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Número 717.

agosto - octubre 2023

Sostenibilidad: una mirada esperanzada


Texto: María Iraburu Elizalde [Bio 87 PhD 92 PADE IESE 19], rectora de la Universidad de
Navarra y catedrática de Bioquímica y Biología Molecular. Ilustraciones: Pedro Perles

Tal vez estemos cansados de que pongan sobre nuestros hombros el futuro del
planeta, sobre el que recibimos con frecuencia mensajes catastrofistas o
contradictorios. Sin embargo, es posible un desarrollo sostenible planteado a largo
plazo, esperanzado y crítico a la vez, que integre el compromiso de mejorar y
cuidar el entorno natural y la vida de todas las personas. La autora de este ensayo
presenta tres perspectivas positivas sobre la ciencia y la sostenibilidad.

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Los científicos nos dan una noticia mala y una buena —y no es un chiste—. La mala: la
crisis climática avanza rápidamente y afecta de modo significativo a la naturaleza y a las
personas, especialmente a las más vulnerables. La buena: aún estamos a tiempo de hacer
algo al respecto, si abandonamos los combustibles fósiles y aceleramos la inversión en
energías renovables. Nos ha dado el aviso —una de tantas noticias que incorporan en el
titular los términos ciencia y sostenibilidad— el Panel de Expertos sobre Cambio Climático
de las Naciones Unidas, que hizo público en Suiza el resultado de su sexta y última
evaluación. ¿Cuál es la percepción social en respuesta a estas afirmaciones o a otras
semejantes? No es fácil saberlo. Junto con la preocupación por el medioambiente, hay
indicios de que los ciudadanos están cansados de mensajes catastrofistas o
contradictorios, o de que se ponga sobre sus hombros el peso del planeta y la
responsabilidad sobre las generaciones futuras. Por no hablar de los costes de los cambios
de modelo económico y de consumo y de cómo afectan a las familias.
Así las cosas, parece lícito plantearse: ¿es la sostenibilidad una moda pasajera, una
obsesión colectiva, una agenda oculta al servicio de poderes políticos, ideológicos o
económicos? E incluso podemos dar un paso atrás: ¿de qué hablamos cuando hablamos de
sostenibilidad? ¿No es este término, además de omnipresente, excesivamente amplio o

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indefinido? ¿No es en ocasiones puro maquillaje? Resulta que la gran sospecha de la
incoherencia sobrevuela la percepción que tenemos los ciudadanos de muchas de las
iniciativas que se autodenominan sostenibles. Una sospecha que se confirma con medidas
como la reciente propuesta de normativa europea para combatir el greenwashing y los datos
que la acompañan: el 40 por ciento de los productos que se dicen ecológicos no
pueden demostrar que lo son. Sin embargo, no es posible inhibirse: la sostenibilidad
nos implica a todos, y muy concretamente a las empresas. A ellas les llega en forma de
nuevos marcos regulatorios, condiciona su acceso a la financiación, puede alterar el
comportamiento de las cadenas de suministros y los hábitos de los consumidores. Todos
estos cambios rápidos en un mundo rápido hacen difícil algo muy necesario: pensar sobre la
sostenibilidad. Estas líneas pretenden proporcionar elementos de juicio para responder a las
preguntas antes formuladas y proponen tres perspectivas sobre la sostenibilidad y la
ciencia, desde el peculiar punto de vista de la institución universitaria y, más en concreto,
en su relación con el mundo de la empresa.

¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE SOSTENIBILIDAD?


