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Cuatro lecciones de un estrepitoso

fracaso
Publicado por Kiko Llaneras y Octavio Medina

Imagen: Editorial Taurus.

Imaginad que una mañana de domingo tres desconocidos se presentan en vuestra puerta
y os proponen gobernar Canadá. Esto es lo que le ocurrió a Michael Ignatieff.

En octubre de 2004, Ignatieff era el intelectual arquetípico: profesor de Harvard, y


exprofesor de Oxford y Cambridge, célebre por sus libros y conocido por sus columnas
de opinión y sus apariciones televisivas. Era un académico prestigioso y casi famoso.
Pero no era un político.

No tenía experiencia y por eso la propuesta era surrealista. Además llevaba tres décadas
fuera de Canadá —ese país del que querían que fuese primer ministro—, circunstancia
también un tanto chocante. Y sin embargo, aquellos tres desconocidos hablaban en
serio: ¿Estaría Ignatieff dispuesto a liderar el Partido Liberal, el de Pierre Trudeau y
Lester Pearson, el partido gubernamental por antonomasia y por aquel entonces el más
grande del parlamento de Ottawa?

***

Ignatieff aceptó la propuesta, desoyendo a muchos amigos que le tildaron de loco. El


resultado es la historia de una iniciación brutal a la política de alguien que la conocía en
teoría pero no en la práctica. Ignatieff logró liderar su partido y ser el candidato a las
elecciones, pero su viaje acabó en un sonoro fracaso: cosechó los peores resultados del
Partido Liberal en toda su historia.

Persiguió el fuego del poder y acabó contemplando sus cenizas.

Pero como ninguna derrota es completa, de aquel estrépito salió un libro fascinante:
Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política. Un libro sobre política, inteligente y bello,
que recoge las lecciones que solo alguien como Ignatieff podía extraer de su propia
decepción.

I. En política cualquier cosa que digas será interpretada en el peor sentido

Como le ocurre a tantos políticos novatos —véase el caso de Toni Cantó, Guillermo
Zapata o cualquier otro—, Ignatieff descubrió pronto que hacer declaraciones es un
deporte de riesgo. Lo expresó así:

Cuando entras en política dejas atrás el mundo amable en el que la gente te concede un
cierto margen de error, acaba tus frases por ti y acepta que en realidad no querías decir
lo que has dicho, para entrar en un mundo de literalidad hasta extremos impensables en
el que solo cuentan las palabras que han salido de tu boca. También dejas atrás el
mundo en que los demás perdonan y olvidan, dejan de lado las ofensas y se
reconcilian… Cada tuit, cada publicación en Facebook, artículo periodístico o fotografía
embarazosa permanece en el ciberespacio para siempre, listos para que tus enemigos las
utilicen contra ti.

Ignatieff aprendió esto con unas declaraciones sobre la guerra del Líbano de 2006.
Preguntado por el asunto, afirmó que las bajas en áreas controladas por Hezbolá no le
quitaban el sueño. Su intención era decir es que Hezbolá había empezado la guerra y
tenía que asumir las consecuencias, pero sus palabras se escucharon como fría
indiferencia hacia el sufrimiento de civiles. Al intentar reparar el daño dijo que las
tropas israelíes al atacar Qana habían cometido un «crimen de guerra», y entonces
sobrevino otra crisis mediática del lado contrario. Ignatieff había logrado la hazaña de
molestar a los votantes judíos, musulmanes y libaneses la misma semana. No sirvió de
nada lo que opinase realmente, ni lo que hubiese escrito antes ni las explicaciones que
intentó dar después.

Tras el incidente, uno de sus asesores más veterano se le acercó y le dijo: «Michael,
cada político tiene nueve vidas; en este lío te has gastado ocho».

II. Un político debe imponer su propia narrativa

Ignatieff descubrió pronto que todo político debe tener una historia sobre sí mismo, una
razón que explique por qué ha elegido dar el salto al vacío. El éxito de un candidato
depende de eso más que de cualquier otra cosa.

En uno de sus primeros eventos públicos, reunido con unos empresarios en Montreal, un
asistente le preguntó a Ignatieff por qué quería ser primer ministro. «Porque es el puesto
más difícil de todo el país, y me gustaría averiguar si estoy a la altura» respondió
mientras el auditorio enmudecía. Ignatieff se dio cuenta de su error antes de acabar de
hablar: los empresarios no estaban allí para financiar sus aspiraciones personales, sino
para saber qué tenía él que ofrecerles a ellos.

La principal tarea de un candidato es imponer su historia, porque de lo contrario lo


harán sus rivales, que es lo que le pasó al propio Ignatieff. Desde su regresó a Canadá,
sus oponentes le etiquetaron de diletante advenedizo y jamás pudo desprenderse de esa
narrativa. En un anuncio del Partido Conservador que quedó para la historia y los
manuales de comunicación política, un narrador repetía dos ideas: primero, Ignatieff
llevaba treinta y cuatro años fuera de Canadá y era un forastero; segundo, no había
vuelto al país para servir, sino para satisfacer su ego. El anuncio se cerraba con el
eslogan oficial contra él: «Michael Ignatieff, just visiting».

