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Mariana Enríquez.
Cuando era chica, bien chica, una niña de seis o siete años, me encantaba
leer. Tenía los grandes libros ilustrados de leyendas de la colección Sigmar –me
gustaban los mitos griegos, pero también me moría de miedo con la leyenda de
Anahí-- y tenía unos padres muy extraños que, por un lado, me daban acceso
irrestricto a la biblioteca y por otro me leían a Baudelaire cuando me recuperaba
de una hepatitis. (Esto es cierto, mi mamá me leyó Las Flores del Mal durante
una convalecencia). Sin embargo, el primer libro que me volvió absolutamente
loca, diría el que me cambió la vida, fue La historia interminable de Michael Ende,
una historia sobre un chico que se mete literal, físicamente, en la historia del
libro. Hay un mundo que se está muriendo, Fantasía, y una Emperatriz que
agoniza, a quien alguien debe darle un nombre. Y ese alguien, que va a salvar
Fantasía, es el lector, que se llama Bastián. Fue una experiencia de lectura tan
poderosa que hasta hoy, treinta años después, recuerdo claramente las
ilustraciones del libro, los cambios de color de la tinta –se intercalaban
fragmentos verde y fuxia, según en qué plano de la realidad transcurriese el
relato--, los nombres de casi todos los personajes, y los pasajes más
emocionantes.
Sin embargo, no me acuerdo de ningún libro que haya leído en la primaria.
De ninguno. Estoy segura de que leímos varios en los dos colegios adónde cursé
esos siete años. Y no tengo el recuerdo ni siquiera remoto de un sólo libro.
Apenas de un cuento de Elsa Bornemann sobre unas grullas y una niña muerta
en Nagasaki después de la Bomba. Nada más.
De la secundaria sí recuerdo, claro. Recuerdo Las coplas a la muerte de
su padre de Jorge Manrique y El Lazarillo de Tormes y El sí de las niñas, por
ejemplo. Todos textos clásicos, importantes, que me aburrieron hasta la locura.
Pienso en mis compañeros. Ellos no amaban leer, como yo. Para ellos, el primer
contacto con la literatura fue esta aridez y esta lejanía. Mi escuela secundaria
era privada pero tenía una cuota muy barata y concurrían cantidad de chicos de
barrios muy pobres: estoy segura de que no eran estas las historias que querían
escuchar. Me acuerdo cómo todos se iluminaron, se entusiasmaron, cuando la
profesora se salió de programa y nos dio a leer “Las ruinas circulares” de Borges
y “Circe” de Cortázar. ¡Muy extraña y bienvenida la elección de Circe! Discutimos
durante horas sobre este cuento sobre una bruja de barrio, y recuerdo las cosas
que salieron: desde los prejuicios –y entonces la conversación se tornaba casi
en una discusión sobre temas de género, algo que no existía a fines de los años
'80-- hasta las prácticas de religiosidad popular de muchas de las tías y madres
y abuelas de los chicos, que habían venido de sus provincias con sus santos a
cuestas. La conversación nos llevó hasta ahí: esa profesora –no me acuerdo de
su nombre: sí de que tenía ojos verdes y era grandota, de voz gruesa-- nos dejó
ir hacia cualquier lado porque entendía que eso hacía la literatura. Después nos
dio a leer “La casa de Asterión” de Borges, que no gustó tanto –salvo a mí, por
mi fetiche griego.
Poco después, la profesora nos hizo leer El gigante amapolas y sus
formidables enemigos de Juan Bautista Alberdi y nos perdió nuevamente. Como
era una pieza teatral tuvimos que hacer una pequeña obra. Fue penoso para
todos, nos olvidábamos los diálogos, estábamos de malhumor, nos parecía lo
más inútil y menos divertido del mundo. No entendíamos de qué se trataba, ella
trató de explicarnos pero no lo logró –las clases de historia argentina no nos
ayudaron. Sospecho y supongo que este libro, así como las obras del siglo de
oro español, estaban en el programa. Un programa diseñado para hacerles creer
a los chicos que la literatura no podía ser disfrutada.
