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(desapego - libertad – (competentes-coraje-

gobernantes- valentía-disciplina-
relación) optimismo)
IDENTIDAD EGO

(autonomía – amor –
muerte – sufrimiento
compromiso)
VOCACIÓN
+ AMOROSIDAD
+ ACEPTACION
+ CONFIANZA
+ SEGURIDAD

- NEGACIÓN
- CONSUMISMO
+ RESPONSABILIDAD
+ SOLEDAD - EXILIO
+ INTERDEPENDENCIA

- VICTIMA
- ADICTO A
PREOCUPARSE
+ LUCHADOR
+ LIMITES
+ DEFENSA
+GANAR-GANAR

-GANAR/PERDER
- ADICTO AL
LOGRO
+ GENEROSIDAD
+ COLABORACIÓN
+ NUTRICIOS

- MARTIR
- ADICTO A LA
INTERDEPENDENCIA
+ CALIDAD DE VIDA
+ SUPERIOR
+ TRASCENDER

- PERFECCIÓN
- ADICCIÓN AL
AISLAMIENTO
+ CRECIMIENTO

-SUICIDIO
-ADICCIÓN A LA
AUTODESTRUCCIÓN
+ UNIÓN
+ PASIÓN
+ COMPROMISO

- SEXO
- CELOS
+ VOCACIÓN
+ CREATIVIDAD
+ FLEXIBILIDAD
+ IMAGINACIÓN

- ADICTO AL
TRABAJO
+ PROSPERIDAD
+ ARMONIA
+ PROACTIVO

- OGRO
- TIRANOS
- ADICTO AL
CONTROL
+ TRANSFORMACIÓN

- MALÉFICO
+ CONOCIMIENTO

- JUEZ
-ADICTO A TENER
RAZÓN
+ PLACER
+ LIBERTAD
+ DISFRUTA

- SENSUALIDAD
DESEMBOCADA
El gran terapeuta que fue Carl Gustav Jung recién empieza a ver reconocida la
enorme importancia de su extensa obra, después de varias décadas de
menosprecio académico. Su exploración en las profundidades de la psiquis lo
llevó a estudiar exhaustivamente la filosofía, la mitología, la alquimia, las
religiones orientales y el misticismo occidental. Se interesó también con igual
dedicación en el tarot, el I Ching, la astrología, los Onvis, los mandalas, las
culturas de los pueblos primitivos en Africa y América del Norte, las civilizaciones
india, china y japonesa... De él pudo haberse dicho «Nada humano me es ajeno».

Revolucionó el paradigma mecanicista de la psicología, recalcando la


importancia del inconsciente por sobre la del consciente, lo misterioso en lugar
de lo conocido, lo místico en lugar de lo científico, lo creativo en lugar de lo
productivo y lo religioso en lugar de lo profano.
Uno de sus conceptos claves es el «inconsciente colectivo», fundamento del
inconsciente personal, y que vincula al individuo con el conjunto de la humanidad.
Descubrió que en los sueños y los mitos subyacen elementos de este inconsciente
colectivo que él denominó «arquetipos». Estos no pueden comprenderse directamente
por análisis intelectual, sino sólo mediante los símbolos y el lenguaje de la mitología.
El arquetipo es el modelo a partir del cual se configuran las copias: es el patrón
subyacente, el punto inicial a partir del cual algo se despliega.

