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Los textos y los días

~Daniel Goldin

Aunque mi pasión por los libros se ha hecho menos compulsiva en los últimos años,
aún hoy me es difícil imaginar un placer más completo que la lectura. Los libros
siempre han estado cerca de mí como una promesa, como una puerta, como un
cofre. He vivido rodeado de libros toda la vida. Me es difícil imaginarme sin ellos, y de
plano desconfío de una casa en la que no los haya. Mi padre fue bibliotecario (y
además ávido lector), mi madre es bibliotecaria (y no muy buena lectora), en mi casa
siempre ha habido libros y en la casa de mis padres, más que los propios (que eran
muchos), lo que se leía eran los libros prestados por la biblioteca. Por todo esto sé que
estuve ligado a los libros desde mi primera infancia, aunque dudo que haya tenido
una relación muy estrecha con ellos antes de aprender a leer: durante muchos años
sólo fueron objetos raros que ocupaban un lugar en la sala y, lo que era más molesto,
la atención de mi padre.
Si trato de recordar algún libro de esos primeros años sólo me vienen a la mente
tres títulos: El libro Barsa del año 1960, del que leí muy poco a pesar de que me
acompañó durante muchos, muchísimos años. Durante muchas mañanas de gran
aburrimiento (siempre fui un niño que se aburría) miré sus fotos con verdadera pasión:
el hombre más alto del mundo, los autos para la futura década, una familia con 16 o
18 hijos, todos en línea; Laika, la perra rusa que fue lanzada al espacio en un viaje sin
retorno. Quizá me inicié en la lectura recreativa leyendo los pies de foto de ese libro
después de haber repetido hasta el cansancio las estúpidas aliteraciones con que me
enseñaron a leer. Otro libro que recuerdo de aquella época es un título en hebreo
con fotografías en sepia y negro sobre una niña y un animal que no recuerdo bien
qué era. Sé que nunca lo leí pues estaba en hebreo y quiero suponer que mis padres
me lo contaban, aunque sólo recuerdo a mi madre haciéndolo. Creo que era una
historia triste (y nos engolosinábamos mucho con la tristeza), pero no la recuerdo. Tal
vez sólo me fue relatada pocas veces y después yo la recreé libremente,
contemplando las fotografías. El tercero de los títulos que recuerdo era un libro muy
grueso con el que mi madre estudiaba inglés, mientras mi hermana y yo asistíamos al

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kínder. Debía ser una colección de lecturas. En una parte había también un juego con
ilustraciones que se movían. No recuerdo en absoluto la historia, pero tengo muy viva
la imagen de mi madre sentada en su cama con el libro en sus piernas y mi hermana
y yo pidiéndole que moviera el cinito. Probablemente en ese libro también (o si no en
algún otro de sus cursos de inglés) había un texto que hablaba de la conquista del
Everest. Aún puedo recordar las imágenes de Hillary, su barba perlada por sudor
congelado. Y recuerdo nuevamente con qué fruición nos gustaba volver a sus
sufrimientos. Probablemente también es de esa época aún no lectora un libro
publicado por Daimon sobre aventuras en el zoológico. Eran muchos cuentos en los
que los personajes eran distintos animales del zoológico. Puedo recordar con nitidez
las fotografías en blanco y negro, y cómo me identificaba con un chimpancé, pero
he olvidado los cuentos...
Sólo sé que durante muchos años mis padres nos los leyeron. Pese a su formación
de bibliotecario, mi padre, el principal lector de la casa, no solía leernos clásicos de la
infancia ni acercarnos a ellos. Tal vez, ahora lo pienso, porque su infancia fue dura y
poco rodeada de afecto. Los cuentos clásicos de Andersen, Perrault o de los Grimm,
me llegaron, pero no sé cómo. Dudo que haya sido a través de libros. En cambio, mi
padre nos leía una hermosa edición de El libro de las tierras vírgenes, de Rudyard Kipling.
Era un libro muy grueso, con no muchas ilustraciones. De la trama de este libro también
es muy poco lo que recuerdo. En cambio, me acuerdo de los nombres de muchos de
sus personajes: Akela, Mowgli, Kaab. Siempre fue una lectura compartida con mis
hermanos, quizá por esto tuvo tanto peso. Era como una ceremonia en la que
pactábamos un armisticio temporal para escuchar a mi padre. Hoy pienso que no
sólo me gustaba el relato: me encantaba ver a mi padre de otra forma. Al leer en voz
alta, su presencia se expandía hacia un territorio inhóspito, lejano y tentador que era
desde donde nos hablaba. Su figura crecía aún más porque, intuía yo, lo que nos leía
era importante para él por alguna razón que nunca explicitó y que, como tantas
cosas, se llevó a su tumba. Su voz de cierta forma nos abrigaba en su misterio, nos
trasladaba a su silencio. Tiempo después, siendo ya lector, por ese mismo sendero me
interné en la literatura buscando su afecto y siguiendo las lecturas que él me
recomendaba, los sábados en la biblioteca de la que él había sido bibliotecario
fundador. Estoy seguro que creía que era una vía de acercarme a él, de
compenetrarme en su misterio. No sé hasta qué punto lo logré, a juzgar por la distancia
que mantuve con él y sobre todo por mi dificultad para hacer de la lectura un placer
compartido, creo que muy poco. Sin embargo, fue en esas mañanas de sábado
cuando entraron verdaderamente los libros en mi vida: Belleza negra, Huckleberry Finn y
Tom Sawyer, La cabaña del tío Tom, Príncipe y mendigo, Ivanhoe, Sin familia. Este último me
conmovió como muy pocos otros; sé que se trataba de un niño solo en el mundo;
supongo que era un derroche de tristeza y sufrimiento que por alguna razón me
causaba gran deleite. La identificación con el personaje me separaba de mi

