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Instituto de Estudios Superiores Fundación Mempo Giardinelli- Campus Virtual

Leer sin comisarios


Selva Almada.

Estoy segura de que el momento más feliz de mi vida ocurrió promediando


los seis años, cuando por fin pude empezar a leer sola y de corrido, sin
tartamudear, sin deletrear, sin que el dedo índice se arrastrara por debajo de las
líneas como una oruga lenta.
Desde muy chica me gustó la lectura. Primero como oyente que torturaba
a madre, padre y hermano que ya sabía leer, para que me leyeran los clásicos
infantiles de la colección “Había una vez”, unos libros chiquitos, con ilustraciones,
con la contratapa llena de estrellitas, como si cada libro fuera un retazo de cielo
lleno de promesas brillantes.
Si no aprendí a leer antes de ir a la escuela fue un poco porque mi madre
trabajaba muchísimo y casi no tenía tiempo de enseñarme; y otro poco porque
ella siempre sostuvo que cada cosa a su tiempo, que los chicos que aprenden
antes después van a clase a molestar. Pero por mí, encantada le hubiera robado
horas a andar correteando por el casi campo que todavía era mi pueblo, a subir
a los árboles, comer tunas y pescar anguilas… a todo eso que tanto me gustaba,
lo hubiera cambiado por aprender a leer lo más pronto posible.
Una vez que aprendí a leer me independicé inmediatamente de tutores,
padres o encargados. Ningún comisario de la lectura interfirió nunca en mis
elecciones lectoras, por lo menos no en el ámbito de mi casa que era, después
de todo, donde más leía. Todo lo que tuviera texto y llegara a mis manos, era
enseguida zampado de un bocado y digerido como podía: fotonovelas,
historietas, recetas de cocina, prospectos de medicamentos, paquetes de
comestibles. Por supuesto, siempre había palabras cuyo significado ignoraba. Si
había alguien más ilustrado que yo para preguntarle, le preguntaba. Si no llenaba
los blancos como podía, inventaba que como tal palabra se parecía a esta otra
debía querer decir algo parecido. Así que creo que el segundo motivo de felicidad
que tuve por aquellos años, fue el descubrimiento del diccionario. Allí estaban
todas las palabras del mundo, conocidas, desconocidas y hasta aquellas
prohibidas como “verga” y “coger”, aunque según el diccionario significaran
“mástil de un barco” y “tomar, agarrar, asir alguna cosa”. En fin, si al diccionario
lo permitían en la escuela seguramente había cosas que tenía que guardarse en
el bolsillo, como el verdadero significado de esas palabras.
En aquellos años éramos pobres. No es que después hayamos sido ricos,
pero esos fueron años especialmente difíciles, de muy poca plata. Mi madre
trabajaba haciendo pequeñas costuras y limpiando casas, mientras estudiaba
enfermería, y mi padre hacía changas pues todavía no había entrado a trabajar
en la municipalidad. Entonces plata para comprar libros a la velocidad que yo los
leía, no había. Y la relectura, a esa temprana edad, es una práctica tediosa. A
esa edad la lectura debe ser revelación, misterio, sorpresa. Hasta dos veces
podía leer el mismo libro, pero después ya me lo sabía de memoria. Y saciaba
la gula lectora leyendo, como dije antes, cualquier cosa que tuviera un poco de
texto.
Las revistas de historietas que leía mi padre: D’Artagnan, El Tony, Nippur,
Intervalo… Robin Wood (el escritor) y no Robin Hood fue el gran héroe de mi
infancia. A él le debo todos esos otros héroes de los que no cabía más que
enamorarse: Dago, Nippur, Savarese, Gilgamesh. No era lectura para nenas, me
decían mis compañeras de escuela cuando quería compartir mi fascinación por
estos personajes que ellas no conocían ni conocerían nunca, pero a mí qué me
importaba: ¿qué era eso de lectura para nena, nenes, grandes, chicos? ¡Por
favor! Sólo lectura, chicas, espabilen.
Las novelitas de Corin Tellado que leía mi madre. A los siete años, en el
verano sin clases, mis tardes se poblaban de hermosas muchachas enamoradas
de apuestos caballeros, vestidos de gasa, cócteles en parques con piscina,
bocaditos de salmón, besos fogosos, hombres que cuando sonreían enseñaban
“un poco los dientes de lobezno hambriento”, hombres “crueles y despiadados”,
que “calaban hondo”.
No había plata para libros, como iba diciendo, pero, en aquellos años
todavía existía el quiosco de canje: así que yo o alguno de mi familia íbamos y
veníamos todos los días traficando novedades, alimentando mis horas de lectura
con estas novelitas ajadas y aquellas revistas a las que a veces alguien les había
