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©Mayo 2024

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autora, excepto en el caso de pequeñas citas utilizadas en artículos y
comentarios escritos acerca del libro.
Esta es una obra de ficción. Nombres, situaciones, lugares y caracteres son
producto de la imaginación de la autora, o son utilizadas ficticiamente.
Cualquier similitud con personas, establecimientos comerciales, hechos o
situaciones es pura coincidencia.

Diseño de cubierta: H. Kramer


Corrección: Noni García
ÍNDICE
Agradecimientos
Play List
Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Capítulo 86
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Capítulo 90
Epílogo 1
Epílogo 2
La Autora
Bibliografía
AGRADECIMIENTOS
Uno de mis personajes favoritos son Thomas Crown (de El secreto dde Thomas Crown) y Neal
Caffrey (de Ladrón de guante blanco), esa mezcla de caballero truhán que he querido plasmar en
Ares.
El mundo de la alta joyería y la falsificación está rodeada de un muro impenetrable, a pocos les
interesa que se hable de ello y por eso la documentación de este libro ha sido un tanto dificultosa.
Tengo que dar las gracias encarecidamente a Marta Garrido, gemóloga, périto de joyas y gran
profesional, que me ha asesorado con muchísima documentación, audios y su maravilloso tiempo
para que esta novela pueda gozar de la veracidas suficiente como para que lo que transcurre en estas
páginas pudiera suceder.
El cuarto pecado capital viene cargado de spice, lujo, piedras preciosas, amor, humor y villan@s
entre las sombras.
Es un Dark Romance, porque la moralidad de varios de los personajes, incluido el protagonista
masculino, está dentro de la escala de grises, lo que no quita que sea un dark romance soft si lo
comparamos con algunas historias que se escriben.
Gracias a mi familia por entender libro a libro que esta es mi pasión.
A mis ceros, Nani, Vane, Irene y Jean, por acompañarme, como siempre, con el señor boca sucia y
permitirme gozarlo mucho a su lado.
A mis divinas Noe, Maca y Lau, con las que compartí, casi desde el inicio, quién era el/la villan@
entre las sombras y lo pasamos de lo más grande elucubrando lo que sentiría el lector al descubrirl@.
A Noni, Marisa y Sonia, que como siempre hacen un sprint maravilloso para que el libro llegue a
tiempo de la mejor manera posible y que los lectores puedan leerlo sin faltas o erratas. Sois la caña.
A Kramer porque con el por saco que he dado con esta portada ha terminado siendo una obra
maestra digna de los personajes.
A Tania, espero que el señor boca sucia te haga babear, gracias por estar siempre ahí y tus
llamadas.
A Christian @surfeandolibros, Sandra @libro_ven_a_mi, Ángeles, Adriana @mrs.svetacherry
Marcos @booksandmark, Henar @clubdelecturaentrelibros, Luisa @literaliabooks, Andrea
@andreabooks, Yole @el_rincon_dela_yole, y todos los bookstagramers con los que hablo que tanto
me aportáis y que siempre sumáis.
A mis chicas de La Zona Mafiosa, Clau, Anita, que sois unas cracks.
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Caballero, Toñi, Tamara.
A todos los grupos de Facebook que me permiten publicitar mis libros, que ceden sus espacios
desinteresadamente para que los indies tengamos un lugar donde spamear. Muchas gracias.
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PLAY LIST

Avaricia RG
INTRODUCCIÓN

Ares

U
na vez escuché que las joyas eran capaces de capturar el alma de
aquellos que las poseían, que eran reflectoras de belleza y
enmascaradoras de la podredumbre que solían ocultar sus
propietarios.
Quizá por ello me gustaba mirarme en ellas, observar mi imagen en cada
una de sus facetas, capaces de ofrecer cincuenta y ocho versiones de mí
mismo en corte brillante, bañando mi oscuridad en pura luz.
Inspiré profundamente y admiré la pieza que tenía entre los dedos. Era
fácil obtener lo que quería cuando dejaba a mis víctimas agotadas después
de una maratón de sexo. La propietaria del anillo dormía apacible en la
cama ajena al pago que haría por mis servicios. El placer tenía precio, y ella
iba a pagarlo, aunque lo más probable era que nunca lo supiera, para eso era
el mejor en lo mío.
Hice girar el solitario hasta que las comisuras de mis labios se estiraron y
solté una exhalación de puro placer que nada tenía que ver con el polvo que
había echado.
Admiré la belleza sin igual de la pieza. Un diamante era fruto de la
presión implacable que transformaba un trozo de carbón en una gema
resplandeciente. A mi mentor le gustaba compararme con uno, solía
decirme que, si me aplicaba, yo sería el más deslumbrante, que solo
necesitaba el pulido adecuado, y a él le apasionaba pulirme, pese a que yo
no gozara con sus métodos más que discutibles.
Cerré los ojos y apreté los puños enguantados con rabia después de
depositar el anillo sobre el paño de terciopelo negro, nunca dañaría aquello
que llenaba mis bolsillos.
Mi origen era tan oscuro como el de algunas de las piedras más
codiciadas del mundo.
La mujer que me dio la vida decidió que no tenía el suficiente valor
como para mantenerme a su lado, prefirió descartarme, abandonarme en el
interior de un contenedor, arropado por el frío del invierno y una tonelada
de desperdicios.
Me subestimó, donde ella solo supo ver un trozo de piedra gris, porque
nadie le enseñó a distinguir lo que era válido y lo que no, otro supo ver más
allá y captar lo que refulgía en mi interior.
Mi primer acto de rebeldía fue demostrarle a aquel útero con piernas que
conmigo se equivocó.
Me aferré a la vida con la inocencia de quien no sabe a lo que se
enfrenta, presentando batalla desde mi primera exhalación.
Fui moldeado por las circunstancias adversas, limado en un entorno
hostil, donde ser el mejor era la única vía de escape.
Absorbí los conocimientos necesarios para convertirme en objeto de
codicia, como aquel diamante corte brillante que reposaba en la cómoda
Luis XVI; no obstante, a diferencia de él, yo no era inmutable, sino un
reflejo cambiante de las fuerzas que me habían dado forma.
El camino no había sido fácil, estuvo lleno de aristas y vicisitudes, sin
embargo, estaba aquí solo, como llegué al mundo, y únicamente debía
responder ante mí.
Me gustaba considerarme un ilusionista, un prestidigitador, hábil forjador
de réplicas; hedonista, amante de los placeres de la vida, de la belleza, del
sexo y del dinero.
Después de dejarlo todo en su lugar, me acerqué a la cama, escribí una
nota con trazos pulcros y firmes, la dejé en la mesilla donde estaba el fajo
de billetes que estimamos por mi servicio y me acerqué a su oído. Sabía que
no me iba a escuchar fruto del narcótico que le suministré en la copa de
champán.
—Nos veremos muy pronto, mon chére[1], mientras tanto, cuida del
solitario por mí, volveré a por él —le prometí.
Le di un beso rápido en los labios, uno siempre tiene que ser agradecido,
sobre todo, cuando una mujer tiene tanta habilidad con la boca.
Cogí el maletín con mis enseres y salí por la puerta principal dispuesto a
clonar la pieza que me había cautivado desde que supe que Lisa Van Dyck
la había comprado en la última subasta de Tiffany’s.
Benditas redes sociales, benditas mujeres a las que les gustaba exhibir su
vida a través de ellas y bendito club en el que trabajaba, por el que pasaban
todas aquellas almas ávidas de pecado.
Avaricia era el mío, y nunca más me iba a subestimar una mujer.
CAPÍTULO 1

Zuhara

L
as oí caer de mi mano, y desperté con el color de sus ojos colapsando
mi cerebro.
El sudor frío empapaba mi cuerpo y sentí la necesidad de arrojar las
sábanas para correr a la ducha.
Arranqué mi ropa de camino y dejé que el calor del agua inundara cada
temblor que me sacudía incontrolable.
El amargor de la bilis cerró mi esófago. Debería estar acostumbrada,
pero no era así, daba igual el tiempo que pasara, porque el sonido estaba
ahí, como el preludio de lo que nunca tuvo que ser pero fue.
No hacía falta que mirara la hora, porque llevaba dieciocho años
despertándome a la misma, con los mismos síntomas. La diferencia era que
al principio lo hacía gritando y eso llevaba tiempo sin ocurrir.
Dejé pasar los minutos hasta que mi piel tostada enrojeció lo suficiente,
hasta que cada átomo que me conformaba ardió y mi respiración se volvió
regular, solo entonces cerré el grifo, con el pelo negro chorreando y mis
ojos oscuros, con una corona ámbar cercando mis pupilas, enfocados en el
desagüe.
Mi madre siempre me dijo que mi belleza era mi mayor atributo, para mi
profesión era importante, junto con una mente analítica, una personalidad
camaleónica y los sentidos adiestrados para cazar a la presa adecuada.
Me envolví en el albornoz mientras la alfombra mullida recogía las gotas
de agua que se deslizaban por mis pantorrillas tonificadas. Cogí el secador y
di un poco de aire caliente en dirección al espejo para desempañarlo.
Como si de un truco de magia se tratara, mi imagen emergió en él, el
vaho me envolvía y dejaba al descubierto la parte central de mi cuerpo.
Dejé caer la prenda de rizo y cogí un botecito de aceite de argán, el pelo
suave, brillante y largo era una cualidad que el sexo opuesto valoraba. Ungí
mis manos, las pasé de medios a puntas y coloqué una toalla alrededor de
mi cabeza para que absorbiera el exceso de agua y de producto.
Me miré al espejo con una mirada analítica.
Equilibrio, esa era la palabra que acudía a mi mente al contemplarme
desnuda.
Ni demasiado delgada ni demasiado musculada. La palabra feminidad
acudiría a la mente de aquellos que me vieran por primera vez. Gozaba de
las redondeces que a los hombres solían gustarles en los lugares indicados;
pechos, caderas, glúteos, acompañados de una cintura angosta que invitaba
a estrecharme contra ellos.
No era cuestión de genética, más bien de horas de gimnasio y una
alimentación cuidada que me saltaba de vez en cuando. Para compensar los
excesos, me gustaba golpear el saco, correr por Central Park o acudir a mi
clase de belly dance. A los tíos solía ponerles como motos cuando les
susurrabas al oído que sabías moverte igual que una bailarina de harén.
Volví a la habitación para enfundarme en mi ropa de salir a correr.
Pantalón ancho, sudadera con capucha para camuflarme y unas New
Balance unisex que no llamaban la atención.
Tenía que quemar mis excesos de la noche anterior, sobre todo, teniendo
en cuenta que cayeron un par de old fashioned con una cereza en almíbar
cada uno.
Me había habituado tanto a beber cócteles como a convertirme en objeto
de codicia para los hombres.
Cuando tu vida se derrumbaba, y tu realidad caía en un vacío donde lo
único capaz de sobrevivir era el dolor, el sufrimiento y el caos, aprendías a
optimizar tus recursos.
Llevaba desde entonces embebida en un único recuerdo, un par de ojos
turquesa que me hicieron descender al infierno y criarme en él. Daría con su
propietario, sabía que estaba cerca, y cuando lo hiciera, le destruiría desde
dentro.
CAPÍTULO 2

Ares

qué creéis que se dedica? —cuestionó Joey.


—¿A «Si tú supieras», pensé, abrochándome el gemelo izquierdo.
Era el tipo nuevo que sustituía a Gula desde hacía un par de
meses. No llegaba a los treinta, buen cuerpo, pelo rapado, piel de ébano y
una de esas sonrisas que causaban furor entre las clientas del club.
El boss le insistió a Corey que necesitábamos un hombre de color, eran
muchas mujeres a las que les enloquecía la oscuridad.
El primer tío que intentó sustituir a Elon, quien ahora era maestro
repostero en uno de mis restaurantes predilectos de la ciudad, duró solo
cuatro semanas, era demasiado guarro y a las mujeres no les gustaba su
lenguaje y actitud soez.
Era de los que pensaba necesario saber en qué lugar estás en cada
momento y que hay ciertos límites que no se pueden cruzar por muy pecado
capital que te consideres.
Los chicos seguían riendo a mi costa. Me importaba una mierda que lo
hicieran, entendía que era difícil de asumir que un tío que vestía trajes de
entre cuatro a cinco cifras y llegaba al trabajo en un reluciente Porsche 718
Boxster, que tenía que aparcar en una de las plazas de garaje del edificio, no
parecía tener un motivo aparente para querer trabajar quitándose la ropa,
además de venderse a las clientas en un plano sexual.
Adivinar la procedencia de mi fortuna era tan difícil como ganar
Jeopardy[2]. Las profesiones que me endilgaban eran de lo más variopintas y
me hacían sonreír por dentro.
—Cien pavos a que tiene una macroempresa que suministra pajitas —se
rio Rooney, alias Pereza, moviendo el bigote.
—¿Pajitas? Si tuviera una empresa, sería de pajotes —proclamó Marlon,
guardando su guitarra en el interior de la funda, lo que granjeó las
carcajadas del resto. Raven le chocó el puño y vi por uno de los espejos que
me dirigía una mirada de complicidad.
No porque supiera el origen de mis finanzas, sino porque, como yo, tenía
una segunda actividad que incluía cama, mujeres y billetes.
—Subo a doscientos, y digo que lo suyo es más de pituitaria —aumentó
el rockero. No era ningún misterio que me encantaba oler bien.
—¿Perfumes? —preguntó su hermana, que estaba cargando con la ropa
de Lujuria.
Corey había sido el último en terminar con los privados. Ella negó y
siguió procrastinando.
—Nah, le pega más vender sus pedos enfrascados —se carcajeó mientras
yo hacía rodar los ojos y me tragaba una carcajada poco habitual.
No es que fuera el tío más divertido del planeta, mi humor era más bien
sombrío y algo ácido. Intentaba que ni siquiera eso se intuyera, prefería ser
una persona hermética con fama de aburrido. A nadie le apetecía perder el
tiempo con un tío sombrío.
Janelle se dedicaba a hacernos el vestuario y recuperarlo después de cada
actuación. Dirigió su mirada pilla hacia mí y, tras guiñarme un ojo burlona,
le sacó la lengua a su hermano.
—Ves demasiados vídeos de TikTok, hermanita, y eres demasiado
crédula —protestó el italiano que solía ir siempre de gracioso.
Que los dos folláramos por dinero al acabar nuestra jornada en el SKS
forjaba una especie de vínculo no tangible. No tenía idea de por qué lo
hacía Marlon, quizá por rebeldía, porque le gustaba o porque soñaba que
esa doble de Dolly Parton algo trasnochada lanzara de una vez por todas su
carrera musical. Me importaba entre poco y nada, lo importante era que a
mí me iba genial para mi verdadero propósito, dar con mis futuras víctimas
enjoyadas.
Rooney llevaba días interesándose en lo que hacíamos cuando las luces
de neón se apagaban, necesitaba pasta y todo apuntaba a que se sumaría al
carro de los que nos vendíamos al placer.
Si era franco, me gustaba mucho más su antecesor. Era el mejor amigo
de Ira y resultó ser un agente infiltrado del HSI, lo ascendieron y en ese
momento era el responsable del ICE, una unidad que se encargaba de la
trata de menores indocumentados.
El actual Pereza era muy guapo, con un cuerpo envidiable que era la
suma de esfuerzo y anabolizantes, pero le faltaba un hervor, lo habían
sacado de la olla exprés a medio cocer.
—¿Tú le has visto la cara de estreñido que lleva siempre? Dudo que
salga algo de ese culo, ni siquiera en forma de gas. Subo la apuesta a
trescientos y digo dueño de un montón de funerarias para mascotas pijas.
Lo creáis o no, es un mercado emergente, el otro día vi en un reportaje que
se están haciendo joyas con las cenizas de los perros muertos —asumió
Raven jocoso.
—¿Quién quiere llevar un perro muerto en el cuello? —preguntó Joey.
—Te diría que los mismos que se ponen un abrigo de piel de zorro o
zapatos de cocodrilo —asumió Corey.
El rubio era la mano derecha del jefe y ejercía las funciones de
encargado. Llevaba la toalla atada a la cintura y se pasaba otra por el
cuerpo. Al escuchar la palabra joyas, el estómago se me contrajo, sin
embargo, no di muestras de que su propuesta se hubiera acercado una
mínima parte a lo que en realidad me dedicaba. Tenía que reconocerlo,
había sido bastante creativo.
Joey chasqueó los dedos, casi podía ver cómo se le iluminaba la mirada,
parecía que hubiera dado con la clave del enigma. Detuve mi movimiento
para ponerme en guardia.
—¡Lo tengo! ¡Es el Zorro! —sugirió, provocando las risitas de algunos y
devolviendo el oxígeno a mis pulmones.
—Más bien sería la Zorra… —se carcajeó Marlon—, en eso los dos
tenemos experiencia. ¡Sin acritud, Millonetis! —proclamó como si yo le
fuera a responder.
Hubiera sido fácil hacerlo, unirme a su particular juego, pero habría sido
peligroso, no podía bajar la guardia, ni con ellos, ni con nadie.
—¿Tú que piensas, Corey? —se interesó Rooney.
—Ya sabéis que lo que hagáis fuera de aquí es cosa vuestra y de nadie
más, si no os apetece contarlo, no seré yo quien haga de investigador
privado. —Esas habrían sido las palabras que hubiera empleado Jordan,
salvo que estaba cuadrando caja.
Lo miré de reojo sin decir nada, como de costumbre. La indiferencia era
mi mejor arma.
—Aunque si tuviera que apostar algo —prosiguió—, sería alguna mierda
aburrida como tiburón de Wall Street, viudo de una vieja millonaria o el
hijo bastardo del rey de Carlos de Inglaterra.
—¡Pues eso ha tenido su gracia! —Marlon palmeó su propio muslo—. Y
si lo pensáis bien, tendría sentido, quizá al médico se le olvidó sacarle del
culo el cetro imperial y es lo que le impide comportarse con normalidad.
«Si él supiera que lo que se olvidaron fue de mí en un contenedor de
mierda».
El recuerdo amargo me contrajo las entrañas.
—¿Y si lo compruebas? —preguntó Corey socarrón.
—No me pagan tanto como para ejercer de urólogo.
Cogí el abrigo de lana y me lo puse sobre los hombros.
—Hasta mañana —me despedí sin inmutarme.
—Pero ¡¿hemos acertado, o no?! —preguntó Joey mientras me alejaba
por las escaleras dejando un reguero de risas a mis espaldas.
Al llegar a la planta principal, las luces estaban del todo encendidas, el
glamour que envolvía el SKS parecía haberse evaporado cuando los
interruptores se vinieron arriba.
Sonaba una balada de algún cantante poco conocido, mientras que Jordan
miraba los billetes con rictus concentrado.
—¿No salen las cuentas? —pregunté al pasar por su lado.
—Ya sabes, casi nunca cuadra… Aunque es asumible.
Era extraña la noche en que cada céntimo se correspondía con lo
ingresado.
—No estarán… —Los ojos claros del boss se encontraron con los míos.
Tenía una mirada vieja, no por su edad, sino por las vivencias que se
intuían; a los que nos habían jodido la vida desarrollábamos un sexto
sentido para detectar a nuestros iguales.
—Lo dudo, más bien creo que es fruto del frenesí del trabajo. —Me
encogí de hombros.
—Si tú lo dices, yo de ti revisaría las cámaras, no estaría de más. —
Golpeé la barra—. Me largo, tengo a las gemelas del privado esperándome
abajo.
Jordan me ofreció una sonrisa cómplice.
—¿Tienes suficientes condones?
—Siempre voy preparado.
—Pues no las hagas esperar.
Se le veía cansado, llevaba varios meses haciendo de Envidia, desde que
Leo lo dejó y no parecía encontrar a la persona adecuada para el séptimo
pecado capital. No era algo que me debiera importar, aun así, Jordan era un
tío legal que se preocupaba por todos, no como el cabrón que me crio.
—Cuídate, boss.
CAPÍTULO 3

Zuhara, veintidós años antes

E
l sol entraba a raudales por mi ventana, el mes de septiembre solía ser
bastante caluroso en Costa de Marfil.
Los 30 ºC en el exterior hacían que mi madre me peinara con una
cola alta, así el pelo largo no se me pegaba en la nuca.
Mi padre estaba de viaje, en principio regresaba ese día, por lo que mi
madre lo esperaba abanicándose bajo uno de los ventiladores de techo del
salón, envuelta en un vestido fresco de tirantes, sorbiendo una taza de té.
No llevaba hiyab, aunque su madre se crio como musulmana, se casó con
un cristiano y ambos llegaron a un acuerdo en que le dejarían potestad a mi
madre para que escogiera sus propias creencias, quien finalmente se declaró
agnóstica.
Vivíamos en Abidjan, en una casa de estilo colonial rodeada de un
hermoso jardín y piscina. Solo estábamos nosotros tres y el servicio, por lo
que solo cuatro de las diez habitaciones estaban ocupadas.
Correteé descalza por el frío mármol, no usar zapatos aliviaba el calor
que sentía, solo llevaba puesto el bañador porque quería pasar el sábado con
mis manguitos en la piscina.
Fui directa en busca de mi madre.
—Maman, ¿ha llegado ya? —pregunté entusiasmada. Ella me sonrió y
pasó su mano con suavidad por mi rostro.
—No, todavía no, pero me ha mandado un mensaje hace un rato de que
estaba al caer —murmuró sonriente.
No tenía la piel oscura, como la mayoría de los marfileños, mi madre
nació en Francia, tenía raíces argelinas y francesas. La familia de la abuela
era de Argel y la de mi abuelo de un pequeño pueblo de la Costa Azul
cercano a Niza.
Tenía unos bonitos ojos almendrados color añil y el pelo tan negro como
el mío.
—¿Quieres desayunar algo? Podemos pedirle un bol de fruta a Aya, o si
lo prefieres, un poco de pastel de mango y guanábana que tanto te gusta.
Negué, lo único que me apetecía era ver a mi padre, por su trabajo
siempre estaba viajando y la mayor parte del tiempo lo pasábamos solas.
La puerta se abrió y mi pulso se aceleró porque capté su fragancia, a esa
edad no podía clasificarla, solo sabía que era la suya y la adoraba.
Di un gritito y desoí la advertencia de mi madre que suplicaba que no
corriera por si me caía.
Cuando llegué al hall, mis ojos se iluminaron.
Allí se hallaba, tan guapo y elegante como siempre. Su traje oscuro
estaba un tanto polvoriento, lo que no impidió que me tirara directa a sus
piernas.
Él me elevó con facilidad para darme vueltas, llenarme de besos y
hacerme reír.
—Salut, ma biche[3]! ¿Cómo estás?
Solía llamarme Cervatilla, por mis ojos grandes, oscuros y mis piernas
largas. Se dirigía a mí en francés, al igual que mi madre, aunque ella
también empleaba conmigo el árabe, con frecuencia me decía que hablar
varias lenguas era el futuro.
—¡¿Me las has traído?! —pregunté entusiasmada.
—¿Tú qué crees? —preguntó, devolviéndome al suelo para meter la
mano en el interior de la chaqueta y sacar cuatro bolitas de cristal color
turquesa.
Di varios grititos de alegría. Cada vez que salía de viaje, nos traía un
regalo a cada una. A mi madre solía traerle una cajita de terciopelo con una
joya o una piedra preciosa, y a mí, canicas.
Adoraba coleccionar aquellas esferas translúcidas, tenía un bote lleno de
ellas, aunque mis favoritas eran las turquesas, ese color que algunos veían
azul y otros verde.
—Salut, ma belle[4]. —Su tono se dulcificó para saludar a mi madre.
Cogió su rostro con la veneración que lo caracterizaba entre las manos y
la besó con devoción. Nos quería mucho a ambas, siempre decía que
éramos sus mayores tesoros.
—¿Va todo bien? —preguntó maman un poco agitada.
No entendía a qué venía la pregunta, aunque los mayores solían hablar de
cosas extrañas.
Yo me hice hueco entre los dos para enseñarle el tesoro que mi padre
acababa de traerme.
—¡Mira, maman! —exclamé eufórica. Alcé una de las esferas y dejé que
la luz la atravesara.
—Muy bonita —comentó sin desviar demasiado la mirada de mi padre,
algo le preocupaba. ¿Sería que se había olvidado de su regalo?
—¿Por qué no vas a llevarlas a tu frasco de los deseos? —sugirió papá.
Él me decía que podía pedir un deseo por cada canica que me traía, yo
solía pedir casi siempre lo mismo; que cuando se volviera a marchar,
regresara pronto. Le ofrecí una de mis sonrisas y asentí.
A los seis años era difícil comprender que Costa de Marfil estaba
viviendo tiempos convulsos, que la realidad económica y política del país
estaba propiciando un éxodo al que nosotros nos terminaríamos sumando.
El 23 de julio de 2000 se aprobó una nueva Constitución por referéndum,
en ella se estipuló que solo los ciudadanos de Costa de Marfil cuyos padres
fueran marfileños podían elegir al nuevo presidente, lo que dio paso a
enfrentamientos muy violentos entre los partidarios de los distintos
partidos. Hubo, por lo menos, cincuenta personas muertas en los disturbios.
Laurent Gbagbo fue proclamado el nuevo presidente por decisión de la
Comisión Electoral y, un año más tarde, hubo un supuesto intento de golpe
de Estado que provocó la huida de inmigrantes del país.
En mi pequeña burbuja de comodidades, era ajena a todo lo que ocurría,
acudía a una escuela internacional en la que no se escuchaba hablar de
política, o por lo menos no en mi clase.
Salvaguardé mis pequeños tesoros, cerré los ojos y pedí mi deseo antes
de volver a enroscar la tapa. Pensé que era buena idea llevarlo conmigo y
mostrarles a mis padres cuán lleno lo tenía.
Regresé al hall, con él entre las manos, mis padres ya no estaban allí,
tampoco en el salón, la cocina o el despacho. Le pregunté a Aya, quien me
dijo que no los molestara, que habían salido al jardín.
Me dio igual, estaba demasiado entusiasmada como para frenar mis
ganas de enseñarles el recipiente.
Los vi sentados en la mesa de hierro forjado que quedaba resguardada
bajo el porche del jardín trasero. Las puertas francesas estaban entreabiertas
y mi madre hablaba acalorada.
—¿A Estados Unidos? ¿Y qué vamos a hacer en un país tan lejano?
¡Estaremos a miles de kilómetros de nuestras familias! —proclamó maman,
frenando mi avance.
—Es lo mejor para vosotras, la mayor parte de exportaciones vamos a
hacerlas a los americanos, hay un amplio mercado y es el primer mundo, el
país de las oportunidades, Zuhri y tú estaréis mucho mejor allí. Te va a
encantar, te lo prometo, la casa es preciosa y el colegio es uno de los más
prestigiosos de Washington.
—Pe-pero, entonces, ¿ya está decidido? —tartamudeó mi madre.
—Sí, tenéis que hacer las maletas cuanto antes, mañana sale nuestro
vuelo.
—¿Tan rápido?
—Ya te lo he dicho, el país es una olla a punto de estallar, tengo
información privilegiada y vamos a entrar en una guerra civil. ¿Quieres eso
para nosotros? Esto va a convertirse en un infierno, Margot.
—Pero ¡es que nuestra vida está aquí! ¿Qué le diremos a nuestra hija?
—Los niños se amoldan a cualquier lugar, lo importante ahora es irse
cuanto antes, no será difícil que lo tome como una aventura si sabemos
explicárselo bien, nuestra pequeña es una chica lista.
—Me siento angustiada, Omar. ¿No habría sido más fácil ir a Europa?
Estaría más cerca de la familia de mis padres.
—Aquí tampoco tenemos a nadie y sabes que nunca fui santo de la
devoción de tus tíos. Vamos, Margot, va a ser alucinante, te lo prometo —
murmuró, agarrándole las manos para besarlas.
Pestañeé con el pulso acelerado, me costó entender que nos íbamos de
verdad hasta que escuché a mi padre que le pedía a mi madre que fuera a
por mí y empaquetáramos lo imprescindible, que ya compraríamos lo que
hiciera falta cuando llegáramos al destino. Casi se me cayó el bote
pensando en mi mejor amiga, ¿ella también se vendría con nosotros?
No, seguro que no.
Mi madre asintió y vi escapar un par de lágrimas de sus ojos, mientras
que mi padre la acunaba contra su pecho. Miré mi tarro de los deseos y
después a ellos, mi corazón golpeaba con fuerza, estaba un poco angustiada.
Maman parecía estar peor, así que salí por fin al jardín, desenrosqué la tapa
y saqué algunas canicas del interior para dárselas a mi madre. No tenía ni
idea de lo que significaba guerra civil, pero por la cara que tenía mi
progenitor y la prisa en irnos, no podía ser bueno.
—Cariño, ¿qué haces? —preguntó maman, enjugándose las lágrimas con
disimulo.
—Les he pedido a estas bolitas que eliminen mis deseos y atrapen los
tuyos, si quieres volver aquí, algún día, solo tienes que pedirlo, yo quiero
hacer ese viaje —murmuré, tragándome el dolor por tener que despedirme
de todo lo que había conocido hasta ese momento, mi padre parecía
necesitarme y yo iba a ayudarlo poniéndole las cosas fáciles.
Maman me sonrió y me vi envuelta tanto por sus brazos como por los de
mi padre, que musitaba lo afortunado que era de tenernos, lo que no sabía
es que uno no puede escapar de la muerte por mucho que se empeñe,
porque esta te acaba encontrando aun cambiando de continente.
CAPÍTULO 4

Ares

M
e fijé en ella en cuanto entré en Daniel’s, el restaurante afincado en
el antiguo hotel Mayfair, de arquitectura neoclásica e interior
contemporáneo, era uno de mis predilectos en el Upper East Side.
Conocido por su refinada cocina francesa y su destacable bodega, no
obstante, en ese instante, lo más atractivo de aquel lugar lleno de velas y
manteles blancos era la pelirroja de vestido insinuante, no vulgar, apostada
en la barra junto a un hombre que le doblaba, o incluso triplicaba, su edad.
Sus piernas largas estaban rematadas por unos Louboutin de suela roja de
hacía un par de temporadas como mínimo, y en el respaldo del asiento se
veía un Birkin que solo un entendido como yo podía tachar de falsificación
excelsa.
Era guapa, sin ser espectacular, aunque había algo en ella que te llamaba
poderosamente la atención.
Quizá fuera el estiloso corte de pelo que enmarcaba un rostro hipnótico,
o esos ojos verdes que te hacían pensar en una esmeralda de bastante
calidad, por no hablar de aquellos labios que no costaría imaginar alrededor
de un miembro más que dispuesto.
Sujetaba una copa coronada por una cereza tan roja como su boca y
sonreía al tipo de gusto cuestionable en materia de vestuario.
Cuando di mi nombre al maître, escuché su timbre de voz aterciopelado,
con un deje francés de lo más seductor. Era de los que te planteas cómo
sonará envuelto en un orgasmo muy cerdo, porque, sin miedo a
equivocarme, diría que esa mujer era de las que se desataban en la cama.
Desvió la mirada hacia mí una fracción de segundo, justo al pasar por su
lado cuando el maître me acompañó a mi mesa. Le ofrecí una sonrisa
ladeada sin otra pretensión que un deje de amabilidad y la curiosidad innata
que habitaba en mí hacia la escena que se desarrollaba en la barra.
Sus ojos se apartaron de los míos de forma abrupta sin mostrar un ápice
de interés, lo cual me hizo gracia, dado que no era la sensación que solía
causar.
Lo más habitual era que perdieran la atención en su acompañante y la
centraran en mí, no solo por mi cara, mi forma física o mi buen gusto al
vestir, era el magnetismo que destilaba lo que solía volcar la atención sobre
mí.
Tras el escaneo, llegué rápido a una conclusión; o era puta, o arribista.
Quienes nos dedicábamos a la caza solíamos tener olfato para dar con
nuestros pares.
La tensión sexual que trataba de simular hacia el hombre grueso, de
peluquín demasiado oscuro y un Hublot MP-05 La Ferrari en la muñeca
derecha, era demasiado forzada para mi gusto.
La pieza era conocida como uno de los relojes más caros del mundo,
daba fe de ello, puesto que mi profesión hacía que me fijara en ese tipo de
cosas que a la mayoría les pasaba desapercibida.
Me acomodé en la mesa, esa vez no había reservado la sky bar, la cual
estaba elevada por encima del resto y tenía vistas exclusivas a la cocina y
una cortina que podías cerrar, si la ocasión lo requería, para dar una mayor
privacidad.
Había quedado con Beckett, mi socio, pero, como de costumbre, llegaba
tarde, así que me dispuse a disfrutar del espectáculo. Le pedí al maître una
copa de Screaming Eagle, un vino elaborado en el valle de Napa que el gurú
Robert Parker había definido como exclusivo, cotizado y excelente. Algo
así merecía ser probado con unas vistas tan entretenidas.
La mujer no llegaba a los treinta, su cutis seguía terso, sin una miserable
arruga. Fingía un poderoso interés por lo que aquel zafio vomitaba sobre
sus tetas, le costaba apartar la mirada de ellas, lo que denotaba el plan de
esa noche.
Me había bastado una mirada rápida para darme cuenta de que en el
anular de la mano izquierda mostraba una hendidura que gritaba «hombre
casado».
O era una trabajadora del sexo, y no le importaba, o creía lo suficiente en
sí misma como para pensar que alguien como ella sería capaz de meterse en
el nido, comerse los huevos y destruir a toda la familia para quedarse con la
presa. Un plan bastante ambicioso si lo único que podía aportar era un
cuerpo apetecible y una buena mamada.
La pelirroja alargó la mano y trazó la esfera del reloj de… Bill, me
gustaba ponerles nombres a los incautos antes que un adjetivo
descalificativo como primo, necio, simplón o gilipollas.
Ella perfiló el contorno de la boca con la lengua a la par que acariciaba la
correa de cuero, logrando que, finalmente, él se lo quitara para mostrárselo
de buena gana.
Ya se sabe que a algunas mujeres solo les interesa la parte más abultada
de un hombre, en el caso de Bill, la cartera.
Mi interés aumentó al ver la extraña habilidad de la pelirroja.
Sus ojos se encontraron con los míos y creí ver una sonrisa curvando la
comisura derecha mientras se mordía parte del labio inferior. No sé qué
llevó a la mía a alzarse con complicidad a la vez que levantaba la copa que
acababan de traerme, aunque tampoco pude ver el efecto que causaba
porque la visión quedó empañada por la recortada figura de Beckett.
—Veo que te alegras de verme —suspiró con marcado acento inglés.
—Siempre es un gusto, querido amigo.
—¿Qué tomará el señor? —le preguntó el camarero.
—Lo mismo que él —comentó, mirando mi copa con nulo interés.
—Buena elección —celebró, apartando la silla de madera oscura para mi
amigo.
Cuando Beckett se acomodó, sentí verdadero pesar, porque no quedaba
rastro de la pelirroja o Bill. Chasqueé la lengua con fastidio, me hubiera
gustado ver cómo avanzaba la cosa.
—¿Ocurre algo? —preguntó mi socio, torciendo el cuello, algo rígido,
con dificultad.
—Nada más allá de tu pésimo gusto para la moda —comenté, fijándome
en la americana de rayas diplomáticas sobre un pantalón de cuadros
escoceses—, tu imposibilidad de llegar a la hora que se te dice. Dime una
cosa, lo de la puntualidad y el sentido del humor inglés es un mito, ¿no?
Como lo del monstruo del lago Ness.
—Lo dijo el que le escribe los guiones a Jimmy Fallon —comentó sin un
ápice de humor. Yo reí relajado y él hizo rodar los ojos bajo las gafas
mientras extendía la servilleta sobre sus piernas algo cortas.
Beckett no era un hombre alto, tampoco apuesto, más bien anodino, pero
tenía las mejores manos para los engarces de todo Nueva York, por eso
trabajaba en mi taller, mano a mano, él y yo.
Cogimos las cartas y nos pusimos a mirar los platos.
—No sé por qué te gusta tanto este tipo de restaurantes en los que hay
más plato que comida, sales con el mismo hambre que entras.
—Querido amigo, este tipo de lugares, como tú los llamas, no están
pensados para llenarte la tripa, sino para codearte con los que pueden
permitirse pagar cada porción de comida sin que les suponga un agujero en
la cuenta corriente y así activar mi radar. Que seas inglés y tan poco
refinado es algo que no deja de sorprenderme.
—No todos los ingleses vivimos en un castillo ni estamos emparentados
con el duque de Windsor.
—Desde luego que tú pareces más el primo de Elton John o el hermano
perdido de Mr. Bean.
—Tu humor no tiene parangón.
—¿Te has decidido ya? —pregunté, cerrando la carta. Beckett se ajustó
las gafas sobre el puente de la nariz.
—Pide por los dos, igualmente terminaré en el Wendy’s que queda al
lado de mi casa.
—Di que sí, no hay nada como una gigantesca hamburguesa grasienta
para favorecer la salud de tu coronaria.
—Querido, te recuerdo que vengo de la cuna del fish & chips, a mi
coronaria no va a pasarle nada.
—Y yo nací en un contenedor, lo que no quita que sepa diferenciar lo
malo de lo peor.
—Muy bien, pues después de tu clase gratuita de dietética y nutrición,
¿podemos centrarnos en el plan de hoy mientras tu cuenta bancaria baja
varios ceros gracias a los entremeses que nos van a servir?
Mis labios se curvaron en una sonrisa franca.
Beckett era de las pocas personas que me conocían de verdad, éramos tan
distintos como la noche y el día, y, aun así, encajábamos a la perfección.
Era una cajita llena de sorpresas, además de pertenecer a una familia de
prestigiosos joyeros venidos a menos; un apasionado del arte, la historia y
la gemología, por lo que nuestras conversaciones siempre eran de lo más
interesantes.
Alcé la mano para que nos tomaran nota.
—Deja que primero pida, necesito comer algo para que mis neuronas
rijan mejor.
Pedí mientras mi mirada se perdía en el asiento que ocupó la pelirroja.
—No era tu tipo —susurró Beckett cuando el camarero se marchó.
—¿Disculpa? —pregunté a mi compañero de mesa, que sonreía tácito.
—Que esa era de las que te vacían los bolsillos, no de las que te los
llenan. —Y yo que pensaba que no se había fijado en dónde tenía puesta la
mirada cuando entró.
—Bebe y calla, será lo mejor. —Beckett alzó su copa.
—Porque esta noche no haya incidentes. —Entrechoqué la mía con la
suya y bebimos.
No los habría.
CAPÍTULO 5

Zuhara

—¿Q uémejilla.
tal te fue anoche? —preguntó mi madre besándome en la

—Bien, mamá, gracias —suspiré, acomodándome en el


asiento de al lado a la par que ella cabeceaba para que me llenaran el vaso
de jugo recién exprimido.
—Pues nadie lo diría con la cara que traes, tienes bastantes ojeras, ¿por
qué no pides hora para que Janice te atienda en el spa? Recuerda que esta
noche tenemos la fiesta de Du. —Forcé una sonrisa.
—Estoy bien, en serio, no hace falta que te preocupes —murmuré,
estirando los labios.
Cogí el vaso y me lo llevé a la boca, tenía el estómago un poco revuelto,
había imágenes de la noche anterior que prefería olvidar.
Dejé que los rayos de sol calentaran mi rostro y suspiré obviando la
oscuridad que me agitaba por dentro.
Mi madre parloteaba sobre todo lo que estaba previsto para el evento de
esa noche.
Estábamos en su club de golf, o mejor dicho, en el que pagaba su nueva
pareja, llevaban varios años juntos, digamos que él nos rescató cuando las
cosas se pusieron muy feas.
Vivía a una hora de Nueva York y por fin las cosas le iban bien, su rictus
era mucho más sereno, ya no parecía sentir el dolor, por lo menos, no como
yo.
—¡Su!
El tono dicharachero de Brenda, mi mejor amiga, me hizo abrir los ojos.
Nos conocimos en el GIA, el Instituto Gemológico de América, cuando
ambas estábamos realizando allí un curso, en California. El mío era de
especialización en diamantes y el suyo de diseño de joyas, siempre
coincidíamos en la misma bochornosa máquina de café aguado,
despotricando porque un lugar así no tuviera algo a la altura, y decidimos
que era mejor idea salir a tomar uno de verdad fuera de las instalaciones.
Comenzamos inyectándonos cafeína en vena y terminamos con una
bonita amistad que se fue afianzando en cuanto descubrimos que ambas
vivíamos en Nueva York y teníamos bastantes cosas en común.
Ella soñaba con que una gran firma se fijara en su talento y terminara
creando una colección para la misma, había empezado estudiando diseño de
moda en el Fashion Institute of Technology de New York, el último año se
dio cuenta de que lo que le gustaba de verdad eran los complementos, en
concreto, las joyas, y en cuanto terminó con los estudios, se puso a hacer
cursos para ello.
No es que sus padres tuvieran una economía de lo más saneada, por lo
que Brenda ejerció de chica de compañía para poder costearse el crédito
que tuvo que pedir.
Era preciosa, pelirroja, de ojos verdes y piel blanca.
No lo había dejado del todo. Como ella decía, hasta que le surgiera la
oportunidad que buscaba, de algo tenía que vivir.
Yo no la juzgaba, no era quién para hacerlo, sobre todo, teniendo en
cuenta mi propósito en la vida y lo que hacía para lograrlo.
Heredé de mi padre el amor por las gemas y las piedras preciosas, me
enseñó muchísimas cosas y recuerdo que siempre me decía que tenía mucho
potencial, que llegado el momento, hablaría con su jefe para que pudiera
entrar en su empresa a trabajar.
Mi cerebro era un almacén de nombres, tallas, composiciones y demás.
Estudié gemología, además de hacer varios cursos de joyería, porque
Duncan, la actual pareja de mi madre, que también estaba en el sector, me
dijo que para ser una buena perito, mi actual profesión, era importante
conocer todo el proceso desde la creación. No podía estar más de acuerdo.
Él tenía una empresa de importación, era coleccionista de grandes joyas,
tenía varias empresas de muchos tipos y era rico hasta la indecencia.
Me dijo que me contrataría, pero yo prefería ser freelance y no deberle
más de lo que ya había hecho por nosotras.
No podía quejarme, me dedicaba al peritaje de piezas para aseguradoras,
empresas que se dedicaban a la exportación de piedras preciosas, como la
suya, y necesitaban certificar la autenticidad, procedencia o el valor de las
mismas. También acudía como perito para subastas privadas o herencias.
No era la primera vez que el anillo centenario de la abuela por el que
esperaban percibir una cuantiosa suma no era un diamante, sino pura
circonita.
Brenda saludó a maman y se sentó con nosotras.
—Gracias por haberme invitado, señora Al-Mansouri.
—No hay de qué, ya sabes que me encanta que vengáis a verme, a ver si
logras convencer a mi hija de que paséis un rato en el spa esta tarde. Yo os
invito.
—Oh, ¿en serio? Vamos, Su, ¡sería genial! ¡Dicen que los tratamientos
de este sitio son milagrosos! ¡Solo hay que ver el cutis de tu madre, está
mucho mejor que el nuestro!
Maman rio.
—¿Cómo están las mujeres más bellas del club? —preguntó Duncan
ataviado con la ropa típica de jugador de golf, el guante en la mano y una
sonrisa en los labios.
Se inclinó hacia mi madre para besarle el pelo mientras sus ojos
escrutadores se desplazaban por nosotras.
Brenda le ofreció una sonrisa seductora. No es que quisiera algo con
Duncan, estaba en su ADN coquetear con todo hombre viviente, sobre todo,
si eran ricos y atractivos como él.
Para tener cincuenta y siete, tenía que reconocer que se conservaba muy
bien. Duncan se cuidaba, tenía los ojos algo pequeños, la nariz algo
desproporcionada, pero en su conjunto tenía ese algo que llamaba la
atención de las mujeres; destilaba clase, inteligencia y lujo.
—No tan bien como usted o su mujer —admitió mi mejor amiga—, hay
que reconocer que están espectaculares.
Duncan le sonrió.
—Gracias, pero las espectaculares sois vosotras, yo solo he venido a por
mi beso de buena suerte. —Mi madre alzó la barbilla y sus labios
conectaron. Ya no me sentía incómoda al verlos. Al principio reconozco que
fue así, me costó asumir que ella tenía derecho a volver a ser feliz al lado de
otro hombre que no fuera mi padre—. Si no toco esta preciosa boca, pierdo
—nos guiñó un ojo.
—Dales una paliza, querido.
—Eso espero. —Se incorporó y centró la mirada de nuevo en nosotras—.
¿Nos vemos para comer? Me gustaría comentar un par de cosas con las dos.
—Claro, aquí estaremos —asumí.
Duncan se alejó, lo vi acercarse a un par de hombres, reconocí a uno de
ellos, era el actual director ejecutivo de Tiffany & Co, que dedicaba una
mirada a Brenda de sumo interés.
—Está casado —mascullé en el oído de mi mejor amiga mientras mi
madre le pedía a la camarera que trajera otro vaso para ella y algo para
picotear.
—Perfecto, son mis predilectos, los que pagan más por tu silencio.
—Eres incorregible.
—Más bien práctica, ellos tienen algo que yo quiero y yo tengo algo que
desean, en eso se basa la ley del comercio, ¿no? Venga, desayunemos y
después pidamos hora en el spa.
Era incapaz de negarme, Brenda tenía esa aura capaz de envolverte en su
tela de araña hasta hacerte claudicar.
Mientras ella y mi madre se enzarzaban en una conversación sobre los
distintos tratamientos, yo me perdía en el recuerdo de lo ocurrido la noche
anterior.
CAPÍTULO 6

Zuhara, veintidós años antes

M
i padre tenía razón.
Volar fue alucinante, ver el cielo desde la ventanilla del avión
sería algo que no olvidaría nunca, las nubes parecían algodón de
azúcar y podía imaginarme saltando entre ellas, no podía adivinar que,
como decía maman, solo fueran partículas de agua en suspensión, y que si
ponías un pie en ellas, en lugar de sostenerte, te dejarían caer.
Eso me dio un poco de miedo, aunque no lo transmití, era una chica
grande y las chicas grandes no son miedosas.
Las azafatas pasaron con el carrito de la comida, me dieron unos cascos
para que pudiera ver una película, y la ardilla de Ice Age fue la encargada de
que me quedara dormida.
Cuando aterrizamos en el aeropuerto Washington-Dulles, hubo varios
aplausos, me sumé a ellos emocionada y volví a asomarme a la ventana
para ver cómo descargaban las maletas. Grité al ver la nuestra y mi padre
me dijo que me mantuviera tranquila, que pronto la tendría en mi poder.
Al entrar en la terminal, tuve la sensación de que era enorme, maman me
agarraba la mano con fuerza mientras hacíamos la cola para pasar por el
control de inmigración. Llegó nuestro turno, mi padre le pasó los pasaportes
al oficial, quien nos miró con desconfianza cuando él dijo que íbamos a
quedarnos a vivir por trabajo, le pidió muchísimos datos, y cuando
recogimos el equipaje, algunos agentes vinieron a por nosotros para
registrarlo preguntándole si tenía algo que declarar.
Nos abrieron las maletas, y cuando vi que cogían mi bote de canicas, me
puse nerviosa, me solté de la mano de mi madre y corrí hacia ellas para
pedirles que lo soltaran. No quería que las rompieran o me las perdieran.
Maman vino a por mí, me suplicó que me serenara, me dijo que no les
harían nada, que estuviera tranquila, mientras que el oficial me contemplaba
con cara de malas pulgas. Yo solo tenía ganas de darle una patada en la
espinilla a ese hombre que metía la manaza y las removía como si no le
importaran nada.
Nuestra nueva casa estaba en Columbia Pike, cerca del Barcroft Park,
apenas tardamos media hora en el trayecto, y recuerdo que cuando vi
nuestro nuevo hogar, rodeada de vegetación y tan distinta a la anterior, me
embargó una emoción extraña, sobre todo, cuando mis ojos se toparon con
un par de ardillas correteando hacia el árbol que quedaba en la parte
delantera.
—¡Hay ardillas! —proclamé entusiasmada.
—Y muchos más animales, ma biche, estaremos mucho más frescos
aquí, hay un parque enorme en esa dirección, seguro que lo pasarás en
grande correteando y descubriendo cosas nuevas, y la parada del autobús
escolar está justo ahí —señaló—, irás a una bonita escuela internacional
para que no te cueste nada adaptarte, vamos a ser muy felices aquí, y quién
sabe, quizá podamos ir a por esa hermanita que tanto pedías —sugirió
cómplice.
—¡Sí! ¡Una hermanita! —festejé.
—¿Por qué no vamos paso por paso y primero vemos la casa? —
preguntó maman cauta. Mi padre la abrazó por detrás y besó su sien
afectuoso.
—Tu madre tiene razón, antes de hablar de bebés, es mejor que escojas
tu habitación, venga, vamos.
La casa era bastante más pequeña, también el jardín, y no había piscina.
El exterior era de madera blanca con tejas grises y en el interior algunas de
las lamas que cubrían el suelo crujían.
A los seis años, era difícil valorar que aquel hogar era mucho más que
eso, era nuestro pasaporte a evitar la guerra civil que estallaría en Abidjan
el 19 de septiembre, una semana después de nuestra partida.
Subí las escaleras a trompicones, en la primera planta había un salón con
chimenea, la cocina, un baño y un despacho, además del garaje, que se
comunicaba al interior por una puerta y unas escaleras que bajaban al
sótano.
En la planta superior había cinco habitaciones y tres baños. Me quedé
con una que tenía las paredes cubiertas por papel pintado azul celeste y
vistas al árbol de las ardillas; no era la más grande, pero a mí me pareció la
más interesante. Quedaba al final del pasillo, mientras que la de mis padres
estaba al principio.
—Esta es la mía —proclamé cuando maman y mi padre asomaron sus
cabezas al interior.
—¿Seguro? —preguntó ella—. ¿No prefieres la que queda al lado de la
nuestra? Es más grande.
A veces pienso que aquella decisión marcó, en parte, lo que ocurrió
cuatro años después.
—No, prefiero esta —negué, moviendo la coleta con la vista puesta en la
ventana, creí ver a mis nuevas amigas.
—Muy bien, pues adjudicada —susurró mi padre—. Y ahora, señora Al-
Mansouri… —tiró de maman y la alzó entre los brazos—, vayamos a ver la
nuestra y hablemos de ese bebé.
Ella hizo un ruidito, después se puso a reír cuando la cargó hasta la que
sería la suya.
Yo no me moví del pequeño asiento que quedaba bajo la ventana, sabía
que cuando mi padre volvía a casa y se metía en la habitación con maman,
no se les podía molestar. Y menos cuando iban a hablar de la posibilidad de
darme una hermanita. Seguí con la mirada puesta en el árbol, no me inmuté
cuando escuché algunos ruidos procedentes de su habitación, ni cuando
abrieron la puerta veinte minutos después algo acalorados. Él se acercó a mi
puerta metiéndose la camisa por dentro del pantalón, comentando que iba a
bajar a por las maletas.
Le ofrecí una sonrisa suave y le pedí que no se olvidara de la mía, ya
había encontrado el lugar perfecto para mi bote de canicas.
CAPÍTULO 7

Ares

H
undí mi lengua en los pliegues femeninos mientras Lisa retorcía las
sábanas de algodón egipcio entre los puños.
Era de bien nacido ser agradecido, y yo lo era mucho teniendo en
cuenta que su solitario iba a darme muchísimo dinero en la subasta del
domingo.
Quedé con ella después de mi cena con Beckett, su marido estaba fuera
de la ciudad por negocios y ella tenía un cumpleaños al que acudir, por lo
que quedamos directamente en su apartamento de dos mil quinientos pies
cuadrados con vistas al río Hudson.
Tenía uno de los mandos que abrían el garaje, me lo hizo llegar a través
de una empresa de mensajería al SKS la noche anterior. El edificio estaba
dotado de un garaje cerrado que se abría a través de un código que me
facilitó. Cabían seis automóviles y solo tenía cuatro plazas ocupadas, me
pareció lo más acertado para que los vecinos no se extrañaran, un deportivo
como el mío no pasaba desapercibido con facilidad, y menos si aparcaba
por la zona, de noche y con tan pocos días de diferencia.
Cuando estuvimos en su cuarto, le pedí que se desnudara, y como
petición especial, que lo único que cubriera sus generosas curvas fueran sus
piedras preciosas predilectas, le comenté que era un fetichista de los
diamantes y que quería verla brillar.
Cuando pactamos mis servicios, le comenté que solo follaba dos veces
con la misma clienta, una cobrando y la siguiente cortesía de la casa.
Ninguna se resistía a una sesión de orgasmo gratis, y a mí me iba genial
para dar el cambiazo.
Como era de esperar, Lisa se puso la pieza que me había traído a su
apartamento, acompañó la joya de la corona con un collar, unos pendientes
y una pulsera que pretendían ir a juego, pero que no valían ni la mitad.
Me la follé hasta dejarla sin aliento, se corrió más de cuatro veces antes
de que le metiera la polla, quería agotarla, que desfalleciera, y tras el último
orgasmo, conmigo dentro, la llevé al límite hasta que noté que desfallecía
entre mis brazos. No se desmayó, pero poco le faltó. Se acurrucó contra mi
cuerpo como un dócil gatito, sudado y muy saciado.
Le ofrecí algo para beber para que se hidratara, pero no quiso.
—Ahora lo único que quiero es esto, quédate a dormir conmigo, por
favor —murmuró acurrucada.
—No suelo quedarme, y te lo dije.
—Lo sé, pero ambos sabemos que ni tú ni yo se lo diremos a nadie,
Henry no está y no me gusta dormir sola, te lo suplico… —Necesitaba
asegurarme de que estaba profundamente dormida para darle el cambiazo,
así que acepté.
—Muy bien, pero duérmete. —Ella buscó mi boca y le di un beso largo y
profundo.
—¿Seguro que no podemos vernos más? A mí me encantaría.
—Es un riesgo que ni tú ni yo nos podemos permitir, podría enamorarme
de una mujer como tú con demasiada facilidad. —Ella suspiró embelesada
—. Vamos, Liz, es lo mejor. —Que se creyeran irresistibles para mí
ayudaba a que me consideraran alguien vulnerable y de confianza.
—Es una lástima —suspiró, acariciándome el torso—. Dime que por lo
menos podré ir a verte bailar al SKS y pedirte bailes privados.
—Las veces que hagan falta. —Ella se acomodó sobre mi pecho y dejó
que el sueño la venciera mientras mi mano libre la llenaba de caricias.
No podía moverme de inmediato, tenía que ser prudente, así que cerré un
poco los ojos para relajarme, sin darme cuenta de que el sueño perdido de
las últimas noches me pasaba factura.
Cuando desperté, los primeros rayos de luz se colaban por la ventana.
«¡Mierda!».
Me levanté de la cama y fui a por la cajita de terciopelo que guardaba en
el interior de la chaqueta. Estaba en el respaldo de la silla donde dispuse mi
ropa para que no se arrugara, al lado de la cómoda.
Lisa seguía durmiendo. Me tumbé a su lado, con cuidado. Deposité la
caja en el suelo, y cuando fui a por su dedo, me di cuenta de que debió
hinchársele durante la noche; si tiraba, se daría cuenta, así que me vi en la
obligación de improvisar, dejé la réplica en el suelo, metí su dedo entre los
labios y me puse a chupar.
—Mmm, ¿qué haces? —preguntó Lisa amodorrada.
—Dar ejemplo de lo que quiero.
Ella rio sin darse cuenta de que el anillo ya se había desplazado un poco.
—¿Quieres una mamada de buenos días?
—No estaría mal para arrancar bien la jornada, ¿qué te parece el plan?
—Bastante justo, teniendo en cuenta todas las veces que me corrí en tu
boca anoche.
Eso suponía, necesitaba un poco de colaboración por su parte, le pedí que
no se moviera y fui a por un condón, encendí el hilo musical y lamí la
palma de la mano para ganar excitación.
Lisa suspiró y separó los muslos para imitarme.
—No te toques —la reñí, y ella hizo un puchero.
—Me pones demasiado cachonda como para no hacerlo.
Todavía no tenía una erección suficiente, pero confiaba en las
habilidades bucales de mi compañera de cama para llevar a cabo mi plan.
Regresé al colchón, que se hundió bajo mi peso y, antes de colocarme,
agarré el anillo del suelo. Lisa estaba tan pendiente de mi culo que no se dio
cuenta.
Postulé su cara entre mis muslos para hacer un sesenta y nueve, así
tendría acceso a la joya y le impediría que pudiera ver bien lo que estaba
haciendo.
Le di el condón y supe que ella sabría qué hacer con él cuando sentí el
primer lametazo en el glande. Una pasada larga de mi lengua bastó para
estremecerla y volver a llevar su dedo a mi boca. Mi mano libre se dispuso
a torturar su clítoris inflamado.
Me vi engullido y succionado. Lisa emulaba los movimientos de mi
lengua, que trataba de liberar el anillo al mismo tiempo que ella me sorbía
con fuerza.
Era todo un ejercicio de concentración y habilidad suprema, teniendo en
cuenta que todo mi riego estaba concentrado en el mismo punto.
Noté el momento exacto en el que la goma envolvió mi miembro
henchido, la mano libre de mi amante se afianzó en uno de mis glúteos para
amasarlo, y yo la clavé hasta el fondo de su garganta.
Un movimiento hecho adrede para provocar una contracción de su
esófago que coincidiera con la salida de la joya. La pequeña arcada la
distrajo lo suficiente como para poder hacerme con el solitario y cambiar
las piezas sin mayor dificultad.
—Respira —murmuré, volviendo a empujar sin salir, granjeándome una
segunda arcada que hundió sus uñas en mi nalga y me permitió introducir la
falsificación en el lugar preciso. Un sonido ahogado rebotó contra mi polla.
Guardé el botín en la palma de la mano y fui saliendo de su boca muy
despacio—. Eso es, Lisa, la chupas de maravilla, jamás me han hecho una
comida tan buena como la tuya, no me extraña que tu marido quisiera
casarse contigo; si fueras mía, tampoco dejaría que te me escaparas.
Le dije las palabras mágicas para que se aferrara a mí con devoción,
mientras mis labios se tensaban en una sonrisa latente antes de darles la
bienvenida a sus labios inferiores.
Ella jadeaba y mamaba a partes iguales, yo la premiaba con la maestría
del que ofrece un orgasmo como pago a la magnificencia, hasta que un
ruido seguido de un «Cariño, ¡ya estoy en casa! ¿Has leído mi mensaje?»
me puso en guardia de inmediato.
Salí de encima de Lisa.
—¡Es mi marido! —proclamó asustada.
—Tranquila —jadeé, poniéndome en pie. Tenía un par de minutos hasta
que alcanzara la habitación gracias a las dimensiones del piso.
—Me-mete la ropa debajo de la cama y sal por la ventana, pu-puedes
llegar a la ventana del salón por la cornisa, yo te haré llegar la ropa, no te
preocupes.
Sopesé las posibilidades mientras Lisa guardaba el envoltorio del condón
en el cajón de la mesilla.
No tenía tiempo de vestirme, así que le hice caso, además, necesitaba
recuperar la cajita. A la velocidad del rayo, la metí bajo la cama, aproveché
para cogerla y salí en pelotas por la ventana.
Me pegué todo lo que pude a la cornisa, teniendo en cuenta que estaba en
una octava planta y no tenía intención alguna de morir aplastado contra el
asfalto.
Escuché cómo Henry entraba en el cuarto y le preguntaba a su mujer por
qué estaba desnuda y enjoyada. Lisa le respondió hábil que quería darle una
bienvenida a la altura por haber venido antes, y que por supuesto había
leído su mensaje.
Lo primero que hice fue encajar el anillo en mi meñique y poner la
piedra hacia fuera para salvaguardarla, después lancé la cajita al agua para
poder aferrarme a la estructura del edificio. El anillo no podía dañarse.
Por fortuna, delante de mí, solo había agua, no había otro bloque por el
que un vecino pudiera asomarse, de ser así, podía imaginar los titulares en
las noticias y los vídeos inundando las redes sociales, alegando que había
sido hallado un nuevo Spiderman nudista.
La suave brisa golpeó mi tensa musculatura, no es que el alféizar por el
que me desplazaba fuera muy amplio, un paso en falso y terminaría con los
huevos estrellados.
«Pasito a pasito, Ares».
Tenía varios metros por delante hasta llegar a la ventana del salón, solo
esperaba que no se hubiera cerrado por un golpe de aire…
Estaba sudando, mis nervios templados no lo estaban como de
costumbre, pasé por delante del primer ventanal, que se encontraba
completamente cerrado, no obstante, intenté abrirlo sin éxito. Me quedaban
dos más.
Fui avanzando con el corazón en un puño y maldiciéndome por dentro.
Tenía suerte de guardar una llave de repuesto del coche en un
compartimento secreto en los bajos del vehículo y no llevar el móvil
encima.
Cuando daba el cambiazo, solía dejarlo apagado en el interior de la
guantera, era uno antiguo, de tarjeta y sin GPS, ni todas esas mierdas que
facilitaban la localización y la identidad del propietario. Lo tenía para
posibles eventualidades y llamadas de emergencia a Beckett.
«No pienso volver a quedarme dormido nunca más en la vida», me juré.
Fui a agarrarme a un saliente y se desprendió un trozo de piedra.
¡Joder!
Por poco no caí, menos mal que estaba en forma y pude agarrarme antes
de que el vacío me tendiera los brazos.
Respiré varias veces antes de seguir avanzando, intenté no mirar abajo, y
cuando por fin llegué al lugar indicado, recé para poder salir cuanto antes
del edificio.
Me di la vuelta y me topé con la cara sorprendida de la mujer del
servicio, que estaba haciendo los cristales.
¡Maldita mala suerte! Pero ¡¿cómo no se le ocurría a Lisa avisarme?!
La mujer de rasgos latinos ataviada con una bata azul y delantal parpadeó
varias veces ante el despliegue ocular, yo le hice la señal universal de
silencio y crucé los dedos de los pies para que no se pusiera a gritar. Me
faltaban manos para sujetarme, ocultar el anillo y cubrirme el rabo.
Esperaba que mi cara de súplica y ver que no suponía amenaza alguna,
porque la único arma que llevaba era la que apuntaba a su jeta, le hiciera
apiadarse de mí.
La vi negar, chasquear la lengua y finalmente empujar hacia arriba para
dejarme entrar.
—Muchas gracias, Dios se lo pague.
—Quien me lo va a pagar será la señora, cualquier día la pillan y a mí me
echan por encubrirla —chapurreó en un spanglish bastante decente.
Al parecer, no era ni el primero ni el último hombre al que pillaba con
Lisa, toda una suerte para mí.
Ella miró en dirección al pasillo. El marido de la señora Van Dyck estaba
lo suficientemente ocupado. Cogí un cojín para tapar mi entrepierna
mientras ocultaba la mano del anillo a la espalda. Todavía llevaba el condón
puesto, no había tenido tiempo de quitármelo, ya lo haría cuando estuviera
en la intimidad del ascensor.
—Sígame.
La mujer me acompañó hasta la entrada, abrió el armario del recibidor y
buscó un abrigo que prestarme, además de unas botas de agua.
—No sé si serán de su número, pero por lo menos no irá descalzo. Por el
abrigo no se preocupe, el otro día el señor me dijo que lo donara a la
beneficencia y estas botas no se las pone nunca.
—Muchísimas gracias, de verdad, le debo la vida.
—Pues procure mantenerla con usted no regresando.
—Descuide, no volverá a verme nunca. —Ella asintió aliviada.
El señor Van Dyck debía ser un tipo grande, porque me sobraban un par
de números.
No me crucé con ningún vecino en el ascensor, lo que fue un alivio. Una
vez en el interior del coche, respiré tranquilo.
Miré el solitario del dedo y rogué para que estuviera intacto.
Saqué el móvil de la guantera, y cuando paré en el primer semáforo,
llamé a Beckett.
—¿Dónde te habías metido? Llevo toda la noche esperándote.
—Yo también te he echado de menos, y mejor no preguntes.
—¿Tienes el solitario?
—Sí. —Suspiró aliviado—. Estoy en camino, ha surgido alguna que otra
complicación, pero lo tengo conmigo, asegúrate de tenerme la bañera llena
y ropa lista en la Batcueva.
—¿En qué punto de nuestra relación has creído que soy Robin?
—Más bien te tomaba por Alfred, el mayordomo —aclaré para que no
hubiera confusión.
—Muy gracioso.
—Nos vemos en media hora, y recuerda echarme en el agua unas gotas
de aceite esencial de…
Pi, pi, pi…
CAPÍTULO 8

Ares

—T
ienes suerte de que esté impecable y de que el señor Van Dyck
no haya hecho honor a su apellido y reemplazara la pieza
sustraída con la punta de tu prepucio —comentó Beckett,
despegándose del microscopio gemológico trinocular.
Estábamos en el sótano de la Batcueva, como llamaba yo a la mansión
fruto de la ingeniería, encajada en uno de los acantilados de las Palisades,
en New Jersey.
Un lugar estratégico que me permitía estar cerca de Nueva York y al
mismo tiempo tener la privacidad de un lugar de difícil acceso.
—Sabes que dyck no significa polla en holandés, solo en inglés, ¿verdad?
—pregunté socarrón.
—Eso da igual, te aseguro que habría hecho honor a su apellido si te
hubiera descubierto dándole biberón a su mujer —insistió.
—La cuestión es que no lo hizo.
—Y dime una cosa, ¿eso que llevas puesto es el último grito en moda, o
es que has pensado en dejar el negocio para enrolarte en un pesquero para
capturar cangrejos de Alaska?
—Ya te gustaría —dije con media sonrisa—. ¿Ese es tu afamado sentido
del humor inglés?
Beckett se encogió de hombros mientras deambulaba por la zona que
tenía habilitada en el sótano y que contaba con la tecnología más puntera
para la réplica de joyería.
—A los americanos habría que trazaros un mapa para que nos
entendierais.
—¿Tengo que recordarte que no soy americano?
—Nadie es americano. Tú llevas tantos años aquí que amenazan con
poner tu jeto en el Monte Rushmore.
—No tengo intención alguna de convertirme en el nuevo presidente de
los Estados Unidos, prefiero moverme en la sombra y pasar inadvertido.
—Si la gente supiera lo que haces con la mitad del dinero que ganas,
podrías convencer a la masa, tu rollete Robin Hood mezclado con el del
prota de White Collar te daría más votantes que a Trump y Biden juntos. A
la mayoría de la gente le gustan los tíos guapos y con encanto.
—Yo no tengo encanto.
—Una cosa es que no lo muestres y otra que no lo tengas.
—¿Estás flirteando conmigo, Beckett?
—Qué más quisieras, esta barriga y esta calva no son para cualquiera —
comentó, ajustándose las gafas.
—¿Me has llenado la bañera? —Él me miró con escepticismo.
—Vale, ya lo hago yo mientras certificas el valor real de la pieza, es
importante que nos hagamos un nombre para estar en la subasta del TOP5.
—No vas a quitarte eso de la cabeza, ¿verdad?
—Imposible.
—¿Por qué no lo dejas estar? Sé que tu infancia fue una cabronada, pero
jugártela con Painite son palabras mayores, ya sabes de lo que es capaz —le
ofrecí a Beckett una sonrisa lúgubre.
—No me subestimes.
—Puedes dártelas de matón de barrio, pero tus manos no están
manchadas de sangre.
—Me encantaría que un día pudieras cambiarte por mí.
—¿Te refieres a abandonar mi metro setenta para ganar diecisiete
centímetros de estatura, volver a tener pelo, no ser miope, mejorar mi
guardarropa y que todo el mundo suspire cuando paso por delante?
Adelante, ¿dónde hay que pedir cita para el traficante de almas?
—Ya sabes a lo que me refiero.
—Asúmelo y pasa página. La vida es una mierda lo mires por donde lo
mires, y si alguien da un vistazo hacia atrás y no tiene nada de lo que se
arrepienta, es que no ha vivido.
—¿Eso lo has sacado de un libro de autoayuda?
—De la última galleta de la fortuna que nos pusieron en la Perla de Asia.
Pero sirve, ¿no?
—Al lío —mascullé, apuntando la mirada hacia la maquinaria.
—¡Sí, jefe! Lo pillo… Da igual lo que uno diga cuando la otra parte no
quiere escuchar —farfulló.
Me encaminé rumbo a las escaleras talladas en la roca que llevaban a la
planta principal de la propiedad a través de un armario de alta seguridad.
El mobiliario de la Batcueva era minimalista, en tonos blancos y dorados
que le daba la luminosidad que le restaba la piedra gris de las paredes o el
mármol negro veteado.
Los agujeros naturales fueron aprovechados para convertirse en
ventanales que se fundían con el mar. Desde la pared del acantilado, salían
varias formas semejantes a la joroba de un camello, que eran balcones,
terrazas y una piscina infinity que daba la impresión de que estuvieras
bañándote en el mismísimo océano.
La primera vez que vi la mansión, diseñada por un prestigioso arquitecto
Australiano enamorado de Estados Unidos, supe que era el lugar ideal para
mí, un rincón en el que perderse y dejar que la oscuridad que me rodeaba se
viera absorbida por la luz.
Además de tener el espacio y privacidad suficiente como para albergar
mi taller clandestino, el cual tenía una salida a través del agua, donde tenía
amarrada una preciosa embarcación a motor, protegida de la mirada ajena.
No tenía nada que ver con mi ático de la Gran Manzana, allí tenía mi
«piso de soltero», el lugar que encajaba con la imagen del millonario de
treinta y cinco años que todos tenían de mí, ubicado en el mismo edificio en
el que tenía una preciosa tienda dedicada a las antigüedades, en la que
siempre rezaba el cartel de «vuelvo en cinco minutos».
El arte, el mobiliario antiguo o de autor, eran una fabulosa coartada para
alguien como yo.
Caminé hasta la suite, me desprendí del abrigo y las botas de agua
arrugando la nariz y me acerqué a la amplia bañera dorada con vistas al mar
dejando que los rayos de sol que atravesaban el amplio ventanal calentaran
mi cuerpo.
Cerré los ojos y respiré con fuerza, accioné el mando que llenaría de
agua humeante la bañera en unos pocos segundos. La presión del agua era
una jodida maravilla.
Podía permitirme lujos que jamás hubiera soñado alguien como yo, pero
no te confundas, todo había sido gracias a vender mi alma al diablo y
después traicionarlo.
Nunca lo perdonaría por lo que hizo, por mucho que me enseñara mi
oficio, también logró que perdiera el alma. Estaba dispuesto a hundirlo,
humillarlo y despojarlo de todo lo que tenía a base de sangre, dolor y
lágrimas.
Vertí unas gotas esenciales de romero para que me relajara la
musculatura, cogí una bocanada de aire y me hundí por completo en el
agua, no recuperaría lo que perdí cuando caí en sus manos, pero por lo
menos le haría pagar por tanto sufrimiento.
CAPÍTULO 9

Ares, treinta años antes

—D
os por uno, no se lo piense, están sanos y fuertes. —Murmuró
el tipo que nos estaba vendiendo—. Son hábiles con las
manos, y solo tienen cinco años, imagine lo que podrán hacer
con más edad.
El hombre miró nuestros cuerpos demasiado delgados, raquíticos para la
edad que teníamos. Era de esperar cuando solo nos alimentaban una vez al
día y, a veces, incluso se olvidaban.
La ropa era extremadamente holgada, nos iba grande porque la sacaban
de contenedores que iban destinados a caridad. Zeus nos cogía por los pies
para poder colar medio cuerpo dentro y pillar lo que nuestras manos
alcanzaran.
Sorbí los mocos, estaba resfriado y sentía mucho calor por todo el
cuerpo, no obstante, me mantenía en pie porque sabía que caer al suelo
mareado no era una posibilidad.
Apestábamos. En la ratonera que vivíamos no había agua caliente, las
duchas nos las dábamos cuando llovía y ni siquiera los piojos querían
anidar en nuestras cabezas.
Teníamos el pelo mal cortado, como si alguien nos hubiera arrancado
mechones a machetazos, a mi compañero no se le notaba tanto porque tenía
el pelo rizado, pero el mío era un despropósito.
Fijé la mirada vidriosa en la puntera de aquellos zapatos brillantes,
recuerdo que pensé que pocas veces había visto unos tan bonitos, nada
comparable a las zapatillas de deporte rotas por las que asomaban los dedos
de mis pies.
Estaba ante el recuerdo más nítido de mi infancia, el día que cambió mi
vida para siempre.
Alguien que vestía mucho mejor que el tío al que pertenecíamos, que
llevaba uno de esos trajes que olían a caro, nos revisaba a Apolo y a mí,
evaluando si éramos dignos de ser llevados.
A eso se dedicaba Zeus, el tipo con el que vivíamos junto a otros como
nosotros. No era su verdadero nombre, pero le gustaba considerarse un dios.
Se apoderaba de niños perdidos, hijos de la calle o de algún drogadicto que
estaba dispuesto a intercambiarlo por unos cuantos viajes más de droga.
Éramos mano de obra y mercancía, nos utilizaba para dar pena en las
puertas de las iglesias, los supermercados o algunas calles céntricas para
que nos dieran limosna, y cuando teníamos la edad suficiente para alguno
de sus clientes, nos revendía a tipos extranjeros dispuestos a pagar la suma
adecuada.
—Mírelos bien, jefe, bajo esa capa de suciedad tiene dos chicos muy
guapos, si los quiere para otra cosa que no sea robar, pueden darle mucho
amor.
—Aparta, puto inútil, no soy un pederasta —dijo el hombre con total
desprecio.
No sabía lo que significaba la palabra, pero el hombre parecía muy
ofendido ante la sugerencia.
—Lo siento, señor, me-me refería a que puede usarlos para lo que quiera,
que no se quejarán.
El extranjero se puso de cuclillas y nos miró fijamente, primero agarró
mi barbilla con fuerza y giró mi rostro de un lado a otro, después le tocó el
turno a Apolo. Le tomé la mano para tranquilizarlo y que no se pusiera
nervioso.
Zeus nos aleccionó antes de su llegada. Nos dijo que no podíamos
pegarle, ni morderle, ni atacar. Sabíamos hacerlo, era la ley de la calle, o
vivías, o morías, y él nos había enseñado que si caíamos en el poder de un
adulto, nos teníamos que defender, porque solo querrían hacernos cosas
malas.
Nuestros cuerpos llevaban a cuestas las suficientes palizas como para
saber dónde dar con los puntos débiles de alguien que nos doblaba el
tamaño. Zeus siempre decía que era por nuestro bien, que el dolor te
convertía en invencible. Yo no lo tenía tan claro, pero, aun así, era lo único
que conocía.
—¿Y bien, jefe? Son material bueno.
—Solo quiero a ese —señaló a Apolo, que me contempló con
preocupación. Zeus le puso ese nombre porque era el más guapo de todos.
Bajo la mugre había un pelo rubio y rizado, y los ojos más azules que había
visto jamás—. El otro está enfermo.
—Lo-lo siento, van juntos, si se queda uno, se queda los dos, es solo un
constipado de nada, además, me lo agradecerá, Ares es el único que sabe
domar al rubio, tiene un poco de nervio.
El extranjero, que chapurreaba algo de italiano, negó.
—No voy a pagarte por dos cuando solo quiero uno, y ese no vale nada
—me señaló.
Zeus sabía que era imprescindible que nos llevara juntos, Apolo era
especial y solo yo tenía la habilidad de calmarlo cuando la cosa se
complicaba.
Una vez le escuché decir que los arranques de mi amigo eran porque
nació con síndrome de abstinencia. Yo no estaba seguro de qué era eso, solo
que mi amigo hacía cosas extrañas, le daban brotes de violencia extrema y
yo era el único capaz de sosegarlo, mi voz era la única que escuchaba
cuando las cosas se ponían feas.
Zeus necesitaba el dinero y estaba deseoso de deshacerse de él porque
decía que solo le daba problemas.
—Le hago una rebaja, solo me pagará por uno y medio, por lo de la gripe
y eso, venga, jefe, que se los dejo a precio de saldo.
Él volvió a mirarnos, tenía la piel oscura y los ojos más extraños que
había visto nunca. Eran oscuros, pero a la vez irradiaban una extraña luz
que parecía salir del centro. ¿Sería un dios de verdad?
—No hay trato. Me marcho.
Zeus maldijo para sus adentros, no le gustaba perder el negocio, ya tenía
la pasta gastada antes, siquiera, de cerrar el negocio.
—Vale, vale, vale, usted gana, se lleva uno de regalo solo porque quiero
que vuelva de aquí a un tiempo. ¿Hay trato?
El extranjero torció el cuello y tensó los labios. No volvió a mirarnos
más, tenía los ojos puestos en las manos de nuestro vendedor, que se
retorcían ansiosas.
—Vale, pero báñalos y procura ponerles ropa decente, no pienso
llevármelos así, llamarían demasiado la atención. ¿Tienen toda la
documentación en regla? —La sonrisa de dientes ennegrecidos de Zeus se
amplió.
—Por supuesto, lo tengo todo listo.
Se secó la palma sudorosa y extendió los dedos de uñas marrones como
si quisiera estrecharle la mano para cerrar el negocio. El extranjero la miró
con repulsión y no se la cogió.
—Volveré a las seis en punto, que estén listos para entonces.
—¿Y el dinero? —preguntó Zeus con un deje de desesperación.
—Te lo daré cuando regrese a por ellos. Soy un hombre de palabra, a las
seis.
—A-a las seis.
CAPÍTULO 10

Zuhara

—S
u —murmuró Brenda en mi oído.
Al final habíamos aceptado quedarnos en el club y pasar por
el spa como maman sugirió.
A media tarde charlamos con Duncan sobre una colaboración que quería
que hiciéramos en un evento que iba a organizar dedicado a la mujer en el
mundo de la joyería, la gemología y las piedras preciosas.
Brenda se mostró entusiasmada, por lo que no me quedó más remedio
que aceptar, además de que sabía que era su manera de ayudarnos sin que
fuera algo excesivo, en ese tipo de eventos se hacían muchos contactos.
Mi amiga me suplicó que nos quedáramos a la gala que habría después,
tenía muchas ganas de hablar con el tipo de Tiffany’s y no quería fastidiarla,
al fin y al cabo, se trataba de mi mejor amiga.
Era una velada informal, donde la gente comía y bebía de pie mientras
socializaba, había música en directo y después hablarían sobre algunas
obras de beneficencia que los organizadores habían puesto en marcha.
Bren me guiñó un ojo y me pidió que la cubriera cuando vio a su víctima
solo. Se fue a dar un paseo con él mientras la mujer del directivo estaba
entretenida con maman y su corrillo de invitadas.
Habían pasado algo más de veinte minutos cuando mi amiga me
sorprendió por la retaguardia mientras yo estaba apoyada en la balaustrada
exterior que daba al campo de golf.
Quise darme la vuelta, pero me lo impidió.
—¿Qué pasa?
—Ni se te ocurra moverte, él está aquí, acaba de llegar y, a no ser que
quieras encontrártelo de bruces, nos tenemos que largar.
Mi corazón y mi estómago se encogieron de golpe. Solo había una
persona a la que podía temer encontrarme.
—¿Estás segura? —Mi voz apenas era audible.
—Muy segura.
—¿Y si ya me ha visto?
—No lo ha hecho, te ha cubierto la columna. —Ni siquiera sabía cómo
sentirme al respecto.
—Vale.
—Toma, una servilleta.
—¿Para qué la quiero?
—Pues para cubrirte la cara como si te hubiera entrado algo en el ojo,
tranquila, yo te guío para que no te estampes por las escaleras; cuando
estemos en el coche, le escribes a tu madre que no te sentías bien y listo.
—¿Y si le hace algo?
—Si no lo hizo en su momento, no lo hará ahora, además, está con
Duncan y mucha más gente, tenemos que largarnos o todo tu plan se irá a la
mierda.
—Tienes razón, vamos, no es así como tenemos que encontrarnos —
admití, aceptando su ayuda.
Caminé a ciegas y no nos detuvimos hasta llegar al aparcamiento de
coches. Brenda me pidió las llaves e hizo que me sentara en el asiento del
copiloto, según ella, no estaba en condiciones de conducir, y seguramente
tendría razón.
Me acomodé en él y abrí la ventanilla, dejando que la brisa de mayo
alborotara mi pelo y mis pensamientos.
Habían pasado cuatro meses desde que lo vi por primera vez, o mejor
dicho, por segunda, y no había podido quitármelo de la cabeza.
Fue algo casual, como casi todo en la vida. Brenda tenía muchas ganas
de una noche de chicas y me llevó al club que, según ella, toda mujer debe
pisar, por lo menos, una vez.
Estaba hasta los topes y llegábamos tarde, por lo que la única mesa que
pudimos conseguir estaba demasiado alejada del escenario.
Aun así, se veía bastante bien, la cosa era que los pecados capitales,
como se conocía a los estríperes que trabajaban en el SKS, no solían
alejarse tanto de la zona central, así que era más bien complicado que
alguno de ellos nos escogiera a Bren o a mí para sentarnos en la silla.
Todo iba bien, pedimos un par de cócteles, ella se puso a parlotear sobre
sus clientes y las pocas oportunidades que tenía como diseñadora de joyas,
que estaba harta porque en el taller en el que trabajaba la explotaban y no
dejaba de rechazar las insinuaciones del maestro de joyería. Una cosa era
ser chica de compañía para tíos que le pagaban cientos de dólares la noche,
y otra muy distinta sentirse acosada y tener que acostarse con ese gañán
gratis.
Yo me sumé, porque una no puede escuchar las miserias ajenas y no
vomitar las propias. Me quejé porque el mundo del freelance tampoco era la
panacea, si no tenías padrinos que te recomendaran, era muy difícil
conseguir trabajos decentes y no espaciados en el tiempo. Necesitaba ganar
más dinero si quería mantener mi independencia en Nueva York.
—Tú lo tienes fácil, ¿por qué no le pides a tu padrastro que te eche una
mano?
—No es mi padrastro.
—Bueno, el novio de tu madre.
—Pues porque no me apetece mezclar las cosas, ya nos rescató cuando
maman y yo estábamos en las últimas y habíamos empeñado lo poco que
nos quedaba, no tengo ganas de deberle todavía más.
Bren me sugirió pasarme algún cliente, pero yo no me veía cobrando por
sexo.
—Es una mera transacción comercial como cualquier otra, tú quieres su
dinero y ellos tu coño y tus tetas, basta con fingir bien los orgasmos si no
saben dártelos, mira…
Se puso a jadear agarrada a la mesa, recordándome a la peli de Cuando
Harry encontró a Sally. Menos mal que nadie nos prestaba atención y que
la música estaba lo bastante alta, o eso creía, hasta que uno de los
camareros, ataviado con antifaz y pajarita, se acercó a nosotras.
—¿Tan buena está la bebida? —preguntó socarrón. Noté mis mejillas
enrojecer, y eso que no era la protagonista del despliegue interpretativo.
Sus facciones se veían atractivas. Mandíbula cuadrada, pelo rizado, ojos
oscuros y una barbita de lo más seductora acompañada de un físico de
escándalo. Brenda separó las pestañas y le sonrió sin un ápice de pudor.
—Tú lo estás más —comentó con total descaro.
—Se agradece, soy Soberbia.
—Desde luego que soberbio sí que estás. —El chico soltó una carcajada
e hizo un movimiento con los pectorales que suscitó el máximo interés en
mi amiga—. Soy Bren, y ella es mi amiga Su.
—Encantado, si os apetece, hago números privados cuando acabamos de
salir todos en el escenario, si queréis, os puedo reservar un hueco.
—¿Para bailarnos? —preguntó ella coqueta.
—Ajá.
—No estaría mal, aunque preferiría algo que me dejara jadeante y con
las piernas temblando —susurró sin cortarse.
—Eso también se puede hablar. —Soberbia apoyó las manos sobre la
mesa y enfocó la mirada sobre Brenda—. Hago servicios especiales fuera, y
te garantizo que nunca he tenido una queja. —Torció el cuello y me miró a
mí—. Si sois dos, os puedo hacer precio, ¿qué me decís?
Bren soltó una carcajada.
—¿En serio? ¿Me ves cara de pagar por follar? Nene, que soy del
gremio, yo no pago, cobro.
Su expresión no era de sorpresa, ladeó una sonrisa traviesa.
—¿Las dos?
—No, yo no hago eso, bueno, sí lo hago, me refiero a que no cobro y
tampoco pago —zanjé contundente y algo nerviosa.
—Bueno, tratándose de una colega y su amiga —volvió a dirigirse a
Bren—, quizá podamos quedar algún día para divertirnos los tres, por puro
vicio.
—Quizá —jugueteó Brenda.
Soberbia se apartó de la mesa.
—Pasadlo bien, chicas, nos vemos.
Se alejó con la mirada de Brenda comiéndoselo entero.
—Eso, tú no te cortes y ondea la bandera de yo con mi cuerpo hago lo
que me da la gana —rezongué. Ella estalló en risas.
—Bah, ya lo has escuchado, él hace lo mismo y me da igual que lo sepa.
¿Has visto lo bueno que está? ¿Te importaría hacer un trío? Creo que si le
digo que nos folla a las dos esta noche hay mayor posibilidad de quedar.
—Conmigo no cuentes —bufé.
—¿Por qué tienes que ser tan estrecha?
—No soy estrecha, es que no me apetece comerte las tetas y mucho
menos la almeja, a mí el marisco no me va.
—No tienes por qué hacerlo, seguro que, con tenernos a las dos
desnudas y en su cama, se conforma, tiene pinta de aguantar… —volvió a
repasarlo—. Oh, venga, va… —Hizo un mohín—. No me hagas suplicar. —
Negué.
—Yo paso.
—Aburrida.
Puede que lo fuera, pero en serio que no me veía estando con otra mujer.
Por muy bueno que estuviera Soberbia, había líneas que prefería no
traspasar, y mucho menos con mi mejor amiga.
Seguimos bebiendo, charlando y planteando opciones para ganar más
dinero, algo se nos tenía que ocurrir. La sala se quedó en completa
oscuridad, se hizo el silencio y una voz en off anunció la presentación de
los pecados capitales, reclamando la atención de todo el público en la
pista.
Fueron saliendo de uno en uno, hombres divinos, de cuerpos trabajados
y ritmo excelente, ofreciendo al público varios segundos de muestra antes
de empezar con los solos que durarían varios minutos.
Cuando salió Soberbia tocando la guitarra eléctrica, creí que Brenda
iba a subirse a la mesa a dar saltitos como una groupie.
La verdad es que el chico estaba soberanamente bueno y tocaba de
escándalo, no obstante, no era mi tipo. Salió el siguiente pecado capital, y
cuando el foco blanco lo iluminó por completo desabrochándose un par de
gemelos azules, algo estalló en mi cabeza y en mi corazón.
Dejé de ver, de oír y de sentir todo a mi alrededor. Nada tenía sentido
más allá de ese hombre enfundado en un esmoquin negro, antifaz y aquel
color de ojos tan particular.
Empezó a fallarme el oxígeno, cada maldita terminación nerviosa de mi
anatomía se puso en guardia, el vello de mi cuerpo se erizó como si
estuviera en mitad de una tormenta eléctrica y supiera que el rayo venía en
mi búsqueda para impactar contra mí.
No podía ser, era una mera coincidencia, tenía que ser fruto de mi
imaginación o de un par de lentillas muy bien puestas.
Sin embargo, mi cuerpo me decía que no, que volvía a estar delante del
mismo hombre que inició cada una de mis pesadillas, no solía reaccionar
así.
—Su, eh, ¡Su! ¡¿Estás bien?! —Unos brazos empezaron a sacudirme—.
¡Su! ¡Me estás asustando! ¡¿No estarás teniendo un infarto o un derrame
cerebral?! Si puedes oírme, ¡pestañea! ¡Pestañea! —insistió, sacudiéndome
con más fuerza que la vez anterior, terminé haciéndolo y oí el sonido de
alivio que escapó de sus labios—. Joder, ¡menudo susto! —proclamó
cuando por fin enfoqué la mirada en la suya—. ¡¿Qué narices te ha
pasado?! Te has puesto blanca de golpe, y teniendo en cuenta lo morena
que tú eres, ha sido un milagro, por no contar los temblores y que tenías las
pupilas más dilatadas que Amy Whinehouse en concierto. ¿Te has metido
algo que yo no sepa? —Negué todavía sintiéndome incapaz de verbalizar lo
que me había ocurrido, si era franca, yo tampoco daba crédito—.
¿Entonces? —Seguí en silencio—. No estoy yo como para jugar a las
adivinanzas después del susto que me has dado, ¡que pensaba que
saldríamos de aquí en ambulancia!
—C-creo que lo he encontrado —logré soltar al fin. Puse de nuevo los
ojos en el escenario, seguía sintiendo mi corazón al borde del colapso y un
golpeteo sordo tronando en mis oídos.
—¿A quién? ¿Al pecado que te quieres zumbar? Porque si todo esto es
por un tío… —Moví la cabeza negativamente.
—No se trata de eso —regresé mis pupilas a las de Brenda—. Bren, creo
que ese tío mató a mi padre.
CAPÍTULO 11

Ares

L
levaba mucho tiempo sin verlo, podría haber hecho que nuestros
destinos se cruzaran, pero no quise, Painite era un hombre que, cuanto
más alejado estuviera de ti, mejor, salvo que quería que supiera que
estaba en el tablero de juego.
Él fue el hombre que me lo enseñó todo y quien me lo quitó todo, o casi,
porque yo me cobré con creces lo que me hizo.
No mostró sorpresa al verme aparecer, sujetaba una copa de champán en
la misma mano que ostentaba aquel sello de oro que tan bien recordaba.
Había seguido sus movimientos todos esos años y estaba seguro de que
él también conocía los míos, que nos mantuviéramos a una distancia
prudencial no significaba que fuéramos ajenos el uno al otro.
Esperó a que llegara hasta él sin interrumpir la conversación que estaba
manteniendo con tres hombres pertenecientes a su círculo. Reconocí a dos,
el tercero no tenía ni idea de quién era.
—Caballeros —los saludé. Los cuatro pares de ojos buscaron la voz del
recién llegado, es decir, la mía.
Vi curiosidad en dos de los rostros, quizá un poco de desconfianza, y en
el tercero apreciación. En el que más me interesaba relucía una sonrisa de
suficiencia que quería hacer desaparecer.
—Hola —saludó el más joven extendiendo la mano—, soy William
O’Toole. —Era el tipo que seguía mirándome con interés. Sabía reconocer
aquel tipo de miradas, la de los tíos que querían llevarte a la cama.
Estreché su mano.
—Yo Ares Diamond.
—Un nombre de lo más interesante… —murmuró William—. ¿Italo-
americano?
—Griego de nacimiento y americano de adopción —comenté, enfocando
la mirada hacia el hombre que me trajo a este país.
—Um… Adoro Mykonos…
«Seguro que sí», era la isla gay por antonomasia.
Busqué los rostros de los otros dos hombres.
—Antoine Cotillard —masculló el de pelo castaño canoso y nariz
aquilina.
—El nuevo director ejecutivo de Tiffany & Co, ¿no es cierto? —Sus ojos
se abrieron de manera inesperada—. Disculpe, soy un gran aficionado a la
joyería y suelo estar al corriente de todo.
—¿En serio? —se interesó—. ¿Aficionado o coleccionista?
—El señor Diamond se dedica a la compra-venta de piezas exclusivas,
digamos que busca lo que unos pocos quieren —aclaró críptico—, lo que no
quita que pueda tener algunas en su poder. Él y yo somos viejos conocidos,
¿me equivoco? —preguntó mi mentor, alzando su copa.
—Para nada.
—Bueno, lo de viejos lo dirás por ti, porque está claro que él está en su
punto… —O’Toole volvía a la carga. Le ofrecí una sonrisa cómplice.
—¿Es socio del club, señor Diamond? —preguntó el cuarto hombre de
rasgos orientales, que era toda una eminencia en el mundo de las piedras.
—No, el golf no es lo mío, vengo como invitado de… —estiré el cuello
y vi a mi puerta de acceso unos metros más allá en la mesa de los canapés
—. La señora Shelby.
—La viuda Shelby siempre ha tenido muy buen gusto para las piezas
únicas —apostilló O’Toole, repasándome con descaro.
—No quiero entretenerlos más, solo quería pasarme a saludar, ¿usted es?
—No quería irme sin que el señor Jiāng se presentara.
—Bao Jiāng. —Parpadeé y puse cara de sorpresa, aunque sabía a la
perfección quién era.
—¡No me diga que es el famoso exportador de piedras preciosas que
desde hace unos años ha abierto varias joyerías exclusivas en Nueva York!
—Sus finos labios se estiraron. A los asiáticos solía gustarles la
grandilocuencia, que los demás supieran que habían sido capaces de llegar,
arrasar y forrarse. A mí no me importaba fingir que su poder me impactaba,
si algo me enseñó Painite era ofrecerles a las personas lo que esperaban de
nosotros, sobre todo, si tenían algo que pudiera interesarnos.
—Así es.
—Vaya, es un placer conocerlo, admiro mucho a los hombres que son
capaces de hacerse a sí mismos y encima tener un éxito tan fulgurante como
el suyo. —Extendí la mano y él me la estrechó con fuerza.
Tanto hacerle la pelota me daba ganas de potar.
—Ya sabe, he trabajado como un chino —comentó, haciendo que todos
rieran ante el chascarrillo.
—¡Ares! —la voz aguda de la señora Shelby se acercó al grupo en el que
me había colado. O’Toole la miró de soslayo un poco fastidiado, sobre todo,
cuando ella se colgó de mi brazo.
—Hola, Luisa, deja que te diga que estás espectacular. —Ella rio
coqueta, me sacaba unos veinte años y fue una de mis primeras clientas del
SKS, solo que a ella nunca le había robado, me interesaba por lo bien
relacionada que estaba y las puertas que podía abrirme. Era importante
tenerla contenta y que me recomendara a algunas de sus amigas.
Además de muy rica y tener unos contactos increíbles, era una mujer
lista, aguda, que apreciaba la carne joven.
—Tú siempre tan adulador. ¿Te apetece que tomemos algo? —Si me
viera comportarme con algunas de las mujeres que me follaba, no pensaría
lo mismo. Ser un capullo arrogante era algo que les ponía a muchas, no es
que me supusiera un sobreesfuerzo, Beckett solía decirme que mi ADN
estaba repleto de cromosomas de capullez extrema.
—Si es contigo, siempre. —Ella rio coqueta.
—¡Qué suerte tienen algunas! —farfulló O’Toole. Luisa lo miró risueña.
—Ares no juega en tu liga, Will.
—Eso no se sabe hasta que se prueba —comentó, alzando su copa hacia
mí—. Tal vez te gustaría venir a alguna de mis fiestas… —Luisa dejó ir una
cadena de risas.
—Cuidado, Ares, O’Toole tiene fama de organizar orgías. —Ninguno de
los presentes se escandalizó—. Además, tiene una bonita colección de joyas
y antigüedades. Su familia tiene un castillo en Escocia lleno de polvo y
armaduras.
—¿En serio? —cuestioné, alzando las cejas interesado.
—Me gusta divertirme, el sexo es un gran entretenimiento y el polvo que
hay en el castillo de mi familia no es de los que me gusta echar a mí —le
respondió a Luisa con condescendencia—. Si te apetece… —Sacó una
tarjeta del interior de su chaqueta y me la tendió—. No solo acuden
hombres, soy muy abierto en cuanto al placer se refiere, y quizá podría
gustarte que te enseñe lo que guardo entre mis cuatro paredes.
—Tu casa son más que cuatro paredes —farfulló Luisa—, y deja en paz
a mi hombre, es mi pareja de esta noche, no la tuya. —Ella alzó su mirada
para encontrarse con la mía—. Tanto hablar de cosas indecentes me ha dado
sed, ¿vamos, Ares? No quiero que este tunante seductor acabe arrastrándote
a sus fauces.
—Señores… Ha sido un placer.
Mi mirada buscó en última instancia a Painite, que me contemplaba con
todos sus sentidos en guardia.
Estuve la mayor parte del tiempo con la señora Shelby.
Hasta que esta se fue al baño y Painite vio la ocasión perfecta para
acercarse a mí.
Siempre tuvo un porte elegante que no estaba reñido con su crueldad.
—Cuánto tiempo sin coincidir en el mismo espacio.
—¿Me echabas de menos? —pregunté acomodado en una de las paredes
que quedaba cerca de la puerta de acceso.
—Lo que echo de menos es el cargamento de diamantes que me robaste.
—Ya sabes lo que dicen, quien roba a un ladrón… Además, me lo
debías.
—Te cobraste unos intereses muy altos.
—¿Tú crees? A mí no me lo parece después de lo que tuve que hacer por
ti y teniendo en cuenta la de pasta que tienes en el banco gracias a mis
servicios.
—Te compré, me lo debías.
—La esclavitud se abolió hace más de ciento cincuenta años, supéralo.
—¿Sabes que podría haberte mandado matar? —Era consciente de ello,
no obstante, había escogido no hacerlo, pasé años esperando que un sicario
terminara conmigo. Sobre todo, teniendo en cuenta lo que le hice.
—Yo también podría haber acabado con tu vida.
—Nunca te ha gustado la sangre.
—Lo que no implica que me obligaras a mancharme las manos con ella.
—Daños colaterales, necesitabas endurecerte, eras demasiado tierno.
—Eso no fueron daños colaterales, no tenía que matar para ser un buen
ladrón y falsificador.
—Son formas distintas de verlo, tener corazón es una debilidad y, te
guste o no, él te hacía débil, un diamante no puede sufrir ralladuras. —Lo
miré con desprecio—. ¿Qué quieres, Ares? ¿A qué has venido?
—He oído rumores… ¿Te suena el TOP5?
—No tienes ningún TOP5.
—Puede que no lo tenga en este momento, pero sabes que podría, que
soy lo bastante bueno como para conseguirlo.
Él se frotó la mandíbula y evaluó mis palabras, siempre lo hacía.
—¿Qué pasa? ¿Quieres volver a trabajar para mí en lugar de robar
chucherías y follarte a coños ricos? —Chasqueé la lengua. Como
imaginaba, estaba al corriente de mis movimientos.
—No, si he venido esta noche es para advertirte de que voy a hacerme
con las piezas antes que tú, y que si vas a querer subastarlas, no tendrás más
remedio que negociar conmigo. —Sus cejas se alzaron.
—Te veo muy subido. Ya sabes que no tengo socios, lo que quiero lo
obtengo por mis propios medios.
—Me da igual si no me crees, cuando ocurra, no me digas que no te lo
advertí.
—¿Quieres joderme, Ares? —Mi mentor apoyó una mano en la piedra
fría y exhaló muy cerca de mi nariz—. Si me jodes, te joderé.
—Pues midámonos la polla a ver quién la tiene más grande —mascullé
soez. Le di un empujón para desembarazarme de su cercanía. Él me cogió
por la muñeca y el contacto del oro del meñique me estremeció.
—No ha sido buena idea volver a mi vida con esas pretensiones —
susurró cerca de mi oído. Me solté de golpe.
—Ya me conoces, no soy de tirar la piedra y esconder la mano, eso te lo
dejo a ti. Quiero que sepas quién va a darte por el culo desde el principio.
—Si lo que buscas es que te den, ¿por qué no quedas con O’Toole?
—Porque lo que quiero es hundirte, voy a tenerte bajo mi suela, quiero
que sepas lo que se siente cuando dependes de una persona que te
desprecia, como hiciste con Apolo y conmigo.
—Yo no os despreciaba, erais mis niños —murmuró con un cariño gélido
—, deberías estar agradecido; si no te hubiera llevado conmigo, no serías el
hombre que eres. Todo me lo debes a mí.
—Todo me lo debo a mí. —Él rio sin humor.
—Va a ser divertido ver cómo te ahogas con tu propio ego.
—¡Ares! —exclamó Luisa, saliendo por las mismas puertas por las que
había desaparecido minutos antes. Estaba algo pálida y se agarraba la tripa.
Mi mentor se abrió como si no acabáramos de amenazarnos mutuamente.
—¿Qué ocurre, querida?
—¿Te importaría llevarme a casa? No me siento bien, creo que una de las
ostras no estaba tan fresca como debería y he tenido que mandar al chófer a
por mi hija, que estaba en un cumpleaños en Manhattan.
—No te preocupes, será un placer acompañarte.
La señora Shelby pasó su mano enguantada por mi antebrazo.
—Discúlpanos —comentó, dirigiéndose a Painite—. Apenas hemos
tenido tiempo de hablar.
—Descuida, ya sabes que, cuando quieras, estás invitada a pasar por
casa. —Luisa asintió.
—Buenas noches —me despedí. Mi mentor no respondió, se limitó a
beber de su copa y contemplarme con desafío.
CAPÍTULO 12

Zuhara

C
uando llegué a casa, tuve la necesidad de cambiarme de inmediato,
ponerme ropa de deporte y darle golpes al saco como una loca.
Brenda me preguntó si quería que se quedara. Le dije que no, que
no hacía falta, que estaría bien, solo necesitaba focalizarme y dar cuatro
hostias bien dadas.
Me dio un beso en la mejilla, se pidió un uber y se marchó cinco minutos
después, cuando el tipo la avisó de que ya estaba abajo.
No sé si me creía o pensaba que estaba loca de remate y solo me seguía
la corriente esperando a que me estampara.
La noche que proclamé frente a sus ojos que aquel estríper con esmoquin
era el asesino de mi padre, no daba crédito. Sobre todo, porque llevaba sin
verlo dieciocho años y aquel tío tenía un antifaz. ¡Un puto antifaz!
Podía sonar a enajenación mental transitoria, y quizá lo fuera, todavía no
estaba segura de que aquel pálpito, aquella sensación inexplicable, aquel
mismo desasosiego que me envolvió la noche que lo conocí, estuvieran ahí,
tan presentes, tan tangibles, que casi podía tocarlos.
Recuerdo que la cara de Brenda se desencajó, me miraba como si me
hubiera dado a las drogas de manera inexplicable y sin contárselo.
—Es imposible que sepas que es él —murmuró tras mi rotunda afirmación.
—Sé que parece una ida de olla, pero...
—No lo parece, lo es. Tía, eras una cría acojonada por lo que acababa
de pasar, ¿cuánto tiempo lo viste?
—El suficiente para que su cara no se me borre jamás.
—Sí, vale, pero ese tío lleva media cara tapada, y aunque la llevara
descubierta… ¡Hace dieciocho años que no lo ves y eras una cría que
acababas de despertarte del séptimo sueño!
—Eso da igual, lo tengo aquí —hundí el dedo en el centro de mi cabeza
—, lo veo cada noche en mis sueños, como él dijo que pasaría.
Bren dejó ir un suspiro.
—Su, aunque así fuera, ¿sabes cuánta gente se parece? ¿Qué me dices
de Elijah Wood y Daniel Radcliffe? ¿O de Bryce Dallas Howard y Jessica
Chastain? Por no hablar de Natalie Portman y Keira Knightley, esas dos
parecen separadas al nacer.
Entendía lo que me quería decir, que lo hacía porque se preocupaba por
mí y mi salud mental, sin embargo, tenía el mismo nudo en el pecho que la
noche que ese cabrón me arrebató a mi padre. No esperaba que Brenda lo
comprendiera porque nadie había matado a sangre fría a un miembro de su
familia.
—Lo pillo, puede que, como tú dices, esté confundida, pero… —
chasqueé la lengua— algo aquí dentro me susurra que es él, si pudiera
verlo sin la máscara…
—Quizá lo que te susurra es que quieres que te haga un privado, y
confundes ese pálpito con una palpitación de bajos. Por el amor de Dios,
Su, ¿en serio piensas que un ladrón-asesino estaría enseñando el rabo en el
club más afamado de Nueva York?
—Sería una buena coartada.
—No jodas. Por si no lo recuerdas, la poli dijo que se trataba de un
ajuste de cuentas, de algo relacionado con el tráfico de diamantes.
—¡Mi padre no era ningún traficante! —me aceleré. Ella apretó los
labios.
—Tú sabes que te adoro, que pondría mis dos manos en el fuego y el
cuerpo entero por ti, una y mil veces, las que hicieran falta, pero debes ser
consecuente y, aunque no te guste asumir que no somos perfectos, tu padre
podía ser la persona más maravillosa del universo contigo, pero quizá…
—¡Alguien compró a la policía para que vertieran calumnias sobre él!
¡Te digo que mi padre no pudo estar involucrado en eso! —Brenda me miró
con pesar y palmeó mi mano.
—Lo que tú digas, siento haber planteado la posibilidad, yo no lo
conocía y ya sabes que no me gusta juzgar o presuponer, además, tu padre
no está aquí para poder defenderse.
—No, no lo está.
—¿Quieres que le pidamos un privado, le arranquemos la máscara y
llamemos a la poli? —sugirió.
Negué. Eso era una soberana estupidez. La policía cerró el caso hacía
muchísimos años, no tenían nada, ni una puñetera huella, solo el retrato
robot que les facilitó una niña pequeña del que creyó su ángel protector. Un
chico de facciones increíbles, ojos del color del mar Caribe que debía
rondar entre los dieciséis y los veinte años, llevaba pasamontañas y vestía
íntegramente de negro.
Golpeé el saco con rotundidad; una, dos, tres veces, cuatro, cinco, seis. Las
gotas de sudor salían proyectadas en todas las direcciones, los guantes se
hundían con rabia en el cuero sintético, salvo que yo no sentía ninguno de
los impactos porque estaba muy lejos, en otro lugar y en otro tiempo.
Eran las cuatro de la mañana. Mi padre había vuelto de uno de sus viajes
largos y estaba nervioso porque tenía una reunión importante al día
siguiente y su vuelo se había retrasado, por lo que no tendría demasiado
tiempo para dormir.
Me mandaron a la cama pronto, la carne de la cena estaba seca y a
maman se le había ido la mano con la sal, aun así, me lo comí todo y no
protesté.
Palpé el vaso que tenía en la mesilla, con los ojos cerrados, fui a
llevármelo a la boca y me di cuenta de que estaba vacío, ya me lo había
bebido hacía un par de horas, no me quedaba más remedio que ir a la
cocina a por más, con lo poco que me gustaba levantarme de madrugada.
Apreté el puño de la mano libre y sonreí, tenía las canicas que mi padre
me había traído en la mano, últimamente, en lugar de dejarlas en el bote de
inmediato, me gustaba quedármelas y llevarlas conmigo hasta que me traía
otras nuevas. Eran mi talismán, mi amuleto de la suerte, y él decía que,
mientras las llevara conmigo, él siempre estaría ahí, en su interior.
Que ocuparan uno de mis bolsillos se convirtió en una costumbre, las
tocaba cuando me ponía nerviosa, cuando tenía un examen o cuando las
fuerzas me fallaban en las carreras de atletismo. Hacerlas rodar entre los
dedos me llenaba de serenidad, incluso, después de lo que ocurrió, no
podía desprenderme de ellas, de las cuatro últimas que me dio.
Separé la sábana, me puse en pie, agarré el vaso y salí al pasillo
moviéndolas sin parar.
La oscuridad no me gustaba, me daba por pensar en lo que se ocultaba
en aquellas zonas en las que la vista no me alcanzaba. Tampoco me
agradaba el crujido de la madera vieja bajo las plantas de los pies, odiaba
lo que ocurría en las pelis de terror, cuando alguien avanzaba y se
escuchaba ese mismo sonido.
«Susto», me dije mentalmente apretando los labios. En lo único que
podía pensar era en bajar y subir lo más rápido posible y volver a la
seguridad de las sábanas.
Estaba adormilada, sedienta y asustada a partes iguales, tanto que
cuando alcé la cabeza, separé la mirada de las puntas de mis pies
descalzos y me topé con aquella sombra, pegada a una de las paredes,
vestida íntegramente de negro, me quedé paralizada.
Quise gritar, pero se me cerró la garganta, la palma de mi mano se abrió
y mis canicas rebotaron en el suelo llamando la atención del ladrón hasta
toparse con sus zapatillas oscuras.
Clic, clic, clic…
Mis ojos se encontraron con los suyos. Los míos aterrorizados, los suyos
como dos malditos estanques bañados por la luz de la luna llena que
atravesaba el ventanal.
Los tenía de mi color favorito, mirar sus pupilas era como perderme en
mis canicas predilectas, las mismas que recogió con total tranquilidad sin
despegar la mirada de mí, haciéndome la señal universal del silencio.
¿Por qué obedecí, callé y me tragué el grito que atenazaba mis cuerdas
vocales? Es un misterio que jamás he podido resolver. Puede que fuera
porque no sabía lo que había sido capaz de hacer, porque pensaba que, si
hacía caso, nada malo iba a suceder.
Mi respiración comenzó a ser errática, nunca había hiperventilado de
miedo, hasta entonces. El ladrón se dio cuenta y, en lugar de venir hacia mí
y callarme para siempre, hizo algo insólito, se subió el pasamontañas y me
susurró un «tranquila, no pasa nada, todo está bien, estás en un sueño y yo
soy parte de él, fíjate».
Cogió las esferas de cristal del suelo y avanzó, moviéndolas con una
habilidad pasmosa, hasta hacerlas desaparecer frente a mis ojos. Avanzaba
hacia mí sin que mis pies se despegaran del suelo para echar a correr.
Quizá sí que fuera un sueño, o una pesadilla.
—Fíjate —volvió a repetir, poniéndose de cuclillas frente a mí. No me
tocó, pero noté una especie de corriente eléctrica cuando fingió sacarlas de
detrás de mi oreja.
Su cara estaba tan cerca de la mía que podía oler su aliento, era dulce y
especiado, como las baklavas que tanto le gustaban a maman.
—Extiende la mano, no tengas miedo.
Lo hice y depositó las canicas en ella, la cerré con fuerza.
—Buena chica, ahora vuelve a la cama, cierra los ojos y duérmete.
—¿Papá? —logré articular en un murmullo—, ¿maman?
—Ellos están bien, durmiendo en su cama.
—Te-tengo sed.
Le mostré el vaso de agua vacío, que seguía apretado entre mis dedos.
No lo había dejado caer.
Él sonrió y pensé que alguien malo no podía tener aquella cara tan
bonita, ni aquellos ojos tan increíbles, era imposible.
—No necesitas beber, es un sueño, ¿recuerdas? Si piensas que no la
necesitas, dejarás de sentir sed. Vamos, regresa a tu habitación, métete en
la cama y cuenta hasta cien. Cuando lo hayas hecho, yo ya no estaré.
—¿Lo prometes? —asintió—. ¿Quién eres?
—El que vela por tus sueños, por los de tu familia y va a cuidarte para
siempre. Soy tu protector, y ahora, ve.
Deshice el camino recorrido, entré en mi cuarto, cerré la puerta, corrí
hasta la cama con el aliento entrecortado, dejé el vaso sobre la mesilla y
me cubrí la cabeza con la sábana para ponerme a contar hasta cien.
Quizá la abuela Eugénie tuviera razón, puede que su religión fuera la
correcta y existieran los ángeles de verdad. Tenía todo el sentido, por eso se
me había aparecido en sueños. La abuela me contó que a eso se dedicaba
el ángel de la guarda, a cuidar de ti, de los tuyos y de tus sueños.
Me relajé un poco, dejé que aquel pensamiento tranquilizador devolviera
mi respiración a la normalidad de siempre, hasta que llegué a cien.
Debería estar dormida, ¿no?
Asomé la cabeza esperando encontrarlo, no vi nada y seguía teniendo
sed. La recomendación no había funcionado, así que volví a levantarme
con cautela y regresé al pasillo.
—¿Ángel? ¿E-estás ahí? —lo dije flojito, no quería ofenderlo. Nadie me
respondió—. ¿Á-ángel? —tartamudeé. Silencio, incluso el reloj del salón
había enmudecido, salvo el crujido de la madera, no se escuchaba nada.
Cada vez tenía más angustia, una opresión en el pecho difícil de
describir.
Hice rodar las canicas para infundirme calma y una falsa seguridad que
no sentía. Tenía la garganta cada vez más seca.
Avancé despacio. El ulular de una lechuza me pilló por sorpresa, me
estremecí de cabeza a pies al darme cuenta de que el ventanal estaba
abierto y ella me miraba desde la rama del árbol de enfrente.
Un golpe de aire frío me estremeció, el ave agitó las alas, como si
quisiera emprender el vuelo para entrar y picotearme, me dio miedo, así
que aceleré el paso sin mirar aquellos ojos redondos y brillantes.
La angustia había vuelto, sentía que me faltaba el aire cuando pasé por
delante de la habitación de mis padres, la puerta estaba cerrada, tuve la
tentación de abrirla, pero no lo hice, quizá lo de antes sí fuera un sueño y
acababa de despertarme.
Bajé las escaleras apresurada, llegué al final, pero en lugar de torcer en
dirección a la cocina, lo hice en sentido opuesto, un pequeño haz de luz se
colaba por debajo de la ranura de la puerta del despacho de mi padre,
quizá estuviera despierto; a veces le ocurría, decía que, por muy cansado
que estuviera, le costaba conciliar el sueño debido a la diferencia horaria.
Mis labios se curvaron en una sonrisa al imaginar que le contaría el
sueño tan extraño que había tenido, él se reiría, me tranquilizaría y
sugeriría ir a la cocina a prepararme uno de sus famosos vasos de leche
con miel y canela.
Puse la mano en el pomo, y cuando lo giré, me topé con su cuerpo tirado
en mitad del suelo, una pequeña linterna enfocaba su rostro de ojos
abiertos y boca blanda. El suelo estaba pringado de algo espeso, de un rojo
lúgubre que me dio náuseas.
Se me volvieron a caer las canicas, esa vez rodaron y rebotaron en la
suela de su zapato.
No pude sujetar el vaso que se precipitó al suelo estallando en cientos de
esquirlas. Esa vez, un grito agudo, doloroso y herido me atravesó sin
control mientras caía de rodillas para agarrar el cuerpo sin vida de mi
padre, sacudiéndolo para que volviera a la vida.
No ocurrió, aquel chico que me encontré no era un ángel, sino un
ejecutor que acababa de hundirme la vida.
Agarré el saco jadeante y grité con fuerza.
Iba a demostrar que el tipo que llevaba varios meses siguiendo era el
mismo que mató a mi padre y limpiaría su buen nombre de todas las
mentiras que habían vertido obre él.
CAPÍTULO 13

Ares

C
errado, el SKS clausurado porque había sufrido una inspección de
sanidad y, según el tipo que emitió la orden de cierre, habían
detectado una plaga de cucarachas.
El tipo que se presentó en el club dijo haber recibido varias denuncias
anónimas que los pusieron en alerta.
Jordan estaba convencido de que la única cucaracha era ese tío, que se
trataba de un marido celoso que había trucado los informes y le había
colado esa mierda de bichos de manera que los huevos eclosionaran la
noche antes de que él cerrara y aquel tipo se presentara en las instalaciones.
Mientras se aclaraba el entuerto y se demostraba que todo había sido una
trampa, mi principal vía de ingresos estaba cerrada, como poco, tardarían
quince días en volver a abrirlo debido a la burocracia, por lo que había
decidido invertir el tiempo en hacerme con algunas piezas del TOP5.
Quedé con Beckett para almorzar, teníamos que hablar sobre los
objetivos, algunas de las joyas no estaban en propiedad de mujeres, lo que
complicaba las cosas.
Además, estábamos hablando de piezas cuyo valor pondría bizco a
cualquiera, no iba a ser fácil apropiarse de ellas.
Le pedí a mi socio que hiciera una investigación de campo, llevábamos
trabajando juntos desde que conseguí deshacerme del yugo de Painite y no
nos iba nada mal.
Me senté en la terraza del The Roof, en El Viceroy Central Park, me
gustaba aquel lugar, era como estar volando sobre el pulmón de Nueva
York, rodeado de sofás de cuero extracómodos, mesitas bajas y el cielo azul
de mayo salpicado de nubes blancas.
Beckett solía decir que era el lugar de reunión para los cosmopolitas
sofisticados de Manhattan, me daba igual que pensara que era un pedante o
snob por preferir lugares como aquel a las hamburgueserías de barrio que él
solía frecuentar. Cuando has vivido rodeado de mierda y desperdicios,
valoras los lugares que te hacen sentir especial y que mereces serlo.
No me importaba invertir parte del dinero que ganaba en sitios que me
hacían plantearme que el paraíso era posible para alguien nacido en el
infierno.
Mi amigo llegó vestido íntegramente de granate, camisa azul de flores
minúsculas, un foulard en el cuello y las gafas de pasta negra escurriéndose
sobre el puente de la nariz algo enrojecida. Se dejó caer en el asiento que
había delante de mí y la carpeta que llevaba entre los dedos cayó a plomo
en la mesa.
Me alegraba ver que había hecho los deberes que le pedí.
No lo he dicho, pero Beckett era un genio recabando información. Antes
de trabajar para mí, lo hizo para Painite, allí fue donde nos conocimos.
No solo le robé a mi mentor los diamantes del último cargamento ilegal
del Congo, también me quedé con uno de sus activos más preciados, su
hermano.
Mi amigo estornudó con fuerza y sacó un pañuelo del bolsillo delantero
de la americana para limpiarse.
—Maldito polen, estoy deseando que llueva y erradique todas las
gramíneas que hay en el ambiente.
—Tendrías que pedir cita con tu alergólogo.
—Es absurdo hacerlo, ese hombre es incapaz de hacer descender la
temperatura del núcleo de la Tierra.
—¿Eres alérgico a la temperatura del núcleo de la Tierra?
—No de una manera directa, pero es el causante de que el suelo se
descongele antes de lo debido, lo que provoca que los árboles se despierten
de su letargo invernal cuando no deberían y produzcan polen más temprano,
lo que me lleva a… a… ¡Achís! A mi alergia —zanjó.
—Creo que eso será más complicado de conseguir.
—Pues por eso mismo no pienso perder el tiempo con el doctor
Thomson.
Di un trago a mi copa de Gran Spritz, le pedí a la camarera que trajera
otra para Beckett mientras le señalaba a mi amigo lo que había pedido para
comer, que estaba sobre la mesa.
—Espero que no te importe, es hummus de alcachofa y pan tostado con
aguacate. —Beckett arrugó la nariz.
—¿No tienen nada con más grasa y menos componentes flatulentos u
orgánicos?
Reí por lo bajito.
—Puedes probar, escanea el QR y echa un vistazo a la carta mientras yo
hago lo propio con lo que me has traído.
Sabía de sobra que la carta no incluía ningún plato de los que Beckett era
fan, un poco de comida saludable no le vendría mal.
Mientras yo hojeaba el informe, refunfuñaba por lo bajo que alguna vez
podría pensar un poquito en él y no llevarlo a un lugar al que solo acudirían
vacas a comer.
Focalicé mi atención sobre las imágenes que se desplegaban ante mis
ojos.
Me sorprendió encontrar entre las fotografías el rostro de William
O’Toole, el tipo que conocí en el club de golf la otra noche y que me invitó
a una de sus orgías. Sobre todo, al lado de una pieza más que sorprendente.
—¿En serio que este tío tiene el diamante Hope? ¿No lleva desde el
cincuenta y ocho en el Museo Nacional de Historia Natural después de que
Harry Winston lo donara para la colección nacional de gemas del museo?
Uno de los ilustres propietarios del collar fue el rey Luis XVI de Francia,
quien le regaló el diamante a María Antonieta de Austria, y cuando los
metieron a ambos en prisión, fue robado y vendido en Reino Unido.
La gema principal era un diamante azul o piedra maldita, pesaba cuarenta
y cinco coma cincuenta y dos quilates, y su color era debido a la presencia
de trazas de átomos de boro en su composición.
Una leyenda pesaba sobre él, se decía que aquel que lo poseía moriría o
se vería envuelto en desgracias.
Beckett me sonrió.
—Ya sabes cómo funcionan estas cosas, Painite se lo consiguió, lo que
hay en el museo es una réplica casi perfecta.
—Increíble. ¿Y el museo no se ha dado cuenta?
—Lo saben, pero ya sabes, reconocer que alguien ha sido capaz de darles
el cambiazo cuando la pieza fue una cesión no es plato de buen gusto para
nadie, y no hay boca que un par de millones no pueda tapar.
—¡Joder! —Painite era verdaderamente bueno en ese tipo de trabajos—.
La buena noticia de esto es que tengo pase de oro para entrar en la casa de
este tío. —Golpeé el papel.
—¿Y cómo es eso?
La camarera le trajo la bebida a Beckett y este aprovechó para pedir la
tabla de quesos americanos y embutidos, decía que por lo menos algo de
colesterol entraría en su coronaria.
Dio un trago largo mientras la camarera se alejaba con la comanda y yo
respondía.
—Lo conocí en la fiesta de la otra noche en el club de golf. —Saqué la
tarjeta y la puse encima de la mesa—. Por su invitación a una de sus orgías,
diría que tenía ganas de que me pasara para petarme el culo.
Beckett se atragantó y no tuve más remedio que darle un par de
palmaditas en la espalda.
—¿Estás dispuesto a taponar tu orificio de salida por el Hope?
—Ni hablar, algo se nos ocurrirá más allá de que me ofrezca para
rellenar como si fuera el pavo de Acción de Gracias. Solo te he dicho que
tengo acceso, ya veremos cómo me lo monto.
En aquellas hojas estaba el TOP5, o lo que era lo mismo, las joyas que se
subastarían de manera ilegal en el mercado negro, se moverían millones
porque sus propietarios no las habían obtenido por el cauce normal.
Painite era el organizador, se llevaba un 20 % del valor de venta, además
de afianzar los lazos con sus futuros clientes; hombres y mujeres llenos de
codicia y carentes de escrúpulos.
Las subastas ilegales eran un negocio redondo, engordaban su cuenta
corriente con varios ceros al final de cada año sin mancharse las manos con
las sustracciones.
¿Lo necesitaba para vivir con todo lo que tenía?
No, pero mi mentor nunca fue un hombre conformista y le gustaba el
riesgo, la adrenalina que le hacía sentir que podía hacerse con todo aquello
que se propusiera con un chasquido de dedos.
Painite no era su nombre de verdad, era un sobrenombre, se hacía llamar
así en el mercado negro para salvaguardar su identidad, le pareció buena
idea adoptar la nomenclatura de la painita, un mineral del cuál no se sabía
su existencia hasta 1956, cuando Arthur C.D. Pain la descubrió en
Birmania.
Cada quilate podía costar alrededor de los sesenta mil dólares. Una de
sus rarezas, además de su escasez, era que tenía fluorescencia doble, lo que
significaba que, cuando se exponía a la luz ultravioleta, emitía dos colores
distintos a la vez, una propiedad que la convertía en una piedra asombrosa.
Como el Hope, también había una leyenda alrededor de ella, se decía que
los dioses la maldijeron y que quien la poseyera estaría condenado a perder
el camino, sufriría todo tipo de desgracias y maldiciones, y solo aquellos
con un corazón puro podrían manejar su poder.
Mi mentor me envió a apropiarme de una hacía años, según él, se la
habían robado y le pertenecía, fue la primera y única vez que fallé en una
misión, nunca pude dar con ella.
Frente a mí se encontraban el Hope, el Peacock Brooch de Graff, el
collar Grand Phoenix, L’Incomparable y el anillo Pink Star, una indecencia
de piedras preciosas y de ceros para la gran mayoría.
El Grand Phoenix estaba compuesto por veinticinco rubíes sangre de
Pombo, mezclado con diamantes impecables de grado D, estaba valorado
en más de treinta y cinco millones de dólares. Cien millones de dólares
ponían al Peacock Brooch de Graff como segunda joya más cara. Su
peculiar forma en pavo real con sus plumas abiertas en abanico, donde se
distribuyen más de mil trescientos diamantes blancos, amarillos, naranjas y
azules, y con un extraño diamante azul oscuro como pieza central, lo hacían
una tentación para los amantes de la joyería. El collar de diamantes
L’Incomparable, con un enorme diamante amarillo de cuatrocientos siete
quilates ostentaba un precio de mercado de cincuenta y cinco millones, por
no hablar del Pink Star, un anillo con un diamante rosa de calidad
excepcional de cincuenta y nueve coma seis quilates que costaba la friolera
de setenta y dos millones.
El Hope era el más codiciado e impagable, trescientos millones y
veinticuatro dueños muertos, sería interesante hacerse con él.
—¿Y bien? —me preguntó Beckett con interés—. ¿Piensas que merece
la pena poner tu cuello en la picota teniendo en cuenta lo que hay en juego,
que mi hermano sabe que vas a por él y las maldiciones que rodean a
algunas de las gemas?
—No tengo duda de que va a merecer la pena, ya sabes, me paso por el
forro las leyendas.
Beckett resopló y murmuró algo así como que ya podía ir escribiendo mi
testamento y lo que quería que pusiera en mi lápida.
Cerré la carpeta, me llevé una tostada a los labios y saboreé el placer del
juego que estaba a punto de emprender.
CAPÍTULO 14

