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Posturas éticas a lo largo de la historia

Autor: Patricia Debeljuh

La experiencia moral, como se ha visto, es el punto de partida para la reflexión


ética. Los hechos morales han sido los mismos para todos, pero su interpretaci6n
ha diferido porque fueron diversas las concepciones del hombre y del mundo. La
pregunta sobre el bien -que es lo bueno para el hombre- ha tenido, a lo largo de la
historia, innumerables respuestas. Se han sucedido filósofos y escuelas de
pensamiento que han pretendido encontrar un fundamento a la moralidad de las
acciones humanas.

Apenas uno se asoma a ese conjunto de propuestas, la primera impresi6n


puede llevar a pensar que se está en presencia de un caos: las teorías se suceden y
se oponen, hay cientos de definiciones de bien, no existen acuerdos en los
principios ni en el contenido de las palabras. Pareciera que la verdad se encuentra
diseminada en cada una de las postural y que cada autor se ha aferrado a ella para
tratar de imponerla a los demás.

En este capítulo se pretende repasar muy someramente las principales


posturas éticas que han tenido lugar a lo largo de la historia de la filosofía y, a la luz
de los principios de cada una, acercarse a esa verdad que explica el fundamento de
la moralidad. Indudablemente, cada doctrina ética está basada en una concep¬ci6n
del hombre, y toda antropología, a su vez, se apoya en una metafísica.

A la hora de estudiar las distintas doctrinas éticas se puede seguir una estricta
cronología histórica o bien un orden lógico que agrupe las principales corrientes
por su contenido, ya que las mismas posturas se van repitiendo a lo largo de los
siglos. Se ha optado por este camino, propuesto por Jacques Leclerq en su libro Las
grandes líneas de la filosofía moral, porque permite llegar a destino respetando los
aportes de cada sistema y proporciona material para la reflexión.

1. La negación de la ética

Antes de abordar las distintas doctrinas éticas, es preciso analizar la position


del escepticismo que, a lo largo de la historia, ha negado la existencia de una
verdad absoluta que fundamente la moralidad. Bajo una capa de aparente apertura
a las demás posturas, los escépticos, en realidad, se cierran a todas y solo se aferran
a una verdad: todo es relativo.
Las concepciones del escepticismo son muy diversas y en nuestros días han
adoptado la forma del relativismo moral. Este consiste en un estado del espíritu
más que en una doctrina que lleva a rechazar todo absoluto: no hay nada en común
entre los hombres y, por tanto, no se puede encontrar un principio de acción
aplicable a todos. Según esta postura, no existe una ética sino varias; es más, cada
uno puede defender una propia y los demás han de respetarla. "Las doctrinas que
exageran el papel del entendimiento humano en el conocimiento de lo que
realmente las cosas son, están expuestas a relativizar la verdad, de forma que se
puede llegar a negar la verdad en sí misma y sostener que la 'verdad' y el `error'
carecen de entidad, no son una lectura intelectual de la realidad, sino construcción
del entendimiento. En este caso, el conocimiento está sujeto al cambio de cada
persona en sus circunstancias concretas, y esta, a su vez, depende de múltiples y
plurales situaciones ambientales y hasta de su propia psicología. Lo que conduciría
a la afirmación de que no existe la 'verdad' ni el `error', sino que ambos son
relativos."

Este pluralismo ha llegado a cuestionar no sólo las normas éticas sino los
conceptos mismos de bien y de mal. Los relativistas sostienen que la elección delos
valores considerados como supremos y, consecuentemente, de los fines tenidos
como últimos, constituye un problema que no puede ser resuelto por la ciencia ni
por la filosofía mediante razones intrínsecamente válidas y objetivamente
fundadas. Para ellos, pronunciarse sobre los valores supremos y los fines últimos
implica uno decisión de carácter subjetivo que expresa una actitud que no puede
ser justificada con validez objetiva. La verdad quedo relativizada en el nivel de cada
persona o grupo social. Como consecuencia, la norma ya no es universal, sino que
se mide por parámetros subjetivos conforme a las necesidades y utilidades de cada
uno en determinado momento; o bien se evalúa por datos sociológicos. Este modo
se originan dos tipos de relativismo ético el que propugna que cada quien debe
orientar su conducta de acuerdo con lo que le parezca en cada situación
(subjetivismo), y el que sostiene que el bien y el mal dependen de la valoración
ética que impera en la sociedad en cada época (relativismo cultural).

Los subjetivistas sostienen que las normas morales proceden de la intimidad


del sujeto y que el único criterio para valorar el comportamiento propio y ajeno es
la coherencia: comprobar si viven de modo concordante con lo que piensan.
Una de las posturas más extremos del primer tipo de relativismo la sostuvo a
finales del siglo XIX Herbert Spencer (1820-1903). Para él, cala persona debe tener
principios diferentes y alcanzará su perfección en la medida en que posea esas
ideas propias, estrictamente individuales y enteramente diferenciadas. Cada
persona se hace su propia moral y, por tanto, lo que es bueno para un hombre
puede no serlo para otro, convirtiéndolo casi en un absoluto. Este principio
relativista persiste hasta la actualidad con diversos matices.

Décadas atrás. el positivismo de Augusto Comte (1798-1557) representa el


segundo tipo de relativismo y es también una actitud más que una concepción
filosófica. Llega a negar la posibilidad de un conocimiento racional basado en una
realidad discernible por el espíritu, pero inaccesible por los sentidos. Para Comte,
el espíritu humano no puede penetrar la naturaleza de las cosas: no advierte más
que el fenómeno y, al conocerlo, lo único que puede hacer es constatar las
relaciones constantes que se dan y originan las llamadas leyes. Por eso, el
positivismo centra su atención en las conductas humanas: éstas constituyen, para
Comte, el objeto fundamental de las ciencias.

Considera tan sólo los “hechos positivos” y entiende por tales los que pueden
ser captados inmediatamente por los sentidos y ser sometidos a una verificación
cuantitativa; las demás acciones son negadas o reducidas a las anteriores. Con esas
premisas, cualquier sistema ético es inconcebible para el positivismo. Como no
admite ningún conocimiento metafísico ni principios racionales, no puede
encontrar nada que fundamente una pastura moral.

En el siglo XX, el positivismo influye en la ética a través de Lévy-Bruhl (1857-


1939). A partir de su concepción positivista de la moral, pretende reducir la
moralidad a un hecho puramente sociológico. Para este filósofo francés, hay que
estudiar el hecho moral y verificar los juicios usuales de bien y de mal hasta
configurar lo que él llama la ciencia de las costumbres. La ética sería un conjunto
de normas y valores morales concreto que pertenecen de modo natural a cada
situación histórica y a un determinado grupo social: La moral, pues, no es absoluta
sino relativa ya que tiene un ámbito concreto y específico, y sólo dentro de él se
constituye como absoluta. Lo que cambia; para Lévy-Bruhl, no son las
circunstancias históricas sino la mentalidad misma del hombre, o sea, la actitud
con qué el hombre se enfrenta y comprende cl mundo: “Las cosas que es preciso
hacer o no hacer, relaciones con nuestros padres, con nuestros compatriotas, con
los extraños; nuestros deberes respecto de la propiedad, moralidad sexual, etc., no
dependen de la teoría moral a que pueda conducirnos la reflexión. Nuestras
obligaciones están determinadas de antemano e impuestas a cada uno por la
presión social. Se podrá en un caso resistir e ella y obrar de otra manera de como
exige; más no se la puede ignorar, ni sustraerse a ella de ningún modo.”

La tarea de la ética, por tanto, consiste en describir los usos y las valoraciones
morales propias de cada sociedad, así como en conocer las leyes que determinan.
Su origen, desarrollo y desaparición. De ningún modo, dirá Lévy-Bruhl, la ética
podría arrogarse la función de prescribir leyes a los hombres y a los grupos sociales.

A la par de Lévy-Bruhl, Emile Durkheim (1859-1917), fundador de la Escuela


Sociológica Francesa, sostiene que el único objeto de investigación es el hecho
moral que cambia de un grupo social a otro. No hay más criterio moral que el uso o
costumbre y, por lo tanto, será bueno en una sociedad, lo que la mayoría hace o
considera como tal. La ética se reduce y, se limita así al hecho moral y éste es
puramente social. Los valores no son objetivos, sino que vienen dados por la
sociedad de cada época; no son válidos por sí mismos, sino que son circunstáncial-
mente aceptados en virtud de que estén o no presentes en la convivencia social.
Partiendo de esta premisa, Emile Durkheim llega más lejos: como la sociedad
es necesaria para el hombre y no se puede vivir en ella más que aceptando sus
costumbres, éstas se imponen al hombre por una presión interna, es decir, que el
sujeto no tiene otra alternativa que seguir los usos sociales vigentes, y de ahí nace
obligación. Entiende la sociedad como una “persona moral cualitativamente
distinta de las personas individuales que comprende” y añade: “La sociedad nos
manda porque es exterior y superior a nosotros; la distancia moral que hay entre
ella y nosotros la convierte en una autoridad ante la cual nuestra voluntad, se
inclina. Pero siendo, por otra parte, interior a nosotros, siendo nosotros, por esto la
amamos.”