cortado la mitad de la página para mandar un cupón de algún curso por correo.
Por supuesto, aunque fueran “más para chicas”, tampoco podía compartir a
Corín con mis compañeras de escuela, sus madres se infartarían si las
encontraban leyendo esas novelas. Mi madre, en cambio, aprobaba estas
lecturas que, en su adolescencia, habían sido prohibidas por su padre. Creo que
permitirme que yo las leyera de tan chica era una venganza poética de mi mamá
hacia mi abuelo.
A su tiempo, cuando ya pude leer libros más largos, di cuenta de toda la
biblioteca de mi escuela, que era bastante modesta pero tenía unos cuantos de
la colecciones Robin Hood, los amarillitos, y Billiken, que eran rojos y más flacos.
Recién entonces la lectura dejó de ser solitaria (aunque, en verdad, nunca me
había pesado que lo fuera): a estos libros sí los podíamos leer las chicas de mi
edad, así que pasaban de mano en mano entre las lectoras del grado, que
éramos sólo cuatro y nos hicimos mejores amigas por esta pasión que nos
distinguía del resto. Todos los de Luisa Alcott, Corazón, Mark Twain, Violeta,
Rider Haggard, Annie, Heidi y Peter, Jane Austen… estas lecturas, creo, fueron
las únicas “reglamentarias” que hice. Es extraño, pero en este período el
comisario de las lecturas eran mis congéneres, esas chicas con las que teníamos
en común la debilidad maravillosa por la lectura, eran las que decían que había
que leer lo que había que leer. Y yo acataba. Aunque reconozco que fueron
buenas lecturas, que las disfruté muchísimo, era la primera vez que leía “cosas
acorde a mi edad”. O, mejor dicho, a lo que el canon literario de entonces dictaba
que debía leer una niña entre los 6 y los 12 años… porque, a decir verdad,
muchos de esos libros no habían sido escritos exclusivamente para un público
juvenil. No creo que Rider Haggard haya pensado en un montón de párvulos
como lectores mientras escribía Ella o Las minas del rey Salomón…
Cumplidos los 12 llegó el gran momento gran. Mejor que la primera
menstruación o el paso al colegio secundario. Sonaron trompetas, oí que
sonaban, cuando traspuse las puertas de la biblioteca popular Bartolomé Mitre
para hacerme socia. Todos esos libros, finalmente a mi alcance.
Otra vez el libre albedrío de lectora, apenas guiado por la también falta de
criterio de la bibliotecaria, a quién tanto le agradezco que, en vez de comisaria,
haya sido cómplice. Me iba a mi casa con otros novelones rosa, del tenor de
Corín Tellado pero con más páginas y más voltaje sexual; con best sellers que
chorreaban sangre o que ponían a curas en el centro de historias turbulentas de
corrupción y crímenes por encargo. Las sandalias del pescador, El pájaro espino,
La impura, El solitario, todo Sidney Sheldon, todo Lawrence Sanders, todo Wilbur
Smith…
En el colegio secundario no había una lista de libros que se
correspondieran con el programa de literatura: podíamos elegir lo que
quisiéramos y después hacíamos trabajos prácticos que exponíamos para los
compañeros. También eso es algo que le agradezco a la profesora, que no nos
hiciera leer los libros de Alma Maritano, por ejemplo, que siempre estaba (y debe
seguir estando) en los programas. Años después, ya en la facultad, daba clases
de apoyo escolar y me tocó leerlos para preparar un alumno. Volví a sentirme
agradecida con mi profesora de literatura por no atenerse a los programas.
Absolutamente.
Me hubiera gustado sí leer libros y autores que creo que deben leerse y
descubrirse en esa época, aunque no sean autores “juveniles”, como García
Márquez, Cortázar, Felisberto Hernández, Haroldo Conti, Silvina Ocampo, Juan
Rulfo y tantos autores que tuve que descubrir, sola, más tarde. En el poco tiempo
que di clases en la escuela secundaria con mis alumnos leíamos a estos autores
y también a Osvaldo Lamborghini (una clase memorable con El niño proletario,
por ejemplo) y a Bukowsky.
Está bien que existan libros escritos ex profeso para adolescentes, hay
muy buenos autores escribiendo estos libros como Pablo de Santis, Antonio
Santa Ana, Inés Garland, Leonardo Oyola. Pero me gusta más pensar que los
libros, todos los libros, cualquier libro puede leerse simplemente cuando uno
tenga ganas de agarrarlo y meterse con él. Que no hay libros “para adultos” que
no pueda leer cualquier adolescente.
Leer sin comisarios, aun sin los comisarios bien intencionados, que
seguramente habrá, siempre es la mejor manera de leer, a cualquier edad.
El derecho a leer buenas historias, narrar, y a ser leído

