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El emperador trató de solucionar este asunto, pero sin evaluar el calado real
de la disputa doctrinal sobre el arrianismo, pensó que era un asunto de poca
relevancia e intentó resolverlo por la vía de una exhortación amistosa. Envió
sendas cartas al obispo Alejandro de Alejandría y a Arrio. Osio fue el
encargado de llevar la carta al obispo de Alejandría.
El intento de resolver el conflicto resultó fallido. Constantino no se desanimó y tomó la
decisión personal de convocar un concilio ecuménico, cuyo orden del día fuera la
controversia arriana y la fiesta de la Pascua. Posiblemente en la decisión constantiniana
habría influido también el obispo de Alejandría que era partidario de realizar un sínodo
ecuménico, que zanjara la cuestión.
Aunque no se han conservado las actas de este concilio, sin embargo, han llegado hasta nosotros
algunos documentos sinodales: el símbolo, listas de obispos, cánones y una carta sinodal. Las sesiones
conciliares se celebraron en Nicea de Bitinia, en el palacio de verano del emperador.
En cuanto al número de participantes suele aducirse el de 318. Este número se hizo proverbial y dicha
cifra la repitieron los papas Liberio y Dámaso. Otros autores, como Eusebio de Cesarea hablan de 250.
S. Atanasio calcula que fueron más de 300. Tan considerable número de asistentes se vio favorecido al
poner Constantino a disposición de los padres conciliares el cursus publicus.
La mayor parte de los asistentes procedían del Oriente cristiano: Asia Menor, Palestina, Egipto, Siria,
Mesopotamia, provincias danubianas, Panonia, África y Galia. De Occidente sólo estuvieron presentes
cinco representantes, entre los que destacaban dos legados del obispo de Roma y Osio de Córdoba.
Comenzaron las sesiones el 20 de mayo y terminaron el 25 de junio del 325. Constantino
inauguró la asamblea, con un discurso en latín exhortando a la concordia, luego dejaría la
palabra a la presidencia del Concilio que, casi con seguridad, fue desempeñada por Osio de
Córdoba, cuya firma aparece en las listas en primer lugar, y tras él las de los representantes del
obispo de Roma.
Los Padres de Nicea también se ocuparon de la readmisión de cismáticos y herejes (cc. 8 y 19) y de la
penitencia pública (cc. 11, 12, 13 y 14). Llama la atención la benevolencia de los legisladores de
Nicea con los pecadores, frente al rigorismo de sínodos anteriores de Elvira y Arlés. El c. 11 se ocupa
de los lapsi de la última persecución de Licinio, y les impone tres años de penitencia.
Los cc. 18 y 20 son de índole litúrgica. El c. 18 determina que los diáconos reciban la comunión de
manos de un obispo o de un sacerdote (cf. Arlés [314], c. 18). Por su parte, el c. 20 recuerda que la
postura del orante es de pie, no de rodillas.
Por último, el concilio niceno trató también de un cisma que había dividido la Iglesia de Egipto en los
comienzos del siglo IV, por obra de Melecio, obispo de Licópolis, que se había arrogado el derecho de
consagrar obispos y presbíteros sin conocimiento del obispo de Alejandría, en contra de la disciplina
vigente. Los Padres conciliares trataron con benignidad a los consagrados de forma irregular,
autorizándoles a continuar en su actividad eclesiástica, pero ocupando un lugar a continuación de los
miembros de la jerarquía regular (Epistula nicaeni concilii ad Aegyptios).
1.4.2. El concilio de Constantinopla (381)
Después del Concilio de Nicea, a pesar de su condena del arrianismo, éste consiguió sobrevivir
durante unos años gracias a los emperadores que sucedieron a Constantino.
Es más, gracias a Constancio II la influencia arriana se extendió por Occidente, a través de
algunos sínodos promovidos por dicho emperador, lo que favoreció una cierta confusión
doctrinal y la consiguiente aparición de fórmulas y sectas, que trataban de modificar o atenuar
la doctrina de Nicea.