Así se diluye la clásica distinción entre el bien y el mal y éstos quedarían


reducidos a lo que la: “sociedad ordena o prohíbe. Es ella la que revela al hombre lo
que es, o mejor, lo que debe ser. Por este camino se llega a exaltación de la
sociedad. La ética se explica únicamente por el influjo social; sería un producto del
medio en el que vive hasta el punto de no existir problema moral, si el hombre no
fuera un ser social. El conflicto moral —para Durkheim— nace de la relación con los
demás. La moralidad, en su naturaleza profunda, no es otra cosa que lo social
mismo. Los preceptos morales reflejan simplemente, la presión de la sociedad
sobre los individuos que la integran.

Por tanto, no hay valores morales en un sentido absoluto, sino costumbres y


reglas vigentes en una determinada sociedad que castiga a los individuos cuya
conducta no está de acuerdo con ellas, mientras que, en otra comunidad, por el
contrario, pueden existir otros usos sociales en función de los cuales se producen
las sanciones correspondientes. “No se debe decir que un acto hiere la conciencia
común porque es criminal, sino que es criminal porque hiere la conciencia común.
No lo castigamos por ser un crimen, sino que es un crimen porque lo castigamos.”
De donde resulta que la ética no sería un conocimiento normativo, sino tan sólo, un
conocimiento de lo normativo; lo que una época llama “bueno” o condena como
"malo" sería fruto de una convención social y no consecuencia de una objetividad
de los valores éticos.

La negación de la moral y la exagerada presión de la sociedad han llevado en


tiempos recientes a una nueva postura relativista conocida como ética de situación.
El rasgo predominante radica en el hecho de que el poder de decisión tiene carácter
ético no se basaría en leyes morales universales, sino más bien en circunstancias
individuales y concretas según las cuales la conciencia del individuo esta llamada a
actuar, pues —se aduce— toda persona humana es única y la situación individual y
concreta en que se encuentra no puede ser repetida. El bien y el mal dependen de
cierto juicio íntimo y luz peculiar de la mente en cada individuo por cuyo medio
viene a conocer, en cada situación concreta, lo que ha de hacer. Resultado de ello es
que la conciencia del hombre, y solo ella, está en condiciones de juzgar la decisión
ética invocada en un caso preciso.

Es, por tanto, la conciencia la que debe valorar en una situación determinada
cuál es la decisión moral correcta. El hombre no puede fiarse de principios morales
abstractos que tendrán poca o ninguna influencia en la situación individual
concreta e irreemplazable en la que él se encuentra. Se afirma que el hombre actual
ha alcanzado su mayoría de edad y por ello este tipo de moral se adapta a la medida
de las necesidades que esa madurez le impone. Ahora más que nunca está llamado
a llevar sobre sus hombros todo el peso de su responsabilidad personal y a no
tomar decisiones morales confiándose en un código de leyes que le son impuestas
desde afuera.

La postura más radical es la que propugna el existencialismo de Jean-Paul


Sartre (1905-1980), que defiende la absoluta y total libertad del hombre sin más
límites que la propia libertad. La única exigencia moral sería actuar de acuerdo con
ella y, por tanto, las normas de la moralidad se determinarían en cada momento. La
libertad se constituye así en criterio de moralidad; lo que importa no es tanto lo que
se hace sino el grado de libertad con que se actúa.

Los antecedentes de este planteo ético se encuentran en Karl Jaspers (1883-


1969) y Friedrich Nietzsche (1844-1900). Para ellos, ninguna cosa puede ser
llamada buena o mala en sí misma: lo será de acuerdo con la situación. El
existencialismo niega así el carácter normativo de la naturaleza humana. La ley
suprema del actuar es la existencia personal que, gracias a la decisión de la
voluntad, se va recreando a sí misma. Según esta concepción, el empleo de
cualquier medio puede ser legítimo si se pretende conseguir un bien. El resultado
de este criterio de moralidad lleva, en definitiva, a la tesis de que el fin justifica los
medios.

La ética de situación no es un fenómeno aislado; es más bien la expresión de


una serie de ideas filosóficas bien organizadas que se están difundiendo en el
mundo contemporáneo. En esta postura se encuentra una abierta rebeldía contra la
concepción de la persona como criatura: el hombre sería libertad absoluta. Por
tanto, él puede decidir sin recurrir a ninguna norma, teniendo en cuenta el carácter
singular e irrepetible de la acción individual concreta. La moralidad de una acción
no depende de leyes universales y objetivas, sino de las circunstancias, también
singulares e irrepetibles, en que se realiza. En consecuencia, el hombre no sabe ni
puede saber lo que debe hacer; lo decide en cada situación.

Estas concepciones relativistas y escépticas son contradictorias porque, si se


admite que “no existen verdades”, con ello se está afirmando, al menos, una
verdad. La crítica más esencial que se puede formular a esta postura, además de
otras de carácter extrínseco como sería la demostración de la existencia de una
verdad absoluta, de evidencias universales, está en que todo relativismo implica
una contradicción intrínseca. Al sostener que ningún juicio goza de la propiedad de
ser verdadero en sentido absoluto y que toda verdad es relativa, surge como
consecuencia ineludible que el juicio “toda verdad es relativa” tampoco puede tener
carácter de validez absoluta. Esto destruye, con sus propias armas, al relativismo.

Si no hay verdad absoluta, tampoco puede haber verdad relativa, pues esta se
constituye por referencia a aquélla. Sin una verdad absoluta, la verdad pierde todo
sentido. No se ve cómo una norma moral puede valer para un determinado tiempo
y no para otro, pues si no goza de validez en sí misma y absolutamente, está
radicalmente privada de legitimidad para cualquier tiempo. La validez relativa en
una época o situación resulta así, en el relativismo, puramente subjetiva: se trata de
una apreciación o estimación interior de que algo es así, pero sin sustento
trascendente ni validez objetiva en sí mismo.

Sin embargo, no hay que olvidar el aporte del positivismo, que consistió en
haber llamado la atención sobre el hecho moral. Es cierto que existen diferencias
entre las personas, pero, aunque esas desigualdades sean más o menos numerosas,
los hombres no dejan de constituir un género: el humano, y como todo género,
están sometidos a leyes comunes.

El problema de la moral es buscar las leyes de la acción humana libre. Fijar


esas reglas exige llegar por encima de la psicología y la sociología hasta los
fundamentos de la naturaleza humana. Para conocer el bien del hombre es
indispensable el conocimiento de las presiones psicológicas y sociales que obran
sobre él, pero no hay que detenerse ahí. Es preciso profundizar en el estudio de su
naturaleza, esto es, de las condiciones de su ser que explican esa influencia
psicológica y social, y determinar por qué ciertas leyes se imponen y en qué medida
la persona debe obedecerlas para realizarse, es decir, para alcanzar su plenitud.

Por otra parte, la influencia de la sociedad es indiscutible. Es fácil advertir que


no se puede conocer perfectamente al hombre más que en su medio social. La
presión del ambiente en el que se mueve se halla presente en todo lo que piensa y
hace un sujeto, pero no es la totalidad de la persona. Si el hombre no se explica sin
la sociedad, mucho menos se puede entender un grupo social sin los hombres que
lo componen. Como todo influjo social es producto de la incidencia de unas
personas sobre otras, para comprender la sociedad es preciso comenzar por
estudiar a los hombres. Por eso, no se puede basar la ética en un consenso social,
sino en la verdad sobre el ser humano.
Fundamentaciones de la ética

Una vez analizadas las corrientes que niegan la existencia de la ética y caen en
una postura relativista inconsistente, en este apartado se estudiarán las doctrinas
éticas que se apoyan en la verdad sobre el hombre. En primer lugar, hay que
distinguir entre dos grandes grupos: las éticas que no admiten un principio
superior a la persona, llamadas éticas empíricas, y las que sí consideran realidades
que trascienden, denominadas éticas racionales.
Las éticas empíricas consideran que no existe nada superior al hombre y, por
tanto, éste no puede buscar más que en sí mismo el fin y la moral de su acción.
Pretenden fundarse en un hecho en un hecho de experiencia, un principio que el
sujeto se dé cuenta en sí por la experiencia de la vida. Por otro lado, si una realidad
trasciende al espíritu, el problema por resolver será el de las relaciones entre el
hombre y ese ser superior, y surgen las éticas racionales que no solo se apoyan no
solo en la experiencia, sino también en los datos captados por la inteligencia.

2.1. Éticas empíricas

Dentro de este primer grupo se pueden incluir tres corrientes filosóficas: el


hedonismo, el utilitarismo y las morales altruistas. El análisis de cada una de ellas
ocupa el siguiente apartado.