En el año 1987 se hizo público el informe de las Naciones Unidas Our Common Future,
también llamado Informe Brundtland en referencia a Gro Harlem Brundtland,
coordinadora del proyecto y entonces primera ministra noruega. En ese documento se
definía el desarrollo sostenible como «aquel que asegura las necesidades del presente sin
comprometer las del futuro». La sostenibilidad se presentaba, por tanto, en la dimensión
más lógica del término, la de la duración: sostenible es aquello que permanece a través
de los embates del tiempo y de las cambiantes circunstancias de la historia. De algún
modo, en esta definición subyacía una pregunta no realizada y una crítica velada: ¿es la
forma de vida de las sociedades occidentales, con su nivel de consumo y sus impactos en la
naturaleza, sostenible a largo plazo? No es este el lugar para proporcionar las evidencias
más relevantes, pero todo apunta a que la respuesta es negativa, sobre todo si se aplican
esos niveles de consumo y esos impactos a toda la población mundial. Tenemos, así, una
primera característica del desarrollo sostenible: supone una mirada solidaria, tanto
respecto de las generaciones futuras como de las personas de todos los ámbitos sociales y
geográficos.
También en ese informe se mencionaban tres dimensiones del desarrollo sostenible: la
ambiental, la económica y la social. Esta diversidad de perspectivas hace que el término
«sostenible» pueda resultar demasiado amplio o difuso. Pero si la triple dimensión de la
sostenibilidad amplía el concepto con el riesgo de que pierda foco, también lo enriquece y
lo salva de visiones polarizadas o de planteamientos unilaterales. Y, en la práctica, tiene
aplicaciones muy concretas: que algo sea sostenible —ya sea una propuesta política o
empresarial, o cualquier actividad humana— significa que en su planteamiento se tiene en
cuenta el triple impacto, ambiental, social y económico, de modo que busque producir
efectos positivos en el entorno, las personas y la economía. A su vez, en este modo de
abordar las cosas encontramos dos supuestos.
Por un lado, en la triple visión se percibe una mayor conciencia de la conexión que existe
entre el bienestar de las personas, el de las sociedades y, como suele decirse, «el del
planeta»: la cuestión ambiental ha dejado de ser patrimonio de unos pocos amantes de
la naturaleza, nos implica a todos. Un ejemplo es la relación entre salud humana, animal y
ambiental, tal como se aborda en el programa One Health de la Organización Mundial
de la Salud: en efecto, tenemos evidencias de que la mala gestión de los ecosistemas
provoca que enfermedades animales salten a las personas, o de que una enfermedad animal,
como la brucelosis, puede tener consecuencias humanas y económicas devastadoras.

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Por otro lado, la afirmación de que es posible un desarrollo que lo incluya todo —el cuidado
de la naturaleza, el de las personas y el desarrollo económico— es tanto como decir que, si
queremos, somos capaces de hacerlo. Conviene recordarlo, porque tan nociva como el
negacionismo es la convicción que desanima a muchos, especialmente a los jóvenes, de que
el daño que ha provocado nuestro modelo de desarrollo es irreparable y no tiene sentido
intentar revertirlo. Así que, junto a la crítica a nuestro estilo de vida, el empeño por la
sostenibilidad parte de la confianza en la capacidad humana de diagnosticar y afrontar
retos —incluso retos globales— con inteligencia, sentido de solidaridad y
compromiso. Estamos, pues, ante un planteamiento serio, pero esperanzado.
Estas son las características del denominado desarrollo sostenible: un planteamiento a largo
plazo, optimista y crítico a la vez, que integra el compromiso de mejorar y cuidar el entorno
natural y la vida de todas las personas ¿Utópico? ¿Ingenuo? Quizá. Pero, en todo caso,
presenta elementos muy positivos y apunta a un modelo de desarrollo que todo ser humano
preocupado por el bien común desearía.