Ares

E
staba sentado en The Gallery, una sala privada del hotel Mandarín
Oriental en la planta treinta y cinco ubicada tras el MO Lounge.
Ese día había un evento exclusivo en el hotel, un artista emergente
iba a hacer una exposición, los cuadros que habitualmente ornamentaban
sus paredes habían sido sustituidos por los de Ettienne Basil, el nuevo
enfant terrible del arte cuyas obras alcanzaban cifras desorbitadas.
No estaba allí porque sí, entre los compradores que iban a estar esa noche
se encontraba Amanda Lieber, hija del afamado Horace Lieber, quien tenía
en su propiedad el Peacock Brooch de Graff, uno de mis objetivos del
TOP5.
Amanda era una amante del arte y había subido a sus redes sociales la
intencionalidad de hacerse con un Basil.
Me había sentado en una de las mesas con mejor perspectiva de la sala,
no quería dejar pasar la oportunidad de observar su llegada y alzarme con la
presa.
La riquísima heredera estaba soltera y muchos de los hombres
congregados no dudarían en intentar hincarle el diente, o bien para una
noche de sexo desenfrenado, o para comprometerse y hacerse con su nada
despreciable fortuna.
La chica, además de rica, era preciosa, gracias a las manos del doctor
Jason Diamond, conocido por ser el cirujano de las estrellas y operar a las
Kardashian.
Como diría Beckett, no hay mujer fea, sino malos bisturíes. Solo hacía
falta ver la última operación de estética de Demi Moore.
Pasé la mirada por los ochenta y seis metros cuadrados de madera noble,
salpicados por mesas bajas, sofás de cuero y una barra alargada cuya pared
trasera estaba repleta de licores exclusivos. La flor y nata neoyorkina estaba
concentrada en la estancia. Algunos en busca de obras de arte, otros por
negocios y unos pocos avispados a la caza de una oportunidad. Era fácil
identificarlos, en sus miradas se veía reflejada el hambre de la codicia, sus
miradas huidizas buscaban un buen objetivo, más allá de los cuadros.
Siempre me había divertido fijarme en lo básica que es la especie
humana. En un lado del cuadrilátero estaban los dispuestos a que su dinero
comprara lo que de otro modo serían incapaces de obtener, y al otro lado los
que estaban dispuestos a ser comprados. La ley de la oferta y la demanda.
Recibí algunas miradas de interés, aunque no estaba por la labor de que
nada me entretuviera salvo Amanda.
Le mandé un mensaje a Beckett para que estuviera tranquilo y supiera
que me encontraba en el lugar adecuado cuando me di cuenta de que algo
había llamado la atención de un grupo de hombres que se arremolinaban en
la barra. Imaginé que se trataría de la señorita Lieber. Me preparé para su
entrada aguzando los sentidos en dirección al acceso, un grupito de
ejecutivos se había apostado a unos metros de mí bloqueándome la visión,
aunque no duró mucho, los hombres se abrieron al mismo tiempo que yo
contenía la respiración.
Apreté los labios al reconocer a la pelirroja de la otra noche, la que llamó
mi atención en la barra del Daniel’s, una cara y un cuerpo como aquel no se
olvidaban con facilidad, y mucho menos yo, que estaba habituado a
quedarme con las caras de las personas.
Estaba sola, entró con uno de esos vestidos que se han puesto de moda,
uno tipo malla salpicado en joyas sintéticas en color verde que dejaba ver la
escasez de ropa interior que cubría su sexo. La zona del pecho se tupía un
poco más para ocultar los pezones y que te volvieras loco intentando
adivinar de qué color serían o la amplitud de sus aureolas.
La corva inferior de un pecho generoso estaba más que presente. Mi
entrepierna dio un brinco, no por la ostentación de piel desnuda, estaba
habituado al cuerpo femenino en toda su variedad de dimensiones, edad o
color, era otra cosa, esa energía magnética, intangible, envolvente y algo
oscura que detecté la otra noche.
Sus ojos se desplazaron hacia los míos y la comisura de su boca se torció
ligeramente en una sonrisa ladeada mientras yo la repasaba sin disimulo.
No le molestaba, a una mujer capaz de llevar un vestido así es imposible
que le moleste.
Esa mirada volvía a estar ahí, la de que no le impresionaba, la de que era
ajena a mis encantos, lo que volvía a resultarme edificante.
Puso su atención en la barra y se acercó a uno de los taburetes, el que
quedaba más cercano a mí a pocos metros de distancia.
Se acomodó con gracilidad felina dejando que me recreara en la piel
desnuda de su espalda. El camarero dejó de secar la copa mientras intentaba
mantener la compostura.
—Un old fashioned con una cereza de marrasquino, por favor —pidió,
arrastrando algunas palabras, su tono de voz era insinuante, aterciopelado y
juraría que francés.
El respaldo del taburete ocultaba las nalgas redondas, divididas por una
fina tira que se perdía en el interior de los glúteos afianzando la sensación
de desnudez.
El primer buitre no tardó en llegar, procedente del grupo de ejecutivos
por el que ella había pasado, decidió probar suerte con la joya de la corona,
sin darse cuenta de que el ejemplar que tenía en frente y al que pretendía
dar caza jamás se habría fijado en un tipo cuyo traje no pasaba de los
trescientos dólares y sus zapatos estaban bastante desgastados.
En cuanto se presentó, ella hizo un ademán para despacharlo rápido. El
susodicho no pareció darse por aludido, no iba a darse por vencido con
tanta facilidad porque iba un poco pasado y tenía a todo el grupo del que
había salido atento a ver si cumplía con la promesa de ligarse a la pelirroja.
Los otros ejecutivos reían y se codeaban entre ellos mientras él se
acercaba demasiado al espacio vital de la mujer que arrugaba la nariz con
disgusto.
—Vamos, tesoro, te garantizo que si aceptas tomar una copa conmigo, lo
vamos a pasar muy bien, tengo una habitación arriba en la que nos podemos
divertir después.
—Lo lamento, ya se lo he dicho, voy servida y estoy esperando a otra
persona, gracias por su interés —zanjó cortante.
¿Sería cierto? ¿Estaría esperando a algún incauto?
—Si yo fuera tu acompañante, no te dejaría aquí solita, menos con esa
boca y esa ropa, me encantaría arrancártela a mordiscos —admitió baboso
—. ¿Cuánto cobras la noche? Puedo pagarte algo más que el tío con el que
has quedado, no me ha ido mal esta semana en la bolsa.
¿Se referiría a la de basura? Porque en ese momento el único lugar al que
me parecía que pertenecía era a un vertedero.
La espalda de la pelirroja se tensó, alzó la barbilla y el desprecio
relampagueó en su perfil.
—Creo que se confunde conmigo. Márchese antes de que mi
acompañante llegue y se haga un abrigo con su piel.
El capullo rio.
—No me confundo, guapa, reconozco a una puta en cuanto la veo, y tú
eres una de las que se pone de rodillas y traga al mejor postor.
Aunque fuera así, no tenía derecho a ser tan grosero, había tenido
suficiente escuchando la barbaridad de cosas que le había dicho.
Normalmente, no intervendría, y si estuviera Beckett, me diría que ni se
me ocurriera mover el culo del asiento, que no era cosa mía, y tendría
razón. Lo que pasara a mi alrededor no importaba, solo el objetivo y estar
centrado, sin embargo, había algo en esa mujer, una especie de conexión
difícil de identificar, que me hizo ponerme en pie, estirar la parte baja de mi
americana y recorrer los dos metros que nos distanciaban para tener la
osadía de poner la palma de mi mano en su cintura y notar cómo se
estremecía bajo ella.
—Disculpa, querida, no te vi entrar —mascullé, depositando un beso en
su mejilla que ella no rechazó—, soy un necio, estaba leyendo un mensaje
de mi madre preguntándome si este fin de semana pasaríamos a comer, ya
sabes lo pesada que se pone cuando se trata de ti.
Ella se humedeció los labios, torció el cuello y me contempló alzando
una ceja oscura.
—Tu madre no es ninguna pesada —murmuró, siguiéndome la corriente
—, ya sabes que la adoro.
—Perdóname, mi amor —acentué la última palabra, y entonces puse mi
atención en el tipo que nos contemplaba ojiplático—. Disculpe, ¿quería
algo? No nos interesa si quiere vendernos un seguro para decesos —
comenté, dirigiéndome a él.
—Em… No… Yo… Solo ha-hablaba con ella.
—¿En serio? —preguntó la pelirroja—. Pues yo juraría que quería una
mamada cuando me dijo que quería pagarme por mis servicios porque era
una puta —comentó ella sin titubeos mientras mi pulgar acariciaba la piel
tostada. Me mordí una sonrisa al ver la cara de mortificación del hombre.
—¿Le ha llamado puta a mi prometida?
—No, no, no, yo… —balbució, tirando de su corbata.
—Puede que sea usted quien necesite el seguro de decesos. —Lo miré
amenazante. Ni siquiera sé por qué dije prometida, ese término me vendía
bastante si mi intención era tontear con la señorita Lieber para terminar en
su cama.
—Pe-perdón, ha sido una desafortunada equivocación, yo-yo la
confundí, ha-había quedado con una, y al estar sola en la barra, creí que…
Su cara estaba roja. Le sacaba una cabeza y mi envergadura le daba una
idea de lo que sería capaz de hacerle si se torcía la cosa.
—Lo-lo lamento muchísimo —insistió—, de verdad, pago sus bebidas
como disculpa, ¿vale?
—Querida, ¿aceptas sus disculpas, o quieres que lo convierta en tu
próximo bolso de piel? —murmuré afilado.
Estaba convencido de que aquel tipo iba a hacerse pis encima de un
momento a otro.
Ella chasqueó la lengua.
—Déjalo, sería uno de demasiada mala calidad, me basta con que se
largue y no siga apestando este lugar.
—Ya la ha oído. —Él asintió y cabeceó nervioso varias veces antes de
sacar la tarjeta de crédito y pagar.
Dos minutos después, abandonaba el salón con incomodidad junto con
los tipos con los que estaba, lo cual me alegró, porque sin ellos en el
horizonte, podría volver a retomar mi papel de seductor.
—No era necesaria su intervención, lo habría controlado sin dificultad,
aunque reconozco que ha sido divertido. Ya puede dejar de acariciarme la
espalda.
No me había percatado de que seguía dibujando círculos con la yema del
dedo. La solté a regañadientes, el tacto aterciopelado me resultaba de lo
más relajante. Me apoyé en la barra de lado sin apartar los ojos de su perfil.
—Estoy convencido de que sí —musité—. ¿Nos conocemos?
Sus labios formularon una expresión burlona que me dio ganas de
mordisquear.
—Si se refiere a si alguien nos ha presentado para que podamos ser
prometidos y vaya a comer con su madre, no —respondió, llevándose la
copa a los labios. Me interesó que ni siquiera me preguntara cómo me
llamaba.
Mi bragueta volvió a protestar cuando la punta rosada de su lengua
saboreó la humedad dulce que había quedado en su labio inferior tras dar un
trago al cóctel.
—Ya sabe a lo que me refiero. Nos vimos la otra noche en el Daniel’s.
—¿En serio? Disculpe, no reparé en usted.
«Seguro que no».
—Quizá la tenía muy entretenida el Hublot del hombre al que
acompañaba, dígame, ¿se lo regaló?
Otra vez aquella manera de mirarme, sin sorpresas, como si lo que le
decía no le pillara de nuevas.
Debería dejarla, sentarme en mi mesa y obviarla, mi objetivo era otro, no
jugar con aquella desconocida al gato y al ratón, sin embargo, ahí estaba,
contemplando cómo su pecho subía y bajaba de manera regular,
planteándome cómo reaccionaría si le bajara uno de los tirantes, dejara caer
mi bebida sobre la zona descubierta y recogiera el contenido precipitado
con mi lengua, succionando su pezón. Eso sí que podría considerarse arte.
—¿Usted qué cree? —preguntó incitante—. Parece un entendido en la
materia.
«Si tú supieras».
De nuevo, hubo un revuelo, los cuellos se alargaron y apareció el objeto
de mis anhelos, la propietaria del broche que necesitaba fotografiar para
seguir con mi plan de destruir a Painite.
Mi falsa prometida imitó al resto, oteó en dirección a Amanda, y en
cuanto la localizó, se puso en pie para agarrar su copa y sujetarla con
gracilidad entre los dedos.
Me miró de soslayo, cazándome cuando mis ojos se desplazaron a lo
largo de la columna para morir en aquel precioso trasero. Se llevó la cereza
a la boca sin reprochar la obscenidad que había oscurecido mis pupilas.
Jugueteó con el fruto almibarado mientras me barría con la mirada de la
misma manera que había hecho yo, sin tapujos, aunque no había deseo, sino
otra cosa… ¿Reto?
Concluyó con una sonrisa críptica.
—Que gane el mejor.
Su afirmación me descolocó al completo, y no fue hasta que se abrió
paso entre el séquito que acompañaba a la rica heredera cuando lo
comprendí.
La pelirroja se plantó frente a Amanda para presentarse y la rubia la
devoró con lujuria.
«¡Hija de puta!», dije para mis adentros cuando aquella misteriosa mujer
volteó la mirada hacia mí, me guiñó un ojo y volvió a centrar su atención en
Amanda, a la par que Basil le miraba el culo.
CAPÍTULO 15

Zuhara

E
ntré en el baño con el pulso desatado y una sensación de triunfo
chisporroteando en mis intestinos.
Cuando accedí al bar, ataviada con la peluca, las lentillas y vi cómo
me miraba, supe que iba en el buen camino. Había despertado su interés, no
estaba segura de que la táctica que ideé funcionara del todo, pero Bren me
dijo que si quería ponerle un señuelo después del máster que hice sobre
Ares Diamond, que implicó un seguimiento exhaustivo y tremendamente
concienzudo, sería entrando en el tablero de juego.
Tras cuatro meses, logré conocer ciertas cosas, aunque no había sido
hasta hacía un par de semanas que conseguí colarme en su propio
apartamento para colocarle microcámaras por todo el piso.
¿Que cómo pude hacerlo? Todavía se me aceleraba el pulso al pensar en
todo lo que tuve que hacer para conseguirlo, faltó muy poco para que me
pillaran.
Cuando estaba investigando a Ares, me di cuenta de que en su bloque de
pisos se vendía uno de los apartamentos por una millonada, así que lo
primero que hice fue concertar una visita con la agente inmobiliaria que
llevaba la venta.
No tenía pruebas tangibles, solo suposiciones, así que necesitaba mucho
más que sus gustos con las mujeres, o el ritmo de su día a día para pillarlo,
lo que pasaba por acceder al interior de la vivienda sin ser vista.
En Internet había muchísimos tutoriales para forzar cerraduras, el
problema fue que en un edificio como aquel, que no escatimaba en lujo y
seguridad, no iba a ser algo tan simple como meter una tarjeta de crédito,
una horquilla o emplear un sistema de ganzúas.
Las puertas de los apartamentos funcionaban con biometría, lo que
significaba que se abrían a través de la huella digital.
No entraba en mis planes amputarle un dedo al asesino de mi padre,
además, lo habría notado un pelín en cuanto hubiera cogido la podadora del
jardinero de mi madre para cortarle la extremidad.
Necesitaba una alternativa, por lo que masacré a preguntas a Hannah, la
comercial que me estaba mostrando la propiedad para evaluar las
posibilidades.
—¿Y si hay un fallo eléctrico general en el edificio? —pregunté muy
preocupada.
—También se puede abrir de manera mecánica con una llave
convencional.
—¿Me lo puede mostrar? Sufro un poco por este tipo de cosas.
—Claro que sí, no se preocupe, señorita Sinclaire. —Por supuesto que le
di un nombre y un apellido falsos, no iba a ser tan estúpida de darle el mío.
Hannah me lo mostró con amabilidad, y cuando al terminar la visita le
comenté en el hall del edificio que era una mujer bastante dada a perder las
llaves y que no me fiaba de dejarle una copia a ningún vecino, el atento
portero salió al rescate.
—No se preocupe, señorita, yo dispongo de una maestra para
emergencias —palmeó el bolsillo derecho de su chaqueta, un gesto
involuntario que me dio una idea de dónde la llevaba.
—Me quedo más tranquila —suspiré, llevándome una mano al pecho.
—¿Hay buzones para la correspondencia? —necesitaba averiguar cuál
era el piso de Ares.
—No, señorita, yo mismo me ocupo de entregarla a cada propietario.
—¿Y no se lía con tantos apartamentos como hay en el edificio? Debe
tener una memoria prodigiosa.
—No se crea, tengo un chivato en el mostrador, un casillero con los pisos
y los nombres de los propietarios, así no hay confusión.
—Con un portero tan competente como usted, da gusto vivir en un lugar
como este.
—Se hace lo que se puede, señorita, muchas gracias —asumió el hombre
sonrojado.
Tenía toda la información que necesitaba, así que me despedí de Hannah
comentándole que le daría una respuesta en breve.
Conocer el nombre del hombre al que seguía fue una tarea más sencilla que
entrar en su apartamento de lujo sin ser vista.
Hubo un par de días durante mi seguimiento que lo vi entrar en un local
de antigüedades cercano al edificio, lo hizo con su propia llave. Me fijé que
en la puerta rezaba un cartel de vuelvo en cinco minutos, y las veces que
pasé por allí, nunca había nadie, apestaba a tapadera, tal vez lo utilizara
para blanquear el dinero de los asesinatos que cometía, u otras cosas.
Si algo compartían las mujeres con las que abandonaba el SKS a diario
eran sus joyas, quizá una persona normal no hubiera reparado en que la
única semejanza entre ellas eran sus carísimas chucherías, pero yo sí, lo que
me llevó al siguiente punto, ¿podía estar él relacionado con las falsas
calumnias de que mi padre traficara con diamantes?
Internet, el registro de sociedades y pagar una pasta para encontrar al
único administrador de Diamond & Co. Al leer el nombre de la empresa, se
me retorcieron las tripas, y mucho más al ver que su nombre era Ares
Diamond.
¡Diamantes, diamantes y diamantes! No podía ser fruto de una
casualidad.
Aquel hombre era un fantasma, no tenía redes sociales y trabajaba con un
antifaz, cada vez estaba más convencida de que, sin lugar a dudas, era la
persona que llevaba tiempo queriendo encontrar.
Hice un pedido online de microcámaras, tenía toda la intención de
ponerlas y sacar a relucir todos sus trapos sucios. No obstante, me quedaba
lo peor, que era acceder al edificio, averiguar su apartamento, hacerme con
la llave maestra y ponerlas sin que me pillaran, y para eso necesitaba un
cómplice porque sola era imposible que lo lograra. La única persona en la
que podía confiar para algo así era la aventurera y aficionada a las pelis de
acción de mi mejor amiga.
—¡¿Que quieres hacer qué?!
Brenda abrió mucho los ojos mientras comíamos los nachos con
guacamole que pedí en su restaurante mexicano favorito para ablandarla.
Solicité que nos los sirvieran a domicilio porque no era plan de hablar un
tema tan delicado rodeadas de mariachis.
—Sé que sigues pensando que estoy como una regadera, pero si no
descubro nada, te juro que dejaré de seguirlo.
—Dirás de acosarlo —me rectificó—. Su, apenas vives, en cuanto
terminas los pocos trabajos que aceptas, sales corriendo detrás de ese tío,
no te he querido frenar antes porque pensaba que perderías el interés
rápido y te hartarías de pasar frío en el coche, pero está visto que no es así,
si ahora mismo te enviara al psicólogo, ¿qué crees que diría?
—¿Que le doy demasiadas vueltas a las cosas?
—¡Ordenaría tu internamiento de inmediato! Eres perito de joyas, y te
crees Angelina Jolie en Mr & Mrs Smith, creo que estás desarrollando
personalidad múltiple, y disculpa que te lo diga, pero ¡estás un pelín
paranoica!
—No lo estoy, sé que puede parecerlo y que lo que te estoy pidiendo es
un favor muy gordo, pero te prometo que si después de meternos en las
entrañas de su guarida no encuentro nada, me retiraré.
Ella bufó.
—¿Por qué me da a mí que no?
—Por favor, Bren, eres la única persona que conozco que se sabe cada
diálogo de las pelis de James Bond y Misión Imposible.
—¡Eso no significa que sepa tirarme en paracaídas o hacer una bomba
explosiva con un chicle!
—No necesitamos bombas, solo entrar en un piso y poner unas
minúsculas camaritas.
Puse mi cara-puchero a la que mi mejor amiga decía no poder resistirse
y parpadeé con mis largas pestañas.
—¡Eso es jugar sucio! —proclamó.
—Oh, vamos, si en el fondo a ti te ponen estas cosas y has nacido para
ser una distracción. Además, lo tengo todo pensado.
—¿En serio? —Asentí.
—Fundí a Hannah a preguntas, sé todo lo que necesitamos conocer de
ese edificio, incluidos los horarios del portero y del matón de Ares
Diamond.
—Me estás dando miedo.
—Aquí el único que debería tener miedo es él. Te juro que va a ser muy
sencillo. —Brenda hizo rodar los ojos, se llevó un triángulo de maíz a los
labios y, después de engullirlo, suspiró.
—Tú ganas, no sería tu mejor amiga si no estuviera dispuesta a cometer
las mayores locuras contigo, terminar con el culo en la cárcel convertida
en la mujer de una presidiaria llamada la Trituradientes por ti. —Me puse
a reír y le di un abrazo gigante.
—¡Gracias, gracias, gracias!
CAPÍTULO 16

Zuhara

L
o primero fue hacernos con la llave de Jerry.
Para ello, aprovechamos que el portero comía en la barra de un
local de pizza callejero, al otro lado de la calle, para no perder de vista
su puesto.
Hice que Brenda trajera a Coco, su perra, quien tenía fijación por enredar
su correa entre los pies de la gente.
Bren se puso al lado de Jerry, pidió un par de porciones de pizza, y
cuando se las sirvieron, solo hizo falta arrojar un poquito de salchicha al
suelo para activar a Coco y que esta se pusiera a dar vueltas alrededor del
portero.
El hombre, al verse atrapado, intentó liberarse alzando un pie, al mismo
tiempo que Brenda tiraba un trozo de salchicha más lejos provocando que
Coco jalara para ir a por ella.
Mi amiga fingió ponerse histérica cuando el hombre perdió el equilibrio
sin remedio y cayó al suelo. Bren se agachó con la pizza entre los dedos,
Coco corrió a por la porción saltando encima de la barriga de Jerry y mi
amiga aprovechó el entuerto para ayudarlo, meter la mano en el bolsillo,
hacerse con la llave y deshacerse en disculpas mientras reñía a la pobre
Coco, que se había ganado como premio una porción de pizza.
Yo las esperaba en la esquina de la siguiente manzana, en cuanto la vi
asomarse con una sonrisa, supe que se había hecho con la maestra. Conduje
hasta la ferretería más cercana para hacer una copia.
Una hora más tarde, una arrepentida Brenda aparecía en el edificio
alegando que había preguntado en la pizzería dónde encontrar a Jerry para
disculparse. Le llevó bombones, flores, una crema antiinflamatoria y le
pidió con los ojos inundados en lágrimas si podía abrazarlo, porque si no,
no se sentiría bien.
¿Qué hombre iba a negarse a ser apapachado por una pelirroja de infarto?
Exacto, Jerry no pudo y Brenda devolvió la llave a su bolsillo sin
problema.
Con la primera parte del plan completada, quedé con Hannah, le dije que
mi supuesta novia tenía turnos infernales en el trabajo y que no podía tomar
la decisión de quedarme con el piso sin que ella lo viera. Que entendía que
lo que le pedía era poco convencional, pero que necesitaba que viéramos el
apartamento sobre las nueve de la noche, o finalmente no me quedaría más
remedio que quedarme con el que ya había visto mi chica y del cual estaba
enamorada.
La agente inmobiliaria, temerosa de perder una comisión de varios ceros,
accedió.
Jerry finalizaba su jornada laboral a las ocho y media, por lo que nos
asegurábamos de que el portero no estuviera en su puesto de trabajo ni Ares
en el piso.
Ya había librado esa semana, así que le tocaba trabajar en el SKS y solía
salir del edificio sobre las nueve menos cuarto, minuto arriba, minuto abajo.
Lo que me daba vía libre para colocar los dispositivos sin prisa.
Hannah nos esperaba en la puerta del edificio, y en cuanto nos vio
aparecer, nos saludó con efusividad, se notaba a la legua sus ganas de
vender, parloteaba sin cesar de todas las ventajas sobre vivir en el Upper
West Side.
—Pensad que en este barrio están algunas de las escuelas privadas más
prestigiosas de Nueva York, y digo yo que algún día querréis ampliar la
familia.
—Seguro que sí, yo estoy deseando ser madre y ya lo hemos hablado, me
implantaré un óvulo fecundado por uno de nuestros mejores amigos y de mi
terroncito de azúcar, queremos que sea lo más natural posible, así que
estaremos los tres en la cama mientras la fecunda, queremos que la
experiencia sea lo más inmersiva y llena de amor posible —le respondió
Brenda muy puesta en su papel, a Hannah casi se le salieron los ojos, pero
lo disimuló bien.
—Ay, pero qué buena idea, me alegro tanto por vosotras, chicas, en este
barrio hay muchas parejas jóvenes con niños y son muy procolectivo. Yo
voy con los LGTBIQ+ a muerte, soy muy fan de todos vosotros, incluso
llegué a darme un pico con una amiga en mi época loca.
Lo que eran capaces de hacer algunas por vender…
Al ascensor le faltaban tres plantas para llegar abajo, hice un gesto con la
cara y Bren presionó la tecla de llamada de su móvil que llevaba en el
bolsillo. El mío se puso a sonar y yo fingí que tenía una emergencia laboral,
le había dicho a Hannah que era médico, por lo que no era de extrañar que
pudiera abandonarlas.
Le pedí que, ya que había hecho el esfuerzo por venir, le enseñara a Julia
el piso.
Julia fue el nombre falso que mi mejor amiga eligió en honor a la mujer
más importante de Misión Imposible, la prometida y posteriormente esposa
de Ethan Hunt.
Me tomé mi tiempo para llegar a la puerta de entrada del edificio, así di
margen a que las del ascensor se cerraran mientras yo ponía una mano en la
manija de la de salida. Fue lo último que vio Hannah, a la supuesta doctora
Sinclaire largándose para atender una emergencia.
El corazón me iba a mil cuando me puse tras el tablero de Jerry y busqué
en el casillero el nombre que necesitaba.
«¡Mierda! ¡No puedes hacerme esto!». Jerry me mintió, no estaban los
nombres completos, solo las iniciales al lado de cada piso, y ni una sola
maldita carta en los dos que coincidían y que eran altamente probable de
que uno fuera Ares. Tenía dos A. D.; uno en el 2º D y otro en el ático A.
A un tío como él le pegaba el ático, pero no podía basarme en los
prejuicios que podía tener.
El segundo me pillaba de paso, teniendo en cuenta que iba a coger las
escaleras, quería darles tiempo a Hannah y a Bren de que llegaran a la
octava planta.
Llegué al segundo acelerada. Llamé al timbre varias veces sin obtener
respuesta, por lo que no iba a quedarme más remedio que echar mano a la
llave y rezar para que el inquilino o inquilina no estuviera en la ducha.
Cuando fui a meter la maestra, el vecino de en frente salió al rellano con
la basura en la mano, era un hombre que debía rondar los treinta, iba en
ropa de estar por casa.
—Hola, ¿puedo ayudarte? —No había contado con la posibilidad de que
alguien me pillara, me llené de angustia.
—E-Em pues bueno, no sé, so-soy la vecina nueva del octavo, había
quedado con… Aaa… —chasqueé la lengua tras alargar la vocal,
quedarme sin aire y ver que el hombre no participaba—. Soy malísima con
los nombres, sé que empieza por A y que vive en este piso, me lo dijo en el
ascensor.
—¿Adele?
—Sí, exacto, fue muy amable, me dejó una cosa que necesitaba y venía a
devolvérsela.
—Pues no llegará hasta el fin de semana, ella y Jim se han ido a
Pasadena. No tenía ni idea de que el octavo ya se había vendido. Si
quieres, puedo devolvérsela yo.
—No, prefiero hacerlo yo misma, así se lo agradezco personalmente. Por
cierto, soy la doctora Sinclair, comenté alargando la mano para parecer
cordial.
—Rick. —El vecino de Adele me sonrió con afabilidad—. Siempre es
genial contar con una médica en el edificio, ¿cuál es tu especialidad?
—El tacto rectal. —Hice un gancho con los dedos y vi a Rick encogerse.
Nada como un buen examen de próstata para que a un tío se le pasen las
ganas de preguntar.
—Guay, vale, bueno, pues bienvenida, voy a tirar la basura.
—Sí, por supuesto, y ya sabes, si algún día necesitas consejos para la
buena salud de tu próstata o que te pase consulta, llámame.
Él tensó el gesto y ni siquiera fue en busca del ascensor, corrió a las
escaleras medio espantado. ¿Qué pensaba?, ¿que iba a improvisar con él
en el ascensor?
Fuera como fuese, ya sabía a qué planta debía dirigirme.
El piso de Ares Diamond era tan acogedor como un museo, se palpaba
frialdad en cada rincón, si hubiera sido blanco y verde, habría pensado que
estaba en mitad de un quirófano.
O era alérgico al color, o la decoración era un reflejo de su alma, negro.
No iba a perder el tiempo recreándome en las increíbles vistas o en el
lóbrego mobiliario.
Cuando llegué al baño y vi que todo lo que tenía que ser pared era
cristal, me imaginé a los vecinos disfrutando del exhibicionista de Ares
Diamond, no había pensado poner una ahí, pero… ¿Y si sucedía algo
importante y me lo perdía?
Me dije que igual se llevaba el móvil y podía perderme una conversación
trascendental, así que la puse para que capturara la zona más amplia
posible, disimulándola en una lámpara candelabro que quedaba en la
esquina.
Una vez colocada, revisé el móvil. Perfecto, total, a alguien que baila
desnudo cada noche no va a molestarle una espectadora más.
Últimas dos cámaras.
Habitación, vestidor y me podría largar. Habría sido más rápida si no
hubiese escuchado la puerta abrirse y sintiera absoluto terror de ser
pillada con las manos en la masa. No había un puñetero sitio donde
esconderse en aquel cuarto, la cama era tipo futón, muebles minimalistas y
no podía fingir que era una estatua, así que me metí en el vestidor, busqué
la zona de los abrigos y crucé los dedos para que a Ares Diamond no le
hubiera entrado frío y viniera a por uno.
Contuve la respiración al oír los pasos acercarse, los oídos me
zumbaban, era el sonido de la muerte alcanzándome. Me maldije por no
haber puesto mi móvil en silencio, una llamada y se iría todo al traste.
Por suerte, no había encendido luz alguna para no alertar a los vecinos,
con las que emanaba la ciudad había sido más que suficiente.
Tenía el corazón al límite, porque alguien acababa de entrar en el
cuarto.
«Que no sea su amante», supliqué para mis adentros, cabía una
posibilidad de que no fuera Ares, sino una de las muchas mujeres a las que
se tiraba, debería apellidarse gonorrea en lugar de Diamond, aunque no
caería esa breva de que pillara una.
Sonó un móvil, por fortuna no era el mío, lo hizo cuando estaba
entrando en el vestidor y el hombre, porque era un hombre, respondió.
—No, no está. Sí, estoy seguro, no lo veo… ¿Y qué quieres que te diga?
No me voy a poner a revisar el piso al completo en su busca. —El tipo era
más bajo que Ares, así que no era él. Quizá fuera un amigo, o un asesino a
sueldo, lo que estaba claro era que venía a por algo.
Puse mis dos manos contra la boca, no quería que escuchara ni mi
aliento.
«Que no sea un abrigo, que no sea un abrigo, que no sea…», supliqué
mentalmente y puse en silencio mi pensamiento cuando la mano masculina
comenzó a colarse en los bolsillos de las chaquetas.
Iba a darme una apoplejía, las estaba revisando una a una, si movía
demasiado la prenda, me descubriría. Me aplasté todo lo que pude contra
el lado opuesto, estaba a un abrigo de cachemir de mí cuando espetó un
«¡Lo tengo!» y paró de remover en mi escondite.
—¡Sí! ¡Ya voy! ¡Me debes una!
Yo sí que le debía una a quien me había protegido de ser descubierta,
casi me habían pillado sin que pudiera hacer nada, eso no pensaba
contárselo a Brenda.
Fue lo último que el tipo dijo antes de marcharse. Salí de mi escondite
temblando como una hoja, puse la última cámara y abandoné el
apartamento echando hostias.
CAPÍTULO 17

Ares

L
a vi tontear abiertamente con mi objetivo y ganarme terreno.
Amanda Lieber parecía fascinada por la pelirroja, al igual que
Basil, quien no apartaba la mirada del trasero semidesnudo, como la
gran mayoría.
La heredera se mantenía bastante pegada a ella, que si sonrisa por aquí,
que si te toco el vestido y de paso la piel por allá, susurros, confidencias y
miradas incendiarias, mientras la nueva pieza del tablero me ignoraba
abiertamente.
Me sentía frustrado y fascinado a partes iguales.
No iba a ser mi noche, era vox populi que la señorita Lieber no
discriminaba a sus relaciones por sexo, intentar aproximarme a la rica
heredera llegando tarde habría sido un error, ella ya había escogido el menú
de esa noche y se había decantado por las ostras.
Solo había una manera de acercarme a Amanda, y era librándome de la
pelirroja.
Aproveché el momento en que la vi marcharse en dirección al baño para
seguirla, no pude entrar porque una mujer me tomó la delantera y no era
plan, así que la esperé fuera.
Tardó siete minutos, en ellos me planteé qué estrategia seguir, no estaba
seguro de que la sutileza fuera con la pelirroja, así que en cuanto apareció,
fui a por ella.
—¿Quién eres?
Estaba apoyado en la pared de enfrente diseccionándola con curiosidad,
ella se recolocó un mechón de la melena pelirroja y me contempló con una
sonrisa ladeada.
—¿Y tú?
Había pocas cosas que despertaran mi curiosidad, sobre todo, en el
ámbito de las mujeres, no recordaba una que llamara mi atención ni que me
enfadara por plantarme cara en lugar de jugar al juego al que estaba tan
habituado.
No respondimos, me quedé mirándola, analizando sus facciones
definidas, los pómulos altos, la nariz recta y armónica, los labios gruesos
demasiado invitantes, y aquella manera de mirar con burla.
Ladrona, timadora o prostituta, esa era mi apuesta, y no creía estar muy
equivocado, tenía una actitud demasiado parecida a la mía como para ser
otra cosa, quizá fuera eso lo que me atrajera, que jugaba con unas cartas
muy parecidas a las mías.
—¿A qué has venido? —insistí.
—Puede que a lo mismo que tú. ¿A qué has venido?
Su respuesta hizo correr la adrenalina por mis venas, siempre era muy
comedido, muy sutil, sin embargo...
La cogí por los hombros y la llevé contra la pared en un arrebato
descontrolado. Ella abrió mucho los ojos y fue entonces cuando me di
cuenta de que llevaba lentillas, además, las cejas no correspondían con su
color de pelo, ¿teñida?, ¿peluca? Se estaba camuflando, de eso no tenía
duda.
—¡¿Qué haces?, ¿te has vuelto loco?! ¡Suéltame! —Su pecho subió y
bajó iracundo. El desdén en su timbre de voz indicaba que no la
impresionaba lo más mínimo. Una rara avis, otra ya me estaría comiendo la
boca, esta parecía querer arrancármela, sin incluir un ápice de placer.
—Te estás metiendo donde no debes, no tienes ni idea de quién soy o de
lo que soy capaz de hacer —la amenacé.
—¿Eso crees? Quizá el que no tienes ni idea eres tú al fin y al cabo. —
Sus ojos centellearon y se deshizo de mi agarre cabreada—. Un placer
hablar contigo, fuera de mi camino.
Le corté la salida y ella arrugó la expresión.
—Te lo voy a preguntar una sola vez y espero una respuesta clara, ¿cuál
es tu intención con Amanda Lieber?
—Eso no debería importarte.
—Pues lo hace, esta noche he venido hasta aquí por ella.
—Como la gran mayoría, aunque yo de ti me retiraría, tengo más
posibilidades que tú de llevarme el trofeo; si hubieras hecho bien los
deberes, sabrías que siente debilidad por las mujeres.
—Y si tú los hubieras hecho bien, sabrías que juega a dos bandas.
Su lengua asomó y se relamió los labios, el gesto me tensó, me imaginé
atrapando su rostro entre los dedos para morder con fuerza ese labio
inferior. Intenté no pensar en ello.
Esa mujer me desconcentraba, y que tuviera el mismo poder de
seducción con Amanda no me convenía nada.
—¿Cuánto quieres? —pregunté.
—¿Perdón?
—Para retirarte, dame una cifra. —Las comisuras de los labios
femeninos se alzaron.
—¿Quieres pagarme para que me largue? En el fondo, todos los tíos sois
iguales, pensaba que eras distinto al de la barra, pero ya veo que no. —Eso
me hizo arrugar el ceño.
—¡Venga ya! No te las des conmigo de santa.
—No lo hago, solo digo que ya has hecho tu juicio sobre mí y no has
acertado.
—¿En serio? Dime que no estás aquí por dinero.
—No estoy aquí por dinero.
«¡Joder! O era muy buena mintiendo, o era cierto».
—Entonces, ¿debo suponer que estás aquí porque has decidido
interesarte por el arte en lugar de quedarte en casa haciendo macramé? —
señalé su vestido. Ella rio ronca.
—Esto es lurex, tío listo. ¿Por qué te interesa tanto esa mujer? —
preguntó, estrechando su mirada.
«Desde luego que tú me interesas mucho más, salvo que no es el
momento ni el lugar».
—Tiene algo que quiero y necesito.
—Eso podría aplicarse a toda la humanidad, todos tenemos algo que
queremos del otro…
—¿Tú quieres algo de mí? —pregunté incapaz de resistirme al reto.
—Quizá.
Me acerqué de nuevo a su cuerpo y ella extendió el brazo para frenar mi
avance.
—No me interesas como hombre, no eres mi tipo.
—Me estoy cansando de este jueguecito.
No era cierto, pero ella no tenía por qué saberlo.
—¡Venus! —proclamó una voz femenina al final del pasillo que nos hizo
girar a los dos la cabeza.
Allí estaba Amanda, mordiéndose el labio.
—¿Venus? —murmuré en un gruñido.
«Vamos, ¡no me jodas!». Venus, llamada Afrodita para los griegos, era
conocida como la diosa de la belleza y la fertilidad, y todo el mundo sabe
que Afrodita estaba liada con Ares a espaldas de su esposo Hefesto; en
cuanto se conocieron, no podían dejar de magrearse y follar, incluso cuando
los pillaron y desterraron seguían teniendo encuentros fugaces, incapaces de
dejar de verse por siempre jamás.
Ella se limitó a sonreírme.
—Lo siento, me reclaman, suerte con la caza, mon cher ami[5].
Pasó por mi lado con intención de dejarme atrás, pero no pensaba
ponérselo tan fácil. Yo era el dios de la guerra, se acabó lo de hacerme a un
lado y dejarla ganar.
—Espera, te dejas algo. —Ella alzó las cejas.
—¿El qué?
—A mí.
Le tomé la mano, la pasé alrededor de mi brazo con un agarre férreo que
sorprendió a mi queridísima heredera, que nos observó atónita desde su
posición. Caminamos en su dirección, puede que Venus lo hiciera por
inercia. Todavía no tenía muy claro qué quería de la señorita Lieber, aunque
lo iba a averiguar.
Amanda nos contempló sin dar crédito hasta que estuvimos frente a ella.
—Disculpa que te la haya robado unos minutos, soy Ares Diamond, el
prometido de Venus. —Mi compañera se tensó y la rica heredera parpadeó
incrédula.
—Oh, ¿e-en serio? No sabía que estabas prometida.
—Ni yo —farfulló, a lo que yo respondí con una risa ronca.
—Vamos, querida, ya te dije que pondría solución al tema del anillo. No
me ha perdonado que se lo pidiera sin un diamante a la altura de una joya
como ella, pero… ¿qué quieres que te diga? Fui incapaz de resistirme en el
último viaje que hicimos en el yate. ¿Te importa que te tutee? Eres
demasiado joven y guapa para que te llame de usted. —Sus mejillas se
sonrojaron cuando solté a Venus, tomé la mano enguantada de Amanda y
besé sus nudillos sin romper el contacto visual.
El calor la inundó.
—Vaya, yo… Eh… No sé qué decir, pe-pensaba que… Bueno, no pasa
nada, em… E-encantada, puedes llamarme Mandy, y sí, claro, puedes
tutearme. Qué nombres más curiosos tenéis, Ares y Venus… Un par de
dioses —rio y nosotros la acompañamos.
—Puede parecer una coincidencia, pero no lo es, Venus y yo nos
conocimos en un evento que pretendía reunir a personas que compartieran
Partenon —reí ronco—, no nos importó que el mío fuera el griego y el suyo
romano, al fin y al cabo, un dios no deja de ser un dios, y son únicos en
cuanto a la diversión —musité, deslizando la mirada con apetencia por su
escote.
Amanda rio y la vi contemplarnos con interés renovado.
—Entonces…
—Entonces, querida, ¿por qué no vamos a otro lugar y nos conocemos
mejor los tres? Ahora mismo se lo estaba diciendo a mi prometida, me
encantaría que pudiéramos conocernos mejor si a ti te apetece…
No cabía duda respecto a mi invitación velada.
Venus carraspeó incómoda.
—Disculpad que os chafe el plan, pero Ares había quedado con su
hermano esta noche, solo se había pasado a saludar.
—Cambio de planes, mi diosa, Becks ha podido organizarse y yo estoy
listo para la diversión. ¿Qué nos dices, Mandy? ¿Organizamos una fiesta de
togas para tres?
Ella no había dejado de repasarnos. Aunque Venus tratara de fingir
comodidad, parecía alguien que hubiera cenado cactus y le hubieran dado
ganas de evacuar.
—Tengo que declinar vuestra amable invitación, cojo un vuelo en tres
horas porque me han invitado a la inauguración de unos viñedos nuevos en
Napa Valley, pero, si os apetece, cuando regrese en un par de días, podemos
quedar los tres, tengo un precioso jacuzzi con vistas al Empire State que
admite togas —tanteó.
Le sonreí lobuno.
—Eso suena maravilloso —murmuré, volviendo a besarle la mano, ella
nos sonrió.
—Os dejaré mi dirección y mi número abajo en recepción, disculpad,
tengo que terminar de cerrar algunas ventas con Basil. Ha sido un placer
conoceros a los dos.
—El placer es todo nuestro —admití, bajando la voz para que sonara más
rasgada. Ella suspiró y se marchó por donde había venido.
En cuanto mi pelirroja particular la vio desaparecer, atacó sin pensarlo.
—¡¿Qué narices acabas de hacer?! —protestó. Estaba tan encendida que
no dudó en empujarme apoyando las manos en mi pecho.
—Si no puedes con el enemigo, únete a él —musité, agarrándole las
muñecas para llevarlas detrás de su cuerpo y apretarme contra ella. Intentó
rehusar el contacto, pero no pudo. El roce de su cuerpo y el sutil aroma a
flores blancas me hizo acercarme peligrosamente a su cuello y respirar—.
Nos vemos mañana en el Blue Bottle Coffee de la 55th a las diez, tenemos
que hablar y conocernos mejor.
—¡Yo no quiero conocerte mejor! —refunfuñó.
—Haberlo pensado antes de joderme la noche. Si te apetece, puedes
obviar la peluca y las lentillas, los disfraces déjalos para quien los necesites.
Me aparté sin perder de vista la indignación que refulgía en sus rasgos,
estaba tan cabreada que en lo único que podía pensar era en levantarle el
vestido, arrancarle el tanga y que toda esa frustración envolviera mi polla
hasta que nos corriéramos ambos.
Me metí las manos en los bolsillos antes de cometer otra tontería más y
me marché silbando la canción Non, je ne regrette rien, de Édith Piaf.
CAPÍTULO 18

Zuhara

M
e lancé sobre la cama con una sonrisa en la cara, quitándome la
peluca y pensando que no podría haber ido mejor.
—¡Haz el favor de contármelo todo con pelos y señales! —espetó
Brenda, derrapando con los calcetines sobre el parqué al más puro estilo
Footloose.
Se había quedado en mi apartamento porque decía que necesitaba estar al
filo de la noticia y asegurarse de que Ares no me perseguía porque me había
pillado en plena mentira.
—Ha caído —comenté, clavando los codos en el colchón con sonrisa de
suficiencia.
—¡Seeeh! ¡Te lo dije! A los ególatras le das un poco de su propia
medicina sumado a una buena porción de carne y se ponen como locos.
¡Soy una puta genia de la lámpara! —Dio una pirueta cual bailarina de
ballet y aterrizó al otro lado de la cama—. ¡Sabía que no podría resistirse a
su propia versión hecha mujer! Odio decirlo, pero… Bueno, no lo odio, qué
narices… ¡Te lo dije! —canturreó.
—Puede que me lo dijeras, pero, sin ánimo de ser pedante, es que estuve
de Oscar, o como mínimo para estar nominada a los Golden Globe Awards,
y eso que esta maldita redecilla no dejó de amenazarme con rallarme los
pezones. Nunca me he sentido más incómoda y desnuda que con esta cosa.
Cogí los bajos del vestido y tiré de él, ya sabía cómo se sentía una pobre
tortuga atrapada por una anilla de plástico. Suspiré aliviada cuando me lo
pude quitar de encima. Alargué el brazo, cogí la camiseta de dormir que
guardaba bajo el cojín y me la pasé por la cabeza.
—Sabíamos que era un modelo arriesgado y difícil de defender, pero
teniendo en cuenta que, tras investigar con profundidad el perfil de IG de
Amanda Lieber, me di cuenta de que le dio a seguir a una chica que llevaba
uno muy similar, y aparecía como seguidora del diseñador, estaba cantado
que se iba a fijar en ti. Si a eso le sumábamos que el tipo de chicas a los que
les da likes suelen ser de lo más osadas, teníamos que arriesgar. Y dime una
cosa, ¿a Avaricia le gustaste?
—Le puse de los nervios, tendrías que haberlo visto, primero me sacó a
un moscón de encima, después lo desafié ignorándolo por completo y, al
ver mi falta de aprecio, sumada a que no dejé de coquetear con el objetivo,
le faltó tiempo para perseguirme hasta el baño.
—¡No fastidies! —Bren ni siquiera parpadeaba llena de anticipación—.
¿Y qué pasó? ¿Te acorraló en el interior? ¿Te empotró contra una de las
puertas?
—Nah —admití, quitándome la red que sujetaba mi pelo—, esperó fuera,
cuando salí, fue a por mí con una batería de preguntas que esquivé y,
finalmente, me sugirió algo así como que pusiera una cifra para largarme y
darle vía libre.
Brenda se echó a reír.
—¿Quiso pagarte sin chupársela? Dios, ese método lo tienes que
patentar.
Hice rodar los ojos.
—No quiso que se la chupara, de hecho, todo iba genial, nosotras
pensábamos que me iba a costar más meterme de alguna manera en su vida,
es más, cuando contratamos al tipo del bar, le puse el Hublot de Duncan que
mamá me dio para que lo llevara al relojero, y se lo quité, teníamos la
intención de que pensara que era una ladrona como él.
—Ajá.
—Bien, pues me parece que piensa que soy o una puta, o una estafadora.
—¿Y le dejaste claro que no era así?
—Hubiera sido raro que le dijera que era ladrona como él de buenas a
primeras, se supone que no sé quién es.
—Sí, tienes razón. ¿Y entonces?
—Cuando pensaba que lo tenía complicado porque me había impuesto a
él para quedarme con Amanda, va y el tío hace una jugada maestra y se
presenta como mi prometido.
—Esto es lo más.
—Ahora resulta que lo conocí en una fiesta de togas que emparejaba a
gente con nombres de dioses del Partenón y nos molan los tríos y las orgías.
—Este tío es mi puto héroe, menuda inventiva.
—Dirás antihéroe. Sea como sea, mañana quiere verme para desayunar y
que hablemos de la cita a tres bandas que tenemos en el piso de Amanda.
—¡Hostia! ¿Vas a tener que comer chirla?
—¡Ni hablar!
—Tampoco sería una tragedia, tienes que pensar que todo lo haces para
destapar los trapos sucios de nuestro pecado capital.
—Ares Diamond no tiene un problema de no lavar la colada, ¡mató a mi
padre!
—Presuntamente —apostilló—, te recuerdo que no sabemos todavía lo
que pasó aquella noche hace dieciocho años, solo que, supuestamente, lo
viste en tu casa.
—¡Era él!
—Vale, aunque así fuera, llevas dos semanas pegada al ordenador,
chupándote el GH dios de la guerra, y lo único que has sacado es que ese tío
está como un queso, su piso está como para pasarle la lengua junto a sus
abdominales, le mola el mobiliario negro; los trajes de tres piezas, mojado
gana un huevo y, por sus conversaciones, documentos y correos
electrónicos que pudimos ampliar haciendo zoom, sumados a nuestros
conocimientos, presuponemos que se dedica a la falsificación de joyas de
máximo nivel.
»No es un asesino en serie, ni siquiera le hemos visto desmembrar un
pollo, si pides mi opinión de adicta a las series de acción y a los crímenes
perfectos…
—No te la he pedido.
—Te la voy a dar igual, mi sentencia es: Perturbadoramente follable
hasta que se demuestre lo contrario. —Bufé—. Escúchame, Buffy
Cazasesinos, casualidad no implica causalidad. Qué quiere decir eso, que tú
y yo podemos compartir cama, pero no comernos la chirla.
—Me da igual lo que me digas.
—Pues no debería, pongamos que ese tío fue el chico que entró en tu
casa esa noche, quizá lo hizo para robar alguna joya; teniendo en cuenta que
debe estar en la mitad de la treintena, era un adolescente, y puede que,
mientras él subía a la parte de arriba, hubiera alguien más abajo. O bien
trabajo en equipo, uno roba, el otro mata, o casualidad, el mismo día que
Ares decidió ir a por las joyas de tu padre, alguien más entró en la casa para
asesinarle.
—Y la tercera opción, que es la más probable —refunfuñé—, que él sea
el culpable de ambos casos.
—Es que si fuera culpable, no me cuadra que no te hiciera nada a ti o a tu
madre, y más habiéndote encontrado en el pasillo. ¿No lo ves un pelín
extraño? ¡Te mandó a dormir y se quitó el pasamontañas para tranquilizarte!
No quería dar mi brazo a torcer, pero era cierto que yo también había
barajado las posibilidades que Brenda me planteaba, aun así, no oí ningún
ruido más, si hubiera habido más gente, lo habría escuchado, ¿no?
Sea como fuere, iba a averiguar la verdad y el responsable pagaría por la
muerte de mi padre, así que tenía que concentrarme en la reunión del día
siguiente y seguir en mi papel. Por lo que había averiguado con las
grabaciones, Ares Diamond iba detrás de cinco de las joyas más caras del
panorama actual, y yo iba a conseguir que me admitiera en su equipo.
CAPÍTULO 19

Ares

E
staba sentado en la cafetería en la que había quedado con Venus,
removiendo por inercia el café, mientras mis ojos estaban puestos
sobre una joven madre que sostenía a su bebé.
No sé cuándo comprendí por primera vez que lo que se supone que
debería ser un derecho de nacimiento de todo ser humano, ese lugar seguro
en el que entregar tu primer llanto entre unos brazos cálidos y familiares,
nunca sería mío.
Podía robar joyas, pero jamás el amor incondicional de alguien.
Nunca lo tuve, ni de la mujer que me parió y abandonó, porque a eso no
se le puede llamar madre, ni del indigente que me encontró e intercambió
por ropa de segunda mano, unas latas, un cartón de vino y unos pocos
billetes que garantizarían un plato caliente en una taberna de mala muerte,
ni del tipo que me vendió por segunda vez al hombre del traje caro, el que
se convertiría en mi mentor.
El primer intercambio ocurrió en algún punto de Grecia, Zeus solo estaba
allí de paso, visitando a un primo suyo que se dedicaba al negocio del
pillaje con críos, fue él quien hizo el pago y me ofreció a su primo, que
andaba escaso de dinero, para que me llevara a Italia, me vendiera en el
mercado negro y lo sacara del apuro que atravesaba. Sin embargo, Zeus me
vio como una oportunidad, el primer eslabón de una cadena que le haría
parecerse a su familiar. En lugar de venderme, me crio a su manera, su
chica, una toxicómana adicta a la heroína, me alimentaba una vez al día,
casi nunca me cogía porque carecía de instinto maternal.
Cuando me ponía a llorar, salía de la podredumbre en la que vivíamos y
regresaba cuando me había quedado sin voz para suplicar.
Al principio, lloraba hasta que lo único que quedaba en mi pecho era el
silencio, al poco tiempo aprendí que daba igual lo mucho que me
desgañitara, nadie acudiría a mí. El instinto me llevó a entender que no
merecía la pena pedir cuando nadie me iba a dar.
Me convertí en una sombra, no hablaba, estaba extremadamente delgado,
se me marcaban muchísimo los huesos de la cara, lo que me daba un
aspecto casi fantasmagórico al tener los ojos tan claros.
A Zeus yo le iba bien porque en mi estado conseguía más limosnas que
algunos otros niños obligados a mendigar.
Empezaba a dar frutos, así que Zeus se hizo con Apolo, y tras recibir una
llamada de su primo diciéndole que, si quería, podía pasarle uno de sus
niños, le dijo a Antonella que se iba a por él.
La primera vez que lo vi, los dos teníamos casi cuatro años, ya había
visto antes a un niño mendigo, pero jamás había convivido con uno. Tenía
un pelo abundante, rubio, rizado, unos ojos enormes y siempre sonreía. No
como yo, las comisuras de mis labios casi nunca se desplazaban hacia
arriba.
Era nervioso, inquieto y no dejaba de corretear, de trepar por los pocos
muebles que teníamos y cargarse algunas cosas.
Antonella lo llamaba niño del demonio y Zeus se sacaba el cinturón y lo
ataba de pies y manos en más de una ocasión para sosegarlo. Entonces, el
pequeño se desestabilizaba todavía más, gritaba, chillaba y parecía que nada
lo pudiera calmar.
—¡Este crío es un demonio! ¡Por eso te lo vendió tu primo! ¡Te engañó,
estúpido!
—¡Cállate, zorra! Eres mujer, tendrías que saber calmarlo. —La mano
de Zeus golpeó la mejilla de Antonella, nunca lo había visto pegarle hasta
entonces. Ella se llevó la suya a la zona enrojecida.
—¡No es culpa mía! Mira el otro qué callado ha salido.
—¡Ares es mudo! —Eso era lo que pensaban, no lo era, dejé de emitir
sonidos, no me esforcé en hablar, porque pensaba que no merecía la pena
malgastar saliva con personas a las que les importaba menos que una
mierda.
Aquel día nos dejaron solos, con Apolo atado berreando y yo sin saber
cómo podía calmarlo. Entonces recordé cuánto me relajaba cuando me
dejaban en la puerta de la iglesia y escuchaba cantar al coro o tocar el
órgano.
Me puse a su lado, tragué con fuerza y comencé a emitir sonidos con la
garganta, al principio algo ásperos, se sentían raros, no obstante, a Apolo
parecían gustarle porque se calmaba y me miraba con aquellos ojos
enormes.
No podía desatarlo, estaba seguro de que, si lo hacía, las consecuencias
serían peores para ambos, pero sí podía intentar que se relajara un poco. Él
corcoveó como un gusano y puso la cabecita rubia sobre mis piernas, nadie
había buscado mi contacto hasta aquella vez, las cuerdas vocales se me
cerraron y él pidió más al ver que callaba.
Volví a arrancar con sensaciones de lo más extrañas en mi pecho,
guardándome la necesidad de tocar aquellas hebras doradas entre los dedos,
todavía no estaba tan sucio como yo, por lo que el pelo le brillaba y
desprendía buen olor. Al pequeño ángel no parecía importarle mi aroma
nauseabundo, por lo que seguí entonando melodías hasta que se quedó
dormido. Me gustaba su calor y entender que ya no iba a volver a estar solo.
—¿Puedo? —La voz femenina, algo afrancesada, me extrajo del
recuerdo. Paseé la mirada por su elegante abrigo de paño color cámel, hasta
una blusa de gasa negra que ponía al descubierto un cuello esbelto
enmarcado por una melena color chocolate profundo.
Mi ingle se tensó al percibir la boca rosada carente de pintura de labios,
el mismo rostro cincelado que, en lugar de abarcar unas pupilas verdes,
contenía unos bonitos ojos oscuros con un aro ambarino que me recordaban
a un cabujón de ojo de tigre. Una piedra compuesta principalmente de
cuarzo, limonita y riebeckita, que le daba esas tonalidades entre pardas y
amarillas tan características.
—Adelante —extendí la mano, decidiendo que era mucho más guapa al
natural que con peluca y lentillas.
Todavía no le había hablado a Beckett de ella, tampoco tenía muy claro
qué iba a decirle, lo primero sería averiguar quién era, qué quería y si
podría serme de alguna utilidad para conseguir el TOP5.
Apenas confiaba en nadie, la vida me había demostrado que con la única
persona que podías contar siempre era contigo mismo, por lo que era
bastante esquivo en cuanto a tener a nadie en mi círculo de confianza, de
hecho, no tenía círculo, solo una recta bidireccional que iba de Beckett a
mí.
Cuando la tuve frente a frente, hubo algo en ella que hizo que mi corazón
latiera con demasiada fuerza y mis neuronas se tensaran buscando el lugar
que le correspondía, era como hacer un puzle de formas y poner la estrella
en el lugar del círculo.
—¿Nos hemos visto antes? —pregunté.
—Muy gracioso, te recuerdo que fuiste tú quien me pidió que viniera sin
camuflaje —se tocó el pelo con la mano izquierda mientras con la derecha
desanudaba el cinturón de su abrigo.
La blusa dejaba entrever un sujetador de encaje negro, me picaron las
yemas de los dedos, tenía ganas de desabrochar los botones en forma de
perla y deleitarme en la manera que el fino tejido cubría aquella deliciosa
parte.
Quizá hubiera ido alguna noche al SKS, eran tantas las mujeres que
pasaban por allí, podría sonarme de algún espectáculo. No insistí, lo
importante era saber si Venus era un peligro o una ventaja.
CAPÍTULO 20

Zuhara

M
entiría si no dijera que estaba nerviosa, tanto como para cambiar de
vestuario por lo menos cinco veces.
Si hubiera sido por Brenda, habría llevado un maldito corsé bajo
el abrigo; según su teoría, los tíos solo decían la verdad antes de conseguir
un buen orgasmo o cuando iban lo suficientemente ebrios. Mi intención no
era proporcionarle placer al tío que me dejó huérfana, y dudaba que fuera
de los que se metían lingotazos en el café, así que no me quedaba otra que
intentarlo a mi manera.
Un poco sexy, pero sin pasarme, con un punto de secretaria de dirección
rebelde que no le da miedo a ir en sujetador delante del jefe, sobre todo,
porque lo consideraba un igual, jamás un superior, por mucho puesto de
poder que ostentara.
Si Superman podía llevar los calzoncillos por encima de unas mallas y
ser considerado un superhéroe, yo podía alzar encaje como símbolo de
poder.
Bren no pudo acompañarme porque tenía que entrar a trabajar en el
taller, aunque me metió un bote de spray pimienta en el bolso y me
aconsejó que mi mirada destilara algo así como: «Soy hija de la mafia, y si
te metes conmigo, tu cuerpo acabará arrojado al río Hudson en el interior de
una bolsa de basura».
—¿Y bien? —pregunté.
—¿Cómo te llamas? —Tensé la sonrisa.
—Creía que ya habíamos superado la parte de la presentación.
—Lo habríamos hecho si me hubieras dicho tu nombre de verdad.
—¿Qué te hace pensar que mis padres no pudieron ponerme Venus?
Quizá mi padre fuera astrólogo o mamá forofa de las hermanas Williams.
—Déjame que lo ponga en duda, si vamos a conocernos, creo que es
justo que sepa tu nombre, ya que tú ya sabes el mío.
—¿Ares? ¡No fastidies!
—En mi caso sí es el de verdad —sacó la licencia de conducir y me la
mostró—. Tu turno.
Si hacía lo mismo, cabía la posibilidad de que supiera quién era, mi
apellido era bastante inusual fuera de mi país, y Washington tampoco estaba
tan lejos de Nueva York. Los asesinos seguro que tenían un listado de todas
sus víctimas, existía la probabilidad de que atara cabos, o quizá no, quizá
había pasado demasiado tiempo y llevaba tantos cadáveres a sus espaldas
que mi padre había terminado en el saco del olvido.
Tomé aire despacio, si mi intención era trabajar con él, que confiara lo
suficiente en mí como para revelarme su vida, igual que ocurría con los
compañeros de celda, solo había una forma de forzarlo a ello.
Abrí el interior del bolso, saqué la cartera y le mostré mi licencia, cuando
pasó las pupilas por encima de mi nombre, mi estómago se contrajo, dejé de
respirar unos segundos. Si esperaba ver sorpresa o reconocimiento, me
quedé con las ganas.
Alzó la mirada hasta la mía, como si, en lugar de leer Zuhara Al-
Mansouri, hubiera sido cualquier otro nombre.
—Te pega más que Venus.
—Para tu información, Zuhara es como se llama a la diosa de la
fertilidad, de las mujeres y del matrimonio.
—Como Venus —claudicó.
—Exacto, también significa lucero vespertino, aunque eso no venga a
cuento.
¿Por qué le había dicho eso? Ese era el motivo por el cual mi padre eligió
ese nombre, decía que era su lucero, la estrella que más brilla en el
firmamento y que siempre lo guiaba de vuelta a casa en cada uno de sus
viajes.
—Me gusta cómo suena cuando deslizas las vocales y las consonantes
sobre tu lengua.
Su comentario fuera de lugar unido a su voz algo rasposa como gravilla y
aquellos ojos puestos en mi boca me llenaron de ansiedad. Tuve que buscar
el refugio del bolsillo del abrigo para meter la mano dentro y notar el frío de
las canicas entre los dedos desnudos. La primera vez que lo vi, fue él quien
las depositó en mi palma. Temblé ante el recuerdo. No se dio cuenta.
La camarera me trajo el té de frutos rojos que había pedido y una porción
de tarta de cerezas con crema de chantilly y virutas de chocolate negro.
Estaba tan nerviosa que no pude desayunar.
Al retirarse, había conseguido recuperar la confianza en mí misma y el
papel que estaba interpretando. Levanté la barbilla y busqué su mirada.
—Tú puedes seguir llamándome Venus. —Las pupilas le brillaron, como
si mi comentario le hubiera hecho gracia.
—Muy bien. ¿Qué es lo que te mueve, Venus? —Me relajó no oír mi
nombre en su boca.
—Te diría que la fuerza de la gravedad, pero me temo que no es la
respuesta que buscas. —Mi intento de hacer una gracia resultó penoso, ¿a
quién pretendía engañar?, no era una mujer excepcionalmente divertida, el
alma de la fiesta era Bren.
Por fortuna, Ares se limitó a negar y yo retomé la conversación.
—¿Por qué no me hablas sin rodeos? —pregunté directa.
Hundí la cuchara en el esponjoso bizcocho y la llevé frente a mi boca.
—Porque en mi mundo es difícil confiar y hay una parte de mí que
necesita saber más de ti para avanzar, no soy un tío estúpido.
—No he dicho que lo fueras, pero ¿te has planteado que quizá no quiera
avanzar contigo? ¿O que sea yo la que no confíe en ti?
—Y harías bien en no hacerlo, —Sus palabras me pusieron en guardia
antes de llevar el dulce bocado a mi lengua. Lo saboreé dándome tiempo a
meditar mi respuesta.
Los asesinos a sueldo y falsificadores de joyas no deberían tener un
rostro como el suyo, era como una planta venenosa, llamativo por fuera y
letal por dentro.
—Hasta ahora me ha ido bien sola y ayer me metiste en un lío, yo no
quería quedar contigo y con Amanda.
—Te metiste tú sola, te advertí que te apartaras, te ofrecí dinero, podrías
haber aceptado.
—Yo no funciono así.
—¿Y cómo funcionas? —Me encogí de hombros y volví a llevarme otro
pedazo de tarta a la boca—. ¿Eres poli? ¿Agente del FBI? —Casi me
atraganté.
—¡No! ¡¿Por qué tendría que ser agente de la ley?! ¿Me ves pinta de
federal? —pregunté, recuperándome del casi atragantamiento.
—Te sorprendería, ya te he dicho que me cuesta confiar, además, es muy
difícil que dos personas coincidan en tan poco tiempo en una ciudad tan
grande.
—Casualidad no implica causalidad —hice mías las palabras de Brenda
—, que estemos sentados en la misma mesa no implica que seamos amigos
ni que lo vayamos a ser jamás.
—Yo no tengo amigos y, respondiendo a tu pregunta, te sorprendería el
aspecto que tienen algunas federales.
—¿Eres un delincuente? ¿Por eso piensas que podría detenerte? No me
lo digas, ¿te dedicas a los desfalcos financieros? —chasqueé los dedos—.
Nah, tú tienes que ser uno de esos estafadores del amor, ¿enredas a mujeres
para quedarte con su dinero? Si no, no llevarías un traje de más de cinco
cifras, zapatos de un par de miles y un Piaget Polo con zafiros y diamantes
a juego con esos gemelos talla Asscher. —Cuando nombré las piezas
ornamentales, apretó los labios—. ¿Por eso querías a Mandy para ti? Un
ritmo de vida tan desorbitado no debe ser fácil de llevar.
—Soy anticuario.
—¿De veras? —cuestioné escéptica. Mi ceja derecha se elevó—. Juraría
que lo que tienes sobre los hombros no es polvo, sino caspa, y te falta olor a
antigualla para metérmela doblada. —Ni se molestó en mirarse la
americana, sabía de sobra que ambos mentíamos y que no había una sola
mota blanca en la americana azul marino.
—No voy a seguir hablando contigo a no ser que compruebe que no
llevas micros. —Me puse a reír sin humor.
—Has visto demasiadas películas, y yo ya no tengo ganas de seguir
hablando. —Hice el amago de irme, me puse en pie y cogí el abrigo.
—No eres una mujer estúpida —me interrumpió—, si quieres que
sigamos hablando, te meterás en el baño conmigo.
—A ti se te ha ido la cabeza.
—Solo necesito hacer una pequeña comprobación de seguridad.
—¡No voy a meterme en ningún baño con un desconocido!
—Lo harás.
—¿Por qué?
—Porque alguien con tu físico y capaz de identificar las joyas que has
descrito es justo lo que busco.
—¿Para tu tienda de antigüedades?
—Para que pueda comprarse un Birkin auténtico y no se conforme con
una réplica fácil de identificar, mientras le quita un Hublot de la muñeca a
un tío que le dobla o triplica la edad.
Se puso en pie, no me moví, ni él tampoco. Hizo un gesto con la mano
para que la camarera se acercara y le susurró algo al oído que la hizo
sonrojarse, después vi que le ofrecía un billete de cien y ella, arrobada, se lo
metía en el interior del delantal para seguir atendiendo el resto de mesas.
—¿Qué ha sido eso?
—La garantía de que no van a tocar nada de lo que hay aquí mientras nos
ausentemos —señaló las tazas y el pastel—, y de que nadie nos va a
interrumpir en el aseo de minusválidos. Mindy va a poner un cartel de fuera
de servicio hasta que salgamos.
—No pienso follar contigo.
—Esa boquita sucia te va a matar. —Me contraje—. Tienes mi palabra
de que no voy a tocarte más de lo estrictamente necesario. ¿Vienes, o te
vas? —Tragué con fuerza. La pelota estaba de nuevo sobre mi tejado.
CAPÍTULO 21

Ares

«Z uhara», paladeé el sonido en el interior de mi boca, sin pronunciar la


palabra, guardándola para mí.
Todavía no tenía ni idea de qué se trataba, pero esa mujer tenía
algo que me atraía sin remedio, era la segunda conversación que teníamos y,
con total seguridad, de las más largas que había mantenido con una mujer;
cuando quedaba con ellas, éramos más de gemidos y gruñidos que de
discutir sobre preferencias no sexuales o la situación del país.
Aunque viendo el trasero de esa joven dirigiéndose al baño, enfundado
en una falda lápiz negra, tampoco es que me importara mucho si Estados
Unidos se iba a la mierda.
«Ares, céntrate, no la quieres para follártela».
«Ah, ¿no?», me respondí a mí mismo y me reprendí por mi pensamiento
obsceno.
Quería a Zuhara cerca porque la necesitaba.
Vi la fea cara de Beckett mirándome con expresión de «eso no te lo crees
ni tú, lo que a ti te pasa es que en treinta y cinco años no te has topado con
una mujer que te interese lo suficiente como para querer conocerla, y esta…
esta te va a joder como la dejes».
Zuhara abrió la puerta y yo gruñí un «entra».
La mano le tembló ligeramente y su respiración era más superficial que
cuando estábamos en la mesa, se la notaba nerviosa, quizá incluso
preocupada, lo que volvió a ponerme en alerta. ¿Y si había dado en el clavo
y era una agente infiltrada? Esperaba por mi bien que no fuera así, lo que
tenía claro era que, cuando llegara al piso, buscaría a Zuhara Al-Mansouri,
y por su bien esperaba que todo lo que me devolviera la red fuera la pura
verdad.
Cerré la puerta a mis espaldas y puse el pestillo, ella miró el gesto
inquieta y se mordió el labio.
—Vacía el contenido de tu bolso en el suelo.
—¡¿Cómo?! ¿No sabes que eso da mala suerte y se te va el dinero?
—Es dejar el bolso en él lo que hace que se vaya, y si cerramos trato,
nunca más vas a preocuparte de que salga huyendo.
A regañadientes, lo vació, no había nada destacable; el billetero, un
paquete de pañuelos de papel, las llaves del coche, las de su casa, la funda
de una férula de las que se usan para boxeo que le pedí que abriera.
—¿En serio? —Hizo rodar los ojos cuando asentí. Me mostró el interior.
Lo siguiente fue un tampón.
—¿Quieres que lo abra y así te haces un máster en menstruación?
—Me bastará con que lo tires a la papelera.
Zuhara bufó. Lo último que sacó sí que me llamó la atención, porque
reconocí la marca de inmediato.
—¿Qué es eso?
—Mi vibrador. —Sabía que me estaba tomando el pelo.
—Supongo que no te importará sacarlo de la funda.
Lo hizo, reconocí la afamada lupa para cotejar diamantes de inmediato.
—¿Qué es? —pregunté como si lo ignorara.
—La uso para ponerles el condón a los clientes que la tienen demasiado
pequeña, sufro de hipermetropía fálica.
—Ya veo. —Me mordí la sonrisa, palpé el bolso una vez vacío y lo
sostuve cuando ella lo volvió a llenar—. Ahora desnúdate.
—¡¿Tú te has bebido un café, o ayahuasca?! Estás alucinando —bufó,
cruzándose de brazos.
—No tienes nada que no haya visto antes, y te recuerdo que tu vestido de
anoche no dejaba demasiado a la imaginación.
—Una cosa es que me cachees y otra que tenga que quitarme la ropa en
un baño público y delante de ti.
—¿Prefieres que te toque? —Su cara reflejó el espanto que le causaba la
idea. Increíble, la primera mujer con la que me topaba que no quería mis
manos sobre su cuerpo.
Era mejor que no lo hiciera, si pusiera las yemas de los dedos sobre su
sedosa piel, dudaba que me pudiera contener.
—¿No tienes un detector portátil?
—No soy poli como para ir con uno de esos, además, ¿dónde crees que
iba a llevarlo?
—Se me ocurriría un sitio que explicaría por qué caminas tan tieso.
—Muy graciosa. ¿Te desnudas, o nos largamos?
—Vale, pero tienes prohibido excitarte.
—Necesito mucho más que una mujer guapa ligera de ropa para que se
me ponga dura.
«O quizá no».
Los dedos ágiles y finos, de manicura cuidada, desabotonaron las perlas
una a una, casi podía poner melodía al momento, quizá King, de Niykee
Heaton.
«Oh, sí, desde luego que sí», pensé, sintiendo los tempos de la canción
acompasando los movimientos.
No es que ella pretendiera ser sexy, es que simplemente lo era.
La piel canela del vientre quedó expuesta mientras tiraba de la prenda
para sacarla de la cinturilla con suavidad, se echaba la melena castaña a un
lado, se daba la vuelta para ponerse de espaldas a mí y la dejaba caer
despacio mostrando una piel inmaculada, sin rastro de micros.
Caminó hacia el retrete y dispuso la prenda sobre la barra de acero que
quedaba al lado como refuerzo y apoyo.
Llevó las manos hacia atrás y tiró de la cremallera de la falda, el sonido
me hizo apretar los dientes y creí que los haría estallar cuando el tejido se
desplazó hasta caer al suelo, dejando a la vista un puto liguero con strass
negro que sujetaba un par de medias al muslo. La seda oscura tenía otra fina
línea de cristales del mismo tono que discurrían por toda la pierna hasta
alcanzar el tobillo.
Zuhara torció un poco el cuello y contempló mi mirada ávida de carne
tersa. No era lo único que estaba terso, mi entrepierna estaba acusando el
despliegue de perfección como le dije que no haría.
Mi polla era pura traición.
Ella pasó por encima de la falda, para descender sin flexionar las rodillas,
ofreciéndome unas vistas privilegiadas de los montes gemelos de Venus.
Me imaginé yendo hasta ella para clavar mis dedos en sus caderas y
frotar mi torturada erección contra sus nalgas. Ella jadearía y yo le
ordenaría que no se moviera, amasaría los cachetes perfectos con
rotundidad y me pondría de rodillas para morderlos, separarlos, apartar la
tela de encaje que se arremetía entre ellos y lamer ese coño húmedo hasta
que estuviera deseoso de recibirme, hasta que Zuhara suplicara que me
hundiera en ella hasta hacerla estallar.
Chas.
El chasquido me hizo salir de la visión túnel y volver a enfocar. Tragué
con dificultad al ver que estaba desatando el liguero.
Uno, dos, tres y cuatro cierres, subió, se dio la vuelta, buscó la presilla de
la cinturilla y el liguero se quedó suspendido en su dedo, que lo catapultó
para arrojármelo sin pudor. Lo cacé al vuelo y su aroma me dilató las fosas
nasales. Flores blancas, estaba seguro de ello.
—Por si quieres comprobar que el micro no esté en el interior de un
cristal.
Eso era imposible, aun así, lo palpé. Nada.
—Acércate —gruñí.
Solo le quedaba el sujetador de encaje y la minúscula prenda que apenas
cubría su entrepierna.
—Dijiste que no me tocarías.
—Y no voy a hacerlo.
Deshizo la distancia que quedaba entre nosotros y se quedó a cincuenta
centímetros de mí.
—El pelo hacia atrás. —Lo hizo, despejó su preciosa cara al completo y
me imaginé enredando los mechones oscuros en mi muñeca para tirar con
suavidad mientras le comía las tetas.
Tragué con dureza.
—Tócate —volví a ordenar.
—Eres un cerdo, si quieres hacerte una paja a mi costa o que llene tus
reservas de porno en vivo para cascártela esta noche, te equivocas de
persona.
—¿Prefieres que lo haga yo? Pensaba que habías dicho que no, estoy
siendo respetuoso, solo tienes que pasar las manos por el tejido, si hay
algún tipo de resalto, lo notaré.
Ella me miró con desconfianza, quizá supiera que en el fondo mentía,
quizá no, la cuestión es que lo hizo.
Pasó los dedos por dentro y por fuera de los tirantes, por todo el contorno
que envolvía los pechos plenos. No llevaba relleno, por lo que los pezones
se marcaban a la perfección; oscuros, sedosos, erectos, listos para
introducirlos en mi boca y chupar.
Tras acariciarse los pechos, fue bajando hasta el tanga y uno de los dedos
volvió a trazar la prenda. La tenía como una puta piedra, mi respiración no
era tan uniforme como debería y estaba convencido de que tendría las
pupilas más dilatadas, al máximo, mucho más que si me hubiera fumado
dos porros de maría.
Su boca se abrió cuando el índice y el pulgar atravesaron el pubis y se
desplazaron por…
—Suficiente —gruñí.
—¿Seguro? —cuestionó socarrona—, quizá el micro navegue en aguas
profundas y sea waterproof.
Me dieron ganas de soltar una carcajada, como me ocurría con Beckett,
pero me contuve, había partes de mí que prefería seguir salvaguardando.
—Vístete, te espero fuera.
—¿Seguro que no quieres que me meta un par de dedos? —preguntó
belicosa.
—Quien juega con fuego corre el riesgo de salir ardiendo.
—¿Y tú no te desnudas para que pueda ver si llevas micro?
—El micro que yo llevo puesto solo te haría gritar, y me has pedido que
no me excite.
Ella se cruzó de brazos y sus ojos descendieron hasta el infierno que se
desataba bajo la pretina de mi pantalón, por mucho que intentara
disimularlo, había testimonio gráfico.
—Los tíos sois tan altamente inflamables.
«No tienes ni idea de lo que a mí me cuesta excitarme de manera tan
incontrolable y visceral».
Mi parte irracional gritaba que no perdiera el tiempo, que la cogiera a
pulso, la empotrara contra la pared y le borrara esa sonrisa a base de jadeos.
La racional, que saliera huyendo antes de cagarla más.
—No tardes —murmuré, decidiendo quién ganaba el pulso. Le tendí el
bolso y salí lo más rápido que pude antes de cometer una estupidez.
Escuché cómo ponía el pestillo, atravesé el local a grandes zancadas, me
senté con incomodidad en mi silla, saqué el móvil y tecleé su nombre.
CAPÍTULO 22

Zuhara

—D
ime que sigue sin haber rastro de mí o de lo que le sucedió a
mi padre en Internet.
Fue lo que dije en cuanto Brenda descolgó el móvil. Tenía
el manos libres puesto para poder vestirme mientras hablaba, así no perdía
tiempo.
—¡Menudo susto! Cuando he visto tu nombre en la pantalla, pensaba que
tendría que salir corriendo del taller, menos mal que estoy en el descanso o
me hubiera caído una buena por parte del señor Malafollita.
Así llamaba Brenda a su jefe, una mezcla de malaquita, la piedra que este
llevaba en un anillo, y la mala leche que tenía.
—¡Responde, joder!
—¡Sí, sí! Esta misma mañana lo comprobé, las dos sabíamos que un tío
como Diamond querría datos, que no se contentaría con tu sobrenombre, y
mi primo segundo es un crack, ya te lo dije. Lo de tu padre era una noticia
antigua, así que estaba bastante abajo en los resultados de búsqueda, nadie
notará que esa noticia ha dejado de existir y que trabaje en Facebook ha
ayudado a hacer desaparecer tu penoso IG, tampoco es que hubiera
demasiado en él. Le comenté que lo que te ocurrió te cerraba muchas
puertas en el curro y que encima tenías un ex bastante acosador, que no
querías que hubiera nada que pudiera hacer que te localizara y coló.
Tampoco es que a Dwain le importen mucho los motivos, soy su prima
favorita, ¿te conté que fui su primera vez? El pobre no pillaba nunca por
tímido y me apiadé, si lo vieras ahora… Abrí la veda. —Respiré aliviada
escuchando el incesante parloteo de Bren—. Oye, por lo demás, ¿va todo
bien?
—Eso creo, ahora mismo estoy en ropa interior en el baño de la cafetería,
bueno, ya me he puesto la camisa y voy a por la falda.
—¿Por qué?, ¿te has tirado la bebida por encima? —Su tono de voz era
demasiado sarcástico.
—No, porque Ares ha insistido en comprobar que no soy una agente de
la ley y quería cerciorarse de que no llevara micros antes de seguir
hablando.
Su risa estalló al otro lado de la línea.
—Lo sabía, soy muy fan de él.
—¿En serio?
—Perdona, a ver, no de lo que supuestamente hizo, pero no me negarás
que es un tío listo y que está de diez. Además, estoy convencida de que le
gustas, ha querido ver la mercancía y eso quiere decir que se la pones dura.
—¡Pues qué bien! —dije con fastidio.
—No te desconcentres, Su, quedamos en que volverlo loco era una buena
táctica para que no pensara con claridad, metiera la pata y terminara
deseándote tanto que pueda confesarte todos sus secretos. ¿Recuerdas?
—Como si pudiera olvidarlo.
—Dime que por lo menos llevabas puesto el conjunto de ropa interior
que te dejé sobre la cómoda cuando me fui de tu casa esta mañana. —Mis
mejillas se sonrojaron al escucharla. Me había planteado no hacerlo, pero al
final me dije que era una estupidez, que nadie sabría lo que llevaba puesto
menos yo y había leído en un entrevista que le hicieron a Sofía Vergara que
cuando te dispones a interpretar una papel, todo tiene que encajar con el
personaje, incluso las bragas—. ¿Su?
—Sí, lo llevo puesto.
—Bien, debe tener tanta sangre concentrada en la polla que en su cerebro
no cabe nada más allá de tus tetas. ¿Intentó propasarse? ¿Te besó?
—¡No! ¡No le habría dejado! Me dijo que no me tocaría y cumplió.
—Tranquila, no te alteres, recuerda lo que hablamos, puede que ahora
todavía no, pero quizá llegue el momento en que por h o por b tengas que
hacerlo por el bien de la misión.
—Intentaré que eso no ocurra.
—Aunque lo intentes, Su, bueno, da igual, no es momento de hablar
ahora de estas cosas, pero te las tienes que ir planteando y asumiendo, sobre
todo, si os vais a hacer pasar por prometidos con Amanda.
La simple posibilidad me revolvía las tripas.
—Tengo que colgar.
—Yo también. Suerte, después me cuentas.
—No lo dudes.
Colgué, devolví mi móvil al bolso, me miré en el espejo e hice unas
cuantas respiraciones volviendo a mi papel, al final, al señor Perkins, mi
profesor de teatro del instituto, no le fallaba el instinto.
Me apunté como actividad extracurricular porque por aquel entonces
Brian Johns, el chico que me gustaba, estaba apuntado. En mi mente
conseguía ser tan buena que me daban el papel protagonista de alguna obra
junto a él y conseguía besarlo. Nunca sucedió, además, terminó saliendo del
armario, así que jamás tuve una posibilidad real de que pasara, o por lo
menos, no que ese beso me llevara a salir con él, que era el objetivo final.
El señor Perkins estaba convencido de que, si me lo hubiera propuesto,
habría podido tener una prometedora carrera como actriz, y en ese
momento, aquella actividad que creí una pérdida de tiempo estaba dando
sus frutos.
Yo no era como Venus, sin embargo, la sentía recorriendo cada átomo de
mí cuando estaba frente a Ares.
Me separé del lavamanos totalmente recompuesta y volví a mi asiento
para encontrarlo robándome una cucharada de tarta con expresión
satisfecha.
—¿Nadie te ha dicho que es de mala educación apropiarse de lo ajeno?
—Puede que lo intentaran, pero nunca funcionó. Espero que no te
importe que haya palpado tu abrigo, ni que haya puesto tu nombre en
Internet.
Me tensé por dentro, aunque intenté que no se notara.
—Si buscabas mi perfil de Tinder, de Onlyfans, o mis servicios como
scort, lamento decirte que pierdes el tiempo.
—Ya me he dado cuenta. ¿Tienes hijos? —La pregunta me pilló fuera de
juego.
—No, ¿te parece que tengo el perfil de madre?
—Lo decía por las canicas del bolsillo. —Tragué con fuerza al imaginar
sus manos envolviéndolas.
—Son mi amuleto de la suerte —aclaré como si no me afectara—. ¿Tú
no tienes ninguno?
—Tal vez lo seas tú.
—¿Y bien? ¿Vas a contarme de qué va todo esto?
—Primero dime por qué sabes tanto de joyas y llevas una lupa para
diamantes en el bolso.
—Me gustan las joyas preciosas y una nunca sabe cuándo va a tener que
certificar una autenticidad. Y, ahora, ¿vas a decirme cómo piensas hacer que
no vuelva a preocuparme de llegar a fin de mes? —Sus labios se alzaron en
una pequeña y desenfocada sonrisa.
—Tengo dos semanas para conseguir unas fotografías y me sería de
utilidad que acudieras conmigo a algunos eventos, o fiestas privadas.
—¿Quieres que te ayude a cazar infraganti a tíos casados haciéndome
fotos guarras con ellos para chantajearlos? ¿Es eso?
—No, quiero imágenes de sus joyas y tú me ayudarás a obtenerlas.
—¿Solo?
—Eso he dicho.
Mi infusión ya estaba fría, lo que no impidió que me la bebiera.
—¿Y cuál es el fin?
—Eso déjamelo a mí. ¿Te interesa el trabajo, o no?
—No voy a meterme en algo que no sé hacia dónde va, eso sería un
suicidio.
—En ocasiones es mejor saber lo justo.
—Para algunas personas, tal vez, o me dices de qué va todo esto, o mi
respuesta es no. —Dejé la taza sobre el platillo e hice el amago de coger el
abrigo.
—¿Sabes qué es el TOP5? —Dejé el abrigo en su lugar, saboreando la
pequeña porción de victoria en mi interior.
—¿El ranking de mejores libros de Amazon?
La comisura izquierda de su labio se alzó. Si no fuera quien era, si no
hubiera hecho lo que hizo, en ese mismo instante tendría un serio problema
de atracción irremediable hacia su boca.
—Supongo que también, aunque me refiero a…
—Joyas —terminé por él.
Acababa de arrojar un enorme pedrusco sobre su tejado.
—Sabía que no me equivocaba contigo, ¿quién eres?
Había llegado el momento de responder a la pregunta.
—Soy gemóloga, tasadora, me especialicé en alta joyería y…, a veces,
hago pequeños encargos muy bien pagados para intercambiar objetos de
personas que no aprecian el alma de lo que tienen.
Boom, acababa de arrojarle la bomba y su cara era de placer absoluto.
—¿En serio? ¿Y cómo es que nunca he sabido nada de ti?
—Porque soy relativamente nueva en esto, lo que no está reñido con que
sea buena.
—¿Y qué te llevó a ello?
—Vi un nicho, una posibilidad, estaba harta de la precariedad laboral y
de esquivar al casero por los retrasos en el pago del apartamento. Siempre
he sido una mujer independiente y no me gusta pedir limosna o tirar de mi
familia. Solo acepto encargos por recomendación de mis clientes, trabajo
sola porque no me fío ni de mi sombra —murmuré en un tono tajante.
—Y bien que haces. ¿Cómo has oído hablar del TOP5?
—Puede que escuchara una conversación que no debería, ya sabes, los
hombres tienden a subestimar las orejas que los escuchan en determinadas
situaciones, sobre todo, si son mujeres a las que consideran atractivas,
todavía hay mucho estúpido que cree que la belleza está reñida con el
cerebro, y gracias a ello le saco partido. «Una operación militar implica
engaño. Aunque seas competente, aparenta ser incompetente. Aunque seas
efectivo, muéstrate ineficaz».
—El arte de la guerra.
—Veo que lo conoces.
—Debería ser de lectura obligada para todo el mundo, y estoy contigo en
que el engaño es fundamental. —Se inclinó un poco hacia mí—. Muy bien,
¿cerramos trato? —extendió la mano, la miré sin cogerla.
—Quizá. Si me presento a nuestra cita con Amanda, será un sí, si no…
Eres lo suficientemente listo como para intuir la respuesta. Por cierto, pagas
tú —culminé, poniéndome en pie para largarme de la cafetería con el
corazón en la garganta y sin mirar atrás.
CAPÍTULO 23

Ares

E
staba sonriendo.
Por primera vez y en mucho tiempo, esa mujer movía algo en mí
que… ¡Joder! ¡Me hacía sentir vivo!
Estaba tan habituado a mi trabajo que no me había dado cuenta de que la
adrenalina que segregaba no era comparable al desafío que Zuhara Al-
Mansouri significaba para mí, quizá estaba a la misma altura que joder a
Painite, aunque, por supuesto, a ella le haría cosas que me daría grima
plantearme con él.
Pagué con mucho gusto la cuenta y me dirigí a mi apartamento con una
emoción, tan embriagadora como desconocida, circulando a toda velocidad
por mis venas.
Tenía que averiguar más de ella, que fuera un fantasma en las redes solo
me indicaba que era tan celosa de su intimidad como yo. Por lo menos,
sabía que no me había mentido, mientras se ponía el abrigo, le hice una foto
sin que se diera cuenta, la metí en un programa especial que tenía para
rastrear rostros y di con una imágen de orla del GIA, el Instituto
Gemológico de América.
Ahí estaba su nombre completo y sus titulaciones. Era gemóloga, perito,
estaba especializada en diamantes y obtuvo las mejores calificaciones de
cada asignatura que cursó.
Casi tuve una erección solo con leer eso. Perteneció al cuadro de honor
de su promoción.
No solo era una mujer atractiva, su moralidad era tan dudosa como la
mía y no se derretía por mis huesos como el resto.
¡¿Cómo narices no iba a querer que entrara en mi juego cuando estaba
deseando hincarle el diente y todo lo demás?!
«No es solo sexo», me dije, estaba convencido de que trabajar codo con
codo con ella podía allanarme el camino, sobre todo, teniendo en cuenta la
dificultad de la obtención de algunas de las imágenes.
¿Podría haberlo hecho solo? Seguramente, pero Zuhara lo haría mucho
más divertido y desafiante.
De camino al ático, me recreé en cada una de las conversaciones que
habíamos mantenido, en su aroma seductor, en cómo susurraba la gasa de
su blusa al deslizarse por la piel; en aquel par de ojos que llamaban tanto mi
atención y esa boca díscola que me mantenía en guardia y lleno de
excitación.
Quería tocarla, quería follarla, quería verla envolviendo mi polla con la
lengua mientras tiraba de la sedosidad de su pelo. Quería escucharla pedir
más, deseando cada penetración, envolviéndonos a ambos con jadeos de
placer para celebrar cada una de nuestras hazañas.
¡Mierda! Ya la tenía tiesa otra vez, sería mejor que mi mente volara a
otra parte o me correría en los pantalones como un imberbe.
Sintonicé la radio para abstraerme, y cuando llegué al edificio, subí al
piso y entré en el ático, Beckett estaba sentado en uno de mis sillones, con
un libro en la mano mirándome con absoluta curiosidad.
Era la única persona que tenía una copia de las llaves del ático. Cerró la
novela que estaba hojeando y sus cejas treparon por la frente despejada.
—Benditos los ojos, vine a ver si te habías ahogado en la bañera dado tu
mutismo tras el evento del Mandarín Oriental.
—Ya sabes lo que dicen, si no hay noticias es que todo va bien.
—En tu caso, si no hay noticias, puede que hayas servido de alimento a
una piara de cerdos salvajes.
—Eso también, aunque en Nueva York son difíciles de encontrar.
—Te sorprenderías, algunos tíos huelen muy mal. —Sonreí. Beckett
seguía mirándome con esa expresión enigmática.
—¿Ocurre algo?
—Eso dímelo tú. ¿Por qué no tienes cara de erizo cabreado y estás fuera
del apartamento antes de las diez de la mañana?
—A veces me gusta resetear y cambiar de hábitos. Y para tu
información, no tengo siempre esa cara. —Cerró el libro y lo dejó encima
de la mesilla.
Me acerqué a la licorera y me serví una copa, la necesitaba para sosegar
el estado inusual de mis emociones.
—¿A quién intentas convencer? Ambos sabemos de tu incapacidad para
la alegría.
No estaba equivocado, aunque a veces tenía arrebatos de buen humor con
Beckett, era más proclive a un estado taciturno y malhumorado.
—¿Te sirvo una?
—Demasiado pronto para mí, y tú tampoco eres de beber a estas horas.
—¿Me estás psicoanalizando? Si quisiera un psiquiatra, me pagaría uno.
—Solo intento averiguar qué es lo que está pasando que no me cuentas y
que te hace tener esa expresión de estar reteniendo pedos de azúcar.
—Nada importante —di un trago al bourbon.
—Nada importante no es nada.
Ahí había estado agudo.
—¡Joder, Beckett, vale ya! He conocido a alguien y ya está.
—¿Has conocido a alguien? ¿Al repartidor nuevo de UPS? ¿Al sobrino
nieto de Gregory Peck?
—¿Quién recuerda a Gregory Peck?
—Siempre me pareció un actor infravalorado, que Dios lo tenga en su
gloria.
—A una mujer. ¿Estás contento?
—Pfff. Tú conoces mujeres desde que te quitaron el precinto de la
virginidad.
—No seas exagerado.
—No lo soy. ¿Y qué tiene de particular esa mujer? No me lo digas, lo
tengo, es la propietaria de uno de los huevos desaparecidos que Fabergé
hizo para la familia imperial rusa, ¿he acertado?
—Ni te has acercado.
—Bueno, pues suelta…
—Me desafía. —La boca de Beckett se abrió como un buzón.
—No creí que viviría para escuchar eso. ¿Has dado con la única fémina
del planeta capaz de no caer rendida a tus encantos? ¿Todo se reduce a eso?
—Más o menos.
—Entonces ponme una copa, eso sí que merece un brindis. ¿Cuándo la
voy a conocer? ¿Has llegado a esa edad en que todo hombre siente la
necesidad de perpetuar la especie?
—De momento tendrás que esperar, ya sabes que creo tan poco como tú
en la paternidad, y lo primero es si acude a nuestra primera cita con Mandy.
—¡¿Que quééé?! —el graznido fue aterrador—. ¡Te has vuelto loco!
Menos mal que todavía no le había alcanzado el vaso ni había dado un
trago, o habría dejado mi alfombra lista para mi pira funeraria.
Beckett se puso en pie, vino hasta mí cuando ya tenía los tres dedos
servidos y le ofrecí la copa.
—Tranquilo, lo tengo todo controlado.
—¡Y una mierda! ¡¿Vas a echarlo a perder todo por una mujer que te la
pone dura?! ¿En qué momento has pensado que era buena idea involucrar a
una… una…, ni siquiera sé cómo llamarla sin que parezca un insulto, en
esto?
—Si me dejaras hablar, comprenderías por qué he decidido que es buena
idea que Venus entre en la ecuación.
—¿Venus? Desde luego que tiene que ser extraterrestre para que patee tu
trasero hasta la luna.
Beckett agarró la copa malhumorado, regresó al sillón, la apuró de un
trago y clavó los codos en sus rodillas para abrir las palmas y mirarme con
fijeza.
—Muy bien, te escucho. —Menos mal que era de ese tipo de personas
que tras el estallido inicial estaba dispuesta a mantener una conversación.
Lo puse al corriente de todo. Ya vio a Zuhara la noche del Daniel’s, así
que sabía de quién le hablaba cuando la nombré como la pelirroja del
Hublot.
Le comenté lo ocurrido en la fiesta, cómo coincidimos, cómo Amanda
Lieber se interesó más por ella que por mí y cómo al final lo único que pude
conseguir fue una cita a tres bandas. Por supuesto que le expliqué mi
reunión matutina y todo lo que averigüé sobre ella.
—Y has decidido, sin consultar, que entre a formar parte del equipo
porque te la quieres follar. ¿Es eso?
—No, no es eso. —Beckett se dejó caer hacia atrás.
—No me vengas con milongas, Ares, te conozco demasiado, te brillan
los ojos como dos malditas estrellas fugaces.
—No voy a negarte que me atrae, pero de verdad que la veo como el
eslabón que no sabíamos que nos faltaba para que esto funcione.
—Si no sabíamos que nos faltaba es porque no nos hace falta.
—Escucha, ha identificado mi reloj y los gemelos con un simple vistazo,
fue la primera de su promoción en todas las materias que cursó, es atractiva,
ingeniosa y tiene ese magnetismo que podría llevar a cualquiera a perder la
cabeza. ¡Solo tenemos dos semanas para recopilar toda la información que
necesitamos y que te pongas manos a la obra!
—¿Me estás diciendo que te gusta porque es tu versión hecha mujer? —
Me encogí de hombros—. Eso es bastante narcisista. En fin, es tu vida,
como si quieres follarte a ti mismo frente al espejo, pero si ella entra, yo me
descuelgo.
La respuesta me golpeó en pleno plexo, esperaba que se mosqueara, pero
no que quisiera hacerlo saltar todo por los aires, necesitaba a Beckett, él era
el alma artística, sin él no había réplicas.
—¡No puedes hacer eso!
—Claro que puedo, de hecho, acabo de hacerlo. ¿No es tan buena?, pues
que haga ella las réplicas.
Estaba muy cabreado, no solía comportarse así, el capullo era yo.
—¡No puedes estar hablando en serio!
—Completamente.
—¿Es que no ves las ventajas?
—¿Las de que te distraigas con tu nuevo juguete y nos hagas caer de
cuatro patas? Discúlpame, pero no, a mí los espermatozoides no me han
atascado las neuronas. No conozco a esa mujer de nada, y lo que a ti te
tranquiliza, a mí me pone en guardia.
»Desatasca las tuberías las veces que te dé la gana, y cuando te hartes de
esta explosión reproductiva, me llamas.
—No voy a echar a perder la oportunidad de joder a Painite y dejarlo en
evidencia.
—Pues entonces no mezcles nuestros negocios con ella, hasta donde yo
sé, te ha dicho que hace trabajos por encargo, ¿y si curra para mi hermano?
¿No te lo has planteado? —Apreté los puños lleno de tensión—. Una cosa
es que no sea poli y otra muy distinta que pueda ser del bando contrario.
Eres un tío cerebral, sabes que mi hermano te conoce como la palma de su
mano y sería capaz de ponerte el señuelo perfecto para hacerte caer con
todo el equipo. Además, tú mismo le informaste de que ibas a por él, ¿y si
ha decidido ir a por ti? Parece mentira que no te lo hayas planteado, haznos
un favor y piensa con la cabeza en lugar de con la bragueta.
Abrí y cerré los puños. No me sentaban bien las regañinas, me hacían
pensar en otra época, y eso nunca era bueno. Mi humor se enturbió, puede
que, al fin y al cabo, Beckett tuviera razón, necesitaba ser más cauto, no
perder la perspectiva.
—Le pediré a Reynolds un informe detallado.
—Me parece bien.
—Pero si no encuentra nada, la quiero dentro. No tocaré nada de tu parte,
dividiré la mía para pagarle, si es lo que te preocupa.
—¡¿Por qué insistes en querer metérmela por las narices?!
—Porque creo firmemente que puede sernos de gran ayuda, más allá de
las ganas que pueda tenerle. Sabes que no soy de pedir cosas, esta vez te
pido que le demos el beneficio de la duda, solo tardaría más tiempo y
vamos muy justos.
—¿Y si Reynolds da con algo? —La idea volvió a cargar de rayos y
oscuridad mi tormenta interna.
—Yo mismo me ocuparé de hacerla desaparecer.
—¿Tengo tu palabra? —Él sabía lo poco que me gustaba manchar mis
manos de sangre, pero si Zuhara me la jugaba y resultaba estar aliada con
Painite, no iba a temblarme el pulso.
—La tienes.
Solo esperaba, por mi bien y por el suyo, que Beckett no estuviera en lo
cierto.
CAPÍTULO 24

Zuhara

S
alí a correr, no podía dormir, llevaba todo el día nerviosa pensando en
qué haría, cómo lo haría y hasta dónde estaría dispuesta a llegar para
destapar a Ares.
Brenda estaba con uno de sus clientes, así que quedamos para el día
siguiente, tampoco es que lo pudiera haber hecho, en cuanto me fui de la
cafetería, cogí el coche, tenía una peritación a las once en la otra punta de la
ciudad y después fui a pasar el resto del día con maman.
Le prometí que me pasaría porque no le gustaba estar sola, Duncan se
había marchado para hacerle una visita a su hijo, no solía hablar mucho de
él, mi madre decía que hacerlo lo ponía triste. Se metió en la adolescencia
en el mundo de la droga, sufría muchos desequilibrios, bajadas, subidas de
ánimo y recaídas, pasaba la mayor parte del tiempo de clínica en clínica.
Duncan decía que era lo mejor para él, que no podía estar sin supervisión.
Tenía que ser muy triste caer en algo así y que todo tu dinero no fuera
capaz de sacarlo de aquel bucle tan aterrador.
Corría sin aliento, mis pies golpeaban el suelo con ritmo frenético. La
oscuridad se había apoderado del cielo cerniéndose sobre las copas de los
árboles. No veía rastro de la luna que se escondía tras las nubes sin dejar
paso a su débil resplandor.
Tiré de los cordones de la sudadera y me llevé uno de ellos a la boca
porque la sentía seca.
No había encontrado uno de los cascos de mis AirPods, por lo que al
final tuve que salir a correr sin ellos, prefería evadirme, buscar una canción
que me despejara la mente cuando me disponía a trotar y así no pensar en
aquellos tramos en que la ausencia de luz lo engullía todo.
Los senderos se desvanecían en la penumbra, y una sensación de
inquietud se apoderaba de mí conforme avanzaba.
Apreté el ritmo, no es que estuviera sola, había más personas haciendo
deporte, sin embargo, quizá lo ocurrido con Ares, el pensar que iba a
involucrarme con algo ilegal con el hombre que con toda probabilidad
causó la muerte de mi padre, me ponía el vello de punta.
Tomé un atajo que me llevó a alejarme de los caminos principales y
adentrarme en la espesura del bosque. Por esa zona no se veía un alma,
aunque debía de haber alguna porque oí un crujido a mi derecha que me
hizo girar la cabeza de manera abrupta.
Algo se movió entre el follaje, no estaba segura de qué o de quién se
trataba, me sentí estúpida por no haber cogido el teléfono, Bren me habría
reñido por ello.
Era mejor que regresara a uno de los caminos más transitados y con
menor densidad.
Aumenté la velocidad, mi respiración era cada vez más superficial. Un
escalofrío recorrió mi espalda cuando los crujidos y el susurro de las hojas
se hicieron más presentes. Creí ver una sombra alargada, estaba justo al
lado del estanque de las azaleas, tenía que pasar el puente de madera para
recortar, encontrar una salida y llegar cuanto antes a casa.
Miré hacia atrás, no podía quitarme la sensación de que me seguían.
¿Sería psicosis mía, o verdaderamente había una persona que no lograba
ver? Mi corazón tronaba y el silencio del parque se veía roto por el zumbido
de mi respiración.
¿Y si Ares me había seguido? ¿Y si llevaba todo el día haciéndolo?
Quizá había descubierto quién era y lo que buscaba era matarme.
No sería la primera vez que asaltaban a alguien en el parque, no debería
haber salido de las zonas más transitadas.
Otro crujido, esa vez era mío. Mi mente dio una voltereta al pasado. Las
tablas de madera vieja crujiendo bajo mis pies, oscuridad, una sombra en
mitad de la noche, sed, el oxígeno incapaz de llenar mis pulmones…
Alguien se acercaba, las plantas de mi izquierda se agitaron, me quedé
sin aire cuando vi algo saltar, no me di cuenta de que se me había desatado
el cordón de la zapatilla y lo pisé sin querer mientras una ardilla se cruzaba
por mis pies.
Di un fuerte alarido, caí y rodé sin remedio por la bajada del puente que
daba al estanque.
Y frené justo antes de que mi cabeza impactara contra una roca saliente.
Era una estúpida, solo se trataba de un animal del bosque. Puse las
palmas de las manos en el suelo para levantarme cuando el terror me
invadió de nuevo al sentir una mano posarse sobre mi hombro.
Reaccioné sin pensar, un grito desgarrador escapó de mis labios y golpeé,
me prometí a mí misma que si otra vez me encontraba con un asaltante en
mitad de la oscuridad, no dejaría que el miedo detuviera mis puños.
—¡Ah! ¡¿Está loca, o que le pasa?! Solo la quería ayudar —espetó un
chico de color que no tendría más de veinte años. Lo miré aterrada, incapaz
de recuperarme del susto inicial—. ¡Puta racista de mierda! ¡Ojalá se
hubiera abierto la cabeza!
Intenté farfullar un lo siento, pero no me salían las palabras. El chico se
fue quejándose, y yo conseguí levantarme con el corazón hecho un nudo.
Por suerte, no me había hecho mucho daño.
Me puse en pie, solo tenía un rasguño en la malla y un raspón en la
mano. Me agaché para atarme la zapatilla y un objeto rodó hasta esta.
Mi corazón se puso a golpear como un loco al darme cuenta de que se
trataba de una canica.
La cogí entre los dedos, miré hiperventilando a un lado y a otro sin ver.
Quizá era mía, puede que me la olvidara en uno de los bolsillos de la
sudadera y al atarme el cordón se hubiera caído de esta, intenté racionalizar.
O no…
—¿Hay alguien? ¿Ares? Si es una broma, no ha tenido ni puta gracia…
—dije en voz alta sin obtener respuesta.
Era incapaz de quitarme la angustia, la sensación de que no estaba sola, y
no me refería a la fauna de Central Park.
Guardé la esfera de cristal en el interior de mi bolsillo y volví a retomar
el trote, no pensaba perder un minuto más en el parque.
Al salir de la espesura y volver al camino, me sentí aliviada, lo que
ignoraba era que, a escasos metros de mí, un par de ojos me observaban.
CAPÍTULO 25

Zuhara

L
lamaron a la puerta y di un brinco.
Acababa de salir de la ducha y todavía estaba con el runrún de lo
ocurrido en el parque.
No tenía ni idea de quién podía ser, Bren estaba con su cliente y no es
que tuviera mucha relación con los vecinos.
Volvieron a aporrear la madera. Un estremecimiento me recorrió de
cabeza a pies cuando miré a través de la mirilla, sujeté con fuerza la toalla
por el bote que dio mi corazón. Al otro lado estaba el jodido Ares Diamond,
con su aura de superioridad, con la mirada apostada en dirección a mi ojo.
La mirilla era gigante, tanto que si te asomabas por el otro lado, eras capaz
de ver el salón.
—Puedo verte la pupila, sé que estás ahí.
Lo que decía, él sabía que estaba ahí.
¡¿Cómo narices había conseguido mi dirección?! ¿Y si no estaba tan loca
y Ares era quien me perseguía por el parque?
Su pinta de tío trajeado recién salido de una reunión, con una bolsa de
cartón con un símbolo oriental, hacía que no lo pareciera.
—¡Largo! —ladré sin intención de dejarlo entrar.
—No me voy a ir, tenemos que hablar sobre lo de mañana y dudo que
desees que se enteren tus vecinos de lo que queremos hacer.
Maldije para mis adentros. Estar solos, en mi piso, teniendo en cuenta
quién era y lo que hizo, me parecía una idea pésima salvo porque, como
Brenda diría, si quería que ese tío me considerara digna de su confianza, no
podía ponerle las cosas sumamente difíciles.
Miré el cajón del mueblecito de la entrada, lo abrí para asegurarme de
que en su interior seguía estando el bote de spray pimienta que Brenda dejó
ahí por mi seguridad. No era la primera vez que alguien del edificio había
sufrido un asalto creyendo que el atacante era un vendedor.
Abrí a regañadientes, y apreté los dientes al ver cómo sus ojos se
entretenían en la piel expuesta, salpicada por algunas gotas que no me dio
tiempo a secar.
—Menudo recibimiento.
—No te estaba esperando, y si por mí fuera, ya estarías de nuevo abajo.
Él forzó algo parecido a una sonrisa, sin que llegara a serlo.
Lo vi pasear la mirada por el pequeño espacio que conformaba mi casa.
Un salón con cocina integrada, en el que un saco de boxeo pendía del
techo, y tres puertas cerradas, la número uno era un baño, la número dos, mi
cuarto y la número tres era un desahogo en el que tenía una pequeña mesa
de despacho y algunas estanterías.
—Si has terminado de hacer inventario, te agradecería que digas lo que
has venido a decir y te largues.
—Lo haré si me dejas hueco para entrar.
Apreté los dientes, no lo quería en mi espacio vital, era como abrirle la
puerta al lobo sabiéndote cordero, la única diferencia era que él pensaba que
yo era una de su especie y, por mi bien, tenía que aguantar.
Accedí. Él pasó y cerré la puerta a mi espalda, echando una mirada al
cajón de soslayo para sosegarme.
El piso se hacía pequeño en su presencia, como si tuviera la capacidad de
encogerlo o estrechar las paredes.
—Nunca imaginé que tu piso fuera así, aunque te pega.
—No todos tenemos la capacidad adquisitiva para poder pagarnos un
ático. —Su mirada se estrechó y yo mordí el interior de mi carrillo al darme
cuenta de que había metido la pata—. Seguro que tú vives en uno, tienes
pinta de eso.
—Quizá un día te invite —comentó sin tenérmelo en cuenta, o eso quise
creer—. No eres muy hospitalaria que digamos.
—No suelo serlo con la gente que se autoinvita y se cuela en mi
apartamento sin que le haya dado mi dirección. ¿Me has espiado mientras
corría, o llevas todo el día jugando a Sherlok Holmes? Si quieres, también
puedo darte el número de mi ginecólogo y la esteticista que me depila.
Ares estaba justo al lado de la pequeña barra americana que incluía un
par de taburetes. Era normal que mi apartamento le pareciera una mierda
teniendo en cuenta que él vivía en la guarida de Drácula 3.0.
No tenía lujos, aunque sí la calidez suficiente como para poder llamarlo
hogar y que no se pareciera a un ataúd de última generación.
Tener poco espacio significaba menos superficie que limpiar. Además, se
encontraba bien ubicado y el barrio no estaba mal.
Dejó la bolsa sobre la encimera, se acomodó en un taburete, como si
tuviera todo el derecho del mundo de estar ahí, y abrió la boca para
responder al fin a mis preguntas.
—Ni me he colado, ni te he espiado. Te recuerdo que me has abierto la
puerta y me has dejado pasar. Lo del ginecólogo no lo veo necesario a no
ser que tengas una ETS que me quieras comunicar, y por lo de tus pelos, no
te preocupes, me los como igual con o sin depilar.
—Eres un cerdo.
—El pelo no significa suciedad.
—¡No me refiero a eso, me refiero a…! —Tenía cara de estar
tomándome el pelo, así que me callé y apreté la toalla contra mi cuerpo.
Tendría que sentirme en peligro extremo y, sin embargo, no era así, no me
daba la impresión de que el pasatiempo favorito de Ares, además de follar,
fuera jugar con un cuchillo carnicero. Me forcé a mí misma a centrarme en
lugar de divagar—. Y si no me has espiado, ¿cómo has dado con mi
dirección?
—Pagando a la gente adecuada, ¿de qué otra forma iba a ser si no?
Lamento no ser de los que montan guardia si era lo que esperabas, mi
tiempo vale dinero y no me gusta perderlo —soltó y se quedó tan ancho.
Me dio ganas de cruzarle la cara, acababa de menospreciarme, como si
no valiera lo suficiente para que me espiara. Tampoco tendría que
molestarme, si no me consideraba una amenaza era porque estaba
interpretando bien mi papel.
—Pues en lugar de pagar, no estaría de más preguntar, asaltar bases de
datos es ilegal.
—Lo que yo he hecho no, deberías leer mejor lo que firmas cuando
descargas aplicaciones y consientes que ciertas empresas vendan tus datos a
terceros. —Parpadeé incrédula.
—¿Lo dices en serio?
—Muy en serio. Por otra parte, era necesario que habláramos, ¿no
esperarías que aceptara que nos presentáramos frente a Amanda sin una
estrategia? —Me encogí de hombros—. Si es así es porque no me conoces
lo suficiente, y eso tiene que cambiar.
«Si supieras que me sé de memoria cada ángulo de tu cuerpo, que
prefieres los huevos escalfados a los revueltos. Que utilizas un único
perfume, aunque en tu baño hay diez frascos como si tuvieras miedo a que
alguien pudiera arrebatarte tu esencia. Que te duchas un par de veces al día
y, aun así, en más de una ocasión, te hueles las axilas. Que casi nunca
sonríes como si nada en esta vida fuera capaz de hacerte feliz. Tus ojos son
como cáscaras vacías cuando deambulas por el apartamento y los clavas en
las luces perennes de la ciudad. Solo se llenan cuando trasteas libros sobre
gemas o los cierras para tocar baladas tristes o enérgicas al violín. Si
supieras que sé todas esas cosas, no pensarías que te conozco tan poco».
—Voy a vestirme —murmuré, necesitando unos instantes de calma
alejada de él.
Ares no iba a irse hasta obtener lo que había venido buscando, y si era
una conversación, prefería mantenerla menos expuesta.
Fui directa al cuarto y busqué algo cómodo que ponerme, no pretendía
impresionarlo, solo llevar algo encima que me permitiera salir corriendo si
la cosa se ponía fea.
Opté por unos simples leggings, una camiseta de entretiempo y unas
Vans.
En el tiempo que tardé, Ares había dispuesto la cena sobre la barra. Mi
tripa rugió, todo olía demasiado bien como para que no me entrara el
hambre.
La comisura derecha de su labio se disparó hacia arriba, no dijo nada
ante el sonido poco apropiado que sonó demasiado fuerte como para pasar
inadvertido.
Debería estar sintiendo miedo y, sin embargo, no era esa la sensación que
contraía mis tripas cuando me acerqué. Si pensaba que cuando estuviera
frente a él, a solas, en un lugar tan poco espacioso como mi salón, el pavor
me impediría moverme, estaba equivocada.
Eso sí, evalué qué objetos tenía al alcance, que fueran lo suficientemente
contundentes para estamparlos contra su cabeza, dejarlo fuera de juego y así
poder maniatarlo para la confesión.
—Espero que no seas vegana o alérgica al pescado —murmuró al oír mis
pasos.
Había un par de bandejas de sushi que contenían nigris, california rolls y
makis. Todo tenía muy buena pinta.
—Lamento decirte que para beber solo tengo agua.
—Agua estará bien, para hablar necesitamos la mente despejada —
respondió sin darle importancia.
Lo rodeé, fui a por un par de vasos, y cuando me di la vuelta, lo pillé con
la mirada puesta en mi culo de una manera poco apropiada.
El calor ascendió de mi vientre a mi pecho y a mis mejillas. No debería
sofocarme por sus miradas.
—¿No me habrás echado droga en la soja?
—¿De verdad piensas que me haría falta?
—Probablemente no con la inmensa mayoría, el problema es que yo no
soy como las demás, no quiero acostarme contigo.
—De eso ya me he dado cuenta.
«¿De que no quería acostarme con él, o de que no era como la inmensa
mayoría?». Daba igual, no pensaba preguntar.
Un destello cruzó su mirada turquesa. Desafío, siempre estaba ahí, cada
vez que mi alter ego abría la boca, porque la que hablaba era Venus, no yo,
si dependiera de mí, ya tendría mi cuchillo carnicero sobresaliendo de su
gaznate. Si no lo hacía era porque valoraba demasiado mi vida para
terminar entre rejas y quería su confesión primero.
Puse los vasos en la encimera, cogí la jarra de agua y la serví.
Me ponía nerviosa la manera que tenía de clavar su mirada en mí, como
si de algún modo le perteneciera. Las personas con mucho dinero, como
Duncan, la pareja de mi madre, o sus amigos, solían mirar así.
Intenté que no se notara mi incomodidad. Ocupé mi taburete y, sin
esperarlo, cogí los palillos para llevarme un maki de atún rojo entre los
labios, era de mis favoritos.
La implosión de sabores me cerró los ojos, incluso creo que se me
escapó un gemido. Separé los párpados medio avergonzada. Ares no se
había movido, seguía en la misma posición, con las pupilas mucho más
dilatadas y las aletas de la nariz algo distendidas.
—Me parece que he acertado con la cena —comentó mientras yo me
debatía entre saborear el bocado o tragarlo rápido para poder contraatacar.
Me obligué a masticar y pensar. Venus era una mujer de mundo que no se
ofendería por un comentario trivial, así que seguí comiendo e ignorándolo.
Ares dejó de mirarme para alcanzar sus palillos, seleccionar la pieza que
llevaría a su boca, untarla en salsa de soja, separar los labios y desplazarla
con sutileza en el interior.
No me di cuenta de que me había quedado embobada mirando cómo la
masticaba hasta que su lengua asomó para relamerse y vi la comisura
derecha alzarse sin piedad.
Subí los ojos y lo encontré con la expresión del gato que ha cazado al
pájaro.
—¿Has visto algo que quieras probar? —Alargué mis palillos y cacé la
misma pieza que él había comido para engullirla—. Buena elección, aunque
yo podría habértela dado de un modo mucho más apetecible.
Su rodilla se rozó con la mía y noté una contracción involuntaria de
cierta parte de mi anatomía que no debería haberse comportado así.
Me deshice del contacto de manera abrupta.
—No me interesa —mascullé con la boca llena cubierta por mi mano.
—Ya… Espero que tu conducta sea distinta mañana, porque si te
comportas con tanto desinterés delante de Amanda, se dará cuenta de que le
mentimos.
—O quizá piense que te va la marcha y las mujeres que te tratan como a
una mierda.
Alcé las cejas descarada.
—Querida, salta a la vista que las palabras desprecio y sumisión no
entran dentro de mi vocabulario.
—Dicen que los mandones fuera del dormitorio se transforman en la
cama.
—Yo no —respondió ronco—. Jamás cedo el control, ni en la cama, ni
en el sofá, ni contra la pared o cualquier otra superficie susceptible a
recibirme.
—¿En serio te follas a las paredes? No sabía que lo que escondías en tu
entrepierna era un martillo percutor.
Un sonido parecido a una risa bronca escapó de su garganta.
—Estoy intentando cenar, Zuhara, pero me lo estás poniendo
francamente difícil con tus comentarios, haces que lo único que me
apetezca ahora mismo sea tu coño.
No tenía derecho a decirme esas cosas.
—Si has venido para follar, permíteme que te diga que ya te puedes ir
largando.
—No he venido a eso, solo te he dicho que me lo estás poniendo muy
difícil para que piense en lugar de actuar. Mi intención desde el principio ha
sido que nos conozcamos o, por lo menos, que creemos unos recuerdos en
común lo suficientemente plausibles para que Mandy los crea. Además, no
estaría de más que tuviéramos algún tipo de palabra de seguridad por si
cualquiera de los dos vemos que el otro está metiendo la pata. Necesitamos
establecer los límites de lo que ocurrirá mañana.
—¿Por qué estás tan seguro de que iré?
—Porque he visto dónde vives y sé que lo necesitas.
—No soy pobre.
—No, pero tienes menos de lo que mereces, y yo puedo ayudarte a
conseguirlo.
«Ahora eres Venus, no Zuhara, ella asumiría que Ares está en lo cierto y
asentiría».
Moví la cabeza afirmando sus palabras, él hizo un gesto de
complacencia.
—Muy bien, ¿cuál será la estrategia a seguir?
—¿Tú cómo actúas? —Sabía que esta pregunta caería en el examen y
estaba lista para responder.
—Ya sabes, les hago beber, vamos a su habitación de hotel y los duermo
antes de que ocurra algo importante. Mis víctimas son hombres que están de
paso.
—El problema es que algunas de las personas con las que vamos a tratar
no lo están y viven en la misma ciudad que tú. Además, pueden llegar a
conocerse porque pertenecen al mismo círculo, creo que debería ser creíble
que eres mi pareja a los ojos de todo el mundo, y si somos pareja, puede
que, dependiendo de la situación, deba besarte, o acariciarte, o…
No hacía falta que lo hiciera, ya lo estaba sintiendo por todas partes, cada
palabra que emitía se restregaba lujuriosa contra mi piel, y eso que ni
siquiera me había puesto un dedo encima.
—O nada. ¿No dijiste que solo querías unas imágenes?
—Sí.
—¿Entonces?
—Entonces, mientras uno hace una cosa, el otro tendrá que hacer otra, lo
cual no quiere decir que no debamos ceñirnos a nuestro papel. ¿Hasta dónde
estás dispuesta a llegar, Zuhara?
Ojalá pudiera haberle dado una respuesta, el problema era que ni yo
misma estaba segura de ello.
CAPÍTULO 26

