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Capitulo - 2 - Patricia - Debeljuh - Posturas Éticas A Lo Largo de La Historia
Capitulo - 2 - Patricia - Debeljuh - Posturas Éticas A Lo Largo de La Historia
A la hora de estudiar las distintas doctrinas éticas se puede seguir una estricta
cronología histórica o bien un orden lógico que agrupe las principales corrientes
por su contenido, ya que las mismas posturas se van repitiendo a lo largo de los
siglos. Se ha optado por este camino, propuesto por Jacques Leclerq en su libro Las
grandes líneas de la filosofía moral, porque permite llegar a destino respetando los
aportes de cada sistema y proporciona material para la reflexión.
1. La negación de la ética
Este pluralismo ha llegado a cuestionar no sólo las normas éticas sino los
conceptos mismos de bien y de mal. Los relativistas sostienen que la elección delos
valores considerados como supremos y, consecuentemente, de los fines tenidos
como últimos, constituye un problema que no puede ser resuelto por la ciencia ni
por la filosofía mediante razones intrínsecamente válidas y objetivamente
fundadas. Para ellos, pronunciarse sobre los valores supremos y los fines últimos
implica uno decisión de carácter subjetivo que expresa una actitud que no puede
ser justificada con validez objetiva. La verdad quedo relativizada en el nivel de cada
persona o grupo social. Como consecuencia, la norma ya no es universal, sino que
se mide por parámetros subjetivos conforme a las necesidades y utilidades de cada
uno en determinado momento; o bien se evalúa por datos sociológicos. Este modo
se originan dos tipos de relativismo ético el que propugna que cada quien debe
orientar su conducta de acuerdo con lo que le parezca en cada situación
(subjetivismo), y el que sostiene que el bien y el mal dependen de la valoración
ética que impera en la sociedad en cada época (relativismo cultural).
Considera tan sólo los “hechos positivos” y entiende por tales los que pueden
ser captados inmediatamente por los sentidos y ser sometidos a una verificación
cuantitativa; las demás acciones son negadas o reducidas a las anteriores. Con esas
premisas, cualquier sistema ético es inconcebible para el positivismo. Como no
admite ningún conocimiento metafísico ni principios racionales, no puede
encontrar nada que fundamente una pastura moral.
La tarea de la ética, por tanto, consiste en describir los usos y las valoraciones
morales propias de cada sociedad, así como en conocer las leyes que determinan.
Su origen, desarrollo y desaparición. De ningún modo, dirá Lévy-Bruhl, la ética
podría arrogarse la función de prescribir leyes a los hombres y a los grupos sociales.
Es, por tanto, la conciencia la que debe valorar en una situación determinada
cuál es la decisión moral correcta. El hombre no puede fiarse de principios morales
abstractos que tendrán poca o ninguna influencia en la situación individual
concreta e irreemplazable en la que él se encuentra. Se afirma que el hombre actual
ha alcanzado su mayoría de edad y por ello este tipo de moral se adapta a la medida
de las necesidades que esa madurez le impone. Ahora más que nunca está llamado
a llevar sobre sus hombros todo el peso de su responsabilidad personal y a no
tomar decisiones morales confiándose en un código de leyes que le son impuestas
desde afuera.
Si no hay verdad absoluta, tampoco puede haber verdad relativa, pues esta se
constituye por referencia a aquélla. Sin una verdad absoluta, la verdad pierde todo
sentido. No se ve cómo una norma moral puede valer para un determinado tiempo
y no para otro, pues si no goza de validez en sí misma y absolutamente, está
radicalmente privada de legitimidad para cualquier tiempo. La validez relativa en
una época o situación resulta así, en el relativismo, puramente subjetiva: se trata de
una apreciación o estimación interior de que algo es así, pero sin sustento
trascendente ni validez objetiva en sí mismo.
Sin embargo, no hay que olvidar el aporte del positivismo, que consistió en
haber llamado la atención sobre el hecho moral. Es cierto que existen diferencias
entre las personas, pero, aunque esas desigualdades sean más o menos numerosas,
los hombres no dejan de constituir un género: el humano, y como todo género,
están sometidos a leyes comunes.
Una vez analizadas las corrientes que niegan la existencia de la ética y caen en
una postura relativista inconsistente, en este apartado se estudiarán las doctrinas
éticas que se apoyan en la verdad sobre el hombre. En primer lugar, hay que
distinguir entre dos grandes grupos: las éticas que no admiten un principio
superior a la persona, llamadas éticas empíricas, y las que sí consideran realidades
que trascienden, denominadas éticas racionales.
Las éticas empíricas consideran que no existe nada superior al hombre y, por
tanto, éste no puede buscar más que en sí mismo el fin y la moral de su acción.
