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4.

PRINCIPIOS SISTEMÁTICOS
DE DIÁLYSIS
Teniendo presente la configuración del proceso dialytico, en su dinamicidad
y en sus resortes de eficacia, podemos considerar ya sus fundamentos
sistemáticos, que comprenden una serie de principios y una verificación de
las posibilidades objetivas que la personalidad ofrece para ser terápicamente
influida y movilizada (podría muy bien no ofrecerlas, y es lo que tal vez
supongan aquellos que no pueden admitir la eficacia de una terapia sin
fármacos y sin reaprendizajes mecánicamente producidos), en forma de
registros de comunicación. Con este estudio dispondremos de la base
sistemática en la que se inscriban los recursos prácticos que acabamos de
especificar al final del capítulo anterior.

Y como se trata de construir el aparato científico de la diálysis, hemos de


recordar brevemente lo que ya hemos tratado más ampliamente al comienzo
de esta obra: las ciencias humanas han de operar necesariamente de modo
diverso (y aun muy diverso) del que es propio de las ciencias
fisicomatemáticas; de igual manera que las ciencias geológicas y biológicas
tienen también el suyo propio y no se sienten en absoluto tributarias, en sus
métodos y estilo, de aquellas otras ciencias.

El psicoanálisis, o su versión dialytica, es una ciencia aplicada que no


puede mantenerse en la asepsia algorítmica y modélico-teórica de la ciencia
fisicomatemática (actitud que, de ser válida, también descalificaría como
tales ciencias a la geología y a la biología); sino que, a diferencia de
aquélla, ha de tener en cuenta todos los factores, niveles y resortes que en el
psiquismo humano intervienen realmente, y considerar los imponderables
que pueden influir en la práctica (comotoda ciencia aplicada hace). (Se
supone que, si la ciencia tiene algún valor, ello se debe a su acercamiento a
la realidad, como el empirismo acentuaba contra la metafísica clásica, y, sin
embargo, hay autores que parecen dar más importancia a la modelización
—y a un tipo de modelización muy determinado— que a la realidad, con lo
cual hacen que la ciencia se devore a sí misma, invirtiendo el orden de las
metas.)

El recurso a modelos abstractos y puramente matemáticos ha de aumentar


proporcionalmente a la lejanía del nivel de realidad investigado (pues
resulta más difícil su observación), pero cuando el campo de objetos es el
hombre mismo en su psiquismo, una excesiva mediatización por los
modelos abstractos es contraindicada, pues su densidad aleja artificialmente
al observador de la realidad que investiga, sino que la observación ha de ser
lo más inmediata posible y, en algunos puntos, más descriptiva que
artificialmente formalizada.

Incluso toda la psicología, en general, ha de enfrentarse con un campo tan


complejo y oscuro que no puede prescindir, por guardar unas reglas de
juego convencionales, de todas aquellas vías de penetración en su campo, a
todos los niveles posibles y de todas aquellas fuentes de información
esclarecedora de su objeto, so pena de negarse a sí misma precisamente
aquello que las ciencias positivas y fisicomatemáticas se conceden: la
libertad productiva para trasponer cualquier posible frontera impuesta por
las vigencias sociales, y el derecho a arbitrar todos los recursos necesarios
(hasta crear una nueva matemática o lenguajes inusitados) para positivar
todos los niveles y conjuntos de factores, que pudieran incidir en su
investigación.

Así se daría la paradoja de que mientras estas ciencias tienden


impulsivamente a avanzar y a renovarse en sus métodos y técnicas
exploratorias, sólo la Psicología (orientada por lo general según los criterios
aludidos) se prohibiría a sí misma avanzar y asumir nuevas dimensiones de
su objeto, precisamente para no disonar de unos métodos y unos modos de
proceder que aquellas ciencias físicas ya habrían superado hace tiempo...
(Tal actitud no merece en castellano otro calificativo que el de cursi; y si no,
compárese con la de Einstein, citada al comienzo del capítulo l) 64.

64 Parece una expresión surrealista, pero es exacta: puede haber


modos de hacer ciencia afectados de cursilería. Naturalmente, una
«ciencia» originada por motivaciones de esta índole no puede ser una
verdadera ciencia.
Cursi es una actitud alienada, que no posee las claves de su propia
comprensión, sino que depende de criterios ajenos, en aras de los
cuales sacrifica su propia espontaneidad específica.

Ante todo hay que advertir que lo cursi es un producto


pequeñoburgués. Y la sociología de la ciencia admite y reconoce estas
contaminaciones clasistas. Se ha dicho incluso que el Discurso del
Método de Descartes y su «duda» eran reflejo y un influjo de la
ascendencia forense de su autor, que concebía el planteamiento del
problema de la certeza como una prueba jurídica para convencer a
unos jueces incrédulos. Y que la actitud de Kant, era la de un
comerciante o artesano desconfiado, como en efecto era su progenitor.

La actitud cursi pequeñoburguesa es encogida y «acomplejada» ante


el prestigio de una clase superior, o que se considera tal, y trata de
investir los roles y atributos de esta clase admirada, pero que al
«cursi» no le vienen, no le caen bien, le coartan y acentúan sus
insuficiencias (es el burgués que pretende comportarse como los
aristócratas, frecuentar sus lugares de reunión y dar fiestas como
ellos, y por esto mismo patentiza su falta de mundo y sus limitaciones
económicas).

Y para ello, no tiene dificultad en sufrir toda clase de incomodidades


innecesarias y de frenar su productividad, con tal de parecer, sin
lograr nunca engañar, pues por todas partes muestra lo impropio del
rol que trata de investir. Y el colmo de lo cursi es perder de lo propio
por imitar improductivamente lo ajeno. El cursi, cuando se apodera de
lo elegante, lo degrada a su nivel y por mucho que gaste y que se
esfuerce por adquirir aquéllo, al venir a sus manos se convierte
siempre en algo de menos valor. Porque el mayor valor de aquellos a
quienes imita no está en la posesión de objetos determinados, sino en
la propiedad con que actúan y en el hecho de que aquellas actuaciones
brotan espontáneamente de su propia idiosincrasia. Y lo elegante es lo
espontáneo, auténtico y en sazón.

Cuando esta voluntad de parecer, esta falta de productividad y esta


investición de roles vacíos (por no corresponderle) se hacen
compulsivas e incontrolables, puede hablarse ya de «neurosis».
Creemos que lo dicho cuadra bastante bien a lo que está sucediendo en
algunos sectores de las ciencias humanas. Por eso nos hemos atrevido a
expresarnos de ese modo.Para formalizar un saber, o un conjunto de
conocimientos, acerca de un tipo de objetos específico, en forma de
«ciencia», basta con construir un sistema totalizador (aunque pueda ser
convencional), que sea intrínsecamente congruente, fundado en unos
principios axiomáticos, unas verificaciones empíricas, unos controles y una
interrelación modélica de los datos formalizados (el modo de construir los
modelos y los procedimientos técnicos de verificación vienen impuestos por
la naturaleza de los objetos y no por el arbitrio del investigador ni por su
ideología); pues bien, el psicoanálisis es susceptible de tal sistematización,
luego puede ser considerado como una ciencia aplicada (ya que no puede
ser meramente teorética). Es lo que vamos a realizar en las páginas que
siguen.

Las ciencias positivas, cuando han de manejar material difícil e incierto, en


lugar de prohibirse tratar de ello, establecen diferentes grados de
probabilidad y códigos simbólicos, cuyo valor y significado todos los
iniciados entienden, para manejar aquel material dudoso pero útil, sin
implicarse por ello en cuestiones metafísicas. Cuando esto mismo lo hace el
psicoanálisis u otra ciencia humana, desde su mismo campo es acusada de
«metafísica» o de «acientífica» por aquellos que ignoran la dinámica
formalizadora de aquellas ciencias a las que, desde fuera, atribuyen
posibilidades que no poseen y cualidades irreales.
1. PRESUPUESTOS Y PRINCIPIOS TEÓRICOS
Es fundamental, para comprender el sentido de los principios que vamos a
exponer, hacerse cargo de la naturaleza comunicacional, proyectiva y
libidinal del mundo humano, que aparece, en parte, como una pantalla de
proyecciones de deseos y de imagines inconscientes, combinados con
montajes comunicacionales mediatizadores, que llegan a constituir una
especie de «Velo de Maya», espontáneamente tejido por la praxis, en su
ocultamiento de los aspectos reales de la relaciones humanas: eros,
agresividad, narcisismo y posesividad, catalizados por símbolos; pues la
visión corpórea de las realidades no es más que el producto de un corte
percepcional, orgánicamente filtrado, dado en una realidad mucho más
densa y dinámica.

Igualmente conviene recordar que el origen de las perturbaciones de


personalidad puede ser (o tiene componentes) mecánico, estructural o
semántico; puede consistir en libido bloqueada o derivada hacia objetos
inadecuados, puede también estar constituido por un defecto de sistemas
canalizadores de la libido y por una mala organización (estructural) de su
economía, y todo ello puede depender de (o conducir a) un defecto de
significatividad (semántica) de las realidades objetivas, empezando por el
propio cuerpo.

Todo ello supuesto, pueden formularse cuatro principios teóricos y básicos


y doce principios prácticos, que expresen el fundamento real de la
tratabilidad eficaz de los casos y la dinámica exigida por ellos en el
tratamiento para su curación.

Aunque los principios fuesen axiomáticos, no nos saldríamos del modo


habitual y frecuentado de construir sistemas científicos, pero además tales
principios resultan ser la decantación de una experiencia antropológica y de
una práctica clínica, es decir, de una masa de información objetiva y
empírica, que se organiza sistemáticamente en forma de proposiciones
lógicas.
Todas las ciencias deductivas lógico-matemáticas (o los aspectos modélicos
y rigurosos de todas las ciencias positivas actuales) se basan o construyen
sobre la base de unos principios axiomáticos que se adoptan
convencionalmen-t e como tales primeros principios.

En la epistemología barroca todavía existía una cierta pretensión de que


tales primeros principios obedeciesen a la «naturaleza de las cosas» y
fuesen una decantación ontológica de las bases reales y objetivas del campo
investigado; aunque ya Leibniz tiende a seleccionar y a formular los
principios no tanto por ser reflejo de la realidad cuanto por sus
posibilidades de operatividad o fecundidad en deducciones posibles. Pero
en la epistemología moderna y actual se desancla definitivamente de
cualquier realidad supuesta para centrarse en la convención: se asumen
unos principios como válidos (no como «verdaderos» en sentido
ontológico) y sobre este supuesto se va deduciendo y estructurando
lógicamente un sistema congruente. Esto dota a las matemáticas de una
elasticidad y de unas posibilidades creativas imprevisibles.

Con todo, en la asunción o presuposición de unos principios axiomáticos


determinados, aunque los requisitos explícitos sean su claridad analítica, su
fecundidad deductiva y su número reducido, juntamente con sus
posibilidades de abarcar la totalidad del campo investigado (a un cierto
nivel, por supuesto), parece haber una cierta intuición de base,
presistemática y aun precientífica, de una cierta verosimilitud real y efectiva
de los principios que se adoptan (así, por ejemplo, en las geometrías no-
euclidianas de Gauss-Riemann y de Lobachensky-Boliai).

En el terreno de la psicoterapia, aunque no estemos obligados en absoluto a


basarnos en unos principios ontológicamente ciertos, pues las ciencias
actualmente más vigentes se han desvinculado de tal exigencia, sin
embargo, al formularlos, sí tenemos en cuenta las decantaciones de la
experiencia clínica, que nos persuaden una cierta dinámica objetiva de los
fenómenos que tratamos, en el sentido de esos mismos principios.

Esa frecuente objeción, no exenta de ingenuidad y de humor, que tantos


hacen a la corriente psicoanalítica, de que «no se puede creer en el
Inconsciente», queda de este modo básicamente descalificada. Aparte de
que «el Inconsciente» (en alemán «lo inconsciente», que resulta todavía
más preciso) no significa sino todas aquellas energías, procesos y elementos
que la conciencia no controla; cuya existencia y cuya presencia en el
psiquismo es patente, y no se emplea en el sentido de una hipóstasis
metafísica, sino en el de una denominación genérica para referirse a una
serie de factores heterogéneos no controlables directamente (lo
inconsciente).

Todavía la presuposición axiomática, no demostrada, de que existen


energías y procesos no controlables por la vida consciente, tendría el mismo
valor epistemológico que presuponer que por un punto pueden trazarse
infinitas paralelas o que la suma de los ángulos de un triángulo equilátero es
igual, mayor o menor que dos rectos. Con todo, y aunque pudiera
procederse así, como hacen esas otras ciencias que sirven de modelo al
cientifismo psicológico (y a las que no se les exige en absoluto probar sus
principios fundamentales), nuestros principios básicos resultan deducidos y
deducibles de la experiencia comportamental de los pacientes, aunque no
pueden reducirse a unidades materiales sensorialmente localizables (que es
la convención de que parte el experimentalismo conductista).

En consecuencia, partimos de dos presupuestos axiomáticos, previos a la


formulación de los principios, que explican la contextura de la
personalidad, y del mundo y de sus relaciones, así como la perturbabilidad
de las mismas y las posibilidades de su curación mediante la comunicación
transferencial. Es decir, que cumplen los requisitos de la axiomática: su
claridad, su reducido número y su capacidad de abarcar todo el campo
investigado con fecundidad deductiva:

Presupuesto A: Todo proceso consciente tiene un correlato


inconsciente que, de algún modo, se filtra por el mismo.
Presupuesto B: El mundo humano es la resultante de un montaje
informático, simbólico-signitivo, emocionalmente internalizado por la
persona y por el grupo.

