades venéreas que solía padecer la población
limeña, en especial las mujeres, sin distinción de clase social, el Ciego de la Mer-
ced dice: “Las idólatras de Venus, / por quien están en la extrema / muchos males
padeciendo, / las fieles adoradoras / de aquel Dios de los Mineros / que para bubas y
cancros / Mercurio es dulce remedio.” Sobre el mismo tema también hizo referencia
el sacerdote jesuita alemán Wolfang Bayer, quien estuviera en el Perú entre 1752
y 1766, quien no duda en comparar a Lima y las aldeas que la circundan con
Sodoma y Gomorra, pues a su ver “No hay ningún genero de pecado contra el sexto
mandamiento, al que no se haya entregado este pueblo malo y desvergonzado, razón por
la que domina en todos los lugares de este país el repugnante mal gálico”6. Agrega que
en el Virreinato peruano no se castigaban convenientemente, ni por las autori-
dades civiles ni por las religiosas, los grandes y constantes escándalos, pues más
veían en ellos una debilidad de la naturaleza humana.

4 Memorias del Virrey del Perú Marques de Avilés. Publicado por Carlos A. Romero. Imprenta del
Estado. Lima, 1901: p. 14.
5 Jorge Juan y Santacilia y Antonio de Ulloa. Relación histórica del viaje a la América meridional.
Segunda parte. Impreso en Madrid por Antonio Marín, Año de 1748: p. 119.
6 Wolfang Bayern. “Viaje por el Perú de 1751”. En 4 Cronistas Alemanes en el Perú. Estuardo
Núñez (Compilador). UNMSM. Lima, 1971: p. 31.

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En la última década del siglo XVIII, Tadeo Haenke, un viajero alemán,


adscrito a la expedición científica española de Alejandro Malaspina manifestó
refiriéndose a las costumbres de los limeños: “Son dados a los placeres, el juego y a
una vida regalada y ociosa. Idólatras de las mujeres, casi siempre estiman poco la suya
propia. Se ven sujetos de carácter y personas cuyo estado los aparta de ciertas concu-
rrencias, asistir a ellas con el disimulo y empacho que en otras partes. Se ve hombres
entregados al juego y otras disoluciones. La juventud se corrompe fácilmente, y en Lima
es crecido el número de mujeres prostitutas, cuyo lujo y riqueza prueban los muchos
hombres acomodados que con ellas viven y las mantienen, hasta que se arruinan y sa-
crifican sus caudales”7. El mismo virrey Francisco Gil de Taboada y Lemos advertía
que ante la falta de industrias y fábricas con las cuales las mujeres españolas de
baja condición, que no fueran casadas o que no tuvieran bienes heredados por
sus padres, pudieran emplearse, estas se veían en “inminente riesgo de sacrificarse al
desorden que se nota siempre con dolor en bastante número”8.

Vemos a través de todas estas señales que la prostitución era conocida y no


era un problema del que las autoridades coloniales estuvieran desatentas. Pasemos
entonces, luego de esta primera vista a ese submundo, a ver el análisis de casos.

Prostitución, espacios públicos y violencia física


El primer caso que presentamos nos ayudará a conocer cómo era la situación
de las mujeres que sin ser pobres se relacionaron con la plebe, pues la ciudad
limeña tenía esas características de heterogeneidad social intraurbana (Panfi-
chi 1995), en sus calles se mezclaban tanto gente con mucho dinero y poder
como artesanos, jornaleros, esclavos o españoles venidos a menos; callejones y
mansiones estaban juntos.
En 1774, María del Carmen de la Torre contaba con tan solo 14 años de
edad. Su juventud, sin embargo, no había sido obstáculo para que un individuo
nombrado Juan Ignacio de Saavedra y Delgado la tomara por esposa, un año
antes. Ella lo describió en el auto de divorcio que le había interpuesto como “de
naturaleza yndica (o sea india) y de edad avanzada”.
A través del documento9 sabemos que Maria del Carmen fue obligada a
casarse por su madrina doña Ángela de la Torre, esposa de don Francisco Ortiz
de Foronda. Los motivos indican que fue por asegurarle un matrimonio conve-
nido al lado de una persona cuya solvencia económica quedo demostrada a lo
largo de todo el proceso que detallamos.

7 Tadeo Haenke. Descripción del Perú. Editorial El Ateneo, Lima, 1901: p. 27.
8 Memoria de los Virreyes que han gobernado el Perú durante el tiempo del coloniaje español. Tomo
Sexto. Felipe Bailly (Editor) Lima, 1859: p. 80.
9 Archivo General de la Nación (en adelante AGN) Superior Gobierno – Gobierno – Conten-
cioso (GO BI 5) Caja 150, Documento 304. 1774, Lima, fojas 24. Juan Ignacio de Saavedra y
Delgado contra su esposa María del Carmen de la Torre sobre su reclusión en el Beaterio de
Amparadas de Lima por observar una conducta licenciosa. Ante Manuel de Amat y Junient,
virrey del Perú.

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El origen de María es incierto, el documento no nos muestra mayores de-


talles a este respecto. Solo nos dice que ella se crió en la casa de Francisco Ortiz
de Foronda desde muy temprana edad. La familia Ortiz de Foronda era una de
las más respetadas dentro de la sociedad limeña del siglo XVIII. Descendían
de una rama nobiliaria venida de Extremadura (Barredo de Valenzuela, 2000).
Juan Ortiz de Foronda y Aguilar, su abuelo, y Francisco Ortiz de Foronda y
Marcellano, su padre, habian sido Caballeros de Santiago, a la vez que ocupa-
ron diversos cargos en la administración colonial. Asimismo un tío suyo, Pedro
Ortiz de Foronda, Conde de Vallehermoso, había sido alcalde de la ciudad en
1747 (Lohmann Villena, 1993). De la misma familia fue Vicente Ortiz de Fo-
ronda, canónigo de Lima y rector de la Universidad de San Marcos en 1726 y
1729. Poseían además en Lima, las haciendas de Chillón y Márquez, así como
también Pando, Quevedo y Maranga (Vegas de Cáceres, 1996). Juan Ortiz de
Foronda –hermano del citado Francisco– era alcalde de la ciudad en 1774, año
en que ocurrieron los hechos que puntualizamos. Este mismo cargo también lo
ocuparía el propio Francisco años después, en 1780.
El hecho de que María llevara el mismo apellido que su madrina Ángela de
la Torre, a pesar de no tener una relación de parentesco más cercana y también
la circunstancia de haberse criado en su casa, nos lleva a pensar que tal vez pudo
tratarse de una niña abandonada, una niña ilegítima dejada en el hogar de una
familia pudiente. Esta era una práctica usual entre los sectores dominantes de la
sociedad colonial urbana (Manarelli, 1994). Si bien es cierto existía un hospicio
para niños huérfanos, abandonarlos ahí les significaba a los niños “expuestos”
una vida de penurias, pues la situación de la Casa de Huérfanos no era buena
(Chuhue, 2009), cosa que se evitaba dejándolos en casas de familias adineradas.
Al ser aceptados dentro de esas viviendas los niños podían acceder no a todos
los privilegios de un hijo legítimo pero si al menos podían ostentar comodidades
o una vida diferente a la de los expósitos tradicionales. Al ser admitidos también
se reconocía implícitamente la responsabilidad sobre el infante, es decir, se sos-
pechaba de que si un niño blanco era abandonado en casa de una familia rica
era porque quizás era producto de relaciones ocultas del jefe de hogar con una
amante. Ese tal vez fue el origen de la historia de María de la Torre.
Sin embargo, para María la vida en casa de la familia Ortiz de Foronda
no fue nada fácil. Ella relata que su madrina la obligó, en base a amenazas
y con mucha violencia, a aceptar la proposición matrimonial a pesar de sus
escasos 13 años y que todo esto lo hacía con el fin de expelerla de su casa pues
sospechaba que su esposo, don Francisco, tenía también otras intenciones
hacia ella, razón por lo cual la llenaba constantemente de improperios. No
obstante los malos tratos que ella detalla, también refiere que al momento
de casarse se le entregó algunos bienes como abundante ropa, aunque no
especifica si se le otorgó alguna dote, como correspondía a las costumbres
de la época. La dote en realidad era un adelanto de herencia para prevenir
una posible viudez. En los sectores populares, salvo casos excepcionales10, los
matrimonios no incluían dote. Aunque la mujer podía llevar un baúl de ropa,

10 En el caso de María era lo que correspondía por haber sido criada en casa de una familia pu-
diente como lo era la familia Ortiz de Foronda. Las familias pobres y las mujeres viudas podían
solicitar esta ayuda para sus hijas a las distintas obras pías existentes en la ciudad, bien para
profesar su vocación religiosa, para su manutención o para un anhelado matrimonio.