Jung distinguía entre arquetipos e imágenes arquetípicas. Reconoció que lo que llega a
nuestra consciencia son siempre las imágenes, o sea las manifestaciones concretas y
particulares de los arquetipos las que - según él - «nos impresionan, influyen y
fascinan». Sin embargo, los arquetipos mismos carecen de forma y no son
visualizables. «El arquetipo, como tal es un factor psicoide que pertenece, por así
decir, al extremo invisible y ultravioleta del espectro psíquico.» Agregaba que son
vacíos y carentes de forma, sólo podemos sentirlos cuando se llenan de contenido
individual.
El interés de Jung por las imágenes arquetípicas refleja más énfasis en la forma del
pensamiento inconsciente que en su contenido. Nuestra capacidad para responder a
experiencias como criaturas creadoras de imágenes es heredada. Las imágenes
arquetípicas no son restos de un pensamiento arcáico sino parte de un sistema viviente
de interacciones entre la mente humana y el mundo exterior. Las mismas imágenes
arquetípicas que aparecen en los sueños dieron origen a las remotas mitologías y
religiones que han habido en la historia de la humanidad. Para Jung, esta capacidad de
crear imágenes, y no la razón, es la verdadera función que nos hace humanos. Atender
a estas imágenes - que no son ideas traducidas, sino el lenguaje natural del alma - nos
ayuda a liberarnos de la opresión de las maneras de pensar verbal y racional que han
limitado nuestra creatividad.
El pensamiento simbólico es asociativo, analógico, cargado de afecto, animista,
antropomórfico. Puede parecer más pasivo que el pensamiento organizativo y
conceptual pues, a diferencia de los pensamientos, sentimos las imágenes como algo
que recibimos más que algo fabricado por nosotros (la inspiración del artista). Nuestra
vinculación con las imágenes arquetípicas puede comprometernos con la visión de un
mundo interior, que puede salvarnos de la trampa de la separatividad entre sujeto y
objeto.
Las imágenes arquetípicas son percibidas como independientes de nuestra
experiencia personal, nos resultan inexplicables a partir de nuestro conocimiento
consciente. Nos sentimos en contacto con algo desconocido hasta ese momento, y
generalmente nos asombra descubrir similitudes entre las imágenes y temas de
nuestros sueños con los que aparecen en mitos y leyendas de los que no teníamos un
conocimiento previo. El impacto que nos produce constatar estas semejanzas es muy
poderoso.

Jung siempre hizo notar que las imágenes arquetípicas están tan conectadas con el
pasado como con el futuro. Por eso son transformadoras. Decía: «El Yo no sólo
contiene el depósito y la totalidad de toda la vida pasada, sino que también es un
punto de arranque, el suelo fértil a partir del cual brotará toda vida futura.
La premonición del futuro está tan claramente impresa en nuestros pensamientos
más íntimos como lo está el aspecto histórico». Estas imágenes se nos presentan
como líneas indicadoras que nos muestran el camino, sin obligarnos a seguirlo. «La
vida no sigue líneas rectas, ni líneas cuyo curso pueda verse con gran antelación».
El modo que tenía Jung de trabajar con imágenes arquetípicas no era la
interpretación o traducción al lenguaje conceptual, o la reducción a una imagen más
general o abstracta, sino lo que él llamaba «amplificación»: conectar la imagen al
mayor número posible de imágenes asociadas, manteniendo así fluyente el proceso
imaginativo. Se trataba de comunicarse con la multiplicidad, la fecundidad, la
interconexión vital entre ellas, no analizar la dependencia que pudieran tener con un
origen común. Amplificar significa ir mucho más lejos de la estrecha identidad
personal y «recordarnos con una imaginación más amplia» que nos llevaría al
ámbito transpersonal.

Jung también trascendió las limitaciones de la ciencia mecanicista describiendo una


