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1.4. CONCILIOS ECUMÉNICOS.

1.4.1. El concilio de Nicea (325)

El emperador Constantino, después de su victoria sobre Licinio, se encontró las


Iglesias de Oriente sumidas en ásperas controversias, tanto de carácter
doctrinal (arrianismo), como disciplinar (la disputa sobre la fecha de la Pascua).
Sin duda, la promovida por el sacerdote Arrio era la más importante
El primer concilio ecuménico fue el punto de llegada de un proceso
anterior en el que la Iglesia buscaba la formulación del dogma trinitario y
algunos elementos disciplinarios que tuvieran validez universal. Entre sus
objetivos estaban: solucionar el problema arriano, buscar la pacificación
general y la organización de la Iglesia, limar la diferencia en relación a la
celebración de la pascua, entre otras. Entre los Padres conciliares brilla con
luz propia el entonces diacono Atanasio, uno de los más firme defensores
de la ortodoxia de Nicea contra el arrianismo. El problema del fondo en
relación a la fe era la cuestión de términos “homousius” aplicado a Jesús,
es decir, que él era consubstancial con el Padre que fue aceptado por
algunos obispos presentes, entre ellos Arrio.
Antes del concilio la Iglesia vivió la polémica trinitaria en cuyo contexto se
inserta el arrianismo, herejía que por no formular bien la encarnación del
Hijo de Dios negaba su divinidad y eternidad al considerarlo como un
semidios y demiurgo que se manifestaba en Jesucristo, porque es divino por
participación y adicción al ser creado en el tiempo para servir como
instrumento en la creación del universo; por estas afirmaciones también
negaba el dogma trinitario. La presencia de esta herejía y las controversias
que suscitó son fundamentales para entender la importancia del Concilio de
Nicea convocado por el emperador Constantino hacia el 325.
Los enfrentamientos religiosos fueron reflejo de las luchas políticas e ideológicas hasta
que por fin se impuso una concepción ortodoxa que dio origen a la Iglesia católica de
Roma. Entre las herejías, el gnosticismo ocupa un lugar importante. Se trata del primer
intento de exponer una filosofía cristiana de la religión y de la historia. Posiblemente,
los acontecimientos posteriores hubieran sido muy distintos si los principios gnósticos
se hubieran impuesto. Éstos, en palabras de Teodoto, pretendían responder a las
preguntas:
¿Qué éramos?
¿Qué hemos venido a ser?
¿Dónde estamos?
¿Adónde hemos sido arrojados?
¿Adónde vamos?
¿De qué nos liberamos?
¿Qué es nacer?
¿Qué es renacer?
A) Precedentes

Este sacerdote alejandrino inspirándose en la doctrina de Luciano de


Samosata comenzó a predicar que el Logos, la segunda Persona de la Trinidad,
no era eterno, sosteniendo que hubo un tiempo en que no existía. Fue
condenado varias veces por su obispo Alejandro y por algunos sínodos
provinciales, como el de Antioquía del 324-325. A pesar de estas condenas, Arrio
continuó aferrado a sus tesis.

El emperador trató de solucionar este asunto, pero sin evaluar el calado real
de la disputa doctrinal sobre el arrianismo, pensó que era un asunto de poca
relevancia e intentó resolverlo por la vía de una exhortación amistosa. Envió
sendas cartas al obispo Alejandro de Alejandría y a Arrio. Osio fue el
encargado de llevar la carta al obispo de Alejandría.
El intento de resolver el conflicto resultó fallido. Constantino no se desanimó y tomó la
decisión personal de convocar un concilio ecuménico, cuyo orden del día fuera la
controversia arriana y la fiesta de la Pascua. Posiblemente en la decisión constantiniana
habría influido también el obispo de Alejandría que era partidario de realizar un sínodo
ecuménico, que zanjara la cuestión.