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cubiertos, cama y a lo mejor una mesa, todo lo cual significaba que la mujer
había sido entregada por el padre “completamente equipada”11.
Una vez casada, prosigue María, los problemas continuaron, pues la vio-
lencia y los malos tratos eran propinados ahora por su esposo. De esta forma
describe cómo, a pocos días de ese involuntario matrimonio, experimentó los
más rigorosos tratamientos:
“Trate de evitar sus violencias las que con todo no era bastante, antes si con
estas mi sumisión mas enardecía su depravado genio hasta obligarme a res-
ponderle y suplicarle se sosegase y en lugar de moderarse mas se exasperaba y
violentaba sin que yo encontrase medio alguno a reprimir su orgullo y violencia
de manos con que me castigaba con golpes y empujones sacándome sangre de
la boca y narices de suerte que la vida que he pasado y me ha dado el dicho mi
marido ha sido no como el de una esclava con su amo mas cruel y sin temor de
Dios sino como el mas impío tirano sin fe.”
Agrega que “toleró todo esto con la esperanza de que su prudencia le sirviere
de freno a sus excesos”. No fue este el caso y advirtiendo María que su vida
estaba en peligro al lado de un hombre “imprudente, temerario y tan desaforado
que a cada paso le infería crueles golpes y le amenazaba con la muerte que pensaba
darle” acudió al remedio que en semejantes circunstancias le era permitido por
el derecho colonial: entabló una demanda de divorcio ante el Tribunal Ecle-
siástico.
Pero Juan Ignacio de Saavedra no era un hombre de escasos recursos y de
pocas conexiones. Valiéndose de la cercanía de las personas que criaron a María,
busco encerrarla. A este efecto consiguió que el alcalde Juan Ortiz de Foronda,
hermano de su padrino de matrimonio, ordenara que se la pusiera depositada en
el Real Beaterio de las Amparadas. Esta institución, que como ya detallamos fue
creada en 1668 a instancias del padre Francisco del Castillo, recibía mujeres que
habían sido puestas bajo su custodia por maridos que se iban de viaje, o por es-
tar en proceso de divorcio. También albergaba mujeres de conducta licenciosa o
“arrepentidas” (Van Deusen 2007). Su local tuvo muchas ubicaciones, para 1774
se ubicaba en el primitivo local de la Congregación del Oratorio de San Felipe
Neri12, antes sede del Hospital de San Pedro, de clérigos. Una parte del mismo
se usó luego como hospital de mujeres y cárcel para el recogimiento de “mujeres
escandalosas”. Por su lado, los padres que la habitaban antes habían pasado a
tomar posesión de la principal iglesia de la orden jesuita recién expulsada: San
Pablo, conocida hoy como San Pedro (Bromley 1945).
Juan Ignacio también nos dio su punto de vista acerca de la reclusión de su
púber esposa. Cuenta que ella empezó a ausentarse de su domicilio conyugal a los
pocos días de casados, sin más fundamento que “el deseo de tener una amplia liber-
tad para seguir un desenfrenado modo de vida”. Ante sus repetidas fugas no bastaron
los consejos dados por personas piadosas para que modere su conducta y por ello

11 Archivo Arzobispal de Lima (en adelante AAL), Divorcios, Legajo 87, 1819. Citado por
Cosamalón (1999 b).
12 Actual jirón Ayacucho, cuadra dos, Cercado de Lima.

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resolvió “entrarla en el Beaterio de Recogidas (donde ya la había tenido dos veces)”.


Mas esto no fue suficiente para aplacar las ansias de libertad de María quien “a
los 14 días de su entrada, quebrantó el deposito con grande insolencia, se huyo forzando
el techo, y haciendo escala (según lo ha contado) de la leña que halló a la mano, con
otras dos depositadas”.
El motivo de la fuga de María guardaba una explicación explícita: que-
ría ser cómica. Tenía además, al parecer, un amante: Manuel Gutiérrez. Ambos
habían convencido a Bartolomé Massa, para que la aceptara como parte de su
elenco. Bartolomé Massa era un personaje muy conocido en la época, pues era el
administrador del Coliseo de las Comedias (Aragón Noriega 2004). Este, luego
de ser noticiado de los hechos y del juicio pendiente, se abstuvo de verse inmis-
cuido y de seguir protegiendo a María. Pero no así Gutiérrez, que fue acusado por
Juan Ignacio de “mover acciones que no le corresponden para separar a una mujer
de su marido sin tener poder ni otra acción alguna como que no es pariente en ningún
grado”. Juan Ignacio creía que María quería ingresar a “el efugio de la farsa…para
mantener licenciosa vida”. Cabe agregar que las cómicas en la Colonia estaban
mal vistas porque se advertía en ellas una vida no ajustada a los cánones de la
moralidad imperante en la época. Un ejemplo claro es el de la famosa Perricholi,
amante del virrey Amat. Los actores eran un grupo totalmente desclasado y con
un estatus social ambiguo y contradictorio. Por una parte tenían mucha estima de
los ciudadanos que iban a ver sus representaciones teatrales, pero por otro lado,
la Iglesia los había marcado con un carácter maldito. Los insistentes rumores
sobre su vida relajada les impedían ser considerados como personas decentes (Vi-
queira y Alban, 1987). Por ello desde comienzos del siglo XVII se había querido
reglamentar el mismo espacio interno de las comedias, donde los hombres tenían
prohibido entrar en los aposentos de las mujeres13 debido a los escándalos que se
fomentaban. Bueno, al menos eso decía el papel, para asegurar su cumplimiento
el Nuevo Reglamento de Comedias editado en 1786 firmado por el virrey Teodo-
ro de Croix, establecía disposiciones similares14.
María quería divorciarse y ser cómica para poder tener una absoluta y com-
pleta libertad sobre su cuerpo y conducta sexual. Oprimida desde muy niña, su-
friendo violencia doméstica y luego marital, obligada a mantener relaciones con
alguien de quien no gustaba ¿qué otro camino le quedaba a esta niña-mujer? Esto
era, sin embargo, para la mentalidad patriarcal del siglo XVIII, una afrenta, no
solo a la calidad moral de la propia María, sino a la del concepto de honor de su
esposo y de la familia que la había criado, por eso anteponen ante ese deseo de li-
bertad el recogimiento, el encierro, la disciplina como una forma de contrarrestar
lo que ellos consideraban una falta muy grave a su autoridad. Por estas razones
Juan Ignacio Delgado en misiva al virrey le exige: “humildemente la benignidad y
superior equidad de V.E. que en vista de todo se sirva providenciar por superior decreto
que en cuanto a la pretensión que solicita su mujer no se le admita por ningún motivo ni
pretexto por los inconvenientes y riesgos que conocidamente brotan en el honor del ma-

13 Archivo Histórico Municipal de Lima (en adelante AHML), Libros de Cédulas y Provisiones
Reales. Libro 3, Folio 397, 1620.
14 Ordenanzas para el Régimen interior y exterior del Real Coliseo de Comedias de esta capital.
Lima, 22 de diciembre de 1786.

