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EL DESIERTO Y EL PARANÁ O DOS POÉTICAS PARA EXTRAVIARNOS

Leemos literatura para extraviarnos, para alejarnos del camino fijado por otros, de las
huellas del sentido común y de su señalética implacable. Y lo hacemos, en el mejor de los
casos, desde el horizonte semántico que el Diccionario de uso del español de María Moliner
aclara como una de las acepciones posibles de la palabra extraviar: “abandonar el modo de
vida normal y tomar otra distinta, generalmente desordenada”. Leáse aquí desordenada
como ajena a la lógica formal que pretende legislar nuestra existencia.
Extraviarse es entonces un modo de ver y de leer el mundo.
Escribimos literatura también para tomar ese desvío vital. Para seguir, transgredir o fundar
en el agua o en la arena mapas de sentido.
Y una parte no menor de nuestra historia se funda sobre dos imágenes mitos fundantes: el
Paraná como río mar sudamericano que protege y acompaña o conduce a la riqueza o a la
muerte y el desierto que nos nombra como vacío, como territorio de carencias y
hostilidades climáticas y de acecho animal, el desierto verde en el que moraban los
hombres y mujeres a los que la civilización llamaba salvajes. Por el primero, los guaraníes
navegaban buscando la tierra sin mal mientras los conquistadores españoles buscarán las
tierras del oro y de la plata, del inasible rey blanco. Quimera, fiebre y delirio. Pero luego
ese gran río arrastrará los cadáveres de los nadies de la historia y más acá, más en nuestro
aquí y ahora, los restos de nuestros desaparecidos de la masacre de Margarita Belén. Por el
segundo, los soldados de la campaña del desierto del norte, de la conquista del Chaco
buscarán doblegar a los pueblos indígenas pero éstos no pocas veces los extraviarán con los
gestos de sus cuerpos y con las sinuosidades de su lengua y terminarán perdidos
desfondados de sed, enfermos de calor. En ambos casos se extraviarán, se perderán y
alucinarán, matarán y morirán. Porque el desierto verde de la civilización era territorio y
hábitat sagrado para nuestros bárbaros.
Somos en parte los resultados no deseados de esos extravíos. Porque además constituyen
miradas estrábicas, visiones de mundo que como sostenía el historiador Ramón de las
Mercedes Tissera crean el desierto con el pretexto de abolirlo. Desertifican lo que ven y lo
que nombran.

“La Guerra contra el indio se había hecho para crear el desierto con el pretexto de
abolirlo, para que esa vasta región del Gran Chaco, ahora libre de indígenas, fuera
espacio propicio para las grandes especulaciones y negociados de tierras públicas”. Eso
escribió Ramón de las Mercedes Tissera, quien concluye:

“De este modo, las 5 millones 600 mil hectáreas de las actuales provincias de Chaco y
Formosa, resultantes de tal campaña, fueron adjudicadas a 112 propietarios particulares,
entre los que predominan grupos y familias británicos y franceses (los hermanos ingleses,
Carlos y Jorge Hardy, fundadores del Ingenio de las Palmas, recibieron más de 100 mil),
aunque también funcionarios públicos, como Lucio V. Mansilla, con 150 mil hectáreas,
Benito Villanueva con 100 mil, Antonio Dónovan con 80 mil, Donaciano del Campanillo
con 80 mil, Ignacio Fotheringham y José María Uriburu, ambos con 10 mil, entre otros”.
“Y por ley especial del Congreso, se autorizó al Poder Ejecutivo, a vender en Europa, al
mejor postor, 24.000 leguas cuadradas de Territorios Nacionales. Chaco y Formosa
fueron así despojadas de 1.500 leguas de tierras públicas”.

La literatura nacional nace con el descubrimiento del desierto como espacio de la otredad
que fascina a la vez que provoca rechazo y exterminio. El mundo del bárbaro por
excelencia, el indio primero, el gaucho luego, es el desierto, el mal que aqueja a la
república argentina, como escribió Sarmiento en su Facundo, porque es extenso, salvaje,
libre, ingobernable. Desde La Cautiva de Echeverría, en 1837, ese campo semántico no ha
dejado de crecer y expandirse como matrix virus en nuestras subjetividades y sentido
común, en nuestros corazones, mentes y lenguajes.
Los pioneros de la ensayística chaqueña también llamarán al Chaco desierto. Guido
Miranda publicará en 1985 “Fulgores del desierto verde”, para referirse a lo que llama
albores de movimientos culturales en la provincia entre 1925 y 1947. Y era habitual hablar
hasta hace unos años del desierto o el destierro para referirse a nuestro impenetrable
chaqueño.
En ese corazón geográfico de la América del Sur, en nuestro Gran Chaco Americano el
vocablo Chaco y la tierra del Chaco serán sinónimos de desierto calcinante, escases de
agua, sed y guerra. Como lo podemos apreciar en dos estupendo libros, ya hitos literarios,
“Sangre de Mestizos. Relatos de la Guerra del Chaco”, de Augusto Céspedes (Bolivia), de
1936, e “Hijo de hombre” de Augusto Roa Bastos, de 1960 (Paraguay), en las que a través
del recurso del diario de guerra utilizado por los dos Augustos –lo máximos exponentes de
las narrativas de sus países, dos ex combatientes de esa guerra, además- dos personajes
narradores, dos Miguel, el suboficial boliviano Miguel Navajas, en el cuento “El Pozo”, y
el oficial paraguayo Miguel Vera, en Hijo de hombre, durante la llamada “Guerra del
Chaco” (1932-1935), que enfrentó al Paraguay con Bolivia en una guerra fratricida que se
cobró 90 mil muertos, coinciden en caracterizar a ese territorio desconocido y en litigio
como país insepulto, tierra de la sed, de la implacable muerte blanca como la llamará el
personaje de Roa Bastos. Vale recordar que el cineasta argentino Lucas De Mare llevará al
cine ese relato bajo el título “La sed”.
Leamos ahora el poema epígrafe del cuento El Pozo de Céspedes, Terciada Muda:

“Chaco,
infierno pálido y lejano
que te aproximas a mi lámpara:
quiero hallar
tu corazón absorto bajo el beso del polvo
o tal vez muerto
en la alambrada de una lluvia negra.

Tu paisaje incurable es una tarde plana


en que giraba el disco
de moscas que rezaban un réquiem azul-verde
por los hombres y animales muertos
bajo la corona de espinas
de tu arboleda enferma con terciana muda.
Olor a degüello, a gasolina
"y alguna vez también
el santo olor del guayacán
quemaba sueños del trasmundo
hacia donde se arrastran tus picadas.