Aunque para nuestra mentalidad actual puede resultar chocante la convocatoria de un


concilio por un emperador, no lo era para Constantino y sus contemporáneos. Desde
Augusto los emperadores romanos habían acumulado en su persona la magistratura
de pontifex maximus, de ahí que Constantino, aún siendo un simple catecúmeno, se
considerara pontifex, «obispo puesto por Dios para los asuntos de fuera» y entendiera
que su actuación caía dentro de las competencias asumidas por un emperador.
B) Desarrollo del concilio

Aunque no se han conservado las actas de este concilio, sin embargo, han llegado hasta nosotros
algunos documentos sinodales: el símbolo, listas de obispos, cánones y una carta sinodal. Las sesiones
conciliares se celebraron en Nicea de Bitinia, en el palacio de verano del emperador.

En cuanto al número de participantes suele aducirse el de 318. Este número se hizo proverbial y dicha
cifra la repitieron los papas Liberio y Dámaso. Otros autores, como Eusebio de Cesarea hablan de 250.
S. Atanasio calcula que fueron más de 300. Tan considerable número de asistentes se vio favorecido al
poner Constantino a disposición de los padres conciliares el cursus publicus.

La mayor parte de los asistentes procedían del Oriente cristiano: Asia Menor, Palestina, Egipto, Siria,
Mesopotamia, provincias danubianas, Panonia, África y Galia. De Occidente sólo estuvieron presentes
cinco representantes, entre los que destacaban dos legados del obispo de Roma y Osio de Córdoba.
Comenzaron las sesiones el 20 de mayo y terminaron el 25 de junio del 325. Constantino
inauguró la asamblea, con un discurso en latín exhortando a la concordia, luego dejaría la
palabra a la presidencia del Concilio que, casi con seguridad, fue desempeñada por Osio de
Córdoba, cuya firma aparece en las listas en primer lugar, y tras él las de los representantes del
obispo de Roma.

El obispo cordobés encarnó la ortodoxia a lo largo de la controversia arriana; a él hay que


atribuir el que la política de Constantino, aún con todo su intervencionismo y su ignorancia en
temas teológicos, fuera en general acertada y favorable al bien de la Iglesia. Las primeras
actuaciones corrieron a cargo de Arrio y sus secuaces, que expusieron su doctrina de la
inferioridad del Logos divino.

Tras largas deliberaciones terminó imponiéndose la tesis ortodoxa sobre la consubstancialidad


del Verbo con el Padre. Defendieron esta doctrina Marcelo de Ancira (Ankara), Eustacio de
Antioquía y el diácono Atanasio de Alejandría. Sobre la base del credo bautismal de la Iglesia de
Cesarea se redactó un símbolo de la fe, que recogía la afirmación inequívoca de considerar
al Logos como «engendrado, no hecho, consubstancial (homoousios) al Padre».
Este símbolo fue suscrito por los Padres conciliares, a excepción de Arrio y de dos obispos,
Teonás y Segundo, que quedaron excluidos de la comunión de la Iglesia y desterrados .
C) Legislación canónica
El concilio de Nicea legisla también sobre la ejemplaridad de los préstamos otorgados por los
clérigos, prescribiedo que no perciban usuras por esos contratos, so pena de perder su condición
clerical (c. 17) (cf. Elvira, cc. 19 y 20; Arlés [314], c. 12).

Los Padres de Nicea también se ocuparon de la readmisión de cismáticos y herejes (cc. 8 y 19) y de la
penitencia pública (cc. 11, 12, 13 y 14). Llama la atención la benevolencia de los legisladores de
Nicea con los pecadores, frente al rigorismo de sínodos anteriores de Elvira y Arlés. El c. 11 se ocupa
de los lapsi de la última persecución de Licinio, y les impone tres años de penitencia.
Los cc. 18 y 20 son de índole litúrgica. El c. 18 determina que los diáconos reciban la comunión de
manos de un obispo o de un sacerdote (cf. Arlés [314], c. 18). Por su parte, el c. 20 recuerda que la
postura del orante es de pie, no de rodillas.