2.1.1. Del hedonismo al utilitarismo


El hedonismo parte de un principio presente en todas las corrientes éticas: la
persona trata de ser feliz y éste es el fin de su vida. La dificultad se plantea en
definir qué significa ese "ser feliz". El hombre busca espontáneamente la
satisfacción, y la felicidad —entendida como placer— se le presenta como el estado
en que poseerá todo lo que pueda saciarlo. Las éticas hedonistas reducen toda la
moral a este dato. "En la historia de la filosofía van unidas al materialismo bajo
todas sus formas, porque si existe nada por encima del hombre, este no tiene que
buscar el bien fuera ni por encima de sí. Nada se impone a su respeto, tiene que
contar sólo consigo mismo y en este caso la primera hipótesis que se presenta a su
espíritu es que ha de buscar sólo su felicidad."

La idea de que el hombre persigue la felicidad está presente en toda la


filosofía griega. Los grandes pensadores antiguos —Sócrates, Platón, Aristóteles—
consideraban que el fin de vida consistía en alcanzar la felicidad. Pero esta puede
concebirse de diferentes maneras. Ya los griegos distinguen el hedonismo —
considerado como una moral del placer—del eudemonismo, entendido como la
moral de la felicidad. Aunque es difícil trazar una línea de demarcación entre uno y
otro pues el placer tiene por fin la felicidad, ambas posturas, con todas sus
variantes, parecen eternas y, aunque sean permanentemente refutadas, reviven
constantemente. Convendrá detenerse en el hedonismo tal vez con excesivo detalle
porque, en los tiempos actuales, domina el comportamiento ético de muchas
personas.
Epicuro (341-270 a.C.) sienta las bases de esta filosofía. Considera que el placer es
el valor supremo —entendido como el bien primitivo e innato—, y constituye el
principio y el fin de la vida feliz. Por eso, el hombre tiene que alcanzar la felicidad;
que consiste en lograr la mayor cantidad posible de placer, que es el único bien, y
evitar el dolor, que es el único mal. Como todo hedonismo, se ha de enfrentar con
un dilema: cualquier ética, para serlo, ha de pretender dar normas con carácter
general e imperativo; pero el placer es un hecho subjetivo, que se realiza en la
intimidad del sujeto sin que cada hombre pueda tener experiencia más que del
propio. De ahí que toda ética hedonista se enfrente con el problema de objetivar el
placer: es decir, de hacer de algo objetivo que pueda erigirse en fin concreto y
norma para todos los hombres.
Epicuro divide los placeres en corporales y espirituales y determina que son
estos los superiores y deseables porque se pueden traer a voluntad y, por tanto,
sujetan al hombre a las cosas exteriores. Pero los placeres espirituales consisten en
recordar, imaginar o proyectar acciones gozosas y esto no es posible, naturalmente,
si no existen previamente unas auténticas y originales situaciones placenteras.
Estas no pueden consistir sino en los deleites del cuerpo. De aquí surge la
distinción que hace de placeres en reposo y en movimiento. Los primeros son
aquellos que, como señala Rafael Gambra, “advienen al alma como algo natural a
su actividad, como la satisfacción de una necesidad, el fácil y grato ejercicio de sus
operaciones. Son en movimiento aquellos otros que experimenta el alma como algo
sobreañadido a su naturaleza, algo que se ha de buscar en el exterior porque no
resulta de su normal actividad”. El placer de reposar tras la fatiga, el beber agua
con sed son típicos placeres en reposo. Las drogas, el beber bebidas alcohólicas son
ejemplos de placeres en movimiento. Epicuro opta decididamente por los placeres
en reposo porque los en movimiento producen, a la larga, dolor y, convertidos en
hábitos, esclavizan al alma sometiéndola a las cosas exteriores. Y aquí el viraje y la
sorprendente conclusión del hedonismo epicúreo: si los placeres espirituales
vienen a reducirse a los corporales y si de éstos sólo deben admitirse por tales
placeres los en reposo, resultará que el único fin de la vida es el placer derivado de
satisfacer las más elementales necesidades de la naturaleza. Lo cual exige del
hombre un abstencionismo ascético, una estricta austeridad.
El epicureísmo representa una actitud ante la vida que centra la acción en el
cálculo de los placeres. En la práctica, ha llevado siempre a esta sencilla conclusión:
es lícito todo lo que produzca placer. Sin duda, encontró una acogida favorable pero
la mayoría de los partidarios de Epicuro no siguen a su maestro en su ascetismo,
sino en el principio de su acción: elegir las sensaciones placenteras. El hombre debe
hacer lo que le proporciona placer. Ese sería el fin de la ética. La única advertencia
es que esa búsqueda de lo placentero ha de hacerse sin intranquilidad, con dominio
de sí mismo, sin turbación. En realidad, la concepción epicúrea conduce a la
desesperación y a la nada. No puede fundarse una moral sobre el placer, que es solo
una reacción, un tono afectivo que acompaña a los actos, pero nunca una realidad
en sí misma que pueda buscarse como objetivo último. Otro hecho de experiencia
lo confirma: el placer aparece muchas veces en la vida cuando no se lo busca, pero
rara vez si se marcha tras él
Después de sufrir en la Edad Media una decadencia, el hedonismo reaparece
en el siglo XVI y sienta las bases del utilitarismo que domina gran parte de la
filosofía moral hasta el siglo XIX. La cuna del utilitarismo moderno fue Inglaterra.
Jeremy Bentham (1748-1832) es considerado el fundador de esta escuela y su
sistema ofrece la muestra más representativa de la concepción utilitarista de la
ética. La obra de Bentham fue continuada en Inglaterra por otros filósofos: John
Stuart Mill (1806-1873) y Henry Sidgwick (1838-1900). Tomando el concepto de
útil de la ciencia económica de su tiempo según el cual se llama así a todo lo que
puede satisfacer una necesidad; estos filósofos sostienen que el sumo bien es la
utilidad, entendida, en general, como placer sensible y material.

El hombre, por naturaleza, es un ser animal que está acosado por un conjunto
de necesidades cuya satisfacción origina placer y cuya insatisfacción produce dolor.
Ambos, placer y dolor, son para los utilitaristas los dos polos afectivos alrededor de
los cuales gira toda la actividad humana. En consecuencia, todo lo que permita
saciar una necesidad, lo que sea útil, tendría razón de bondad, ya que gracias a ello
se puede eliminar un dolor y alcanzar un placer.

Bentham considera la utilidad como principio de felicidad. La naturaleza


humana ha colocado al hombre bajo el imperio del placer y del dolor; a estos se
deben todas las ideas, a ellos se refieren todos los juicios, todas las determinaciones
de la vida. El que pretende sustraerse a esta sujeción no sabe lo que dice; todo lo
que hace el hombre tiene por único objeto buscar el placer y evitar el dolor. El
principio de la utilidad subordina todo a estos dos móviles. Lo útil es lo que
aumenta el placer y disminuye el dolor. Puesto que no hay mayor satisfacción que
el placer, es inútil invocar cualquier otro principio superior. La única regla moral es
la del interés. Por lo tanto, todo el problema moral consiste en calcularlo bien. Es
preciso pesar placeres y dolores, aumentar el placer y disminuir el dolor. La vida es
un negocio, la moral consiste en hacer ganancias y queda reducida a una cuestión
aritmética: el bien es el ingreso; el mal, el gasto.
Fácilmente se ve la íntima conexión que, en un principio, guarda el
utilitarismo con el hedonismo. Ahora bien, el placer puede extenderse a más o
menos individuos de la sociedad. En este punto radica la diferencia fundamental
entre el hedonismo y el utilitarismo. Este tiene una inmensa preocupación social
frente al carácter más individualista y egoísta del primero. Al establecer una escala
en lo útil habrá que considerar la intensidad del placer producido y la extensión a
un número mayor o menor de individuos. De eso se deriva la preocupación por los
demás: la persona no es verdaderamente feliz si no vive en concordancia con sus
semejantes.

Bentham llega más lejos aún: el hombre no es verdaderamente dichoso si no


es amado. Para serlo, el sujeto se ocupa de los demás y se vuelve benévolo y
benéfico: su felicidad se acrecienta por el hecho de estar rodeado de gente dichosa y
la satisfacción del conjunto de los hombres crece por el hecho de ser él feliz. Por
tanto, cada persona debe buscar a la vez la propia felicidad y la de todos. El fin de la
actividad humana y de cada hombre en particular es la mayor felicidad para el
mayor número de individuos. Un acto será bueno no sólo cuando sea útil, sino
cuando alcance la máxima utilidad posible para el mayor número de individuos.
Ésta será su norma suprema de moralidad: la maximización de la felicidad.

Se llega a un altruismo basado en el egoísmo.