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trimonio como para que con poco acuerdo y sin mas intento que en el que quedar libre y
desembarazada pretende aquel efugio para con el mayor descaro seguir el desenfrenado
camino de la prostitución… últimamente Excmo. Sr. V.E. con su superior prudencia y
caritativa consideración se hará cargo de todo lo que lleva expuesto y no ha de permitir
que esta ovejita quede abandonada, ni expuesta a peligrar en las garras de lobos carnice-
ros, cuando todavía esta en estado de guardarla y recogerla y hay la probable esperanza
de su enmienda devolviéndola al deposito”.
María se defendió exponiendo más detalles de la forma en la cual su es-
poso la había varias veces violentado: en dos ocasiones la había encerrado en
su casa, en la primera le amarro las manos y le corto el pelo con, unas tijeras
“dejándome imperfecta y afrentosa”, en la segunda extendió mas el castigo pues
llegó a azotarla severamente “hasta abrirme las carnes como si fuera algún reo que
hubiera cometido el mas atroz delito”. Es interesante la descripción anterior pues
ambas estan relacionadas a prácticas según las cuales se solían castigar a las
mujeres que habian tenido contacto con prostitutas o en palabras del propio
Juan Ignacio “ilegalidades mujeriles”. El trasquilar a las mujeres sospechosas de
vida licenciosa ya lo vemos reflejado tempranamente en un escrito del Inca
Garcilaso de la Vega, refiriéndose a las primeras prostitutas indígenas que vio
en su Cuzco natal: “Pampayruna…en suma quiere decir mujer pública…Los hom-
bres las trataban con grandísimo menosprecio. Las mujeres no hablaban con ellas, so
pena de llevar el mismo nombre y ser trasquilada y en público y dadas por infames y
ser repudiadas de los maridos si eran casadas. No las llamaban por su nombre propio,
sino pampairuna, que es ramera”15. A este respecto debemos recordar que María
describió a su esposo en muchas ocasiones como indígena. No nos debe extra-
ñar que él le hubiera aplicado el mismo castigo que éstos muchos años antes
solían dar a las mujeres con malas juntas. A su vez, los azotes también eran un
escarmiento usual (aunque no permitido por la ley) para corregir algunos deva-
neos de las mujeres, líneas adelante abordaremos con más amplitud este tema.
Nunca podremos saber si María obtuvo el divorcio que anhelaba o si Juan
Ignacio logro, en base a la fuerza de sus influencias, retenerla consigo. El fiscal
decidió que la citada causa, si bien es cierto se había iniciado en el fuero real
–por haber pedido el esposo la corrección de su mujer– luego había mudado de
naturaleza para convertirse en un litigio entre cónyuges (divorcio) por lo que el
juicio debía ser seguido ahora en la jurisdicción privativa del fuero eclesiástico.
En el Archivo Arzobispal no hemos encontrado registrado este caso, por lo que
nos es difícil establecer el fin de esta historia. Sin embargo con lo que hemos
podido describir hasta aquí se puede establecer una introducción a los patrones
de conducta moral del siglo XVIII y la realidad de la sojuzgación femenina,
muchas veces totalmente brutal. Cabría señalar además que el adulterio, como
bien lo ha sostenido Socolow en su obra anteriormente citada, fue también
creído como el primer paso para que una mujer se convirtiera en prostituta.
Unos años después, en 1780, y ya siendo alcalde Francisco Ortiz de Foron-
da, se presentó una denuncia muy seria por parte de doña Tomasa Espinoza de

15 Garcilaso Inca de la Vega. Comentarios Reales de los Incas. Lib. IV, Cap. XVI. Madrid, BAE,
1960.

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C oloquio de L ima

los Monteros. El testimonio16 de ella es importante porque es el relato de la po-


blación española pobre en el Siglo de las Luces. La población hispana que no os-
tentaba riquezas y que formaba parte integrante de la plebe limeña. Es revelador
también porque implica una suerte de práctica de la que hasta este momento no
se tenía conocimiento: la prostitución ofrecida a los estratos altos y en espacios
no conocidos para este uso hasta hoy: los cafés.
Doña Tomasa Espinoza comienza el testimonio diciendo que es casada
con Antonio Álvarez, español y “hombre europeo de un genio sensible y dedicado
solamente a su trabajo personal”. Durante 20 años de matrimonio de esta pareja,
se habían engendrado 10 hijos, lo cual nos muestra como, al igual que en la so-
ciedad actual, la gente de escasos recursos económicos, no dudaba en llenarse
de vástagos, aunque en muchas ocasiones tuvieran dificultades para hacerse
cargo de tan pesada carga familiar.
Ella contó que en repetidas oportunidades, a instancias de su esposo,
había alojado a varios “paisanos” de este en su “reducida habitación”, sin ex-
perimentar ninguna mala conducta por parte de los huéspedes, pues “siempre
he solicitado se alimenten con una vianda y que se acomoden a trabajar como lo he
logrado y en ellos un perenne agradecimiento”. Es de esta forma que en 1779 llega
a su casa Juan Santos Fidriani, quien fue recibido por la denunciante con “igual
cariño” y “disfrutaba las atenciones mías y de mi marido”. Una vez que estuvo
instalado en casa de doña Tomasa Espinoza, este individuo a su vez condujo
a Bernardo Marconies y ambos fueron alojados ahí, tomando ese recinto por
residencia temporal.
El problema comenzó cuando, dos meses después que estos sujetos entra-
ran a vivir en su casa, una de las hijas de quince años de la pareja escapó, sin
dejar mayores noticias de su paradero. Esto preocupó mucho a los esposos y al
parecer también a los huéspedes “cuya desgracia sufrieron en extremo”, dándose
a la tarea de indagar personalmente su destino.
Fue de esta manera como los referidos inquilinos lograron dar con la jo-
ven y así se lo hicieron saber a doña Tomasa, pero no pudieron lograr su vuelta
al hogar pues argumentaban que esta tenía una deuda de 100 pesos. Para sub-
sanar la misma, en una primera oportunidad, la afligida madre otorgó 70 pesos,
luego al aumentar las demandas pecuniarias les hizo entrega de más dinero has-
ta llegar a la suma de 102 pesos y una cadena de oro para que la pignorasen. En
el testimonio estan insertos los recibos firmados dando cuenta de estos pagos.
Una vez que recibieron dicha suma, los citados Fidriani y Marconies no
aparecieron más. Doña Tomasa se dio entonces a la búsqueda nuevamente por
las calles y empezó a “averiguar el destino y manejo de estos sujetos y a pocos pasos
tuve pésimos informes de sus conductas”. De esta forma llegó a saber que su hija se
encontraba en “casa de una mujer ramera, amasia de Don Bernardo. Y que ambos
la llevaban a prostituirse a los cafés y disfrutaban el precio de esta vil tercería”.

16 AGN Cabildo – Justicia Ordinaria – Causas Civiles (CA JO 1) Caja 96, Documento 1476.
1780, Lima, fojas 5. Tomasa Espinoza de los Monteros, contra Bernardo Marconies y Juan
Santos Fidriani, sobre cantidad de pesos por préstamo para encontrar a su hija, la cual había
sido prostituida por los demandados. Incluye pagarés.

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Richard Chuhue / Plebe, prostitución y conducta sexual en Lima del siglo XVIII

Grande fue la sorpresa de doña Tomasa al enterarse de esta realidad, y


no era para menos. Estudios anteriores han delimitado el papel de los cafés
limeños como espacios de reunión imitativos de la moda europea, en donde
la población que acudía y en especial la aristocracia, platicaba, discutía y se
reunía para tratar temas políticos (Rosas, 2006). Pero no solo servían para
intercambiar ideas o como un espacio de intelectuales. En el Mercurio Pe-
ruano se nos da cuenta acerca de la labor de diversión pública que cumplían
también dichos establecimientos17; así es como dentro de esos ambientes los
visitantes podían encontrar mesas de truco o de billar, o sea reunirse para
disfrutar de un sano esparcimiento, muy distinto al que se apreciaba entre la
plebe que se solía reunir, por ejemplo en el atrio de plena Catedral de Lima o
en los alrededores de la Plaza Mayor de Lima a jugar cartas, llegando incluso
muchos esclavos a perder el dinero que sus amos les entregaban18. Pero por
lo visto, no solo eran mesas de truco lo que se les ofrecía, tal parece que a
pesar de que las mujeres no eran aceptadas en estos espacios como visitantes
habituales, si lo eran como acompañantes. Al respecto también es cierto que
si bien la plebe limeña no tuvo presencia dentro de los cafés como clientes,
si la tuvieron como trabajadores de dichos comercios. Incluso en muchas
ocasiones se promovieron escándalos por estos individuos en sus centros de
trabajo19. En 1806 el francés Juan Baudino poseía un concurrido café en la
calle de San Agustín20. Todo iba bien para él hasta que Julián Pizarro -quien
es descrito en el auto como “indio del pueblo del Cercado”- decide mudar su
chingana de mitad de cuadra a la casa contigua al café. Baudino argumenta
que ello le traerá mucho perjuicio a su local a lo que el abogado defensor de
Pizarro replica diciendo que en realidad todos los cafés de Lima poseían espa-
cios en los cuales se podía libar aguardiente y que esto se ocultaba teniendo
áreas reservadas dentro de estos establecimientos. Es decir, para evitar que los
negros u otras personas indeseables entraran a consumir, lo usual era que a