Mariana Enríquez.

Cuando era chica, bien chica, una niña de seis o siete años, me encantaba
leer. Tenía los grandes libros ilustrados de leyendas de la colección Sigmar –me
gustaban los mitos griegos, pero también me moría de miedo con la leyenda de
Anahí-- y tenía unos padres muy extraños que, por un lado, me daban acceso
irrestricto a la biblioteca y por otro me leían a Baudelaire cuando me recuperaba
de una hepatitis. (Esto es cierto, mi mamá me leyó Las Flores del Mal durante
una convalecencia). Sin embargo, el primer libro que me volvió absolutamente
loca, diría el que me cambió la vida, fue La historia interminable de Michael Ende,
una historia sobre un chico que se mete literal, físicamente, en la historia del
libro. Hay un mundo que se está muriendo, Fantasía, y una Emperatriz que
agoniza, a quien alguien debe darle un nombre. Y ese alguien, que va a salvar
Fantasía, es el lector, que se llama Bastián. Fue una experiencia de lectura tan
poderosa que hasta hoy, treinta años después, recuerdo claramente las
ilustraciones del libro, los cambios de color de la tinta –se intercalaban
fragmentos verde y fuxia, según en qué plano de la realidad transcurriese el
relato--, los nombres de casi todos los personajes, y los pasajes más
emocionantes.
Sin embargo, no me acuerdo de ningún libro que haya leído en la primaria.
De ninguno. Estoy segura de que leímos varios en los dos colegios adónde cursé
esos siete años. Y no tengo el recuerdo ni siquiera remoto de un sólo libro.
Apenas de un cuento de Elsa Bornemann sobre unas grullas y una niña muerta
en Nagasaki después de la Bomba. Nada más.
De la secundaria sí recuerdo, claro. Recuerdo Las coplas a la muerte de
su padre de Jorge Manrique y El Lazarillo de Tormes y El sí de las niñas, por
ejemplo. Todos textos clásicos, importantes, que me aburrieron hasta la locura.
Pienso en mis compañeros. Ellos no amaban leer, como yo. Para ellos, el primer
contacto con la literatura fue esta aridez y esta lejanía. Mi escuela secundaria
era privada pero tenía una cuota muy barata y concurrían cantidad de chicos de
barrios muy pobres: estoy segura de que no eran estas las historias que querían
escuchar. Me acuerdo cómo todos se iluminaron, se entusiasmaron, cuando la
profesora se salió de programa y nos dio a leer “Las ruinas circulares” de Borges
y “Circe” de Cortázar. ¡Muy extraña y bienvenida la elección de Circe! Discutimos
durante horas sobre este cuento sobre una bruja de barrio, y recuerdo las cosas
que salieron: desde los prejuicios –y entonces la conversación se tornaba casi
en una discusión sobre temas de género, algo que no existía a fines de los años
'80-- hasta las prácticas de religiosidad popular de muchas de las tías y madres
y abuelas de los chicos, que habían venido de sus provincias con sus santos a
cuestas. La conversación nos llevó hasta ahí: esa profesora –no me acuerdo de
su nombre: sí de que tenía ojos verdes y era grandota, de voz gruesa-- nos dejó
ir hacia cualquier lado porque entendía que eso hacía la literatura. Después nos
dio a leer “La casa de Asterión” de Borges, que no gustó tanto –salvo a mí, por
mi fetiche griego.
Poco después, la profesora nos hizo leer El gigante amapolas y sus
formidables enemigos de Juan Bautista Alberdi y nos perdió nuevamente. Como
era una pieza teatral tuvimos que hacer una pequeña obra. Fue penoso para
todos, nos olvidábamos los diálogos, estábamos de malhumor, nos parecía lo
más inútil y menos divertido del mundo. No entendíamos de qué se trataba, ella
trató de explicarnos pero no lo logró –las clases de historia argentina no nos
ayudaron. Sospecho y supongo que este libro, así como las obras del siglo de
oro español, estaban en el programa. Un programa diseñado para hacerles creer
a los chicos que la literatura no podía ser disfrutada.
Si hubieran dejado el programa en mis manos, incluso en aquel momento,
hubiese sugerido libros que yo leía por afuera, en la biblioteca de mis padres.
Sobre héroes y tumbas, de Sabato, un libro que además casi condensa el
sentimiento abismal de la adolescencia y que tiene tanto para discutir de historia:
por qué Lavalle romantizado, por qué no hablar de los bombardeos y sí de los