Si se hace una valoración crítica del utilitarismo, con su concepción


prácticamente materialista de lo humano, se puede decir que no considera los
sentimientos y motivaciones más nobles de la persona al reducirlos todos a la
utilidad. Es cierto que el interés y la búsqueda de la felicidad son móviles
fundamentales de la conducta humana, pero no han de ser entendidos en forma
material y biológica. La experiencia indica, muchas veces, que la moral y el deber
obligan a cada hombre al sacrificio de intereses contingentes y materiales en
nombre de bienes intelectuales y espirituales más altos, que valen por sí mismos,
cuya posesión da al hombre su pleno valor. No es la eficacia y la utilidad de la
acción lo que la hace moralmente buena, sino que es la bondad moral la que obliga
al hombre a una acción que sea instrumento de verdadero perfeccionamiento
humano. El tener en cuenta o buscar también el bien y utilidad de los demás no es
la esencia de la moral, sino una consecuencia de ella.
El utilitarismo, al considerar que el criterio moral debe ser la mayor felicidad
para el mayor número de personas, reduce la moralidad a una cuestión numérica.
Se fija más en la cantidad que en la calidad. La moral utilitarista es, en síntesis, una
moral de todos los días, concreta, elocuente, fácil de comprender y operante sobre
nuestras conductas. Esta moral es suficiente en la vida corriente para mantener un
nivel medio de moralidad que haga la vida soportable, pero no es una ética muy
elevada, no da ningún impulso moral, no desarrolla ningún espíritu de sacrificio. Se
trata de mantener un nivel mínimo. A pesar de los esfuerzos de los utilitaristas,
jamás se convencería a nadie de que debe dejarse matar por la patria únicamente
por interés. Por mucho que se haga, el utilitarismo es una moral sin amor, porque
el amor es lo contrario del egoísmo y supone que uno no busca su interés. El
utilitarismo puede llevarnos a prestar servicios a nuestros semejantes en la medida
en que encontremos en esa acción nuestro provecho personal, pero la estimación
común juzga sobre todo lo admirable al amor que no busca su interés. El utilitarista
hará, sin dudas, algunos pequeños sacrificios cuando estos puedan granjearle una
simpatía cuyas ventajas sobrepasan los inconvenientes en que consiente; pero el
utilitarista no se entrega, centrado en sí mismo, se reserva. Queda patente que el
principio de utilidad no alcanza para justificar el sacrificio. De aquí arrancarán las
corrientes éticas que se centran en el altruismo.

2.1.2. Las éticas altruistas: el poder de la simpatía

A partir de Bentham, otros pensadores se esfuerzan en el siglo XVIII en


justificar el altruismo y hacer de él el principio fundamental de la ética. David
Hume (1711-1776) sostiene que es preciso admitir como base de la moral no el amor
de sí, sino la simpatía y la benevolencia: los actos son morales en la medida en que
son desinteresados.
La moral de la simpatía tiene en Adam Smith (1723-1790) su principal
representante. Pretende reducir toda la vida moral a un elemento simple, presente
en la conciencia y considerado como el elemento dominante. Esta posición es
propia de una mentalidad difundida en el siglo XVIII y que reaparecerá con Kant.
Corresponde a la idea de considerar que el hombre, contando con la fuerza de la
razón, puede encontrar el principio de explicación de sus actos y transformar sus
impresiones en certezas sin gran necesidad de comprobación.

La simpatía es, para Adam Smith, la condición necesaria y suficiente para


fundamentar la moral. Considera que el hombre necesita para ser feliz de la
admiración de los demás. Así, el principio de la simpatía es la constatación de que
la persona es capaz, por naturaleza, de colocarse en el lugar de los demás,
comprender sus motivaciones y evaluar la moralidad de sus acciones. Todo juicio
consiste en aprobar o desaprobar y eso no es más que una demostración de la
presencia o ausencia de la simpatía. Ésta es la tendencia natural e instintiva que
inclina a entregarse a los sentimientos de los demás. Surge como una necesidad
primaria porque el hombre es esencialmente sociable. Nada pesa más que la
soledad y las personas necesitan experimentar simpatía dándola y recibiendo. El
bien despierta la simpatía, y el mal provoca la antipatía. La regla moral que rige el
comportamiento sería: “Obra" de manera tal que provoque la mayor simpatía en el
mayor número de personas". La simpatía pasa a ser la regla del bien y, por tanto, la
moral sería imposible si no hubiera más que un hombre en el mundo. Si estuviera
solo la moral no tendría sentido para él, pues no se preguntaría nunca qué
impresión pueden producir sus acciones; se quedaría en la ignorancia del bien y del
mal.

Si bien es cierto que Ja simpatía desempeña un gran papel en la vida del


hombre, también lo hacen otras tendencias fundamentales y, como todas están
presentes en das acciones, se puede representar toda la vida como dependiente
esencialmente de alguna de ellas. No es posible tampoco reducir todas las acciones
a la simpatía que provocan —ésta no es más que un mero sentimiento—; ni mucho
menos hacer depender de ella toda virtud y todo vicio. Si fuera así, el hombre
tendría que adecuar su conducta a la verdad que le presenta un "sentimiento
moral”, y no su pensamiento racional, renunciando a su dignidad propia. De estas
posturas se puede retener como válido que la persona no se encuentra sola, que
depende de la sociedad a la que pertenece y que el ideal moral no puede, por tanto,
expresarse por una fórmula de aislamiento, sino contando con la colaboración de
otros. Éste es el aporte que dejaron las éticas altruistas.

2.2. Éticas racionales

Como se ha analizado hasta aquí. tanto el utilitarismo conto el hedonismo y la


moral de le simpatía basan la moralidad en un hecho de experiencia, Las éticas
racionales que ahora se estudiarán-buscan ese fundamento en un principio racional
que lleve a afirmar la existencia a de una realidad que trasciende al hombre. Por
tanto, ha de ser necesariamente algo, de una manera u otra, exterior a él. Dentro de
este apartado se analizarán las posturas de Kant, Scheler, Hegel, los estoicos,
Plutón, Aristóteles y Tomás de Aquino. para concluir con algunas reflexiones que
sientan las bases de una ética personalista.

2.2.1. La ética Kantiana del deber

Ningún otro filósofo ha influido tanto en el pensamiento moderno como


Immanuel Kant (1724-1804). Su postura puede centrarse en dos aspectos: la
determinación del carácter propio de la moralidad y el fundamento de la
moralidad. Estas dos cuestiones están tan relacionadas que dependen una de otra y
se resuelven una por la otra.

La filosofía de Kant se desarrolla en dos momentos: la Crítica de la razón pura


(1781) y la Crítica de la razón práctica (1788). Después de la crítica de la razón pura
es cuando la moral debe buscar su punto de partida. ¿En qué estriba la bondad o
malicia de los actos? Los anteriores filósofos —dice Kant— han buscado la
moralidad en el fin de los actos, es decir, han hecho radicar la bondad en su
adaptación a un fin concreto, determinado. Así, por ejemplo, los hedonistas lo
descubren en el placer. Pero el que obra así, según Kant, no lo hace por razones
morales, sino por algo ajeno a la ética misma. La verdadera moral no es
heterónoma (considerada como ley ajena impuesta), sino autónoma: solo obra
moralmente el que actúa por respeto a la ley sin razones distintas a este
cumplimiento mismo.

El problema que se le presenta a la ética —para Kant— es encontrar una ley


universal que sirva de regla a los actos, pues está convencido de que la moral debe
ser una ciencia y, como todo conocimiento científico, ha de tener un fundamento.
Según Kant, la ética no puede fundamentarse en una felicidad o en un bien al que el
hombre tienda por naturaleza. Ya que, en ese caso, se dejaría guiar por el instinto,
cosa inadmisible para él. Kant va a buscar el punto de partida de la moral en un
hecho de conciencia. Parte de una evidencia sobre la que, aparentemente, todo el
mundo está de acuerdo. Para él, esta evidencia consiste en que la única cosa
perfectamente buena es la buena voluntad y lo explica así: “La buena voluntad no
es buena por lo que efectúa o realiza, no es buena por su adecuación para alcanzar
algún fin que nos hayamos propuesto; es buena solo por el querer, es decir, es
buena en sí misma. Considerada por sí misma es, sin comparación, muchísimo más
valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia
de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones”.

Esta buena voluntad es interior y consiste en querer hacer lo que se debe, en


identificarla así con el sentido del deber. La voluntad ha de considerarse buena si
actúa por el deber. Kant no imagina que, sin estar obligado a ello, se pueda querer
un bien mediante un acto de voluntad que tenga un valor moral. Para él, solo
tienen valor racional los actos que se realizan por deber. Al considerar al deber
como la primera de las evidencias, llega a afirmar que “hay solo una cosa de la que
estamos seguros y es nuestro deber”. Este constituye, para él, lo que la simpatía es
para Smith o el interés para Bentham. El deber es evidente y se impone a sí mismo.
Este es el imperativo categórico. La norma fundamental del actuar moral no será la
conciencia ni una ley, sino el deber, que se presenta como un imperativo y de este
modo se convierte en una norma universal del actuar.