Si hubieran dejado el programa en mis manos, incluso en aquel momento,
hubiese sugerido libros que yo leía por afuera, en la biblioteca de mis padres.
Sobre héroes y tumbas, de Sabato, un libro que además casi condensa el
sentimiento abismal de la adolescencia y que tiene tanto para discutir de historia:
por qué Lavalle romantizado, por qué no hablar de los bombardeos y sí de los
incendios a las Iglesias. El juguete rabioso de Roberto Arlt, con otro protagonista
adolescente en una ciudad y una época que por su desesperanza se parecía
mucho a nuestro contexto de crisis cuando terminaba el gobierno de Alfonsín.
Jane Eyre de Charlotte Brönte, para que las chicas supieran de heroínas fuertes,
y me refiero tanto a Jane como a Charlotte. Dickens, que es todo hermoso y
sensible y honesto. Los cuentos de terror de Poe que son indiscutibles. Stephen
King, para que supiéramos que la buena literatura y la total adicción y el más
enloquecido entretenimiento son compatibles. Soy leyenda de Richard
Matheson. Crónicas marcianas de Bradbury, que hasta venía con prólogo de
Borges, por si se necesitaba cierta pátina de prestigio.
Me acuerdo de que en otros colegios, con mejor nivel académico que el
mío, leían libros interesantes. Mi amiga Laura, en el Nacional de La Plata, tenía
que leer Demian de Hesse y El Túnel de Sabato, por ejemplo. No sé si yo eligiría
esos dos textos, pero leerlos a los 14 es muy potente. Y seguramente en muchos
colegios leen varios de los que acabo de mencionar. Pero no en todos. Les
cuento una pequeña anécdota. Elizabeth Lerner, una escritora, cuentista,
notable, dio durante el año pasado un taller literario en el tercer año de la escuela
6 de la Villa 21. Los chicos leyeron un cuento mío, “El aljibe”, que es un cuento
de terror, y se coparon, y Elizabeth me invitó a una charla. La escuela está
bastante bien, tiene una linda biblioteca, una sala de internet y compus bastante
grande, y todos los chicos tenían sus netbooks. Quiero decir: no era una
situación de precariedad ni de sordidez ni nada por el estilo. Los chicos se
dividían en dos grupos: los que querían charlar y los que les importaba nada.
Este último grupo, igual, era de lo más educado y sencillamente se fue a un
rincón, a jugar con sus compus y cuchichear un poco. Total y sanamente
adolescentes y se portaron con respeto.
Los que querían hablar querían saber todo. De dónde había sacado yo la
historia de San La Muerte. Por qué ese final tan horrible, por qué no salvaba a la
protagonista. Por qué la madre era tan mala y por qué el padre no se metía.
Charlamos un rato largo y me rebatieron unas cuantas cosas. Pero al final llegó
lo más inesperado. Una de las profesoras que estaba presente les dijo “dale,
anímense, pregunten”. ¿Qué querían saber? Por un lado, cómo había llegado yo
a ser narradora. Pero, sobre todo, lo que querían eran recomendaciones de
lectura. No los estaba forzando la profesora: ellos querían saber. Me encontré
nombrando a Bradbury y ellos me dijeron que estaban leyendo Farenheit y que
les parecía un plomo. OK, les dije, traten con los libros de cuentos. Si les gustó
mi cuento, les van a gustar los de Bradbury: y anotaron El país de octubre y El
hombre ilustrado. Después les recomendé a King, Carrie especialmente, que es
en un colegio secundario. Y Operación Masacre. Estos chicos iban a entenderlo.