Tu llanura… erupción cutánea de tuscales,


espectros de una sed
dilatada hasta blanca sed de tu horizonte,
cuando tu enigma con jaqueca
dormía al sol del pajonal.
{Todo dormía en ti. Solo la Muerte
despierta nos miraba
con el ojo tuerto de la Breno....).
La sinfonía de tus montes
yacía muerta en brazos
de tus colores amarillos,
¡oh calavera de un verde proyecto
vegetal!
talado tu destino por sequías
humanizarte no pudieron tus caminos
arrugados y eternos
cual tus hembras: la Sed y la Distancia.

Chaco, país insepulto,


torna sedienta
después de siglos tu alma que se extravió en el monte,
tu alma
espejo del agua que no existe
en el fondo de tus jornadas que acaban sin recuerdo.

Monstruo que ibas a no sé donde,


siempre al lado del camión,
plomizo, soñoliento, siniestro y mehncólico,
ya no te irás jamás de nuestro canto.

II

Trae brújula, hermano muerto,


y orienta el Chaco hacia hacia la Vida.

Chaco:
te contemplo en el atlas de mis sueños
a mi patria clavado como un cardo,
aunque florezca el cardo,
porque los indios desterrados de los Andes,
caídos debajo de tus árboles
en un otoño de uniformes,
con sangre lo regaron.

En la página blanca de tu arena


sombra de buitres escribió tu historia...
Y fuiste del Demonio por monedas rojas.
Un batallón de espectros zapadores
fundió sangre
en los altos hornos de tu ocaso.

Te araron gritos y cañones,


florecieron tus rosas: las heridas,
maduraron tus frutos: las granadas,
¡oh jardín de suplicios!...
Ya está acabado tu paisaje,
ya tienes esqueletos de soldados
bajo los esqueletos de tus árboles...
Ahora eres patria, Chaco,
de los muertos sumidos en tu vientre
en busca del alma que no existe en el fondo de tus pozos.

Enciende el cigarrillo, hermano muerto,


en las pálidas llamas de este infierno”.

Céspedes dirá también que en esa guerra y en esa tierra Bolivia descubrió su mar y con él
un nuevo concepto de nación.

En el capítulo 10 de la novela de Roa Bastos, verdadera polifonía y cruce de cosmogonías


católica y guaraní, lenguas y tradiciones, cuando ya han descubierto la muerte de Gaspar
Mora, el músico leproso, en el año en que apareció el cometa Halley, en 1910, y están
trasladando desde el monte al pueblo al Cristo de madera, del tamaño de un hombre, tallado
por el propio Gaspar –“a imagen y semejanza suya”, como “un Cristo leproso”- María
Rosa, el personaje inolvidable que enloquecerá de amor, devota cristiana, desolada,
comienza a cantar casi “con voz rota y débil”, “con los dientes apretados”, el Himno de los
Muertos de los Guaraní, la invocación de la reencarnación, la continuidad de la vida en el
territorio de la muerte:

“...He de hacer que la voz vuelva a fluir de los huesos...


Y haré que vuelva a encarnarse el habla...
...Después que se pierda este tiempo y
un nuevo tiempo amanezca...”
Presagio de un nuevo tiempo que sucederá a tantas calamidades.
“Lo cargaron en hombros y regresaron por la picada, entre el siseo del resquebrajado
follaje. En la hondura del monte el tañido ululante del urutaú acompañó sus pasos como el
doblar de una luctuosa campana. Macario iba detrás con la guitarra.
El polvo los acompañaba en la marcha lenta y borrosa que sacaba a un Cristo de la selva,
como descolgado de una inmensa cruz.
De pronto, una sombra escuálida se les unió. Era María Rosa. La ropa se le caía en
pedazos. La sangre seca de los rasguños y desolladuras veteaba su piel en todas
direcciones. Clavó la mirada demencial en el Cristo.
- Debe tener sed… dijo.
En la mano llevaba la cantimplora. La levantó. De uno de los picos cayó un chorrito de
agua. Pero nadie le hizo caso.
Luego de un rato de marcha, empezó a cantar con voz rota y débil ese estribillo casi
incomprensible del Himno de los Muertos. Se interrumpió a trechos y recomenzaba con los
dientes apretad”.

Podrá ser también algo bien diferente a un “desierto arenoso”, porque será “ciénaga alada,
dorada y volátil” que una vez que atrapa ya no deja ir más a quien pisa un tiempo la tierra
del Chaco, como en la novela “Esta tierra es mía”, de José Pavlotzky, de 1947, también
llevada al cine por Hugo del Carril.

“Han oído que en el Chaco abunda el trabajo, ya sea en la cosecha como en los obrajes
donde se necesitan brazos todo el año…Van a tener suerte porque la madre les preparó
con unción, cariño y fe, un talismán o payé 1 como le llaman en guaraní. Estarán unos
meses y volverán a su casa. Eso es lo que creen: que volverán. Porque ignoran lo que es el
Chaco para la gente que viene a él. No saben que es como una ciénaga, en la que una vez
puestos los pies es difícil librarse de ella. Cuando más forcejea uno para salir, más se va
hundiendo; hasta que ella se apodera del cuerpo y del alma; y allí queda uno sin poder
zafarse más, pegado a la tierra. No es una ciénaga de arenas movedizas que sorprende al
caminante al cruzar un desierto arenoso; ni la ciénaga es un pantano junto a un bañado o
una laguna. No. Es una ciénaga alada, volátil; que está en la atmósfera, en el aire que se
respira, en las fosas nasales, en los ojos, en los oídos y en todos los repliegues de la piel.
Es el suelo mismo del Chaco, atomizado en microscópicas partículas, que en verdaderas
nubes, levanta, lleva y trae el recalentado viento norte que sopla desde el trópico. Es la
tierra reseca, rajada y pulverizada por los ardores del sol. Y toda ella penetra los cuerpos,
1 El Payé es un talismán guaraní que consiste en una bolsita pintada con bermellón, que contiene una
mezcla de sesos y plumas de Caburé, que el protegido lleva al cuello, colgada de un hilo.
invade las cavidades, crepita entre los dientes, irrita los párpados hasta el lagrimeo, altera
el carácter, subleva los ánimos y arranca protestas contra el Chaco y sus calores, sus
vientos, sus polvaredas, sus sequías prolongadas, sus mosquitos y bichos. Pero el Chaco
hace su trabajo de conquista por dentro. La ciénaga alada penetra y penetra. Pareciera
que atravesando las cavidades, las partículas cargadas del ión “Chaco”, engrosaran el
torrente circulatorio, recorrieran el organismo entero y al instalarse en el corazón y en el
cerebro, refunden un alma nueva en el hombre chaqueño y lo dominan, lo remodelan y lo
absorben. Le infunden energías nuevas, insospechadas en él antes. Una nueva visión de las
cosas. Ambiciones de fortuna y de posición. Impulsos de crear prosperidad, al conjuro del
progreso que rige a todas las actividades. Progresar y hacer dinero honradamente, o si no
hacer dinero igual, es el lema de su nueva vida. La ciénaga alada, dora todos los
pensamientos de los hombres, y la fiebre del oro enceguece y ata al suelo. El deseo de
volver al pago nativo va siendo postergado, como una aspiración imposible de cumplir,
hasta que se pierde en el correr de los años. Y cuando la ciénaga alada y dorada afloja
por fin su abrazo mortal y el hombre recupera la libertad de movimientos y puede andar y
correr mundo con los recursos acumulados, ya no tiene voluntad de hacerlo. Se siente
consubstanciado con ella, como si fuera su hijo, amasado con su barro y con un alma
nueva, insuflada por un demiurgo de la selva. Y esa alma ama al Chaco, como se aman los
lugares donde se ha luchado, se ha sufrido y se ha vencido”.