Indudablemente, el ambiente en el que Kant fue educado influyó en su


pensamiento. Provenía de una familia piadosa y recibió una educación rigurosa
basada en un verdadero culto al sentido del deber. Estas influencias fueron dejando
una huella en él hasta el punto de convertir el deber en una evidencia, de la que
Kant no duda y la cual no parece tan evidente.

El deber es una forma pura y el valor moral de los actos resulta de la


aplicación de este imperativo moral meramente formal. Un acto es moral solo
cuando se hace por deber. Se llega así a una ética formal donde el deber es la
necesidad de llevar a cabo una acción por respeto a la ley. Si la persona es
consciente de una obligación, se da cuenta al mismo tiempo de que esa exigencia no
se impone de manera arbitraria y ocasional, sino que sería la misma en todo
tiempo, en todo lugar, para todo hombre que se encontrara en las mismas
circunstancias. El deber responde, por tanto, a una ley universal que queda
plasmada en una primera fórmula ligada a esta exigencia: “Obra siempre de tal
manera que la máxima de tu voluntad pueda valer como principio de una ley
universal". Es decir, si una acción cualquiera se la puede admitir como norma de
conducta, ese acto es éticamente moral; en caso contrario, no. Esta ley o imperativo
es puramente formal: en sí misma no manda nada concreto, pero sirve para
cualquier clase de acciones.

Esta teoría merece realmente el nombre de ética formal porque no da


contenido a la regulación de la conducta humana; se trata de un a priori
meramente formal fundado en el deber y atiende no a lo que se hace sino a la
intención con que se hace. A esta primera fórmula, Kant añade inmediatamente
otras dos que la completan. La segunda difiere apenas de la primera en las
palabras: “Obra con la idea de tu voluntad como legisladora universal”. La tercera
va más allá. Como el deber —expresión de la moralidad— es propio del hombre y es
universal en cuanto se aplica a todos los hombres, el imperativo moral tiende al
desarrollo de lo humano. Por eso la tercera fórmula del imperativo categórico
puede expresarse así: “Obra de manera que trates siempre a la humanidad, en ti y
en los otros, como un fin y no como un medio”.
De estas tres fórmulas cree Kant que deducirá fácilmente toda la moral. Basta
a propósito de cualquier acto preguntarse si tratamos en él al hombre como un fin y
si estaríamos dispuestos a erigirlo en máxima universal. Por ejemplo: ¿puedo, por
placer, mentir? ¿Por qué se miente? Por interés, es tratar a la humanidad en sí
como medio y, además, si se erigiera la mentira como regla universal, se llegaría a
la consecuencia absurda de que todo el mundo mentiría, lo que haría la vida
imposible desde todos los puntos de vista.

La influencia kantiana ha sido notable sobre todos, si se le da lugar que el


deber ha adoptado, después de él, dentro de la ética contemporánea. Como se ha
visto, esta noción está así ausente en las morales empíricas que se han estudiado.
Kant relaciona la ética con el sentido del deber hasta el punto de considerar que,
sin él, no hay moral. En este aspecto, Kant ha sido universalmente seguido,
especialmente por los filósofos que apoyan la concepción de una moral normativa.
Tal ha sido su influjo que la cuestión ya no es discutida y casi todos los estados
presentan la obligación como la característica del hecho moral. Queda patente la
revolución operada por la filosofía kantiana: el sujeto se da a sí mismo sus propias
normas. Pero, si bien es cierto que estas ideas han transformado profundamente el
pensamiento filosófico, su sistema no le ha sobrevivido.

La intención de Kant era fundar una ética válida para todos los hombres, pero
fracasó porque todo se reduce al imperativo categórico que, a su vez, se apoya
circularmente en sí mismo, es decir, en una afirmación categórica. Por tanto, no era
difícil prever que el rigorismo formal kantiano —la pura ética del deber por el deber
— se fuera acomodando a una especie de subjetivismo sociológico: el hombre
considera "deber" las cosas cambiantes, dependientes de las circunstancias y de los
tiempos. Kant no es culpable de esta degeneración, pero sí es un ejemplo de cómo
la ética, si se basa solo en una afirmación voluntarista del hombre, puede acabar
siendo cualquier cosa.

2.2.2. La doctrina de los valores

Frente al a priori formal de Kant, Max Scheler (1874-1928) sostiene un a


priori material. Kant pensaba que la experiencia del sujeto —su sentido del deber—
dictaba el modo de darse el objeto en el sujeto. Para Scheler, lo determinante es el
dato objetivo. El a priori no pertenece, por tanto, a lo formal del conocimiento, sino
al material, al contenido. El apriorismo kantiano exigía forzosamente el
formalismo, ya que Kant pensaba que toda ética "material" reconoce un valor
intrínseco a ciertos bienes y a las acciones que los promueven, y es, por tanto,
necesariamente una ética que reduce el valor moral al placer que esos bienes
prometen y que subordina el valor de la persona al "egoísmo instintivo de la
naturaleza humana". Scheler y sus seguidores, por el contrario, están convencidos
de que es posible elaborar una ética "material" que no incurra en esos defectos.

La ética de Scheler se funda enteramente en los valores intuitivamente


aprehendidos. Por eso, a diferencia de Kant, rechaza el formalismo trascendental:
la ética se basa en un contenido o materia —los valores— y no en un mero concepto
universal, puramente formal, elaborado por la inteligencia. Si Kant admitió
únicamente, como universal y no relativa, una ética formal, fue por no haber
distinguido entre valores y bienes. Para Scheler, los valores no se identifican con los
bienes —cosas y acciones—: los trascienden siendo independientes de ellos. Los
bienes son portadores y manifestadores de los valores, pero no los constituyen. No
pertenecen al mundo de lo ideal sino al de los hechos, que es cambiante e histórico.
Por esta razón, los valores no se ven afectados por estas modificaciones. No
dependen incluso de la actitud ante ellos, de las estimaciones o categorías morales,
que pueden variar con el tiempo. Por encima de estos cambios, los valores
permanecen inmutables, porque son esencias, son “en sí”.
Los valores, más que cosas, son cualidades que hacen valiosas a las cosas y
permiten dar un significado a la existencia humana. “El a priori ético de Scheler es
pues material; es el contenido significativo, una esencia ideal. Está constituido en el
campo de la ética por los valores que son auténticas cualidades objetivas,
alcanzadas intuitivamente (de manera directa, sin mediación de concepto o de
representación alguna) por la intencionalidad de los sentimientos espirituales,
especialmente por el amor, y por eso son dadas de modo previo e independiente al
conocimiento racional de las cosas y de los bienes del mundo”.

Así, los valores constituyen el fundamento apriorístico “material” de la ética y,


en consecuencia, gozan de objetividad. Su contenido no depende del sujeto ni de
condiciones empíricas. “No se captan por el conocimiento sensitivo ni por el
conocimiento racional, sino por una percepción afectiva de los mismos que Scheler
llama “intuición emocional de las esencias”.

Max Scheler admite en la realidad, junto al ser que se alcanza por el


conocimiento sensible o intelectual, el valor, realidad ideal que se capta por una
intuición emocional cuyo acto es la estimación. Las cosas, además de ser, valen y el
valor (utilitario, estético, moral, religioso, etc.) es aquello que les hace poseer la
cualidad de bienes. Bien es, en el lenguaje de Scheler, el ser que posee un valor, el
ser valioso. Por este camino se constituye este autor en el principal teórico de la
doctrina de los valores o axiología, corriente muy característica de la filosofía
actual. La existencia del valor se demuestra, para los axiólogos, por el hecho de que
un hombre que conoce y comprende un objeto puede, sin embargo, permanecer
ciego a su valor y que resulta, en cambio, patente para otro sujeto que no conoce el
objeto ni lo comprende más que aquél.

Una vez determinada la señal del valor y el carácter intuitivo y emocional del
acto por el cual se capta, intenta Scheler clasificar jerárquicamente el complejo
mundo de los valores. El grado inferior es el del sentir sensible: valor de lo
agradable y contravalor de lo desagradable. Le siguen en dignidad los valores
vitales biológicos: valores de la salud, y como contravalor, la enfermedad. Por
encima de éstos, los valores espirituales no vinculados a la materia: valor de la
verdad —con su contravalor de la falsedad—, valor estético de la belleza —con su
contravalor, la fealdad— y, por encima de todos, el valor religioso de lo santo, al
que se opone el de lo impío.