Ares

C
uanto más tiempo pasaba con ella, más ganas tenía de saber más, me
gustaba que me desafiara, que no me pusiera las cosas fáciles, ese
humor punzante que me plantaba cara en cuanto cruzaba los límites
que ella misma había impuesto.
Zuhara era adrenalina y seducción en estado puro.
Si pensaba que iba a plantarme en casa de Amanda cruzando los dedos
para ver si se decidía a presentarse o no, se equivocaba. Era muy metódico,
mi trabajo requería una precisión extrema, solo así era capaz de lograr las
proezas que realizaba, no todo el mundo podía hacer lo mismo que yo, no
era egocentrismo, sino realidad. Aunque para ello necesitaba las piezas
magistrales de mi gran amigo Beckett, era consciente de ello, que era mi
mitad.
Además de ser un maestro joyero brillante, era mi Pepito Grillo
particular, el que se preocupaba siempre de que no diera un paso en falso, el
que me ayudó a salir de las garras de Painite cuando la tensión se puso
insoportable tras la muerte de Apolo. Me estremecí al pensar en ello y miré
mis manos, las mismas que lo ejecutaron.
Expulsé el pensamiento de inmediato, seguía doliendo, seguía
abrasándome por dentro, seguía clavándose en mí como astillas en la piel.
Por mucho tiempo que pasara, la herida siempre permanecería abierta.
Respiré hondo y volví a pensar en el hombre que me ofreció una
posibilidad más allá del capullo de su hermano. No sé quién de los dos
arrastró a quién, al final, creo que fue una decisión mutua. Él me arrojó un
salvavidas diciéndome que no me podía hundir, que él me seguiría al fin del
mundo y me liberaría, que me ayudaría en todo lo que pudiera, incluso si
eso le supusiera traicionar a mi mentor, porque todo lo que había pasado era
una injusticia, y terminó haciéndolo por mí.
Le debía tantas cosas, el ser cuidadoso, el no arrastrarlo en una caída
asegurada sin red. Era consciente de que le había molestado mucho que
incluyera a Zuhara sin preaviso, sin tenerlo en cuenta, y podía entenderlo,
por supuesto que lo comprendía y por ello necesitaba demostrarle que se
equivocaba, que esa mujer era el complemento perfecto. Solo conocía una
forma de hacerlo.
Reynolds se estaba ocupando de encontrar cualquier tipo de información
que a mí se me hubiera podido pasar, por el momento, no había recibido
ninguna llamada, lo que era buena señal.
Había corrido directo a la segunda base, que no era otra que demostrarle
a mi mejor amigo que Zuhara y yo funcionábamos como equipo. Para ello,
solo se me había ocurrido un modo, llevarle a Beckett el material que
necesitaba para clonar el broche de la señorita Lieber.
Pasé más de dos horas con Zuhara, ultimando detalles, poniendo los
puntos sobre las íes, estableciendo límites y construyendo nuestra historia.
Su actitud se fue relajando progresivamente. Cuando llamé a su puerta,
parecía querer cerrármela en las narices y darme con un bate de béisbol en
la cabeza. Miré a un lado y a otro para asegurarme de que no había ninguno.
Si bien era cierto que el apartamento era minúsculo, podía ver su espíritu
en cada rincón; era práctico, acogedor y bonito.
Todo estaba en su sitio, el color turquesa, tan similar al tono de mis ojos,
estaba presente en muchos de los elementos. Combinaba a la perfección con
la pared de ladrillo visto, los muebles de madera rojiza y los azulejos de
terracota del suelo.
Me costaba que bajara la guardia, mis dotes de seducción no parecían
funcionar con ella, lo cual requería un esfuerzo extra de mi parte, y así me
motivaba todavía más. Lo fácil no estaba hecho para mí.
Sin embargo, había detectado que mi vocabulario soez dilataba sus
pupilas y tensaba los pezones bajo esa camiseta rosa que se puso tras
recibirme con esa toalla. Si se excitaba, si se llenaba de anticipación ante
mis guarradas, significaba que éramos jodidamente complementarios. Podía
ser muy refinado en todo lo demás salvo en el sexo, me gustaba llamar las
cosas por su nombre y el lenguaje, cuanto más sucio y descarado, mejor.
Cuando me abrió empapada y envuelta en rizo blanco, desprendiendo
aroma a jazmín combinado con algo más exótico y opulento, me imaginé
tirando de la toalla para dejarla desnuda, lamer cada puta gota de su cuerpo
hasta tenerla jadeando y apoyarla en la encimera para tomarla por detrás,
con su cuerpo ardiendo encastrado contra el frío del granito.
La habría llevado una y otra vez al borde del orgasmo, hasta oírla
suplicar, hasta que reconociera que había necesitado acostarse conmigo
tanto como yo.
La había imaginado de tantas maneras que no sabía cómo había sido
capaz de aguantar sin abalanzarme, sin convertirla en mi presa, sin
reclamarla.
El ejercicio de contención fue épico.
Follar nunca fue el objetivo principal, en eso no le mentí, si me había
presentado en el piso, fue para advertirle de que llevaba el control. No
quería que pensara, ni por un instante, que era ella quien sujetaba las
riendas y tenía la última palabra. Podría haberlo pensado si no hubiera
contraatacado yendo a por ella.
Quedamos en que la recogería, y eso estaba haciendo en ese justo
instante, esperarla fuera del coche, con la ventanilla bajada, enfundado en
un traje negro y camisa blanca, mientras en la radio sonaba Turn me on, de
Nora Jones, y ella tarareaba eso de:
Como una flor esperando a florecer.
Como una bombilla en una habitación oscura.
Solo estoy aquí sentado esperándote.
Para volver a casa y encenderme.
Le había mandado un vestido de lo más sugerente. Estaba convencido de
que le sentaría de vicio, que el tono gris perla resaltaría el color de su piel.
Era corto, de falda asimétrica y cuello alto. El tejido suave, la dependienta
me dijo que estaba hecho para ajustarse al cuerpo. Además, tenía bonitos
bordados con pedrería y tiras a lo largo de todo el cuerpo que colgaban
como si fueran collares y se moverían a cada uno de sus pasos.
Cuando la puerta del edificio se abrió, no tuve duda alguna de que se
trataba de ella porque mi aliento se agotó.
La vendedora tenía razón, si el vestido era de por sí impactante, en el
cuerpo de Zuhara era una absoluta obra de arte. Sus piernas tostadas
parecían infinitas, las tenía largas, torneadas y se había calzado unas
sandalias plateadas de tacón, con unos cordones que trepaban a lo largo de
la pantorrilla.
Su pelo oscuro estaba recogido, perfecto para el complemento que le
había traído.
Caminó con una seguridad pasmosa hasta plantarse frente a mí. No había
nada más sexy en una mujer que la fe en sí misma.
—¿Estoy a tu gusto? —La repasé casi con pereza.
—Lo importante es que estés al gusto de Amanda, y estoy convencido de
que, con este modelo, querrá cenar ostra en cuanto te vea. —Ella se puso
algo rígida—. Si te supone un problema que nuestro objetivo quiera jugar
contigo…
—No me supone ningún problema, mientras no sea yo quien se la tenga
que cenar.
—Me sacrificaré por ti, soy más de pescado que de carne.
—¡Qué generoso!
—Cualquiera diría que no te gusta la idea, ¿celosa? —Ella bufó
—¡Qué más quisieras!
Caminó en dirección opuesta, hacia la otra puerta, pero la alcancé antes
de que llegara y le sujeté la muñeca.
—Espera.
Ella miró la zona en que nuestras pieles se unían, le ofrecí una caricia
suave y Zuhara apartó la mano de inmediato.
—¡¿Qué haces?!
—Tienes que poder soportar mi contacto.
—Y lo haré, pero ahora no es necesario.
—¿Sufres hafefobia?
Era miedo al contacto físico con otras personas, yo creí sufrirlo durante
años, después me di cuenta de que lo que me ocurría era que nadie, excepto
Apolo, me había dado nunca un abrazo.
—Más bien Aresfobia, eres muy tocón, no me gusta que lo hagas si no
tienes mi permiso, y tú no lo tienes hasta que crucemos el umbral del
apartamento de Mandy.
«Oh, nena, voy a ganarme ese permiso cueste lo que cueste, y cuando lo
tenga, no voy a dejar de tocarte para hacerte gritar».
—Muy bien, pero voy a tener que hacerlo para ponerte esto.
Saqué un estuche del interior de mi chaqueta, era un conjunto de
pendientes en forma de lágrima y una pulsera a juego.
Cuando Zuhara los vio, contuvo el aliento.
—¿Son falsos?
—¿Tú que crees? —La vi dudar.
—Que, si lo son, estoy ante una obra maestra.
—Lo que importa es que Amanda quiera competir con tu brillo y nos
enseñe el broche, una vez sepamos dónde lo guarda, tú la entretienes, yo
saco las fotografías, escaneo la pieza y obtengo su gramaje. Será coser y
cantar.
—¿Y por qué no lo hacemos al revés?
—Porque igual se te desenfocan, te tiembla un poco el pulso.
Zuhara me miró ceñuda.
—A mí no me tiembla nada.
«Eso es lo que tú te crees».
No le ocurría siempre, solo cuando me tenía muy cerca. Quizá tuvo una
mala experiencia con un hombre con mis características y le recordara a él,
era el único sentido que le encontraba a que rehuyera mi contacto.
Tarde o temprano loaveriguaría.
—¿Puedo? —pregunté, señalando las joyas. Ella las miró y se mordió el
labio inferior, cubierto por una capa que lo hacía parecer de melocotón.
—S-Sí.
Lo hice con sumo cuidado, acercando el primero al agujero de la oreja.
Le acaricié el lóbulo con sutileza para insertar la pequeña barra de oro
blanco y presionar el cierre.
—Dime si me paso, no quiero hacerte daño. —Le tembló el labio
inferior. Quise cogerlo entre los dientes y succionarlo.
Pasé a la otra oreja.
Al terminar, el vello de sus brazos estaba erizado, sobre todo, porque me
permití el lujo de deslizar el nudillo por su cuello, su hombro y la
extremidad hasta llegar a la muñeca.
Los ojos refulgían llenos de algo oscuro, el círculo dorado que recubría
la pupila se había hecho casi inexistente. ¿Era temor?, ¿deseo? Con ella no
se sabía, estaba desorientado.
Le abroché la pulsera y besé el dorso de su mano.
«Jodidamente perfecta».
—¿Te gusta?
Su mirada estaba puesta en la muñeca, hacía girar la pieza con
delicadeza.
—Mucho, si es una imitación, es una maldita obra de arte. ¿Quién es el
artesano?
—Paso por paso, es hora de que los dioses del Partenón enciendan los
motores para actuar. ¿Estás lista?
—¿Tú que piensas? —preguntó, dando una vuelta sobre sí misma.
—Que lo vamos a averiguar.
Abrí la puerta del coche, que se elevó como el ala de una mariposa, y
Zuhara entró con la gracilidad de una reina.
CAPÍTULO 27

Zuhara

M
e había dicho una y otra vez que si mi estómago se revolvía cuando
Ares me tocaba era por el asco que le tenía, y el calor que sofocaba
mi pecho era fruto del infierno que se desataba en mi interior por la
sed de venganza.
Cuando recibí el vestido y me lo probé, mi piel hormigueó bajo el tejido.
Era Venus la que se reflejaba en el espejo de mi habitación, no yo, y ella
quería llamar su atención, ella quería que cayera en su juego, desarmarlo
como nadie lo había hecho para arrancarle su confesión. Venus no tenía
problemas en fingir que un hombre, por el que sentía disgusto extremo, la
ponía a mil. Lo único que anhelaba era alcanzar el objetivo marcado, como
haría una buena actriz frente al papel de su vida, y yo iba a estar a la altura,
por eso no se lo devolví, por eso me lo puse. Envuelta para regalo igual que
el caballo de Troya.
Ares caería y pagaría por su pecado, la avaricia tenía un precio y sería de
lo más alto.
Pasamos el trayecto en silencio, en mi caso, concentrada para dar lo
mejor de mí, en el suyo, vete a saber en lo que pensaba.
Aparcamos en el mismo edificio de apartamentos en el que nos citó
Amanda Lieber, teníamos una plaza de garaje a nuestra disposición, al
parecer, la heredera compró varias para las visitas. El ascensor subía
directamente al piso, nos facilitó un código de seis dígitos que cambiaba a
diario y que solo se abría en la planta indicada.
Cuando puse un pie dentro, la manga de Ares me rozó el brazo, tuve la
misma sensación que si me tocara, un latigazo que me puso en guardia en
cuanto vi sus ojos clavados en mi piel.
—¿Ocurre algo?
—Estás demasiado tensa, como si te llevara al patíbulo en lugar de a una
noche prometedora.
—Se me pasará en cuanto se abran las puertas. No quiero que te
confundas, tú no me gustas.
—¿En serio? —Alzó las cejas.
—Estás demasiado acostumbrado a que todas caigan rendidas a tus pies,
ya te dije que no soy como las demás.
—De eso no me cabe duda, pero no me refería a eso, que te genere
disgusto resulta edificante porque voy a disfrutar mucho cuando me
supliques que quieres correrte con tu coño en mi boca. —Sus palabras me
hicieron tragar con fuerza y volví a notar ese ardor incendiario—. A lo que
me refería es a que no las tengo todas conmigo de si vas a ser capaz de
fingir que te atraigo y que estarías dispuesta a casarte conmigo.
En un visto y no visto, me vi acorralada por sus brazos, todos mis
sentidos se pusieron en alerta, mi corazón latía desbocado.
—¡Déjame o te suelto una hostia!
—Lo ves, en lugar de parecer excitada, das la impresión de querer
golpear y salir huyendo en la dirección contraria.
Su cuerpo se aproximó todavía más y a mí me dio la impresión de que se
me agotaba el aire.
Lo vi descender peligrosamente hacia mi boca, pero se detuvo antes de
rozarla, puse las manos en su pecho como acto reflejo para frenarlo. El
turquesa de sus ojos se había vuelto un fino aro alrededor del negro, que se
estrechaba con la cercanía.
Fue así como nos pilló Amanda. Las puertas se abrieron y noté un leve
pellizco en el labio, ¿acababa de morderme? Mis dedos se aferraron a su
chaqueta, arrugándola con fuerza entre ellos.
Estaba asegurándose de que sería capaz de recibir sus atenciones, por lo
que me quedé quieta mientras él daba un pequeño lametazo a la zona
dañada y después se separaba.
Saqué la lengua y saboreé el veneno que había dejado en mi boca. Era
capaz de superar eso y mucho más.
—La fiesta es aquí dentro, no en el ascensor —murmuró Amanda. Ares
le sonrió perezoso, me cogió la mano y la llevó a su brazo.
—Disculpa, un ascensor como este es un espacio demasiado tentador —
musitó él.
—Sobre todo, si contiene a la diosa del amor… —anotó Mandy
oteándome—. Si pelirroja eras preciosa, de morena estás despampanante.
Bienvenidos a mi humilde morada.
Extendió la mano y ambos entramos para saludarla.
El piso tenía poco de humilde, albergaba más de cinco habitaciones, seis
cuartos de baño, cocina, biblioteca, salón y una gigantesca terraza con
jacuzzi, no tenía nada de sencillo teniendo en cuenta que fue fotografiado
para un reportaje de la revista Home Decó.
El suelo era de mármol blanco y brillaba tanto que podías verte reflejada
en él.
—Me encanta tu vestido —comentó Mandy, relamiéndose—. ¿De quién
es?
—Pregúntale a Ares, ha sido un regalo suyo para esta noche.
—Quería que nuestra diosa brillara para ti —murmuró invitante, Amanda
me sonrió.
—Pues lo has conseguido, está preciosa y de lo más apetecible… —Sus
ojos claros parecían atravesar el vestido y uno de los dedos de cuidada
manicura se deslizó por el brazo izquierdo hasta llegar al dedo desprovisto
de anillo, lo acarició con suavidad—. ¿Todavía no te ha comprado el anillo?
—No encuentro ninguno que me guste o me llame lo suficiente la
atención. Me encantan las joyas, pero quería una exclusiva, que no pudiera
tener la gran mayoría.
—Chica lista. Me gusta cómo piensas, a mí también me gustan, y lo que
tiene todo el mundo aburre.
—Estamos esperando a una subasta —apostilló Ares, llamando la
atención de Amanda. Sabíamos que iba a vender el Peacok en ella—, una
exclusiva que se rumorea tendrá las mejores piezas del mundo y, como ya
has adivinado, mi futura mujer no va a aceptar menos que lo mejor.
—Me gustan los hombres que saben darnos el valor que merecemos —
afirmó, evaluándonos a ambos—. Sé la subasta a la que te refieres, yo
misma voy a vender una de mis mejores piezas, quiero comprar otra que no
me recuerde al hombre que me la regaló.
—¿No será un anillo? —aprovechó Ares—. Quizá podríamos llegar a un
acuerdo si a Venus le gusta.
—Qué va, es un broche, ¿has oído hablar del Peacock Brooch de Graff?
—No, lo lamento —negó.
—¡No fastidies que tienes el broche del pavo real! —espeté asombrada.
Una de mis manos cubrió mi corazón, quería parecer que la noticia me
había sobresaltado.
—Exacto. ¿Lo conoces?
—Como para no hacerlo, el pavo real es mi animal favorito y tenerlo en
formato joya tiene que ser espectacular, ¿podría verlo? Quizá podría
cambiar la tradición y que Ares me comprara un broche en lugar de un
anillo, total, ya tendré uno en ese mismo dedo cuando me case. —Habíamos
planeado cómo hacer para saber en qué lugar de la casa guardaba Amanda
la joya, sin que pareciera que la forzábamos a ello. Evaluamos varias
posibilidades de cómo enfocar la dirección de la conversación, aunque no
esperaba que se diera tan pronto. Mejor así, cuanto antes tuviéramos las
imágenes, antes saldríamos de allí.
La heredera nos observó un tanto nerviosa.
—Querida, quizá Mandy no lo tenga aquí. Solo a tu madre se le ocurre
tener joyas de valor incalculable en su casa de los Hamptons. Mi futura
suegra no se fía de las cajas de seguridad del banco —comentó Ares a
modo de confidencia para relajarla. Surtió efecto porque la expresión de
Mandy se suavizó.
—A mí me pasa igual, si me esperáis en el salón, os la traigo, aunque no
os la puedo vender directamente, ya está pactada la subasta, así que si la
quieres para Venus, tendrás que pujar —comentó, echando una
imperceptible mirada hacia la biblioteca.
—No hay problema, si a ella le gusta…
—¡¿En serio?! —proclamé, entusiasmada, llevando mis manos a su
cuello—. Ay, mi amor, ¡no sabes lo feliz que me haces!
Intenté destilar absoluta alegría. Ares aprovechó para darme una caricia
lenta por la espalda que terminó demasiado cerca de mi trasero.
—Ya sabes que quiero lo mejor para ti.
Me separé de él ofreciéndole una sonrisa enamorada y me di la vuelta.
Ares me pegó contra su cuerpo encajando mi culo en su entrepierna y sus
manos en mi tripa.
Amanda dio un paso al frente y acarició el contorno de mi mandíbula.
—Me encantaría que una joya mía terminara puesta sobre tu pecho.
La mano de la heredera descendió y no dudó en agarrar el lugar
nominado a albergar la pieza. El pulgar de Ares me acariciaba
tranquilizador, mientras que el de ella trazaba el contorno de mi pezón.
Notaba la boca seca y mi cuerpo reaccionando a estímulos que no creía
posibles.
—Mmm, me encanta que las tengas naturales, odio las prótesis —
admitió, pellizcando con suavidad la zona erizada—. Servíos lo que queráis
mientras voy a por el broche. En el salón hay ostras y champán. Poneos
cómodos, no os preocupéis por el servicio, les he dado fiesta para que
podáis sentiros lo más a gusto posible.
—Me encanta nuestra anfitriona, ¿y a ti, querida? —preguntó, acercando
sus labios a mi cuello despejado.
Noté un lametazo detrás del lóbulo que irregularizó mi respiración, Ares
se aprovechó de la circunstancia y depositó un beso en el rastro húmedo.
—Mucho —logré responder, ganándome una sonrisa cargada de
promesas por parte de Mandy.
—No tardo —murmuró ella, poniendo un pie en dirección a la biblioteca.
Hicimos como si nos alejáramos, de hecho, dimos algunos pasos, Ares
me pegó al lateral de su cuerpo mientras avanzábamos, nos detuvimos
cuando los tacones de Amanda dejaron de escucharse en el pasillo.
—Ya puedes soltarme —farfullé, despegándome de él.
—Con lo bien que íbamos… No sufras, iba a soltarte de todos modos,
necesito que te dirijas al salón, te quites el vestido y sirvas las copas.
—¿Me has visto cara de camarera-estríper?
De hecho, él tampoco lo parecía y se dedicaba a ello cuando el SKS
estaba abierto.
—Hazlo y no protestes, necesito, como mínimo, saber dónde guarda las
joyas, no me gustan los imprevistos y no sabemos si conseguiremos que se
deje el broche puesto en la ropa.
Lo miré con algo parecido al disgusto.
—Muy bien, pero deja de chuparme y besarme si no es estrictamente
necesario, lo del ascensor ha estado fuera de lugar.
—No puedo seguir perdiendo el tiempo hablando contigo, haz lo que te
he dicho y a trabajar.
«Haz lo que te he dicho y a trabajar», mascullé, empleando un soniquete
ridículo mientras me alejaba por el pasillo sin perderme la sonrisa fugaz que
tomó los labios de Ares antes de poner rumbo a la biblioteca.
CAPÍTULO 28

Ares

N
ecesitaba alejar a Zuhara para poner todos mis sentidos a funcionar.
Me aproximé con sigilo a la puerta por la que había desaparecido
la señorita Lieber, tenía el cuerpo pegado a la pared y había deslizado
los zapatos por el suelo para que no se oyeran mis pisadas. Asomé la
cabeza, lo justo y necesario para observar el interior. A simple vista, no se
veía nada, lo que quería decir que Amanda estaba al fondo.
Por fortuna, el suelo de la estancia estaba recubierto, casi en su totalidad,
por mullidas alfombras, lo que amortiguaba mis pisadas.
El cuarto tenía forma de L, escuché sonidos al fondo y, sin pensarlo, me
desplacé con agilidad hasta el lugar de donde procedían los sonidos.
Una de las estanterías estaba desplazada y no había rastro de la rubia. El
viejo truco del cuarto de seguridad oculto camuflado para que no supieras
que estaba ahí a simple vista. No estaba mal pensado, no obstante, era
bastante tópico. Necesitaba evaluar a qué me enfrentaba yendo más allá.
Saqué una de mis armas secretas, un diminuto espejo unido a un mango
retráctil lo suficientemente pequeño para poder llevarlo en el bolsillo
interior de la americana sin levantar sospecha.
Gracias a él podía observar sin asomarme, cumplía la misma función que
el retrovisor de un coche.
Amanda estaba en el interior, de espaldas a la abertura. La habitación no
parecía medir más de diez pies cuadrados. Estaba revestida de metal y había
multitud de departamentos independientes. Se parecía mucho al interior de
la caja de seguridad de un banco que ponía a disposición de sus clientes,
con la única diferencia de que estaban sin numerar. Memoricé la posición
exacta de la puertecilla.
Había una pequeña llave en la cerradura y una cinta multicolor pendía de
ella.
Una llave. Tuve ganas de gritar de la alegría, nada de bloqueos por
biometría o huellas dactilares.
¿Quién en su sano juicio guardaría una pieza valorada en cien millones
de dólares en un lugar tan asequible?
Me respondí a mí mismo. «Una a quien no le han robado jamás».
Nadie con dos dedos de frente tendría un sistema de seguridad tan
mediocre, aunque no iba a quejarme por ello.
Si la providencia quería ponerme las cosas fáciles, no sería yo quien se
quejara. Tenía el set de ganzúas portátil y los guantes de cuero en el doble
fondo de la americana. Me bastarían en caso de que Mandy devolviera la
pieza a su lugar.
Deshice mis propios pasos, y cuando llegué al salón, tuve que aflojarme
la corbata ante la visión de Zuhara ataviada con un body de encaje sujeto al
cuello y espalda al aire. Era de un color muy similar al vestido.
Seguía llevando las sandalias, lo que le confería un aspecto de gladiadora
sensual, lista para la batalla.
Había puesto música y su lengua se desplazaba por encima de la carne
fresca de una ostra. El animal debía estar removiéndose al igual que mi
polla en el pantalón.
Una exhalación me alcanzó por detrás.
Ahora ya sabía hacia quién iba dirigido el gesto provocador, no era para
mí, sino para nuestra anfitriona.
—Me encanta sentirlas bajo la lengua antes de comerlas, la última caricia
de despedida, su sacrificio mi placer, una pequeña muerte que abre la puerta
al paraíso —ronroneó seductora.
Para no gustarle las mujeres, fingía de maravilla, Amanda se puso a mi
lado sin poder apartar los ojos de la visión que teníamos delante de las
narices.
Zuhara separó los labios, elevó la cáscara y dejó caer el molusco
previamente suelto sin dudas. Lo tragó en cuanto tocó su lengua, sin
masticar.
Los ojos oscuros se desplazaron de mí hacia Mandy, que sostenía una
cajita de terciopelo azul noche entre las manos y cuya respiración
comenzaba a acelerarse.
—A mí me encanta que te encante —musitó la heredera, gozando las
vistas—, y que te hayas puesto cómoda. ¿Regalo de Ares? —señaló el body.
Zuhara negó dejando los restos de la ostra en el plato. Hundió los dedos
en su pelo y se puso a deshacerse el moño.
—Este es mío, quería estar a la altura de nuestra bella anfitriona.
—Pues me has superado…
Zuhara agitó la melena oscura y sonrió con un punto de perversidad que
me tensó por entero. Daría lo que fuera por hacer desaparecer a Amanda y
dar rienda suelta a mi deseo.
Mi compañera estaba al lado de la mesa que soportaba la fuente de
ostras, cubierta con hielo picado, y la gigantesca cubitera que contenía una
botella de Krug Clos d'Ambonnay.
No dudó en descorcharla con gran fluidez, servir tres copas y acercarnos
las nuestras.
—Brindemos. Por una velada prometedora…
Alzamos las copas y bebimos los tres el líquido burbujeante.
—¿Quieres ver el broche? —titubeó Amanda excitada por la cercanía de
Zuhara.
Mi falsa prometida negó y nos pidió las copas.
—Prefiero verlo después, ahora mismo tengo delante de mí algo que
brilla y me apetece mucho más, soy un poquitín voluble en cuanto a mis
deseos, espero que no te importe que sea un pelín caprichosa y que no me
tengas en cuenta que ahora eres mi único objeto de codicia —musitó,
poniendo morritos para pasarle la mano por la nuca.
La rubia cerró los ojos cuando los labios de Zuhara encontraron el cuello
femenino y dio una larga pasada de lengua.
«¡Me cago en la puta! ¡Estaba como una maldita roca!».
La mano libre de la heredera buscó la cintura de su Venus, mientras
emitía ruiditos de placer al notar el cuerpo curvilíneo pegado al suyo.
Zuhara me miró entre sus espesas pestañas, que se desplegaban como un
abanico.
—Cariño, ¿por qué no dejas a nuestro pequeño amiguito encima de la
mesa? No creo que sus alas le permitan volar y salir huyendo, y de paso
quítame los pendientes y la pulsera de diamantes de la reina Victoria
Eugenia, son ideales para que le hagan compañía y lo custodien. Ya sabes lo
poco que me gusta follar con las joyas puestas.
Amanda ni lo dudó, me ofreció cien putos millones de dólares sin
titubeos, para que después digan que lo que mueve el mundo es el amor y
no el sexo.
Zuhara era jodidamente buena, mucho más de lo que intuía. Incluso yo le
habría vendido mi alma al diablo para hacerla mía.
Había sido muy hábil al sugerir que sus joyas acompañaran al broche, así
daba un efecto de falsa seguridad.
Cumplí con sus órdenes sin protestar. Que estuviera en la mesa me daba
cierta ventaja. Me quité la americana y la puse en la silla que quedaba al
lado, así tenía el móvil, el escáner y la mini bácula de precisión cerca para
obtener lo necesario.
Me coloqué detrás de mi prometida y me hice con los pendientes al
mismo tiempo que ella se contoneaba contra la señorita Lieber.
—Espero que no te importe que haya puesto música, me encanta Justin,
tiene algunas letras de lo más sugerentes, ¿no te parece?
Sexyback había tomado los altavoces y la voz algo aguda, para mi gusto,
para ser masculina, caldeaba el ambiente más de lo que ya estaba.
—A mí también me gusta la letra —murmuró. Tomó la iniciativa y
condujo una de las manos de Zuhara bajo la falda de su vestido de
lentejuelas plateado, con bajo de plumas moradas.
Los otros chicos no saben qué hacer.
Creo que es especial lo que hay debajo de tu falda.
Los párpados de Mandy se apretaron. No dudaba que el movimiento algo
espasmódico era fruto del placer que estaba recibiendo.
La noche anterior establecimos algunos límites y mi compañera accedió
a determinadas intimidades para hacernos con las imágenes.
Busqué el cierre de la pulsera, estaba en la muñeca de la misma mano
que desplazaba entre las piernas de Amanda. La rubia ni se inmutó.
Tenía ganas de decirle al oído lo bien que lo estaba haciendo, no era el
momento ni el lugar, por lo que solo le prodigué una pequeña caricia de
aliento justo antes de hacerme con la pulsera.
Regresé a la mesa, eso iba a ser como untar mantequilla en pan caliente.
Conocía muy bien la ley del deseo, Amanda nos había entregado ya su
confianza sin siquiera saberlo, había accedido a un juego de no retorno.
Le bastó conocernos en una fiesta a la que accedía gente de su mismo
círculo social para otorgarnos la categoría de gente afín, de su misma clase,
de la que no te roba o por lo menos no de la manera en que yo lo haría.
Cuatro señuelos bien puestos como la ropa de firma, las joyas, las
referencias a una casa en los Hamptons, unida a la atracción que sentía por
nosotros, se habían encargado del resto.
El sexo era un arma poderosa, y ella había abierto la puerta de su casa a
quien no debía.
Chica traviesa.
¿Ves estas cadenas?
Soy tu esclavo.
Deshice el nudo de mi corbata, desabroché los tres primeros botones de
mi camisa y me uní a la fiesta.
El que decía que el trabajo y el placer no podían ir de la mano era un
gilipollas.
Pasé el tejido sedoso por el cuello de Amanda tensándolo lo justo para
que su culo buscara mi entrepierna lista para el asalto. Ella se frotó salvaje.
Mis ojos buscaron los de Zuhara y la comisura derecha de mi boca se
disparó al verla tararear la letra.
Te dejaré que me des latigazos si me porto mal.
Solo porque nadie como tú
hace que me sienta así.
Llévalos al caos.
Amanda alzó una mano para aferrarse a mi cuello, la de mi compañera
acababa de abandonar sus muslos. Llevó los dedos a la boca de Amanda y
la hizo chupar mientras sustituía la mano por su rodilla, así la rubia podía
seguir refregando.
Los tres estábamos muy pegados.
Ven aquí, nena.
Vamos, atrévete.
Ve hacia atrás.
Vamos, atrévete.
Le hice un gesto con los ojos a Zuhara para llevar a Mandy hacia la
columna que quedaba a mi izquierda, tenía un plan que podía salir a las mil
maravillas si lo sabíamos ejecutar con precisión, era difícil sin haberlo
hablado, pero no imposible.
Me captó a la perfección, se despegó de las caderas erráticas de Amanda
y le hizo una señal con el dedo para que la siguiera como una perrita
obediente.
—¿Te gustan los juegos, Mandy? —murmuré ronco en su oído. Ella se
limitó a asentir mientras su mirada, con visión túnel, estaba enfocada en su
diosa—. Bien, porque vamos a llevarte a un plano en el que no has estado
jamás.
Arremetí los dedos debajo de los tirantes para que el vestido se deslizara
y cayera al suelo en un revuelo de plumas y lentejuelas.
Tenía un pecho pequeño pero bien puesto, lo único que cubría su cuerpo
era un escueto tanga que se intuía empapado a juzgar por la delgadez de la
tela.
Ella quiso avanzar hacia Zuhara. Se lo impedí. Volví a pasar la corbata
alrededor de su yugular con un movimiento rápido que la retuvo y la apretó
contra mí. El aire salió de manera abrupta al sentirse aplastada.
—Shhh, todavía no estás lista, hoy vas a ser nuestra zorra, y si te sabes
comportar, tendrás más orgasmos que en toda tu jodida vida de niña rica y
consentida. ¿Quieres dejarte follar? ¿Quieres que tus dioses de la lujuria te
sometan? —Conocía la respuesta antes de que la pronunciara.
—Sí.
—Venus, trae el cuchillo de las ostras, quiero ver la que vamos a
comernos esta noche.
El torso subió y bajó extasiado al ver a mi supuesta prometida ir a por el
material solicitado. Los dos abrimos mucho los ojos al ver a Zuhara colocar
la hoja entre los dientes y gatear hacia nosotros a cuatro patas, con la vista
puesta en el sexo anhelante.
Tiré de la seda para que la falta de oxígeno fuera más acuciante.
Zuhara alzó el torso, se puso de rodillas delante de ella y pasó la lengua
por la parte plana de la hoja con sumo erotismo y cautela.
Muéstrate sexy.
Vamos, atrévete.
Repetía Justin en bucle.
Agarré el extremo de la corbata con la mano izquierda y así liberar la
derecha, que amasó el pecho que quedaba a su alcance y le retorció el
pezón. Mandy jadeaba abiertamente.
—Eso es, zorra, jadea, deja que escuchemos cuánto te gusta lo que te
hacemos.
Zuhara paseó por el abdomen la punta del cuchillo, trazó el contorno del
tanga y lo perfiló a conciencia.
No actuábamos así porque sí. Mi cajita de sorpresas había estudiado a la
presa, al igual que yo, ambos sabíamos que le gustaban los juegos tipo
bondage, sumisión y dirty talk. Seguía varias páginas con su cuenta
secundaria de IG, bajo el nick @_LittleFoxy23_.
Al llegar a la tira lateral izquierda, se ayudó con el filo y tiró, no es que
necesitara demasiada presión, esa la ejercí yo para que le faltara un poco
más. La negación de algo tan vital junto con la presión brutal que ejercí en
el pezón y la rasgadura la llevaron a gemir con ímpetu.
La otra tira siguió el mismo camino que la anterior. La prenda cayó,
Zuhara la recogió con la punta afilada y me la ofreció. Solté el pecho,
agarré el trozo de encaje y lo llevé a la nariz de Mandy.
—Huele, aspira, esto es lo que provocamos en ti.
Sus fosas nasales se dilataron queriendo absorber el máximo de esencia
posible.
Aflojé el agarre y lancé el tanga.
—Por favor —susurró—, quiero más.
La teníamos.
—Y lo tendrás, solo debes obedecer. Te quiero contra la columna,
espalda recta, muslos separados. Camina —anoté inflexible.
No era un pilar del piso, sino meramente ornamental. No demasiado
ancha, tenía la superficie perfecta para lo que pretendía.
Su piel estaba algo enrojecida por el calor que sentía.
Apoyó la espalda en el frescor del mármol y sus pezones se proyectaron
hacia delante inflamados.
—No te asustes. Voy a vendarte los ojos y ataré la corbata alrededor del
pilar, tendrás total libertad de movimiento en las manos y las piernas, es
solo para privarte del sentido de la visión y que lo sientas todo mucho más.
¿Aceptas? —Era importante que se sintiera involucrada en el juego, que no
oliera el peligro o perdiera la confianza entregada—. Te prometo que
Zuhara hará que valga la pena.
Mi compañera se relamió con apetito.
—Sí —afirmó consintiendo—, acepto todo lo que me hagáis.
—Bien, zorra, tu palabra de seguridad será dioses, si pasa algo que no te
gusta o no desees, la pronunciarás y nos detendremos; si no la pronuncias,
quiere decir que nos servirás, nos entregarás tu placer siguiendo cada orden
y estarás dispuesta a recibir el sexo más placentero y salvaje que alguien te
haya dado en tu vida. ¿Estás de acuerdo?
—Sí —su labio inferior tembló.
Le sonreí a Zuhara con suficiencia, la teníamos, era nuestra.
CAPÍTULO 29

M
iré el edificio desde la protección que me otorgaba el coche.
El mismo al que había accedido él con una mujer. No es que ver a
Ares en compañía femenina fuera extraño, el problema era que no
era un objetivo.
—Zuharaaa —canturreé el nombre mientras hacía rodar en mis manos
unas canicas.
Las dejé caer en el posavasos que quedaba al lado de la palanca de
cambios.
Clic, clic, clic, clic.
Llevé las manos enguantadas al volante, lo apreté y después lo golpeé
con fuerza.
—¡¿Qué narices buscas?! —pregunté en voz alta, al límite de perder los
papeles, sin miedo a equivocarme—. ¡¿Qué haces con él?!
Mi dedo se disparó con un tic nervioso sobre el cuero.
Inspiré y expiré con fuerza llenando el silencio de la noche con miles de
preguntas que dentellaban mis neuronas como una manada de hienas
furiosas.
Me balanceé adelante y atrás, adelante y atrás, buscando un sosiego que
no llegaba.
Mis manos se convirtieron en garras y golpeé varias veces mi frente con
furia, quería encontrar un remanso de paz que no llegaba. La bilis trepó por
mi esófago irritando mi garganta, dejando cierto regusto a hiel que me hizo
toser.
Alguien golpeó mi ventanilla de manera insistente, una linterna enfocó
directa a mi cara cegándome por completo.
Un dolor agudo, punzante, incidió en mi cerebro convirtiéndolo en un
mar de luces bañándose en un fondo negro.
—Eh, ¿le ocurre algo? ¿Se encuentra bien? ¡Oiga! —El tipo volvió a
golpear.
Era un vigilante de seguridad.
Había aparcado al lado de un edificio en obras y debí despertar la
curiosidad del hombre debido a mi conducta. Quizá el coche se había
movido con el balanceo, o simplemente era un tocapelotas aburrido con
ínfulas de superhéroe.
—¡Estoy bien! ¡Déjeme en paz! —rugí. El tipo no las tenía todas
consigo.
—¡¿Qué hace aquí?!
—¡¿A usted qué le importa?! ¡Largo!
—Me importa porque cuido de este edificio y está haciendo cosas raras.
—¡Solo estoy en mi coche! —Él arrugó el ceño.
—Si no se marcha, no me quedará más remedio que llamar a la policía.
Eso no me convenía, no quería llamar la atención y ese imbécil me
estaba jodiendo la vigilancia.
—¡Le repito que no estoy haciendo nada malo, solo espero a alguien!
—¡¿Qué alguien?!
Ese cabrón no me iba a dejar en paz, y no me apetecía que se quedara
con mi cara. Estaba en una zona elegante de la ciudad, si cometía una
imprudencia, significaría varias cámaras apuntando hacia mi rostro o hacia
un vehículo con una matrícula fácil de localizar.
No era buena idea que siguiera aparcado ahí.
Puse el intermitente y encendí el motor, pisé a fondo dejando atrás a los
objetos de mis desvelos, la noche había terminado para mí.
CAPÍTULO 30

Zuhara

—C
uéntamelo todo y no escatimes en detalles, ¿tuviste que
comerle la almeja? —preguntó Brenda al día siguiente.
La miré mal, y defino mal como «¿quieres que asesine a tu
perro?».
—No me mires así y habla, necesito saber si tu silencio administrativo es
por todo lo que tuviste que hacer.
—¿Y por qué no lo imaginas?
—Ya sabes que la realidad siempre supera a la ficción y no puedes
dejarme sin mi capítulo de: «No me follaré al asesino de mi padre» —dijo
con voz lóbrega.
—Tu sentido del humor es muy mierda y, para tu información, spoiler:
No le comí nada.
—¿Ni una teta?
—Puede que le chupara un pezón porque estaba metida en el papel y
tenía que entretenerla para que Ares obtuviera lo indispensable…
—¡Qué emocionante! —exclamó arrebujada en mi sofá, llevándose la
punta de uno de los cojines entre los dientes para mordisquearla—. ¿Y te
gustó? ¿Te pusiste cachonda?
—¿Por quién me tomas?
—¿Por una mujer sexualmente sana con la libido de mi abuela?
—Tu abuela está muerta.
—Por eso mismo, porque cuando estaba viva, no dejaba títere con polla
intacta, y como los ángeles no tienen sexo, digo yo que ahí arriba no follará,
aunque vete a saber, igual San Pedro le abrió las puertas del paraíso gracias
a su falta de dentadura.
—Eres una cerda. —Brenda se echó a reír y palmeó el sofá.
—Anda, cuéntame, que no quiero ir al gimnasio sin saber qué hicisteis.
Hice rodar los ojos. Bren se había pasado por mi piso en cuanto terminó
de trabajar, me mandó un escueto mensaje.
En tu piso a las cuatro, prepárate para rajar.
No quería pensar demasiado en lo que ocurrió, interpreté un papel, fue
Venus quien besó a Amanda, quien llegó a dejar que su lengua se enredara
en la de ella mientras acariciaba sus pechos.
Fue Venus quien, tras escuchar la orden en voz alta de Ares, guio la
mano de la heredera a su propia entrepierna, para masturbarla y guiarla con
sus propios dedos en el camino del placer.
Poner voz a lo ocurrido fue como volver a estar ahí, envuelta en aquella
situación que jamás hubiera imaginado posible.
La voz de Ares era ronca, profunda, incitante. Mandy permanecía sujeta
a la columna mientras él hablaba.
Me hizo un gesto para que supiera que lo que iba a decir iba a ser para
hacerse con las fotos, se acercó a mí y se puso detrás.
—Venus, quiero mirar y ver hasta dónde eres capaz de que llegue esta
zorra, quiero que me excitéis mientras me toco. Tiene prohibido correrse,
por mucho que suplique, hasta que yo lo diga. ¿Lo entendéis ambas?
—Sí —respondimos las dos al unísono.
Lo dijo extremadamente cerca de mi oído y no sé por qué sentí
excitación.
Quise pensar que era por la atmósfera, porque me había metido
muchísimo en el papel, además de las letras de la playlist que había
escogido titulada Sex Unlimited.
La cosa era que estaba ahí, de pie, con su aliento en mi piel y una
palpitación acuciante en un lugar donde no debería haber nada.
Se alejó y fue en busca del móvil, mientras mis ojos persiguieron su
ancha espalda que moría en aquella cintura estrecha. Parecía haber nacido
en un maldito traje hecho a medida.
Volví a centrarme en mi papel, le entregué las riendas a Venus para dar
un paso al frente, envolver la mano de Amanda con la mía y guiarla entre
sus pliegues.
Ella resolló, estaba muy húmeda, por lo que los dedos se desplazaban
con facilidad. Nunca había guiado a nadie hacia la negación del orgasmo,
y mucho menos a una mujer, aunque tenía cierta ventaja, porque intuí que
podría gustarle lo mismo que a mí.
Marqué el ritmo y la profundidad, le ordené cuándo detenerse y cuándo
ahondar, sus jadeos eran la pauta a seguir y mi voz la batuta que dirigía la
orquesta de sus gemidos.
La hacía crecer, inflamarse y detenerse justo al borde de la liberación, y
ella rogaba que la dejara seguir, me suplicaba que le diera placer, y sus
ruegos no me disgustaban, al contrario, me hacían sentir poderosa,
sensual, libre.
Me llevé uno de sus pechos a la boca y succioné, le prohibí que me
tocara, una mano estaba en su muslo, la otra guiada por la mía que decidía
cuándo seguir y cuándo parar.
Olía a sexo, a necesidad, a Venus, la diosa del placer y del amor.
Fue ella la que observó de reojo a Ares, quien lo admiró mientras él
tomaba las fotografías con los guantes puestos, con una precisión absoluta,
girando la pieza con delicadeza para no perderse ninguna arista, ningún
engarce, ningún brillo.
El Peacock era una pieza impresionante y me moría de ganas de
acercarme y clavar la vista en él, dejar que el equilibrio de colores
inundara mis pupilas y las llenara de matices brillantes.
Estaba colocado sobre un pañuelo de terciopelo negro, a la par que yo
succionaba el maltrecho pezón, desoyendo las peticiones de Amanda.
Mi atención estaba puesta en el hombre que terminaba de ejecutar el
último disparo, escaneaba y pesaba la pieza para devolvíer la pieza
original al interior de la cajita, en el mismo ángulo que se encontraba
cuando la sacó, colocándola sin un milímetro de error junto a mis joyas
prestadas. Parecía que jamás le hubiera puesto un dedo encima.
Me miró con una preciosa curvatura en los labios del que sabía haber
cumplido con la misión autoimpuesta y mi maldito útero se contrajo.
¡SE CON-TRA-JO! ¿Qué había mal en mí?
Me aparté del pecho femenino rabiosa y me erguí. Mandy temblaba
como una hoja, estaba tan necesitada que cualquier roce, un único soplido
la haría estallar.
—¿Qué ocurre? ¿Po-porqué te has detenido? —preguntó.
Ares llegó a la parte trasera de la columna, acariciando su entrepierna
por encima del pantalón sin dejar de mirarme y se acercó a su oído.
—Nada, solo disfrutábamos de las vistas, pequeña zorra, voy a aflojar
un poco el nudo de la corbata, y te deslizarás hasta que tus rodillas toquen
el suelo. Permanecerás con los muslos separados y las manos en ellos.
Tienes prohibido cerrar las piernas. En cuanto estés en posición, separarás
los labios y tomarás lo que te ofrezco mientras Venus te acaricia los pechos.
He visto lo cachonda que te pone que lo haga.
Tuve ganas de protestar, porque esa postura implicaba que viera una
felación en directo, a escasos centímetros de mi cara, y lo que menos me
apetecía era tenerlo tan cerca haciendo eso. No obstante, no me opuse, en
sus ojos brillaba el desafío, sabía que me estaba poniendo a prueba porque
esperaba que me negara, lo que buscaba era provocarme e incomodarme.
No iba a conseguirlo.
Vocalicé un «que te jodan», alzando el dedo indicado para hacer una
peineta mientras cambiábamos de ubicación. Él se limitó a alzar las cejas
en un duelo de miradas, la mía hostil, la suya con un punto de diversión.
Mandy se desplazó hasta alcanzar el lugar indicado. La corbata se
había desplazado con ella sin deshacerse del todo. En cuanto estuve detrás,
la apreté de nuevo.
Mis músculos se tensaron al escuchar el sonido de un cinturón
desabrochándose seguido del zip de la cremallera.
Debería haber apartado la mirada, pero si lo hacía era como si fuera
incapaz de mantener la vista donde debía, era darle la razón en que sus
actos me afectaban. Así que cuando se bajó el calzoncillo y dejó a la vista
una erección de tamaño considerable, le ofrecí una mirada de absoluto
aburrimiento.
Se enfundó un condón, puso el pulgar sobre la barbilla de Amanda para
que le diera la abertura suficiente, colocó el glande entre sus labios y, sin
apartar sus pupilas de las mías, se la metió hasta el fondo.
Juro que sentí lo mismo que Amanda, la sensación de ahogo, de asfixia,
de plenitud. El vaivén de sus poderosas caderas, unido a sus manos
agarrando la cabeza de Mandy, me dejaban sin aliento. Mis dedos volaron
a los pechos femeninos, necesitaba hacer algo ante la poderosa imagen que
se desplegaba en mis retinas y se follaba mi cerebro.
Estocadas salvajes, duras, combinadas con otras más lentas,
provocadoras y estáticas que la llevaban a un éxtasis difícil de catalogar.
Todo el cuerpo de Amanda estaba erizado, sonrosado y deseoso. No pidió
que nos detuviéramos, ni usó la palabra de seguridad, no había
incomodidad, solo lujuria.
Tenía la boca seca mientras le retorcía los pezones con cierta frustración
y excitación. Todo el líquido de mi cuerpo navegaba a la deriva hacia el
mismo punto obsceno.
¡No podía estar sintiendo eso! ¡No por el tío que pudo acabar con la
vida de mi padre! ¡Era antinatural!
Amanda palmeó contra su muslo y Ares frenó en seco, se apartó de su
rostro.
—¿Estás bien, zorra?
—Pido permiso para tocarme, correrme y que llenes mi cara con tu
placer. Por favor, te lo suplico, mi dios, concédeme ese deseo, te quiero en
mi piel.
—¿Quieres que me corra en tu cara y te libere, zorra?
—Sí, por favor, no puedo más.
No creía posible haber escuchado bien hasta que él dijo las palabras
mágicas.
—Deseo concedido, pero Venus te guiará de nuevo. Lame mi mano,
Amanda.
Ella lo hizo, mientras que con la mano libre, Ares se quitaba el condón,
con la palma humedecida, se puso a masturbarse a una distancia
demasiado escasa de la cara de Mandy y, por ende, de la mía.
Y yo… yo… Yo era incapaz de no mirar, tendría que haber apartado los
ojos en ese punto, pero no pude, no me sentía yo… Estaba abducida por el
personaje e hice lo que Ares sugirió, ayudar a Amanda a correrse viva.
No duró mucho, estaba tan mojada que su sexo goteó salpicando el
suelo, los dedos entraban y salían solos, la base de su mano le rozaba el
clítoris henchido.
—Por favor, por favor… —suplicó.
—Espera, necesitas nuestro permiso.
—Por favor… —volvió a rogar. Ares se relamió, sus pupilas seguían
enredadas en las mías.
—Pídeme que me corra, di que quieres mi corrida en tu cara.
—La quiero, te lo suplico, hazlo, dámela.
—Dásela —me escuché pronunciar, necesitando acabar con la
incomodidad de entre mis muslos.
—¿Quieres que se la dé a esta zorra, Venus? ¿De verdad? —Tragué con
fuerza.
—Por favor, mi diosa… —insistió Mandy.
—Sí —sentencié.
—Muy bien, mi orgasmo es tuyo —susurró, dejándome sin aliento.
Ares aumentó el ritmo hasta contraerse por completo. El rugido estalló
por encima de la música y empapó en fluido blanquecino las mejillas, la
boca, la barbilla y uno de los pechos de Mandy.
Una pequeña salpicadura llegó a mi labio inferior e hice algo que me
repugnó y me sorprendió a partes iguales.
Saqué la lengua en un acto reflejo y capturé su esencia para saborearla.
Los ojos de Ares se abrieron ante el gesto y voceó la siguiente orden de
manera triunfal.
—¡Córrete!
Amanda chilló y yo me puse a vomitar.
—Hostia puta, ¡¿le vomitaste encima a la heredera?! ¡Eso es muy snuff!
—¡¿Qué querías que hiciera?! ¡Probé una gota de semen del asesino de
mi padre! La sola idea me hizo potar.
Mandy bufó
—Chica, le has comido el rabo a tíos de Tinder que no sabías si eran
asesinos en serie o no, supéralo, era una puta gota de líquido corporal.
Seguro que el tío que te prepara los boles del Delhi se ha tocado el culo
antes de meter la mano en tu ensalada.
—¡Mira que eres desagradable cuando quieres! Y pone los ingredientes
con pinzas.
—Me refiero a cuando no hay nadie en el restaurante y prepara las
bandejas.
—¿Podemos dejar de hablar de cosas asquerosas?
—Vale, entonces, le vomitaste, ¿y?, ¿se puso cachonda? Hay gente que le
pone.
—¡Qué va! Se puso en pie asqueada y corrió a la ducha. Regresó
envuelta en un albornoz y yo me disculpé alegando que las ostras debían
estar en mal estado. Tuvimos la excusa perfecta para largarnos.
—¿Y qué dijo Ares?
—Que podía disimular, pero que me había pillado comiendo su semen.
—Soy muy fan de ese tío…
—Brenda, ¡mató…!
—No empieces con la cantinela, que seguimos sin saber si fue él,
además, ese tío te pone muy perra.
—¡Me asquea! Acabo de decirte que vomité.
—Vomitaste por la idea de lo que acababas de hacer, no porque él no te
pusiera, por mí puedes engañarte todo lo que quieras, pero ese tío te pone a
cien.
—¡¿Tú no tenías que irte al gimnasio?! Pues empieza a correr.
Brenda se marchó envuelta en carcajadas, mientras que yo no podía
sentirme peor, lo que no le había contado era que cuando llegué a casa, tuve
la necesidad de tocarme en la ducha, y aunque lo intenté mil veces, no pude
quitarme su imagen de la cabeza hasta correrme llena de frustración.
Lo único que pude decirme para consolarme fue que lo que me ponía era
su físico, no su esencia, aunque ya dudaba de ello.
Mi móvil sonó y su símbolo con su inicial emergieron en la pantalla, me
negaba a tener su nombre.
A
CAPÍTULO 31

Ares

G
uardé el móvil en el interior de la chaqueta mordiendo una sonrisa en
mis labios.
Zuhara no había respondido, aunque sí que había leído el mensaje.
Estaba demasiado cabreada por lo ocurrido la noche anterior para hacerlo,
podía imaginar esa carita de indignación y su mirada de odio supremo que
tan cachondo me ponía.
Hicimos un trabajo fantástico en equipo, pese a sus reticencias, supo
estar a la altura en todo momento y, en lugar de ponerme las cosas difíciles,
me facilitó muchísimo la tarea. Incluso lo del vómito estuvo acertado para
poder largarnos con la excusa del marisco en mal estado.
Con las fotografías, las medidas en 3d y el gramaje en nuestro poder, era
estúpido seguir con la farsa.
Amanda se cabreó un poco, no obstante, no pudo oponerse a nuestra
huida y prometió no comprar nunca más al tipo de la pescadería gourmet
que le había traído el marisco.
En el ascensor, fue inevitable que soltara una carcajada y Zuhara me
atravesó con la mirada.
—¡Eres un puto cerdo demente! ¡Te has corrido en mi cara!
—Y tú te has comido mi semen. —Zuhara puso cara de arcada—. Puedes
dártelas de digna las veces que quieras, pero yo sé que sacaste esa lengua
sucia que tienes porque te apetecía comerme.
—Ni en tus mejores sueños, fue un acto reflejo, la prueba la tienes en que
mi cuerpo detectó el veneno y potó.
—¿Eso es lo que necesitas decirte para no reconocer que estabas más
cachonda que Amanda y que incluso abriste la boca cuando se la clavé?
—Eso fue porque sentí ahogo.
—Eso ha sido porque puede que mi polla haya entrado en otra boca,
pero sabes tan bien como yo que en tu cabeza era la tuya a la que follaba, y
eso no vas a poder borrarlo de tu cerebro.
Zuhara se estremeció y frunció los labios.
—Te sorprendería lo que soy capaz de borrar cuando la situación lo
requiere.
Me abalancé sobre ella dejando muy poco espacio entre nuestros
cuerpos.
—Te veo muy tensa, me da la impresión de que si no te doy tu ración
nocturna, vas a ser incapaz de pegar ojo por mucho que friegues con lejía
tu sucia memoria. Si ahora te arrodillas, puedo ser benevolente y calmar tu
apetito.
—Ya he tenido suficientes primeros planos de tu alpaca por un día,
gracias.
—¿Alpaca? Vamos de mal en peor…
—¿Cómo llamarías a esa cosa gorda y cabezona que escupe por todas
partes? Deberías educarla mejor o follar con pañales. —Volví a reír, y ella
se indignó todavía más.
Las puertas del ascensor se abrieron y me empujó.
—Aparta.
Lo hice, la dejé pasar, echándole una buena mirada a ese culo que me
llevaba loco.
Puede que Amanda Lieber me la hubiera mamado, pero los dos
sabíamos que no era esa boca la que imaginé mientras me veía reflejado en
aquellos pozos de oscuridad que me atraían sin remedio.
Era consciente de lo que había visto en la mirada de Zuhara, ese calor
enfermizo lleno de necesidad. Si ella sacó la lengua, no fue fruto de un acto
involuntario. Tenía los pezones duros, las pupilas dilatadas y la respiración
superficial. Se puso cachonda al contemplar mi paja, imaginando que era su
boca quien me recibía, esperando con suma expectación mi corrida. Gocé
ante las evidencias y su forma visceral de recoger algo que le perteneció
desde el principio, por instinto, por egoísmo, por la necesidad de conocer
mi sabor al igual que yo moría por el suyo.
Quería acostarme con ella y sabía que el momento llegaría tarde o
temprano.
La llevé hasta su casa y no me marché hasta que entró en el portal y vi su
silueta a través de la ventana.
Aguardé custodiando el edificio por si alguien aparecía, o si la veía
utilizar el teléfono. No ocurrió. Nada de nada. Desapareció unos instantes
para reaparecer enfundada en un escueto top, una malla ajustada y un par de
guantes.
No pude apartar los ojos de ella mientras descargaba su frustración
contra el saco, golpeando con rudeza.
No miró ni una sola vez por la ventana, señal de que no esperaba a nadie.
Estuve a punto de subir, llamar al timbre y preguntar si había llamado a
Telepolla.
Seguro que me habría cerrado la puerta en las narices, no era la noche
adecuada.
Cuando las luces del apartamento se apagaron, decidí que había llegado
el momento de volver al ático.
No pude dejar de sonreír y pensar en ella durante el viaje de vuelta. Mi
primera parada fue el cuarto de baño, me di una ducha larga y me la casqué
imaginando su boquita insatisfecha. Tenía suficiente material gráfico como
para correrme en unos pocos minutos.
Había quedado con Beckett al día siguiente, después de comer, por lo
que pude dormir unas cuantas horas.
Me preparé un buen desayuno, aproveché para hacer deporte, toqué un
rato el violín y llamé al boss para cerciorarme de que la abertura del SKS
seguía prevista para la misma fecha.
No era un virtuoso del instrumento, pero no se me daba mal.
Painite tenía muchas cosas malas y otras peculiares. Una de ellas fue
educarnos a Apolo y a mí como auténticos caballeros-ladrones. Decía que
la educación era imprescindible para que las personas nos consideraran sus
iguales, de su mismo círculo, y no levantáramos sospechas.
Teníamos que ser cultos, refinados, cuidadosos y jodidamente letales.
Nos inscribió en una escuela elitista desde que llegamos a los Estados
Unidos, pero Apolo era un niño con necesidades especiales, siempre lo fue,
y más pronto que tarde los síntomas se fueron agudizando.
Tenía episodios de euforia extrema y otros en los que no quería
levantarse de la cama, al principio, Painite lo tachó de chiquilladas hasta
que se dio cuenta de que lo que le ocurría tenía nombre y apellidos:
Trastorno bipolar agravado por TOD, también llamado trastorno
oposicionista desafiante.
El TOD lo llevaba a tener una conducta desobediente y hostil hacia las
figuras de autoridad, por lo que la escuela, en lugar de estimularlo, era una
barrera.
Apolo solía perder los estribos fácilmente, rehusaba seguir las reglas,
culpaba a los demás de sus propios errores, los molestaba deliberadamente
y, además, se comportaba de manera enojada, resentida y vengativa.
Yo intentaba mediar en los conflictos, buscaba sosegarlo en lugar de
incitarlo, pero yo no era la mayoría de los chicos, quienes le buscaban las
cosquillas por ser distinto.
Hubo varios episodios serios en los que Painite fue llamado al despacho
de la directora y, finalmente, aconsejado por la psicóloga, decidieron
intervenir antes de que las cosas se pusieran feas.
La recomendación fue clara: educación en casa o en un centro
especializado.
Sin la atención adecuada, y si los síntomas continuaban agravándose, el
TOD de Apolo terminaría desembocando en un trastorno de la conducta,
cuya sintomatología podría derivar en agresión severa hacia las personas,
lastimar animales, robar, escaparse o destruir cualquier tipo de propiedad
privada.
Yo no quería separarme de él, por lo que estimaron que lo más adecuado
era quedarnos en casa.
Painite contrató un profesor para las asignaturas que debíamos cursar y
otro de música, ya que era lo único que lo calmaba. En esas clases, se
mostraba sereno y motivado.
Pensar en él siempre me ponía nostálgico. Puede que fuera una persona
singular, pero nos queríamos, era mi hermano, y terminé con su vida por
culpa de nuestro jodido mentor.
Dejé de pensar en él y salí de casa para comprar el Times e ir a almorzar.
Cuando llegué a la Batcueva, mi socio ya estaba en ella, revisando las
imágenes que le envié, desde la cama, justo antes de comprobar si tenía
algo en el buzón de entrada por parte de Reynolds.
Beckett movía el ratón y ampliaba las imágenes al máximo.
—¿Y bien? —le pregunté sin que dejara de observar las fotografías en
busca de la arista perdida.
El siguiente paso tras la revisión era enviarlo al programa informático
que imprimiría el molde en 3D que necesitábamos.
Mi socio se ajustó las gafas y me miró.
—¿Qué quieres que te diga? Las imágenes están bien, como siempre.
—Bueno, podrías añadir un… «Ares, me equivoqué, tenías razón y
Zuhara lo hizo muy bien».
—¿Quieres que reconozca que me pasé de precavido? ¿Que fue un error
ponerte en guardia? ¿Que fui muy duro con una chica que no conocemos de
nada y ha aparecido de repente en nuestras vidas como un maldito espectro?
—No estaría mal para empezar.
—Si no te hubiera advertido de lo que podría pasar, no habría sido yo, y
ya sabes lo que opino al respecto.
—Crees que podría haber obtenido el material sin ayuda, con mi
metodología de siempre.
—Exacto.
—No voy a discutir mis artes de convicción, porque estoy de acuerdo en
que habría sido así, lo único que te diré es que el tiempo no juega a nuestro
favor y habría malgastado unos días preciosos intentando que Amanda me
invitara solo. Teniendo en cuenta los plazos de los que disponemos, hemos
salido ganando.
—Ya, bueno… ¿Te ha llamado Reynolds?
—Todavía no.
—Imagino que eso es buena señal, quizá tu instinto no te ha fallado y esa
chica está limpia.
—Uh, ¿eso es un «tienes razón, Ares»?
—No, eso es un puede que no sea una poli, lo que no la excluye de que
pueda trabajar para Painite, ya sabes lo mucho que le gustan los fantasmas.
Y en caso de que ella no sea una niña perdida, podría haberla contratado
como señuelo, o simplemente para saber los pasos que damos.
—He estado barajando esa posibilidad y solo hay una forma de saberlo.
—¿Atarla a una silla y hacerla confesar?
—Creo que le pediré que se mude a mi piso.
—¡Estás loco! ¡Eso es un suicidio! Además, ¡llevas años sin convivir con
nadie!
—Estoy aplicando la sabiduría popular; si es mi enemiga, me conviene
mantenerla cerca de mí para estudiar sus pasos.
—No va a aceptar.
—Si se niega, le diré que está fuera. Y si acepta, la tendré controlada
24/7. Tranquilo, no la traeré a la Batcueva.
—Tú lo que quieres es tirártela.
—Llámalo como quieras.
—Esa mujer te está nublando el juicio.
—No temas por mis decisiones, te garantizo que jamás te pondría en
peligro, ni a ti, ni a nuestro negocio, ni a mis planes respecto a tu hermano.
Él alzó las manos agobiado y se pinzó el puente de la nariz. Yo le puse
una mano en el hombro.
—Estoy de tu lado, Beckett, salimos juntos de su mierda y nadie va a
cambiar la conexión que tenemos ni los acuerdos a los que llegamos. Como
te dije, repartiré mi dinero, el tuyo quedará intacto.
—Sabes que no es eso lo que me preocupa.
—Eh, mírame, somos lobos, cazamos treinta salmones a la hora, aun
sabiendo que contienen parásitos en su interior que podrían matarnos si los
ingiriéramos. Somos astutos y por eso los dejamos al sol para que se los
coman los carroñeros. Dejamos que se coman la carne, que se encarguen de
lo que nos es nocivo, y cuando terminan, solo entonces, nos llevamos la
cabeza y la piel para alimentarnos, y resulta que son de lo más nutritivos.
Somos supervivientes y sabemos hacer las cosas bien.
Él negó y resopló.
—Siempre sabes qué decir para convencerme. ¿Y sabes qué te digo? Que
te la lleves a tu piso, te la folles y a ver si así se te pasa el empollamiento
cognitivo que me traes. —Le ofrecí una sonrisa cómplice.
—¿Me das tus bendiciones para que la haga mía?
—Como si te fuera a importar que acceda.
—Lo creas o no, tu opinión me importa, calvorotas —musité con afecto,
pasándole la mano por la calva.
—Anda, lárgate, que tengo que trabajar.
—Vale, pero te recuerdo que tú también tienes mi permiso para follarte a
uno de esos chicos tipo Jean-Paul Gaultier que tanto te ponen…
—Si tuviera tu físico, no pararía.
—Hay personas que aprecian las rarezas.
—Gracias por llamarme feo de una manera tan elegante.
—No eres feo, sino de belleza extravagante. Por cierto, el pedido de
materiales para las piezas del TOP5 debe estar a punto de llegar, si llaman a
la puerta…
—Le abriré al cartero, no te preocupes, ahora lárgate, tengo muchas
cosas en las que pensar antes de cocinar al pavo.
Miré el reloj, iba con el tiempo justo para llegar al piso de Zuhara
teniendo en cuenta el tráfico. Una sonrisa de anticipación iluminó mi rictus
serio, tenía ganas de ver la cara que pondría cuando se diera cuenta de que
el lugar de la cena era mi piso
CAPÍTULO 32

Zuhara

N
o estaba preparada para la sensación que se despertó en mi estómago
al verlo llamar al timbre. Seguro que mi batido orgánico estaba hecho
con gusanos y acababan de metamorfosearse a mariposa, porque si
no, no me lo explicaba.
—¿Hace falta que te recuerde que el tamaño de tu mirilla es del mismo
que un impacto de un meteorito en la Tierra? —preguntó desde el otro lado.
Yo apreté mi tumbler[6] entre las manos.
Abrí con cara de fastidio y la cadenilla puesta, como si al otro lado
hubiera un simple merodeador.
Ares vestía un tres piezas azul, camisa blanca y corbata un par de tonos
más subidos que el traje.
—No necesito encontrar el camino hacia Dios, buenas noches.
Fui a cerrar, y él puso el pie.
—¿Me ves cara de venderte la salvación eterna?
—Lo que veo es que voy a joderte el reptil si no quitas el pie.
—Por si no lo has notado, el cocodrilo ya está muerto, ábreme.
—¿Por qué?
—Pues porque hemos quedado.
—No, yo no he quedado contigo, de hecho, hoy me apetece estar
tranquila en casa, sigo con el estómago revuelto desde que ayer comí semen
envenenado.
Negar la evidencia era una gilipollez.
Escuché su risa ronca mientras intentaba forzar que se largara.
Necesitaba un día de desconexión, no verlo, recuperar el control.
Lo que ocurrió con Amanda abrió una insana brecha en mi cabeza que
me hacía reproducir en bucle su paja y mi sacada de lengua.
—Lo siento, no tenemos tiempo para este tipo de juegos, aunque me
encanten. Ya te dije en el mensaje que tenemos que hablar.
Era tozudo como una mula y no se iba a largar por las buenas, quizá si se
diera cuenta de que no iba vestida para la ocasión, dijera lo que había
venido a decir y se largara.
—Vale, pero que sea rápido, quita el puto pie.
Lo hizo, y cuando abrí, de nuevo, me miró de arriba abajo.
En ese momento no teníamos nada que ver. Mi sudadera de Pull & Bear,
los vaqueros rotos y ajustados, además de mis zapatillas de andar por casa y
una coleta alta, no complementaban con el outfit del tío que tenía delante de
mí.
No me arreglé porque tuve la esperanza de que daría la callada como
respuesta. Era lo que presupondría cualquier persona normal a la que la
dejaban en visto y pasaban absolutamente de responder. Pero claro, él no
era una persona normal y llamaba al timbre como si fuera a llevarme a uno
de esos restaurantes en los que necesitas reservar meses antes para pagar
más de quinientos dólares por comensal.
Ares Diamond tuvo que pasar de los pañales al traje directamente.
Cuando terminó de escanearme y llegó a mis ojos, lo aguardaba con un
alzamiento de cejas hostil.
—¿Mi ropa no pasa tu control de calidad?
—Me da igual lo que lleves encima, ya sé lo que hay debajo. Para
mejorarte, solo hay que desnudarte. —Su comentario agitó las putas
mariposas. Pensaba arrancarles todas las alas—. ¿Qué bebes? —cabeceó
hacia mi tumbler, como si lo que hubiera soltado fuera un «hoy ha
amanecido nublado, ¿no te parece?».
—Batido de plátano con polen de abeja —respondí automática.
—¿Polen de abeja?
—Te sorprendería los beneficios que tiene, aunque imagino que a ti nadie
te saca de la sangre recién extraída de un primogénito.
Ares soltó una carcajada y le brillaron los ojos, mi estómago dio otro
tumbo y me maldije para mis adentros. ¿Por qué mierdas le parecía
graciosa?
—¡¿Por qué te ríes?!
—Porque tienes un humor de lo más siniestro. Vámonos.
—¿Me has visto y te has visto? No pienso arreglarme.
—Por mí como si sales con una bolsa de papel en la cabeza. No lo
necesitas para el lugar al que nos dirigimos.
—¿Has cavado una fosa y vas a arrojarme a ella envuelta en una
alfombra?
—Si tuviera que arrojarte a alguna parte, ten por seguro que sería
conmigo encima de esa alfombra. Coge lo que necesites y vámonos.
Era pesado a más no poder.
Tuve que recordarme que era yo quien quería entrar a su vida y no al
revés, así que tuve que acceder por poco interés que tuviera.
Me limité a coger el bolso y a salir delante de él rumbo a las escaleras.
En el rellano, algo llamó mi atención, vi el brillo de soslayo, al lado de la
alfombra. Me agaché y recogí una canica, parecía la misma que me
encontré en el parque. Mi cuerpo se tensó de inmediato. Eché mano al
bolsillo de la sudadera para cerciorarme de que en él se encontraban las
cuatro de siempre y que no había rodado de mi bolsillo.
—¿Qué es eso? —preguntó Ares.
¡Cabrón! ¡Como si no lo supiera! Si se trataba de un juego psicológico,
no iba a ponerle las cosas fáciles, cada vez estaba más convencida de que
era él quien me seguía en el parque.
Puede que por fin hubiera descubierto quién era y por eso iba dejándome
canicas, si era así, lo forzaría a confesar, al fin y al cabo, era lo que buscaba
desde el principio. La apreté contra la palma de la mano y la encerré con
mis dedos.
—Nada, debe ser de los hijos de mi vecina, ya se la devolveré cuando la
vea. Suelen salir al rellano a jugar con estas bolitas de cristal.
«¡Jódete!».
Si mi respuesta lo incomodó, no dio muestras de ello.
Me mantuve en silencio en el coche, él tampoco habló. Puede que ambos
le diéramos vueltas a lo mismo o a ideas completamente opuestas.
No había podido sacar la mano del bolsillo, necesitaba hacer descender
mi nivel de estrés.
Y si en lugar de estar jugando con él, ¿él lo estuviera haciendo conmigo?
¿Qué sentido tendría? Quizá simplemente crisparme, o averiguar qué
buscaba acercándome a él.
Al ver su edificio, apreté los labios, estuve a punto de decir qué hacíamos
en su bloque, pero si lo verbalizaba, me delataría a mí misma.
Pensé en el vídeo que estaba visualizando escasos minutos antes de que
llamara al timbre, era de esa misma mañana. Ares tocaba el violín con una
melancolía extrema, tanta que me había erizado todo el vello del cuerpo al
ver la intensidad que ponía en la pieza.
A maman siempre le gustó la música clásica, de hecho, había ido a más
de un concierto con mis padres, y el violín siempre fue un instrumento que
me llamó la atención, por su dificultad, su fuerza y su delicadeza, verlo a él
fue... Fue… Ni siquiera sé cómo fue.
Al terminar, con el pelo algo revuelto, las mangas de la camisa subidas
mostrando sus antebrazos tostados y los tres primeros botones de la camisa
desabrochados como la noche anterior; la piel del cuello estaba algo
enrojecida y su pecho subía y bajaba con frenesí. Tuve que respirar, al
parecer, se me había olvidado hacerlo en los últimos segundos de la canción
y me faltaba el aire.
Su mirada era turbia, lejana; mientras Nueva York bullía a través de la
ventana, él parecía perdido en un lugar lejano carente de cualquier rastro de
humanidad.
—Hemos llegado —murmuró con el motor parado. Miré el aparcamiento
y después a él.
—Esto no es un restaurante.
—Cuando hablo cosas importantes, prefiero la intimidad de mi piso, así
me ahorro las escuchas indiscretas.
—Llevo un spray pimienta en el bolso.
—Me quedo mucho más tranquilo, así podrás sazonar la cena.
—No vamos a follar.
—¿Me lo dices a mí, o te lo dices a ti?
No respondí porque ya estaba saliendo del vehículo y daba la vuelta para
abrirme la puerta.
Cuando entré en el ático, puse cara de desidia, si esperaba un cumplido por
mi parte, lo llevaba claro.
—Salón negro, cocina negra, apuesto cien pavos a que el baño es
negro… No me lo digas, tu piedra favorita es el carbón, desciendes de una
dinastía de mineros y eres alérgico al color.
—Más bien le pedí a la decoradora que lo pusiera todo a juego con mis
huevos, en aquella época no me iba la depilación.
—¡Guarro!
—Se ha demostrado que el vello púbico no es sinónimo de falta de
higiene, y debo decir que tus piropos me llegan al alma.
—¿A la de enterrador, o a la de vampiro? —dije, oteando de nuevo el
entorno.
—¿Vas a dejar que te chupe la sangre?
—No vas a chuparme nada.
—Es una lástima, dicen que se me da bastante bien todo lo que tiene que
ver con la lengua. ¿Tienes hambre?
—Supongo que algo tendré que comer.
—Ponte cómoda, enseguida vuelvo.
Se fue en dirección a su habitación, conocía tan bien el piso que era
como si viviera en él.
Esa vez no tenía prisa, las cámaras de vigilancia estaban colocadas y
nadie iba a pillarme en el lugar equivocado. Me desplacé por la amplia
estancia. Si Satán tuviera piso en Nueva York, seguro que se asemejaría a
ese lugar.
Todo el frontal era una inmensa cristalera que mostraba las luces de la
ciudad. En el centro del salón había un gigantesco sofá gris humo, plantado
frente a una mesa baja lacada en negro y una enorme alfombra oscura que
daban ganas de pisar descalza.
Una enorme biblioteca emergía un par de metros a espaldas del sofá y se
alzaba hasta el techo. Mis ojos reposaron sobre algunos títulos que tenían
toda la pinta de ser ediciones especiales.
Había algunos en inglés, otros en francés, incluso en italiano y griego.
Escuché de nuevo sus pisadas, pero no me di la vuelta.
—¿Cuántos idiomas hablas?
—Bien, tres, aunque entiendo el griego y el alemán si tengo que leerlo.
¿Y tú?
—Inglés, francés y árabe.
Vi una esquina sobresaliendo entre los libros, algo estrecho que parecía
no pertenecer a aquel lugar. Tiré de ello sin pedir permiso y me topé con
una fotografía de dos niños vestidos con el mismo uniforme de colegio. Me
fijé en el escudo y pensé que lo buscaría al llegar a casa.
Uno era fácil de identificar. Moreno, ojos Caribe y rictus
extremadamente serio. El otro era su opuesto; rubio, de pelo rizado, ojos
azul cielo y sonrisa de pillo.
—¿Quién es? ¿El niño al que acosabas de pequeño?
Se había acercado, la cristalera me devolvía su reflejo, estaba justo detrás
de mí. Se había quitado el chaleco, la corbata, volvía a tener las mangas
arremangadas y las manos en los bolsillos.
—Mi hermano, murió hace algunos años.
La respuesta me borró el cinismo de los labios.
—Lo lamento, no lo hubiera dicho nunca, no os parecéis.
—Éramos hijos de padres distintos, a los dos nos compraron.
Fruncí el ceño y me giré
—¿Os compraron? ¿Me tomas el pelo?
Él se encogió de hombros.
—No me gusta hablar de mi infancia.
Me arrebató la imagen y la devolvió a su lugar, se notaba que el recuerdo
le escocía, no obstante, no pensaba dejar el tema con tanta facilidad.
—Pe-pero ¿te refieres a que os adoptaron, o a que pagaron por vosotros?
—¿Qué más da? Tanto Apolo como yo estábamos destinados a ser
escoria, carne de cañón, fuimos una simple transacción. El cabrón que nos
tenía viviendo en la más absoluta miseria, que ganaba dinero a nuestra costa
poniéndonos a pedir en las puertas de las iglesias, decidió que éramos un
estorbo y seríamos mucho más lucrativos en casa de otro.
El corazón se me contrajo al escucharlo, nunca habría dicho que alguien
como él pudiera haber tenido un pasado así. La mirada de Ares se había
enturbiado.
—No sé qué decir.
—No hace falta que digas nada, ya no soy ese niño. El tipo que nos llevó
con él nos dio una casa, más de una comida al día, educación y lo que él
denominaba «porvenir».
—E-entonces no estuvo tan mal después de todo, ¿no?
—Si tú lo dices... —Calló de manera abrupta—. ¿Carne o pescado? —
Por su expresión, sabía que había tocado hueso y que no iba a seguir
hablando.
—Carne. —No hizo ningún comentario soez al respecto, y echaba un
poco de menos ese humor entre pícaro y cerdo que lo caracterizaba.
—¿Eres alérgica a algo?
—A ti. —Sus ojos volvieron a recuperar algo de brillo y yo me sentí
aliviada—. Por eso nunca vas a formar parte de mi menú.
—Nunca digas nunca.
Se alejó en dirección a la cocina y yo me quedé pensando que necesitaba
saber más de lo que escondía.
CAPÍTULO 33

Ares

—¿V asde ahaber


explicarme de qué va todo esto? —preguntó Zuhara después
dado el primer bocado al solomillo poco hecho que le
había servido.
No es que fuera un cocinillas, casi siempre comía en restaurantes, no
obstante, tenía cuatro o cinco platos que me gustaba preparar de vez en
cuando, uno de ellos era el solomillo a las finas hierbas acompañado de un
salteado de verduras.
—Nos esperan un par de semanas intensas, tenemos que planificar
muchísimo las cuatro intervenciones que nos quedan, necesito que nos
compenetremos a la perfección, que nos mimeticemos para que nadie nos
pille en un renuncio, así que quiero que te mudes aquí, conmigo.
Zuhara se puso a toser como una loca. La había pillado en el momento
exacto en que tragaba, y por tierna que estuviera la carne, no esperaba ese
tipo de noticia. Agarró la copa de Cabernet y se la llevó a los labios.
Su expresión era exorbitada.
Nunca pensé que la primera vez que le propusiera a una mujer venirse a
vivir conmigo le causara ese efecto.
—¿De qué psiquiátrico te has escapado? ¿Dónde está la cámara oculta?
—cuestionó, recuperándose para mirar a un lado y a otro del salón—. Ah,
ya lo tengo, te estás quedando conmigo, ¿no? O puede que quisieras
matarme del susto.
—Muerta no me servirías —comenté divertido—. ¿Tan extraña te parece
la propuesta teniendo en cuenta el poco tiempo del que disponemos?
—Si te preocupa la planificación, podemos quedar más tiempo, pero no
es necesario que duerma aquí, contigo. —Al referirse a mí bajó el tono de
voz—. Y si es porque te encuentras solo, píllate un mono, o algo por el
estilo.
—Tú eres muy mona.
—Me parto. Si tu intención de que pase aquí las noches es porque
piensas que así me meteré en tu cama para calentar tus pies fríos, vas listo.
—Si te metiera en mi cama, te garantizo que no habría nada frío, y no te
lo lleves al terreno sexual, porque no se trata de eso. Por si no te has
percatado ya, soy muy metódico, no me gusta dejar nada al azar, lo que
requerirá que tengamos que planificar cualquier eventualidad, y eso nos
llevará muchísimas horas, además de los cuatro días que tendremos que
destinar a la obtención de lo que precisábamos. Serán jornadas largas y
duras, acabaremos agotados y tendremos poco tiempo para dormir, solo
estoy intentando optimizar los recursos.
—¿Y qué te hace pensar que aceptaría quedarme aquí?
—Solo hay que ver tu piso y el mío, en el tuyo no cabríamos, aquí hay
habitaciones suficientes para que tengas tu espacio. Tómatelo como unas
vacaciones pagadas, antes de que te des cuenta, habrán pasado este par de
semanas.
—Ni de broma.
—¿Por qué? No tienes perro al que pasear ni gato al que cambiarle el
arenero.
—Así que mejor me quedo contigo y te compro los condones de
repuesto.
—Tranquila, me los sirven a domicilio.
—Por supuesto, cómo no —bufó.
—Entonces, ¿te acompaño a tu piso y vamos a por lo que necesites estos
días?
—Lo lamento, pero no. Tengo un fuerte sentido de la independencia y
muy pocas ganas de compartir contigo más tiempo del estrictamente
necesario.
—Quizá te sorprenda…
—Quizá los cerdos vuelen algún día.
—Yo he visto a más de uno… —Ella hizo rodar los ojos—. Si no
aceptas, hemos terminado. Tú por tu lado y yo por el mío.
—¿Ahora me coaccionas? —Apretó la servilleta entre las manos.
—Te lo he pedido, cada decisión conlleva una repercusión, y si no
quieres seguir adelante, tengo que invitarte a salir.
—No me fío de ti.
—¿Y qué te hace suponer que yo sí me fío de ti?
—¿Invitas a vivir contigo a todas las mujeres de las que no te fías?
—Las mujeres no pisan este sitio, salvo la mujer que se encarga de la
limpieza y la colada.
—No me lo digas, te quita el polvo y te los echa. —Le ofrecí una sonrisa
ladeada, me encantaban sus ocurrencias.
—Solo me lo quita, las que me los echan lo hacen fuera de este lugar.
—Oh, eres de esos…
—¿De esos?
—De los que no se enamoran, no repiten e invitarlas a su piso es cruzar
una línea roja, no vayan a ilusionarse y les dé por vaciarte un cajón en el
que colocar sus cosas.
Su vehemencia me divertía mucho.
—A ti te estoy ofreciendo más que un cajón. Tu cama… La mía… —
jugueteé para provocarla.
—¡¿Lo ves?! ¡Es sexo!
—No, aunque no te negaré que me pones a mil y que estaría dispuesto a
follarte contra esa cristalera en la que te estás viendo reflejada, mientras
Nueva York tiembla a nuestros pies —comenté, llevándome una porción de
carne entre los labios sin apartar la mirada de la suya.
Sus pupilas se dilataron, descendieron de las mías hasta mis labios,
húmedos por el jugo de la carne.
—¿Cómo voy a plantearme mudarme aquí si apenas sé nada de ti?
—¿Qué necesitas saber?
—¡Todo! ¡¿Por qué robas?! ¿Por qué haces todo esto? Si tienes alguna
manía inconfesable como arrancarte los pelos de los huevos y meterlos en
un tarro, o comer la espuma de tu colchón. —Reí por lo bajo.
—Para tu información, tengo el láser hecho y prefiero comer y meter
mano a otras cosas más suculentas que el lugar en el que duermo.
—Sea como sea, necesito saber más de ti.
—¿Sinceridad por sinceridad?
Se quedó unos segundos en silencio sopesando mi propuesta. Nunca
había escondido quién era, tampoco lo gritaba a los cuatro vientos, por
supuesto, sobre todo, porque mi negocio requería discreción para no irse a
la mierda o que terminara en prisión.
Mi móvil vibró. Sopesé ignorarlo, salvo que el nombre de Reynolds
emergió en la pantalla.
Le pedí a Zuhara que me diera un minuto, ella asintió y comentó que iba
al baño. Se llevó el móvil consigo, señal inequívoca de que su confianza en
mí era igual a cero.
Puse mi huella y el patrón de desbloqueo para leer el mensaje que
contenía una sola palabra.

Sonreí y sentí alivio. Tenía una corazonada respecto a ella, algo que me
empujaba a tener fe.
Lo siguiente que hice fue darle a reenviar para mandárselo a Beckett y
que pudiera seguir con el Peackok sin temer que nuestro culo terminara
masacrado por su hermano o los presos de la cárcel.
Zuhara no tenía nada que ver con Painite. Ella me comentó que aceptaba
encargos, pero tenían que ser para otras personas ajenas a él. No era el
único que se dedicaba al negocio, había mucho comprador extranjero y era
fácil que alguien como ella, que dominaba multitud de idiomas, trabajara
para, quizá, algún jeque árabe.
Le di vueltas al teléfono y terminé dejándolo sobre la mesa de nuevo.
Mis dedos tamborilearon, si quería confianza, tenía que ofrecer confianza.
—¿Todo bien? —preguntó ella.
—Sublime. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, ¿verdad por verdad para que
puedas decidirte?
—Vale, pero empiezas tú respondiendo a mis preguntas, y que conste
que, si logras convencerme con tus respuestas, ni limpiaré, ni cocinaré, ni te
la chuparé.
—Mmm, esa última ha dolido, pero está bien, no te dejaré que te amorres
a mí por mucho que supliques.
—Muy gracioso. No perdamos el tiempo, habla.
—Soy ladrón porque me criaron para serlo. Toda mi infancia giró en
torno a ello, no había otra posibilidad para mí.
—¿Por qué no?
—Porque vine aquí con cinco años, me educaron en casa junto a Apolo,
el tío para el que trabajaba nos tenía pillados por los huevos, no éramos
nada, no teníamos a nadie, solo a nuestro mentor, y se lo debíamos todo; la
casa, la comida, la educación, la ropa. Apolo y yo éramos escoria, si nos
hubiera dejado en Italia, habríamos sido carne de cañón.
—¿Y aquí qué erais?
—Postulantes a ladrones de guante blanco, de los que viven en una casa
acomodada, tienen clases particulares y pueden desayunar huevas y salmón.
Cuando tu futuro es mierda, cuando has olido a orín y a suciedad, cuando
tus tripas se han retorcido por el hambre más perversa, no te cuesta
demasiado decidir en qué lado de la balanza quieres estar. —Zuhara me
escuchaba con atención. No había un ápice de humor en sus rasgos.
—¿Qué has llegado a hacer por dinero? —fue su siguiente pregunta.
—Todo lo que soy nunca ha sido solo por dinero, también lo hacía para
protegerlo a él.
—¿A tu mentor? —Solté una risa lúgubre.
—A él lo mataría con mis propias manos —me estremecí—. Me refiero a
mi hermano. Hasta que murió, mi mundo giraba en torno a él.
»Apolo era distinto, no habría sobrevivido lejos del entorno protegido en
el que estábamos. Pero en cuanto me faltó, decidí poner punto y final a mi
relación con el hombre que nos compró. Fui yo quien le pillé los huevos esa
vez, le jodí parte de lo que él quería, y ahora no pienso parar hasta
arrebatarle lo que más le importa, su reputación, su prestigio, su modus
vivendi. Pisaré su cuello hasta que no le quede nada, y para eso tengo que
joder la subasta del TOP5.
—¿Joderla?
—Quiero sustituir las joyas después de que hayan pasado por la
certificación pericial oficial. Cuando los nuevos propietarios vayan a por
ellas, algunos con sus propios peritos, las habremos cambiado y serán
réplicas. Será un mazazo, un KO que lo llevará al ostracismo y a su final.
—¿Te refieres a matarlo?
—Lo que le ocurra a mi mentor no debe importarte, eso es cosa mía.
—Teniendo en cuenta que voy a estar en peligro, creo que debería estar
al corriente de todo.
—Daré mi vida por la tuya si es eso lo que te preocupa. —Ella rio—. ¿Te
hace gracia?
—Nos conocemos desde hace unos días, déjame que ponga en duda tus
ganas de interponerte en el camino de una bala.
—Me tomo muy en serio la protección de la gente que depende de mí.
—Yo no dependo de ti, no dependo de nadie.
Zuhara se reacomodó en la silla.
—Ha llegado mi turno. ¿Qué me dices de tu familia? —Ella se puso en
guardia de inmediato.
—¿Qué pasa con ella?
—¿Saben lo que haces?, ¿a lo que te dedicas?
—Hace mucho que dejé de dar explicaciones en casa. Para ellos soy
tasadora, punto y final.
—¿Qué te hizo interesarte por el mundo de las gemas?
—Mi padre.
Juraría que fue una respuesta automática, porque su rictus se contrajo en
cuanto lo dijo.
—¿No os lleváis bien? —Su expresión se heló de golpe.
—Murió.
Acababa de meter la pata hasta el fondo.
—Lo lamento.
—Pasó hace mucho.
—Da lo mismo, la muerte de un ser querido no es algo que se supere, te
acompaña para siempre.
Yo lo sabía demasiado bien.
—¿Por qué yo? —preguntó, retomando sus preguntas.
—Intuición.
—Suele ser mala consejera, ¿y si te has equivocado conmigo? ¿Me
matarás?
—No si no me das motivos. No me traiciones, no me toques los cojones
y no tendrás que preocuparte por tu precioso cuello. Soy bastante llevadero
si haces lo que te pido. —Alcé la copa de vino—. ¿Te vienes a vivir
conmigo?
CAPÍTULO 34

Zuhara

A
res no mentía.
En cuanto le dije que aceptaba, dejó a un lado la ronda de
preguntas para que nos centráramos en la estrategia a seguir para la
obtención de fotografías, escaneado y gramaje de las piezas que nos
faltaban.
Lo único que le pedí fue que empezáramos a la mañana siguiente, ese día
dormiría en mi piso aunque fueran dos horas, me daba lo mismo, pero
necesitaba saber que, como mínimo, estaría en mi colchón.
Al terminar de cenar, fuimos directos a su despacho. Me sabía de
memoria la contraseña de su ordenador, después de haberlo visionado las
últimas semanas. Disimulé clavando la mirada en las vistas exteriores que
eran alucinantes. En todas las estancias del ático había un enorme ventanal
que tenía como telón de fondo la ciudad.
Pensé en mi llamada telefónica con Bren, por eso me llevé el móvil
conmigo, necesitaba comentarle la propuesta. Ella se puso a gritar de
inmediato cuando formulé el «vente a vivir conmigo».
Podía imaginarla dando saltos a la vez que chillaba. Le pedí que se
callara por miedo a que su voz aguda traspasara la barrera del sonido y la
pared que me separaba del salón fuera más fina de lo que aparentaba. Era
mejor ser precavida.
Según Brenda, aquella invitación era el pase de oro a la gran final, justo
lo que necesitaba para dar con la verdad. Una persona tan meticulosa como
Ares guardaría la documentación importante en aquel despacho, tendría
muchísimas posibilidades de averiguar si estaba en lo cierto si, en lugar de
espiarlo a través de las cámaras, estaba en el epicentro.
Además, también podría averiguar si las canicas me las estaba colocando
Ares porque sabía quién era yo en realidad. Que era buen actor ya lo tenía
claro, incluso puso cara de pena cuando le dije que mi padre estaba muerto.
Si esperaba por su parte un «ya lo sabía porque fui yo», estaba equivocada.
Necesitaba rascar la superficie, pulirla y darle brillo para obtener la
confesión.
Tenía doce días, los mismos que nos quedaban para obtener lo requerido.
Necesitaba reinventarme, darle una de cal y otra de arena, ganármelo hasta
que se fuera de la lengua.
Mi actitud tenía que ser coherente con el personaje que había creado.
Venus no aceptaría algo así a la primera de cambio, tampoco podía
modificar mi actitud de manera repentina o no sería creíble. Era importante
jugar bien las cartas.
Tras vomitárselo todo a Brenda, escuché su respuesta.
—Tienes que aprovechar la baza, si no encuentras nada, debes caer sin
ponérselo demasiado fácil, que te vea como una de esas joyas que tanto le
gusta conseguir, que se deje un poquito la piel.
—Te lo vuelvo a repetir, no va a haber sexo entre nosotros.
Lo dije con más rotundidad de la que sentía en realidad. Durante la
cena, había vuelto a sufrir pequeños sofocos, aleteos y calenturas en
lugares donde solo debería existir hielo y desprecio.
—Cariño, si la aventura se te queda grande, déjalo, sigue con tu vida,
aparca de una vez lo que ocurrió, porque, a fin de cuentas, tu padre no
volverá. Nadie te obliga a nada salvo tú misma.
—Ya, pero ¡yo quiero averiguar lo que ocurrió! Quiero limpiar su
memoria, se lo debo a él, a mí y a mamá.
—Pues, entonces, para ganarte a Ares Diamond y que confiese un
homicidio, necesitarás algo más que aceptar cenas a la luz de las velas en
sudadera.
—No ha puesto velas.
—Eso da lo mismo. Tienes que enamorarlo y hacer que crea que lo
vuestro es posible. Si piensa que te gusta su parte oscura, que quieres
abrazarla, que te la follarías y te quedarías a vivir en cada una de esas
facetas más lóbregas, te abrirá las puertas de su reino y obtendrás lo que
buscas: la verdad.
Lo único que temía al respecto, dadas las emociones que bailoteaban en
mí sin permiso, era perderme en el camino y no poder encontrarme.
—Bren… —murmuré agobiada.
—Blíndate, piensa en vosotros como en un Jeckyll & Mr. Hyde. Venus se
enamorará del doctor y Zuhara atrapará al asesino. Las mujeres llevamos
siglos interpretando emociones y orgasmos que nunca sentimos. Solo tienes
que desdoblarte, hacer como él, asumir tus roles de manera independiente
y ser consciente de que todo lo que harás será con un único fin. En esta
historia eres la poli, la espía y la chica de compañía. Memoriza estas
siglas: A.F.B.T.
—¿A.F.B.T.?
—Abstraerse, fingir, bañera de agua caliente y terapia. Es todo lo que
necesitarás, tranquila, mi psicóloga es genial.
—Tengo que dejarte.
—Vale, ya sabes, cualquier cosa, le das al botón de llamada rápida y me
presento ahí, ten cuidado.
—Tú también.
—Tranquila, el cliente de hoy es muy educado, besis…
La impresora se puso en funcionamiento mientras yo terminaba de
reordenar mis pensamientos y asumir mi actitud, caminé hasta ella. Me fijé
en los documentos que estaba escupiendo, parecían planos.
—¿Qué es esto? —comenté agarrándolos.
—¿Has oído hablar sobre el Pink Star?
Alcé las cejas y me crucé de brazos.
—Conocido como el diamante rosa más grande del mundo, se encontró
en África, aunque la mayoría de estas piedras son originarias de la India, en
1999 por De Beers. Cuando se extrajo, tenía un volumen en bruto de ciento
treinta y dos con cincuenta quilates, lo que era una barbaridad, y se tardaron
dos años de arduo trabajo para poder transformarlo en la piedra preciosa
que es hoy, un precioso diamante rosa de cincuenta y nueve con sesenta
quilates, con forma ovalada y libre de impurezas; o como los anglosajones
dirían, en el argot de la alta joyería, flawless.
—Creo que acabo de correrme en los pantalones, tú sí que eres
increíblemente flawless.
Venía con los deberes hechos de casa, y el Pink Star fue mi trabajo en el
curso del Instituto Gemológico Americano.
—Lo estudiamos en el máster sobre diamantes, como ya sabrás, el Pink
Star recibió la mayor calificación en color y calidad por el GIA.
—Imagino que sabrás que se vendió en 2017 a través de la prestigiosa
subasta de Sotheby's Hong Kong y que lo adquirió…
—Henry Cheng Kar-Shun, propietario de la empresa de joyería
hongkonesa Chow Tai Fook, quien bautizó la gema como la CTF Pink,
representando así las iniciales de la compañía.
—No sé si me gusta más tu cabeza o tu cuerpo. Ahora mismo se me
ocurren cosas de lo más sucias para hacer contigo.
No dejé que el calor que sentía en el cuerpo se reflejara en mis mejillas.
—No estoy aquí para gustarte, Diamond, ni para hacer muñecos de barro.
—Ares rio bajo la nariz volviendo sus rasgos de lo más atractivos—. Lo
único que me mueve es la fortuna que me vas a hacer ganar, que te quede
claro. ¿Vamos a tener que viajar a Hong Kong? Porque vamos justitos de
tiempo como para liarnos con escalas internacionales y vuelos
transatlánticos.
—No exactamente, lo que ves ahí son los planos de la casa del
embajador de China en Nueva York.
»El hijo menor del señor Cheng, Christian, es diplomático y pasado
mañana hay un evento previsto de esculturas, mobiliario y tallas en jade en
su casa. Los Cheng han traído varias piezas de su colección privada para
una exposición que tendrá lugar en el MET como favor al alcalde de Nueva
York, que es un gran aficionado a todo lo que tiene que ver con la cultura
oriental. Han invitado a gente influyente para un pequeño cóctel que reunirá
a unas cien personas. En el evento se mostrará a los invitados algunas de las
piezas antes de que sean expuestas en el museo.
—¿Y eso qué tiene que ver con el Pink Star?
—Christian Cheng está a punto de enviar a su prometida de vuelta a su
país. La pilló liándose con el guardaespaldas y está esperando que termine
el evento para mandarla de regreso a su casa.
—¿Y por qué está esperando?
—Los chinos son muy herméticos y de apariencias.
—Vale, pero sigo sin entender de qué va todo esto.
—Henry le cedió el anillo a su hijo predilecto, Christian, porque su
prometida se enamoró de él. Fue un préstamo al niño de sus ojos, y la
guardan en esa cámara que aparece en la segunda hoja.
—¿El Pink Star está en casa de Christian Cheng en Nueva York?
—Exacto.
—Pero ¿no has dicho que es de préstamo? ¿Por qué Christian querría
deshacerse de él?
—Bueno, supongo que le da malas vibraciones, además, Christian tiene
cierta debilidad por el tusi, las putas y las timbas de póker ilegales.
—¿Él se tira a otras y su prometida no puede hacer lo mismo con el de
seguridad?
—La doble moral asiática, qué quieres que te diga. Nuestro amiguito ha
dilapidado parte importante de su fortuna, le debe dinero a gente a la que ni
tú ni yo querríamos deberle ni la hora, y no me refiero a cantidades
pequeñas.
—Así que venderá el anillo a espaldas de su padre.
—Sí.
—¿Y qué le dirá a papá Cheng?
—Quizá finja un robo o simplemente dé el cambiazo por una
falsificación… Tú sabes de qué van esas cosas, que trabajas para seguros.
—Veo que has hecho los deberes…
—No me subestimes, que tenga intereses en ti no significa que me
vuelva un temerario.
—Muy bien, ¿y cómo se supone que vamos a ir a esa fiesta? ¿Tenemos
invitación?
—No, pero estoy convencido de que encontraremos la manera, ya te dije
que las jornadas van a ser largas. ¿Te sirvo algo para beber?
—Prefiero tener la mente despejada.
—Como gustes. En la cuarta hoja está la lista de invitados, podríamos
empezar por ver quién irá y cómo hacernos un hueco.
Caminé hasta el sofá de cuero del despacho, me descalcé sin pedir
permiso y me senté en uno de los extremos leyendo cada uno de los
nombres a la vez que lo escuchaba servirse un trago, me detuve en uno muy
concreto y contuve la respiración.
—¿Qué has visto? ¿Alguno de tus clientes?
—No, es solo un allegado.
—¿Cómo de allegado?
—Mi padrastro —confesé hundida en aquella mirada que brillaba
diabólica.
—Pues sí que estás bien relacionada… —masculló, agitando el
contenido de la copa—. ¿Y qué le parecería a tu padrastro que tu prometido
ocupara su lugar?
—Ah, no, eso sí que no, no pienso involucrar a mi familia en esto, ni
quiero que te conozcan… —respondí nerviosa. No habría tenido que decir
que vi a Duncan.
—Una niña bien jugando a ser ladrona —musitó Ares, acercando su
aliento a mi oreja. El vello de mi nuca se puso de punta—. Todo un clásico
—rio ronco.
—No soy una niña bien, no tienes ni idea de quién soy —aposté. Quizá
picara.
—Yo creo que sí… —dio la vuelta al asiento y se acomodó en el otro
extremo, con la mirada puesta en mí.
—Ah, ¿sí? ¿Quién soy? —lo volví a provocar.
—La única mujer que ha estado en mi ático. La que ha comido en mi
mesa, la que se ha negado a cualquiera de mis avances por muy insistente
que haya sido. La única mujer a quien le he confesado quién soy, a lo que
me dedico, mis planes de futuro inmediato y, aun así, sigue sentada delante
de mí, con el desafío tiñendo su rostro. ¿Te parece poco? —cuestionó
seductor.
—Te has olvidado de decir que soy la que va a ocupar una de tus
habitaciones y te va a hacer un 50 % más pobre. —Ares rio.
—En ti, querida, vale la pena invertir unos cuantos millones —anunció
jocoso—, hace tiempo que no me siento tan vivo y es gracias a ti, a la diosa
que me ha devuelto el latido.
—Es imposible devolverte algo de lo que careces.
—¿Quién dice que no? Esto es por ti.
Con un movimiento ágil, me agarró la mano y la puso sobre su pecho,
allí donde el pálpito traspasaba con fuerza la suavidad del algodón. El
contacto de su mano sobre la mía me dio una sacudida, la palma me ardía y
el estómago me dio un vuelco. Porque mis ojos volaron hasta otro punto de
su anatomía que parecía igual de despierto.
La aparté de inmediato.
—No me extraña que tenga que venir a vivir contigo si perdemos tanto
tiempo con estupideces. ¿Podemos centrarnos en lo importante y obviar tus
hormonas adictas al masoquismo emocional?
Dio otro trago y dejó el vaso en la mesita auxiliar con un golpe sordo a la
par que sonreía.
—A trabajar.
CAPÍTULO 35

Ares

A
l final, no pegamos ojo, pasamos toda la noche despiertos ultimando
detalles, trazando el plan y valorando todas las eventualidades que se
nos pasaron por la cabeza.
Aparqué mis ganas por Zuhara y me centré en el cómo infiltrarnos en la
fiesta sin ser invitados como tal.
Llevaba un par de semanas recabando la información, en un principio
contaba solo conmigo mismo y mis habilidades, que entrara Zuhara me
ofrecía muchas más posibilidades.
Tenía una mente brillante, analítica, que me rebatía punto por punto cada
una de mis intenciones.
Tenía perfectamente estudiada la cámara acorazada, los puntos ciegos, el
sistema de seguridad y la vigilancia. No le había dicho a Zuhara que uno de
esos nombres de la lista era uno de los pseudónimos que empleaba, no
siempre me convenía ser Ares Diamond.
Sentía mucha curiosidad por quién sería su padrastro y pensaba
averiguarlo. Acudiría como mi acompañante, en calidad de amiga, así
podría tontear con el embajador y distraerlo en los momentos oportunos.
La acerqué al piso y le comenté que pasaría a por ella a mediodía, así
podría descansar un rato y recoger lo preciso. Yo iba a aprovechar para ir a
ver a Beckett. Pasé por una cafetería italiana que me gustaba mucho, me
tomé un expresso doble y pedí el té favorito de mi socio para llevar. La
siguiente parada fue la hamburguesería. Armado para sobornar, fui directo a
la Batcueva.
Beckett estaba completamente concentrado, el sonido de las herramientas
y él con los cascos puestos, para no sufrir las inclemencias del ruido
continuado, indicaba que la fase inicial había concluido y estaba quitándole
los bebederos[7] a la pieza.
Conociéndolo, había madrugado para colocar la réplica de resina en el
árbol, verter en él la fundición y sacar la base del broche en tungsteno.
Tras muchas pruebas, Beckett descubrió que era el material que se
asemejaba más en peso específico al oro, tenía la ventaja de ser mucho más
barato y necesitar únicamente un chapado para darle el mismo grosor, el
mismo gramaje y la misma apariencia.
Ese era el último proceso antes del engarce de las piedras, por lo que
primero era preciso pulir la pieza al máximo, repasarla y que quedara
absolutamente perfecta.
—¡¿Cómo vas, fiera?! —pregunté, apartándole uno de los cascos. Él dio
un brinco y apagó la maquinaria de golpe.
—¡¿Es que te has vuelto loco?! ¡Casi me amputo un dedo! —proclamó,
llevándose la mano al pecho.
—Ya será menos —murmuré divertido para colocar el earl grey frente a
sus narices y su ansiada hamburguesa—. He venido para recordarte que has
de desayunar.
Cuando estaba enfrascado en las réplicas, se le olvidaba comer y casi
siempre se lo tenía que recordar.
—Vaya, pues gracias por acordarte de mí, creí que hoy estarías
demasiado ocupado lamiendo a la Cuchara.
—Se llama Zuhara.
—¿Seguro que no es Cuchara? Habría jurado que se llamaba así, debí
malinterpretar tus palabras por las ganas que tenías de llevártela a la boca.
—Muy agudo.
—¿Ya se ha dejado? ¿Por eso estás tan feliz y con cara de agotado?
—Au contraire, mon ami[8], sigue intacta.
Su cara expresó la misma sorpresa que yo sentía por dentro.
—Vaya, tiene resistencia, por esa parte ya se ha ganado mi admiración.
—Y si la escucharas planificar y hablar de joyas, alucinarías, es
increíble, tiene una mente aguda, es rápida y…
—Espera, que necesito vomitar, no puedo con este exceso de azúcar. ¿Tú
te has oído?
—No exagero, me gustaría que os conocierais, sé que después lo
lamentaría porque de vuestra alianza solo podrían salir pullas más fieras,
pero sé que os caeríais de maravilla.
—Te agradezco la intención, pero tengo una edad que me da cierta
pereza conocer a más gente, prefiero seguir en la sombra y quedarme en mi
círculo de confianza. Las mujeres y los entretenimientos te los dejo a ti,
además, me temo que tu fascinación por esa mujer terminará cuando
consigas engarzarte en ella, prefiero no encariñarme y tengo muchísimo
trabajo como para socializar.
—Tranquilo, no voy a obligarte a nada que no quieras.
—Claro que no, ya he cedido bastante aceptando tu capricho.
—¿Viste el mail de Reynolds? —Beckett dio un sorbo a su bebida y un
mordisco a la hamburguesa.
—Ya sabes que sí, lo pusiste con acuse de recibo y yo siempre leo lo que
me envías.
—Como no has contestado…
—Si quieres, te mando un ramo de flores y me pongo a aplaudir. ¿Qué
querías que dijera? Si está limpia y tú la quieres dentro, no tengo nada que
añadir.
—¿Han llegado todas las piedras para el broche?
—Sí, no he tenido tiempo de revisarlas.
—Puedo encargarme yo.
—Por mí estupendo, hay más de mil trescientos diamantes blancos,
azules, amarillos y naranjas además del central, me ahorrarás bastante
trabajo si los pasas por el microscopio y les das el visto bueno.
—¿Cuánto tiempo crees que tardarás en engarzarlas todas?
—Con mi ritmo y mi experiencia, entre cuatro o cinco días.
—Lo puedes tener en tres, los dos sabemos que eres un animal cuando se
trata de engarzar piedras.
—Tu fe en mí es un pelín exagerada, y por mucho jabón que me des, te
recuerdo que no seré yo quien te lleve limas a la cárcel si os pillan a ti y a tu
nueva amiga.
—No van a pillarnos, mañana me haré con lo que necesitamos del Pink
Star y va a salir todo rodado.
—Eso ya lo veremos.
—¿Dónde está tu fe?
—En el mismo lugar que el anillo, en una cámara acorazada de triple
capa de acero cementado.
—Coser y cantar —me jacté.
—Ve preparando una bobina de hilo y suficientes huevos para aclararte
la voz. Que yo aquí tengo mucho lío y vamos justos de tiempo.
—Cuando tenga todas las imágenes, sabes que puedes contar conmigo,
no soy tan rápido como tú, pero aprendí del mejor.
Beckett me había enseñado muchísimas cosas, dicho por él, tenía manos
de maestro artesano si le dedicara más tiempo.
—¿Ya tienes controlado cómo meterás el taladro para perforar la cámara
acorazada?
—Sí, de hecho… —Miré mi reloj—. Ya debería estar allí, junto con mi
maletín de precisión. Reynolds tiene pinchadas las cámaras, por lo que
emitirá la imagen fija que le pedí a la hora indicada.
—¿Mi hermano estaba en la lista? —se interesó.
—¿Por qué preguntas si ya sabes la respuesta?
—¿Y piensas que te pondrá las cosas fáciles? ¿Ya le has contado a tu
preciosa cómo se las gasta?
—No necesita estar al corriente de todo, bastará con que siga las
indicaciones oportunas. Respecto a tu hermano —solo mencionarlo la rabia
me inundaba—, sé lo que me hago.
—Seguro que sí. Anda, ponte a revisar piedras, que yo tengo que seguir
con la pieza.
Tomé el paquete y me dispuse a abrirlo.
Beckett siempre fue nuestro salvavidas, el de Apolo y el mío, cuando las
cosas se ponían complicadas. Painite era un hombre inflexible y la
paciencia no era una de sus virtudes. Sus castigos, cuando no entendíamos
los ejercicios o fallábamos en los circuitos de agilidad para convertirnos en
sombras, nos llevaban a la extenuación.
Beckett me contó una vez que era así con nosotros debido a que su padre
fue con ellos así también. Un hombre intransigente que no aceptaba menos
que la excelencia para sus hijos.
La primera mujer de Painite huyó de su lado, se escapó porque no
soportaba a su marido, lo controlador que era, ni su mano larga. Dicho por
Beckett. Mi mentor enloqueció y removió cielo y tierra para encontrarla, sin
éxito. Pasaron años hasta que se dio por vencido, lo que lo enloqueció.
Alguien tuvo que ayudarla a irse, alguien tuvo que interceder…
Terminé de abrir la caja y solté un improperio al ver el contenido.
Beckett se había vuelto a poner los cascos y estaba haciendo el ruido
propio del pulido.
Me acerqué a él cabreado y volví a quitarle uno de los cascos.
—¿Y ahora qué pasa? ¡¿No vas a dejarme trabajar tranquilo?!
—¡¿Quién cojones las ha traído?! —Él giró su rostro hacia mí sin
comprender.
—No sé, llamaron al timbre, dejaron el paquete en la entrada, como
siempre, cuando subí, el repartidor ya no estaba, supuse que tendría prisa.
—¡¿Prisa?!
Cogí la caja y la vacié en la mesa de trabajo de Beckett. Sus ojos se
abrieron al entender que lo que acababa de volcar eran piedras de playa y
no las réplicas que estábamos esperando. Mi amigo bufó.
—Te dije que no era buena idea sacar la polla para batirte en duelo con
mi hermano.
Di un golpetazo sobre la mesa.
—Esto no va a quedar así. Voy a ver las cámaras y recuperaré lo que nos
ha quitado.
—Lo que nos ha quitado debe estar ya en el fondo del río Hudson, no es
buena idea ir a por él ahora.
—¿Y qué propones?, ¿que me quede de brazos cruzados?
—Piensa con la cabeza, y ve a por nuestro material, asegúrate de que
Hao te sirve lo que necesitamos en dos días, averigua cómo ha ocurrido el
cambiazo y no pierdas más tiempo del necesario. Apriétale las tuercas al
birmano, y si se ha dejado timar, que asuma las consecuencias. ¡¿Estamos?!
En ese momento, lo único que me apetecía era pegarle un tiro entre ceja
y ceja a Painite, no obstante, Beckett tenía razón, no era el momento de ver
quién meaba más lejos, sino de solucionar el entuerto, además, lo vería esa
misma noche y pensaba ponerle los puntos sobre las íes.
Volví a llenar la caja con el contenido y me largué cagando leches.
CAPÍTULO 36