Pero también guarda en sus entrañas la promesa de redención porque llegará a ser
“santuario de libertad, como lo definió Eduardo Galeano, es decir, quilombo, en la notable
“Los conjurados del quilombo del Gran Chaco”, de 2001, narración a cuatro voces, escrita
por Augusto Roa Bastos (Paraguay), Eric Nepomuceno (Brasil), Omar Prego Gadea
(Uruguay) y Alejandro Maciel (Corrientes).

“Del lado opuesto del río Paraguay, el del Gran Chaco, se ha fundado un amplio quilombo o
establecimiento de fugitivos, donde brasileños y argentinos, orientales y paraguayos viven juntos
en mutua amistad o en enemistad con el resto del mundo.» Así describía sir Richard Burton, cónsul
itinerante de Su Majestad británica, la zona liberada desde la que se intentaba poner fin a la
Guerra del Paraguay, y se declaraba la guerra a la guerra. El conflicto, que enfrentó entre 1865 y
1870 al Paraguay con la Triple Alianza -constituida por la Argentina, Brasil y Uruguay-, fue
sangriento y absurdo, exterminó casi una generación de paraguayos.

La palabra quilombo, según la profesora Emilia Romero “hace referencia a la palabra raíz  
de origen africano en lengua quimbundu, que pasó a designar en Brasil los
emplazamientos donde vivían los esclavos fugitivos que habían escapado de las
plantaciones y minas controladas por esclavistas portugueses”.

Retomo entonces una de las tesis iniciales de este ensayo: si la literatura nacional, desde
la tradición rioplatense, nace con el ícono estigma del desierto, nuestro cine nacional
tiene su génesis en la narrativa del Paraná como poética de la voz de los sin voz y
abreva de la tradición de la narrativa del Gran Chaco Americano.
El cine nacional, entonces, nace con el Paraná como campo semántico del cementerio
acuático o mortaja líquida de los innombrables de la historia, porque su río oscuro, sus
aguas que bajan turbias arrastran los cadáveres de los mensú explotados impiadosamente.
Dato curioso, la proscripción será el destino de los primeros (Echeverría, Sarmiento, José
Hernández) y la cárcel la de Alfredo Varela, el notable novelista del río oscuro, de 1943,
llevada al cine en 1952 por Hugo del Carril.