Desde el punto de vista del sujeto que los posee, se clasifican en valores de
persona y valores de cosas. El valor moral es eminentemente valor de persona: la
bondad se dice primariamente de la persona que lo es y, secundariamente, de los
actos que realiza: es buena moralmente la persona que, al elegir, se acomoda a la
jerarquía de valores. El valor de lo bueno se da en la experiencia cuando la persona
se orienta hacia el valor objetivo que se presenta como más alto, mientras que lo
malo está en preferir un valor objetivo más bajo a uno más alto. Es bueno, por
ejemplo, anteponer lo espiritual a lo vital; es malo anteponer lo agradable a lo
espiritual. El valor moral no puede ser fin de la acción porque no tiene materia
propia, sino que surge en la experiencia emocional en ocasión de la realización de
valores objetivos. La moralidad es entendida como una respuesta al valor.

La jerarquía de valores no significa que los superiores sustituyan y anulen a


los inferiores: Todo valor es apreciado por sí mismo, aunque su coordinación exige
la incorporación dentro del orden jerárquico, en el que todo valor se ordena y
colabora en la realización de otro superior. Por esta razón, Scheler rechaza todo
rigorismo moral, frio y desencarnado. La rectitud moral no implica la renuncia a
los valores objetivos; solo exige que serán asumidos según su esencial ordenación.

Contra la ética del imperativo y del deber, Scheler defiende una ética
fundamentada no en la ley sino en los valores. Sobre éstos se configura toda ley de
deber como un mediador entre el valor y la acción concreta que lo materializa o
encarna. No es la validez formal lo que hace que una prescripción sea erigible en
norma universal y, por tanto, obligatoria. La universalidad y obligatoriedad de un
precepto procede de su materialidad, no de su formalidad, es decir, se debe a los
valores que contiene. La fría ética racionalista del deber rige la conducta moral
mediante normas abstractas generales. Se trata, pues, de una ética
despersonalizadora, que no abriga ni sustenta el valor de la persona, ya que
pretende someter lo personal a lo abstracto e impersonal.
En Scheler, al contrario, la persona constituye el centro de su ética. Es el lugar
de los valores éticos. Ella misma es un valor en sí que fundamenta todo valor
moral. La persona funda y da unidad de sentido a sus actos, pero no consiste en el
simple repertorio de éstos. Es propio de la persona darse toda entera en cada uno
de sus actos, pero sin agotar su realidad en ellos: los trasciende. Según Scheler, la
persona no es, sino que se hace a través de las acciones. Al actuar no como una cosa
entre otras, sino como un sujeto que determina su obrar desde sí mismo y que en
cada acto se singulariza y determina a sí mismo, actualiza valores y se convierte en
portador de éstos.

El aporte de Scheler consiste en haber afirmado la objetividad de los valores


como esencias positivas, llenas de contenido, en contra del formalismo kantiano.
Sin embargo, ha rechazado a la razón como guía en el terreno de los valores y ha
establecido que es la emoción la que tiende a ellos. Los considera como “meros
objetos intencionales” que se captan mediante sentimientos y no se percibe el
carácter normativo de la conciencia ni la existencia de un orden de valores
objetivos. No son la razón ni la emoción las que captan el valor, sino que es todo el
ímpetu intencional del hombre el que se enfoca por propia naturaleza hacia el
valor. Los valores morales son cualidades reales inherentes, en primer lugar, a las
acciones y, en segundo lugar, a las personas que las realizan. Por eso, mediante las
buenas acciones el ser de la persona va perfeccionándose, lo que supone una
peculiar plasticidad de su estructura.

En la última etapa de su pensamiento, Scheler cae en un evolucionismo


panteísta en el que desaparecen los más importantes conceptos de su filosofía
anterior. Sin embargo, ha sido su primera doctrina y no esta última la que ha
adquirido gran resonancia y a la que debe su puesto entre los grandes pensadores
de nuestro siglo. Para Scheler, la persona constituye la clave de la ética y será un
discípulo suyo, Hartmann, quien sentará las bases para un giro hacia el realismo.

2.2.3. Del monismo al idealismo hegeliano

Las morales que ahora se analizan constituyen la contrapartida de las


doctrinas empíricas que ya se han estudiado. Se apoyan únicamente en una
concepción del espíritu y menosprecian toda experiencia sensible.
Cuando el hombre se pregunta por las cuestiones últimas, de un modo u otro
llega a admitir que existe un ser que es incondicionado, necesario, infinito, que se
llama Ser Absoluto, principio, Dios o pensamiento absoluto, trascendental y que se
manifiesta al espíritu porque todo objeto de conocimiento hace referencia a Él
necesariamente. La totalidad de los filósofos —excepto los escépticos y los
empiristas, como ya se ha visto— ha llegado a esta afirmación por las vías más
variadas. La evidencia de este Absoluto no se puede entender más que refiriéndose
a un primer principio que no tenga a su vez necesidad de explicación.

Una vez planteada la existencia de un ser que es en sí, es preciso preguntarse


qué relación existe entre ese ser y el mundo. Si se considera a ese Absoluto ser
perfecto, es necesario que sea inmutable, ya que cambiaría implicaría una falta de
perfección. Ahora bien, si no cambia, cabe hacerse otra pregunta: ¿cómo concebirlo
inmutable si hay fuera de Él seres independientes de él? Ante estas cuestiones, hay
algo que no se puede negar: la existencia de lo contingente. Cualesquiera que sean
los errores de los sentidos, la experiencia de lo contingente se presenta al espíritu y
es condición del pensamiento. Lo Absoluto no se impone más que en y por lo
contingente. El monismo (del griego mónos, uno solo) es la doctrina que afirma la
existencia de una sola sustancia, a la cual puede reducirse, como manifestaciones
suyas, la totalidad de los seres. Ha tenido distintas formas a lo largo del
pensamiento humano y ya los filósofos antiguos adoptaron una postura
materialista que reducía toda la realidad a un único tipo de substancia de
naturaleza material.

El monismo reaparece con el idealismo del siglo XIX, salido de Kant, y


considera que solo existe una sustancia espiritual. Sus formulaciones más extremas
se encuentran en los grandes sistemas románticos alemanes de la primera mitad
del siglo, en autores como Johann Fichte (1761-1814), Georg Friedrich Hegel (1770-
1831) y Friedrich Schelling (1775-1854). Estos filósofos, tomando como punto de
partida la crítica Kantiana. Identifican el mundo con el pensamiento en integran en
un universal todo lo que constituye el objeto del conocimiento. De los tres citados
se estudiará la postura de Hegel.

En la base del sistema hegeliano se encuentra como fundamento la idea de


que la realidad suprema es el pensamiento: lo que es pensado es, y lo que es, es por
el hecho de ser pensado. En él es donde únicamente hay que buscar lo absoluto:
todo es inmanente al pensamiento, es decir, todo es solamente en cuanto pensado.
El mundo es un estado del pensamiento y este existe solamente en los estados
sucesivos que se viste al pensar.
El espíritu, —para Hegel— no debe concebirse como un primer motor inmóvil
y está, por el contrario, siempre en movimiento. Eso lo lleva a sostener que el
mundo no es más que la historia del pensamiento y sus manifestaciones más altas
se encuentran en la filosofía y en la religión. “El individuo, cada hombre en
particular, no es, como toda realidad exterior, más que un momento en el devenir
del pensamiento”. La moralidad es la esfera de determinación autónoma del sujeto
y es la intención la que le confiere todo su valor —esto es el Kantismo—. Pero el
individuo no llega a realizar la pureza del bien universal; no llega a concordar sus
acciones con el bien universal. Y así debe buscar su perfección y acabamiento en
algo superior a él. Lo encontrará en grupos de que forma parte: en la familia, la
sociedad y, sobre todo, en el Estado.

Según Hegel, el Estado está por encima de los hombres porque realiza más
perfectamente lo racional. Considera que tanto las personas como los grupos
sociales están fundidos en un todo en el que cada parte trabaja en bien del conjunto
y, en la medida en que lo logre, alcanzará también su propio bien. Llega a concluir
que la persona debe estar enteramente sometida al Estado, ya que solamente en él
encuentra su plena realización. Hegel desemboca en una filosofía social
rigurosamente estatista. De él arrancan las teorías socialistas en las que el Estado
se considera un poder absoluto al que los individuos están sometidos como el
efecto o la causa y al que se supone encargado de organizar por entero la vida de la
sociedad y de los hombres.