LA BUENA CIENCIA AL SERVICIO DE LA SOSTENIBILIDAD


Hablemos ahora del papel de la ciencia en el ámbito de la sostenibilidad. A grandes rasgos,
es doble: la ciencia, por un lado, permite hacer diagnósticos precisos y determinar las
dimensiones de los problemas y sus causas; por otro, ciencia y tecnología son grandes
fuerzas tractoras para encontrar soluciones a los problemas. Pero, como toda actividad

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humana, la ciencia está marcada por límites y puede someterse a influencias e intereses de
todo tipo, hasta el punto de poner en peligro su prestigio. Ejemplos no faltan: en Estados
Unidos, una iniciativa llamada Smoke and Fumes ha investigado la conexión entre
compañías tabacaleras y de hidrocarburos desde los años 50 del siglo pasado. Esas
empresas financiaban a científicos cuyos informes minimizaban o arrojaban dudas acerca de
los efectos nocivos del consumo de tabaco y de la polución sobre la salud humana o sobre el
medioambiente. La ciencia es manipulable. Y la ciencia, además, es compleja, de modo
que los ciudadanos se sienten a veces indefensos ante afirmaciones que no pueden saber si
son ciertas o relevantes.
Todo esto indica que, para avanzar hacia un modelo sostenible de desarrollo, necesitamos
de la ciencia, pero no de una ciencia cualquiera: necesitamos ciencia que esté al servicio
de las personas y de la naturaleza, que sea —desde todos los puntos de vista— buena
ciencia.
Esa buena ciencia debe ser de calidad, sólida, contrastada. En definitiva: fiable, cultivada
con criterios de excelencia académica. No puede venderse a las presiones comerciales o a
los intereses partidistas; ha de ser una ciencia libre. Y también abierta a las aportaciones de
las diferentes áreas, es decir, que reconozca la necesidad de contribuciones diversas para
llevar todas las perspectivas a los análisis o a las soluciones. Por último, la buena ciencia
es realista y se comunica bien; hace partícipe a la ciudadanía de sus aportaciones —y
también de sus límites—, señala los niveles de certeza de sus propuestas y sus hallazgos.
Estas características ponen de manifiesto que la fiabilidad de la ciencia tiene mucho que ver
con algo que con frecuencia se pasa por alto pero que es fundamental: la confianza en las
personas que la practican y en las instituciones que la lideran. Precisamente la pandemia ha
puesto de relieve que la información científica es mal recibida cuando llega a través de
medios que, por diversas razones, no resultan de confianza para determinados grupos. Las
universidades tenemos una gran oportunidad para ser referentes en esa ciencia fiable,
contextualizada y libre, que esté al servicio de las personas y el medioambiente. Aunque la
tarea investigadora no nos pertenezca en exclusiva, por nuestra propia misión estamos
comprometidas con el conocimiento y apostamos por el desarrollo de las personas y de la
sociedad: somos —podemos ser— generadoras de confianza, de buena ciencia que aporte la
luz y las soluciones necesarias.
Volvamos ahora la mirada hacia las empresas. Según su naturaleza, sus dimensiones o su
sector, la relación con la ciencia y la tecnología será más o menos estrecha y podrá
desplegarse en mayor o menor medida de la mano de la actividad investigadora de la
universidad. Pero los ámbitos de colaboración van mucho más allá y pueden aplicarse a
corporaciones de todos los perfiles y en ocasiones a la propia relación entre ellas o a su
estructura u organización. En la Universidad de Navarra tenemos ejemplos de cómo es
posible que mejore la propia actividad industrial a partir de experiencias compartidas y
avaladas con la fiabilidad de la investigación. Proyectos como el Purpose Strength
Project, que ayuda a las empresas a mejorar su modelo organizativo a través de la
definición e implantación de su propósito corporativo. O el grupo «Mejora sostenible»,
que permite a las empresas integrar de forma progresiva la circularidad en todo su
modelo empresarial. Son proyectos, como tantos otros, que surgen de la cercanía, el diálogo
y el entendimiento mutuo entre la universidad y las empresas, aliadas naturales para avanzar
en el desarrollo sostenible, pero que necesitan encontrar campos de interés común y
sincronizar los tiempos de su actividad.