Estos dos presupuestos nos sitúan en la exacta perspectiva ontológica (es


decir, referente a la contextura real del objeto de la diálysis) que funda la
posibilidad de la psicoterapia, pues de ambos presupuestos se deduce un
tercero:
Presupuesto C: Luego las perturbaciones de personalidad y de las
relaciones de ésta con el mundo, pueden ser rectificadas,
reversiblemente, si se controlan y reelaboran tanto los registros del
montaje informático y simbólico-signitivo del mundo, como los
procesos de internalización del mismo, gracias al influjo que sobre el
correlato inconsciente de los procesos conscientes puede ejercer la
comunicación transferencial.

En efecto, si la contextura del mundo fuese estrictamente física y cuasi-


mineral, tanto éste como las relaciones que la persona pudiera establecer
con él serían unívocas e irreformables; y lo mismo si la vida psíquica
consistiera en una actuación mecánica de esquemas conscientes sencillos,
uniformes y referidos objetivamente a esa naturaleza fija y mineral del
mundo humano y a las condiciones bioquímicas del organismo del sujeto.
Pues lo físico y lo biológico constituyen procesos irreversibles.

Pero si intervienen una serie más numerosa de variables, ni físicas ni


biológicas, sino comunicacionales, lingüísticas, afectivas y simbólicas, es
éste un orden de fenómenos trasformables por procedimientos de ese
mismo tipo, que ya le es dado manejar y modular al hombre.

Todo ello supuesto (cuya demostración no hace aquí al caso, por ser
extraterápica y ser éste un tratado de Psicoterapia estrictamente tal, y que,
por lo demás, hemos ya realizado, como queda dicho, tanto en los tres
primeros capítulos más el 8 de Terapia, lenguaje y sueño como en los
capítulos 3 y 5 de Dialéctica del concreto humano; aunque bastaría con que
los presupuestos, aquí formalizados, condujeran a una más adecuada
comprensión de las perturbaciones de personalidad y de su fenomenología,
prescindiéndose de sus «valores de verdad»), reciben ya su significado y su
alcance adecuado, práctico, los principios todavía teóricos, pero ya más
ceñidos a la práctica terápica, que a continuación formulamos:

1. Principio económico: «La base libidinal inconsciente del psiquismo se


comporta en forma de una energía (primariamente sexual y agresivo-
defensiva) cuya dinámica procede por investiciones, apropiaciones,
reconversiones, compensaciones, desplazamientos, transferencias y
equivalencias cuantitativas de tensiones o de su remisión, tendiendo
siempre al mayor ahorro de desgaste y de dolor y al logro de una
mayor gratificación (siquiera sea compensatoriamente y por las vías
indirectas de otro tipo de dolor y de tensión)».
2. Principio dinámico: «La energía básica inconsciente se halla en
constante proceso evolutivo, siempre en prosecución, por fases
sucesivas, de unas metas de maduración, en cuya prosecución puede
bloquearse, o derivar por vías inadecuadas (compensatorias o
simbólicas) a causa de obstáculos emergentes».
3. Principio semántico: «Las relaciones dinámicas entre esta energía en
proceso y su mundo, así como entre cada uno de los niveles
energéticos del psiquismo (uno de los cuales es la consciencia), se
hallan constantemente filtradas por códigos significantes, de carácter
semántico-lingüístico o simbólico, que son polisémicos, de modo que
las realidades se presentan como tales para el sujeto humano según
hayan sido codalmente filtradas e investidas significativa, axial y
emocionalmente».
4. Principio social: «Todos estos procesos suceden inscritos en una trama
de relaciones sociales (incidentes también, simbólica y
emocionalmente, en la personalidad en proceso, sobre todo en la
infancia), en cuanto apoyan, estimulan, bloquean o perturban la
evolución del proceso, mediante las proyecciones del entorno social,
introyectadas por el sujeto, o los reflejos que éste percibe
infraliminalmente en el grupo, que producen sus respuestas
conductales».

Estos cuatro principios teóricos formalizan la dinámica básica de la


personalidad y de sus perturbaciones y posibilidades de recuperación,
mediante los recursos de la comunicación social exclusivamente y gracias a
la plasticidad de sus relaciones con lo real y consigo misma; de acuerdo con
la transformabilidad de los códigos semánticos y la modulabilidad de su
asimilación afectiva y libidinal, y por ciertos códigos concretados, bien en
la dinámica interrelacional del grupo social, bien en la relación
transferencial dialytica, cuando el grupo social originario influyó
defectuosamente.

Pues gracias a esta apoyatura proyectiva y reflectante del grupo social y a la


permeabilidad del psiquismo inconsciente a los influjos sociales, es posible
reelaborar el proceso experimentalmente, dentro de una relación
transferencial terapeuta-paciente, con efectos translaborativos, y es posible
también establecer esta misma relación eficaz.

No queremos decir, sin embargo, en el primer principio, que la base


libidinal inconsciente del psiquismo sea realmente así (como se ha
malentendido el modelo energético y económico de Freud), a lo sumo lo
que debe entenderse a este respecto es que esta base libidinal se comporta
como si... fuese de naturaleza energética y según pautas claramente
económicas, lo cual es práctico y operativo para la orientación de la terapia.
No tratamos de hacer metafísica de «el Inconsciente», sino de organizar
estrategias para la rectificación de sus procesos defectuosos e incontrolables
por el interesado.

Las dos formas de manifestarse las pulsiones básicas aparecen


constantemente en su elementariedad revistiendo carácter sexual y
agresivo-defensivo, que sucesivamente se van diferenciando y ofreciendo
un amplio abanico de manifestaciones conductales, intelectuales, estéticas,
productivas, altruistas y societarias; de modo que no es válido, como
algunos freudianos o lectores insuficientes de Freud han hecho, tratar de
reducir todas estas manifestaciones diferenciadas a meros
enmascaramientos o sublimaciones del sexo o de la agresividad, pues cada
umbral franqueado, en la línea de la diferenciación, es irreversible y
constituyente (sería equivalente a decir que las obras de arte no son en
realidad más que un poco de tierra, un poco de polvo mineral o unas
estructuras cristalinas... ignorando los demás niveles constitutivos de la
obra de arte, que rebasen ese único nivel —arbitrariamente elegido como
«real»— de las cristalizaciones de la piedra o del estado nativo de los
colores).

Ahora bien, esta energía funciona, aparentemente al menos, según pautas


económicas: inviste, se apropia, reconvierte, compensa, ahorra y trata de
obtener el efecto positivo mayor posible, con el mínimo de desgaste.

Esta energía introyecta objetos, es decir, se los apropia de algún modo,


puede tender a convertirlos en partes de su mundo o de su esfera personal, o
por lo menos los inviste libidinalmente, convirtiéndolos así en centros de
interés y de atracción de su tendencialidad, de modo que pueda incluso
quedar fijada a ellos; pero también puede desinvestirlos y reconvertirse
hacia otros objetos, otros niveles, o hacia el mismo sujeto (investición
narcisista del cuerpo, del falo, del yo, etc.), tratando siempre, en estos
movimientos reconversivos, de buscar compensaciones de gratificación: si
al derivar hacia un tipo de objeto sufre alguna frustración o trauma,
abandona esa línea y sigue otro modo de derivación que restablezca el
equilibrio libidinal gratificativo y compense el defecto de gratificación
sufrido.

Por ejemplo, si al orientarse hacia un placer sexual directo sufrió, bajo


presiones superyoicas, sentimientos de culpabilidad o de fracaso (por
disminución de la potencia orgásmica, miedo a ser devorado por la vagina,
o herida por el falo —si es mujer—, o a disgregarse y perderse como yoidad
en la onda de placer orgásmico), se procurará inmediatamente un dolor o un
sufrimiento que anule el sentimiento de culpabilidad, o que represente, en
otro registro, el castigo o prohibición superyoica que en un primer momento
se manifestó en el registro genital, dejando así a salvo éste, como más
importante en la economía de la personalidad. En tales casos, el dolor físico
o el malestar orgánico de una jaqueca o de una enfermedad resulta siempre
inferior (y, por lo tanto, compensatorio) al malestar psíquico de la culpa o
de la amenaza castrativa del Super-Yo ejercida sobre el registro genital.

En otros casos, las insuficiencias de investición libidinal a un nivel —el


laboral o el de relaciones sociales, por ejemplo— puede tender a
compensarse mediante un exceso de investición libidinal a otro nivel, el
lúdico, el artístico o el sexual.

Sería el caso opuesto al examinado en el párrafo anterior: un sujeto, cuya


presión superyoica le niega el éxito social o laboral, hace derivar
inconscientemente su libido hacia la actividad y la potencia genital, en un
despliegue espectacular de pulsionalidad sexual, de consumo de parejas
(«donjuanismo») y de pericia coital. Y no es tampoco extraño el caso de
que artistas, poetas o intelectuales muy creativos y fecundos en su esfera
meramente estática o reflexiva, resulten anulados, inseguros y bloqueados
en la de las relaciones sociales o en la de la competitividad profesional,
comercial o erótica (uno de los casos más flagrantes sería el de Beethoven).

Por estas manifestaciones se aprecia que esta energía básica se halla


siempre en movimiento (aun cuando esté bloqueada) y que su estado
habitual normalizado sea el de un proceso progrediente hacia unas metas
determinadas de madurez personal, evolución procesual que, como todo
proceso natural, se articula en diversas fases cualitativamente distintas:
depresiva, esquizo-paranoide («posiciones» de M. Klein), oral, anal, uretral,
fálica, genital, genital-oblativa...65.

65 Para el estudio de estas fases consúltese nuestra obra Raíces del


conflicto sexual (Madrid, Guadiana, 1976) en su primera parte, donde
analizamos la microestructura y los componentes de estos procesos
evolutivos y sus perturbaciones conflictivas, con la intención de
ofrecer a los psicoterapeutas un repertorio sinóptico de elementos
manejables en la integración de la personalidad adulta.

Lo cual supone una consecuencia práctica para la terapia: el proceso


evolutivo de recuperación de la libido y de la estructura de personalidad
adulta, al ser un verdadero proceso, ha de articularse también en fases (en
las fases que ya distinguimos y describimos en el capítulo anterior), y no
distinguirlas ni manejarlas es exponerse a demoras prolongadas e
innecesarias, e incluso al fracaso, en el tratamiento de los pacientes.

También esta energía básica puede encontrar obstáculos en su proceso


evolutivo; obstáculos de tipo emocional, traumático o difuso (por omisión y
carencia ambiental): miedo a la realidad, miedo a la propia libido y a su
explosividad o dinamismo, miedo a sí mismo, miedo al padre o al otro sexo,
no aceptación de sí mismo y de las propias posibilidades prácticas y
afectivas, no aceptación del placer, del éxito o de la libertad...

Entonces el proceso se entorpece o se paraliza, la personalidad no madura o


no se realiza prácticamente, pero la energía libidinal tampoco se detiene por
ello, sino que sigue activa aunque derivando por cauces inadecuados; o, si
no, manifestándose dinámicamente en forma de un constante aumento de
presión inconsciente, ejercida sobre las fronteras de la vida consciente, y
haciéndolas retroceder progresivamente, con lo cual disminuyen las
cualidades intelectuales, relacionales y prácticas, la personalidad se va
atrofiando en sus manifestaciones sociales y productivas, mientras que
proliferan los afectos y las reacciones sin control, explosivas, destructivas,
simbólicas e infantiles, o indiferenciadas, los «actos fallidos» o las
inmersiones en la fantasía (que incontroladamente se desencadena sn sus
proliferaciones evasivas).

Cuando deriva la energía básica por cauces inadecuados, pueden producirse


también «actos fallidos» y superfetaciones fantásticas, pero sobre todo se
originan somatizaciones y conductas simbólicas, sin eficacia práctica y
contradictorias con las intenciones conscientes del sujeto.

El cuerpo «habla» por sus órganos y sus vísceras cuando los medios
normales de la comunicación se bloquean: los eczemas, el asma, la gastritis,
los trastornos intestinales y hepáticos, la impotencia o la frigidez, las
taquicardias, las anginas, las psoriasis, las jaquecas y cefalalgias y hasta el
temblor de las extremidades, del pulso o de la cabeza y las manchas en la
piel, o el aumento de temperatura sin causa infecciosa, etc., son otras tantas
expresiones simbólicas e inconscientemente teleológicas de un estado de
asfixia libidinal, de un no «poder más» con las tensiones que la falta de
cauces adecuados de derivación de la energía básica origina. El no poder
«digerir» la realidad, se traduce en un no poder digerir ni asimilar el
alimento; o el no poder comunicarse ni empatizar, se expresa mediante
trastornos cutáneos o intestinales; y el no poder actuar operativamente se
traduce a otro registro, y son las extremidades o la cabeza lo que se muestra
descompensado e incapaz de funcionar.