17 Mercurio Peruano, Tomo I, 10 de Febrero de 1791. Pág. 110. “Rasgo histórico y filosófico
sobre los cafés en Lima”.
18 AGN Cabildo - Administración – Archivo (CA AD 3) Caja 9, Documento 225. 1786, Lima.
Testimonio seguido por los recauderos de la Plaza Mayor de Lima, sobre prohibición a los
negros, zambos y mulatos jugar con apuestas en esa plaza, donde pierden el dinero que le en-
tregan sus amos viéndose obligados a robar para recuperarlo. AHML, Cedulas y Provisiones
Reales, Libro 5, foja 147, Año 1619. Comisión dada por S.E. á Bartolomé de Paz, alguacil del
campo, para que visite el cementerio (atrio) de la santa iglesia y se castiguen los negros que se
hallaren jugando en él.
19 AGN Cabildo – Justicia Ordinaria – Causas Criminales (CA JO 2) Caja 205, Documento 385,
1807. Autos de oficio seguidos por Antonio Álvarez del Villar, alcalde ordinario de Lima, contra
Manuel Amenz y Antonio el Porteño, patrón y mayordomo respectivamente del café de San
Agustín, sobre lesiones por heridas que infirieron a José Cárdenas. AGN Cabildo – Justicia
Ordinaria – Causas Criminales (CA JO 2) Caja 206, Documento 405, 1808, Lima. Bartolomé
Gerzi, dueño de una cafetería en la esquina de las ánimas, vecino de Lima, contra Clemente
Castro, mozo de esa cafetería, sobre robo de dinero, reloj y otras prendas de su tienda.
20 AGN Cabildo – Gobierno de la Ciudad – Control de Abastos (CA GC 2) Caja 25, Documen-
to 243. 1816, Lima. Julián Pizarro con Juan Bautista Baudino, dueño de café en la plazuela
de San Agustín, sobre licencia para abrir una chingana inmediata al referido café por los
perjuicios que ocasiona a este último. La Calle de San Agustín se ubica en la actual cuadra 2
del jirón Ica, Cercado de Lima.

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C oloquio de L ima

los clientes habituales de los cafés, una vez instalados, se les permitiera beber
licor y, por qué no, a la luz de las evidencias, tener tratos con mujeres. Terralla
y Landa también nos ha dejado sus impresiones acerca de esta realidad al co-
mentar: “Que pasas por un café, y dices ¿acá fe? Niego; Porque acá fe no se halla,
ni en uno ni en otro sexo”21. El café era, en suma, un espacio en el que las clases
acomodadas podían obtener un momento de relax, en el cual se les permitían
ciertas libertades que las autoridades tolerarían, haciéndose de la vista gorda,
pues estos lugares estaban acordes a los nuevos preceptos de la modernidad
ilustrada que trataron de imponer los gobernantes Borbones.
Pero, volviendo al caso de la hija de Tomasa, ella procuró recogerla ni
bien se enteró de su triste situación, evitando hacer escándalo de ello “por no
hacer notorio su desorden que recae sobre otros hermanos que tiene afuera”, procu-
rando así resguardar el honor del resto de la familia. Pero la mujer que tenía a su
hija la ocultó e instó para que se quejara de su progenitora ante el alcalde don
Francisco Ortiz de Foronda. Sin embargo la prudencia del alcalde se impuso y
este dispuso que obedeciese a su madre, dándose orden para que se le sacase del
lugar en donde la tenían escondida.
Unos días después, aprovechando que el alcalde Ortiz de Foronda se
había retirado a su hacienda y había dejado en su reemplazo al Marqués de
Castellón, la proxeneta presentó una queja acusando a Tomasa de insultarla y
querer “atropellar su casa”. El Marqués no la conocía y dispuso que se encarcele
a Tomasa. Ante este hecho su hija “que se acordó que lo era” no soportó ver los
trances de su madre y se presentó ante el juez, llorando su yerro, volviendo de
esta manera al hogar familiar.
El testimonio culmina con la petición de Tomasa para que se castigue a
los autores de este hecho pues ellos “me burlan, pifian y atropellan”. Asimismo
denuncia que Bernardo Marconies se desempeñaba como trabajador del Es-
tanco del Tabaco como guardia en dicha dependencia. Sobre esto cabría co-
mentar que fue una realidad constantemente citada el que los hispanos que se
asentaban en Lima rápidamente se ganaban la simpatía de los encargados de la
administración colonial en detrimento de los criollos, consiguiendo empleo fá-
cilmente, lo cual molestaba a la población limeña que se refería a ellos en forma
despectiva como “chapetones”22. Por otro lado es importante señalar también
la implementación de las políticas ilustradas de erradicación de indeseables
(gente de la clase baja) que empleó para el caso de Nueva España el virrey
Teodoro de Croix (posteriormente también Virrey del Perú), donde dispuso un
programa destinado a promover el empleo entre la gente necesitada (Haslip
Viera 1993). De esta forma, en México, se ejecutó la colocación de emplea-
dos provenientes de los estratos con menos recursos económicos en el Estanco
del Tabaco. Para el caso peruano, también es cierto que la Administración de

21 Esteban de Terralla y Landa (o Simón Ayanque) “Lima por Dentro y por fuera”. Madrid,
Imprenta de Villalpando, 1798. Pág. 11.
22 Amadee Francois Frezier. Relación del viaje por el mar del sur a las costas de Chile y el Perú du-
rante los años de 1712, 1713 y 1714. Caracas, Editorial Arte, 1982: p. 214.

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Richard Chuhue / Plebe, prostitución y conducta sexual en Lima del siglo XVIII

Tabacos empleó tanto a hombres como mujeres pobres para la venta de este
producto23.
El Estanco del Tabaco a fines del siglo XVIII estuvo ubicado en el solar
contiguo a la Casa de Huérfanos, en la antigua calle de la Chacarilla de San
Bernardo24. También se conocen testimonios acerca de que dicha zona estaba
considerada un lugar peligroso y desolado, donde los limeños tenían mucho cui-
dado al pasar. A fines del siglo XVII los integrantes de algunas de las cofradías
de la Iglesia de los Huérfanos (Nuestro Amo Sacramentado, Bautismo de San
Juan, Santa Catalina de Sena, Nuestra Señora del Amparo, por citar algunas),
solicitaron su reubicación para pasar a ser adscritas a la Catedral de Lima, argu-
mentando la peligrosidad del lugar, considerada por muchos como parte de los
extramuros de la ciudad25. En 1806, Juan José Cavero, cura administrador de este
hospicio colonial expuso algunas obras ejecutadas por su gestión para mejorar la
Casa del total abandono en que estaba sumida luego del terremoto de 174626. De
esta forma narró como cuando el asumió el cargo encontró que los pobres niños
eran amontonados en un lugar denominado “la Canoa”, en el cual se dejaba a los
párvulos por días, pues las amas de leche que los tenían a su cuidado los abando-
naban al no recibir sus pagos, por estar la Casa de Expósitos en ruina luego del
cataclismo. De esto al parecer también se aprovecharon muchas personas que eli-
gieron dicho lugar como espacio de reunión para desarrollar sus ilícitos amoríos,
en palabras del propio Cavero: “influían por otra parte no poco en tal fatal resultado
el pésimo ejemplo y la escuela de prostitución que se abría a sus ojos diariamente. Porque
había venido a tal extremo el abuso… que no era mas un monumento levantado a la
perpetuidad de la beneficencia limeña, era si un nefando asilo en que gentes perdidísimas
e indignas de substraerse a los cuidados de una policía vigilante, iban favorecidas de la
noche a ponerse bajo la salvaguardia de las paredes sus inculpables cómplices y aban-

23 AGN, Superior Gobierno – Gobierno – Político Administrativo (GO BI 1). Caja 39, Do-
cumento 416. Lima, 1789. Melchora Buitrón y otras solicitan que se les restituya el trabajo que
desempeñaban en la fábrica de cigarros de la real renta de estancos. Ante Teodoro de Croix, caballero
de Croix, virrey del Perú. AGN, Superior Gobierno – Gobierno – Político Administrativo (GO
BI 1). Caja 41, Documento 463. Lima, 1790. María Mercedes de Eyzaguirre, viuda de Fermín
Tarón, sobre asignación de un estanquillo de tabaco para poder subsistir. Ante Teodoro de Croix,
caballero de Croix, virrey del Perú. AGN, Superior Gobierno – Gobierno – Político Administra-
tivo (GO BI 1). Caja 41, Documento 464. Lima, 1790. María Eufemia Suárez, viuda de Juan
de Pasos, estanquera del estanquillo de la esquina del Tigre, solicita seguir desempeñando la venta
de tabaco por ser viuda y tener que mantener una hija. AGN, Superior Gobierno – Gobierno –
Político Administrativo (GO BI 1). Caja 49, Documento 765. Lima, 1790. Antonia Ron, viuda
de Manuel de Rocha, estanquero del estanquillo en la calle La Merced, solicita la asignación de un
estanquillo de tabaco en rama, que se han de repartir en Lima. Ante Francisco de Gil de Taboada y
Lemos, virrey del Perú.
24 AGN, Cabildo – Gobierno de la ciudad – Propios y rentas. (CA GC 1). Caja 18, Documento
150, 1790. Mariano de Peña, vecino de Lima, sobre compra de un sitio llamado el Corralón, en la
Chacarilla de San Bernardo para fabricar tiendas, destinado para ampliación de las oficinas de la
Real Renta de Tabacos. La Chacarilla de San Bernardo queda ubicada en el actual Jirón Apu-
rimac cuadra 4, cercado de Lima.
25 AAL, Cofradías. Legajos: LV (5,7-17,20-16), LXXIII (34), XXXVII-A(16), LVI-A(7).
26 AGN, CA-GC 4, Caja 30, Documento 67, Año 1806. Autos seguidos por Don Juan Cavero,
clérigo presbítero mayordomo administrador de la Real Casa de Niños Expósitos, para que se le
reconozca, previa presentación de testigos, la labor que ha desarrollado en la organización de la
dicha casa que se encontraba en deplorable estado de atención.