PREGUNTAS GRANDES Y A VECES INCÓMODAS

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Junto con el atractivo panorama que abren ante nuestros ojos el desarrollo sostenible y las
posibilidades que nos ofrecen la ciencia y la tecnología, aparece un nuevo reto: contribuir
con aplicaciones y soluciones concretas. Por seguir con el mismo ejemplo de los
hidrocarburos: hemos construido sobre su consumo nuestro tejido industrial, nuestras
comunicaciones y medios de transporte, nuestra economía y hasta las formas de vida.
¿Cómo se revierte ese proceso? ¿Por dónde empezamos? Lo mismo sucede cuando se trata
de evaluar la triple dimensión social, económica y ambiental de los problemas. Un ejemplo
reciente lo proporciona la pandemia: los datos indican que hubo en esos meses una
disminución importante de las emisiones de gases de efecto invernadero, pero salta a la
vista que reducir la huella de carbono encerrándonos en casa no es una solución. Problemas
complejos requieren la colaboración de todos los actores: administraciones públicas,
empresas, instituciones filantrópicas y ciudadanía. Hace falta innovar, una nueva regulación
y un cambio en los hábitos de consumo: todos estamos implicados. En cada sector, en cada
cuestión, la relevancia de esos factores será mayor o menor, pero en todo caso, tanto la
comprensión de los fenómenos como la implantación de medidas requieren una cocreación
entre los distintos agentes sociales. Como decíamos antes, es tiempo de escuchar, conocer
al otro, buscar la visión compartida, trabajar en equipo.
Y junto con todos los agentes, se necesita también la aportación desde cada ámbito de
conocimiento. De nuevo la crisis del covid ofrece aprendizajes interesantes en este
sentido. En los años de pandemia descubrimos que tan importante como la investigación
sobre virus o la capacidad de producción de las empresas farmacéuticas fue hacer llegar a
la ciudadanía la información adecuada, o proporcionar vacunas a los países que no
podían pagarlas. La ciencia necesita de todos y, muy en concreto, de la aportación de las
humanidades. En efecto, son muchas las voces que están invitando a que las humanidades,
incluidas la filosofía y la ética, tengan un nuevo protagonismo. Si queremos dar a los
debates de nuestro tiempo la profundidad y la relevancia que tienen y si buscamos
soluciones realmente sostenibles en el tiempo, no podemos obviar preguntas clave: ¿Qué es
el bien común? ¿Cómo se articula en sociedades complejas? ¿Qué significa salud humana?
¿Cuál debe ser el protagonismo de los ciudadanos en la construcción de la sociedad? Estas y
otras preguntas exigen reflexión y no tienen respuestas unívocas, pero no por ello dejan de
ser vitales. Son los cimientos sobre los se construye nuestra comunidad y merece la pena
pensar sobre ellos.
La universidad, en la medida en que sabe sustraerse a los posicionamientos ideológicos que
polarizan a la opinión pública, puede ser esa ágora de encuentro entre saberes, el lugar
de las preguntas grandes y a veces incómodas. Es también un espacio en el que la
comunidad académica, desde los estudiantes hasta los investigadores, puede abrirse a un
diálogo social que permita avanzar hacia una mayor comprensión de los problemas y en la
búsqueda creativa de respuestas.

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TALENTO PARA EL DESARROLLO SOSTENIBLE
Son las personas las que configuran el mundo: el origen de los problemas y también de las
soluciones. Pensemos en concreto en las personas que van a liderar nuestra sociedad en los
próximos años en todos los ámbitos: la investigación, la comunicación, la política, la
economía, la sanidad, etcétera. De ellas va a depender la toma de decisiones, el diseño y la
implementación de los proyectos que configurarán nuestro mundo. ¿Serán capaces de
adquirir los hábitos intelectuales y los compromisos morales necesarios para llevar a cabo
los cambios que necesitamos? Si atendemos a los mensajes sobre el mundo laboral que
reciben los jóvenes que se están formando, hay que reconocer que son más
amenazadores que esperanzados. Abundan expresiones como «El panorama del trabajo
va a transformarse radicalmente y las profesiones para las que os estáis formando no
existirán dentro de unos años»; «Tenéis que estar preparados para el cambio constante y la
incertidumbre»; «Competís con muchos jóvenes muy bien capacitados y con un mercado
global»; «Es imprescindible destacar por algo».
Demos la vuelta al argumento y consideremos qué formación necesitan nuestros jóvenes
para hacer frente a las necesidades y desafíos de la sociedad, al mismo tiempo que se
desarrollan como profesionales y como personas. Lo dicho hasta ahora nos da unas
coordenadas que se pueden resumir en tres aspectos.
En primer lugar, la mejor capacitación es la que les permitirá ser excelentes profesionales
en cada ámbito a través de un aprendizaje profundo —no meramente instrumental o
técnico, que es el que cambia a gran velocidad—. Ser médico o ingeniera es mucho más que
saber de medicina o de ingeniería: es lo que capacita para comprender desde dentro a qué