incendios a las Iglesias. El juguete rabioso de Roberto Arlt, con otro protagonista
adolescente en una ciudad y una época que por su desesperanza se parecía
mucho a nuestro contexto de crisis cuando terminaba el gobierno de Alfonsín.
Jane Eyre de Charlotte Brönte, para que las chicas supieran de heroínas fuertes,
y me refiero tanto a Jane como a Charlotte. Dickens, que es todo hermoso y
sensible y honesto. Los cuentos de terror de Poe que son indiscutibles. Stephen
King, para que supiéramos que la buena literatura y la total adicción y el más
enloquecido entretenimiento son compatibles. Soy leyenda de Richard
Matheson. Crónicas marcianas de Bradbury, que hasta venía con prólogo de
Borges, por si se necesitaba cierta pátina de prestigio.
Me acuerdo de que en otros colegios, con mejor nivel académico que el
mío, leían libros interesantes. Mi amiga Laura, en el Nacional de La Plata, tenía
que leer Demian de Hesse y El Túnel de Sabato, por ejemplo. No sé si yo eligiría
esos dos textos, pero leerlos a los 14 es muy potente. Y seguramente en muchos
colegios leen varios de los que acabo de mencionar. Pero no en todos. Les
cuento una pequeña anécdota. Elizabeth Lerner, una escritora, cuentista,
notable, dio durante el año pasado un taller literario en el tercer año de la escuela
6 de la Villa 21. Los chicos leyeron un cuento mío, “El aljibe”, que es un cuento
de terror, y se coparon, y Elizabeth me invitó a una charla. La escuela está
bastante bien, tiene una linda biblioteca, una sala de internet y compus bastante
grande, y todos los chicos tenían sus netbooks. Quiero decir: no era una
situación de precariedad ni de sordidez ni nada por el estilo. Los chicos se
dividían en dos grupos: los que querían charlar y los que les importaba nada.
Este último grupo, igual, era de lo más educado y sencillamente se fue a un
rincón, a jugar con sus compus y cuchichear un poco. Total y sanamente
adolescentes y se portaron con respeto.
Los que querían hablar querían saber todo. De dónde había sacado yo la
historia de San La Muerte. Por qué ese final tan horrible, por qué no salvaba a la
protagonista. Por qué la madre era tan mala y por qué el padre no se metía.
Charlamos un rato largo y me rebatieron unas cuantas cosas. Pero al final llegó
lo más inesperado. Una de las profesoras que estaba presente les dijo “dale,
anímense, pregunten”. ¿Qué querían saber? Por un lado, cómo había llegado yo
a ser narradora. Pero, sobre todo, lo que querían eran recomendaciones de
lectura. No los estaba forzando la profesora: ellos querían saber. Me encontré
nombrando a Bradbury y ellos me dijeron que estaban leyendo Farenheit y que
les parecía un plomo. OK, les dije, traten con los libros de cuentos. Si les gustó
mi cuento, les van a gustar los de Bradbury: y anotaron El país de octubre y El
hombre ilustrado. Después les recomendé a King, Carrie especialmente, que es
en un colegio secundario. Y Operación Masacre. Estos chicos iban a entenderlo.
Y El juguete rabioso, que también iban a entenderlo. Casi lo mismo que tenía
ganas de que me dieran a leer veinte años atrás. Los chicos anotaron todas las
sugerencias y se pusieron contentos cuando les sugerí Los juegos del hambre,
porque habían visto la película y porque la historia de Katniss no está tan lejos
de las historias de algunos de ellos. Pero claro, no sólo los profesores sino la
mayoría de los adultos lectores “serios” entre comillas desdeñarían Los juegos
del hambre, que es una trilogía hermosa, que tiene más para decir sobre el
estado totalitario, la valentía, el abandono de los hijos por los padres, la desdicha
humana de la miseria y la injusticia que muchos libros que no son entretenimiento
ni best-seller ni blockbuster. Sencillamente porque no saben qué les gusta a los
chicos y asumen que son todas porquerías. Y se equivocan. Harry Potter es un
libro poderoso, que lleva directo a lecturas sofisticadas. Lo mismo Los juegos del
hambre. Hasta Cazadores de sombras de Cassandra Clare tiene lo suyo y ni
hablar de esa maravilla que es La saga de los confines de Liliana Bodoc, que yo
pondría como lectura obligatoria porque además de ser El señor de los anillos