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C oloquio de L ima

donarse en secreto a todos los excesos de la licencia mas desenfrenada”. Don Antonio
Espinoza, ecónomo de la Real Casa de Niños Expósitos, cita cómo una de las
primeras disposiciones del citado Cavero fue “fue hacer cerco de toda la casa para
evitar el comercio franco que había de los Barrios de la Chacarilla y Santa Teresa que
se pasaban a tener sus devaneos y festejos”.
No podemos afirmar ligeramente que las mujeres que laboraban en la
Casa de Tabacos o la visitaban fueran las mismas que aprovechando la cercanía
del lugar se prostituyeran, pero queda la sospecha, más aun conociéndose que
cierto personal de dicha casa, como lo es el caso del citado Marconies, eran en
realidad reputados proxenetas que pudieron aprovecharse de sus necesidades
económicas para arrástralas hacia el camino del mal.

Las tapadas, las destapadas, los escándalos limeños y los azotes


Mucho se ha escrito sobre la peculiaridad del vestir de las limeñas de antaño.
La Tapada, es el símbolo clásico de dichas aseveraciones. La estela de misterio
que encerraba la saya y el manto, que permitía solo divisar un ojo de cada mujer,
ha sido bien descrita por multitud de viajeros, quienes nos han dado cuenta de
su carácter seductor y de cómo aprovechándose de la personificación anónima
que obtenían en su vestimenta, las mujeres podían engañar a desprevenidos ca-
balleros galantes. Y no solo eso sino que, al parecer, no fueron pocas las que
aprovechándose del mismo disfraz engatusaron mucha gente, por lo que fueron
resistidas por la Iglesia. De esta forma en el siglo XVII encontramos hasta cua-
tro ordenanzas prohibiendo su uso por las mujeres limeñas (1619, 1624, 1631 y
1639)27, asimismo para el mismo espacio temporal existe legislación que pide se
respete las disposiciones de la Pragmática Real sobre los trajes y vestidos28. Julian
Mellet dice que a las mujeres limeñas la modestia de su vestimenta (que a su pa-
recer asemejaba el hábito de una religiosa) lejos de inspirarles recato las impulsa-
ba a sentimientos totalmente contrarios. Asevera además que quedaban tan bien
ocultas sus facciones que podían esconder todos sus defectos y muchos maridos a
menudo se veían imposibilitados de reconocer a sus propias mujeres29.
Los gobernantes del periodo borbónico dotaron a Lima de amplios espa-
cios para que los limeños pudieron obtener momentos de solaz, acordes a los
nuevos preceptos ilustrados de urbanismo y sociabilización (Ramón, 1999). Así
podemos encontrar por ejemplo a la famosa Alameda de Acho (inaugurada en
1773) y la remodelación de la de los Descalzos en la misma época, además de la
construcción del también conocido Paseo de Aguas (1770). Todas estas edifica-
ciones estaban ubicadas en el antiguo barrio de Abajo el Puente (actual distrito
del Rímac), en las afueras de la ciudad, una zona en la que habitaba gente de la
condición social más humilde, artesanos, gente dedicada a oficios eventuales,

27 AHML. Libros de Cédulas y Provisiones Reales. Libro 5, Folio 51, 1619; Libro 3, Folio 388,
1624; Libro 8, Folio 44, 1631; Libro 9, Folio 377, 1639, respectivamente.
28 AHML. Libros de Cédulas y Provisiones Reales. Libro 8, Folio 41, 1617.
29 Julian Mellet. Viajes por el interior de América Meridional 1808-1820. Santiago de Chile, Ed.
Del Pacífico S.A. 1959.

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Richard Chuhue / Plebe, prostitución y conducta sexual en Lima del siglo XVIII

así como la mayor parte de la población delincuencial de Lima. Dentro de su


contorno se ubicaba el mercado del “Baratillo”, conocido por la venta de espe-
cies robadas a precios más bajos que del común, así como los temidos callejones
de Malambo (hoy avenida Francisco Pizarro, residencia acostumbrada de gran
porcentaje de la población negra de la capital). También el famoso “Tajamar”
del río Rímac, singular espacio destinado usualmente a ser refugio de vagos,
ebrios y prostitutas así como escenario de rencillas y disputas callejeras (Chu-
hue, 2004). La idea de los gobernantes era contrarrestar estas costumbres con
los conceptos de decencia y urbanidad que propiciaban estas edificaciones, más
a tono con el gusto de las clases acomodadas europeas.
Es de esta forma como en los citados paseos y alamedas la presencia de la
tapada fue habitual también. No era raro encontrarlas conversando, forman-
do un verdadero ejercito de féminas a la espera de algún galante caballero que
pudiera satisfacer sus caprichos. El viajero Gabriel Lafond narra como en 1822
vio e invitó a cenar a un par de estas mujeres luego de abordarlas en la alameda
de Acho, lo cual no significaba de ninguna manera aceptación de requerimien-
tos sexuales30. Cuenta también como en otra ocasión tuvo que escapar huyendo
por los techos de las casas contiguas a la de una de sus “amigas” limeñas ante
el inesperado regreso del marido de esta. Parece ser que este tipo de actitudes
lleva a confundirse a Terralla cuando las califica como “mujeres públicas” o “chu-
chumecas”, tachándolas de prostitutas cuando en realidad estas mujeres tenían
un concepto diferente de la sexualidad, tal vez por su origen proveniente de los
niveles más deprimidos de la urbe capitalina, pero no se acostaban por dinero.
No obstante lo cual poseían actitudes que escandalizaban a cierta porción de la
sociedad limeña. Su extinción, 40 años después, ya instaurada la República, casi
en la misma etapa del derribamiento de las murallas que circundaban la ciudad,
esta definida también por acusaciones de inmoralidad. Así en El Comercio hacia
1866 los periodistas llamaban la atención a la policía para que se detuviera a las
que usaban esta vestimenta pues bajo ella se escondían mujeres de dudosa repu-
tación que caminaban en la noche por la calle Plateros31.
Pero, si bien es cierto las tapadas escandalizaron la ciudad y promovieron
legislación en su contra que buscó preservar las buenas costumbres, eso fue solo
una parte de la realidad sexual del siglo XVIII. Hacia 1783 era alcalde de Lima
Joaquín de Abarca, quien pertenecía a una de las más encumbradas familias de la
época32. Don Joaquín era una persona muy celosa de su cargo y no tenía reparos
en castigar severamente a quien desobedeciera los postulados de la ley y la moral.
Sin embargo, una de estas acciones le valió que la Real Sala del Crimen le formu-
lara cargos por “excesos en el ejercicio de su empleo” por haber ordenado azotar en
el interior de la cárcel a tres prostitutas a las que previamente se había arrestado.

30 Gabriel Lafond. Voyages autour du monde et naufrages célebres. París, Imp. Dóndrey-Dupre,
1843. Vol II, 1843: 133-144, 275-298.
31 “Tapadas”. en El Comercio. Lima, 21 de agosto 21 de 1866, p. 3.
32 Su hermano fue otro famoso personaje: Isidro de Abarca, el IV Conde de San Isidro, quien fuera
alcalde de la ciudad en 1779 y cuyo hijo Isidro Cortazar de Abarca, lo fuera también en 1817,
1818 y 1821, cuando se proclamara la independencia del Perú. El primer Conde de San Isidro
fue Isidro Gutiérrez Cossio y fue declarado así por Felipe II en 1744 (Rizo Patrón, 2002).