Pero además (tercer principio) esta energía se relaciona con el mundo


objetivo y social mediante constantes filtraciones codales en la doble
dirección cognitivo-comprensiva y expresivo-conductal. Los filtros, a través
de los cuales esto sucede, son de carácter o cultural o fantasmático (restos
no integrados de los «objetos internos» de la primera infancia). Los
primeros son producto de la introyección de lo colectivo y sirven para
socializar objetivamente las vivencias, la percepción de objetos, los juicios,
las relaciones, la expresión y la conducta; el más representativo y
generalizado de estos filtros colectivos sería, por supuesto, el lenguaje
(confróntese Antropología cultural, Madrid, Guadiana, 1976, págs. 296-
360.), pero también todos los sistemas de signos, de categorías y de
esquemas y valores que, desde el polo social, apoyan, modulan e incluso
coartan, hasta cierto punto, la vida psíquica de la persona.
Los filtros de la segunda categoría serían más subjetivos, aunque influidos
también en diverso grado por los filtros sociales o por sus huellas psíquicas
(como el «material diurno» en la elaboración de los símbolos oníricos
subjetivos), y expresarían los sistemas de representación y de simbolización
más inconscientes, infantiles y fantasmáticos, menos racionalizados y
objetivadores, pero, por lo mismo, más espontáneos, «salvajes» y
reveladores del fondo de la personalidad. Unos y otros filtros y sistemas de
filtración median también en los procesos de integración intrasubjetiva e
intrapsíquica de las energías y de los niveles de personalidad, no sólo en los
procesos de comunicación extrínseca.

Decimos que son polisémicos, es decir, que no poseen un único significado


posible, por resultar intercambiables los códigos y cada una de sus
unidades, según diferentes constalciones simbolizadoras y según las
diferentes posiciones semánticas (y semióticas) que en ellas adopte cada
semantema o unidad de significado, o cada concreción representativa
(símbolo) de un semantema o significado, de modo que, aun
simultáneamente, puede cada símbolo expresar diversos significados.

Esto supone una consecuencia práctica importante (y que no ha sido tenida


en cuenta por la ortodoxia freudiana ni por otras escuelas, al interpretar los
sueños): en la interpretación de todo el material simbólico que los pacientes
ofrecen (imágenes eidéticas o alucinatorias, fantasías, gestos, preferencias
irracionales y sueños) no basta con atribuir un significado uniforme y
oficial (el que la escuela establece) a cada símbolo, sino que hay que
asegurarse, por diversos procedimientos que más adelante estudiaremos, de
que tal símbolo posee, en tal caso concreto, tal significado o tales posibles
significados, que pueden diferir de un caso a otro, o de una fase a otra de la
terapia, o de un montaje semiótico de un sueño a otro distinto; es lo que
denominamos principio práctico de especificidad hermenéutica.

Es más, tanto los perturbados como los llamados «sanos» pueden percibir y
comprender y encontrar hechos realidad cada objeto, el mundo y la
totalidad de lo real (incluido el propio cuerpo y el psiquismo propio) en
cuanto éstos se formalizan semióticamente en tales (igual que en el caso de
un texto, un mito o un sueño) y en cuanto se hacen objetivamente
perceptibles y comprensibles gracias a una filtración semántica, que viene
ya incoada en el momento en que los órganos de los sentidos y los centros
nerviosos correspondientes comienzan a seleccionar estímulos y a totalizar
lo seleccionado en forma aperceptiva.

No hay que perder nunca de vista el hecho de que aun en la percepción más
simple, inmediata y objetiva, jamás han quedado recogidos o registrados
por el psiquismo todos los estímulos o elementos sensoriales que están
constituyendo la realidad en sí del objeto de esa percepción.

Comenzando por la comprobación, irrefutable, de que la realidad en sí de la


materia resulta absolutamente inaccesible a la percepción humana y la
Física actual llega a poderse referir a ella modelizándola
convencionalmente en forma de «campos» energéticos, electromagnéticos o
gravitatorios (que nadie percibe y que son, en definitiva, un constructo
artificial de una ciencia determinada en un momento dado de su evolución);
y que la extensión, las presiones, los volúmenes, las temperaturas y los
colores son una traducción interpretativa, mediante unos filtros subjetivos,
de algo que nadie percibe, que permanece inaccesible al conocimiento
directo y que resulta inconmensurable con las categorías perceptuales del
sujeto humano.

Y si esto sucede al nivel más inmediato y material, el coeficiente de


interpretación mediatizada aumenta progresivamente conforme nos
vayamos elevando a otros niveles más totalizadores («esencia», sentido,
función, valor, etc.). Pues nunca el sujeto humano puede comprender algo
limitándose a la mera presencia física y fáctica de ello, sino que toda
comprensión y todo conocimiento suponen necesariamente la referencia y
la integración de lo directamente percibido en contextos más amplios y
generales, ya no directamente percibidos, sino que han ido decantándose en
forma de «pliegues psíquicos» y, en virtud de otras experiencias o
aprendizajes teóricos, en la intimidad («mentalidad») del sujeto.

Así, el perfil consistente y «duro», que el mundo y las realidades adoptan de


cara a un sujeto determinado, nunca es algo espontánea y directamente
«dado» por la realidad en sí, sino el resultado de un complejo filtraje en el
que se refleja el proceso biográfico mismo del sujeto y las vigencias de su
grupo social. De modo que hablar de «adaptarse a la realidad» simplemente
no tiene sentido, pues en una instancia previa hay que plantearse la cuestión
de en qué medida hay que «adaptar» la realidad actual del mundo de un
sujeto a las verdaderas exigencias de su proceso de maduración.

En definitiva, la realidad en sentido fuerte, urgente e inmediato, en la que


un sujeto vive, incluye algunos elementos que son pero que no valen (los
«campos» energéticos que la física actual modeliza) y muchos más que
valen pero que no son (en el sentido en que son realidad física y «dada»
esos «campos» que la Física estudia) y que, sin embargo, ejercen un influjo
más eficaz y determinante todavía que esos elementos atómicos y
subatómicos que se suponen ser la realidad en su sentido más fuerte y
científico.

Luego la imagen más o menos deforme del mundo y de sí mismo, que un


sujeto humano determinado posee y se encuentra que le viene «dada»,
como algo a lo que hay que atenerse (y «adaptarse») nunca es eso
consistente, fatal, objetivo e irreversible que parece, sino algo susceptible
de reelaboración si se saben manejar las claves semánticas, lingüísticas,
sistemáticas y emocionales (sociales y subjetuales), que filtran y median sus
procesos de concienciación y de formalización comprensiva.

Porque, además, la realidad, y cada uno de sus objetos, no le vienen dados


espontáneamente al sujeto humano de modo aséptico, esquemático y
abstracto, sino siempre investidos y mediados emocional y axialmente,
además de significacionalmente: lo que más inmediata y urgentemente se
percibe de las realidades son precisamente sus valores (o valencias) y las
constelaciones emocionales que estos valores suscitan, en una función
mediadora (con la típica Aufhebung dialéctica) de modo que lo axial se
anula y se trasmuta en emocional, y lo emocional se anula y se trasmuta en
racional; es la característica «pasión» de las razones, lo que este proceso
origina.

Por lo tanto, las neurosis, las instalaciones defectuosas en la realidad del


mundo y en el ser-sí-mismo, no se pueden definir adecuadamente como
resultado de«un aprendizaje desadaptativo», sino como producto de una
filtración deficiente y mediatizadora (en lugar de mediadora) de las
estimulaciones reales y de sus relaciones prácticas a ese triple nivel,
significante, axial y emocional.
Lo dicho al comentar el tercer principio teórico nos conduce ya al cuarto
principio social, pues todo lo dicho tiene lugar dentro de la dinámica de
proyecciones, introyecciones, reflejos, apoyos, aceptaciones,
identificaciones, traumas, limitaciones y temores, del intercambio de
relaciones y de comunicación (principalmente a nivel emocional) del
microgrupo y del macrogrupo social de cada sujeto. Éste no sería nada, ni
llegaría siquiera a poder tener conciencia de sí, si no comenzase a ser
socialmente contrastado (apoyado, rechazado, percibido, aceptado,
reflejado ysignificado) por una intersubjetividad, estructural-dinámicamente
constituida y funcionando como tal.

Decimos significado, porque en virtud del principio semántico, cada sujeto


comienza a existir, todavía sin autoconciencia y sin poder de significación,
como sujeto pasivo de una intensa labor significadora del grupo en que
nace.

Es más, como han visto muy bien Lacan y su escuela, la sociedad prepara
de antemano al que nace o va a nacer su orden de significantes socialmente
determinado, y el sujeto accede a la realidad investido por el significante,
desde «el discurso del Otro», de modo que se nace ya en situación alienada,
y el hacerse-uno-mismo constituye una labor a contrapelo de la «pasión del
significante», pero en que, al liberarse el sujeto, descubre que, en este orden
de cosas, su mismidad yoica no es sino una «malla suelta en el discurso del
Otro», una cesura, una solución de continuidad ininteligible; pues se sale,
para ser ella misma, del orden de los significantes.

Nosotros, aun admitiendo en principio el hecho de la investición


significante y pasiva, por parte del sujeto, desde el contexto social, no
sacamos la consecuencia nihilista de la cesura vacía, como realidad del yo
(es también la posición de Deleuze); sino que, para ser auténticamente uno
mismo, hay que instalarse mediadoramente en dos órdenes entre si
inconmensurables y llevar a cabo la síntesis dialéctica entre ambos: el orden
del significante colectiva e intersubjetivamente válido e impuesto, y el
orden entitativo, vivencial, mísmico y autoasumido desde su realidad
irreductible a significantes, de la conciencia propia, que no se manifiesta en
la esfera de los conceptos y de lo verbalizable, sino en la consistencia
subjetual que cada vivencia posee, y que es intraducibie verbalmente en el
orden del significante.

Si enfocamos la cuestión dando por supuesto que el nivel del lenguaje lo es


todo, como hace el estructuralismo, entonces la mismidad del yo no es
«nada» (puesto que el lenguaje lo es todo); si, en cambio, partimos de la
realidad consistente de la mismidad personal transignificante, es el lenguaje
lo que pierde densidad real y la realidad inverbalizable, de lo que es en sí
mismo, lo es todo.

Pero, eso sí, esta realidad se hace ineludiblemente en un proceso de


asimilación constante y dialéctica de una serie muy compleja de elementos
colectivos y socializados por la comunicación y el lenguaje, que adquiere su
consistencia peculiar como configuración del sujeto, de cada sujeto real, en
cuanto se reabsorbe dialécticamente (Aufhebung) en algo que ya no es
social, ni mero producto social, sino irreductiblemente mísmico.

Sin embargo, esta labor de asimilación de lo colectivo por el yo mísmico no


se realiza ni exclusiva ni principalmente en forma de una trasmisión de
información hablada o verbal («instrucción»), ni en forma de un
aprendizaje, sino a nivel emocional y en forma de una serie de
identificaciones, aceptaciones, rechazos, introyecciones y relaciones
afectivas y simbólicas, que tienen lugar de modo inconsciente y que,
incontrolablemente, van configurando la personalidad incipiente del sujeto
humano. Todo ello ha sido ya estudiado en nuestra obra Dialéctica del
concreto humano y a ella nos remitimos. Aquí sólo añadiremos que,
precisamente gracias a este proceso, es posible dotar a la relación
transferencial de una eficacia privilegiada para volver a un estado de
plasticidad inicial de la personalidad del paciente y poder así remodelar lo
que en etapas infantiles quedó deficientemente constituido o disgregado.
2. PRINCIPIOS PRÁCTICOS: GRUPO
DINÁMICO-ESTRUCTURAL
Estos cuatro principios teóricos y axiomáticos se concretan en doce
principios prácticos, que han sido deducidos de la experiencia, a la luz de
aquéllos, y que abarcan los dos principales aspectos del proceso terápico:
los aspectos dinámico-estructurales, que reflejan las posibilidades de
promoción del proceso y su estructuración, así como la de la personalidad
del paciente; y los aspectos comunicacionales, que se refieren a las
posibilidades de comunicación entre el terapeuta, el paciente su mundo real
y social. Cada uno de tales principios abre un abanico de posibilidades
prácticas y técnicas que hasta ahora no habían sido sistemáticamente
estudiadas, como consecuencias de un todo dinámico, y cognoscible a todos
sus niveles, que es la personalidad del sujeto. Naturalmente, estos principios
prácticos se hallan en estrecha relación y suponen los registros de
comunicación y de acceso a la intimidad personal que estudiaremos en el
capítulo siguiente.

1. PRINCIPIO DE PROCESUALIDAD: Este primer principio práctico


descubre o pone de relieve la naturaleza dinámica y evolutiva de todo
proceso existencial humano: nada en la personalidad es estático, sino que
procede de y tiende a, es, pues, vectorial y se halla afectado de los
fenómenos de evolución y de involución, en el caso en que la evolución se
vea impedida, pues esta vectorialidad implica unas metas progresivas que
han de ser cubiertas por el proceso sucesivamente y que, de no alcanzarse,
el conjunto de la personalidad se frustra y no llega a madurar, adoptando
entonces estados regresivos.

Naturalmente, todo proceso evolutivo procede por fases que presentan, cada
una, unas características propias y suponen unas condiciones específicas. Y
de igual modo, su recuperación terápica adopta la misma articulación fásica
que ha de ser tenida en cuenta para la buena marcha del proceso curativo.