Las corrientes finalistas:

El utilitarismo ha derivado en la actualidad en algunas corrientes éticas muy


difundidas que consideran que el bien y el mal dependen en última instancia de los
efectos que se sigan a la acción. Para sus seguidores, el fin es el criterio máximo de
moralidad, es decir, no consideran si una acción es buena o mala en sí misma.
Sostienen que la fuente de la moralidad está en la intención que se proponga el
sujeto al actuar y los bienes o consecuencias que le sigan. Este planteamiento lleva
a la negación de la existencia de normas concretas absolutas y a atribuir a la
conciencia la condición de juez supremo de la moralidad. En esta línea se puede
situar a Frank Böckle y Bruno Schuller. De estos presupuestos ha derivado el
consecuencialismo ético que postula que la eticidad está en que la suma final de
bienes supere a los males que se sigan a una acción concreta.
El consecuencialismo parte de una premisa: la persona es responsable de
todos los resultados de sus acciones, ya sean éstos queridos o no y, por lo tanto, al
elegir, debe tratar de optimizar esas consecuencias. Este postulado sitúa la
moralidad no en la conformidad de la persona que, en conciencia, juzga el orden o
desorden intrínseco de los actos, sino en el resultado práctico y temporal de las
acciones, según las previsiones del sujeto y su escala de valores. Por eso, el
consecuencialismo es la ética de los resultados. Se llega así a un intento por deducir
el "bien" y el "mal" éticos de las consecuencias que se siguen de hacer u omitir una
acción. Esta postura exige que el valor de las acciones se juzgue totalmente por la
bondad o maldad de las consecuencias y esto no sólo requiere tener en cuenta las
consecuencias, sino ignorar todo lo demás. “De este modo, la bondad o maldad de
acción radica en las consecuencias que se derivan de esa acción y no en una
evaluación previa de la acción de acuerdo con los principios que deben sustentarla.

La ética consecuencialista no pone el acto en relación con el sujeto que lo


realiza. La acción es algo exterior, sólo se contemplan sus efectos externos y no
interesan los resultados que afectan a la persona misma. La razón se convierte en
medida de la calidad moral de las acciones, por eso no cabe un error en la
valoración moral. “Como no hay regla moral objetiva, el sujeto que actúa en
consecuencia, según la ponderación de las consecuencias, queda excusado de
cualquier equivocación, que no se deberá a ninguna falla moral sino, en todo caso, a
una falta de talento. No es un problema moral, sino un problema de lógica. Un mal
moral se reduce a un problema de error lógico”.

Es evidente que no se puede reducir la ética a una cuestión de razonamiento


lógico. Tampoco es posible analizar en cada acto todos y cada uno de los posibles
efectos; además no necesariamente se dan siempre las mismas consecuencias.
Justamente, a través de la acción, se pueden modificar. Con este planteo, la ética ha
sufrido una transformación: se ha pasado de una moral centrada en la relación
acto-objeto a una moral centrada en la finalidad del sujeto que actúa. Ya se ha visto
que las acciones humanas revierten en el propio sujeto y lo modifican, él es el
primer beneficiario de su actuar; para el consecuencialismo, en cambio, la acción
revierte en el resultado, no en el sujeto. Al centrarse solo en las consecuencias, se
olvida que el hombre es el dueño de sus acciones y, por consiguiente, tiene en sus
manos el futuro de las acciones que realizará.

2.2.5. La ética estoica


Aunque suponga un retroceso en el tiempo, es el momento de analizar, dentro
de las fundamentaciones racionales, el aporte de las filosofías antiguas que han
dejado también su fecunda huella en la historia del pensamiento. La moral estoica
es, junto con la epicúrea, la más célebre de las doctrinas antiguas. Son
contemporáneas y rivales. Destacan Séneca (alrededor de 4 2.C.- 65 d.C.), Epicteto
(muerto hacia 117) y Marco Aurelio (121-181).

La moral estoica parte, al igual que todas las éticas griegas, de la búsqueda de
la felicidad que está en la naturaleza. El orden universal se impone al hombre, pues
este puede rebelarse. Si intenta eludirlo, lo más probable es que fracase en esa
pretensión y se convierta en un desgraciado. La felicidad está en la aceptación de
ese orden universal. Si no lo hace, es por causa de las pasiones y aquí radica el mal
moral.

El estoico confía ciegamente en las fuerzas de la razón. Para él, “el bien moral
reside únicamente en el juicio. No consiste en hacer tal o cual cosa, sino en hacerla
de acuerdo y en conformidad con el orden universal sea la razón de nuestras
acciones”. El bien moral consiste en que el orden universal guíe nuestras acciones.
“Sin embargo, las pasiones apartan al sujeto de este bien porque lo inducen al error
de juicio al creer que su felicidad no está de acuerdo con el orden universal. Las
pasiones son movimientos sensibles contrarios a la naturaleza y a la razón. Son
desviaciones de la rectitud que la razón debe imponer a la conducta. Las pasiones
son movimientos sensibles contrarios a la naturaleza y a la razón. Son desviaciones
de la rectitud que la razón debe imponer a las conductas. Las pasiones son malas y
hay que destruirlas para llegar a la imperturbabilidad. La virtud es vivir conforme a
la razón y consiste, ante todo, en tener el espíritu alerta.

La perfección moral se alcanza en la apatheia, que consiste en la ausencia de


pasión: es el estado en el que se ha llegado a dominar sus pasiones hasta el punto
de no sufrir ya su imperio de ningún modo. El estoico está libre de toda desviación,
de toda rebeldía y, como forma una sola cosa con el orden universal, goza de una
serenidad que ningún dolor ni ninguna desgracia pueden alcanzar. Nada puede
empañar ese estado porque ve en todo la expresión del orden y está seguro de que
todo está bien. Es un ser que acepta y no se siente afectado por nada. Se vuelve, por
tanto, una persona imperturbable, impasible ante el dolor, la enfermedad, la
muerte, la opinión de los demás. Por tanto, la ética estoica es un intento de
neutralizar el sufrimiento humano, una ética del autodominio, que pretende hacer
al hombre capaz de resistir los influjos que le afectan desde fuera. Pero no quiere
decir que el estoico sea pesimista. El orden se identifica con el bien y la apatheia es
una postura de triunfo. El sabio se basta a sí mismo; ha vencido las pasiones, es
libre y vive alegre porque se sabe en consonancia con el mundo y con Dios.

A ese estado de apatheia se llega practicando la ataraxia. Esta consiste en no


dejarse turbar por nada. Para esto, basta con darse cuenta de que lo que sucede
fuera de la voluntad no depende del propio sujeto, que nada puede contra ello y que
es inútil alegrarse o afligirse. El estoico tiene una altísima conciencia de la dignidad
humana. La naturaleza exige que se respete al hombre, ya que realizarse es ocupar
un puesto en el orden. Lo que importa no es la materia de los actos o de los
acontecimientos, sino que la persona se realice, pues el orden natural es que sea
hombre y siga su naturaleza humana.

El estoico es, en última instancia, un racionalista: su confianza en la razón es


absoluta; las pasiones son malas y por eso no entran en su ética. Acepta todos los
sufrimientos y desprecia los bienes materiales porque se sabe por encima de ellos.
No busca la felicidad —es indiferente hasta en esto— pero sí se preocupa por la
propia perfección, mostrando cierto orgullo. En este sentido, permanece centrado
en sí mismo y su propio bien sigue siendo el eje de su pensamiento. El estoico no
conoce el amor porque no se entrega, y sin amor la ética es imposible.

Se puede rescatar del estoicismo, en primer lugar, el principio de que la


perfección del hombre está en la vida según la razón; en segundo lugar, la
importancia objetiva del orden universal y la sumisión a ese orden; y, por último, la
distinción del bien y de la felicidad, y la fijación de la moral en el problema del
bien. Sin embargo, "es una ética empobrecida, pues su única justificación es un
falso supuesto ontológico: el hombre como parte integrante de un universo
asfixiante del que no se puede separar de ninguna manera; por lo tanto, impera el
miedo a la vida y se aspira a la indiferencia."
2.2.6. El idealismo platónico y el eudemonismo aristotélico

Frente al moralismo epicúreo y estoico, el platonismo representa, a finales de


la antigüedad, otra de las posturas filosóficas más importantes. Platón (427-347
a.C.) concibe dos mundos completamente diferentes: el mundo sensible y el de las
ideas. El primero es la realidad en la que el hombre se mueve y es una copia, una
participación del verdadero mundo, el espiritual, el de las ideas. El del bien es un
mundo ideal del cual proviene el hombre, hacia el cual tiende y al que ha de volver
utilizando sus fuerzas: la inteligencia y la voluntad.

La idea del bien en Platón es la cumbre de todas las ideas. Ella debe ser el
centro de la conducta del hombre, quien debe aspirar a conseguirla purificándose
de todo lo material. Ascender a ese mundo ideal, espiritual y perfecto, y al mismo
tiempo desprenderse de la realidad sensible y material, es la norma fundamental en
el idealismo de Platón. Para él, la moralidad, la educación y la política están
relacionadas y consisten en comunicar la contemplación de las ideas a los demás.
Como concibe un Dios distinto del mundo, puramente espiritual, piensa que el
alma, al contemplar las ideas, se asemeja cada vez más a Él. La persona debe ser
recta en su vida presente y ese será el principio de aquella vida de contemplación
de las ideas que ha de recibir después de ésta.