Y El juguete rabioso, que también iban a entenderlo. Casi lo mismo que tenía
ganas de que me dieran a leer veinte años atrás. Los chicos anotaron todas las
sugerencias y se pusieron contentos cuando les sugerí Los juegos del hambre,
porque habían visto la película y porque la historia de Katniss no está tan lejos
de las historias de algunos de ellos. Pero claro, no sólo los profesores sino la
mayoría de los adultos lectores “serios” entre comillas desdeñarían Los juegos
del hambre, que es una trilogía hermosa, que tiene más para decir sobre el
estado totalitario, la valentía, el abandono de los hijos por los padres, la desdicha
humana de la miseria y la injusticia que muchos libros que no son entretenimiento
ni best-seller ni blockbuster. Sencillamente porque no saben qué les gusta a los
chicos y asumen que son todas porquerías. Y se equivocan. Harry Potter es un
libro poderoso, que lleva directo a lecturas sofisticadas. Lo mismo Los juegos del
hambre. Hasta Cazadores de sombras de Cassandra Clare tiene lo suyo y ni
hablar de esa maravilla que es La saga de los confines de Liliana Bodoc, que yo
pondría como lectura obligatoria porque además de ser El señor de los anillos
situado en la conquista es el mejor texto para estudiar la cultura de los pueblos
mapuche, azteca e inca –y unos cuantos más; Liliana usa un estilo a veces
tomado del Popol Vuh y cantidad de leyendas.
En los colegios hay que aprender literatura. Pero también hay que enseñar
otra parte de la literatura que no es una historia de los textos importantes –insisto:
eso es valioso y fundamental. Pero es nada si no se puede transmitir la pasión y
la locura de leer. Si no se consigue que aunque sea uno de los chicos se quede
toda la noche despierto porque tiene que saber, si Peeta se muere o no en la
Arena. Porque tiene que saber si Catherine va a perdonar a Heathcliff. Cuando
yo tenía 13 años, me regalaron para Navidad Cementerio de animales de
Stephen King. Me quedé toda la noche despierta y cuando llegué a una escena
particularmente horrible, lo revoleé como si estuviera contaminado y prometí no
volver a leerlo. Me desperté temprano ansiosa y me lo deglutí con el desayuno.
Ahí me enamoré para siempre de la literatura y creo que decidí que yo también
iba a escribir. Y ese libro no me lo dio la escuela: me lo dio mi tío. El colegio
debería ser mi tío, de vez en cuando.
Y también el tío que cuenta historias verdaderas: yo nunca leí no ficción
en el colegio y me parece igual de importante. Porque se está escribiendo mucha
literatura poderosa en la no ficción, en la crónica, en las crónicas de viajes, en la
autoficción. Hoy los adolescentes están naturalmente muy cerca de estos
géneros porque están permanentemente conectados y entre todo lo que pasa en
la web, también hay blogs y confesiones y noticias y un caudal inédito de
diferentes textos: la ficción ya no tiene por qué ser la única forma de narración.
Una biografía de Rimbaud puede ser deslumbrante: la historia de un adolescente
genial que dejó todo y se fue a vivir al África; especular sobre qué le paso, ¡hasta
incluso se puede llegar a su poesía! Marta Dillon contando cómo es vivir con VIH
–y ser madre y ser mujer e hija de una mujer desaparecida en Vivir con virus, el
libro que recopila todas las crónicas que escribió durante una década en
Página12, contando el día de la infección, desde que era un peligro de muerte
hasta hoy. Bruce Chatwin explicando cómo encuentran su camino los indígenas
del desierto australiano, que conocen la tierra de memoria porque la cantaron en
sueños o Ciudad de Dios de Paulo Lins, sobre la vida durante tres décadas en
una favela de San Pablo –o incluso A sangre fría de Truman Capote, para leer
un texto donde el crimen no es morbo ni histeria sino una meditación sobre la
capacidad de maldad, indiferencia y belleza del ser humano.