Este proceso evolutivo, que se extiende a toda la existencia de un sujeto


humano, es lo que va dotándole de un perfil personal determinado (positivo
o negativo, y las más de las veces ambivalente) y que comprende aspectos
libidinales, emocionales, intelectuales, volitivos, relaciónales, prácticos y
éticos, de modo que el proceso terápico debe ir teniendo en cuenta
alternativamente, conforme las condiciones de las fases lo exijan, alguno o
algunos de tales aspectos.

2. PRINCIPIO HOLOGÉNICO: Por esta misma razón, la eficacia


terápica exige compulsar todos los elementos que han intervenido en el
proceso de gestación de tal personalidad (de ahí la denominación que
damos a este principio, de holós = «todo», en el sentido de un conjunto, y
genikón = referente a la generación o a los orígenes; en este caso, el término
compuesto hologénico significa lo referente a la generación o gestación —
de la personalidad— en la totalidad de sus factores incidentes).

Este principio se corresponde con el que llamamos Principio de concreción


en el grupo comunicacional y ambos principios expresan algo muy esencial,
y al mismo tiempo muy lógico, pero bastante desatendido, en las
condiciones del proceso curativo: las reacciones inconscientes, las
fijaciones y asociaciones fantas-máticas y las disposiciones emocionales (es
decir, todo lo que hay que movilizar e influir para curar), al no ser de
carácter intencional ni intelectual y al pertenecer a un orden densamente
real y dinámico, no pueden reaccionar ni ser afectadas si no se desvelan, se
interconectan y se verbalizan todos los mecanismos reactivos intervinientes
y esto, no en fórmulas abstractas ni por insinuaciones, sino expresado en su
máxima concreción.

De la misma manera que cualquier proceso material de producción (incluso


la ejecución de una obra artística) no llega a realizarse ni a producir efectos
verdaderamente eficaces si no se manejan, compulsan y tratan el tiempo
suficiente y en el grado de intensidad y de condiciones materiales
requeridos todos y cada uno de los elementos concretos, y en función unos
de otros, que han de ser modificados (en una obra plástica, por ejemplo,
todo efecto de detalle —un reflejo, una sombra, un relieve— ha de haber
sido tratado en detalle y en concreto por el autor; y si éste no ha ido
poniendo el pincel punto por punto y en la dosificación de color, de tono y
de extensión requerida, no se producirá el efecto deseado de relieve o de
perspectiva, por muy acertada que fuere la concepción general de la obra);
ésta es la condición de todo lo real y concreto, y no meramente intencional
y abstracto, como fambién lo es la personalidad, sobre todo en sus estratos
más libidinales.

Por lo tanto, para lograr verdadera eficacia terápica, no basta en absoluto


estilizar el caso diagnósticamente y filtrarlo por un modelo convencional de
escuela, o reducirlo a fórmulas abstractas, sino que han de irse
descubriendo, concienciando (de parte del paciente), verbalizando muy en
concreto y afectando a todos y cada uno de los elementos, los recuerdos, los
afectos y las vinculaciones o traumas, que por lo general hayan ido
fijándose a diversos niveles (y no a uno solo) de la personalidad, o de sus
esferas de acción.

3. PRINCIPIO DE PERFECTIBILIDAD: Dentro de esta orientación


hologénica del proceso, no sólo han de considerarse y compulsarse los
factores que intervinieron en sus orígenes, y que están interviniendo
actualmente en su desarrollo terápico (como sería la transferencia), sino que
éste ha de completarse hasta perfilar la personalidad y su conducta; aun una
vez producidas la desrepresión, la activación libidinal o el «salto del
resorte».

No basta nunca con devolver al paciente su disponibilidad libidinal y


dinámica, sino que hay que seguirle apoyando mayéuticamente, para que se
acabe de autoidentificar, amplíe su visión de las realidades, se integre en un
mundo resemantizado, organice sus impulsos y los canalice
conductalmente, de modo lúcido y dosificado de acuerdo con una
disposición elástica y omnicomprensiva, para valorar los factores que
juegan en cada situación y responder adecuadamente a las exigencias de
cada uno considerado en su objetividad (disposición habitual y dinámica
que hemos denominado con toda propiedad ética autógena).

Autógena, porque no viene impuesta por una estructura superyoica de


normas exógenas, sino deducida espontáneamente de la apreciación más
lúcida posible de las exigencias y condiciones más objetivas de cada
situación. Visión de la dimensión ética de los procesos que no procede de
una ideología o de unas normas impuestas exógenamente, sino de sus
propias evidencias responsabilizadoras, pero que no puede denominarse
«autónoma» —lo cual es una contradicción en los mismos términos— pues
«ético» significa lo que nos obliga a ajustamos y a responder a algo que nos
impone desde fuera de nosotros mismos una normación mínima, en este
caso la realidad en sí de los procesos (y esta objetividad es por sí misma
«heterónoma» y nunca puede ser «autónoma»); eso sí, puede ser autógena,
por no obedecer a imposiciones normativas externas a la misma conciencia
que percibe la imposición objetiva de un modo de conducta determinado.

Renunciar a este mínimo de eticidad autógena (como hacen algunos


psicoanalizados y los partidarios de la «ética de situación») significa optar
por una conducta desformalizada, asocial (cuando no antisocial) y
«salvaje», y dejar a los impulsos en un estado regresivo y primario, no
diferenciado, de explosividad arbitraria. No es éste el estado ideal del final
de una cura, y es, en definitiva, no acabarse de abrir al Principio de realidad
para permanecer en un estadio narcisista, agresivo o hedónico, regido por el
Principio de placer.

Ahora bien, esta rectificación de enfoques no puede hacerla, sin riesgos, el


paciente dejado a sí mismo y se requiere el apoyo de la transferencia para,
dialogalmente y mediante una mayéutica neutral (que se esfuerce en no
influir al paciente, en cuanto al contenido deducible), ir integrando
personalmente los impulsos, ir dotando de significado y de valor (nuevos y
más amplios y no inducidos por miedos, prejuicios superyoicos o presiones
recibidas en la infancia) el mundo real, e ir estableciendo la proporción
práctica y conductal, entre los impulsos así integrados y las exigencias
objetivas de este mundo nuevamente descubierto y asumido como real
(Principio de realidad)66.

Entonces y sólo entonces, puede considerarse el proceso terápico como


acabado (per-factum).

66 En las dinámicas y terapias de grupo prácticamente no es otra cosa


lo que se pretende sino que el grupo (sobre todo cuando es muy
específico y orientado hacia fines concretos de tipo profesional, social,
pedagógico o político) adquiera una mayor o una total lucidez acerca
de sus moviles, sus enfoques y sus modos de proceder en medio de la
realidad de su mundo profesional.

Los directores psicoanalíticos de grupo con calidad conocen muy bien


el procedimiento de promover la dinámica intrínseca al grupo en este
proceso de clarificación, sin mediatizarla indebidamente. Pues bien,
esto mismo y por idéntico procedimiento es lo que se requiere al
terminar cada terapia individual.

4. PRINCIPIO DE RECUPERABILIDAD: En la evolución constitutiva


de la personalidad, y dada la plasticidad procesual de ésta, las
malformaciones, fijaciones y huellas traumáticas son recuperables, nada es
definitivamente irreversible (hasta algo pasada la cuarentena).

La energía psíquica (libido) mantiene su plasticidad y su dinamismo, y se


observa, dentro y fuera del análisis, que, según las circunstancias, la libido
progresa, o regrede a estadios anteriores, como tratando de recuperar
posibilidades nunca definitivamente abortadas. Esta dinámica de la libido
ha de ser aprovechada por la terapia para ir creando las condiciones
favorables a tales movimientos de recuperación y llegar así a una
reasunción integrativa del sobrante libidinal infantil, que no fue entonces
incorporado al proceso evolutivo de constitución de la persona, y que
marginado («reprimido») había venido perturbando con tensiones y
resistencias el equilibrio de fuerzas de la misma, su apertura al mundo real,
o su investición significante y axial del mismo, así como su conducta en
función de sus exigencias objetivas.

Parece ser, según Jung, que entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco
años de edad del varón y, añadimos nosotros, a causa de la menopausia en
la mujer, tiene lugar un proceso mutativo de la elasticidad de la
personalidad (Lebenswende, «viraje de la vida» jungiano) que hace ya
irrecuperables las posibilidades libidinales, asuntivas y prácticas del sujeto.

Este proceso de recuperación (terapia propiamente dicha) no es nunca


amorfo, sino que se articula en fases progresivas y ha de ser modulado de
acuerdo con ellas por el terapeuta, para su mejor control, y hacer posible su
avance seguro hacia su acabamiento total, pues es perfectible y no «salvaje»
o indeterminado. A su vez, cada fase es específicamente modulable de
acuerdo con unas estrategias adecuadas y propias para cada una en
particular, de modo que no sólo la marcha de todo el proceso, sino el ritmo
y tono de sus fases puede ser previsto, conducido y activado, sin por ello
incidir perturbadoramente en la genuinidad del material que el paciente va
presentando, como estudiaremos más en detalle al tratar de la
comunicación.

5. PRINCIPIO ARQUEOLÓGICO-ESTRATIGRÁFICO: Por mucho


que las corrientes dentro del psicoanálisis crean deber insistir en la
transferencia, en la transaccionalidad, en el lenguaje, o en otros aspectos de
la comunicación, no puede dudarse razonablemente de que, dada la
procesualidad de la constitución de la persona, los hechos iniciales de este
proceso, su concienciación y su asunción adultamente valorada, siguen
siendo un elemento decisivo para la curación.

Por mucho que aspectos comunicacionales y formales pesen en el proceso


de la terapia, considerando la neurosis en todas sus dimensiones y
realísticamente, sigue siendo su génesis temprana y diacrónica el núcleo
dinámico del que no se puede prescindir. Y esto, sin otras consideraciones,
ya en virtud del principio hologénico y del de recuperabilidad.

No pensamos, desde la práctica, que baste con la anamnesis de los


acontecimientos traumatizantes o, menos aún, de la «escena primordial»
para que la mejoría se inicie (aunque en algunos casos así ha sucedido, o,
por lo menos, se ha producido una notable descongestión emocional en el
paciente y el cese de algunos síntomas, somatizaciones, por ejemplo), pero
de lo que no puede cabernos duda es de que bucear en el pasado más
remoto posible del proceso de neurotización (o de psicotización) y
reelaborar intensamente aquel material resulta un momento indispensable
de la terapia, que puede no ser exclusivo pero sí básico.

Los elementos biográficos originarios son decisivos (arkháia), pues, para la


recuperación de las etapas que debieron ser evolutivas y resultaron
involutivas; pero además estos elementos parecen haberse organizado
sedimentariamente por estratos, para expresarnos metafóricamente.

Este tipo de organización del material arqueológico se aprecia de dos


maneras; una, porque en la anamnesis se tiene la impresión de ir
recuperando zonas superpuestas de huellas mnémicas, de traumas y de
fijaciones por el orden de más recientes a más antiguas; otra, porque el
material onírico procede de la misma manera: se producen una serie de
sueños claros y bien organizados y, cuando parece haber sido trasmitido
oníricamente todo el mensaje —de un tipo determinado— referente a algún
punto de la biografía o de las fijaciones traumáticas, cesan por completo los
sueños recordables, hasta que comienza otra serie de rueños vagos y
huidizos, que paulatinamente se van haciendo claros y bien articulados, que
parecen trasmitir un nuevo mensaje, en torno a otro punto conflictivo, hasta
que de nuevo se agotan y cesan. Y así sucesivamente.

Esto no tiene otra explicación sino la de que el material biográfico y


«arqueológico» se organiza en torno a diversos centros de conflicto y a
diversos niveles de profundidad en la estructura afectiva de la personalidad,
es decir, de un modo muy similar a como se organizan los terrenos
geológica y arqueológicamente, por estratos. Lo cual viene a apoyar al
principio hologénico y al de recuperación: no basta con disponer y manejar
el material procedente de un solo «estrato» ni a un solo nivel y ha de
tenderse a recuperar paulatinamente estratos cada vez más arcaicos y
profundos, por el orden inverso a como se constituyeron.

6. PRINCIPIO DE ESPECIFICIDAD HERMENÉUTICA: Este


principio vendría a incidir en el principio de concreción del grupo
comunicacional y se hallaría dentro del campo del hologénico: no basta en
absoluto, para que el material simbólico y significacional, al ser
interpretado, afecte movilizativamente al inconsciente del naciente, con
filtrarlo por una retícula hermenéutica prefabricada y única, de acuerdo con
un código de escuela, deducido en parte a priori de una concepción
sistemática particular.

Por este proceder podrá aportarse alguna claridad al caso, podrá el paciente
concienciar en algún grado la estructura y la dinámica de sus mecanismos
neuróticos (es decir, no negamos que tal filtraje convencional sea de alguna
eficacia), pero de ningún modo pueden producir el «salto del resorte»
definitivo, y verdaderamente curativo, o conducir a una catarsis total de la
malformación neurótica una serie de interpretaciones mediatizadas
convencionalmente por un sistema teórico y no apoyadas en sus propias
claves de comprensión.

Sólo cuando el mensaje simbólicamente cifrado, que el inconsciente del


paciente emite, es adecuadamente descifrado, con toda propiedad, el
inconsciente «se rinde», es decir, acusa el impacto de contramensaje
devuelto por el analista y se abre a la comunicación movilizadora67.