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identidad real, pero al darme una imaginaria me dejaba ver la verdadera naturaleza
de mi sensación de estar solo en el mundo. A través de esa identificación yo me
vengaba de mi entorno. Recuerdo con claridad estas vivencias, que a muchos tal vez
les parezcan posteriormente elaboradas, y sé con certeza que son y fueron ciertas.
Quizá con los años aprendí a desmenuzarlas, pero la vivencia estaba y está ahí, como
un dardo alojado en mi cuerpo y poco a poco asimilado. Tom y Huck, quiero decirlo,
son y han sido los personajes más importantes de mi vida. Su inteligencia rapaz, su
desprolijo garbo, su alegría vital; los puedo visualizar: Tom con una camiseta a rayas
rojas y Huck una camisa cuadriculada como de granjero; ambos descalzos, con los
pies llenos de barro, como la boca y las manos. Me es difícil imaginar felicidad más
plena, sobre todo por la nobleza de ambos, tan ajena a la pompa, y porque era en
la amistad donde ésta crecía. No hace mucho alguien me preguntó cuál había sido
el libro más importante de mi vida; sin vacilar contesté que Tom Sawyer. Es mi modelo
a seguir, agregué en el acto.
Una de las vivencias constantes de mis lecturas desde niño ha sido la multiplicidad
de escenarios en donde ésta acontece. Por lo menos son tres: uno, hacia adelante,
que sigue la trama y trata de averiguar el desenlace pronto, con ansia casi ciega.
Pero hay otro en el que miro de reojo las emociones que la lectura me provoca. En el
tercero están las imágenes que se van formando por la lectura: un niño con un atado
a la espalda y un perro (Sin familia), las callejuelas de Londres (Príncipe y mendigo), un
niño astroso con el pantalón rabón y sombrero de paja (Tom Sawyer), etcétera.
Generalmente, con el paso del tiempo no retengo casi ninguna de las tramas que con
tanto ahínco buscaba desentrañar. En cambio, recuerdo con gran claridad imágenes
que se formaron en mi mente al leer. Por eso no deja de asombrarme mi escasa afición
por los libros de imágenes, pese a estar muy ligado a la pintura y haberme dedicado
a ella.
En la biblioteca que frecuentaba había varias colecciones y algunos títulos se
repetían en las diferentes colecciones. Una de ellas tenía una parte de cómics. Ésa
era la que menos me gustaba. Me parecía (y aún hoy me parece) una grosería
(aunque ahora tal vez la comprenda). Había otros que tenían fuertes dosis de dibujos
y poco texto. Yo siempre prefería las de mucho texto y pocas imágenes.
Las ilustraciones pocas veces me parecían del mismo valor que las palabras y creo
que incluso ni siquiera las relacionaba. No me recuerdo observándolas. El Sandokan que
navegaba por mi mente era más vigoroso que el de las viñetas. El único gozo que
éstas me brindaban era un descanso, un premio y un hito en la lectura. Era una forma
de medir mi esfuerzo y, como premio, una manera más rápida de pasar páginas. Ya
padecía la eterna disyuntiva que sufrimos todos los lectores: querer acabar rápido el
libro y desear que nunca se termine. Quería devorar los libros, aunque sabía que no
había mayor deleite que quedarme en ellos. Quizá por eso me hice aficionado a las