forma de conexión no causal de acontecimientos a la que llamó «sincronicidad» y
que está en relación con ciertos descubrimientos de la física moderna. Se dice que el
propio Einstein le alentó a desarrollar este concepto y el físico Pauli colaboró con
Jung en escribir un libro sobre ese tema.
Para Jung, la mente es como un sistema autoorganizado, regido por una fuerza
creativa y cósmica y que tiende a desarrollarse hacia una integración cada vez
mayor. El papel del terapeuta es apoyar este proceso de integración que une
nuestros aspectos tanto conscientes como inconscientes. El decía: «El terapeuta
debe ser como un médico partero, que ayuda a dar a luz lo que el paciente tiene en
su interior».
Le interesaba sobremanera la colaboración entre el Oriente y el Occidente en
relación a los caminos de crecimiento personal ofrecido por ambos. Es sorprendente
la capacidad perceptiva demostrada por Jung en sus comentarios sobre el budismo
tibetano, la India y el yoga, el taoísmo y la meditación zen. No sólo era capaz de
comprender lo que para la mayoría de la gente occidental de su época eran sólo
experiencias extrañas, sino que consigue relacionarlas con perspectivas occidentales
de naturaleza semejante. Resulta difícil valorar en su totalidad estos comentarios
que aparecen generalmente en prefacios a libros de alumnos y amigos suyos.
Realmente, desempeñó un papel significativo en la introducción de las religiones
orientales en el público occidental. Su influencia, ciertamente, ha ayudado a que en
Occidente se aprecien la religión y el pensamiento oriental.
Eso no impidió que él - con extraordinario buen juicio - nos previniera contra la
adopción indiscriminada de religiones extranjeras acompañada del abandono de los
fundamentos occidentales.
«Quiero hacer una advertencia muy especial contra el intento de imitar las prácticas
y sentimientos orientales. Nada bueno surgirá de ello, a no ser una anulación
artificial de nuestra inteligencia occidental. No pueden ni deben abandonar su
comprensión occidental: más bien deberían acudir a ellas (estas prácticas) sin
imitaciones ni sentimentalismos, para comprender en la medida que es posible a la
mente occidental».
Una gran mayoría de los jóvenes occidentales que se fascinaron con las disciplinas
orientales, al empezar someterse a ellas, se desalentaron al darse cuenta de todo el
esfuerzo y la devoción que se necesitaba durante un largo período de tiempo en el
que no se producían los resultados que ellos esperaban. Otros se rapaban la cabeza o
usaban extrañas coletas, además de estrafalarias vestiduras, sin que dieran
muestras de algún apreciable progreso en su crecimiento personal.
Por otra parte, ha habido cierto número de gente que sí ha sido capaz de sumergirse
en técnicas y puntos de vista orientales, no sólo sin ningún riesgo para su salud
psíquica, sino con una expansión del conocimiento de sí que no habría sido posible
adquirir de otra manera.