67 En los mitos y en los cuentos —mitos degradados— se repite con


mucha frecuencia el mitologema del: «sésamo ábrete» con una serie
de condiciones concretas de hora, lugar, gesto y tono de voz, para su
efectividad: el secreto no se confía, o el monstruo no se rinde, sino a la
consigna absolutamente concreta y en las condiciones estrictamente
prefijadas para la obtención de tal efecto. Este mitologema
ciertamente no obedece a un capricho de la fantasía de un cuentista,
sino que refleja la actitud universal de los niveles inconscientes
(monstruo) que no se rinden sino a lo que le afecta más en concreto y
con una absoluta precisión en el empleo de la fórmula establecida. Es
en definitiva lo que sucede con toda manipulación de las materias
primas en la producción industrial: no se obtienen los efectos
deseados si no se trata la materia del modo concreto y preciso (grados
de temperatura, tiempo de sometimiento a una decantación, grado de
humedad o de sequedad, etc.) que su naturaleza requiere, y en
absoluto reacciona convenientemente a símbolos, fórmulas abstractas,
teorías o deseos que no se traduzcan en el procedimiento
concretamente adecuado, ni punto más, ni punto menos.

Por lo tanto, aunque en los comienzos puede el analista apoyarse


moderadamente y con atención flotante68 en los códigos clásicos de escuela
(pero nunca de modo exclusivamente afecto a una determinada escuela: las
claves que además de Freud ofrecen Adler, Jung, Sullivan o Boss, por
ejemplo, son igualmente válidas en principio, aunque todas regionales y
parciales), poco a poco ha de ir tendiendo a construir el código propio y
específico del caso concreto que trata, sobre la base de la experiencia de
aciertos y desaciertos, acusados como tales por el inconsciente del paciente,
y de las confirmaciones seriales, estructurales y afectivas 69 que los mismos
sueños y fantasías o las reacciones somáticas y emocionales del paciente
van suministrando.

68 La atención flotante es una expresión feliz de Freud que indica la


actitud mental del analista procediendo por tanteos interpretativos sin
llegar a fijarse o a encariñarse con ninguno, siempre dispuesto a
abandonar un significado, una hipótesis o una pista, si aprecia que no
acaba de resultar y, por supuesto, sin violentar el material objetivo
para que cuadre con la hipótesis predilecta, que es lo que los
principiantes suelen hacer: esforzarse sin demasiado escrúpulo por
adaptar el resto del material simbólico o expresivo a un único símbolo
que les parece significar algo muy concreto, en lugar de
interrelacionar los símbolos e ir esperando a que de esta interrelación
se decante un significado total no previsto.

Se podría decir que la atención flotante equivaldría al modo de


asentar el pie de un explorador que anda por terrenos inseguros y
pantanosos, de modo que nunca afirma su paso en un punto
determinado, que podría fallar, sino que en el mismo acto de poner el
pie ya lo está inervando para saltar, en el caso de que aquel punto
falle.

69 La aplicación de estas técnicas hermenéuticas la hemos expuesto


en Terapia, lenguaje y sueño (capítulo 11), hemos de insistir en el
capítulo siguiente de esta obra y la trataremos con mayor extensión en
nuestra próxima obra.

Al cabo de algún tiempo, ya puede irse sabiendo con una certeza creciente
que tales oniremas o imágenes recurrentes encierran un significado tal, en
este caso concreto, que quizá no presenten en otro caso, o que no se halle
recogido por las escuelas clásicas70.

70 Por ejemplo, el significado clásico de los vehículos es fálico; sin


embargo, hemos analizado sueños en los que sin lugar a dudas
significaban los vehículos la estructura de la personalidad o sus
posibilidades dinámicas, aparte de lo que podría significar en algún
caso por libre asociación del paciente en relación con determinadas
experiencias biográficas: un coche puede significar la personalidad de
su propietario, que no sea el mismo paciente, o algo relacionado con
lo que le ocurrió con ese coche determinado u otro semejante a ese
que aparece en el sueño. Otro ejemplo es el de la fuerza pública: en la
mayoría de los casos significa elementos represivos o de control
superyoico, pero en no pocos sueños aparece de pronto significando
realidad, el principio de realidad, sin poderse dudar de ello. Y lo
mismo cuando aparecen jefes de Estado, generales o personajes
históricos o novelescos.

Si en los comienzos hay que proceder de manera todavía vacilante y


provisional, cuando el proceso terápico va avanzando puede disponerse ya
de un repertorio codal casi cierto y adecuado, de modo que las fantasías y
los sueños se hagan legibles jeroglíficamente, como un texto no muy
complicado cuyo idioma se conoce suficientemente, para traducirlo. Estos
aciertos hermenéuticos acelerarán el tratamiento y el diálogo con el
inconsciente será cada vez más directo y activo.

En cambio, si el analista se empeña en utilizar unas claves determinadas y


convencionales, que no acaben de traducir en toda su fuerza el mensaje
inconsciente, puede estar suministrando armas defensivas a la tendencia
resistentiva del paciente. Por eso los casos se estancan y se prolonga
indefinidamente la terapia.
3. PRINCIPIOS PRÁCTICOS: GRUPO
COMUNICACIONAL
1. PRINCIPIO TRANSFERENCIAL: El principio anterior estructural-
dinámico nos introduce ya en el tema de la comunicación, cuyo segundo
requisito indispensable sería, además del de la especificidad hermenéutica y
la concreción, el de la empatía transferencial bidireccional.

Situar al paciente frente a los mensajes descifrados de su inconsciente no


basta si se le deja totalmente a solas con ellos, sino que su asunción
concienciativa y movilizadora ha de ir apoyada y fomentada por un clima
de apoyo emocional, cuasi-parental, que el analista debe proporcionar.

En la base de toda neurosis o psicosis se halla el miedo, un miedo difuso


(por proceder de una etapa evolutiva en la cual los objetos reales no se
precisaban todavía) a la realidad, causado por la falta de apoyo afectivo de
los padres o educadores, o por haber sido infundido precisamente por ellos.
Un miedo que, en definitiva, se debe a la soledad en que fue dejado el
paciente en aquellos tiempos, cuando carecía de controles y de filtros para
enfrentarse con la realidad n el temor a ser «devorado» por ella.

La recuperación de esa realidad y de la capacidad de relación con ella (sin


miedos ni deformaciones) ha de lograrse precisamente gracias a la
«anestesia» de aquel miedo infantil —persistente en el adulto neurótico—,
que le permita salir del refugio de sus defensas y percibir y apreciar el
mundo y desplegar una conducta, de acuerdo todo ello con la complejidad
de los estímulos reales y de las exigencias objetivas del entorno. Pero esta
«anestesia» del miedo infantil sólo se consigue mediante una adecuada
apoyatura emocional, ausente en la infancia del paciente, que supone la
transferencia.

Por esta razón el clima comunicacional de las sesiones (y la relación


terapeuta-naciente) resulta muy específico y no puede intercambiarse con
otros tipos y situaciones de comunicación. Un clima que hace posibles
influjos, a nivel profundo y recuperativo, de posibilidades infantiles
atrofiadas, de parte de la palabra, las actitudes, las aprobaciones, las
reacciones o el mero testimonio del terapeuta. Como si el paciente entrase
en un estado de especial e inhabitual plasticidad en la base de su
personalidad (plasticidad que no posee en otro tipo de relaciones sociales),
que la hace recuperable y evolutivamente transformable.

Tales posibilidades de la relación terapeuta-paciente no son deducibles a


priori, sino que se verifican y comprueban a posteriori; y no dejan de
sorprender al mismo terapeuta, que las utiliza, como aprovecha la técnica
un efecto físico paradójico y difícilmente explicable, pero que
evidentemente se produce y hay que contar con él (en la ciencia y en las
técnicas derivadas de ella no todo es deducción sistemática, sino
información objetiva, a veces difícil de integrar en sistema).

Y todavía el fenómeno trasferencial cumple otra importante función y es la


oportunidad de proyectar, el paciente en el terapeuta, todos los fantasmas
infantiles que le acosan para, así proyectados y objetivados en éste poderlos
reelaborar, disolver o asumir adultamente, dado que el terapeuta, consciente
de las proyecciones de que es objeto y sin reaccionar agresiva, o
emocionalmente por lo menos, va permitiendo un juego verdaderamente
psicodramático a la vez movilizador y concienciativo.

2. PRINCIPIO SITUACIONAL: En consecuencia, de lo dicho acerca del


principio transferencial, la presencia y las actitudes del terapeuta
intervienen activamente en la situación terápica, aunque alguna escuela no
lo desee y trate de evitarlo. Por mucho que el proceso terápico trate de
poner entre paréntesis la vida real del paciente para analizarla, esta vida
prosigue aun a través de las sesiones; como observa muy exactamente Boss,
durante la sesión y durante el sueño también el paciente sigue «estando-en-
el-mundo», es decir, existiendo, y la duración de este existir, por mínima
que sea, constituye un proceso irreversible y es un segmento efectivo de la
evolución personal del paciente.

El paciente no «pasa», existiendo, el tiempo de las sesiones impunemente,


sino que la dialéctica de su existir real sigue actuando y siendo realmente
influida por los elementos de la situación concreta que es la sesión
psicoanalítica. De ahí que lo que en ella suceda o no suceda y el modo de
relacionarse con el terapeuta (elemento real e inevitable de esta situación)
haya de influir y modular existencialmente el modo de «estar-en-el-mundo»
esa personalidad, y este «estar-en-el-mundo» no puede quedar en pura
«verbalización» y en puro «análisis», sino que se va imbricando
dinámicamente, y de modo irreversible, en el «ser» del paciente (no ya en
su «estar») y le trasforma, para bien o para mal.

Pues en el seno de una situación real no se puede abstraer lo analítico o lo


concienciativo del resto de los elementos, algunos imponderables, que la
integran en su concreción. Por ello, es mejor y más metódico tener
presentes y controlar los resortes que intervienen en la situación terápica,
que no esforzarse por ignorarlos en nombre de una asepsia teórica e
ilusoria, para dejarlos seguir funcionando sin control.

Ante todo, dos puntos son evidentes a este respecto: uno, la comunicación
de inconscientes, entre paciente y terapeuta, que éste frecuentemente no
llega a controlar, pero que influye muy activamente en la marcha, en la
movilización o en el estancamiento del caso y de su proceso. La situación
de terapia entre dos es intensamente humana y hasta dramática, y no es en
absoluto posible que uno de ambos deje de estar especialmente implicado
en ella, con todas las consecuencias; de modo que, como antaño los padres,
aquellos sentimientos y tendencias inconscientes hacia el paciente, o su
falta de interés y de atención en las sesiones, o las calidades de su
«projimidad» (la Mitmenschlichkeit de Gebsattel), no dejen de constituir
factores muy activos y reales en el desarrollo del proceso. Es el fenómeno
que se ha denominado «contratransferencia».

El otro punto es que la activación o paralización del paciente y todos los


altibajos y vicisitudes del proceso se hallan bajo el influjo de otros factores
accesorios e imprevisibles, más o menos, de la situación concreta analítica,
de modo que los detalles más inesperados (clima, decoración, voz, gestos,
actitud del analista, silencios o palabras, modo de recibir o de despedir,
comunicación con otros pacientes o con las demás personas que integran el
equipo, rumores oídos acerca del terapeuta o su encuentro fuera de las
sesiones, como son conferencias, lugares públicos, viajes, etc., así como
información acerca de su modo de vida, su estado civil, su número de hijos
o carencia de ellos, sus creencias, sus aficiones y estado económico, etc.)
pueden producir retrasos o aceleraciones imprevisibles, hasta el punto de
verse obligados, paciente y terapeuta, a cambiar de relación y a dejar a otro
terapeuta que, por unas circunstancias diversas del anterior, llegue a
desbloquear el proceso.

Por todo ello, y en virtud de este principio, sería de desear siempre que el
paciente ignorase lo más posible de las particularidades de la vida concreta
del terapeuta, y también que nunca entrase en relación con otras personas
allegadas a él por una razón o por otra; por lo tanto, que no acudiera a las
sesiones al domicilio del mismo, sino a un local impersonal y neutro, cuya
decoración fuese a la vez funcional, sobria y estética, mas sin ningún
resabio de clase social, de manifestaciones narcisistas o de culto a la
personalidad del terapeuta. Demasiado lujo en el mobiliario es, desde luego
y para toda clase de pacientes (aun para los socialmente bien situados),
entorpecedor, y asimismo un ambiente desapacible y sórdido; pero de
excederse en algo resulta preferible, a la larga, el destartalamiento del local,
que recuerde el de un estudio o el de un taller, que un confort y un
esteticismo, tal vez agradable a primera vista, pero demasiado cercano a las
apreciaciones del consciente, y secretamente movilizador de impulsos
inconscientes negativos, por una u otra razón: el lujo en el mobiliario no
pierde nunca un cierto carácter de agresión al visitante.

3. PRINCIPIO DE ESPONTANEIDAD: La neutralidad y hasta la


pasividad ortodoxa del analista tratan de garantizar una espontaneidad, a ser
posible total, nada mediatizada por incidencias activas de la persona del
terapeuta o de la situación analítica.