Ángela Pradelli, que coordinó el plan de lectura para la provincia de
Buenos Aires, me contó que en 2009 se hizo un debate muy amplio, convocado
por el Ministerio de Educación, y el objetivo era –junto a profesores secundarios
y universitarios-- llegar a una suerte de gran acuerdo, los diez textos que los
chicos tenían que haber leído sí o sí cuando terminaban el secundario. La lista
final –que tiene prólogos de Ricardo Piglia, Alan Pauls, Noé Jitrik, entre otros- es
La furia de Silvina Ocampo, Bestiario de Cortázar,El entenado de Saer, El
juguete rabioso de Arlt, Zama de Antonio Di Benedetto, Cae la noche tropical de
Manuel Puig, Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla, Ficciones, Jorge
Luis Borges, Martín Fierro de José Hernández y Facundo de Sarmiento. La lista
es indiscutible. Ángela también me dijo que no sabe si en los colegios se siguen
o no estos textos sugeridos, pero también me explicó que hoy no hay programas
que indiquen los textos a leer, apenas se sugieren lineamientos, que son muy
generales y cada docente puede seleccionar qué obras leer durante el año: de
ese modo, me decía Ángela, ya no es una incomodidad, como fue durante mucho
tiempo, ajustarse a lo que se pedía o justificar el desajuste.
Quiere decir que ahora todo el camino está despejado. No estaría mal que
se respetara esta lista de indiscutibles. Y tampoco estaría mal, por ejemplo,
preguntarles a los chicos. Tienen derecho a elegir qué tipo de historias quieren
leer.
El canon de lectura de los jóvenes
Samantha Schweblin
Tomé un diario que encontré por ahí, lo levanté en el aire y grité atención.
El ejército se detuvo en seco. No les dije que se sentaran, les dije que algo había
pasado, dije algo terrible, y solos se fueron acercando. Me senté en el suelo, y
varios me copiaron. Abrí el diario como si supiera exactamente qué es lo que iba
a leer, y sólo entonces me di cuenta de que lo único que tenía en mis manos
eran los anuncios clasificados. Pero ya estaba en el campo de batalla, así que di
mi siguiente paso: leí los clasificados como si se tratara del relato de una
pesadilla horrorosa: …balcón al frente con cocina. Terraza. Cochera. Un alto piso
luminoso. Al norte. Cubierto. Balcón. La cocina, al fondo, es independiente.”
Seguro que las abuelas de la Fundación lo hacen mejor… Pero cuando bajé el
diario el ejército entero estaba sentado y derrotado.
1. Dar la opción de elegir. El lector “elige” lo que lee, así que sería bueno
que esto pueda hacerse desde el principio. Entiendo que un docente no puede
leer treinta libros por curso. Pero una lista de tres o cuatro libros puede seguir
siendo orientadora y trae además consigo la libertad y el compromiso de elegir.
Así que aprovecho este espacio como una revancha, e intentaré retomar
la ampliación del canon de lecturas de los jóvenes con más pragmatismo:
propongo algunas listas breves. Ya sabemos cuáles son los clásicos, no hace
falta listarlos así que dejo ese problema de lado, aunque insisto en que debería
optarse por aquellos que puedan abarcarse en su totalidad, y no por recortes
aislados.
El año del desierto de Pedro Mairal (y subrayo este libro en particular, creo
que será una de las grandes novelas de mi generación y tiene un cruce con los
últimos cien años de historia argentina que me parece que podría ser muy
atractivo para trabajar en un secundario). Los cuentos de Los peligros de fumar
en la cama de Mariana Enríquez. El origen de la tristeza de Pablo Ramos. Acerca
de Roderer de Guillermo Martínez.
Y una última recomendación, arbitraria, pero que tiene que ver con un
ejercicio personal que quizá sirva para esta mesa. Me pregunté: si tuviera un hijo
adolescente, y una única oportunidad para seducirlo con un libro, ¿Qué libro le
daría? Zozobraron mis autores preferidos. Di con el libro unos años atrás. La
buena noticia es que es además un libro de saldo y es muy barato; la mala es
que ya no quedan muchos. Pero tengo la certeza de que funcionaría. Es un libro
de cuentos crueles, fresquísimos, brillantes y arrasadores, de un israelí que se
llama Etgar Keret, y el título del libro es El chofer que quería ser Dios.