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Cómo me hice lector

Pedro Cabrera Cabrera

No recuerdo cómo aprendí a leer. Una espesa bruma se instala en la memoria cuando
intento adentrarme en mis primeros días de escuela. No sé cómo aprendí a distinguir la o
por lo redondo o la flacura de la i porque esta pobre letra no había comido. Nada retengo
de los primeros trazos que darían pie a mi siempre dudosa escritura a mano. Ni numerosas
sesiones de psicoanálisis, ni los abandonos a la terapia de la hipnosis, ni consultas con
brujas y chamanes me han devuelto esos momentos que corresponden a la lejana infancia y
que para mí ya están perdidos.
Pero sí recuerdo qué libro me despertó el ansia de la lectura: El gato con botas. Era
una edición ilustrada, a color. Apenas me acuerdo de su tamaño pequeño, de los numerosos
colores, de los dibujos del gato, de los globos de los diálogos. Recuerdo mi extrañeza ante
el insólito hecho de que un gato pudiera hablar y pensar y usar unas botas, esgrimir una
espada, vivir aventuras. Yo veía a los mininos que rondaban mi casa y me parecían tan
simples y descoloridos, tan desdeñosos y lejanos, tan ausentes, tan distantes, que no tenían
mucho que ver con ese gato apuesto y gentil que me mostraba el cuento.
El libro llegó a mí junto con otro, del cual no tengo el menor recuerdo. Con la
distancia comprendo que no significó tanto como El gato con botas; al menos, no me
generó esa extrañeza, ese estado en que caía ante un mundo que funcionaba con reglas
diferentes de las que regían el mundo diario en que me desarrollaba. Mi padre me obsequió
ambos libros y es tal vez el regalo más preciado que me dio en toda su vida. O al menos el
que más contribuyó a definirme como una persona que disfruta la lectura.
Mi padre me regaló el libro cuando tuve una gripa y me quedé en cama, en casa, con
fiebre, durante dos o tres días. Un día mi papá fue al Pueblo (como le decíamos a Pénjamo)
y regresó con esos dos libritos, tal vez como un aliciente para que me recuperara de la
enfermedad. Yo descifraba los símbolos; una y otra vez asistía como espectador y cómplice
a las aventuras de un gato que no existía en mi realidad, pero que de alguna manera me
hablaba y me decía que en el mundo habitan otras posibilidades. Ese estímulo fue como la
abertura de una ventana que con el tiempo se haría cada vez más mayor hasta ser el
mirador más grande desde el que atisbo el universo.
Luego vinieron otras lecturas: las del libro de texto. Yo vivía en una comunidad rural
alejada del mundo. Aunque ya se había instalado la electricidad y poco a poco los hogares
comenzaban a albergar televisores para asistir al espectáculo del mundo, el camino de
terracería que nos comunicaba en épocas de sequía se volvía casi intransitable cuando
llegaban las abundantes lluvias. Casi nadie tenía libros en casa y los únicos disponibles eran
los que llegaban a la escuela, entre ellos los libros de texto.
Allí empecé a leer diferentes historias, en las que encontraba un gran alimento para
mi imaginación. Recuerdo la del tlacuache que mientras comía tunas fue amenazado por un
coyote si no las compartía con él. El tlacuache pelaba las tunas y se las lanzaba al coyote,
hasta que le mandó una tuna sin pelar. El coyote se espinó y el tlacuache pudo huir.
En las frías madrugadas de El Varal de Cabrera, el pueblo de donde soy originario, yo
contaba estas historias a mi padre mientras el viento me helaba la cara y caminábamos
rumbo a su granja, que estaba del otro lado de la carretera.
Sé que a mi padre le gustaban estas historias porque presumía con sus amigos que yo
se las contaba. Varias veces tuve que repetirlas ante ellos, en sus borracheras, cuando
competían por cuál de sus hijos era <<más inteligente>> que los de sus compañeros de
juerga. Más adelante estos encuentros con mi padre se suspendieron. Tal vez fue que crecí
y llegó mi hermano menor que me desplazó de su atención. A partir de cierta edad ya no
pude compartirle las fabulosas historias que extraía de las páginas impresas.
No sé qué se hicieron los libros de mi infancia. Lo más seguro es que el fuego los
haya consumido. Era el destino de muchos impresos, incluyendo los libros de texto. Por un
tiempo subsistían, yendo de un lugar para otro, a veces amontonados en cajas hasta que
alguien se hartaba de su presencia y los condenaba a las llamas. No recuerdo haber sido
nunca testigo de esta sencilla mecánica en mi casa, porque de haber estado presente lo
habría impedido, pero sí lo vi en casas vecinas. Varias veces, al extrañar algún libro,
pregunté por él y por otros; mis hermanas y mi mamá enmudecieron. Esta práctica, por lo
que sé, sigue reproduciéndose con una constancia perniciosa. Aún mi gente no le concede
valor a los impresos.
Con la desaparición de esos libros de mi infancia perdí no sólo los testigos de mis
primeras lecturas, sino también la posibilidad de volver a ellas, de recrear el contenido de
sus páginas, de volverme a embeber en esas letras que tenían la misteriosa capacidad de
transformarse en imágenes e historias.

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