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series: las primeras, más que de personajes o autores, fueron colecciones. La sección
de libros infantiles en el deportivo estaba clasificada por colecciones. Todos los
sábados yo repasaba los estantes y agotaba las colecciones. Después las series se
organizaron por personajes: primero Tom Sawyer y Huck, después vino Salgari y su
portentosa saga... Habré leído 12 o 14 libros gruesos cuyas tramas, nuevamente, se
borran de mi memoria. Después entraron los autores; vino el ciclo de Verne (que pasó
sin pena ni gloria) y miniciclos de parejas de libros. Traven fue el primer autor al que leí
con ganas de agotarlo, animado quizá por algún comentario sobre la enigmática
vida de su autor. Leí Puente en la selva con un azoro que hace un par de años, cuando
lo publiqué, todavía me pareció revivir. Leí Macario, Canasta de cuentos, La rebelión de los
colgados y otros que no recuerdo haber acabado.
En quinto año compré por primera vez un libro con mi dinero. Era el Diario del Che en
Bolivia. Lo compré porque en un estante de Aurrerá leí un fragmento que decía algo
así como «13 de febrero: día de pedos, vómito y diarrea». Había visto las fotos del cadáver de
Guevara en Excélsior. Me pareció que era importante leer su diario. Ya para ese
entonces leía el periódico casi todos los días. Supongo que era (como es aún hoy) un
poco para perder el tiempo, para participar de una situación y para sentirme un poco
más importante. En sexto año leí Summerhill y quise ir a Inglaterra. Había decidido dejar
atrás la infancia (que poco me había dado), y la escalera de los libros me ofrecía una
buena forma de crecer y hacerme respetar. En esa época frecuentaba la biblioteca
de la escuela y sacaba muchos libros que no terminaba de leer. Me gustaba que la
bibliotecaria me dijera que eran para adultos; y yo le contestaba que no importaba:
leer se había convertido en una fuente de prestigio social, aunque seguía siendo
fuente de placer y múltiples emociones. En esa época, la lectura recreativa era una
actividad de los sábados en la mañana; no recuerdo lecturas nocturnas ni vespertinas.
Recuerdo con especial claridad la lectura de Los miserables durante muchos sábados.
Me la había recomendado mi guía en el Hashomer. Él nos relataba un capítulo por
semana. A veces yo iba delante de él en mis lecturas, con otras me rezagaba, pero
nunca un placer anuló al otro.
Supongo que aquí empezó el placer que más claramente definió mis lecturas de
adolescencia (y que considero aún hoy uno de los fundamentales pese a ser poco
frecuente): compartirlas. Los amigos comenzaban a ser fuentes de recomendación,
había que leer para participar en las pláticas, que siempre me parecían misteriosas
pues yo seguía leyendo más por tener otra vida, que por aprender algo para ésta.
Recuerdo con claridad la lectura de Las noches blancas de Dostoyevsky durante un viaje
a Centroamérica que hice con unos amigos. El libro era bastante corto y después de
varios viajes en autobús ya varios lo habían leído. Cuando yo concluí la lectura, un
amigo me preguntó si estaba de acuerdo con lo que decía el libro. La novela era una
defensa de la tesis que se explicitaba en el párrafo que acababa de leer. Pero hasta
ese momento yo no había asimilado que de los libros había que sacar conclusiones.