Pero en el desierto mandan los narradores, escribe Lucio V. Mansilla en 1871, en su notable
Una excursión a los indios ranqueles, 7 años antes del genocidio de los pueblos originarios
en la Campaña del Desierto de Julio A. Roca. Y pensando en ese libro Ricardo Piglia
parafraea a Mansilla, “mandan los narradores, dice y agrega, los que saben transmitir al
lenguaje la pasión de lo que está por venir”. Porque el jefe es el narrador de la tribu.
Y en el desierto del Chaco mandará Meguesoxochi, cacique toba que maneja como nadie el
don de la palabra y la esgrime como estrategia de guerra.
Pero sus lenguas y hablas no serán escuchadas. La lengua del malón pervive insepulta,
maldita e irredimible, escribirá Guillermo Saccomanno en su estupenda novela que lleva
ese título provocador, la lengua del malón, porque para conocer el país del desierto los
hombres de las generaciones del ’37 y del ’80 leerán los textos de los viajeros ingleses y
desde sus modos de ver y nombrar lo que ven, lo que no pueden ver, desde el Facundo en
adelante, aprenderán a entender –o a que no se entienda- la Argentina a través del clivaje de
la grieta de civilización y barbarie. Y ya sabemos, que la educación sentimental y política
de buena parte de nuestras tradiciones políticas salen de los huevos de las serpientes que
incubaron los textos e ideas que los padres fundadores del Estado Nación Argentino
supieron o quisieron gestar. Nuestro mito de las cavernas.
El río Paraná es uno de los ríos más importantes de América del Sur que atraviesa la mitad
sur del continente y forma parte de la extensa cuenca del Plata, la que recoge las aguas de
los ríos Paraná, Paraguay, Uruguay, sus afluentes y diversos humedales, como el Pantanal,
los Esteros del Iberá y el Bañado la Estrella. Es la segunda cuenca más extensa de
Suramérica, sólo superada por la del río Amazonas. El Paraná es el sexto río de llanura más
importante del mundo. Al Paraná se lo clasifica como río aluvial, porque transporta en su
caudal sedimentos, tanto por arrastre como suspendidos en el agua, que transforman
constantemente su propia morfología generando bancos e islas.
Paraná en idioma tupi significa 'pariente del mar' o 'agua que se mezcla con el mar'. La
expresión deriva de la lengua tupí-guaraní. Paraná es, entonces «pariente del mar», en
relación a su tamaño. Por eso los guaraníes lo llamaban Padre, Padre río. Mientras lo
navegaban en sus canoas iban poniéndoles nombres a los otros pueblos indígenas. Usaban
el humor y la ironía.
Leamos ahora cómo describe al Paraná Mempo Giardinelli:
“Lo cierto es que esta vena gigantesca que atraviesa la América del Sur desde la Amazonia
hasta el Plata, verdadero “camino que camina”, como lo llamaban bellamente los indios
guaraníes, también “Padre del mar” o “Padre de los ríos”, ha recibido diferentes
interpretaciones, todas grandilocuentes, todas apropiadas. En cualquier caso, es notable la
pretensión de infinitud, de inmensidad y de paternidad”.
“Yo que vivo en el corazón de ese sistema, doy fe de lo impresionante que es morar a su
costado. Es un verdadero privilegio, pero privilegio que conlleva la perenne sensación de
vivir junto a un gigante dormido. Que se despierta cada tanto y que brama y produce
inundaciones crueles, despiadadas, por las cuales se lo odia hasta que vuelve a la calma y se
adormece y muestra su engañoso lomo manso, sus playas cordiales, sus bancos de arena
paradisíacos. Todo lo cual hace que uno se rinda nuevamente ante su belleza y su clima, se
acostumbre a sus rigores y aprenda a beber de la sabiduría de la gente del río, llena de
paciencia y amabilidad, en su mayoría pescadores que extraen de las entrañas del río su
alimento, y por eso hablan de su Paraná como reino del surubí y del dorado (el “pirayú” o
pez de oro de los guaraníes).
Todos quienes lo cantaron y evocaron, nacionales y extranjeros, fueron incapaces de
sustraerse a la musicalidad rumorosa de sus aguas, al encanto de sus verdes, el misterio de
sus orillas y la poesía de esa luna que navega, terca y eterna, montada sobre el espinazo del
río”.
Además de aportarnos bellas y luminosas imágenes del Paraná, Mempo es el escritor
argentino –y tal vez sudamericano- que mejor comprendió lo que representa ese gran río en
el imaginario cultural de la región argentina bañada por sus aguas. Nos referimos a su
prólogo de la Antología “Padre río. Cuentos y Poemas del Río Paraná”, de la cual es
también responsable de la selección de sus textos. Porque allí refuta el planteo que realizan
tanto el historiador José Carlos Chiaramonte como el gran narrador santafesino Juan José
Saer, en el excelente ensayo-narración “El río sin orillas. Tratado imaginario”, “acerca de
la poca huella que han dejado los grandes ríos en el imaginario popular”. Por el contrario,
Mempo sostiene, en lo que atañe a nuestro río Paraná que hay una vigorosa tradición
literaria que lo tiene como centro o imán cósmico.
“En ese libro admirable y delicioso, Saer comparte la observación del historiador José
Carlos Chiaramonte acerca de la escasa huella que han dejado los grandes ríos en el
imaginario popular… Dice que esto es no sólo exacto sino también sorprendente pues eso
ríos eran la vida misma de las gentes: vías de comunicación, paisaje, lugar de comercio y
de recreo, etc. La causa del olvido estaría, según Saer, justamente en “ese exceso de
frecuentación” y prueba de ello sería que “los mejores textos sobre el Paraná, el Uruguay
y el río de La Plata fueron escritos por extranjeros.
Impresionado por estas observaciones, en algún momento dudé acerca de la prosecución
de esta antología. Pero a medida que avanzaba iba descubriendo que no había tal falta de
tradición. De hecho la búsqueda de textos, la revisión de viejas bibliotecas y las consultas
con amigos y colegas de todas las provincias litoraleñas, me ratificaron en la certeza de
que esta antología era posible e incluso necesaria. Y advertí entonces que aquella
observación de Saer-Chiaramonte podía ser refutada y además refutada amablemente de
modo –que estoy seguro- ellos mismos habrán de compartir la felicidad del hallazgo.
Porque, ahora puede afirmarse sin dudas y este libro pretende ser una prueba, es
impresionante la cantidad de textos literarios que ha inspirado –o mejor, provocado- el río
Paraná. Y es sorprendente la huella que sí ha dejado en el imaginario popular”.
Abrevo entonces de este descubrimiento-tesis de Mempo Giardinelli sobre el Paraná, para
ir tras las corrientes de sentido polisémicas que fluyen desde sus entrañas en nuestras
cartografías literarias.
Alejo García, navegante portugués, fue el primer hombre blanco que llegó hasta nuestro
Paraná nordestino, a la Isla del Cerrito, en 1521, sobreviviente de la expedición de Juan
Díaz de Solís al Río de la Plata, emprendida por la afiebrada fe en la leyenda de la
existencia de una “montaña de oro y plata”. Sebastián Gaboto, por su parte, llega a la isla
en 1528, también en busca de la leyenda de una montaña de oro y plata. Matarán, se
matarán entre ellos, esclavizarán y morirán en la búsqueda de ese tesoro remoto.

“Con qué podría ser comparado el Paraná? Deslumbrante pez de plata en las noches claras,
negra pampa oscilante cuando la luna se niega a franquear sus puertas de nubes, sirena
huidiza en los mediodías soleados. Sierpe inacabable, femenina y desconfiada como las
anchas yararás que pueblan sus orillas, allá arriba. Atleta de deslumbrante torso adornado
por las escamas de sus veloces dorados. Surco provechoso, herida gustosa. Río sereno,
humilde a ratos; otros encrespado, mugiente, altivo, terror de baqueanos. Caprichoso,
infranqueable en el Salto Apipé, al producirse las tremendas bajantes: gloria viva y calma
cuando desfila entre los magníficos cerros de Teyú-cuaré; arisco potro al internarse en la
impenetrable interrogación de la selva brasileña. Hombre de agua que se retuerce para
encontrarse a sí mismo sin lograrlo nunca. Hilo de cobre entre incesante verde, grito gozoso
del nordeste admirable, indescriptible. ¿Quién cantará algún día tu elogio, quién te hará al
fin justicia, viejo ardoroso, robusto amante de las cuchillas y barrancas argentinas, fecundo
progenitor de provincias y países, río familiar, río compañero, Dios Paraná?” El río oscuro,
1943, Alfredo Varela.
“Algunos dicen que el Paraná separa las costas de los tres países. Pero en realidad es el
hilo líquido que las une, convirtiéndolas en un cuarto país de leyenda, aislado de los otros,
diferente. Es una zona especial, con una ley propia que consiste en no tener leyes, con
distinto paisaje y distintos hombres. Mentira que es Brasil, allí donde el sinuoso río
empalma con el Iguazú, jade líquido. Toma trozos de los tres, pero no pertenece a nadie.
Es una tierra poderosa, inmensa, salvaje. Es la patria de la yerba mate. Es el Alto Paraná.
Engulle selvas y arroyos, montes hoscos, ensenadas y rancherías, elevándose sobre largas
lenguas de tierra abundosa y riente, o cataratas y remansos y montes y rocas y árboles y
más árboles, abrazando a millares de hombres oscuros, animales extraños y salvajes,
frutos espléndidos y casi desconocidos, se extiende como un gigantesco paralelogramo de
cinco mil leguas de superficie. De Norte a Sur lo cruza, lo parte en dos y le impone su
voluntad el único Dios verdadero del continente de la yerba, el Gran Camino que Camina.
En su parte más angosta, la zona abarca todo el Norte del sonmoliento Paraguay y el
territorio de Misiones, cuna de mil arroyos. En cambio, su lado más ancho corre desde la
barra de Río Grande, que vuelca sus aguas en el Océano Atlántico, hasta Curitiba, en el
Estado de Paraná, en el Brasil. En un reino inmenso e imponderable, y el sol no termina
de ponerse nunca sobre tanta hermosura y tanta miseria.
Tiene su propio idioma, que no es guaraní ni portugués, ni castellano, porque se trata de
una mezcla pintoresca y bárbara de los tres. A veces, en establecimientos vecinos se
hablan distintas lenguas. Aquí, del lado misionero, es común el portugués. Allá, por Santa
Catarinha o Río Grande do Sul, hay yerbales donde impera casi únicamente el español. Y
ese trasplante de idiomas y nacionalidades lo comparten patrones y peonadas. El poderoso
Barthe, paraguayo, con empresas en Misiones. Lo mismo que su compatriota Matiaúda. O
Martos, brasileño. O Pastoriza, uruguayo. En cambio, Allica, argentino, se estableció en
la costa brasileña y otros muchos lo imitaron, quién sabe barridos por qué vientos de su
patria de origen. ¿Pero quién habla de patria, aquí? Sólo cabe un país, una sola tierra,
una patria común. Este gigantesco paralelogramo de cinco mil leguas, que es la patria de
la yerba mate: el Alto Paraná”. El río oscuro, Alfredo Varela.
Asoma aquí, en la primera cita, la visión del Paraná como Padre Río, fecundo progenitor de
pueblos, río compañero, como recuperación resignificación de la cosmogonía guaraní. Pero
no sólo eso porque tiene múltiple fisonomía. Como se pone de relieve en el segundo
fragmento de la novela de Varela que aquí compartimos. Porque amplía sustantivamente su
campo semántico: y aparece primero como “un cuarto país de leyenda”, “aislado de los
otros, diferente” porque “es el hilo líquido” que une a las costas de Argentina, Paraguay y
Brasil. “Es una tierra poderosa, inmensa, salvaje. Es la patria de la yerba mate. Es el Alto
Paraná”… “único Dios verdadero del continente de la yerba, el Gran Camino que Camina”. “Este
gigantesco paralelogramo de cinco mil leguas, que es la patria de la yerba mate” en la que se
mezclan 3 nacionalidades y múltiples lenguas. Y donde el sol no termina de ponerse nunca sobre
tanta hermosura y miseria, sus dos caras antagónicas.