III. El arte de la política es el arte del oportunismo

Ignatieff era un intelectual que había dedicado su vida a interesarse por las ideas y las
políticas en sí mismas. Sin embargo, durante su aventura descubrió que el valor de un
político no estaba ahí, sino en reconocer cuándo a una idea le había llegado su
momento. Esa es la gran virtud del político: saber aprovechar las circunstancias. Lo
sabía bien el premier conservador Harold Macmillan, que la pregunta de qué era lo
más difícil de gobernar, respondió: «Los acontecimientos, hijo, los acontecimientos».

Por eso un buen político debía dominar el arte del oportunismo. Los oportunistas torpes
dan la impresión de haberse aprovechado de una situación para su propio beneficio,
mientras que los oportunistas astutos hacen creer al resto que ellos mismos han creado
la oportunidad.

Lo que Ignatieff observó, pensando seguramente en sí mismo, es que las habilidades


que necesita un político no son las de un intelectual. De ahí que muchos estudiosos de la
política fueron antes políticos frustrados. Ese es el caso de Cicerón, James Madison,
Stuart Mill o Max Weber. O del propio Maquiavelo, que escribió El Príncipe en el
exilio, ya despojado de su poder político por los Medici. Al florentino le dedica
Ignatieff una frase memorable, que resume su fracaso: «Enseñé a Maquiavelo pero me
di cuenta de que jamás le había entendido».

IV. La política no es para pieles sensibles

Ignatieff había estudiado a los políticos toda su vida, ¿pero significaba eso que estaba
preparado para convertirse en uno de ellos? Concluyó que no, por las razones que ya
hemos visto. No dominaba el arte del oportunismo, no entendió el peligro de las
expresiones desafortunadas y no impuso su propio relato. Pero fue precisamente
descubrir esas debilidades lo que hizo aumentar su respeto por la política como
profesión.

Y es que hay algo meritorio en que una persona ponga su vida del revés persiguiendo un
sueño improbable mientras se somete a una supervisión y un bombardeo continuo.
Meterse en política es «vivir en un mundo dual, el mundo real de contacto con unos
ciudadanos que eran, por lo general, educados y agradables, y el mundo virtual de
internet, donde todo vale». Es someterse al escrutinio público, para bien y para mal, y
estar siempre a la defensiva ante cualquier flanco que pueda abrirse. Por supuesto, la
atención es recíproca, y el político tiene que estar pendiente de la opinión pública. Es un
«plebiscito constante donde uno evalúa, cada segundo del día, cómo le miran a uno por
la calle, cómo lo saludan, qué tipo de miradas recibe cuando uno camina por el pasillo
de un avión en busca de su asiento».

Ignatieff aprendió que los insultos y las calumnias —por otra parte inevitables— debían
tomarse con resignación y con humor. Tomarlos como algo personal era un acto de
vanidad.

***

Hay decenas de libros sobre el éxito aunque no sabemos si estudiarlo sirve de algo.
Quizás un triunfador es un triunfador a pesar de las que él piensa que son las diez
razones de su éxito. O quizás un triunfador es la excepción, el único éxito entre cien
réplicas que nadie conoce porque naufragaron.

Las historias sobre el fracaso son más valiosas porque son más escasas. Son las
aventuras sin glamour de gente que persiguió un sueño e intenta averiguar qué salió
mal. Y decimos intentar porque ese es el significado de cualquier ensayo: un intento
de explicar una idea o una experiencia. En el caso de Ignatieff esa experiencia es la del
fracaso político, algo que muchos han sufrido pero que muy pocos han contado. Reside
ahí la principal virtud de su libro: es un relato único de un viaje a la vorágine política,
de alguien que se estrelló sin paliativos pero que conserva la lucidez para mirar y
mirarse.

La otra gran virtud de Fuego y cenizas aparece entre líneas: es un tributo a lo mejor de
la política —ese intento imposible por gobernarnos todos de la mejor forma posible—,
que resulta más convincente de lo habitual porque no lo escribe uno de sus paladines,
sino una de sus víctimas.

Hubo ocasiones en las que notaba que estaba influyendo en los acontecimientos, y otras
en las que me limitaba a observar con impotencia cómo esos acontecimiento escapaban
a mi control; disfruté de momento de felicidad al pensar que iba a ser capaz de hacer
grandes cosas por los demás y ahora vivo con la pena de que nunca seré capaz de hacer
nada. En resumen, viví esa vida. Pagué un precio por lo que aprendí. Perseguí el fuego
del poder y contemplé cómo la esperanza quedaba reducida a cenizas. (Michael
Ignatieff, Fuego y Cenizas)

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