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Vivía lo que el autor me obligaba a vivir, me borraba a mí mismo con la intensidad del
relato. Con eso bastaba. Recuerdo la desilusión que me provocó tener que
distanciarme de la vivencia para argumentar. Aún hoy, que he aprendido a generar
lecturas, me parece que hacerlo es un esfuerzo, una invención. Mi deseo es perderme
en ellas, olvidarme; aunque lo repruebe, aunque haya deseos paralelos, ése es el más
intenso.
En la preparatoria aparecieron tres cosas fundamentales que complejizaron y
ampliaron notoriamente mi relación con los libros. Leí los primeros libros de ensayos,
que eran forzosamente libros para distanciarse y pensar, pero sobre todo para discutir:
la realidad empezaba a ser un engaño que había que descubrir. Pero no dejaba de
ser un misterio a celebrar: los primeros amores surgieron junto con mi afición por la
poesía. Leí hasta agotar la colección de Joaquín Mortiz. La leía en el jardín de la
biblioteca, en los pasillos de la escuela, en los camiones y en la casa. Muchas veces
en voz alta. Al revés de lo que me pasaba con la narrativa, aquí el placer era volver,
jamás avanzar. De hecho, aún hoy rara vez leo un libro de poesía de principio a fin.
Abro una página, abro otra. Vuelvo al poema que leí veinte veces. Las lecturas de
poesía de aquella época (como la música que escuché y la pintura que vi) marcaron
mis gustos. Puedo volver a leer los poemas y encontrarles nuevo sentido o seguir sin
encontrarles alguno, pero no dejan de atraerme. Ahí está el centro de mis vivencias
más profundas, la sensación de que el tiempo es un engaño, la dificultad de avanzar
en el eje sintagmático, como diría Jacobson. También en esa época apareció el
bicho de la escritura, que siempre había tenido, pero que aquí empezó a socializarse.
Asistí al taller de poesía de Alejandro Aura en la Casa del Lago. Escribía y leía para
que me criticaran. Leía a los compañeros. Leía para ampliar mi escritura. Leía y escribir
era una ampliación de la lectura. Quizá hubiera preferido que la relación entre leer y
escribir no fuera tan inmediata. Me hubiera gustado leer simplemente por el placer de
hacerlo, de recordar y conversar. Pero desde que empecé a escribir con alguna
seriedad, ese placer no me fue ya concedido y apareció un cuarto escenario: el texto
paralelo, el gusanito que despierta y quiere tejer su propia red. Para ser justo, debo
decir que también cuando escribo muchas veces quiero levantarme a leer. En ese ir
y venir de la escritura a la lectura y viceversa, ambas actividades se han transformado,
han perdido un encanto y han ganado otros. Han perdido el de la ingenuidad y la
inocencia; han ganado el de una comprensión más profunda de sus leyes secretas.
Quizá a partir de esto se ha hecho menos compulsiva mi relación con ambas y con
los objetos en que ambas parecían centrarse: los libros. Hoy, leer y escribir me parecen
dos formas del pensamiento, de la comunicación, de estar en el mundo. Me interesa
más la relación de ellas con ese estar y, más que el objeto libro, el sujeto que lee. Tal
vez porque me he dado cuenta de que con ellos se pueden ocultar muchas
ruindades, por la inutilidad de acumularlos (aunque me siga gustando comprarlos y

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poseerlos), de la banalidad de leerlos sin hacer una lectura propia. También he
comprendido con mayor claridad la profundidad de la lectura, esta actividad que
tantos suelen conceptuar como un no hacer nada o como meramente pasiva. Sé que
es una relación muy íntima, por esto sé que tiene límites: no se puede leer todo. He
intentado muchas veces leer Aurelia de Nerval (un librito de 50 páginas) y no he
logrado avanzar más allá de la página 10. No se puede leer siempre y a veces es difícil
hacerlo.
Al principio de este texto hablé de los libros como promesas, como puertas, como
cofres. No hablé de los libros como invitación al viaje, como viaje en sí mismos. Cuando
a los 19 años dejé México con una mochila con dos mudas y veinte kilos de libros, supe
que esa invitación podía incidir en la realidad. Viajé a Europa por haber leído a
Nietzsche, a Cortázar, a Breton. Al llegar a París, la ciudad me pareció conocida.
Había llegado antes con los libros. Pero nunca se cumplió lo que esperaba al leerlos.
De hecho, pocas veces las promesas se han cumplido, las puertas se han traspasado
o el cofre me ha permitido llegar al verdadero tesoro. Y cuando lo he logrado, la
completud ha sido efímera. La dimensión que abren los libros es la de la incompletud
y la promesa de calmarla. La trampa que nos ponen es que sólo se puede colmar con
su propia materia; lenguaje. ¿Por qué sigo tan atado a ellos si sé que son una trampa?
Tal vez porque con ellos y por ellos he entendido algo inherente a nuestra condición:
que nuestra única patria es volátil y esquiva, que la única forma de arraigar en ella es
mantener y alentar sus movimientos, desintegrarnos, como el polvo. No ser de nadie,
no tener sentido y no poder dejar de producirlo.

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