situado en la conquista es el mejor texto para estudiar la cultura de los pueblos
mapuche, azteca e inca –y unos cuantos más; Liliana usa un estilo a veces
tomado del Popol Vuh y cantidad de leyendas.
En los colegios hay que aprender literatura. Pero también hay que enseñar
otra parte de la literatura que no es una historia de los textos importantes –insisto:
eso es valioso y fundamental. Pero es nada si no se puede transmitir la pasión y
la locura de leer. Si no se consigue que aunque sea uno de los chicos se quede
toda la noche despierto porque tiene que saber, si Peeta se muere o no en la
Arena. Porque tiene que saber si Catherine va a perdonar a Heathcliff. Cuando
yo tenía 13 años, me regalaron para Navidad Cementerio de animales de
Stephen King. Me quedé toda la noche despierta y cuando llegué a una escena
particularmente horrible, lo revoleé como si estuviera contaminado y prometí no
volver a leerlo. Me desperté temprano ansiosa y me lo deglutí con el desayuno.
Ahí me enamoré para siempre de la literatura y creo que decidí que yo también
iba a escribir. Y ese libro no me lo dio la escuela: me lo dio mi tío. El colegio
debería ser mi tío, de vez en cuando.
Y también el tío que cuenta historias verdaderas: yo nunca leí no ficción
en el colegio y me parece igual de importante. Porque se está escribiendo mucha
literatura poderosa en la no ficción, en la crónica, en las crónicas de viajes, en la
autoficción. Hoy los adolescentes están naturalmente muy cerca de estos
géneros porque están permanentemente conectados y entre todo lo que pasa en
la web, también hay blogs y confesiones y noticias y un caudal inédito de
diferentes textos: la ficción ya no tiene por qué ser la única forma de narración.
Una biografía de Rimbaud puede ser deslumbrante: la historia de un adolescente
genial que dejó todo y se fue a vivir al África; especular sobre qué le paso, ¡hasta
incluso se puede llegar a su poesía! Marta Dillon contando cómo es vivir con VIH
–y ser madre y ser mujer e hija de una mujer desaparecida en Vivir con virus, el
libro que recopila todas las crónicas que escribió durante una década en
Página12, contando el día de la infección, desde que era un peligro de muerte
hasta hoy. Bruce Chatwin explicando cómo encuentran su camino los indígenas
del desierto australiano, que conocen la tierra de memoria porque la cantaron en
sueños o Ciudad de Dios de Paulo Lins, sobre la vida durante tres décadas en
una favela de San Pablo –o incluso A sangre fría de Truman Capote, para leer
un texto donde el crimen no es morbo ni histeria sino una meditación sobre la
capacidad de maldad, indiferencia y belleza del ser humano.
Ángela Pradelli, que coordinó el plan de lectura para la provincia de
Buenos Aires, me contó que en 2009 se hizo un debate muy amplio, convocado
por el Ministerio de Educación, y el objetivo era –junto a profesores secundarios
y universitarios-- llegar a una suerte de gran acuerdo, los diez textos que los
chicos tenían que haber leído sí o sí cuando terminaban el secundario. La lista
final –que tiene prólogos de Ricardo Piglia, Alan Pauls, Noé Jitrik, entre otros- es
La furia de Silvina Ocampo, Bestiario de Cortázar,El entenado de Saer, El
juguete rabioso de Arlt, Zama de Antonio Di Benedetto, Cae la noche tropical de
Manuel Puig, Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla, Ficciones, Jorge
Luis Borges, Martín Fierro de José Hernández y Facundo de Sarmiento. La lista
es indiscutible. Ángela también me dijo que no sabe si en los colegios se siguen
o no estos textos sugeridos, pero también me explicó que hoy no hay programas
que indiquen los textos a leer, apenas se sugieren lineamientos, que son muy
generales y cada docente puede seleccionar qué obras leer durante el año: de
ese modo, me decía Ángela, ya no es una incomodidad, como fue durante mucho
tiempo, ajustarse a lo que se pedía o justificar el desajuste.
Quiere decir que ahora todo el camino está despejado. No estaría mal que
se respetara esta lista de indiscutibles. Y tampoco estaría mal, por ejemplo,
preguntarles a los chicos. Tienen derecho a elegir qué tipo de historias quieren
leer.
El canon de lectura de los jóvenes