Ares

P
isé a fondo el acelerador para dirigirme a la zona de Brooklyn en la
que Hao y su hermano menor tenían un local dedicado a la venta
exclusiva de piezas de autor. Un escaparate para muchos coleccionistas
y joyeros en el que vender sus piezas exclusivas.
Lo importante de aquellas joyas no era su calidad extrema, sino la
historia que se ocultaba en cada una de ellas, eso era justamente lo que
marcaba el precio.
A mí no me llevaba hacerme con una, iba en busca del negocio B que
tenía lugar en la trastienda. Si algo hacían bien Hao y su hermano Ran era
la creación de gemas sintéticas de calidad suprema. Eran tan excelentes que,
hasta para un experto gemólogo, sería difícil dilucidar si dichas piedras
estaban hechas en laboratorio o eran fruto de la naturaleza.
La única forma de averiguarlo era contar con el material preciso, por lo
que, a simple vista, era sencillo que te la pudieran colar.
Los hermanos HR eran originarios de Myanmar, o lo que es lo mismo,
Birmania. Se los conocía por sus iniciales porque los birmanos no tenían
apellidos.
Salieron por piernas de aquel país dictatorial que vivía en una perenne
guerra civil. Liga Nacional para la Democracia intentó hacer llegar la paz al
pueblo birmano ganando las elecciones del 2020, pero el Tatmadaw, como
se conocía al ejército birmano, tenía demasiados intereses en que no fuera
así. Arrestaron a los líderes y de nuevo se declaró el estado de emergencia.
Criarse en una de las zonas más pobres del sudeste asiático provocaba
que te abrieras paso en la vida a codazos.
La región del Mogok tenía las minas más impresionantes de zafiros, jade
y los codiciados rubíes sangre de pichón.
Eran llamados así por el rojo saturado carente de tonalidades marrones o
rosadas que los hacían muy particulares. Unas gemas muy cotizadas por las
que se vertían auténticos baños de sangre. Los mejores ejemplares se
retiraban del mercado para ofrecerse un par de veces al año en subastas que
tenían lugar en la antigua capital, Rangún, y que generaban de cuatrocientos
a quinientos millones de dólares, un mordisco que los más avispados no se
podían perder.
La familia de los HR llevaba años dedicándose a la extracción de gemas
para la elaboración de piedras preciosas, hasta que alguien decidió que lo
suyo ya no les pertenecía en el verano de 2016.
No era un secreto que todas las concesiones mineras estaban cayendo en
manos del gobierno, sus aliados y los familiares de los generales, que
erigían auténticas mansiones en mitad de un país lleno de chabolas.
El señor Lamin murió intentando salvaguardar la economía familiar,
luchando por lo que era suyo, aunque de poco le sirvió cuando recibió un
tiro en la nuca.
Binnya, su mujer, aterrorizada por lo ocurrido, cogió a sus dos hijos, lo
poco que los milicianos le dejaron llevarse y pagó tres pasajes de avión
hacia el país de las oportunidades.
Los inicios no fueron fáciles, no obstante, los astros se aliaron para que
Hao y su hermano Ran, que por aquel entonces contaban con dieciséis y
dieciocho años, pudieran abrirse camino en un mercado en auge. Seguían
teniendo contactos, por lo que en un principio exportaban piedras para
subastas ilegales, el negocio fue evolucionando y, como todo en la vida,
tocaba renovarse o morir, empezaron a estudiar cómo perfeccionar las
réplicas sintéticas más jodidamente increíbles que el universo hubiera
podido concebir.
Eran mis actuales proveedores, hasta la fecha no me habían fallado
nunca, pero siempre había una primera vez para todo.
Atravesé la tienda en la que algunos compradores pululaban alrededor de
aparadores cambiantes que exhibían reliquias. No me detuve, tenía la
mirada puesta en un lugar muy concreto, el mismo que estaba flanqueado
por un tipo de dos metros, ancho como un armario y con cara de pocos
amigos.
Me planté frente a él sin un ápice de humor.
—Vengo a ver a tus jefes —anuncié.
Ni siquiera me miró, estaba allí, erguido, sin pestañear, con los ojos
puestos en un lugar infinito. Ni que fuera la primera vez que ponía los pies
en aquel lugar. Solía ser un hombre paciente, pero estaba bastante
desquiciado teniendo en cuenta las circunstancias.
—¿Me has oído?
Por supuesto que lo había hecho, salvo que yo me estaba saltando las
normas. Nadie visitaba a los hermanos HR sin una cita previa. Se tomaban
muy en serio la seguridad del negocio. Me ajusté la corbata.
—Mira, ambos sabemos que no es la primera vez que me ves, y si no
quieres que sea la última —mascullé amenazante—, les dirás que Ares
Diamond ha venido a verles. —Me sacaba algunos centímetros y mi mirada
de pocos amigos no parecía intimidarle—. Muy bien, tú lo has querido… —
Iba a golpearlo cuando unos dedos suaves alrededor de mi brazo me
interrumpieron.
—Disculpe sus modales, señor, Taung es muy estricto con lo que se le
pide. La zona a la que pretende acceder es un lugar reservado y no me
gustaría que se hiciera daño.
Miré a la mujer elegante que lucía un impecable traje chaqueta rojo.
Tenía el pelo recogido en un moño con varias vetas plateadas. No hacía
falta que la hubiera visto para saber de quién se trataba; los pendientes, el
anillo y los ojos rasgados hablaban por sí mismos.
—Encantado de conocerla por fin, señora Binnya —la saludé. Desplegué
todo el encanto que fui capaz de reunir, por muy cabreado que estuviera, se
atrapan más moscas con miel que con vinagre. Ella alzó una ceja y me
ofreció una sonrisa ladeada—. Tengo cierta emergencia que tratar con sus
hijos. Soy Ares Diamond y me temo que he recibido una entrega en mal
estado, la calidad del producto no se ajusta a lo que he pagado.
Ella posó la mirada en mis manos y, por su expresión, reconoció el
envoltorio.
—Tal vez pueda ayudarlo.
Se dirigió a Taung en su lengua, le dijo un par de frases y este abrió la
puerta sin ofrecer otro tipo de respuesta más allá de la indiferencia.
—Adelante, señor Diamond, acompáñeme, se lo ruego.
—Después de usted.
Ella atravesó el umbral y se dirigió por el angosto pasillo. Muchos de los
edificios tenían otra vida más allá de las paredes que fechaba la época de la
ley seca, en la que el alcohol de contrabando circulaba por la cara oculta de
la ciudad.
Al final del pasillo, volteamos a la derecha, ella dio un rítmico golpeteo y
alguien al otro lado accionó un botón para que lo que parecía pared se
desplazara y nos permitiera acceder a una especie de almacén.
No era el lugar de fabricación de las gemas acrílicas, aunque allí se
recibían muchos de los encargos para ser supervisados, antes de ser
servidos, por los HR.
Había varias mesas con microscopios de precisión, básculas y los
utensilios precisos para pasar el control de calidad de las piedras.
En la esquina izquierda, Hao discutía con un tipo que lucía un ojo
morado. Parecía muy enfadado mientras que el otro solo buscaba
protegerse.
—Hijo, el señor Diamond ha venido a verte, ha tenido un problema con
una entrega.
El birmano, que levantó la mirada rasgada en mi dirección, tenía los
nudillos inflamados y expresión de pocos amigos. El cabello negro se había
desplazado a su frente, que estaba perlada en sudor.
Caminé hacia ellos sin mediar palabra, abrí la caja delante de los dos y la
vacié sobre la mesa más cercana.
—Me da la impresión de que alguien se ha equivocado con mi encargo,
no se me ha perdido nada en la playa...
Hao desplazó las pupilas por el contenido, su mano volvió a agarrotarse
en forma de puño y este se clavó sin piedad en la nariz del tipo de mirada
exorbitada que profirió un grito desgarrador. Ahí no terminó la cosa,
después de unos cuantos directos más y un rodillazo en pleno abdomen, mi
distribuidor se dirigió a su madre sin soltar al enclenque maltratado.
La señora Binnya se acercó y, sin que le temblara el pulso, agarró el pelo
del tipo por detrás y apoyó la afilada hoja de una daga enjoyada en el
gaznate del pobre diablo que acababa de hacerse pis.
Arrugué la nariz, odiaba cuando ocurrían esas cosas.
—¿Lo quiere muerto, vivo o envasado al vacío para llevar? —preguntó
Hao sin miramientos—. Es el hombre que mandé a su casa para realizar la
entrega, sufrió un asalto por el camino, o eso ha dicho cuando ha
conseguido llegar andando desde la otra punta de Brooklyn.
Los birmanos no eran gente blanda o piadosa. A los trabajadores de las
minas los hacían adictos a la heroína porque el pago con droga garantizaba
que estos regresaran al día siguiente para extraer los rubíes por túneles
inhumanos.
Hao se crio en mitad de aquella hostilidad, la señora Binnya se casó con
un hombre que se enriquecía gracias a las penurias ajenas y hacinaba a sus
hombres en tiendas plagadas de sida, heroína y hambre. ¿Qué podía
esperar?
Contemplé al hombre que temblaba, con el ojo amoratado y la nariz
chorreante.
Painite me había entrenado para que las emociones no bloquearan mis
actos, para que lo que para muchos fuera reprobable para mí solo se tratara
de trabajo.
«Mente en blanco y visualización de los objetivos».
Por su aspecto, dudaba que se tratara de un empleado descontento que
quiso hacer negocio por su lado. Con la fama que precedía a la familia,
dudaba que se arriesgara tanto por unos miles que, en Nueva York, solo te
garantizarían la supervivencia por unas semanas.
—¿Puedo ocuparme yo? —pregunté. Necesitaba averiguar la verdad.
Hao le hizo una señal a su madre y esta apartó el arma. De inmediato, el
hombre cayó a mis pies y se puso a suplicar en un lenguaje que no era
capaz de entender.
Lo agarré de la camiseta y lo levanté encastrándolo contra la pared,
cuidándome mucho de no manchar mi traje con su sangre.
—¿Qué pasó con mi pedido?
Él miró nervioso a Hao, quien tradujo mis palabras. Se puso a parlotear
agitado con la súplica tiñendo el único ojo abierto. Al terminar, movió la
cabeza varias veces en señal de disculpa.
—Solo lleva un par de semanas en el país —comentó su jefe—, por eso
no entiende y necesita intérprete.
—¿Qué ha dicho? —lo corté.
—Según él, lo atacaron por la espalda en un semáforo, dice que un tipo
lo tiró de la moto mientras otro se puso a patearlo en la zona de Fort
Hamilton, cuando estaba a punto de salir de Brooklyn hacia su dirección.
»Nadie le echó una mano o intervino. Como no habla inglés y su
situación todavía es irregular, tuvo miedo de ir a la policía, se orientó como
pudo hasta volver de nuevo a la tienda. Por eso, cuando llegó, le estaba
dando su castigo. Lamento muchísimo el incidente, señor Diamond, le
repondremos su mercancía a la mayor brevedad posible.
—¿Y cómo sabía el tipo que me trajo la playa a casa mi dirección? —
farfullé, pasando los ojos del recadero a Hao.
—Puso en el GPS integrado de la moto la ubicación.
Apreté los labios, eso era una absoluta mierda, porque significaba que
Painite, porque estaba seguro que se trataba de él, conocía la localización de
la Guarida. La arena era un mensaje cifrado de su parte que siempre solía
repetirme.
«Por muy dura e indeleble que parezca tu pisada sobre la arena, siempre
habrá una ola dispuesta a borrarla para siempre, no te confíes».
Solté al tipo y me giré hacia Hao.
—Tiene dos días para reponer el material y prohibido poner mi dirección
en un puto GPS, o haré su mundo ceniza, señor Hao.
—Descuide, no volverá a ocurrir, y tenga por seguro que le haré un buen
descuento en el próximo encargo. La satisfacción de nuestros clientes es
primordial para mi familia y para mí. Acepte nuestras disculpas.
Hizo un gesto con la cabeza y su madre arrojó la daga sin titubeos.
La firme hoja se clavó en el pecho de aquel hombre que no supo
mantener su puesto de trabajo. En el mundo en el que vivíamos, no había
espacio para los errores, y si los cometías, te jugabas la vida.
CAPÍTULO 37

Zuhara

—S
eñorita Al-Mansouri, tenemos un problema, ¿podría pasarse en
treinta minutos?
Aquella fue la llamada que puso en órbita mis cuatro escasas
horas de sueño.
Me di una ducha rápida, me arreglé y salí pitando hacia una tienda, con
la cual trabajaba, que se dedicaba a la compraventa de joyas de segunda
mano.
Cuando llegué, el señor Sanders me hizo pasar a su despacho, en él, una
mujer terriblemente sofocada se abanicaba insistentemente con la mano.
—Buenos días —la saludé enfundada en un traje chaqueta beis que
empleaba para ir a trabajar.
—Buenos días —respondió ella, sometiéndome a un escáner visual.
—Soy Zuhara Al-Mansouri, perito de joyas y experta en diamantes.
Le tendí mi tarjeta para que se diera cuenta de que no mentía, el señor
Sanders tenía un problema sobre la autenticidad de una pieza que aquella
mujer había ido a vender a su tienda. La señora pensaba que el respetable
joyero le estaba tomando el pelo cuando le dijo que lo que pretendía
venderle como una joya cuyo valor de mercado estaría establecido en más
de seis cifras era mera bisutería.
—Lisa Van Dyck —dijo ella con expresión disgustada.
—La señora Van Dyck ha traído uno de sus más valiosos anillos de
diamantes, pero al pasarlo por el microscopio, he apreciado algunas
irregularidades que me han hecho pensar que no se trata de diamantes, sino
de moissanita sintética.
—Y yo le he dicho que he traído el certificado de autenticidad de la
pieza, mi marido me lo trajo de Holanda, jamás me regalaría una baratija.
Ese cacharro suyo debe tener la lente rota —masculló, señalando el
microscopio. El señor Sanders arrugó la nariz, porque no le gustaba que lo
tacharan de mentiroso.
—No se preocupe, señora Van Dyck, he traído mi diamond tester, que
determinará la calidad de las gemas. ¿Me permite? —pregunté.
—Adelante.
Saqué el maletín, me puse unos guantes de algodón para no dañar el
anillo y extraje un híbrido entre una petaca y un lápiz. Apunté el puntero en
dirección a la primera piedra y la luz se proyectó hacia ella.
La mayoría de testers darían por buena la moissanita por diamante,
porque lo que valoraban era la conductividad térmica y la de ambas era
terriblemente similar, pero al mío, que era de última generación y costaba
un riñón, no se la podía colar.
Con el resultado delante de la primera piedra, probé las colindantes que
rodeaban al solitario. Una vez tuve el veredicto, levanté los ojos y apreté los
labios en una fina línea.
—Lamento mucho comunicarle que el señor Sanders estaba en lo cierto,
señora Van Dyck, su solitario es una preciosa réplica, pero no contiene ni un
solo diamante.
—¡Imposible! —exclamó, arrebatándome el anillo de entre los dedos—.
¡Me quieren timar! ¡Ustedes dos están compinchados! Pero ¡esto no va a
quedar así! ¡¿Me oyen?! Pienso ir a la policía y decirles que me han querido
estafar —proclamó, poniéndose en pie.
—Está en todo su derecho —murmuré, mirando al joyero de refilón, el
cual miraba a la ricachona con auténtico disgusto.
—En este establecimiento no estafamos a nadie, señora Van Dyck, mi
familia lleva vendiendo joyas desde hace dos siglos.
—¡Pues dudo que la trayectoria les dure otro más! Voy a hacer que caiga
todo el peso de la ley sobre usted y la del aparato láser.
Arrastró la pesada silla por el suelo y se marchó despotricando.
—Lo lamento mucho, señorita Al-Mansouri.
—No se preocupe, a nadie le gusta escuchar que lo que tiene en su caja
fuerte es una baratija preciosa, eso sí, la pieza era absolutamente exquisita.
—Desde luego, los falsificadores cada vez las hacen mejor. Dígame
cuánto le debo.
—A este peritaje invito yo, no se preocupe.
—Pe-pero usted ha hecho su trabajo.
El señor Sanders era un hombre muy agradable y estaba cerca de la
jubilación, sus hijos no querían seguir con el negocio, por lo que en algo sí
que acertó la señora Van Dyck, aquel lugar no permanecería otro siglo más
en manos de la familia Sanders.
—Déjelo, de verdad, ha sido un trabajo muy rápido, eso sí, el próximo se
lo cobro —le sonreí.
—Muchas gracias, señorita Al-Mansouri, Dios se lo pague con un
marido que le regale muchos diamantes y de los buenos.
Volví a casa dando un paseo, la joyería me pillaba relativamente cerca,
así que disfruté un poco del tráfico y el asfalto. Me daba muchísima pereza
ponerme con la maleta, sin embargo, tenía que hacerla cuanto antes.
Tardé aproximadamente una hora en meter todo lo que quería, incluido
mi bote de las canicas, no pensaba dejarlo en el apartamento, no eran
piedras preciosas, pero sí mi tesoro más preciado.
No me apetecía nada cocinar, ni tener que limpiar la cocina después, por
lo que me preparé un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada
que ya compensaría con una cena más saludable.
Había estado pensando en el plan de Ares, de cómo infiltrarnos en casa
del embajador, y no las tenía todas conmigo, por lo que decidí llamar a mi
madre, a fin de cuentas, no me parecía una idea tan descabellada ir en
representación de mi familia a la fiesta.
—Hola, maman —la saludé al escuchar su voz al otro lado del teléfono.
—Hola, cariño, ¿cómo estás?
—Bien, ¿y tú? —Tosió varias veces y carraspeó.
—Como siempre, ya sabes…
No me apetecía mezclarla en mis asuntos, a Duncan tampoco, pero
necesitaba mover ficha y que todo saliera bien. Mi madre estornudó y la
escuché sonarse.
—¿Estás resfriada?
—Sí, creo que me he acatarrado e incluso tengo un poco de fiebre.
—Pues entonces métete en la cama y pídele a la chica del servicio que te
ponga un plato caliente de sopa. ¿Tienes algo para tomarte?
—No puedo hacer eso, Duncan y yo tenemos un evento muy importante,
esta misma noche, en casa del embajador de China, Du tiene que acudir sin
falta porque debe hablar con él sobre negocios.
—Pero si tú no estás bien…
—Hay veces que toca sacrificarse, al parecer, han encontrado una zona
cerca de Xinjiang con muchísimo jade, es un gran hallazgo teniendo en
cuenta que pensaban que las minas del norte estaban casi agotadas. Si es
así, podrían hacerle la competencia a los birmanos, y la empresa de Duncan
encargarse de la exportación.
—Te veo muy puesta…
—Llevo toda la vida rodeada de hombres que se dedican a este negocio.
Primero tu padre y ahora…
—Su jefe —zanjé por ella. Mi madre suspiró y volvió a toser. Mi mente
me dijo que tenía la solución perfecta al otro lado de la línea y que debía
aprovechar la circunstancia—. Si quieres, yo podría acompañarlo y así tú
descansas —sugerí. Ella emitió un ruidito al otro lado de la línea.
—¿En serio? ¿Harías eso por mí?
—Bueno, ya sabes que todo lo que tenga que ver con piedras me fascina,
aunque las exportaciones no sean lo mío, y si eso me asegura que tú estarás
calentita y sudando el resfriado, me ofrezco voluntaria.
—Ay, hija, no sabes lo feliz que me haces, no porque pueda quedarme en
mi cama, que también. Ya sabes que me haría muy feliz si quisieras un
puesto en la empresa de Duncan, él estaría encantado de dártelo y así todo
quedaría en casa.
—Ya te lo he dicho en más de una ocasión, maman, prefiero no mezclar
demasiado, una cosa es acompañarlo a un evento porque tú te sientes mal y
otra que mi economía dependa del hombre con el que vives, ¿y si lo vuestro
saliera mal?
—¿Nos ves mal?
—No me refiero a eso, y lo sabes.
Mi madre se puso a parlotear sobre la solidez de su relación mientras yo
recordaba los días más duros que vinieron tras la muerte de mi padre.
Su fallecimiento dejó nuestra economía tambaleándose.
Ella siempre había sido ama de casa, teníamos dinero ahorrado y el
seguro de vida de mi padre solo nos daba para unos meses teniendo en
cuenta lo cara que era la vida en los Estados Unidos. La casa la pagaba la
empresa para la que él había estado trabajando, lo que significaba que si
hubieran querido, nos habrían podido echar.
Con toda la mierda que se vertió sobre él, hubiera sido lo más lógico, sin
embargo, Duncan y su socio se apiadaron de nosotras, nos dijeron que nos
cedían la vivienda hasta finalizar el año y que me pagarían la escuela hasta
entonces.
Por supuesto que había letra pequeña en aquel contrato. Duncan le había
echado el ojo a la joven viuda de su mejor trabajador, y aunque no fue una
estrategia de acoso y derribo, el interés estaba ahí, fraguándose en cada
mirada y palabra de consuelo.
Duncan comenzó a visitarnos, a interesarse porque estuviéramos bien y,
finalmente, le ofreció un puesto a mi madre como su asistente personal.
Se aferró a aquel trabajo como a un clavo ardiendo, era eso o volver a
emigrar para ir a casa de algún familiar con una mano delante y otra detrás.
Yo ya me había hecho a mi entorno, y a ella le gustaba vivir en Estados
Unidos, así que aceptó.
Dos años después, empezaron a quedar más allá de las cenas de negocio.
Maman había contratado a una Au Pair que dormía en la habitación que nos
quedaba libre. Nadia se ocupaba de reforzar mi árabe y mi francés, además
de ejercer de canguro cuando las noches se alargaban. Mi madre comenzó a
hacer viajes laborales con Duncan que solían durar de dos a tres días.
Ella siempre fue una mujer prudente, no quería precipitarse, por lo que
pasó bastante tiempo hasta que dieron un paso más y formalizaron su
relación.
Recuerdo lo nerviosa que estaba el día que se plantaron frente a mí para
darme la noticia. No dejaba de apretarse los dedos y tartamudear, mientras
que él apoyaba su mano en el hombro con suavidad para darle soporte.
—Ca-cariño, han pasado algo más de tres años desde que tu padre nos
dejó, y yo… —carraspeó—. Duncan se ha portado muy bien con nosotras
y…
Estaba francamente incómoda, y yo ya no era una niña pequeña que no
se diera cuenta de las cosas que tenían que ver con el amor y las relaciones
de pareja entre adultos. El exjefe de mi padre estaba en las fechas
importantes, llevaba varios meses viniendo esporádicamente a cenar, a
comer, incluso fuimos al cine y a la bolera en un par de ocasiones.
—Os queréis —sentencié, ella se mordió el labio preocupada.
—Eso no significa que Du vaya a sustituir a tu padre o que yo lo haya
olvidado.
—Ya lo sé, maman —musité un pelín dolida porque alguien reemplazara
a la persona que había sido tan importante en mi vida y que yo seguía sin
ser capaz de olvidar.
No habría sido justa si le hubiera pedido que renunciara a Duncan. Era
un buen hombre, nos dejó un techo bajo el que estar cuando las cosas se
pusieron feas y nos dio su soporte en todo momento, si ella lo quería, no me
podía molestar.
—Por mí está bien que os queráis.
—Gracias por ser tan buena hija y por la oportunidad, Zuhara, te
prometo que haré todo lo que esté en mi mano para haceros felices.
Y así fue, sin prisa, pero con la directa puesta. Seis meses después de la
noticia, antes de que yo empezara en el instituto, maman me anunció su
intención de mudarnos a la casa de Duncan.
Viviríamos los tres solos. Sabía de la existencia del hijo de Duncan, pero
él era bastante más mayor que yo y ya no vivía con su padre, no tenían muy
buena relación, no me planteé los motivos por los que su único hijo ni
siquiera venía en Acción de Gracias.
Solíamos pasarla solos o con el socio de Duncan, a quien cariñosamente
apodaba tío Scott.
—Zuhara, ¿me estás oyendo? —preguntó mi madre al otro lado de la
línea.
—Sí, disculpa.
—Te decía que si quieres que Duncan pase a recogerte por el piso.
—No, tranquila, tengo cosas que hacer, un peritaje de una herencia un
tanto peliagudo. Iré directamente, así que pásame la dirección y que Duncan
deje mi nombre en la puerta para que no tenga problemas de acceso.
—Muy bien, hija, se alegrará mucho de que vayas con él, ya sabes
cuánto te aprecia.
—Yo también, maman, cuídate.
Me sabía mal mentirle, pero si no lo hubiera hecho, corría el riesgo de
que su pareja me identificara y todo se fuera al traste. Daba igual que me
pusiera peluca, gafas y lentillas de color, Duncan me reconocería, llevaba
demasiados años en su vida. Le había estado dando vueltas y era la mejor
opción.
Cuando Ares llamó al timbre, ya estaba más que lista.
Él me miró con aquella intensidad que lo caracterizaba, llegando a
lugares a los que no tenía derecho; aunque vistiera una simple camiseta y
unos vaqueros, daba la impresión de que me estuviera viendo en ropa
interior.
Me aclaré la garganta.
—Cuando te canses de mirarme como si tuviera tres tetas en lugar de dos
y estuvieras planeando a cual agarrarte primero, podremos hablar del
cambio de planes —le comenté, cruzándome de brazos con el ceño
fruncido.
—Si tuvieras tres tetas en lugar de dos, sabría repartirlas sin problemas.
¿A qué cambio de planes te refieres? —cuestionó con los ojos puestos en la
maleta.
—No se trata de esto —anuncié, extendiendo el agarre para sacarla por la
puerta con mayor comodidad.
—Si tu modificación hace referencia a que prefieres compartir cama,
tranquila, no hace falta que escojas lado, te prefiero encima.
—Te has levantado especialmente gracioso hoy.
—No te creas, para tu información, es imposible que me haya levantado
porque no me he acostado.
—¿No has dormido?
—He tenido que solucionar un asuntillo con el que no contaba, así que
no. No sufras por mí, estoy habituado a que la falta de sueño me afecte poco
o nada. Cuéntame tu cambio de planes.
—No voy a infiltrarme de camarera en la fiesta del embajador como
sugeriste, no creo que se me dé bien lo de llevar una bandeja repleta de
copas de champán, podría terminar echándosela al mandatario por encima,
acabar con toda la vajilla y fastidiar la estrategia del despiste. Además, a no
ser que le pongan los pingüinos, tendría bastantes dificultades para que se
fije en mí.
—Te garantizo que ese hombre no podrá quitarte los ojos de encima te
pongas lo que te pongas.
—Que en tu mente sea la estrella de Nudify no significa que sea igual de
irresistible para el resto de la humanidad.
—No te subestimes, pequeña, por si no lo sabías, los tíos tenemos una
mente repulsivamente salida y tú, con pajarita, darías mucho de sí.
—Lo que tú digas —bufé—. Sea como sea, creo que finalmente me
acojo a tu primera propuesta. Mi madre está enferma, por lo que me he
ofrecido a ir en calidad de acompañante de mi padrastro. Con un vestido de
lentejuelas, tendré más papeletas para causar sensación en nuestro objetivo,
te prometo que seré la mayor de sus distracciones para que no se dé cuenta
de lo que tramas.
—Bien.
—¿Bien?
—¿Qué esperabas que te dijera?
—¿No vas a enfadarte ni a intentar convencerme de que mi idea es
pésima?
—Como bien has dicho, fue mi primera propuesta, aunque mi pretensión
hubiera sido de ir como tu acompañante en lugar de personal de servicio.
—Mi padrastro tiene negocios que hacer con el embajador, no te habría
cedido su plaza.
—¿Es político?
—No, es empresario.
—¿De?
—Eso es lo de menos, mi familia está al margen, ya te lo dije. ¿Nos
vamos? —Su mirada resplandeció.
—Por supuesto.
CAPÍTULO 38

Ares

M
e marché mucho antes que Zuhara del piso. La prensa se hizo eco de
que el embajador había contratado el servicio de catering de la Perla
de Asia para el evento, sin embargo, los camareros venían a través
de una ETT que no tenía muy buenas críticas, tenía cierta esperanza de
encontrar un trabajador lo suficientemente descontento como para que
estuviera dispuesto a que un desconocido con una buena excusa le pagara
una suculenta suma de dinero para cederme su puesto y su uniforme, y me
dejara entrar a trabajar por él.
Tenía que dar con uno lo suficientemente descontento y una talla similar
a la mía para llevar a cabo el plan, y me daba a mí que acababa de
encontrarlo.
Una sonrisa perfiló mis labios al escuchar la conversación que mantenían
un par de tipos apostados al lado de los contenedores.
Uno era demasiado bajo y ancho, pero el otro me podía servir. Estaba
comentándole al compañero que era la última noche que curraba para
aquella gentuza, la suerte me sonreía y no pensaba desaprovecharla.
¿Aceptaría mil pavos para que lo cubriera y entrara a currar por él? En
breve lo vería.
Tras mi descabellada propuesta, el tipo me contempló con los ojos muy
abiertos.
—¿No serás un pirado o un yihadista?
—¿Me ves cara de llevar una bomba encima? —le pregunté, dando una
vuelta sobre mí mismo.
El tipo me contempló con desconfianza.
—Ya te lo he dicho, solo quiero recuperar a mi chica, la cagué mucho
con ella, fui un rata queriendo ahorrar demasiado y ahora está saliendo con
uno de esos capullos que exudan pasta. Quiero demostrarle que he
cambiado, que ninguno de esos estirados va a darle tanto amor como yo, y
estoy dispuesto a… —Llegaba el golpe de gracia—. Darte estos
quinientos… ¡No! ¡Qué leches! ¡Mil pavos! Para que me dejes tu ropa,
desempeñar tu trabajo y demostrarle que estoy dispuesto a hacer lo que sea
por reconquistarla.
Él miró perplejo el fajo de billetes que sostenía y agitaba frente a sus
narices. El compañero nos observaba alucinado terminándose el cigarrillo.
Finalmente, extendió la mano y me quitó el dinero.
—A tomar por culo, me importa una mierda si te cargas a alguien, total,
estoy hasta los huevos de que esta gente me explote, así que, por mí, como
si te los quieres llevar por delante. Y tú achanta el pico —le dijo a su colega
mientras se aflojaba la pajarita.
—Yo no quiero morir… —masculló el otro.
—Y no lo harás, te prometo que lo que voy a hacer ahí dentro es un acto
de puro amor. —«Por las joyas»—. Y por tu silencio… —busqué los
doscientos dólares que había dejado sueltos por si acaso—. Aquí tienes la
propina, lo siento, no tengo más.
—Ya puede merecer la pena esa piba… —apostilló el tipo que ya estaba
desabrochándose la camisa.
No te lo puedes ni imaginar.

Había logrado mi objetivo, era un camarero más en la fiesta y los invitados


ya estaban llegando. No vi a mi mentor, pero sí al hombre con el que
compartía empresa, estaba hablando con una mujer morena,
extremadamente hermosa, que le sonreía acariciándose la tripa.
Él no me conocía, aunque yo sí que lo conocía a él. Cuando Painite tenía
visitas, nos encerraba a Apolo y a mí en una habitación. No quería que
nadie supiera de nuestra existencia, ni del negocio paralelo que tenía gracias
a nosotros.
Caminaron alejándose hacia el salón en el que el embajador expondría
las piezas.
Paseé la bandeja entre algunos de los invitados, ganándome más de una
mirada de admiración por parte de algunas de las mujeres allí presentes.
Mi cuerpo recibió una sacudida al ver a la nueva invitada que traspasaba
la puerta. Tuve que hacer un equilibrio para que no se me cayeran las
bebidas.
Zuhara estaba preciosa, despampanante. Se había recogido el pelo en una
cola alta ideal para envolverla en mi muñeca, tirar de ella y besar esa boca
que me enloquecía.
No se había puesto un vestido de lentejuelas, como sugirió, sino uno tan
fino y sensual que desataba mi imaginación más libidinosa.
Era negro, se cerraba en la parte alta del cuello gracias a unas rosas
plateadas hechas de pequeños cristales que refulgían como joyas. Bajo
ellas, el vestido se abría en un escote pronunciado que enmarcaba piel
dorada y un par de pechos demasiado tentadores, hasta volverse a cerrar a
medio abdomen.
En lo único que podía pensar, con aquellos guantes hasta el codo y las
mismas rosas envolviendo sus muñecas, era en cómo se sentirían los dedos
enguantados alrededor de mi polla. Quería colar las manos por el tentador
agujero para sacar sus pechos y lamerlos con devoción.
No me detendría ahí, bajaría por la raja de la sinuosa falda que dejaba al
descubierto el torneado muslo, le quitaría las bragas y la devoraría hasta que
su sabor fuera lo único capaz de recordar.
Las únicas joyas que decoraban su cuerpo eran un par de pendientes talla
brillante de un tamaño nada despreciable.
Me acerqué para ofrecerle una copa y ella me premió con una sonrisa
bastante petulante.
—¿Le hago gracia, señora?
—Mucha. Estoy intentando determinar qué tipo de pingüino eres, si uno
de las galápagos, o un erecto crestado. Este traje de poliéster tiene pinta de
picarte en las pelotas.
—Lo que me pica en las pelotas es otra cosa, si quiere, buscamos un
rincón apartado y se lo demuestro.
—No hará falta, aunque gracias por ofrecerte —masculló, agarrando una
de las copas.
Su característico perfume entre dulce y floral impactó en mis fosas
nasales. Me acerqué a su oído para murmurar.
—¿Sabe? Las flores blancas son las que más huelen de noche para que
los bichos las encuentren con mayor facilidad y así poder polinizarlas. ¿Está
buscando un voluntario para ofrecerle su polen?
Ella enarcó una ceja y me miró directa en cuanto me aparté para no ser
demasiado inapropiado.
-—Desde luego que tú no vas a polinizarme, por muy bicho que seas.
Sigue a lo tuyo, camarero, que yo voy a buscar al hombre que he venido a
acompañar.
—Que disfrute de la noche, señora, y no olvide lo que ha venido a hacer.
Ella me ofreció una sonrisa y se marchó en la dirección del salón de
exposición.
Miré el reloj, en diez minutos aproximadamente dejaría la bandeja y me
dirigiría a la segunda planta. Allí era donde el GPS marcaba que habían
puesto mi «regalo», en la zona de la biblioteca, como cabría esperar. La
cámara acorazada se encontraba en la habitación superior a esta, y si los
planos no fallaban, había un antiguo pasaplatos en desuso que pasaba de
una a otra, y por donde pretendía colarme una vez me hubiera hecho con el
material que estaba en el interior del regalo que le llegó el día anterior al
embajador en nombre de mi tienda de antigüedades, enviado,
supuestamente, por uno de sus invitados, mi queridísimo mentor.
Seguí caminando entre los invitados hasta que una voz me sorprendió a
mis espaldas.
—Si no lo veo, no lo creo. ¿Avaricia? —Todo mi cuerpo entró en tensión
—. Nosotros barajando la posibilidad de que fueras un bróker financiero y
eres un puto camarero, hay que joderse.
Me di la vuelta, delante de mí estaba el déspota de Marlon, cogió una de
las copas de champán que portaba y me repasó con una sonrisa canalla.
—¿Qué diablos haces aquí?
—Podría preguntar lo mismo, aunque lo tuyo es bastante obvio, traerme
la bebida esta noche, porque todas esas copas son para mí, ¿verdad?
—Desde luego que sí —dije, clavándole la bandeja contra el pecho. Él
me ofreció otra de sus sonrisas canallas.
—Quién lo iba a decir, eres un jodido trampantojo, ni millonario ni
hostias, cómo nos tenías de engañados. ¿Qué haces?, ¿alquilas los trajes
para que las clientas crean que pagan por los servicios de un tío forrado?
—Eso a ti no te incumbe.
—Verás cuando los demás se enteren de que no tienes jacuzzi, sino una
bañera que funciona a cuescos para que le salgan burbujas —se rio.
—¿Has terminado?
—Ni hablar, esto solo es el principio.
—Pues yo sí. O me dejas en paz y cierras tu puta bocaza, o les digo a los
demás de quién eres hijo y, de paso, le mando un anónimo a tu padre sobre
dónde pasáis las noches tu hermana y tú. —Su cara se transformó.
—No tienes ni idea de quién es mi padre.
—¿Apostamos? ¿Crees que al boss le gustaría saber que tiene en su
plantilla a un hijo de…?
Me acerqué para murmurar la palabra en su oído y que nadie más nos
escuchara. El característico color aceitunado de su piel se evaporó. Sabía
quiénes eran mis compañeros, no me gustaba dejar cabos sueltos, por lo que
los tenía a todos investigados.
—¡Vaya con el mudito! No serás capaz de eso.
—No tientes a la suerte. Mi silencio por tu silencio —mascullé
apartándome.
A Marlon se le había agotado su característico humor y apretaba la
bandeja con fuerza.
—Por cierto, creo que tu Dolly Parton trasnochada viene, te está
buscando, que disfrutes de la noche y del champán, invita la casa.
Me hice a un lado dejando a Soberbia recuperarse. Podía imaginarlo
dándose la vuelta y diciéndole a su acompañante que se había hecho con
toda una bandeja de bebidas para que la disfrutaran a solas en algún rincón
de la casa.
Me daba igual lo que ocurriera entre esos dos, le había dejado claras las
cosas a mi compañero del SKS. A partir de ese momento, dudaba que le
diera por tocarme demasiado las pelotas.
Volví a mirar el reloj y solté un suspiro largo.
Había llegado la hora de que empezara el juego, el embajador acababa de
descender por las escaleras e iba a dar un discurso en la sala contigua de
bienvenida.
Tenía por delante el momento perfecto para poner rumbo a mi próximo
destino, a través de la zona de servicio. Nada como ser un trabajador y tener
los planos memorizados para saber por dónde desaparecer.
CAPÍTULO 39

Zuhara

N
o me costó encontrar a Duncan, quien estaba muy bien acompañado
al lado de una mujer que no conocía y que se reía con cada uno de sus
comentarios.
—Buenas noches —murmuré comedida.
Ambos interrumpieron su conversación para contemplarme.
—Zuhara, querida, por fin has llegado. —Mi padrastro me cogió de la
mano y me dio un beso en el dorso—. Estás preciosa.
—Gracias, Du.
—No, gracias a ti por querer acompañarme esta noche, ya sabes lo que
odio venir solo a este tipo de eventos, así que es un placer que hayas
querido sustituir a tu madre.
—Lo que sea por la familia. —Él me sonrió con amabilidad.
—Deja que te presente a la señora Vílchez.
—Señorita —lo corrigió ella, aunque su abultado vientre hablaba de un
embarazo asegurado. Puede que fuera una de esas mujeres que decidían ser
madres solteras por voluntad propia, por el modo en cómo lo había dicho.
—Por supuesto, disculpe, la señorita Vílchez.
—Encantada, soy Zuhara Al-Mansouri.
—Un nombre muy poético para una mujer preciosa.
—Usted también es guapísima, ¿de cuánto está? —pregunté, señalando
su tripa.
—Me queda un mes para dar a luz.
—Enhorabuena. —Ella me sonrió.
—Disculpen, tengo que ir a ver a mi acompañante, que debe estar
preguntándose dónde me he metido. Ha sido un placer, señorita Al-
Mansouri —pronunció con un marcado acento latino.
—Igualmente.
En cuanto nos abandonó, Duncan me ofreció otra sonrisa.
—¿Un día duro?
—Un poco, una tasación complicada. Una desquiciada intentando vender
moissanitas por diamantes, venía incluso con un certificado de autenticidad
que parecía original. Cada día hacen mejor las réplicas, menos mal que el
pen diamond es infalible.
—De momento —sugirió—, los creadores de joyas acrílicas utilizan
técnicas cada vez más innovadoras.
—Por eso es importante estar siempre a la vanguardia, detectar las gemas
hechas en laboratorio y que no nos la cuelen.
—Si trabajaras para nosotros, ganarías más, y tu día a día sería más fácil,
¿por qué no te lo piensas? Harías a tu madre inmensamente feliz.
—De verdad que te lo agradezco, pero, por el momento, prefiero seguir
como freelance.
—Como desees.
—¿Y el tío Scott?
—Debe haber cogido algo de tráfico, estará al caer. —Asentí y miré la
pieza expuesta, era una composición de varios elefantes hechos en jade
verde.
—Mamá me ha comentado que los chinos han dado con un nuevo
yacimiento —señalé las piezas.
—Eso parece, por eso es importante que me reúna hoy con el embajador,
no quiero que nadie se nos adelante si la noticia es cierta.
—¿Cabe la posibilidad de que no lo sea? —pregunté, echando un vistazo
en dirección al lugar en el que Ares debía estar paseándose con la bandeja
de las bebidas. Con lo estirado que era, había sido divertido verlo
atendiendo a los demás.
—Ya sabes cómo son estas cosas, los birmanos tienen por ahora la
hegemonía del jade dada la escasez en las minas chinas, no les haría mucha
gracia que fuera así y perder casi el monopolio que poseen. Si la existencia
de esa nueva explotación fuera cierta, podrían perder parte de su mercado,
lo que les llevaría a tener que renegociar el precio.
—Así que mejor adelantarse y conseguir un buen trato con los chinos.
—Eso es. Mira, ahí viene nuestro hombre en la mejor de las compañías.
El embajador entró en el salón y muchos de los congregados se acercaron
a él para saludarlo, mi tío Scott estaba a su lado, tan elegante como siempre,
en cuanto me vio, alzó las cejas y yo le ofrecí una sonrisa, desde el día que
estuve en el club, apenas pudimos hablar.
Le murmuró algo al oído del mandatario y este puso la mirada en mí.
Sus labios finos se apretaron y la mirada oscura no disimuló que le
estaba gustando lo que veía.
Llevaba dos miembros de seguridad a sus espaldas y apenas se detuvo
hasta alcanzarnos a mi padrastro y a mí.
—Zuhara. —Tío Scott alargó la última vocal de mi nombre al verme. Me
tomó de la mano libre y besó mi mejilla con afecto—. El lucero vespertino
más hermoso del firmamento —murmuró, haciendo referencia a mi nombre
—. ¿Has conocido ya a nuestro querido anfitrión, el señor Christian Cheng?
—No he tenido el honor —musité con un pestañeo coqueto.
El diplomático dio un paso al frente para tomar mi mano enguantada y
hacer un gesto con la cabeza sin llegar a besarla.
—El honor es mío.
—Au contraire[9], estoy encantada de conocer a alguien tan ilustre e
interesante como usted.
—¿Le gusta la colección? —preguntó interesado.
—Todavía no he tenido tiempo de verla, acabo de llegar y solo he podido
saludar a mi padrastro. Tenía la esperanza de que alguien que conociera la
historia de cada pieza me la pudiera explicar —comenté sugerente.
—Mi hijastra es una amante de las piedras preciosas, es gemóloga, perito
y experta en diamantes. Además, me estaba diciendo que le encanta el jade,
¿no es verdad?
—Así es, estos elefantes me parecen una maravilla —extendí la mano.
—Lo son, estos, en concreto, pertenecen a la dinastía Ming, en mi
cultura, se cree que los elefantes tallados en esta piedra semipreciosa
aumentan el feng shui de una habitación, estos simbolizan la capacidad de
fortalecer el poder, el amor y la suerte. El emperador se los regaló a su
mujer para que tuvieran un matrimonio próspero.
—Qué interesante —suspiré.
—¿Le gustaría que yo mismo le mostrara la colección y le hablara sobre
ella? —preguntó, tendiéndome el brazo. Duncan y Scott se miraron con
sumo interés. Podía ayudar a Ares con las fotografías y al mismo tiempo
echar una mano a mi familia, maman estaría contenta si mi cooperación
ayudaba a Du y su socio a cerrar el trato.
Me agarré a su brazo encantada.
—Si no le importa que lo acapare.
—Es mi fiesta, yo decido quién merece mi atención, y usted la merece
toda. Discúlpennos, se la devolveré intacta —les comentó mientras yo les
sonreía cómoda.
Esperaba que Ares ya estuviera en la cámara.
CAPÍTULO 40

Ares

M
iré el reloj. Tres, dos, uno y acción.
Había llegado a la segunda planta por el acceso del servicio, ya
estaba en la biblioteca y visualicé el precioso aparador que le había
enviado al embajador como ofrenda de Painite.
Tenía un par de siglos de antigüedad, con bonitas incrustaciones y un
tallado artesanal que haría las delicias de cualquier coleccionista, como era
el caso de Christian Cheng. El gabinete se empleó en su momento para
escribir cartas y guardar otras que nadie quería que supiera que estaban ahí.
El doble fondo de los cajones me permitió introducir el material
necesario para poder operar sin problemas, sacar la pieza de la caja fuerte,
hacer las fotografías, el escaneado y el pesaje para repararla como si no
hubiera ocurrido nada.
Saqué el cinturón de herramientas del primer cajón, me lo puse en la
cintura, agarré la linterna frontal, como las que llevan los mineros, y la puse
en mi cabeza, no iba a dar ninguna luz salvo la que yo llevaba encima.
Abrí el segundo para ponerme los guantes de algodón, coger la pesa de
precisión y el paño de terciopelo negro.
Según los planos, el montaplatos debía estar a mi izquierda, detrás de la
mesa de escritorio lacada en negro.
Palpé la pared, la golpeé y sentí el espacio hueco tras un panel de madera
labrada con una escena tradicional china.
«Te tengo, pequeño».
Lo quité con mucho cuidado y sonreí al ver el hueco empleado en la
antigüedad por el servicio para enviar platos de una planta a otra sin
necesidad de subir cargados por las escaleras. Era un sistema simple de
poleas con una cuerda exterior de esparto.
Solo esperaba que estuviera en el suficiente buen estado de conservación
y que soportara mi peso, o la hostia sería épica.
«Muy bien, allá vamos».
Puse primero un pie, parecía sólido. Me agarré a la cuerda, pasé el
cuerpo y subí el otro apretando los dientes.
La madera había crujido, pero seguía montado, lo que era buena señal.
Extendí el brazo, superpuse la talla de madera por si a alguien le daba por
entrar y tiré con fuerza. El sonido a polea oxidada rechinó en mis oídos, olía
a polvo, humedad y podredumbre. Solo esperaba que aguantara mi viaje de
ida y vuelta a la tercera planta, nada más.
«Allá vamos».
Tensé los bíceps y tiré con todas mis fuerzas, el tramo no era muy largo,
el problema radicaba en la postura que yo debía adoptar, y la incomodidad
del poliéster. ¡Como lo odiaba!
Seguí tirando, la cuerda no iba muy fluida y dudaba si podría llegar a
partirse. La luz que daba mi linterna frontal al espacio le confería un aire
lúgubre.
«No pienses en eso, Ares», me dije a mí mismo para infundirme
seguridad en la misión.
El montaplatos daba a un punto ciego del sistema de alarma, si lo hacía
bien, no saltaría, pero si calculaba mal… Adiós muy buenas.
Di un último tirón et voilà: «Querido pasajero, ha llegado a su destino,
próxima parada el Pink Star».
Tenía que ser muy meticuloso, la pieza que debería abrirse parecía algo
pegada, sin soltar la cuerda para no caer con mi propio peso, le di con el
codo un poco, no podía emplear demasiada fuerza.
Estaba sudando, la sensación de claustrofobia era acuciante, menos mal
que yo no tenía; si Apolo hubiera estado conmigo, se habría vuelto loco,
odiaba los espacios cerrados.
Me obligué a respirar y calcular de nuevo la fuerza empleada. Golpes
secos, firmes, pero poco contundentes. Al cuarto, sentí que cedía un poco.
«Eso es, vamos». No tenía mucho tiempo que perder.
Necesité cinco impactos más para que cediera del todo, y en el último, no
calculé del todo bien, le di con demasiado empuje, y por poco salió la pieza
disparada, suerte tuve de mis reflejos y poder agarrarla a tiempo, antes de
que hiciera saltar la alarma.
Solté una exhalación y contemplé el entorno. Necesitaba pegarme mucho
a la pared y no superar un ángulo de 90º o estaría muerto. Dejé la tapa
apostada y me desplacé muy despacio.
Me sequé el sudor que perlaba mi labio superior con la manga de la
chaqueta y puse una expresión de disgusto, el tejido era lo peor, no me
extrañaba que los camareros estuvieran amargados.
Extraje del cinturón el taladro de precisión, inserté la broca y a perforar.
Tenía la suficiente potencia como para atravesar la triple cámara de acero
cimentado como si fuera mantequilla. No varié el maldito ángulo, llevaba
sesenta segundos dejándome los riñones, pero no importaba, no podía dejar
de taladrar.
«Un poco más, solo un poco más…».
Quince segundos más tarde, el material cedió y sentí alivio cuando la
broca se topó con aire.
El siguiente paso era introducir la linterna con microcámara y flexo, así
podía ver qué número de la caja fuerte era el correcto en la pequeña pantalla
que llevaba incorporado el aparato. Era cuestión de visión y oído. Era una
de las partes que más me gustaba, como un maldito truco de magia.
Giraba la ruleta hasta oír el clic.
«Vamos, pequeña, dámelo, eso es… Doce, veinticinco, sesenta y nueve,
ocho, treinta y seis y nueve».
La puerta se abrió y el sabor a triunfo me embargó cuando aquella
preciosidad de cincuenta y nueve con sesenta quilates, de forma ovalada y
libre de impurezas, me dio la bienvenida.
Lo tuve que mirar por unos segundos, enfocando la linterna frontal de mi
cabeza para dejarme sacudir por su belleza.
«Hola, preciosura, eres una jodida maravilla, pero tú eso ya lo sabes,
¿verdad?».
No tenía tiempo que perder.
Coloqué el paño, le hice las fotografías, lo escaneé, puse el anillo en la
báscula y anoté el gramaje exacto en el mail que le mandé desde el móvil a
Beckett.
Solo quedaba el último paso.
Limpiar las virutas, colocar en el agujero la resina bicomponente del
color del acero de secado rápido, ponerla lo mejor posible y darle con la lija
para que no se notara la perforación.
Volví a mirar el reloj, diez minutos y Reynolds desconectaría. Tenía que
aligerar.
Menos mal que sabía el modelo exacto de la caja, el color era casi
idéntico, no iba a notarse nada.
Perdí seis minutos, tenía cuatro para volver y salir de la biblioteca.
Volví al montaplatos, ajusté la tapa lo mejor que pude y tiré de la cuerda,
el descenso debería haber sido mejor, de hecho, lo fue, con lo que no
contaba era con una pareja follando en la mesa del gobernador.
Por suerte, escuché los gemidos antes de salir por el hueco y gritar
sorpresa.
¡Joder! ¡¿No podían ir a follar a su casa?! Apagué la luz de mi frontal y
observé por los agujeros de la celosía.
Ella estaba subida en la mesa, tenía el pelo oscuro y caía en cascada por
la espalda desnuda.
El vestido estaba arremolinado en sus caderas y tenía los tacones puestos
encima de la madera.
Él empujaba con fuerza entre sus piernas, era un hombre maduro,
entrado en los sesenta, con el pelo canoso y los ojos cargados de lujuria.
—Sigue, sigue… —jadeaba ella.
—Dime lo que quieres, perra —exigió con un fuerte acento de Europa
del este.
—Correrme, amo, quiero correrme…
Vale, me habían tocado los padres latino-polacos de Christian Grey como
mínimo.
—No lo vas a hacer hasta que yo te lo diga, ¿quieres mi leche, puta?
—Sí… Por favor… No aguanto más.
«Ni yo tampoco, dásela de una vez».
—¿Quieres que mi semilla salude a este pequeño cabrón que crece en tu
tripa?
—Sí, por favor, amo… Córrete, córrete, quiero sentirte bañando mi
interior.
«¡Escúchala! ¡Córrete, campeón, y sigue con los efectos de la Viagra en
tu puta casa!».
Me dolían las manos de soportar mi propio peso. Los embates
desplazaban la mesa, el tío era mayor, pero estaba lleno de vigor.
Lo vi alzar la mano y cruzarle la cara a ella, después la acarició y le
metió el pulgar en la boca exigiéndole que mamara.
En otro momento, quizá me hubieran puesto hasta cachondo, no por la
bofetada, sino por la situación, pero solo quería que se puto largaran.
Escuché un crujido, eso no era buena señal, la cuerda se destensó de
golpe e hice lo único que pude, abrí las piernas y las manos en cruz para
anclarme contra el ladrillo.
La mujer gritó porque su amante por fin le dio la deseada orden.
Tenía todo el maldito cuerpo en tensión. No iba a aguantar mucho en esa
posición y debajo de mí solo había vacío.
La tabla se hizo añicos en la planta de abajo. Apreté los ojos, puede que
no muriera, pero si me daba una hostia desde esa altura, podría romperme
bastantes huesos y adiós al TOP5. Además, cabía la posibilidad de que
fueran a pillarme.
—¿Has oído eso? —preguntó la mujer.
—¿El qué? —preguntó él, terminando de sacudirse en su interior.
—Un ruido.
—Querida, este lugar está lleno de gente, lo extraño sería que no hubiera
ruidos.
—No me refiero a eso, era como si algo se hubiera roto, como un
estruendo fuerte…
«¡El que va a romperse soy yo como no os larguéis de una puta vez!».
—Quizá ha sido un camarero, suelen ser bastante torpes los que
contratan en estas fiestas, seguro que alguno ha tirado la bandeja. Ven, deja
que te ayude.
Ella bajó de la mesa y se puso de perfil, yo me escurrí un poco, mis
músculos no dejaban de temblar protestando por el esfuerzo. Intenté buscar
una posición más cómoda. Para ello necesitaba arriesgar.
Me ayudé con los dedos, me desplacé un poco buscando la superficie
adecuada. O hacía un pleno, o la cagaba y terminaba estrellado.
Me concentré, visualicé justo lo que pretendía y me preparé para la
temeridad.
Fue como cerrar y abrir un paraguas, en plena tormenta. En cuestión de
segundos, anclé mi espalda a la parte trasera del hueco y mis pies a la
delantera. Tenía suerte de tener las extremidades largas y trabajadas. Por
una vez, le agradecí a Painite sus entrenamientos de mierda.
Había perdido altura, no obstante, seguía viendo a la pareja si alargaba el
cuello.
El hombre estaba terminando de abrocharle la cremallera del vestido y,
decididamente, ella estaba muy embarazada.
La agarró del pelo y la besó con fuerza.
—¿De quién eres?
—Tuya.
—¿Y juntos qué somos?
—Los putos reyes del universo.
—Exacto, el mundo va a ser nuestro, Anita, no lo olvides, voy a ponerlo
a tus pies.
—O yo a los tuyos —murmuró ella. Él rio ronco,
—Bajemos, hay alguien con quien necesito hablar antes de que nos
marchemos.
El alivio me inundó cuando escuché el sonido de la puerta al abrirse y
cerrarse.
Creía que no lo contaba.
Me desplacé con cuidado, usando piernas y espalda, impulsándome hacia
arriba. Al llegar al punto cubierto por la tapa de madera, me propulsé hacia
delante para agarrarme al filo y, con un poco de esfuerzo extra, por fin
poder salir.
CAPÍTULO 41

Zuhara

E
stuve cerca de cuarenta minutos escuchando las explicaciones del
embajador, bajo la atenta mirada de Duncan y tío Scott, que no
dejaban de asentir y sonreír en mi dirección.
Se les veía complacidos con mi actitud, yo también porque estaba
cumpliendo con los dos objetivos que me había marcado. De vez en
cuando, me fijaba para intentar atisbar a Ares.
Todo parecía tranquilo. No se había escuchado nada, ni carreras, ni
alarmas, así que intentaba mantener los nervios a raya, aunque fuera difícil.
Tampoco es que tuviera que estar nerviosa, yo había asistido a la fiesta
como invitada, nadie podría asociarme nunca al hombre que estaba
intentando fotografiar al Pink Star para falsificarlo.
Al terminar el recorrido en la última pieza de la colección, le dije al
señor Cheng, o a Christian, como me pidió que le llamara, que había sido
todo un placer averiguar tantas cosas interesantes y que estaba deseando ir
al MET para volver a ver cada pieza de nuevo, además de las que me
faltaban y que no había podido exponer en su casa.
—Confío en que pueda ser yo mismo quien la acompañe a esa visita. ¿Le
parece si quedamos para cuando la exposición esté lista y terminamos la
experiencia con una cena?
—Sería un honor, aunque tengo por delante un par de semanas bastante
ocupadas.
—No se preocupe, mi agenda también está bastante apretada, aunque
creo que… a mediados de junio podía hacer un hueco, antes de que la
exposición termine, ¿le parece?
—Yo creo que mi sobrina estará encantada —intervino Scott
interrumpiéndonos— de que pueda darle las explicaciones de las obras que
faltan, sobre todo, si llegamos a un acuerdo en lo que respecta a la
exportación del jade hallado en Xinjiang. —Christian tensó la expresión.
—¿Todo se resume a un interés comercial? —preguntó suspicaz. Sus
ojos pasaron de mí al tío Scott.
—Para nada —musité yo—, no lo malinterprete. Es que mi tío tiene
muchas ganas de hacer negocios con usted y le garantizo que un acuerdo
con nuestra familia sería de lo más productivo. Por si lo desconoce, la
empresa SD-Trade Minerals & Export es de las más productivas, serias y
eficientes del sector. Si yo tuviera que depositar mi confianza en alguien, y
exportar algo tan delicado y complejo como el jade, no dudaría en contar
con ellos dos. —Los señalé—. Le confesaré que mi padre trabajaba para
ambos antes de fallecer, y cuando lo hizo, podrían haber pasado de mi
madre y de mí, pero no lo hicieron, se responsabilizaron, le ofrecieron a mi
madre un trabajo, se ocuparon de nuestros gastos y mi educación cuando no
tenían responsabilidad alguna, y eso dice mucho de sus personas.
»Primero conocí las bondades de estos hombres por boca de mi padre,
después lo viví en carne propia. Estos caballeros aman su trabajo, se
preocupan de sus trabajadores y sus familiares, y se convierten en familia.
Hacen de la excelencia y el trato humano la visión de la empresa y han sido
capaces de inculcar el amor por lo que hacen a todos aquellos que les
rodean, lo cual no es nada sencillo.
»Si me lo permite, Christian, si yo pudiera ponerme en su lugar y ser la
embajadora de China, no lo pensaría. Estoy segura de que no le
decepcionarán, que conseguirán el mejor precio de mercado para aquellas
piezas que quiera exportar y le darán la mejor salida. Sé que conoce el
mercado por quién es su padre y estoy convencida de que él aprobaría con
creces un trato entre su empresa y SD.
Cuando terminé mi discurso, el mandatario palmeó mi mano, no la había
quitado de su brazo.
—¿No ha pensado en dedicarse a la política? Tiene grandes dotes de
persuasión —le sonreí, al igual que Du y su socio. A los dos les brillaba la
mirada frente a mi monólogo.
—No me lo he planteado, pero, si así fuera, no dudaría en pedirle
consejo.
Por el rabillo del ojo, vi entrar a Ares, llevaba una bandeja con algunas
copas. Una buena señal sin duda, por la hora que era, ya debería haber
obtenido las imágenes y el gramaje. Buscó mi rostro para hacer un
movimiento leve en señal de que había sido un éxito, respiré tranquila.
Sus ojos se desplazaron en dirección a los hombres que me rodeaban. Se
puso tenso de inmediato y su rictus se volvió pétreo al ver a Duncan y Scott
de espaldas. Por su expresión, parecía que los conociera y que no le cayeran
demasiado bien.
—Yo llevo tiempo insistiéndole a mi hijastra para que venga a trabajar
con nosotros —comentó Duncan, devolviéndome a la conversación—, creo
que sería una gran embajadora de nuestra empresa, pero ella siempre me da
calabazas porque quiere hacerse un nombre por sí misma en el sector de la
peritación de joyas.
—Lo que demuestra que es una mujer que no desea que le regalen nada y
que no daría jabón a quien no lo mereciera. Tiene todos mis respetos por
ello, señorita Al-Mansouri. —Dirigí mi atención hacia el mandatario y le
sonreí.
—No soy de hacer la pelota, Christian. —Él exhaló.
—Muy bien, me ha convencido, hablaré de negocios con sus familiares
después de que le dé la bienvenida a todos los asistentes. Creo que ya lo he
postergado demasiado.
—La culpa ha sido mía por acapararlo.
—Para nada, sospecho que su compañía ha sido lo más agradable que
voy a disfrutar esta noche.
Miré de reojo la puerta. Ares me hizo un gesto con la cabeza para que
saliera. Notaba la boca seca.
—Si me disculpan, necesito ir un segundo al baño.
Quité mi mano del brazo del embajador.
—Por supuesto, aquí la esperamos —aceptó. En cuanto dejé de rodearlo,
la mujer que antes había visto con Duncan, que estaba en estado de buena
esperanza, vino a saludar al mandatario junto a un hombre que debía ser su
marido, por el modo en que la cogía de la cintura.
Fui a arrancar el paso, pero el tío Scott me interceptó antes de que lo
hiciera, se acercó a mí y habló en susurros para que nadie lo oyera.
—Has estado soberbia, Zuhara, la digna hija de tu padre, esté donde esté,
seguro que se siente muy orgulloso de ti. Te has convertido en la hija que
todo padre querría tener. —Escucharlo decir algo así me estremeció por
dentro.
—Gracias.
—Si alguna vez te lo piensas mejor, las puertas de la empresa
permanecerán abiertas para ti, una perito con tus dotes de persuasión nos
vendría muy bien. Necesitaba decírtelo.
—Ya sabes que todo lo que he dicho es lo que pienso, si con mis palabras
os he ayudado a que cerréis el trato con el embajador, me doy por
satisfecha.
—Seguro que sí, has sido de gran ayuda. Anda, ve, no quiero entretenerte
más.
Acepté su beso en la mejilla y me puse en marcha para hablar con Ares.
Al salir, me di cuenta de que no quedaba nadie en la sala contigua y que
él me hacía un gesto desde otra puerta con expresión adusta. Ya no llevaba
la bandeja. Caminé con decisión, miré a un lado y a otro por si alguien nos
veía juntos, y cuando llegué al lugar en el que se había colado, noté un
fuerte tirón que me arrastró hacia la oscuridad.
CAPÍTULO 42

Ares

N
o podía creerlo. Podía ser fruto de la casualidad, pero lo dudaba
mucho.
¡¿Qué narices hacía Zuhara con mi mentor, su puto socio y el
embajador?!
El pulso me iba a mil, había sobrevivido de milagro y en mi mente no
podía dejar de pensar que tal vez Beckett tuviera razón, que si Reynolds no
encontró nada fue porque mi mentor era jodidamente listo e hizo
desaparecer toda la información de la señorita Al-Mansouri, quizá ni tan
siquiera se llamara así.
Él me conocía mejor que nadie, la había creado a mi imagen y semejanza
para hacerme caer de cuatro patas, directo a la trampa, ¡joder!
Quizá incluso sabía que yo estaba aquí, quizá no. ¡Seguro! ¡Tenía que
saberlo si Zuhara era uno de sus niños perdidos!
Mi adrenalina estaba por las nubes. Tras obtener lo necesario y salirme
del atolladero en el que me había visto envuelto, estaba eufórico, en lo
único que había pensado era en ir en busca de Zuhara para celebrarlo, y
cuando fui directo al último lugar en que la vi…
¡Booom!
Allí estaba, con la persona que más odiaba en la faz de la tierra, Painite
se había acercado a su oreja y la había besado. ¡L.A. H.A.B.Í.A.
B.E.S.A.D.O.! ¡¿Se lo estaba tirando?! ¿Era su amante?
Tuve ganas de abalanzarme y sacudirlo como el puto saco de boxeo que
ella tenía en su piso, hundir los puños en él hasta hacerlo sangrar por cada
uno de sus orificios. Odiaba verme inmerso en otro de sus putos juegos, que
me estuviera poniendo a prueba no me hacía gracia, ninguna.
Zuhara era el señuelo y yo el estúpido pez que había picado porque me la
quería comer.
¿Cuál era el objetivo? ¿Demostrarme que siempre estaría ahí dispuesto a
joderme la vida? ¿A que no pudiera confiar en nadie? ¿O arrastrarme a su
lado de nuevo?
El nunca quiso que me fuera de su lado y yo no podía hacer otra cosa que
salir huyendo en la dirección opuesta después de lo que pasó.
Le hice un gesto a Zuhara para que me siguiera, tal vez no lo hiciera, tal
vez se quedara con él, o puede que vinieran los dos para proclamar su
particular Game Over.
Atravesé el vestíbulo y giré a la derecha, hacia la zona de personal. Los
camareros se habían desplazado donde se desarrollaba la exposición.
Doblé la esquina y abrí la puerta de un cuarto de almacenaje. Abrí y
cerré los puños intentando serenarme. Vi la sombra de Zuhara proyectada
en la pared.
Alargué la mano y tiré de ella sin pensarlo. Dio un grito asustada. Yo la
puse contra la pared y la aplaqué con el cuerpo.
—Pero ¿qué demonios haces, Ares? ¡Suéltame! ¡Podrían vernos!
—¡¿Quién?! ¡¿Painite?! —escupí, cabreado, aplastando mi cuerpo contra
el suyo—. Me parece que ya está al corriente de nuestro acuerdo, ¿verdad?
¿Qué pretendíais? ¿Me la queríais colar?
—Pero ¿de qué diablos me hablas?!
—¡De mi mentor! ¡No finjas! —Su expresión era de estupor, como si la
conversación no fuera con ella—. ¡Te he visto con él! No han sido
alucinaciones, estaba contigo, te ha hablado al oído con mucha familiaridad
y te ha besado en la cara!
Ella negó y me sonrió brabucona.
—Lo que yo te diga, estás como una chota. Ese no era tu mentor, sino mi
tío Scott, ¡te has confundido!
—¡Y una mierda, él no es tu tío, su hermano no tiene hijos! —ladré. Si
Beckett tuviera una hija como ella, lo sabría, además, no compartían
apellido, ni tenían hermanastros.
—No es mi tío al uso, es el socio de Duncan, mi padrastro, y siempre me
he dirigido a él como tío Scott, desde que maman y yo nos fuimos a vivir
con Du.
—¿De verdad piensas que soy gilipollas? —Estaba hiperventilando.
—Lo que pienso es que te la estás jugando si sigues tratándome así.
¡Suéltame! Me estás haciendo daño.
—¿Daño? Esto no es comparable con lo que te voy a hacer. No vas a
joderme, Zuhara. Una cosa es que me pongas cachondo y otra que esté
dispuesto a joderlo todo por ti. No te equivoques, he perdido demasiadas
cosas como para no dilucidar qué es lo que de verdad importa.
—O me sueltas, o te pateo las pelotas —respondió cabreada—. No sé de
qué me hablas y estoy harta de que me trates como no merezco.
Reí sin humor.
—Ahora pretenderás venderme la moto de que se trata de una
coincidencia. —Hundí las yemas de mis dedos en sus brazos con rabia. Ella
separó los labios—. Como vuelvas a soltarme lo de la casualidad y la
causalidad, juro que te parto el cuello como casi me pasa a mí, hace unos
minutos, cuando se rompió el montaplatos.
Sus cejas se alzaron, mezcla de sorpresa, preocupación y furia.
—Si te has levantado con el pie izquierdo y eres propenso a las caídas,
no es culpa mía.
«No, de lo que eres culpable es de que siga sin poder sacarte de mi jodida
cabeza ni aun sabiendo que eres la enemiga y tienes el mismo alcance que
una maldita bomba de relojería».
—Nos largamos. —Le solté los brazos dispuesto a llevármela al piso
para hacerla confesar, me daba igual si tenía que sacarla cargando a cuestas
en mi hombro.
—Tienes que esperarte, le he dicho al embajador que ahora mismo volvía
y…
—¡Me la suda el puto embajador!
—¡¿Ahora eres tú el de la boca sucia?! ¡¿Desde cuando eres tan
malhablado?!
—¡¿Y tú tan mentirosa?!
—No te he mentido.
—¡Sí lo has hecho! ¡Ese hombre al que tú llamas tío me compró! ¡Me
jodió la vida! ¡Me convirtió en lo que soy! ¡Y me hizo matar a mi propio
hermano! ¡¿Lo pillas?!
Los dos nos estábamos mirando muy cabreados. Su pecho bajaba y subía
acelerado. Mi aliento impactaba contra su respiración alterada.
—No sabes lo que dices.
—¡¿Te parezco una persona que no sabe lo que dice?!
Ella siguió mirándome, con aquellos círculos dorados fulgurando
alrededor de sus ojos.
—¿De verdad mataste a tu hermano?
—¿No te lo ha contado?
—¿Cómo va a contarme eso? Yo no sabía nada de ti ni de Apolo, de
hecho, sigo pensando que te confundes.
¿Era posible que Scott, alias Painite, no le hubiera hablado de nosotros?
—Si me mientes, lo sabré… ¿Nunca te habló de nosotros?
—No —aseveró sólida.
—¿Eres una de sus niños perdidos?
—¡No! Yo me he criado con mi madre hasta que papá falleció, después
pasamos más de tres años solas hasta que lo suyo con Duncan se formalizó.
Si Scott compra niños y los cría para ser ladrones…, ni tenía idea, ni soy
una de ellos.
«Te estás dejando embaucar», escuché la voz de Beckett en mi cabeza.
—Ares, tienes que creerme, estoy contigo en esto, lo que tú tengas con
Scott es cosa vuestra, yo no pinto nada en ello.
«Mieeenteee».
Apreté los labios y la perforé con la mirada, intentando rascar en lo más
profundo de su ser sin éxito.
—¿E-en serio que mataste a tu hermano? —titubeó.
—Sí —respondí amargo.
«Y no hay un maldito día en que no me culpe por ello». Su labio inferior
tembló.
—¿A quién más has matado? —preguntó ella con tiento.
—A nadie más, no soy un asesino en serie, aunque me estoy planteando
seriamente que seas la siguiente…
Sus ojos se abrieron como platos, la agarré del cuello y apreté.
Zuhara se retorció. No quería morir, podía sentirlo en cada fibra de su
cuerpo, en como batallaba para desasirse de mi agarre.
Tenía un cuello fino y delicado, habría sido tan fácil hundir más los
pulgares y dejarla sin aire, ver cómo la vida se le escapaba de los ojos y
llevar su cuerpo inerte a los pies de Painite.
La superaba en fuerza y en desgracias, era un jodido superviviente, por lo
que cuando intentó darme un rodillazo contra la ingle, se lo impedí.
Bloqueé el golpe y volví a apretarla contra la pared aplastándola con mi
cuerpo.
No iba a dejarse matar con tanta facilidad, separó los labios en busca del
oxígeno que yo le negaba. Me debía su vida por haberme querido joder, se
lo prometí a Beckett, que si la descubría, no me temblaría el pulso.
—A… Ares… Joderrr.
Apreté los dientes mientras ella intentaba que aflojara. Si yo estaba en lo
cierto y todo lo que me había vendido era una puta mentira… ¿Era
verdaderamente culpable? Yo también hice lo que pude para sobrevivir,
hasta que Beckett me tendió una mano para salir. No podía juzgarla sin
conocer su historia, no podía matarla sin más, yo cometí las peores
atrocidades por mi mentor, y era consciente de que si uno quería, podía salir
de su embrujo, solo necesitaba a alguien que le hiciera ver que era posible,
que existía un mundo fuera del alcance de Painite.
Quizá no estuviera todo perdido con Zuhara y la vida me la hubiera
puesto en mi camino para que le diera la salida que Apolo no tuvo.
Dejé de presionar con tanta fuerza, el aire se abría paso hacia sus vías
respiratorias regulado por mis dedos. Mis pupilas impactaron como dos
kamikazes contra esa boquita delirante, la que era capaz de las peores
mentiras y mis mayores anhelos.
No tenía ganas de seguir escuchándola, tampoco me sentía con fuerzas
para acabar con su vida y cargar con otra muerte en mi mochila. En lo único
que podía pensar era en una cosa; no dejes que nadie te diga lo contrario, el
ser humano es un puto egoísta de mierda y yo me moría por serlo con ella.
Descendí. Ella separó tanto los párpados que parecía que sus ojos fueran
a rodar en cualquier momento convertidos en un par de canicas.
Necesitaba pensar, necesitaba quitármela de la cabeza, necesitaba hundir
mi lengua en ella y saborear su veneno.
Lo hice, por supuesto que lo hice, me enredé en su sabor y me dejé
arrasar por la detonación. Había besado cientos de bocas, tal vez miles, pero
nada me había preparado para su lengua enlazada con la mía y su gemido
gutural.
El sonido estaba allí, primitivo, inesperado, placentero, y yo lo engullí
ávido de más. Ahondé, profundicé en aquel beso tan incendiario como
castigador, no me importó perder en él todas mis reservas de aire ni
ahogarme de lujuria. Dejé de apretar para recorrer la zona maltratada con
veneración. Metí mi rodilla entre sus muslos y ella dejó caer su coño en mí.
Empujé para que me sintiera y celebré el momento exacto en el que ella se
frotó contra la rigidez de la articulación.
Otro ruido reverberó contra el cielo de mi boca, sus manos dejaron de
agarrar las mías para trepar por mi nuca y llevar sus uñas a mi cuero
cabelludo. El dolor se mezcló con el placer, quería sentirla en todas partes y
sin ropa. Quería saborear cada átomo y morir en él.
Zuhara era una maldición, una adicción absoluta, un veneno mortal que
quería beber y follar al mismo tiempo.
Bajé por el perfil de su cara, hasta llegar al escote y sacar uno de sus
pechos. Tan redondo, pesado y firme, con el pezón tan suplicante, erecto y
tostado, que era imposible no proyectar mi boca en él. Lo succioné con
avidez y ella gritó.
«¡Joder! Quería oír sus gritos para siempre».
Metí la mano por la raja de la falda, tal y como me había imaginado.
Busqué la goma lateral de la ropa interior y colé los dedos para ungirlos en
su excitación. Las mujeres podían fingir orgasmos, pero no lubricarse por
arte de magia. Ese tipo de cosas no ocurrían porque sí. Zuhara me deseaba
tanto o más que yo a ella, aunque fuera de dura, la evidencia estaba ahí,
empapando mis falanges.
Alcé la cabeza en busca de su expresión desatada. Tenía los ojos cerrados
y jadeaba descontrolada, hundí los dedos en ella hasta el fondo y mordió su
labio con fuerza.
—Mírame —le ordené, penetrándola una y otra vez.
Era incapaz de hacerlo, estaba perdida en el limbo del placer y mi orden
no llegaba a su cerebro.
Busqué su punto G, formé un gancho con las yemas y las pasé por la
pequeña protuberancia rugosa.
Abrió la boca y soltó un improperio que adoré. Me encantaba que el
asedio diera sus frutos.
—Zuhara, mírame, o dejo de tocarte. —Las espesas pestañas se abrieron
y descubrí mi reflejo en su infierno. Los dos estábamos en esto, cachondos
perdidos por el enemigo—. ¿Vas a traicionarme? —pregunté sin dejar de
incidir donde más le gustaba. Sus extremidades temblaban—. ¿Has venido
a por mí porque te lo ha pedido Scott? ¿Tu misión era que yo cayera
rendido para hacerme volver? —Ella negó y yo continué torturándola, le
mordí el pezón y gritó. Soplé aire frío para contraerlo y calmarlo—.
Entonces, ¿qué quieres de mí? Dime de una puta vez la verdad. —Mi pulgar
acarició el clítoris inflamado al mismo tiempo que la trabajaba por dentro
—. ¿Qué buscas, Zuhara? —Intensifiqué el movimiento—. Dilo y te
perdonaré la vida. Dilo y te daré el mejor orgasmo de tu jodida vida. ¡Dilo!
—exigí, hundiendo los dedos hasta lo más hondo para regresar a la pequeña
esponja y friccionarla hasta que Zuhara dejara de pensar con coherencia.
Me detuve en el momento exacto en que iba a alcanzar el orgasmo y ella
me miró como si fuera lo peor que le pudiera hacer.
—Dilo y te lo entregaré. ¡¿Qué buscas de mí?!
—¡Al asesino de mi padre! —chilló, moviendo las caderas para estallar
en mi mano con absoluto descontrol.
CAPÍTULO 43

Zuhara

P
odría haber pateado, montado un espectáculo y enviarlo todo todavía
más a la mierda de lo que ya lo había hecho revelándole a Ares el
motivo real que me había llevado hasta él, salvo que no lo hice.
¿Por qué?
Ni idea, quizá porque, más que nunca, después de haberme traicionado a
mí misma corriéndome entre sus dedos, necesitaba ese clavo ardiendo al
que aferrarme. O porque era una maldita suicida y una enferma mental por
desearlo, por haber claudicado a la lujuria en lugar de patearle las pelotas y
seguir con el plan trazado como debería haber hecho.
Creo que me confié porque acababa de revelarme que fue el causante de
la muerte de su propio hermano, si hubiera estado Brenda, ella me habría
aconsejado que lo presionara un poco más, ya puestos, ¿qué más le daba
confesar otro asesinato más?
Tampoco es que estuviera en mi mejor momento mental, teniendo en
cuenta que cada una de mis terminaciones nerviosas gritaban orgasmo.
Mi pecho subía y bajaba sofocado, mientras que sus ojos cristalinos
permanecían impactados ante la revelación. No estaba recuperada del todo,
sobre todo, de su acusación sobre si yo era una infiltrada del tío Scott.
¿Él era su mentor? Parecía haber caído por un agujero a una dimensión
desconocida.
Lo vi apartarse un poco, desubicado ante mi respuesta. Tragué con fuerza
y Ares estrechó los párpados.
—¿Cómo dices?
—Ya me has oído, busco al asesino de mi padre, dudo que te sea muy
complicado sumar dos más dos —arrastré la acusación y mi tráquea se llenó
de hiel.
—¿Es que te has vuelto loca? ¡Yo no he matado a nadie!
—Salvo a tu hermano.
Ares apretó los puños. Había sido un golpe bajo, aun así, nada certificaba
que solo lo hubiese matado a él, tal y como me había dicho.
Su cuerpo se llenó de tensión.
—¿A qué cojones estás jugando, Zuhara?
—¡¿Yo?! —pregunté avergonzada por mi desliz, recolocándome la ropa
—. Esa pregunta debería hacértela a ti. ¡¿Qué buscabas en mi casa aquella
noche?! ¡¿Por qué lo mataste?! —imité su voz para que se diera cuenta de
que lo recordaba todo—. Vamos, regresa a tu habitación, métete en la cama
y cuenta hasta cien. Cuando lo hayas hecho, yo ya no estaré. Soy el que
vela por tus sueños, por los de tu familia y va a cuidarte para siempre. Soy
tu protector, y ahora, ve. —Sus ojos se abrieron como platos, debía estar
recordándolo por su expresión. Torcí una sonrisa.
—Eres la niña del pasillo… La de las canicas…
—Así que ahora sí que me recuerdas, ¿no? —Mi pulso iba a mil.
La ansiedad se me había disparado por las nubes mientras sus ojos se
movían abriendo la caja de recuerdos. Movió la cabeza negando.
—Este no es lugar para hablar de esto. —En eso estábamos de acuerdo,
sin embargo, no estaba segura con él, no cuando el puzle se había
completado—. Nos vamos —dijo, agarrándome de la muñeca.
—¡Yo no voy contigo a ninguna parte! —espeté.
—Ey, ¿todo bien?, ¿pasa algo? —Un tipo se asomó al lugar en el que
estábamos.
—¡Fuera! —le rugió Ares—. No es asunto tuyo.
El chico, que debía rondar los veintitantos y tenía aspecto de rockero, por
su pelo demasiado largo, la americana entallada con solapas de strass, la
corbata fina y los pantalones demasiado ajustados, alzó las manos.
—¡No, espera! —grité, pero se largó como si le importaran más las
órdenes de Ares que las mías.
—Olvídate de él, no va a hacer nada por ti, y ya te he dicho que nos
vamos.
—¡Y yo que no me pienso ir!
—Lo harás aunque sea cargada en mi hombro, no voy a quedarme ni un
minuto más aquí, ni tú tampoco.
Sacudí mi mano para que me soltara, no lo hizo.
—No eres capaz de hacer lo que dices, como me cargues, me voy a poner
a gritar y terminarás en un calabozo porque confesaré todo lo que has hecho
—lo amenacé.
—No tienes ni idea de lo que soy capaz.
La bravuconada me salió cara, me vi superada en fuerza bruta, cargada
entre sus brazos y silenciada por aquella mano que no dudé en morder.
Si pensaba que iba a dejarme secuestrar, lo llevaba claro.
Le dio igual que mis dientes se hundieran en su piel con saña y que el
sabor ferroso se desplazara por mis papilas.
La zona de personal tenía una salida al exterior. Ares lo sabía y yo
también, porque habíamos estudiado los planos de aquella maldita
residencia. Parecía que hubiera caminado por aquel lugar toda la vida.
Llegamos a la salida en pocos segundos, la amplitud de sus zancadas le hizo
alcanzarla antes de que pudiera librarme de él.
Quizá alguno de los camareros estaba en el callejón. La luz de una farola
nos dio la bienvenida, además de un par de ratas gourmet que metían el
hocico en el contenedor. No había una puñetera alma.
¡Iba a matarme!
No se lo pondría tan fácil. Me daba muchísimo asco seguir mordiendo, si
le arrancaba un trozo de carne, me darían náuseas y vomitaría. Una cosa era
ir de dura y otra sentirme Mike Tyson. Dejé de presionar los dientes.
—¿Ya te has cansado? Espero que lleves puesta la vacuna de la rabia —
masculló al notar la retirada de mis incisivos.
Vi un par de sombras acercándose. Me puse a patear como las locas y él
apretó la palma con más fuerza para ahogar mis gritos de auxilio.
Pasaron un par de tíos por nuestro lado y ninguno de los dos se molestó
en actuar para liberarme. Claro que Ares proclamó a los cuatro vientos,
como si se dirigiera a mí pero para que lo escucharan, que no pensaba
tolerar que tonteara con otro tío delante de sus narices.
—Di que sí, tío, ¡déjale las cosas claras! —gritó uno de ellos, elevando
un puño.
Hice rodar los ojos, lo que tenía que escuchar. La sociedad se iba a la
mierda con neandertales como aquellos, y yo no vería el amanecer, estaba
convencida.
Ares había aparcado a un par de manzanas, el aparcamiento no tenía
guardia de seguridad. Todo estaba pensado para que lo viera el mínimo
número de personas posible.
Bajó por la rampa, y cuando estuvimos delante del deportivo, no tuvo
más remedio que bajarme.
—Haz una gilipollez más y lo pagarás caro —me amenazó.
—¿Para qué alargar la agonía? ¡Mátame! —En su cara no había un ápice
de burla, metió la mano en el bolsillo para darle a la llave y yo aproveché
para jugármela y salir a correr—. ¡Socorro! ¡Quiere matarme! —grité,
encaminándome hacia la rampa. Tenía fe en que alguien me escuchara.
—¡Haz el favor de venir aquí, loca del demonio! —blasfemó a mis
espaldas. Oí sus pasos precipitarse en pos de mí.
Era rápida, mis carreras en el parque me hacían estar en forma, lo que no
ayudaba era llevar puestos tacones en lugar de mis zapatillas de running.
Tampoco que Ares me sacara veinte centímetros de estatura y bastantes
kilos de masa muscular.
Me esforcé al máximo sin dejar de gritar. Los pulmones me ardían, los
nervios me volvían imprecisa. Estaba tan obcecada en conseguir llegar a la
calle que no me fijé en la maldita mancha de aceite que quedaba a un par de
pasos. En cuanto la pisé, salí disparada hacia uno de los pilares que
bordeaban la rampa.
No hacía falta que me matara él, ya me moría yo.
CAPÍTULO 44

Ares

C
aminé nervioso arriba y abajo por la habitación, que Zuhara se
golpeara la cabeza fue, en parte, una bendición.
Tras evaluarla, vi que solo se trataba de un golpe, no parecía grave,
por lo que la metí en el coche, conduje directo al ático y la llevé hasta su
cuarto.
No había llamado a Beckett porque no me sentía preparado para ello,
pero sí que le mandé un mensaje a Reynolds, en el que le pedí que buscara
información sobre el padre de Zuhara.
Recordaba con exactitud aquella noche en la que discutí con mi hermano
y nuestro mentor.
—Es una misión fácil —murmuró Painite—. La casa no tiene alarmas, y la
ventana de la segunda planta no cierra bien. Solo hay que trepar por el
árbol de fuera, bajar hasta aquí —me enseñó el plano interior de la casa—
y traerse lo que hay dentro del maletín. Ese hombre nos ha robado algo
muy preciado.
—¿Y si lo ha metido en su caja fuerte o lo ha escondido?
—No hay caja fuerte —respondió—. Hoy ha llegado de viaje, ha ido
directo del aeropuerto a su casa, por lo que estoy seguro de que debe
tenerlo en el despacho.
—¿Qué hay dentro? —preguntó Apolo con los ojos muy abiertos.
—Eso da lo mismo.
—Pero a mí me gusta saber qué es lo que robamos.
—Hoy no vas a ir, solo acudirá Ares.
—¡¿Por qué?! —preguntó enfurruñado—. ¡Estoy más que listo para la
acción! —Dio varios golpes en el aire y un salto a pies juntos.
Por supuesto que lo sentía así, estaba atravesando un episodio de
euforia que debería haber sido regulado por la medicación, el problema
era que dudaba que se la estuviera tomando. Solía decir que se sentía
agotado, sin fuerzas, y a veces la tiraba por el retrete.
Además, llevaba un tiempo viéndose con alguien, no quería contarme
con quién, decía que tenía que respetar su intimidad. Solo sabía que ese
alguien le dio a probar la coca, lo que era un cóctel mortal.
—Te lo repito por si no te ha quedado claro, solo irá Ares, es un trabajo
sencillo, no necesita de tu ayuda, te quedarás en casa tranquilo. ¿Estamos?
Apolo nos miró a uno y a otro mosqueado.
—¡Soy perfectamente capaz de ir con él! —estalló, perdiendo los
estribos.
—Ey, los dos lo sabemos —murmuré, intentando calmarlo, cada vez me
costaba más. Las hormonas, la edad y las drogas eran factores a tener en
cuenta—. Painite ya te ha dicho que es una misión individual, la próxima
será solo para ti, ¿verdad, mentor? —Scott frunció las cejas.
—Ya veremos…
—¡Idos a tomar por el culo los dos! ¡Que os den! —estalló mi hermano.
Le dio una patada a una de las piedras del jardín y se largó cabreado.
Painite lo miró de refilón.
—No tendría que haberle dicho eso, ¿qué le costaba decirle que sí?
—No tengo por qué mentirle, cada día está más descontrolado, ¿piensas
que no sé que pasa de la medicación?
—Es muy jodido estar como él y depender siempre de las putas pastillas.
—Pues si no aprende a que de ellas depende su estabilidad, quizá sería
mejor que lo internara.
—¡Ni hablar! ¡Yo puedo con él! ¡Ya lo sabe! ¡Siempre me he ocupado de
Apolo!
—Pues últimamente me da a mí que no se te está dando tan bien. —
Apreté los puños—. Escucha, Ares, Apolo es peligroso, el otro día le reventó
la nariz a un tipo porque creyó que se reía de él, si no llega a ser por ti, que
estabas ahí y lo frenaste cuando le dio por coger el bate del maletero…
—Pero lo frené, ¿no? —pregunté preocupado. Mi corazón latía rápido,
no estaba preparado para que Painite me arrebatara lo único que me
importaba en la vida.
Lo de aquel tío ocurrió haría cosa de un mes. Apolo y yo habíamos
salido, no tenía ni idea de que mi hermano había empezado a hacer el
imbécil con las drogas por culpa de la persona de la que se había
encaprichado.
No quería hablarme de ella, solo me dijo que había conocido a alguien
que lo estaba haciendo muy feliz, yo me alegré por él, por supuesto, y lo
cubría cuando se escabullía de noche para sus encuentros, lo que no tenía
ni idea era de que, en su último episodio de bajona, su cita misteriosa le dio
a probar la coca para animarlo y Apolo se llevó un par de gramos para
metérselos cuando se terciara.
Tuvimos suerte de que el tipo al que hostió fuera un pelín borracho, no
tuviera ni idea de quienes éramos y ocurriera en un descampado sin
testigos, en el que había aparcado el coche.
Entendía la preocupación de Painite, Apolo era bastante más fuerte que
yo, no dejaba de hacer pesas porque el médico le recomendó hacer deporte
y le gustaba el aspecto tonificado que le confería el trabajo muscular.
Painite no tenía ni idea sobre sus escarceos con la coca, ni sus
escapadas nocturnas, si lo supiera, dudaba mucho de que mi hermano
siguiera en casa.
Le hice prometer a Apolo que no tomaría más, él me juró que era la
última raya que se metía y decidí darle un voto de confianza. No podía
consentir que lo internaran en un psiquiátrico, no lo soportaría.
Como iba solo, Painite me hizo coger la moto.
Fue sencillo dar con la casa, era de madrugada y no se veía una sola luz
encendida. Trepé por el árbol sin dificultad alguna, desde las ramas
alcancé la ventana que, como dijo mi mentor, estaba estropeada. La levanté
con mucho sigilo y me colé en el interior.
Escuché un ruido en la planta de abajo cuando descendía por los
peldaños, parecía un hombre discutiendo, estaba hablando en árabe, por lo
que no entendía lo que decía.
Painite me dijo que en la casa vivía un matrimonio y su hija, por las
horas, deberían estar todos durmiendo, no era así.
El sonido sonaba amortiguado, procedía de la derecha, en lugar de la
izquierda, donde estaba ubicado el despacho. Intuí que estaría en el garaje,
solo o acompañado, de eso no tenía ni idea. Si me daba prisa, podía entrar,
coger el maletín y largarme sin problemas.
Era muy rápido, la velocidad corría a mi favor, había otra ventana de
salida al exterior en el lugar al que me dirigía, por lo que, cuando alcancé
la puerta, decidí no cerrarla del todo. El suelo de madera crujía un poco,
así podría escuchar si el hombre de la casa dejaba de discutir en el garaje
y entraba.
Lo primero que hice fue asegurarme de dejar la ventana abierta,
necesitaba una segunda vía de escape si se torcían las cosas.
Era mejor salir por la segunda planta, la calle a la que daba el árbol no
era la principal y mi moto estaba aparcada en esa dirección, allí no había
una sola cámara, no podía decir lo mismo del acceso principal, puesto que
los vecinos de la calle de enfrente tenían una. Quizá el radio de alcance
llegaba a la propiedad en la que estaba, solo la utilizaría si no me quedaba
más remedio.
La estancia no era muy grande, eché un vistazo rápido.
«¿Dónde narices estás?», pregunté, mirando el escritorio, los cajones no
estaban cerrados con llave, por lo que pude abrirlos sin dificultad.
Encima de la mesa había la foto de una mujer muy guapa junto a una
niña risueña que mostraba un montón de canicas en la palma abierta.
Sentí cierta envidia de la pequeña, se la veía feliz, ojalá yo hubiera
tenido una familia como aquella.
Volví a centrarme en la búsqueda del maletín. ¿Dónde diablos estaría?
¿Y si el tipo no lo había sacado del maletero del coche? ¡Joder!
El pasamontañas me picaba en el cuello y me dificultaba la respiración,
odiaba la sensación de la lana contra mi cara y el calor que emanaban mis
exhalaciones.
«No te pongas nervioso, Ares, tiene que estar».
Seguí recorriendo el despacho, la estantería, el mueble bajo, el sofá…
«¡Nada! ¡Mierda!».
No podía volver sin el botín, sabía lo que me supondría eso, pérdida de
privilegios, de comida y castigo físico. No solo el mío. Si alguno de los dos
fallábamos, tanto Apolo como yo recibíamos las consecuencias, y esa vez
sería peor, porque estaba solo y mi hermano cabreado.
«Vamos, vamos, ¿dónde lo has metido?».
Escuché que se abría una puerta y el pulso se me disparó. No oí al
hombre. ¿Habría terminado ya la conversación? Iba a dirigirme a la
ventana cuando noté que una tabla se movía bajo mi pie.
«Tenía que estar ahí escondido, joder».
Mi pulso se había disparado, esperaba no equivocarme.
Me puse de cuclillas, moví la tabla, apoyé la cara contra el suelo y
extendí el brazo a la par que aguzaba el oído por si el propietario ponía
rumbo al despacho.
Toqué algo.
«¡Bingo!», era una puñetera asa.
Saqué el maletín, lo abrí y encontré una bolsa de terciopelo en su
interior, nada más. Quizá se tratara de un saquito de diamantes. Devolví el
maletín a su lugar y recoloqué la tabla. Me puse en pie, me acerqué a la
puerta y escuché el sonido de un grifo.
Perfecto, aquel tipo estaba en el baño.
Subí las escaleras todo lo deprisa que pude.
«¡Mierda, la ventana abierta!».
No podía volver, llevaba guantes puestos, así que nadie pillaría una de
mis huellas. Lo importante era salir cuanto antes. Otra puerta se abrió en
el pasillo, la que quedaba a un metro de mi única vía de escape, la figura
de una niña soñolienta se materializó delante de mí, y en lo único que pude
pensar era que, si daba la voz de alarma, estaba muerto.
En cuanto me vio, se le cayeron las canicas que llevaba en la mano, sus
ojos se abrieron de puro terror, pero ningún grito emergió de sus cuerdas
vocales.
Eso era bueno, ¿no?
Pensé en Apolo, en cómo lo calmaba de pequeño cuando lo azotaban las
pesadillas, siempre se me habían dado bien los niños, y con ella no tenía
por qué ser distinto.
Recogí sus canicas e intenté que me percibiera como si todo se tratara
de un sueño en lugar de una amenaza. No quería hacerle daño, nunca me
había hecho falta, y mucho menos contra una inocente.
Quise calmarla, me inventé una historia, incluso me descubrí el rostro
para tranquilizarla y me sorprendió cómo la pequeña asumía que lo que
salía por mi boca no era una sarta de mentiras.
Tal vez porque le estaba ofreciendo la salida que necesitaba, era
preferible pensar que era alguien bueno a un ladrón que amenazaba a su
familia.
Tenía una cara muy expresiva y unos ojos preciosos, de mayor sería una
belleza como la mujer de la fotografía.
No me moví hasta que la vi regresar a su habitación y cerrar la puerta.
Corrí a la ventana, no sabía si cumpliría la parte de contar hasta
quedarse dormida, así que lo mejor era irme cagando leches sin mirar
atrás.
CAPÍTULO 45

Zuhara

A
brí los ojos sintiendo un dolor sordo en la cabeza.
Era como si el golpe que me hubiera dado en el sueño me estuviera
afectando de verdad.
La vista se me nubló un poco y llevé la mano a la parte alta.
—Auch.
Protesté al acariciarme.
—Veo que ya estás despierta.
La voz de Ares llegó desde mi derecha. Me costó unos segundos darme
cuenta de que llevaba el vestido de gala que había escogido para ir a la casa
del embajador, lo que significaba que el dolor no procedía de un sueño, más
bien de la realidad.
Estaba tumbada en la cama del asesino de mi padre, lo cual era de lo más
extraño si tenía en cuenta que el lugar favorito de los tíos que matan es bajo
tierra.
Torcí el cuello y lo miré.
«¡Como dolía!», contuve la sensación de náusea que reptó por mi
garganta.
—¿Por qué no estoy muerta?
—¿Por qué deberías estarlo? Ah, sí, espera, ¿porque me has traicionado?
—¡Porque eres un puñetero asesino! —lo corregí.
Ares estaba de pie, al lado de una butaca tapizada en terciopelo rojo, ya
no tenía puesto el traje de camarero, sino uno de los suyos hechos a medida.
Seguro que utilizaba uno para dormir o, si no, uno de esos pijamas de
botones que llevaban incorporado un pañuelo en el bolsillo del pecho.
Mi cabeza me decía que me largara ya mismo, que cogiera la pesada
lámpara de la mesilla, se la tirara a la cabeza y huyera por las escaleras.
Sin embargo, había otra parte de mí que me incitaba a quedarme, a
entender por qué seguía respirando cuando debería estar en un lugar muy
oscuro y profundo al cual no me llegara el oxígeno.
Ares no tenía aspecto de asesino, puede que sí de matarte a polvos, pero
no de esos que clavan puñales o pegan tiros a sangre fría. Una cosa era
parecer un estirado y otra un segador de vidas, aunque claro, ¿a cuántos de
su posible profesión conocía como para emitir ese juicio?
Su expresión era más adusta que de costumbre. Las líneas de expresión
de su frente se marcaban dándole aspecto de haber estado rumiando mucho.
No cabía duda de que estaba preocupado, y yo también debería estarlo.
—Zuhara Al-Mansouri, hija de Margot y Omar Al-Mansouri, quedó
huérfana a los diez años después del violento fallecimiento de su padre,
quien fue encontrado en su despacho por la pequeña, según la prensa. La
policía tildó el suceso de ajuste de cuentas, algo relacionado con el tráfico
de diamantes, Omar empleaba la empresa para la que trabajaba como
cortina de humo para sus trapicheos y así poder comerciar a espaldas de sus
jefes.
—¡Eso es mentira! —grité—. Los dos sabemos que eran sucias
calumnias, que él no traficaba con nada y que tú lo mataste —lo acusé en
firme, temblando por la impotencia.
—Yo no lo maté y no conocía a tu padre como para saber si era o no era
un traficante.
—¡No lo era! Pero ¡tú sí eres un asesino! Por eso estabas en mi casa, sé
que eras tú, Ares.
—Era yo el que se encontró contigo en el pasillo, pero no el que le
arrebató la vida a tu padre.
Arrojé una risa hueca.
—¿Pretendes que crea eso?
—¿Y yo que no tienes nada que ver con mi mentor cuando hoy estabas
con él y tu padre trabajaba para Scott?
Apreté las sábanas con fuerza.
—¡Yo no tengo nada que ver! ¡Ya te he dicho que lo que buscaba era al
asesino de papá! —proclamé con demasiado ímpetu. Hice una mueca de
dolor. Ares señaló una pastilla y un vaso de agua que había en la mesilla.
—Tómatela, te aliviará. —Lo miré recelosa—. No es veneno, solo un
ibuprofeno para mujeres que se creen toros contra las columnas de los
aparcamientos. —Lancé un bufido—. Si quieres, puedo traerte el envase.
—Prefiero curarme por mí misma antes que aceptar nada tuyo.
—Como prefieras.
—No me fío de ti.
—¿Qué te hace pensar que yo de ti sí?
—¿Qué va a pasar ahora?
—No estaría de más una llamadita a Scott para decirle que te he
descubierto.
—¡No me has descubierto! ¿De verdad piensas que si hubiera tramado
algo con mi tío en tu contra estaría a su lado con total normalidad para que
tú me vieras?
—Ya, bueno, a eso es a lo que le he estado dando vueltas, salvo que la
mente de Painite es de lo más retorcida.
—Esto no va a funcionar, ni yo confío en ti, ni tú en mí.
—Es muy simple, ¿qué pruebas tienes más allá de que me viste en tu
casa aquella noche? ¿No crees que si hubiera habido algo en mi contra la
poli ya habría dado conmigo?
—Eres muy meticuloso.
—Sí, pero no soy violento, conoces mis métodos, te dije antes de
empezar que nunca me manchaba las manos, que estaba especializado en
los robos sin violencia.
—Lo que no significa que hicieras lo mismo hace dieciocho años. Quizá
papá te sorprendió, quizá no fue voluntario, tú lo empujaste y… y… —se
me quebró la voz.
—Yo no lo empujé. Hagamos un trato, voy a contarte todo lo que ocurrió
aquella noche, quizá sigas pensando lo mismo de mí, o quizá comprendas
que tal vez confluí con otra persona sin yo saberlo.
—¿Causalidad y casualidad?
—Al parecer, esa teoría tuya me persigue. ¿Estás dispuesta a escuchar?
—¿Y tú a no juzgarme y pensar cosas de mí que no son?
—Me da que la noche va a ser larga… ¿Seguro que no quieres tomarte el
ibuprofeno? —Desvié la mirada hacia la pastilla y finalmente la cogí. Si no
había muerto ya, dudaba de que fuera a matarme así.
Me acomodé mejor en la cama y él se sentó en el sillón, colocó los codos
en las rodillas, apoyó la barbilla sobre sus dedos cruzados tapando su boca e
inició el relato de lo que pasó aquella noche.
Lo escuché con atención, estaba segura de que cometería algún renuncio,
estaba dispuesta a cazarlo para restregarle que lo había pillado, salvo que lo
que me contaba parecía tan real que...
Mierda, ¡no podía estar dudando de nuevo de haber cazado a mi asesino!
Me llevé las manos a la cara y froté mis ojos. Intenté infundirme calma y
que el dolor se me pasara un poco.
—Recopilemos, así que, según tú, te fuiste con el contenido de esa
bolsita de terciopelo negro que encontraste en el interior del maletín bajo el
tablón suelto del despacho de papá. No llegaste a cruzarte con él, solo lo
escuchaste discutir y no sabes si era con alguien o por teléfono.
—Lamento mucho no saber si estaba solo o acompañado, el garaje
amortiguaba el sonido y yo estaba en el despacho, nervioso porque pudiera
atraparme. No tienes ni idea de lo duros que eran los castigos cuando algo
salía mal. No quería que mi hermano sufriera las consecuencias, así que en
lo único que podía pensar era en largarme cuanto antes. Ni siquiera cerré la
ventana.
¿Estaba abierta? No estaba segura, puede que mi padre la cerrara, puede
que su agresor estuviera fuera…
—¿Y si fue tu hermano?
—¡¿Qué?! ¿Te has vuelto loca?
—A ver, me has dicho que tenía problemas, que las drogas lo sacaban de
sus casillas, que Scott lo había dejado fuera, puede que se presentara para
demostrarle que él también podía, mi padre lo pillara, fuera incapaz de
controlar su ira y…
—Siento no poder darte el alivio que necesitas, pero mi hermano no fue,
estaba en casa cuando yo regresé, por muy incontrolable que fuera en esa
época.
—Pero pudo…
—¡No! —El tono de su voz no admitía réplica—. Tal vez se tratara de la
persona con la que discutía, si era por teléfono, podríamos acceder a los
últimos registros de sus llamadas y ver de quién se trataba, conozco a
alguien que podría conseguírmelos.
—¿Después de dieciocho años?
—Seguro que está en el sumario, tengo alguien que podría conseguirlo.
¿En serio que estaba dispuesta a eso? ¿A excusarlo? ¿A encontrar otro
culpable solo por lo que había pasado en la zona de servicio? Así no era
como tenía que ser. Tenía ganas de darme de cabezazos si no fuera porque
ya tenía la cabeza lo suficientemente golpeada.
Necesitaba centrarme, reubicar mis pensamientos…
Era imposible que no supiera que era yo… Acababa de cazarlo.
—Y ahora me dirás que tampoco has tenido nada que ver con las canicas
—mascullé, sabiendo que ya era mío. Por poco me la había colado.
—¿Qué canicas? —Bufé.
—No te hagas el tonto, la del parque mientras corría, la que estaba al
lado de la alfombrilla de mi piso, en el rellano —comenté histérica.
—¿No me dijiste que era de los hijos de la vecina?
—La pusiste ahí porque sabías quién era yo —insistí. Él negó.
Ares cambió del sillón a la cama y me agarró de los antebrazos.
—Cálmate, yo no puse esas canicas ahí, no sabía quién eras hasta ahora,
¿en serio piensas que me la habría jugado con la hija del hombre que
supuestamente he asesinado? Eres una mujer lista y racional, sabes que eso
no encaja, ¿qué sentido tendría?
No, no lo tenía.
—Si no sabía quién eras es porque mi hombre buscó en la dirección
equivocada, no encontró nada de ti, me dijo que estabas limpia, si no, jamás
habría aceptado que participaras en los robos conmigo, me juego el cuello,
¿sabes? —Un temblor me recorrió de cabeza a pies, no sabía qué pensar o
qué creer—. ¿Puede tratarse de un ex? Quizá tengas a un tío obsesionado
contigo que sabe que te gustan y las va dejando para que pienses en él.
Igual nos ha visto juntos y…
—No hay ex… —Él me miró con los párpados entrecerrados.
—A ver, no soy virgen, pero no salgo el suficiente tiempo con nadie
como para considerarlo ex.
—Lo cual no significa que uno de tus amantes haya podido obsesionarse
contigo, o quizá sea uno de tus estafados…
—Yo no estafo. ¡Contraté a un actor, ¿vale?! Todo formaba parte del plan
para que picaras, llevo meses siguiéndote.
—¡¿Meses?! —En ese momento sí que estaba alucinado—. Soy un
gilipollas de manual, me la has metido pero bien doblada… Beckett se va a
reír en mi puta cara durante siglos.
—¿Quién es Beckett?
—Eso no importa. ¡Todo se ha ido a la mierda! Llama a tu tío y dile que
no voy a volver.
—Scott no sabe nada de lo que estoy haciendo, tampoco Duncan, o mi
madre, esto es entre tú y yo, solo Brenda está al corriente, y creo que se
metió en todo esto para recogerme cuando me estrellara.
—¡¿Quién es Brenda?! —ladró exorbitado.
—Eso no importa, todo se ha ido a la mierda —respondí, utilizando sus
propias palabras.
—No me toques los cojones, Zuhara. —Sus dedos se apretaron con
fuerza en mis antebrazos.
—Me da a mí que estamos en tablas. ¿Vas a matarme de una maldita
vez?
Dos segundos después, se puso en pie, salió dando un portazo, cerró con
llave y yo me hundí en el colchón gritando contra la almohada.
Estaba encerrada.
CAPÍTULO 46

Ares

F
ui hasta el salón, necesitaba evadirme y pensar, todo al mismo tiempo.
¿Qué iba a hacer con ella? ¿Cómo confiar? No tenía ganas de hablar
con Beckett, porque, si lo hacía, era capaz de cancelar el plan para
hacernos con el TOP5 y no me lo podía permitir.
Tenía que conseguir las imágenes y las medidas de las tres piezas que me
faltaban para joder la subasta, me quedaba poco más de una semana para
obtenerlas, por lo que, por mucho que me tocara los cojones, estaba atado a
ella de un modo que ni yo mismo era capaz de controlar.
Me quité la chaqueta, el chaleco y desabroché los tres primeros botones
de la camisa antes de servirme un trago y beberlo de un solo golpe.
El ardor del alcohol descendió como fuego líquido por mi tráquea,
ofreciéndome un poco de calor.
Cogí el violín, lo saqué de su funda y me planté frente a las luces
titilantes de Nueva York, que me daban la bienvenida.
Vi mi reflejo algo desenfocado. Siempre pensé que quería convertirme en
aquel a quien nadie se atrevía a mirar, el que decidía quién tenía la potestad
de hacerlo y, sin embargo, en lo único que podía pensar era en que ella me
viera a través de los ojos de la verdad.
Estaba jodido, muy jodido, porque la mujer que tenía encerrada en una
de mis habitaciones, la que ansiaba tanto que había sido capaz de echar a
perder la misión, era la misma a quien le estaba otorgando el poder de
destruirme.
No elegí una pieza clásica, sino una cuya letra iba acorde a mi estado
anímico.
Believer, de Imagine Dragons.
Apoyé la barbilla en la almohadilla y pasé el arco sobre las cuerdas. Las
primeras notas envolvieron el salón.
Estoy enojado y cansado.
De cómo han ido todas las cosas, oh-ooh.
De cómo han pasado las cosas, oh-ooh.
En segundo lugar.
No me digas lo que crees que puedo ser.
Soy el único en el barco, soy el dueño de mi mar, oh-ooh.
El dueño de mi mar, oh-ooh.
Me destrozaron desde niño.
Llevando mi enojo a las masas.
Escribiendo poemas para los pocos
que me miraban, me llevaban, me estremecieron, me entendieron.
Cantando desde el sufrimiento, desde el dolor.
Captando el mensaje desde mis venas.
Diciendo mi lección desde el cerebro.
Viendo la belleza a través del
¡dolor!