Los hijos de la miseria, los sintierra, tendrán por tumba al Paraná.

“Hasta Posadas solían bajar los cadáveres boyando… A veces, estaban desnudos. O si no,
les quedaban jirones de ropa y jirones de piel. O sólo unos huesos machacados… los
muertos del Alto Paraná no tienen apellido ni familia. Y ni siquiera rostro, porque los
peces hambrientos se lo habían picoteado… no tienen historia… La gente de Posadas ya lo
sabía…” El río oscuro, Alfredo Varela.

Releo ahora el capítulo final de la novela de Varela. No puedo dejar de encontrar un puente
de sentido con otro final, el de Hijo de Hombre, texto aparecido 17 años después –aquí ya
mencionado-, porque tal como escribió la narradora misionera Olga Zamboni 2, “el mensú
sobreviviente, más idea que hombre, desnudo, pequeño, casi ridículamente trágico,
erguido en una jangada lanza su sapucay de triunfo: grito de victoria en el viaje río abajo
(río, camino que anda) abandonando una época y yendo al encuentro de la otra, en la que
el autor presume no habrá injusticias sociales”.
Cantar entre dientes el Himno de los Muertos de los Guaraníes, por parte de una devota
católica, para que “un nuevo tiempo amanezca”, porque la voz ancestral volverá a fluir de
los huesos hecha memoria en Hijo de hombre. Esas letras de ese himno vedado subirá
desde el subsuelo de una memoria irredenta en los susurros de María Rosa. O gritar y que
ese grito sea una sapucay, que según Pocho Roch 3, significa “le quema el sonido en los
ojos” porque era un canto pronunciado en voz muy alta, con el que se adoraba a Dios y se
2 Zamboni, Olga. El río en la Literatura Misionera. En:
http://www.autoresterritoriales.com/wp/wp-content/uploads/2015/03/el-rio-en-la-literatura-de-
misiones.pdf
le pedía que no finalizara el mundo en los días de eclipse”. Porque el sapucay, nos aclara
Roch, “era para los días de eclipse”.

Sentimos en este fragmento de la novela el eco de un cuento célebre de Horacio Quiroga,


de 1917, Los mensú: “Sobre el río salvaje, encajonado en los lúgubres murallones del
bosque, desierto del más remoto ¡ay!, los dos hombres, sumergidos hasta la rodilla,
derivaban girando sobre sí mismos… en una noche de tinta que no alcanzaban a romper sus
ojos desesperados”. “…Y durante veinte horas la lluvia cerrada transformó al Paraná en
aceite blanco y al Paranaí en furiosa avenida”. “Y en el mismo pajonal, sitiado siete días
por el bosque, el río y la lluvia, el superviviente agotó las raíces y gusanos posibles, perdió
poco a poco sus fuerzas, hasta quedar sentado, muriéndose de frío y hambre, con los ojos
fijos en el Paraná”. Destino también de dos mensú que quisieron huir de un destino
marcado por la explotación semi esclava y el acecho de la muerte más temprano que tarde.

No podemos dejar de mencionar otro famoso cuento quiroguiano, “A la deriva”: “El Paraná
corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan
fúnebremente el río… El paisaje es agresivo y reina en él un silencio de muerte. Al
atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única”.

Horacio Quiroga, que como lo escribió la Prof. Alejandra Liñán, y también Aledo Luis
Meloni, es el fundador de la narrativa chaqueña moderna. Porque cuando vivió aquí, entre
1904 y 1905, a 30 kilómetros de Resistencia, en las inmediaciones del arroyo Saladito,
cerca de la actual ruta 11, se descubrió plenamente como cuentista. Había venido por un
proyecto de chacra y cultivo de algodón. Fracaso rotundo. Pero Quiroga encuentra el
esplendor de su narrativa. Hay que releer entonces como textos chaquenses 4 “La
insolación” y los otros seis cuentos de la llanura chaqueña.

Otra de las grandes realizaciones cinematográficas argentinas de la época se refirió


asimismo a la situación del mensú: se llamó Prisionero de la tierra, basada en los cuentos de
Horacio Quiroga, y la dirigió Mario Sóffici en 1939.

