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Como reflejo de sus sueños, el Paraná será para Quiroga un espejo, en contemplación
permanente, creando un mundo de solemnidad mágica y absoluta, un reflejo en el reflejo
de lo real en un viaje permanente hacia la muerte:
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros,
encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas, bordeadas de negros bloques de basalto,
asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, atrás, siempre la eterna
muralla lúgubre; en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones
de agua fangosa.1
1
“A la deriva”, Cuentos de amor, de locura y de muerte, Buenos Aires, Losada, 1975, undécima edición,
p.62.
2
Etudes autout de la nouvelle Hispano-américaine, Revue PALINURE, Paris, 1986, p.84
Vio de pronto ante sus ojos la selva natal en un viviente panorama pero invertida;
y transparentándose sobre ella, la cara sonriente del mensú.
—Tengo mucho sueño…—pensó Anaconda, tratando de abrir todavía los ojos.
Inmensos y azulados ahora, sus huevos desbordaban del cobertizo y cubrían la balsa
entera.
—Debe ser hora de dormir…—murmuró Anaconda. Y pensando deponer
suavemente la cabeza a lo largo de sus huevos, la aplastó contra el suelo en el sueño
final.4
“La selva desgarrada”, “la frialdad del estuario”, el agua sombría, que sirve de
lecho para la muerte final que nos lleva lejos con la corriente, quedando grabada en
nosotros como un fantasma que continuará navegando eternamente.
El agua será la tumba de Anaconda, como lo fue para el personaje de “A la
deriva”, “sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí
misma ante el borbollón de un remolino”, o para el mentí intentando escapar del círculo
3
Op.Cit. p.36
4
“El regreso de Anaconda”, Buenos Aires, Losada, 1974, sexta edición, p.30
“El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre
engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura” (“A la deriva”); “El
hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal…” (“El hombre
muerto”); “Por el camino quemante, el sombrero en una mano y mirando a uno y al otro
lado de las copas de los árboles, con los labios estirados como si silbase, aunque no
silbaba, iba mi hombre a buscar el machete.” (“Un peón”),… etc.
Desde dos meses atrás, no tronaba la lluvia sobre las polvorientas hojas (…)
Noche a noche, de un crepúsculo al otro, el país continuaba desecándose como si todo él
fuera un horno. (…) De lo que había sido el cauce de umbríos arroyos sólo quedaban
piedras lisas y quemantes; y los esteros densísimos de agua negra y camalotes hallábanse
convertidos en páramos de arcilla surcada de rastros durísimos que entre cubría una red
de filamentos deshilachados como estopa, y que era cuanto quedaba de la gran flora
acuática.7
Es probable que Quiroga haya tenido esta “lucidez de visionario”, lo único cierto
es el texto, la preocupación de los animales está ahí en toda su dimensión en contexto
histórico determinado, que no es otro que el del colonizador de los primeros tiempos y
que tan bien describe el autor en su mejor libro: Los desterrados. Cuando digo los
primeros tiempos, me refiero a los años vividos por el escritor en Misiones, y en
particular entre 1907 y 1925.
6
Op. Cit. P.9
7
Op. Cit. Pp.8-9
Aunque hay mucho menos que lo que el lector supone, cuenta el escritor su propia
vida en la obra de sus protagonistas, y es lo cierto que del tono general de una serie de
libros, de una cierta atmósfera fija o imperante sobre todos los relatos a pesar de la
diversidad, pueden deducirse modalidades de carácter y hábitos de vida que denuncien en
este o aquel personaje la personalidad tenaz del autor.9
8
“El oficio del poeta”, Buenos Aires, Ed. Nueva Visión, 1957, p.97
9
Horacio Quiroga en “Un recuerdo”, 1929
10
Milagros, PALMA, “Los viajeros de la Gran Anaconda”, Managua, Editorial América Nuestra, 1984,
p.110