Estas excepciones positivas no contradicen las advertencias de Jung. El no se


equivocaba al señalar que
la asimilación de un punto de vista extranjero, con la consiguiente pérdida de las
raíces propias, no es una propuesta demasiado atractiva. Lo ideal es - además de
mantenerse en lo propio y aplicar la crítica y actitudes peculiares del occidental a
nuestra interioridad - tener en consideración, y procurar comprender, filosofías
basadas en concepciones opuestas a las habituales como una manera de alcanzar así
una totalidad más integrante. Quienes han leído la autobiografía de Jung recordarán
cómo en un sueño descubrió que él era un yogui en profunda meditación, meditando
la vida que el soñante vivía.
Este equilibrio entre Oriente y Occidente fue exactamente lo que Jung mantuvo
durante su larga vida. En sus escritos mantuvo una actitud científica estricta, pero
apreciando y honrando siempre el material psicológico que tenía entre manos. Nunca
abandonó la religión de su nacimiento y sus ancestros, por muy amplias que fueran
sus apreciaciones sobre las religiones orientales, las que se contraponían con la fe
aceptada por la sociedad de su época. Era un ser ecuménico en el sentido más
profundo de la palabra. Sus conexiones psicológicas eran múltiples. En algunos de
sus sueños aparecían experiencias del politeísmo griego, del judaísmo y del
cristianismo. En otros, había temas hindúes, budistas, alquímicos o gnósticos. Jung
fue quizás el primer hombre moderno que «habiendo perdido su alma», la encontró
en su experiencia individual, pero conservando sus lazos con las religiones del
pasado. El explicaba la etimología de «religio» como «observación cuidadosa de lo
numinoso», pero su actitud vital se conectaba más con el otro posible origen de la
palabra, que significa «enlazando hacia atrás». Jung se comunicaba plenamente con
el pasado, en forma histórica y psicológica, con gran respeto.
Todas las religiones del mundo, incluído el budismo, parecen desarrollar sus ramas
de fundamentalismo, tradicionalismo, misticismo, libertad del individuo y
conversión. Esta variedad refleja los distintos aspectos del alma. La psicología
junguiana se ha mostrado receptiva a esta variedad, ocurra ella de manera individual
o colectiva. «Dejemos que el alma hable por sí misma», decía Tertuliano. Esta
actitud nos permite comprender la voz del alma en el pasado. Desde ese pasado hay
algo nuevo surgiendo de la psiquis, otra manera de aproximarse a lo numinoso. Esta
nueva experiencia de lo divino se encontraría en la reconciliación entre las religiones
del mundo y en su capacidad de comunicarse con un nuevo contenido. Esto, que ha
surgido independientemente en Jung, y otros, es una especie de actitud psico-
religiosa, cuyas características son: lo divino nos trasciende a todos, diversos
caminos llevan a él, todos son valiosos, ninguno es mejor que otro, ninguno necesita
trascenderse, todas las religiones tienen su origen en la naturaleza del alma y en
cómo se manifiesta en ella lo divino. Hay seguramente una visión hindú, una visión
budista, judía o cristiana, pero, por sobre todas las cosas, es una visión unificadora.
La naciente «ecumenización» de la humanidad parece traer consigo regalos valiosos.
Uno de ellos es un punto de vista psicológico que nos permite experimentar lo divino
desde múltiples ángulos y permite también la reflexión y las preguntas. Parte de este
regalo ya nos ha sido concedido, gracias al trabajo de Jung; pero también está
surgiendo del inconsciente de mucha gente algo parecido a lo que todas las grandes
religiones esperan: que cuando todos nos hallemos en armonía con la Presencia
Divina, Ella se manifestará entre nosotros.
“Sin salir por la puerta
se puede conocer el mundo.
Sin mirar por la ventana
se puede conocer el camino del cielo.
Cuanto más lejos se va,
tanto menos se aprende.
Por eso el sabio
sabe sin desplazarse.
Entiende sin ver.
Realiza sin hacer.”

(Lao Tsé)
Sincronicidad es un término acuñado por el psiquiatra suizo C. G. Jung, quien lo
concibió para describir la singular ocurrencia de dos o más acontecimientos de igual
o similar significación, sin conexión causal posible. Este principio incluye
necesariamente a un sujeto que perciba y experimente en forma consciente el
significado común entre un hecho del mundo interno y uno o más del mundo
subjetivo. La sincronicidad se distingue así del mero sincronismo – ocurrencia
simultánea de dos sucesos cualesquiera - y se opone abiertamente al principio causal
predominante en la cultura occidental, dominada por el cientificismo: la ley de causa
y efecto, o de acción y reacción.

Un ejemplo simple de sincronicidad sería el recordar repentinamente a un


compañero de colegio del que no se ha sabido nada desde entonces; encontrarlo
casualmente en la calle a las pocas horas o días, y simultáneamente leer en el diario
una información referida a la profesora que enseñaba en ese curso. Si la persona
vive esos tres eventos en compañía de un amigo, para éste la secuencia no
significará más que hechos aislados; pero para el protagonista, todos ellos están
eslabonados en relación a un tiempo específico de su pasado.
El puede ver la conexión existente y otorgarle un significado. Los componentes
objetivos y el subjetivo no poseen una causa común, no es posible deducir o
demostrar científicamente qué genera el fenómeno. Y es que la ciencia ha avanzado
en mediciones cada vez más minuciosas y microscópicas de la realidad, pero al llegar
al terreno de lo subjetivo se ha encontrado en la imposibilidad de medir, reproducir,
predecir o manipular las variables.
En la época en que Jung describió la sincronicidad, ésta aparecía como antónimo de
la causalidad imperante, lo que no significa que esto haya sido siempre así. De
hecho, en la antigüedad este término no habría sido necesario, como no lo sería el de
ecología en el lenguaje de una tribu indígena del Mato Grosso. Cuando el
conocimiento no estaba dividido en ciencia y humanismo, cuando el sabio se
ocupaba tanto de lo terreno como de lo divino - lo primero como expresión de lo
segundo - nada podía ser considerado como acausal. El estudio de la causa primera
tenía el mismo sentido que el de sus consecuencias en la materia y los seres vivos, ya
fuera que a aquella causa se la llamara Dios, Naturaleza o Sol. Y no nos referimos
aquí a la actitud de ignorancia o inercia mental que adjudica a un ser omnipotente
todo aquello que no entiende, sino a la comprensión del universo como un todo
inseparable, como una gran armonía interdependiente.
Así, la sabiduría antigua, especialmente oriental, se empeñaba en comprender como
afectaba el quiebre de una armonía particular a otro sistema o al conjunto, por sobre
la disección de problemas aislados y su intento de resolución - in vitro –
desconectados de sus relaciones naturales.