Pero nadie como Rafael Barrett narrará y describirá sin tapujos la esclavitud de los
incontables de la historia en los yerbatales del Alto Paraná. Español que eligió el Paraguay
para vivir, militar, amar y escribir y que se murió a los 34 años, Barrett es considerado por
Augusto Roa Bastos el padre de la narrativa paraguaya moderna. Para nosotros es junto con

3 Pocho Roch, patriarca del chamamé en Corrientes, es además el estudioso/ investigador más
importantedel folclore nordestino.
4 Esta expresión corresponde al poeta Adolfo Negro Cristaldo, autor del célebre poemario “Razachaco”,
quien acuñó tal vocablo, chaquense o chaqueñero, para referirse a todos los creadores, escritores/artistas,
venidos de diferentes puntos del país que al quedarse en el Chaco por un tiempo o al elegir nuestra
provincia como su lugar en el mundo, creaban obras muy representativas de la compleja diversidad cultural
chaqueña.
Quiroga el fundador de la narrativa moderna del Gran Chaco americano. Dos forasteros,
dos autoexiliados, dos extraviados. Escribirá artículos periodísticos, auténticas aguafuertes
entre 1907 y 1910, reunidos en forma póstuma bajo el libro “El dolor paraguayo y lo que
son los yerbatales”.

Porque al resignificar, por un lado, el mito-leyenda del Pombero, nos presentará las
imágenes del Paraná y el Paraguay como ríos prisioneros de la ambición del colonizador y
entonces ese ser mitológico tendrá una misión histórica emancipadora:

“Su pensamiento fijo, el motivo de sus misteriosas expediciones, es pisar los pasos a las
mujeres encintas, acechar los partos… La ilusión sempiterna, el proyecto magno del
pombero es robar un niño blanco recién nacido y hacer de él, para su tribu, un rey
invencible que recobre las fecundas llanuras y los magníficos ríos que cayeron en manos
de la pálida raza irresistible. El niño blanco criado entre la salvaje maleza, crecerá,
salvará a los humildes expoliados; hará justicia, mesías de los negros. Mas lo que el
pombero ignora, pequeño monstruo errante, fantasma de sus propias ruinas, es que
también los blancos, desposeídos de tu trozo de naturaleza, sufren como él; y como él
esperan el mesías prometido”. El Pombero, en: Rojo y Azul, diciembre de 1907.

Por otro lado, en su texto “Degeneración” denunciará las condiciones de esclavitud, los
tormentos y los crímenes cometidos contra los mensú en los yerbatales del Alto Paraná,
tanto en Paraguay, la Argentina como en Brasil:

“Escudriñad bajo la selva: descubriréis un fardo que camina. Mirad bajo el fardo:
descubriréis una criatura agobiada en la que se van borrando los rasgos de su especie.
Aquello no es ya un hombre; es todavía un perón yerbatero… Pensád que muchos de ellos
apenas son adolescentes.

Su salario es ilusorio. Los criminales pueden ganar dinero en algunos presidios. Ellos no.
Tienen que comprar a la empresa lo que comen y los trapos con que se visten… Cada año
la esclavitud y la miseria se afirman más irremediablemente en una maldición sola. El 90
por ciento de los peones del Alto Paraná son explotados sin otra remuneración que la
comida. Su suerte es idéntica a la de los esclavos de hace dos siglos”.

“El 90 por ciento de las mujeres de la mina son prostitutas profesionales… Niños
desnudos, flacos, arrugados antes de haber aprendido a tenerse de pie, extenuados por la
disentería, hormiguean en el lodo, larvas del infierno a que vivos aún han sido
condenados. Un 10 por ciento alcanzan la virilidad. La degeneración más espantosa abate
a los peones, a sus mujeres y pequeños. El yerbal extermina a una generación en quince
años. A los 40 de edad el hombre se ha convertido en un mísero despojo de la avaricia
ajena. Han dejado de él la lona de su carne…Su rostro fue una lívida máscara, luego tomó
el color de la tierra, por último el de la ceniza. Es un muerto que anda…”
“En la confluencia misma del Paraguay y el Paraná, está el puerto. Allí el agua hierve
permanentemente con sorda furia y los colores de los dos ríos –uno rojizo, el otro azulado-
no se mezclan nunca”, escribirá magistralmente Rodolfo Walsh en La isla de los
resucitados, de 1967, en la que oiremos desde un montaje excepcional las voces de los
leprosos y de los médicos de la Isla del Cerrito, también ellos extraviados en sus propios
ríos de memoria, abandonados por todos, abandonados de sí mismos.

“Algún día don Pedro Vallejo se decretó solo y para siempre, renunció de un golpe al amor,
al independencia, la amistad, se sumergió en los reinados inferiores: las plantas, el perro, el
filo de la azada, el olor de la tierra, su roto lenguaje interior”.

“Las grandes inundaciones del Litoral siempre trajeron fiebres y desdichas. Alguna vez
arrastraron los cadáveres de los adversarios de Stroessner: se los veía pasar en su desolada
deriva. Las aguas también traen historias, como la que me contó un tipo flaco, empleado de
Vialidad, días atrás, cuando visité las defensas que guarecen Resistencia”. Así empieza “En
las sombrías aguas”, de 1994, notable cuento de Miguel Ángel Molfino.

Aparece también el Paraná amenazado o como amenazante portador de una peste bíblica.
Por ejemplo, en la estupenda novela de José Gabriel Ceballos, Víspera Negra, en la que
desde los púlpitos de las iglesias correntinas se alerta en la década del ‘30 acerca de qué
pasaría si se instalara el Leprosario en la Isla del Cerrito, dado que por las aguas del gran
río viajaría y se esparciría entre nosotros la lepra.

Un siglo atrás, en 1870, cuando finalizaba la Guerra de la Triple Alianza que desoló el
Paraguay, otra peste viajaba a través de sus aguas, pero esta vez ese destino letal estaba
marcado por una decisión política. El Marqués de Caxias, comandante general del ejército
del Brasil durante esa guerra, escribe a su emperador Pedro II: “El general Mitre decidió
arrojar los cadáveres coléricos a las aguas del Paraná para que lleven el contagio a las
poblaciones ribereñas, principalmente a las de Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe, que le son
opuestas…”

“Río de las congojas”, de las angustias y penas muy intensas, como titula la estupenda
narradora jujeña Libertad Demitrópulus a su novela, publicada en 1981, en plena dictadura
militar. En ella un anciano mestizo, Blas de Acuña, sentado a orillas de un brazo del Paraná
(el río de las congojas y de los desabrimientos y disgustos) contempla pasar las aguas y el
abandono que hacen de la ciudad, cien años después de su fundación, los pobladores de la
vieja Santa Fe. El libro, desde su epígrafe, nos dice elípticamente apelando a un texto
griego que debemos cuidar el destino de los cuerpos de nuestros muertos, en clara alusión
al incierto paradero y la memoria de los desparecidos de la dictadura.
Y en Imposible equilibrio, gran novela de Mempo Giardinelli, los efectos brutales de la
desforestación se hacen sentir en la desertificación de vastos territorios, por un lado,
inundaciones y lluvias excesivas por otro. En el caso del Chaco que narra Mempo las
secuelas de ese fenómeno habían producido en el sudeste chaqueño espejos de agua
podrida, lagunas y bañados, esteros y charcos y en todas esas manchas sobreabundaban
carrizales y camalotes que hasta empezaban a dificultar la navegación por el mismísimo
Paraná, “pues en las desembocaduras de todos los ríos afluentes se formaban islas flotantes
cada vez más sólidas”.