Pretenden fundarse en un hecho en un hecho de experiencia, un principio que el
sujeto se dé cuenta en sí por la experiencia de la vida. Por otro lado, si una realidad
trasciende al espíritu, el problema por resolver será el de las relaciones entre el
hombre y ese ser superior, y surgen las éticas racionales que no solo se apoyan no
solo en la experiencia, sino también en los datos captados por la inteligencia.
El hombre, por naturaleza, es un ser animal que está acosado por un conjunto
de necesidades cuya satisfacción origina placer y cuya insatisfacción produce dolor.
Ambos, placer y dolor, son para los utilitaristas los dos polos afectivos alrededor de
los cuales gira toda la actividad humana. En consecuencia, todo lo que permita
saciar una necesidad, lo que sea útil, tendría razón de bondad, ya que gracias a ello
se puede eliminar un dolor y alcanzar un placer.
La intención de Kant era fundar una ética válida para todos los hombres, pero
fracasó porque todo se reduce al imperativo categórico que, a su vez, se apoya
circularmente en sí mismo, es decir, en una afirmación categórica. Por tanto, no era
difícil prever que el rigorismo formal kantiano —la pura ética del deber por el deber
— se fuera acomodando a una especie de subjetivismo sociológico: el hombre
considera "deber" las cosas cambiantes, dependientes de las circunstancias y de los
tiempos. Kant no es culpable de esta degeneración, pero sí es un ejemplo de cómo
la ética, si se basa solo en una afirmación voluntarista del hombre, puede acabar
siendo cualquier cosa.
Una vez determinada la señal del valor y el carácter intuitivo y emocional del
acto por el cual se capta, intenta Scheler clasificar jerárquicamente el complejo
mundo de los valores. El grado inferior es el del sentir sensible: valor de lo
agradable y contravalor de lo desagradable. Le siguen en dignidad los valores
vitales biológicos: valores de la salud, y como contravalor, la enfermedad. Por
encima de éstos, los valores espirituales no vinculados a la materia: valor de la
verdad —con su contravalor de la falsedad—, valor estético de la belleza —con su
contravalor, la fealdad— y, por encima de todos, el valor religioso de lo santo, al
que se opone el de lo impío.
Desde el punto de vista del sujeto que los posee, se clasifican en valores de
persona y valores de cosas. El valor moral es eminentemente valor de persona: la
bondad se dice primariamente de la persona que lo es y, secundariamente, de los
actos que realiza: es buena moralmente la persona que, al elegir, se acomoda a la
jerarquía de valores. El valor de lo bueno se da en la experiencia cuando la persona
se orienta hacia el valor objetivo que se presenta como más alto, mientras que lo
malo está en preferir un valor objetivo más bajo a uno más alto. Es bueno, por
ejemplo, anteponer lo espiritual a lo vital; es malo anteponer lo agradable a lo
espiritual. El valor moral no puede ser fin de la acción porque no tiene materia
propia, sino que surge en la experiencia emocional en ocasión de la realización de
valores objetivos. La moralidad es entendida como una respuesta al valor.
Contra la ética del imperativo y del deber, Scheler defiende una ética
fundamentada no en la ley sino en los valores. Sobre éstos se configura toda ley de
deber como un mediador entre el valor y la acción concreta que lo materializa o
encarna. No es la validez formal lo que hace que una prescripción sea erigible en
norma universal y, por tanto, obligatoria. La universalidad y obligatoriedad de un
precepto procede de su materialidad, no de su formalidad, es decir, se debe a los
valores que contiene. La fría ética racionalista del deber rige la conducta moral
mediante normas abstractas generales. Se trata, pues, de una ética
despersonalizadora, que no abriga ni sustenta el valor de la persona, ya que
pretende someter lo personal a lo abstracto e impersonal.
En Scheler, al contrario, la persona constituye el centro de su ética. Es el lugar
de los valores éticos. Ella misma es un valor en sí que fundamenta todo valor
moral. La persona funda y da unidad de sentido a sus actos, pero no consiste en el
simple repertorio de éstos. Es propio de la persona darse toda entera en cada uno
de sus actos, pero sin agotar su realidad en ellos: los trasciende. Según Scheler, la
persona no es, sino que se hace a través de las acciones. Al actuar no como una cosa
entre otras, sino como un sujeto que determina su obrar desde sí mismo y que en
cada acto se singulariza y determina a sí mismo, actualiza valores y se convierte en
portador de éstos.
Según Hegel, el Estado está por encima de los hombres porque realiza más
perfectamente lo racional. Considera que tanto las personas como los grupos
sociales están fundidos en un todo en el que cada parte trabaja en bien del conjunto
y, en la medida en que lo logre, alcanzará también su propio bien. Llega a concluir
que la persona debe estar enteramente sometida al Estado, ya que solamente en él
encuentra su plena realización. Hegel desemboca en una filosofía social
rigurosamente estatista. De él arrancan las teorías socialistas en las que el Estado
se considera un poder absoluto al que los individuos están sometidos como el
efecto o la causa y al que se supone encargado de organizar por entero la vida de la
sociedad y de los hombres.