Si el mundo surgía y era sostenido a partir de un Gran Aliento fundamental, éste


podría ser conocido y comprendido a través del estudio del mundo, porque estaría
tan presente en lo grande como en lo pequeño, tan reflejado en los astros como en
las hormigas. Nada quedaría fuera de lo que es, como nada podría estar fuera de la
eternidad. Esta cosmovisión estaba naturalmente impregnada de la búsqueda
trascendente de las grandes interrogantes inherentes al ser humano. Estando en el
mundo, parece razonable buscar la trascendencia a través de él en un ascenso
progresivamente integrador que minimice los riesgos de producir místicos
desarraigados o científicos desalmados. En la antigüedad sólo merecía ser llamado
sabio aquel que había sabido recorrer ambos caminos y al que, luego de una larga
trayectoria en la que había comprendido suficientemente al mundo, le era posible
comenzar a recibir algún conocimiento de Dios.
Aun en pueblos primitivos, en el sentido de escaso o nulo conocimiento teórico o
abstracto, las personas más respetadas o veneradas de la comunidad las constituían,
y constituyen, aquéllas capaces de interpretar el todo por sobre los hechos
particulares, y con ello indicar las acciones necesarias para restituir la armonía
perdida en cada caso. El examen de la mayoría de los métodos adivinatorios, o
premonitorios, ya sea lectura de huesos calcinados o conchas de tortuga, I Ching,
Tarot, etc., revela un factor común: todos ellos expresan un "momentum" global, por
ello es factible de ser «leído» o interpretado por alguien que percibe su significado.
Queremos decir: por alguien capaz de aprehender el Gran Aliento que en ese instante
impregna todas las cosas, incluidos los objetos adivinatorios, condición "sine qua
non" para que en éstos se manifieste una realidad que los trasciende.
Todo acto adivinatorio es sincronístico, ya que no puede ser demostrada una
causa que condicione el acierto de la premonición. La función primordial del oráculo
es revelar la correspondencia entre lo interno y lo externo de un momento dado, en
un paralelismo acausal. Refiriéndose al I Ching, dice Jung: « ... quienquiera que lo
haya inventado, estaba convencido de que el hexagrama obtenido en un momento
determinado coincidía con éste en su índole cualitativa, no menos que en la
temporal.
Para él, el hexagrama era el exponente del momento en el que se lo extraía, por
cuanto se entendía que el hexagrama era un indicador de la situación esencial que
prevalecía en el momento en el que se originaba.»

Desgraciadamente, esta arcana concepción unificadora, sintético-intuitiva,


predominante en el Este, comenzó a escindirse, en forma casi paralela al incremento
de la civilización occidental. Recordemos que China tenía ya milenios de cultura
cuando Europa recién estaba dejando la vida nómada. La principal causa de este
cisma fueron las características inherentes al hombre occidental: razonador,
inquisitivo, analítico, en suma, fragmentador del mundo. Para conocer, él separa,
divide, clasifica, versus el oriental, que integra, sintetiza, recibe al mundo.