Por último, el concilio niceno trató también de un cisma que había dividido la Iglesia de Egipto en los
comienzos del siglo IV, por obra de Melecio, obispo de Licópolis, que se había arrogado el derecho de
consagrar obispos y presbíteros sin conocimiento del obispo de Alejandría, en contra de la disciplina
vigente. Los Padres conciliares trataron con benignidad a los consagrados de forma irregular,
autorizándoles a continuar en su actividad eclesiástica, pero ocupando un lugar a continuación de los
miembros de la jerarquía regular (Epistula nicaeni concilii ad Aegyptios).
1.4.2. El concilio de Constantinopla (381)

Después del Concilio de Nicea, a pesar de su condena del arrianismo, éste consiguió sobrevivir
durante unos años gracias a los emperadores que sucedieron a Constantino.
Es más, gracias a Constancio II la influencia arriana se extendió por Occidente, a través de
algunos sínodos promovidos por dicho emperador, lo que favoreció una cierta confusión
doctrinal y la consiguiente aparición de fórmulas y sectas, que trataban de modificar o atenuar
la doctrina de Nicea.
A este concilio se le debe que el resultado doctrinal de Nicea fuera asumido definitivamente como
patrimonio común de las Iglesias en Oriente y Occidente; el primer punto que trató fue la organización
de la Iglesia en Constantinopla, sometidas durante varios decenios a una línea oficial que comenzó a ser
superada con la presencia de Gregorio Nacianceno. Después de tratar este asunto se abrió un paréntesis
para afrontar la cuestión de los macedonios sobre la divinidad del Espíritu Santo que estaba siendo
cuestionada por los pneumatómacos; en este contexto fue presentado un nuevo símbolo que seguía al
de Nicea, pero agregaba elementos precisos para recalcar la consustancialidad del Espíritu Santo.

Se habla del credo niceno-constantinopolitano que es una gran paradoja: es el documento más
significativo y enigmático en cuento que ninguna fuente del concilio habla de él; de toda manera los dos
elementos más representativos que diferencias este símbolo del niceno son: la cláusula “cuyo reino no
tendrá fin”, dirigida contra Marcelo de Ancira, y algunas afirmaciones sobre el Espíritu Santo: “Señor y
dador de vida, precedente del Padre, adorado y glorificado junto con el Padre y del Hijo”.
1. Precedentes

Uno de estos movimientos sectarios fue el llamado de los «pneumatómacos», que


negaban la consustancialidad del Espíritu Santo con el Padre y, por tanto, su divinidad.
Partían del presupuesto arriano de considerar que el Hijo era una criatura y, en
consecuencia, el Espíritu Santo era una criatura del Hijo. Los seguidores de esta herejía
recibieron también el nombre de «macedonianos» derivado de Macedonio, obispo de
Constantinopla (342-360), que fue su principal mantenedor.

Finalmente, con la muerte de Constancio (361) y de Valente (378) los arrianos perdieron
sus más fuertes apoyos y se quedaron reducidos a una débil minoría. A la muerte de
Valente el imperio oriental pasó a manos de Graciano (375-383), quien extendió al nuevo
territorio las medidas favorecedoras de la ortodoxia, que antes había aplicado en
Occidente.
Graciano confió posteriormente a Teodosio (379-395) el Imperio de Oriente. El nuevo
emperador se mostró un celoso defensor de la fe de Nicea, porque entendía que era la fe
predicada por San Pedro a los romanos, profesada por el Pontífice Dámaso y por el obispo
Pedro de Alejandría, como él mismo pone de manifiesto en su famosa constitución Cunctos
populos del 380.

Por eso, no es de extrañar que deseara terminar con los restos de arrianismo en Oriente.
Para lograr ese objetivo convocará un sínodo en el 380, que se reunirá en Constantinopla al
año siguiente. En Occidente, entre tanto, se habían celebrado algunos sínodos con idéntico
propósito. Bástenos recordar el sínodo de Aquileya (381) que congregó a unos treinta y
cinco obispos occidentales, entre ellos, a S. Ambrosio, que condenaron los últimos focos de
arrianismo latino.
2. Desarrollo del concilio

El concilio de Constantinopla se inauguró en el mes de mayo del 381 y duró hasta junio de
ese mismo año. Las sesiones se celebraron en los locales del palacio imperial, según nos
insinúan las fuentes de la época. Estuvieron presentes un total de 150 obispos, todos ellos
orientales. Entre los padres conciliares mencionaremos algunos de extraordinaria
notoriedad, como Gregorio de Nacianzo, Gregorio de Nisa, Cirilo de Jerusalén, Diodoro de
Tarso y Pedro de Sebaste.