“El avance de esas estructuras vegetales era tal que, incluso, se decía que podía haber
riesgo para el enorme puente que une Resistencia con Corrientes. Por lo tanto, había
llegado a la conclusión que para contrarrestar el avance de la vegetación acuática chaqueña
no había nada mejor que importar hipopótamos”.

Para escapar de la persecución policial los chaqueños insurrectos de la novela de Mempo se


refugiarán primero en Paso de la Patria y luego en la literatura, porque vendrán a buscarlos
en un globo aerostático, Ramiro y Araceli, los personajes de Luna Caliente, de 1983.

“Paso de la Patria, pueblo recostado sobre el Paraná, frente a Ñeembucú, en el sureste


paraguayo, frente a la confluencia del Paraná con el Paraguay”.

Meguesoxochi o los fulgores del desierto verde:

En 1884, se pone en marcha la Campaña del Chaco. La consigna es penetrar como sea en el
territorio, desde todas las direcciones, ocuparlo y pacificarlo, porque 300 años de historia
habían demostrado, según el General Roca que el indio chaqueño era salvaje e indómito.

Cuatro grandes caciques son los jefes que defienden la tierra de la que los quieren expulsar.

Uno de ellos es el cacique Cambá, Yaloschí, que había estado en Lacangayé en 1879
cuando el Comandante Fontana atacó ese lugar. Luchó con él y un lanzazo suyo le arrancó
su brazo izquierdo. El presidente Roca le escribirá a Fontana: “Su brazo mutilado y un
reguero de sangre marcarán en el Chaco los derroteros de la civilización y del progreso”.
Meguesoxochi, el otro jefe general de los tobas, estaba al mando de mil guerreros con
lanzas. Acordaba acciones con los otros tres caciques pero su estrategia de lucha era
distinta porque sus condiciones eran muy singulares. Tenía el don de la palabra. Dos veces
se entregó prisionero junto a sus capitanes y en las dos consiguió pactos decorosos de
liberación con la promesa de juntar a sus hermanos para el sometimiento que venía a buscar
el ejército, pero se burlaba de los militares y los continuaba guerreando al día siguiente.
Uanagréc, el cacique mocoi, logra huir con lo que le queda de sus gentes y se interna al
norte del río Teuco. Es muy astuto y los va llevando de a poco a los soldados a las tierras
impenetrables para ellos donde sólo los originarios y sus caballos pueden andar. Los
provoca, se les aparece y desaparece y cuando lo quieren agarrar se les esconde tras los
montes o se les pierde en los campos de cardos espinosos. Los soldados que lo persiguen se
empiezan a sentir perseguidos y le tienen miedo al desierto y a la sed que los castiga por la
falta de agua. Por eso desvían su marcha hacia el este. El capitán Arias escribe en su Diario
de guerra que no lo puede encontrar porque parece un fantasma del desierto.

El capitán Urquiza, por su parte escribirá: “Descubrí las huellas de caballos que nuestros
baqueanos me dijeron que eran indígenas. Decidí seguirlas. Seguía en realidad la estrategia
de Uagrenác, que una vez más nos fue conduciendo luego de los esteros de Yasnorí, hasta
Campo del Cielo, la tierra desértica en la que con mis hombres sentimos la espantosa sed de
cuatro días. No me quedó más remedio que hacer degollar un caballo cuya sangre bebieron
con satisfacción los soldados. Tres de ellos se escaparon alucinados por la ilusión de
alcanzar una aguada que no existía. Un tigre destrozó a uno de ellos”.

En el diario de ruta del oficial Ferreyra, se lee: “Pero el avance se hace más lento que el
resto de las otras columnas porque la naturaleza nos hostiga, nos cierra el paso y a veces
parece que nos asfixia y sofoca de sed y calor brutal. “Ha sido necesario abrirse paso en
medio de bosques seculares que forman una muralla inexpugnable”.

Sin embargo, la suprema superioridad de los rémington hace estragos entre los guerreros
indígenas. Sólo falta que éstos acepten su derrota final y se paseen junto a los vencedores
en las tierras donde yacen las ruinas de Lacangayé.

El general Uriburu le ofrece entonces a Meguesoxochi una buena paz y ropa y comida y le
promete tierras si el cacique toba y sus gentes se pasean con él y su jefe Victorica ante todo
su ejército triunfal para demostrar a la civilización que son pacíficos los indios y aceptan
sus leyes y su mando. Y Meguesoxochi le dice que acepta pero que le dé unos días para
juntar a su pueblo que está disperso por el monte.

Por eso las cinco columnas del ejército cuyo propósito es pacificar el territorio nacional del
Chaco convergen hacia Lacangayé. El ministro de guerra Benjamín Victorica llega al punto
estratégico y prepara el acto culminante de su campaña. Sabe que han derrotado al enemigo
principal, los Guaycurú. Sin embargo, ningún grupo toba ni mocoví se ha rendido. Porque
Meguesoxochi los ha burlado nuevamente. Inútilmente espera seis días en Lacangayé.

Meguesoxochi era el último cacique toba que resistía a los coroneles de la campaña del
desierto del norte. Uriburu no se conformaba con los magros resultados conseguidos.
Necesitaba la rendición, la derrota completa, moral, de los guaycurúes. Sentía que por culpa
de ese cacique había quedado en ridículo ante Victorica y Obligado. Comisionó entonces al
mayor Celestino Pérez para una nueva búsqueda al norte del Teuco. Un año después
lograron atraparlo.

Meguesoxochi y los hombres y mujeres y niños que se quedaron con él fueron acollarados
por el cuello, como a los animales, por las manos, y algunos también por los pies. Al
cacique lo subieron a una mula. Así se los hizo andar bajo el sol y la lluvia a los prisioneros
de la guerra del indio, que se declaró en 1870 y recién la dio por terminada Irigoyen en
1917, hacia el otro lado donde está el Fortín Lavalle. Y desde allí fueron traslados hasta
Fortín Roca donde fueron encarcelados y se juzgó y condenó a Meguesoxochi, al igual que
a otros de los jefes y guerreros sobrevivientes por atacar y matar a soldados argentinos.
Después los arrastraron acollarados por la orilla del río Teuco hasta el Puerto Bermejo y ahí
los metieron en un buque de guerra que navegó a través del Paraná con destino final en la
Isla Martín García.