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obedecen los cambios en una profesión que, por su propia naturaleza, está en diálogo con el
mundo.
Esa formación ha de ser holística, integral. Sin despreciar la especialización —necesaria
por el gran desarrollo del conocimiento—, incluirá perspectivas de otras áreas y tendrá muy
en cuenta la visión humanística de la vida y de la propia profesión. Solo personas de
visión amplia son capaces de comprender los problemas en toda su complejidad.
Como apuntan los profesores estadounidenses Summit y Vermeule, «los proyectos que
unen a científicos, ingenieros, artistas, humanistas y sociólogos de modo que se creen
puentes entre las disciplinas tradicionales producen nuevas meneras de aproximarse a las
cuestiones complejas. El nuevo conocimiento requiere nuevas formas de educación.
Mientras que los paradigmas del siglo XX de enseñanza enfatizaban la especialización,
ahora necesitamos una nueva cultura de aprendizaje».
Por último, esa formación fomentará la visión solidaria y comprometida con los demás,
la sociedad y la naturaleza. Ese sentido ético de la profesión es condición imprescindible
para que, una vez insertos en la vida profesional y desde ese mismo trabajo, cada persona
sea un generador de soluciones sostenibles en el propio ámbito.
Nuestra experiencia en la Universidad de Navarra indica que esta aproximación a los
estudios, además de responder al que podemos llamar ideal universitario, es una vigorosa
fuente de motivación para los estudiantes. Y esto enlaza con otra dimensión fundamental:
desde esta atalaya que es la universidad, con vistas a la juventud y al mundo laboral, vemos
por un lado las necesidades del mercado, los perfiles que surgen, pero también tenemos la
oportunidad de palpar y transmitir a los empleadores qué es lo que atrae a nuestros alumnos,
qué trabajos sacan lo mejor de ellos mismos, cuáles son las empresas que les convencen por
su modo de tratar a las personas o por cómo han definido su propósito. Importa mucho
que cultivemos esa tarea de mediación para que el mejor talento llegue a las empresas, las
desarrolle y las transforme.
Comencé estos párrafos señalando las incertidumbres y los retos de nuestro tiempo. Es
lógico que se experimenten como una amenaza: al fin y al cabo, vivimos en una cultura
amante del control y de la previsibilidad. Pero, como hemos visto, disponemos también de
unos medios extraordinarios: el conocimiento, la ciencia, la tecnología y, sobre todo, las
personas, y muy particularmente las cualidades humanas y profesionales de los jóvenes que
llenan nuestras aulas. Los momentos de crisis son generadores de soluciones creativas e
innovadoras, muchas veces desarrolladas en colaboración con otros. Son también grandes
oportunidades para que nos planteemos el sentido de lo que hacemos. Para la Universidad
son una llamada a profundizar en nuestra misión al servicio de la sociedad y en nuestra
propia identidad como lugares de encuentro, diálogo, investigación y aprendizaje para,
desde ahí, lograr aportaciones creativas que nos permitan avanzar hacia una sociedad más
solidaria y justa; en definitiva, más humana.

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