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C oloquio de L ima

Ante esa realidad, que el consideraba afrentosa, presentó su renuncia al cargo, la


misma que no fue aceptada.
El expediente33 es rico en información acerca de las costumbres sexua-
les de algunos sectores de la sociedad colonial. En sus descargos, Joaquín de
Abarca no descubre otro motivo para la apertura de esta acusación más que
“el ultraje de mi persona y empleo”, y en razón a ello expone los hechos que a su
entender justificaron su conducta.
En primer lugar señala que ni bien fue elegido alcalde ordinario de Lima
se propuso desempeñar el cargo “con todo el celo, vigilancia y exactitud a que
alcanzaron mis fuerzas”, poniendo especial énfasis y esmero en rondar las calles
a todas horas de la noche, por las “fundadas noticias que tenia así del desorden
al que acostumbraban entregarse las gentes de la baja esfera”. De la misma forma,
remarca que así lo hizo pues esto era deber de “los alcaldes ordinarios que se ha-
llaban con salud competente para hacerlas”, así como también el hecho de que no
existían otras rondas en la ciudad más que las de un piquete de la Guardia de
Infantería dirigidas por el capitán don Valerio Gasols. El citado capitán cobraba
por dicha labor 500 pesos anuales34; el Juzgado de Policía se establecería recién
en 1786 bajo el mando de José Maria Egaña35. Agrega Abarca que desempeño
ese trabajo nocturno sin faltar nunca al despacho diario de sus obligaciones
como alcalde y que esto le había valido el reconocimiento explícito del virrey y
de los pobladores que “me estimulaban a continuar en el más exacto cumplimiento
de mi obligación.”
Es de esta forma que logro enterarse de una práctica habitual y frecuente
de prostitución limeña conocida con el apelativo de “Chingote”. En sus propias
palabras era “una congregación de hombres y mujeres en que indistintamente se
entrelazan en trato torpe los unos y los otros, viéndose mutuamente y mezclando en
estos actos todas las obscenidades que son propias de unas gentes de las mas aban-
donadas”.
Notificado de estos eventos y enterado también de que unas mujeres lla-
madas Cayetana Martínez, Francisca Salazar y Bartola Gasitua lo practicaban
con mucha repetición, las sorprendió en pleno intercambio sexual hasta en dos
ocasiones, las llevó a cárcel por dicho delito, dándoseles severos apercibimientos
para que modifiquen su conducta, antes de ordenar su liberación.
Prosigue su relato diciendo: “No basto esto para que enmendasen su vida y
habiéndoseme denunciado que continuaban en el mismo desorden las ronde en alta

33 AGN, Superior Gobierno – Gobierno – Político Administrativo (GO BI 1). Caja 37, Docu-
mento 360. Lima, 1783. Joaquín Abarca, alcalde ordinario de Lima, informa sobre su renuncia a
ese cargo en salvaguarda de su honor al habérsele enjuiciado por los azotes que mandó dar a unas
mujeres dedicadas a la prostitución. Ante Agustín de Jáuregui y Aldecoa, virrey del Perú.
34 AGN, Cabildo – Gobierno de la ciudad – Propios y rentas (CA GC 1). Caja 17, Documento
77. Lima, 1782. Juan Canel, mayordomo de los propios y rentas de Lima sobre cantidad de pesos
que anualmente entrega a Valerio Gasol, capitán de la guardia del virrey por su trabajo de vigilar la
ciudad.
35 Hipólito Unanue. Guía Política, Eclesiástica y Militar del Virreynato del Perú para el año de 1793.
Publicada por la Sociedad Amantes del País en la Imprenta Real de los Huérfanos. Pág. 48.

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Richard Chuhue / Plebe, prostitución y conducta sexual en Lima del siglo XVIII

noche y logre aprender a las tres en el Chingote con dos hombres”. Puestas nueva-
mente en prisión, y en vista de “los particulares encargos que sobre este punto me
había hecho el Excelentísimo Sr. Virrey Jáuregui como a que era materia de buen
gobierno el castigo y extirpación de este gran desorden” se procedió a darle cuenta
al gobernante, y a decir de Joaquín de Abarca, este vio con buenos ojos la
propuesta de castigo pensada para las prostitutas por su reiterada falta. Así nos
manifiesta que “su excelencia aprobó mis modos de pensar y me ordeno que proce-
diese a castigar con azotes en el interior de la Cárcel a las tres mujeres y destinarlas
después a servir a los Hospitales y Beaterios encargándome la pronta ejecución para
su justo escarmiento”.
El argumento que trataba de esgrimir el alcalde Abarca era no haber ac-
tuado de propia voluntad o por capricho sino contando con la aprobación su-
perior del Virrey. Agrega que tampoco actuó con ligereza sino usando todos los
medios que la prudencia y la equidad recomendaban, es por ello que esperó la
reincidencia de dichas mujeres para azotarlas. Dicha reincidencia además po-
día ser constatada en los apuntes de su libro de rondas. Aseveró también, que
“hice lo mismo y sin duda mucho menos de lo que a ciencia y paciencia de Vuestra
Excelencia han hecho mis antecesores”. Cuenta, por ejemplo, como su hermano,
el Conde de San Isidro, rondó incesantemente, castigó con azotes en el interior
de la cárcel, penó con prisión y carcelaje a proporción de los delitos y en virtud
a dicho proceder se hizo acreedor no solo de la superior aprobación, sino de
mucho elogio, y esto era de amplio conocimiento público.
Lo cierto es que, al parecer, el alcalde –aunque él trató de ocultarlo– no
solo las había azotado sino que las había paseado en “vergüenza pública”, des-
nudas dentro de la cárcel y esto fue lo que desencadenó el repudio general en la
población, que rechazó esta decisión. El alcalde jamás pensó que por estas ac-
ciones en contra de aquellas mujeres, que él consideraba “indignas y viles, tanto
por su extracción como por su prostitución y abandono”, se le formara un proceso;
más aun considerando que el castigo de carcelería según el derecho de la época
era mucho menor que lo que la ley Real de Castilla imponía a las amancebadas:
“la pena del marco”36.
También dijo el alcalde Abarca que era falso que al momento de azotarlas
se las hubiera dejado desnudas pues “siempre se les ha dejado con aquel ropaje
interior llamado fustán”. Asimismo, detalló que en la vestimenta de cierto sector
de las mujeres limeñas existía el uso de un armazón conocido por el apelativo
de “postizo o suplemento”. Las mujeres usaban dicho aditamento “con el cual
abultando el anca y aliuecando la falda levantan el faldellín a tanta altura que se les
ven las piernas y los muslos, lo cual entre la gente vil sube a más alto punto, porque
es menor la vergüenza y mayor la disolución”. Abarca aseguró que las mujeres de
los chingotes y otras prostitutas que llego a aprehender en sus rondas, siempre
usaban de este modo de vestir y por lo tanto, para evitar el mal ejemplo e infun-
dirles “algo de vergüenza”, ordenó que al momento de ejecutarse los azotes se le

36 La pena del marco alude a un castigo pecuniario, una multa. En España en 1448 en la región
de Zaragoza a las mujeres casadas “que viven con sus amigos” se les pide que dejen esa vida y
retornen con sus esposos so pena de multa de 500 sueldos jaqueses o 500 azotes (García He-
rrero 1989)

143
C oloquio de L ima

retiraran dichos “postizos”. Agrega que “si en alguna ocasión que no me acuerdo
he hecho andar dentro de la cárcel a alguna de esas mujeres a presencia de los concu-
rrentes había sido para que mas avergonzadas se logre en ellas mayor escarmiento”.
Tomando en cuenta todo lo expuesto se decidió que el alcalde se había
comportado en forma abusiva en sus acciones, si bien es cierto a las presas se les
consideró el delito flagrante y se les apercibió nuevamente para que no vuelvan
a incurrir en su escandalosa vida, dejándolas en libertad. El alcalde fue multado
con 300 pesos y le ordenaron que antes de ejecutar cualquier castigo físico se le
consultara primero a la Real Sala del Crimen37.
Sobre los azotes, como ya se comentó en líneas anteriores, al parecer fue
una práctica habitual para corregir a mujeres que habían tenido algún tipo de
inconducta sexual, aunque para el caso peruano no estuvo regulado por algún
tipo de legislación que lo respalde, todo lo contrario el caso de Abarca al pa-
recer sentó jurisprudencia en el sentido de que los alcaldes no debían azotar
a nadie sin antes informar de ello. En 1789 una mujer indígena del pueblo de
Surco nombrada Rosa Zavala entabló una denuncia contra José Toribio de Je-
sús, alcalde ordinario del primer voto de dicha jurisdicción38 por los azotes que
este le había propinado en la chichería y picantería que regentaba en su casa,
al encontrarla encerrada de noche con 2 hombres y una mujer que respondían
a los nombres de Melchora Celis, José Lumbreras y Apolinario Vixoran. Ella
comenta cómo los integrantes de dicha ronda procedieron “excediéndose en el
acto a tenderme en mi mismo rancho y descubriéndome la mayor honestidad de mi
cuerpo me castigaron cruelmente con azotes. El delito no puede ser más atroz ya que
considere la violencia con que lo ejecutaron y al modo como lo perpetraron ya a mi
inocencia y principalmente a la contravención del auto acordado y proveído por esta
Real Sala para que en ninguna persona se ejecute pena corporal o aflictiva sin que se
le de parte y se le consulte”.
En su declaración, el alcalde cita que efectivamente solía rondar el pobla-
do de Surco por las noches y “que es cierto que la noche del día seis del corriente
mes de mayo cumpliendo con los deberes de mi obligación a cosa de las diez, auxi-
liado del ministro salí a rondar el pueblo a fin de ahuyentar y aprehender a tantos
malhechores y del mismo modo evitar las ofensas a Dios”. Asimismo agrega que
introduciéndose al interior de dicha vivienda, halló primero a la “india viuda
Melchora Celis que estaba durmiendo emparejada con su amacio Apolinario Vixo-
ran, que asegurados estos mando dirigirse a la cama de la citada Rosa que estaba en
otro cuarto accesorio a la que encontró levantada con tan solo su faldellín puesto, y
registrando su cama con una luz debajo de ella se saco al indio José Lumbreras su
amacio. Que habiendo hecho vestir a todos cuatro cómplices para llevarlos a la cárcel
entro en acuerdo de dejar en su misma habitación a la sobredicha Rosa Zavala rece-
lando no se divulgase su honor, dándole por pena 4 o 5 latigazos que mando dar con el
regidor Manuel Luyon, sobre la ropa”. Rosa argumenta que en realidad fueron 12