Tocarlo siempre había sido catártico para mí, canalizaba mis emociones,
las que no podía expresar, a través de cada nota, perdiéndome en cada
subida, en cada bajada, en cada tempo.
Me reequilibraba compás tras compás, dándome la potestad de ser yo
mismo, sin juicios, sin prohibiciones, sin ocupaciones.
A través de él, podía volver a un tiempo en el que él seguía vivo.
—¿Cómo puede gustarte tanto esa mierda?
Apolo estaba estirado frente a mí, sobre un banco de piedra, emitiendo
pequeños aros de humo que expulsaba con gran maestría, opacando el
aroma de las buganvillas y los lirios.
—Me relaja —respondí, apartando el instrumento.
Estábamos en el invernadero, rodeados de flores y plantas que Scott
cultivaba. Solía pasarse mucho rato allí dentro, era su refugio, su rincón
predilecto.
—Si quieres relajación, echa un buen polvo, o fúmate un porro…
—¿Eso es…? —me daba miedo preguntar.
—¡No, joder! —rio—. ¿Es que ni siquiera eres capaz de identificar el
olor? Eres tan buen samaritano que me asqueas —masculló.
—No se trata de eso, no me gusta perder el control, y a ti tampoco
debería gustarte —le reproché. Él me ofreció una sonrisa amarga.
—Es lo puto único que se me da bien, descontrolarme…
Me supo mal lo que acababa de decirle.
—Perdona.
—¿Por qué? Obviar que soy un puto tarado no hará que deje de serlo —
dio una calada profunda y sacó una buena cantidad de humo por la nariz
—. ¿Quieres probar? Es tabaco, no lleva nada más salvo un montón de
mierdas que te harán adicto y te destruirán. —Negué—. Si lo prefieres,
también puedo traerte una de las pastis de mi habitación, eso sí que te
dejaría KO total.
El ritmo que llevaba fumando era un reflejo de cómo consumía la vida,
calada tras calada, a un ritmo caótico.
«Está eufórico», me dije.
—Oye, lo de ayer… —murmuré, haciendo referencia a que fuera solo a
la misión de Painite.
—Olvídalo, ya sé que, si fuera por nuestro mentor, estaría encerrado.
Menos mal que tenemos a Beckett, ¿eh? —Le sonreí.
Beckett era nuestro ángel de la guarda, el hermano pequeño de Scott,
siempre fue muy amable y considerado con nosotros, trabajaba para
Painite en el sótano, creaba réplicas de las joyas que Apolo y yo
robábamos, aunque últimamente solo iba yo, dados los brotes de mi
hermano.
—Sí, es un tío genial. —Gracias a él cenamos tras el último castigo, si
no, nos habría acompañado el sonido de tripas vacías.
—Me ha dicho que me enseñará, que tengo manos de artista —succionó
el cigarrillo con fuerza—. Me importa una mierda que Scott no me deje ir
contigo, quizá sea momento de que tomemos caminos distintos y yo me
dedique a falsificar.
Agarró una hoja de la planta que tenía al lado, tiró de ella hasta
apoyarla en el banco de piedra y hundió el pitillo con fuerza, abrasándola
hasta agujerearla, no paró hasta apagarlo contra el asiento y arrojar la
colilla entre la hojarasca.
Coló la lengua por el agujero y la agitó mirándome, después la partió en
dos riéndose de su hazaña.
No era una risa cristalina, como cuando éramos pequeños, sino oscura,
siniestra y con cierto deje vengativo.
—Cualquier día, le prendo fuego a toda esta mierda —masculló,
poniéndose en pie—. ¿Te vienes? Voy a entrenar un rato, necesito quemar
mi energía extra.
—Voy a terminar la pieza que estaba tocando, ve calentando, que
enseguida te alcanzo.
—Eres un mierda, si sigues con esa gilipollez del violincito, nunca
follarás. ¡Despierta, hermanito! La vida es más que robos y pasar ese
bastoncillo por unas cuerdas, no sabes lo bien que sienta que te la chupen y
descargar.
No respondí, lo vi desaparecer por la misma puerta por la que salió la
noche anterior, después de mi reunión con Painite.
Parecía relajado, con una sonrisa en los labios, puede que se hubiera
fumado uno de esos porros que empleaba para amortiguar los subidones, o
se hubiera hecho una paja entre las plantas.
Necesitaba darme una ducha con urgencia, tenía ganas de quitarme la
ropa negra que me definía y pensar en cómo joderle el plan a mi mentor, no
podía permitirle que hiciera lo que pretendía.
Subí hasta el baño que quedaba al lado de mi habitación, había entrado
en mi cuarto a pillar un pijama, y abrí el grifo del agua caliente. Cuando
humeó, me metí dentro y pensé en la conversación que mantuve con Painite
tras entregarle el botín de la noche.
—Muy bien, hijo —odiaba cuando me llamaba así, como si alguna vez se
hubiera comportado como un padre o hubiera dejado de recordarme que
me compró—. Sabía que lo conseguirías sin ayuda, cada vez eres más
bueno, vas a convertirte en el mejor.
—Ha sido fácil —musité, restándole importancia. El aroma a puro me
hizo arrugar la nariz. Lo odiaba—. Podría haber dejado que Apolo viniera
a montar guardia conmigo y se sintiera útil.
Sus ojos brillantes se volvieron duros e insondables.
—El TOD de Apolo lo está volviendo peligroso incluso para ti, ha
llegado el momento de que hablemos sobre su internamiento, ya no puede
seguir más tiempo aquí.
—¡No! —vociferé con el pulso disparado.
—¿No? Tienes diecisiete años, no eres mayor de edad como para
responsabilizarte de él. —«Como si no lo hubiera estado haciendo hasta
entonces»—. Soy vuestro padre y tengo la potestad para decidir qué es lo
mejor para vosotros, no puedes hacer nada al respecto.
—Yo lo controlo.
Las palabras salían apretadas entre mis labios.
—Eso es lo que piensas, la realidad es que Apolo necesita atención
médica, la que le darán unos buenos profesionales en un sanatorio mental.
Su descontrol es peligroso en un oficio como el nuestro, puede llegar a ser
nuestra perdición, no nos lo podemos permitir. Mañana visitaré un par de
preciosos lugares que no están demasiado lejos, puedes venir conmigo si te
apetece, te prometo que mientras sigas siéndome fiel, yo sufragaré todos
los gastos, no tendrás de qué preocuparte.
—¡Nadie va a internar a mi hermano! —estallé, dando un golpe a la
mesa que hizo oscilar el saquito—. Si te lo llevas, yo…
—Tú, ¿qué? —murmuró Scott, crujiendo los dedos para ponerse en pie.
Mis ojos volaron directamente al anillo que relucía en su mano derecha,
el mismo que tantas veces había marcado sobre mi piel y la de mi hermano.
Tragué duro. Scott acarició la piedra con el pulgar sabiendo el efecto que
causaba en mí.
—No, no lo haga, por favor —supliqué, no estaba pensando en mí.
Cuando tomaba la decisión de castigar, recibíamos los dos, sabía que
eso era lo que más nos dolía, además, aunque nos diera una paliza a
ambos, no era equitativo. Apolo se llevaba la peor parte porque solía
rebelarse y los golpes con el anillo daban paso al cinturón.
Su espalda estaba marcada por los correazos, y si yo gritaba o intentaba
oponerme, suplicando ocupar su lugar, todavía le daba más fuerte y lo
premiaba con cinco golpes más mientras mis ojos se llenaban de lágrimas.
Si lloraba, si gritaba, iba sumando golpes.
«Silencio, silencio, silencio», me repetía incapaz de dejar que mis
mejillas se llenaran de humedad.
Era una tortura tanto física como mental.
—Querido Ares, no te pedía permiso, te informaba, te hacía partícipe, si
no quieres venir a escogerle su nuevo hogar, estás en tu derecho, lo haré yo
por ti —volvió a sentarse—. Nadie mejor que un padre para escoger lo
mejor para sus hijos. Puedes irte, cierra la puerta al salir.
Me di la vuelta lleno de rabia, no podía consentir que se lo llevara, el
internarlo lo mataría, cometería alguna estupidez y sería el fin, tenía que
pensar en algo…
Llegué al último acorde hiperventilando. No creía poder desprenderme del
dolor y del recuerdo nunca, por eso comprendía a la perfección lo que podía
estar sintiendo Zuhara, creyéndome el causante de la muerte de su padre,
era la misma animadversión que yo sentía por Painite. La única diferencia
era que mis manos no estaban manchadas de su sangre. ¿O quizá sí? El
pensamiento me agitó por dentro. Tal vez fui partícipe sin querer, ¿y si esa
ventana abierta fue el lugar por el que se coló la persona que le arrebató la
vida a Omar Al-Mansouri?
Tuve una náusea y la necesidad de servirme otros dos dedos de licor para
apagar la ansiedad que atenazaba mis tripas. Los dejé caer a bocajarro.
Solo había una manera de apagar la duda.
Regresé al lugar más hostil del ático, giré la llave, y en cuanto abrí la
puerta, la lamparita de Tiffany’s que había decorado la mesilla de noche se
estampó demasiado cerca de mi oreja.
Los cristales saltaron por todas partes. Ni me inmuté. No iba a esperar un
cálido abrazo de bienvenida de su parte.
El rictus de Zuhara estaba contraído por el dolor y el esfuerzo, aunque lo
que más me llamó la atención fueron las mejillas empapadas en lágrimas,
no me gustó verlas así.
Ella gritó de la impotencia y yo me apoyé en la puerta pasando por alto
su ataque.
—¡¿Vas a matarme de una maldita vez?! —vociferó.
—Llama tú misma a la Parca si tanta prisa tienes. Vengo a ofrecerte un
pacto.
CAPÍTULO 47

Zuhara

L
a palabra pacto tronaba en mi cabeza.
Era a lo que supuestamente había llegado tras casi romperle la
crisma a Ares con la lámpara de la mesilla. Estaba de los malditos
nervios, emocionada como una idiota después de haberlo escuchado a
través de la puerta tocando uno de sus temas favoritos.
Fallé por muy poco. No sé qué esperaba con el ataque, pero desde luego
que no la reacción que tuvo. Ares me había desconcertado desde el
principio, haciéndome sentir cosas que no debería, pensar cosas que, sin
lugar a dudas, podría tachar de inapropiadas teniendo en cuenta el delito del
que lo acusaba.
Tendría que haber saltado de la cama, peleado hasta quedarme sin aliento
y, sin embargo, escuché su propuesta. Aquel ofrecimiento que descompasó
mi respiración era algo difícil de rechazar.
La palabra confianza se paseaba sobre nuestras cabezas amenazándonos
con una hacha de hoja afilada y, mientras, nosotros estábamos suspendidos
como funambulistas rivales en cada extremo de una cuerda floja.
Bajo sus pies, había toneladas de incertidumbre, de dudas y acusaciones
que esperaban que diéramos un paso en falso para absorbernos y ahogarnos.
Ares quería una alianza de conveniencia. Él me ayudaría a dar con el
verdadero asesino de mi padre si yo seguía adelante trabajando en equipo
con él, ayudándolo a obtener el resto del material del TOP5 sin mantener
otro tipo de contacto que no fuera el suyo, así le demostraría que no tenía
ningún acuerdo con tío Scott e iba por libre.
Quizá estaba loca al tenderle la mano dispuesta a que me la amputara,
pero ¿qué más opciones tenía?
Tras darle un par de vueltas soportando aquella presión que me decía que
tal vez pudiera tener razón y había puesto el foco donde no debía, me vi
aceptando un trato que me hacía sentir muchísimo pavor.
Yo di el primer paso. Le dije que llamaría a mi padrastro con el manos
libres puesto, para que se diera cuenta de que no mentía, y que si había ido
a la fiesta fue como parte de mi plan para desenmascararlo, ayudándolo a
obtener las fotos para ganarme su confianza y hacerlo confesar.
—Nunca habría podido hacerlo, por mucho que creyera en ti, no puedo
darte lo que pides porque yo no fui.
Fue lo último que me dijo sin retirar las pupilas de las mías antes de que
Duncan respondiera al otro lado de la línea.
Tenía cinco llamadas perdidas suyas.
—Hola, Du —saludé a mi padrastro con los ojos de Ares puestos en mí.
—Zuhara, ¿estás bien? Dios mío, me he vuelto loco buscándote, tu
madre está muy preocupada, no sabíamos dónde te habías metido, el
guardaespaldas de la entrada nos dijo que no saliste por la puerta principal y
solo nos ha faltado pedirle al embajador que nos mostrara los vídeos de
seguridad. Te he llamado varias veces.
—Lo lamento muchísimo, tenía el móvil en silencio, no era mi intención
preocuparos, tranquilo, que nadie me ha secuestrado —suspiré con voz de
agotamiento. Ares me miró mal, con la advertencia tiñendo sus ojos—.
Cuando fui al baño, me sentí indispuesta, me dio un mareo y uno de los
camareros me acompañó amablemente al exterior a que me diera el aire, lo
que quedaba más cerca era la salida de servicio. Tuve un repentino ataque
de migraña, casi ni podía hablar, por lo que, con muchísima amabilidad,
detuvo un taxi para mí y le di mi dirección, tendría que haberle dicho que os
buscara y os avisara, pero el dolor me bloqueó. Pensé que me sentiría mejor
si me tumbaba un rato a oscuras y podría llamarte. Al parecer, me he
traspuesto, lamento la preocupación causada.
—¿Quieres que vaya a recogerte y te lleve a casa con tu madre? —Puse
cara de espanto.
—No, no, qué va, Brenda ya está de camino, le mandé un mensaje.
Siento que mi ofrecimiento para acompañarte haya terminado tan mal.
—Cielo, no te preocupes, lo importante es que tú estés bien, además, yo
no lo tildaría de mal. —Ares aguzó el oído—. Tu intervención con el
embajador ha sido clave para la negociación.
—Entonces, ¿ha ido bien?
—Todo lo bien que podría haber ido con alguien como él.
—Me alegra oír eso.
—Ahora llamaré a tu madre y a Scott, él también se ha preocupado
bastante al ver que no aparecías.
—Pobre, después de tanto tiempo sin vernos, porque en la fiesta de tu
club apenas pudimos intercambiar un saludo, sucede esto. —Quería que
Ares lo oyera bien.
—No pasa nada, ya sabes que es como de la familia, no te lo tendrá en
cuenta, ya tendréis tiempo de hablar más el día del evento. Cuento contigo y
con Brenda, ¿verdad?
—Sí, ya te dije que iríamos.
—Perfecto. El embajador quería tu teléfono, por lo de ver con él la
exposición del MET.
—Sinceramente, Duncan, solo le seguí el rollo para ayudaros con el
acuerdo, mamá me comentó que se os resistía, y ya sabes…
—¿Lo que sea por la familia? —preguntó risueño.
—Te debemos mucho por cómo nos cuidaste tras la muerte de papá.
—Ya sabes que hice lo que haría cualquier hombre que se viste por los
pies. No tienes que agradecerme nada, Zuhara, lo hice porque quise.
—Oye, nunca te he sacado el tema, pero… ¿De verdad piensas que mi
padre traficaba con diamantes? —Los ojos de Ares centellearon. Duncan
carraspeó incómodo al otro lado de la línea.
—No creo que sea un tema para tratar ahora teniendo en cuenta tu estado
de salud, además, sigo en casa del embajador, si no quieres que vaya a
buscarte, debería entrar de nuevo y tú descansar.
—Claro, ya tendremos tiempo para hablar.
—Mejórate, Zuhara, nos vemos pronto.
—Gracias, Du.
Enfrenté la mirada de Ares en cuanto colgué.
—La interpretación se te da genial, si alguna vez no sabes qué hacer,
podrías ir a Los Ángeles a probar suerte.
—Prefiero Nueva York. ¿Te das cuenta de que no trabajo para Scott?
—Lo único que demuestra esa conversación es que Duncan no está al
corriente.
—¿Quieres que lo llame también a él? Porque no me costaría nada…
Desplacé el dedo sobre la pantalla para alcanzar la agenda. Ares detuvo
el movimiento de mi mano y sentí una descarga eléctrica, era la misma en la
que había estallado en mil pedazos, igual que la lámpara, cuyo cuerpo del
delito seguía desperdigado por el suelo.
—Por hoy, ya está bien. Como te ha dicho tu padrastro, descansa —
musitó, arrebatándome el móvil—. Esto queda confiscado por ahora.
—¿He vuelto a mi época de instituto?
—Buenas noches, Zuhara. Mañana ya limpiaré el desastre.
—¿Y si me entran ganas de hacer pis, beber agua o matarte? —Una
sonrisita canalla, de esas capaces de desarmarte, se formuló en su boca.
—Cálzate e intenta no cortarte.
Dicho lo cual, se esfumó con mi teléfono y no escuché que me cerrara
con llave.
Podría haberlo seguido, patearle las pelotas e intentar huir, pero algo me
dijo que si Ares me quisiera muerta, que si no le pasara como a mí, que
tuviera un pequeño pálpito que ronroneara en su oído con un «y si…», ya lo
habría hecho.
Me dejé engullir por la cama, soñé que me ahogaba en una inmensa
piscina de canicas, que por mucho que las apartara con las manos, estas se
reproducían impidiéndome respirar.
Quería gritar, el problema radicaba en que, si abría la boca, se me
llenarían las vías respiratorias. Escuchaba pasos, risas y mi nombre
susurrado.
«No darás conmigo, Zuhara, nunca lo harás».
Ares gritaba mi nombre, me estaba buscando, tenía que intentarlo.
Separé los labios y estos comenzaron a recibir los impactos de las pequeñas
bolas de cristal.
Me desperté con la sensación de ahogo y el clic, clic, clic de las canicas.
No tenía el teléfono a mano para saber qué hora era, tampoco me hacía
falta.
Me puse en pie desorientada, estaba oscuro, necesitaba templar mis
nervios, el saco, deporte, correr…
Caminé hacia la puerta y…
—¡Auch! ¡Joder!
Acababa de clavarme un maldito cristal, me dolía la cabeza.
La luz del pasillo se encendió con muchísima rapidez y un Ares
enfundado en un único pantalón de cadera baja, con el pelo despeinado y
mirada en guardia, apareció sin previo aviso y bastante encabronado.
¡No podía dormir así! ¡¿Dónde narices estaba el tres piezas cuando se le
necesitaba?!
—¡¿Qué haces?! ¿Tienes alma de faquir, o ya que no te he matado
pretendes desangrarte y echarme la culpa de otro crimen que no he
cometido? ¿No te dije que te pusieras zapatillas?
—¡Por supuesto, en lo primero que he pensado después de despertarme
de una maldita pesadilla, en una cama ajena, a oscuras y sin una puñetera
luz que poder encender, era en las malditas zapatillas! —proclamé,
queriendo dar marcha atrás.
—Ni se te ocurra dar un paso, no sabemos si detrás de ti hay otro cristal.
—¿Y qué pretendes que haga, llenarte la moqueta de ADN?
En dos zancadas, lo tenía a mi lado, pasándome las manos por el cuerpo
para elevarme entre sus brazos, esa vez sin ponerme la mano en la boca y
mucho más desnudo.
¡No pienses en eso!
—¡¿Qué haces?!
—Yo sí llevo zapatillas.
Me sacó en volandas y se dirigió directo a su cuarto, para meterme en el
baño, el mismo lugar en el que lo había visto enjabonarse, tocarse y correrse
en esa ducha cuya pared era totalmente acristalada y daba a la ciudad.
La diferencia era que en ese momento yo estaba en aquel lugar del que
tenía cientos de imágenes muy poco apropiadas haciendo danzar a mis
hormonas.
—¿Por qué me traes aquí? No pienso meterme en tu ducha.
Tal y como hice esa afirmación, noté mis pezones endurecerse contra su
torso. Me visualicé desnuda, con el agua cayendo sobre mi cuerpo carente
de ropa, mientras las palmas de mis manos se apoyaban en el cristal y Ares
me enjabonaba por detrás, sin usar las manos, meciendo su erección entre
mis pliegues.
—Tranquila, fiera, para meterte en ella, te lo tendrías que ganar. Si te he
traído aquí es porque tengo el botiquín.
Me depositó en la taza del váter, fue al armarito que quedaba a la derecha
del lavamanos de doble seno y se arrodilló ante mí con unas pinzas, un
paquete de gasas, agua oxigenada y esparadrapo.
—Veamos qué te has hecho.
Me agarró el tobillo y sentí de inmediato el calor ascendiendo por mi
pantorrilla, mi cuerpo tenía memoria para lo que quería, y se ve que sus
manos lo encendían como una antorcha.
Apreté los labios. Ares ascendió la mirada, llevaba un pijama de pantalón
corto y camiseta abotonada de raso color azul marino con los ribetes en
crema.
—Es solo una esquirla, no vas a necesitar puntos.
—Menudo alivio, si no, te iba a demandar. —Le vi mordiéndose la
sonrisa.
—No será más que un segundo, procura no moverte.
Como si fuera tan fácil teniendo a un tío como él entre las piernas, quiero
decir, frente a las piernas…
—Ya está.
—¿Ya? —Ni me había dado cuenta.
—Soy bueno con las manos, y con la lengua —apostilló.
—¿Y qué tal se te da aspirar?
—Te sorprendería mi poder de succión.
—Con todos ustedes, la nueva Aresmatic Diamond Turbo extra.
—¿Quieres probar? Si no quedas satisfecha, sigo hasta duplicar tus
orgasmos.
—¡Cerdo! —fui incapaz de no sonreír.
«¡Mal, Zuhara, mal, todavía no sabes si tiene el derecho a hacerte reír
con sus gilipolleces de bocasucia!».
Terminó de curarme.
—¿Tienes experiencia atendiendo heridos?
Necesitaba preguntar cualquier cosa que distrajera mis pensamientos de
la ducha.
—Mi hermano siempre fue bastante movido. ¿Tú tienes muchas
pesadillas?
—Una cada noche desde hace dieciocho años.
Él asintió.
—Te hice una promesa en aquel entonces y me da a mí que no se me dio
muy bien cumplirla. —Hubiera esperado cualquier burrada menos una
declaración como aquella—. Quiero pedirle disculpas a esa niña y decirle
que haré todo lo que esté en mi mano para hacerlo mejor. No puedo
devolverte a tu padre, pero te entregaré la cabeza de quien te lo arrebató.
Lo dijo tan serio, con tanto sentimiento, que mi corazón se apretó. Quería
creerlo, necesitaba creerlo, pero ¿y si era una trampa? Carraspeé buscando
el aire que acababa de abandonarme.
—¿Estás seguro de poder darme eso?
Ares asintió.
—Tienes mi palabra —musitó. Sus ojos envolvían los míos y la palma de
su mano derecha me acariciaba la zona no dañada del pie. Era incapaz de no
sentir escalofríos de placer—. Quédate aquí, voy a por el aspirador.
Me mordí la lengua y até mis manos antes de extender los brazos para
atraparlo entre ellos y exigirle lo que cada puñetera célula de mi cuerpo
anhelaba.
CAPÍTULO 48

C
aminé por el piso, llevaba más de una hora en él, abriendo los cajones,
revisando cada recoveco sin encontrar aquello que estaba buscando.
Me tumbé en su cama, aspirando su aroma a flores blancas y pieles
muertas.
En ese instante estaba sobre un lecho de células corporales, ácaros del
polvo e insectos microscópicos ansiosos por devorar, como yo, que sentía
hambre, mucha hambre.
No era la primera vez que me colaba en una vivienda que no era la mía.
Me gustaba meterme en las casas de los demás, imaginarme cómo sería
vivir bajo su piel, probarme su ropa, incluso sus fragancias.
No era fácil ser yo, por lo que gozaba transformándome en ese alguien
que quizá debí ser, sin necesidad de pastillas, de terapias.
Respiré hondo y toqué su ropa interior sobre mi cuerpo. Era de encaje
blanco, y la había sacado del cesto de la ropa sucia.
Me acaricié por encima de ella y solté una exhalación de satisfacción. No
pude ponerme su perfume porque se lo había llevado, junto con el cepillo
de dientes y otros enseres personales, pero su esencia estaba allí,
envolviéndome.
Sabía dónde estaba, la vi arrastrando la maleta mientras la observaba con
el pulso desatado desde el rellano de arriba. Unos minutos antes había
depositado la canica en la alfombra, y de no ser por mi oído agudo, Ares me
habría pillado. Tuve suerte de escuchar sus pasos por las escaleras, conocía
a la perfección el sonido de sus pisadas, habían sido demasiados años
juntos, conviviendo en la misma casa.
Corrí a ocultarme. Estaba tan pendiente de ella que ni me vio ni me
escuchó.
Ares, Ares, Ares… Quién te ha visto y quién te ve… Perdiendo la cabeza
por ese coñito perfumado. Quién iba a decirnos que la vida pondría en tu
camino a la niñita del hombre al que maté.
Apreté con fuerza mi polla para cortar la erección y ahogué un jadeo. Mi
respiración estaba desacompasada, necesitaba recuperar el control.
—Ella no confía en ti, te quiere cazar, y tú no tienes ni idea de lo que
busca, pero yo sí… —canturreé.
Me levanté y seguí caminando por el pequeño apartamento, sin mirar mi
reflejo en los espejos, quería sentirme Zuhara. Una idea revoloteaba en mi
mente y cada vez tomaba más fuerza.
Llegué hasta una pequeña mesa en la habitación contigua, estaba llena de
documentación y había una fotografía antigua, familiar, de cuando era
pequeña. Omar la sujetaba entre los brazos y la miraba embelesado. Ella
estiraba la mano mostrando al objetivo una canica azul.
Debía tenerla ella.
El pálpito estaba ahí, girando como una peonza en la boca de mi
estómago. No había otra explicación, por eso no la encontré la noche en que
maté a su padre, por eso la policía no dio con ella cuando registraron la
casa. Tenía que estar en su poder, si Margot la hubiera encontrado, la habría
empeñado, o se la habría mostrado a Duncan, y no fue el caso.
Seguí buscando con más ahínco, con energía renovada, lleno de euforia,
recordando la conversación que escuché a escondidas, por la que sabía del
hallazgo de Omar y que se la llevó.
Siempre tuvo que ser mía, daría con la painita y después me desharía de
aquel incordio de mujer.
Ares no le pertenecía, y la piedra tampoco.
CAPÍTULO 49

Ares

C
ogí el móvil y llamé a Beckett.
No me respondió, lo cual no era extraño, ya que casi siempre
andaba con los cascos puestos.
Le dejé un mensaje en el buzón de voz para que me llamara en cuanto
pudiera, quería que me dijera si se había puesto ya con el anillo a la espera
de las piedras de los birmanos, o las imágenes le habían dado algún
problema.
Supuse que no, si fuera así, me habría llamado, lo que ocurría es que
estaba intranquilo por si a Painite le daba por enviar a alguien a la Guarida
para atacarlo.
Me aterrorizaba la posibilidad de que Scott atacara a Beckett, se la tenía
jurada desde que le dejó y se lo montó por su cuenta conmigo, y ahora que
se había hecho con mi dirección, la posibilidad de joderme a través de él se
volvía más real que nunca.
«No te preocupes por algo que solo está en tu mente, que es una
posibilidad. La mayoría de nuestros miedos nunca se cumplen», me reñí.
Pero cuando se cumplían, se convertían en la peor de las pesadillas.
«Sabes de sobra que los sistemas de alarma habrían saltado si alguien los
hubiese desconectado o lo hubiera intentado». Gracias a Reynolds, tenía un
sistema doble y no recibí ningún aviso.
También cabía la posibilidad de que hubiera salido en busca de uno de
sus bocadillos rellenos de colesterol. No conocía a nadie que le gustaran
tanto las hamburguesas y las patatas fritas como a él.
Decidí entrar en el móvil y echar un ojo a las cámaras, y en cuanto vi su
coche abandonar la casa, supe que la última opción era la correcta, hacía
media hora que salió con su Aston Martin DB5 de 1965. Todo un clásico
que se hizo famoso gracias a James Bond.
No era el único coche que tenía, solía sacarlo a pasear cuando venía a la
Batcueva porque sabía que iba de su garaje al mío, se habría dejado el
móvil en él, nunca comía en él por miedo a manchar la tapicería y tenía la
costumbre de colocarlo en el salpicadero, no era la primera vez que se lo
dejaba.
Fijé los ojos en la camarera que me dedicaba alguna que otra sonrisita
mientras atendía los demás pedidos.
Estaba en la cafetería de en frente del edificio en el que vivía, Zuhara
seguía dormida y había aprovechado para bajar al bar a por el desayuno.
Jerry, el portero, me saludó con su habitual sonrisa y me preguntó si quería
llevarme el Times. Le pedí que me lo guardara hasta que volviera, que solo
iba a por el desayuno y regresaba.
La intención era comer con mi invitada un par de bagels rellenos de
aguacate, salmón, queso fresco y un par de cafés italianos.
Una sonrisa estúpida se dibujó en mis labios al pensar en ella. No podía
fiarme al cien por cien, me había mentido en algo muy importante, aunque
yo, en su situación, habría hecho lo mismo.
Tras pasar el aspirador, invitarla a un trago y que habláramos de las
próximas piezas, tenía claro que el siguiente movimiento era llamar a
William O’Toole, el tipo que me tiró la caña en el club en el que coincidí
con mi mentor y que tenía el Hope en su poder.
Saqué su tarjeta y le di vueltas entre los dedos, la fiesta a la que me había
invitado era el tipo de distracción que necesitaba para poder tomar unas
fotos con total comodidad, el único inconveniente estaba en que tenía que
sacar una invitación para dos, esperaba que eso no me supusiera ningún
problema.
Marqué el número.
Un tono, dos tonos, tres… Cuando estaba a punto de colgar, sonó su voz
soñolienta al otro lado de la línea.
—Buenos días, señor O’Toole, lamento si le he despertado, soy…
—Si vas a ofrecerme un cambio de compañía telefónica, la respuesta es
no. Buenos días.
—Espere, soy Ares, Ares Diamond, nos presentaron el otro día en el
club.
—¿Y por qué no has empezado por ahí, diamante de la temporada?,
¿señor O’Toole? —bufó y se carcajeó al mismo tiempo—. Para ti soy Will,
creía que no me llamarías.
—Pues ya ves que sí, solo estaba esperando el momento oportuno.
—Eso suena interesante. ¿Qué se te antoja, Ares?
—Te llamaba por la invitación que me arrojaste para ir a una de tus
fiestas, ¿sigue en pie? Me dijiste que era pronto.
—Tan pronto como que la celebro mañana, ¿estás interesado en venir?
—Podría decirse que sí, siempre y cuando pueda ir acompañado.
—Interesante… ¿Hombre o mujer?
—Mujer.
—Mi pobre corazón acaba de latir decepcionado, no es un inconveniente,
ya te dije que en mis fiestas hay de todo, lo que ocurre es que hubiera
preferido que vinieras solo, estoy convencido de que lo habríamos pasado
mejor.
—Eso nunca se sabe —sembré la duda para que picara.
—Cierto, eso nunca se sabe —aseveró—. Tengo que advertirte de que
esta fiesta es un tanto especial, es una orgía temática, emperadores y
esclavos, amos y sumisos, cada participante tiene que asumir el rol con el
que se presente, ¿os va?
—Por supuesto, nos encantan los juegos.
—Bien, entonces, ¿qué serás? ¿Amo o esclavo?
—A mí nadie me domina. —Will rio al otro lado de la línea.
—Me lo suponía, el dress code es lencería y togas. ¿Tenéis?
—Nos haremos con una, no es demasiado difícil.
—Muy bien, entonces te mando la ubicación, la hora y me guardo tu
número para la próxima. A mí me encanta jugar a ser el emperador que se
deja dominar, además, me encanta compartir.
—Es bueno saberlo…
—Hasta mañana, Mr. Diamond.
—Hasta mañana, Will.
La camarera me puso el pedido frente a mis narices, dentro de una bolsa
de papel y un portavasos de cartón para que me fuera más cómodo
transportar las bebidas sin quemarme. Le pagué con la tarjeta de crédito y
ella me ofreció una sonrisa.
Al volver al ático con el periódico bajo el brazo, escuché el sonido de la
ducha.
Imaginar a Zuhara en ella era demasiado, ya lo hice la noche anterior al
verla sentada en mi baño y me fue bastante difícil controlar las manos que,
inevitablemente, querían ir al pan, o al bollo, mejor dicho, que el de la barra
era yo.
Deposité lo comprado en la terraza exterior y me evadí un rato leyendo
las noticias. Mejor eso que pensar en su cuerpo desnudo, mojado y
demasiado apetecible enjabonándose en uno de los baños.
Pasé la primera página y el teléfono me vibró. Era Beckett con un
mensaje de voz, en el que me decía que todo estaba bien, que había podido
sacar el anillo y había salido a desayunar. Lo conocía como si lo hubiera
parido. Le comenté que al día siguiente esperaba conseguir lo necesario del
Hope y que los birmanos llevarían las piedras, que estuviera al tanto.
Me deseó suerte y decidí seguir ocultándole lo ocurrido con Zuhara,
había hecho un pacto con ella, yo no le contaba nada a Beckett y ella se
limitaba a calmar a Brenda sin darle datos de lo que pensábamos hacer.
Me dio tiempo a leer tres páginas más antes de que apareciera envuelta
en un albornoz, con el pelo húmedo, descalza y demasiado apetecible para
cualquiera.
—Buenos días —me saludó, arrastrando la silla libre para ocuparla.
—Buenos días, he ido a por el desayuno, espero que sea de tu agrado.
La observé mientras se acomodaba, olía a mi jabón mezclado con su
habitual perfume, lo que me tensó de inmediato. Ella paseó la mirada por el
bagel y su café.
—Dile a Shelly que le agradezco que me informe de su horario, pero que
no pienso ir a recogerla aunque me prometa hacerme una comida
inolvidable.
Zuhara empujó su vaso hacia mí un poco enfurruñada, y a mí se me
dibujó una sonrisa en la boca.
—Vaya, esto sí que es un desayuno como Dios manda, aunque preferiría
que fuera tu coño el que me lanzara la invitación. —Ella alzó su dedo
corazón—. Vale, me conformaré con Shelly, por muy flexible que sea, odio
las automamadas.
Ella hizo rodar los ojos y bufó.
Intercambié los vasos sin ningún tipo de problema. Me fijé en el mensaje
descarado y la carita sonriente enmarcada con un corazón que le había
hecho arrugar la expresión a mi invitada.
Destapó el café y le dio un trago.
—¿Te gusta el BDSM? —Ella parpadeó incrédula.
—Si lo preguntas porque te va que te golpeen las pelotas o te metan una
fusta por el culo, no me opongo a experiencias nuevas.
—¿Y si soy yo el que te acaricia el cuerpo con la fusta y te lleva al límite
del placer y el dolor?
No me pasó desapercibido el modo en que se le dilataron las pupilas y su
cuerpo se estremeció.
—Ni de broma, no vas a pegarme ni las pestañas postizas.
—No quiero pegarte y tú no llevas pestañas postizas. El BDSM no va de
eso.
—¿Por qué estamos hablando de palas y adoradores de Cincuenta
Sombras de Grey? ¿Me ves pinta de Anastasia?
Me dieron ganas de reír, con ella siempre me pasaba.
—Para nada. La cosa es que mañana tenemos fiesta en casa de William
O’Toole, el propietario del diamante Hope y aficionado a las orgías
temáticas, no nos queda más remedio que adoptar los roles de amo y
sumiso. Yo voy a ser Mr. Diamond y tú Venus. ¿Podrás con el papel?
El sol apretaba en la terraza, los rayos calentaban la piel de su rostro, que
estaba adquiriendo un cariz rojizo. Si la intuición no me fallaba, la idea no
estaba causando en ella la repulsión que Zuhara esperaba.
—Me pido el de ama.
Me puse de pie y me acerqué a ella.
—Cariño, los roles ya están decididos, a mí nadie me ordena nada.
—¿Y qué te hace suponer que a mí sí? Los mandones tenéis fama de que
os gusta que os den instrucciones en la cama.
—A mí no —afirmé—. Hagamos una prueba. —Me coloqué detrás para
envolver su pelo en mi muñeca y tirar de él. Los labios de Zuhara se
separaron, y se agarró a los reposabrazos de la silla—. Nunca haré nada que
te haga sentir incómoda, no te forzaré a nada que no estés dispuesta a hacer.
Odio la violencia, Zuhara, en todas sus formas, aunque hay una delicada
línea entre el sadomasoquismo y lo que me gustaría hacer contigo. —Metí
la mano libre dentro del albornoz y pellizqué el pezón con firmeza, estaba
rígido, listo para mí. Un jadeo escapó por su boca. Anoche ya me dio la
impresión de que mi actitud imperativa la ponía cachonda—. El dolor
consentido es muy distinto al que alguien te infringe como castigo. Yo
mejor que nadie lo sé —susurré en su oreja, lamiendo el lóbulo para
después atraparlo entre los dientes.
La pinza que agarraba aquella minúscula parte de su pecho fue haciendo
pequeñas pulsiones que aceleraron su respiración.
—Todo será una puesta en escena —continué—: de lo más creíble y
placentera. Para ello tenemos que establecer unos límites o, por lo menos,
que me digas qué estás dispuesta a que hagamos o a dejarte hacer.
Solté el pezón para llevar las yemas de los dedos a través del esternón
hasta detenerme antes de alcanzar el monte de Venus.
—¿Hasta dónde puedo llegar, mi pequeña esclava?
Ella agarró mi mano para detenerme.
—Supongo que tendremos que esperar a mañana para comprobarlo, lo
que sí puedo decirte ya es que te corto el rabo como te extralimites.
¿Estamos?
—Tu violencia me gusta —ronroneé, pasando la lengua a lo largo del
cuello para saborear la piel.
—¿Puedes dejar de ejercer de coletero y echarme babas? Si quisiera el
pelo recogido, me habría puesto una goma, y te recuerdo que acabo de pasar
por la ducha, gracias. —La dejé ir sin muchas ganas, me hubiera encantado
continuar y saborear mucha más piel. Caminé hasta mi silla y me dejé caer
en ella. Zuhara tenía el ceño arrugado y los brazos cruzados en el pecho—.
¿Cómo se supone que obtendrás lo preciso si estamos en mitad de Sodoma
y Gomorra?
—Algo se nos ocurrirá. —Le di un trago largo al café. Lo cierto era que
ya lo tenía pensado, pero prefería que su imaginación jugara con ella de
manera perversa—. Come, necesitas rellenar los depósitos de energía.
Zuhara se humedeció los labios antes de llevarse el bagel a la boca, y yo
me perdí en el movimiento.
CAPÍTULO 50

Zuhara

A
parcamos en una propiedad enorme ubicada en Pelham Manor, un
pueblo de aproximadamente cinco mil quinientos habitantes, situado
al sur del condado de Westchester, en la zona noreste de Nueva York.
Se caracterizaba por sus innumerables y carísimas mansiones señoriales
que ocupaban parte del terreno, algunas daban al agua, otras a calles
residenciales, y las últimas, como la residencia de O’Toole, muy próxima al
campo de golf.
No cualquiera podía optar a una de aquellas propiedades, sobre todo, la
que teníamos frente a nosotros.
Un muro de tres metros rodeaba el terreno, se accedía a través de una
única verja motorizada y completamente maciza que dotaba de privacidad a
todo aquel que entrara.
Un camino de cemento impreso, rodeado de un jardín que cortaba el
aliento por su parecido a los de un castillo inglés, daba paso a una enorme
fuente central y una zona de aparcamiento exterior con capacidad para unos
cuarenta o cincuenta vehículos.
Al lado, una impactante mansión de estilo europeo, de paredes hechas en
piedra, enredaderas, algunas terrazas y un tejado en color gris oscuro que le
daba un aspecto muy señorial.
Si me hubieran dicho que en lugar de estar en el extrarradio de Nueva
York me encontraba en Inglaterra, me lo habría creído. Daba la impresión
de que hubiera entrado en una máquina capaz de teletransportarte en el
tiempo y en el espacio.
O’Toole era un gran amante del sexo y la privacidad, Ares recibió de su
parte, además de la ubicación y la hora, un mensaje para que acudiéramos a
una prestigiosa boutique para recoger algo indispensable para la fiesta.
No sabíamos a qué atenernos hasta que nos entregaron un par de cajitas,
una para cada uno, la de Ares con una lazada dorada y la mía con una
plateada. En su interior había una máscara para cada uno del color de la
cinta.
Por la hechura, nos cubrirían parte de la cara, dejando a la vista los labios
y la parte baja de la nariz, así podríamos respirar con comodidad.
En la tarjetita interior, estaba la invitación; una como emperador y otra
como esclava.
Esa palabra me erizaba el vello del cuerpo.
—Tranquila —susurró Ares al percibir mi disgusto. Le ofrecí una risa
forzada—. Te prometo que te pondré las cosas fáciles.
Una cosa era que me las pusiera y otra que lo hiciera O’Toole; su casa,
sus reglas, y estar en una posición de inferioridad no era algo que me
apeteciera, aunque sabía que teníamos que hacerlo.
También visitamos un sex shop especializado en objetos para amantes de
la dominación y la sumisión. Era importante que los lleváramos, no solo
para no compartir juguetes con el resto, sino porque en el doble fondo del
maletín guardaríamos las herramientas necesarias para poder hacernos con
todo lo que precisábamos.
Ares metió las que utilizó en casa del embajador en una de las bolsas de
basura donde los del catering tiraban los desperdicios, así se aseguró que
terminaran entre un montón de escombros en lugar de en manos indiscretas.
Me pasé todo el camino dándole vueltas a mi asociación con Ares.
¿Realmente me necesitaba?, ¿o había algo más que la tensión sexual que se
adivinaba en cada uno de sus roces o sus comentarios? Las cartas estaban
sobre la mesa, tanto por mi parte como por la suya, y en ninguno de los dos
casos podíamos hablar de confianza ciega, aunque estábamos condenados a
entendernos.
¿De verdad me ayudaría a encontrar al asesino de mi padre? ¿De verdad
no había sido él? Me descubrí por primera vez deseándolo con toda mi
alma, no me gustaba equivocarme, salvo que me encantaría haber cometido
un error con él. Así podría dar una explicación al modo en que se me
aceleraba el pulso cada vez que estaba cerca, a cómo mi cuerpo reaccionaba
por mucho que opusiera resistencia.
Me gustaba lo que decía, me gustaba su elegancia innata y esa boca poco
apta para todos los públicos. Anhelaba cada promesa oscura que veía en sus
ojos y el desasosiego que me causaban las yemas de sus dedos.
Call out my name, de The Weekend, no ayudó a hacer la última parte del
viaje más fácil. La letra me hizo pensar en cosas que no debería mientras
fijaba la atención en el paisaje en lugar de en el hombre que me consumía.
No le había dado permiso a mi cerebro para cederle el control a mis
emociones, el culpable era el malnacido de mi corazón, que al parecer se
había aliado con el lugar en el que mi deseo se volvía lava.
Era un maldito volcán al borde del estallido cada vez que Ares Diamond
entraba en mi campo de visión, como en ese preciso instante, que acababa
de abrirme la puerta vestido con una impresionante toga negra ribeteada en
figuras geométricas doradas e incrustaciones turquesas que le hizo coser a
la modista, eran del mismo color de sus ojos y de la seda de mi túnica,
cuyas filigranas plateadas también estaban salpicadas con la misma piedra.
Me tendió la mano para ayudarme a salir.
La grava crujió bajo la suela de mis sandalias, cuyos cordones ascendían
por mis pantorrillas.
Notaba la boca hecha esparto. Había ido a la peluquería para que me
hicieran un semirrecogido con pequeñas hojas plateadas y turquesas, al
igual que el body de encaje que Ares escogió para mí.
Reconozco que me había sonrojado al verme con él puesto, y agradecía
el anonimato que me confería la máscara. Era una pieza exclusiva realizada
con encaje, muchísimas aberturas y tiras entrecruzadas. De entrepierna
abierta y las copas apenas cubrían mis pezones oscuros.
Todo lo que me envolvía parecía haber sido bañado en los iris de Ares, lo
que me hacía sentir más vulnerable porque parecía una señal de
pertenencia, él me aseguró que era para mantener a los depredadores
alejados y que les quedara claro de quién era.
El pensamiento me estremecía.
El conjunto se complementaba por un par de brazaletes rígidos de plata
bruñida y turquesas colocados en la parte alta de mis antebrazos, y unos
pendientes con forma de lágrima a juego.
Según el hombre que me miraba con aquella intensidad arrolladora, el
conjunto era arrebatador.
—Esta noche vas a ser el centro de todas las miradas, y por supuesto de
la mía —murmuró cuando me tuvo frente a él—. Recuerda que si algo de
ventaja tenemos en este juego es que la propiedad privada no se toca sin
consentimiento.
—Yo no soy de tu propiedad —gruñí con el aliento entrecortado por su
cercanía.
—Pero en esa fiesta todos tienen que creer que sí, que eres mía, que solo
anhelas mis atenciones y que yo haría arder el mundo antes de que otro te
tocara. —Sus palabras me acariciaron el cuello porque las pronunció
agarrándome de la nuca, pegando su cuerpo al mío y los labios muy cerca
de mi oreja—. Voy a cuidar de ti, Zuhara.
Fue lo último que dijo antes de separarse y ofrecerme su brazo para que
me agarrara.
Lo necesité, me sentía demasiado mareada como para andar entre los
cantos rodados y que las rodillas no me fallaran.
Varias parejas, o personas solas, se apeaban de sus vehículos para
acceder a la casa.
Ya era de noche, había varias esculturas que contenían llamas emulando
los recipientes que se encontraban en el templo, rodeando el camino hacia
la casa.
Los invitados destilaban lujo, clase y poderío. Se notaba que no habían
sido invitados al azar, tanto por las joyas, los calzados de marca o cómo se
comportaban. La clase no se compraba.
En la entrada, ofrecimos nuestras tarjetas de invitación, nos recibieron
dos chicos y dos chicas cubiertos por una túnica que parecía hecha de cristal
y dejaba a la vista su completa desnudez, llevaban el cuerpo decorado con
cenefas doradas y plateadas, nada más. En su caso, no usaban máscaras,
pero sí un maquillaje de lo más llamativo. Parecían sacados de una pasarela
de Roma o Milán.
—Bienvenidos —nos saludaron sonrientes—. Sigan las indicaciones que
encontrarán en el interior de la casa para no perderse y dirigirse al salón de
juegos. Nuestro emperador les da la bienvenida y les desea que disfruten de
la noche. Que el dios Dionisio les acompañe y les haga disfrutar.
—Gracias —murmuramos al unísono. Las puertas se abrieron para
nosotros dando paso a la fastuosidad del interior.
El hall era enorme, con una escalinata doble que daba acceso a las
plantas superiores que estaban vetadas por un par de cordones rojos.
Una modelo pintada como una estatua señalaba la dirección que
debíamos tomar.
La casa olía como a miel, fruta, especias y vino. Los techos altos estaban
decorados y volvía a tener la sensación de estar viajando a otro lugar sin
salir del país.
Ayudaba que todo el mundo estaba muy en su papel y que la
ambientación no tenía nada que envidiar a la de cualquier película.
Cuando llegamos a lo que habían denominado el salón de los juegos,
supe que William O’Toole se tomaba muy en serio sus fiestas.
En mitad
del salón, ubicado sobre una zona elevada con varios escalones, se
encontraba un enorme cenador de inspiración griega con diez columnas
talladas en mármol blanco. Al fondo, un trono que, sin lugar a dudas, era el
del emperador.
Alrededor de la estructura, había una especie de tumbonas hechas de
cuero blanco, lo que facilitaba su limpieza. No tenía dudas de que allí se
dispondrían algunas parejas para sus juegos.
Los ventanales que daban al jardín lateral, en el que brillaban las luces de
una piscina y un par de jacuzzis humeantes, estaban abiertos. Las cortinas
ondeaban perfumando el salón con aroma a flores nocturnas.
Las esculturas que decoraban los laterales de la estancia estaban muy
logradas, además de las otras columnas que rodeaban la sala. En un rincón,
había un fuego en el suelo donde se preparaba vino caliente para los
invitados.
Los camareros, convertidos en auténticas obras de arte, estaban pintados
íntegramente de dorado y plateado, con coronas de laurel en la cabeza y un
tanga cubriendo sus partes nobles también maquillado. Paseaban entre los
invitados ofreciendo bandejas repletas de uvas, quesos, higos y algunos
pastelitos.
Me llamó la atención un hombre de escasa estatura, ataviado como el
dios del desenfreno, que prodigaba caricias a aquellos que accedían a entrar
en el juego.
Temblé y Ares me susurró un «estoy aquí contigo, recuerda mi
promesa», como si sus palabras pudieran librarme del desasosiego que me
recorría por dentro.
—Necesito beber algo para serenarme —murmuré con algunos de los
invitados poniendo los ojos sobre mí.
—No me parece buena idea, es mejor tener la mente despejada.
—Solo será una copa, además, es vino, la graduación que lleva no puede
ser demasiado alta.
Él miró de refilón la olla, y yo le arrebaté a uno de los camareros una de
las copas antes de que Ares me contradijera. Le di un trago a la bebida
dulce y especiada, de inmediato me sentí reconfortada.
La música que sonaba no era para nada clásica, parecía sacada de una
playlist titulada Canciones para llevarte al orgasmo. De hecho, algunos
invitados ya habían empezado con los besos y las caricias.
Sabíamos que la propiedad disponía de una única caja de seguridad
ubicada en la parte superior, en la habitación del propio William. Ares lo
tenía todo controlado al milímetro, así que era indispensable llegar hasta
allí.
Di otro sorbo a mi copa mientras el dios de la fertilidad y el vino se
dirigía hacia nosotros, Ares se posicionó implacable frente a él.
—Lo lamento, mi diosa no se toca. —El hombrecillo sonrió ofreciéndole
una inclinación cortés de cabeza.
La música cambió radicalmente y varios tambores dieron la entrada al
emperador, que era porteado por modelos masculinos, en una especie de
cama-trono que ellos llevaban a hombros.
Los asistentes aplaudieron entusiasmados hasta que William O’Toole,
con su corona de laurel y su túnica dorada, fue depositado en el centro del
cenador para darnos la bienvenida.
CAPÍTULO 51

Ares

T
enía el maletín agarrado con fuerza cuando Will hizo su entrada, mi
cabeza estaba dividida en dos, y por mi bien que debería estar centrada
al cien por cien solo en la obtención de las fotografías, el escaneado y
el peso del Hope.
Volví a colocarme al lado de Zuhara, quien esa noche estaba demasiado
de todo como para que no me fijara. Las ganas que tenía de hundirme en
ella no eran ni medio normales, y más cuando la toga dejaba entrever con
claridad lo que había debajo.
Tenía la boca hecha agua y mi polla podría apuntalar todo el techo del
cenador si los pilares se vinieran abajo, con tanta sangre acumulada no
había quien se concentrara.
—Queridos invitados a esta preciosa bacanal —comenzó O’Toole,
llamando la atención de los congregados—, algunos sois asiduos a estas
fiestas y otros unos recién llegados, por lo que ya sabéis que toca abrir la
noche con un juego de bienvenida de obligado cumplimiento. Si alguna de
las parejas recién llegadas a nuestras queridísimas olimpiadas del sexo se
opone, sois invitados a abandonar la casa de la lujuria y el desenfreno en
este mismo momento. Si os quedáis es porque estáis dispuestos a gozar
hasta que el cuerpo aguante.
Zuhara se puso tensa de inmediato, yo entrecrucé los dedos de mi mano
libre con los de ella para tranquilizarla, aunque comprendía su
preocupación.
¿Qué era eso del juego de bienvenida? William no me había informado
de nada.
—Tranquilos, se trata de algo completamente lúdico y muy divertido,
además, todos estamos aquí por lo mismo, porque nos encanta el sexo. —
Los invitados lo jalearon—. ¿Alguien quiere irse? —Nos miramos los unos
a los otros en completo silencio—. ¡Así me gusta, perversos! Por favor, los
veteranos, ocupad las otomanas.
Unas veinte parejas se acomodaron en las tumbonas de piel que rodeaban
el cenador. Quedamos diez de pie. Tres parejas heterosexuales, tres
formadas por dos mujeres, el mismo número por dos hombres y una cuyo
género quedaba por determinar.
—Voy a iniciar la presentación, cuando oigáis vuestros nombres, por
favor, subid al escenario.
La primera pareja empezó a desfilar al compás de los bombos. No me
había fijado en que eran instrumentos de verdad y que dos hombres, de lo
más aguerridos, los estaban tocando.
Los dedos de Zuhara se apretaron contra los míos.
—Recuerda que, en cuanto tengamos lo que hemos venido a buscar,
podremos irnos, no te agobies.
—¿Piensas que eso me tranquiliza? Esta gente tiene pinta de hoy no te
vas sin follar.
Si hubiera sido otra circunstancia, me habría dado la risa floja.
—No sufras, todo irá genial, sé que es difícil, pero necesito que me
entregues tu confianza, aunque solo sea mientras estemos aquí, si no, no
funcionará.
Fuimos viendo la presentación de las demás parejas hasta que llegó
nuestro turno.
—Demos una calurosa bienvenida a la última pareja de la noche. Hoy los
dioses de la guerra y del amor han descendido para honrarnos con su
presencia y dar rienda suelta al placer. ¿Alzará el poderoso Ares su enorme
espada para hacer claudicar a la deliciosa Venus? Lo veremos —anunció
Will, dándonos paso.
Los invitados aplaudieron y rieron al mismo tiempo, algunos de lo más
entusiasmados al vernos.
—Nos toca, recuerda que eres mi sumisa, no me pongas las cosas
difíciles.
—Soy una diosa, por muy sumisa que sea, somos caprichosas e
insolentes.
Resoplé para mis adentros.
El día anterior, establecimos límites, palabras de seguridad, vimos unos
cuantos vídeos y nos sumergimos de lleno en el BDSM audiovisual, lo que
me dejó con la necesidad de una ducha muy larga y varias eyaculaciones
contra el cristal.
Subimos al cenador.
O’Toole me miró con mucha hambre y total desvergüenza.
—Por favor, queridos novatos, fuera esas túnicas, que queremos ver
vuestros apetecibles cuerpos para que el dios de las bacanales dé su visto
bueno —señaló a Dionisio, que agarraba una copa de vino caliente con la
mirada turbia.
Era una orden simple que sabíamos de antemano que tendríamos que
cumplir, las túnicas eran un mero ornamento.
Se oyeron varias exclamaciones cuando la tela fue cubriendo el suelo
dando paso a lo que estaba velado. Había físicos para todos los gustos,
sabores y colores.
—¡Bravo! —celebró Will. Una nueva horda de aplausos tronó en la sala,
incluso algún que otro silbido entusiasta.
Yo estaba habituado a exponerme debido a mi trabajo en el SKS. En mi
rol de amo, había optado por un slip de cuero negro que poco dejaba libre a
la imaginación. Zuhara, sin embargo, era otro cantar. Cuando la miré de
soslayo, en lugar de tener la mirada fija en el suelo como el resto de
sumisos, alzaba la barbilla orgullosa con desafío, lo que suscitó las sonrisas
de algunos y llamó la atención del emperador.
—Me da a mí que nuestra diosa del amor tiene un punto de rebeldía, amo
Ares…
—Las diosas rebeldes son las más deliciosas de dominar —comenté con
total desvergüenza, ganándome las sonrisas complacidas de algunos.
—El dios de la guerra necesita una compañera capaz de desatar una —
respondió Zuhara contra todo pronóstico. Algunos amos murmuraron la
afrenta entre ellos, las sumisas rebeldes no eran lo que solía gustar más.
—Entonces tendremos que estar preparados para lo que pueda pasar —
murmuró William con una mueca—. Voy a explicar de qué va a ir el juego
al que os vais a enfrentar, se llama «Orgasmo al emperador», y es muy
simple. Vuestra ofrenda será regalarme a mí y a mis fieles invitados un
precioso orgasmo. Será entregado por vuestros maravillosos sumisos, que
serán atados a las cadenas que emergerán del techo y que contienen unos
grilletes justo delante de cada columna.
—¿Y las piernas? —preguntó uno de los amos.
—Las tendrán libres, así podréis mover a vuestros esclavos al antojo de
cada uno. La cadena os permitirá una movilidad aproximada de metro y
medio.
—¿Quién ganará? —cuestionó una ama pelirroja muy curvilínea.
—El orgasmo más intenso será el ganador y recibirá como premio los
aposentos privados del emperador junto con el emperador —aclamó, dando
la vuelta sobre sí mismo. Los participantes lanzaron varios vítores. Era una
oportunidad demasiado buena como para perderla, tenía que hacerme con el
premio y tener pase directo a los aposentos, una vez allí, no me costaría
ingeniárnoslas.
»No os vayáis a creer que va a ser fácil, iniciarse conmigo es un
privilegio, por lo que mis siervos colocarán algunos electrodos en los
cuerpos de vuestros sumisos, que irán recibiendo corrientes. A medida que
pase el tiempo, la intensidad de las descargas irá aumentando, lo que
complicará o facilitará la llegada al orgasmo de algunos.
Uno de los amos lo festejó, ahí teníamos al primer chispas. Zuhara me
dijo que no le gustaba lo de las electrocuciones, así que me tendría que
esmerar mucho para que se olvidara de ellas.
—La esclava ganadora será la que logre el squirt más cuantioso. Para
aquellos sums con pene, triunfará el que eyacule mayor cantidad de semen.
Los fluidos serán recogidos en un recipiente que mi séquito de portadores
os facilitará. —Los hombres que portaron a Will nos dieron a cada amo una
especie de vasija transparente.
—Entonces, ¿cómo se decidirá el ganador final? —preguntó un amo de
piel oscura.
—Entre los mejores eyaculadores, yo haré mi elección personal, para eso
es mi fiesta y soy el emperador, la otra pareja será entregada a Dionisio. Si
queréis ganaros mi favor, os recomiendo ser de lo más creativos y
sensuales. Podéis emplear todo aquello que habéis traído, en esta sala no
hay cabida a las prohibiciones, solo muchas ganas de ver un buen
espectáculo. Quiero valorar a ver de lo que sois capaces.
Me echó una mirada de soslayo, jugaba con ventaja y no pensaba
desaprovecharla, sobre todo, con las ganas que le tenía a Zuhara.
O’Toole fue hasta el trono e hizo un gesto para que volviera a iniciarse el
sonido de anticipación de los bombos, que reverberaron sobre nuestras
cabezas hasta que los silenció alzando las manos.
Con un chasquido de dedos, las esposas cayeron del techo, igual que si
un avión hubiera entrado en una zona de turbulencias.
—¡Que empiecen los juegos del hambre! Digo… del orgasmo.
CAPÍTULO 52

Zuhara

E
mpezaba a preocuparme, tenía a un montón de gente con los ojos
puestos en mi cuerpo y, por si fuera poco, uno de esos tíos
embadurnados en pintura dorada me colocaba seis electrodos sobre el
cuerpo para que me dieran descargas, pedazo de ilusión, lo que me faltaba
para poder concentrarme y dejar de echar chispas.
¿Eso era una orgía, o un cursillo para prepararte para la silla eléctrica?
Aunque teniendo en cuenta que estaba al borde del infarto, quizá
necesitara estar conectada a un desfibrilador.
Ares se puso a mi lado para susurrarme al oído.
—Respira… —Lo miré de reojo y con mala leche.
—Eso es lo único que soy capaz de hacer, porque si abro la boca, te juro
que te entrará de todo menos risa. —Su boca se torció ligeramente. Al muy
capullo le hacía gracia que estuviera atacadísima.
—Escucha, sé que lo que voy a pedirte es complicado.
«¿Más que estar atada al techo, con mis partes bajas al aire, un montón
de pegatinas prometiendo convertirme en la nueva especialidad de KFC y
teniendo que eyacular un montón de líquido cuando no lo he hecho en mi
puta vida? Seguro que sí».
Sabía que no podía decirle todo eso por si nos oían, pero ganas no me
faltaban.
—Necesito que te dejes ir para que podamos conseguirlo, voy a ayudarte
relajándote con mis palabras, soy bueno, lo que no implica que necesite que
pongas de tu parte para que lo que te diga ejerza el efecto deseado —siguió.
—¿Pretendes darme una sesión de coaching sexual? Porque ahora mismo
no estoy como para recibir terapia —mascullé cuando el chico de oro me
puso el último electrodo y se largó.
—No es momento para discusiones, están casi terminando con los demás
y tengo el tiempo justo. Escucha, tengo un plan, pero te necesito al cien por
cien, menos no me sirve. Sabes tan bien como yo que el premio es una
oportunidad única para hacernos con lo que necesitamos, hay que ganar el
juego como sea.
No podía contradecirle en eso.
—Odio la electricidad —confesé—, y no me refiero a tener luz en casa, o
poder poner la lavadora en lugar de frotar, sino a convertirme en una puta
freidora para moscas.
—Aquí no hay moscas.
—Pues yo veo a mucho moscón. —Ares se desesperó.
—¿Puedes hacer el favor de callar y escuchar? —No podía, estaba
demasiado nerviosa. Me limité a asentir—. Vale, voy a poner todo de mi
parte para que ganemos, y solo te pediré una cosa, que cierres los ojos y
escuches mi voz. Hazlo, será mucho más cómodo. —Esa vez no me negué,
bajé los párpados y recé para que tuviera un máster en hipnosis, solo así
podría tener un squirt en mitad de toda esa gente, que a mí incluso me
costaba hacer pis con Brenda delante—. Lo estás haciendo genial, ahora
imagínate en un lugar distinto, fuera de este salón, hay una puerta, detrás de
ella hay una sala oscura, con luces del color que más te gusta. —Sonreí
porque ese color era el de sus ojos, que fue lo primero que vi al cruzar el
umbral de mi imaginación, quizá sí que fuera bueno—. Miras a tu alrededor
y todo lo que ves te gusta, el mobiliario, el ambiente, el olor… —Aspiré y
percibí su aroma. Me encantaba, aunque no se lo dijera—. Has quedado con
alguien que te pone mucho, muchísimo, está delante de ti y te desnuda
despacio, te pide que confíes en él, que todo lo que hará será para darte el
máximo placer, eleva tus brazos, te suspende y tu sientes la lujuria
penetrando en ti desde los pies.
»Te excita tanto, su voz, el aroma que desprende, las cosas que te dice y
cómo te hace sentir. Cada palabra, cada roce es una maldita descarga
eléctrica. —Un zumbido sordo comenzó a recorrer mi piel, no era tan
desagradable como había pensado—. Eso es, vibra con él, no duele, al
contrario, te hace aumentar tu libido, notas cómo el anhelo crece al mismo
ritmo que te recorre su intensidad. La música te envuelve, te fundes con
ella, con la letra, con cada compás.
Do it for me, de Rosenfeld, sonaba por los altavoces invitándote a
sentirte la protagonista.
Muéstrame cómo.
Muéstrame cómo te gusta hacerlo.
Eres toda mía.
Te haré sentir única.
—El tipo que te vuelve loca, tanto que un leve contacto podría empujarte
al orgasmo más brutal de toda tu vida.
Tragué con rudeza al notar ese roce. No me tocaban sus dedos, era otra
cosa más sutil, ligera, que perfilaba mi escote, mis pezones. Lo había visto
abrir el maletín y hacerse con nuestra amiga la fusta.
Si él supiera que desde el primer segundo no pude imaginar a otro que no
fuera él…
—Eso es, preciosa, eres una jodida diosa a la que rezar, a la que adorar
—masculló al dejar caer un pequeño impacto sobre el pezón, que se rebeló
alzándose, y el eco del impacto reverberó hasta alcanzar el epicentro de mi
lujuria.
Mis labios se separaron y la yema de uno de sus dedos recorrió con
tiento la piel de mi muslo, empujando levemente para que me abriera de
piernas y lo dejara acceder al lugar que vibraba tanto que era imposible
ignorarlo.
Quítate la ropa.
Dame tu confianza.
Mírame a los ojos y confiesa tu lujuria.
—Ábrete para mí. —Su voz era terciopelo, y mi voluntad suya—. Eso
es, no sabes las putas ganas que te tengo, me vuelves loco, joder. Tan
jodidamente loco que podría hacer lo que fuera por ti —musitó,
descendiendo la herramienta que había elegido por el encaje y la piel
expuesta hasta dedicar una leve pasada entre mis piernas.
Gemí al notar el cuero sobre el clítoris, trazando pequeños círculos.
Temblaba, cada uno de los músculos que me conformaban, fruto de los
electrodos y de mi propia excitación. Con cuatro frases y tres caricias había
logrado llevarme hasta tal punto que deseaba todo lo que me hacía, incluso
más.
Ponte de rodillas.
Ruégame que pare.
Prometo que te amaré si lo haces.
Así que hazlo por mí.
Su mano libre acarició mi labio con el pulgar, tentó a mi lengua, que lo
envolvió. Succioné al mismo tiempo que él dio un pequeño golpe sobre el
nudo de terminaciones nerviosas que coronaban mi entrepierna, lo que me
impulsó a sorber con más fuerza.
Ares se puso a mover el dedo en el interior de mi boca como si tuviera
todo el derecho, y yo chupé pensando en otra parte de su anatomía, a la que
le tenía muchísimas ganas, desde que lo vi con Amanda.
Dame tu mano.
Te mostraré cosas que no has hecho.
Sostén mi cabeza.
Te haré sentir como nunca antes.
—Me matas.
La voz masculina me alcanzó al mismo tiempo que la fusta rozaba y
golpeaba con la fuerza precisa, aquellos pequeños toques picantes
inflamaban mi necesidad inundándome en calor extremo.
Los jadeos y los gemidos, el olor a excitación, tanto mía como de los
demás, se combinaban con el del ambiente. Lejos de repelerme, me
empujaban a querer mucho más.
Ares lo notó porque sacó el dedo y retiró el encaje que cubría mi pecho
izquierdo para llevar su boca a él.
El sonido que tronó en mis cuerdas vocales era de lo más inapropiado, el
dios de la guerra sabía con una exactitud pasmosa todo lo que tenía que
darme.
Mi cuerpo se sacudió, el aumento de intensidad eléctrica lo hizo vibrar
con mayor hambre.
—Gózalo, pequeña, lo estás haciendo más que bien, el cuero de la fusta
está empapado y yo tengo la polla a punto de estallar. No sabes lo que me
supone verte así de entregada, de sentirte tan caliente, no tienes ni puta idea
de las ganas que tengo de follarte.
Escucharlo fue como si alguien dijera: Ábrete Sésamo. Mi caja de los
truenos estalló y no pude contener la petición.
—¡Hazlo! —me escuché. Ares gruñó.
—¿Quieres que te folle?
—Sí.
—¿Cuánto? —preguntó. La fusta se paseaba con maestría. Sus dientes
rasparon el otro pezón cubierto de tejido para después envolverlo en saliva.
No pude controlar la necesidad que escapó de mi garganta cargada de
frustración.
Quería más, mucho más.
—¡Muchísimo! Por favor, no me hagas suplicar.
Estaba fuera de mí.
Las terminaciones nerviosas de mi anatomía parecían colonizadas por
una colmena de abejas y estaba deseosa de que la zumbaran.
—Voy a probarte, voy a beberte y voy a follarte, te lo prometo.
Cada maldito átomo gritaba «sí, sí, sí».
Me importaba muy poco quienes fuéramos, o lo que hubiéramos hecho,
lo único que quería era que cumpliera con su palabra.
La fusta paró y sus dedos le tomaron el relevo, cálidos, gruesos,
penetrantes.
La boca masculina fue descendiendo hasta que noté su lengua enorme
dar una pasada extremadamente lenta por todo mi sexo, agarró mis piernas,
me las puso en sus hombros y…
Ni siquiera sé la de palabrotas que solté agarrada a las cadenas que me
suspendían del techo cuando le noté rebañándome por entero.
Eché la cabeza hacia atrás y supuse que ese estado de ingravidez y placer
debía ser lo que sentían los astronautas al follar en el espacio.
No podía acallar los jadeos. Ares tenía razón. Todo había dejado de
importar salvo lo que me estaba haciendo con total maestría.
Las corrientes eléctricas, lejos de incomodarme, me azuzaban, disfrutaba
de la mezcla de dolor y placer. Mi respiración era cada vez más irregular,
mis caderas tenían vida propia y empujaban contra su cara. El orgasmo se
cocía en mis entrañas, la voluntad de mi cuerpo se había ido al cuerno,
quería estallar en su boca.
Un dedo entró en mi interior, mi musculatura interna se contrajo y un
segundo no tardó en alcanzarlo. Penetraciones hondas, sensuales, de ritmo
perezoso y profundo que me tensaba hasta el útero, acompasadas por esas
pasadas de lengua enloquecedoras.
El ritmo me dejaba al borde de algo enorme que no alcanzaba, me
empujaba a una desesperación extrema que me dejaba resollante, sin aire.
—Ares, Ares… —gemía su nombre con total desesperación, y él desoía
mi llamado, seguía con esa tortura agónica que me tenía erizada tanto por
fuera como por dentro.
Escuché el grito de un hombre, no sabía si se había corrido o no, me daba
lo mismo, estaba tan abstraída que lo demás no me importaba ni lo más
mínimo.
—Más, por favor, más…
Conseguí que aumentara el ritmo. Lo necesitaba tanto que me ahogaba
en mi propio anhelo.
La cabeza me daba vueltas, la musculatura de mi vagina constreñía sus
dedos con una fuerza descomunal, estaba tan sumamente cerca que arrugué
los dedos de los pies en el interior de las sandalias.
Quería clavarle las uñas. Colocarme encima de él y tomarlo de un modo
salvaje, primitivo, pero no podía. Quería follarlo, que me follara, mirarlo a
los ojos y dejarme arrasar por la tormenta. Imaginarnos me dio una vuelta
de tuerca por dentro.
Cambió su forma de tocarme y la velocidad de su lengua alcanzó un
ritmo caótico. La yema del índice palpó la pequeña zona sensible de mi
interior y me voló literalmente por dentro.
Podía escuchar mis gritos inconexos, mi esófago se cerraba, toda yo me
sacudía. Ares cerró los labios sobre el nudo sensible para sorberlo y la
combinación me llevó a otro plano, uno que me hizo ascender sin control a
un lugar tan desconocido como excitante.
Ya no era capaz de escuchar más allá de mi propia avaricia, lo único que
percibía era mi anhelo por todo lo que me hacía y el rugido del trueno que
precede al orgasmo. El aire se agotó, Ares apartó la boca, se deshizo de mis
piernas sin detener el movimiento de su mano y todo se hizo añicos.
Me fragmenté por completo, me elevé y el origen de la materia cobró
sentido.
La formación del universo tuvo que ser un puto orgasmo en boca de Ares
Diamond.
Grité su nombre y todo se volvió líquido.
CAPÍTULO 53

Ares

E
staba jodido.
Simple y llanamente J.O.D.I.D.O.
Cada vez que la tocaba, lo estaba más, y en ese momento, con su
sabor todavía en mi boca, el zumbido de su orgasmo en mis dedos y el
recipiente lleno de aquel líquido prometedor, sabía que no sería capaz de
quitarme a Zuhara de la cabeza, ni de la punta de la polla.
—Lo has hecho muy bien —susurré en el oído de Zuhara, que
permanecía desmadejada con los ojos cerrados, suspendida en un limbo
sensual sujeta por las cadenas.
Will, nuestro querido emperador, se acercó a mí con una sonrisa lobuna.
Me quitó el recipiente de los dedos y lo elevó.
—Parece que tenemos una ofrenda de lo más prometedora. —Sus
invitados jalearon y llevó la mano libre a mi erección para agarrarla—. Y al
parecer, el Dios de la guerra tiene a punto su poderosa espada.
—Verás lo poderosa que la tengo si decides llevarme a tu cama. —Le
sostuve la mirada sin apartarle la mano.
—Eso suena muy prometedor. —Volvió a presionar sus dedos contra mi
erección y arrojó un suspiro soltándola—. Aunque primero tendremos que
ver si tus habilidades han sido suficientes como para ganar la batalla.
Le dio la vasija al chico de dorado designado para custodiarla, el juego
casi había concluido, quedaban un par de parejas que seguían alargando la
sentencia.
Regresé al lado de Zuhara, me puse frente a ella para cubrirla de miradas
indiscretas, ya la había expuesto lo suficiente. No me hacía ni puñetera
gracia que los hombres y mujeres de los divanes se estuvieran tocando y
follando gracias a las vistas.
—¿Estás bien? —le pregunté, recolocándole la ropa y cerrándole los
muslos. Mi posición era para ejercer de pantalla y darle privacidad.
Sus párpados se abrieron pesados.
Llevé la mano a su nuca, la acaricié y pasé el pulgar por su mejilla.
—¿Lo hemos logrado? —preguntó con voz pastosa.
Tenía ganas de besarla, de sacarla de aquella casa y meterla en mi cama.
Me gustaba demasiado, lo que no nos convenía a ninguno, teniendo en
cuenta que no las tenía todas conmigo de su sinceridad, de que no se tratara
de una trampa.
—Lo has hecho muy bien.
Y era cierto, lo pensaba.
—Pe-pero ¿he conseguido…? —Tenía las mejillas enrojecidas, parecía
avergonzada, lo cual era curioso proviniendo de una mujer tan decidida.
—¿Tú que crees?
—No tengo ni idea, yo nunca… —se calló—. Ya sabes, no he eyaculado
nunca —musitó en voz baja.
Vaya, eso sí que era una sorpresa.
—En ese caso, te responderé que me hubiera encantado beberte entera.
Su rostro se puso más rojo todavía. Se humedeció los labios mirándome
la boca y me quedé con las ganas de besarla como merecía, desatarla y
llevármela en volandas. Me contuve porque las esposas se abrieron de
sopetón, y si no hubiese reaccionado a tiempo, se habría caído de bruces al
fallarle las piernas.
La cogí y la abracé contra mi corazón alborotado. Sus manos se
apoyaron contra mi pecho al igual que su cara, la estreché aspirando su
aroma entremezclado con jazmín, piel y orgasmo. La mezcla era explosiva.
Mi erección se clavó contra ella, aunque no se apartó.
—Parece que ya hemos cosechado el último orgasmo —anunció el
emperador.
Mantuve a Zuhara contra mi cuerpo, dando pasadas largas a su espalda
con la palma de mi mano.
Juntos, pegados, dándonos aliento el uno al otro, vimos cómo William
ponía en una báscula las vasijas, una a una, y Dionisio anotaba la cantidad
reflejada. Una vez tuvieron la comparativa, tomaron el par de recipientes de
las parejas vencedoras.
Los elevó uno en cada mano ante todos.
—Sé que tenéis muchas ganas de saber quiénes son los finalistas, así que
no me demoraré. El vencedor de la eyaculación masculina, el más
abundante y glorioso es… —los bombos sonaron hasta que chasqueó los
dedos—. El esclavo Michael Henderson y su amo Luke Eddison.
Se escucharon aplausos, vítores y se vio la alegría de la pareja de
hombres que dieron un paso al frente.
—Toca el turno a nuestras intrépidas mujeres —sonrió William—. La
vencedora del squirt más abundante y placentero, porque todos hemos sido
espectadores de ello, ha sido… —Los ojos de William se estrecharon, sus
labios formularon una sonrisa y alzó la vasija al mismo tiempo que giró el
cuello en nuestra dirección—. Venus, la diosa insumisa del amor, y Ares,
portador de su prometedora espada. ¿Qué pareja merece más pasar su noche
con el emperador?
Los invitados comenzaron a dar voces y Dionisio se puso a corretear por
delante de él agarrando los recipientes como si se los fuera a beber. Algunos
reían y otros lo animaban a hacerlo.
—No me decido… —suspiró William.
O’Toole caminó alrededor de la pareja masculina. Los hombres lo
invitaban sin pudor a divertirse con ellos, a tocarlos y comprobar la
mercancía.
—¿Y si no lo conseguimos? —preguntó Zuhara flojito.
—Lo haremos.
No pensaba perder en eso.
Cuando William nos enfrentó, Zuhara se puso a mi lado.
—¿Qué dices, Ares? —me preguntó el emperador.
—Que si nos elijes, no te vas a arrepentir.
No me gustaban los hombres, pero había ocasiones en las que tocaba
sacrificarse un poco, como esa noche. No era justo que solo se lo exigiera a
Zuhara, al fin y al cabo, el TOP5 era mi objetivo.
Agarré a Will de la nuca, lo llevé a mi boca y lo besé unos segundos, los
suficientes como para que la sala se llenara de silbidos y él quisiera más.
Me tenía demasiadas ganas como para darle a probar la manzana y no
querer comérsela entera.
Cuando separamos nuestros labios, ya sabía el veredicto.
—¿Quién podría resistirse a un argumento tan poderoso? —preguntó
sonriente.
Los pulgares de la otra pareja y los abucheos se hicieron notar, pero la
decisión ya estaba tomada.
Antes de llevarnos a su suite, nos pidió unos minutos porque tenía que
hablar con alguien, yo aproveché para ir al baño que quedaba en la zona
exterior. Le pedí a Zuhara que se mantuviera apartada de los invitados, que
volvía en unos segundos.
A mi regreso, un hombre se había acercado a ella, que miraba cabizbaja
el suelo. No fue hasta que me acerqué y escuché su voz que no me puse en
guardia.
—Podría ser muy divertido… A tu amo seguro que le seduce la idea de
compartirte conmigo.
—A su amo la única idea que le seduce es la de partirte la cara —
mascullé. Él se giró hacia mí con una sonrisa pérfida.
—Vaya, vaya, menudo malhumor, aunque no es de extrañar después de
que no hayas podido descargar…
—¡¿Qué haces con ella?! —pregunté, echando humo por las orejas.
—Nada, solo proponerle un trío, pero a tu diosa parece haberle comido la
lengua el orgasmo, no ha abierto la boca ni ha dejado de mirar al suelo. Se
ve que la soberbia la reserva para ti.
Miré a Zuhara, que seguía en aquella posición, y después a Scott. No
pensaba que le iban las orgías, aunque, con la mano tan larga que tenía, no
era de extrañar que le pusiera dar hostias.
—Aléjate de ella y de mí, Painite.
—No sabía que ahora te iban los tríos y las fustas.
—Hay muchas cosas que desconoces de mí.
—Quizá tú también de mí —contraatacó sin mirarla. ¿Se refería a su
arma secreta? ¿A Zuhara?
—¿Te refieres a que quieres utilizar a mi sumisa en mi contra? —proferí
tenso.
Sus ojos se cargaron de escepticismo, como si la cosa no fuera con él.
—No necesito utilizar a nadie, y menos a una mujer. —Miró a Zuhara de
reojo—. Querida, no te ofendas, esto no va contigo, él y yo nos conocemos
de antes, somos viejos amigos.
—Tu concepto de la amistad y el mío distan bastante.
Mi mentor iba a contestar cuando William nos interrumpió.
—Disculpad la tardanza —murmuró acercándose—. Tenía un asunto que
tratar con Stefan para que esto no se desmadre en mi ausencia, algunos
invitados abusan de las drogas y el vino. Gracias por haberlos custodiado,
Scott.
—De nada, ya sabes que por un amigo hago lo que sea.
—Y por dos más todavía, ¿no?
En la fiesta dije que él y yo éramos viejos amigos cuando me presenté en
su círculo.
—Por supuesto, aunque no sería buen amigo tuyo si no te advirtiera que
los dioses suelen ser caprichosos y traicioneros, tienen fama de querer
robarte el alma.
«Y de hacerte saltar todos los dientes por bocazas», gruñí por dentro.
William no se dio por aludido y dejó ir una carcajada.
—A mí me basta con que me roben varias corridas. Disfruta de la fiesta,
amigo mío, hay por ahí un par de esclavas que seguro te entretienen, invita
la casa…
O’Toole hizo un gesto y dos de las mujeres plateadas acudieron para
hacerle compañía a Painite.
—Venus, Ares, seguidme.
Al llegar a la habitación, Will fue a poner música mientras nos pidió que
nos pusiéramos cómodos y nos sirviéramos lo que quisiéramos del mueble
bar.
La habitación era enorme. El hilo musical estaba en una especie de salita,
rodeado de sillones, que precedía a la estancia principal, que tenía una cama
enorme rollo principesca.
Un cuadro enorme estaba colgado en el cabecero, y, tras él, mi objetivo,
sabía a ciencia cierta dónde se ubicaba la caja fuerte.
A los pies, en el suelo, había una especie de chimenea encendida, por
llamarlo de alguna manera. Eran piedras blancas de las cuales emergían
algunas llamas y que se notaba que eran quemadores de gas. Más que para
calentar, eran para dar ambiente.
Un enorme ventanal daba salida a la terraza, desde la cual podías ver la
zona de la piscina.
—Te juro que no sabía que Scott estaba en la fiesta —masculló Zuhara,
hablando bajito—. Por eso no abrí la boca cuando lo escuché, miré al suelo
e intenté que no supiera que era yo la que estaba contigo.
—¿Quieres que crea eso?
—Pues estaría bien que por una vez confiaras en mí. ¡Yo lo he hecho!
Era adorable cuando se enfurruñaba y quería llevarme la contraria.
—¿En serio? ¿Cuándo? —la piqué, llenando tres copas.
—¿Te parece poco haber hecho un puto squirt delante de un montón de
desconocidos? Aunque no lo creas, no voy haciendo esas cosas por ahí. Yo
te he demostrado que puedes hacerlo, sin embargo, tú todavía no me has
dado ninguna prueba de que no mataste a mi padre.
—Porque no la hay, simplemente no lo maté. Ya te dije que daremos con
el culpable.
Por supuesto que la creía. Si hubiera estado con Scott, con las pullas que
nos habíamos soltado hacía unos instantes, me habría dicho que ella era su
arma arrojadiza, mi mentor no era de los que tiraban la piedra y escondían
la mano; si lo pillabas, reconocía tu habilidad, y habría desechado de
inmediato a Zuhara.
—Te creo —murmuré, llevando mi mano a su nuca. Me gustaba cogerla
así, sentir la tensión de su cuello cuando alzaba los ojos hacia mí.
—¡¿Qué?! —preguntó ahogada.
—Que te creo respecto a tu relación con Scott, no me fío de que esté
aquí, podría joderlo todo, así que tendremos que ser hábiles.
—No pienso follar contigo y el emperador.
—Cariño, cuando la palabra follar y yo estemos en la misma oración,
solo lo harás conmigo, no habrá otra posibilidad frente a ti. Lo mío es mío,
no me gusta compartir.
—Quién lo diría, con Amanda…
—Eso es el pasado, lengua de camaleón, ahora mi corrida solo será para
ti.
Su aliento se entrecortó cuando la arrastré hasta mi cuerpo para arrasar su
boca como deseaba en el cenador.
No se opuso, al contrario, su lengua cayó rendida bajo la mía y se
amoldó a mi cuerpo como si aquel lugar le perteneciera.
Mi mano bajó a su jodido trasero y la empujé contra mi erección. Era
saborearla y ponerme como una roca.
—¿Empezando la fiesta sin mí? —preguntó Will.
Su voz me llenó de fastidio. Sabía que aquel no era el lugar y que seguía
teniendo un objetivo para estar allí.
—Solo estábamos calentando —musité, separándome de los labios de
Zuhara.
—¿Y qué tal si calentáis conmigo? —preguntó, quitándose la toga.
William se cuidaba, su cuerpo daba buena fe de ello. No tenía un físico
atlético como el mío, pero se notaba que llevaba una buena alimentación y
practicaba algún tipo de deporte.
Tenía el pecho salpicado de vello rubio cobrizo, igual que su cabeza.
—Antes brindemos —sugerí, ofreciéndole una de las copas. Le di otra a
Zuhara y la última, para mí.
—Espera, pongámosle una ramita de canela, dicen que es afrodisíaca y le
va muy bien a la malta. Está en esa cajita. —Zuhara cogió las ramitas y las
puso en el interior, Will nos invitó a remover el licor con ella. Olió el
contenido y sonrió—. Ahora sí. Por una noche inolvidable.
—Porque te robemos el alma —respondí.
Los tres bebimos, dejamos las copas, solo había servido un par de dedos,
por lo que no mermaría mis habilidades.
Will vino a por su premio sonriente, salvo que un fuerte estruendo lo
hizo saltar todo por los aires.
CAPÍTULO 54

Zuhara

L
a explosión me pilló por sorpresa.
Di un grito sobrecogedor y el corazón casi se me salió por la
garganta al escuchar el estallido de cristales.
—¡¿Qué ha sido eso?! —pregunté, poniéndome en lo peor. ¿Y si mi tío
Scott lo había hecho saltar todo por los aires? Y no metafóricamente
hablando. Quizá Ares tuviera razón y no lo conociera tan bien como creía,
al fin y al cabo, las personas tendemos a mostrar solo lo que los demás
quieren ver, ocultando esa parte de nosotros que no se amolda a la persona
que tenemos delante.
—No lo sé, no os mováis, por favor, voy a ver.
William nos dejó a solas, y en cuanto salió por la puerta, Ares no tardó ni
un segundo en abrir el maletín.
—¿Qué haces?
—Lo que he venido a hacer. Tenemos cinco minutos antes de que vuelva
—comentó, accediendo al doble fondo para extraer los guantes.
—¡¿Has oído la explosión?! ¿Y si Scott quiere volar la operación? —Él
curvó el labio en una sonrisa poco disimulada.
—Esa explosión tiene el mismo origen que tu orgasmo. —Alzó sus
dedos y señaló su smartwach—. La he provocado yo, no iba a tolerar que
nadie te tocara —dijo, quedándose tan ancho.
La revelación me encogió el pecho y otra parte que estaba más
alborotada de lo que debería. No podía creer que me hubiera ocultado esa
información.
—¿Por qué no me has dicho nada?
—Era mejor que tu grito fuera tan creíble como lo ha sido, por muy
buena actriz que seas. Ahora haz caso y vigila la puerta para que no nos
pillen, lo tengo todo calculado al milímetro, lo que no quita que algo no
pueda salir bien.
No me opuse porque tenía razón, era mejor hacerlo cuanto antes.
Ocupé la posición que me había indicado, en el marco que daba al
saloncito, con un ojo puesto en la puerta y otro en él.
Fácilmente podrían confundirme con un camaleón, nunca había movido
tanto las pupilas.
Verlo trabajar era increíble, su cara de concentración, la delicadeza con la
que descolgó el cuadro, puso el aparatito al lado de la cerradura de la caja
fuerte y esa cosa se puso a ofrecerle combinaciones numéricas. Por no
hablar de toda aquella musculatura tensionada y su culo redondo apuntando
en mi dirección.
¿Por qué hacía tanto calor?
—Ya casi lo tengo —murmuró.
La excitación, la adrenalina, fluían por mis venas ahogándome en deseo.
El slip de cuero negro, que en cualquier otra persona me habría horrorizado,
me daban ganas de arrancárselo a bocados y lo que me había hecho no
ayudaba. Me palpitaba todo el cuerpo y comenzaba a sentir un calor
asfixiante.
¡Por fin se abrió la caja y Ares profirió una palabrota!
—¿Qué ocurre? —pregunté viéndolo bajar de la cama de un salto con
otra caja más pequeña del tamaño del collar.
—¡Esta es de apertura con huella!
—¿Y ahora qué? No nos la podemos llevar… —Un sudor frío recorrió
mi espalda.
—¡Claro que no! Solo necesito la huella de O’Toole.
Como si eso fuera tan sencillo.
—¿Y qué propones?, ¿un: «Oye, William, préstame el dedo un
segundito, solo es para echarle unas fotos al collar más caro del mundo y
poder falsificarlo»? ¿O tal vez amputarle el dedo? Por bueno que seas
chupándola, no creo que no lo note.
Le vi poner cara divertida y yo bufé. ¿Por qué se lo tomaba como un
juego, mientras que yo tenía el alma del revés? Encima, apenas podía
apartar los ojos de los pectorales.
—Además de tus opciones A y B, existe la mía, que es la C, llevar las
herramientas necesarias para cualquier complicación. Solo necesitamos
sacar su huella de una superficie.
—No tenemos tiempo de averiguar dónde está el dedo índice de O’Toole.
—Yo lo tengo localizado, pero necesito tu ayuda, rápido, ven aquí.
Fui hasta él y lo vi sacar del doble fondo un rollo de cinta ancha para
precintar, un tubito de pegamento extrafuerte de secado rápido, de esos que
usas cuando se te parte un tacón, y un aro metálico.
—¿No fastidies que con eso vas a fabricar una huella, MacGyver?
—Todavía no me conoces lo suficiente para evaluar mis capacidades, y
desde ya te digo que son muchas. —Tiró del rollo de cinta adhesiva y cortó
un trozo con los dientes sin apartar su mirada de la mía. Mi útero se
contrajo solo con ese movimiento al pensar en su boca en mi sexo y mis
muñecas atadas.
Me obligué a echar el freno.
—Ya había valorado que esto pudiera ocurrir, O’Toole no es estúpido,
pero yo le saco ventaja y experiencia. Para eso le hice agarrarme el paquete
en el cenador. Pon la tira por la zona que pega aquí —señaló el lateral de su
polla.
—Estás de broma, ¿no? —Un ligero temblor me recorrió las manos.
—Para nada, no puedo hacerlo desde este ángulo por si se dobla, tienes
que presionar bien para sacar la huella.
—¿Y si se hunde y se me hace un pliegue? —Su rictus se puso tan
canalla como de costumbre.
—Te aseguro que la tengo tan dura que ahora mismo podría hacer un
butrón, no vas a tocar nada blando ahí abajo.
«¡Joder!».
—Date prisa, no hay tiempo que perder —me espoleó.
Me puse de cuclillas y presioné el punto exacto que señalaba Ares.
Tocarlo y no bajarle el maldito calzoncillo estaba siendo más difícil que el
examen final de gemología.
—La próxima vez que te tenga así —murmuró sin tocarme—, olvídate
de ponerte en pie sin que haya follado esa boquita sucia.
Sabía que tenía las pupilas tan dilatadas que el círculo dorado de mis ojos
sería una fina línea bastante escasa.
Me puse en pie y me relamí. Él arrojó un sonido de frustración. Cabeceó
hacia la consola de la habitación, a la par que comprobaba al trasluz que
tuviera la huella completa, asintió y apoyó la cinta por el lado que no
pegaba encima de la superficie lisa.
Iba explicándome paso por paso lo que estaba haciendo. Mi corazón no
paraba de dar acelerones mientras mis ojos oscilaban de la puerta a él.
Puso el aro metálico para enmarcar la huella y me pidió que vertiera el
contenido del pegamento en el interior del círculo que lo contuvo.
—Ahora viene el paso más delicado…
Agarró los dos extremos de la cinta, se acercó a la chimenea de gas
decorativa y la puso cerca de la fuente de calor.
—Se va a quemar —anoté.
—Qué va, esto la secará y volverá maleable el pegamento.
Bastaron unos segundos para que proclamara que estaba listo.
Regresó a la consola y desmoldó lo que parecía una plantilla hecha con
silicona. ¡Era flexible! Si no lo veía, no lo creía, ese pegamento solía ser de
lo más rígido.
—Ahora reza para que funcione.
La acercó a la cajita y… No pude controlar la exclamación de euforia en
cuanto vi que se desbloqueaba.
—¡Eres increíble! —Ares me sonrió pagado de sí mismo.
—Más bien un profesional en lo mío, pero gracias, no todos los días se
recibe un cumplido de tus labios.
«Mis labios te darían mucho más que un cumplido, si los dejara».
Ares sacó el paño de terciopelo, el móvil, el escáner y la báscula. Miró su
reloj, dio un chasquido con la lengua. Se notaba que íbamos apurados de
tiempo. El collar era alucinante, el fulgor te hipnotizaba, nunca había visto
una pieza tan espléndida de cerca. Me hubiera quedado horas admirándolo,
si eso hubiera sido posible.
Volví a mi puesto como vigía para darle tiempo a Ares de que
consiguiera el material gráfico y el peso. Oí un ruido. El vello de mis brazos
se erizó.
—¡Rápido! —lo espoleé—. Creo que se acerca alguien.
Ya estaba pesando la pieza cuando vi que la puerta se entreabría.
—¡Corre! ¡Lo voy a entretener!
Caminé por el saloncito y me planté en la puerta antes de que William
entrara.
—¡¿Todo bien?! —pregunté, llevándome una mano al pecho con
preocupación—. Estaba a punto de salir para ver qué pasaba.
—Ha sido un altercado aparatoso pero sin importancia, ha estallado una
de las cristaleras.
—¡Madre mía! ¿Cómo ha sido? —insistí, bloqueándole el acceso, como
si no me diera cuenta de lo que estaba haciendo.
—Puede haber sido una simple dilatación o alguien que le ha dado un
golpe sin querer, el problema es que se trata de una de las principales y he
tenido que llamar al seguro para que vengan a repararla urgente.
—¡Ay, Dios mío! ¿Y ha habido algún herido? —Will alargó el cuello,
enfocando hacia el cuarto.
—No, no, nadie ha sufrido daños.
—Qué alivio, estaba preocupadísima.
—Oye, ¿y Ares? —William estaba tenso, se notaba que no le gustaba un
pelo mi intromisión. Se escuchó que alguien tiraba de la cadena del váter y
un grifo abierto.
—En el baño, algo no le ha sentado bien, creo que ha sido la canela, a
veces le pasa con algunas especias. Desde que has salido por la puerta, no
ha parado de… Ya me entiendes —aflojé el tono—, echar diarrea. —Will
arrugó la nariz—. Siendo tú, no dormiría en esta habitación esta noche, y si
puedes, pídele a alguien del servicio que ventile.
Lo dije lo suficientemente fuerte para que Ares me oyera.
Este se acercó a nosotros con rictus de descompuesto, se había mojado la
cara y el pelo. Una de sus manos se concentraba en la parte baja del vientre,
en la barriga, y la otra agarraba el maletín.
—Lo-lo siento, se me retuercen las tripas.
—Ya me lo ha dicho tu sumisa —respondió irritado.
—Siento el inconveniente.
—No pasa nada, de todos modos, los invitados se están marchando, os
iba a invitar a quedaros a seguir la fiesta a solas, pero en vistas de tu
estado…
—Tendremos que dejarlo para otro momento, no creo que pudiera hacer
nada estando así.
—Por supuesto.
—Será mejor que nos marchemos —comenté, poniéndome al lado de
Ares.
—Os acompaño —musitó Will. Intentaba que no se le notara el fastidio,
aunque era más que evidente que no le gustaba un pelo lo ocurrido.
Una vez estuvimos montados en el coche, fui incapaz de contener la alegría,
agarré la cara de Ares y le di un beso apretado. No fue más que una presión
de labios, aunque me hormigueó todo el cuerpo. Eso sí que era una descarga
y no la de los electrodos.
—Dios, ¡ha sido alucinante, creía que no lo contábamos!
—Ya te dije que soy bueno.
—Igualmente, cuando la puerta se ha abierto, me iba a desmayar, pensé
que William sospecharía lo que habíamos hecho o que tío Scott se habría
chivado de tus intenciones.
—Ya te dije que no juega así —comentó, abrochándose el cinturón—. Es
mejor que nos larguemos cuanto antes, con un poco de suerte, nadie dará
con los trocitos del dispositivo que coloqué en el cristal. Tienden a hacerse
añicos tras la explosión y daba al césped exterior, pero nunca se sabe.
—Sí, perdona, tienes razón, larguémonos.
Yo también me abroché el cinturón y Ares puso el coche en marcha.
Notaba la adrenalina fluyendo por mis venas, siempre había sido una
buena chica y me preguntaba qué gracia tenía cuando algunos de mis
compañeros pretendía robar los exámenes del aula de los profesores, o las
chicas robaban algún perfume en el centro comercial. Ahora ya lo sabía, el
subidón era épico, y si lo unías a alguien como Ares Diamond, la
experiencia se volvía excepcional.
A ver, que no quería ser ladrona, ni falsificadora, lo cual no significaba
que no entendiera un poquito que él no hubiera cambiado de profesión.
—¿Cuántas veces has hecho algo como lo de hoy? —pregunté curiosa.
—Demasiadas —contestó con los ojos puestos en la carretera.
—¿Y te gusta? Me-me refiero a… ¡Madre mía! No sé, ha sido muy
bestia, mucho más que en casa de Amanda.
—Supongo que me acostumbré a hacerlo, nadie de pequeño sueña con
convertirse en ladrón. Painite quería que nos lo tomáramos como un juego,
así empezó todo, con habilidades motrices, el problema era su falta de
paciencia y su manera de que entendiéramos que cada acto tenía una
consecuencia. —Los dedos se apretaron en el volante.
—Lo siento.
—Ya pasó, lo importante ahora es que lleguemos cuanto antes y pueda
mandar el material a Beckett. Pon algo de música si quieres.
Fue su manera de decirme que me callara y mi excusa para no soltarle lo
mucho que en ese momento lo deseaba.
CAPÍTULO 55

Ares

L
legamos al ático y Zuhara se había quedado medio traspuesta, el
subidón de adrenalina había tocado techo y bajado gracias a mi
silencio.
Mi humor se había resentido frente al recuerdo, cada vez que pensaba en
Apolo, ocurría, y ver a Scott no ayudaba.
—¿Sucede algo? —me preguntó Zuhara.
—Tengo trabajo, ve a descansar.
Abrió y cerró la boca, si quería decir algo, lo dejó pasar, se limitó a un
buenas noches y se metió en su cuarto.
La noche había sido intensa y las emociones que despertaba en mí me
removían demasiado.
Fui directo a la mesa del despacho, me serví una copa, cogí el móvil y le
mandé todo el material a Beckett.
A los pocos segundos, recibí un mensaje suyo que ponía «¿Ocupado?»,
significaba si podía llamarme, no contesté, le di a la tecla y su voz
respondió.
—Parece que no se te da mal el trabajo en equipo —murmuró—. Las
imágenes son buenas.
—Sí, bueno, hacemos un buen tándem.
—No lo dices muy convencido —me pincé el puente de la nariz.
—Es simple agotamiento. Ha sido una noche intensa, además, estaba tu
hermano, ¿sabías que ahora le va el rollo de azotar a sumisas?
—¿Y te extraña?
—No, la verdad es que no, siempre se le dio bien el manejo del cinturón.
—¿Por eso estás así?
—Por eso y porque se acerca la fecha…
Beckett exhaló al otro lado de la línea.
—Sí, son días jodidos.
—¿Piensas en él? —le pregunté.
—Ya sabes que sí. Los dos siempre fuisteis muy especiales para mí.
—No tuve que dejar que se lo llevara.
—No fue tu culpa.
—En parte sí, no me impuse lo suficiente.
—Escucha, Ares, eras un crío, menor, no podrías haber hecho nada.
—Podríamos haber escapado, a otro país, no sé…
—Os habría encontrado, sabes que siempre consigue lo que se propone y
las consecuencias habrían sido todavía peores.
—¿Peores que perder a Apolo para siempre? —Beckett se quedó en
silencio. Y yo solté un suspiro largo.
Mi hermano fue ingresado en un sanatorio mental un par de días después
de que Painite lo visitara. Un lugar elitista, exclusivo, en el que lo
mantenían más tiempo dormido que despierto porque formaba parte del
tratamiento.
Litio, terapia de choque, cura de sueño y pastillitas de colores. La
intención era que su TOD no fuera a más, observarlo, darle pautas de
gestión emocional y enseñarle a controlar sus picos.
Me puse como un loco cuando me enteré de que mi mentor se lo había
llevado sin dejar que nos despidiéramos. Lo engañó diciéndole que tenía
una misión exclusiva para él. La maleta se la preparó una de las chicas del
servicio, iban a ir a la gran Manzana en avión y solo lo quería llevar a él.
Supo camelárselo a base de bien.
Una vez llegaron a la clínica, vino la sorpresa, por fuera no lo parecía,
pero en cuanto se acercaron a la puerta principal, le dieron la bienvenida un
par de enfermeros especializados en chicos conflictivos.
Me consta que Apolo la lio a lo grande y que tuvieron que suministrarle
narcóticos después de que le partiera el labio a uno de ellos y le pusiera el
ojo morado al otro.
Me enfadé muchísimo con Painite cuando regresó solo, sobre todo, a
sabiendas de que estaba tan lejos y que no podría visitarlo con frecuencia.
Me enfrenté a él, le dije que no movería un dedo si no lo hacía volver y me
premió con una amenaza sobre cómo de difíciles podía ponerle las cosas si
no colaboraba.
Odiaba lo fácil que le era dominarme, controlarme con una simple
coacción. Me tenía cogido por los huevos, él lo sabía y no dudaba en ejercer
presión a la mínima oportunidad.
Me largué del despacho dando un portazo, sintiéndome enfadado con
todo y con todos, no era capaz de calmarme con nada, pasé de cenar, y
cuando Beckett me trajo un sándwich a escondidas, para ver cómo estaba,
cargué toda mi rabia contra él.
—¡¿Y cómo quieres que esté?! Te juro que no puedo con él, si pudiera, lo
mataría, clavaría mis pulgares en su cuello hasta que dejara de respirar,
hasta que no pudiera jodernos más.
No recuerdo cuándo fue la primera vez que proferí una amenaza de
muerte contra Painite estando él presente, pero sí que me fijé en que mis
palabras no parecían afectarle, que el mismo sentimiento de odio que
Apolo y yo le profesábamos a nuestro mentor estaba en él, y que, como yo,
Beckett callaba cada uno de sus mandatos.
—Lo sé, pero los dos sabemos que, si te pones de culo, es peor.
—¡Me ha dicho que está en Nueva York! ¡Que tiene restringidas las
visitas y no voy a poder verlo hasta que lo autoricen! —No era de los que
lloraban, pero me sentía tan frustrado que se me habían escapado un par
de lágrimas. Él me dio un abrazo.
—Escucha, mediaré en lo que pueda para que vayamos cuanto antes. Te
prometo que hablaré con mi hermano, mientras, haz lo que te pida,
compórtate como el buen «hijo» que quiere que seas, yo me encargo del
resto.
—¿Por qué lo ha llevado allí?
—Es la clínica a la que Duncan llevó a su hijo el año pasado, es un
lugar muy discreto.
—¿Su socio? —Beckett asintió.
—El chaval es de vuestra edad, ha tenido problemas de adicciones;
drogas, alcohol... Ya me entiendes.
—Apolo también ha estado consumiendo. Le dije que no lo hiciera, que
en su caso solo lo jodía más, pero ya lo conoces, le cuesta hacer caso.
—No es como tú y como yo, ¿eh? —Asentí—. Anda, come algo, que no
cenes no te librará del mal humor, solo te hará rugir las tripas, además, es
de atún, tu favorito.
—Gracias. —Agarré el sándwich y le di un bocado.
—Ya sabes que puedes contar conmigo, algún día nos iremos de aquí los
tres.
—¿Me estás escuchando?
—Sí, perdona.
—Te decía que ya tengo las piedras, que los birmanos han cumplido y
esta tarde he empezado el engarce de piedras en el Peackok, quizá quieras
pasarte mañana a verlo si no estás demasiado ocupado. Tú eres el
especialista en colores, simetrías y posibles fallos.
—Me pasaré.
—Bien, te dejo que descanses y recuerda que él siempre estará vivo en el
interior de un corazón, en el tuyo, en el mío…
—Gracias, Becks —lo llamé como hacía Apolo y después colgué.
Busqué en el correo el nombre de Reynolds.
Le había pedido algo muy concreto, las últimas llamadas que tenían que
aparecer en el sumario del padre de Zuhara y los vídeos de las cámaras, el
único mail que tenía, además del que me puso sobre que mi compañera
estaba limpia, era de hacía unas horas y me indicaba una cifra. Lo cual solo
podía querer decir una cosa, había dado con el poli que nos facilitaría la
información a cambio de una buena pasta.
Ni lo dudé, entré en mi cuenta bancaria e hice la transferencia.
Hojeé los documentos sobre las próximas piezas, mi estado de
concentración no era el óptimo, no tenía sueño ni ganas de tocar el violín, ni
podía hacer otra cosa que recrear en mi mente el sabor, el olor y la maldita
textura del coño de Zuhara en mi boca.
Necesitaba una ducha y una paja.
Cuando pasé por delante de su habitación, me fijé en que tenía una luz
tenue encendida. Me debatí entre llamar a la puerta o no, preguntarle por
qué no dormía. Miré mi reloj y me di cuenta de que eran las cuatro de la
madrugada, probablemente acabaría de despertar de una pesadilla, o
estuviera en ella porque oí ruidos, gemidos, y sin pensarlo, abrí la puerta
dispuesto a despertarla y sacarla de su mal sueño.
Engullí una palabrota al ver su iPad en la mesilla. Ya no recordaba que se
había cargado la lamparilla y que no era posible tener una luz tan suave en
el cuarto, salvo con la presencia de un dispositivo electrónico.
En la pantalla había un tío en pelotas, haciéndose una paja en la ducha
que me era familiar. La ciudad de Nueva York se iluminaba a sus espaldas
mientras Zuhara se retorcía acariciándose sobre el edredón, con una mano
metida en el interior del pantaloncito corto y la otra pellizcándose un pezón.
Me gustaban las mujeres que no se cortaban en ver porno para darse
autoplacer.
Estaba tan excitada que su aroma había impregnado el ambiente. Tenía
los ojos cerrados, estaba tan perdida en sus jadeos que ni siquiera había
escuchado mi irrupción.
No recordaba por qué la había mandado a dormir cuando estaba claro
que le tenía demasiadas ganas.
—Ares… Sí… —gimió—. Más, ahí, justo ahí.
La polla me dio una sacudida al escuchar mi nombre, se estaba tocando
fantaseando conmigo, ¿por qué conformarse con un actor y sus deditos si le
podía hacer un vivo?
Avancé sin pensarlo, con una sonrisa en los labios y una promesa
alzándose entre mis piernas.
Mis pisadas estaban siendo amortiguadas por la moqueta, dejándome
gozar del espectáculo.
Volví a mirar al tipo que Zuhara observaba, el que interpretaba mi papel,
mientras ella repetía mi nombre una y otra vez.
En cuanto estuve más cerca, me di cuenta de por qué me sonaba tanto,
era yo mismo el que salía en la pantalla. Mis azulejos, mi ducha, mi polla,
mi paja.
Abrí los ojos desmesuradamente, intentando asimilar cómo era posible, y
solo tenía una explicación. La muy cabrona se las había ingeniado de
alguna manera para poner cámaras en mi piso. ¿Cómo? ¿Desde cuándo?
Sentí la ira bullir en mi interior.
—Pero ¡¿qué cojones?! —voceé incapaz de aguantar más las palabras.
Zuhara dio un grito, un brinco en la cama y alargó el brazo para hacerse
con el dispositivo presa del miedo. Lo hizo al mismo tiempo que yo, que
me abalancé sin miramientos.
Lo alcancé antes que ella y le hice un placaje con el cuerpo mientras ella
corcoveaba bajo mi peso intentando librarse de mí.
—¡Aparta! ¡Me haces daño! —Olía a coño y flores frescas. No pensaba
dejar que el perturbador aroma tomara las riendas de la situación—.
¡Suéltame, Ares, joder! —profirió.
—¡¿Que te suelte?! ¡¿Esto qué mierda es?! —ladré mientras mi otro yo
se corría contra el ventanal que daba a la ciudad con un grito de liberación.
CAPÍTULO 56

Zuhara

N
o me había podido dormir.
Me traspuse en el coche, pero fue poner un pie en el ático y mi
cuerpo se puso en acción.
Ares estaba bastante taciturno, se notaba a la legua que quería estar solo,
hacer sus cosas, enviar las imágenes para obtener las piezas cuanto antes.
En parte lo entendía, para eso habíamos ido a casa de O’Toole.
Todavía no había recuperado el móvil, por lo menos no a solas. Podía
utilizarlo delante de él, no se fiaba de que cumpliera mi parte del trato, así
que estaba bajo arresto domiciliario en el salón.
Lo que Ares desconocía era que en mi maleta llevaba el iPad, en el cual
tenía instalada la aplicación de Telegram, a través de la cual le mandé unos
cuantos mensajes a Brenda.
Quería que supiera que todo iba bien, que no pensara que estaba
descuartizada en el interior de una maleta. Me despedí diciéndole que la
llamaría al día siguiente. No me contestó, lo cual era lógico porque era muy
tarde.
Intenté leer un rato para que me entrara el sueño, lo habría conseguido si
a la pareja protagonista del libro no le hubiera dado por ponerse intensita y
mi cuerpo se volviera a revolucionar. O le habían puesto algo a la bebida, o
mi organismo gritaba primavera.
Podría haber optado por entrar a una página cualquiera para motivarme,
el mundo estaba lleno de chicos guapos tocándose, sin embargo, yo opté por
ir directa a echarle un ojo a Ares, en vivo y en directo.
Desplazaba el ratón por la pantalla para entrar en el mail. No era la
primera vez que leía el nombre de Reynolds. Hice zoom y vi el contenido
de los dos mensajes, el de Ares pidiéndole el expediente de mi padre y la
respuesta del tal Reynolds en el que aparecía una cifra.
Era posible que quisiera el expediente para hacerlo desaparecer, eso es lo
que habría dicho la Zuhara de hacía unos días, pero la de esa noche prefería
pensar que lo que buscaba era dar caza al asesino y quedar libre ante mis
ojos.
Con esa idea en la cabeza, olvidé el live y me puse a buscar mi vídeo
favorito del sistema de vigilancia, lo tenía guardado en una carpeta con dos
emoticonos, una ducha y un diamante. No era muy original, lo sé.
Le di al play. Había leído que no había nada más relajante que un poquito
de onanismo digital para relajarse y poder dormir como un oso en invierno.
Una sonrisa perfiló mis labios al ver aparecer a la estrella del momento,
un Ares Diamond muy desnudo, listo para accionar la ducha y darse tanto
placer como pensaba alcanzar yo. Lo que no imaginaba era que aquella
decisión iba a costarme muy cara.
¿Cómo iba a pensar que Ares irrumpiría en el cuarto sin llamar y me
pillaría haciéndome un dedo?
Si no quité las cámaras fue por si descubría algo más, lo cual fue un
desacierto teniendo en cuenta su grito, el tirón de pelo y las explicaciones
que me estaba pidiendo.
Mentir era una gilipollez, con todas las cartas sobre la mesa, solo me
quedaba responder con la verdad después de que me preguntara qué era eso.
—¡Tú! ¡En la ducha! ¡Meneándotela! ¡Para terminar corriéndote en la
fachada de los vecinos! Ups, eso ha sonado a spoiler, no, espera, que tú has
vivido en directo la película.
—Eso ya lo sé, listilla.
—Entonces, ¿para qué preguntas? Deja de tirarme del pelo o terminaré
calva.
—Esa tendría que ser tu menor preocupación en este momento. ¡¿Por qué
hay un puto video mío en tu iPad?! ¡¿Cuándo has puesto esas jodidas
cámaras?! Tuvo que ser el día que fui a por el desayuno, ¿verdad? —soltó
una imprecación.
Era lógico que hubiera llegado a esa conclusión, fue la única vez que me
había dejado sola en el piso. Podría haberle dicho que sí, sin embargo, no lo
hice.
—No, fue antes.
—¡¿Antes?! —Su pecho subía y bajaba con fuerza.
—¡Creía que mataste a mi padre, ¿recuerdas?! ¡Necesitaba conocerte y
obtener pruebas!
—¡¿Quién más ha visto esos vídeos?! —preguntó sin un ápice de
paciencia.
—Mayoritariamente yo, bueno, puede que Bren haya visto tu culo un par
de veces, pero entiende que hay cosas que es imprescindible compartir con
tu mejor amiga y ya te lo había visto antes en el SKS.
Se puso a blasfemar.
—¡No tenías derecho! Ahora mismo podría denunciarte por entrar en mi
piso, poner cámaras y visualizarme para tus pajas nocturnas, ¿sabes cuántos
cargos son esos?
—Tres, aunque no lo creas, se me dan bien las mates. Sin embargo, sé
que no lo vas a hacer —arriesgué—. Los dos sabemos que lo que hice está
mal, pero tú tampoco eres una hermanita de la caridad y a veces uno tiene
que arriesgar para hacerse con la verdad.
—¡¿Es que no te das cuenta?! Cada vez que intento confiar en ti, ¡lo
jodes todo! —voceó frustrado.
—Yo soy así, con ganas de joderte todo el tiempo…
«Eso era muyyy cierto».
Ares tenía las fosas nasales disparadas, una vena le palpitaba en el cuello,
seguía con la toga puesta porque no había pasado por el cuarto a por el tres
piezas, o esa indecencia de pantalón de pijama que usaba. El plano me
dejaba ver la parte alta de sus esculpidos pectorales y sentir la rigidez que
se apretaba contra mi abdomen. ¿Cómo iba a pensar en otra cosa que no
fuera joderlo?
Su estado natural made in granito no hacía más que empeorar las cosas
en el fondo sur.
—¡Pon el sistema de vigilancia en esta mierda! —agitó el iPad—. Quiero
ver dónde están las malditas cámaras y que las quites todas sin que te dejes
una sola.
Por fin me soltó del pelo, me pasó la tableta y esperó a que entrara en la
aplicación. Obedecí, se había acabado mi tiempo de jugar a los espías.
Lo escuché soltar varias palabrotas.
—¡¿Me has grabado cagando?! —preguntó al fijarse bien en el plano.
—Nah, cuando te sentabas, cambiaba de plano, no me interesaba el
tamaño de tus muñecos de barro. —En cualquier otro momento, se habría
reído. En ese no. El asunto no le hacía ni pizca de gracia.
Ares farfulló un increíble, y me pidió que saliera de la habitación a
trompicones. Mientras hacíamos el tour y yo me veía obligada a quitar cada
una de las cámaras, me pidió que le relatara cómo había logrado colarme en
su piso. Me amenazó con atarme a una cama e inmovilizarme hasta que
hubiera pasado la subasta si detectaba una sola mentira.
Terminé mi relato al mismo tiempo que depositaba el último objetivo en
su palma. En mi lugar favorito de la casa, su baño.
—Y eso es todo —murmuré, mordiéndome el labio inferior.
Su expresión hosca estaba cargada de estupor e incredulidad.
—¡¿Pretendes que crea que tú y Brenda os camelasteis al portero, a la de
la inmobiliaria y os marcasteis un Misión Imposible siendo unas
aficionadas?!
—En nuestra defensa diré que a Bren le flipan las pelis de acción y yo
soy muy buena con las estructuras y el cálculo de probabilidades, eso ya
deberías saberlo. ¿Qué habrías hecho en mi lugar? Estoy segura de que lo
mismo. Y si no me crees, busca entre tus cachivaches un polígrafo, no
miento.
Alcé la barbilla y me crucé de brazos.
—Es todo tan jodidamente estúpido que no puede ser mentira.
Lo vi cerrar las pequeñas cámaras en su puño para dejarlas caer por el
retrete y tirar de la cadena.
—¡Podrían provocar un atasco!
—El atasco lo tengo en otra parte. —Dejó el iPad al lado del lavamanos.
El corazón me dio un brinco al escucharlo. Mis ojos se abrieron de par en
par recorriéndolo con hambre.
No cabía duda de que estaba cabreado, pero la excitación también estaba
presente en el interior del slip de cuero. Por mucho que quisiera, no podía
disimularlo.
—Desnúdate y entra en la ducha —su mandato no admitía réplica.
—¡¿Qué?! —pregunté incrédula.
—Me debes una disculpa a la altura de tu agravio y me la pienso cobrar.
Los árabes sois mucho de la ley del Talión, así que no te cogerá por
sorpresa mi petición. ¿No te gusta tanto mirar? Pues ahora vas a gozar de
las vistas.
No esperó a que me quitara la ropa, llevó sus manos a la camisa
abotonada de mi pijama e hizo saltar los botones por los aires.
Jadeé ante el arranque gratuito de violencia.
Metió los pulgares en la goma del pantaloncito corto y este cayó a mis
pies
¿Se lo impedí?
Ni un poquito, deseaba demasiado lo que iba a ocurrir, no quería ponerle
una sola traba.
La única prenda que quedaba en mi cuerpo era el tanga, me bastó un leve
movimiento de hombros para que la camisa siguiera el mismo camino que
el short.
—¿Me lo arrancas tú, o me lo quito yo? —pregunté sin un ápice de
vergüenza.
El fino lateral quedó suspendido en la yema de mi dedo.
—Entra en la ducha tal cual, te quiero así, de rodillas, manos sobre los
muslos y ni un maldito movimiento —cabeceó hacia el enorme plato.
CAPÍTULO 57

Zuhara

¿Q ueríaFlexioné
jugar? Perfecto, porque lo estaba deseando.
las piernas y me estremecí cuando noté la pizarra bajo
mis rodillas.
Ares se desnudó. Por lo menos, no me había pedido que no lo mirara,
porque me habría sido imposible apartar la vista de él.
Todo lo que veía me gustaba, incluso la erección que se alzaba sin
ningún tipo de pudor al verse liberada del slip. No había otra palabra que lo
calificara mejor que glorioso, si Ares hubiera sido una gema, habría sido el
puto Hope, tan bello como maldito, dispuesto a acabar con la vida de
cualquiera que lo quisiera poseer.
Su mano manipuló los botones que quedaban a su izquierda, en la pared,
y estaban conectados con Spotify.
One of the girls, de The Weekend, tomó las riendas de los altavoces.
Se le veía imponente desde el suelo, estaba a dos pasos de mí, con las
pupilas clavadas en las mías, mientras la boca se me hacía agua. Desplazó
los dedos hasta el control de la ducha y lo giró. Como en todas las del
mundo, el agua llegó a mí helada. El primer impulso que tuve fue ponerme
en pie, pero él me retuvo solo con sus palabras.
—Te he dicho que no te muevas. ¿Recuerdas? —El tono era cortante.
—¡Está fría!
—Es justo lo que necesitas, estás demasiado cachonda y no sé si es por
mí o por lo que pudieron añadirle al vino, y aunque no debería importarme
por lo que has hecho, me importa —sentenció.
No era una declaración de amor, pero tuvo el mismo efecto en las
mariposas de mi estómago, que batieron sus alas furiosas. Decidí aguantar
el helor, apretar los dientes y demostrarle que mi estado no era fruto de
ninguna droga salvo que esta fuera él.
Mi piel estaba erizada, al igual que mis pezones. Quería volver a sentir
su boca en ellos, lo deseaba en todas partes. No estaba segura de si mi
propio calor era lo que estaba templando el agua hasta tornarse humeante.
Los riachuelos fluyeron por mi cuerpo, fue entonces cuando Ares dio un
paso para colocarse debajo de los chorros.
Me encanta cuando eres sumisa.
Te encanta cuando irrumpo en tu piel.
Sientes el dolor sin inmutarte.
Así que dilo.
Seguía sin tocarme, pasaba las manos sobre su cuerpo provocando que
las yemas de los míos hormiguearan. La maldita canción no ayudaba y él lo
sabía, por eso la había puesto, Ares Diamond no hacía nada porque sí.
Estaba ahí, en su mirada oscurecida cargada de intención.
—Te gusta llevarme al límite —dijo, echándose jabón en la mano—,
cabrearme hasta las últimas consecuencias, pero ten cuidado, Zuhara, cruzar
al otro lado, pasarse de la raya con alguien como yo, tiene consecuencias.
No tenemos que estar enamorados, no.
No tengo que ser la única, no.
Solo quiero ser una de tus chicas esta noche.
—¿Eres una voyeur? ¿Te gusta observar sin ser vista? Muy bien, pues
mira…
Frotó las palmas entre sí, para hacer espuma, y la llevó a su erección.
Tenía el rostro a escasos centímetros de la rigidez. Mi boca salivaba ante
la fricción, me habría gustado ser yo quien lo acariciara, todavía no lo había
tocado de una manera íntima, mientras que él…
Clavé las uñas en la carne de mis muslos, podía notar el pálpito instalado
entre mis piernas, la escena se desarrollaba ante mis ojos y se mezclaba con
las sensaciones que ese hombre me había provocado unas horas antes. Lo
peor era no poder hacer nada por aliviarlo.
Empújame hacia abajo, no dejes que me levante.
Escúpeme en la boca, hazme sentir excitada.
Quiero llevar tu luz dentro de mi cuerpo.
Hazme pedazos, hasta que ya no pueda más.
El vaivén era hipnótico, los sonidos que emergían de su boca
acompasando la música y los impactos del agua lo volvían todo más
erótico.
El jabón se escurría por sus piernas poderosas, estaba tan cerca…, le
tenía tantas ganas… ¡A la mierda! Si no quería que me moviera, ¡que me
frenara!
Pon tus manos sobre mi cuello mientras lo empujas hacia adentro.
Y me escuchas gemir.
Le aparté las manos, le agarré la polla y murmuré antes de llevarla a mi
boca, carente de espuma.
—¿No dijiste que me follarías la boca en cuanto me tuvieras de rodillas
frente a tu polla y que siempre cumples? Ahora dime que no me mueva.
Fue lo último que pronuncié antes de llevarme el glande a la boca y
succionarlo con fuerza.
Ares me tomó del pelo para tirar de él. Me negué a soltarla y seguí
mamando, moviendo mis manos sobre el grosor.
—Eres una puta suicida, Bocasucia, y tienes razón, yo siempre cumplo
con mi palabra.
La embestida logró superar la barrera de mis dedos y deslizarse sobre mi
lengua hasta llegar al fondo de la garganta.
Gruñó con fuerza y yo lo recibí deseosa de mucho más. El agua y su
sabor invadían mis papilas. Sabía que me gustaría, sabía que cuando lo
tuviera en la boca no podría pensar en nada más que en la lujuria estallando
como caramelos explosivos, de esos que te hacen contener una sonrisa de
complacencia.
Llevé las manos a sus nalgas cediéndole el control de los embates.
Enredó mi pelo en su muñeca y pensé que no había un coletero mejor.
Con la mano libre, me acariciaba la cara.
Hazme sentir tu amor violento.
Déjame sin nada puesto cuando voy hacia abajo.
Fue descendiendo hasta mi cuello y, una vez en él, presionó un poco,
controlando el flujo de aire.
Ese es mi tipo de amor.
Pelea conmigo y ahórcame hasta que pierda la razón.
Estaba convencida de que no llegaría más lejos, me gustaba cómo me
hacía sentir; segura, dominada, sin aliento, con cada célula de mi cuerpo
deseando seguir. Nunca había vivido tantas emociones simultáneas, ahora
entendía por qué Ares ostentaba aquel pecado capital; estando con él, me
volvía una avariciosa, una adicta a sus atenciones.
Aunque pretendiera ser castigador, no llegaba a salvaje, su crudeza tenía
límites, no me sobrevino una sola arcada y eso que su tamaño no era nada
desdeñable.
Detuvo el vaivén de caderas y me sacó el caramelo de la boca. Hice un
puchero, no quería que me lo quitara, quizá no lo hacía bien. Me sentí
avergonzada, a alguien como él seguro que le habían hecho miles de
mamadas, ¿y si no estaba dando la talla?
—Puedes empujar un poco más si no te gusta —sugerí—, o dime cómo
hacerlo mejor.
—¿Mejor?
Me vi alzada de golpe. Ares me empujó contra el cristal, me sacaba una
cabeza completa sin los tacones, puede que un poco más.
—Si llegas a mamármela más, me habría corrido sin remedio, llevas
poniéndomela dura desde hace demasiado tiempo —confesó antes de llevar
su boca a la mía y saquearla por completo.
Gemí en su lengua. Nos volvimos un amasijo de agua, piel y codicia.
Lo quería todo, cada sonido que escapaba de su garganta, cada tirón de
mi tanga hasta que se convirtió en encaje mojado en el desagüe.
Me alzó y perdí el contacto con el suelo, se frotó contra mis pliegues
hambrientos llenándolos de necesidad, o quizá fuera yo la que se movía sin
control.
Me importaba más bien poco, lo único que deseaba era tenerlo dentro de
una vez.
Metí los dedos en los mechones oscuros, tiré de ellos y me aparté de su
boca.
—Fóllame.
—¿Lo pides tú, o la droga?
—¿En serio piensas que estoy así por lo que haya podido beber?
—No lo sé, dímelo tú —contestó arrogante—. ¿Quieres tirarte al asesino
de tu padre?
Nada más lo dijo, mi cuerpo se contrajo en contra de la pregunta, como
cuando sabes que en el banquillo está sentado un inocente en lugar de un
culpable.
No tenía muy claro por qué ya lo presentía con tanto fervor, por qué ante
mis ojos había dejado de ser la mano ejecutora, pero era así, tan
incomprensible como veraz.
—No fuiste tú —respondí demasiado rápido.
Sus cejas se alzaron.
—Ah, ¿no? —Las caderas masculinas habían adoptado un ritmo más
lento, desquiciante. Jadeé.
—¡No!
—¿Y cómo estás tan segura? —Se movía contra la parte más sensible de
mi anatomía—. ¿Es porque quieres correrte?
—No, sí, m-me refiero a que sí me quiero correr, pero no es por eso…
Joder, no puedo sentirme así por alguien que ha hecho algo tan horrible, mi
corazón me dice que no has sido tú, no quiero que hayas sido tú —confesé
al límite.
—No fui yo —musitó—, pero no voy a follar con alguien que duda sobre
algo así. Necesito que estés segura al cien por cien de que no fui yo, como
te dije, te lo demostraré.
Me bajó y se apartó de mí.
Lo miré con espanto.
—Vuelve a tu habitación, Zuhara.
—¡No puedes dejarme así! —Estaba temblando de la ansiedad—. Ni
tú…
—Ya sabes que me sé apañar. Puedo y lo voy a hacer, antes de que te
arrepientas.
El corazón se me iba a salir del pecho, todas mis células gritaban de la
frustración, no podía, no quería irme.
—No. ¡No me voy a ninguna parte, joder! ¡También me prometiste que
ibas a follarme contra la cristalera, que pondrías a Nueva York a mis pies!
¡Quiero esto, Ares! ¡Lo necesito! —golpeé su pecho con frustración.
—Tú también puedes apañarte sola.
—Podría, pero no quiero, aunque carezca de todo sentido, me gustas —
declaré—. Algo en mi interior ha cambiado y me dice que confíe en ti, que
aunque no tenga todas las pruebas…, no lo hiciste, que en el fondo sigues
siendo aquel chico que se preocupó por tranquilizar a una niña asustada, el
mismo que le prometió que la cuidaría, y ahora necesito que lo hagas, tengo
fe en ti, lo siento aquí. —Tomé su mano y la apoyé en mi corazón, para que
notara cómo estaba de acelerado—. Te necesito, te quiero en mi interior.
Ares abría y cerraba los puños, con el agua azotándole los músculos. Di
otro paso al frente en su dirección.
—Por favor… —volví a pedir, alzando la mano para atrapar su nuca.
—Tú lo has querido. Date la vuelta, manos contra el cristal.
La orden autoritaria fue lo único que necesité para sentirme la mujer más
feliz del planeta.
Vi cómo salía de la ducha y en menos de quince segundos volvía con el
condón puesto.
Llevó una mano a mi entrepierna para inflamarme con los dedos,
paseándolos entre mi clítoris, mis pliegues y ahondando en mi interior.
Todo me daba vueltas cuando me pellizcó un pezón.
Curvé la espalda y su erección hizo nuevo acto de presencia entre mis
nalgas.
Ares estaba muy pegado a mi espalda y susurraba guarradas en mi oído a
la par que me tocaba.
—¿Te gusta que te vean los vecinos, Zuhara? Seguro que en ese edificio
hay un tío mirando por unos prismáticos haciéndose una paja. —Jadeé—.
Sabe que no puede tocarte, que eres jodidamente mía y, aun así, se excita,
porque eres la cosa más follable que ha visto en su puta vida.
—Por favor, Ares…
No podía agarrarme al cristal. Restregaba los dedos y el glande con tanta
habilidad que iba a sufrir un fallo multiorgásmico.
—¿Quieres que te folle, Zuhara?
—¡Sí!
—¿Me quieres dentro de ti?
—¡Sí! —temblé, separando más las piernas y arqueando los lumbares. El
glande hizo presión en mi entrada y yo me apreté cuanto pude contra él.
—Chica mala… —El ritmo de las yemas de sus dedos contra mi clítoris
era frenético, aun así, aguantaba estoica porque esa vez no quería llegar al
orgasmo sin él—. Mírate… Eres la maldita tentación hecha mujer. —
Enfoqué la mirada en nuestro reflejo en lugar de la ciudad—. Agárrate a mi
cuello, cariño, voy a hacerte volar.
Me enganché a él en el instante preciso que me penetró.
El aire se consumió en un gemido prolongado que acunó sus acometidas.
Ares gruñía en mi oído, lo chupaba, lo mordía, sin dejar de penetrarme con
estocadas profundas, de estimularme con la mano derecha igual que si fuera
su violín y mis jadeos su concierto particular.
—Voy a follarte hasta que cada porción de tu piel esté al rojo vivo. Hasta
que cada rincón chille mi nombre.
«Sí, sí, sí», no lo dije en voz alta, pero lo pensaba.
Me aferré a él agónica, gozando de cada acometida, de cada mordisco,
lametón o fricción hasta que me volví sexo en estado puro. Ares arrasó con
mi voluntad. Sus ojos estaban llenos de mí y los míos de él. Quería que se
volviera tan loco de necesidad como yo.
—Córrete, exprímeme —fue lo último que escuché salir de sus labios
antes de que un orgasmo fulminante me atravesara contra el cristal—. Sabía
que tu coño era pura avaricia.
Ares no dejó de tocarme, aunque ya me hubiera corrido, me hizo
encadenar dos orgasmos consecutivos, y cuando estaba al borde del tercero,
me dio la vuelta, me alzó entre sus brazos, me clavó en sus caderas y me
empaló hasta volarme por completo y hacerme estallar en mil pedazos.
Me corrí con su lengua enredada en la mía, solo esperaba, por mi bien,
ser capaz de no perder ninguno de mis fragmentos después de que Ares
Diamond hubiera arrasado conmigo.
CAPÍTULO 58

Ares

E
staba dormida, a mi lado, con la cabeza apoyada en mi pecho y una de
sus piernas cruzando las mías. En mi cama, en mi jodida cama, y era
incapaz de moverme, o de dejar de mirarla, o de que mi corazón dejara
de latir de aquella manera extraña, fuerte, enérgica, como si jamás se
hubiera enfrentado a alguien como ella, lo cual no era buena señal, más bien
pésima.
Debería haberla encerrado en su cuarto hasta terminar la operación en
cuanto descubrí que me había tenido bajo vigilancia. ¡A mí! ¡En mi puta
casa! ¡Hay que joderse!
Una sonrisa se formuló en mis labios. Tenías que ser muy temerario para
hacer algo así. En cuanto relató lo que había hecho, mientras recorría el
ático casi de memoria, no podía dejar de alucinar ante la desenvoltura que
mostraba.
¿Me había cabreado?
Por supuesto, pero eso no mermó ni la admiración que sentía ni mis
ganas de follarla.
Me planteé resistir, había pretendido limitarme a una paja en su preciosa
cara, sin embargo, no pude aguantar esa lengua afilada, que utilizó mis
propias palabras para agarrarme la polla y hacerme una de las mamadas
más gloriosas de mi existencia. No porque tuviera una habilidad extrema
con la lengua, sino porque era ella.
Y no contenta con probarme, siguió empujándome en un viaje de ida al
abismo donde solo pude follarla, hacerla mía, imprimirme en su piel hasta
romperla una y otra vez en el éxtasis de nuestra fusión.
Meterme en su interior era como tallar un rubí sangre de pichón. Una de
esas experiencias únicas que te fascinan al pulir la pieza y sacarle el
máximo brillo.
No paré de hacerla gemir, de hacerla estallar, hasta que cayó rendida en
mis sábanas.
En la ducha tuve la intención de castigarla, sin embargo…
¡Joder! Era pensarlo y ponerme duro otra vez.
Me volvió loco. Cada parte, cada faceta, cada arista que descubría era
más atrapante que la anterior y no podía dejar de desear que fuera mía.
Zuhara era la joya más peligrosa a la que me había enfrentado, la más
hermosa, deseable, brillante y aterradora.
Adoraba su manera de desafiarme, de llevarme al límite, de provocar
tantas emociones en mí que era incapaz de controlarlas.
¿Qué iba a hacer con ella?
Solté un suspiro largo.
Me había acostado con muchísimas mujeres, pero ninguna me había
dejado esa sensación de pertenencia. Hacía mucho que no quería ligarme
emocionalmente a nadie, y ella me devolvía esas ganas de no querer
renunciar a lo poco que teníamos, un puto acuerdo en el que yo atraparía al
asesino de su padre y ella me ayudaría a conseguir el TOP5, nada más.
Apreté los ojos e intenté sosegar las ideas estúpidas que se formulaban
en mi mente, no había un nosotros, ni ahora, ni nunca.
Para ella solo era un medio para alcanzar un fin, al igual que para todo el
mundo. ¿Me deseaba? Sí, ¿y qué? La mayoría lo hacía.
Llevaba lidiando con el deseo desde que vi lo que despertaba en los
demás cuando me miraban. Follar se convirtió en dos cosas: una liberación
placentera y un arma que me permitía alcanzar aquello que deseaba, sin
embargo, ahora… Ahora, con Zuhara, era mucho más que eso y no me lo
podía permitir.
El amanecer despuntaba sobre los edificios, envolviéndolos en un halo
anaranjado. A regañadientes, me moví, era mejor hacerlo, antes que
terminar haciéndole la cucharita. Me alejé de su calor, me puse el pantalón
del pijama, cerré la puerta con cuidado de no despertarla y fui al salón.
No iba a poder pegar ojo, me encontraba demasiado inquieto por todo lo
que estaba aconteciendo.
Regresé al ordenador, nada mejor que echar un ojo a las facturas para
desconectar. Llevaba días sin repasarlas, cuando tienes con qué pagar, te
despreocupas de los gastos.
Entré en la página del banco, y lo primero que hice fue asegurarme de
que las donaciones que tenía programadas mensualmente hubieran sido
realizadas.
Parte de mi dinero lo destinaba a niños sin hogar, no me servía cualquier
asociación u ONG, las estudiaba al dedillo hasta estar seguro de que el
dinero caía en las manos adecuadas, unas que supieran gestionarlo bien,
como la de Ray y Leo, dos expecados del SKS que no tenían ni idea de que
yo estaba detrás de la cuantiosa donación que recibieron para poder dar un
techo a los niños que rescataron de las manos de la mara. Tampoco
pretendía que lo supieran, no quería una medalla o reconocimiento, ni
preguntas sobre la procedencia. Mi filantropía era el pago que me hacía a
mí mismo para que a otros no les ocurriera lo mismo que a mí.
Hubo un cargo que llamó mi atención, no era demasiado dinero, pero,
que yo supiera, no tenía gato, perro, loro, ni nada que se le asemejara.
¿De qué era ese pago a una conocida tienda de mascotas? ¿Qué
demonios?
Lo dejé anotado, tendría que llamar al banco para aclararlo, estaba dentro
del plazo para poder revertirlo, además, se había hecho con mi tarjeta
virtual. La compartía con Beckett para compras pequeñas de instrumental,
etc.
Le hice una captura y se la mandé por WhatsApp junto con un mensaje
para hacerlo sonreír.
Beckett seguía despierto, seguro que había pasado toda la noche
trabajando, lo sabía porque el doble check apareció de inmediato.