El Papa Dámaso (366-384) no asistió, ni envió representantes. Sin embargo, se considera


ecuménico este concilio al reconocerlo como tal el concilio de Calcedonia (451). Ocupó la
presidencia Melecio de Antioquía, y a su muerte le sustituiría san Gregorio de Nacianzo
, recién elegido obispo de Constantinopla, aunque por poco tiempo, porque debido a una
serie de intrigas tuvo que dejar la sede constantinopolitana y se retiró a Nacianzo. Como
sucesor de Gregorio fue elegido un anciano senador llamado Nectario (Sozomeno, Historia
Ecclesiastica, VII, 8). Dado que el elegido era un simple catecúmeno, después de recibir el
bautismo se le consagró seguidamente como obispo de Constantinopla.
Desde el punto de vista doctrinal, este Concilio supuso el golpe de gracia contra el arrianismo, que –
a pesar de la condena de Nicea– había tenido una amplia difusión al amparo de los emperadores
Constancio (337-361) y Valente (364-378). Pero además se enfrentó a una nueva herejía: el
macedonianismo, que negaba la consubstancialidad del Espíritu Santo. El documento más
importante de este Concilio es, sin duda, el llamado «símbolo niceno-constantinopolitano».

Este símbolo parece que tiene su origen en el que se utilizaba en la Iglesia de Jerusalén para la
administración del bautismo, con algunas adiciones relativas al Espíritu Santo: «Señor y vivificador,
que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es igualmente adorado y glorificado, que habló por
los profetas». Este símbolo fue proclamado durante el concilio.
En el debate doctrinal debió promulgar el concilio un Tomo en el que aparecerían anatematismos
contra las herejías recientes, sobre todo contra los arrianos y macedonianos. Esta noticia nos ha
llegado a través de una carta del sínodo de Constantinopla celebrado en el 382.
Legislación canónica

A falta de las auténticas actas del concilio, los investigadores se inclinan por las
colecciones canónicas latinas, por ser las más antiguas. En ellas se reproducen cuatro
cánones disciplinares. El c. 1 reafirma la fe de Nicea y condena toda herejía,
especialmente la de los eunomianos, anomeos, arrianos, eudoxianos, semiarrianos,
pneumatómacos, sabelianos, marcelianos, fotinianos y apolinaristas.

La fórmula indirecta “que hay que anatematizar” y el hecho de no decir en qué


consisten esos errores hacen pensar que se tratase de un resumen de los anatemas
contenidos en el Tomo del que nos habla la sinodal del sínodo del 382.

El c. 2 establece que los obispos de una «diócesis» no deben entrometerse en los


asuntos de otras circunscripciones eclesiásticas. Conviene precisar que la palabra
«diócesis» no tiene el sentido que actualmente le damos, sino que significa la
agrupación civil de varias provincias. El canon enumera las diócesis civiles existentes
en Oriente: Tracia, Asia, Ponto, Oriente, Egipto.
Entre los canones disciplinares destaca el c. 3 en el que se afirma que «el obispo de
Constantinopla, por ser ésta la nueva Roma, tendrá el primado de honor, después del obispo de
Roma». Como se puede observar la razón que se alega es política, no eclesiástica. La Iglesia
occidental rechazó siempre este canon, que originaría luego una serie de enfrentamientos y
disensiones.
El c. 4 declaraba nula la ordenación de Máximo, el intrigante colaborador de S. Gregorio de
Nacianzo.
A estos cuatro cánones se suelen añadir otros tres que figuran en algunas colecciones canónicas
griegas. Dos de ellos proceden del sínodo de Constantinopla del 382, y el tercero es una carta de
la Iglesia de Constantinopla a la de Antioquía.

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