Para que el análisis sea válido no ha de sufrir el material analítico la menor


modificación incontrolada (en su mismo emerger como tal material
inconsciente; caso distinto es el curso que siga la comunicación paciente-
terapeuta en la dialéctica de las sesiones y del proceso en-situación, según
el principio anterior, y es ésta una distinción que no llegaron a advertir los
ortodoxos), modificación que podría ser inducida si el analista hablase
demasiado, expusiese teorías, preferencias, opiniones, que fuesen dando
pistas de resistencia y de enmascaramiento, adulador del terapeuta, al
paciente.

El discurso analítico es monólogo (y no diálogo), sobre todo en las tres


primeras fases (cfr. capítulo 3). La actitud inicial del terapeuta ha de ser
esencialmente receptiva del material que espontáneamente vaya
suministrando el paciente, sin que ni siquiera alguna pregunta del analista
influya en el flujo de material u oriente mínimamente la atención del
paciente, en la selección de lo que convenga verbalizar.

No hay inconveniente, sin embargo, en que el analista ataje la «cortina de


palabras» o haga caer en la cuenta al paciente de que está produciéndola o
llenando el tiempo de la sesión con anécdotas sin importancia analítica,
pero sin darle pistas en sentido positivo.

A lo más, se le puede ayudar en las primeras sesiones, si comienza por


bloquearse y no sabe por dónde empezar, ofreciéndole una tópica
esquemática y neutral de los niveles de comunicación y de las áreas
temáticas a que podría referirse71.

71 La tópica a que nos referimos puede discurrir por diversos cauces:

a. Invitar al paciente con una cordialidad nada fingida a que, por


una vez, se expansione diciendo lo que siempre le habría
desahogado decir, o lo que le está preocupando o presionando y
deprimiendo desde siempre...
b. Indicarle las áreas o niveles de contenidos psíquicos que pueden
ser de interés para su catarsis (y q ue él mismo se administre con
estas indicaciones en adelante, sabiendo los puntos que ha de
controlar en su pasado y en su actualidad):

Recuerdos de infancia.
Estados afectivos.
Sueños.
Fantasías.
Imágenes eidéticas (espontáneas).
Asociación libre.
Deseos.
Temores.
Proyectos.
Situaciones y dinámica de las mismas.

que, como es fácil ver, se reducen a cuatro capítulos: pasado remoto,


dinámica de las situaciones actuales (no tanto como anécdotas, sino
como constantes de estructura de situación, por ejemplo, tendencia al
fracaso, a la culpabilización, a estropearlo todo en el último momento,
al descuido, a dejarse ganar y pisar por los demás, etc.), vida
fantástica (incluidos los sueños), vida afectiva (incluidolos deseos, los
temores y los proyectos).

c) Formularle, en la primera sesión y después de haberle dejado


un rato en silencio para no mediatizar el arranque espontáneo
del análisis, las cinco preguntas de Adler:
1. ¿Cuál es su principal preocupación?
2. ¿Cuál es su principal temor? (de futuro).
3. ¿Cuál es su primer recuerdo?
4. ¿Cuál es su sueño más frecuente?
5. ¿Qué haría usted si no tuviera ese problema?
d.) O, todavía más sencillo, formularle estas dos preguntas:
a') ¿Qué síntoma (malestar, situación conflictiva, etc.) le
mueve a buscar un tratamiento?
b')¿Qué espera o pretende usted de este tratamiento?

Conforme el análisis avance y el proceso dialytico entre en la fase de


meseta o, incluso, «salte el resorte» (y parezca que el material simbólico y
biográfico se ha desplegado ya en su totalidad), puede la comunicación
terápica activarse en forma de mayéutica y de preguntas críticas que vayan
obligando al paciente a definirse y a aclarar sus intenciones, su voluntad de
curación y de movilización, su responsabilización, su capacidad de decisión
y la orientación de su futuro y de su productividad.

En toda terapia se producen, hacia el final de la fase mesetaria, momentos


de inercia resistentiva que es preciso atacar acosando cuestionativamente al
paciente y colocándole literalmente «entre la espada y la pared», a base de
preguntas dilemáticas ante las que tenga que decidirse, o por lo menos
aclararse acerca de sus intenciones prevalentes y confesar que, en realidad,
no quiere salir de sus defensas, aceptarse, aceptar la realidad como es,
integrarse en su dinámica objetiva, superar su narcisismo infantil, etc.

Después de lo cual, y si este acoso dialéctico ha surtido efecto, puede


volverse a la pasividad expectante del material que el paciente vaya
arrojando; mas el no ayudar a vencer estos momentos de inercia (a veces
muy tenaz) en el proceso, o ese momento supremo y decisivo de decidirse
radicalmente a salir del refugio neurótico (o prescindir de sus defensas),
suele ser la causa de que las terapias se prolonguen años o resulten amorfas
e indefinidas.

La dejación del paciente a su pura espontaneidad, y durante todo el proceso


de la terapia, sin discriminación de fases ni de coyunturas, sería únicamente
válida si el ser humano no fuese un viviente socialmente dialéctico, lo cual
en ningún momento deja de serlo.

Por ello, aunque en situación de terapia haya de prevalecer sobre todo la


espontaneidad no mediatizada por el influjo del terapeuta a ser posible, no
puede tampoco abandonarse totalmente esta dimensión del sujeto humano,
ni dejarse de beneficiar de esos recursos activadores y movilizadores que la
dialéctica del diálogo implica. Sólo hay que controlarlos (tanto en su
oportunidad como en su sentido táctico y en sus efectos) para que sean
activadores del proceso sin ser mediatizadores de su espontaneidad.

Todavía se puede formular el principio de espontaneidad en cuanto referido


a niveles más profundos, que no se queden en la superficie de si la relación
y el discurso terápico haya de ser dialogal o monologal, o el terapeuta más
activo o más pasivo: los elementos energéticos, semánticos y simbólicos
que intervienen decisivamente en la curación son autógenos (no han de ser
suministrados desde fuera de la base libidinal del paciente —Inconsciente
libidinal, emocional y semántico que estudiábamos en El inconsciente y en
Terapia, lenguaje y sueño—, como sería el caso de los consejos, las
orientaciones y los apoyos sociales) y sólo funcionan positivamente cuando
se movilizan y actúan por sí mismos, desde la base libidinal del sujeto, por
eso es preciso fomentar constantemente su espontaneidad.

Para fomentar esta espontaneidad dinámica y movilizadora de ulteriores


recursos básicos, hay que crear el clima situacional apropiado, por los
procedimientos que fuere (estrategias, técnicas activas o una intervención
dialogal modulada), pues no es la actividad o pasividad absoluta del
terapeuta lo decisivo, sino la movilización abreactiva de la espontaneidad
del paciente. Lo único requerido es el control de los recursos y de las
estrategias empleadas, para no mediatizar ni falsificar esta auténtica
espontaneidad que es indispensable para la curación definitiva.
4. PRINCIPIO DE CONCRECIÓN: El Inconsciente es íntegramente
irracional, es entitativamente pulsional, vegetativo, energético: vive de
presencias reales, de positividad efectiva, de tropismos y tacciones; lo que
actúa y le afecta, lo registra y reacciona a ello (siquiera sea un «fantasma»);
pero ni le afecta ni reacciona ante lo meramente supuesto, hipotético,
abstracto e ideal. Por eso, la negación, que es una abstracción y una
hipótesis, no la capta ni le motiva (y, por eso la formulación negativa de las
normas morales, del tipo «No matarás», no le coloniza, sino que más bien le
estimula a actuar contra la norma: el «no» cae y la presencia
comunicacional que queda es la de «matarás», o «fornicarás», o
«hurtarás»...).

Aunque verbalizar ayuda a concienciar y es uno de los elementos


activadores de la terapia, no puede serlo todo (en contra de lo que tal vez
suponga Lacan); y sólo es eficaz cuando las palabras evocan presencias
concretas, cuando arrastran fantasmas efectivos (que, como los números
imaginarios en matemáticas, no existen en la realidad cotidiana como los
números naturales, que pueden concretarse en objetos, pero operan en los
cálculos), o cuando movilizan pulsiones.

Esta eficacia de la verbalización vale sólo para la que realiza el paciente; en


cambio, las verbalizaciones (o expresiones habladas) del terapeuta, resultan
perfectamente ineficaces en cuanto tales verbalizaciones. Moviliza más el
terapeuta por sus actitudes y reticencias que por lo que expresamente diga.
Es el juego estratégico de elementos de situación, actitudes y símbolos o
afectos, es decir, juego de presencias concretas, lo que realmente afecta al
Inconsciente del paciente, no las palabras (a no ser que éstas revistan el
carácter de concreción simbólica y sean portadoras de una
sobredeterminación emocional).

Reformulando lo que al principio decíamos: el Inconsciente es impermeable


a los conceptos (por eso lo calificábamos de «irracional») y sólo se deja
afectar por presencias, de ahí que la evocaciónconcreta sea mucho más
eficaz que la palabra abstracta.

Pero hay diversas clases de presencia (que no debe pensarse se reduzca


exclusivamente al «estar-ahí» de las «cosas») y la presencia será tanto más
eficaz para el Inconsciente cuanto menos se parezca a la de las «cosas»
mineralizadas en el entorno espacial. Por eso, preferimos el término
«concreción» al de «presencia», pues, toda presencia es concreta, mas no
toda concreción está presente como lo están las «cosas».

Se da un tipo de presencia que es el de los recuerdos, al que llamamos


«evocación»; otro tipo, propio de los afectos en forma de «envolvimiento
emocional»; otro, de los símbolos, en forma de «trance eidético»,
proyectivo o no72; otro de los impulsos, cuando éstos se movilizan de
alguna manera y se hacen sentir en el fondo del psiquismo. Pero todos estos
tipos, cuando se producen, lo hacen en concreto. Y para producirlos hay que
tender a concretarlos, es decir, que los elementos y recursos más
dinamizadores y efectivos en el proceso terápico han de manifestarse en
concreto, afectan al Inconsciente en cuanto concretos y han de ser activados
por una estimulación concreta73. Y nada que no sea concreto ayuda a la
curación.

72 La manera de concretarse los símbolos se produce cuando el sujeto


entra en trance y empieza a percibir imaginativamente (o proyectados
sobre objetos reales) los símbolos mismos fantasmáticos o que de
alguna manera afectan a su Inconsciente, en un proceso muy
semejante al onírico capaz de envolver al sujeto en una atmósfera
concreta pero diferente de la vida real cotidiana, en la que los
símbolos y los fantasmas sean prevalentes.

Esto puede suceder de modo que el sujeto mantenga su control de


realidad y se esté dando cuenta (como en las imágenes eidéticas) del
doble plano en que está viviendo y percibiendo, pero puede también
ocurrir de modo que el sujeto pierda el control y se encuentre inmerso
en un mundo de fantasmas casi alucinatorios. Y, finalmente, también
puede darse cuando, al percibir los objetos reales del entorno,
incluido el terapeuta, comienza a proyectar sobre ellos imágenes,
aspectos y fantasmas inconscientes. (Un paciente nos veía por
momentos en forma de monstruo terrorífico y luego volvía a vernos en
nuestro aspecto vulgar, y así alternativamente.)

No hay que decir que tal tipo de sesiones resulta extraordinariamente


fecundo y que puede comenzar un diálogo mayéutico con el paciente
en trance, estimulándole con preguntas a ver más, a implicarse en las
visiones, a luchar con los monstruos, a aceptarlos y devaluarlos, etc.,
según convenga.

El caso de los artistas plásticos es especial: sus trances son los de la


ejecución de determinadas obras plásticas. Hemos tenido el caso de
un escultor que en la plasmación material de sus ideas inspiratorias
vivía el trance, trance y proceso que analizábamos indefectiblemente
en la sesión y que suplía al análisis de los sueños, que apenas tenía.

Con los afectos sucede lo mismo, sólo que aquí lo prevalente no son
las imágenes, sino los estados emocionales. Pero lo eficaz es
precisamente el envolvimiento inmersivo de tipo cuasi-cenestésico,
muy semejante a los de la primera infancia y primeros meses de vida,
capaz de hacer regredir a etapas muy tempranas en el desarrollo de la
personalidad.

Muchas veces, el agente detonador son ciertas palabras, pero


palabras que han dejado de serlo ciara convertirse en verdaderos
símbolos sobredeterminados.

73 Sin embargo, esta estimulación no debe ser tan «concreta» que


anule la distancia simbólica e implique al terapeuta y al paciente en
una relación real y cotidiana de otro tipo (como sería una relación
sexual con una paciente, o hacerle un favor pecuniario o de
recomendación burocrática, o irse a pasar unas vacaciones juntos,
etc., todo lo cual resulta altamente contraindicado). Pues lo que hace
efecto curativo no es la inmersión prosaica en otra forma de realidad
cotidiana (la de una situación de adulterio, por ejemplo), sino el ser
capaz de trascender la realidad cotidiana simbólicamente y desde este
nuevo plano reelaborar las actitudes y la visión propias de la realidad
cotidiana. Sería la diferencia entre tonal y nagual juego de planos de
realidad distintos, presente en la obra de Carlos Castañeda, Las
enseñanzas de Don Juan, Una realidad aparte y Viaje a Ixtlan. Don
Juan, el brujo, trata de darle acceso a estos planos esotéricos de
realidad mediante las drogas integradas en un marco ritual (las
drogas, precisamente para que no sean perjudiciales, habrían de ser
ingeridas sólo provisionalmente y para arrancar de la visión cotidiana
de las cosas y dentro de unas precauciones rituales muy estrictas). La
ingestión indiscriminada y dilettanti de drogas, como en Occidente se
practica, es claramente perjudicial e ineficaz a este respecto.