Até cabos al instante.


«Pero ¡qué cabrón!».

No era una pregunta, más bien una afirmación.


Emití una risita baja.
Preferí no dar respuesta a eso, la imagen era demasiado cómica.
Dejé el móvil e hice tamborilear los dedos sobre el escritorio.
Busqué noticias antiguas sobre lo ocurrido en casa de Omar Al-
Mansouri, me costó dar con algo interesante. Los medios se hacían eco de
su participación en una trama de tráfico de diamantes, lo cual podría tener
sentido si no fuera porque Zuhara aseguraba que su padre era incapaz de
hacer algo así.
Cogí un bloc, imprimí su imagen, la recorté y la pegué en el centro.
Debajo anoté su nombre y a su alrededor todos aquellos que por H o por B
estaban relacionados con él. Duncan y Painite aparecían en la parte superior
como propietarios de la empresa para la cuál trabajaba. A su lado, su mujer,
y bajo ellos, Zuhara.
Tracé una línea que me unía a ella y me puse a hacer dibujos y a plantear
preguntas sobre el papel mientras teorizaba.
La mayoría de los crímenes solían ser pasionales, el padre de Zuhara
pasaba muchísimo tiempo fuera, viajando, su madre era una mujer joven,
sola, guapa, con una niña pequeña al cargo y mucho tiempo libre… ¿Y si
Duncan la visitaba cuando Zuhara estaba en la escuela? ¿Y si en realidad se
conocían más de lo que pretendían hacer creer a todo el mundo? Cabía la
posibilidad de que Margot y Duncan se gustaran desde el principio y fueran
amantes.
Tendría sentido que la señora Al-Mansouri solo buscara en él una
aventura, que la hiciera sentir deseable, puede que no quisiera romper su
matrimonio, que Duncan se lo hubiera planteado, y frente a su negativa…
Anoté la palabra asesino entre interrogantes encima de Duncan.
Otra posibilidad era que le hubiera comentado la negativa de Margot a
Scott, y este le dijera, tratándose de su socio, que lo ayudaría, que lo dejara
en sus manos.
Mi mentor tenía contactos suficientes para eso y más, solo necesitaba a
alguien violento, sigiloso y sin escrúpulos para terminar con la vida de
Omar, pero, entonces, ¿por qué enviarme a mí a la casa a robar?
Chasqueé los dedos.
«¡Fui una maldita cortina de humo! Pero ¡¿por qué?!».
La cabeza me iba a mil, ¿qué conseguiría Painite enviándome a aquella
casa? ¿Qué se me escapaba?
Ni siquiera sé por qué me vino a la mente la imagen de Apolo, o tal vez
sí lo supiera, porque aquella noche, al negarle que me acompañara,
consiguió descontrolarlo, cabrearlo y que tuviera ganas de demostrar que
era capaz de cualquier tipo de misión.
Anoté la palabra.
Si nuestro mentor le hubiera dicho que lo necesitaba para algo
comprometido y único, que implicara demostrarle su compromiso…, ¿se
habría manchado las manos de sangre? ¿Lo habría hecho?
Había dibujado a Apolo, pero ante el pensamiento, taché su nombre de
inmediato.
«¡No!», me corregí. Mi hermano podía sufrir una mala salud mental,
pero eso no lo convertía en asesino, él no habría sido capaz de acabar con la
vida de Omar Al-Mansouri por mucho que se lo hubiese pedido Painite,
además, lo vi salir del invernadero.
«Sí, pero lo viste tras tu reunión con Scott, lo que le dio tiempo a ir hasta
allí y fumarse un porro para templar los nervios».
Puede que por eso Painite lo quisiera lejos, encerrado, porque lo había
convertido en un puto asesino.
«¡Basta! ¡Apolo, no!».
Solté el bolígrafo horrorizado por el rumbo que estaban tomando mis
pensamientos.

Tenía que haber otra explicación, seguro que encontraba algo en el


sumario de la investigación.
Aunque el runrún de la posibilidad de que Apolo estuviera implicado ya
se había instalado en la boca de mi estómago impidiéndome respirar con
normalidad.
Me levanté, fui en busca del violín y me puse a tocar para calmar el
desasosiego que yo mismo me había provocado.
Al terminar la pieza, me topé con una Zuhara de pelo alborotado, que
llevaba puesta una de mis camisas blancas, agarraba el bloc con fuerza con
la mirada desencajada, la respiración errática y los labios hinchados por
culpa del roce de mi barba y mis besos.
—¿Qué coño significa esto y por qué pones a Duncan, a mi madre y a tu
hermano como posibles asesinos?
CAPÍTULO 59

Zuhara

M
e había despertado agotada pero feliz, con las notas del violín
alcanzando mis oídos. Suspiré, una sonrisa bobalicona se formó en
mis labios al pensar en por qué mi cuerpo parecía al borde de un
fallo muscular.
Seguramente porque no había liberado la cantidad suficiente de
somatropina para reparar todo lo que había desgastado, que era mucho.
Fui al vestidor en busca de una de las camisas de Ares. Aspiré con fuerza
el aroma a suavizante y me miré en el espejo. Me gustaba mi aspecto
desordenado y feliz, así era justamente como me sentía, con todo mi mundo
del revés, pero, inexplicablemente, feliz.
Avancé descalza por el pasillo, no tenía ni idea de la canción que tocaba,
mi cultura musical no era tan amplia. Daba lo mismo, invitaba a la paz, al
sosiego y a la concentración. Podría haberla escogido si mi objetivo fuera
ponerme a trabajar en algo que requiriese toda mi atención.
Me asomé al salón y contuve el aliento. Di gracias de que el suelo no
crujiera y pudiera avanzar sin desconcentrar a Ares, y así poder deleitarme
con la sobrecogedora estampa.
El cielo anaranjado remarcaba las siluetas de los edificios con pereza. Él
tocaba con los ojos cerrados fundiéndose con la música. Sus músculos
estaban contraídos, un mechón rebelde caía desordenado sobre su frente,
mientras el pantalón permanecía peligrosamente bajo, enmarcando sus
poderosos oblicuos.
No me quedé quieta, aunque perfectamente podría haberme convertido
en piedra. Avancé hasta la mesa del escritorio, para deleitarme con aquel
concierto privado. Mientras caminaba, me visualicé acomodada en la silla
de cuero, con los pies sobre la mesa, en una posición que haría que, cuando
terminara la pieza, mis aplausos lo sorprendieran y pensara en todo lo que
le apetecería hacerme en aquella posición.
Sentiría su mirada abrasadora y le pediría que interpretara una nueva
melodía, tal vez la misma con la que arrancamos la noche en la ducha, al
verlo tocar, había desbloqueado una nueva fantasía que me apetecía mucho
cumplir.
Me relamí antes de sentarme, tenía toda mi atención puesta en Ares,
hasta que algo me hizo desviarla. Era una hoja garabateada que juraría que
antes no estaba ahí.
Tuve un sobresalto al ver la imagen de mi padre pegada en el centro.
«¡¿Qué narices?!», mi pulso dio un acelerón al ver todos los nombres que
lo rodeaban y las acusaciones vertidas en el papel, porque esos
interrogantes enmarcaban una posibilidad sobrecogedora.
La palabra asesino estaba escrita sobre mi padrastro y mi propia madre,
también encima de Apolo, cuyo nombre estaba tachado.
¿No me dijo Ares que era imposible que fuese su hermano porque había
pasado la noche en su casa?
La cosa podría haber terminado ahí, sin embargo, había más palabras y
símbolos, un corazón partido, la palabra amantes uniendo a Duncan y
maman…
¿Amantes? ¡¿Cómo que amantes?! Y sobre la línea que unía a mi padre y
a mi madre, un corazón roto.
«¡¿Qué mierda…?!».
La emoción que sentía se me esfumó, agarré el bloc de notas y me
levanté con un nuevo sentimiento tronando en mi pecho y el regusto a
traición en mi laringe.
Me dirigí hacia Ares en el momento exacto en que daba paso a la última
nota, frené en seco y él abrió los ojos. Por fin se daba cuenta de que estaba
frente a él.
—¿Qué coño significa esto y por qué pones a Duncan, a mi madre y a tu
hermano como posibles asesinos?
Él bajó el instrumento, yo arranqué la hoja, la arrugué y la tiré contra su
pecho.
—¡¿Es que te has vuelto loco, o qué?! Una cosa es que no crea que hayas
sido tú y otra muy distinta que viertas acusaciones de mierda sobre las
personas que quiero, que me importan y sin ningún fundamento. ¿O has
recibido algún tipo de información que los ponga en el punto de mira?
—Eran solo hipótesis...
—¡Hipótesis de basura! Ellos no han tenido nada que ver. N.A.D.A
Q.U.E. V.E.R. —remarqué—. Menos mal que eres falsificador de joyas,
porque como investigador privado te morirías de hambre, se te da de puta
pena.
Ares dejó el violín en su funda, no parecía enfadado por mi arrebato,
tampoco molesto. Ya lo estaba yo por los dos.
—¿Y qué significa la palabra amantes y ese corazón roto? —seguí sin
esperar a sus respuestas—. ¡Mis padres se adoraban! ¡Mamá nunca le
habría traicionado! ¡No los conocías!
—Zuhara, solo estaba pensando, a veces lo hago plasmándolo en papel,
no quiere decir que estuviera en lo cierto —murmuró acercándose—.
Simplemente teorizaba para crear posibilidades.
—¡Pues tus posibilidades son imposibles! —voceé. Estaba empezando a
hiperventilar, las palmas de las manos me sudaban, comencé a mover los
dedos. Mis canicas. ¡Mierda!
Ares debió darse cuenta de mi malestar, dio dos pasos y me estrechó
contra él.
—Lo siento. No debí haber presupuesto nada, ni elaborar teorías
estúpidas sin ti, perdóname.
No me di cuenta de que estaba temblando y había empezado a llorar. La
palma de su mano se desplazaba por mi espalda y sus labios estaban en mi
pelo. Lo abracé como acto reflejo, o eso me dije.
Necesitaba su calor, sus palabras de disculpa y me daba la impresión de
que Ares no era de los que pedían perdón con facilidad.
Quizá yo tampoco estaba actuando de manera correcta, aunque yo
supiera que mi madre y mi padrastro fueran incapaces de hacerle algo así a
mi padre, tanto mantener una aventura a sus espaldas como matarlo, Ares
no tenía por qué saberlo, y si Brenda hubiera visto su hoja, seguro que se
habría sumado a las hipótesis hurgando con él para dar con la posibilidad
que más se acercara.
Me forcé a ser un poco más objetiva y a tomar cierta distancia emocional
para calmarme.
—¿Conoces a Duncan? —le pregunté sin separarme.
—No.
—¿Scott nunca os lo presentó, ni él os vio?
—Jamás. Como ya te dije, nos mantenía ocultos, éramos su otra vida,
teníamos prohibido salir las veces que él venía de visita, que no eran
demasiadas porque casi siempre se encontraban en la oficina, y si quedaban
a comer o a cenar, iban a restaurantes. Nos mantenía al margen de todo y de
todos.
—Es cierto que las veces que lo vi siempre fue en casa de Duncan, o en
alguna fiesta. Te juro que no creía que fuera capaz de algo así. ¿Cómo pudo
comprar a dos niños para convertirlos en ladrones?
—Scott es como la luna, solo muestra su cara brillante, sin embargo,
tiene una muy oscura a sus espaldas. Por eso no suelo fiarme de nadie, yo
mismo no me muestro ante el mundo y lamento de corazón si te han
ofendido mis teorías.
Alcé la barbilla y la clavé en su pecho, lo miré a los ojos y supe de
inmediato que estaba diciendo la verdad.
—Quiero que los conozcas.
—¿Qué?
—A mi madre y a Duncan, quiero que los conozcas y también
desenmascarar a Scott —suspiré agarrada a su piel—. No quiero ayudarte
porque tengamos un trato, quiero hacerlo porque no es justo que existan
personas como él en el mundo y tampoco es justo lo que tuvisteis que vivir
Apolo y tú. Estoy segura de que si Duncan supiera de la doble moral de su
socio, patearía su trasero lo más lejos posible de él.
Sus ojos emitieron un brillo arrebatador, nunca había visto a Ares
quedarse sin palabras, sin embargo, estaba enmudecido.
—¿Estás bien? —quise cerciorarme.
—Sí, es solo que… No esperaba que quisieras presentármelos sabiendo
lo que sabes de mí.
—¿Por qué?
—Porque nunca nadie había querido que entrara en su círculo íntimo, ya
sabes, soy el tío que está bien para follar, pero no el que presentarías a tus
padres. No estoy acostumbrado a que alguien quiera algo más. Y, con lo que
te estoy diciendo, no me refiero a que tú, al presentármelos, me estés
diciendo eso, sé cuál es mi lugar. Simplemente me he quedado sin palabras.
La declaración me encogió por dentro. Ares estaba tan acostumbrado a
que no lo quisieran que no entendía que alguien pudiera quererlo en su vida.
Comprenderlo me dejó sin oxígeno. ¿Cómo sería vivir sin creerse
merecedor de nadie?
—Quizá nadie haya querido presentarte a sus padres porque no les has
dejado conocerte, es muy difícil hacerlo cuando te vas a la mañana
siguiente después de haberles hecho fotos a sus joyas y tus conversaciones
con ellas se limitaban a por dónde querían que se la metieras.
—Te aseguro que ninguna de ellas estaba interesada en algo más. A
pocas mujeres les gusta tener como pareja un tío que se desnuda por la
noche, nos ven como un trozo de carne y nada más. Estoy habituado a que
todo el mundo quiera algo de mí, no a mí.
—Dios, Ares…
Se estaba abriendo, y yo no podía soltarlo en aquel momento.
Lo cogí del rostro e hice que bajara la cabeza con todo el cariño que fui
capaz de reunir.
No pretendía que fuera un beso sexual, más bien uno que le transmitiera
que no estaba solo, que no tenía la necesidad de estarlo, que era tan válido
como cualquiera y que toda mujer estaría orgullosa de presentárselo a su
familia.
Claro que una cosa era la intención y otra lo que terminó ocurriendo.
El beso se puso intenso y fui incapaz de recular. Terminé con la espalda
contra el ventanal, Nueva York dándonos los buenos días y su erección en
mi interior hasta que estallamos descontrolados.
Al terminar, apoyó su frente contra la mía. Ni siquiera me había quitado
su camisa y Ares tenía el pantalón en los tobillos.
—Lo siento —murmuró de nuevo sin resuello—, es tocarte y dejar de
pensar. No me he puesto condón…
Tampoco es que yo hubiera caído en la cuenta de que lo habíamos hecho
a pelo. Me gustaba tanto lo que me estaba haciendo, cómo lo sentía, que ni
caí en la cuenta.
—Te juro que jamás follo sin… —resopló.
—Está bien… Esto es cosa de dos. No voy a quedarme embarazada si es
lo que te preocupa, llevo un DIU, además, no tengo ninguna ETS. —Volvió
a besarme sin soltarme.
—Yo tampoco puedo quedarme embarazado y mi salud sexual está
impecable. —Sonreí deleitándome de nuevo en sus labios—. Tengo una
reunión —musitó bajándome de mala gana—, si no, me pasaría la mañana
contigo en la cama.
La declaración me ruborizó, incluso estando agotada tenía que reconocer
que el plan me parecía de lo mejor.
—¿Quieres que te acompañe?
Él negó, se subió el pantalón y me acarició la mejilla.
—Debo ir solo. Así que descansa, o aprovecha para hacer lo que te dé la
gana, volveré sobre el mediodía, si quieres, podemos comer en algún sitio
que te guste.
—Estaría bien, aunque eso suena como a una cita.
Me ofreció una sonrisa pícara.
—Tú nunca querrías una cita con alguien como yo.
—¿Qué te hace pensar eso?
«¿La quería?». Por supuesto que la quería.
—¿Quieres una cita conmigo?
«Lo quiero todo de ti, Ares Diamond».
—Quizá —respondí juguetona, y él sonrió otra vez. Podría
acostumbrarme a eso, a su boca formando una sonrisa clara, luminosa y de
lo más prometedora.
—¿Te parece bien en la Perla de Asia a las doce y media? Está en la torre
Trump.
—Sé dónde está. Lo que no sé es si conseguiremos mesa, dicen que es
prácticamente imposible.
—Tengo mis contactos, deja que mueva un par de hilos y seguro que
consigo una, aunque sea en la cocina.
—Eso suena prometedor. Muy bien, nos vemos allí a mediodía, que yo
también tengo cosas que hacer. —Ares me besó con dulzura—. ¿Me has
levantado el castigo para que pueda utilizar el móvil?
—Cógelo, está en el primer cajón del escritorio —murmuró
despegándose—. Me voy de cabeza a la ducha, siéntete en tu casa, pero no
pongas más cámaras espías en mi ausencia, si quieres porno, te lo hago en
vivo.
—Lo prefiero así.
En cuanto Ares salió del salón, fui al cajón del escritorio con una idea
rondándome la cabeza, cogí el móvil y me sorprendió que todavía le
quedara un 20 % de batería.
Le mandé un mensaje a mi madre diciéndole que me apetecía verla, y
que si se encontraba mejor, me gustaría quedar. Quizá, así, podría plantearle
una cena con alguien nuevo y muy interesante que había entrado en mi
vida.
CAPÍTULO 60

Zuhara

A
l final quedé con mi madre, me dijo de vernos a eso de las nueve y
media, para que me diera tiempo de volver justo para la hora del
almuerzo, así que me di una ducha rápida, me pedí un taxi para ir al
piso y, mientras estaba montada en él, recibí una llamada de Brenda.
—¡Hola, desaparecida!
—¡¿Qué haces llamándome a estas horas?! ¿Dónde tienes al señor
Malaquita?
—Ha ido a tomarse un café y yo he aprovechado para llevarme el móvil
al baño diciéndole a mi jefe de taller que estoy en esos días… Cuando las
mujeres menstruamos, a los tíos se les cambia la cara y parece que deja de
importarles el tiempo que pasamos en el baño, no vaya a ser que se les
pegue algo. Bueno, cuéntame, ¿cómo va con Avaricia?
—No lo llames así, que tiene un nombre.
—¡¿Perdón?! Espera, detecto un tono distinto en tu voz. ¡¿Te lo has
follado?! —gritó tan fuerte que tuve miedo de que la onda expansiva le
llegara al taxista.
—¿Quieres hacer el favor de hablar más bajo? —Escuché su risa
escandalosa al otro lado de la línea.
—¡Así que te lo has tirado, perra del mal! ¡¿Y cómo ha sido?! No puedes
quedarte con los detalles suculentos para ti y dejarme con un simple «Hola,
Bren, ¿cómo va todo?». Necesito algo muy descriptivo y muy cerdo, que
esté a la altura de ese homofollabilis, porque tiene pinta de poder embarazar
a todo el planeta Tierra. Dime que no me equivoco y que no es un lo que
ves vs. lo que te llega.
—No es un fake —mordí mi labio inferior un tanto avergonzada.
—Seeeh, lo sabía, te lo dije, ese tío mata a polvos, no a puñaladas.
—Ya, bueno, de eso también puedo dar fe, no es un asesino.
—Si es que tendrías que hacerme más caso, soy especialista en villanos y
ese tío no da el perfil.
—Un poco si que mata, eh, pero de placer —murmuré cómplice.
—Ay Dios, eso tienes que contármelo.
Brenda estaba entusiasmada y yo también.
—No puedo ahora mismo, te recuerdo que no estoy sola.
—Vale, pues llámame después, o mejor me grabas un audio largo, de
esos que te dejan con las ganas y las piernas temblando. Le diré a Alexa que
lo reproduzca cuando pueda tocarme en privado y con el Satisfyer a mano.
—Eso es muy cerdo.
—Lo sé —rio, y yo también, sabía que estaba de broma—. Oye, te tengo
que dejar, pero prométeme que me lo mandarás.
—Lo haré, tengo demasiadas cosas que contarte y no me las puedo
guardar para mí —bajé la voz—, ayer tuve mi primer squirt en una puta
orgía y con gente mirando, y cuando llegamos a su piso, no dejamos de
follar, incluso esta mañana he protagonizado un «buenos días, Nueva York»
contra el cristal.
—Hostia puta, ¡que con el dios de la guerra te sacas un máster!
Volvimos a reír a la vez. Necesitaba a Brenda, era mi mejor amiga y una
charla con ella siempre era de lo más divertida.
—No te imaginarías cómo es, no me refiero solo al sexo, es distinto a
cualquier tío que haya conocido antes.
—Entonces, ¿estás bien con él? A ver, lo de follar como una leona está
genial, pero tú nunca habías vivido antes con nadie, y menos con un tío, eso
sí que me preocupa.
—No llevo ni una semana en su piso, tampoco es que pueda llamarse a
eso vivir con él.
—Tú ya me entiendes, no es lo mismo que pases unos días en mi piso o
yo en el tuyo que lo que estás haciendo con él, ¿cómo te sientes al respecto?
Tenía razón, no era nada comparable.
—Creo que… —pensé la respuesta— me va mejor de lo que debería, han
pasado muchas cosas en estos días y me he dado cuenta de que, pese a las
circunstancias, creo que Ares Diamond es pura fachada, es una buena
persona embutida en un tres piezas o una máscara.
—¡Si es que lo sabía! Tu voz suena distinta, te estás colgando del dios de
la guerra y su espada.
—No —respondí rotunda.
—Oh, venga ya, puedes engañarte a ti misma si te da la gana, pero debo
recordarte, si no, no sería tú amiga, que los expertos comentan que solo
hacen falta ocho coma dos segundos para enamorarse, y por la voz que
pones, a ti te han sobrado cuatro.
—No estoy enamorada.
—Pues entonces encoñada, y te recuerdo que del corazón al coño solo
hay dos palmos.
—Menuda poeta estás hecha.
—Ahora sí que te dejo, espero tu audio, y ya sabes, si necesitas consejo,
pégame un telefonazo.
El taxi paró justo delante de mi bloque de pisos, le pagué con un billete
de veinte y él me devolvió el cambio.
No fui directa a por el coche porque recordé que quería llevarle algo a mi
madre.
Compré por impulso un perfume que le vi anunciado a una chica de
TikTok que hablaba de él con un entusiasmo contagioso, y cuando me llegó,
a pesar de que el packaging era precioso, no iba conmigo para nada.
Me prometí a mí misma que, hasta que no pudiera oler a través de los
dispositivos electrónicos, no volvería a repetir experiencia.
Era más del tipo que maman utilizaría, con notas ambaradas,
amaderadas, morunas y un toque a especias.
Mi móvil vibró, era un mensaje de Ares con las palabras «reserva hecha
y vete preparando para el postre en casa».
Le respondí un «lo estoy deseando» que contrajo mi útero y era cierto,
pese al agotamiento, seguía teniéndole ganas.
Al llegar a mi piso giré la llave pensando en todo lo que le quería hacer y
se me cayeron al suelo. Menuda pava.
«Zuhara, céntrate», me reñí.
Fui directa a la habitación, solo tenía que coger el perfume, que estaba
sobre el tocador, y de ahí al coche.
En cuanto entré, sentí que algo no iba bien. Era muy maniática con la
cama, nunca salía de casa sin hacerla, estirarla bien y que los cojines
quedaran en una posición específica. Estaba segura de que estaba perfecta
el día que Ares vino a buscarme.
Mi ritmo dio un acelerón. La colcha estaba llena de arrugas, como si
alguien se hubiera tumbado encima sin ningún tipo de cuidado, y sobre uno
de los cojines blancos, brillaba algo…
Cuando vi el objeto, me llevé las manos a la boca.
¡Era una maldita canica de color naranja rojizo!
Comencé a hiperventilar. Bajé una de mis manos al pecho y la otra al
interior del bolsillo de la chaqueta fina que llevaba puesta. Hice rodar las
canicas, que nada tenían que ver con esa, en la palma.
Eso era la huella que había dejado una cabeza, estaba segura. Tanto de
eso como de que yo no tenía ninguna de aquel color, las mías todas eran
azules.
Alguien la había puesto allí adrede, alguien entró en mi piso cuando no
estaba, se tumbó en mi cama y depositó la esfera de cristal en un lugar
visible que yo jamás pasaría por alto, y estaba convencida de que no había
sido Ares.
Llevaba sin separarme de él desde que nos fuimos hasta esa mañana, así
que no me había mentido respecto a que él no estaba detrás de las canicas.
¿Quién era la persona que las estaba dejando y qué quería transmitirme
con ellas? ¿Y si era el asesino de mi padre y la roja era un mensaje?
Eran mi único vínculo con él, quien las estuviera dejando, sabía la
conexión que tenía con ellas y pretendía decirme algo, puede que dejara de
husmear…
No la toqué, reculé hacia atrás, choqué contra el tocador y vi algo que se
movía a mi izquierda.
Solté un grito desgarrador mientras mi corazón me subía hasta la
garganta.
Me topé con unos ojos aterrados, los míos, era mi reflejo en el espejo del
armario, la puerta estaba abierta y te juro por mi vida que yo la dejé cerrada.
Del golpe, el mueble tembló y una lluvia de canicas rojas comenzó a caer
en el suelo estallando al golpear contra él, llenándolo todo de un líquido
rojo y cristal, como si fuera sangre.
Ni lo pensé, agarré el bote de perfume y salí corriendo de mi propio
apartamento dando un portazo.
CAPÍTULO 61

Ares

C
uando llegué a la Guarida, Beckett ya tenía el 30 % de las piedras
montadas en el broche.
Me acerqué a él con sigilo, estaba tan concentrado que al ver mi
sombra se llevó un sobresalto.
—¡¿Pretendes que me dé un infarto?! —preguntó, dando un brinco sobre
la silla; no obstante, no soltó ni la pieza ni la pinza que estaba sujetando. Le
aparté uno de los cascos.
—Buenos días a ti también. No es mi culpa que estés tan concentrado
con tu musiquita de fondo que no te enteres de que he llegado. Tu pituitaria
debería haberte alertado de que el festival de colesterol y cafeína solicitado
al chico de los recados acababa de llegar.
—Tú tienes la misma pinta de chico de los recados que yo de gigoló —
murmuró—. Dame unos minutos…
Le devolví el casco a su lugar y me maravillé ante la precisión con la que
trabajaban sus dedos. No conocía a nadie tan fino como él cuando se trataba
de engarzar.
Con la piedra colocada, soltó las pinzas sobre la mesa, cogió el
empujador para garras. Presionó las pequeñas sujeciones en el lugar
correcto, fijándose bien en la fotografía ampliada al tamaño del televisor
que tenía justo delante, para que cuadrara a la perfección. Al terminar con el
penúltimo paso, devolvió el empujador a su lugar, agarró la fresa tipo copa
y pulió las zonas que sobresalían. Le pasó el pulgar para quitarle el polvillo,
sopló y, finalmente, las comisuras de sus labios se alzaron.
—Listo. ¿Qué te parece? —preguntó, tendiéndome el broche.
Lo agarré con una sonrisa de oreja a oreja, era virtuoso; el brillo, la
calidad de los engarces, todo. Una falsificación pulcra y prácticamente
indetectable, sobre todo, al ojo humano.
—¿Qué va a parecerme? Que eres el puto Vincent Van Gogh de la
joyería —comenté devolviéndoselo—. En serio, eres la hostia, tu foto
debería aparecer en los anales de la historia como un virtuoso de la
falsificación, deberían estudiarte en el instituto de gemología y ponerle tu
nombre a una calle.
Él rio, pulsó el botón de apagado de los cascos y bajó la diadema hasta
su cuello.
—Antes se la pondrán a Pedro Picapiedra. Por cierto, ¿qué me he
perdido? Estás inusualmente contento, no es propio de ti cuando vamos al
límite de tiempo y tuvimos aquel problema con los birmanos. ¿Qué es lo
que no me estás contando? ¿A mi hermano le ha dado un infarto?
—No nos caerá esa breva —mascullé por lo bajo.
Beckett era perro viejo, llevaba demasiado tiempo en mi vida como para
no detectar mis cambios de ánimo, por sutiles que fueran. Aun así, lo
intenté.
—¿Entonces?
—Entonces nada, ahora resultará que hacerte un halago implica que
ocurra algo que no te cuento… ¿Prefieres que te diga que menuda mierda
que estás haciendo?
Él se levantó de la silla, se dirigió al termo, se sirvió un vaso y dio un
trago al café arrugando la nariz.
—No sé cómo a algunos os puede gustar este brebaje.
Agarró la hamburguesa, le dio un bocado, masticó sin apartar los ojos de
mí, y cuando la hubo deglutido, volvió a sonreír.
—¿Y bien? ¿Es por la nueva? —Me tensé, y eso que era mi amigo.
No me gustaba hablar de Zuhara, ni siquiera con él. Todo era demasiado
reciente y, además, le prometí que no lo hablaría con él ni ella con su amiga.
—Se llama… —Beckett hizo un aspaviento con la mano.
—Sé cómo se llama, solo quería ver tu reacción. He acertado, ¿no? Por
fin te la has tirado y ves en ella una posibilidad que antes nunca ha estado
en tu vida.
—¿Ahora lees la bola de cristal?
—Más bien tus bolas, que parecen de lo más vacías...
Di un bufido.
—Te recuerdo que fuimos a una orgía, no podíamos estar de brazos
cruzados.
—Seguro que lo cruzasteis todo, incluso los límites que te habías puesto.
¿Me equivoco?
No, no se equivocaba, y no sabía qué me jodía más; si que tuviera razón,
o no poder vomitarlo todo.
—¿Podemos dejar al margen lo que ocurrió?
—No lo sé, dímelo tú, ¿lo que pasó fue solo por el bien de la misión, o
va más allá? —Mi móvil sonó.
—Tengo que contestar, es Zuhara.
—Claro, seguro que te pide que le compres los tampones de camino a
casa, debiste producirle una hemorragia interna de tanto follarla.
Le hice una peineta y Beckett siguió desayunando como si nada.
—Hola —musité sin saber muy bien a qué se debía la llamada. Su voz al
otro lado de la línea parecía alterada, decía cosas inconexas, no la entendía
muy bien—. Más despacio, espera, ¿qué?
Beckett alzó las cejas, me miró con curiosidad, apretó los labios y negó.
—¿Sangre?
—Lo que yo te decía, la has desgarrado, que se vaya al hospital. —Le
hice un gesto para que se callara.
—Explícamelo más despacio, ¿dónde estás? ¿Conduciendo? ¿En ese
estado? Para el coche, no te muevas, voy a buscarte. —Beckett dio un
mordisco más grande a su hamburguesa mientras yo oía a Zuhara negarse
—. Me da igual si has quedado con tu madre, lo que ha ocurrido es serio.
Escúchame —me aclaré la voz—, vas a dar la vuelta de inmediato, me
importa una mierda que estés en la carretera y que haya una retención en el
otro sentido, ni siquiera tendrías que haber cogido el coche. ¡No! ¡No te
estoy gritando! —Sí lo estaba haciendo porque estaba muy nervioso—.
Escúchame, no sabes si ese pirado te está siguiendo en este mismo instante,
¿te has fijado si quiera en los coches que tienes detrás?
Tenía un nudo de nervios en la boca del estómago.
—¡No!, no trato de meterte más miedo en el cuerpo, es solo que lo que
ha ocurrido es grave, así que da la puta vuelta.
Ella me gritó al otro lado que no pensaba hacerlo, que iba a ver a su
madre y punto, que si me había llamado fue por impulso, porque se lo tenía
que contar a alguien. Cuando le daba la gana, era de lo más cabezota. No
sabía qué decirle para que entendiera que podía estar en peligro, y eso me
sacaba de quicio, me llenaba de preocupación y solo podía pensar en ir a
por ella para protegerla.
¡¿No era eso lo que le prometí?! ¿Por qué me ponía las cosas difíciles?
¿Tanto le costaba obedecer?
—Joder, Zuhara, ¡haz caso, sé mejor que tú lo que hay que hacer!
Zuhara, ¡Zuhara! —exclamé su nombre con fuerza antes de que me colgara
—. Tengo que irme.
—¿Problemas en el paraíso? —cuestionó Beckett sarcástico.
—Ahora no estoy para pullitas, necesito ir a por ella.
—Tú no te vas de aquí sin contarme qué está pasando.
El rictus de Beckett era más serio que de costumbre.
—No puedo, no me preguntes sobre ello. Le prometí que…
—¿Le prometiste? —emitió un sonido de disgusto—. Me importa más
bien poco lo que tienes con esa mujer, o si te la chupa tan fuerte que te
desagua hasta las neuronas, pero una cosa te diré, he estado tolerando toda
esta situación porque decías que era lo mejor, sin embargo, me estoy dando
cuenta de que te callas cosas, y no del plan de qué le has hecho para cenar,
sino del tipo grito y me voy cagando leches.
»Si piensas que voy a estamparme contra un muro porque se haya
convertido en tu prioridad, antes que la misión, o la amistad que tenemos,
es que no me conoces. Lo he arriesgado todo por ti, T.O.D.O. De hecho,
llevo años haciéndolo, abandoné a mi hermano, lo hice a un lado para
sacarte de aquella casa, y ahora me encuentro que me ocultas cosas, que me
dejas al margen por alguien que acaba de llegar a tu vida, cuando yo me
estoy rompiendo el culo por la tuya.
»He tragado con tu imposición de su presencia en esta misión, pero
disculpa si no tolero que le des más peso que a mí en todo esto. ¡Ni siquiera
la conozco! Así que si a partir de ahora va a ser así, lo siento, yo paso,
apáñatelas y que te vaya bonito, me largo.
—Ey, ey, no, espera. —Lo agarré del brazo antes de que cumpliera su
palabra.
Beckett tenía razón, lo estaba haciendo todo mal. Llevaba en mi vida
desde hacía muchísimo tiempo, le debía un respeto y no mantenerlo al
margen. Si hubiera sido al contrario, yo también estaría muy cabreado. Lo
había gestionado fatal desde el principio.
—¿Podemos hablar? —le pedí.
Zuhara me importaba, sin embargo, no era justo lo que estaba haciendo
con mi único amigo.
—Yo creo que ya no hay nada que hablar, no voy a juzgarte por querer
tomar otro camino, tarde o temprano iba a pasar, lo entiendo, olvídate del
TOP5, folla con la chica, embarázala y crea tu propia familia, eso es lo que
tienes que hacer. Sigue con tu vida, que yo lo haré con la mía.
—¡Ni hablar, tú formas parte de mi vida, Becks! —usé el apelativo que
empleaba Apolo para llamarlo. Apreté los puños pensando en que lo había
hecho mal, muy mal. Lo vi encogerse al escuchar el mote. Él fue siempre
nuestra única familia, menuda cagada—. Me equivoqué, debería haberos
presentado, tendría que haberte contado quién es.
—¿A qué te refieres?
—¿Te suena el nombre de Omar Al-Mansouri?
Él hizo un gesto de extrañeza con las cejas, se subió las gafas pinzándose
el puente de la nariz.
—Dame un minuto, ese no era…
—El difunto marido de Margot Al-Mansouri, la mujer que ahora está con
Duncan, el socio de Scott, o lo que es lo mismo, el padre de Zuhara y
responsable de exportaciones, hace dieciocho años, de…
—Mi hermano y Duncan, ¡sí! Lo recuerdo, lo-lo mataron en su casa por
algo de tráfico de joyas, sa-salió en las noticias, fue el mismo año que… —
se le quebró la voz, no hacía falta que concluyera la frase para hacer
referencia a la muerte de mi hermano.
—Zuhara no cree que traficara, ni que su muerte tuviera que ver con eso.
—No entiendo… ¿Tiene otra teoría?
—Ella pensaba que había sido yo, esa noche, la que asesinaron a su
padre, fue la misma en la que Painite me envió a por un saquito de su
maletín. Lo obtuve, y cuando subía por las escaleras para avanzar hacia la
ventana, me crucé con una niña pequeña. Le enseñé mi cara para
tranquilizarla y le hice creer que era un sueño. Ella volvió a su cuarto y, una
vez me hube marchado, bajó por las escaleras y se topó con su padre
muerto.
—¡Dios mío! ¿Tú…? —no acabó la frase.
—¡No, yo no fui! ¡Ni siquiera lo vi! Pero ella creyó que sí, y ha estado
todos estos años buscándome.
—Esto es una mierda muy grave, lo sabes, ¿verdad?
—Lo tengo todo atado, Zuhara no piensa que haya sido yo, aclaramos las
cosas, confía en mí.
—¿Piensa que no has sido tú por qué te la has tirado?
—No, porque lo hablamos…
—¿Y si te lo está haciendo creer? ¿Y si está fingiendo? Esto es una gran
cagada, Ares, no lo veo claro. ¡Duncan y Scott son socios! So-cios.
—¡Lo sé! Pero ella no tiene nada que ver con ellos. ¡Te prometo que es
de fiar! Necesitas conocerla, os presentaré, dejaré que habléis. Tengo un
trato con Zuhara, yo la ayudo a encontrar al culpable y ella a conseguir lo
necesario para joder a Scott.
—No creo que funcione…
—Lo hará, Reynolds está a punto de conseguirme el expediente del caso,
estoy convencido de que hay algo ahí, quizá un vídeo o una llamada de
teléfono, oí a Omar discutir con alguien. Tengo varias teorías… Creo que el
asesino está más cerca de lo que ella piensa. Zuhara ha estado recibiendo
amenazas en forma de canica.
—¡Dios mío! ¿Canicas? ¿Por qué?
—¿Qué tal si nos tomamos un café y te lo cuento? Danos una
oportunidad a ambos. Por favor.
Beckett soltó una exhalación.
—Anda, siéntate y deja que vaya a por una taza, paso de que la
compartamos, a saber dónde has metido la boca antes de venir a verme.
Mientras voy a la cocina, llámala, esperemos que no estés en lo cierto y
tenga un psicópata quemando rueda detrás de ella.
—Gracias.
En cuanto Beckett se dirigió hacia las escaleras, marqué el número de
Zuhara omitiendo el mail de Reynolds que acababa de entrarme.
CAPÍTULO 62

Zuhara

L
legué a casa de mi madre temblando.
Sin dejar de mirar a través del espejo retrovisor por si Ares tenía
razón y me seguían.
¿Y si era Scott? ¿Y si me reconoció en la fiesta de O’Toole? ¿Y si
llevaba toda la vida engañándonos a todos? Tendría sentido.
Puede que él fuera el artífice, el que tuviera toda la responsabilidad y ni
siquiera me lo hubiera planteado porque había puesto todos los huevos en la
misma cesta, en la de Ares.
Tío Scott tenía una doble vida, una en la que era capaz de viajar para
comprar a niños y convertirlos en ladrones, una de la que nadie sabía nada,
incluso teniéndolos en su casa.
No quería ni pensar en cómo tuvo que ser la infancia de Ares y Apolo.
Mi teléfono volvió a sonar dándome un sobresalto. Suerte que el coche
de delante estaba a una distancia que me permitió frenar antes del impacto.
El objeto de mis pensamientos iluminó la pantalla del manos libres.
Dudé en si descolgar o no, no obstante, decidí hacerlo, seguro que estaba
preocupado por la conversación que habíamos mantenido.
—No cuelgues, por favor —fue lo primero que dijo.
No volvió a insistir en que diera la vuelta, solo quería asegurarse de que
estaba bien y hablar conmigo hasta que llegara a casa de mi madre.
Sentí ternura ante la petición, cada minuto que pasaba estaba más
convencida de que llevaba años equivocada. Me pidió que le escuchara y
me confesó que no había tenido más remedio que romper la promesa que
me hizo e involucrar a Beckett porque estaba delante cuando lo llamé.
Que tuvo que ponerlo al corriente de las circunstancias porque lo
amenazó con abandonar y estar ocultándole la verdad, cuando era la única
persona en la que llevaba años confiando.
Por supuesto que lo entendí. Tampoco me importaba demasiado que lo
hubiera hecho, yo misma le había contado a Brenda nuestras intimidades y
lo que pensaba de Ares, que no creía que fuera el responsable del asesinato,
así que estábamos en tablas.
Me disculpé por colgarle en la anterior llamada y me aseguró que no
pensaba dejar de oír mi voz hasta que, como mínimo, hubiera llegado a la
casa de maman.
En cuanto aparqué, le dije que ya estaba fuera de peligro y que nadie me
había seguido.
—Hazme un favor y deja que vaya a buscarte cuando termines —suplicó.
Iba a decirle que no, pero si era franca conmigo misma, no me apetecía
conducir de vuelta a Nueva York sola y volver a pasar el mal trago.
—Vale, te mandaré la ubicación. —Exhaló un suspiro de alivio al otro
lado de la línea. Ya vería cómo recuperaría mi coche, podía pasar otro día a
por él, al fin y al cabo, mi visita tenía que ver con el plan de que Ares
conociera a los habitantes de la casa.
Nos despedimos. Necesité respirar varias veces antes de abrir la puerta,
no quería preocupar a maman, estaba menos alterada gracias a Ares y su
conversación.
Me miré en el espejo, me pellizqué las mejillas para devolverme el color,
cogí la cajita de perfume que estaba en el asiento del copiloto y, antes de
salir, mi madre ya estaba aguardándome en la puerta de entrada para darme
la bienvenida.
—Salut, ma puce[10].
—Salut, maman.
Me abracé con fuerza a ella. Era mayorcita para que me siguiera
saludando como se hace con los niños pequeños, sin embargo, en ese
momento me volvía a sentir una cría algo desvalida.
—¡Cuánto entusiasmo! —exclamó sonriente. No tenía ni idea de lo que
había detrás de aquel saludo algo desmesurado.
—Hace muchos días que no te veo y te echaba de menos. —Besé su
mejilla—. ¿Ya estás recuperada por completo? —me interesé.
—Estoy bastante mejor, todavía me quedan algunos mocos por expulsar,
pero con las infusiones y los vahos, ya se marcharán.
—Te he traído una cosita, es una tontería, aunque seguro que te gusta.
Le di la cajita de perfume.
—No hacía falta que trajeras nada, ya lo sabes.
—Si te soy franca, lo compré para mí, pero cuando lo olí, supe que si tú
fueras perfume, estarías envasada en este frasco.
—Vaya, entonces tendré que probarlo, menudo slogan publicitario
acabas de marcarte. —Las dos sonreímos—. Anda, entremos.
La casa de Duncan era bonita, espaciosa y al gusto de mi madre. Él
nunca la limitó, desde el principio quiso que se sintiera cómoda, la dejó
adueñarse de cada rincón sin poner un solo pero, que la modificara hasta
convertirla en el lugar de sus sueños. Maman era una mujer de gusto
refinado para la decoración, logró que aquella propiedad transmitiera las
palabras serenidad y hogar.
Colores crema, tierra, que invitaban a la calma. El color llegaba a través
de elementos decorativos como cuadros, cojines o alguna que otra
escultura.
Salimos al jardín trasero. Una bonita piscina invitaba al baño, era un
lugar relajante, como un oasis natural en el que recrearse sentada en la
mesita del porche.
Era de hierro forjado e invitaba a sentarse en ella para gozar del exterior.
Mi madre la tenía lista para tomar té y dulces árabes, había dispuesto
algunos de mis favoritos, aquellos que me sabían a infancia.
En cuanto nos sentamos, ella me cogió una mano.
—¿Te he dicho ya que hoy estás preciosa? Te brilla muchísimo el pelo y
la piel, ¿has cambiado de productos de belleza?
—No, ya sabes que no soy muy dada a las cremas y las mascarillas.
—Entonces tiene que ser otra cosa, ¿a qué puede deberse este
resplandor? —Con la mano libre, dio toquecitos a su barbilla—. Lo tengo
—chasqueó los dedos—, ¿has conocido a alguien? Duncan me dijo que, en
la fiesta, el embajador se fijó en ti y no ha dejado de insistir en que le pasara
tu teléfono. —El dulce de pistacho que iba camino a mi boca se quedó ahí,
estancado. Mi madre alzó las cejas—. ¡Es eso, ¿verdad?! Dime que es el
embajador. —Negué.
—No. Es un hombre educado, con una buena conversación, pero no se
trata de él.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—No se trata de él, pero hay un él…
—Sí —reconocí. Al fin y al cabo, pretendía presentarle a Ares.
—Ay, hija, ¡qué emoción! ¡Pensaba que te quedarías soltera para
siempre!
Qué frase más típica de madre y más inapropiada.
—Nos estamos conociendo y eso no implica que terminemos juntos.
Además, ser soltera no es ningún drama, hay mujeres tremendamente
felices que no necesitan a nadie al lado, les basta con relaciones
esporádicas, como las que he tenido yo hasta ahora.
—Eso ya lo sé, lo que no quita que pueda ilusionarme porque tengas una
relación algo más seria. Sabes que nunca te he presionado al respecto —eso
era cierto—, pero en mi fuero interno me encantaría ser abuela algún día.
—¡¿Abuela?! ¡Mamá!
—¡¿Qué?! Una puede ilusionarse, eso no está prohibido, además, tendría
unos nietos preciosos y muy consentidos.
¡¿Bebés?! ¿En serio? Lo de la familia me quedaba muy lejos, incluso
hasta hacía nada odiaba al tío que quería presentarle y no por el motivo que
ella pensaba. Mi cabeza estaba en otra cosa que para mí era más importante
que formar una familia.
—¿Tienes planeado presentármelo? —preguntó, llevándose la taza de té
a los labios.
Había esperanza y entusiasmo en su voz.
—No quiero que te ilusiones por si la cosa no va a más…
—Te prometo que no lo haré, es que nunca me has presentado a nadie y
me muero de curiosidad por ver a esa posibilidad que causa ese brillo en ti.
—Podríamos preparar algo casual, después vendrá a recogerme porque
vamos a comer a la Perla de Asia.
—¡Ay Dios! ¿Vas a traerlo a casa y no me has dicho nada? Voy a
arreglarme… —murmuró, poniéndose en pie. Yo la detuve.
—¡Espera! Maman, estás perfecta y solo he dicho que me vendrá a
recoger.
—Ya, pero, igualmente, no vamos a hacer que se quede en la puerta,
sería muy grosero por mi parte.
—Vendrá con el tiempo justo, así que no estará como para
presentaciones. —Ella hizo un puchero—. ¿De verdad que lo quieres
conocer? —Maman asintió con fervor—. Bueno, si es tan importante para
ti…, ¿qué te parece si cenamos los cuatro esta noche? Podría dejar mi coche
aquí alegando que no me apetece conducir y que nos pasaremos más tarde
con la excusa.
—¡Ay, sí! ¡Sí, sí, sí, sí! Me encanta la idea, le diré a Duncan que no
planee nada para hoy. Puedo preparar algo informal para que no se note que
lo hemos planeado, si te parece, una vez que vengáis a recoger el coche,
puedo sugerir que os quedéis a cenar porque nos apetece conocerlo un poco,
se ha hecho tarde y así no tenéis que preparar nada, como quien no quiere la
cosa, tú ya me entiendes. ¿Qué te parece?
Me sabía mal engañar a mi madre, que creyera que había sido idea suya
cuando, en realidad, lo que pretendía era que Ares los descartara como
sospechosos y buscáramos en la dirección adecuada.
—Vale, pero solo los cuatro, nadie más. ¿Me lo prometes?
No podía arriesgarme a que tío Scott estuviera en la cena.
—Prometido. —Mi madre agarró mis dos manos y las apretó con
entusiasmo—. No sabes lo feliz que me has hecho, y ahora, cuéntame, ¿qué
hace? ¿A qué se dedica?
Pensé en la primera vez que vi a Ares fuera del SKS, y la coartada que
solía utilizar.
—Es anticuario, tiene una pequeña tienda exclusiva que casi siempre está
cerrada porque vende a clientes muy selectos bajo llave. Tanto el mobiliario
como las piezas de decoración o de alta joyería son únicas, de las que tienen
mucha historia.
—Ay, me encanta, es perfecto para ti, un anticuario y una perito de joyas,
seguro que tenéis conversaciones de lo más interesantes, eso es
fundamental, que tengáis cosas que compartir. ¿Y es guapo? —curioseó.
Noté calor trepando por mi rostro y maman emitió una risilla cómplice—.
Qué tonta, por supuesto que sí, a ti siempre te gustó todo aquello que
deslumbra, así que tiene que serlo. ¿Cómo se llama?
—Ares, Ares Diamond.
—Con ese nombre, ahora lo entiendo todo.
—¿Qué entiendes?
—Que es él, el mejor amigo de la mujer es el diamante, aunque yo
prefiero a los hombres que te hacen sentir como uno, y a la vista está que él
lo hace contigo.
Mi corazón latió con fuerza porque mi madre tenía razón, Ares me hacía
sentir como nadie lo había logrado antes, y eso era puro peligro.
CAPÍTULO 63

Ares

—E
stá muerto.
Estaba llegando a casa de Zuhara cuando Beckett me llamó
por teléfono.
Después de contarle todo lo ocurrido con Zuhara y convencerlo de que
teníamos que ayudarla, le dije que tenía que ir al apartamento de ella por si
encontraba alguna pista del malnacido que estaba dejándole las canicas.
El problema, para variar, era la falta de tiempo. No podía multiplicarme,
Reynolds me había mandado un mensaje para que fuera a buscar el pen con
toda la documentación que le había pedido. No se fiaba de nadie que no
fuera él, así que ese tipo de entregas las hacía en mano.
Vivía en la otra punta de la ciudad, le pedí el favor a Beckett de que fuera
por mí, nos conocía a ambos, por lo que no le pondría pegas para la entrega.
Él bufó argumentando que eso le supondría un retraso con el Peackok,
pero yo le insistí alegando que, si hacía falta, me pasaría toda la noche
trabajando con él codo con codo.
Terminó aceptando, y así fue como yo me marché media hora antes de la
Guarida para no encontrar nada y poder limpiar el desastre que el acosador
de Zuhara había liado. Pintura roja y cristal por todas partes.
Cada vez estaba más convencido de que ese cabrón tenía algo que ver
con el asesinato y que las bolitas de cristal eran el mensaje de «si sigues
tocándome las canicas, lo pagarás con sangre», y eso sí que no lo iba a
tolerar.
Al ver el desaguisado, sentí muchísima rabia e impotencia, podía
imaginar lo mal que lo tuvo que pasar Zuhara y el pánico que sintió al ver
su intimidad invadida.
Me traje algunos dispositivos de seguridad de la Batcueva y los instalé, si
ese cabrón se atrevía a poner un pie en el apartamento, no volvería a
escaparse.
Tras la limpieza, tuve que pisar a fondo el acelerador, cuando el móvil
sonó, estaba a diez minutos de la ubicación que me envió Zuhara.
Imaginé que la llamada era para avisarme de que ya tenía el dispositivo
de memoria flash, no para decirme que Reynolds estaba muerto.
—¿De qué coño estás hablando? —pregunté incrédulo.
—¡Que está muerto, joder! ¡Que alguien lo ha matado! —gritó al otro
lado de la línea.
—Vale, tranquilízate.
—¡¿Cómo quieres que me tranquilice?!
—Igual es que ha bebido demasiado, o se ha dado un golpe, ¿has
comprobado sus constantes vitales?
—¡Le han rajado el cuello como a un puto cerdo, te garantizo que no hay
nada que comprobar! Creo que va a darme un vahído.
—Eh, escucha, respira, cuéntame paso por paso lo que ha ocurrido.
—La puerta estaba entreabierta, he puesto mi mano en ella, pe-pensaba
que lo había hecho adrede porque sabía que llegaba, ¡ni me he planteado
otra cosa! —Beckett estaba muy alterado—. ¡Mierda, mis huellas! ¡Jesús, la
poli va a pillarme!
—La poli no va a pillarte porque tú no has hecho nada, después nos
ocuparemos de tus huellas, sigue hablando…
—Pues estaba oscuro, ya-ya sabes cómo trabaja, estaba delante de ese
infierno de pantallas que tiene, sentado, con los auriculares puestos… Yo
me he acercado po-porque pensaba que estaba currando, he cogido el
respaldo de la butaca, la-la he girado un poco pa-para gastarle una broma
y… Creo que me sobreviene otra arcada.
—Respira. —Lo oí resollar varias veces al otro lado de la línea.
—La silla ha girado y él ha caído como un fardo, al suelo, en mitad de un
charco de sangre… ¡¿Cómo no he visto el charco?!
—¿Lo has pisado?
—C-creo que no, no estoy seguro… ¡Le han cortado la yugular, como a
un puto animal! No-no sé si hay huellas mías, o pelos, o fibras…
Si hubiera sido otra circunstancia, le hubiera dicho que poco pelo tenía
que perder teniendo en cuenta que era calvo, la cosa era que no procedía.
—Oye, haz el favor de intentar mantener la calma. ¿Sigues ahí?, ¿estás
con él?
—¡No me apetecía echarle una partida al ajedrez! —respondió ácido—.
¡He salido al callejón, me he alejado unos metros para potar en la papelera,
y no dejar restos orgánicos que me puedan incriminar más todavía! ¡Sabía
que ayudar a esa chica era una mala idea! ¡Mira en el lío en el que nos ha
metido!
La cabeza me iba a mil. ¿Quién cojones había matado a Reynolds?
Podría haber sido cualquiera, no tenía por qué ser el tipo de las canicas.
Si algo lo caracterizaba es que era una sombra, no solo trabajaba para mí,
también para personas amorales que rozaban la ilegalidad, podría tratarse de
cualquiera.
—¿Has visto el pendrive o alguna canica?
—¿En serio piensas que me ha dado por remover? —Solté un suspiro de
frustración.
—Sé que lo que voy a pedirte es mucho, Becks, pero necesito que entres
ahí y mires si está lo que le había pedido o una bolita de cristal.
—Y si viene la pasma, ¿qué? Puede que alguien la haya llamado ya…
—No lo creo. Hazlo rápido, solo entra y busca el dispositivo, seguro que
lo tenía cerca o en los bolsillos. Te lo pido por favor.
—Para que después digas que esa mujer no te tiene las neuronas
sorbidas. ¡Mis huellas van a estar por todas partes, no puedes pedirme algo
así!
—Estás limpio, no tienes antecedentes penales, pero para más seguridad,
tienes un Pharmacy a doscientos metros. Compra guantes de nitrilo, alcohol
isopropílico, agua destilada y paños de algodón. Te pones los guantes,
buscas un recipiente y mezclas ambos componentes. Pasa con suavidad el
paño impregnado por las superficies que hayas tocado. Te garantizo que no
darán contigo.
—Eso es muy fácil decirlo…
—Y hacerlo, sabes que es así.
—Si lo hago, vas a deberme una del tamaño de Saint Patrick’s Cathedral.
—Pagaré con gusto. Cuando hayas terminado, mándame un mensaje con
el pulgar hacia arriba si todo ha salido bien, y añade un disquete si has dado
con el pen.
—Y si doy con una canica, ¿te mando una bola de bolos?
—No hace falta, eso ya te lo preguntaré después.
—¿Cuando vengas a traerme la lima al trullo?
—Eso no va a suceder.
—Te juro que este es el último favor que te hago.
—Gracias, Becks.
Colgué maldiciendo para mis adentros, la cosa se estaba complicando a
pasos agigantados y no podía sacarme de la cabeza que había algo que no
estaba sabiendo ver, pero ¿qué?
Aparqué al lado del coche de Zuhara, no podía notar lo que había
ocurrido o se pondría más nerviosa de lo que ya estaba, así que busqué mi
mejor máscara para ofrecérsela a ella y a su madre.
Cuando llamé al timbre, no tardaron ni diez segundos en abrir la puerta,
lo hizo una mujer del servicio que me dio la bienvenida y me dijo que me
estaban esperando en la terraza.
Los dos rostros morenos, hermosos y tan parecidos entre sí que me daban
una idea de cómo sería Zuhara con el paso de los años, se clavaron en mí.
Margot Al-Mansouri se levantó con una sonrisa en los labios y
destilando clase por cada maldito poro.
—Bienvenido a casa, Ares.
La madre de Zuhara parecía encantada de verme, mientras que su hija
tenía el ceño fruncido al ver la familiaridad con la que me trataba.
Margot extendió la mano y yo se la besé encantado.
—Señora Al-Mansouri, es un placer ponerle cara, su hija no me había
dicho lo hermosa que era, ni que pareciera más su hermana que su madre.
Ella rio con una risa ronca, que podría tildar de seductora. Por muchos
años que llevara viviendo en Estados Unidos, seguía manteniendo un deje
exótico que hablaba de sus orígenes.
—Ni a mí me ha contado que eras tan guapo y galante.
—Maman, no coquetees. Nos tenemos que ir, el restaurante no espera, y
si lo entretienes, perderemos la reserva.
—Por nada del mundo querría eso. —Zuhara se puso en pie y yo, en mi
papel, me acerqué a ella y le di un beso suave en los labios. Creí escuchar
un suspiro procedente de mis espaldas.
Las mejillas de mi supuesta chica tomaron un color rosado intenso que
acaricié con el pulgar. La miré a los ojos y vocalicé un «tranquila, lo estás
haciendo muy bien», después me aparté.
—¿Te importa si dejo aquí el coche? —preguntó Zuhara en dirección a
su madre, que nos contemplaba embelesada—. Estoy un poco mareada y no
me apetece conducir.
—¿Te encuentras bien? —le pregunté preocupado, como si no estuviera
al corriente del plan trazado.
—¿No estarás…? —Margot extendió la mano en dirección a su tripa y su
hija la miró horrorizada—. A mí me encantan los bebés e imagino que
vosotros ya habréis… Bueno, que yo estaría encantada de ocupar mi tiempo
con un bebé.
—¡Maman! —proclamó Zuhara con los labios apretados. Le apartó la
mano con el vello de los brazos erizado.
No habría esperado esa reacción de Mamá Al-Mansouri.
—Siento si me he pasado —reculó—, es que Zuhri nunca ha traído un
hombre a casa, y bueno, pensé que lo vuestro tenía que ir muy en serio si
hoy ha dejado que cruzaras la puerta y te viera. Me gusta que seas un
hombre hecho y derecho, los dos tenéis una edad en la que formar una
familia podría estar en la mente de ambos, y como a veces no tener a
alguien que cuide a los niños puede ser un obstáculo… Pues eso, que yo me
podría ocupar.
—¿Podemos irnos antes de que mi madre le ponga nombre a los hijos
que nunca vamos a tener? —carraspeó Zuhara con cierto malestar.
Habría sido gracioso aunar fuerzas con Margot solo por el placer de
sacarla de sus casillas; si no tuviera tantas cosas en la cabeza, quizá lo
habría hecho. Hubiera propuesto descargar una de esas aplicaciones que con
la combinación de fotos de la pareja determinan la cara que tendrán tus
hijos.
—Perdonad si he sido demasiado efusiva, no pretendía ofenderos.
—Y no lo ha hecho, señora Al-Mansouri, quédese tranquila.
—Llámame Margot, te lo ruego.
—Por supuesto, Margot.
—Quizá podáis pasaros otro día —le guiñó un ojo a su hija bastante falto
de disimulo— y podamos charlar con algo más de tiempo, tal vez cuando
esté Duncan, así te lo presento. Zuhara me ha hablado sobre tu profesión y
seguro que le apasiona charlar contigo.
—¿En serio? —pregunté con una ceja alzada.
—Sí, a mi padrastro le seducen mucho las antigüedades y las joyas con
historias rocambolescas —intercedió.
«Bien jugado».
—Entonces será un placer aceptar la invitación y que nos veamos los
cuatro. Encantado de conocerla, Margot —volví a besarle la mano y ella
agitó las pestañas con complacencia.
—Os acompaño a la puerta.
—No hace falta, maman.
—Da igual, no tengo nada más que hacer que ver a la feliz pareja.
En cuanto estuvimos en la privacidad del coche, cogí su nuca y la besé
como de verdad me apetecía hacerlo. Me importaba poco si era lo correcto
o si su madre seguía pensando en bebés.
No me detuve hasta que la sentí relajarse un poco.
—Llegaremos tarde.
—Me importa una mierda. ¿Cómo estás? —Ella tragó con esfuerzo, daría
lo que fuera para que se sintiera mejor y quitarle el malestar.
—Tengo miedo y no es una sensación que me guste —agradecí que fuera
sincera.
—Los valientes no son aquellos que carecen de miedo, sino los que son
capaces de reconocerlo, piden ayuda y se enfrentan a ello. No estás sola,
Zuhara, yo estoy contigo y lo voy a estar hasta que te aburras de mí.
No pretendía etiquetarnos, solo que supiera que me tenía a su lado.
—Gracias. —La vi mirar de reojo hacia la puerta, en la que su
progenitora seguía aguardando con la sonrisa puesta en cualquier ademán
afectuoso entre nosotros—. No va a dejar de mirarnos hasta que hayas
arrancado o me hagas un hijo.
No pude evitar reír.
—¿Quiere un directo?
—¡No! Ya me has entendido, está que no se lo cree, y siento que, si nos
quedamos más rato, podría desarrollar un poder de invocación para que
acuda cualquier tipo de persona capaz de casarnos.
—Ya arranco —comenté, encendiendo el motor, y Zuhara se puso a
sintonizar la radio.
Mi móvil vibró antes de que empezara la maniobra, lo saqué del interior
de la chaqueta lo justo para ver la parte alta de la pantalla. No necesité
abrirlo para ver lo que importaba.
Beckett

«¡Joder!».
CAPÍTULO 64

Zuhara

P
asamos la mayor parte del trayecto en silencio.
Después de que le relatara mucho más calmada lo que ocurrió en el
piso, Ares se puso a cavilar y yo a entretejer posibilidades sin sentido.
La tela de araña estaba demasiado enmarañada para dar con un culpable.
No sabía qué pensar ni a quién acusar. Las probabilidades se solapaban unas
con otras encogiéndome las tripas y el sonido de las canicas estallando a
mis pies lo complicaba todo.
Tenía las emociones a flor de piel. Hasta que me topé con Ares, mi vida
parecía bajo control, y, de repente, era incapaz de tomar las riendas.
Todo estaba patas arriba, mis emociones, mis sentimientos, mi pasado,
como si un huracán devastador hubiera sacudido todas las fichas del tablero
y ya no supiera en qué dirección moverlas.
Estaba en mitad de un sinsentido, un cruce de caminos y sin mapa. Ni
siquiera podía fiarme de mi instinto. ¿Qué era verdad y qué era mentira?
Llegué a la mesa del restaurante envuelta en una densa bruma de
pensamientos. Mis ojos se quedaron clavados en la carta sin ver nada. Ares
se dio cuenta de que no había leído un solo plato cuando el camarero
regresó a preguntar qué íbamos a tomar.
—¿Te parece bien el menú degustación? —preguntó, salvándome de
tener que centrarme en algo que no me apetecía. Ni siquiera tenía hambre,
mi estómago estaba cerrado.
—Cualquier cosa estará bien… —mascullé agradecida.
Él parecía tranquilo en apariencia, solo en apariencia. Comenzaba a
conocerlo y el modo en que movía los pulgares trazando círculos entre ellos
mientras fijaba la mirada en un punto era su manera de largarse
mentalmente a otro sitio, a otro lugar en el que solo Ares tenía acceso.
—¿En qué piensas? —terminé preguntándole.
—En todo, en nada…
—Eso es demasiado incluso para ti. ¿Tienes más teorías sobre quién
puede ser mi acosador? —Negó—. Yo he llegado a pensar en… Scott —
confesé arriesgando.
—Se me llegó a pasar por la cabeza, aunque… No sé, no es de los que se
manchan las manos.
—Pero podría haber ordenado a alguien que lo hiciera, ¿no? —Me pincé
el labio inferior—. ¿Y si pagó para que lo mataran?
—Podría… si tuviera un móvil. Pero ¿cuál? —Ares se masajeó las
sienes.
—¿Has recibido algo de información de tu amigo? Me-me refiero a ese
que tenía que pasarte los informes policiales. —Negó e hizo un gesto
extraño con la cara—. ¿Qué pasa? —Lo vi dudar. Ocurría algo, lo notaba—.
¿Ares? Quedamos en que no volveríamos a tener secretos.
Sacó la lengua y la presionó contra sus labios, agarró el borde de la mesa
cubierto por el camino de tela de diseño asiático y clavó sus pupilas en mí.
Su voz bajó una octava.
—Lo han matado, no te lo quería contar para no preocuparte, pero
alguien lo ha asesinado antes de que pudiera darme nada.
—¡¿Qué?! —Un grito agudo escapó de mi garganta. Algunos de los
clientes nos miraron.
—Serénate —me pidió.
—¡¿Cómo voy a serenarme?! Un loco entró en mi apartamento, se tumbó
en mi puñetera cama y ahora me dices que tu informante está muerto. ¡¿No
te parece lo suficientemente grave para que esté atacada?!
—Me lo parece, aun así, tienes que mantener la calma.
Un temblor recorrió mi cuerpo, era imposible fingir que no pasaba nada.
—¿Y cómo lo sabes?, ¿cuándo te lo han dicho?
—Antes de que llegara a casa de tu madre.
—¿Y no se te ha ocurrido contármelo en el coche?
—Estabas demasiado alterada con lo de tu apartamento como para añadir
más leña al fuego, solo quería protegerte y no angustiarte.
—Pues no lo has logrado. Responde, ¿cómo te has enterado?
—Mandé a Beckett a por el pen y se lo encontró muerto. Reynolds se
codeaba con gente peligrosa…
—¿Pero? Porque hay un pero, lo noto.
—Encontró una canica. Puede que sea una casualidad —intentó suavizar.
La angustia me asoló igual que el tsunami de la peli Lo Imposible, me vi
arrollada, bajo el agua, con los pulmones ardiendo y sin posibilidad de
asirme a nada que me pudiera salvar de la catástrofe. Agarré el bolso, metí
la mano en el bolsillo interior y busqué mi tabla de salvación, las pequeñas
esferas que hice rodar sin ser capaz de calmarme.
—Ey, Zuhara, mírame, estamos juntos en esto, no dejaré que te pase
nada, ¿recuerdas? Te lo prometí.
—Mi padre también me prometió cosas y ahora está bajo tierra, no
prometas algo que no puedes cumplir. —Estaba muy alterada.
—No lo hago, no pienso separarme de ti, y si alguien tiene que terminar
muerto, será la persona que nos está haciendo esto. —Se había metido en el
mismo saco que yo—. Si alguien pretende dañarte, te garantizo que no
pararé hasta matarle. —Lo dijo tan serio, con tanta contundencia, que lo
creí—. Necesito saber a quién nos enfrentamos y para ello es
imprescindible comprender por qué son tan importantes esas esferas de
cristal y por qué las deja como mensaje —preguntó serio.
—¡No sé por qué me manda canicas! Ya te dije que mi padre me traía
alguna cuando volvía de sus viajes. De pequeña, me decía que cada esfera
contenía un poco de su amor, de su esencia y de su promesa de que estaba a
mi lado. —Mi respiración estaba tan alterada como yo.
—Mírame, Zuhara, dame la mano —puso la palma hacia arriba, sobre la
mesa. No me quedó más remedio que poner sobre la de él la que contenía
las esferas.
Ya no estaban frías, todo mi calor corporal se había concentrado en ellas
dejándome helada.
Las puse entre los dos, conectándonos. Ares me apretó con fuerza.
—Necesito que se acabe toda esta pesadilla —comenté sin aliento.
—Lo sé, te juro que estoy haciendo todo lo posible. Dame más
información, háblame de él.
—¿De mi padre? —Ares asintió. Tragué con fuerza.
—¿Qué quieres que te cuente?
—Lo que sea, cómo era, su relación con vosotras, lo que recuerdes.
Empecé hablándole sobre el hombre que era, su carácter cariñoso, su
paciencia. No era demasiado bromista, lo que no impedía que tuviera la
habilidad de arrancarnos sonrisas a maman y a mí.
Se hizo a sí mismo, ascendió gracias a mucho esfuerzo y trabajo duro.
Los clientes ensalzaban su buen hacer y su sentido del honor.
Le conté que mis padres siempre quisieron ampliar la familia, no querían
que fuera hija única, pero mi madre tuvo dos abortos después de mí y el
médico le recomendó que no lo siguieran intentando, el útero de maman era
como el de una mujer de sesenta años.
—¿Eso los distanció?
—Si lo hizo, no lo mostraron frente a mí.
—¿Cómo fue el año en que tu padre murió? ¿Hubo algo distinto? ¿Algo
que te llamara la atención?
—Los viajes. Papá no dejaba de viajar, apenas pasaba por casa, nos avisó
de que sería un año complicado porque en la empresa cada vez le exigían
más. Se le notaba cansado. A mi madre no le gustaba solo verlo una vez al
mes o cada mes y medio. Le prometió que todo cambiaría, que pronto su
sueño se cumpliría. —Él apretó el ceño—. Sé lo que piensas, que pudo
intentar algo para…
—Yo no pienso nada, sigue, por favor —apretó mi mano y la yema de su
dedo me acarició con suavidad sin soltarme.
—Estás en tu derecho de hacerlo, dicho así podría parecer que quiso
traficar con diamantes para mejorar nuestra calidad de vida.
—No pretendo juzgar a tu padre, no soy el más adecuado. Sigue. ¿Qué
pasó aquel fin de semana?
—Todo fue igual que siempre, él vino directo del aeropuerto, era tarde,
por lo que fue en primer lugar a mi cuarto, yo todavía no estaba dormida,
maman sabía que no lo conseguía hasta que él llegaba, así que lo hizo subir.
En cuanto escuché sus pasos por el pasillo, supe que estaba en casa, no
esperé a que abriera la puerta, salté de la cama y fui a por él. Estaba tan
contenta que me abalancé y, del impacto, las canicas que llevaba en la mano
salieron rodando. Dos de ellas cayeron por las escaleras, me preocupé por si
se perdían, así que dejé de abrazarlo y salí tras ellas.
»Papá me gritó que no me preocupara, que ya las buscaríamos por la
mañana, yo respondí que no podía perderlas, y aunque me pasé un buen rato
porque no daba con una de ellas, terminé encontrándola al lado de una
maceta. Cuando volví al cuarto, papá sujetaba mi bote de las canicas, y me
sonrió de oreja a oreja.
—¡Las tengo todas, papi! —exclamé, mostrando mi tesoro en la palma de
la mano.
—No esperaba menos de ti, ma biche. ¿Las metemos junto a las otras?
—preguntó con la tapa abierta. Yo negué.
—Me gusta dormir con ellas la primera noche, así te siento más cerca de
mí.
—Está bien —susurró, cerrándolo para devolverlo a su lugar—. Son
nuestro tesoro. —Yo asentí—. Mis sueños, los tuyos y nuestro futuro están
aquí, en estas canicas, ellas tienen todo lo que necesitamos para ser felices,
no lo olvides nunca. Tu madre y tú sois lo más importante que tengo, lo
sabes, ¿verdad? —Volví a mover la cabeza afirmativamente.
—Sí, papi.
Trepé hasta la cama, y él se tumbó a mi lado para acariciarme el pelo.
—¿Cuántos días te quedarás?
—El lunes tengo que irme de nuevo. —Hice un puchero.—. Cada vez
falta menos, ma biche.
—¿Para qué faltaba menos? —me preguntó Ares interesado.
—Mi padre quería montar un negocio, quería dedicarse a la peritación de
piedras, tener más tiempo para nosotras.
—¿Por eso tú te hiciste perito?
—Supongo, aunque estuve a nada de hacer otra cosa, salvo que no salió
como esperaba, era rápida, pero no tanto como para dedicarme
profesionalmente al atletismo, una tiene que asumir sus limitaciones y
aceptar que no solo hay un camino.
»Mi padre solía decirme que una de las paradas del vuelo es el suelo, que
no me preocupara si caía, porque todo avión necesitaba una pista de
aterrizaje en la que llenarse de carburante para poder alzarse de nuevo y
descubrir nuevas rutas.
—Sabias palabras, eres brillante en lo que haces.
—Bueno, por lo menos me da para comer y pagar el alquiler; teniendo en
cuenta lo cara que es Nueva York, no está mal.
—¿Qué más pasó aquella noche?
—Nada interesante. Me estuvo preguntando por la escuela, las notas, la
última competición y, finalmente, me abrazó hasta que me quedé dormida.
Lo siguiente que recuerdo fue despertar a las cuatro de la madrugada
porque tenía sed y me topé con un ladrón en el pasillo.
Ares sonrió taciturno.
Llegaron los platos y, aun así, no me soltó la mano hasta que el camarero
se fue.
—No sé a dónde nos llevará todo eso, pero quiero que sepas que más allá
de todo esto, me gustas, mucho, quizá más de lo que deberías y, sin
embargo, no puedo evitar que sea así. Tampoco sé si querría evitarlo, hace
demasiado que nadie me importa lo suficiente como para anteponerlo a mí
mismo.
Me relamí los labios resecos.
—Tú también me gustas, quizá más de lo que deberías y, aunque yo sí
que tengo gente que me importa, tú hace días que has empezado a
importarme.
—Me alegra no ser el único que se siente así, esto es nuevo para mí. Te
prometo que voy a protegerte incluso de mí mismo.
—¿Y si eres tú quien tiene que protegerse de mí? —bromeé, sintiéndome
un poco más relajada.
—De eso no me cabe ninguna duda, eres el mayor peligro al que me he
enfrentado nunca.
—Entonces seré yo la que te salvaguarde de mí.
CAPÍTULO 65

L
ose Yourself, de Eminem, tronaba en los altavoces mientras mis manos
acariciaban mi cuerpo. La sangre que me llevé de mi trofeo dibujaba
figuras geométricas sobre mi piel.
Siempre se había dicho que la sangre era el alimento divino, que los
dioses bebían y se bañaban en la que obtenían de los sacrificios que los
hombres les ofrecían.
Así me sentía, como un jodido Dios capaz de mutar, el encantador de
serpientes, el titiritero que movía los hilos sin que nadie se percatara de ello.
Una risa sofocada escapó de mis cuerdas vocales bailando frente al
espejo del salón.
Los símbolos de poder se secaban sobre mi piel blanquecina.
Pasé el índice empapado por mis labios y sonreí. Aquella era la versión
de mí mismo más descarnada, más brutal. Ya no recordaba el placer que
sentí cuando acabé con la vida del estúpido de Omar.
«¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Estúpido!», gritaban mis neuronas,
condenándolo en el juicio final.
Otra risa ronca escapó de mi garganta, me agaché sobre la mesilla alta
que quedaba al lado del sofá y me metí una raya larga.
Aspiré con fuerza y Eminem canturreó:
Abre la boca, pero las palabras no saldrán.
Se está ahogando porque todos se están burlando de él.
El reloj está corriendo, se acaba el tiempo, acabado, zas.
Pensé en la sangre caliente saliendo a borbotones de la garganta
seccionada.
Aquel idiota no pudo moverse después de que le inyectara batracotoxina,
el veneno animal más potente conocido, que era excretado por las ranas
dardo.
Cuando sometías al cuerpo humano a un chute, le jodía de manera
irreversible los nervios, los músculos y las membranas, llevando a la
víctima a una parálisis total que culminaba con una insuficiencia cardíaca.
La naturaleza era tan sabia, celebré dando una vuelta sobre mí mismo.
Contoneé las caderas y admiré el resultado que, para muchos, rozaría lo
esperpéntico.
El alma se escapa por este agujero que se abre.
Este mundo es mío para tomarlo, háganme el rey.
A medida que avanzamos hacia un nuevo orden mundial.
Una vida normal es aburrida, pero el estrellato,
cada vez más cerca de la vida póstuma, solo se hace más dura.
En la pantalla del ordenador tenía la imagen congelada que podría
revelarle a Ares quién entró por aquella ventana que dejó entreabierta.
Para los policías que inspeccionaron las imágenes, podría tratarse de
cualquiera, pero él me conocía demasiado, notaría ese deje que tenía al
andar que descompensaba mis hombros y comprendería de inmediato quién
estaba detrás de la muerte de Omar.
Le advertí que no la metiera, que no añadiera a nadie en el equipo, que
no mezclara a Zuhara en nuestros asuntos, pero, claro, por la polla muere el
pez.
¿Por qué a todos les costaba tanto obedecer?
Yo, que fui el único que se preocupó por él y por Apolo. Creí que Ares
era distinto, que no tenía nada que ver con el traidor de su hermano, que le
bastaba lo que teníamos.
Nos llevábamos bien, éramos la comunión perfecta. Familia. Él con sus
amantes y yo con los míos. Lo que quería de Ares nunca fue lo mismo que
con Apolo. A él lo amaba, le di todo mi amor, ¿y cómo me lo pagó?
El timbre sonó.
Justo a tiempo, la ración de boca que necesitaba.
Abrí la puerta sin pudor.
A Eros no le escandalizaban mis excentricidades, era el puto perfecto,
como a mí me gustaba, rubio como un querubín, de ojos enormes y azules.
Se parecía tanto a él…
Suspiré para mis adentros cuando sus dedos largos buscaron mi nuca y
me besó.
Sin preguntas, sin reservas, justo como debía ser.
Saliva, sangre y deseo. El mío por él.
Nunca hablábamos demasiado, sabía que no quería preguntas, solo
tenerlo de rodillas, igual que hacía con Apolo. Que separara los labios
gruesos y me acogiera con su boca perfecta en forma de corazón.
Me despegué de sus labios y le susurré al oído.
—Métete una raya, la tengo lista para ti.
Disfruté al ver su boca, parecía que alguien lo hubiera besado con los
labios tintados de carmín barato. El rojo amarronado se emborronaba
corrido sobre su piel sin mácula.
Eros se acercó a la mesilla y se metió el tiro de una. Polvo rosa, como a
él le gustaba.
—Buen chico —murmuré, aproximándome por detrás para meter los
dedos en su cabellera.
Debía rondar los veintiuno. Nos conocimos en una sauna para gais. En
cuanto le vi, siendo sodomizado por aquel búlgaro enorme, con su cara
angelical enfocando hacia mí, supe que estaba hecho para mi placer, como
Apolo en sus inicios.
Era tan fácil para mí manejarlo, lo comprendía tan bien, éramos seres
distintos que no encajaban en una sociedad en la que lo raro es lo malo.
Éramos como Esmeralda y el Jorobado de Notre Dame, una estigmatizada
por gitana y el otro por deforme. Dos almas afines destinadas a conectar
hasta que lo estropeó todo. Yo que había querido poner el mundo a sus pies,
que había matado por él.
Eros se dio la vuelta y me sonrió.
No era su nombre, me importaba poco cuál fuera, se hacía llamar así por
su belleza y su necesidad de dar amor a cambio de la suma pactada.
—De rodillas y abre bien la boca —le ordené.
Llevaba la camiseta de rayas que tanto me gustaba, no quería que se la
quitara.
Me miró a los ojos y desplazó su mano sobre mi torso salpicado de vello
oscuro y sangre seca.
—Me gustan los dibujos que te has pintado hoy —murmuró, pasando la
lengua por ellos hasta toparse con mi polla flácida. Se la metió en la boca
sin reservas y yo gemí en cuanto se puso a mamar.
Hundí los dedos en el cuero cabelludo y él en mis nalgas.
«¿Por qué tuviste que traicionarme, Apolo?», canturreé para mis adentros
mientras movía las caderas y la sangre bajaba a mi entrepierna.
El día que murió fue el mismo en que Ares y yo fuimos a por él.
Los dos estábamos entusiasmados, él porque volvía a casa su hermano, y
yo porque volvería a ver al amor de mi vida.
Nos complementábamos tanto, lo deseaba tanto, que cada día sin él había
sido un maldito infierno lleno de desesperación.
Fuimos hasta la clínica en la que mi hermano lo había encerrado, la
misma en la que yo estuve algunos años, en mi juventud, hasta que dieron
con la medicación adecuada para que controlara lo que ellos llamaban
psicosis.
Era un lugar distinto a cualquier otro. Allí ocurrían cosas que escapaban
al control de la mayoría, todo era posible a golpe de talonario.
Tenían tres ramas, una dedicada a la salud mental, otra a los embarazos y
la última, la más delicada, al trasplante de órganos.
En aquel lugar tenían un ala que los empleados llamaban la granja. Los
ricos y poderosos tenían a chicas encerradas para que parieran a sus bebés a
la carta. Algunos de los trabajadores mantenían relaciones con ellas, incluso
el director. Eran auténticas preciosidades que se sentían muy solas y
vulnerables.
La zona de los trasplantes era la más hermética. Los órganos eran
comprados en el mercado negro u obtenidos de las maneras más creativas,
poco ortodoxas, sin permiso y sin preguntas. ¿A quién le importaba que
muriera un pobre diablo de la calle mientras viviera un senador?
Le pedí a Ares que me esperara en el jardín, hacía un día precioso y no
podíamos subir los dos a buscarlo. Además, yo tenía que firmar el papeleo,
mi hermano lo había dejado todo arreglado.
Le pedí a la chica de recepción que no le dijera nada a Apolo, quería
sorprenderlo, que nos dejaran unos minutos a solas antes de bajar.
No había conseguido la piedra que nos daría la libertad, pero seguiría
buscándola cuando se calmaran las aguas.
Solo quería irme bien lejos con él, a un lugar en el que no importara
nuestra mente, solo nuestro corazón.
La enfermera parloteaba comentándome que estaba mucho más
tranquilo, que habían dado con la medicación adecuada y blablablá. Como
si a mí me importara. Yo amaba al Apolo genuino, no al lobotomizado.
El que se empeñaba en mantener a todo el mundo bajo control era Scott,
no yo. Lo odiaba profundamente, desde pequeños, él estaba hecho a la
imagen y semejanza de mi padre, mientras que yo… había heredado las
taras maternales.
Hice a un lado el pensamiento, ese no era día de recrearme en mi
hermano.
Subí las enormes escaleras de mármol de dos en dos, no quería esperar al
ascensor. Recorrí el largo pasillo hasta el fondo, donde estaba ubicada su
habitación, al lado de la escalera de emergencia que llevaba a la azotea.
Me planté en la puerta con el corazón acelerado, imaginando la alegría
que sentiría, seguro que me abrazaría y hundiría su lengua caliente en mi
boca.
Al pensarlo, se me puso dura.
Oí un ruido al otro lado de la puerta, un sonido bronco que me hizo
arrugar el ceño. Puse la mano en la manija y la desplacé con sumo cuidado.
Lo que encontré me dejó impactado.
Apolo, mi Apolo, estaba desnudo de cintura para abajo, con la sudadera
subida a la altura del pecho y los pantalones de chándal bajados hasta los
tobillos, junto con los calzoncillos. Su abdomen se apoyaba contra el
colchón y se aferraba a la colcha con fuerza llenando el espacio de jadeos.
Mi estómago dio una voltereta al ver a un chico delgado, de su misma
edad, agarrándolo de las caderas y arremetiendo como una bestia.
Introduciéndose en aquel lugar cálido y acogedor que solo había sido mío
hasta entonces.
¡No tenía derecho!
Lo vi todo rojo, negro, mi mundo perdió el color, y el monstruo que
habitaba en mi interior despertó como nunca.
No lo pensé, agarré la silla de madera que había en el escritorio, la alcé y
golpeé la cabeza con todas mis fuerzas.
El chico salió despedido e impactó contra la mesa sin que lo pudiera
evitar. Tampoco lo habría hecho.
Cayó al suelo con un golpe sordo y me puse a patearlo con la rabia de la
traición.
Apolo se dio la vuelta, miró a su amante ensangrentado, tenía una brecha
fruto del impacto que le di, y después a mí. No había amor en aquellos ojos
que siempre me contemplaron con adoración, que se llenaban de placer en
nuestros encuentros. Solo horror.
—¡¿Qué has hecho?! —vociferó.
—¡¿Yo?! ¡¿Qué estabas haciendo tú?! Dime que te estaba forzando,
dime… —la sugerencia murió en mi boca al verlo arrodillarse.
—Jackson, Jackson… —Lo zarandeó, el chico no se movía. Ver su
erección me asqueó—. Mierda, ¡sufre del corazón! ¡Ayúdame!
—¿Que te ayude? ¡Me importa una mierda si se muere o no! ¡Eres mío!
¿Me oyes? ¡Mío! —intenté alzarlo.
Apolo era mucho más corpulento que yo, me sacaba una cabeza, y donde
él tenía músculo, yo tenía grasa. Se puso en pie subiéndose los pantalones.
—¡Lo nuestro se ha terminado! ¡Estoy enamorado de él! —espetó
apartándome.
—¡Tú solo puedes estar enamorado de mí!
—Eso no era amor, ahora lo sé. —Su confesión me horrorizó.
—¡Lo mataré! —dije, intentando coger de nuevo la silla.
—¡No!
Apolo se arrojó contra mí y me golpeó. ¡Me golpeó! Una, dos veces,
tres… Estaba ido, eché a correr hacia la puerta.
—Si no eres mío, no serás de él, haré que Scott te mande a un lugar
remoto del planeta. ¡Enfermeros! ¡Mi sobrino se ha vuelto locooo! ¡Le ha
dado un brote psicótico! ¡Ha golpeado a Jackson! —vociferé, saliendo de
la habitación.
—¡Nooo! —rugió Apolo, quien salió en pos de mí—. ¡No me vas a
separar de él, te mataré! —bramó.
Lo que tenía más cerca era la salida de emergencia, así que ni me lo
pensé, los enfermeros vendrían a por él. Conociendo el protocolo, le
inyectarían cualquier cosa para que se calmara. Lo que no esperaba era
que no nos escucharan. Apolo se puso a correr como un loco y venía a por
mí.
El cielo se había vuelto plomizo, no quedaba nada de azul y comenzaba
a chispear. Vi a Ares desde abajo y grité.
—¡Llama a los enfermeros, tu hermano se ha vuelto loco, casi mata a un
chico y ahora quiere matarme a mí, tiene un brote psicótico!
Ares alzó la mirada asustado justo en el momento en el que Apolo
emergía bramando un «Te mataré».
Su hermano ni se lo pensó, en lugar de llamar a alguien, se puso a
escalar por una de las bajantes para alcanzar a su hermano.
—¡Apolo! ¡Apolo, escúchame!
«¡Mierda, joder!».
Él no escuchaba, estaba demasiado excitado, la sangre manchaba su
sudadera de cuando se arrodilló para socorrer a su amante.
Intenté avanzar, la zona de terraza se había acabado y solo quedaba
cornisa. Era muy fina y las pequeñas gotas la volvían resbaladiza. Un mal
paso y caería al vacío.
—¡Ven aquí! ¡No huyas, cobarde! ¡No lo vas a conseguir! ¡No hay lugar
para huir! —ladró desencajado.
Algunos de los pacientes habían salido al jardín, daban palmas y
gritaban. Fue entonces cuando alguien dio la voz de alarma.
—¡Apolo! —Ares había llegado casi arriba del todo.
—¡Rápido, Ares! —lo espoleé, temiendo por mi vida.
—Ey, ey, escúchame —musitó antes de ponerse a tararear la canción que
utilizaba de pequeño para calmarlo. Apolo no escuchaba, nada funcionaba.
No me quedaban más metros por recorrer. Estaba sudando y el agua
comenzaba a calarme.
—Ares, por favor —supliqué.
—Apolo, déjalo, ¿me oyes? ¡Es Becks!
—¡Es un hijo de puta! ¡Va a pagar! ¡No lo va a conseguir! ¡Lo mataré!
Vi terror en los ojos de Ares, con muchísima agilidad recorrió el tramo
que lo distanciaba de Apolo, siempre fue mucho más rápido, alargó el
brazo para frenar su avance y consiguió agarrar la capucha.
Su hermano trastabilló, no fue fruto del tirón, más bien de la lluvia y que
colocó mal el pie. Un trozo de cornisa se desprendió, Apolo perdió el
equilibrio, hizo un aspaviento para poder agarrarse a la mano que su
hermano le tendía, pero solo logró rozarle la yema de los dedos.
Cayó al vacío sin que Ares pudiera hacer nada por atraparlo. Su cabeza
impactó contra una de las rocas decorativas y el blanco se tiñó de rojo.
Estallé sobre la lengua de Eros con un grito desgarrador, el mismo que
rebotó en mi garganta, y en la de Ares, fruto del dolor, solo que en ese
momento era de placer.
CAPÍTULO 66

Ares

L
lamé a Beckett después de comer con Zuhara, me dijo que estaba
hecho polvo, que había ido a su piso a descansar un rato y que después
volvería a la Guarida a seguir trabajando.
No podía pedirle más. Le sugerí que se tomara el día libre, demasiado
había hecho ya. Le prometí que lo ayudaría y así recuperaríamos el tiempo
perdido.
Conduje hasta el Bronx y compré un móvil desechable, de los que no
usan GPS, y una tarjeta que no requería de mi identificación, en un local
donde solían venderlos. Llamé a la policía, los avisé sobre ruidos extraños
en el local de Reynolds. No pensaba dejarlo ahí hasta que el mal olor, fruto
de la descomposición del cuerpo, alertara a los vecinos.
Sabía que la policía no podría sacar nada de sus archivos. Tenía un
programa de seguridad de última generación que, si intentaban conectar
algún dispositivo para averiguar la clave, todo se descomponía con un
autovirus. Los archivos se corromperían y nada, ni nadie, sería capaz de
extraer una sola mota de polvo.
Una vez en el ático, Zuhara se dirigió a la zona del despacho, y yo me
apoyé contra el respaldo del sofá. Me gustaba que se moviera por el piso
con total comodidad.
Alargó la mano hacia la estantería y extrajo la imagen de Apolo y yo de
pequeños.
—Háblame de él —pidió con ella entre los dedos.
—¿Qué quieres que te cuente? —Se encogió de hombros, rodeó la mesa
para deshacer el camino hecho y plantarse frente a mí.
—Lo que quieras contarme estará bien.
Eso no era una respuesta, sobre todo, porque sabía lo que quería, lo
mismo que yo le había pedido en el restaurante. Yo quise saber sobre el día
del asesinato de su padre y ella del día que yo terminé con la vida de mi
hermano.
Era justo. Demasiado había tardado teniendo en cuenta que le dije que yo
lo maté.
—Tuvo un brote psicótico la mañana que Beckett y yo fuimos a buscarlo
para que volviera a casa unos días. El médico comentó que el tratamiento
estaba yendo bastante bien y le dieron permiso para pasar el fin de semana
en casa.
»Tanto Beckett como yo estábamos muy ilusionados. No podíamos ir a
por él los dos, por lo que yo me quedé fuera, en el jardín, mientras él subía
a buscarlo.
Zuhara no preguntaba, solo me miraba, me tomó de la mano y yo respiré
con fuerza.
—Se descontroló. Beckett escuchó ruidos en su habitación y entró. Mi
hermano atacó a un chico que estaba con él, le estrelló la silla del escritorio
en la cabeza y casi se desnucó al caer contra una mesa.
—¡Dios mío!
—Los médicos ya nos habían advertido de que su trastorno podía darle
arranques de violencia física contra objetos o personas, pero también nos
dijeron que estaba mejor.
—Lo siento muchísimo, Ares —murmuró, apretándome los dedos, y yo
seguí hablando porque no había terminado mi confesión. La que me
torturaba días y noches, la que me hizo tener impulsos suicidas y ganas de
saltar por la ventana para reunirme con él, aunque nunca lo hice.
—Beckett quiso frenarlo, Apolo pateaba al chico y él se interpuso para
que lo dejara. También lo golpeó, había perdido el control de tal forma que
quiso matarlo. Beckett gritó a los enfermeros, pero Apolo era un toro, no
podía quedarse en la habitación, subió por las escaleras de emergencia y
desde allí me gritó para que llamara a alguien, pero yo, en lugar de hacer
eso, al ver a Apolo ido, me puse a trepar creyendo que podría calmarlo,
como siempre ocurría.
»Nunca lo había visto así. Te juro que intenté serenarlo, nada funcionaba,
estaba fuera de sí.
»Beckett estaba aterrado y yo… —se me quebró un poco la voz—. No
podía dejar que lo dañara, quería matarlo, lo amenazaba. Pude alcanzar la
capucha de su sudadera para frenarlo, estaba lloviendo, pisó mal y cayó al
vacío. Intenté cogerlo al vuelo, pero no fui capaz. Años de entrenamiento
para convertirme en alguien hábil y fuerte y no pude salvar a mi hermano.
»Se abrió la cabeza contra una roca, los médicos intentaron mantenerlo
con vida, pero terminó muriendo.
—¡Oh, Ares! —Sus brazos me envolvieron y se apretó contra mí—. Lo
siento tanto.
La creía, por supuesto que lo hacía, aunque no comprendía porqué me
abrazaba en lugar de apartarse del asco.
—Soy un maldito asesino. Si Scott no lo hubiera mandado a esa clínica,
estoy seguro de que las cosas habrían sido distintas.
—No digas eso, tú no lo mataste, fue un accidente, tú mismo acabas de
decir que estaba fuera de control y que amenazaba a tu amigo, no tenías la
intención de tirarlo, solo de frenarlo. Y no quiero que me malinterpretes,
pero si tu hermano estaba tan mal, seguro que habría terminado haciendo lo
mismo en vuestra casa, no creo que la intención de Scott fuera dañarlo al
enviarlo a un lugar en el que lo atendieran profesionales. Tú eras su
hermano, no su terapeuta, te dieron una responsabilidad que no te
pertenecía.
—Pero ¡entre los dos lo matamos!
—Tú solo lo quisiste, lo cuidaste, te preocupaste por él. Nunca lo
hubieras empujado. Apolo estaba enfermo, perdió la noción de la realidad.
Si no lo hubieras agarrado, quizá habría avanzado lo suficiente como para
tirar a Beckett al vacío y no te lo hubieras perdonado, te sentirías igual de
mal. Hay veces que las consecuencias de nuestros actos ni son buenas ni
son malas, son las que son.
»Tú querías ayudarlos a ambos, porque eres generoso y porque te
preocupas por todo aquel al que decides dejar entrar en tu mundo. Puede
que me confundiera contigo al principio, pero ahora estoy segura de lo que
veo cuando te miro, y te aseguro que no es a un asesino.
Apoyó la barbilla contra mi esternón.
—Pues deberías. —Ella negó. No había un ápice de miedo o asco en su
mirada. Aquellos círculos dorados brillaban al contemplarme.
—Pregúntame qué veo.
Me daba miedo la respuesta, sin embargo, la hice.
—¿Qué ves? —cuestioné con prudencia. Ella suspiró.
—A alguien que me gustaría conservar en mi vida porque es más valioso
que cualquier gema que exista, y no lo digo para quedar bien. —Sus
palabras me calentaron por dentro—. Tu apariencia nada tiene que ver con
el ser que habita en tu interior. Eres inteligente, generoso, fuerte,
concienzudo, amable, paciente, bastante sincero, cuando no tienes que
ocultar cosas. E incluso diría que benevolente, si tenemos en cuenta tu
reacción cuando te enteraste de que había entrado en tu ático y que te estuve
espiando a través de las cámaras.
—¿Hablas de mí, o de Santa Teresa de Calcuta? Porque te recuerdo que
te puse de rodillas.
—Te aseguro que, con Santa Teresa, no me habría tocado con su vídeo,
habría tenido pensamientos impuros, ni habría hecho cosas guarras, por
muchas virtudes que compartáis. Además, tú eres jodidamente sexy y me
encanta cómo le sienta tu polla a mi boca.
Dios, ¡cómo adoraba su boca sucia!
Zuhara tenía la virtud de ponerme cachondo y sacarme de la apatía con
cuatro palabras.
—¿En serio? Porque a ella le encanta tu boca —murmuré, llevando el
pulgar a su labio inferior y la otra mano a su culo.
Las pupilas de Zuhara se dilataron, succionó mi dedo, que debía estar
conectado a mi entrepierna por la reacción que desencadenó.
Ella dejó la foto en el respaldo del sofá y sus dedos se pusieron en acción
para sacar los botones de mi camisa de cada ojal. La abrió sin reservas y
pasó la lengua con total descaro por mi torso.
Un sonido gutural rebotó en el cielo de mi boca.
—No todo son virtudes, también tienes vicios ocultos.
—Oh, sí, nena, cuando se trata de ti, mis vicios son de lo más ocultos,
aunque sabes cómo hacerlos aflorar.
—No destacas por ser casto —murmuró, alcanzando la hebilla del
cinturón para desabrocharlo—. Ni sencillo —se deshizo de él y mordisqueó
la piel que quedaba sobre la goma del bóxer—, ni abnegado… —Llevó mi
calzoncillo, junto con el pantalón, al nivel del suelo para pasear su lengua
descarada por mi polla erecta. La recorrió hasta la zona del glande, que ya
lloraba de la emoción.
—Puedo ser muy abnegado en lo que a tu coño respecta. Ahora mismo
podría renunciar a esa mamada providencial que promete tu mirada si me lo
pones en la boca. Soy muy sacrificado en lo que respecta a tus orgasmos.
—No lo pongo en duda, salvo que yo tampoco soy todo virtudes, y
cuando se trata de esto —saboreó la humedad—, me vuelvo egoísta y
avariciosa.
La agarró y succionó con fuerza, después me hundió en su boca y mis
dedos se aferraron con fuerza al tejido del sofá.
Me gustaba contemplar cómo se hundía contra mi entrepierna, perder mi
largura entre sus labios receptivos. Observé la melena oscura acariciando
mis muslos mientras la mano femenina acompasaba el movimiento hasta la
base de mi pubis.
Jadeé y la dejé tomarme a voluntad llevando mis dedos a las hebras
oscuras por el simple placer de sentirla.
Zuhara me hacía desearlo todo, me hacía soñar con poder compartir algo
así con alguien, por primera vez en mi vida. Si seguía sorbiéndome con
tanto entusiasmo, me correría. La alcé para besarla a la par que me
desprendía de los zapatos y la ropa a base de puntapiés, y cuando estuve
listo, la llevé contra la ventana para bajarle las bragas y comerla justo como
me apetecía, con glotonería, con su sabor estallando en cada una de mis
papilas.
—Ares —gimió. La falda del vestido estaba elevada hasta su cintura. El
trasero redondo se aplastaba en el frío cristal.
Ascendí y saqué sus pechos del escote para lamerlos, succionarlos,
mientras nuestras manos buscaban el sexo del otro para acariciarlo.
Metí mis dedos en su interior y ella friccionó mi grosor con entusiasmo.
Sabía cómo tocarme a la perfección para desatarme por completo.
Abandoné sus pechos para besarla, para saborearnos el uno en la lengua
del otro sin dejar de rozarnos.
Me excitaba demasiado, su piel, su contacto, sus sonidos de placer
envolviendo los míos.
Le di la vuelta, la aplasté.
—¿Recuerdas lo que te dije hace unos días aquí? —Ella asintió y yo se la
metí.
Me gustaba follarla así, con los edificios enmarcando cada acometida.
Quería que comprendiera que siempre sería así, que pondría aquella maldita
ciudad a sus pies para que caminara sobre ella. Convertiría Nueva York en
una maldita alfombra.
Llevé mi mano derecha a la parte delantera de su cuerpo para colarla
entre sus muslos. Me encontré con su clítoris henchido, deseoso de más.
El cristal se llenó del vaho, haciendo eco de nuestros jadeos.
Mis acometidas se tornaron cada vez más violentas, me gustaba cómo se
ceñía a mi alrededor como una maldita funda de cuero y ambición líquida.
—Podría acostumbrarme a tenerte así —gruñí en su oído.
—Creo que yo también.
No necesitaba declaraciones pastelosas, ni planes de futuro que
incluyeran una casita baja en una zona residencial, solo intenciones claras y
la posibilidad de tener a Zuhara en mi vida.
—Si fuéramos una peli de Pixar, te pediría que me follaras hasta el
infinito y más allá —gimió, llevando su mano a mi nuca—. Estos polvos
son demasiado épicos para querer renunciar.
¿Era posible reírse y correrse al mismo tiempo?
Ya te digo yo que sí.
Estallé en su interior con aquel hormigueo cosquilleando en mi pecho y
seguí estimulándola hasta que noté las contracciones de su propio orgasmo.
Zuhara gritó mi nombre y supe que no quería que gritara ningún otro.
«Yo iba a ser su infinito y más allá».
CAPÍTULO 67

Zuhara

C
enar con maman y Duncan me tenía de los nervios, y eso que había
sido idea mía.
Tampoco ayudaba lo sucedido en mi apartamento, intentaba no
pensar, gracias a Ares estaba lo suficientemente entretenida para no darle
vueltas todo el tiempo.
Tras nuestro polvo épico en el salón, nos tumbamos desnudos en el sofá,
abrazados, con mi barbilla apoyada en su pecho y las yemas de sus dedos
dando largas pasadas a mi pelo.
Hablamos de cosas banales, de todo y de nada al mismo tiempo, reímos,
tonteamos, bromeamos y soltamos muchísimas gilipolleces porque, cuando
estás bien con alguien, a veces no necesitas nada más que ser tú mismo.
Acepté su petición de darnos una ducha larga en su habitación. Disfruté
del placer de enjabonar y ser enjabonada, de besar y ser besada, de jadear y
que él me jadeara. Dicen que en los inicios no puedes quitarle las manos de
encima a la otra persona, y daba buena fe de ello, me sentía incapaz de
apartar las mías de Ares.
Quizá porque intuía que el tiempo corría en nuestra contra, quizá porque
la vida me había enseñado demasiado pronto que cuando crees poder llegar
a acariciar la felicidad, esta se termina incluso antes de que la hayas podido
saborear.
Nuestro tiempo juntos estaba marcado por la obtención del material para
replicar las últimas piezas del TOP5 y descubrir al asesino de mi padre,
después solo quedaba incertidumbre.
¿Querría Ares seguir viéndome? ¿Era compatible su vida con la mía? ¿Y
si el acosador de las canicas daba conmigo antes de que lo atrapáramos?
Estábamos llegando a casa de mi madre cuando Ares comentó que
después de cenar tendría que ir a ayudar a Beckett con las joyas. Se me
erizó la piel de los brazos al imaginarme sola en su ático y tuve la necesidad
de echar la mano al bolso para buscar mi refugio de cristal.
—¿Te importa si llamo a Brenda para que esté conmigo en tu piso? —
pregunté, intentando encontrar las canicas.
¿Dónde demonios las había dejado? Él vio el movimiento de mi mano
por el rabillo del ojo. No hizo falta que dijera más para que se diera cuenta
de que estaba asustada ante la posibilidad de quedarme a solas.
—No me importa, pero no hará falta —susurró suave—, vendrás
conmigo.
Detuve la búsqueda de inmediato.
—¿Cómo dices? —Puso la mano sobre mi muslo y lo acarició.
—Sé cómo te sientes. Y yo tampoco me quedaría tranquilo de no estar
contigo.
—¿Quieres que os ayude? Pensé que no querías que pisara tu lugar
secreto de trabajo.
Mordí mi labio inferior, él curvó con suavidad la comisura izquierda de
su boca. La sugerencia que yo misma había hecho me llenó de esperanza.
Ares me había mantenido al margen del lugar que él llamaba la Guarida, y
que me quisiera en ella era otro paso importante hacia delante, o por lo
menos yo lo sentía así.
Puede que me estuviera ilusionando sin motivos.
—No hace falta que ayudes, me bastará con saber que duermes en mi
habitación y que estoy lo suficientemente cerca para poder estar
concentrado.
Acabábamos de aparcar junto a mi coche, así que acercó su boca a la mía
y me besó. Cada vez que lo hacía, me derretía más por dentro.
¿Cómo iba a renunciar a lo que me hacía sentir cuando todo terminara?
Deseché el pensamiento y me limité a sonreír.
—Aunque no lo creas, no se me da nada mal la joyería, y con unas
buenas indicaciones, te podría demostrar porqué fui la primera en todas las
asignaturas de mi promoción.
—Yo también te daría matrícula de honor en felación, perrito, misionero,
amazona y empotramiento contra el cristal. Me pone jodidamente cachondo
el imaginar a Nueva York mirándote las tetas mientras te doy por detrás. —
Sus palabras me encendieron, como siempre.
—Pues ahora tendrás que conformarte con una cena con mi madre, así
que rebaja el calentón —murmuré, pasando la palma por su bragueta.
Ares gruñó y mordió mi labio inferior. Le di un manotazo suave e
insistió en que esperara en el coche para abrirme la puerta.
Cuando llegamos al umbral de la casa de mi madre, maman y Duncan ya
nos aguardaban en él envueltos en sonrisas.
Los saludé y rápidamente comenté que nuestra intención era pasar a por
el coche.
Mi madre se aclaró la garganta, estaba arregladísima como para no estar
esperando visita e hizo un ademán cómplice en mi dirección como si se
tratara de una obra de teatro.
—Me alegro muchísimo de que hayáis venido hoy —comentó—, parece
que hayáis caído del cielo después de lo que nos ha pasado… Quedamos
con unos amigos para que vinieran a cenar y nos lo han anulado en el
último minuto, al parecer, se les ha puesto malito el perro. —Duncan
intentó no poner los ojos en blanco, aunque no le salió bien del todo—.
Sería una tragedia tener que desechar tanta comida con el hambre que hay
en el mundo. ¿Por qué no os quedáis a cenar? Si no tenéis otra reserva a la
que acudir, por supuesto.
Miré a Ares de soslayo, que se estaba mordiendo la sonrisa.
—No querríamos incomodar, querida Margot —intervino con suma
elegancia.
Si había algo que mi madre adoraba era a los hombres con saber estar, y
Ares lo desprendía a raudales.
—Vosotros no incomodaríais jamás, ¿verdad, Du? —Mi madre le palmeó
el brazo, y él asintió—. Qué tonta, ni siquiera os he presentado, Ares, él es
Duncan, mi pareja. Du, él es Ares, el novio de mi hija.
Carraspeé ante el título nobiliario que maman le había otorgado a mi…
lo que fuera, él no dijo nada, se limitó a estrecharle la mano a Duncan.
—Encantado, Margot me ha comentado que eres anticuario y especialista
en joyas con historia.
—Así es.
—Me parece de lo más interesante.
—Espero que no te moleste que le haya hablado de ti, es que he sido
incapaz de contenerme, estaba tan emocionada —musitó mi madre,
apretándole el brazo a Duncan.
—Imposible que me moleste algo de una mujer como tú. —Ella le
ofreció una risita coqueta.
—Hijo, no sabes lo que has hecho con tanta galantería, Margot no dejará
que te escapes con facilidad de nuestra compañía. Será mejor que aceptes la
invitación o no me va a perdonar nunca que haya sido capaz de no reteneros
hoy.
—Será un honor usurparles el lugar a vuestros amigos. No todos los días
surge la oportunidad de cenar con tan grata compañía. ¿Te importa que nos
quedemos, cariño? Ya sabes que yo también llevo muy mal lo de tirar
comida.
¿Maman acababa de suspirar? Por supuesto que lo había hecho.
Que se refiriera a mí con un término tan cariñoso hizo que tuviera que
sujetar con todas mis fuerzas a la tromba de mariposas que revoloteaban en
mis intestinos. ¡Traicioneras!
—Nada de tirar comida —aseveré.
Mi madre lo celebró al instante y Ares me llevó contra su cuerpo para
besarme la sien. ¿Por qué diablos tenía que sentirme tan bien?
Entramos hasta el salón.
Maman estaba encantada, y Duncan muy interesado en todo lo que Ares
le contaba. Los cuatro bebíamos una copa de vino que mi padrastro nos
ofreció.
Ares no iba de farol, sabía muchísimas cosas, se notaba que había
recibido una gran educación. Mi madre me llevó a un lado mientras ellos
debatían sobre un jarrón etrusco que Du trajo en uno de sus viajes.
—Ay, Zuhri, me encanta este hombre, ¿te lo he dicho ya? Me da igual
que no hayas traído a algún otro antes, porque este es el definitivo. ¿Has
visto cómo te mira? ¿Cómo te toca? —«Te escandalizarías si vieras cómo
me mira y me toca cuando estamos a solas»—. ¡Está enamorado de ti! Se le
nota muchísimo, y yo soy tan feliz. Mereces a alguien así en tu vida.
Además, la cajita de música que nos habéis traído es una pura maravilla.
Ares insistió en pasar por la tienda para llevarles un regalo.
Lo miré sonrojada, y él giró la cabeza como si me intuyera para
guiñarme un ojo. Quién habría dicho que fuera capaz de hacerme sentir así.
—Voy a infartar, te lo juro que ese hombre puede darme nietos solo con
la mirada.
—Ay, maman, ¡que perrera te ha dado con lo de los bebés! —Ella hizo
una mueca extraña—. ¿Qué ocurre?
—Nada, ma fille.
—No me digas que nada cuando se nota a la legua que sí pasa algo,
dímelo.
—No es nada.
—Deja que eso lo determine yo.
—Me hicieron unas pruebas a raíz del resfriado, y bueno…, encontraron
algo.
—¡¿Algo?! ¿Cómo que algo? Me estás asustando. Duncan —lo llamé, él
giró su rostro hacia mí—, ¿qué le han encontrado a mi madre y por qué no
me habéis dicho nada? —Me acerqué a Ares y a él. Maman me pisaba los
talones.
—Le dije a tu madre que te lo contara. Ella no quiso de ninguna de las
maneras hasta tener el resultado de la biopsia.
—¡¿Una biopsia?! —La sangre me abandonó la cara y sentí un ligero
mareo. Ares me sostuvo por la cintura—. ¡Maman! —proclamé ahogada.
—Lo ves, todo esto no era necesario, ¿para qué tienes que pasar un mal
rato? El médico dijo que casi seguro que el tumor es benigno, las analíticas
salieron bien, solo es por precaución. Es un sinsentido preocuparse por algo
que no es real.
—Te acaban de hacer una biopsia, ¿cómo me dices que no es real?
Mi madre me tomó del rostro.
—Estoy bien, Zuhri, de verdad. —Besó mi mejilla—. Y ahora vamos a
cenar, no quiero hablar de bobadas sin importancia. Cuando tenga los
resultados, volveremos a comer los cuatro y nos reiremos.
—No puedes estar diciéndolo en serio —musité.
—Ya lo creo que sí. No se puede vivir con miedo a lo que pueda venir,
todos moriremos algún día, pero te aseguro que todavía no ha llegado mi
momento, antes necesito que me deis un nieto con los ojos de este hombre.
—Maman.
—Yo no hablo de bebés y tú no hablas de enfermedades inexistentes.
Venga, a la mesa. —Ares presionó los dedos en mi cintura y me ayudó a
llegar a la silla. La apartó para que pudiera sentarme y mi madre lo
contempló embelesada.
Ni se me había pasado por la cabeza la posibilidad de perderla. Sentí un
vacío enorme en el pecho y me culpé por haber estado tan despegada en los
últimos años. Iba a ponerle solución y a pasar más tiempo con ella.
Ares no dejó de prodigarme caricias en el muslo cuando veía que me
venía abajo e intentaba llevar casi todo el peso de la conversación.
Traté de remontar y recordar lo que nos había llevado hasta allí.
Mi madre tenía un poco de razón, estar preocupada por el devenir solo
opacaba la realidad del momento y me impedía vivir el presente.
Después de que Duncan le preguntara a Ares cómo nos conocimos, lo
cual lo llevábamos bien estudiado, tocó devolverle la pregunta.
—Y vosotros, ¿cómo os conocisteis? —cuestionó, mirándolos a ambos
—. Si no es indiscreción.
—No lo es —respondió Duncan—, fue en una fiesta de empresa, el
primer año que Margot y su familia se mudaron a Estados Unidos. Siempre
damos una por Navidad para todos los empleados. Recuerdo que pensé que
era preciosa —la halagó besándole los nudillos—, aunque por aquel
entonces estaba casada.
Las mejillas de mi madre se encendieron y me miró de soslayo algo
incómoda.
—Aquella noche solo nos presentaron.
—Lo que no quita que me deslumbraras y pensara en lo afortunado que
era tu marido por tener a semejante mujer al lado. —Mi madre le ofreció
una sonrisa tímida, y él volvió a besarle los nudillos.
Ares los estaba analizando al dedillo y, por la respuesta que habían dado,
pensé en su teoría de los amantes.
—¿Y os seguisteis viendo a lo largo del tiempo? —me sorprendí
preguntando.
—Coincidíamos en algunos eventos de joyería a los que acudía tu padre,
si es a lo que te refieres —contestó maman acalorada—. Tú eras pequeña y
estabas con la baby sitter.
—Y el año en que papá murió, ¿os visteis más? —insistí.
Los dos se miraron y mi madre se puso rígida.
—¿Qué es lo que estás intentando preguntar? No me gusta nada cómo ha
sonado. —Se me había acelerado el pulso.
—Puede que no os dierais cuenta —arriesgué—, pero yo sabía que papá
y tú estabais atravesando una crisis, por pasar mucho tiempo fuera y el
problema que tuviste con los embarazos. Quizá necesitaste un hombro en el
que llorar, alguien que te diera el afecto que necesitabas.
Maman se envaró, arrojó la servilleta encima de la mesa y me miró
enfadada.
—No te consiento que sugieras lo que estás insinuando. Nunca le fui
infiel a tu padre, ni con Duncan, ni con ningún otro. Es cierto que no
llevábamos bien el vernos tan poco y que fue un mazazo que el médico
dijera que no podríamos tener más bebés, pero de ahí a lo que sugieres…
—Lo siento —murmuré—, me he pasado de la raya al presuponer algo
que no tiene ni pies ni cabeza.
—Sí, lo has hecho —aseveró molesta—. Yo adoraba a tu padre, lo quería
muchísimo y me costó un horror pasar página.
—Doy fe de ello —la apoyó Duncan—, me costó la vida que Margot se
fijara en mí del modo que pretendía, aunque jamás tiré la toalla porque
mujeres como vosotras hay muy pocas.
Me sentí fatal por haberlos acusado de algo que claramente nunca había
sucedido.
—Disculpadme, de verdad, ni siquiera sé por qué he dicho algo así.
El ambiente se había puesto tan tenso que, si no hubiera sido por el fuerte
estruendo que nos sorprendió a todos en el aparcamiento de la casa, la
velada habría terminado ahí.
CAPÍTULO 68

Ares

T
odos salimos precipitados para ver qué había causado el estruendo.
Un coche estaba estrellado contra el mío.
Duncan, que hasta el momento fue de lo más correcto, soltó una
palabrota seguida de una maldición acercándose al vehículo a toda prisa.
Margot se llevó las manos a la garganta.
—Ay, Dios mío, ¡no puede ser!
La puerta del conductor se abrió y un hombre con claros signos de
embriaguez cubierto de polvo blanco, fruto de la explosión del airbag, salió
trastabillando del interior.
La música tronaba y se mezclaba con la quietud de la noche.
—¡Qué cojones haces aquí, Jackson! —rugió Duncan, encaminándose a
él.
El tipo de camisa azul marino tenía el pelo como si se lo hubieran
espolvoreado con azúcar glass. Su ropa estaba arrugada y parte de la camisa
estaba fuera del pantalón. Su rostro demacrado era atractivo, y recordaba a
un Duncan mucho más joven al que no parecía haberle tratado muy bien la
vida.
Sus párpados estaban caídos, los globos oculares enrojecidos y la mirada
cargada de despotismo. Sonrió.
—Yo también me alegro de verte, papaíto… —rio pastoso. Le costaba
mantener el equilibrio—. He tenido algún problemilla con el aparcamiento,
esa mierda de deportivo que te has comprado para demostrar que todavía
puedes tirarte a una jovencita afortunada estaba ocupando mi plaza.
—¡Ese coche no es mío! —espetó Duncan, agarrando a su hijo por la
pechera—. Tú no tienes plaza, y ya sabes que llevo años con una mujer que
me hace muy feliz. Solo tenías que cumplir una maldita cosa, y era no
acercarte por aquí. Apestas a whisky barato.
—Y tú a snobismo rancio. —Espetó—. Sobre tu advertencia de no
acercarme a tu mundo ideal… —chasqueó la lengua—. Lo olvidé. ¿Quizá
porque nunca he entendido por qué no tengo derecho a venir a mi puta
casa? ¿Me lo puedes aclarar? —Sus ojos se desviaron hacia Zuhara y su
madre—. Ah, ya… —volvió a reír—. Porque te agenciaste a otra hijita más
de tu estilo para jugar a las casitas y a la familia feliz. Lo de tener un hijo
que goza de la vida y con problemas cardíacos no concuerda lo suficiente
en tu círculo exclusivo. ¡Pues te jodes! Porque yo fui lo único que fuiste
capaz de engendrar, esa nenita no es tuya. ¡Yo soy tu puto hijo!
—¡No sabes ni lo que dices! ¡He hecho todo lo que estaba en mi mano
para sacarte del pozo de mierda en el que nadas siempre! Llevo una fortuna
gastada en ti, he intentado salvarte por todos los medios, pero está claro que
no se puede ayudar a quien desprecia toda ayuda. Estoy cansado de remar a
contracorriente y que pongas en peligro el trasplante que recibiste.
—Oh, sí… Claro, te refieres a esta cosita que late aquí dentro y que me
compraste… ¡Ojalá no lo hubieras hecho! ¡Te odio por eso y siempre te
odiaré!
—¡Calla! No sabes ni lo que dices —comentó intranquilo, buscando
silenciarlo. Duncan seguía aferrado a su camisa.
—¡Suelta! —Jackson le dio un empujón que lo llevó a chocar contra el
vehículo estrellado y caminó hacia nosotros.
—Duncan, ¿estás bien? —pregunté, interponiéndome en el camino que
había tomado su hijo. No pensaba dejar que les hiciera algo a Zuhara o a su
madre.
Jackson me miró con las cejas alzadas, podía estar borracho, pero parecía
capaz de hilar bien los pensamientos.
Si algo había sacado en claro, mientras cenábamos, era que Duncan y
Margot no parecía que hubieran sido amantes, lo que no restaba
posibilidades a que él, cuyo interés había demostrado estar puesto en
Margot, planeara cargarse a su empleado para quedarse con la joven viuda.
La apoteósica entrada de Jackson dejó algo en claro, su comentario no
me había pasado desapercibido. El socio de Scott podría no ser el trigo
limpio que aparentaba. Su hijo acababa de soltar que papaíto Du le había
comprado un corazón y, por el nerviosismo que mostró su padre, dudaba de
que fueran calumnias infundadas.
Margot y Zuhara se abrazaban la una a la otra obviando el encontronazo
que tuvieron en la mesa.
—¿Y tú quién eres? —cuestionó Jackson, entrecruzando los pies para
mantener el equilibrio y no caer.
—¡Es el novio de Zuhara, el dueño del coche que vas a tener que pagar!
Siento muchísimo lo que ha pasado, te prometo que lo va a reparar —se
disculpó Duncan. Jackson rio despreocupado.
—Dirás que tú tendrás que reparar, no tengo ni un puto centavo que no
salga de tu bolsillo y dudo que eso vaya a cambiar. —Estrechó la mirada e
intentó focalizarla en mi rostro—. Me suena tu cara… ¿Nos conocemos de
algún centro?
—Ares no es asiduo a clínicas de desintoxicación como tú —comentó su
padre molesto.
—Ares… —canturreó, acercándose más a mí. Estiró los brazos y me
agarró de los hombros. Parpadeó como un búho y después perdió un poco el
color. Era imposible pasar por alto su aroma a destilería.
—Jackson, suéltalo.
Duncan avanzó. Yo no hice nada por apartarle las manos mientras él
escudriñaba mi rostro y sus neuronas conectaban.
—No-no puede ser —tartamudeó. Soltó uno de mis brazos y se sujetó el
pecho con fuerza.
—Ey, Jackson, mírame, ¿estás bien? —le pregunté. Él negó.
—Eres él…
—¿Él? —Estaba rígido, cada vez respiraba con mayor dificultad—.
Duncan, Margot, ¡llamad a un médico, creo que le está dando un infarto!
Ey, Jackson —repetí con suavidad. Volvió a negar incrédulo.
—No puede ser cierto… Eres el Ares de Apolo, tu hermano… Yo… —
Su rostro se contrajo en una mueca fantasmagórica y después se desmayó.
Mi corazón se puso a latir como un loco. ¿Acababa de mentar a mi
hermano?
Me agaché para intentar reanimarlo. Le tomé el pulso, no percibí latido
alguno. Tenía que estar en parada. ¿Qué me había querido decir?
Estaba intentando reanimarlo con todas mis fuerzas, tanto que me perdí
la cara de espanto que puso Duncan, que permanecía sin poder moverse.
CAPÍTULO 69