37 La versión teatralizada de este expediente fue difundida el sábado 20 de Setiembre del 2009,
vía RPP. <http://www.youtube.com/watch?v=ILYxGFIu-mw>.
38 AGN, Real Audiencia, Causas Criminales. Legajo 65, Cuaderno 761. Lima, 1789. Causa se-
guida por Rosa Zavala contra el alcalde y regidores del Pueblo de Surco por los azotes que le
propinaron.

144
Richard Chuhue / Plebe, prostitución y conducta sexual en Lima del siglo XVIII

latigazos los que se le aplicaron, presentando por testigos a otros dos indígenas
vecinos suyos y a un cirujano que constató las cicatrices de las heridas, pero
su caso se agravó al saberse de que ella estaba casada con Pablo Ruiz, a quien
había abandonado para tener “escandaloso concubinato” con Lumbreras, y que
ambos ya habían sido reconvenidos frecuentemente por los anteriores alcaldes
del pueblo sin lograr su separación. Por los tanto a Lumbreras se le castigó con
ocho meses de trabajo a favor de la administración virreinal en el Lanchón
del Callao, destino que no corrió la otra pareja, pues optaron por casarse en el
transcurso del juicio, con lo cual remediaban en cierto modo su falta.
Los azotes cuando eran aplicados a las esclavas eran tomados por sevicia,
y aunque estas presentaran sus reclamos para su libertad inmediata como lo dic-
taba la ley, por lo general sólo lograban el cambio de amo (Arrelucea 2007). La
misma autora cita el caso de Juana Gorochátegui, una mulata de 16 años, quien
denunció a su amo José Antonio Pando, por haberla flagelado y también porque
“el castigó no solo fue de azotes sino también en tenerla con las faldas levantadas por
espacio de dos horas sin reparar siquiera en su estado virginal39. Es importante resaltar
el hecho de que la esclava agrega a los conceptos de vergüenza pública el énfasis
que puso en la denuncia sobre la exposición de sus zonas íntimas pues esto ponía
en entredicho su honor sexual.
Similar caso era el de las hechiceras amancebadas, las que en el siglo
XVII recibían azotes o ramalazos por sus actos (Sánchez, 1991). Así tomamos
conocimiento de la hechicera María Inés del corregimiento de Chancay, quien
juzgada en 1662 por “facilitar hierbas para que los hombres y las mujeres se comu-
niquen ilícitamente” fue primeramente castigada exponiéndola públicamente y
aplicándole 4 varazos y luego enviada a servir por espacio de dos años a servir
al hospital de indígenas de Lima: el hospital de Santa Ana. Sobre el mismo
caso también encontramos referencias explicitas en un recuento de los autos
de la Santa Inquisición de Lima40. Así por ejemplo en 1742, María Teresa de
Malavia, esclava mulata de 28 años, fue azotada por ser encontrada culpable
de “hechicera y mal entretenida”, desterrada posteriormente a Arequipa. En la
misma ocasión una mulata limeña llamada Antonia Osorio y que era conocida
por el apelativo de “La Manchada” fue acusada de llevar ilícita vida y de re-
gentar una casa de prostitución en el Callao. Fue condenada a ser paseada en
las calles sobre una bestia, con el torso desnudo y sufrir 200 azotes previos a su
destierro a Guayaquil.
Esta pena también fue habitual contra la población homosexual, los “ma-
ricones” a los que se refería el Mercurio Peruano41 y sobre los cuales el testimonio
del alcalde Abarca también nos dejó algo. Refiriéndose a la gestión anterior de
su hermano el Conde de San Isidro en el mismo cargo, señala: “Siempre se han
tenido por castigos ligeros y proporcionados a las facultades de un alcalde ordinario
los azotes en el interior de la cárcel y con tan buen suceso que por medio de ello logró

39 AGN, Real Audiencia, Causas Civiles. Legajo 235, Cuaderno 2020. Lima, 1783. Autos segui-
dos por Juana Gorrochategui contra J. A. Pando sobre sevicia.
40 Ricardo Palma. Anales de la Inquisición de Lima. Madrid, 1897. Tercera Edición.
41 Mercurio Peruano, Tomo III, 17 de Noviembre de 1791, Pág. 230. “Carta sobre los maricones”.

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C oloquio de L ima

mi hermano extirpar la raza de sodomitas conocidos con el nombre de maricones”. A


pesar de esta evidencia, lo que contemplaba en estos casos la legislación era el
castigo por seis meses en el presidio del Callao, así está citado en un Bando de
Buen Gobierno del virrey Pezuela42, agravándose la condena por la reinciden-
cia y cuando “constare haber aprovechado este disfraz y los adornos mujeriles para
designios torpes porque en este caso deberán las justicias instruirles su causa e impo-
nerles la pena que los corrija y escarmiente de su impureza abominable”. Al respecto
cabria agregar que existía también prostitución masculina, tal y como se señala
en un periódico de la época43; este único prostíbulo era atendido por negros
calificados como sodomitas y estaba ubicado en un territorio adyacente a
la muralla, en el borde intramuros, en la calle del Sauce, en el extremo
meridional limeño, una de las zonas más pobres de la ciudad. Aunque en
realidad no debe creerse que la homosexualidad fuera un problema sola-
mente adscrito a las clases bajas, en realidad estas manifestaciones tenían
mucho arraigo en distintos sectores sociales de la sociedad colonial limeña
(Tantaleán 2003).

“Abusar de la poca experiencia de jóvenes sin rumbo”


El hecho de que la prostitución estuviera bastante difundida en Lima es algo
innegable. Esta debió ser también una preocupación para los padres de fami-
lia, quienes por razones obvias no querían que sus hijos se vieran atraídos por
aquellos placeres mundanos. En 1816 se presenta una queja ante el alcalde
limeño José Antonio de Errea, por parte de doña Rosa Guzmán44, viuda de
don Vicente Lafora. Ella se declara vecina del pueblo de Lambayeque, pero
residente en Lima y presenta denuncia contra dos mujeres nombradas Manuela
Montero, natural de Guayaquil, de casta china, y Maria Magdalena Cabello,
mestiza, quienes llevadas por un arriero de apellido Arana habían partido hacia
Lambayeque en persecución de sus dos hijos Tomas y Josef Lafora, lo cual la
perturba en demasía pues “dichas mujeres son de vida prostituida notoriamente y
de perversos designios”. Agrega que “el animo de ellas no es otro que el de abusar
de la poca experiencia de unos jóvenes sin rumbo, y a la noticia que van a disfrutar
de sus legitimas paternas tratan de estafarlos y arruinar mis intereses en aquellos
destinos”. Por lo expuesto, Rosa Guzmán pidió que se librasen las respectivas
requisitorias a la ciudad norteña y de esa forma poder capturar a las mujeres y
encarcelarlas en Lima “y en este modo se evite el daño que amenaza y se conserve
la honra a Dios”.