Samantha Schweblin

Aprovechando una mesa internacional y especializada voy a exponer una


visión personal, basada en mi experiencia como lectora, como una de esas
“jóvenes lectoras” que fui durante mi escolaridad. (Consideraré para este caso,
como jóvenes, a alumnos de entre doce y dieciocho años y como “canon” no a
los libros con los que he ido topándome desde chica sino los que me han
extendido los colegios en mis distintas instancias educativas).

Las revelaciones suelen darse en los momentos menos esperados. Acá


va una revelación de hace cinco años atrás. Fue en una reunión de una familia
numerosa, en un caserón grande de la provincia de Buenos Aires. Estaba lleno
de chicos de entre dos y cuatro años. Para mí en estos casos, “lleno” es más de
cuatro, y eran más de diez. Como un ejército organizado se dispersaban entre
los adultos que a su vez se dejaban amedrentar sin ningún tipo de contraataque.
Ahora, en la intimidad multitudinaria de este congreso, mi ofensiva personal
parecerá bastante tonta, pero es la reacción de este ejército organizado lo que
quiero rescatar para mi propuesta al problema de esta mesa.

Tomé un diario que encontré por ahí, lo levanté en el aire y grité atención.
El ejército se detuvo en seco. No les dije que se sentaran, les dije que algo había
pasado, dije algo terrible, y solos se fueron acercando. Me senté en el suelo, y
varios me copiaron. Abrí el diario como si supiera exactamente qué es lo que iba
a leer, y sólo entonces me di cuenta de que lo único que tenía en mis manos
eran los anuncios clasificados. Pero ya estaba en el campo de batalla, así que di
mi siguiente paso: leí los clasificados como si se tratara del relato de una
pesadilla horrorosa: …balcón al frente con cocina. Terraza. Cochera. Un alto piso
luminoso. Al norte. Cubierto. Balcón. La cocina, al fondo, es independiente.”
Seguro que las abuelas de la Fundación lo hacen mejor… Pero cuando bajé el
diario el ejército entero estaba sentado y derrotado.