Ares

L
a ambulancia llegó lo suficientemente rápido.
Se llevaron a Jackson y, como era de esperar, Margot y Duncan lo
siguieron con su coche.
Yo no dejé de practicarle el masaje cardíaco hasta que llegaron los
paramédicos, quienes nos informaron de que si seguía con vida era gracias a
que no lo había abandonado en ningún momento.
No sabían si remontaría, era un paciente de riesgo por haber sido
trasplantado y tampoco tenían idea del motivo que había producido el
infarto, si era porque se había metido algo, o no tenía que ver, ya lo
determinarían las pruebas que le hicieran.
Seguía sin comprender por qué Jackson dijo lo que dijo justo antes de
infartar.
«El Ares de Apolo».
Lo había estado pensando mientras insuflaba aire en sus pulmones, lo
único que tenía sentido para mí era que él y mi hermano coincidieran en la
clínica el tiempo que Apolo estuvo ingresado.
Beckett me contó que la recomendación del lugar la sacó Scott de
Duncan, si su socio no sabía nada de nuestra existencia, era probable que lo
hubiera llevado al mismo sitio sin saber que Apolo estaba ingresado y que
ellos se conocieran allí. Era lo único que me cuadraba, tenía que ser eso.
Apolo siempre llevaba una tira de fotos nuestras que nos hicimos haciendo
el gilipollas en un fotomatón, una de las veces que salimos de fiesta. Pudo
enseñárselas y hablarle de mí, por eso me había podido reconocer.
Noté la mano de Zuhara acariciando mi espalda.
Había perdido la noción del espacio.
—Has estado increíble. Si no hubiese sido por ti… —musitó,
apoyándose en mí.
—¿Quieres que vayamos al hospital? —pregunté. Noté cómo negaba
contra mi espalda. Dio la vuelta y buscó un abrazo que, por supuesto, le
concedí.
—Mi madre me ha dicho que nos fuéramos tranquilos, ni siquiera saben
si van a entubarlo y meterlo en cuidados intensivos. No se puede hacer más
de lo que has hecho, ahora dependerá de los médicos y de si el corazón que
le pusieron aguanta.
—¿Lo conoces mucho?
—Qué va, Duncan nunca había querido que nos mezcláramos. Ni
siquiera nos ha presentado jamás. Jackson lleva años sin pisar Nueva York.
Duncan no suele hablar de su hijo con nadie, pero maman me contó que
siempre ha sufrido depresiones y que algo pasó con un chico con el que
salía que lo terminó de rematar. Para que después digan que no se puede
morir por amor. Jackson lleva años autodestruyéndose y mi madre piensa
que es por no poder estar con la persona que tanto amó.
—¿Cómo se llamaba el chico?
—Ni idea, ¿por? —Me encogí de hombros.
—Curiosidad.
—¿Te parece si vamos a echarle una mano a Beckett? Seguro que está
desbordado.
—Sí, estaría bien —admití.
Zuhara miró hacia mi coche destrozado.
—Siento mucho que Jackson te lo haya jodido.
—No pasa nada, los bienes materiales son reemplazables, las vidas
humanas no.
Sus ojos se llenaron de ternura y buscó mi boca para darme un beso
dulce.
—Eres tan sumamente especial, Ares Diamond.
—¿Por haberle hecho una RCP a tu hermanastro? —Movió la cabeza
negando.
—Por tratarlo bien cuando ni siquiera Duncan pudo lidiar con la
circunstancia.
—Que alguien esté enfermo no lo hace menos persona, ni menos
merecedor del trato que cualquiera querría recibir.
—¿Cómo voy a hacer para no desearte cuando dices cosas así? —Me
tomó la cara y volvió a besarme.
—Cuidado con lo que anhelas, ya sabes que yo soy muy de cumplir.
Ella rio y se separó de mí. Entrelazó su meñique al mío.
—Duncan se encargará de que tu coche quede impecable, eso te lo
aseguro. ¿Vamos en el mío? No es tan chulo, pero te lleva.
—Estoy seguro.
Zuhara se puso al volante, casi siempre era yo el que conducía, fue
extraño ir de copiloto. Si mi cabeza no siguiera dándole vueltas a lo
ocurrido, podría haber aprovechado para ponerla nerviosa. Me limité a
hundirme en el asiento y seguir con mis posibilidades locas.
La luna menguante nos ofrecía una sonrisa ladeada mientras Lana del
Rey cantaba Because of You y mi mente se disparaba llenándose de
posibilidades.
—A la izquierda —murmuré al llegar al desvío que daba a la Guarida.
—¿Pretendes que saltemos por un acantilado? Ni yo soy Thelma ni tú
tienes pinta de Louise.
—Déjame uno de tus vestidos y podría llegar a sorprenderte. —Zuhara
sonrió.
—Dudo que te cupiera, aunque sería divertido comprobarlo.
—Anda, payasa, hazme caso y gira ahí.
Obedeció y entonces se fijó en el estrecho sendero que daba a la puerta
del garaje, pintada en los mismos tonos que la pared de roca.
—¡Estaba camuflada! —proclamó cuando le di al botón y el portón
empezó a desplazarse.
—De eso se trata, de pasar inadvertido.
Las luces de neón rojas se encendieron indicando el camino. Zuhara alzó
las cejas y las comisuras de sus labios se dispararon.
—Ahora viene la parte en la que me dices que sí bebes sangre de
primogénitos, que eres un vampiro octogenario y desarrollaste una extraña
mutación genética a lo largo de los años y por eso no te afecta la luz del sol.
—Si tuviera que beber sangre, solo sería la tuya. Pisa el acelerador,
Buffy Cazavampiros.
Una vez dentro, Zuhara no pudo evitar hacer miles de comentarios de lo
más ocurrentes, que yo rematé con otros muy cerdos.
Alucinó con las espectaculares vistas sobre el agua y volvió a insistir en
que tenía un problema con la ausencia de color.
Su móvil sonó, era un mensaje de su madre diciéndole que ya habían
llegado al hospital, que me diera las gracias y me asegurara que Duncan se
haría cargo del coche.
—No pienso que Duncan y tu madre tuvieran una aventura
extraconyugal —dije para tranquilizarla—. Lo pienso de verdad.
—Gracias por decírmelo. ¿Vas a presentarme a Beckett?
—Si te dijera que no, ¿te ofenderías?
—Probablemente, aunque no te lo diría. ¿Tanto te avergüenzas de mí?
—Al contrario, no dejo de pensar qué has podido ver en mí para tener
algo conmigo.
—Sabes de sobra lo que pienso de ti, pero si todavía no eres capaz de
verlo, me ofrezco voluntaria para cambiarte los ojos, si es que te hace falta.
Busqué su boca y la besé con ímpetu, si no hubiera tenido que ponerme a
trabajar, la habría llevado a mi habitación para demostrarle lo mucho que
me gustaban sus palabras.
Le palmeé el trasero.
—Venga, vamos a ver al gruñón antes de que sea yo quien te clave la
estaca hasta que nos encuentre el amanecer.
—Eso suena muy tentador… —coqueteó—. ¿Dónde trabaja?
—En el sótano.
—Cómo no.
La guie por una puerta lateral que quedaba en el doble fondo del armario
y que solo se abría con mi retina o la de Becks.
—Este lugar parece sacado de una peli de Marvel.
—Por eso le pusimos la Guarida. Beckett insiste en que yo soy Bruce
Wayne.
—¿Y él es Robin?
—Más bien Alfred, pero no se lo digas, que se enfada, es un pelín
cascarrabias, aunque tarde o temprano se le pasa si le ofreces un té.
—Tomo nota.
Cuando llegamos abajo, los ojos de Zuhara se abrieron como platos y
soltó una exhalación.
—¡Dios! ¡Esto no es un sótano, es el sueño húmedo de cualquier experto
en joyería! Eso es una pulidora magnética de dos turbos, y esa una
impresora estereolitográfica, ¿es la máquina donde sacáis las piezas en 3D?
—Así es.
—Madre mía, creo que podría correrme solo jugando con ese equipo
para baños… ¿Y qué me dices de la zona de trabajo? Si Brenda viera esto,
perdería las bragas como yo.
Y yo reí por lo bajo, su entusiasmo era contagioso.
—Es bueno saberlo.
Seguí la dirección de sus ojos hasta que se topó con el cuerpo enjuto de
Beckett, abigarrado sobre el microscopio trinocular para ver la calidad de la
pieza que estaba trabajando. Como siempre, llevaba puestos sus enormes
cascos.
—¿Es el genio? —me preguntó exaltada.
—Ajá. Si se mosquea, no se lo tengas en cuenta, le prometí que nunca te
traería a nuestro lugar secreto.
—Ay Dios, me va a odiar.
—Puede que un poco, pero, como te he dicho, se le pasará.
—¿Prefieres que me vaya a la habitación? No querría poneros a malas
cuando tenéis tanto trabajo por delante.
—Si le importo, tendrá que acostumbrarse a ti y a que haya otra persona
que me importe además de él.
—¿Te importo? —preguntó con un suspiro esperanzador.
—¿No te has dado cuenta todavía?
—Tú también me importas a mí y no sé si te lo has planteado o no,
pero… No quiero dejar de verte. —Lo dijo con la boca pequeña y el cuerpo
agarrotado. Del mismo modo que haría un niño llevando un suspenso a
casa, salvo que, para mí, su declaración era una matrícula de honor en toda
regla—. Me-me refiero a cuando esto termine, a cuando hayas jodido a
Scott y atrapemos al cabrón que mató a mi padre.
Le sonreí. ¿Era posible estar más feliz? Porque en ese instante lo dudaba.
—¿Qué te hace pensar que ibas a dejar de verme?
—Bueno, supuse que igual querías seguir con tu vida, sin mí —
puntualizó.
—Creo que ya no hay vida sin ti que merezca la pena. —Los ojos le
brillaron—. ¿Te parece demasiado intenso?
—Me parece demasiado perfecto.
La besé con todas las ganas y la emoción que sentía.
No era un te quiero, pero estaba convencido de que a la larga lo
terminaría diciendo. Deseaba todo lo que Zuhara me aportaba, si había una
posibilidad, por minúscula que fuera, de que ella quisiera estar a mi lado, no
iba a renunciar.
Quería ser y estar con ella.
Nuestro beso terminó cuando escuchamos unas palmadas y los ojos de
Beckett nos barrieron por completo.
Se puso en pie sin un ápice de humor y supe de inmediato que no sería
fácil calmarlo.
—Bienvenidos, tortolitos. ¿Esta es tu idea de ayudarme con el trabajo?
Porque difiere bastante de la mía, la verdad.
—No te mosquees, Becks. Tenía que traerla después de lo que ha
ocurrido con Reynolds.
—¿Te refieres a que he tenido que ocuparme del muerto mientras tú te
has hinchado a follar? Imagino que se lo habrás contado ya. —Asentí y él
desvió la vista sobre Zuhara—. No te ofendas, es que le encanta meterla en
caliente.
—No lo hago, a mí también me encanta que me la meta. —Fui incapaz
de controlar la carcajada y Beckett nos miró mal a ambos. Me encantó que
no se amilanara—. Lamento si mi presencia te genera incomodidad, pero te
aseguro que mi única intención es ayudar.
—Por supuesto, sobre todo, si se trata de ayudarlo a eyacular, ¿no?
—Becks… —Lo frené.
—¡¿Qué?! ¡Me has dejado con el trabajo sucio mientras tú estabas entre
las sábanas y después jugando a la pareja feliz!
—Lo siento, teníamos que averiguar si Duncan y Margot estaban detrás
de la muerte de su padre, por eso fuimos a su casa a cenar.
—¿Y? —me espoleó.
—Pues que no creo que su madre tuviera nada que ver.
—¿Y Duncan sí? —preguntó.
Tuve que enfrentarme al escrutinio de Zuhara, no quería tener que sacar
un tema tan sensible así.
—¿Qué os parece a los dos si preparo té y café y charlamos en la cocina?
—¿Piensas que mi padrastro pudo tener algo que ver?
Quizá se lo tendría que haber dicho en el coche en lugar de en ese
momento en un ambiente hostil.
—Pienso que puede estar ocultándonos cosas, pero no estoy seguro de si
es la muerte de tu padre, necesito cruzar datos.
—¿Y por qué piensas eso?
Beckett y sus preguntas.
—Ahora te lo cuento, por cierto, aunque ya sepáis quien es cada uno…
Zuhara, él es el hombre al que se lo debo todo. Beckett, ella es la mujer de
la que no me quiero desprender. Me encantaría si pudiéramos hacer un
esfuerzo y que descubrierais por qué los dos sois importantes para mí.
—Encantada —musitó Zuhara afable.
Él se limitó a recolocarse las gafas y hacer un gesto con la barbilla.
—El Peackok Brooch está terminado y he comenzado con el Pink Star.
La piedra central del anillo que te vendieron los birmanos está muy lograda.
—Me alegra oírlo.
Dejó la gema sintética a la que hacía referencia en el microscopio y subió
las escaleras que lo separaban de nosotros con el ceño fruncido. Se plantó
delante de Zuhara para mirarla a los ojos.
—¿Cocina molecular, o hamburguesa con queso? —inquirió muy serio.
—La cocina molecular no está mal, pero donde esté una buena
hamburguesa con queso, con extra de beicon, cebolla crujiente y pepinillos,
que se quite lo demás. —Beckett alzó las cejas—. ¿He pasado el examen?
—Puede que resulte que tengas buen gusto culinario, pero te informo de
que tu criterio para escoger amante es pésimo. Este capullo será tu final.
—En eso te doy la razón —comenté, envolviendo a mi chica entre mis
brazos—, porque no pienso dejar que salga con ningún tío más.
Hecha mi declaración de intenciones, fuimos directos a la cocina.
CAPÍTULO 70

Zuhara

N
o le gustaba.
Esas cosas se notaban, y por mucho que me empeñara en caerle
bien a Beckett, porque entendía que para Ares fuera importante, él se
mostraba reticente a mi presencia.
Daba igual que fingiera interés por lo que le estábamos explicando, su
mirada era huidiza, fría e interrogante.
La sensación de malestar, de desconfianza, me envolvía como una bruma
intensa que me encogía por dentro.
Me dije que quizá el tiempo calmara las aguas, no todos caemos bien a la
primera, ni a la segunda, ni a la tercera. Había personas que no te caían bien
nunca y no podías imponerte a ellas.
Me fastidiaría por Ares, porque Beckett era su persona importante,
porque yo sabía que Brenda se derretiría cuando los presentara, como había
pasado con mi madre, y me sabía fatal no poder estar a la altura de lo que su
único amigo desearía para él. Me propuse redoblar esfuerzos, que me
conociera, y si, aun así, no surgía la chispa, intentar molestar lo menos
posible para que no me cogiera manía.
Hablamos un poco de todo, desde las piezas que nos quedaban por
obtener, el trabajo que tenían por delante esa noche, a las hipótesis sobre
quién podría haber causado la muerte de Reynolds.
Todo apuntaba a que se trataba de la misma persona que dejó las canicas
y causó la muerte de mi padre.
Ares le narró a Beckett lo que ocurrió en la cena cuando sugerí que
Duncan y maman pudieran haber tenido un lío a espaldas de mi padre.
—Me parece interesante que Duncan confesara que se fijó en Margot
nada más llegar a Estados Unidos —anotó, removiendo el té.
—¿Por qué te lo parece? —pregunté interesada.
—Bueno, pues porque su primera mujer también estaba casada cuando la
conoció y resulta que era la esposa de uno de sus trabajadores.
El estómago me dio un vuelco.
—¡¿En serio?! —No daba crédito. Algo siniestro se removió en mi
interior.
—El marido de Georgia falleció en un accidente de tráfico, cuando
regresaba de uno de sus viajes, le fallaron los frenos. —Un escalofrío trepó
por mi columna. Beckett prosiguió con su relato—. El amable de Duncan se
ofreció a echarle una mano a la joven viuda y ocho meses después dio a luz
a su único hijo.
—¿Insinúas que el hijo de Duncan era del difunto marido de Georgia? —
cuestionó Ares.
—Para nada, ellos eran amantes, el hijo de Duncan es de Duncan.
Los ojos de Beckett se clavaron en los míos y sentí la semilla de la duda
germinando. ¿Era posible que mi madre me hubiera mentido?
Ares me observó de soslayo.
—Puede tratarse de una coincidencia… —¿Lo decía porque lo pensaba,
o solo para calmarme?
—Por supuesto que puede serlo, ¿a quién no le ha pasado que las dos
únicas mujeres con las que ha mantenido una relación seria se queden
viudas? Pura casualidad —comentó Beckett sarcástico—. Como también es
casualidad que hoy no estuviera en casa cuando falleció Reynolds, tal y
como me habéis contado. O que aparecieran canicas en casa de Zuhara sin
que, en apariencia, hubieran forzado la cerradura. ¿Tu madre tiene llaves de
tu apartamento? —inquirió con una sonrisilla torcida.
—Sí, bueno, tiene una copia por seguridad.
—Ya, e imagino que Duncan sabía el vínculo que tu padre y tú
manteníais a través de las canicas, ¿o me equivoco?
—Sí que lo sabía, pero ¿por qué iba a hacerme algo así?
—Bueno, digamos que, en el hipotético caso de que fuera él, te estaba
advirtiendo de que no metieras las narices donde no te llaman o acabarías
muerta como tu padre, quien era el otro obstáculo en su felicidad para
alcanzar a tu querida maman. Imagino que quería asustarte y que lo dejaras
estar.
—Esto no tiene ni pies ni cabeza —mascullé—. Él ni siquiera sabía que
estaba detrás de averiguar quién fue.
—Eso es lo que tú crees.
Beckett sonrió circunspecto.
—Un pajarito me ha dicho que te entusiasman las cámaras —me mordí
el labio inferior.
—Becks…
—¿Qué? Estamos teorizando… ¿Y si papaíto Duncan pusiera algunas en
tu piso para tenerte controlada? Quizá detectara que no te creías del todo
que la muerte de tu padre fuera un ajuste de cuentas, tal vez lo dijeras en
alguna que otra ocasión delante de él o te oyera. Puede que decidiera, no
sé… Echar un vistacito por si se te ocurría meter las narices y fastidiarle la
preciosa familia que había construido. —«¿Espiarme? ¿Duncan?»—. Dime,
Ares, cuando fuiste a su piso a limpiar las canicas, ¿buscaste micro
objetivos?
—No tuve tiempo.
—Bueno, pues quizá debas plantearte hacerlo.
—Zuhara, todo esto son suposiciones, no tiene por qué ser así —intentó
volver a calmarme. Mi respiración comenzaba a descontrolarse ante la
posibilidad de haber estado conviviendo durante años con el asesino de mi
padre sin saberlo.
—Pero ¡tiene todo el sentido del mundo! —espetó Beckett—. Pensadlo,
¿quién sospecharía de alguien que lo tiene todo como él? Es poderoso,
podría haber comprado los informes policiales, quizá era la persona con
quien lo escuchaste discutir… Él pudo falsificar pruebas para lo del tráfico
de diamantes… Se cameló a tu madre y a ti. —Me masajeé las sienes.
—¿Y si mi madre está en peligro?
—No lo estará siempre que sea la esposa perfecta, y estoy seguro de que
si tú dejaras a los muertos donde están, el acoso por parte de Duncan
terminaría. Si quisiera hacerte daño de verdad, ya te lo habría hecho.
Ares me tomó de la mano y me la acarició.
—¿Qué le pasó a Georgia? —quise saber.
—Creo recordar que Scott me comentó que murió de un infarto, sufría
una cardiopatía que no sabían que tenía, fue fulminante. Duncan se quedó
viudo con el crío a su cargo. Un marrón en toda regla porque, por lo poco
que comentaba mi hermano, el hijo de su socio era enfermizo, depresivo y
débil. Alain creo que se llamaba.
—Alain Jacques —lo corregí—, aunque en la adolescencia se cambió el
nombre porque se metían con él. Ahora prefiere que le llamen Jackson.
—¿Jackson? —preguntó Beckett, arrugando el ceño.
—Hoy se ha presentado en la cena —intervino Ares—, estrelló su coche
contra el mío y le ha dado un infarto. ¿Sabes lo más curioso? —Beckett no
pestañeaba—. Antes de infartar, me preguntó si era el Ares de Apolo, le he
estado dando vueltas y el único sentido que le encuentro es que coincidiera
en el psiquiátrico con mi hermano. Scott me dijo que ese lugar era muy
bueno porque Duncan mandó a su hijo en alguna ocasión.
—¡¿Qué?! —proclamamos Beckett y yo al mismo tiempo. Su amigo
estaba blanco como el papel.
—¿Por qué no me lo has dicho? —pregunté.
—No pensé que fuera importante, solo curioso. Lo que sí quería hablar
con ambos es que Jackson sugirió que su padre le había comprado un
corazón, eso fue lo que me hizo dudar sobre si Duncan era una persona tan
honorable como aparenta. ¿Sabes algo al respecto, Becks?
Él negó.
—¿Jackson ha muerto? —preguntó con cautela.
—No, que yo sepa.
—Ares fue el héroe de la noche, lo salvó, vino una ambulancia a
buscarlo, ahora está en el hospital con Duncan y mi madre, aunque no
sabemos nada sobre su estado, por el momento.
—Estaba muy pasado de alcohol y quizá también drogado. ¿Cuándo
recibió el trasplante? Igual puede tratarse de un rechazo —sugirió Ares.
—Hace mucho que lo tiene, lo sé porque Duncan comentó que lo
trasplantaron el mismo año que asesinaron a mi padre —me callé de golpe
—. ¿Y si ese fue parte del móvil? ¿Y si Duncan quería el corazón de mi
padre para su hijo?
—No sé cómo funciona con exactitud lo de los trasplantes, pero creo
recordar que vi un documental en el que explicaban que tienen que
comprobar que el donante sea compatible y el corazón debe ser de alguien
que esté clínicamente muerto, pero que permanezca con soporte vital. ¿Tu
padre seguía vivo cuando vinieron los servicios de emergencias? —Negué
—. Entonces no pudo ser el donante.
—La conversación es muy interesante, pero me temo que debemos
ponernos a trabajar si queremos sacar adelante el TOP5 —intervino Beckett
bastante serio.
Se puso en pie y recogió las tazas. Ares y yo también nos levantamos.
—¿Te enseño dónde está la habitación?
—No creo que pueda dormir, ¿os incomodaría mucho si bajo con
vosotros?
—Para nada —murmuró, estrechándome en un abrazo—, si quieres,
puedes despertar tu creatividad; mientras nos dedicamos a las réplicas,
podrías crear algo tuyo, igual eso te distrae.
—Sería genial. ¿Te importa, Beckett?
—Yo no mando en esta casa, haced lo que queráis. —Ares me guiñó un
ojo y vocalizó un «dale tiempo».
Se lo daría.
Bajamos al sótano, Ares me dijo que podía elegir la gema que más me
gustara de la zona donde las tenía clasificadas.
Me decanté por un topacio amarillo de buen tamaño. Con todos los
utensilios listos para comenzar a tallar, recé para que Beckett estuviera
confundido y Duncan no tuviera nada que ver con el asesinato de mi padre,
de ser así, mi madre no lo soportaría, y yo no estaba segura de poder
asumirlo.
CAPÍTULO 71

Ares

F
ue una noche extenuante.
Zuhara no quiso que viera la pieza en la que estaba trabajando, y yo
me puse con Beckett a darlo todo contrarreloj.
Margot le dejó un mensaje a Zuhara sobre el delicado estado de salud de
Jackson.
La cosa no pintaba bien, el promedio vital de un trasplantado cardíaco
era de diez a trece años, llevando una buena vida y la medicación a
rajatabla.
El hijo de Duncan no se cuidó y, aun así, lo habían premiado con un
bonus de cinco años extra. Para que después digan que las personas que se
cuidan son las que tienen más longevidad.
Ella y Duncan no se habían movido del hospital, era muy difícil que
dieran con otro corazón compatible dada la larga lista de personas
necesitadas de uno, aunque si su papaíto pudo comprarle uno, ¿por qué no
dos?
No obstante, con la discusión que tuvieron, no estaba convencido del
todo de que estuviera dispuesto a pagar de nuevo, quizá el socio de mi
mentor se conformaba con su nueva familia que, a sus ojos, se ajustaba más
a lo que siempre quiso tener.
Miré de reojo a Zuhara, se había quedado traspuesta sobre la mesa al
amanecer y decidí llevarla a mi habitación para que descansara un poco.
La tapé con la sábana y ella suspiró arrebujándose sin problema. Mis
latidos se aceleraban con solo mirarla, compartir estancia con ella o percibir
su olor.
No dudé en acariciarle el pelo, me hubiera encantado estirarme a su lado,
acogerla entre mis brazos por el puro placer de sentirla al lado de mi
corazón.
No lo hice porque Becks estaba bastante taciturno, no le sentó bien que la
trajera a la Batcueva y había planeado pasar un rato con él para suavizar las
cosas.
Necesitaba que comprendiera que quería a Zuhara cerca de mí y no era
algo negociable.
Me di una ducha rápida, me cambié de ropa y bajé de nuevo al sótano.
Ya no estaba trabajando en su pieza, había logrado terminar el Pink Star en
tiempo récord, mientras que yo arrancaba con el Hope.
—Pensaba que te quedarías durmiendo —masculló. Negué.
—Tengo cosas que hacer, necesito revisar lo que comentaste de las
cámaras y averiguar si lo que insinuaste de Duncan es cierto.
—¡¿Por qué no lo dejas estar?! No es tu guerra. ¿No te vale con un
muerto?
—Pero sí es la suya —cabeceé en dirección a las escaleras. Beckett bufó
—. La quiero. —Soltó una carcajada.
—En tu cama.
—Y fuera de ella. Sé que es pronto para expresar un sentimiento que no
ha estado presente en mi vida jamás por una mujer, pero no puedo darle otro
nombre a lo que me ocurre; si no es amor, no sé lo que es.
—¿Se lo has dicho? —me preguntó, cruzándose de brazos.
—No con esas palabras.
—No lo hagas, o sabrá que te tiene pillado por los huevos.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—La harás de todos modos, así que dispara.
—¿Por qué no te gusta?
—No es que ella no me guste, lo que me fastidia es que te ha reducido a
la palma de su mano en unos pocos días. Cuando quieras darte cuenta de en
lo que te has convertido, será demasiado tarde. Esa mujer ha conseguido
que te desvíes de nuestro objetivo, que faltes a tu palabra conmigo, que nos
pongas en peligro, por no hablar de lo que le ha pasado a Reynolds —
exhaló—. Pensé que no querías más muertos en tu mochila.
Eso había sido un golpe bajo.
—¡¿Estás sugiriendo que es culpa mía?!
—Estoy sugiriendo que, si no lo hubieras encaminado en la dirección
que Zuhara quería, seguiría con vida. ¿Es que no lo ves?
—Nunca pensé que fueras capaz de decir algo así.
Nos miramos el uno al otro como auténticos desconocidos.
—Quizá haya llegado el momento de separarse, de tomar caminos
distintos, está claro que no vemos las cosas del mismo modo.
La sugerencia me estrujó por dentro, no quería perder a Beckett, pero era
cierto que a cada minuto que transcurría nos distanciábamos un poco más y
lo sentía más lejos.
—Terminemos el TOP5 y hablemos después —sugerí—. Ambos estamos
agotados, han pasado demasiadas cosas.
—Será lo mejor. Voy a salir, necesito pasar por mi piso, despejarme y
dormir unas horas en mi cama.
—No puedo dejar a Zuhara sola.
—Pues no lo hagas…
Me masajeé las sienes. No podía pedirle a Beckett que se pasara por su
piso para ver si encontraba cámaras teniendo en cuenta la discusión que
acabábamos de mantener. La comprobación tendría que esperar, y si era
franco conmigo mismo, yo también necesitaba dormir unas horas.
—Beckett. —Él se giró antes de pisar el primer peldaño de las escaleras
—. Para mí eres importante.
Torció una sonrisa.
—Aprovecha para descansar.
Subí a la primera planta, fui hasta la cocina y puse un rato el televisor. En
las noticias se hacían eco del fallecimiento de Reynolds bajo secreto de
sumario, no daban demasiada información, solo que la inspectora
Sepúlveda, de homicidios, se iba a encargar del caso.
Mi móvil se puso a sonar y la palabra boss iluminó la pantalla.
Como era lógico, descolgué, quedaba muy poco para que el SKS
volviera a abrir sus puertas, quizá Jordan nos llamaba para ponernos al
corriente y asegurarse de que teníamos clara la fecha de apertura.
—Buenos días, boss —respondí.
—Eres de los pocos que contesta.
—¿Todo bien?
—Sí, excepcionalmente bien, llamo para decirte que por fin he podido
meter mano y mi abogado ha conseguido arañar unos días a los de sanidad.
Mañana por fin abrimos.
—¡¿Mañana?! —me atraganté.
—Sí, ¿algún problema? No me digas que no puedes porque me dará un
infarto. Lujuria está de viaje y no llega hasta pasado mañana, le ha sido
imposible cambiar el vuelo, así que os necesito a todos los demás, sí o sí.
«¡Mierda!».
Tendría que apresurar las cosas y ver cómo me hacía con las imágenes de
los dos collares que me faltaban, el Grand Phoenix y L’Incomparable.
Teniendo en cuenta que tendría que trabajar cada noche, no iba a ser fácil.
—Ares, ¿sigues ahí?
—Sí, disculpa, vale, cuenta conmigo.
Un sonido de alivio tomó el auricular.
—Gracias, voy a seguir con las llamadas, no tengo tiempo que perder, ya
estaba temiendo tener que aceptar la propuesta de Janelle. —Reí ronco.
La hermana de Soberbia no dejaba de pedirle a Jordan que la convirtiera
en el primer pecado capital mujer.
—Yo no la vería mal, no le falta físico, actitud ni ritmo.
—Otro igual, no empieces, que con Corey ya tengo suficiente. Le tiene el
seso sorbido.
—Tu negocio, tus normas, no me voy a meter. Por cierto, me alegra saber
que lo has podido solucionar.
—A mí también. Te dejo, disfruta de tu día libre, nos vemos mañana.
—Descuida.
Apagué el televisor y me fui desnudando a medida que avanzaba. Llegué
a mi cuarto con la ropa en el brazo dispuesto a dejarla en una silla del
vestidor.
Me tumbé al lado de Zuhara, y como si me hubiera detectado, pegó su
trasero contra mi entrepierna, mientras mi nariz aspiraba en su pelo negro y
mi mano se acomodaba en su tripa.
«Quien te ha visto y quién te ve, Ares Diamond, haciendo la cucharita».
Sonreí y le besé el pelo. Su respiración acompasada me relajó de
inmediato, estaba tan calentita, olía tan rico y se amoldaba tan bien a mi
cuerpo…
Nunca me había quedado dormido tan rápido ni había despertado tan
bien, con su dulce boca ceñida a cierta parte de mi anatomía.
Beckett podía decir lo que quisiera, Zuhara no iba a salir jamás de mi
vida.
CAPÍTULO 72

L
a rabia me inundaba las arterias y no el maldito colesterol.
¡Resultaba que el malnacido con el que pillé a Apolo era el puto
hijo de Duncan!
En cuanto comprendí que Alain Jacques era Jackson, la bilis me inundó
por dentro.
No sé cómo pude trabajar sin que se me notara lo ofuscado que estaba.
Estuve cerca de mandarlo todo a la mierda, dejarlos tirados, correr directo
al hospital, echarle las manos al cuello a aquel despojo y ahogarlo hasta que
ya no quedara un ápice de vida en su cuerpo.
¿Cómo no lo supe? ¡¿Cómo no me di cuenta?!
Estaba tan roto de dolor por la traición, porque Apolo lo prefiriera,
porque quisiera matarme a mí. A mí, ¡que lo había cuidado, amado y
enseñado el placer más profundo! ¡Que había matado para darle una vida
nueva! Que cuando el médico nos dijo que había muerto, creí que no sería
capaz de remontar.
No me interesé, ni siquiera pregunté por la identidad del chico al que
había atacado. Porque había perdido el sentido de todo.
Ares no estaba mejor que yo, se culpaba por haber intentado salvarme y
que Apolo cayera al vacío, yo no podía sacarlo de su error, él no
comprendería lo que ocurrió. Volvimos a Washington. Mi hermano dijo que,
como siempre, se encargaría de todo.
Nos mantuvo al margen, le importó muy poco si queríamos enterrar a
Apolo porque él solito decidió que lo mejor era donar su cuerpo a la
investigación, como si fuera un extraterrestre del que sacar información.
Ares se cabreó muchísimo y yo también.
Fue entonces cuando decidí que los dos merecíamos empezar de cero,
lejos de Scott y sus mierdas, no lo necesitábamos, lo único que requeríamos
era algo de dinero para empezar nuestro propio negocio. Sabía que, en el
fondo, Scott nunca mataría a Ares, aunque este lo traicionara.
Para su pequeña sombra, fue fácil hacerse con los diamantes de la caja
fuerte y empezar en otro lugar. Al fin y al cabo, llevaba años entrenándolo
para eso.
Conseguimos hacernos un hueco en Nueva York, con su físico, sus
habilidades y mis manos, no necesitábamos más.
Lo teníamos todo. To-do, y por culpa de esa entrometida todo salía mal y
al revés. Igual que ocurrió con Apolo. La historia se repetía, salvo que, esa
vez, yo jugaba con ventaja.
Necesitaba que siguieran pensando en Duncan, había puesto
microcámaras en el piso de Zuhara para espiarla, pero me servirían para
desviar la atención cuando Ares las encontrara.
Necesitaba seguir en mi papel, les ayudaría a obtener el TOP5, para
alejar cualquier sospecha que pudiera haber sobre mi persona, me
mantendría cerca para conocer sus pasos, sus teorías y que no dejaran de
lanzar balones fuera.
Quedaba muy poco, con el dinero que obtendría y el que tenía guardado,
podría vivir en cualquier otro lugar del mundo, puede que incluso
montarme un negocio. Optaría por Noruega o Suecia, siempre me gustaron
los nórdicos.
Pero antes necesitaba dejarlo todo atado y que la muerte de Apolo no
fuera en balde.
Zuhara y Jackson tenían que morir.
CAPÍTULO 73

Zuhara

H
abíamos vuelto al ático tras pasar por mi piso y comprobar que,
efectivamente, Beckett tenía razón y había varias microcámaras
dispuestas en él, seguía sin dar crédito a que el hombre con el que
llevaba más de la mitad de mi vida fuera un asesino capaz de la peor de las
atrocidades.
—Sé que todo apunta a Duncan, pero es que me parece tan inverosímil.
No podía alejar el pensamiento de mi mente.
—Te entiendo —murmuró Ares con la vista puesta en la pantalla del
ordenador. Estábamos revisando las dos piezas del TOP5 que nos quedaban
por obtener. A Ares lo habían llamado del SKS, y sí o sí tenía que ir a por
una de ellas esa noche.
La buena noticia era que, según Ares, creía poder hacerse con
L’Incomparable sin demasiados problemas, la joya estaba en posesión de
una «vieja conocida», así la llamó.
Necesitaba que yo me quedara en el piso, que me conectara a las cámaras
de seguridad y siguiera las instrucciones que él me iba a dar, la casa tenía
un complejo sistema con cámaras, por lo que era preciso pinchar las
imágenes que Ares iba a dejarme preparadas cuando tuviera que moverse
por la casa.
Mi misión era ocupar el lugar de Reynolds sin tener gran idea de
informática.
Según Ares, si seguía paso por paso sus indicaciones, sería de lo más
fácil, cuando recibiera la señal que me llegaría a través de su smartwatch,
sería el momento de arrancar, y desconectaría cuando recibiera la segunda.
No podíamos hacer otra cosa, Beckett tenía demasiada faena y no estaba
de lo más receptivo. Tampoco es que pudiéramos ir en busca de alguien o
poner un anuncio en una bolsa de trabajo para personas capaces de hackear
el sistema de seguridad de multimillonarios.
Sí o sí, tenía que esforzarme para aprender todo lo que me estaba
enseñando y ayudarlo.
Mientras Ares movía el ratón, yo seguí hablando.
—Lo que no me cuadra es cómo sabía Duncan de la existencia de
Reynolds. En un principio, me dijiste que era un fantasma de la Dark Web,
que te costó muchísimo dar y confiar en él, que no trabajaba para Scott…
Entonces, ¿cómo supo mi padrastro que tenía un pendrive con las
imágenes? Las veces que hablamos sobre él no estábamos en mi
apartamento, sino aquí… O en tu coche, ¿piensas que te ha podido estar
espiando? Y de ser así, ¿cómo lo ha hecho?
—Yo también me he planteado justo lo mismo y no obtengo la respuesta
que busco. Hay algo que no termina de encajar en todo esto, por eso estoy
empeñado en dar con esos informes y los posibles vídeos. El poli al que
Reynolds le pagó le dio una copia de los archivos, estoy seguro, no creo que
le entregara los originales, una opción compleja sería intentar hacerse con
ellos. Si dispusiera del tiempo suficiente, lo haría, como no es así, voy a
tirar de contactos. Tengo un as en la manga y conozco a alguien que trabaja
en una unidad policial distinta, tal vez pueda echarme un cable, tal y como
yo hice por él sin que lo supiera.
—¿En serio?
—Lo puedo intentar.
—Eso sería genial.
—Mañana me pondré a ello, ahora lo que necesito es que te centres en
esto.
No sé la cantidad de veces que repasamos minuciosamente lo que tenía
que hacer. Ares era tan perfeccionista como inagotable. Hasta que no se
aseguró de que lo dominaba a la perfección, no paramos.
Que lo hubieran llamado del SKS nos daba muy poco margen de
maniobra.
—¿Lo he hecho bien? —Lo miré tras realizar la última comprobación
que yo diría que fue de diez. Él asintió.
Me puse en pie y me acomodé sobre sus piernas. Tenía el ceño más
fruncido que de costumbre.
Pasé mi pulgar por él para disolver las arrugas y él agarró mi trasero
como tanto le gustaba hacer.
—¿Qué ocurre? ¿No confías en mí? —pregunté. Él puso un rictus
dubitativo.
—Llevo un par de días planteándome si mi venganza es un sinsentido. Si
toda la rabia que llevo acumulada por Painite, por lo que nos hizo, por
empujarme de algún modo a acabar con la vida de Apolo gracias a su
brillante idea de encerrarlo allí, se verá mitigada si lo hundo en la miseria o
seguiré sintiéndome igual de mierda.
—En primer lugar, tú no acabaste con Apolo, hiciste todo lo que estaba
en tu mano por salvar a Beckett y a él. Y en segundo lugar, si pides mi
opinión sincera, creo que lo que necesitas es tener la sensación de que
puedas ejecutarlo, de que puedes tener su futuro en tus manos. Da igual si
lo terminas haciendo o no, lo importante es recuperar el poder que él te
arrebató.
Ares me sonrió. Fue una sonrisa tibia, calentita.
—No tienes ni idea de cómo lo has cambiado todo. —Su voz había
bajado de tono y sus pupilas se habían dilatado al detenerse en mi boca. Le
ofrecí una sonrisa en respuesta a la suya y él me apretó contra aquello que
despertaba entre sus ingles.
Alcé las cejas pizpireta.
—¿Aquí? —pregunté, moviendo las caderas sobre su entrepierna.
—Y aquí.
Tomó una de mis manos y la llevó allí donde el latido se hacía más
fuerte.
—Me gusta esta conexión —murmuré, contoneándome a la vez que
acariciaba su pecho. Bajé hasta sus labios para besarlo con apetito. Él
también lo había cambiado todo para mí, buena prueba de ello era que
apenas podía pensar en otra cosa que no fuera Ares.
Nos devoramos con ansia hasta gemir el uno en boca del otro. Podría
haber callado y dedicarme solo al placer que comenzaba a extenderse por
mi cuerpo, pero no pude hacerlo, necesitaba proponerle aquello en lo que
había pensado mientras veía quién tenía la otra pieza en su poder.
—Yo podría ocuparme del Grand Phoenix —susurré en su oreja.
—¿Tú? —preguntó con las manos en mi cintura para guiar el
movimiento ansioso de mis caderas.
—Brenda se acuesta con Antoine Cotillard —confesé—, es su cliente
desde la última fiesta a la que acudimos. Estoy convencida de que Bren y
yo podríamos hacernos con lo imprescindible, van a verse en su casa en un
par de días. —Lo sabía porque había hablado con ella para proponerle que
se pasara por el ático hasta que volviera Ares.
Él frenó en seco mi movimiento.
—Ni hablar.
—¿Por qué no?
—No vamos a meter a tu amiga en esto y tampoco voy a dejar que te
encargues de algo así, si saliera mal…
—No va a salir mal —murmuré, mordisqueándole la barba de dos días
que cubría su mandíbula.
—Zuhara, esto es muy serio, no se trata de un juego —gruñó esquivo.
—Lo sé.
No paré de moverme contra él frotando mi zona más sensible.
Empezaba a entender por qué las mujeres llevaban milenios empleando
el sexo para confundirlos, en busca del sí que les era negado. Muchos
sucumbían, salvo que ninguno era Ares Diamond.
Me levantó dejándome plantada en el suelo. Se puso en pie y se separó
de mí, se amasó el pelo y se dirigió a la licorera.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—¿No lo dirás en serio? ¡Acabas de proponerme hacerte con las
imágenes y el gramaje con tu amiga mientras te frotabas contra mi polla!
¿De verdad pensabas que esa argucia te serviría?
—Tenía que intentarlo —protesté.
—Necesito que comprendas una cosa. Que te use de señuelo no es lo
mismo que te conviertas en la mano ejecutora. Si me pillaran, siempre
podrías alegar que te forcé, que te obligué, mientras que si tú eres quien
entra en esa casa, la defensa se volvería más peliaguda. No quiero eso para
ti, eres demasiado brillante para terminar en la cárcel por mi culpa.
Se llenó un vaso bajo con dos dedos de licor y lo apuró. Sus motivos me
llenaron de ternura, todo se basaba en que se preocupaba por mí o lo que
me pudiera ocurrir. Ares era tan generoso, y lo peor de todo era que no tenía
ni idea.
—Soy mayorcita para saber qué es lo que quiero.
—No te veo como la futura Doris Payne.
Citó a la famosa ancianita de ochenta y seis años que se hizo con más de
dos millones de dólares robando joyas alrededor del mundo.
—Pensaba que éramos un equipo.
—No, yo estoy al mando, y lamento si no soy capaz de ver tu futuro en
el crimen organizado. ¿De verdad aspiras a ser ladrona de guante blanco y
falsificadora?
Me mordí el labio. No podía mentir y decirle que sí cuando no era cierto.
Mi interés en la misión era ayudarle y listo.
—No quiero que corras peligro alguno —confesó por fin.
—¿Se trata de eso, o de que no crees que pueda hacerme con lo necesario
para replicar el collar?
—Joder, Zuhara, ¡parece mentira que no sepas lo que pienso de ti! Te veo
capaz de todo aquello que te propongas, creo que eres lista, aguda, brillante
y que tu cielo no tiene límites.
—¿Entonces? —pregunté, acercándome con el pulso revolucionado ante
los cumplidos.
—Entonces no quiero ponerte en peligro, ya te dije que te protegería
incluso de mí.
—Antes no tenías tantos remilgos.
—Antes era antes y ahora es ahora. Todo ha cambiado —musitó con
intensidad.
Yo también percibía los cambios, pero quería hacerlo, quería ayudarlo de
verdad. Era una mujer hecha y derecha capaz de tomar mis propias
decisiones.
—No correré peligro, te lo prometo —musité, colgándome de su cuello
—, será lo mismo que cuando Bren y yo entramos en tu piso. Lo
planearíamos con tu ayuda. Brenda es buenísima con estas cosas y…
—¡No! —respondió tajante—. Una cosa es que la deje estar contigo esta
noche en el ático, para que no estés sola, y otra muy distinta que os dé por
ejercer de Thelma y Louise.
—¿No quedamos en que tú eras Louise?
Quise sacarlo del bucle en el que había entrado, pero no surtió efecto. Su
humor y su deseo habían dado un vuelco de 180º.
—¿Cómo quieres que te diga que me importas? —susurró en una
confesión que le estaba costando la vida—. ¿Que no soportaría si algo malo
te pasara?
—Del modo en que lo estás haciendo —admití acariciándolo—. Yo
también sufro con lo que te pueda pasar. Te guste o no, estamos juntos en
esto, no quiero límites contigo. Acepto quién eres, lo que quieras ser y
quiero que lo seas conmigo.
Suspiró con fuerza y buscó mi boca para besarme con ansia. Nuestras
lenguas se fundieron y el sabor chispeante del alcohol se enredó en mis
papilas.
Llamaron al timbre interrumpiendo lo que habría sido un gran polvo.
Miré mi reloj. Seguramente era Brenda, habíamos pasado demasiado
tiempo delante del ordenador.
Ares apoyó su frente contra la mía concluyendo el beso con otro más
apretado y pequeño.
—Creo que la que llama es mi amiga —musité.
—Eso espero, no estoy como para atender a un predicador —dijo,
frotando la evidencia de su excitación. Yo reí—. Tengo que cambiarme.
—Deja que te la presente antes.
—Estoy empalmado.
—Te garantizo que a Brenda no le importará.
Lo tomé de la mano y lo arrastré hasta la puerta conmigo.
Cuando abrí, mi amiga no le prestó atención. Le encajó la bolsa de papel
que llevaba sin remilgos con un «ya era hora» y me espachurró en un
abrazo inmenso.
—Ayyy, ¡cómo te he extrañado, amiga! ¡Aunque entiendo que
necesitaras escuchar el aullido de tus óvulos y ponerle remedio! —Brenda
torció el cuello y miró a Ares—. Espero que le hayas dado todos los
orgasmos que se merece. —Se separó de mí.
—¡No te pases, Bren!
—Encima de que me preocupo por ti. Por cierto, soy Brenda.
—Ares.
—Lo sé.
Él tenía las comisuras de los labios alzadas, no parecía disgustado por la
intensidad desvergonzada de mi amiga. Bren echó una ojeada por encima al
ático.
—Oye, me encanta tu pisito, tanta oscuridad y cristal lo convierten en el
paraíso de cualquier voyeur.
—Zuhara piensa que es ideal para vampiros.
—Zuhara no tiene idea de que aquí no llegaría uno al amanecer, flojea
bastante en acción y fantasía, ese es mi fuerte.
—Encantado de conocerte, Brenda, siéntete como en tu casa.
—No dudes que lo haré.
Ares se alejó y ella le echó un vistazo sin disimulo al trasero.
—Madre mía, ¡gana mucho en las distancias cortas! No sé si lo prefiero
desnudo o vestido. ¡¿Cómo es follarse a la versión 3.0 de Neal Caffrey?
Está como para arrancarle cada botón de ese tres piezas. Necesito
actualización de tus últimos polvos con ese monumento.
—Ni en tus mejores sueños.
—Dime por lo menos que te ha follado contra esa cristalera… —Mi
sonrisa me delató—. ¡Lo sabía! Ese tío es mi puto héroe follador. Ahora
seré incapaz de no imaginaros cada vez que vea Nueva York.
—¡No seas idiota! —Caminamos hasta la cocina. Saqué el vino y la cena
que nos había traído, nuestra favorita.
Me entretuve preguntándole por cómo iba su trabajo y esperé a que Ares
saliera por la puerta para mover ficha.
—Brenda, te necesito para una misión de lo más especial.
A ella le brillaron los ojos.
—¿Implica algo ilegal? —Asentí, y ella se puso a dar palmas—. Pensé
que nunca me lo pedirías, cuenta conmigo.
CAPÍTULO 74

Ares

O
btener lo que necesitaba de L’Incomparable fue sencillo, teniendo en
cuenta que la pieza estaba en manos de mi queridísima señora Shelby,
la única mujer a la que no le había robado, pese a tener una colección
magistral, por deferencia a ser mi primera clienta del SKS y abrirme las
puertas a muchas de las casas de sus amigas. La misma con la que quedé en
el club la noche que me topé con Painite, O’Toole y Cotillard.
Pensaba que jamás llegaría el día en que tuviera en el punto de mira a
Luisa, y no habría sido así si su marido no le hubiera regalado el collar, que
saldría en subasta, para sus bodas de perla.
Luisa odiaba el amarillo, como casi todas las mujeres que se dedicaban al
séptimo arte, no obstante, no se lo dijo a su marido porque conocía el valor
de la joya y le quedaba bien en la última gala de los Oscar.
Aunque, tras ponérsela, el trabajo comenzó a flojear, y como toda buena
artista, la culpa era del pedrusco amarillo que ostentaba L’Incomparable.
Conociéndola, no le habría costado demasiado convencer a Preston de que
lo mejor era subastarla y hacerse con una nueva pieza.
Quedamos en su casa, conocía la mansión a la perfección. Luisa era de
las que prefería follar en la comodidad de una cama y siempre después de
una buena cena que incluía coqueteo y seducción.
Me bastó con echar la mezcla que tenía lista en su copa cuando fue al
baño y aguantar los treinta minutos que tardó en hacerle efecto.
Me senté a su lado en la mesa que había dispuesto para dos. Le
encantaba sentir que todavía podía conquistar al hombre que le diera la
gana, no importaba que le sacara veinte años.
Su edad nunca supuso para mí un problema, era atractiva, tenía una
conversación inteligente, un humor agudo y era generosa en cuanto al sexo.
Habría vuelto a ser así, si mi mente y mi corazón no hubieran estado en otra
parte.
Zuhara había cambiado las reglas del juego, y en lo único que era capaz
de pensar era en que si viera a un hombre hacerle lo mismo que la señora
Shelby me estaba haciendo a mí, le partiría las manos y las piernas.
—Hoy no está muy animada la cosa —musitó, agarrándome la entrepierna.
Forcé una sonrisa y le tomé la mano para llevarla a mis labios.
—Disculpa, es el estrés, querida Luisa. Dame algo más de tiempo en tu
compañía y seguro que se anima.
—Eso espero, o tendré que ir a por una de las pastillitas que usa el señor
Shelby cuando quiere dar la talla —carraspeó incómoda.
Su marido le sacaba treinta años y hacía tiempo que sufría de disfunción
eréctil. Intenté distraerla, hacer tiempo mientras los polvos mágicos
obraban el milagro a medida que su copa bajaba de nivel.
Se me hizo eterno, aunque mereció la pena. Sus párpados apenas se
sostenían y declaró sentirse un poco mareada.
—Este vino tiene bastante graduación, seguro que se te pasa en cuanto
lleguemos a tu habitación.
La llevé en brazos hasta la cama y le fui quitando la ropa entre bostezos
hasta tenerla en ropa interior.
—Ven aquí —susurró, alargando los brazos.
—Dame un minuto, necesito ir al baño. Ahora vuelvo.
En lugar de uno, tardé cinco, y cuando salí, ya estaba en el séptimo
ronquido.
—Perdóname, Luisa —murmuré en su oído. Le di un pequeño beso en la
sien y pulsé el botón del smartwatch para que Zuhara comenzara con la
función.
El personal tenía la noche libre. En cuanto la mesa estaba puesta, Luisa los
despedía para que no se cruzaran conmigo, por lo que no tuve problema
alguno.
Llevaba el material oculto en el forro doble del abrigo, fui a por él y me
encaminé al despacho de Preston, donde el matrimonio guardaba los objetos
de valor. Su caja fuerte estaba oculta tras el televisor.
Fue coser y cantar.
No le dejé ninguna nota por si su marido volvía antes de que despertara,
ya la llamaría al día siguiente y le diría que intenté espabilarla y fui incapaz.
Como mínimo, le debía eso.
Salí de la mansión convencido de que mi vida tenía que cambiar y que el
TOP5 sería el fin de mi carrera como ladrón. Tampoco me apetecía seguir
bailando, no tenía sentido que lo hiciera si mi vida delictiva iba a culminar,
aun así, no pensaba dejar en la estacada a Jordan, dejaría el club cuando él
encontrara un reemplazo, le debía parte de mis beneficios; si no hubiera
sido por el SKS, no habría tenido tantas clientas.
Tenía dinero suficiente para hacer lo que me viniera en gana, parte de los
beneficios que había obtenido estaban invertidos en bolsa, tenía un bróker
cojonudo que me generaba unos dividendos nada despreciables. Lo único
que me había mantenido en el negocio el último año fue mi afán por joder a
Scott, y ya había perdido todo el sentido.
No dejaba de pensar en la vida en pareja que sugirió Margot, me apetecía
muchísimo tener una relación normal con Zuhara, quería proporcionarle
algo más que una carrera delictiva y quizá, en algún momento, la idea de
formar una familia con una preciosa niña adoradora de canicas no me
disgustara.
Cuando llegué al ático y Zuhara se puso a reprocharme las carantoñas
que me vi forzado a aceptar de Luisa, me importó muy poco que Brenda
estuviera presente y nos mirara como si solo le faltaran las palomitas.
—Estaba actuando…
—Ya verás que bien se me da a mí lo de la actuación cuando me dé por
echarle la mano a la bragueta a Cotillard. —Lancé un gruñido.
—No vas a tocar a ese hombre ni con un palo, ni a ese, ni a ninguno más
o te ataré a mi cama hasta que entiendas que eres mía y de nadie más.
—Porque tú lo digas.
Me encantaba que fuera tan territorial como yo, iba a ser divertido. Sus
mejillas estaban encendidas y su mirada cargada de ira.
—Porque yo también soy tuyo y te prometo que en breve nadie me
tocará excepto tú.
—¿En breve?
—Te recuerdo que trabajo en el SKS.
—Pues entonces, en breve —recalcó—, yo también dejaré de tocar lo
que me venga en gana.
—Entonces no tendrá más remedio que dejarte tan saciada que al pensar
en sexo te dé arcadas —se carcajeó Brenda.
La cargué sobre el hombro diciéndole en voz alta a Brenda que, si se
quedaba, buscara unos tapones para los oídos y eligiera una habitación lo
más lejana a la nuestra, no fuera a caerle un cuadro en la cabeza por el
temblor.
Oí sus carcajadas y sus buenos augurios mientras Zuhara no dejaba de
gritar y patear.
La noche fue larga y jodidamente placentera. Cuando despertamos,
Brenda ya no estaba en casa, no podía culparla, trabajaba y a nosotros se
nos pegaron las sábanas.
Nos dimos una ducha larga, de esas que tanto me gustaban y que nos
dejaron una sonrisa idiota en la boca.
Fuimos a comer a un restaurante bonito, y cuando llegaron los postres, la
vi llevar la mano al bolso.
—Quiero darte algo… —murmuró.
—¿Uno de esos aparatitos vibradores con mando a distancia, o vas a
decirme que has estado comiendo sin bragas y vas a entregármelas? —Alcé
las cejas canalla.
—¿Puedes dejar de pensar en sexo?
—Con una mujer como tú delante, imposible.
Abrió la mano, y cuando vi lo que me entregaba, una sonrisa se formuló
en mis labios, reconocí la piedra por el tamaño, porque la forma había
cambiado.
—Es la pieza que tallé cuando tú y Beckett estabais liados.
—¿Una manzana?
—Es para ti —reconoció algo avergonzada—. Pensé que no sé, quizá
podrías usarla como amuleto. Dicen que el topacio amarillo redirige todos
los poderes para atraer la positividad y las cosas correctas a tu vida.
También se conoce como piedra de la suerte, por lo que suele usarse de
amuleto, y refuerza todas tus buenas acciones anulando los pensamientos
negativos.
—¿Estás intentando reconducirme hacia el buen camino con esta piedra?
—También cuida el hígado, la vesícula biliar, los intestinos, el bazo y las
glándulas endocrinas, cuando pasas de los treinta y cinco, tienes que
empezar a cuidarte.
Solté una carcajada.
—Bueno, siempre está bien que alguien se preocupe porque no sufras
cirrosis, aunque en mitología griega y celta, las manzanas eran asociadas a
la inmortalidad, la fecundidad y el amor.
—No lo sabía…
—Pues yo prefiero pensar que sí, anda, ven aquí. —Zuhara me miró
nerviosa. Su piel canela estaba teñida de rojo.
—¿Aquí dónde? —Palmeé mis rodillas—. Estamos en un restaurante —
respondió, mirando de lado a lado.
—¿Y piensas que me importa? Acabas de hacerme un regalo.
—Bueno, técnicamente, la piedra era tuya, yo solo he puesto la mano de
obra.
—¿Bromeas? Hasta que tú la cogiste, era un simple topacio olvidado en
el fondo de un cajón. Lo que cuenta es la intención, el cariño que contiene
y, sobre todo, que lo has hecho para mí.
»Nadie se había molestado antes en hacer algo así, y yo necesito que
vengas aquí. —Volví a palmear. Se lo pensó, sin embargo, terminó
accediendo y obvié algunas de las miradas que nos echaron una mesa de
señoronas remilgadas. Le acaricié la mejilla.
—Lo creas o no, me da vergüenza, desde que la hice, no sabía si dártela
o no porque no estaba segura de si te gustaría.
—Todo lo que venga de ti me gusta, y sobre todo esto. —La hice girar
entre los dedos—. Porque sé que la puliste, tallaste y mimaste pensando en
mí. Gracias por el regalo, ahora solo le falta un buen engarce y una cadena
que la haga caer justo aquí. —Puse la pieza en la palma de su mano y la
apreté en el lugar donde el latido de mi corazón buscaba a su dueña. Los
ojos de Zuhara se llenaron de emoción—. No tengo nada más valioso que
entregarte salvo a él. Quiero que sepas que es tuyo, que nunca se lo he
ofrecido a nadie antes, ni he deseado que le pertenezca a alguien que no
seas tú. Espero que lo aceptes porque él se niega a dejar de latir por ti.
»En pocos días te has convertido en el lugar en el que me siento en paz,
en el que me encanta estar, y puede que te suene demasiado precipitado o
intenso, pero quiero pensar que esto es solo el principio de lo que vendrá.
»Te prometo muchos orgasmos, Bocasucia.
Los ojos le brillaron y su boca buscó la mía para darme un beso largo e
intenso que solo se vio interrumpido por el carraspeo del camarero que nos
pidió, algo acalorado, que si lo precisábamos, tenían libre una mesa en un
reservado.
Le dejé una buena propina y rechacé el ofrecimiento porque Zuhara ya
estaba lo suficientemente abochornada por mi intensidad.
Quiso ir al hospital.
Margot estaba sola allí y yo había llamado a Ray para hablar con él.
Zuhara aparcó su coche justo delante.
En cuanto salí, vi que mi excompañero del SKS estaba plantado al lado
de una moto, con el casco en la mano. Ray me miraba con aquella sonrisa
burlona que lo caracterizaba.
Zuhara salió, ya nos habíamos despedido en el interior del vehículo y
quedamos en que, en cuanto terminara, me pasaría a buscarla.
Me aproximé al rubio que seguía oteando a Zuhara, quien aguardaba a
que el tráfico la dejara cruzar.
—¿Dónde va esa preciosidad con un tío tan feo, cochambroso y
parlanchín? No me lo digas, es una paciente y va directa a la planta de salud
mental —me saludó.
—Yo también me alegro de verte, Wright. —Le estreché la mano.
Por fin, la carretera se vació y Zuhara fue a cruzar sin tráfico. Fui a
guardar la manzana que había estado sosteniendo en mi mano izquierda
porque no había querido desprenderme de ella, y esta se me cayó al suelo.
Me agaché a recogerla y un chirrido de ruedas me hizo girar la cabeza
para ver un coche destartalado aproximarse a ella a toda velocidad.
No tuve tiempo para reaccionar.
CAPÍTULO 75

Ares

E
l dolor que sentí fue atroz. Por mucho que intenté llegar, me fue
imposible.
—¡Zuhara! —grité, corriendo hacia ella.
Tuve la sensación de que la historia se repetía. Volvía a estar en aquella
cornisa y no llegaba a tiempo.
Por suerte, Ray debió ver algo que yo me perdí al ir a coger la manzana.
Me sacó unos segundos de ventaja y gracias a ello pudo saltar y librarla por
los pelos de una muerte asegurada.
La vi temblar, su rostro pálido como el mármol se me clavó en las
retinas.
—Estás bien, tranquila —le decía Ray, con esa calma que era imposible
que sintiéramos los demás, aunque en sus ojos, carentes de las gafas de sol
que casi siempre lo solían acompañar, se podía ver reflejada su
preocupación.
Por fin la alcancé y pude estrecharla con fuerza.
—¡Me cago en la puta, casi te matan! —espeté con un nudo en la
garganta.
Ray alargó el cuello para buscar el vehículo que acababa de saltarse el
stop.
Era demasiado tarde, ya se había largado. No pisó el freno ni una maldita
vez.
La mirada de Zuhara estaba perdida, en shock, era incapaz de asimilar lo
que acababa de ocurrir. Ni yo. Era pensar en lo cerca que estuve de perderla
y tener ganas de parar el tráfico de Nueva York hasta dar con el malnacido
que había intentado librarse de ella. Odiaba la sensación que circulaba por
mis venas, como si el destino se estuviera burlando de mí una vez más.
Ray llegó hasta la acera, obviando los pitidos de algunos coches que no
entendían qué hacían tres personas en mitad de la carretera. La poca calidez
humana de algunos te engullía como te descuidaras.
—¡La gente cada vez conduce peor! Van hasta las cejas de mierdas y
ponen en peligro la vida de cualquiera —protestó Ray. Zuhara y yo nos
miramos. Él no se perdió la expresión de nuestras caras mientras rebuscaba
en el bolsillo de la chupa sus afamadas gafas de aviador—. ¿Qué pasa?
—No creo que se trate de alguien que se haya pasado con las rayas —
argumenté. Él arrugó el ceño—. Por eso quise quedar contigo, Zuhara lleva
varios días recibiendo amenazas, alguien entró en su apartamento para dejar
canicas ensangrentadas, y ahora esto… Demasiada coincidencia, ¿no crees?
Su rictus cambió de golpe. Mi voz sonaba agitada por la adrenalina que
aún corría por mis venas.
—¿Amenazas? ¿De quién? ¿Por qué? Imagino que habréis interpuesto
una denuncia. —Los dos negamos—. ¿Estáis locos, o es que os pone lo de
vivir al límite?
—Necesitamos hablar en un lugar más tranquilo —comenté sin dejar de
mirar a la carretera, por si ese zumbado había convertido la Gran Manzana
en su circuito particular de carreras.
—Gracias por salvarme la vida, Ray, te debo una muy gorda —masculló
mi chica temblorosa.
—Se me da bien salvar cuellos ajenos, ¿don Silencioso no te lo ha dicho?
—Ella negó—. Bueno, tampoco es que me tome por sorpresa, Ares siente
cierta animadversión a todo aquello que no son gruñidos o silencios
prolongados. Es lógico que quisiera alejarte del resto del mundo, las
comparaciones son odiosas y hay más tíos sueltos como yo.
Zuhara le ofreció una sonrisa y yo agradecí que Ray quisiera relajarla.
Pasé la palma de mi mano por su espalda.
—¿Prefieres venir con nosotros en lugar de ir al hospital? —pregunté sin
ganas de separarme de ella. Zuhara negó.
—Dudo que el tarado de las canicas intente nada en un lugar lleno de
gente, estate tranquilo y ve a hablar con tu amigo.
¿Tranquilo? Eso era imposible.
—Antes de que te vayas, por una de esas casualidades de la vida, ¿le
viste la cara? —preguntó Ray sin perder su expresión jovial.
—No, el sol daba de lleno en el cristal del conductor, además, fue muy
rápido.
—Una lástima, sin embargo, podemos confiar en el sistema de cámaras
de Nueva York. Una llamada y tendré el modelo, la matrícula y, con un
poco de suerte, incluso puede que el recorrido. Veremos si una de esas hijas
de puta nos ofrece un plano de la cara del cabrón.
—Eso sería genial —musitó ella, llevándose una mano al pecho.
—¿Te importa si la acompaño con su madre y ahora bajo?
—Estoy bien, Ares.
«Pero yo no».
—Anda, hazle feliz y deja que ejerza de guardaespaldas, o corremos el
riesgo de que robe las Navidades futuras. Aquí te espero, Grinch.
Encantado de conocerte, Zuhara.
—Igualmente, un placer, Ray.
No tardé demasiado en volver. Le hice prometerme a mi chica en el
ascensor que tendría el móvil a mano y me llamaría si veía cualquier cosa
extraña. Intentamos disimular frente a Margot, que me dio las gracias por
traer a su hija y que pasaran un rato juntas.
Fuimos al bar que daba a la puerta de acceso principal del hospital, una
pareja acababa de dejar un par de bancos que daban a la cristalera. Le pedí a
la camarera que nos trajera un par de cervezas.
—Así que no va a ser una reunión de excompañeros de curro, ¿no? —
Negué—. Te voy a ser franco, tu llamada me sorprendió, aunque pensaba
que el superhéroe de la fundación New Life quería revelarme su identidad y
por fin quitarse esa máscara.
Su intervención me dejó a cuadros.
—Sabías que yo…
—Por mucho que te quisieras ocultar, entenderás que moviera algunos
hilos para asegurarme de que el alma filantrópica no tuviera que ver con las
maras. La mujer del líder sigue en busca y captura, no sería la primera vez
que algo bueno oculta algo grotesco.
—Te agradecería que… —Aflojé el nudo de mi corbata.
—Mis labios están sellados, Bruce Wayne. Anda, cuéntame el motivo
real por el que me has llamado.
Lo puse al corriente de todo lo concerniente al acosador de Zuhara. Ray
me escuchó con mucho interés, puede que en apariencia pareciera un tipo
con muchos pájaros en la cabeza, pero nada más lejos de la realidad, estaba
muy centrado y tenía el coco muy bien amueblado, no en vano le ofrecieron
un ascenso cuando se cargó a la temida SM-666. Sacó el móvil y fue
anotando lo que creyó más importante mientras hablábamos.
Estuvimos cerca de hora y media haciendo conjeturas, y terminamos en
el mismo punto que alcanzamos Zuhara y yo, que todo apuntaba a Duncan,
pero algo nos decía que no, que quizá alguien lo estaba incriminando.
—Alguien se cargó a mi confidente, habíamos quedado para que me
diera el pen y apareció muerto. —Ray silbó.
—Vale, esto no me gusta un pelo, si es como dices, lo más seguro es que
tengas razón y haya algo en el archivo de la investigación que quieren hacer
desaparecer. Me haré con ella cuanto antes, tengo bastantes colegas en el
cuerpo. Dame unos días y tendremos a ese malnacido. Voy a dar con ese
cabrón.
—Te lo agradezco. —Ray dio un trago a la segunda cerveza.
—No va a salirte gratis.
—Ya contaba con hacer una generosa donación.
—¿Y por qué no una adopción? —Solté una risa seca.
—¿Me ves con pinta de padre?
—Bueno, eso nunca se sabe, tampoco te veía pinta de enamorarte y por
lo que he visto lo estás hasta las trancas. Eres la prueba viviente de que los
milagros existen y que los caminos del señor son inconmensurables.
—Cierra el pico, predicador. Por ahora confórmate con que amplíe la
capacidad para albergar a más niños, si el negocio que tengo entre manos
sale bien, planeo hacerme con un nuevo edificio para la fundación.
—Brindo por ello. Amén —entrechocó su cerveza con la mía, ganándose
una de mis sonrisas. Parpadeó varias veces y se pinzó los lagrimales—.
Joder, ¡si hasta te ríes! ¿Por qué no dejas que los chicos vean esta otra
versión de Ares?
—Paso de que quieran presentarme a sus primas, o convertirme en el
gurú de su nueva religión, me basta con que la mujer indicada me tenga
adoración.
Ray rio por lo bajo.
—Como quieras. Tengo que dejarte, he quedado con Leo y Raven,
Dakota va a cantar en una sala y no queremos perdérnoslo, por fin ha
accedido a dar los primeros pasos en el sector musical.
—Entonces, ¿Raven no bailará hoy en el SKS?
—Sí, Dakota hace de telonera, un solo tema y listo, pero ya sabes, hay
que apoyar a los amigos. Tendrás noticias mías pronto.
—Gracias, Ray.
—A ti, alma caritativa. Por cierto —golpeó la barra de madera y me
guiñó un ojo—, pagas las birras.
CAPÍTULO 76

Zuhara

L
a muerte de mi padre no es que fuera un tabú, pero tampoco era un
tema que me gustara recordar o que hubiera hablado demasiado con
mi madre.
Sin embargo, sentía la necesidad de revivir lo ocurrido, de entender lo
que pasó según ella. Quizá supiera cosas que no le habría contado a una
niña, pero tal vez sí se las diría a la mujer en la que me había convertido.
—Maman.
—¿Sí?
—¿Piensas que papá murió porque estuviera metido en algún asunto
turbio como apuntaban en las noticias?
—¿A qué viene eso?
—No puedo sacármelo de la cabeza, sé lo que leí, lo que vi en los medios
de comunicación, pero no sé, ¿a ti te dijo algo papá sobre su intención de
traficar con diamantes?
Mi madre se pasó la mano por el pelo algo agitada.
No le había dicho nada sobre el intento de atropello, estaba disimulando
todo lo posible, lo que no quitaba que estuviera intranquila por lo ocurrido.
Quería comprender lo que estaba pasando y solo podría averiguar la verdad
hurgando en las heridas, por doloroso que fuera.
—A los muertos es mejor dejarlos en paz.
—Maman, por favor, necesito entender qué ocurrió, ya no soy una niña
que no pueda asumir la verdad. —Ella suspiró.
—Preferiría que recordaras a tu padre con los ojos de cuando tenías diez
años.
—Y yo prefiero saber la verdad.
Se tomó unos segundos en los que la vi debatirse entre si contármelo o
no. El olor a antiséptico y los llantos de algunos acompañantes, sumados a
los pasos apresurados de médicos y enfermeras, no era el ambiente que me
hubiera gustado para tratar algo así, salvo que no podía elegir.
—Como sugeriste en la cena, no fue un buen año —arrancó—, tu padre
pasó mucho tiempo fuera y yo estaba harta de pasar sola tanto tiempo,
adoraba estar contigo, no me malinterpretes, pero me faltaba mi marido, y
todo el peso de la casa, de las actividades, del colegio, recaía sobre mí.
Además, me sentía frustrada por no poder darle a tu padre el otro bebé que
ansiaba.
—Es comprensible —le tomé la mano.
—Sus regresos cada vez eran más espaciados, los viajes más largos y yo
necesitaba al hombre con el que me había casado. Omar me prometió que
haría todo lo que estuviera en su mano, que las cosas cambiarían porque
había hecho un hallazgo.
—¿Qué tipo de hallazgo? —me interesé.
—Me dijo que un borracho le habló sobre una pequeña mina en
Myanmar que estaba clausurada. Pertenecía a la zona en la que la compañía
de Duncan operaba, salvo que los mineros no la trabajaban porque, según
ellos, estaba agotada. Aquel hombre se jactó de que se equivocaban y que el
verdadero valor de aquella tierra estaba en su interior, que quien hurgara
bien podría encontrar la solución a todos sus problemas.
—¿En Myanmar? —Ella asintió.
—Pe-pero esa no era una zona conocida por la obtención de diamantes,
sino de zafiros, rubíes y jade.
—Hija, yo de piedras no entiendo. Lo único que sé es que aquella noche
estaba eufórico, me dijo que por fin podría dejar la empresa, que había dado
con aquello que estuvo buscando. Yo tenía una jaqueca muy grande y le
pedí que me lo contara al día siguiente, me tomé un relajante que podría
haber tumbado a un caballo y me fui a la cama en cuanto recogí la cocina.
—Por eso no dudaste del informe de la policía.
—¿Y qué querías que pensara? Creí que tu padre había cometido una
tontería, fruto de mi presión… —calló. Tenía los ojos cargados de lágrimas.
—Ay, maman… —La abracé.
—A veces pienso que todo fue culpa mía, que si no hubiera insistido
tanto, él todavía seguiría vivo. Cuando sugeriste que pudiera tener una
aventura con Duncan, me ofendió, yo nunca le habría sido infiel, lo adoraba
tanto como tú, solo estaba enfadada con las circunstancias, echaba de
menos la vida que teníamos en Costa de Marfil.
—Te creo. Siento mucho lo que sugerí, maman. —Dejé que se calmara
en un sentido abrazo y le di un pañuelo de papel para que se enjugara las
lágrimas.
—Duncan podría haberse fijado en mí, pero siempre fue un caballero.
Tiene sus cosas, como todo el mundo, pero es un buen hombre y siempre se
comportó con mucho respeto.
—¿Sabías lo que le pasó a Georgia, su primera esposa?
—Por supuesto. Que ambos fuéramos viudos nos unió, no todo el mundo
es capaz de entender el duelo, los tempos y escuchar. Me dio mucho
consuelo, fue muy paciente. Lo conoces, Zuhara, sabes que ha sido muy
bueno con nosotras.
Sí, yo también lo veía así, sin embargo…
—¿Y qué me dices de lo que dijo Jackson sobre su corazón? Eso de que
lo compró —dije bajando la voz. Mi madre dirigió la mirada hacia las
puntas de sus zapatos—. Insinuó eso, que su padre le compró un corazón —
insistí—. ¿Maman?
—No deberíamos estar hablando de esto.
—¿Eso significa que sí?
—En parte.
—¡¿Cómo que en parte?! —pregunté escandalizada.
—Lo primero que tienes que entender es que un padre o una madre
estaría dispuesto a hacer cualquier cosa por su hijo. Jackson llevaba mucho
tiempo en la lista de espera como receptor de un corazón debido a la
cardiopatía que sufría. La clínica en la que se encontraba tenía un área
dedicada a trasplantes, por eso estaba allí, tuvo una recaída y estaban
esperando que llegara un órgano en cualquier momento.
»No voy a entrar en si lo que Duncan hizo fue correcto o no, pero sí que
es verdad que aquel lugar se caracterizaba por obtener aquello por lo que se
pagaba. El corazón de Jackson estaba en las últimas. Los astros se alinearon
para dárselo el día que un enfermo mental del área de psiquiatría le dio una
paliza. Nadie sabe por qué Jackson estaba allí, solo que el chico tuvo un
brote, lo atacó y después se puso a perseguir a un familiar por la cornisa
amenazándolo. El pobre chico terminó despeñándose por la lluvia y su
corazón fue a parar al pecho de Jackson, resultó que eran compatibles. Un
absoluto milagro.
—¡¿Cómo?!
La voz de Ares nos alcanzó como un rayo. Estaba de pie, al lado de las
sillas en las que nos encontrábamos sentadas, con la mirada perdida y el
rostro pálido.
Me había concentrado tanto que no me di cuenta de su presencia. Era
fácil que Ares hubiera llegado a la misma conclusión que yo. La clínica, el
paciente, la paliza, la cornisa. «Eres el Ares de Apolo».
Mi hermanastro había recibido su corazón, lo que significaba que Apolo
no estaba clínicamente muerto cuando cayó, si no, no habría sido posible el
trasplante.
—Ares… —me puse en pie.
—¿Qué acaba de decir tu madre?
Maman no entendía nada, yo lo abracé.
—Repítalo, por favor, de quién era el corazón de Jackson. —Mi madre lo
miró desencajada, sin saber a cuento de qué venía su azoramiento.
—No hace falta que ella te lo diga, tú ya lo sabes…
Susurró una tercera voz a sus espaldas.
CAPÍTULO 77

Ares

L
a cabeza me daba vueltas, no solo por lo que acababa de escuchar, sino
también por el hombre que se encontraba a mis espaldas. Margot lo
contemplaba con una intensa arruga en su ceño perfecto, como si no
comprendiera de qué iba la situación.
Me di la vuelta despacio intentando controlar las ganas de asirlo del
cuello, apretar con fuerza y observar cómo el aire de sus pulmones lo
abandonaba para siempre. Quería enterrar los puños en cualquier porción de
piel hasta soltar toda la rabia acumulada. Los apreté con fuerza para anular
el impulso.
Zuhara se puso en pie y se agarró a mi brazo. No hacía falta que hablara
para que supiera lo que quería decirme con el gesto.
Ni era momento, ni lugar.
Margot también se levantó.
—¿Os conocéis? —preguntó, mirándonos a ambos.
—Somos viejos conocidos, Ares tiene un negocio y a veces he precisado
de sus servicios.
—El tío Scott siempre ha tenido buen gusto, no me extraña que le
apasionen las antigüedades y las joyas con historia. —Él le ofreció a Zuhara
una sonrisa lobuna.
—Oh, vaya, pues Duncan no conocía a Ares, se lo podrías haber
presentado, quizá así hubiera conocido a Zuhara antes. —Scott nos miró a
uno y a otro con interés y puso las pupilas en el punto en que la mano
femenina se asía a mi brazo.
—¿Estáis juntos? ¡No me digas que eras su acompañante la otra noche!
—El color rojizo invadió el rostro de Zuhara. Lo vi por el rabillo del ojo,
estaba haciéndola sentir incómoda, y eso sí que no iba a tolerarlo.
—¿Podemos hablar en otro lugar? —le pedí, aguantándome las ganas de
sacudirlo sin piedad.
—¿Qué ocurre? —cuestionó Margot. No era estúpida, la tensión podía
palparse.
—Nada, maman, coincidimos con tío Scott en una bacanal, le encantan
los látigos, las fustas y el masoquismo. —Su madre boqueó como un pez,
yo me sentí orgulloso de que no se achantara y que los ojos de Painite
brillaran con el guante que acababa de arrojarle Zuhara.
Rio ronco.
—Tu hija tiene un humor de lo más encantador.
El alivio tomó la expresión de Margot.
—¡Qué cosas tienes, Zuhara!
—¿Por qué no vamos a la cafetería? Necesito una infusión, con lo que le
ha ocurrido a Jackson, estoy un poco angustiada. ¿Me acompañas? —le
preguntó a su madre.
—Sí, claro. Si nos disculpáis…
Aguardé hasta que las vi desaparecer hacia la zona de ascensores y
entonces aproveché que estábamos solos en la sala de espera para hundir el
puño en el estómago de Scott sin reservas.
—¡Puto malnacido!
No me conformé con solo un golpe, encajó dos seguidos y el tercero lo
frenó.
—Si sigues por ese camino, al final te joderé.
—¡¿Que me joderás?! ¡Llevas haciéndolo desde que me compraste!
¡Acabas de admitir que sabías que Jackson se quedó con el corazón de
Apolo! ¡Me hiciste creer que lo había matado! —rugí, llevando las manos a
su cuello como había imaginado para encastrarlo contra la pared. Su cuerpo
se sacudió.
Ya no estaba en inferioridad de condiciones, podía ofrecerle el mismo
trato que él me dio.
Los enfermeros y los médicos parecían ajenos a lo que ocurría, mientras
fuera así, podría seguir.
Scott no era un hombre débil, se mantenía en forma pese a la edad. Logró
hundirme los nudillos en el costado y yo soporté el golpe hundiendo todavía
más las yemas de los dedos.
Sus manos volaron a las mías para que dejara de presionar.
—¡No entiendes nada! ¡Era lo mejor!
—¡¿Lo mejor?!
Quise poder echar fuego por la boca como un puto dragón para calcinarlo
allí mismo.
—Apolo estaba loco, lo único que tenía bueno era el corazón, y hablo
como músculo, se lo debía a Duncan después de que golpeara a su hijo
hasta llevarlo casi a la muerte. ¡También quiso matar a Beckett! Tarde o
temprano, habría cometido una atrocidad que lo habría llevado a la tumba y
a ti te habría arrastrado con él. ¡¿No lo ves?! Apolo te hacía débil, yo te
libré de él accediendo a la donación. Comprarlo fue un maldito error del
que me arrepentiría de no ser porque tú venías en el lote. Debería haberle
hecho una prueba de paternidad antes para asegurarme de que
verdaderamente era mi hijo y no me daban loco por liebre. —La última
frase casi no pudo pronunciarla.
Mis dedos imploraban su sangre. Lo único que me hizo dejar su cuello
fue intentar comprender lo que había querido decir con lo de que Apolo
podía ser suyo.
—¡¿Has perdido la cabeza, o qué?! —espeté
—No, todo apuntaba a que era mi hijo. ¡Por eso lo quería a él y no a ti!
Ante la revelación, me llené de ira descontrolada y lo lancé por los aires.
Scott se estrelló contra las sillas y un crujido feo me hizo pensar que podía
haberse roto algo.
Mi mentor soltó un quejido y se llevó las manos al cuello, donde las
marcas rojizas de mis dedos aparecerían sin remedio.
Quería gritar y patearlo hasta que quedara reducido a cenizas, pero antes
necesitaba entender lo que acababa de confesar. Me acerqué con toda la
intención de averiguarlo.
—¿Cómo que tu hijo? —Scott resolló, se levantó y se sentó en una silla,
con el pelo desordenado. Masajeó su cuello y también su cadera—. ¡Habla
o termino contigo!
—¿De verdad piensas que crucé medio mundo solo para comprar a dos
harapientos muertos de hambre? Qué poco me conoces, si hubiera querido
eso, me habría bastado con un chasquido y tendría a un par de mexicanitos
o guatemaltecos. Lo que fui a buscar al otro lado del charco fue lo que mi
mujer me arrebató. Estaba embarazada de mi pequeño cuando se largó, vi
su test de embarazo cuando volví de viaje con Duncan. La muy hija de
perra se marchó cuando estaba fuera.
—Tu mujer se largó porque la hostiabas.
—¡Era consentido! Ya has visto en qué círculos me muevo.
—Que a ti te guste golpear no significa que a los demás nos guste recibir.
¿Debo recordarte lo que nos hacías a Apolo y a mí?
—Eso era distinto. Los niños necesitan disciplina y mano dura.
—Los niños necesitan amor y respeto —respondí asqueado.
—Da igual lo que pienses, la cuestión es que el tipo al que contraté, al
que pagué miles de dólares por dar con el rastro de mi hijo y de mi mujer,
me engañó. Le había dado un ultimátum; o los encontraba de una maldita
vez, o dejaba de pagarle. Creó las pruebas necesarias para que pareciera
verdad, que había dado con él, y resultó pura ficción. Buscó a un crío que se
le parecía, me entregó documentos y fotografías trucadas y yo tenía tantas
ganas de creer que era cierto que vi a mi mujer en él. Apolo era igual de
rubio, con los ojos tan azules como ella. Además, su pelo estaba lleno de
tirabuzones. Myrna era un ángel.
—Entonces no me extraña que huyera de ti, porque tú eres un demonio.
—Piensa lo que te dé la gana. Si no hubiera sido por mí, a estas alturas
de la vida estarías muerto o te habrías convertido en un yonki, igual que el
tipo nauseabundo al que te compré. Te di una buena vida, te convertí en el
hijo que no resultó ser Apolo. Te preparé para que fueras mi sucesor. ¿Por
qué piensas que no he hecho nada en tu contra? ¡Me siento orgulloso de ti,
joder! ¡Eres como yo!
—¿Como tú? Antes muerto que ser como tú. Tu concepto de hijo es una
puta mierda y yo jamás querría nada de ti, puedes meterte todo tu imperio
por el culo, a ver cómo lo cagas después.
Scott rio seco.
—¿Es que no lo ves? ¡Mírate! Todo lo que eres es gracias a mí, tu
educación, tu buen gusto, tu cultura, la capacidad adquirida de que nadie te
detenga. Los más ricos y poderosos te admiran. Las mujeres pierden las
bragas y sus joyas por ti. ¡Podrías tener el mundo a tus pies si te diera la
gana! Solo hay que ver a Zuhara, la hijita de Omar se corrió como una
fuente en tus dedos, frente a las miradas de un puñado de desconocidos.
Lo cogí por la pechera y volví a tirarlo por los aires. Odiaba que la
hubiera visto así.
—¡Lávate la boca antes de hablar de ella! ¡Voy a acabar contigo! ¡¿Me
oyes?!
—Eh, ¡¿qué pasa aquí?! —escuché a un sanitario asomar la cabeza
precedido de una mujer que nos miraba atemorizada.
—Algunos no saben beber —respondí, dejándolo atrás.
—¡Ares! —lo oí vociferar con las pocas fuerzas que le quedaban.
No me detuve, no iba a seguir escuchándolo, porque si lo hacía, acabaría
con el culo en la cárcel y mi prioridad era sacar a Zuhara fuera de la zona de
peligro.
CAPÍTULO 78

Zuhara

Q
uise desviar los tiros como pude con mi madre; no obstante, no me
quedó más remedio que contarle parte de la historia de Ares, bajo
secreto de sumario.
Le expliqué que se crio con un chico, desde muy pequeños, y que su
relación los convirtió en hermanos. Que desde edad temprana Apolo tenía
problemas de salud mental y que Ares adoptó el rol de hermano mayor, se
responsabilizó de él hasta tal punto que parecía más un padre. Apolo
empeoró y su tutor legal —omití que se tratara de Scott— decidió enviarlo
a un centro que resultó ser el mismo en el que estaba Jackson.
Le comenté que Ares me había contado lo ocurrido con su Apolo el día
que fue a buscarlo con su tío y coincidía con lo que ella me había explicado
del donante del hijo de Duncan, por eso Ares reaccionó así, porque no tenía
ni idea de que el corazón de Apolo hubiera sido donado.
La cara de maman era un poema.
—Ay, pobrecito, si lo hubiera sabido, lo habría dicho con más tacto, no
tenía ni idea de que estaba ahí.
—Yo tampoco. Te agradecería que no le comentes nada a Duncan, sin
Ares decírselo, deja que sea él.
—Por supuesto, cariño, nunca me metería en algo tan delicado. Tienes
que estar a su lado, seguro que ahora mismo no sabe cómo gestionarlo.
Mi madre no era nada metiche, por lo que confiaba en que si me había
dado su palabra, lo respetaría.
No nos dio tiempo a hablar de mucho más porque Ares apareció en la
cafetería algo atribulado.
—¿Quieres sentarte con nosotras y que te pida algo? Seguro que una
infusión te hace bien —ofreció mi madre con amabilidad.
—Muchas gracias, Margot, pero lamentablemente nos tenemos que ir,
tengo trabajo pendiente.
—Por supuesto, ha sido un gran gesto de tu parte pasarte. —Ares asintió.
Le di un beso a mi madre y le pedí que me mantuviera informada sobre el
estado de Jackson, y que, si necesitaba cualquier cosa, me llamara.
Precisaba que Ares me pusiera al corriente de lo ocurrido con Ray y con
su mentor antes de que se marchara a trabajar al SKS.
Una vez en el exterior, lo detuve bajo la marquesina del hospital. Era
imposible que estuviera bien con el golpe que acababa de recibir, por
mucho que revistiera su estado de ánimo con el hermetismo que lo
caracterizaba.
—Espera.
Sus ojos parecían una cáscara vacía, abandonada en mitad del océano.
Me entristeció verlo así, sin luz, como una bombilla fundida, sin su
característica audacia.
Sabía que durante mucho tiempo el silencio fue su refugio, así que lo
utilicé a mi favor. Lo abracé sin añadir una sola palabra, lo estreché entre
mis brazos con todas mis ganas, ofreciéndole los vatios que necesitaba para
poder alumbrar de nuevo. Quería darle un lugar seguro, un refugio en el que
estar.
Al principio, su musculatura estaba rígida, pero poco después se volvió
maleable, del mismo modo que ocurrió en casa de O’Toole con el
pegamento al acercarlo al fuego para hacernos con su huella. Me amoldó a
él y me apretó, ajustando cada fibra a su cuerpo, hundiendo la barbilla en
mi pelo, volviéndonos conscientes el uno del otro. Pocas cosas eran tan
íntimas como un abrazo entregado.
—No lo maté yo… —susurró deshecho.
—Estaba convencida de ello.
—Llevo años creyendo…, culpándome por… —La voz se le quebró y la
fragilidad que percibí daba fe de su dureza, como el diamante.
Me apreté más todavía y respiré con él, sintiendo sus latidos como
nunca, le di el tiempo que necesitaba para seguir.
—Me dijo que dio la orden porque pensó que lo mejor era librarme de mi
hermano, que cuidarlo me llevaría a terminar tan mal como Apolo. ¿Cómo
puede existir gente así? ¿Cómo alguien puede creerse con el derecho de
asumir que el mundo está mejor sin una persona? —preguntó amargo—.
Me dijo que lo único que servía de él era su corazón y decidió regalárselo al
hijo de Duncan porque Apolo le dio una paliza y, según Scott, se lo debía.
No estaba muerto, él giró el pulgar condenándolo a pena de muerte, lo mató
sobre una mesa de operaciones, ¡le arrancó el corazón que todavía latía! ¡Es
un jodido monstruo! Y lo peor de todo es que piensa que debo estarle
agradecido por lo que soy, por lo que hizo por mí. En lo único que puedo
pensar es en matarlo para que deje de respirar, ¡lo odio con todo mi ser! —
Lo estreché todavía más—. Fui un necio, no debí creerles cuando me
dijeron que estaba muerto. Tuve que…
Me vi forzada a intervenir porque sabía el rumbo que tomarían sus
pensamientos.
—Hiciste todo lo que pudiste, no puedes culparte también por eso —le
pedí separándome—. Tenías diecisiete años y una vida de mierda. Lo que
ocurrió fue muy traumático, suficiente fue ver a tu hermano caer como para
dudar de los médicos, de los mismos que se supone que están para salvar
vidas.
—Y lo estaban, pero no la de mi hermano —masculló ácido—. Odio la
gente que piensa que puede hacer lo que le venga en gana a golpe de
talonario, aunque sea cierto, aunque yo, a veces, actúe como uno de ellos.
—No te juzgues más, ni por tu pasado, ni por tu presente, ni por tu
futuro. Acepta la persona que eres, yo lo hago, no cambiaría ni un gramo de
tu esencia. Y quiero que nos enfrentemos juntos a lo que venga, prefiero la
incertidumbre a tu lado que estar sin ti. —Le acaricié la mandíbula rasposa
con los nudillos—. Y siento si me pongo intensa —continué haciendo mías
sus palabras—, o si lo que voy a decir suena precipitado, pero necesito que
lo escuches. —Callé dos segundos y tomé aire—. No quiero alejarte de mí,
no quiero pensar en lo que podría haber sido o lo que no fue, te quiero en
mi vida, al completo, ahora y hasta que me dejes, porque te has instalado
aquí. —Puse la palma de su mano sobre mi corazón imitando el gesto que
hizo conmigo—. En cada uno de mis latidos. Y aquí. —Me alcé de puntillas
y rocé mis labios contra los suyos—. En el aire que respiro. Quiero que.
cuando te falte el aliento —musité pegada a su boca—, tomes el mío.
Ares no rehuyó el contacto, al contrario, se hundió en mi boca arrasado
por la corriente de sentimientos que nos envolvía a ambos.
Sin miedo, sin reservas, aceptando mi todo, al igual que yo hacía con el
suyo.
Agotamos el tiempo que nos quedaba llenándonos de besos, de caricias y
necesidad.
No importó el lugar o si la gente nos miraba, lo único que tenía validez
éramos nosotros. Ares era todo lo que precisaba para ser feliz.
—No sé si existe un dios, pero permíteme que te convierta en la diosa a
la que adorar y follar el resto de mi existencia.
Reí porque esa respuesta sí que pertenecía al Ares de siempre.
Fuimos hasta mi coche y de camino al apartamento de Bren me puso al
día de su conversación con Ray. Al llegar al edificio, quiso acompañarme
hasta arriba y asegurarse de que Brenda entendía la gravedad de lo que
ocurría.
En el ascensor, me pidió que no cometiera ninguna tontería, que hasta
que Ray obtuviera las imágenes, extremara las precauciones.
—Te lo prometo. —Sabía que necesitaba escucharme decirlo para
relajarse.
—Si te pasara algo… —Apoyó su frente contra la mía y entrecruzó los
dedos de sus manos con los míos.
—No va a pasarme nada —murmuré, dedicándole otra carantoña con la
punta de la nariz—, puedes estar tranquilo, no pienso moverme de aquí.
Ares asintió y me dio un beso corto.
Las puertas del ascensor se abrieron y Brenda nos esperaba en el rellano,
con una sonrisa de oreja a oreja.
—Buenas noches, tortolitos —nos saludó.
Caminamos hasta ella y Ares no dudó en ponerla al día de lo ocurrido
con lo del atropello. Mi amiga abrió mucho los ojos y nos miró sin dar
crédito. Yo confirmé las palabras de Ares, seguía sintiendo un nudo en el
cuello al recordarlo, si no hubiera sido por Ray…
—¿Estás bien? ¡Ay, por Dios! —Me abrazó.
—Sí, Ares tiene un amigo que va a ayudarnos a encontrar al culpable, él
me salvó de ser embestida por el coche.
—Madre mía, tengo el pulso disparado.
—No tiene por qué pasar nada —masculló Ares—, pero me quedaría
más tranquilo si no salís a cenar fuera y no le abrís la puerta ni al repartidor
de la comida a domicilio.
—Había pensado en cocinar algo de pasta casera, los fogones se me dan
de vicio —confesó Brenda.
—Pues mucho mejor. ¿Cuento contigo para protegerla?
—¿Estás de coña? En cuanto salgas, cierro con llave, echo la cadena, y si
a alguien se le ocurre intentar atravesar esa puerta, lo frío a balazos, aquí
donde me ves soy hija de un Ranger de un pueblecito de Texas, pobre del
que se me ponga a tiro.
—¿Tienes licencia de armas? —preguntó.
—Por supuesto. —Ares puso cara de alivio—. Tú ve a que te llenen el
tanga de billetes que yo me ocupo de que tengas con quién gastarlos.
—¿Podéis dejar de obviar mi existencia? Yo también puedo defenderme,
gracias.
Pasaron de mi cara.
—Vendré directo en cuanto termine del SKS —le dijo a Brenda.
—Y yo me ocuparé de darle una sesión para que sepa enfrentarse a un
asesino.
—Tú sí que eres una buena amiga.
Lo que me faltaba era que se aliaran.
Hice rodar los ojos mientras ellos prometían que ambos me protegerían.
—¿Te he dicho ya que adoro al señor diamante? —fue lo primero que
proclamó Bren al cerrar la puerta.
—No hace falta que lo hagas. ¿De verdad que era necesario que os
proclamarais mis guardaespaldas?
—Le dije lo que quería oír para que se marchara; si no llego a hacerlo, se
planta en la puerta a montar guardia.
—¿Estabas fingiendo?
—A ver, que lo de que estés en peligro no es moco de pavo, pero
conmigo estás a salvo y ambas sabemos que eres una chica dura. A los tíos
siempre les pone cachondos el sentirse el héroe de la película, y tú quieres
tenerlo muyyy cachondo. No mientas, zorra pervertida. —Bufé—. Y ahora
que estamos solas, al lío, ¿sigue en pie lo de demostrarle a Batman que eres
la puta Catwoman?
CAPÍTULO 79

Zuhara

H
abía llegado el día de la prueba de fuego. Ares seguía muy
preocupado por mi seguridad, así que hice que Brenda viniera a casa,
y juntas esperamos a que se marchara. Teníamos un plan para
conseguir las imágenes más preciadas del collar que Antoine Cotillard tenía
en el interior de su caja fuerte.
Tenía los planos grabados en la retina, conocía la ubicación y había
repasado una y otra vez las notas de Ares, además de ver cientos de
tutoriales en los que se explicaba la apertura de la caja gracias a un aparatito
electrónico que te facilitaba la combinación numérica.
El corazón me latía con fuerza, como si quisiera escapar de mi pecho y
correr hacia la seguridad del ático, el problema era que no estaba allí, sino
en la calle, con un bote de spray pimienta en el bolso, un abrigo de cuero
negro anudado a la cintura con un body de encaje debajo, zapatos de tacón y
un maletín.
Estaba en medio de un plan descabellado, pero no podía permitirme
flaquear. La mansión de Cotillard se encontraba ubicada en una
urbanización privada, por lo que Bren tuvo que inventarse que había
preparado algo muy especial para Antoine y que se había dejado los
juguetitos en casa.
Le pidió si podía llamar a una amiga para que se los trajera y así
consiguió que los vigilantes de seguridad del acceso me dieran luz verde
cuando solicité entrar.
Brenda, con su sonrisa encantadora y su cabello pelirrojo lleno de ondas
lujuriosas, había aceptado el papel de cebo en esa operación arriesgada.
Mientras ella estaba dentro de la lujosa mansión del director ejecutivo de
Tiffany's, aprovechando que su esposa estaba en casa de su hermana por el
baby shower que le había organizado con las amigas, yo esperaba fuera,
lista para intervenir e intentando que no se me notaran los nervios.
Me había puesto la peluca caoba, las lentillas verdes y un antifaz
veneciano para adoptar el papel de Venus y pasar lo más desapercibida
posible.
Caminé hacia la entrada principal con paso decidido, tratando de
aparentar la confianza que en realidad no sentía. Llamé al timbre y el
mayordomo, que parecía más un gánster a sueldo, me miró con
desconfianza cuando le ofrecí una sonrisa de lo más seductora.
Necesitaba que esa fuera mi mejor actuación.
—¡Hola! —lo saludé con entusiasmo fingido—. Soy Venus, la amiga de
Brenda, que está ahí dentro con su jefe. Me ha pedido que me pase porque
mi amiga se había dejado aquí dentro la diversión.
El tipo parecía inmune a mis encantos, se movió a un lado y me dejó
pasar sin abrir la boca.
Una gota de sudor frío recorría mi espalda bajo el tejido nada
transpirable del abrigo.
—¿Hacia dónde me dirijo? —le pregunté.
—Un momento, antes la tengo que registrar.
El vello se me puso de punta pensando en las herramientas que llevaba
ocultas en el doble fondo del maletín. Tragué con fuerza.
—¿Va en serio? He dicho que me están esperando.
—Y yo que la tengo que cachear por seguridad.
No podía oponerme o parecería sospechosa.
—Tú lo que quieres es tocar… —bromeé. El hombre no sonrió. Dejé el
maletín en el suelo—. Muy bien, regístrame, pero si te pasas de la raya, te
pienso cobrar —murmuré relamiéndome. Desabroché el abrigo con total
descaro y lo dejé caer al suelo.
Su rostro adquirió un tono rojizo al ver lo que no llevaba debajo. Di una
vuelta sobre mí misma.
—¡Sorpresa! ¿Crees que le gustará a monsieur Cotillard? —No me tocó.
—Ya se puede vestir —comentó, agarrando el maletín para abrirlo. Tuve
miedo de que con esos dedos tan grandes fuera poco delicado, se le cayera
al suelo y el doble fondo quedara al descubierto.
—Cuidadito, grandullón, lo que hay ahí dentro está convenientemente
desinfectado para el uso del cliente, será mejor que no lo manipules
demasiado. —Él lanzó un bufido.
En cuanto lo abrió y vio el contenido, un antifaz opaco, esposas, una
fusta, una mordaza con una bola de goma, un bote de 500ml. de lubricante
efecto calor y un cinturón de penetración negro con una polla que medía lo
mismo que su antebrazo, se le quitaron las ganas de curiosear.
Se lo veía completamente abochornado. Lo cerró de inmediato.
—Quizá algún día te gustaría probar… —susurré, atreviéndome a pasar
un dedo por la solapa de su traje.
—Estos juegos no me van, soy más tradicional —murmuró.
—Lástima, habría sido divertido lubricar y someter a un grandullón
como tú.
—Segunda planta a la derecha —carraspeó—, tercera puerta.
—Gracias, grandullón. Quizá tarde un poco en irme, depende de lo que
le cueste a tu jefe aceptar a la pitón negra... Si oyes gritos, no te asustes,
suelo ser de lo más intensa cuando abro las nalgas de mis clientes para
introducírsela —cabeceé hacia el maletín. El tono rojizo de su piel
palideció.
—Lo tendré en cuenta.
Con el abrigo en su sitio y el material salvaguardado en el doble fondo
del maletín, lo tomé y me dirigí hacia el lugar indicado.
Brenda habría logrado ganarse la confianza del director lo suficiente
como para que yo pudiera acceder a la mansión, tras el primer obstáculo
superado, tenía que mantener la calma.
Conocía la ubicación de las cámaras y que los vídeos se borraban a los
siete días, por lo que, si lo hacía bien, no quedaría ni rastro de mi presencia,
tampoco es que a Cotillard le interesara teniendo en cuenta que estaba
casado y que dudaba que a su mujer le hiciera especial ilusión verlo con sus
amantes.
Inhalé profundamente, tratando de infundirme valor, y me dirigí hacia la
habitación. Se escuchaban risas desde el exterior.
Golpeé. La voz masculina y afrancesada pronunció un adelante.
Accioné la manija y me topé con Bren y su cliente. Él seguía con los
pantalones puestos y la camisa entreabierta, lo cual agradecí. Sin embargo,
mi amiga llevaba un conjunto de cremalleras y cuero negro de lo más
explícito.
—¡Venus! ¡Por fin! —proclamó. Cotillard sonrió en mi dirección con
una sonrisa pérfida en los labios—. ¡Menos mal que has podido venir, si no,
se me habría chafado la sorpresa para Antoine!
—Iba de camino a un servicio, me pillaba casi de paso, he traído lo que
me pedías —murmuré abriendo el maletín para sacar las esposas, la fusta y
el antifaz. Miré de reojo a Cotillard, que me dedicó una sonrisa lobuna.
—¿Y por qué no te quedas? Podríamos divertirnos los tres —ofreció.
—Lo siento, monsieur, soy una ama muy comprometida, jamás dejo a
mis sumisos en la estacada y sin su dosis de disciplina, tal vez en otra
ocasión, si es que aprecia las emociones fuertes.
Él sonrió.
—Puede que alguna vez me apetezca probar, sobre todo, si se trata de
una ama como tú.
—Lo tendré en cuenta, le aviso que no soy barata y tengo lista de espera.
—¿Piensas que el dinero supone un problema? —preguntó, extendiendo
los brazos para que mirara a mi alrededor. La estancia era de lo más rococó,
en tonos dorados, crema, rosas y verde agua, con un fresco en el techo y
una cama con dosel en el centro del cuarto.
—Puede que no, pero sí su falta de disciplina y la familiaridad con la que
me habla.
—Cuidado, Antoine, mistress Venus no pasa ni una y sus clientes dicen
que es de lo más sádica.
—Ya veo… Un placer, mistress Venus —musitó, elevando la copa que
tomó del mueblecito que quedaba a su derecha.
Cabeceé, agarré el maletín y acepté un beso por parte de Bren que
susurró en mi oído un «en menos de un minuto lo tengo atado, ve a por el
botín, bitch».
Salí del cuarto con paso decidido, como si perteneciera a ese lugar de
opulencia y lujo. Me obligué a mantener la compostura sin que los nervios
me traicionaran. Había demasiado en juego como para permitirme un solo
error.
La casa era un verdadero paraíso para los amantes de las cosas bellas y
valiosas, supuraba dinero miraras donde miraras.
Me tomé unos segundos para escuchar las risas y a mi propio corazón.
«Calma, Zuhara, la primera fase ya la tienes completada y has aprendido
del mejor», me dije para mis adentros.
Mientras avanzaba por el pasillo, traté de no llamar la atención, mi mente
estaba ocupada en encontrar la manera de llegar a la caja fuerte sin ser
detectada. A diferencia de la señora Shelby, Cotillard sí que tenía
trabajadores en la casa.
Debía moverme con cautela para intentar ser grabada lo menos posible,
pero también tenía que ser rápida. Brenda estaría contando los minutos que
pasaban asegurándose tenerlo retenido hasta que yo terminara.
Giré un pasillo a la derecha, y cuando llegué al final, tomé el de la
izquierda. Metí la mano en el bolsillo interior del abrigo para acariciar mis
canicas y respiré hondo.
Conté las puertas, era la tercera si mi memoria no fallaba.
Miré a un lado y a otro del pasillo, tenía que estar en el lugar indicado.
La caja fuerte estaba escondida en un rincón de la habitación principal,
camuflada como un antiguo baúl decorativo.
La puerta estaba cerrada con llave, me enfrentaba al segundo obstáculo.
Abrí el maletín, me puse los guantes y saqué el sistema de ganzúas. Había
practicado, pero los nervios no jugaban a mi favor, me temblaban las
manos, era uno de los momentos más delicados, estaba muy expuesta.
Introduje la primera herramienta hasta que sentí que estaba en el lugar
correcto, después metí la segunda para trabajar el cierre.
«Vamos, Zuhara, que tú puedes».
Intenté controlar el movimiento de la mano, era como un maldito
cirujano con párkinson.
Cada vez tenía más calor, mi pulso estaba desatado. Intenté pensar en
otra cosa, en lo contento que se pondría Ares si lo lograba.
Cuando sentí el clic y vi que la puerta cedía, tuve ganas de saltar llena de
alegría. Me contuve, no era el momento adecuado.
Saqué la luz frontal del maletín y me la puse en la frente para poder
trabajar cómodamente.
Traté de no hacer ruido, pero tropecé sin querer con la base de una
especie de media columna que aguantaba un jarrón. Ni siquiera sé cómo
pude atraparlo antes de que cayera al suelo.
Dios mío, menudo estrés! ¿Cómo Ares podía dedicarse a eso?
Dejé la porcelana en su sitio y vi el elemento que buscaba al fondo de la
estancia.
«¡Bingo!».
El cofre tenía un mecanismo de apertura oculto, me puse a palparlo para
dar con él, los segundos parecían horas, me daba la impresión de que en
cualquier momento se abriría la puerta y me pillarían con las manos en la
masa.
Mi pulso se aceleró cuando escuché el clic de apertura. Había sido más
complicado de lo que esperaba, no podía permitirme dudar.
Tenía la caja fuerte frente a mí, volví a abrir el maletín y saqué el
aparatito electrónico que me daría la combinación. Comencé a manipular
los botones, rezando para recordar los pasos, no fallar y que me diera la
composición correcta.
Los números empezaron a sucederse uno a uno revelando la secuencia de
dígitos.
Después de unos interminables segundos, escuché un pitido, introduje la
secuencia, apreté los párpados con fuerza y la puerta de la caja se abrió
lentamente. Contuve el aliento mientras me inclinaba para echar un vistazo
al interior. Allí, brillando con todo su esplendor, estaba el collar que había
ido a buscar.
La adrenalina fluyó por mis venas, estaba exultante. Cogí el escáner, el
paño de terciopelo negro y me aseguré de enfocar la pieza con el frontal
para captarla a la perfección. Tomé varias fotos, escaneé la pieza y
finalmente pasé al pesaje. Ya lo tenía todo.
Devolví el collar, cerré la caja, volví a colocar la tapa del baúl ficticio y
regresé las herramientas empleadas al interior del maletín, todas excepto el
frontal y los guantes; para guardarlos me esperé a llegar al lado de la puerta
asegurándome no tropezar.
Sabía que mi tiempo se agotaba y que tenía que salir de allí cuanto antes.
Recorrí el primer pasillo sin problema, me aventuré por el segundo, pero,
justo cuando estaba a punto de dar la vuelta, escuché pasos acercándose.
¡Mierda!
El pánico se apoderó de mí mientras buscaba desesperadamente una
salida. No podía permitirme ser descubierta, no después de haber llegado
tan lejos. Con el corazón en la garganta, intenté abrir la puerta que me
quedaba más cerca, pero estaba cerrada con llave.
No tenía muchas opciones, había una especie de mueble decorativo, si
me pegaba bien a él, cabía la posibilidad de que la persona no me viera, si
es que no torcía en mi dirección.
«Que siga recto, que siga recto», supliqué.
Los pasos se escuchaban cada vez más cerca, los segundos se
convirtieron en una eternidad mientras intentaba fundirme con la pared.
Justo cuando pensé que todo estaba perdido, la persona pasó de largo sin
siquiera notar mi presencia, no giró en mi dirección.
Un suspiro de alivio escapó de mis labios mientras me alejaba de mi
escondite y me dirigía hacia la salida.
Me desorienté, no estaba segura de si era a la derecha, a la izquierda,
estaba tan nerviosa que tropecé con una alfombra.
—¿Se encuentra bien? —preguntó una voz masculina, sujetándome antes
de que me diera de bruces con el suelo.
Era el grandullón.
Me incorporé.
—Sí, lo siento, esto es tan grande que estaba buscando la salida, creo que
me he desorientado con tanta intensidad ahí dentro.
No cabeceé porque no estaba segura de dónde me encontraba con
exactitud. Él torció una sonrisa.
—Lo imagino, le confieso que me ocurrió varias veces cuando empecé a
trabajar aquí. Las escaleras están ahí mismo —señaló.
—Gracias —musité atacada de los nervios, ya me veía dándole una
patada en los huevos para salir corriendo.
—Dígame una cosa, ¿le ha gustado al jefe su sesión? —Al parecer, el
grandullón tenía un lado cotilla y estaba de lo más parlanchín.
—Aulló como una perra —musité, ganándome otra de sus sonrisas.
—Siempre supe que alguien que anda tan tieso como él es porque le
gusta recibir. Deje que la acompañe.
Cuando por fin salí a la calle, donde el aire fresco de la noche me recibió
con los brazos abiertos, el alivio me inundó, me sentí pletórica y supe que
había triunfado.
Avancé con paso firme en dirección a mi coche, con las imágenes y las
mediciones en mi poder. Tenía muy claro al lugar al que me iba a dirigir.
CAPÍTULO 80

Ares

—T
e he dicho que tenía que irme a casa pronto, que hoy no puedo
hacer privados —gruñí en dirección a Raven, quien estaba
sustituyendo a Corey, usurpando su puesto, mientras estaba
ausente.
—No te llevará más de dos minutos, Avaricia. Todos vamos hasta el
cuello de curro y la clienta ha insistido en que solo te quería a ti, además, lo
que quiere es bailar para ti, ni siquiera tendrás que mover tus huevos de oro
con incrustación de rubíes. Siéntate dos minutos en ese puto sofá y te
largas.
Apreté los dientes. Aunque supiera que Zuhara estaba bien con Bren, no
podía quitármela de la cabeza, era una sensación extraña, un desasosiego
que tenía instalado en el plexo y que no se largaría hasta que atrapara al
cabrón de las canicas.
—Vale, pero solo este y me largo, ¿qué reservado es? —pregunté
mosqueado.
—El cuatro. Entras, te sientas y quitas esa cara de haberte comido una
mierda.
Lancé un bufido. Soberbia me miró de reojo, pero no abrió la boca, desde
que tuvimos el desencuentro en que me vi obligado a amenazarlo con
revelar algo en la fiesta del embajador, no me dirigía la palabra.
Subí las escaleras rabioso, estaba en la zona de vestuarios ya cambiado
para largarme cuando Ira me interceptó.
Me abrí paso en la maraña de mujeres deseosas de pecado y carne. Me
dirigí a la zona de privados cuando percibí a un tío rubio con gafas de sol
apostado en la barra. Charlaba animadamente con Jordan, que estaba
sirviendo a destajo las copas de las mujeres que se amontonaban sedientas.
Me hizo un gesto con la mano para que me aproximara y el boss siguió a
lo suyo, echando mano a la coctelera.
Me acerqué a toda prisa, quizá hubiera venido porque ya tenía las
imágenes.
—Hola, ¿tienes noticias? —lo saludé voraz.
—Hola a ti también, Millonetis. Lamento decirte que mi amigo sufrió un
accidente laboral, todavía no ha podido echar mano, pero se reincorpora en
unos días, así que te garantizo que en nada me pongo en contacto contigo.
Te pediría que, para tranquilidad de todos, extremes precauciones en estos
días. ¿Ya interpusisteis la denuncia? —Negué.
—No me preguntes los motivos.
—No tenía intención, pero, como mínimo, refuerza la seguridad en tu
piso, sé que tienes portero, pero no estaría de más que hasta que demos con
ese cabrón pusieras cámaras en el interior del ático. —No lo había pensado,
tendría que hacerme con algunas minicámaras, me hubiera venido bien no
tirar las de Zuhara por el retrete—. ¿Puedo darte un consejo?
—Por favor.
—Regálale esto a Zuhara de tu parte. —Me dio una canica que
contemplé arrugando el ceño—. Lleva un localizador en el interior. Si ese
loco quiso atropellarla, podría intentar otras cosas. No quiero meterte el
miedo en el cuerpo y mucho menos a tu chica, pero no estaría de más que lo
llevara sin saberlo... —Le había contado a Ray el vínculo de Zuhara con las
canicas y que el loco las dejó en su piso—. Yo le metí uno del mismo
modelo en un colgante a Leo cuando se largó de misión a Centroamérica.
Te hablo con conocimiento de causa, sé lo que es estar preocupado por la
persona a la que amas. —Le sonreí.
—Gracias, haré lo posible para que la lleve encima.
—Bien, en un rato te mando el programa de rastreo, y en cuanto mi
colega se incorpore, lo pongo a currar para dar con el psicópata. No voy a
parar hasta que lo tengamos, tenlo por seguro.
Un silbido alcanzó mi oído, giré la cabeza y me encontré con el capullo
del cuervo señalando el reservado.
Ray emitió una risilla y yo solté una imprecación.
—¿Qué coño le has hecho para ponerlo de tan malhumor? —me
preguntó Ray.
—Tu amigo es un grano en el culo y se le da de pena ser el segundo al
mando. —Dije con la suficiente fuerza para que Jordan me mirara de
soslayo con una sonrisa en los labios—. Te dejo, que al final me veo
castigado y cerrando caja con el boss. Gracias por pasarte y por el detalle —
sostuve la canica entre los dedos y pude intuir el guiño que ocultaban las
gafas de sol.
—Lo que sea por nuestro principal benefactor y ese edificio nuevo.
Palmeé su hombro y fui directo al reservado.
Reconozco que me apetecía lo mismo estar allí como que me pusieran
cera caliente en los huevos.
Me acomodé en el sillón y guardé la canica en el bolsillo del pantalón
para que no se me perdiera. ¿Cómo no se me había ocurrido lo de la
geolocalización?
Ray era un fiera y un tío legal.
Cuando alcé la cabeza, me di cuenta de que la clienta había entrado y
estaba de espaldas sobre la tarima central.
«Hora de la actuación —me dije resignado—. La miras y te vas».
El privado número cuatro era similar a todos los demás, un amplio sofá
curvo de diez plazas, la pared donde quedaba el respaldo cubierta de
espejos. Luces led que cambiaban de color a petición del pecado o la
clienta. La zona circular central, que se hallaba más elevada, albergaba en el
centro una barra de acero hasta el techo para que se pudiera hacer pole
dance.
La canción Expectations, de Lauren Jauregui, empezó a sonar por los
altavoces.
Intenté no poner cara de asco. «¿Qué son noventa segundos cuando en
casa te esperan horas de felicidad?».
Pensar en Zuhara me hizo sonreír, intenté verla reflejada en la clienta,
cuya silueta estaba oculta bajo el abrigo largo de cuero negro. Su pelo
oscuro cayó en suaves ondas por su espalda.
Se puso a contonear las caderas con las primeras estrofas de la canción.
Arriba en la cama, sola.
Me pregunto dónde has estado.
Subió los brazos pasando los dedos por la suavidad de los mechones.
Dibujaba sensuales ochos con los muslos.
Las tres y diez.
Sé que el club cerró a las dos de la mañana.
Alargó las manos y se agarró a la barra siguiendo con el movimiento de
cintura. Si no estuviera loco por la mujer que me esperaba en casa, ya
estaría empalmado o babeando. Tenía un erotismo innato que atraería al
más pintado.
Ya he pasado por unos siete escenarios.
Sobre qué fue lo que cambió de opinión.
Sabiendo muy bien que me dijiste que volverías a casa.
Lo hacía bien, muy bien, encima, su perfume contenía notas de flores
blancas.
Zuhara me obsesionaba de tal modo que la olía en todas partes.
Y sucede cada vez.
Cuando se dio la vuelta, mi corazón y mi bragueta colapsaron.
«Pero ¡¿qué cojones?!».
Se deslizó barra abajo sin soltarse, cruzando la pierna de tal forma que su
muslo canela sobresalía por la abertura.
Sonrió provocadora y me dieron ganas de levantarme para cargarla sobre
el hombro y llevármela a rastras.
Mis neuronas sufrieron un cortocircuito generalizado al verla descender,
realizar una especie de sentadilla agarrada a la barra, con los brazos por
encima de su cabeza, para abrir y cerrar las rodillas un par de veces.
Se había peinado el pelo hacia atrás, elevando la parte central y dándole
cierta sensación de humedad. Los ojos ahumados en negro eran hipnóticos.
La ausencia de pintalabios en su boca desnuda me daban ganas de
enrojecerlos con la barba y los dientes.
Llegó al suelo, se puso de lado y subió y bajo las caderas con un par de
golpes secos como si me estuviera follando.
Se me puso como el cemento armado.
Dio una vuelta sobre sí misma para pisar suelo firme y levantarse.
Paseó la lengua tentadora por el voluminoso labio inferior.
Se agarró de las solapas del abrigo y tiró con suavidad caminando hacia
donde yo estaba con un contoneo animal que me dio ganas de rugir.
Llegó a mí, puso las manos sobre mis rodillas y me hizo separar las
piernas. Me contempló con una intensidad voraz mientras yo me la comía
con los ojos. Estaba exultante.
Fui a cogerle las muñecas para atraerla hacia mí y se apartó como si
abrasara.
Hizo un sonido de negación con la lengua.
Subió la pierna derecha y apoyó la suela del zapato sobre mi polla, con
una ligera presión que lejos de asustarme me envaró.
Mi erección se removió expectante.
Llevé la mano a su pantorrilla y le ofrecí una caricia prometedora.
—¿Qué haces aquí? —pregunté ronco—. ¿Has venido con Brenda?
—Shhh.
Me silenció desplazando la suela para friccionar mi rigidez. Cerré los
puños e imaginé lo que ocultaba aquel maldito abrigo. La boca se me hizo
agua. Separó el pie para dirigirlo a mi pecho y empujarme con fuerza hacia
el respaldo.
—Estoy de celebración y me apetece pecar.
—¿En serio? ¿Y qué celebras? —pregunté, disfrutando de su osadía.
—Que voy a follarte con avaricia —respondió.
Quitó la pierna y saltó sobre mis muslos. Sus rodillas se hundieron en el
asiento mullido y mis manos volaron a su trasero.
Movió su sexo contra mí tirando con fuerza de mi pelo hacia atrás.
—Vas a matarme de un infarto, Bocasucia.
—Eso espero, que mueras de placer. Desabróchame el cinturón —me
ordenó.
No hizo falta que lo dijera dos veces, estaba deseoso de ver con qué me
iba a sorprender.
Escaparon varias palabrotas de mi boca cuando el abrigo se separó como
el mar rojo, y el body de encaje emergió para mi uso y disfrute.
Los pezones se marcaban enhiestos y yo sentía demasiada gula. Llevé la
cabeza hacia delante para mordisquearlos sin delicadeza y ella jadeó
intensa.
Trazó varias ondas sobre mi polla, que amenazó con un seísmo tan
bestial que ni la falla de San Andrés.
Bajé la mano, busqué los corchetes de su entrepierna y di un tirón.
Tenía hambre de coño.
Zuhara estaba tan mojada que, si mi pantalón hubiera sido de otro color,
llevaría una mancha que no me importaría lucir como una condecoración.
Le metí los dedos sin permiso y ella gimió con fuerza. Suerte que estaba
sentado o me habría caído de culo ante tal arrebato.
Zuhara era la viva imagen de la lujuria y el descontrol. Constriñó con
tanta fuerza mis articulaciones digitales que podría haberme hecho una
luxación. Era puto caramelo líquido.
Me gustaba que estuviera tan jodidamente excitada.
Besé, chupé, mordí, tiré y penetré mientras ella no dejaba de gemir y
contonearse contra mí cuando la sentí al borde. La levanté, me bajé los
pantalones y los calzoncillos y la ensarté en mi polla para que me montara a
voluntad, viendo cómo buscaba su reflejo de pura osadía en el cristal.
Me faltaban manos y piel.
La agarré de la cintura para ahondar con las penetraciones. No podíamos
estar más sedientos el uno del otro. La tortura era máxima. Dejé de pensar,
quería follarle hasta el alma, quedarme impregnado en su piel y en el aroma
a deseo que lo envolvía todo.
Sus ojos conectaron con los míos, buscando la certeza de lo que se
avecinaba para los dos. El estallido fue tan bestia, tan sincronizado, que
arrasó a cualquier orgasmo anterior, ya no estaba seguro de lo que hacía con
Zuhara, si follaba o hacía el amor, quizá tuviera que inventar un término
distinto porque lo que sentía era demasiado intenso, una comunión que
afianzaba un todo.
—Te quiero —murmuré jadeante, apretando su cuerpo desmadejado
contra el mío.
—Yo también te quiero —asumió sin moverse un ápice. Mi corazón se
calentó—. Espero que te haya gustado la celebración —prosiguió,
incorporándose un poco para buscar mis pupilas. Sus iris brillaban como
dos ojos de tigre—. Beckett ya tiene todo lo necesario para clonar el Grand
Phoenix —confesó desafiante—. Enhorabuena, Ares Diamond, ya se huele
el TOP5 y vamos a hundir al malnacido de Scott.
CAPÍTULO 81