Estas peculiaridades fueron relegando cada área de conocimiento a un


compartimiento separado y cada vez más infranqueable: ciencias naturales, teología,
música, etc.. La fisura inicial se convirtió en grieta, y ésta en caminos francamente
irreconciliables, hasta casi nuestros días: ciencia y religión; verdades que exigían ser
demostrables para existir "versus" verdades de las que sería blasfemia pedir
demostración, y que debían ser aceptadas mediante un acto de fe.
Si para los científicos todo tenía que tener una causa conocida que produjera el
efecto en estudio, Dios - o la causa primera incognoscible - quedaba
instantáneamente excluido. Para los religiosos, en cambio, el testeo o manipulación
de la obra de Dios era aberrante, y sólo cabía admirarla.

En una época de apogeo científico y tecnológico, sin embargo, el Dr. Jung describió
un orden acausal de acontecimientos, una categoría de eventos sin conexión posible
y sin predictibilidad alguna, debido a que uno de sus componentes era subjetivo y la
subjetividad no se podía manipular certeramente. De la causalidad lineal, producida
necesariamente en una sucesión temporal, dio un salto conceptual a la sincronicidad
atemporal, en la que la conexión factual se produce sólo en la consciencia del que lo
vivencia, y no en el tiempo entre A y B. La mirada causal es retro o prospectiva,
tendiendo a fijar sus elementos en el tiempo, mientras la sincronicidad sólo puede
suceder en el ahora transformándolo creativamente en una nueva comprensión.

Para Jung, la conexión causa-efecto es sólo estadística y como tal, relativa, y, sin
embargo, ha sido el método empleado para comprender y establecer sobre la base
de leyes todo el comportamiento físico, químico y biológico en la naturaleza.
Este sistema deja fuera de la norma a todo lo individual, lo excepcional, lo único. Más
aún - precisa Jung - el científico preformula preguntas a la naturaleza a través
de experimentos prejuiciados, con lo que obtiene respuestas parciales que luego son
presentadas como generalizaciones. Reflexión compartida por el científico
contemporáneo , Dr. Humberto Maturana: « ... las explicaciones científicas no
contienen los rasgos del fenómeno por explicar, sino que éstos resultan de los
procesos que ellos implican. Por esta razón, las explicaciones científicas son
proposiciones mecanicistas, y como tales, consisten en proposiciones de sistemas
determinados por su estructura.»

En esto radica la distorsión. La ciencia - como otras áreas del conocimiento - en su


empeño por conocer el mundo, ha elaborado leyes, ha construido abstracciones cada
vez más complejas sobre la base de hipótesis, modelos y experimentaciones
estadísticamente satisfactorias. 0, según Ken Wilber, ha realizado distinciones de
distinciones de distinciones. El problema surge cuando se da por supuesto que esas
meta- meta-demarcaciones son la realidad.
Por una parte, es falso el no considerar todos los casos individualmente, y por otra
parte produce un distanciamiento enorme, con su consiguiente deformación, de la
naturaleza misma de las cosas, la que es no fragmentaria. Al decir de los
neurolingüistas, «el mapa no es el territorio».

La sincronicidad es por esencia incluyente, al no establecer distinciones de tiempo,


espacio, ni categorías, y no imponer condiciones a su ocurrencia. Hipótesis nada
descabellada si consideramos a la sincronicidad como un puente tendido entre el
saber absoluto y la realidad externa, constituyendo un acontecimiento
esencialmente creativo.
Acumulados estadísticamente, la distribución de sucesos sincronísticos se verifica en
grupos aperiódicos, o de otro modo no serían aleatorios. En todos los casos la
causalidad no ha podido ser encontrada o demostrada. Si pudiéramos conocer y
establecer la existencia de la causa primera, del Gran Aliento al que hacíamos
mención, desaparecería naturalmente la oposición entre causalidad y acausalidad al
comprobarse el orden superior al que todos los fenómenos estarían subordinados.
Así, el aparente antagonismo entre la distribución seriada, lineal, de los
acontecimientos causales, y la distribución aperiódica y atemporal de las
«conexiones transversales significativas» - como llamaba también Jung a la
sincronicidad - quedaría abolida, siendo ambas expresiones diversas, parciales, y,
por lo tanto, complementarias del Todo.

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