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En mi infancia la lectura era un terror, era sentirme juzgado por no leer fluidamente, por
trepar árboles lejos de los libros, por ver películas y animes alejándome de las letras y su
cultura. Pero, ¿qué podía hacer si los libros no me interesaban? ¿Por qué leer un libro
sobre un hombre que escala árboles si yo podía escalarlos? No, desde mi primer recuerdo
hasta los trece años no toque un solo libro por voluntad. Aunque historias hubo bastantes.
Por ejemplo, la caza de cerezas en los árboles del parque, los huevos arrojados al vecino
fastidioso, aprender a patinar y nadar solo.
Hace algunos años en un bar descubrí que los vídeo juegos son considerados el décimo arte
y en mi infancia eran el primero, el único. Gracias a la vida mi mamá nunca supo que era
Parent Advisory Explicit Content y pude Jugar cosas que a mis nueve o diez años no debí.
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Resident Evil 2, 3 y 4, Silent Hill 1, 2 y 3, Dino Crisis, Soul Reaver, Parasite Eve. E
juegos me familiarizaron con tramas complejas ante reacciones demasiado humanas y
psiquis torturadas. Sí, en el infierno había muchas cosas menos llamas y las caras de los
demonios podían ser tan familiares como la del vecino cubierto en yemas de huevo.
No puedo negarlo, sentía bastante miedo al jugar estos títulos. No obstante, con el tiempo
el miedo se convirtió en empatía por los sobrevivientes de la horda de zombies que
devoraron Racoon City. O Silent Hill, un pueblo que proyectaba los infiernos personales de
cada individuo que encontrabas. Todos estaban ahogados en la neblina del lugar,
desamparados, muriendo eternamente en los errores cometidos y, sobre todo, solos.
Gracias a mi profesora Zayda Ferres a los trece años, hasta los trece años, tuve una buena
experiencia con un libro. Drácula, el libro guía que dio paso a todos los que vinieron
después. No fue voluntaria su lectura y sin embargo, me quito el peso del miedo a leer. Es
paradójico que un clásico del terror te quite el miedo de leer. Después, leímos narraciones
extraordinarias de Edgar Allan Poe y se empezó a crear un hábito en mí. Gracias a Zayda
también conocí el teatro, cada día del idioma íbamos a ver una obra de Shakespeare
durante los cuatro años en los que el colegio apoyó sus iniciativas: Romeo y Julieta, El
Mercader de Venecia, Sueño de una Noche de Verano, Ricardo III en el teatro Jorge Eliécer
Gaitán son los recuerdos más preciados de los inicios de mi adolescencia, junta a las burlas
y los profesores vigilando el cine rotativo, los ojos de un niño viejo conociendo el centro
junto a sus compañeros del colegio.
Entre el colegio y la universidad conocí uno de los libros que me ha acompañado durante
toda la vida. Una edición golpeada, sin portada y con varias hojas carcomidas por vaya a
saber qué bicho de Cien Años de Soledad. Junto a un amigo leímos esta novela al mismo
tiempo y descubrí el placer de conversar sobre una obra literaria. También llegó mi
primera afición lectora, el Boom Latinoamericano, leí a Cortázar, Bioy Casares, Fuentes,
Borges. En este periodo también leí la Divina Comedia. Para ser sincero, sólo disfruté el
infierno y no recuerdo si terminé el cielo, lectura muy tortuosa que me recuerda la canción
del Cuarteto de Nos “¡Al cielo no!”.
Terminando la universidad conocí una docente que salvó mi carrera profesional mientras
cruzaba el último año de su vida laboral. Ella es Sofía Castañeda, temida por muchos;
adorada por pocos. Gracias a su cátedra de literatura inglesa y literatura norteamericana
superé una crisis que por poco me hace dejar la universidad. Gracias a ella conocí los
cuatro viajes de Gulliver de Jonathan Swift (siempre me ha parecido que Liliput es el más
simple de los cuatro), 1984 de Orwell y un Mundo Feliz de Huxley, Virginia Woolf y Sylvia
Plath, Trumbo y Paul Auster. Paul Auster, el mejor escritor vivo que he leído.
Haciendo esta autobiografía descubro y me da vergüenza reconocer las pocas mujeres que
he leído, pero lo mucho que le debo a tres mujeres en mi vida lectora: mis profesoras
Zayda, Sofía y mi mamá. Gracias a mi madre pude hacer mi carrera universitaria sin la
necesidad de trabajar, si trabajé durante mi vida universitaria fue para mis caprichos,
nunca por obligación y eso marca una diferencia abismal en la calidad del aprendizaje y la
posibilidad de terminar la carrera. Además, gracias a la forma como me contó la historia
patria y algunos sucesos que ella recordaba de la historia colombiana del siglo XX,
desarrollé un gusto por la historia.
Para terminar, quisiera hablar de uno de los hallazgos más importantes en mi vida como
lector: el libro álbum. En mi infancia tuve varios libros ilustrados, de hecho, mi edición de
narraciones extraordinarias de Poe es ilustrada. Sin embargo, en mi primer trabajo como
promotor de lectura conocí este tipo de libros y creo que saldé una deuda con mi infancia
iletrada. Gracias a este descubrimiento también empecé a leer novelas gráficas y cómics.
Es extraño como la vida nos da la oportunidad de corregir los errores cometidos, en mi
carrera estudiantil siempre tuve problemas en el análisis de imagen, nunca pensé que iba a
superar esta carencia. Gracias a mi carrera como promotor de lectura, y sin la presión de
evaluaciones con una única respuesta correcta, he mejorado bastante la forma como
interpreto las artes visuales.
Sólo puedo dar gracias a la lectura y desde mi profesión intentar transmitir este amor a la
mayor cantidad de personas.