Zuhara

F
eliz, así era cómo me sentía después de los intensos días en los que me
dediqué a trabajar codo con codo con Ares y Beckett para tener todas
las piezas listas para la subasta.
Becks parecía haberse acostumbrado a mi presencia, por lo menos, me
toleraba un poco más y ya no me hacía desplantes. Era oficial que teníamos
las cinco réplicas del TOP5 y ese día iba a celebrarse la subasta.
Ares se estaba vistiendo y yo estaba en mi cuarto buscando algo cómodo
que ponerme mientras esperaba la llegada de Brenda.
Mi hermanastro estaba bastante crítico, no habían dado con un donante y
cada vez estaba más débil. Maman me dijo que esperaban que de un
momento a otro los llamaran del hospital para certificar su desenlace, por
eso tanto Duncan como ella apenas salían de allí.
Lo habían trasladado a una habitación y lo mantenían conectado a una
máquina. Solo recobraba la consciencia unos minutos y se volvía a dormir
de lo agotado que estaba.
El coche de Ares ya estaba arreglado, mi padrastro se había ocupado de
ponerlo a punto y estaba en el garaje, listo para la última misión de mi
chico.
Ya podía decir que lo era de manera oficial.
Una sonrisa se dibujó en mis labios al recordar la noche en la que me
planté en el SKS tras el reto que supuso entrar en la mansión de Cotillard.
Mi entrada triunfal en el club casi se convirtió en fiasco debido al
maravilloso portero que no me quería dejar alegando que mi presencia haría
superar el aforo. Tenía la adrenalina disparada por las nubes y necesitaba
hacer estallar mi alegría con Ares.
Iba a soltarle un buen rapapolvo, que, seguramente, me llevaría de patitas
a la calle, cuando la voz de mi ángel de la guarda cambió mi destino.
—Perdona, bombón, que casi no llego —murmuró, pasando el brazo sobre
mi hombro—. ¿Hay algún problema, Thomas?
—Creía que era una clienta.
—Que va, viene conmigo, es una amiga de Avaricia. —Thomas alzó las
cejas.
—Lo sé, mujeres como esta te devuelven la fe en los milagros.
El portero alzó el cordón y nos dejó pasar.
—Os recuerdo que queda una hora para el cierre y no me gusta llegar
tarde a casa.
—Lo tendremos en cuenta, dale recuerdos a Donald de mi parte.
Una vez dentro, le di las gracias y él murmuró que no le había costado
nada. Se interesó de inmediato por cómo iban las cosas y cómo estaba.
—Todo sigue igual. Ares no sabe que estoy aquí, he venido porque tengo
una buena noticia que contarle y, bueno, me apetecía celebrarlo.
—¿Sorpresa y celebración en la misma frase? Me encanta, ¿qué tienes
planeado?
—¿Ponerme frente a él y darle un beso?
—Demasiado básico, déjame pensar… —Una sonrisilla traviesa se le
dibujó en los labios—. ¿Que te parecería sorprenderlo con un baile
privado?
—¿Que me baile? Estará harto.
—No, ¡que tú le bailes! —exclamó pícaro.
—Pero ¡¿cómo voy a hacer eso?! —le pregunté asombrada—. ¿Me has
visto?
—Por supuesto, ideal para pegarle un bailoteo. Déjalo en mis manos.
Ray alzó la mano y un chico con chupa de motero y unos increíbles ojos
color hielo paró frente a nosotros para abrazarlo.
—Raven, necesitamos un favor. Te presento a Zuhara, la novia de
Avaricia. —El chico me miró como si fuera el puñetero Santo Grial.
—¡No jodas! Pensaba que en su cama solo lo esperaban una tonelada de
billetes y tarjetas ilimitadas. No te ofendas —musitó, dirigiéndose a mí. Le
sonreí, era increíble lo poco que conocían a Ares.
—No vayas de listillo que tampoco creíamos que Dakota fuera capaz de
aguantar a un cuervo como tú, y mira, hasta las trancas.
—Deja a mi chica, Ray-Ban, ¿cuál es el favor?
Así fue como pude colarme en el reservado número cuatro y dar rienda
suelta a mi adrenalina.
Reconozco que cuando le dije a Ares, después de nuestro polvo
apoteósico, que tenía las imágenes de la pieza que nos faltaba, el cabreo fue
máximo. Suerte tuve de haberlo dejado vacío de mala leche.
Volvió a amenazarme con atarme a su cama y cerrarme bajo llave, no
obstante, vi un deje de orgullo en sus palabras, se notaba que solo lo decía
porque estaba preocupado por mí, pero que en el fondo admiraba lo que
había conseguido sin su ayuda.
—Eres una puta kamikaze —terminó gruñendo.
—Y tú la horma de mi zapato, quién sabe si al final le pillo el gusto a la
apropiación indebida —musité cerca de sus labios.
—Ya te puedes ir olvidando, ahora mismo te llevo directa a tu castigo.
—¿De rodillas, contigo tocando el violín y tu polla en mi boca? —
pregunté, mordiéndome el labio inferior.
—En este país, tendrían que dejarte a ti poner las condenas —asumió
entre divertido y excitado—. Vámonos, estoy deseoso de que cumplas.
Fue otra noche en la que apenas pegamos ojo. Desperté con un dolorcillo
agradable que se extendía por todo mi cuerpo.
A la mañana siguiente, Ares me trajo el almuerzo a la cama, por la hora
en la que nos levantamos, no podía considerarse desayuno.
Puso la bandeja a mi lado, no sobre mis piernas. No me perdí la rosa que
la decoraba, estaba convencida que pertenecía al rosal que tenía en la
terraza. Tampoco me pasó inadvertida la pequeña cajita de terciopelo azul
que quedaba a su lado.
—¿Qué es esto? —pregunté sin tocarla.
Ares me miró con una sonrisa en los labios. Estaba adorablemente
despeinado, lo único que lo cubría era el pantalón que usaba para dormir.
—¿Qué sabes sobre pingüinos emperador? —Alcé las cejas divertida.
—¿Es una pregunta trampa? —Negó—. En ese caso diré que comen
pescado, nadan en aguas heladas y te das un aire a ellos cuando te pones
pajarita.
—Muy graciosa. Pues resulta que los pingüinos emperador tienen una
forma muy característica de demostrar el amor y la devoción por su pareja.
Cuando un macho se enamora de una hembra, busca la piedra más bonita
de toda la playa para regalársela, se la deja a los pies a modo de ofrenda, y
si ella la recoge, entonces están unidos para el resto de sus vidas. Después
de eso, pueden proceder a la anidación.
Lo miré incrédula, con el pulso desatado y la mirada flirteando de sus
ojos a la cajita.
—¿Quieres que sea tu pingüina para siempre?
—Bueno, creo que es bastante evidente que no soy de medias tintas.
—¿Y si no cojo la ofrenda?
—Seguiré trayéndote piedras con la esperanza de que en lugar de
arrojármelas a la cabeza quieras anidar conmigo. —Fui incapaz de
contener más la sonrisa que crecía y se ampliaba en mi cara.
Ni siquiera sabía las ganas que tenía de afianzar lo nuestro hasta que me
dedicó esas palabras. Agarré la caja, la abrí y vi en su interior una
maravillosa canica reluciente. Parecía un pequeño universo, era azul con
motitas brillantes emulando a una galaxia.
Era el mejor regalo que habría podido ofrecerme. La emoción me
embargó.
—Si la aceptas, necesito que la lleves siempre contigo, junto con las de
tu padre, no quiero que cambies la mía por las suyas, solo que las
complementes, a mí también me apetece la idea de que toques mi regalo
siempre que lo necesites.
Casi tiré la bandeja del desayuno. Alargué los brazos para acercarlo a
mí todavía más y llenarlo de besos de todo tipo. Pequeños, salvajes, lentos,
rápidos, profundos, superficiales, pero, sobre todo, llenos de amor.
—Te quiero, pingüino emperador.
—Y yo a ti, Bocasucia.
—Verás cuando le diga a maman que voy a iniciar contigo la anidación.
—Si se lo dices de ese modo, nos veo incubando en unos meses.
No dijimos nada más, solo nos contemplamos con ojos brillantes y un
futuro de lo más prometedor creciendo junto a nosotros.
Ares entró en el cuarto impecablemente vestido y cambió su rictus serio por
uno sonriente al ver mi expresión soñadora reflejada en el espejo del
tocador.
—¿A qué viene esa carita?
Sus brazos me estrecharon y me rozó el cuello con su barba
perfectamente recortada. Contraje el cuerpo por los escalofríos que me
provocaba.
—Estaba puntuando cada polvo que hemos echado.
—¿En serio? ¿Y cuál va ganando?
—El de esta noche cuando vuelvas de la subasta, va a ser épico.
—Buena respuesta —murmuró, llevando su mano al interior de mi
pantalón de chándal para meter los dedos y ahondar en mí.
Me humedecí casi al instante, mi cuerpo reaccionaba preparándose de
inmediato para él.
—Mmm, ¿qué haces? —suspiré disfrutando del roce.
—Tomar una muestra.
Ares me miraba a través del cristal, en cuanto emití el primer gemido y
estuvo bien impregnado, sacó la mano y se llevó los dedos a la boca.
—¿Ha salido bien la citología, doctor?
—Dulce y chispeante, perfecta para mi lengua.
—Tonto —dije, queriendo darle un manotazo.
Ares lo esquivó, dio un paso atrás y mi torpe mano se topó con el cristal
del bote que salvaguardaba todas mis canicas. Salió despedido sin que
ninguno de los dos pudiera impedirlo.
Por suerte, el cristal no se rompió porque cayó sobre la alfombra, pero la
tapa salió disparada junto a todo lo que contenía en su interior.
—¡Madre mía! —grité revolucionada—. ¡Menudo desastre!
Llevaba sin tocarlas desde la noche en que murió mi padre. Antes
siempre las sacaba, jugaba con ellas, las contaba… Pero dejé de hacerlo
porque, de algún modo, pensé que si lo hacía, se evaporarían los recuerdos
que nos unían, que la esencia de mi padre se perdería si alguien volvía a
tocarlas.
Las miré agitada.
—Tranquila, yo me ocupo, ha sido culpa mía, no debí tocarte cuando voy
con el tiempo justo.
—No ha sido culpa tuya, sino mía. ¡No las toques, por favor! —exclamé
atemorizada.
Ares me miró prudente, mi expresión estaba desencajada. Sabía que
estaba actuando como una estúpida, que no tenía razón de ser lo que le
acababa de pedir. Los ojos se me llenaron de lágrimas y un temblor me
recorrió de cabeza a pies cuando Ares volvió a rodearme con los brazos.
—Eh, vamos, todo está bien, no les ha pasado nada. Se guardan en el
recipiente y listo.
Me acarició el pelo y me sentí una estúpida, sabía que tenía razón.
—Perdona.
—No hay nada que perdonar. ¿Te parece si voy a por un recogedor para
que sea más sencillo recogerlas?
—Vale. Te-ten cuidado con no pisarlas y abrirte la cabeza.
—Es un buen consejo, no quedaría bien que fuera al intercambio de
joyas con medio cerebro. —Le ofrecí una sonrisa triste antes de que saliera
del cuarto.
Me puse de rodillas y las miré. Ni siquiera sabía cuántas había, solo que
en ellas radicaban mis recuerdos más preciosos con mi padre y que algunos
incluso ya se habían evaporado.
Era mejor recogerlas cuanto antes. Tomé el recipiente, lo puse en pie, y
entonces me di cuenta de que en su interior, entre las canicas que no
llegaron al suelo, había una que no encajaba.
—¿Qué demonios es esto? —pregunté en voz alta, metiendo la mano.
Saqué una piedra de color marrón rojizo que no había visto nunca, la
miré extrañada.
Intenté hacer memoria de si yo la habría puesto ahí en alguna ocasión.
Nada, no me sonaba de nada. Seguí mirándola hasta que los pasos de Ares
interrumpieron mi exploración.
—¿Qué es eso? —preguntó, esquivando el campo de canicas desplegado
a sus pies.
—No tengo ni idea… Estaba en el interior del bote, pero no debería
haber estado ahí, ni siquiera estoy segura de lo que es.
Él se acercó con cuidado.
—¿Puedo? —preguntó, extendiendo la mano.
Si alguien sabía de piedras era él, se suponía que yo también, pero nunca
había visto algo similar y sin mi instrumental era difícil.
La puso a contra luz y la miró con el aliento contenido.
—¿Te suena? Parece una espinela, pero no las tengo todas conmigo.
Era la única piedra que me vino a la cabeza que se le pareciera.
Sus pupilas perplejas buscaron las mías, estaban enormes, dilatadas,
llenas de incredulidad.
—Juraría que es una painita.
—¡¿Una painita?! —Casi me atraganté—. Eso es imposible, ¿cómo iba a
llegar una painita al interior del tarro de mis canicas?
—Puede que la pusiera tu padre —sugirió—. Me dijiste que su último
viaje fue a Myanmar y que te dijo que tenía algo que iba a cambiar vuestro
futuro. ¿Y si era esto lo que pretendía utilizar para cambiarlo? ¿Y si su
muerte se debía a que el asesino sabía que la tenía?
Mi corazón se puso a latir desesperado. Mis neuronas se pusieron en
acción y la frase que me dedicó mi padre en su última noche juntos volvió a
florecer.
—Mis sueños, los tuyos y nuestro futuro están aquí, en estas canicas,
ellas tienen todo lo que necesitamos para ser felices, no lo olvides nunca —
repetí textualmente—. ¡Me lo dijo! —espeté, fijando mis ojos a los de Ares
—. ¡Él me dijo que la piedra estaba aquí, solo que yo no lo supe! ¡La he
tenido todo este tiempo conmigo!
—Vale, escucha, vamos a hacer una cosa. Recojamos todo esto, y cuando
vuelva de la subasta, vamos a la Guarida y le hacemos las pruebas
necesarias para salir de dudas. ¿Te parece?
Ares había perdido mucho tiempo, tenía que irse de inmediato o todo se
iría al traste.
—Sí, claro, sí… ¿No me dijiste que Painite era el sobrenombre de tu
mentor? ¿Y si fue él con quien oíste a mi padre discutir? Puede que por eso
te mandara allí, que te usara de coartada.
—Si Scott mató a tu padre, te garantizo que lo próximo que te regale será
su cabeza. El amigo de Ray ya se ha incorporado y me dijo que entre hoy y
mañana tendría los vídeos.
Las ideas me sacudían por completo, aquel hallazgo lo cambiaba todo.
Ares tomó mi mano y puso la piedra en mi palma.
¿Fue esta puñetera gema la culpable de que mi padre muriera? Casi todas
las grandes piezas tenían una historia de sangre y muerte asociada a ellas,
quizá esa no fuera distinta.
Metí la mano libre en el bolsillo del pantalón y toqué mis canicas de la
suerte para relajarme.
Lo recogimos todo lo más rápido que pudimos, y cuando Ares llegó a la
puerta, se le veía inquieto.
—Brenda llega tarde.
—Tranquilo, seguro que es cosa del tráfico. No pienso salir de aquí, ya
sabes que voy a estar a los mandos del sistema de seguridad para pinchar
las imágenes.
—Prométeme que no vas a desobedecer, necesito estar tranquilo. ¿Tienes
mi canica?
Asentí y se la mostré para después devolverla al interior del bolsillo.
—¿Y tú mi manzana?
—Sobre mi corazón —respondió. Sabía que era cierto, yo misma le
había hecho el engarce. El uno buscó los labios del otro y nos besamos—.
Después de esto, se acabó, te lo prometo.
—No me hagas promesas, solo vuelve. —Me dio un último pico
apretado.
El juramento me estremeció por dentro y me dejó un regusto amargo, la
última vez que un hombre me prometió algo terminó muerto.
CAPÍTULO 82

Ares

N
o me quedaba tranquilo dejando a Zuhara sola, pero no tenía más
remedio que hacerlo o todo se iría al traste.
El descubrimiento de la piedra en mitad del bote de canicas daba
un nuevo giro a lo ocurrido, si el fallecimiento de Omar fue por la piedra,
cabía la posibilidad de que no fuese Duncan, sino Scott.
¿Y si me mandó a mí a buscar los diamantes mientras él o un enviado
suyo entraban en busca de la painita?
Si era así, quizá sí fuera Apolo la persona que entró, puede que se viera
sorprendido por Omar y tras su negativa pelearan, mi hermano se
descontroló, como le ocurrió con Jackson, y lo terminara matando.
Pronto lo descubriría, en cuanto tuviera las imágenes que Ray me había
prometido.
Subí al coche y me dirigí al edificio de las afueras en el que iba a
realizarse la subasta. Estaba llegando cuando Beckett me llamó.
—¿Estás aparcando? —preguntó nada más descolgué. Si había alguien
que me conociera como la palma de su mano ese era él.
—En dos minutos, y tú, ¿ya has puesto a enfriar la botella de Dom
Pérignon?
—Ya sabes que soy más de Taste of Diamonds.
Reí, aquel era el champagne más caro del mundo y conseguimos
hacernos con una botella que Scott guardaba en su bodega. Becks y yo nos
prometimos beberla cuando acabáramos con la reputación y el imperio de
su hermano.
—Es verdad, en cuanto tenga las piezas, los tres lo vamos a celebrar a lo
grande.
—¿Zuhara se va a encargar del sistema de seguridad?
Ya conocía la respuesta, se lo dije antes de ayer, cuando repasamos el
plan completo.
—Así es, no se le dio mal cuando me cubrió la última vez, ya sabes que
es muy concienzuda y tampoco es que sea tan difícil. Solo es pinchar las
imágenes.
—Fue una suerte que Reynolds nos dejara todos los parámetros antes de
morir. Dios lo tenga en su gloria.
La policía seguía sin saber quién estaba detrás de la muerte de nuestro
colaborador, aunque quizá se resolviera cuando acabara con Scott. El
pensamiento me llevó a otro. Acababa de llegar a la zona de aparcamiento a
dos manzanas del edificio.
—No vas a creerte lo que nos ha pasado.
—No me lo digas, le has pedido matrimonio y un baby Ares crece en el
vientre de tu nueva adquisición.
—Zuhara no es una adquisición y no se trata de eso. Creo que he dado
con el motivo por el cual van detrás de ella.
—¿Te refieres a Duncan?
—Me refiero a Scott.
—¿Scott? ¿Qué ha cambiado para que las miras estén en mi hermano? —
Apagué el motor.
—Zuhara se trajo al ático el bote de canicas que lleva guardando desde
que era pequeña, hoy se le ha caído sin querer y hemos encontrado una
piedra entre las esferas de cristal que ella juró no saber qué hacía allí. No
podía contrastar lo que mis ojos veían, pero tengo la corazonada de que se
trata de painita.
—¿Painita? —preguntó incrédulo.
—El último viaje de Omar fue a Myanmar, le dijo a Margot que iba a
dejar el trabajo y a Zuhara que dentro del recipiente estaba la solución a
todos sus problemas. Era demasiado pequeña para comprender lo que su
padre quería decirle.
—Dios, ¡¿piensas que Omar le robó a mi hermano su piedra fetiche?!
—Ya sabes que en aquella época estaba obsesionado con dar con ellas. A
mi parecer, creo que Omar se hizo con una de la explotación, alguien se fue
de la lengua, Scott se enteró y puede que mandara a Apolo mientras yo iba
a por los diamantes. Quizá por eso lo encerró, para que no confesara lo que
había hecho.
—Tiene sentido, ambos sabemos lo que estuvo a punto de hacer. ¿Y estás
seguro de que se trata de painita?
—Cien por cien no, cuando termine esta noche, iremos a la Batcueva a
hacerle las pruebas pertinentes. —Miré el reloj—. Beckett, te tengo que
dejar, se me echa el tiempo encima.
—Por supuesto, disculpa, es que me has dejado en shock con lo que me
has dicho. Mucha suerte, aunque no la necesites.
Colgué y salí del coche. La tasación por parte del perito que certificó la
autenticidad de las joyas había sido hacía unas horas. El edificio estaba
custodiado por varios hombres con licencia de armas. No eran exactamente
guardas de seguridad, teniendo en cuenta los millones que iban a moverse.
La subasta tendría lugar en un par de horas, los invitados comenzaban a
llegar a la fiesta previa y era ese el momento perfecto para infiltrarme sin
ser visto, cuando los ojos tenían que estar puestos en distintos lugares.
Vestía íntegramente de negro, llevaba el pasamontañas puesto porque a
las personas que pensaba joder no dudarían en dar conmigo a golpe de
talonario y quería que todas las miras estuvieran puestas en Scott, no en mi
puta jeta.
Nadie llamaría a la poli, o a cualquier organismo oficial. El evento del
TOP5 se movía al margen de la ley, sobre todo, porque algunas de las joyas
estaban formalmente desaparecidas por países, museos o sus legítimos
dueños. Los tipos que las custodiaban no dudarían en disparar primero y
preguntar después.
Decidí acceder al edificio a través del bloque vecino. Subí por la escalera
de incendios que quedaba en la calle paralela, oculta a la mirada de los
mercenarios, por llamarlos de alguna manera.
Las sombras siempre fueron mis aliadas, ese día no sería distinto, incluso
el firmamento parecía estar de mi parte. La luna se había ocultado tras un
manto espeso y amenazante.
Me cuidé de no tocar el pasamanos mientras ascendía, estaba cubierto de
óxido, no es que me preocupara manchar los guantes, llevaba el material
necesario en la mochila, pero prefería no dejar rastro de fibras, el
pasamontañas también me ayudaba a que mi pelo no cayera y alguien
pudiera rastrearme gracias a él.
El viento arrojó un bufido cuando llegué a la cima. Por suerte, soplaba a
mi favor, lo que ayudaría al salto, teniendo en cuenta los dos metros que me
separaban de mi destino.
«Allá vamos».
No lo pensé demasiado, los cálculos estaban en mi mente. Corrí, cogí
impulso en la última porción de suelo en la que hacía pie y salté sintiendo el
vacío enroscarse en mis tripas.
Si Zuhara hubiera visto mi caída, diría que era un puto ninja, y no le
faltaría razón, a veces lo parecía, salvo que los métodos que emplearon para
que lo fuera seguían encogiéndome por dentro.
«Voy a joderte, Scott».
Brenda ya debía haber llegado al ático, las dos estarían esperando la
orden silenciosa que les daría al pulsar el botón de mi smartwatch. Desde
que lo hiciera, disponía de cuarenta y cinco minutos para hacer el recorrido,
llegar a la cámara, intercambiar las piezas y hacerme con el botín, por lo
que iba a apurarlo al máximo.
Anclé el sistema para hacer rapel en la zona que me pareció más segura.
Enganché la cuerda al arnés y me ubiqué para empezar el descenso,
sintiendo la tensión del agarre. Solo tenía que descender un piso mientras
los ricos y poderosos se codeaban entre ellos, brillando con sus joyas de
lujo y vestidos elegantes, ajenos a lo que iba a suceder.
La brisa golpeó mis mejillas dándome la bienvenida. No había nervios,
por lo menos no de los que te hacen cagarla, los únicos que me permitía
eran los que te hacen estar en guardia.
Afiancé mis pies contra la fachada de ladrillo rojizo para ofrecer mi
particular coreografía. Me agarré con fuerza a la cuerda y procedí a ella.
Salto, suelto cuerda, la tenso, caída. Salto, suelto cuerda, la tenso, caída.
Salto, suelto cuerda, la tenso, cristal.
No lo rompí, no estaba en mis planes hacerlo. Atravesarlo solo hubiera
supuesto la posibilidad de herirme o causar un estrépito que pudiera
alertarlos.
Con los invitados en el edificio, el sistema de seguridad estaba
desconectado, el único lugar en el que permanecía activo era en la zona de
la cámara acorazada.
Scott no había elegido ese enclave al azar, el edificio había albergado un
banco que cerró hace más de cincuenta años.
Saqué el cortador circular de vidrio de la mochila, era todo lo que
necesitaba para realizar un agujero, para poder introducir la barra de hierro
doblada y accionar la manija sin dificultad.
Era uno de los momentos más delicados, porque si alguien miraba hacia
arriba, podrían verme, y dudaba que si les decía que era de una empresa
dedicada a la limpieza vertical me creyeran.
Suerte que no me importaba invertir en herramientas y que los años de
experiencia me daban la templanza suficiente para estar suspendido en una
cuarta planta mientras agujereaba el vidrio. No me llevó más de dos
minutos hacerlo. Treinta segundos después estaba dentro.
Me deshice de la sujeción de la cuerda, me acerqué a la puerta y,
entonces sí, presioné el botón que le daría aviso a Zuhara para interceptar la
emisión de las cámaras.
Aproximé el oído y comprobé que no se escuchaba nada. Abrí la puerta
con sigilo, tuve suerte de que ni estuviera cerrada ni emitiera crujidos.
Solo había una escalera principal, cero ascensores, me encontraba en la
cuarta planta y tenía que bajar a la menos uno. Por fortuna, como muchos
de los edificios construidos en la época de la ley seca, había un pasadizo
oculto entre sus muros, solo tenía que bajar al tercer piso, llegar al fondo
del pasillo y entrar a la última puerta. Los planos indicaban que, en la pared
del fondo, había un mecanismo oculto que me daría acceso a la escalera
interna, era el único lugar por el que descender sin ser visto.
Dudaba que Scott no me estuviera esperando, no tenía ni idea de cuándo
intentaría joderlo, pero sabía que quería hacerlo, por lo que estaría en
guardia. No suponía ningún problema para mí, eso sí, tendría que estar más
alerta.
La adrenalina y el peligro siempre estimularon mis sentidos más agudos,
él se había encargado de ello.
Me pegué a la pared, alcancé el rellano lo más rápido que pude y alcé la
mirada. Allí estaba la primera de las cámaras que enfocaba en mi dirección,
si algo había salido mal lo sabría en breve.
Asomé la cabeza y vi a uno de los tipos de seguridad en la segunda
planta, miraba hacia abajo porque una chica de risa escandalosa y escote de
vértigo acababa de hacer su entrada, sujeta al brazo de un septuagenario.
Perfecto, era la distracción que necesitaba.
Bajé los peldaños con fluidez y, al llegar a la tercera, no me asomé, seguí
mi camino todo lo rápido que pude hasta llegar a mi preciado boleto al
pasadizo.
Respiré profundamente y crucé los dedos para que a nadie se le hubiera
ocurrido meterse allí.
Abrí la puerta con los labios apretados, esperando un crujido que no
llegó. Menos mal que las bisagras estaban engrasadas.
No obstante, no me esperaba lo que me aguardaba en su interior.
«¡Sorpresa!». Scott decidió establecer ahí la zona de seguridad. Había
varias pantallas que mostraban a los invitados, también las de los pasillos,
escaleras y una enfocaba la zona de la cámara acorazada.
Todo parecía estar transcurriendo en tiempo real, lo que significaba que
Zuhara estaba haciendo bien su trabajo, eso o que no lo había conseguido y
estaba jodido de verdad.
Necesitaba comprobarlo.
Accedí a la cámara cuatro, que era la que debería haberme grabado,
rebobiné unos segundos y…
¡Mierda! ¡Ahí estaba yo! Aquello sí que era un contratiempo, tendría que
puentearlas desde dentro.
Volví a presionar el botón de mi reloj, por si no lo hice bien a la primera,
no obstante, no me podía arriesgar.
Accedí al bolsillo pequeño de la mochila e introduje el minúsculo USB
que haría papilla el circuito de grabación. Siempre me gustaba tener un plan
B y un C, por si el A fallaba.
Entré en el símbolo del sistema para ejecutar el programa, e introduje el
comando, una combinación de números y letras que me daría el resultado
que necesitaba.
Sonreí satisfecho, en cuanto le diera al enter, todo desaparecería. Llevé el
índice hasta allí y un rugido me pilló por sorpresa.
—¡Eh! ¡¿Quién cojones eres tú?!
Tuve suerte de que me tocara el que pregunta antes y dispara después.
No iba a colar que dijera que era el informático, así que…
CAPÍTULO 83

Zuhara, veinte minutos antes

H
abía recibido una llamada de Brenda diciéndome que no me
preocupara, que estaba en camino.
Al parecer, un tío había atravesado su coche en plena 7ª Av. con la
44 St. El tráfico se había colapsado y había generado una retención de tres
pares de cojones. Lo peor es que no tenía gasolina y se lio una gorda.
Formaba parte de una manifestación, algunas personas habían tomado
Broadway para manifestarse por el asesinato ocurrido en el metro, cuando
se suponía que Nueva York era una ciudad sin armas.
Le dije que no se preocupara, que no tenía intención de moverme, pues
estaba pendiente de la señal de Ares para que bloqueara el sistema de
vigilancia.
—Tengo un 3 % de batería, esto se va a cortar de un momento a otro.
—Tranquila, no pienso irme a ninguna parte.
—¿Prefieres que me baje y vaya andando? Si aprieto el paso, estaría en
diez minutos, quince a lo sumo.
—Ni se te ocurra, que seguro que vienes con taconazos y no quiero ser la
responsable de que se te parta uno o te salgan ampollas.
—Cómo me conoces.
—Anda, relájate, que yo voy abriendo una botella de ese vino que tanto
te gusta y que Ares compra especialmente para ti.
—¿Te he dicho ya cuánto quiero a ese hombre?
—No, pero yo a él sí, así que llegas tarde.
—¿Le has dicho que lo quiero?
—Le he dicho que yo lo quiero —puntualicé.
—¡Aaah! —gritó—. ¡¿En serio?! ¿Y cómo fue? ¡Necesito saber ese
chisme! ¿Qué hacíais cuando se te soltó la lengua? Usted, cállese, ¡que con
lo que voy a pagarle por la carrera, tengo derecho a ser todo lo escandalosa
que me dé la gana! —amenazó mi amiga al taxista provocando que negara
con la cabeza y sonriera al oírla—. Madre mía, esto hay que…
Bip, bip, bip, bip.
Estaba claro que iba a quedarse sin batería. Ya llegaría y me sometería a
un tercer grado. No se lo había dicho porque me daba cierto pudor, aunque
estaba claro que merecía saberlo.
Fui a la cocina para descorchar la botella y cumplir con mi promesa. La
abrí, puse el líquido oscuro en un decantador y esperé a que se oxigenara.
Cuando giré el rostro, me topé con el paño de terciopelo y la piedra que
reposaba en él.
La cogí entre los dedos, como hizo Ares, y la alcé. Todavía no daba
crédito a que aquel puñetero mineral fuera el culpable de la muerte de mi
padre, ni que él lo enterrara en el bote de canicas.
Fui al ordenador mientras hacía tiempo a que Bren llegara o, en su
defecto, que Ares me diera la orden para acceder a las cámaras. Busqué
todo lo que pude sobre el mineral, cada vez tenía más claro que se trataba
de eso.
A los quince minutos, sonó el timbre, cerré las ventanas de búsqueda y
me encaminé hacia la puerta. Serví una copa de vino antes de llegar a ella, y
en cuanto la abrí, no esperé a que Bren dijera nada, extendí el brazo
pronunciando un saludo de lo más nuestro.
—Bienvenida a la casa de Drácula, bitch.
El hombre bajito de gusto estrafalario para la moda, calvo y con gafas de
pasta me miró por encima de estas con rictus de disgusto.
—En mi vida me han llamado muchas cosas, pero nunca una como esa.
—Ay, Beckett, ¡disculpa, no-no te esperaba! —recogí el brazo y di un
paso atrás un tanto abochornada—. Estaba esperando a Brenda, que se
retrasa.
—Lo sé, Ares me ha pedido que viniera para hacerte compañía mientras
y certificar vuestro hallazgo. ¿Puedo pasar?
—¿Te ha hablado de lo que hemos encontrado? —miré a un lado y a otro
del rellano.
—¿Tú qué crees? Por ahora, no tengo dotes adivinatorias, y es mi mejor
amigo, era lógico que me lo dijera.
—Sí, sí, claro, es solo que como quedamos en que, cuando regresara,
iríamos a la Guarida…
—Pues ya ves. ¿Para qué dejar para mañana lo que puedas hacer hoy? Ya
conoces a nuestro Ares —dijo con retintín—. Al fin y al cabo, te chupa la
sangre cada noche y lo que no es la sangre también. —La broma de mal
gusto me hizo apretar los labios. No teníamos tanta confianza como para
eso—. Ay, ¿no me digas que te he ofendido? —rio—. Lo lamento, es mi
humor inglés.
«Es el amigo de Ares, el hombre en el que más confía, haz un esfuerzo
que solo os tiene a ti y a él, y tú acabas de llegar a su vida».
—Por supuesto, ya me acostumbraré, pasa, estás en tu casa.
—Gracias.
Volví a mirar hacia el rellano antes de cerrar la puerta. No se oía nada.
Caminé detrás de Beckett, que se dirigía a la zona del salón que daba a la
cocina abierta. Le di un trago al vino.
—Oye, ¿no habrás visto a Brenda? Dijo que estaba de camino, que había
un atasco, pero… ya lleva bastante rato.
—Ni idea, yo he visto la retención, y como casi siempre conduzco con
Google Maps justo para no comerme embotellamientos, me ha reconducido.
—Eso es que seguirá en el atasco, encima es que se había quedado sin
batería.
—Una lástima. ¿Dónde tienes la piedra?
—Ay, sí, perdona, ahí —señalé la encimera.
Él puso a su lado la bolsa que imaginé que era de instrumental para
determinar si estábamos en lo cierto, sin embargo, no sacó nada, se dedicó a
mirar la piedra con sumo cuidado.
—Ares me comentó que pensaba que tu padre la metió en el interior del
bote de canicas, qué ocurrente, ¿no te parece?
—Sí, bueno, yo no tengo ni idea de por qué hizo algo así.
Beckett rio.
—Querida, no seas cínica, lo hizo porque acababa de robarle una fortuna
a sus jefes, o sea, a mi hermano y a tu padrastro. Es curioso el ciclo de la
vida, ¿no crees? Hija de un ladrón termina enamorada de otro.
Me dio mucha rabia el tono que empleó. Se estaba metiendo con mi
padre sin saber.
—Todavía no estamos seguros de que la robara.
—Claro, y como no está aquí para preguntárselo… —dijo con retintín—.
Tu padre era un simple trabajador, no tenía dinero para comprar una de
estas ni en dos vidas. La piedra no le pertenecía, no hace falta ser muy listo.
Tu padre trabajaba para la empresa que mi padre fundó, no tenía ninguna
explotación minera y tu maman le había cantado las cuarenta por pasar
tanto tiempo fuera de casa, lo quería a su ladito en la cama porque estaba
harta de cargar contigo y con todas las responsabilidades. Se sentía sola y
quería a alguien que le calentara tanto como Ares a ti. Él le vio las orejas al
lobo y tomó una decisión que le costó la vida —murmuró, enfocando la
piedra hacia mí.
Me sentía incómoda por su actitud, podía presuponer muchas cosas, pero
no decirlas así, cargado de desprecio.
—Eso no lo sabes. —Me escuché responder. Él sonrió.
—Ya lo creo que sí, solo hay que verte a ti. Eres igual que él, llegas a un
sitio —dio la vuelta sobre sí mismo—, y te apropias de lo que no es tuyo.
¿La casa de Drácula la has llamado? Bueno, no es del todo inapropiado
teniendo en cuenta cómo actúas. Dicen que los vampiros son capaces de
adueñarse de tu mente, como tú has hecho con Ares, te has quedado su
cuerpo, su vida y sus decisiones. Eres como uno de esos parásitos que, a la
que te descuidas, se quedan con todo lo que eres y representas.
Su expresión estaba bastante crispada. Se notaba a la legua que estaba
cabreado conmigo. Ares me contó que Beckett era gay, quizá lo que le
ocurría es que amaba a Ares en secreto y yo le suponía un obstáculo en su
relación. O simplemente es que no le caía bien. Fuera como fuese, una cosa
era poner todo de mi parte para que congeniáramos y otra muy distinta estar
dispuesta a tolerar sus menosprecios.
Comenzó a abrir la bolsa que había traído. No presté atención al
contenido porque estaba demasiado ofuscada.
—Mira, no sé lo que te pasa conmigo, pero solo te lo voy a decir una
vez. Que yo salga con Ares no significa que tú y yo tengamos que ser
amigos, pero sí me gustaría que, como los dos lo apreciamos y queremos lo
mejor para él, nos toleráramos y respetáramos. Que tuviéramos un mínimo
de cordialidad. No quiero ser el motivo de que Ares te haga a un lado.
—Uuuh, menuda importancia te das, que me haga a un lado… ¿a mí? —
rio desquiciado—. No, querida, en todo caso a quien va a perder es a ti.
Alcé las cejas y fue entonces cuando vi que las puntas de los dedos del
guante que sujetaba la painita estaba manchada de algo oscuro y rojizo.
Tuve un mal presagio.
¿Por qué no me había fijado hasta ese momento? Entonces vi un reflejo
plateado saliendo de la bolsa. ¿Eso era un cuchillo?
No esperé para averiguarlo. Actué por puro instinto. Alargué la mano, le
arrebaté la piedra y eché a correr en dirección a la puerta agarrando las
llaves de mi coche, que estaban en el mueblecito de la entrada.
CAPÍTULO 84

Ares

A
quel capullo no había podido dejar tranquila a la serpiente en su nido.
Estaba a nada de fundir el sistema de seguridad cuando, ¡zas!, la
puerta se había abierto y aquel mastodonte armado que se reflejaba en
la pantalla se metía en mis asuntos.
Tenía que ser rápido.
Sin pensarlo dos veces, pulsé el botón de autodestrucción, me lancé hacia
delante como un rayo, dando la vuelta sobre mí mismo, para agarrar la silla
con ruedas en la que estaba sentado.
La adrenalina corría por mis venas mientras la lanzaba con todas mis
fuerzas hacia ese tipo que ni siquiera había tenido tiempo de disparar. El
impacto contra la mano que sacaba el arma fue brutal.
El respaldo se estrelló contra él.
La semiautomática cayó al suelo y yo me agazapé para saltar hacia
delante y golpearlo en la quijada.
Con el pie, empujé el arma alejándola de su alcance.
Él rugió y extendió las manos para agarrarme, haciendo a un lado la silla
de un manotazo.
Antes de que pudiera pestañear, el mastodonte buscó arrancarme la
cabeza como fuera. El tipo era un auténtico muro de músculos, pero yo no
iba a dejarme vencer tan fácilmente.
Le encajé dos golpes más que lo hicieron aullar.
—¡Voy a matarte, malnacido!
—Para eso, primero tendrás que pillarme.
Me llené la boca demasiado rápido, en un descuido, consiguió cogerme,
lanzarme por los aires y mi lumbar impactó contra la mesa de las pantallas.
«¡Hijo de puta!».
Lo vi desviar la atención, iba a por el arma. No pensaba permitírselo.
Me deslicé por el suelo como si fuera a hacerle una entrada de fútbol que
me permitió agarrarle la mano antes de que tomara la semiautomática.
—Lo siento, la pistola no te va a servir con el índice dislocado.
—Yo no…
Crac.
Se puso a bocear, no podía permitirme ni un solo grito y sabía que lo que
acababa de hacerle dolía mucho.
Me incorporé de un salto, impulsando mi cabeza contra su nariz. El
chasquido y el posterior salpicón de sangre me indicó que estaba rota.
No era suficiente, lo necesitaba fuera de juego.
Me puse detrás de él y utilicé la tira sobrante de la mochila que servía
para ajustarla a mi espalda y pasarla por delante de su cuello, cerrarla en
corto y asfixiarlo. Llevé la rodilla a las baldosas, giré para quedar de
espaldas a él y, sin soltar la cinta de nylon, lo proyecté por encima de mí
para que cayera de espaldas al suelo.
Perdió la conciencia de inmediato.
—Lo siento, tío —me disculpé antes de arrastrarlo, subirlo a la silla,
atarlo a ella de pies y manos, con la cinta americana que tenía en la mochila
y le di un par de vueltas a la cabeza para asegurarme de que no podría abrir
la boca.
También le puse los seguros a las ruedecillas para cerciorarme de que no
se podría desplazar, alejándolo al máximo de las paredes y la puerta. Si
despertaba, lo tenía jodido.
Por mi bien, esperaba que no lo hiciera antes de que yo hubiera salido
con las joyas.
Las joyas.
Corrí hacia el fondo de la sala, busqué el mecanismo de apertura de la
puerta oculta, y cuando escuché el clic, sentí un alivio inmediato.
Abrí la mochila, me puse la luz frontal para no verme envuelto en la
penumbra. El olor a humedad, polvo y mi propia agitación me dieron la
bienvenida.
Respiraba alterado mientras descendía por las escaleras del viejo
pasadizo construido en la época de la ley seca. Mis manos palpaban la
pared rugosa cubierta de suciedad y alguna que otra tela de araña. Cada
paso resonaba en el silencio, como el eco de mi propia urgencia.
Apestaba a rancio, nada que ver con el dulce aroma a flores blancas de
Zuhara. Mi pensamiento voló hasta ella.
«Está bien, Brenda ya habrá llegado al piso, despreocúpate», me ordené,
aunque el runrún seguía azuzando mi estómago.
Conté las plantas, una más y llegaría. No tenía tiempo para distracciones.
Mi mente estaba enfocada en el objetivo: alcanzar la planta -1, donde se
encontraba la codiciada cámara acorazada.
Al llegar al final de las escaleras, avancé por el estrecho pasillo. Presioné
los párpados y recreé los planos en mi mente. Conté los ladrillos hasta
llegar al que debía remover. Me ayudé con la barra de hierro para rascar un
poco del cemento. Llevaba demasiado tiempo sin utilizarse.
El polvillo cayó y pude desplazarlo para tocar el botón que protegía.
Esperaba que el mecanismo no fallara.
Al escuchar el chasquido y empujar, me di cuenta de que la apertura
secreta cedía y la cámara se desplegaba ante mis ojos.
El corazón me latía en los oídos, ocultando la respiración pesada.
No salí de inmediato, las cámaras no podían captarme, pero sí el sistema
de alarma.
Respiré varias veces, tenía que avanzar pegado a la pared de mi derecha
y solo disponía de veinte segundos para llegar a la roseta de conexión que
quedaba pegada al suelo y puentear el cable correcto.
Giré la mochila para tener las herramientas a mi alcance y pegué el
cuerpo todo lo que pude.
En diez segundos, estaba en la zona indicada; en cinco tenía la tapa de
plástico en el suelo. Las gotas de sudor se desplazaban por mi espalda, el
pasamontañas no es que fuera una cámara de oxígeno, precisamente.
Sonreí cuando en el último segundo pude hacer el puente y no sonó nada.
«Alarma desconectada».
Corrí hasta ubicarme delante de la puerta blindada, puse el dispositivo
electrónico al lado del sistema de apertura. Por fortuna, no era un sistema de
última generación, por lo que no me llevaría demasiado tiempo.
Las cifras y las letras fueron iluminando la pantalla.
3-S-7-P-9-A. La puerta se desbloqueó, hice girar el volante de la caja
fuerte y ahí, frente a mis narices, estaban las cinco piezas que había ido a
sustituir.
Me cambié los guantes en un santiamén y con mucho cuidado di el
cambiazo.
—Hola, precioso —saludé al Peacock Brooch que centelleaba frente a
mis ojos.
—Sabía que lo conseguirías, aunque lamento decirte que no vas a salir de
aquí. —Me di la vuelta al escuchar la voz de mi mentor, pero la puerta se
cerró antes de que pudiera hacer algo para alcanzarla. Mi pulso se disparó al
mil por mil. «No, no, no, no, ¡no!»—. Entiéndelo, hijo, no podía dejar que
te las llevaras, me juego mi reputación, así que instalé un sistema de
vigilancia silencioso que me dijo que ya estabas aquí. No es nada personal,
reconozco que ha sido divertido ver cómo te las ingeniabas, pero es difícil
que el alumno supere al maestro. El juego termina aquí, y cuando
comprendas que todo lo que hice fue por tu bien, te diré que en mi casa
siempre tendrás la puerta abierta.
—¡Te puedes meter la puerta por el culo, ya te dije que no quiero nada de
ti y no soy tu hijo! ¡Nunca voy a volver y no me llames hijo! Te odio, no te
soporto desde que comprendí que tú fuiste el auténtico responsable de la
muerte de Apolo y, por si fuera poco, he averiguado que mataste a Omar
porque te robó una piedra de painita. —vociferé al otro lado.
—Vaya… Entonces era verdad, Omar se hizo con una, creí que se trataba
de una leyenda popular cuando fuimos incapaces de encontrarla. ¿Has dado
con ella?
—¿Y eso qué más da? Mataste a un hombre por una puta piedra, eres
despreciable.
—Yo no lo maté. Recibí un chivatazo de uno de mis trabajadores de
Myanmar. A un minero se le calentó la boca después de haber bebido más
de lo que su religión permitía, que era cero. Dijo que uno de los extranjeros
le dio un buen pellizco por haberle revelado la ubicación de una de esas
piedras marrones. Que a él, al fin y al cabo, le daba igual porque cobraba lo
mismo. No estaba seguro de que el rumor fuera cierto hasta que Omar me
llamó esa misma noche, después de que te fueras para robarle los diamantes
que se había agenciado de uno de los cargamentos, para decir que
renunciaba a su puesto.
—Entonces, ¿asumes que mandaste a Apolo para matarlo?
—No. Solo discutí con él, le dije que sabía que había querido robarme, y
que si había dado con la painita, no podía quedarse con ella, no era suya, al
igual que los diamantes. Como bien sabes, las piedras son muy caprichosas,
desatan su perversidad sobre aquellos que se creen con la capacidad de
arrebatarlas. No tuve nada que ver con su muerte.
—Y, entonces, ¿quién fue? —pregunté hiperventilando.
—¿Y yo qué demonios sé? Lo acusaron de tráfico, quizá Omar se había
cansado de ser el bueno de la película para calmar la avaricia de esa
mujercita que Duncan se estaba tirando.
—¡Duncan no se la tiraba!
—Si tú lo dices… Despierta, hijo, quizá los Al-Mansouri no sean tan
buenas personas como aparentan, quien esté libre de pecado que arroje la
primera piedra. Ahora descansa un rato, te pediría que te unieras a la fiesta,
pero, conociéndote, seguro que aprovechas y te escabulles. Raciona el
oxígeno, aún queda rato para la subasta.
—¡No puedes dejarme aquí! —grité.
—Ya lo creo que sí. Disfruta de tu reclusión, dicen que los retiros
espirituales siempre van bien para pensar, que disfrutes del tuyo.
—Scott. ¡Scott! —vociferé.
No escuché sonido alguno, algo me dijo que mi mentor ya no estaba
conmigo y yo estaba muy jodido, quizá la painita sí que nos hubiera traído
mala suerte.
CAPÍTULO 85

Zuhara

E
ra imposible bajar por el ascensor. Había conseguido salir al rellano,
pero no podía arriesgarme a ir hasta él porque Beckett me pillaría.
—Zuhri, voy a por ti… —canturreó, utilizando el apelativo que
empleaba mi padre. ¿Cómo sabía ese nombre?
Mi corazón no dejaba de aporrear el interior de mis oídos. Necesitaba
llegar al aparcamiento como fuera, meterme en el coche y salir a toda
hostia.
Mierda, ¡no llevaba el teléfono encima y no podía avisar a Brenda!
Alcancé la puerta que daba a las escaleras, me costaba abrirla, como si
algo la bloqueara, empujé con todas mis fuerzas, y cuando lo conseguí, di
un grito descomunal.
El suelo estaba cubierto de sangre y en mitad de un charco, como ocurrió
con mi padre, estaba mi mejor amiga llena de cuchilladas.
¡La sangre que manchaba los guantes de Beckett era suya!
El aroma ferroso me dio una náusea.
—Bren, ¡Bren! —chillé.
—Veo que ya has encontrado a tu amiguita —lo oí gritar desde el pasillo
—. Lástima que no pueda oírte. Esa puta merecía morir, al igual que tú.
¡Dame la piedra que me robó tu padre, zorra!
Los ojos me escocían, ni siquiera podía parar para comprobar si Beckett
estaba en lo cierto y Brenda estaba muerta. Ojalá no, ojalá siguiera viva.
Pasé por encima de ella con el corazón encogido por no poder socorrerla
y una maraña de lágrimas me emborronaron la visión.
—Te prometo que, en cuanto llegue a la calle, pido ayuda, aguanta,
Bren… —le dije por si me podía oír.
No podía dejar que me atrapara o estaríamos vendidas las dos.
Fui a poner el pie en el peldaño para bajar lo más rápido posible y patiné
por culpa del reguero de sangre. Tenía las suelas llenas.
Chillé a la par que caía dando tumbos hasta frenar en el siguiente rellano.
Me di varios golpes y uno muy fuerte en las costillas.
—Ohhh, ¿te has caído? ¿Es que tu papaíto no te enseñó que las prisas no
son buenas compañeras? Lástima que no te hayas partido el cuello, así nos
habrías ahorrado mucho sufrimiento a los dos.
Había abierto la palma de la mano y la painita cayó rodando al siguiente
piso. Me incorporé dolorida. No podía permitirme dejar de correr.
—¡¿Se puede saber qué haces?! —le grité, bajando algo renqueante, el
dolor me atravesaba los pulmones—. ¿Te has vuelto loco, o qué?
—Loco, qué palabra más fea para los que somos distintos. Eso decía de
mí mi padre, hasta que al final lo envenené. ¡Estaba harto de que nos pegara
y me mandara a esos centros de tratamientos infrahumanos! —El estómago
se me encogió—. Todos pensáis que estáis muy cuerdos, pero os
equivocáis, odiáis a los que somos distintos como yo. ¡Nos queréis cambiar!
¡Librarnos de nuestra esencia porque os incomoda!
Su voz cada vez sonaba más cerca y a mí me faltaba el aliento, no por
falta de fondo, era algo físico, quizá me había roto una costilla, me costaba
respirar.
«Vamos, Zuhara, este no puede ser tu final, hazlo por Bren y por Ares».
Por fin volví a recoger la piedra y seguí bajando.
—Voy a trincharte como si fueras el pavo de Acción de Gracias. ¿Crees
que a Ares le gustará el regalo?
—¡Ares te matará!
Su risa rebotó por las paredes.
—Ares confía en mí, le daré al asesino que busca, pero te aseguro que no
seré yo.
Cada vez estaba más agotada y sentía el estómago muy revuelto.
—Zuhri, me estoy acercando… —ronroneó. Oía sus pisadas.
—¡¿Todo esto es por una puta piedra?! —grité.
—¿Una puta piedra? ¡Cómo se nota que eres una ignorante! ¡Era mucho
más que una piedra! ¡Era mi futuro con Apolo, y tu padre nos lo quitó
cuando decidió esconderla aquella noche! Su decisión hizo que no
pudiéramos escapar y él se buscara un mierda para que le diera por el culo.
¡Nos arruinasteis la vida! Si hubiera hablado cuando se topó conmigo en su
despacho. —«¡¿Cómo?!». La revelación me hizo flojear. Tuve que
agarrarme a la barandilla cuando mis rodillas cedieron fruto de la impresión
—. Pero él se resistió, intentó quitarme el cuchillo en lugar de revelar el
paradero de la piedra, solo decía: «No le hagas daño a mi pequeña Zuhri».
Le exigí que hablara, lo amenacé con matarte, ¿y sabes qué se le ocurrió?
Quiso atacarme con una estatuilla.
Apenas veía fruto de las lágrimas y el dolor.
Cada vez me costaba más respirar.
—Tú lo mataste… —farfullé ante la revelación.
—Bueno, digamos que el karma se encargó, tropezó fatídicamente con la
alfombra y se topó con la hoja de mi cuchillo, tampoco ayudó que se
golpeara la sien al caer contra el canto de la mesa. Un auténtico fastidio.
Casi podía sentir su aliento en mi pelo.
—¡Te pillé! —proclamó, agarrándome la manga de la camiseta.
Grité de nuevo, vi el resplandor de la hoja alzándose sobre mi cabeza y
no me lo pensé, me agaché para esquivarlo, pese al daño que me supuso el
gesto, y hundí mi codo en su entrepierna con violencia.
Beckett chilló como un energúmeno, soltó el arma, que cayó por el hueco
de la escalera hasta el último piso, que era la planta menos tres.
Gracias al codazo, pude desasirme del agarre. Un esfuerzo más, solo un
poco más y podría librarme de él y pedir ayuda para Bren. Intenté correr
con las fuerzas que me quedaban, atrás quedaba ya el reguero de huellas
ensangrentadas.
Tres plantas más y llegaría al parking.
—¡Putaaa! —El insulto tronó estremeciéndome.
«Papá, dame fuerzas», supliqué, arrastrándome, metí la mano en el
bolsillo y acaricié las canicas intentando encontrar su esencia y la de Ares.
No fui muy consciente de cómo lo logré, la cuestión era que estaba en la
-1 y ahí estaba mi coche aparcado, a solo unos metros. Tenía las llaves en el
otro bolsillo, las agarré y dejé dentro la painita.
Por fin llegué a la puerta y logré empujar la barra de seguridad.
«Un poco más, solo un poco más».
La luz parpadeó, llevaba días haciendo el tonto, emitiendo destellos
como las de las pelis de terror, el portero dijo que la cambiaría, pero, al
parecer, seguía igual.
—¡Socorro! —grité sin obtener respuesta. Parecía ser la única que estaba
allí.
El mareo y la falta de aire apenas me dejaban avanzar, la voz no me salía
con la suficiente fuerza, no obstante, era una pérdida de tiempo, estaba sola
con un psicópata queriendo matarme.
Tenía que escapar.
Pulsé el botón de las llaves y los faros de mi coche se iluminaron
dándome la bienvenida.
«Ya casi está —me dije con una sonrisa—. Un poco más». Ni siquiera
me había permitido digerir las revelaciones, no tenía tiempo de asumir que
el verdadero culpable de todo era Beckett.
Llegué a la maneta.
¡Por fin! Puse la mano para tirar de ella cuando me sorprendió el reflejo
desquiciado del rostro del asesino de mi padre en la ventanilla.
Noté el tirón de pelo y el posterior golpe de mi frente contra la
carrocería.
—Fin de la partida, puta.
CAPÍTULO 86

Ares

M
e tomé dos segundos.
Quedarme encerrado era un contratiempo, pero no el fin del
mundo.
Había estudiado aquella cámara acorazada al dedillo, al igual que el
edificio. Era antigua, lo que no implicaba que quien la construyó no
contemplara la posibilidad de que algo así pudiera ocurrir. Tenía un
mecanismo de apertura de emergencia, solo necesitaba dar con él.
Me puse a observar el interior con la luz frontal. Según los planos,
debería estar en la parte superior, en la esquina izquierda, visto desde
dentro.
Palpé la zona un par de veces, no notaba lo que debería, ni una sola
grieta, y no era por los guantes.
Ahí dentro hacía muchísimo calor, me levanté el pasamontañas para
poder respirar mejor.
Era imposible que no estuviera allí, seguí rebuscando, acariciando la
plancha metálica de acero hasta darme por vencido.
«Vamos, Ares, piensa, ¿estás seguro de que lo memorizaste bien?».
Cerré los ojos y los repasé mentalmente.
«¡Sí, joder! Tendría que estar ahí, a no ser que…».
¿Y si se trataran de unos planos genéricos y la cámara hubiera sufrido
alguna modificación?
Tenía que palparla entera, no cabía otra solución.
El oxígeno cada vez era más escaso, intenté ralentizar la respiración para
emitir el mínimo CO2 posible. Pasé las yemas con detalle por toda la
estructura.
Cuando pensaba que no me quedaba más superficie por recorrer y mi
paciencia estaba al límite, encontré un pequeño saliente en la parte opuesta.
No en el techo, donde debería estar, sino en la esquina inferior a ras de
suelo.
Tenía su lógica, no todo el mundo tenía la misma estatura que yo y
menos hace cincuenta años.
Saqué el juego de destornilladores e hice palanca.
El calor era sofocante.
Había perdido un tiempo precioso, por fortuna, sabía puentear cualquier
sistema de apertura con los ojos cerrados, lo cual me llenó de escalofríos al
recordar a un Ares de once años encerrado en un cajón durante horas y sin
apenas oxígeno.
«Tú decides, Diamond, vives o mueres».
Todavía seguía escuchando la voz de Scott mientras la espalda de Apolo
se iba cubriendo de correazos por mi ineptitud.
Hice a un lado el pensamiento.
Abrí el panel oculto y di con el cableado.
«Genial».
Desatornillé el primer cable, el segundo y entonces venía la magia, los
uní con cuidado y, tras una chispa que encendió mi esperanza, la puerta
cedió.
Quince minutos más tarde, el aire nocturno me daba la bienvenida.
Algunas gotas de lluvia habían empezado a caer, pero no me importaba.
Deshice el camino recorrido hasta llegar a mi coche, metí el material en
el maletero, me quité la sudadera con capucha oscura y la cambié por una
americana sport que no desentonaba con los vaqueros negros que me
acababa de poner.
Todavía no daba crédito a que me hubiera hecho con el TOP5, necesité
conducir varios kilómetros para permitirme dar un grito de victoria.
Ojalá pudiera verle la cara a Scott cuando se percatara de que había
desaparecido, como en un número de escapismo.
¿Llevaría la subasta hasta el final? Lo dudaba, los peritos de los
compradores certificarían las réplicas, nadie pagaba millones sin una
peritación privada y, de no ser así, Scott tendría que hacer frente al
incidente con su propia fortuna, porque nadie le dejaría irse de rositas.
«Bye, bye, querido mentor».
Aguardé a haber recorrido los suficientes kilómetros para encender el
móvil, gajes del oficio, tenía manía persecutoria con que lo pudieran
triangular.
Ese no era mi día de descanso en el SKS, pero conseguí que Corey me lo
cambiara por uno de los chicos, al fin y al cabo, no me quedaba mucho
tiempo más en el club, el último día tuve una reunión con Jordan y le dije
que fuera buscándome reemplazo.
Sabía que el cambiar de chicos lo estresaba, sin embargo, solo me
palmeó el hombro y me dijo que se alegraba por mí.
Los dedos me ardían de ganas de llamar a Zuhara, necesitaba decirle que
todo había salido bien. Antes de que pudiera darle al botón de llamada, mi
móvil se puso a sonar, no era un número que conociera, estuve a punto de
no responder.
El prefijo era de la ciudad y era un teléfono fijo lo que asaltó mi
curiosidad.
—¿Diga? —respondí.
—¿Es usted Ares Diamond?
—El mismo.
—Señor Diamond, soy la enfermera Ross del Presbyterian Hospital, el
señor Alain Jacques Belmont ha pedido verlo.
—¿A mí? —Eso sí que era raro.
—Exacto, no sé si conoce el delicado estado de salud del señor Belmont.
—Tengo una ligera idea, sí.
—Bien, pues lamento decirle que ha empeorado, le recomendamos a su
padre quitarle la sedación para que pudiera despedirse de sus seres
queridos, y lo primero que hizo fue preguntar por usted y solicitar que
viniera a verlo. No sabemos si pasará de esta noche, por lo que, si le tiene
algún aprecio a su última voluntad, le rogaría que viniese con urgencia. Me
ha comentado que le dijera que necesitaba hablar con usted sobre Apolo.
Di un frenazo en seco, casi me salté el semáforo en rojo y provoqué un
accidente múltiple.
Estaba a cuatro manzanas, el desvío no me llevaría demasiado tiempo
teniendo en cuenta que era en dirección al ático.
—¿Señor Diamond? ¿Sigue ahí?
—Sí, disculpe —carraspeé. Escuchar el nombre de mi hermano me había
dejado fuera de juego—. Dígale de mi parte que aguante, que voy de
camino.
—Muy bien, se lo agradezco. ¿Sabe en qué habitación está?
—Sí, no se preocupe, gracias por avisarme.
—Solo hago mi trabajo, señor Diamond, me gusta que cuando alguien
tiene que partir no se deje asuntos pendientes.
Me pareció un trabajo de lo más loable por su parte, no se lo dije.
En cuanto colgué, intenté llamar a Zuhara, pero no me lo cogía, quizá
estuviera en el hospital con su madre y por eso me falló con el sistema de
videovigilancia. Si Jackson estaba tan mal, cabía la posibilidad de que
Margot le pidiera que acudiera al Presbyterian o quizá la fue a buscar.
¿Qué querría decirme el hijo de Duncan sobre Apolo?
Pisé el acelerador en cuanto el semáforo se puso en verde, lo descubriría
en unos minutos.
Ni siquiera me entretuve en coger el ascensor. Cuando llegué a la planta
en la que se encontraba Jackson, pregunté por la enfermera Ross, esta me
ofreció una sonrisa y me guio hasta su habitación.
Como me comentó por teléfono, el hijo de Duncan estaba despierto, pero
muy débil, antes de dejarnos a solas, susurró en mi oído que intentara no
cansarlo demasiado.
—Gracias por traerlo, Greta —musitó con un hilo de voz. Ella asintió y
le ofreció una sonrisa calmada.
Caminé hasta la cama. Jackson estaba mucho más demacrado que la
noche que estrelló su coche contra el mío. La piel blanca estaba cetrina, dos
surcos negros acompañaban ese par de ojos azules carentes de brillo. El
pelo mostraba un rubio opaco y se le marcaban mucho los huesos de la cara.
—Has venido —me sonrió. Quizá quisiera morir con la conciencia
tranquila a sabiendas de que era el corazón de mi hermano el que le había
permitido seguir respirando los últimos dieciocho años. Asentí—. Gracias.
—Lamento que no te sientas bien.
—Bueno, llevo años preparándome para esto, así que… —Se encogió de
hombros—. Si estoy vivo, es gracias a Apolo.
—Ya me enteré de que te pusieron su corazón. —Jackson asintió con
tristeza.
—Yo no lo sabía —dijo con dificultad—, de haber estado consciente, me
habría negado, yo nunca habría aceptado que muriera por mí.
—¿Por qué? Intentó matarte. —Sus cejas se apretaron.
—¡No! —proclamó alterado—. Apolo nunca intentó nada de eso. —
Entonces el que frunció el ceño fui yo—. Se-se lo dije a mi padre, pero
nadie me creyó, ni siquiera él. Apolo y yo éramos pareja.
—¿Pareja? —Jackson tosió.
—Sí, nos amábamos, siempre hablaba maravillas de ti, me enseñó una
foto, por eso te reconocí. Nos conocimos en terapia y conectamos.
Pasábamos horas hablando, de su niñez, de cómo os jodieron la vida. Nos
enamoramos, éramos almas afines, nunca me habría dañado.
—Apolo tenía un trastorno mental, a veces le costaba controlar su ira.
—No conmigo —exhaló agotado—. El día que todo ocurrió, nos
estábamos despidiendo… De manera íntima, ya me entiendes.
Lo miré sorprendido.
—¿Estabais follando? —Jackson asintió.
—Él estaba muy contento porque iba a presentarnos, sabía que venías a
buscarlo, no pretendí que la despedida nos llevara a la cama, pero…
ocurrió.
—No hace falta que seas explícito, pero ¿puedes contarme qué pasó?
Él tosió de nuevo y movió la cabeza con dificultad. Mi pulso se había
disparado.
Me relató cómo entre besos y arrumacos llegaron a la cama, que la cosa
se calentó y Apolo insistió en que echaran uno rápido, ya que iban a estar
mucho tiempo sin verse.
Mi hermano estaba con el estómago en la cama mientras Jackson lo
tomaba por detrás, de espaldas a la puerta, y entonces ocurrió. Un fuerte
golpe lo pilló totalmente por sorpresa. No pudo ver a su atacante, porque lo
noqueó y, encima, se llevó un fuerte impacto contra la mesa.
Parpadeé varias veces incrédulo.
—No lo entiendo, me contaron que te atacó, que lo vieron golpearte e
intentaron frenarlo, que estaba fuera de sí.
La máquina que controlaba su ritmo cardíaco empezó a dar señales de
que algo no iba bien, su pulso se estaba acelerando, los pitidos eran agudos
y constantes.
—Respira, Jackson, tranquilízate.
—Él nunca me habría hecho daño, jamás me había pegado. ¡Estábamos
muy bien! Su único temor era que su ex no se lo tomara a bien, no le había
contado que salía conmigo. No lo habían dejado y por eso Apolo estaba
nervioso. Me dijo que vivía con vosotros, que era mucho más mayor que él
y que lo que tuvieron no era nada parecido a lo nuestro, que era más bien
gratitud.
—¡¿Gratitud?!
—Sí —jadeó—, su ex lo ayudó mucho...
Nada de lo que decía tenía sentido.
—Escucha, Jackson, quizá tu mente te la haya jugado, esas cosas
ocurren, el cerebro cambia nuestros recuerdos, y si tú le amabas, puede que
fuera eso lo que pasó. Beckett subió a buscarlo, estuvo en la habitación con
vosotros, lo vio patearte, si no hubiera sido por él, que impidió que te
siguiera pegando, habrías muerto. —Los ojos de Jackson se abrieron con
terror, la máquina se descontroló y empecé a oír gritos en el pasillo. El hijo
de Duncan alargó el brazo y me señaló.
—¡Nooooo! Fu-fue él, Becks, fue él, él era su…
Biiip.
—Rápido, ¡ha entrado en parada!
—Señor, ¡apártese! —me gritó un médico mientras un celador y una
enfermera empujaban el carro.
La cabeza me daba vueltas.
«¡¿Qué cojones?!».
—¡Fuera! ¡Que alguien saque a ese hombre! —gritó el médico.
Me vi arrastrado al pasillo por la enfermera Ross, allí, todavía
desconcertado, me topé con Margot y Duncan, que traían un humeante vaso
de plástico cada uno, tenían pinta de venir de la máquina de café.
—¡¿Es Jackson?! —me preguntó su padre desencajado.
Asentí y corrió gritando el nombre de su hijo en dirección al cuarto.
Margot se puso a llorar y se abrazó a mí. No me quedó más remedio que
corresponderla mientras mis neuronas se montaban en un tiovivo
existencial.
No podía dejar de pensar en la conversación que acababa de mantener.
Las dudas se enredaban en mi cerebro hecho puré.
«Él no lo hizo. Él nunca me habría pegado. Nos amábamos. Fue otra
persona. Becks, fue Becks, él era su…».
—Ha muerto. —La voz de Duncan me sacó del trance en el que me
había visto envuelto—. Gracias por venir, hijo, era su última voluntad. —
Enfoqué la mirada y vi aquel hombre derrotado por el fallecimiento del
hombre al que amó mi hermano, el mismo que llevó su corazón todos estos
años.
Quizá por eso aguantó más tiempo del que debía, porque Apolo
necesitaba que se supiera la verdad. Margot se desprendió de mi abrazo
para volcarse en el suyo.
Di dos pasos atrás y mi móvil se puso a sonar por segunda vez. Respondí
alterado creyendo que se trataba de mi chica.
—¡¿Zuhara?!
—No, pe-perdona las horas, tío, soy Ray, acabo de pasarte al mail los
archivos. Tanto el de la noche del robo como el de las cámaras de tráfico,
me he permitido recortarlo en el punto que se le ve la cara a ese malnacido.
Creo que le tenemos. He tardado un poco más porque también pedí el
informe de la muerte de Reynolds, he revisado las cámaras de seguridad, y
atento: el coche que intentó atropellar a Zuhara fue captado por una de las
cámaras de tráfico entre las horas que tu informante fue asesinado, solo
necesito que me digas si…
No dejé que terminara, le colgué y entré de inmediato en mi cuenta de
correo electrónico con dedos temblorosos. Reculé hasta la sala de espera y
me dejé caer en una de las sillas.
En el primer vídeo, ese que ocurrió hace dieciocho años, tomado por la
cámara de seguridad de los vecinos, no se reconocía al asaltante, era una
sombra negra que hubiera pasado por cualquiera, nada concluyente si no
fuera por su característica manera de caminar y de moverse.
«¡No, no, no, era imposible!».
Lo vi dos veces más y después pasé al siguiente vídeo con el corazón
estallando en mi pecho. Cuando vi que la imagen se congelaba y mostraba
la única persona en la que había confiado en los últimos años, el mundo se
abrió bajo mis pies.
¡Era Beckett, joder! ¡¿Cómo pude estar tan ciego?! Todo el tiempo había
sido él, por eso había podido anticiparse a todo, él descubrió a mi hermano
con Jackson, él se tiraba a Apolo siendo un puto menor. ¡Él mató a Omar y
a Reynolds y…!
¡Mierda, Zuhara! ¡Le había dicho que estaba sola y que había encontrado
la painita!
Me levanté como un resorte, el móvil sonó de nuevo, era Ray.
—Tío, ¡se ha cortado! —exclamó mientras me dirigía a las escaleras.
—Es Beckett.
—¡¿Quién?!
—¡Mi puto socio y le he dicho que Zuhara estaba sola en el ático hace
más de una hora! —Las bajé de dos en dos, ni siquiera veía a la gente a la
que estaba arrollando con mi bajada caótica.
—Dime que pusiste las cámaras y le diste la canica.
—¡Sí! ¡La llevaba cuando me fui! En el bolsillo del pantalón.
—Vale, para un momento y entra en el sistema de vigilancia. ¡Hazlo!
Me detuve unos segundos, los justos y necesarios para poner el último
momento en el que detectaron movimiento. Vi el momento exacto en el que
Zuhara salía del ático corriendo y Beckett la perseguía con un cuchillo.
—¡Voy a matarlo! —rugí incapaz de ver u oír nada más que mi sed de
sangre.
CAPÍTULO 87

E
sa maldita arpía por poco se me había escapado, pero ya la tenía,
desmayada por el golpe que acababa de darle en la cabeza.
Sonreí.
Había perdido el cuchillo, pero no importaba, la mataría de cualquier otra
manera.
Escuché unos pasos.
Tenía que tratarse de un vecino. No podía quedarme ahí y que me viera.
Cargué a Zuhara y la coloqué en el asiento del copiloto, le abroché el
cinturón de seguridad y di la vuelta lo más rápido que pude para coger la
llave que se le había caído al suelo y arrancar el motor.
Tendría que buscar otro sitio para acabar con ella.
No había planeado nada de eso, ni tener que cargarme a la zorra de su
amiguita, ni que Zuhara casi escapara, todo tendría que haber sido más
sencillo, pero estaba al límite y me había sacado de mis casillas.
Pisé el acelerador y salí del edificio, la lluvia golpeaba el cristal con
fuerza, odiaba conducir con tormenta.
—¡Lo has jodido todo, maldita estúpida! No podías darme la piedra y
quedarte quietecita, no.
Los birmanos me estaban esperando, en cuanto Ares me puso al corriente
de que había dado con la puñetera piedra, los telefoneé, como la otra vez,
para que me ofrecieran un precio.
Si tuviera tiempo, podría obtener más dinero en el mercado negro, pero
prefería sacármela de encima, largarme cuanto antes y desaparecer para
siempre.
Todo habría sido tan fácil sin la aparición de Zuhara.
Llevaba años cultivando la rabia que Ares sentía por mi hermano. La
regué, la aboné, la mimé, incluso asalté al motorista de los birmanos para
joder la entrega de las piedras del laboratorio y que Ares creyera que fue él.
Lo tenía engranado a la perfección, Scott se hundiría y Ares y yo nos
haríamos con todo.
—¿Por qué tuviste que cruzarte? ¿Por qué no obedeciste y te achantaste
con el mensaje de las canicas? Porque viste a Ares y el coñito se te hizo
agua, ¿no es cierto? A todos os pasa lo mismo, a Jackson con Apolo, a ti
con él… —La miré de soslayo, su pecho subía y bajaba de manera irregular.
Parecía tener dificultades para respirar—. Pues escogiste mal. Debiste hacer
caso a las advertencias, ¡mira todo lo que he tenido que hacer por tu culpa!
¡Me has obligado a matar dos veces! Bueno, tres, si tenemos en cuenta que
pude infiltrarme en el hospital para cambiarle la medicación a Jackson hará
unas horas, su corazón no aguantará el subidón de adrenalina en cuanto le
cambien el suero.
Mi móvil sonó. Vi el nombre de Ares en la pantalla.
—Lo siento —murmuré, mirando las cuatro letras—, nuestra relación
termina aquí, ahora voy a llevar a tu puta a la Guarida, seguro que te
encantará encontrarla allí.
La imagen de Zuhara suspendida en el cristal de la habitación de Ares,
con los brazos en cruz y chorreando sangre, con el suelo lleno de canicas y
moissanitas me hizo sonreír.
Encendí la radio y subí el volumen de Son of Sam, de Dead Boys, y
canturreé parte de la letra.
Tengo la muerte respirando de mi mano.
No puedo resistirme, no puedo luchar.
He sido víctima de su mordida.
He matado a seis, pero mataré más.
Tamborileé el volante con los dedos, obviando el repiqueteo furioso de la
lluvia, ajusté el espejo interior del coche y me miré en él, el blanco de mis
ojos estaba rojizo, una alegoría a lo que pensaba visualizar.
Seguí cantando, dejándome arrastrar por la canción y las voces de mi
mente, no pensaba escuchar nada más.
CAPÍTULO 88

Ares

L
a lluvia golpeaba el parabrisas con furia, como si la misma naturaleza
se hubiera aliado con Beckett en su traición. El rugido de mi motor se
mezclaba con el estruendo de los truenos mientras salía de la ciudad
de Nueva York, con las luces de los rascacielos desdibujándose en el espejo
retrovisor.
No había dejado de llamarlo a la vez que aceleraba.
Había tenido suerte del programa de rastreo de Ray y de que Zuhara no
se hubiera sacado la canica del bolsillo.
Todavía seguía asimilando que el hombre al que le concedí toda mi
confianza era un psicópata manipulador, un asesino despiadado que no dudó
en mentir, un puto pederasta que se tiraba a mi hermano siendo menor.
La bilis ardía en mi esófago. Me maldecía por lo estúpido que había sido
al no verlo, había sido un títere en sus cuerdas.
Llamé a Brenda, pero no respondió, me temía lo peor. Le facilité a Ray
su móvil para que lo rastreara y se asegurara de que estuviera bien. Si le
había pasado algo malo a manos de Beckett, mi chica no me lo perdonaría.
Recé para que Zuhara siguiera con vida, tenía que estarlo. Seguro que se
la estaba llevando. Becks amenazaba a lo que más quería, y todo por una
maldita piedra, por ser un avaricioso de mierda y codiciarla más que nuestra
amistad. O puede que estuviera teniendo un brote psicótico, el mismo que
lo llevó a darle una paliza a Jackson fingiendo que era Apolo.
¡Mi hermano solo estaba protegiendo al chico que quería! Igual que yo
ahora, y lo único que recibió a cambio fue su propia muerte y latir en el
pecho del hombre que amaba durante dieciocho años.
Respiré con fuerza. Su muerte no podía ser en balde, ni la de Reynolds,
ni la de Omar.
Cada vez estaba más cerca, por lo menos eso indicaba el programa,
aunque la visibilidad fuera una mierda y los faros de los coches borrones
entre la cortina de agua.
El agua se acumulaba en la carretera, haciendo que cada giro fuera un
riesgo, cada frenazo una posible sentencia. No podía permitirme un error; la
vida de Zuhara pendía de un hilo.
Seguí pisando a fondo con el ritmo frenético del parabrisas empujando
con la misma rabia que mi corazón.
«Vamos, vamos, vamos», me espoleé.
Pulsé el claxon para que el coche que iba delante de mí se apartara.
Reconocía el camino, Becks la sacaba de la ciudad y tomaba la carretera en
dirección a los amenazantes acantilados de las Palisades, donde estaba la
Batcueva.
No podía correr más, los números del cuentakilómetros no dejaban de
incrementar. La tormenta era implacable, y cada gota que impactaba contra
el cristal parecía una promesa de desastre. Sin embargo, no iba a rendirme.
La visibilidad se reducía a unos pocos metros. El asfalto, empapado y
traicionero, no jugaba a mi favor. Si mi coche no costara cientos de miles,
ya habría perdido el control.
Tenía que adelantar, el vehículo que llevaba delante no se apartaba y me
daba igual que la carretera por la que estaba pasando solo fuera de dos
carriles y direcciones opuestas.
Pisé con fuerza maniobrando hacia la izquierda, no se veía ninguna luz,
seguí fundiendo el pedal. La adrenalina rugía casi tanto como el motor.
En un instante de terror, un vehículo apareció de la nada, proviniendo de
una incorporación oculta en el mal tiempo.
Sus faros delanteros me miraron con la voracidad de la muerte. Tuve que
girar el volante con brusquedad, sintiendo cómo las ruedas patinaban,
luchando por mantener el control.
Por pocos milímetros no había impactado. El corazón me latía en la
garganta. Recuperé la compostura justo a tiempo para esquivar al camión
que avanzaba por el otro carril.
El rugido de mi motor se ahogó en el estruendo de la lluvia, y el camión
pasó rozando mi espejo lateral, una mole de metal que podría haber sido mi
fin.
«¡Joder! ¡Por poco!».
Me obligué a respirar varias veces y a retomar el control. Según el
localizador, estaba a solo unos metros.
«¡¿Dónde estás, maldito?!».
La carretera se estrechaba a medida que me acercaba a la zona de los
acantilados. Las curvas envolvían de peligro el juego del gato y el ratón.
Conseguí adelantar al siguiente vehículo y mi corazón se llenó de
esperanza al ver, por fin, las luces traseras del coche de Zuhara. Estaba justo
delante de mí, moviéndose erráticamente, como si él también luchara contra
la tormenta y la oscuridad.
La tempestad estaba amainando un poco, ofertándonos una tregua. Abrí
la ventanilla y, sin pensarlo, volví a poner el coche en velocidad punta, pese
al peligro que suponía.
Me puse en paralelo con él. Vi la cabeza de Zuhara apoyada en la
ventanilla. La oscuridad y la lluvia no me dejaban vislumbrar si respiraba.
Beckett giró la mirada hacia mí y en sus ojos refulgió el odio. Le hice
una señal para que parara y, en lugar de eso, pisó a fondo.
Otro vehículo venía de frente y no me daba tiempo a acelerar lo
suficiente para impedir la huida de Beckett.
Tuve que recular y volver a posicionarme detrás de él, cerré la ventanilla
para que el viento no desestabilizara mi coche y recibí un fuerte pitido del
conductor del carril contrario.
El coche de Zuhara zigzagueaba peligrosamente, sus luces traseras
parpadeaban cada vez que frenaba en una curva cerrada. Yo mantenía una
distancia prudente, consciente de que un error podría enviarnos a ambos al
vacío, y lo más importante, a ella.
La oscuridad se rompía por los relámpagos que iluminaban el camino por
breves instantes.
Había robado y falsificado muchas joyas en mi vida, pero si algo me
había dejado en claro esa experiencia era que lo que sentía por la mujer que
estaba en aquel coche no se podía falsear.
«Zuhara, aguanta», susurré, más para mí que para ella. No sabía si podía
oírme, pero la esperanza era lo único que me mantenía pegado al volante,
con los nudillos blancos y la respiración entrecortada.
«Apolo, Jackson, Omar, protegedla», apelé mientras intentaba otro
acercamiento suicida.
CAPÍTULO 89

Zuhara

E
l dolor punzante que sentí al atravesar un bache me arrancó de la
oscuridad en la que me había visto envuelta. Abrí los ojos con lentitud.
Recobré la conciencia con el sabor metálico del miedo en la boca. Mi
mundo se tambaleaba al compás del coche que se daba a la fuga.
Me costaba respirar, el cuerpo me dolía un horror y, a mi lado, Beckett
hablaba solo, con las manos puestas en el volante, los ojos en la carretera y
el pie en el acelerador.
Su mirada estaba perdida en algún punto entre la cordura y la locura,
conducía con una urgencia que rozaba la histeria.
Tenía ganas de vomitar fruto del malestar y la propia velocidad.
—No voy a dejar que te hagas con la puta, Ares, antes la tiro por el
acantilado, ¿me oyes? No va a ser tuya, no te la voy a devolver…
Tragué con dureza al escuchar la declaración de intenciones.
—¡Deja de acelerar, deja de hacerme correr! —pidió, mirando por el
retrovisor.
Miré por la ventanilla y distinguí las luces de un coche reflejándose en el
espejo, pese a la lluvia, sabía que se trataba de él, y mi corazón se hinchó de
orgullo.
No tenía idea de cómo lo había hecho, pero nos pisaba los talones, estaba
jugándose el cuello por mí, como siempre hacía, esa vez tenía que ayudarlo.
Separé los labios resecos y vocalicé.
—Esto es un suicidio.
Mi voz era apenas un hilo de sonido entre el zumbido del motor y mi
respiración entrecortada. Él parpadeó y me miró como un muñeco
diabólico.
—Vaya, has despertado, pues no tengo ganas de oírte. Cierra el pico,
puta.
Me daba igual lo que me llamara, si había una pequeña posibilidad de
que razonara, por minúscula que fuera, merecía la pena intentarlo.
—¿No te das cuenta de que esto no tiene sentido? ¿Qué quieres? ¿La
piedra? —Metí la mano con dificultad en el bolsillo—. Toma, es tuya —
extendí la palma con esfuerzo para que la mirara, aun así, no apartó las
manos del volante—. Yo nunca la quise, ni siquiera sabía que estaba entre
las canicas. Si paras el coche, te la daré. Ares y yo dejaremos que te largues
donde quieras, solo termina con esto y déjanos en paz, por favor.
En su boca se desató una risa histérica.
—¿Pretendes que crea que me dejaréis irme de rositas después de haber
matado a tu padre y a tu amiga? Ares no me dejaría irme salvo en una caja
de pino.
—Lo hará porque yo se lo pediré. Tú lo dijiste, nada me devolverá a mi
padre, todo fue una estupidez.
—Demasiado tarde, debiste hacer caso con la primera canica.
Tenía ganas de matarlo con mis propias manos, pero me sentía tan débil.
Si lo golpeaba, corríamos el riesgo de salir disparados en cualquier
dirección y provocar un accidente mortal que involucrara a Ares.
Estaba mareada, mis neuronas apenas conectaban.
—No puedes escapar de la tumba que tú misma te has cavado.
El coche de mi chico aceleró en plena curva, se puso a mi lado y buscó
verme a través de la ventanilla, la fuerte tormenta había dado paso a una
llovizna.
Vi alivio y determinación salpicados por minúsculas gotas condensadas
en el cristal. Vi su precioso rostro lleno de amor, porque Ares me quería sin
reservas, echando toda la carne en el asador. No desfallecería hasta
conseguir que Beckett me soltara, y este no iba a hacerlo.
Nuestro futuro estaba en mi mano, me tocaba actuar y, por una vez, sabía
cómo hacerlo. Sin ser consciente de ello, Brenda me había dado la
herramienta gracias a uno de sus libros que prácticamente me obligó a leer.
«Espérame en el infierno, amiga». Bren solía decir que prefería los
lugares cálidos, llenos de vicio y con demonios de rabos largos, a la
esponjosidad de las nubes rodeadas de ángeles sin sexo.
Le ofrecí una sonrisa a Ares que esperaba le transmitiera todo lo que
sentía por él. Formulé un lo siento con los labios, solté algo de vaho y
dibujé un corazón. Era ahora o nunca.
No vi la expresión de horror que le estrujó el rostro, ni el posterior grito
de agonía que soltó cuando decidí ponerle fin a la persecución. Él merecía
ser feliz y yo iba a ayudarlo a conseguirlo.
«Dame fuerzas, papá», pedí, mirando al techo del vehículo. Después,
contemplé de reojo a Beckett, con la decisión tomada, la mano izquierda en
el interior del bolsillo y las canicas rodando en mi palma.
Me giré con las pocas fuerzas que me quedaban, alargué el brazo
derecho, pulsé el botón del anclaje que mantenía a Beckett sujeto al asiento
a través del cinturón de seguridad y, sin darle tiempo a reaccionar, tiré a
fondo del freno de mano.
La combinación fue perfecta, como un old fashioned con cereza. Saboreé
el almíbar de la fruta dulce al ver el pavor más genuino dibujándose en su
mirada carente de equilibrio.
Su cuerpo salió despedido, atravesó el cristal delantero y fue engullido
por la oscuridad.
Las ruedas de mi coche chirriaron, patinaron fruto del agua, el fuerte
frenazo y la velocidad.
El airbag saltó fruto del impacto contra el guardarrail y el dolor que me
sacudió me dejó sin aire.
El telón de la función volvió a cerrarse por segunda vez, lo que
significaba que había llegado al final de la representación, una sin aplausos,
pero que me dejaba el corazón lleno.
Me iba de este mundo habiendo conocido uno de esos amores épicos que
todo el mundo merecería vivir, por lo menos, aunque fuera una vez.
Me agarré con fuerza a las canicas y me dejé llevar.
CAPÍTULO 90

Ares

E
l mundo se redujo a un punto fijo, el sonido del metal retorcido y el
cristal rompiéndose.
Corrí hacia el coche con el corazón en un puño. El impacto había
sido brutal. El coche había quedado encajado en el guardarrail, el morro
estaba destrozado, al igual que la luna delantera. Tenía que dar gracias de
que no rebotara y se despeñara por el acantilado.
El cuerpo de Beckett yacía en el pavimento, completamente deformado
con las piernas y los brazos en posiciones imposibles. Solo me habría
acercado a él para comprobar que no seguía respirando, y si era el caso,
para rematarlo. Lo habría hecho de no ser porque Zuhara era mi prioridad.
Grité un «¡Que alguien llame a una ambulancia!» al conductor que había
frenado detrás de mí.
Salía humo del capó, era imprescindible que sacara a Zuhara por si
ocurría un estallido.
En cuanto llegué, tiré de la puerta del copiloto, estaba atascada.
Zuhara permanecía con los ojos cerrados pese a las sacudidas, cubierta
de polvillo blanco. El pánico me envolvía, tan tangible como la llovizna que
no dejaba de empaparme.
Me ayudé con el pie para hacer palanca, estaba haciendo uso de todas
mis fuerzas, el hierro no parecía querer ceder.
—¡Que alguien me ayude! —rugí—. Zuhara, despierta, vamos —aporreé
el cristal, necesitaba que me mirara, que abriera los ojos y volver a verme
reflejado en ellos, enmarcado por aquel circulo brillante.
—Deje que lo ayude. —El hombre del vehículo vino con una palanca de
hierro, se sumó un tercero y, finalmente, entre los tres, logramos que la
puerta fuera cediendo.
La saqué con sumo cuidado y le pedí a todo el mundo que se alejara del
coche, por si acaso.
Las sirenas comenzaron a escucharse a lo lejos. Una furgoneta que venía
en el sentido opuesto frenó al ver a Beckett. Mientras trasportaba a Zuhara,
lo vi bajar, acercarse a él, tomarle el pulso y santiguarse negando.
«¡Ojalá ardas en el mismísimo infierno, hijo de puta!», deseé.
Zuhara respiraba, el latido era débil, pero ahí estaba.
Me puse en el suelo para que sufriera lo menos posible, con mi cuerpo
bloqueando la humedad de la calzada.
—Vamos, cariño, abre esos ojazos para mí —le murmuré pegado a la
oreja—. ¡¿Cómo se te ha ocurrido echar el freno de mano?! ¡Podrías haber
muerto y entonces habría tenido que saltar por el puto acantilado para
reunirme contigo! —No es que viera cómo lo hizo, pero, por cómo
reaccionó el coche, no hacía falta ser un experto para intuir algo así—. Todo
ha sido culpa mía, desde el principio, no sé cómo no me di cuenta de que
Beckett era el culpable de todo y te ponía en peligro con cada explicación
que le daba. Por Dios, ¡si incluso lo llamé para decirle lo de la painita!
¿Sabes que se inventó lo de Jackson y fue él quien le dio una paliza? Apolo
no tuvo nada que ver. ¡Nada! —Me escocían los ojos y me lloraba el alma.
Necesitaba un milagro, un puñetero milagro, y que despertara—.
Perdóname, lo siento muchísimo, solo despierta y asumiré la culpa y
cualquier castigo que quieras imponerme. —La apreté con suavidad contra
mi cuerpo para calentar el suyo frío y mojado.
—¿De rodillas y en la ducha, Bocasucia?
No di crédito a lo que escuchaban mis oídos, alcé la cara con las gotas
acumulándose en mi pelo y la miré.
No había abierto los ojos, pero en sus labios tenía formulada una sonrisa.
—Repíteme eso y te juro que cumpliré.
—No dudes que lo haré cuando me sienta mejor. ¿Está muerto? —
preguntó, separando los párpados con dificultad.
—Eso creo.
—Mete la mano en mi bolsillo izquierdo del pantalón —susurró.
—Es mejor que no hables y no te mueva, guarda las fuerzas. La
ambulancia está de camino y te quiero viva.
—Lo estaré, te lo prometo, solo estoy dolorida y creo que tengo una
costilla rota, nada más —susurró—. Hazlo —insistió.
La moví muy poco, alargué los dedos y saqué las canicas de su padre, la
mía y la painita.
—Ya está.
—Prométeme que, cuando lo enterréis, alguien se las va a meter por el
ojete una a una. —Su petición me arrancó una sonrisa.
—¿Es lo que quieres?
—Sí, quiero que sepa que al final todos le hemos dado por el culo. Y
también el ambientador del coche de Bren. ¿Está bien? No sé si la mató,
estaba llena de cuchilladas en el rellano de las escaleras del ático. Todo
estaba lleno de sangre. —Tosió y su rictus se contrajo de dolor. La
confesión me dio ganas de ir a por Beckett y rematarlo otra vez.
—Ray iba a ocuparse de dar con Brenda, si no fuera por él, yo no estaría
aquí, así que tengamos fe, tu amiga es una mujer dura de roer.
—Sí —susurró—. ¿Ares?
—¿Sí, mi vida?
—Te pido para el resto de mi vida, no quiero compartirte —respondió
con dificultad—. Ni que enseñes más el culo en el SKS. Siento mucha
avaricia cuando se trata de ti, y en lo único que puedo pensar es en no dejar
de pecar.
—Deseo concedido, ya le presenté mi renuncia a Jordan y yo tampoco
quiero que tú seas de nadie más.
Las ambulancias ya habían llegado seguidas de varios coches patrulla,
pero no me importó.
Mis labios buscaron los suyos y la besé con todo el amor que sentía por
aquella mujer por la que mi corazón era incapaz de dejar de latir.
EPÍLOGO 1

Zuhara

—¿H abéis visto el artículo del Times? Es de lo más completito… —


comentó Ray, moviendo el periódico frente a nuestros ojos.
Estábamos en el ático, tras mi paso por el hospital y la
posterior recuperación de mi fisura en dos costillas, ya podía reír sin que me
supusiera morir de dolor. Lo cual era de agradecer teniendo en cuenta el
elenco de invitados que teníamos sentados a la mesa.
Por fin todo se había puesto en su lugar.
Miré a los ojos de Brenda, que acercaba posiciones asomándose sobre la
hoja de papel para interesarse por lo que ponía.
Ares entrecruzó sus dedos con los míos y besó mi mano al ver mi
expresión de gratitud al contemplar a mi amiga con vida. Por poco no lo
cuenta.
Brenda tuvo muchísima suerte de que el rubio mandara una patrulla
mientras él salía disparado hacia el lugar en el que sufrí el accidente, por
llamarlo de alguna manera. La encontraron en el rellano a puntito de
desangrarse por completo, pero viva, que era lo importante.
Necesitó cantidades industriales de sangre y las manos expertas de un
cirujano de urgencias que cosió con muchísimo mimo cada uno de los
navajazos. Tuvo mucha suerte de que ninguno de ellos tocara un órgano
vital o una arteria, porque, de ser así, no estaría sentada con nosotros y con
el doctor Johns observándola con devoción.
Bren había empezado una relación con el médico que la reconstruyó.
Por fin dejó su trabajo como acompañante y el del taller de joyería en el
que la explotaban.
Ares nos azuzó para que emprendiéramos un negocio juntas, como ya no
necesitaba la coartada de su tienda de antigüedades, nos cedió el espacio,
por un módico precio de alquiler teniendo en cuenta la maravillosa
ubicación, y ahora Brenda y yo éramos socias.
Todavía no habíamos inaugurado el local, nos quedaba por lo menos un
mes para tenerlo todo listo, pero ya teníamos el cartel de nuestro futuro
negocio con el nombre que nos representaba mejor: Shines with Greed, o lo
que viene a ser lo mismo, Brilla con Avaricia.
Sería una joyería donde realizar piezas únicas, customizadas y al gusto
del cliente, la esencia principal era poder incorporar recuerdos de las
personas junto a piedras preciosas, como por ejemplo el conjunto que lucía
yo misma, una composición realizada con diamantes, que me facilitó Ares,
y las canicas de mi padre, el resultado era asombroso.
—¡¿Vas a leerlo de una vez, o no?! —preguntó Leo expectante. Ray se
aclaró la voz.
—No seas impaciente, león —El bombero gruñó e hizo rodar los ojos.
Era muy divertido verlos interactuar uno tan serio y el otro tan chispeante.
Ambos hacían una parejaza, y lo mejor de todo, encajaban muy bien con
Ares, quien empezaba a ampliar el círculo de amistades. Me sentía muy
orgullosa de él, después de lo que pasó con Beckett, creí que le costaría
más, pero no, ahí estaba, ocupando la silla contigua a la mía y con una
sonrisa en los labios.
—La pasada noche, del blablablá, la policía de Nueva York recibió un
chivatazo sobre que en un edificio a las afueras de la ciudad se estaba
realizando una subasta ilegal de piezas de alta joyería. Dichas piezas se
encontraban desaparecidas desde hacía mucho tiempo. Gracias a quien dio
la voz de alarma y al operativo policial que se desplegó hasta la zona,
fueron detenidas personas muy influyentes de nuestro país, entre ellas, el
mismísimo director ejecutivo de Tiffany & Co.
Supe por Ares que el chivatazo se lo dio él mismo a Ray. Le pidió que no
le hiciera preguntas de cómo tenía conocimiento de ello y que se asegurara
de llegar a la hora que él le indicaba.
—Uno de los participantes —prosiguió Ray— era un embajador, al cual
no se le ha podido arrestar porque gozaba de inmunidad diplomática. El
organizador se encuentra en prisión preventiva a la espera de juicio. El
fiscal pidió un registro de su casa y se han encontrado infinidad de archivos
que lo asocian al tráfico de joyas, entre otros delitos, como la compra de
menores en otro país.
»Por si fuera poco, la misma noche de autos, el hermano del acusado
secuestró a la hijastra del socio de este e hirió a su mejor amiga.
—Mira, ¡si salgo yo! —Brenda dio un toquecito en un lateral del
periódico en el que salía su fotografía—. No salgo nada mal.
—Cielo, es imposible que tú salgas mal.
El doctor la besó en la mejilla y ella movió las pestañas con coquetería.
Me alegraba verla así de bien.
—Sigo —anunció Ray—. Tras una persecución por los acantilados de las
Palisades por parte del novio de la secuestrada, hijo adoptivo del detenido
comprado cuando era un niño, la señorita Z. A. M., pudo accionar el freno
de mano del vehículo, provocando que el secuestrador saliera despedido por
la luna delantera y muriera en el acto al no llevar abrochado el cinturón de
seguridad. —Ray alzó los ojos y me sonrió—. Bien hecho, chica.
Si el supiera que yo fui quien le desabrochó el cinturón… Ares sí lo
sabía, se lo conté en el hospital, y cuando lo verbalicé, me abrazó y me
besó.
—Hay veces que hay que ayudar un poco a la justicia divina. Me alegro de
que lo hicieras, al fin y al cabo, lo único que hiciste fue pulsar el botón de
despedida, su final lo marcó él mismo.
Si volviera a estar en ese coche, no dudaba de que haría lo mismo, gracias a
ello y los polvos mágicos de Ares, que me dejaban agotada y llena de amor,
podía dormir la noche entera, sin que las cuatro de la madrugada volviera a
ser mi despertador.
El pulgar de Ares me ofreció una caricia en la mano y volvimos a
centrarnos en la lectura de Ray.
—Según ha podido saber este medio de comunicación, el fallecido
padecía un trastorno mental que lo llevó no solo a intentar terminar con la
vida de las dos jóvenes mencionadas, sino también a asesinar a dos hombres
más, al señor Walter Reynolds, quien fue degollado en su propio domicilio,
y al padre de la secuestrada, un trabajador de la empresa de su hermano. La
señorita Z. A. M. ha pedido que se reabra el caso para limpiar la memoria
de su padre. Esperamos que se haga justicia y que sucesos como este no
vuelvan a ocurrir en nuestro país.
Ray cerró el periódico, Brenda, su chico y Leo aplaudieron con
entusiasmo, mientras que él hacía una reverencia.
—Por cierto, ¿cómo va la compra del nuevo edificio, don Filántropo?
Ares le dedicó una sonrisa a Ray.
—Estoy en plena negociación, espero que podamos tenerlo para final de
año.
—Bien está lo que bien termina.
En el periódico se omitieron ciertas informaciones porque a nadie le
convenía, como que las joyas peritadas eran falsas y que al día siguiente se
recibieron las originales a través de un correo anónimo para que fueran
devueltas a sus dueños originales.
Finalmente, no le metimos a Beckett la painita por el culo, como dijo
Ares, era mejor utilizarla en algo útil, como sería la asociación sin ánimo de
lucro que formaron Leo y Ray para ayudar a niños víctimas del tráfico o la
explotación infantil.
Estoy segura de que mi padre se habría sentido orgulloso de ello, el
edificio nuevo se llamaría Apomaja, en honor a Apolo, papá y Jackson.
Cuando Ares lo sugirió, me emocioné mucho.
Ese día nos habían dado una buena noticia, la biopsia de maman había
salido bien, no había rastro de cáncer, y aunque ella y Duncan seguían
afectados por lo ocurrido con el descubrimiento de lo que le pasó a mi
padre, los negocios ocultos de Scott, el ataque de Beckett, mi paso por el
hospital y el fallecimiento de Jackson, todo iba poniéndose en su sitio.
Scott nos pidió a Ares y a mí que fuéramos a visitarlo a la cárcel. Al
principio, mi chico se mostró reticente, después de hablarlo largo y tendido,
decidimos que tampoco pasaría nada por escuchar lo que tuviera que decir.
Pensábamos que lo hacía para pedir clemencia, que lo ayudáramos a salir
o amenazar a Ares con contar a lo que se había dedicado hasta el momento
si no declaraba en su favor. Nada más lejos de la realidad. Lo que Scott
quería fue disculparse por lo ocurrido con su hermano.
Nos reconoció que un cura lo estaba visitando en la cárcel y que le había
abierto los ojos, que veía las cosas de un modo muy distinto.
Nos confesó que él fue quien pagó a la policía para encubrir a su
hermano, que en cuanto vio el vídeo, supo que se trataba de Beckett y que,
a golpe de talonario, hizo que todo pareciera un ajuste de cuentas.
—Lo lamento muchísimo, Zuhara, Beckett sufrió un brote aquella noche,
había dejado de tomar la medicación que le recetaron cuando éramos
jóvenes, solo intentaba protegerlo. Me escuchó discutir con tu padre y fue a
vuestra casa para hacerse con la piedra. No dije nada porque Omar ya
estaba muerto y, según me contó, fue un accidente, además, sabía que tú y
tu madre estaríais bien, que Duncan os cuidaría y os daría la familia que
mi hermano os había arrebatado. —Sentí mucho asco y mucho odio ante su
confesión—. Al fin y al cabo, tarde o temprano habría pasado, Margot
habría dejado a Omar por Du, ya lo tenían hablado.
—¡¿Y tú qué sabes?!
—¡Eran amantes!
—¡No lo eran, mi madre me dijo que no! —le grité.
—Piensa lo que quieras, yo te digo que lo eran. Quizá le dio vergüenza
reconocerlo frente a ti.
—Aunque lo hubieran sido, mi padre no merecía toda la mierda que
vertiste sobre él para salvarle el culo a Beckett. —No sabía si era cierto
que maman y Duncan habían mantenido una relación extramarital, pero,
fuera como fuese, nada justificaba que Beckett hubiese terminado con la
vida de un inocente y que Scott lo hubiera protegido—. Lo hubieras
ayudado más confesando su crimen y ofreciéndole el soporte psicológico
que necesitaba. ¿No te das cuenta? ¡Tu hermano se inventó lo que Apolo le
hizo al hijo de Duncan por celos, porque los pilló intimando, porque se lo
tiraba cuando era un menor, bajo tu propio techo! —estallé, explicándole lo
que me contó Ares.
—No lo sabía…
—Pues ahora ya lo sabes —dijo mi chico con rabia contenida—.
Mataste a mi hermano cuando fue el tuyo el único culpable.
Scott no tenía buen aspecto, su rostro estaba demacrado y las arrugas
que surcaban su cara se hacían más presentes que nunca.
—Lo lamento —suspiró—. No sé qué más decir.
—Eso no nos va a devolver a las personas que fallecieron por su culpa
—le respondió Ares.
—Lo sé. Por mi parte, quiero que sepáis que podéis estar tranquilos, no
diré nada que pueda destrozar vuestra felicidad. —Ares alzó las cejas.
—¿Crees que me importa una mierda lo que digas o lo que hagas?
—Imagino que no, pero sigo manteniendo lo que te dije en su momento,
para mí siempre has sido el hijo que no tuve y me siento orgulloso de ti.
—Pues guárdate tu admiración y tus alabanzas para quien las quiera.
Menos mal que la madre naturaleza fue sabia y no te dio ningún
descendiente, está claro que todo lo que salga de tu familia es lo peor.
Vámonos, Zuhara.
Me puse en pie y le di la mano al hombre de mi vida para irnos juntos.
—Oye, Su, ¿has visto las imágenes que han colgado en el In Style? En la
foto sales espectacular y te tachan como una de las invitadas más elegantes.
Brenda giró la pantalla del móvil, era de la noche en la que fui de
acompañante de Duncan, en la fiesta del embajador.
En ella se me veía mirando una de las piezas y de fondo salían algunos
de los invitados al evento.
Era de una revista online de moda.
—Ni siquiera me di cuenta de que me la hacían.
—A ver… —Ray le arrebató el móvil y se puso blanco como el papel.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta el outfit? ¿Demasiado brilli-brilli para ti?
Quizá tengas que ponerte las gafas de sol —bromeé sin obtener respuesta.
Ray le pasó el móvil a Leo y los dos lo miraron como si hubieran visto a
un fantasma. Después, lo giraron hacia mí señalando a otra de las invitadas
que quedaba en un segundo plano. Le habían hecho zoom.
—¿Hablaste con esta mujer? —Era la embarazada que me sorprendió por
lo guapa que me pareció.
—Oh, sí, era una mujer preciosa, aunque solo fueron unos instantes,
apenas hablamos.
Ares tomó el teléfono.
—¡Joder! ¡Es la preñada que por poco…! —se calló. Yo sabía lo que
había estado a punto de decir, que por poco provocó que se matara por el
hueco del montaplatos.
—¿Que por poco? —se interesó Ray.
—Iba a decir que por poco tira el edificio abajo, la pillé follando en uno
de los despachos cuando me confundí de puerta para ir al baño. Estaba
echándole un cable a un conocido, fui de camarero, por eso no salgo en las
imágenes. —Ray y Leo se miraron—. ¿Ocurre algo?
—Es Anita Valdés, la mujer desaparecida de Julio César Valdés —
respondió Leo muy serio y taciturno. Todos los medios de comunicación se
habían hecho eco de su nombre, aunque yo no caí en que podía tratarse de
ella.
—¿El fundador de la SM-666? —preguntó Ares. Ambos asintieron.
—Está en paradero desconocido desde que desapareció de la clínica en la
que se la vio por última vez. Se encuentra en busca y captura por la CIA y
la Interpol. Toda la información que podáis aportar será fundamental para
que podamos dar con ella. Hasta que la atrapemos, nuestra familia no
respirará tranquila —aclaró Ray.
—Dios mío, ¡qué horror! —Brenda se llevó las manos al pecho.
Intenté recordar todo lo que pude.
—Se-se hacía llamar señora Vílchez y su acompañante era un hombre
maduro, con acento del este, pelo canoso y barba, quizá podáis averiguar
algo más si pedís la lista de invitados. —No podía decirle que nosotros la
teníamos porque habíamos ido a por una de las joyas del TOP5—. Puede
que Duncan os pueda ayudar, la vi charlando con él. No puedo ofreceros
más ayuda, lo lamento. —Miré de reojo a Ares, que tampoco añadió nada
más.
—Gracias. —Ray se puso en pie—. Me temo que nosotros nos vamos,
tengo que ponerme a trabajar cuanto antes con lo que habéis aportado. Si
nos disculpáis.
—Por supuesto. —Ares y yo nos levantamos.
—Nosotros también nos vamos, ha sido una cena genial, pero Samuel
tiene una operación a primera hora de la mañana y necesita descansar.
Acompañamos a nuestros invitados a la puerta. Se me quedó mal cuerpo
después de lo de Anita.
—Ey, ¿estás bien? —me preguntó Ares, estrechándome entre sus brazos.
—Quizá podríamos haberle dado la lista nosotros.
—Ray es un hombre de recursos, y si no la consigue, te garantizo que
mañana la tendrá. —Le sonreí.
—Nunca hubiera imaginado que al final terminara viviendo con mi ángel
de la guarda.
—Bueno, no sé si ángel es un apelativo que sea de lo más acertado para
mí.
—Yo creo que sí, porque, según me dijo mi abuela, son seres de luz, que
iluminan tu camino, te cuidan y te protegen, son guerreros con alas y tú
siempre me das muchas.
—Pensaba que ibas a decir que era porque cada vez que te follo te sientes
en la gloria —murmuró, dándome un bocado en el labio. Yo reí contra su
boca sintiendo la excitación en mi vientre.
—Eso también —susurré, pasando mis manos por su nuca—, ¿aunque no
crees que follamos demasiado? Dicen que la Avaricia rompe el saco…
—Mi saco está muy bien cosido y reforzado, además, tengo la intención
de llenarte con mi avaricia de por vida.
—Me gusta el plan. Te quiero, Ares Diamond.
—Y yo a ti. —Me dio un beso largo y yo di un pequeño saltito para
ayudarme con sus manos y aferrar mis piernas a sus caderas. Cabeceé hacia
la cristalera—. ¿Te parece si llenamos de pecado Nueva York hasta el fin de
nuestros días?
—Claro, Bocasucia, vamos a pecar.
EPÍLOGO 2

Marlon

L
orraine me miró desde la cama mientras yo seguía interpretando en el
suelo mi nuevo solo de guitarra. La habitación estaba impregnada por
un suave aroma a humo y a sexo.
Los labios femeninos elevaban las sutiles volutas de humo sobre mi
cabeza.
Estábamos en su casa, en su habitación, ella me observaba tumbada en
una gigantesca cama cuyo cabecero contenía una foto suya en un concierto.
Cuando la crítica la consideraba la gran Lorraine Fox.
Prefería que folláramos allí, en su casa, el Savage no le gustaba, decía
que no quería correrse sobre el mismo colchón que lo hacían otras. A mí no
me importaba, lo que quería era que se sintiera satisfecha con mis servicios
y que algún día lanzara mi carrera.
No era estúpido, si alguien tenía buenos contactos en el panorama
musical era ella, era representante, jugaba en mi misma liga y yo iba a por
todas.
Me daba igual que los otros pecados se burlaran porque tenía edad para
ser mi madre y puede que incluso mi abuela. Pagaba, follaba, estaba buena
y compartíamos pasión por la música.
La última nota sonó y la miré con la composición vibrando sobre mi piel.
Ella me sonrió ladeada, con los labios hinchados desprovistos de
pintalabios después de que le hubiera comido la boca, y otras partes del
cuerpo, a conciencia.
Apagó la colilla del cigarrillo fino y alargado que pedía de importación y
me hizo una seña con el dedo para que me acercara.
—¿Cómo lo haces, Marlon? —preguntó. Su voz era un susurro oscuro y
sexy—. ¿Cómo logras que las cuerdas se conviertan en fuego y que yo arda
con solo oírte?
Hice a un lado la guitarra, era un regalo que ella misma me había hecho.
Me puse en pie, desnudo, y dejé que se recreara en mi cuerpo. A ella solían
entrarle muchas ganas de un bis después de que le tocara.
—Es simple, Lorraine. Las cuerdas son como amantes despechadas. Si
las tratas con rudeza, te morderán. Pero si las acaricias con pasión, te
llevarán al cielo. ¿Tú quieres que vuelva a llevarte al cielo?
Subí a la cama, me estiré encima de ella y metí uno de sus pezones en mi
boca.
Ella pasó las uñas rojas por mi maraña de rizos oscuros y suspiró.
—Espero mucho de ti.
—¿Sí? Dime qué necesitas además de mi música… —ronroneé, pasando
de un pecho a otro.
—¿Y si te dijera que lo que quiero es precisamente tu música?
Pasé mi barba sobre el otro pezón y vi cómo se estremecía.
—¿De qué hablas?
—Tengo una propuesta que hacerte más allá del sexo.
Aquello sí que me puso en guardia e hizo que todo el vello de mi cuerpo
se pusiera de punta. ¿Era posible que por fin hubiera llegado mi gran
momento? ¿Que considerara mi talento? No era estúpido, sabía que lo tenía.
Me aparté tumbándome a su lado.
—No te pillo —comenté, haciéndome el tonto. Ella se relamió.
—Yo creo que sí.
Me imitó, se puso de lado, enfrentando su mirada a la mía, y me sonrió.
—Deja el club, olvídate de ser un pecado enmascarado, apaga esas luces
parpadeantes, los aplausos efímeros que solo te llenan la cartera con la
propuesta de un polvo al final de la noche y únete al nuevo proyecto que
tengo entre manos.
El corazón empezó a latirme muy rápido, mis neuronas gritaban un «¡sí,
sí, por fin!».
Arqueé una ceja, apoyé el codo sobre la almohada y dejé caer mi cabeza
en la palma de mi mano.
—¿Cuál es ese proyecto?
—Un grupo emergente, no es que acaben de empezar, tienen su público
en redes, TikTok, YouTube, ya me entiendes, pero les falta un punch,
contenido extra, alguien que llame la atención y sepa poner el foco, como
tú. Les hace falta una figura masculina entre tanta progesterona, una que
destile deseo por cada poro, que haga gritar al público y lo embelese. Te
necesitan a ti.
Su uña roja trazó el sendero que atravesaban mis abdominales.
—No suena mal.
—Claro que no, les costará un poco asumir que ya no van a ser solo un
grupo de rock formado exclusivamente por chicas. Tendremos que incluir
otro tipo de temas que no solo hagan referencia al empoderamiento
femenino y temas sociales. Necesitamos algo mucho más comercial, que
empatice con un público más global. Hay que darles un lavado de cara y
que se conviertan en una buena apuesta para la discográfica, o su carrera ni
siquiera despegará. Por eso serás una gran aportación, tocas bien, eres muy
guapo, muy deseable y un pajarito me ha dicho que también escribes letras.
—Un momento, ¿tu proposición es incorporarme a un grupo de rockeras
hostiles que adoran el matriarcado?
—Más o menos.
Bufé.
—Eso es un suicidio, no pienso ser la diana de un grupo de feminazis que
amenacen mi polla en el camerino.
Soltó una risotada.
—Oh, venga y1a, Marlon, si alguien sabe cómo fundirles los plomos a
esas chicas y ganárselas a la primera de cambio, ese eres tú. Tienes ese aura
entre pícara, indómita y salvaje que las hace claudicar, además, juegas con
ventaja, te criaste entre hermanas, sabes cómo moverte entre ellas como pez
en el agua.
—Bueno, si se lo dices a Janelle, seguro que te dice otra cosa.
—Eres capaz. Si aceptas, te convertiré en la estrella masculina de su gira
de verano.
—¿Qué ganaría con eso?
—Ya sabes cómo va la industria, si triunfas con ellas, otros se te rifarán.
Te estoy abriendo las puertas a la fama. —Su mano bajó hasta mi polla y se
puso a meneármela justo como a mí me gustaba—. Acepta mi proposición,
compláceme y te daré lo que siempre has buscado; reconocimiento,
eternidad y una vida lejos de los negocios de tu padre. —Un gruñido escapó
de mis labios mientras los suyos volaban a mi erección—. Dime que sí, lo
estás deseando.
Lo estaba, y ella lo sabía. Quería lo que me prometía, todo, y la carne es
débil, por lo menos la mía.
—Acepto.
—Bien, prepárate para brillar, Soberbia.
LA AUTORA
Rose Gate es el
pseudónimo tras
el cual se
encuentra Rosa
Gallardo Tenas.
Nació en
Barcelona en
noviembre de
1978 bajo el signo de escorpio, el más apasionado de todo el horóscopo.
A los catorce años descubrió la novela romántica gracias a una amiga de
clase. Ojos verdes, de Karen Robards, y Shanna, de Kathleen Woodiwiss,
fueron las dos primeras novelas que leyó y que la convirtieron en una
devoradora compulsiva de este género.
Rose Gate decidió estudiar Turismo para viajar y un día escribir sobre todo
aquello que veía, pero, finalmente, dejó aparcada su gran vocación.
Casada y con dos hijos, en la actualidad se dedica a su gran pasión: escribir
montañas rusas con las que emocionar a sus lectores, animada por su
familia y amigos.
Si quieres conocer las demás novelas de la autora, así como sus nuevas
obras, no dejes de seguirla en las principales redes sociales. Está deseando
leer tus comentarios.
https://www.facebook.com/ROSEGATEBOOKS
https://www.instagram.com/rosegatebooks
¿Dónde puedo comprar los libros?
Todos los libros están a la venta en Amazon, tanto en papel como en digital.
BIBLIOGRAFÍA
SERIE STEEL
1.
Trece fantasías vol. 1

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2.
Trece fantasías vol. 2

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3.
Trece maneras de conquistar

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4.
La conquista de Laura

http://amzn.to/2HAWGFT
5.
Devórame

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6.
Ran
http://amzn.to/2FD3sOM

7.
Yo soy Libélula azul

http://amzn.to/2FwWhDF
8.
Breogán, amando a una libélula

http://amzn.to/2DhLewl

9.
Ojos de Dragón

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10.
Koi, entre el amor y el honor

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SERIE KARMA
1.El Karma del Highlander
relinks.me/B07FBMJ68H

2.La magia del Highlander


relinks.me/B07L1SBM2V

3.Los Dioses del Karma


relinks.me/B092RCH8HC

SERIE SPEED
1.
XÁNDER: En la noche más oscura, siempre brilla una estrella

https://relinks.me/1092888659

2.
XÁNDER 2: Incluso un alma herida puede aprender a amar

https://relinks.me/1095485814
3.
STORM: Si te descuidas te robará el corazón

https://relinks.me/107532971X

4.
THUNDER: Descubre la verdadera fuerza del trueno y
prepárate para sucumbir a él

https://relinks.me/1692776584
5.
MR. STAR: Siente la ley de la pasión hasta perder el
juicio.

https://relinks.me/B081K9FNRP

6.
LA VANE: Soy sexy de nacimiento y cabrona por
entretenimiento

https://relinks.me/B085RJMT1F

COMEDIAS ROMÁNTICO-ERÓTICAS:
Lo que pasa en Elixyr, se queda en Elixyr

relinks.me/B07NFVBT7F

Si caigo en la tentación, que parezca un accidente.


relinks.me/B081K9QNLH

No voy a caer en la tentación, ni a empujones

https://relinks.me/B08T1CFGWG

Hawk, tú siempre serás mi letra perfecta

relinks.me/B087BCXTWS

¡Sí, quiero! Pero contigo no.


https://www.azonlinks.com/B08PXJZHQC

THRILLERS-ERÓTICOS:

Mantis, perderás la cabeza


https://relinks.me/B0891LLTZH

Luxus, entre el lujo y la lujuria


https://relinks.me/B08HS5MMRC

ROMÁNTICA BASADA EN HECHOS REALES:

Viviré para siempre en tu sonrisa


relinks.me/B08XXN2Q3D

SERIE HERMANOS MILLER:


Hermano de Hielo

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Hermano de Fuego

relinks.me/B098KJGTYF
Hermano de arena

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Hermano de viento
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SERIE GUARDIANES:
Los Guardianes del Baptisterio

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La Elección de la Única
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La Gran Colonización

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SERIE ENTRE MAFIAS:

Koroleva.
relinks.me/B098GQSPYP
Capuleto

relinks.me/B09ZB778JJ

Vitale
relinks.me/B0BM3NHDC3
Kovalev

relinks.me/B0BW2RSP68

En tu cuerpo o en el mío

relinks.me/B0BY3N42T5

Todo Incluido
relinks.me/B0C3JC2V7Q

Jodido Cupido
relinks.me/B0CSZQHCKY

SERIE KAPITAL SIN:

Ira.
relinks.me/B0CF2TJCL8

Pereza.

relinks.me/B0CKFBHDYW

Gula.
relinks.me/B0CP2DPWQS

[1]
Mon chére: cariño, en francés.
[2]
Jeopardy: concurso televisivo estadounidense de preguntas y respuestas que se estrenó en 1964.
Es una combinación de Trivial, juego y reflejos. Ganar el programa es algo así como un «Sueño
americano».
[3]
Salut, ma biche: Hola, mi cierva. Término cariñoso, para dirigirse a alguien a quien quieres en
francés.
[4]
Salut, ma belle: Hola, mi bella. Término cariñoso, para dirigirse a alguien a quien quieres en
francés.
[5]
Mon cher ami: mi querido amigo, en francés.
[6]
Tumbler: Taza termo de gran tamaño que suelen llevar los estudiantes universitarios americanos a
todas partes.
[7]
Bebederos: partes sobrantes del metal fundido tras el proceso de la fundición en molde.
[8]
Au contraire, mon ami: Al contrario, amigo mío, en francés.
[9]
Au contraire: al contrario, en francés.
[10]
Salut, ma puce: Saludo en francés, como un hola, cariño, que se suele usar con niños.

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