Pero esto lo citamos a modo de ejemplo. Por supuesto que en la


diálysis no se requiere en absoluto nada de esto, que sería
contraproducente, sino que bastan y sobran los recursos dialécticos y
dialógicos del discurso analítico.

Por ejemplo, no basta nunca que el paciente diga que ha tenido un sueño de
tal o cual tipo y donde pasaba esto o lo otro (una lucha, una persecución, un
encuentro o hallazgo), sino que hay que obligarle a que narre
detalladamente sus sueños, pues en los detalles y en su evocación concreta
está la fuerza dinamizadora del sueño. No basta tampoco con que diga que
su padre fue duro, ha de especificar y evocar incluso las escenas concretas
que le traumatizaron, y así sucesivamente.

Sólo cuando el paciente consigue revivenciar las realidades concretas de su


infancia, sus traumas, sus experiencias fundantes, sus fantasmas, sus afectos
y sus impulsos, comienzan a disolverse los mecanismos bloqueadores, a
movilizarse las energías básicas y a remodelarse la personalidad total.
Podría formularse este principio diciendo que lo concreto con lo concreto se
cura o resulta entonces terápicamente afectado por la comunicación.

Mas téngase en cuenta que, en estos casos, no se trata de una comunicación


entre terapeuta y paciente, sino, muy estrictamente, de una comunicación
especial entre el Inconsciente del paciente y su actividad consciente,
mediada eso sí por la labor interpretativa y apoyativa del terapeuta. Y aquí
está el esquema básico de la comunicación terápica y dialytica.

5. PRINCIPIO DE TERRITORIALIDAD: Se trata de una especificación


del principio anterior, su concreción en el espacio, dada la importancia
simbólica y sobredeterminada que éste tiene para el Inconsciente.

Este nuevo principio afecta a cuatro tipos de realidades (como el anterior se


refería a otros tipos de experiencias: rememorativa, afectiva, simbólica y
pulsional), realidades todas que presentan el común denominador del
«territorio»74: la residencia, los «.campos», las distancias y la posición. A
todos estos tipos de relaciones espaciales es agudamente sensible el
Inconsciente.

74 Recomendamos la monografía de nuestro colaborador de varios


años y profesor agregado de la Universidad Complutense, doctor José
Luis García y García, Antropología del territorio (Madrid, Taller,
1976).

La residencia actual es el «territorio» propio y, así como el falo, es la


materialización simbólica de las proyecciones de la personalidad, por eso, si
el paciente ha de habitar con familiares, cuando éstos —los padres o algún
hermano por lo común— son los propietarios del territorio, su conciencia
de personalidad sufre constantes interferencias, hasta hacer aconsejable —
pero siempre dejándolo a la intuición y a la iniciativa del paciente, sin
aconsejar ni menos presionarle— un cambio de residencia, para que la
terapia resulte eficaz, o no avance tan lentamente.

El «territorio» constela todo un campo de fuerzas emocionales, tensionales,


libidinales, significacionales y casi «mágicas» (de esto saben mucho los
pueblos tribales, sobre todo los de Australia) que es esencial para la
autoidentificación de la persona, para su configuración como tal y para su
proceso de maduración; ya puede calcularse la importancia decisiva de la
incidencia en el propio territorio de otras personas, del hallarse en el
territorio de otro, de ser propietario del propio territorio o de no serlo, y que
lo sea otro, etc. Hasta el lugar en que se tienen las sesiones es influido en su
incidencia en el ánimo del paciente por este principio de territorialidad,
pero esto nos hace acceder al tema de los «campos».

Campos son todos aquellos «espacios», reales, imaginarios, lógicos,


semánticos y afectivos que aparecen dotados para un sujeto determinado de
una especial significatividad (de una naturaleza o de otra), de modo que lo
que sucede, se halla o se presenta en tales campos ejerce una influencia, o
presenta un sentido, especial, que no ejercería o presentaría de no hallarse
enmarcado por tal campo específico.

Así, una sesión dialytica puede cambiar de eficacia por suceder en un


«campo» distinto al debido, o una comunicación o un discurso pueden
cambiar su fuerza o su significado según el «campo» en que tienen lugar, o
una acción y un comportamiento. Y controlar los «campos» puede suponer
una aceleración extraordinaria del proceso terápico, de modo que, alguna
que otra vez, las sesiones tengan lugar en el «campo» apropiado para
obtener la especial eficacia que el momento o fase del proceso requieren, o
hacer determinadas interpretaciones o alusiones en un «contexto» (una
variedad de «campo») especialmente apropiado.

De especial eficacia es visitar (y aun tener sesión, aunque no en las


condiciones acostumbradas, como es lógico) en el escenario, contexto o
«campo» de la infancia, o en aquellos lugares más frecuentados por el
montaje onírico (cuando los sueños insisten en determinados lugares), o en
algún sitio especialmente sobredeterminado para el paciente por cualquier
razón y si ello es posible.

Por lo que se refiere al lugar ordinario de las sesiones hemos de hacer las
siguientes precisiones, basadas en nuestra propia experiencia:

a. El lugar de las sesiones ha de ser lo más neutro posible.


b. Por lo tanto, la vivienda del propio terapeuta es desaconsejable, pues el
menor detalle e incluso el encuentro con algún familiar del mismo,
puede dar lugar a todo género de susceptibilidades o de críticas75.
c. Todavía es más desaconsejable la vivienda del propio paciente: la
experiencia nos ha enseñado que las sesiones habidas en tal lugar han
sido siempre ineficaces y anodinas, y la razón es obvia: allí se
encuentra él en el propio territorio y el terapeuta le resulta «tributario».
d. Hasta la decoración o el modo de estar amueblado el lugar habitual de
las sesiones puede influir (y dígase lo mismo hasta del modo de vestir
el terapeuta): lo demasiado convencional distancia y despierta
sentimientos de frialdad y hasta de desprecio. Lo mejor es una
decoración simple, que cree una sensación de bienestar difuso, así
como de hallarse en otro plano no cotidiano (tampoco la sordidez y el
desorden, en el otro extremo, ayudan, sino que acentúan la depresión).

75 Cuando, en los comienzos, recibíamos a los pacientes en nuestra


vivienda, uno de ellos dedicaba gran parte de las sesiones a criticar el
estado de los tabiques y de los techos, el polvo que veía y la vejez de
los muebles. Ya al entrar en ella le causaba disgusto y todo lo
negativizaba. E ingresar en un «territorio» demasiado personal (del
terapeuta) ya se comprende que no puede ayudar, pues.el terapeuta
tampoco debe aparecer a los ojos del paciente como un individuo
demasiado tipificado e incluido en una clase social, un status, una
mentalidad y unas preferencias. Incluso es más conveniente (y lo
tenemos avalado por experiencias propias y ajenas) que ni siquiera
sepa el paciente peculiaridades tan públicas por otra parte como si
está casado o soltero, si tiene o no hijos, o padres, o tal tipo de
cónyuge, etc. Una paciente de un compañero nuestro agredía
verbalmente a la esposa siempre que la veía...

Y ya dentro del tema de la sesión, un capítulo especial lo constituye el


juego de distancias espaciales que puede utilizarse para significar
aceptación, distanciamiento, rechazo de la actitud del paciente,
comunicación, incomunicación y otros matices de la relación transferencial.
Ocupar el terapeuta siempre la misma posición a la cabecera del diván, de
modo rígido y dogmático, nos parece ilógico. También la posición del
terapeuta es un elemento que puede y debe potenciarse, como todo lo que
puede tener incidencia en las emociones, asociaciones y simbolizaciones
del paciente.

Hay pacientes, y momentos del proceso, a los que ayuda más una
comunicación directa y frente a frente, o sea, mirando desde el diván al
terapeuta (aunque sea para controlarle, pues satisfacer este deseo puede ser
provisionalmente eficaz); en otros momentos o con otros pacientes ayuda
más permanecer fuera del alcance de su vista, incluso por unos momentos
puede el terapeuta dejar sólo en la habitación al paciente y analizar luego el
cambio de sentimientos experimentado en su ausencia y al volverse a
presentar. En una palabra, con la distancia, la ubicación en el espacio, las
presencias y las ausencias puede jugarse como con elementos primordiales
de las constelaciones simbólicas del paciente, y asi obtener una serie de
matices nuevos en sus reacciones afectivas, que enlacen con arcaicos
recuerdos infantiles.

Y, dentro de ello, también hay que considerar la posición. En este punto hay
que ser más rígido que en el anterior (de la ubicación del terapeuta): la
posición analítica eficaz e indispensable es la supina, en actitud lo más
relajada posible, que no se suple con estar simplemente «cómodo» (como
cuando se sienta en un sillón), sino que ha de contribuir a bajar sus
defensas, las cuales sólo se debilitan en esa posición.

Hemos observado constantemente que todo movimiento de resistencia y de


defensa, o de desconfianza, va acompañado (siempre que la rigidez
muscular del paciente psicótico no es excesiva) de un cambio de posición
con abandono de la posición supina total: se incorpora parcialmente, se
vuelve de costado, levanta las rodillas, cruza piernas y brazos... Y cuando
un paciente no ha entrado decididamente en el proceso terápico suele
resistirse a adoptar esa posición, o al menos la mitiga, si puede,
manteniéndose con el tórax algo incorporado mediante almohadones, o
tendiendo a permanecer sentado siempre que puede (por ejemplo, siempre
que no se le ruega que se tumbe).

Esto no quiere decir que haya de obligársele rígidamente a tumbarse.


Cuando la resistencia a adoptar la posición supina es grande y tenaz, debe
dejársele en la posición que guste, las más de las veces, y rogarle alguna
vez que otra que se tumbe. Y cuando lamente la lentitud del proceso o la
poca eficacia de las sesiones convendrá hacerle ver que uno de los factores
perturbadores es su negativa a adoptar la postura adecuada: en tanto
permanece sentado, se halla «en visita», sólo al comenzar la sesión
tumbándose y relajándose, abandona el plano de las convenciones sociales
y se entrega a solas consigo mismo a enfrentarse con su realidad más propia
y secreta.

6. PRINCIPIO DE NEGATIVIDAD: La comprensión de este último


principio supone una reflexión filosófica y una experiencia del mundo que
trascienden los conocimientos psicoterápicos estrictos, y, sin embargo, ya
Freud en Die Verneinung (1925) y Lacan y su escuela hacen de este
principio la clave de la comunicación analítica.

El principio como tal podría formularse así: nada de cuanto es


verdaderamente significativo, decisivo y real para la concienciación y
disolución de la neurosis (o estructura de personalidad perturbada) es
directamente observable o verbalizable, como si se tratase de un objeto
«real» que nos sale al encuentro, sino que ha de ser captado a contrapelo,
como la sombra que proyecta la persona a pesar suyo y en el «reborde» o
límite de expresabilidad de la palabra.
Los presupuestos en que se funda son los siguientes:

a. Lo reprimido es aquello que menos acceso tiene a la consciencia.


b. Por lo tanto, es lo que ésta se halla menos dispuesta a percibir.
c. Lo más básico, el entramado de toda realidad perceptible, resulta
necesariamente más difícil o imposible de percibir (pues lo
directamente accesible a la percepción es ya un producto muy
complejo de una serie de elementos básicos que, al no ser productos,
no son perceptibles ni verbalizables).
d. En general, nada de cuanto aparece y se muestra es real (en ese modo
de mostración); lo verdaderamente real, no aparece76.
e. Nada de cuanto es pensable constituye la verdad total; la verdad total
no es pensable.
f. Nada de cuanto es decible es lo que hay que decir; lo que hay que
decir, no es decible77.
g. Las sensaciones, las ideas y las palabras nunca pueden reflejar con
propiedad lo que realmente es; lo que se cree percibir, se imagina
pensar y se pretende decir claramente constituye más bien una
obnubilación, una racionalización y una tergiversación.
h. Finalmente: la percepción sensible, la formalización conceptual y la
expresión verbal nunca pueden traducir lo que el Inconsciente es,
tiende y desea, y viceversa; nunca puede el Inconsciente ser afectado
directamente por sensaciones, ideas ni palabras.

76 Esta tesis es la constante de todas las filosofías orientales y


occidentales, del Vedânta y el Shâmkya a Parménides y Heráclito, del
pensamiento mágico a la Relatividad. De todas estas corrientes de
pensamiento y de otras muchas no citadas se deduce unánimemente
que la percepción directa, el conocimiento racional lógico y la
expresión verbal no pueden agotar jamás lo real y, al pretender
cerrarse sistemáticamente sobre su objeto, al pretender dar una visión
de lo real completa, engañan. Y así la labor de la reflexión sea
mágica, sapiencial, filosófica y científica ha venido siendo librar al
Hombre de esta trampa de la experiencia, la razón y la palabra.
Naturalmente siempre que han fallado en su intento, y ha sido muy
frecuentemente, el engaño y la mediatización de lo real se han
incrementado: es la «enfermedad de las palabras» de que adolece el
filósofo según Wittgenstein.

77 Ésta es la conclusión que se saca del Tractatus de Wittgenstein.


Pero este filósofo angloaustríaco, por no ser dialéctico, falla en su
resultado final: «de lo que no se puede hablar hay que callarse».
Prueba demasiado, y prueba, contra la experiencia, que el lenguaje
carece de valor expresivo.