Para Aristóteles (384-322 a.C.), la filosofía de Platón era muy atrayente, pero
no se basaba en la realidad. El realismo metafísico de Aristóteles lo lleva a
descubrir que no basta con conocer el bien para practicarlo. Para él, el hombre
tiende naturalmente a la felicidad y afirma que el único camino que conduce a ella
es la rectitud moral. Esa aspiración a ser feliz es la coincidencia máxima y más
universal entre los hombres. La felicidad que busca el hombre es alcanzable por
medio de sus acciones. A eso tiende la vida moral y el camino es la atención a cada
acto. De esta manera, la felicidad ocupa un puesto central en su ética y, por eso, ha
denominado eudemonismo (del griego eudaimonia, felicidad) a su filosofía. La
felicidad, que es el fin último del hombre, no consiste, según Aristóteles, en el
placer, ni en la fama, ni en las riquezas, sino en la actuación conforme a la propia
naturaleza, es decir, en la actualización de sus potencias, entre las cuales el
entendimiento ocupa el lugar central.

La felicidad es una repercusión en el alma de lo que para él constituye el


supremo bien humano: el ejercicio de la más alta y diferencial facultad humana que
es el entendimiento. Todos los hombres buscan lo que es bueno, ¿y qué es lo mejor
para el hombre? La respuesta de Aristóteles es que el bien propio del hombre debe
ser el mejor acto de su mejor potencia referido al mejor objeto, lo cual se halla en la
contemplación de Dios y en la práctica de las virtudes de la vida intelectual.
Aristóteles concibe así la felicidad como el momento supremo de la contemplación
intelectual.

Por tanto, la felicidad está en la actividad perfecta del alma: en la actividad de


la razón. Es el bien más preciado y agradable, pero hay que conquistarlo mediante
la virtud, que es el medio necesario para obtener la felicidad. Alcanzarla no es fruto
de un solo acto. El hombre debe crear situaciones habituales que le faciliten la
conquista de la vida moral. La persona se gobierna por la razón que actúa según la
naturaleza racional, que actualiza sus potencialidades. Ese hombre, al mismo
tiempo que se perfecciona, conquista su felicidad, alcanza su propio fin y se
comporta honestamente. Para Aristóteles, es lo mismo ser perfecto, ser feliz,
alcanzar su propio fin y actuar con rectitud moral. Toda su teoría se halla inspirada
por la idea del telos (fin), que consiste en la felicidad, bien supremo y culminación
de todos los bienes prácticos, que no puede basarse en el gusto, ni en el honor, ni
en la riqueza, ni siquiera en la misma virtud, sino que tiene que consistir en la vida
activa del espíritu y en el ejercicio de la libertad.

Gran parte de la ética aristotélica está dedicada al estudio de las virtudes.


Según Aristóteles, una virtud es el perfeccionamiento de una facultad humana. Las
potencias, como la inteligencia o los apetitos sensibles, funcionan ordinariamente
en pos de su objeto propio, pero resulta más fácil cuando la facultad posee la virtud.
Ésta se puede definir como un hábito bueno, es decir, una disposición estable y
adquirida que facilita actuar bien y permite descubrir en las situaciones concretas
cuál es el bien para el hombre. La virtud es un hábito adquirido mediante el
esfuerzo y la constancia. Se tienen ciertas disposiciones para la virtud, pero para
que se conviertan en hábitos, es necesario ejercitarse. Es, además, un hábito
voluntario ya que no basta con conocer el bien para practicarlo ni el mal para
evitarlo: se necesita querer. Por eso, en la virtud intervienen la inteligencia, que
delibera, y la voluntad, que elige.

La "Ética a Nicómaco", escrita por Aristóteles, es el primer intento de


exposición científica y total de una teoría de las costumbres que acaba con un
sistema de las diversas virtudes y de sus fundamentos. Para Aristóteles, siempre
que haya una opción, se produce una situación moral y en ella el hombre
éticamente valioso posee, gracias a su experiencia, la capacidad adquirida de juzgar
y combinar todos los elementos en cuestión para elegir rectamente. Aristóteles
considera la ética como la ciencia y la prudencia constituyen la norma de moralidad
que señala la medida de las acciones y los medios más idóneos para obtener la
felicidad, entendida como vida virtuosa.

2.2.7. La transmisión de la filosofía griega a la tradición judeo-cristiana

San Agustín (354-430) y Santo Tomás de Aquino (1225-1274) han tenido una
influencia decisiva como continuadores de las ideas griegas en la tradición judeo-
cristiana.

San Agustín no elaboró un compendio de ética, pero sí escribió capítulos


enteros sobre temas específicos. Así, como buen experto en el conocimiento del
corazón humano, advierte claramente el papel de la conciencia moral como el lugar
donde se libran los grandes conflictos morales. También desarrolla una doctrina
acabada sobre la importancia de la norma y la obligación de cumplirla, y es decisiva
su teoría acerca de la ley eterna.
Con estos presupuestos, San Agustín plantea el problema moral como una
cuestión que cada persona ha de dilucidar entre su conciencia personal y la ley
eterna. A su vez, toma la doctrina platónica de la participación y la transforma con
un espíritu realista. Con la ayuda de la participación, San Agustín capta la relación
de los bienes creados con Dios como bien Supremo. Ya que el bien se identifica
realmente con el ser, esta relación está acompañada de otra correspondencia que
existe entre el ser por participación y el ser necesario, que es autónomo y
subsistente.

Tomás de Aquino asimiló este patrimonio de San Agustín y también la


filosofía aristotélica que constituyó la base de su doctrina. Como se ha visto, la ética
de Aristóteles es una ciencia que versa sobre el hombre, quien, aspirando a
distintos bienes, debe buscar sobre todo el bien que mejor corresponde a su
naturaleza racional y en él encontrará su felicidad.

Recogiendo esta idea, Tomás de Aquino postuló que la primera cuestión que
se debe donar todo su pensamiento filosófico. Recorriendo la línea de la causalidad
y de la participación, llega a Dios Creador como fin último del hombre y supera el
intelectualismo aristotélico que concebía la felicidad como una mera
contemplación intelectual.

El objeto de la moral es el hombre libre que, gracias a su capacidad racional,


puede regular moralmente su conducta. Los puntos más salientes de la moral
tomista serán analizados en los próximos capítulos pero, a modo de resumen, se
destacan los siguientes: la capacidad de la libertad, la interacción de la inteligencia
y la voluntad en el obrar humano, la integración de las pasiones, el análisis de la
moralidad de las acciones, el carácter intrínseco de la ley eterna, la presentación de
la conciencia como juicio de la inteligencia que precede y acompaña a todo acto
libre y cuya rectitud exige, además de un conocimiento moral, el ejercicio de las
virtudes que fortalecen una voluntad recta.

La obra de Tomás de Aquino representa la cumbre del pensamiento medieval


y constituye un cuerpo de filosofía permanente a través de los tiempos. Su vitalidad
perenne estriba precisamente en que no se trata de un conjunto de temas morales
apenas conectados entre sí, sino de un sistema susceptible de ser aplicado a cada
situación concreta y por eso constituye un sólido punto de referencia para todo
aquel que incursiona en el mundo de la filosofía.

3. Hacia una ética personalista

El análisis de las distintas posturas éticas que han tenido lugar a lo largo de la
historia de la filosofía pone de manifiesto la búsqueda de reglas de acción o
parámetros que permitan al hombre realizar un objetivo difícil de formular en
términos precisos: el bien y más aún, su bien, mediante el cual realiza su felicidad,
su perfección. Las diversas filosofías reflexionan sobre el hecho moral, el sentido
del deber, pero todas en realidad lo que buscan es el bien moral. Y la pregunta:
"¿Qué es lo bueno para el hombre?" sigue esperando respuestas.
Como ya se ha visto, el conocimiento de lo que es bueno para el hombre se
obtiene en buena medida de modo espontáneo a través de la experiencia moral.

"Ésta es la fuente y el punto de partida de la ética, pero no es toda la ética. A


partir de ahí cabe toda una justificación filosófica que dependerá de la respuesta
que se dé a la pregunta ¿quién es el hombre?, cuestión que constituye el tema de la
antropología filosófica. Preguntarse qué es bueno para el hombre lleva consigo
entender qué es el hombre.
Una valoración de la conducta humana, objetivo propio de la ética, se
encuentra estrechamente vinculada con el concepto de persona que se haya
afirmado con anterioridad. Muy diversos serán los parámetros morales derivados
de una antropología espiritualista y los resultantes de otra materialista. No es difícil
comprender por qué un cambio de antropología pone en juego la misma existencia
de la moralidad. Antes de abordar la respuesta sobre la moralidad de las acciones
humanas, se necesita una fundamentación antropológica que permita conocer la
verdad sobre el hombre. Sobre esa base se levantará una ética personalista,
reguladora y orientadora de las acciones humanas. Éste será el tema del siguiente
capítulo."

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