A este concilio se le debe que el resultado doctrinal de Nicea fuera asumido definitivamente como
patrimonio común de las Iglesias en Oriente y Occidente; el primer punto que trató fue la organización
de la Iglesia en Constantinopla, sometidas durante varios decenios a una línea oficial que comenzó a ser
superada con la presencia de Gregorio Nacianceno. Después de tratar este asunto se abrió un paréntesis
para afrontar la cuestión de los macedonios sobre la divinidad del Espíritu Santo que estaba siendo
cuestionada por los pneumatómacos; en este contexto fue presentado un nuevo símbolo que seguía al
de Nicea, pero agregaba elementos precisos para recalcar la consustancialidad del Espíritu Santo.
Se habla del credo niceno-constantinopolitano que es una gran paradoja: es el documento más
significativo y enigmático en cuento que ninguna fuente del concilio habla de él; de toda manera los dos
elementos más representativos que diferencias este símbolo del niceno son: la cláusula “cuyo reino no
tendrá fin”, dirigida contra Marcelo de Ancira, y algunas afirmaciones sobre el Espíritu Santo: “Señor y
dador de vida, precedente del Padre, adorado y glorificado junto con el Padre y del Hijo”.
1. Precedentes
Finalmente, con la muerte de Constancio (361) y de Valente (378) los arrianos perdieron
sus más fuertes apoyos y se quedaron reducidos a una débil minoría. A la muerte de
Valente el imperio oriental pasó a manos de Graciano (375-383), quien extendió al nuevo
territorio las medidas favorecedoras de la ortodoxia, que antes había aplicado en
Occidente.
Graciano confió posteriormente a Teodosio (379-395) el Imperio de Oriente. El nuevo
emperador se mostró un celoso defensor de la fe de Nicea, porque entendía que era la fe
predicada por San Pedro a los romanos, profesada por el Pontífice Dámaso y por el obispo
Pedro de Alejandría, como él mismo pone de manifiesto en su famosa constitución Cunctos
populos del 380.
Por eso, no es de extrañar que deseara terminar con los restos de arrianismo en Oriente.
Para lograr ese objetivo convocará un sínodo en el 380, que se reunirá en Constantinopla al
año siguiente. En Occidente, entre tanto, se habían celebrado algunos sínodos con idéntico
propósito. Bástenos recordar el sínodo de Aquileya (381) que congregó a unos treinta y
cinco obispos occidentales, entre ellos, a S. Ambrosio, que condenaron los últimos focos de
arrianismo latino.
2. Desarrollo del concilio
El concilio de Constantinopla se inauguró en el mes de mayo del 381 y duró hasta junio de
ese mismo año. Las sesiones se celebraron en los locales del palacio imperial, según nos
insinúan las fuentes de la época. Estuvieron presentes un total de 150 obispos, todos ellos
orientales. Entre los padres conciliares mencionaremos algunos de extraordinaria
notoriedad, como Gregorio de Nacianzo, Gregorio de Nisa, Cirilo de Jerusalén, Diodoro de
Tarso y Pedro de Sebaste.
Este símbolo parece que tiene su origen en el que se utilizaba en la Iglesia de Jerusalén para la
administración del bautismo, con algunas adiciones relativas al Espíritu Santo: «Señor y vivificador,
que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es igualmente adorado y glorificado, que habló por
los profetas». Este símbolo fue proclamado durante el concilio.
En el debate doctrinal debió promulgar el concilio un Tomo en el que aparecerían anatematismos
contra las herejías recientes, sobre todo contra los arrianos y macedonianos. Esta noticia nos ha
llegado a través de una carta del sínodo de Constantinopla celebrado en el 382.
Legislación canónica
A falta de las auténticas actas del concilio, los investigadores se inclinan por las
colecciones canónicas latinas, por ser las más antiguas. En ellas se reproducen cuatro
cánones disciplinares. El c. 1 reafirma la fe de Nicea y condena toda herejía,
especialmente la de los eunomianos, anomeos, arrianos, eudoxianos, semiarrianos,
pneumatómacos, sabelianos, marcelianos, fotinianos y apolinaristas.