No: aunque es verdad que lo real no es decible y que lo decible no es


lo real, el habla, la palabra y el lenguaje poseen y ejercen una función
dialéctica de manifestar ocultando: el error estaría en quedarse en la
palabra (cosa que se ha hecho muchas veces) y no negarla para,
mediante ella, acceder a lo real o a su expresión. Wittgenstein lo
expresa muy bien, pero no parece haberse dado cuenta de lo que dice:
la palabra «es la escalera de manos que se arroja una vez habiendo
subido por ella».

Por lo tanto, la verdadera realidad del Inconsciente y la verdadera realidad


objetiva capaz de afectar al Inconsciente han de ser descubiertas en otro
plano distinto (y aun opuesto) del de las percepciones sensibles objetivas,
las ideas y las palabras. Es la tesis de Leclaire en Démasquer le Réel. La
realidad hay que «desenmascararla», pero su máscara son precisamente las
sensaciones, las razones y las palabras; hay, por lo tanto, que atraparla en el
reborde de las mismas, en un «renuncio» o un «descuido» de la palabra y de
la razón, en su labor de enmascaramiento.

Ello es una consecuencia más de la naturaleza esencialmente dialéctica de


todo lo real (lo irreal puede no concebirse como dialéctico, pero lo real, si
se concibe como adialéctico, lo cual es bastante frecuente, inmediatamente
nos desmiente y corrige duramente con la frustración de nuestros planes)78:
todo cumple con su función y simultáneamente la niega, así el concepto
sirve para poseer mentalmente y concienciativamente lo real, pero al mismo
tiempo lo niega como real; y la palabra revela y vela y enmascara al mismo
tiempo (igualmente las percepciones sensibles suministran a la conciencia
información objetiva acerca de su entorno inmediato, pero al mismo tiempo
lo niegan al sustituirlo por un producto neurorgánico —las representaciones
explicitadas por la actividad encefálica— que ya no es lo real en sí;
asimismo, la información, social e intersubjetivamente organizada por los
mass media —y cualquier tipo de información más antiguo—, al mismo
tiempo que suministrar datos, no directamente experimentados por el
receptor, los deforma y mediatiza, por lo menos los estiliza en tal grado que
ya no son enteramente fiables en su presentación informativa).

78 De aquí toda la infelicidad humana y los continuos fracasos de la


vida de pareja, y las decepciones profesionales, y la caída de ideales, y
el desengaño último que la vida produce en la mayoría: nunca se
cuenta con que todo, absolutamente todo con lo que nos relacionamos
—personas, cosas y tareas— tiene momentos negativos de ello mismo
y que la misma posesión de lo que se apetece conduce, en aquello
mismo que es posesión, a una devaluación o a un vaciamiento del
objeto apetecido. Sólo un amor genuino e intenso es capaz de
entroncar con esta dialéctica y superar la decepción de lo poseído.

Para colmo, en la formulación consciente de nuestros planes tampoco


tenemos en cuenta su dialéctica y, aun cuando los consigamos realizar,
que es pocas veces (pues su dialéctica frustra su proceso mismo de
realización), siempre, al cumplirse, desengañan. Y, como seguimos sin
ser dialécticos, nos volvemos escépticos hacia todos los valores y
metas, cuando no nos amargamos. Pero en realidad ese «desengaño»
debería ser el acceso a la verdadera visión de la realidad, sin
enmascaramientos ni ilusiones, mas no desilusionada, sino todo lo
contrario.

Cioran y su filosofía «negativa» elevan a tesis y a sistema esta


desilusión amargada e ingenua y ofrecen una visión tan pesimista del
mundo que sacan la conclusión de que todo debe ser destruido sin la
menor esperanza de lograr con ello algo mejor. Es una filosofía sin
valores, pero intensamente acosada de la sombra de un Bien irreal y
con todo acremente exigente (lo cual es más que contradictorio).

Lo mismo que decíamos de Wittgenstein: no hay que quedar ahí, sino


superar dialécticamente la negación, que ha sido, a su vez, superación
dialéctica de una ilusión, y así sucesivamente. Entonces aparece todo,
tras la devaluación de las apariencias, intensamente positivo,
intensamente lleno de sentido total, tras haberse negado las sombras
de los sentidos parciales.

Y es que todo objeto o proceso reales son un momento y un segmento del


todo y sólo tienen verdadera realidad en cuanto formando parte de él e
integrados en su estructura; pero al percibir sensorialmente, al informar, al
concebir y al hablar se absolutizan los «momentos» parciales del proceso
total y los puntos de la estructura, se los estatiza y diseca separándolos por
un instante del contexto dinámico real, por eso hay que negar
inmediatamente esta absolutización estatificadora, para restablecer la
circularidad dialéctica total.

Como es el caso de las lenguas semíticas, en las que el alfabeto es


únicamente consonántico y semiconsonántico y sólo puede servir de
apoyatura gráfica, parcial, al discurso, pero no reproduce las palabras
completas (de modo que, al leer en una lengua semítica, hay que conocer
previamente las palabras y, si no, resultan impronunciables, pues no todos
sus fonemas se hallan gráficamente expresos), las percepciones sensibles,
los conceptos, las palabras y la información son otras tantas apoyaturas
parciales y a distintos niveles que ayudan a la experiencia y al conocimiento
de lo real, mas sólo en cuanto se las toma como tales apoyaturas parciales
(lo cual vio también Jaspers en sus «cifras») y se mantiene la atención
flotantemente abierta a la totalidad del proceso, que necesariamente es de
otra naturaleza distinta y más densa que la de las sensaciones, los
conceptos, las palabras y los montajes comunicacionales.

Se comete constantemente una falta, que equivaldría a identificar cualquier


época o suceso históricos —en toda su densidad— con los textos escritos
que los relatan o con los documentos y restos que los testimonian, o que
sería como identificar a una persona real con las fórmulas de sus tests.
Aplicando todo esto al proceso terápico, que se basa en la comunicación
informativa y en la palabra («verbalización»), ya se comprende la
incidencia fatal de un error de este tipo en su eficacia.

La situación analítica o dialytica podría calificarse de hora de la verdad: el


Inconsciente, como Proteo79, no suelta su presa sino ante una actitud
integralmente real (o, mejor, realista); ninguna convención, ninguna ficción,
ninguna componenda le libera o le vence, ha de ser la más cruda realidad la
que se le oponga para que entregue su secreto, su presa y su energía total.

79 Proteo, al presentarse a un humano, iba adoptando cíclicamente


toda clase de formas, desde una fiera a un meteoro, para confundir al
sujeto (como el Inconsciente). El hombre tenía que asirle por ambas
muñecas y no soltarle, aguantando los terrores que su «proteica» y
continua trasformación le producía, si cedía era confundido hasta el
punto de enloquecer, si resistía y le obligaba a agotar su repertorio de
formas de confundir, el confundido era Proteo y se le mostraba
favorable y auxiliar. Y lo mismo dicen Las enseñanzas de Don Juan de
los «poderes auxiliares».

Además de comportarse así el Inconsciente, también lo hace la vida


misma y toda realidad: en sus proteicas trasformaciones continuas,
decepcionantes o terroríficas, tienden a confundir al hombre y sólo si
éste persiste en su proceso de desenmascaramiento, queda la realidad
«confundida» y el hombre liberado... Pero habiendo trascendido el
estado cotidiano y vulgar.

Ahora bien, sólo disponemos de información, de conceptualizaciones y de


palabras: he aquí una verdadera «cuadratura del círculo» que parece no
tener solución. Y. sin embargo, la tiene.

La tiene siempre que la información, el concepto y la palabra se usen en su


verdadera dinámica funcional del modo más genuino, al que no solemos
estar acostumbrados en la comunicación vulgar. Hay que expresar y dar con
la realidad misma más allá de la sombra de los conceptos y de las palabras,
en el «reborde de nada», en el límite semántico que las palabras poseen.

Tenemos la paradoja constante de que el paciente ha de concienciar, y, sin


embargo, la actividad consciente parece no poder influir nada en el
Inconsciente; el paciente ha de verbalizar, y, sin embargo, las palabras que
él diga parece que hayan de ser por sistema una defensa y un
enmascaramiento, y lo son; pero al proferirlas, aun guiado por sus
intenciones inconscientes enmascaradoras, esas mismas palabras movilizan
el Inconsciente y lo llevan a descubrirse.
El concepto no influye en el Inconsciente y no cura por lo tanto, pero al
concienciar nuevo material, el sistema de racionalizaciones anterior se
disloca y, al dislocarse, las defensas se resquebrajan y la energía represada
se abre paso a través de las fisuras, abreactivamente.

Por eso, las más de las veces, dice Freud en Die Verneinung (La negación),
el paciente no está dispuesto a admitir el significado que se da a sus
símbolos, gestos y palabras, literalmente «no le cabe en la cabeza» (y no le
puede caber, pues su sistema de conceptos se ha construido precisamente
para ocultar, marginar y reprimir eso que se le está diciendo y que nunca ha
querido admitir), y, cuando se le dice, suele responder «en eso no había yo
pensado nunca»... Y aquello, dice Freud, es precisamente la base y el nudo
de todo su sistema neurótico.

Esta peculiaridad de lo enmascarado podría dar lugar a ciertos abusos, y, de


hecho, se ha abusado frecuentemente de esta ignorancia del paciente
pretendiendo hacerle admitir todo lo que al terapeuta se le ocurre (desde sus
concepciones doctrinarias), atribuyendo a «resistencias» lo que muchas
veces es puro sentido común (del paciente), que presiente ir las cosas por
otros derroteros muy distintos de los que el dogmatismo de escuela de su
terapeuta le impone o pretende imponer (forcejeo entre el dogmatismo
narcisista del terapeuta y el sentido común del paciente que ha comentado
humorísticamente Lacan como algo consabido, tan patente es en algunos
casos).

La dificultad estriba, por lo tanto, en hallar el criterio discriminatorio entre


lo que el paciente ignora por ser lo más reprimido, pero también lo más
influyente en su neurosis o psicosis, y lo que el paciente «ignora» porque ni
remotamente hace al caso, sino que es una «proyección» doctrinal o
emocional del analista.

Podría decirse que, cuando el descubrimiento «cae como un fruto maduro»


de un largo proceso de decantación heurística y hermenéutica, pero el
paciente todavía no llega a verlo y sigue ignorándolo, estamos en el caso
que supone Freud; y que cuando, por encajar mejor en su sistema doctrinal
y de escuela, o como por una intuición repentina y como una interpretación
reduccionista y cómoda, el analista se empeña una y otra vez en reducir
todo a aquello, hay demasiado fundamento para suponer que no se trata del
caso que Freud presenta, sino de que Lacan ironiza.

Por eso Freud, a pesar de sus esquemas doctrinales, recomienda en todo


momento la atención flotante en las interpretaciones; para no encariñarse
con una interpretación determinada ni insistir dogmáticamente en algo, que
puede no ser cierto, sino estar dispuesto a abandonar constantemente toda
hipótesis formulada, dando acogida a un material simpre nuevo y que puede
modificar los supuestos de que se partía. Es exactamente lo que hace la
ciencia.

Pero no sólo lo «reprimido» y lo básico en la neurosis es ignorado por el


sistema de conceptos del paciente, o por sus palabras, sino que todo lo real
lo es (precisamente lo que para el Inconsciente y su movilización hace al
caso). Por eso hay que tender constantemente a sobrepasar los conceptos y
las palabras y, allí donde terminan y se extiende la nada (conceptual y
verbal), en el «reborde» de la palabra y de la expresión (y hasta de la
razón), dar el salto a lo propiamente real sobre los mecanismos
inconscientes que condicionan una deformación neurótica o psicótica.

Para ello, más que quedarse prendido en lo que se dice o en lo que se


manifiesta, hay que cultivar la paradoja e ir a contrapelo de lo manifiesto y
buscar más la sombra y el negativo (o el hueco) que van describiendo,
inconscientemente y a pesar suyo, las verbalizaciones positivas del paciente
y de su situación analítica. Saltar de lo explícito a lo implícito, de lo emitido
a lo omitido, de lo dado a lo reservado, de lo confesado a lo inconfesado,
negándolo dialécticamente en cuanto explícito, emitido, dado y confesado,
para provocar el verdadero contenido real que, a la vez, se quiere manifestar
y se quiere ocultar.

No es lo efectivo lo que el paciente dice, sino lo que se desprende de la


totalidad de la relación y de la situación analíticas: trasferencia, gestos,
postura, afectos, resistencias, deseos, actos fallidos (como olvidar la hora o
venir a hora distinta, olvidar los sueños o equivocar las palabras), y estas
mismas palabras.

La curación, no lo olvidemos, consiste en devolver (o alumbrar por vez


primera) la libertad al paciente (es decir, su autoposesividad
autoidentificada, dinámica y elástica), enfocándola hacia la realidad integral
(con sus lados positivos y negativos, incluso los propios del paciente, como
defectos físicos o circunstancias desfavorables que no se puedan
transformar), una realidad que le ha sido devuelta u otorgada gracias al
desmontaje concienciativo de su sistema conceptual de defensas, motivado
por el miedo infantil. Libertad frente a la Realidad (y no «desrepresión» o
«capacidad de orgasmo», o «adaptabilidad» social), a la Realidad objetiva,
plenamente enfocada y aceptada, he aquí lo esencial.

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