Ese barco hizo su primera parada en Santa Fe y ahí hicieron bajar a unas cuantas familias
tobas. Desde ese momento quienes sobrevivieron a esa travesía y a sus consecuencias dicen
que no volvieron a ver más a Meguesoxochi.

“Estábamos atados de pies y manos pero no de ojos y vimos que cuando el barco salió de
Santa Fe hacia el sur ya no estaba más nuestro cacique. Y empezamos a comentarnos esto
en nuestra lengua y unos decían que lo habían matado durante el viaje y lo habían tirado al
río Paraná, otros decían que con el Meguesoxochi no podían que a ese a nuestro cacique no
le agarraría así nomás la muerte porque la miraba siempre de frente y entonces se escapó el
Meguesoxochi decían y uno de los nuestros dijo con voz muy clara que sí que se había
escapado porque lo habían tirado vivo al agua unos dogshi para que se muriera ahogado, lo
habían metido dentro de un cuero de animal todo envuelto y atado esos pero el
Meguesoxochi logró salir y se agarró a una calabaza grande y siguió la corriente del agua y
no sabemos dónde está ahora y dónde se fue nuestro Meguesoxochi”.

Meguesoxochi es el primer desaparecido del ejército argentino en el Chaco, escribe Juan


Chico, historiador lúcido y valiente, el que escribe para recuperar los filos de la lengua del
malón.

Escribo o mejor dicho rescribo algunos hechos de la llamada Conquista del desierto del
norte, porque Orlando Sánchez, el gran investigador e historiador qom, recuperó con su
escritura lo que narraron los caciques ancianos tobas en noviembre de 1977, en plena
dictadura cívico-militar, en un encuentro en Pampa del Indio, reconstruyendo oralmente lo
que sabían de su historia.

Renarro en mi novela “La próxima lluvia” lo que pervivió como legado promesa de
Meguesoxochi entre los suyos:
“Cuando teníamos hambre, cuando todo nuestro mundo se caía y el cielo toba que no
veíamos no hallaba a nuestra luna mi mamá me decía ya galopa con su caballo blanco el
Meguesoxochi ese que no se rinde ese que lo atrapan una y otra vez y no pueden matar y se
les escapa ese mi hijo me decía mi mamá y otras mamás tobas se lo decían a sus hijos ese el
último cacique guaycurú que no agacha su cabeza ante los dogshi ese nos va a venir a
buscar para que volvamos a nuestra tierra a nuestros montes bajo un cielo brillante de luna
toba. Y aquí y allá y más allá del Chaco nuestras gentes decían que veían a unos pájaros
que a veces decían que era una perdiz de monte, Na´ llalaqpi, y que eso era una señal buena
del Meguesoxochi que estaba bien que estaba vivo y se les había escapado a los militares y
pronto vendría a buscarnos para llevarnos con él a nuestras tierras para volver a tomar las
lanzas y pelear con él por nuestra libertad o para que escuchemos sus palabras y sepamos
qué hacer para no desaparecer de la tierra que había sido nuestra. Y otros decían que lo
habían visto cuando empezó a llover luego de una gran sequía que rajaba la tierra en su
caballo blanco con una mano en lo alto como saludando y una mujer lo había visto como
sombra a él y a su caballo cuando los soldados la perseguían y luego de esa visión dijo que
pudo escaparse con sus hijos sin que la vieran los soldados”.

“Concierto de voces insepultas en el insomnio de la memoria”, escribe la poeta Sandra


Lorenzano. Pienso entonces en el narrador de nuestro desierto verde, en el indómito
Meguesoxochi, porque en el desierto mandan los narradores escribe el narrador militar
Mansilla, los que saben transmitir al lenguaje la pasión de lo que está por venir.

Porque en la historia y en el mito de Meguesoxochi se cruzan las aguas del Paraná y la


cacería en el desierto y emerge entre nosotros, tempranamente, la figura del gran
extraviado, del primer desaparecido.

Porque ahora se anuncia una nueva Campaña del Desierto, pero esta vez sin armas, aclaran,
esta vez educativa, como si eso debiera aliviarnos. Y la indignación de los bárbaros que
somos, sin que lo sepamos a veces, no es tanta, no alcanza, no es suficiente.

Y pienso nuevamente en nuestro Paraná nordestino, el del Gran Chaco Americano, y en el


relato de viejos pescadores de Empedrado, Corrientes, testigos involuntarios que empiezan
a contar lo que los militares les hicieron en sus cuerpos, durante la dictadura, para que no
contaran lo que no debían ver: cómo desaparecían los cuerpos irredentos, enterrados en los
bajos de Empedrado o arrojados a las aguas del Paraná. Esto contó Gustavo Piérola,
hermano de Fernando e hijo de Amanda Mayor de Piérola, en agosto de este año, en el 30
aniversario del Mural de la Masacre de Margarita Belén, en el Aula Magna de la UNNE. Y
uno de esos relatos permitió dar con los restos de una de las víctimas de esa masacre, Julio
“Bocha” Pereyra.

Supe hace unas semanas, por María Julia Morresi, ex presa política del Chaco y viuda de
Fernando Piérola, que según datos extra oficiales de uno de los detenidos condenados por la
masacre de Margarita Belén, varios de los cuerpos aún desaparecidos de sus víctimas
habrían sido arrojados, precisamente, en la confluencia de los ríos Paraná y Paraguay, a la
altura de la Isla del Cerrito.

“El agua murmura / y en su eco hace visible /las voces silenciadas” escribe Araceli Arreche
y yo pienso en la memoria del río de la que hablaban Juan L Ortiz y Alfredo Veiravé.
Pienso en los rumores de nuestras aguas, en las voces indecibles y en los cuerpos insepultos

Algo de eso sentí cuando descubrí los atardeceres rojizos, fosforescentes en la Isla del
Cerrito, atisbando desde la pequeña lomada que le da nombre a la isla, cómo confluyen y se
tocan pero sin mezclarse las aguas de dos grandes ríos sudamericanos, el Paraná y el
Paraguay, azules las unas, rojas las otras, porque entendí que en esa confluencia hay un
enigma, un secreto, una cifra, fronteras y cruces, y por lo tanto, voces, historias y tonos
diversos disímiles para aprender a extraviarnos de las huellas físicas y mentales del
colonizador.

Francisco Tete Romero

14 de diciembre 2016.

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