La moral estoica parte, al igual que todas las éticas griegas, de la búsqueda de
la felicidad que está en la naturaleza. El orden universal se impone al hombre, pues
este puede rebelarse. Si intenta eludirlo, lo más probable es que fracase en esa
pretensión y se convierta en un desgraciado. La felicidad está en la aceptación de
ese orden universal. Si no lo hace, es por causa de las pasiones y aquí radica el mal
moral.
El estoico confía ciegamente en las fuerzas de la razón. Para él, “el bien moral
reside únicamente en el juicio. No consiste en hacer tal o cual cosa, sino en hacerla
de acuerdo y en conformidad con el orden universal sea la razón de nuestras
acciones”. El bien moral consiste en que el orden universal guíe nuestras acciones.
“Sin embargo, las pasiones apartan al sujeto de este bien porque lo inducen al error
de juicio al creer que su felicidad no está de acuerdo con el orden universal. Las
pasiones son movimientos sensibles contrarios a la naturaleza y a la razón. Son
desviaciones de la rectitud que la razón debe imponer a la conducta. Las pasiones
son movimientos sensibles contrarios a la naturaleza y a la razón. Son desviaciones
de la rectitud que la razón debe imponer a las conductas. Las pasiones son malas y
hay que destruirlas para llegar a la imperturbabilidad. La virtud es vivir conforme a
la razón y consiste, ante todo, en tener el espíritu alerta.
La idea del bien en Platón es la cumbre de todas las ideas. Ella debe ser el
centro de la conducta del hombre, quien debe aspirar a conseguirla purificándose
de todo lo material. Ascender a ese mundo ideal, espiritual y perfecto, y al mismo
tiempo desprenderse de la realidad sensible y material, es la norma fundamental en
el idealismo de Platón. Para él, la moralidad, la educación y la política están
relacionadas y consisten en comunicar la contemplación de las ideas a los demás.
Como concibe un Dios distinto del mundo, puramente espiritual, piensa que el
alma, al contemplar las ideas, se asemeja cada vez más a Él. La persona debe ser
recta en su vida presente y ese será el principio de aquella vida de contemplación
de las ideas que ha de recibir después de ésta.
Para Aristóteles (384-322 a.C.), la filosofía de Platón era muy atrayente, pero
no se basaba en la realidad. El realismo metafísico de Aristóteles lo lleva a
descubrir que no basta con conocer el bien para practicarlo. Para él, el hombre
tiende naturalmente a la felicidad y afirma que el único camino que conduce a ella
es la rectitud moral. Esa aspiración a ser feliz es la coincidencia máxima y más
universal entre los hombres. La felicidad que busca el hombre es alcanzable por
medio de sus acciones. A eso tiende la vida moral y el camino es la atención a cada
acto. De esta manera, la felicidad ocupa un puesto central en su ética y, por eso, ha
denominado eudemonismo (del griego eudaimonia, felicidad) a su filosofía. La
felicidad, que es el fin último del hombre, no consiste, según Aristóteles, en el
placer, ni en la fama, ni en las riquezas, sino en la actuación conforme a la propia
naturaleza, es decir, en la actualización de sus potencias, entre las cuales el
entendimiento ocupa el lugar central.
San Agustín (354-430) y Santo Tomás de Aquino (1225-1274) han tenido una
influencia decisiva como continuadores de las ideas griegas en la tradición judeo-
cristiana.
Recogiendo esta idea, Tomás de Aquino postuló que la primera cuestión que
se debe donar todo su pensamiento filosófico. Recorriendo la línea de la causalidad
y de la participación, llega a Dios Creador como fin último del hombre y supera el
intelectualismo aristotélico que concebía la felicidad como una mera
contemplación intelectual.
El análisis de las distintas posturas éticas que han tenido lugar a lo largo de la
historia de la filosofía pone de manifiesto la búsqueda de reglas de acción o
parámetros que permitan al hombre realizar un objetivo difícil de formular en
términos precisos: el bien y más aún, su bien, mediante el cual realiza su felicidad,
su perfección. Las diversas filosofías reflexionan sobre el hecho moral, el sentido
del deber, pero todas en realidad lo que buscan es el bien moral. Y la pregunta:
"¿Qué es lo bueno para el hombre?" sigue esperando respuestas.
Como ya se ha visto, el conocimiento de lo que es bueno para el hombre se
obtiene en buena medida de modo espontáneo a través de la experiencia moral.