42 AGN Superior Gobierno – Gobierno – Político Administrativo (GO BI 1). Caja 56, Cuaderno
1044. Lima, 1818. Joaquín de la Pezuela y Sánchez de Aragón, virrey del Perú emite un bando
sobre el buen gobierno, conteniendo instrucciones y reglamentos de la policía para el mejor
desempeño de la administración pública.
43 El Investigador 18. VI. 1814.
44 AGN Cabildo – Justicia Ordinaria – Causas Criminales (CA JO 2) Caja 210, Documento
497. Lima, 1816. Rosa Guzmán, viuda de Vicente Lafora, vecina de Lambayeque, residente
en Lima, contra Manuela Montero y María Magdalena Cabello, sobre daños y perjuicios que
puedan causar a sus hijos, como prostitutas que son.

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Richard Chuhue / Plebe, prostitución y conducta sexual en Lima del siglo XVIII

Para sustentar su demanda presenta tres testigos. El primero de ellos José


Mariano Román, de 28 años, dijo que “según ha oído hablar…son de una vida
prostituida, según es público y notorio”. El segundo declarante José María Muñoz,
de 29 años, dijo que con motivo de ser amigo de los hijos de Rosa Muñoz es
que conoció a Manuela Montero y María Magdalena Cabello a quienes visita-
ba frecuentemente en compañía de los jóvenes, así es que “sabe y le consta que
las susodichas son conocidas por publicas rameras en esta ciudad”, agrega que las
vio vender sus pertenencias pues su objetivo era perseguir a dichos jóvenes a
Lambayeque y que estos se oponían a llevarlas en el viaje. El último testigo fue
Santiago Peláez, de 30 años, quien dijo que era íntimo amigo de los nombrados
y que las mujeres eran de “conducta libre e irreligiosa”, en especial Cabello quien
“vive desunida de su marido con el mayor escándalo en esta capital” y que viendo
la determinación de las mujeres de ir siguiendo a los jóvenes en su viaje las
reconvino de no hacerlo por ser ellos “hijos de familia” y que a pesar de estas
advertencias ellas partieron.
Las autoridades determinaron que de lo manifestado no resultaba justi-
ficado el supuesto delito de seducción de las mujeres, a pesar de haber tenido
“trato ilícito” con los jóvenes, sin embargo y para tranquilidad de la madre
querellante se pidió a los administradores de justicia en Lambayeque que de
verificarse el criminal proceder de las susodichas se les separase inmediatamen-
te de su jurisdicción.
Este auto nos demuestra cómo solo por sospechas se podía agraviar o per-
judicar a las mujeres de dudosa reputación. En todo caso, el qué dirán era un
elemento presente en la mentalidad colonial. Así por ejemplo en 1797, se entabla
una demanda por parte de Juan Guerrero contra su propia madre Josefa Castillo45
por oposición a su matrimonio. Como el demandante era menor de edad, no
podía casarse a menos de tener autorización de sus padres.
Su madre argumentó que ella no podía autorizar dicho enlace pues la
novia Gertrudis Vélez era en realidad una mujer de dudosa conducta y que solo
buscaba aprovecharse del caudal de la familia de Guerrero. Así define pues a
Gertrudis como “mujer cuyo carácter y debilidades la constituyen en un estado de
menosprecio”. Denuncia que bajo el influjo de esa mujer y de un maestro ho-
jalatero de apellido Gunt, quien los protegía y cobijaba en su casa, ella estaba
viviendo amancebada con su hijo, quien había huido del control paterno.
Cuenta además que el padre de Juan, don Francisco Guerrero le entre-
gó a su hijo una cuantiosa suma de dinero para que con la misma se pudiera
habilitar un negocio con el cual obtener utilidades. Pero su hijo lejos de hacer
ello “lo disipo en una vida prostituida con juegos y malas compañías”. Y cuando sus
malas juntas se dieron cuenta que se había quedado sin dinero y para que no
reprobaran su conducta en su hogar, decidieron urdir el proyecto de casarlo. Al
final las autoridades le dan la razón a la madre pues esto iba en concordancia
con lo que había establecido las leyes. La Pragmática Real sobre matrimonios

45 AGN Cabildo – Justicia Ordinaria – Causas Civiles (CA JO 1) Caja 136, Documento 2439.
Lima, 1797. Juan Guerrero, contra Josefa Castillo, su madre natural, sobre oponerse al matri-
monio que pretende contraer su hijo con Gertrudis Vélez, a quien no acepta.

147
C oloquio de L ima

de 1776, que otorgó derechos a los familiares para exigir que los alcaldes im-
pidieran una unión que desluciera su calidad (Rodríguez, 2001); asimismo se
tenía como objetivo prevenir los matrimonios desiguales, es decir se trató de
evitar que contraigan matrimonio dos personas que en opinión de los padres,
tutores e incluso autoridades coloniales, manifestaran desigualdad, entendida
principalmente bajo términos raciales (Cosamalon 1999), aunque como vemos
el aspecto de la reputación sexual también tenía mucho que ver.

Conclusiones
Por lo expuesto en estas páginas y a la luz de las evidencias y registro docu-
mental se puede afirmar que en realidad no existió en Lima un apogeo de la
prostitución que pudiera tener un símil al de las grandes ciudades europeas
como Madrid, París o Ámsterdam en el siglo XVIII (Fuchs 1996) donde las
mancebías con autorización estatal funcionaron de manera regulada (ejemplo
que seguiría el Perú ya instaurada la República). En el Perú virreinal existió la
prostitución, es un hecho demostrado, pero en niveles e intensidad que estaban
por debajo de otro tipo de manifestaciones sociales más visibles como el aman-
cebamiento, el libertinaje y la relajación de costumbres morales, el aprovecha-
miento sexual de las esclavas y la vieja institución de las “queridas”, por usar un
término coloquial. El hecho de que un hombre tuviera una esposa oficial y una
o varias amantes no era algo que las leyes o la iglesia aceptaran pero socialmen-
te resultaba un hecho muy recurrente y con el cual el hombre demostraba no
solamente su masculinidad sino su estatus y poder económico.
Constantemente se suelen repetir términos que definen como prostitu-
ción lo que es en verdad la ligereza, ya sea de carácter sexual o moral, de ciertas
féminas para acceder a los deseos varoniles, pero no se especifica que sea un
intercambio de dinero por sexo. Así llevar una vida prostituida o licenciosa se
podía aplicar también al caso de varones que no se aplicaban al trabajo, que se
dedicaban al juego y a la bebida, o de mujeres que querían liberarse del yugo pa-
triarcal o marital, que frecuentaban compañías dudosas o extrema coquetería.
Es por ello que surge la idea del encierro y el control sobre estos grupos subal-
ternos. El diccionario de la Real Academia Española no define como prostituta
a la mujer pública sino hasta 180346. Hasta antes de ello se tenía el concepto
de prostituir como el acto de “Exponer públicamente a todo genero de torpeza y
sensualidad” y prostituido(a) a: “lo así expuesto al público y entregado a todos”47.
En lo que respecta al papel jugado por la Ilustración, si bien es cierto
se trato de reglamentar y corregir las conductas de relajamiento moral y so-
cial, como por ejemplo a los grupos de vagos que llenaban la ciudad (Chuhue,
2008), fomentando el amor al trabajo como correctivo a este modo de vida,
estas no se llegaron a aplicar de manera efectiva, menos aun con las mujeres
pobres, que debido a su situación miserable estuvieron más propensas a caer en
las garras de la prostitución. Así lo expreso por ejemplo en 1794 Joseph Ignacio

46 Real Academia de la Lengua Española. Año de 1803, p. 692.


47 Real Academia de la Lengua Española. Año de 1737, p. 411.

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Richard Chuhue / Plebe, prostitución y conducta sexual en Lima del siglo XVIII

de Lequanda cuando señalaba que “cuando las mujeres se hallaban en una situa-
ción económica lamentable se empleaban en los oficios mas indecorosos, y hacían en
la sociedad el papel más despreciable y criminal”48. Proponía la instalación de tela-
res en donde las mujeres pobres pudieran trabajar y aliviar en algo su miserable
situación. Esta también fue la idea de un grupo de vecinos notables limeños que
en 1799 solicitaron autorización para fundar una “Sociedad de beneficencia”49
para darles trabajo a dichas féminas pues la necesidad laboral “es bastante no-
toria y se eleva de punto al recordarse que cuando se practicaba de cuenta del rey la
fábrica de cigarros ocurrían las mujeres a tropel para ser preferidas en este género de
labores.” El Rey no aprobó esta petición y de esta forma en 1804 se da por extin-
guida dicha Sociedad, con gran pena por parte de la población pues no se daban
soluciones a su pobreza, por ello no debe extrañarnos que años después la plebe
limeña haya apoyado la causa libertaria al ver que la Monarquía desatendía sus
problemas y se hacía de la vista gorda ante problemas como la prostitución, el
adulterio o la vagancia.

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