Estoy segura que, frente a la construcción de un lector, frente a un chico


o un adolescente que todavía no vivenció el placer de la lectura, no es tan
importante qué es lo que se le lee, sino la pasión, el sentimiento con el que se le
lee. Y, por supuesto, el acto fundamental de “leerle”. Porque no basta con dar el
libro adecuado al lector adecuado. El libro ya está en nuestras manos y será
siempre el mismo, pero al lector hay que encontrarlo, una persona podría ser un
lector, pero no viene formada para serlo. Para que un chico ame el futbol no
basta con darle una pelota. Antes tiene que haber visto a todos sus hermanos, a
todos sus amigos y a todos sus enemigos morir por la pelota, hablar de la pelota,
putear por la pelota, llorar por la pelota. Entonces, sepa jugar o no, sabrá el peso
que una pelota verdaderamente tiene cuando finalmente la toque. Sabrá todo lo
que promete, y todo lo que podría despertar en él.
Cada vez que pienso en mis primeras lecturas hay detrás una persona
responsable. Mi abuelo citando solemnemente a Almafuerte, de pie y con los
ojos cerrados; la voz de una amiga que finalmente se quiebra al final de un
cuento de Ray Bradbury… Nunca fue el libro en primera instancia, siempre fue
antes el descubrimiento de un poder casi hipnótico de la literatura sobre el otro,
y el deseo de llegar a esa misma fascinación. Como en el ejército derrotado.

Mi experiencia personal respecto de las lecturas escolares fue muy mala.


Mi mamá es docente, yo tuve docentes increíbles que nunca voy a olvidar, y
estoy segura de que, si el imaginario social fuera un poco más justo, la mayoría
de los superhéroes llevarían guardapolvos blancos. Pero a nivel personal tuve
muy mala suerte en lo que hace a las materias de lengua y literatura y me
pregunto qué habrá sido de los chicos pares a esta situación desprovistos de un
contexto familiar que los incentivara.

En los cinco años de mi secundaria se optó casi siempre por la misma


política: un libro del gran canon escolar (El Quijote, El Mío Cid, La Divina
Comedia…) y, para compensar, un libro “accesible para nuestra edad”. Los
primeros nos excluían por completo, por lejanos, por monumentales, y porque,
por monumentales, se daban fragmentariamente, sin poder abarcar el libro en
su totalidad. Los segundos nos trataban por idiotas: sólo recuerdo sus tapas y
mi completa y profunda indignación.

Hubo dos únicas excepciones a esta regla: “Triste, solitario y final” de


Osvaldo Soriano y “El duelo” de Joseph Conrad. Yo ya tenía mis propias lecturas
y todavía recuerdo el secreto orgullo de descubrir un primer entusiasmo en
algunos de mis compañeros menos lectores. Estos dos ejemplos no me parecen
un dato menor. Ambos abordan, a su manera, mundos un poco más cercanos,
una aventura puntual y abarcable, una narración clara, precisa y cargada de
tensión. No son monumentales, ni están dirigidos a un público menor. Y hay que
decirlo: funcionaron de maravilla.

No puedo teorizar al respecto, no sabría hacerlo ni me corresponde. Pero


intentaré bosquejar tres propuestas para ayudar a seducir a este nuevo lector.

1. Dar la opción de elegir. El lector “elige” lo que lee, así que sería bueno
que esto pueda hacerse desde el principio. Entiendo que un docente no puede
leer treinta libros por curso. Pero una lista de tres o cuatro libros puede seguir
siendo orientadora y trae además consigo la libertad y el compromiso de elegir.

2. Mostrar cómo se hace. A mis trece, una amiga me arrastró hasta la


cassetera de sus padres casi aullando de emoción. Parecía no poder
mantenerse en pie cuando la voz de Cortázar, porteña y afrancesada, empezó a
leer “Continuidad de los parques” bajo un fondo lluvioso en París. Al principio no
me interesé en la historia, ni entendí porqué ese hombre hablaba tan extraño.
Pero era la fascinación de mi amiga lo que me atrajo, lo que me convenció de
escuchar hasta el final, de dejarme llevar. Así se lee a Cortázar. Ya no pude
leerlo sin escuchar su propia voz.

El Martín Fierro: recuerdo haber leído partes aisladas en la secundaria,


hasta escuchar en la tele a un cantautor recitarlo. Así se lee el Martín Fierro. Ya
nunca pude leerlo de otra forma. No propongo con esto clases de canto y
actuación para los docentes, sino que insisto en mi mala experiencia al respecto
y subrayo: no recuerdo, en mis cinco años de secundaria, a un solo profesor que
nos haya mostrado cómo se lee, que, antes de mandarnos a casa con la tarea
de una lectura, haya abierto el libro y nos haya leído las primeras líneas en voz
alta.

3. Aceptar la inestabilidad y el peligro. La literatura es salvaje, es


incómoda y es violenta por necesidad. Educar un lector es también enfrentarlo a
esta incertidumbre y demostrarle cómo la literatura es una de las formas más
sanas y seguras de asomarse a estos oscuros abismos y volver a la realidad lo
más ilesos posible. Es necesario el abismo, y a veces me pregunto qué tantos
abismos, tan atractivos y tanto más peligrosos, podrían evitarse en la
adolescencia con las lecturas adecuadas. El primer cuento que escribí se trataba
de un águila que, parada sobre un acantilado, se preguntaba si debía o no
sobrevolar el bosque. Era lo que más quería hacer en el mundo, pero sabía que
entre los árboles había un cazador, y que, si se echaba a volar, el cazador la
mataría. Pero lo hacía de todas formas, porque la belleza del bosque valía la
pena. Un cuento romántico y espantoso, con todo el dramatismo, el dolor y la
injusticia típica con la que creo que carga y busca el imaginario adolescente. El
cuento se publicó en el diario del colegio. Cuando lo leí en voz alta, orgullosa y
de pie frente a mi familia, me di cuenta de que le habían cambiado el final. Ahora
el águila sobrevolaba la belleza del bosque y en lugar de recibir con dignidad el
impacto de la bala se decía a si misma que no temer al cazador había sido una
muy buena decisión. Mi profesora de literatura dijo que lo había hecho con
mucho cariño, y que cuando fuera grande lo entendería, y a mis compañeros,
por supuesto, la historia les pareció una tontería.

Así que aprovecho este espacio como una revancha, e intentaré retomar
la ampliación del canon de lecturas de los jóvenes con más pragmatismo:
propongo algunas listas breves. Ya sabemos cuáles son los clásicos, no hace
falta listarlos así que dejo ese problema de lado, aunque insisto en que debería
optarse por aquellos que puedan abarcarse en su totalidad, y no por recortes
aislados.

Propongo cuatro libros que me fascinaron en su momento, como lectura


juvenil, aunque, insisto, ninguno de ellos llegó a mis manos desde el colegio: Los
cuentos de la antología Bestiario, de Kafka. Antología de la literatura fantástica
de Borges, Bioy Casares y Ocampo. El Orla de Guy de Maupassant. 1984 de
George Orwell.
Ahora, cuatro libros que leí de grande, pero que estoy segura que me
hubiera alucinado leer de adolescente, por el impacto que hubieran tenido en mí
a esa edad, y porque sé que los hubiera entendido perfectamente: Alrededor de
la Jaula de Haroldo Conti. El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. El
guardián entre el centeno de Salinger. Operación masacre de Rodolfo Walsh.

Y por último, nuevos narradores argentinos. Autores más cercanos


todavía a sus mundos y su lenguaje. Cuatro joyas van:

El año del desierto de Pedro Mairal (y subrayo este libro en particular, creo
que será una de las grandes novelas de mi generación y tiene un cruce con los
últimos cien años de historia argentina que me parece que podría ser muy
atractivo para trabajar en un secundario). Los cuentos de Los peligros de fumar
en la cama de Mariana Enríquez. El origen de la tristeza de Pablo Ramos. Acerca
de Roderer de Guillermo Martínez.

Y una última recomendación, arbitraria, pero que tiene que ver con un
ejercicio personal que quizá sirva para esta mesa. Me pregunté: si tuviera un hijo
adolescente, y una única oportunidad para seducirlo con un libro, ¿Qué libro le
daría? Zozobraron mis autores preferidos. Di con el libro unos años atrás. La
buena noticia es que es además un libro de saldo y es muy barato; la mala es
que ya no quedan muchos. Pero tengo la certeza de que funcionaría. Es un libro
de cuentos crueles, fresquísimos, brillantes y arrasadores, de un israelí que se
llama Etgar Keret, y el título del libro es El chofer que quería ser Dios.

Frente al ejército alucinado, sentada con mis avisos clasificados como un


arma que ya no tiene utilidad, veo ojos abiertos y brillantes y pienso en esa frase
de Beatriz Fainholc que siempre me gustó: “La mejor tecnología es invisible, la
portan las personas y debe ser enseñada”. Creo que en un mundo en el que todo
va volviéndose más y más invisible, la capacidad de leer, entender y encontrar,
empieza a volverse la más humana y más fundamental de todas las tecnologías.

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